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El Circuito de Los Afectos
El Circuito de Los Afectos
Traducción:
Juan David Millán Mendoza
Safatle, Vladimir
El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo / Vladimir
Safatle; traducción de Juan David Millán Mendoza; editor Claudio Valencia.--Cali : Editorial
Bonaventuriana, 2019
350 p.
ISBN: 978-958-5415-33-1
1. Pensamiento político 2. Ideologías políticas 3. Historia política 4. Teoría política 5.
Fenomenología 6. Derechas e izquierdas (política) 7. Teoría de los afectos 8. Filosofía
contemporánea 9. Capitalismo 10. Aristóteles, 384-322 a.C - Pensamiento político 11. Spinoza,
Benedictus de, 1632-1677 - Pensamiento político I. Safatle, Vladimir II. Millán Mendoza, Juan
David, traductor III. Claudio, Valencia, editor IV. Tít.
320.01 (D 23)
S128
ISBN: 978-958-5415-33-1
Tiraje: 300 ejemplares
Cumplido el depósito legal (Ley 44 de 1993, decreto 460 de 1995 y decreto 358 de 2000)
2019
7
Contenido
Agradecimientos............................................................................................ 13
Introducción.................................................................................................. 15
Del miedo al desamparo............................................................................ 18
Incorporaciones......................................................................................... 21
La disolución de la ficción de la persona
y sus propiedades ....................................................................................... 25
Una biopolítica vitalista transformadora................................................... 29
CODA....................................................................................................... 32
Política inc.................................................................................................... 35
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo......................................................... 39
El verdadero escultor de la vida social ...................................................... 44
Política del desamparo............................................................................... 49
Una figura del poder teológico-político .................................................... 58
La génesis de la comunidad y el lugar vacío del poder ............................. 64
Lefort y el poder sin cuerpo ...................................................................... 67
Del arte de ser afectado por los cuerpos que se rompen............................ 73
Federn, Kelsen, Laclau y la dimensión antiinstitucional
de la democracia ....................................................................................... 80
¿Puede la razón implantar una dictadura?................................................. 88
Moisés y el colapso del pueblo como categoría política............................. 91
CODA....................................................................................................... 95
Esperar: tiempo y fuego................................................................................. 99
Spinoza, esperanza y contingencia........................................................... 100
Un devenir sin tiempo ............................................................................ 104
8 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Lo que es
Es
lo que no es
es posible
Solo lo que no es, es posible...
Einstürzende Neubauten
13
Agradecimientos
Introducción
el deseo por otra cosa? Para ser más preciso: ¿de dónde viene la fuente que da
tanta fuerza a tal deseo? Reprimendas morales acerca de la lucha contra “fuerzas
reactivas” de nada servirán. En ese sentido, la perspectiva freudiana tiene la
virtud de reconocer afectos en su punto de ambivalencia. Pues es a partir del
evitamiento del desamparo que se expresan las coordenadas sociohistóricas
precisas que vienen al resorte de tal deseo de alienación social. Pero para Freud
es de la afirmación del desamparo que viene la emancipación. Es decir, no es un
afecto que tiende a ser olvidado y que, desde el punto de vista del ser, sería una
simple ilusión reactiva. El desamparo no es algo contra lo que se lucha, sino algo
que se afirma. Pues, al menos para Freud, podemos hacer del desamparo cosas
bastante diferentes, como transformarlo en miedo, en angustia social, o partir
de él para producir un gesto de fuerte potencial liberador: la afirmación de la
contingencia y del desapego que la posición de desamparo presupone, es lo que
transforma estos dos conceptos en dispositivos más grandes para un pensamiento
de la transformación política. Es decir, la lección política de Freud consiste en
decir que hay una especie de aprisionamiento del desamparo en que la lógica
neurótica de las narrativas de placer, narrativas de demandas de cuidado, o, si
queremos utilizar una palabra que tiende a someter el campo de lo político, al
care. Retirar el desamparo de esa prisión es la primera condición para nuestra
emancipación. Una consecuencia necesaria de tal manera de pensar, consiste
en afirmar que, en el fondo, tal vez no exista algo como “pasiones tristes” o
“pasiones afirmativas”. Hay pasiones, con la capacidad de a veces hacernos
tristes, a veces felices.
Incorporaciones
Si queremos pensar la productividad del desamparo, tal vez una buena estra-
tegia consista en empezar preguntándonos sobre las formas que puede tomar la
existencia social común. Esto nos lleva necesariamente a analizar las relaciones
entre política y corporeidad. Porque si hay algo que parece omnipresente en
la filosofía política moderna es la idea de que la política es indisociable de las
modalidades de producción de un cuerpo político que expresa la estructura de
la vida social.2 No hay política sin cuerpo, como afirman a su manera, Rousseau,
Hobbes, Spinoza, y no deberíamos olvidarnos de tal premisa. Kafka solo es un
continuador de esa tradición. Rousseau, por ejemplo, al hablar de este principio
de instauración política racional que sería, a su modo ver, el contrato social,
lo describirá como un “acto de asociación [que] produce un cuerpo moral y
colectivo compuesto de tantos miembros cuantos son los votos de la asam-
blea, el cual recibe, por ese mismo acto, su unidad, su yo común, su vida y su
voluntad” (Rousseau, 1996, p. 22). La instauración política aparece así como
esperanza de goce. Nada ni nadie puede imponer su dominio sin entreabrir las
puertas para alguna forma de éxtasis y goce. Por eso, como sabemos desde Spi-
noza, metis y sper se complementan; hay una relación pendular entre los dos: “no
hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza” (Spinoza, 2007, p. 221). De
ahí, que “vivir sin esperanza –dijo una vez Lacan– es también vivir sin miedo”.
Pero hay todavía una dimensión estructural profunda que aproxima miedo y
esperanza. Se refiere a la dependencia que tales afectos demuestran en relación
a una misma forma de temporalidad, dominada por la expectativa. Pues un
cuerpo es una manera de experimentar el tiempo. Cada cuerpo tiene su régimen
de temporalidad y regímenes de temporalidad idénticos aproximarán cuerpos
aparentemente distantes. Sea la expectativa de la inminencia de un dolor que
nos amedrenta, o sea la expectativa de la inminencia de un evento que nos
redima, miedo y esperanza conocerán al mismo tiempo el propio orden fundado
en un horizonte de expectativas, incluso ya sea para buscar, dependiendo del
caso, signos futuros negativos o positivos. Siempre el tiempo de la espera nos
retira de la potencialidad propia del instante. Tal vez por eso el cuerpo político
que producen la esperanza y el miedo, es siempre una modalidad de un cuerpo
político providencial. El cuerpo constituido por la creencia esperanzada en una
providencia por venir o el cuerpo depresivo y amedrentado de una providencia
perdida o nunca alcanzada.
En ese sentido, puede parecer que deberíamos seguir algunos teóricos socia-
les, como Claude Lefort, en su intento de descorporificar lo social como forma
de garantizar la invención democrática a través de la apertura de un espacio
simbólicamente vacío en el centro del poder. Como si apostar en la creencia de
que la movilización libidinal y afectiva que sedimenta los vínculos sociales en
sus múltiples formas, será siempre una regresión que debe ser criticada, como
si la dimensión de los afectos debiera ser purificada para que la racionalidad
desencantada y resignada de la vida democrática se imponga, enfríe el entu-
siasmo y calle el miedo.
Sin embargo, hay que insistir en que es imposible descorporificar lo social,
pues es imposible purificar el espacio político de todo afecto. Hay algo de la
creencia clásica en la separación necesaria entre razón y afecto a habitar hipó-
tesis de esa naturaleza. Como si los afectos fueran necesariamente la dimensión
irracional del comportamiento político, debiendo ser contrapuesta a la capacidad
de entrar en un proceso de deliberación con miras a la identificación del mejor
argumento. Creo, en verdad, que la perspectiva freudiana puede ayudarnos en
la crítica de ese modelo de confusión entre racionalidad política y purificación
de los afectos. Se hace necesario adoptar otra estrategia y preguntarse qué
corporeidad social puede ser producida por un circuito de afectos basado en el
desamparo. Porque el desamparo crea vínculos no solo a través de la transfor-
mación de toda apertura al otro en demandas de amparo, también crea vínculos
24 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
4. John Locke, Segundo tratado sobre o governo. São Paulo: Abril Cultural, p. 51 (col. Os
Pensadores, v. XVIII).
26 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
5. En ese sentido, este libro es un despliegue, en el campo de la filosofia política, de las inves-
tigaciones que desarrollé con Christian Dunker y Nelson da Silva Jr., sobre lo que llama-
mos “experiencias productivas de indeterminación” en las actividades del Laboratorio de
Pesquisas en Teoría Social, Filosofía y Psicoanálisis (Latesfip-USP). Para otras dimensiones
de esa investigación, ver principalmente Dunker (2015) y Safatle (2012).
Introducción 27
Si volvemos los ojos a una dimensión más estructural del problema, será im-
portante recordar cómo la etimología de “predicar” es bastante clara. Proviene
del latín praedicare, que significa “proclamar, anunciar”. La predicación es aquello
que puede ser proclamado, aquello que se somete a las condiciones generales
de anuncio. Los predicados de un sujeto son aquello que él, por derecho, puede
anunciar de sí dentro de un campo en el cual la universalidad genérica de la
persona sabría cómo ver y escuchar lo que allí se presenta. Sin embargo, hay
aquello que no se proclama, que hace que la lengua tiemble, aquello que no se
muestra para una persona. Expresión de lo que destituye tanto la gramática de
la proclamación, con su espacio predeterminado de visibilidad, como el lugar
del sujeto de la enunciación, que supuestamente sabría lo que tiene ante sí y
cómo hablar de lo que se dispone ante sí. Esto hace que la lengua se estremezca
y choque contra los límites de su gramática; es el embrión de otra forma de
existencia. En ese sentido, tal horizonte antipredicativo de reconocimiento
no es capaz de encarnar las condiciones de determinación de lo que puede ser
proclamado. Por eso, se debe fundar una política que rechace al mismo tiempo
la creencia en la fuerza transformadora y la afirmación de la identidad y del
reconocimiento de las diferencias. Porque se trata de un equívoco mayor creer
que la diferencia sea la negación no dialéctica de la identidad.
La identidad y la diferencia conviven en una oposición radicalmente comple-
mentaria. La identidad y la diferencia son dos momentos del mismo proceso de
determinación por predicación o, aún, de la determinación por posesión de pre-
dicados, por aquello que los individuos pueden poseer. Tengo predicados que, en
un movimiento complementario, me identifican y establecen un campo propio, y
me determinan en el interior de un campo estructurado de diferencias opositivas.
En todos estos casos, estamos ante propiedades que determinan, o incluso, de
determinaciones por propiedad. Por querer criticar la hipóstasis de determinaciones
por propiedades, debemos afirmar que la verdad que niega la identidad no puede
ser la diferencia, sino la indiferencia con su capacidad antipredicativa, con su
desposesión generalizada de sí. “Indiferencia” no significa aquí desafección, sino
6
constitución de una “zona objetiva de indiscernibilidad” (Deleuze, 2002, p. 30)
Aunque Deleuze sea radicalmente extraño al universo dialéctico que anima este libro,
mostraré en otro lugar como tal extrañamiento no elimina un sistema de aproximaciones
inusitadas y relevantes.
Introducción 29
evidente para mí el que todo estaba animado por el deseo de mostrar cómo
una sociedad que descalifica toda forma de violencia también es una sociedad
enferma. Hay una violencia producida por la vida pulsional que se manifiesta
a través de la apertura a la contingencia, la indeterminación y la desposesión.
Una sociedad cuyos sujetos no se abren a tal violencia está cmopuesta de formas
de vida divorciadas de lo que les permite moverse. No todas las violencias son
equivalentes a destrucción.
Tal vez por eso, este libro trata de explorar varias estrategias locales en las que
aparece una cierta violencia que se sirve de los poderes de la indeterminación.
Esta será la ocasión para releer el concepto de trabajo en Marx como si fuera la
“expresión de lo impropio” con sus afectos de extrañamiento, para defender la
necesidad de pensar cómo las sociedades neoliberales producen no solo la expo-
liación de la plusvalía, sino también la expoliación psíquica del extrañamiento
(Unheimlichkeit), como el poder que enajena al extrañamiento, haciendo que
la negatividad solo pueda manifestarse como depresión y melancolía.
De la misma forma, será ls oportunidad de recuperar el concepto de historia
en Hegel insistiendo en su fuerza de descentramiento, tan descuidada por las
filosofías que critican la historia como forma discursiva de la identidad del sujeto
moderno (Foucault, Deleuze, Lyotard). Fuerza capaz de constituir una tempora-
lidad concreta basada en la procesualidad de la contingencia. Temporalidad, a
su vez, que nos puede proporcionar coordenadas importantes para pensar formas
de corporeidad de lo social más allá de los fantasmas de unidad imaginaria.
Por último, será la ocasión de recurrir a la filosofía de la medicina de Georges
Canguilhem a fin de hacer trabajar el concepto de errancia con su rehabilita-
ción del problema de la contingencia y de la comprensión del organismo como
un sistema en perpetuo equilibrio y desequilibrio. Manera de sugerir un fun-
damento naturalista para la crítica social y para el anclaje de las experiencias
de negatividad en un proceso vital. Porque la reconstrucción de la noción de
normatividad vital operada por Canguilhem proporciona el fundamento para un
concepto de salud al que no tiene derecho la ciudadanía solo al interior de las
discusiones sobre clínica y ciencias médicas. En realidad, tal concepto tiene una
fuerte resonancia para la crítica social y proporciona una especie de horizonte
biopolítico que es mayor que la denuncia foucaultiana de la administración de
los cuerpos como modo de funcionamiento de las estrategias del poder. Él trae
en su seno la perspectiva positiva de una biopolítica vitalista transformadora,
fundamentando las condiciones de posibilidad para la renovación de la
problemática del reconocimiento.
Todos conocemos bien las figuras totalitarias producidas por la aproximación
de los discursos de la política y la biología, con sus metáforas autoritarias de
la sociedad como un organismo en el cual lugares y funciones están operacio-
nalmente determinados a través de las temáticas del darwinismo social. Pero
Introducción 31
CODA
En Grande hotel abismo traté de presentar las bases para una ontología
sustractiva del sujeto y sus consecuencias para la reflexión sobre los procesos
de reconocimiento. Ontología sustractiva porque no pretende proporcionar
determinaciones normativas sobre el ser, describiendo el régimen de su subs-
tancialidad, sus atributos de permanencia y estabilidad nocional. Antes, se
trata de conservar la ontología como presión sustractiva de lo que no se agota
en la configuración de la situación actual de determinación de los entes o, si se
quiere ser más precisos, de lo que no se agota en las determinaciones generales
de actualidad. En este modelo, la ontología puede aparecer, al mismo tiempo,
como crítica de las formas actuales de determinación y presentación de “formas
generales de movimiento” que desarticulan el campo de las identidades.
Que tal ontología tenga como categoría central el concepto de sujeto, eso
se explica por “sujeto”; describir, en realidad, un proceso de implicación con lo
que es indeterminado desde el punto de vista de la situación actual. Él no es, como
muchos quisieran creer, una entidad sustancial y dotada de unidad, identidad y
autonomía. Él es espacio de una experiencia de descentramiento (Lacan) y no
identidad (Adorno). Hay que recordar cómo, desde Descartes, el sujeto expresa
esa estructura de implicación con lo impersonal de un puro pensamiento no
individuado, de ahí esta pregunta tan singular de Descartes en la Segunda Medi-
tación, luego de la primera enunciación del cogito: lo que soy, ¿yo que sé que soy?
En Grande hotel abismo, procuré identificar la irreductibilidad de tal proceso
de descentramiento y no identidad a través de un movimiento triple en el que
se trataba de pensar síntesis no lineales del tiempo, conceptos de libertad como
unidad inmanente con una causalidad radicalmente heterónoma y estructuras
del deseo como empuje hacia lo que no se determina por completo en la ac-
tualidad: lo que no debe ser visto como una fijación en la perpetuación de la
inactualidad, sino como presión hacia la reconfiguración de la presencia.
Algunos lectores del libro insistieron en el hecho de que pareciera invitar
a cierto acomodamiento ante el concepto de indeterminación y del cultivo de
cierta forma de negatividad. Pero, en realidad, se trataba de redimensionar la po-
tencia del pensamiento dialéctico partiendo de la centralidad de su articulación
necesaria entre negatividad e infinidad, articulación que funda la naturaleza de
la propia categoría de sujeto en su matriz hegeliana y en sus desdoblamientos
posteriores por las manos de Lacan y Adorno. Se trataba de evidenciar la eco-
nomía pulsional de tal articulación, desarrollando consecuencias en el interior
de la teoría de la acción y de los problemas de reconocimiento.
Con ocasión de la publicación del libro, me parecía que el proyecto estaba
delineado en sus ejes centrales. Lo que simplemente no era el caso. No solo
falta un desdoblamiento más claro de tal intento de recuperar dimensiones
Introducción 33
Yves Klein. Leap into the void (Saltar al vacío). 1960. Copyright Yves Klein/AUTVIS. Brasil, 2016. Foto Harry Shunk
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Saltar al vacío tal vez sea actualmente el único gesto realmente necesario.
Con la calma de quien se preparó lentamente vistiendo traje y corbata, saltar
al vacío con la certeza irónica de quien sabía que algún día esa hora llegaría
en su necesidad bruta, que ahora no hay otra cosa que hacer. El arte intentó
durante décadas forzar los límites de lo posible de varias formas, pero debió
haber intentado saltar más al vacío. Pues, como decía Yves Klein: en el corazón
del vacío, así como en el corazón del hombre, hay fuegos que queman. No se
trata de caminar en su dirección como quien nos invita al amparo tranquilo
de una sesión de ataraxia. Se trata de recordar que el vacío nunca fue ni será
inerte. Solo una mala metafísica cree que de la nada, nada puede ser creado y
se atemoriza ante el silencio eterno de los espacios infinitos. De la misma forma
que el silencio es solo una abstracción conceptual inefectiva, el vacío es solo
el lugar en el que no encontramos nada. No obstante, una nada determinada,
corregiría Hegel. Quizás el mejor cuestionamiento no sea dónde está lo que no
encontramos, sino parar de buscar lo que nunca se entregará a quien se deja
afectar solo de forma paralítica. Para los policías que buscaban la carta robada,
la casa del ministro estaba siempre vacía, aunque la carta estuviera allí. Como
todos están cansados de saber, saltar al vacío no es para policías. Desafortuna-
damente, hay demasiados policías hoy en día, incluso en la filosofía.
Hay algo del deseo de volar en la foto de Klein. De brazos abiertos, de pe-
cho abierto, mirando al cielo como quien cree ser capaz de volar. Pero se sabe
desde siempre que volar es imposible. Desde niños intentamos y desde niños
descubrimos nuestra impotencia. Sin embargo, no todo el mundo sabe que tal
vez la única función real del arte es hacernos pasar de la impotencia a lo impo-
sible. Se debe recordar que lo imposible es solo el régimen de existencia de lo
que no puede presentarse dentro de la situación en la que estamos, aunque no
deje de producir efectos como cualquier otra cosa existente. Lo imposible es el
lugar donde dejamos de marchar en más de una oportunidad, cuando queremos
cambiar de situación. Todo lo que realmente amamos fue un día imposible.
Pero, como dice el enemigo, no hay almuerzo de gracia. Quien toca lo impo-
sible paga un precio. Existe un terreno a la espera del accidente, de la quiebra
38 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
segura; tan segura como la dureza del asfalto. Incluso se puede imaginar la risa
sardónica de Klein después de escuchar tal objeción. Como quien dice: pero es
para eso que el arte existe en su fuerza política, para dejar que los cuerpos se
rompan. Si amáramos tanto nuestros cuerpos como son, con sus afecciones de-
finidas, con su integridad inviolable y con su salud que pugna por ser preservada
compulsivamente, no habría arte. Hay momentos en que los cuerpos necesitan
romperse, descomponerse, ser desposeídos para que aparezcan nuevos circuitos
de afectos. Fijados en la integridad de nuestro propio cuerpo, no permitimos que
se rompa o se desampare de su forma actual para que a veces sea recompuesto
de manera inesperada.
Saltar en el vacío era la manera, tan propia a la conciencia histórico-política
singular de Yves Klein, de colocarse en el umbral de un tiempo bloqueado por la
repetición compulsiva de una sensibilidad atrofiada. Si la atrofia alcanzó nuestro
lenguaje de forma tan completa, hasta el punto de que nos impida imaginar
figuras alternativas; si hicimos la experiencia –tan bien descrita por Nietzsche– de
no desvincularnos de Dios mientras creemos en la gramática, entonces es hora
de ir hacia el fundamento y golpear contra el suelo (si habláramos alemán, yo
hablaría un conocido dialecto dialéctico sobre ir al fundamento). Era un poco
lo que Schoenberg decía a Cage: “Usted compone como quien golpea la cabeza
contra la pared”. Para que la única respuesta posible fuera: “Entonces mejor
golpear la cabeza hasta que la pared se rompa”.
Así, con estos gestos imposibles y necesarios, se producirá la apertura a lo no
percibido, de lo que un día Klein llamó, de forma precisa, como “sensibilidad
inmaterial”. Sensibilidad que nos hace ser afectados por lo que no parece tener
materialidad posible, simplemente por desarticular la gramática del campo de
determinación de la existencia material. Una lentitud veloz, un tiempo sin du-
ración ni instante, un sujeto que se transmuta en objeto de pintura, antropome-
trías que no sirven para medir nada, repeticiones monocromáticas exactamente
iguales, industrialmente iguales, pero con valores diferentes. Como quien dice:
¿qué es lo que realmente determina el valor y lo singulariza? Como quien dice:
“franceses, solo un esfuerzo para llegar al punto de indistinción generalizada
del valor, a esa zona de indiscernibilidad que hace que los mundos colapsen y
muestra que no necesitamos más del amparo de un mundo”. Solo un esfuerzo
para librarnos de lo que atrofia nuestra capacidad de pensar. Solo un gratuito
e imposible salto al vacío en una calle de un suburbio.
39
Miedo, desamparo
y poder sin cuerpo
7. Sobre la crítica de esa posición ver, por ejemplo: Kingston y Ferry (2008, p. 11).
8. El argumento estándar de esta necesidad de derecho fue críticamente bien descrito por
Marcus (2008): “Desde el punto de vista de la imparcialidad y de la universalidad de la
aplicación, el ciudadano emotivo no es capaz de hacer un uso racional de su inteligencia,
uso que le permitiría, siendo el error siempre posible, un juicio justo y equitativo” (p. 41).
40 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
9. De ahí se sigue que: “(…) para individualistas metodológicos, la idea de que un sentimien-
to como la angustia o la culpa pueda ser propiedad de un grupo es casi incomprensible.
Al ver al individuo como unidad básica de la sociedad, están dispuestos a asumir que
sentimientos, así como significados e intenciones, son en cierto modo la ‘propiedad’ de
individuos. Este concepto de sujeto humano subsocializado, compartido por algunas tra-
diciones en el interior de la psicología hegemónica, es incapaz de comprender cómo los
sentimientos sedimentan a los grupos, contribuyendo sustancialmente a su coherencia”
(Hoggett y Thompson, 2012 p. 3).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 41
10. Recordemos, a este respecto, las analogías entre modos de gobierno y carácter de los in-
dividuos que aparecen ya en el libro VIII de La república de Platón. A preguntarse sobre
el carácter y la persona propia al “hombre democrático” que vive en una democracia, al
“hombre oligárquico” que vive en una oligarquía, al “hombre tiránico” que vive en una
tiranía, Platón no está haciendo solo una analogía ingeniosa. Se trata, a su manera, recor-
dar cómo los circuitos de afectos fundamentan la racionalidad interna a modalidades es-
pecíficas de gobierno. De ahí afirmaciones como: “Usted sabe que necesariamente existen
tantas especies de caracteres de hombres como formas de gobierno, o cree por casualidad
que tales formas salen de robles y de rocas, en lugar de salir del carácter (ethos) de los ciu-
dadanos, que lo lleva todo para el lado al cual él tiende?” (Platão, 2005, 544d). Como si
un ethos común, con sus cualidades emocionales, fuera la verdadera base de una identidad
política colectiva.
11. Porque: “La identificación es, para Freud, el sentimiento social y es, pues, el dominio del
afecto como tal [implicado por la identificación] que debe ser interrogado” (P. Lacoue-
Labarthe e J.-L. Nancy, op. cit., p. 67).
12. Por ejemplo: Mikkel Borch-Jacobsen, Le Lien ajfectif. Paris: Aubier, 1992; Jean-Claude
Monod, Qu’est-ce qu’un chef en démocratie? Politiques du charisme. Paris: Seuil, 2012.
42 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
13. Fue Ernesto Laclau quien mejor desarrolló las consecuencias de ese papel constituyente
del liderazgo a partir de la psicología de las masas en Freud (ver Laclau, 2011).
14. Lo que llevó a algunos comentaristas a afirmar que: “el análisis freudiano pertenece, sin
duda, bajo ciertos aspectos, a un momento de reafirmación polémica de la metafórica
pastoral que participa de una desilusión histórica en cuanto al ‘progreso moral de la huma-
nidad’, de una decepción cara a las tendencias regresivas de dicha civilización ‘racional’ y
de una problematización de las esperanzas de las Luces” (Monod, 1970, p. 237).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 43
como lugar de la subjetividad emancipada (Bataille, 2013). Eso tal vez explique
por qué hubo en Freud dos paradigmas distintos de figuras de autoridad. Una
deriva de las fantasías ligadas al padre, enunciada por primera vez en Totem y
tabú, y desarrollada en Psicología de las masas y análisis del yo. La segunda, una
cuasi negación interna de la primera, nos abre el espacio para una reevaluación
de la dimensión política del pensamiento freudiano, apareció como tensión en
la obra palimpsesto y testamentaria Moisés y la religión monoteísta. Me gustaría
en el próximo capítulo dedicarme a tales elaboraciones para intentar pensar
el tipo de mutación de los afectos que permite el advenimiento de la política
como práctica de transformación.
15. De ahí que “(…) el origen de todas las sociedades grandes y duraderas no provienen de la
buena voluntad recíproca que los hombres tienen unos con otros, sino del miedo recíproco
que unos tienen de los otros” (Hobbes, 2003, p. 109).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 45
a todo” (p. 30)16 sin que nadie permanezca en alguna forma de lugar natural.
Tal exceso aparece, necesariamente para Hobbes, no solo a través del egoísmo
ilimitado, sino también de la codicia en relación a lo que hace gozar al otro, de
la ambición por ocupar lugares que desalojen al que es visto preferentemente
como competidor. Porque el exceso, como rasgo común de los hombres, solo
puede terminar como deseo por él mismo. “Muchos, al mismo tiempo, tienen
el apetito por las mismas cosas” (p. 30). De este modo, Hobbes describe cómo
la aparición histórica de una sociedad de individuos liberados de toda forma de
lugar natural o de regulación colectiva determinada, solo puede ser comprendida
como el advenimiento de una “sociedad de la inseguridad total”, no muy distante
de la que podemos encontrar en las sociedades neoliberales contemporáneas.
Contra la destructiva amedrentadora de ese exceso que pone a los indivi-
duos en perpetuo movimiento, haciéndolos desear el objeto de deseo del otro,
llevándolos fácilmente a la muerte violenta, se hace necesario el gobierno. Lo
que demuestra cómo la posibilidad misma de la existencia del gobierno y, por
consiguiente, al menos en ese contexto, la posibilidad de establecer relaciones
mediante contratos que determinen lugares, obligaciones y previsiones de
comportamiento, están vinculadas a la circulación del miedo como afecto
17
instaurador y conservador de relaciones de autoridad. Este miedo tiene la
fuerza de estabilizar la sociedad, paralizar el movimiento y bloquear el exceso
de las pasiones. Esto lleva a comentaristas como Remo Bodei, a insistir en una
“complicidad entre razón y miedo”, no solo porque la razón sería impotente sin
el miedo, sino sobre todo porque el miedo sería para Hobbes, una especie de
“pasión universal calculadora” capaz del cálculo de las consecuencias posibles
a partir de la memoria de los daños, fundamento para la deliberación racional
y la previsibilidad de la acción (Bodei, 2013).18 Por eso, el miedo ligado a la
fuerza coercitiva de la soberanía debe ser visto apenas como cierta astucia para
defender la vida social del miedo mayor:
16. Como recordó Leo Strauss, al respecto de Hobbes: “el hombre espontáneamente desea
infinitamente” (Strauss, 1963, p. 10).
17. Nadie mejor que Carl Schmitt describe los presupuestos de ese pasaje hobbesiano del esta-
do de natureza al contrato fundador de la vida en sociedad: “Este contrato está concebido
de manera perfectamente individualista. Todos los vínculos y todas las comunidades se
disuelven. Los individuos atomizados se encuentran en el miedo, hasta que brille la luz
del entendimiento creando un consenso dirigido a la sumisión general e incondicional a la
potencia suprema” (Schmitt, 2002, p. 95).
18. Como dirá Esposito, en Hobbes. El miedo “(…) no determina solo fuga y aislamiento, sino
también relación y unión. No se limita a bloquear e inmovilizar, sino que, por el contrario,
lleva a reflejar y neutralizar el peligro: no tiene parte con lo irracional, sino con la razón.
Es una potencia productiva. Políticamente productiva: productiva de política” (Esposito,
1998, p. 6).
46 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Porque los vínculos de las palabras son demasiado débiles para refrenar la
ambición, la naturaleza, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres,
si no hay miedo de algún poder coercitivo, cosa imposible de suponer en la
condición de simple naturaleza en que los hombres son todos iguales, y jueces
del acierto de sus propios temores (Hobbes, 2003, p. 119).
Es verdad que Hobbes también afirma: “Las pasiones que hacen a los hom-
bres tender hacia la paz son el miedo a la muerte, el deseo de aquellas cosas
necesarias para una vida confortable y la esperanza de conseguirlas por medio
del trabajo” (p. 111). De la misma forma, recuerda que, siendo la fuerza de la pa-
labra demasiado débil para llevar a los hombres a respetar sus pactos, habría dos
maneras de reforzarla: el miedo o aun el orgullo y la gloria. Tales consideraciones
abren el espacio a la circulación de otros afectos sociales, como la esperanza y
un tipo específico de amor propio ligado al reconocimiento de sí como sujeto
19
moral Sin embargo, la antropología hobbesiana hace que tales afectos circulen
solo en el régimen de la excepcionalidad, lo que queda claro en afirmaciones
como: “de todas las pasiones, la que menos hace a los hombres tender a violar
las leyes es el miedo. Con excepción de algunas naturalezas generosas, es la
única cosa que lleva a los hombres a respetarlas” (p. 253). Les hace falta a la
mayoría de los hombres la capacidad de alejarse de la fuerza incendiaria de las
pasiones y alcanzar esa situación de enfriamiento en la que el vínculo político
no necesite hacer apelación ni al temor ni siquiera al amor (que, como modelo
para la relación con el Estado, acaba por construir la imagen de la soberanía a
la imagen paterna, modelando la política en la familia) (Ribeiro, 2004). Es decir,
el enfriamiento de las pasiones, aparece como función de la autoridad soberana
y condición para la perpetuación del campo político, aunque tal enfriamiento se
pague con la moneda de la circulación perpetua de otras pasiones que parecen
sujetarnos a la continua dependencia.
Por eso, más que expresión de una comprensión antropológica precisa, que daría
a Hobbes la virtud del realismo político resultante de la observación desencanta-
da de la naturaleza humana, su pensamiento posee como horizonte una lógica del
poder pensada a partir de una limitación política, en el caso, de una imposibilidad
de pensar la política más allá de los dispositivos que transforman el amparo pro-
20
ducido por la seguridad y la estabilidad en afecto movilizador del vínculo social.
19. Renato Janine Ribeiro, por ejemplo, insistirá que “Se puede reducir a pares la multiplici-
dad de las pasiones: miedo y esperanza, aversión y deseo o, en términos físicos, repulsión
y atracción. Pero no es posible escuchar la filosofía hobbesiana por la nota solo del miedo,
que no existe sin el contrapunto de la esperanza” (R. J. Ribeiro, Ao leitor sem medo: Hobbes
escrevendo contra seu tempo. Belo Horizonte: Editora da UFMG, 2004, p. 23).
20. Interesante subrayar la diferencia entre Hobbes y Hegel en este punto. Para Hegel, la
función del poder soberano no puede ser la garantía de la seguridad, sino la imposición del
movimiento. De ahí por qué “(…) para no dejar que los individuos se arraiguen y endu-
rezcan en el aislamiento y que, de esta forma, el todo se desagüe y el espíritu se evapore,
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 47
Política en la cual “el protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado” (Schmitt,
2008, p. 86). Difícil no llegar a una situación en la que esperamos finalmente
por “un marco jurídico en el que no exista realmente más conflictos; solo reglas
a poner en funcionamiento” (Balibar, 2010, p. 56). El Estado hobbesiano es,
ante todo, un Estado de protección social que se sirve de todo poder posible,
instaurando un dominio de legalidad propia, neutro en relación a valores y ver-
dad, para realizar su tarea sin constreñimiento externo alguno, o sea, como una
máquina administrativa que desconoce las coerciones en su función de asegurar
la existencia física de aquellos que domina y protege. Un Estado construido a
partir del distanciamiento de todo vínculo comunitario, se constituye como el
espacio de una “relación de no relaciones” (Esposito, 1998, p. 12).
El hecho fundamental en el interior de esa relación de no relaciones es la
necesidad que tal legitimación de la soberanía por la capacidad de amparo y
seguridad tiene de la perpetuación continua de la imagen de la violencia desa-
gregadora al acecho de la muerte violenta inminente en caso de que el espacio
social deje de ser controlado por una voluntad soberana de amplios poderes.21
Al ser el Estado nada más que “la guerra civil constantemente impedida a tra-
vés de una fuerza insuperable” (Schmitt, 2002, p. 86), es necesario provocar
continuamente el sentimiento de desamparo, de la inminencia del estado de
guerra, transformándolo inmediatamente en miedo a la vulnerabilidad extre-
el gobierno debe, de vez en cuando, sacudirlos en su interior por las guerras y con ello
herirles y perturbarles el órden rutinario y el derecho a la independencia. En cuanto a los
individuos, que hundidos en esa rutina y derecho se desprenden del todo aspirando al ser
para sí inviolable es a la seguridad de la persona, el gobierno, en el trabajo que les impone,
debe darles a sentir su señor: la muerte. Por esa disolución de la forma de la subsistencia, el
espíritu impide el resorte del dasein ético en lo natural, preserva el sí de su conciencia y lo
eleva a la libertad y a la fuerza. La esencia negativa se muestra como la potencia peculiar
de la comunidad y como la fuerza de su autoconservación” (Hegel, 1992, p. 455). Notemos
que esta guerra de la que habla Hegel no es la explosión de odio resultante de la lesión
de la propiedad particular o del daño a sí mismo como individuo particular. La guerra es
campo de “(…) sacrificio de lo singular al universal como riesgo aceptado”. Si en Grecia
tal guerra era, de hecho, movimiento presente en la vida ética del pueblo, ya que hacer la
guerra era condición exigida de todo ciudadano, no deja de ser cierto que Hegel concibe
aquí el Estado como el que disuelve la seguridad y la fijación de las determinaciones finitas.
La guerra es el nombre del proceso que demuestra cómo la aniquilación de lo finito es el
modo de manifestación de su esencia. Esta es la consecuencia necesaria de un pensamien-
to, como el de Hegel, para el cual toda violencia es convertible, no en coerción justificada,
sino en procesualidad inmanente de la razón. Lo que no podría ser diferente para alguien
que afirmó que las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatrices. Perspectiva antihobbe-
siana por excelencia.
21. De ahí una conclusión importante de Agamben: “La fundación no es un acontecimiento
que se cumpla una vez por todas en el tiempo, sino que es continuamente operante en el
estado civil en la forma de la decisión soberana” (Agamben, 2001, p. 115). Este mecanis-
mo de fundación que necesita ser continuamente reiterado dice mucho acerca de la con-
tinuidad del miedo como fuerza de reiteración de la relación del Estado a su fundamento.
48 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
22. Esto lleva a Macpherson a afirmar que lejos de ser una descripción del ser humano primiti-
vo, o del ser humano a parte de toda característica social adquirida, el estado de naturaleza
sería “(…) la abstracción lógica esbozada del comportamiento de los hombres en la socie-
dad civilizada” (Macpherson, 1962, p. 26).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 49
lleva a Hobbes a creer que “los pueblos salvajes de muchos lugares de América,
con excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya paz depende de la con-
cupiscencia natural, no poseen ninguna especie de gobierno y viven en nuestros
días de manera brutal, tal como se mencionó anteriormente” (Hobbes, 2002,
p. 110).23 En realidad, siempre debe haber un “pueblo salvaje de América” a la
mano. El Estado siempre deberá crear un riesgo de contaminación de la vida
social por la violencia exterior, independientemente de donde se encuentre
dicho exterior, esté geográficamente localizado en el Nuevo Mundo o en el
Oriente Medio, o históricamente en una escena originaria de la violencia. Al
menos en ese punto, Carl Schmitt es el más consecuente de los hobbesianos
cuando afirma: “Palabras como Estado, república, sociedad, clase, soberanía,
Estado de derecho, absolutismo, dictadura, plano, Estado neutro o total, etc.,
son incomprensibles cuando no se sabe quién debe ser, en concreto, alcanzado,
combatido, negado y refutado con tal palabra” (Schmitt, 2008, p. 32).
23. Mejor aún: “Lo sabemos también por la experiencia de las naciones salvajes que existen
hoy, como por las historias de nuestros antepasados, los antiguos habitantes de Alemania y
de otros países hoy civilizados, dónde encontramos un pueblo reducido y de vida breve, sin
adornos e instalaciones, usualmente inventadas y proporcionadas por la paz y la sociedad”
(Hobbes, 2010, p. 70).
24. Para la discusión sobre Freud y Hobbes ver Abraham (2003); Birman (1983).
25. Recordemos también el tono claramente hobbesiano de la descripción de la violencia del
“estado de naturaleza” que lleva a Freud a afirmar: “La principal tarea de la cultura, su
50 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
La metáfora hobbesiana utilizada por Freud, que aleja del horizonte toda
presuposición de una tendencia inmediata a la cooperación, deja claro cómo
el vínculo social solo puede constituirse a partir de la restricción a esa crueldad
innata, a esa agresividad pulsional que parece ontológicamente inscrita en el
ser del sujeto. De esa forma, una “hostilidad primaria entre los hombres” es el
factor permanente de amenaza a la integración social.26 Tal crueldad no parece
ser completamente maleable de acuerdo con las transformaciones sociales. De
ahí que “(...) continuamente es posible conectar un gran número de personas
por el amor siempre que queden otras para que se exteriorice la agresividad”
(Derrida, 2001, p. 81). Es decir, los vínculos cooperativos basados en el amor
o en alguna forma de intersubjetividad primaria solo son realmente capaces
de sostener relaciones sociales ampliadas con la condición de dar lugar a la
constitución de diferencias intolerables alojadas en un exterior que será obje-
to continuo de violencia. Tales vínculos de amor permiten la producción de
espacios de afirmación identitaria a partir de relaciones libidinales de identifi-
cación e investimiento. Pero la constitución identitaria es indisociable de una
regulación narcisista de la cohesión social, lo que explica por qué Freud recordó
que, “después que el apóstol Pablo hizo del amor universal a los hombres el
fundamento de su congregación, la intolerancia extrema del cristianismo ante
los que permanecieron fuera se convirtió en una consecuencia inevitable”
(Freud, 2010b, p. 81). No es difícil comprender cómo tal exteriorización de la
agresividad, así como toda aceptación de restricciones pulsionales, solo podrá
ser realizada a partir del miedo como afecto político central. Miedo del exterior,
del poder soberano, de la desposesión producida por el otro o de la destrucción
producida por sí mismo.
Recordemos también cómo, en Freud, el amor no aparece como fundamento
para la seguridad emocional derivada del saber amparado por el deseo del Otro,
antes, él está marcado por una conciencia de vulnerabilidad expresada en el
sentimiento constante de “angustia de la pérdida del amor” (Derrida, 2001, p.
94). En este sentido, tales relaciones no pueden servir de fundamento para la
construcción de alguna forma de seguridad afectiva supuestamente fundamen-
tal para la consolidación de vínculos sociales estables y capaces de asegurar el
desarrollo no problemático de las identidades.
Sin embargo, si hasta aquí la posición freudiana parece protohobbesiana, hay
que recordar una distinción decisiva. Falta en Freud la aceptación hobbesiana
27. De ahí una afirmación importante de Dólar (2008): “La pulsión no es solo lo que preser-
va un cierto orden social. Al mismo tiempo, es la razón por la cual tal orden no puede
estabilizarse y cerrarse sobre sí mismo; por la cual no puede reducirse al mejor arreglo entre
sujetos existentes e instituciones, pero siempre presente un exceso que lo subvierte” (pp.
15-29).
52 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
28. Como afirma Aristóteles: “El miedo consiste en una situación aflictiva o en una perturba-
ción causada por la representación de un mal inminente ruinoso o penoso” (Aristóteles,
1966a, 1382a).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 53
29. Mario Eduardo Costa Pereira comprendió bien como “la evolución teórica de Freud ante
la cuestión del desamparo parece ir en el sentido de ‘desaccidentarlo’ en relación al ‘evento
traumático’, de colocarlo más allá de una simple regresión a una fase en que el pequeño ser
humano se encontraba completamente incapaz de sobrevivir por sus propios medios, de
54 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
encontrarlo más allá de las figuras aterrorizantes del superyó, para conferirle un estatuto
de dimensión fundamental de la vida psíquica que indica los límites y las condiciones de
posibilidad del propio proceso de simbolización” (Pereira, 2008, p. 127).
30. La importancia de la inadecuación de la medida es el elemento estructural fundamental en
la determinación del trauma. De ahí una afirmación como: “Solo la grandeza de la suma de
excitación hace de una impresión un momento traumático, paraliza la función del princi-
pio del placer, da a la situación de peligro su importancia” (S. Freud, “Novas conferências
introdutórias à psicanálise”, in Obras completas, v. 18. São Paulo: Companhia das Letras,
2010).
31. Tema bien desarrollado por Birman (1999).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 55
32. Como afirmó Pereira (2008): “Los grandes textos dichos antropológicos escritos al final
de la vida de Freud, conciben a hilflosigkeit como constituida por la imposibilidad para el
aparato psíquico de aprehender por la simbolización el conjunto de los posibles y de deli-
mitar de una vez por todas el sujeto, su cuerpo y sus deseos en un mundo simbólicamente
organizado” (p. 200).
33. Entre los psicoanalistas posteriores a Freud, fue Lacan el que más insistió en la necesidad
de afirmación del desamparo como condición para la resolución de una experiencia ana-
lítica que necesariamente necesitaba llevar al sujeto a cierta subjetivación de la pulsión
de muerte. De ahí una afirmación importante como: “Yo planteo la cuestión: ¿el fin del
análisis, el verdadero, según entiendo preparar la condición de analista, no debería en su
final llevar a quien soporta el análisis a afrontar la realidad de la condición humana? Se
trata precisamente de que Freud, hablando de la angustia, designó como el fondo en el
que se produce su señal, a saber, la hilflosigkeit, el desamparo (détresse) en el cual el hom-
bre, en esta relación a sí mismo que es la muerte, no espera ayuda de nadie. Al final del
análisis didáctico, el sujeto debe alcanzar y conocer el campo y el nivel de experiencia de
descontento absoluto, contra el cual la angustia ya es una protección; no abwarten, pero
erwartung. La angustia ya se desdobla dejando perfilar un peligro, mientras no hay peligro
en el nivel de la experiencia última de hilflosigkeit” (Lacan, 1994, p. 351).
56 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
34. Por eso, es difícil para mí coincidir con la reflexión sobre el concepto freudiano de desam-
paro propuesta en Costa (2007).
35. En términos de precisión, recordemos que la inseguridad ontológica no es, al menos en
este contexto, lo mismo que la inseguridad social o la inseguridad civil. La inseguridad
social se refiere a la inexistencia de condiciones necesarias para asegurar que los sujetos
no sean sometidos a situaciones de explotación económica e intimidados por la pobreza.
La inseguridad social se refiere a la inexistencia de condiciones políticas necesarias para
la garantía institucional de la libertad. La inseguridad ontológica es la expresión de la
inexistencia de una determinación ontológica positiva y, por eso, normativa de nuestra
condición de sujetos.
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 57
Las formas de desposesión ligadas a la inseguridad social y civil son modos de su-
jeción. Aquellas vinculadas a la inseguridad ontológica son modos de liberación.
Esto significa que la sustancialidad, que otrora ataba a los sujetos a contextos
sociales aparentemente no problemáticos, estaría fundamentalmente perdida.
La perspectiva freudiana es, sin embargo, diametralmente opuesta a tal
diagnóstico. Para Freud, nuestra modernidad no está desencantada, pero, de
manera peculiar, sigue fundamentalmente vinculada a la secularización de
una cierta visión religiosa del mundo. Freud proporciona un topos clásico para
comprender la génesis de la visión religiosa de mundo. Se trata de la pérdida de
las relaciones de inmanencia con la naturaleza debido al exceso de su violencia
(Gewalt) en relación con las posibilidades básicas de simbolización por proyec-
ción. Las estrategias proyectivas de “humanización” animista de los fenómenos
naturales dirigen su posterior dominación hacia estrategias que suministran la
base de una antropología del animismo, muy difundida en la época de Freud,
impotentes ante el extrañamiento (Unheimlichkeit) y la irreductibilidad de la
violencia natural. Violencia desamparadora que produce angustia psíquica de-
bido a la desagregación de la experiencia de producción de un sentido pensado
como totalidad inmanente de las relaciones disponibles para la aprehensión.
Cuando la violencia expulsa al hombre de la creencia en la participación de la
naturaleza como horizonte de determinación estable de sentido, le aparece la
experiencia de la irreductibilidad de la contingencia de su posición existencial.
Es decir, hay una especie de experiencia de inseguridad ontológica que deviene
en una naturaleza que aparece como fuerza superior opresiva (Freud habla en
erdrückende Übermacht) porque marcada por el azar, hace de la naturaleza lo
que ya no está en su lugar.
Al menos para Freud, la visión religiosa del mundo tendría por característica
fundamental desactivar la inseguridad absoluta de tal violencia a través de la
constitución de figuras de autoridad marcadas por promesas de providencia,
que siguen un modelo infantil propio al que rige la relación entre el niño y sus
38
padres. Tal visión religiosa sostiene una forma de funcionamiento del poder,
que afirma que en toda generalización social de modos de demandas estas se
encuentran ligadas a la representación fantasmática de la autoridad paterna.
La promesa de amparo, que para tener fuerza de movilización necesita recordar
en todo momento los riesgos producidos por un desamparo inminente que debe
38. De ahí una afirmación como: “el motivo del anhelo por el padre equivale a la necesidad
de protección contra los efectos de la impotencia humana; la defensa contra el desamparo
infantil presta a la reacción al desamparo que el adulto tiene que reconocer –que es justa-
mente la formación de la religión– los rasgos característicos” (Freud, 2014a, p. 258). Esto
en el sentido de que el “familiarismo” freudiano en la comprensión de la naturaleza de los
lazos sociales no deja de resonar perspectivas fuertemente ancladas en la filosofía política,
como la que encontramos en Rousseau, para quien: “(…) es la familia, pues, el primer
modelo de las sociedades políticas, el jefe es la imagen del padre, el pueblo la de los hijos,
y todos, habiendo nacido iguales y libres, solo alienan su libertad en provecho propio”
(Rousseau, 1996, p. 10).
60 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
aprisionarnos en las sendas de tal inminencia y nos hace sentir, al mismo tiempo,
la perdición, la redención, la debilidad, la fuerza, el cuidado paterno y el enemigo
que acecha. Ambivalencia fundadora de procesos de sujeción y dependencia,
ya que me hace depender de aquel que se alimenta del miedo –que él mismo
recuerda– de perderlo. Lo que tal vez explique por qué Freud necesita afirmar
que la religión (básicamente en su matriz judeocristiana) sería “la neurosis
obsesiva universal de la humanidad” (Freud, 2014a, p. 284.)
Es claro con ello que el fundamento del interés freudiano en la religión se
concentra no en la discusión de su dogmática, sino en las modalidades de in-
versión afectiva en sus figuras de autoridad; o sea, en la estructura libidinal de
39
su poder pastoral. Puede parecer anacrónica la hipótesis freudiana de derivar
la comprensión del poder pastoral de las dinámicas libidinas de la autoridad
paterna en la familia burguesa. Sin embargo, debemos evaluarla a partir de
su motivación propiamente política. A su manera, Freud quiere comprender
por qué tal poder pastoral permanece en el presente como mayor referencia
para la constitución de la autoridad política, aunque tengamos las condiciones
materiales para su superación,40 lo que nos permite tematizar la estructura ne-
cesariamente teológica del poder político en las sociedades modernas a pesar de
los discursos sociológicos sobre procesos de modernización como modalidades
de desencanto del mundo. En este sentido, vale para Freud la pregunta lanzada
por Claude Lefort:
¿No podemos admitir que, a pesar de las modificaciones ocurridas, el religioso
se conserva bajo el rasgo de nuevas creencias, nuevas representaciones, de
tal manera que él puede volver a la superficie, bajo formas tradicionales o
inéditas, cuando los conflictos son muy agudos hasta el punto de romper el
edificio del Estado? (Lefort, 1986, p. 278).
39. Recordemos a este respecto las tres características fundamentales del poder pastoral, al
menos según Foucault (2004). Primero “el poder del pastor se ejerce fundamentalmente
sobre una multiplicidad en movimiento” (p. 131). Los vínculos a la territorialidad son
frágiles, por lo que el pastor es la referencia fundamental de pertenencia. Ante la ausencia
de vínculos naturales de pertenencia, el pastor proporciona el suplemento necesario para
la constitución del sentimiento de comunidad. Si la temática del pastor es tan fuerte en
la tradición judía es porque estamos ante el nomadismo de un pueblo que anda, que se
desplaza, que vaga. Segundo, el poder pastoral es un poder del amparo. Su función central
es el cuidado del rebaño, es su bienestar. Por último, el poder pastoral es individualizador.
Incluso dirigiendo todo el rebaño, el pastor es aquel que puede individualizar sus ovejas.
40. El problema mayor si recordamos que “Liberar la idea del dirigente político de la analogía
político-familiar, de la analogía teológico-política, así como de la analogía epistemo-políti-
ca (la comprensión del dirigente como poseedor del saber) fue y continúa siendo una tarea
incesante del pensamiento crítico, y si una perspectiva ‘progresista’ puede derivarse de la
historia de la filosofía política occidental, percibiremos que consistió, en gran medida, en
este trabajo” (Monod, 1970, p. 86).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 61
41. Lefort recuerda cómo el recurso al fundamento religioso de lo político se hace en nombre
de la religión como “(…) condición de la unión de los hombres, pero entonces debemos
preguntarnos qué guía tal atracción por la unión y lo que ella debe a su contrario: la repug-
nancia por la división y el conflicto [...] ¿por qué es necesario que la unión se deje concebir
bajo el signo de lo espiritual y la división se proyecte en el plano material de los intereses?”
(Lefort, 1986, p. 296).
62 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
melancólica.42 Es factible afirmar que el poder nos melancoliza y es así que nos
somete. Esta es su verdadera violencia, mucho más que los mecanismos clásicos
de coerción y dominación por la fuerza, pues se trata aquí de violencia de una
regulación social que lleva al Yo a acusarse a sí mismo en su propia vulnerabilidad
y a paralizar su capacidad de acción.
Si vamos a un texto fundamental de Freud como Duelo y melancolía, veremos
como uno de sus méritos reside en su capacidad de insertar la etiología de la me-
lancolía en el interior de una reflexión más amplia sobre las relaciones amorosas.
Se trata de un “mérito” porque Freud sabe que el amor no es solo el nombre que
damos a una elección afectiva de objeto. Es la base de los procesos de formación
de la identidad subjetiva a partir de la transformación de inversiones libidinas
en identificaciones. Esta es una manera de decir que las verdaderas relaciones
amorosas ponen en circulación dinámicas identificatorias de formación de la
identidad, ya que proporcionan el modelo elemental de lazos sociales capaces
de socializar el deseo y producir las condiciones para su reconocimiento. Esto
tal vez explique por qué Freud aproxima duelo y melancolía para recordar que
se trata de dos modalidades de pérdida de objeto amado, una consciente, otra
inconsciente.
Un objeto de amor fue perdido y nada parece poder sustituirlo: esta es para
Freud la base de la experiencia que vincula duelo y melancolía. Sin embargo,
el melancólico mostraría algo ausente en el luto: el rebajamiento brutal del
43
sentimiento de autoestima. Como si, en la melancolía, una parte del Yo se
volviera contra sí mismo a través de autorrecriminaciones y acusaciones. Hay
una “reflexividad” en la melancolía mediante la cual me tomo a mí mismo como
objeto y me fragmento entre una conciencia que juzga y otra juzgada. Como si
hubiera una agresividad en toda reflexividad. Una reflexividad que acaba por
fundar la propia experiencia de la vida psíquica, creando así una estructura de
topografías interiores.
La tesis fundamental de Freud consiste en decir que ocurrió, de hecho, una
identificación de una parte del Yo con el objeto perdido de amor. Todo pasa
como si la sombra de ese objeto fuera internalizada por incorporación, como
si la melancolía fuese la continuación desesperada de un amor que no puede
lidiar con sus pérdidas. Incapacidad del hecho de que la pérdida del objeto que
42. Nadie ha desarrollado major este tópico que Butler (1977). Su libro parte, incluso, de la
explotación de los vínculos profundos entre el sentimiento religioso y la melancolía en las
figuras de la conciencia infeliz hegeliana y del resentimiento nietzscheano.
43. Recordemos la definición freudiana: “La melancolía se caracteriza por un desánimo pro-
fundamente doloroso, una suspensión del interés por el mundo externo, pérdida de la
capacidad de amar, inhibición de toda actividad y un descenso del sentimiento de autoes-
tima, que se expresa en autorrecriminaciones y autoinsultos, llegando hasta la expectativa
delirante de castigo” (Freud, 2010a, p. 47).
64 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
La génesis de la comunidad
y el lugar vacío del poder
En Totem y tabú Freud proporciona, de manera más bien acabada, la confi-
guración de la génesis de fantasías inconscientes ligadas al vínculo y a objetos
perdidos y su importancia para comprender los callejones sin salida del vínculo
social. Recordemos que el punto fundamental del argumento freudiano en ese
libro no intenta cimentar hipótesis antropogenéticas recurriendo a una pre-
tendida escena originaria de la vida social con su violencia primordial. Sería
mejor preguntarse qué perspectiva de evaluación de la estructura de los vínculos
sociales, en el comienzo del siglo XX, lleva a Freud a buscar las bases para la
autorreflexión de la modernidad en teorías como el totemismo, el festín totémico
y la idea darwiniana de que el estado social originario del hombre estaría mar-
cado por la vida en pequeñas hordas dentro de las cuales el macho más fuerte
y más viejo (el padre primario) impedía la promiscuidad sexual, produciendo
con ello la exogamia. Por eso, debemos comprender la creación del mito del
asesinato del padre primario como la manera, disponible a Freud, de decir que
en las relaciones sociales actuales los sujetos actúan como quien carga el peso
del deseo de asesinato de un padre que no es nada más que la encarnación de
representaciones fantasmáticas de autoridad soberana.
Esta dimensión de un “actuar como” es lo que se debe subrayar aquí. Ella nos
lleva a modos de operar con una representación fantasmática en las relaciones
de sujetos con instancias de autoridad e instituciones. Muchos afirmaron que
con el asesinato del padre primario, Freud no hizo nada más que escribir un
mito. De parte nuestra podemos quedarnos con Lévi-Strauss, para quien la “(…)
grandeza [de Freud] está, por un lado, en un don que él posee en el más alto
nivel: el de pensar a la manera de los mitos” (Lévi-Strauss, 1986, p. 235). De
todas formas, esa no será la primera vez que la reflexión sobre la naturaleza de
los vínculos sociales modernos apela a un mito para dar cuenta de la forma que
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 65
44. A este respecto, recordemos cómo “la identificación es ambivalente desde el principio; se
puede volver tanto a la expresión de la ternura como al deseo de eliminación […] Como
se sabe, el caníbal permanece en esa posición; a él le gusta devorar a sus enemigos, y no
devora a aquellos de los que no podría gustar de alguna manera” (Freud, 2011a, p. 94).
45. Así: “(…) la imagen del padre ideal se transformó, sin que los hijos asesinos se dieran
cuenta, inconscientemente, en la imagen del ideal amado y de la instancia directiva de sus
deseos” (Baas, 2012, p. 211).
46. Difícil discutir tal función de la fantasía social del padre primario sin recurrir a la noción
de decisión en Schmitt (1934). Como si se tratase, en Freud, de suministrar la economía
libidinal de la soberanía.
66 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
cumbiría. Ninguno era tan fuerte que los demás, para poder asumir el papel
del padre. Así, los hermanos no tuvieron alternativa, queriendo vivir juntos
y acaso –tal vez luego de superar graves incidentes– instituir la prohibición
del incesto, con lo que renunciaban simultáneamente a las mujeres que
deseaban, por las que habían, después de todo, eliminado al padre (Freud,
2012, p. 220).
En primer lugar, observamos la recurrencia de la inminencia hobbesiana de
la “lucha de todos contra todos” producida por la igualdad natural de fuerzas
y la convergencia de objetos de deseo. Como si antes del estado de naturaleza
hobbesiano hubiera la soberanía del padre primario. La posibilidad recurrente
de la lucha debe producir el deseo por la instauración de normas responsables
de la restricción mutua (en el caso, la prohibición del incesto) y la regulación
de las pasiones, garantizando así las condiciones de posibilidad para la cons-
titución del espacio político. Aparece, de esta forma, una especie de contrato
social que permite la renuncia pulsional, el reconocimiento de obligaciones y
el establecimiento de instituciones. En su narración, las mujeres se perpetúan
como mero objeto de contrato.
Sin embargo, insistimos en otro punto. En el mito freudiano hay que tener
en cuenta cómo tal constitución del espacio político produce inicialmente la
apertura de un “lugar vacío del poder, ya que: “nadie más podía ni era capaz de
alcanzar la plenitud de poder del padre” (Freud, 2012, p. 226). Tal lugar vacío,
que Freud describió como propio de una sociedad sin padres (vaterlose Gesells-
chaft) que parece poder realizar la igualdad democrática, permitió la aparición
de lazos comunitarios basados en “sentimientos sociales de fraternidad [...] en
la sacralización de la sangre común, en el énfasis en la solidaridad de todas las
vidas del mismo clan” (p. 222).
Pero esa comunidad de iguales, esa sociedad sin padres, tiene una fragilidad
estructural: tal lugar vacío es suplementado por una elaboración fantasmática.
La fantasía del padre primario no fue abolida, ya que permanece en la vida
psíquica de los sujetos en forma de un sentimiento común de culpa como
fundamento de cohesión social, que denuncia, por otro lado, el deseo que
tal lugar sea ocupado. Así, el afecto de solidaridad que la comunidad de los
iguales permite circular, es también responsable de la parálisis social de quien
continúa sosteniendo la “nostalgia por el padre” (vatersehnsucht) ahora elevado
a la condición de objeto perdido. Este padre que no está allí, pero que se hace
sentir en su latencia, retornará bajo una forma sublimada. Porque a su muerte
se revelará posteriormente no un simple asesinato, sino “el primer gran acto
sacrificial” capaz de establecer relaciones simbólicas de vínculo y obligación
para con un padre muerto.
La sociedad sin padres deberá convertirse gradualmente en una sociedad
organizada de forma patriarcal. Porque el lugar vacío del poder es, al mismo
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 67
48. Recordemos, por ejemplo, la definición lacaniana del habla, significante-amo, como “(…)
significante del punto donde el significante falta/fracasa [siguiendo aquí la duplicidad de
sentido del término manque]” (Lacan, 2001b, p. 277).
Miedo, desamparo y poder sin cuerpo 69
la cabeza que sintetiza todas las funciones del cuerpo social. Proceso fetichista
de incorporación que constituye retroactivamente aquello que la parte debería
representar. Es un lugar vacío que demuestra que la democracia es el gobierno
en el que “no hay poder ligado a un cuerpo” (p. 118) en el que nos enfrenta-
mos con la “indeterminación que nace de la pérdida de la sustancia del cuerpo
político” (p. 121). De hecho, la perspectiva de Lefort parece, a primera vista,
guardar resonancias importantes con lo que podríamos derivar, hasta ahora, de la
reflexión freudiana. Su comprensión del papel productivo de esa “indetermina-
ción de lo social” que no se deja representar en ninguna configuración acabada
del poder de Estado, podría muy bien ser vista como expresión posible de una
sociedad cuya experiencia política fundamental se funda en la circulación del
desamparo. Un desamparo que viene de la conciencia de que no hay poder en
un cuerpo pensado como totalidad imaginaria que proporciona a cada miembro su
lugar natural y garantiza la legitimidad del reparto de lugares mediante la relación
libidinal a una figura soberana.
Sin embargo, le falta a Lefort un paso freudiano fundamental, a saber, com-
prender cómo las democracias liberales sostienen el lugar vacío solo a través de
un suplemento fantasmático. Lo que es otra manera de decir: falta comprender
por qué tal democracia que conserva el lugar vacío del poder como inscripción simbó-
lica simplemente nunca existió ni nunca podrá existir. Falta comprender lo que le
impide existir continuamente, a fin de mostrar cómo la democracia liberal no
es un gobierno sin fundamento fantasmático. De la misma forma, se trata de
recordar, contra Lefort, que no hay poder sin cuerpo, pero no todo cuerpo social
y político se encarna por medio de la lógica de una corporeidad imaginaria. Una
sociedad que, en su forma “(…) acoge y preserva la indeterminación” (Lefort,
1986, p. 26) no es necesariamente una sociedad descorporizada, sino más bien
aquella en la que es posible, como quisiera mostrar más adelante, incorporar lo
que es indeterminado desde el punto de vista de la representación.
La mera afirmación del pretendido carácter desacralizador del sufragio
universal, que abstrae la red de vínculos sociales al instaurar una multiplicidad
numerable, dejando la decisión al “enigmático arbitraje del número” (p. 293),
tal como lo hace Lefort, así como la defensa del fin de los vínculos entre el
poder, el saber y la tradición para legitimar la decisión sobre quién ocupará el
lugar vacío del poder, no bastan para definir nuestros actuales horizontes libe-
rales de representación como realmente democráticos. Porque ser parte de una
multiplicidad numerable de individuos no es expresión de la afirmación de la
productividad de la indeterminación de lo social, ni es acogida de lo “irrepresen-
table” (p. 30). Por el contrario, es algo con lo que solo podemos conformarnos
con la condición de romper tal indeterminación en lo que tiene de más trans-
formador, a saber, su anormatividad representativa, su fuerza de destitución de
normas y de conformaciones a unidades de cuenta. Pero la determinación del
70 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Freud en ese texto acerca del proceso de constitución de las masas, sean “masas
artificiales” propias a grupos organizados fuertemente jerarquizados, como el
Ejército y la Iglesia, sean organizaciones políticas propias al Estado en nuestras
democracias liberales (acercamiento que, como veremos, provocaba la aversión
de alguien como Hans Kelsen). Esta tesis fundamental freudiana es una proposición
general sobre el proceso de formación de identidades colectivas. Dicha tesis está
enunciada en una afirmación como “(…) tal masa primaria es una cantidad
(anzahl) de individuos que colocaron un único y mismo objeto en lugar de sus
ideales del yo y que, por consiguiente, se identificaron unos con otros en sus
yoes” (Freud, 2011a, p. 112). Es decir, lo que transforma una cantidad amorfa
de individuos en identidad colectiva es la fuerza afectiva de identificación con
un líder capaz de situarse en el espacio propio a los ideales del yo que serán
individualmente compartidos, según la noción de que “el individuo abandona
su ideal del yo (ichideal) para intercambiarlo por el ideal de la masa, encarnado
por el líder (führer)” (p. 144). Si ese intercambio es posible, es porque hay algo
en ese ideal encarnado por el líder que actualiza vínculos a objetos perdidos que
aún resuenan en la vida psíquica de los sujetos. Pues las identidades colectivas
siempre se constituyen a partir de relaciones generales a fantasías. Una identi-
dad colectiva no es solo una unidad social constituida a partir de compartir un
mismo ideal del yo, con sus sistemas conscientes de valores. Es una unidad social
constituida a partir de compartir funcionalmente el mismo núcleo fantasmático,
con sus representaciones inconscientes.
Pero notemos cómo la lógica de la incorporación que caracteriza la dirección
pide circuitos específicos de afectos. Freud parece concentrarse en los casos en
que la incorporación se da a través de la circulación reiterada del miedo social,
lo que puede explicar las descripciones freudianas del “pánico” que explota
en el interior de la masa que perdió a sus líderes produciendo la regresión a la
situación de atomización amórfica. Podríamos preguntarnos sobre otros circuitos
de afectos capaces de producir nuevas formas de encarnación de la voluntad.
Sin embargo, no debería perderse de vista el hecho de que sociedades que se
sirven del miedo como elemento decisivo de la constitución de su cohesión social
tienden a aproximar sus dinámicas de incorporación del poder. Si admitimos que
tal circuito de afectos es propio no solo de sociedades totalitarias, sino también
de nuestras sociedades de democracia liberal, entonces podremos comprender
mejor tanto la actualidad de tal discusión como la funcionalidad del modelo
de lectura del texto freudiano propuesto, entre otros, por Theodor Adorno.
Adorno comienza por aproximarse a las descripciones freudianas y a la
fenomenología de los liderazgos fascistas, para al final mostrar cuán vulnerables
seríamos al retorno periódico de tales figuras. En el libro de Freud se percibe así
el marco teórico fundamental para una teoría del totalitarismo pensada como un
fenómeno interno a la propia elaboración de las estructuras de interacción social
Del arte de ser afectado por los cuerpos que se rompen 75
49. De ahí una afirmación mayor como: “Al igual que la gente no cree en el fondo de sus
corazones que los judíos son el mal, no cree completamente en el líder. No se identifica
realmente con él, pero actúa esa identificación, representa su propio entusiasmo y así
participa de la actuación del líder” (Adorno, 2003, p. 432). Esta estructura, típica de una
“(…) falsa conciencia esclarecida, será usada varias veces por Adorno a fin de describir la
dinámica de la ideología en las democracias liberales. Trabajé ese tema en el tercer capítulo
de Safatle (2008).
Del arte de ser afectado por los cuerpos que se rompen 77
50. Sobre el fascismo como gestión del desorden (y no como imposición unitaria del orden),
recordemos la famosa descripción del no Estado nazi suministrada por Franz Neumann:
“Es probable que el nacionalsocialismo posea una máquina coercitiva unificada, a no ser
que aceptemos la teoría del liderazgo como doctrina de la verdad. El partido es indepen-
diente del Estado en cuestiones relativas a la policía y a la juventud, pero de resto el Estado
está por encima del partido. El ejército es soberano en varios campos, la burocracia está
fuera del control y la industria luchó para conquistar varias posiciones […] bajo el nacio-
nalsocialismo el conjunto de la sociedad se organiza en cuatro grupos sólidos, centraliza-
dos, cada uno operando bajo un principio de liderazgo, cada uno con un poder legislativo,
administrativo y judicial” (Neumann, 2009, p. 468).
51. Lo que explica por qué, al forjar la noción de personalidad característica fascista, Adorno
insista en un rasgo fundamental de carácter: “Él es la combinación entre adulación y su-
misión a la fuerza con agresividad y deseo sádico de castigo contra el débil. Tal síndrome
característico fascista está más claramente ligado a actitudes discriminatorias y antimino-
ritarias que a ideologías políticas; en otras palabras, la susceptibilidad a los estímulos fascis-
tas se establece en un nivel psicológico, característico en lugar de a través de la superficie
del sistema de creencias del sujeto” (Adorno, 1986, p. 274).
52. Como afirman Adorno y Horkheimer en una afirmación premonitoria: “La cólera es des-
cargada sobre los desamparados que llaman la atención. Y como las víctimas son intercam-
biables según la coyuntura: vagabundos, judíos, protestantes, católicos, cada una de ellas
78 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
puede tomar el lugar del asesino, en la misma voluptuosa ciega del homicidio, tan pronto
se convierta en la norma y se sienta poderosa como tal” (Adorno y Horkheimer, 1991, p.
160).
53. Para un bello uso del “condominio cerrado” como paradigma de modelo disciplinario polí-
tico-social y su precio psíquico, ver Dunker (2015).
Del arte de ser afectado por los cuerpos que se rompen 79
imagen de un padre cuyo papel durante la última fase de la infancia del sujeto
puede bien haber caído en la sociedad actual” (Adorno, 1986 p. 418). Adorno
explora dicho guión al afirmar que “una de las características fundamentales de
la propaganda fascista personalizada es el concepto de ‘pequeño gran hombre’;
una persona que sugiere, al mismo tiempo, omnipotencia y la idea de que él es
solo uno más del pueblo, simple, rudo y vigoroso americano, no influenciado
por riquezas materiales o espirituales” (p. 421). Porque las identificaciones no
se construyen a partir de ideales simbólicos. Son básicamente identificaciones
narcisistas que parecen compensar el verdadero sufrimiento psíquico del “declive
54
del individuo y su subsiguiente debilidad” (p. 411) un declive que no es solo
sufrido por sociedades abiertamente totalitarias. Esto tal vez explique por qué
ese “más uno del pueblo” pueda ser expresado no solo por la simplicidad, sino
a veces por las mismas debilidades que tenemos o que sentimos, por la misma
revuelta impotente que expresamos.55
En ese sentido, Adorno es uno de los primeros en comprender la funcio-
nalidad en sí del narcisismo como modo privilegiado de vínculo social, en una
sociedad que mostraba de manera creciente un debilitamiento de la capacidad
de mediación del yo, adelantando de esta manera en algunas décadas problemas
que llevarán a las discusiones sobre la “sociedad narcisista”.56 Se sabe que tal
debilidad permite, a través de la consolidación narcisista de la personalidad con
sus reacciones ante la conciencia tácita de la fragilidad de los ideales del yo,
aquello que llama expropiación del inconsciente por el control social, en vez de
transformar al sujeto consciente de su inconsciente. Lo que sirve para recordar-
nos cómo estas apropiaciones frankfurtianas de consideraciones freudianas se
prestan, entre otras cosas, para mostrar cómo el autoritarismo en sus múltiples
versiones no es solo una tendencia que aparece cuando la individualidad se
disuelve. Es la potencialidad inscrita en la propia estructura narcisista de los
individuos modernos de nuestras democracias liberales. Lo que no podría ser
54. Adorno dirá al respecto: “La fragilidad del yo [tema que Adorno trae del psicoanalista
Hermann Nunberg] que retrocede al complejo de castración, busca compensación en una
imagen colectiva y omnipotente, arrogante y, así, profundamente semejante al propio yo
debilitado. Esta tendencia, que se incorpora a innumerables individuos, se convierte en
una fuerza colectiva, cuya extensión hasta ahora no se ha estimado correctamente” (Ador-
no, 2015). Sin embargo, como desarrollé en otra ocasión, Adorno no defiende, contra tal
realidad psicológica, alguna forma de “fortalecimiento del yo” en los moldes de lo que po-
díamos encontrar en la psicología del yo de su época. Para este debate y para la proximidad
de Adorno y Lacan en este punto, ver Safatle (2012) capítulo quinto.
55. Debido a que “(…) el líder puede adivinar las necesidades y voluntades psicológicas de
esos susceptibles a su propaganda porque él se asemeja a ellos psicológicamente, y de ellos
se distingue por la capacidad de expresar sin inhibición lo que está latente en ellos, eso en
vez de encarnar una superioridad intrínseca” (Adorno, 1986, p. 427).
56. Sobre el narcisismo como modo de vínculo social hegemónico en las sociedades liberales,
ver Ehrenberg (2010).
80 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
psicología de la revolución: la sociedad sin padre (1919). En ese texto, que Freud
ciertamente conocía, pues sus argumentos principales fueron presentados en
la Sociedad Psicológica de los miércoles, Federn veía en el final del Imperio
austrohúngaro y en la caída de la figura del emperador, así como en la victoria
de la revolución soviética, el advenimiento de sujetos políticos que no serían
más “sujetos del Estado autoritario patriarcal”. Para ello, tales sujetos deberían
apelar a la fuerza libidinal de las relaciones fraternas, relaciones distintas y que
no se derivan completamente de la estructura jerárquica de una relación con
el padre que hasta entonces había marcado la experiencia política de forma
hegemónica. Para que nuevas formas de identidad colectiva fueran posibles, no
bastaría solo con transmutar la identificación con el padre en rechazo de su do-
minio. Sería necesaria la existencia de un modelo alternativo de identificaciones
que se daría de manera horizontal y con una fuerte configuración igualitaria.
De ahí una afirmación mayor como:
Duerme en nosotros, igualmente heredada, aunque en una intensidad infe-
rior al sentimiento de hijo, un segundo principio social, el de la comunidad
fraterna cuyo motivo psíquico no está cargado de culpabilidad y temor
interior. Sería una liberación inmensa si la revolución actual, que es una
repetición de las revueltas antiguas contra el padre, tuviese éxito (Federn,
2002, pp. 217-238).
El modelo de Federn, basado en la defensa de que las relaciones fraternas
podrían constituir un “segundo principio social” relativamente autónomo y no
completamente deducible de las relaciones verticales entre hijos y padres, se
inscribe en el horizonte de reflexiones sobre estructuras institucionales posre-
volucionarias. A partir de ese modelo, Federn intentará pensar el fundamento
libidinal de las organizaciones políticas no jerárquicas como, por ejemplo, los
soviets y los consejos obreros que buscaban difundirse en la naciente repúbli-
ca austríaca gracias a las propuestas de los socialdemócratas. La sociedad sin
padres a la que Federn alude tiene la forma inicial de una república socialista
de consejos obreros.
Es un hecho que Freud no seguirá esa vía. Para ello, sería necesaria la defen-
sa de una dimensión de relaciones intersubjetivas naturalmente cooperativas
basada en la reciprocidad igualitaria. Tal dimensión no existe en los escritos de
Freud, que, en ese sentido, estaría más a gusto recordando la agresividad propia
de las relaciones fraternas con sus estructuras duales basadas en la rivalidad, tema
profundamente explorado por Lacan al reducir tales relaciones a la dimensión
imaginaria y narcisista, o recordando la naturaleza de la “desposesión” propia
de las relaciones entre iguales libidinalmente afectadas, tópico abordado por
Judith Butler. Por eso, las relaciones de cooperación tipificadas en cofradías
o comunidades de iguales solo pueden consolidarse, dentro de un paradigma
freudiano, apoyándose en la exclusión violenta de la figura antagónica. Esto
tal vez explique por qué, aunque se dice interesado por el desarrollo de la re-
82 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
volución bolchevique, Freud se pregunte sobre lo que los soviéticos harán con
su violencia después de acabar con los últimos burgueses.
Otra forma de crítica a la idea de Federn aparecerá cuatro décadas más
tarde, con el libro de Alexander Mitscherlich, Auf dem weg zur vaterlose Gesells-
chaft (En dirección a una sociedad sin padres), de 1963. A partir del diagnóstico
frankfurtiano del declive de la autoridad paterna debido a las mutaciones en
la sociedad capitalista del trabajo, a la generalización del modelo burocrático
de autoridad y a la inseguridad producida por la ausencia de “seguridades de
carácter paternalista” (paternistischer Sicherung) (Mitscherlich, 1983, p. 250) en
la constitución de modelos para procesos de decisiones por tomar por los indivi-
duos (lo que suscitará décadas después la temática de la “sociedad de riesgo”),
Mitscherlich podrá afirmar que el advenimiento de una sociedad sin padres ya
habría sido, a su manera, realizado por el capitalismo. La desaparición del padre
es un destino, no se cansará de decir Mitscherlich. Sin embargo, la comunidad
de hermanos no habría redundado en nuevas formas de organización política,
como Federn imaginó. En realidad, la estructura de la rivalidad edípica entre
padre e hijo se sustituye por un comportamiento de afirmación de sí entre her-
manos, expresado pormedio de celos y competencia con sus patologías ligadas
al culto de la performance y a la presión narcisista de los ideales.57 Incluso las
figuras paternas en el interior del núcleo familiar serían cada vez menos repre-
sentantes de modelos patriarcales de autoridad y cada vez más cerca de figuras
fraternas concurrentes. Por lo tanto, la sociedad capitalista habría sido capaz
de sobrevivir a la vez, en una sociedad sin padres organizados en clave narci-
sista, cuyas condiciones ya no será la base de los conflictos neuróticos con las
prohibiciones de la ley para constituir conflictos narcisistas como consecuencia
de la impotencia de realizar ideales.
Mitscherlich termina el libro retomando la hipótesis de Federn y se pregunta
por la razón de que la experiencia de los soviets y de los consejos obreros hubiese
redundado, en varios casos, en el culto a la personalidad y en el retorno a figuras
paternas de autoridad aún más brutales. Su respuesta pasa por la hipótesis de
que tal retorno sea una forma de defensa contra la angustia ante la destrucción
de las “representaciones de identidad” ligadas a los modelos de conducta y de
papeles sociales proporcionados por la identificación paterna. Con la destrucción
de las identidades y la consiguiente apertura a nuevos circuitos de los afectos
y deseos (Mitscherlich habla, por ejemplo, de vínculos homosexuales en una
comunidad de hermanos, vínculos que ya no pueden socializarse a partir del
57. De ahí afirmaciones como “(…) la necesidad de desempeño, el miedo de ser superado y de
quedarse atrás son componentes fundamentales de la vivencia del individuo en la sociedad
de masas. El miedo de envejecer toma proporciones de pánico; la propia vejez se transfor-
ma en una etapa de la vida en la que experimentamos gran abandono sin reciprocidad por
generaciones siguientes” (Mitscherlich, 1983, p. 324).
Del arte de ser afectado por los cuerpos que se rompen 83
58. No deja de ser sintomática la cercanía entre la vertiente formalista kelseniana y las lectu-
ras “republicanas” como la crítica a Freud sugerida por Baas: “La agrupación del pueblo
para el ejercicio del poder soberano, o sea, del poder de hacer leyes a las cuales todos acep-
tan obedecer, es la erección de los ciudadanos que forman la banda política republicana. Es
claramente la idea republicana que es aquí objeto de amor unificando a los ciudadanos en
un mismo cuerpo: pero se trata de un cuerpo sin cabeza, sin ‘jefe’ en el sentido freudiano
del término” (Baas, 2012, p. 217).
88 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
habla Kelsen sería simplemente una hipóstasis que nos impediría comprender
las dinámicas propias de la estructura fantasmática de la autoridad en nuestras
sociedades. Si Freud se ve obligado a afirmar el carácter filogenético de su
fantasía social del padre primitivo, es para entender que los vínculos al orden
jurídico necesitan legitimarse mediante la reiteración retroactiva de un modelo
de demanda de autoridad. Estos vínculos no se alimentan solo de la especifici-
dad de relaciones familiares, sino que se asientan en otros “aparatos de Estado”
como la Iglesia o el Ejército, aparatos más generales que incitan continuamente
a ciertas formas de vínculos libidinales. Con esta crítica, Freud rechaza incluso
la legitimidad de un ordenamiento jurídico más allá del Estado, ya que se trata
de criticar el fundamento fantasmático de la autoridad. De hecho, la esfera de
derecha de la que habla Kelsen exige una especie de “purificación política de
los afectos” en virtud de la defensa de la validez ideal de la norma, que solo nos
puede llevar a la creencia en la inmunidad del Estado a la problematización
política del marco jurídico con su ordenamiento y sus mecanismos previamente
establecidos de revisión. Como bien demostró Laclau, la teoría freudiana de
la psicología de las masas proporciona una crítica a tal positivismo jurídico al
insistir en la dimensión radicalmente antiinstitucional de la experiencia política.
animal y no, como en aquel fenómeno mayor y más evidente, el otro hombre,
otros hombres. Esta oculta violación de sí mismo, esa crueldad de artista, ese
deleite en dar una forma, como a una materia difícil, recalcitrante, sufrida,
en imponerse a hierro y fuego una voluntad, una crítica, una contradicción,
un desprecio, un no, ese inquietante y horrendamente placentero trabajo
de un alma voluntariamente citada, que a sí misma hace sufrir, esa “mala
conciencia” activa también hizo al final –ya se percibe–, como verdadero
vientre de acontecimientos ideales e imaginarios, venir a la luz una profu-
sión de belleza y afirmación nueva y sorprendente, y quizás incluso la propia
belleza (Nietzsche, 1998, p. 76).
En ese “vientre de acontecimientos ideales e imaginosos” capaz de dar a luz
a una profusión de belleza y afirmación, Freud encontró la más inusitada de
todas las figuras políticas, a saber, Moisés. Tal vez la mejor representación de lo
que Freud entendía por “dictadura de la razón”.
59. En un importante ensayo sobre el texto freudiano, Saïd (2003) recuerda cómo estamos
ante una crítica de todo intento de fundamentación social o secular de identidades colec-
tivas.
92 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
60. Como sabemos, Freud desconfiaba radicalmente de las veleidades identitarias del sionis-
mo. Basta recordar su carta de 1930 a Chaim Koffler, miembro de la fundación para la re-
instalación de los judíos en Palestina, en la que deplora “el fanatismo extraño a la realidad
propia de nuestros compatriotas” que elevan pedazos del muro de Herodes a la condición
de reliquia nacional sin preocuparse por los sentimientos de los habitantes árabes de la re-
gión. ¿Cómo no ver en esa teoría de un Moisés extranjero y de un Dios ídem una respuesta
a lo que Freud criticaba en el sionismo, así como la expresión de una política desprovista
de identidades colectivas que sería la verdadera contribución freudiana a la cuestión judía?
Una contribución completamente olvidada y reprimida en días de identidades israelíes
militarizadas.
Del arte de ser afectado por los cuerpos que se rompen 93
sino quien impondrá al pueblo una equivocación que expresa las pérdidas de
los lazos a un lugar. Moisés, el egipcio que pone a un pueblo extranjero ante la
equivocación del nomadismo y de lo irrepresentable, es la figura necesaria de
un liderazgo que permite al pueblo identificarse colectivamente con un deseo
que no se calma en la conformación actual de las normas, que nos inquieta en
la búsqueda de ser afectado de otra forma, de ser creado en otro material. Nadie
mejor que el Moisés de Freud nos demuestra cómo “lo que sutura” la identidad
de una totalidad social como tal, es el propio elemento “libre-flotante” que
disuelve la identidad fija de todo elemento intrasocial” (Žižek, 2013, p. 283).
Esto tal vez nos explique por qué el asesinato en el caso del Moisés de Freud,
es solo una forma específica de vínculo y de repetición. Lo que parecía perdido
retorna, pero no bajo la forma de la melancolía, sino del vínculo a una idea
de transformación. De ahí por qué tal asesinato es cualitativamente distinto
de lo que marca la relación al padre primario. No se matan padres siempre de la
misma forma.
Del asesinato de Moisés sigue la adopción de otra religión y de otro dios por
los judíos, un dios volcánico siniestro y violento que vaga por la noche y teme
la luz del día, un dios de la tribu árabe de los madianitas, a saber, Jehová. Este
dios nuevo, extraño a los judíos, es anunciado por otro profeta, un madianita
también llamado Moisés. Pero en una impresionante formación de compromiso
y de juego de dobles que recuerda la fuerza de descentralización de las afinidades
miméticas, el dios de la religión de Atón será paulatinamente integrado a Jehová,
así como el Moisés egipcio será fundido al Moisés madianita. En ese proceso de
fusión mimética en el cual las identidades opositivas se interpenetran en quiasma,
la tendencia originaria irá poco a poco desfigurando los límites estrechos de los
vínculos presentes. El pasado explota los límites del presente en una especie de
trabajo exitoso de duelo. Contrariamente al padre primario de Totem y tabú, lo
que viene ahora del pasado reprimido no es una regresión, sino la fidelidad a
un acontecimiento transformador que, por un momento, cesa de no inscribirse,
aunque fragilice continuamente la estabilidad de la situación actual:
Entonces, del medio del pueblo, en una serie que no acabaría más, se le-
vantaron hombres que no estaban ligados a Moisés por su origen, sino que
fueron arrebatados por la gran y poderosa tradición que poco a poco había
crecido en la oscuridad, y fueron esos hombres, profetas, que predicaron
incansablemente la antigua doctrina mosaica de que la divinidad desprecia
sacrificio y ceremonial, exigiendo solo fe y una vida en la verdad y en la
justicia (Freud, 2014c p. 85.)
De esta forma, los rasgos de la religión insoportable del egipcio Moisés segui-
rán presentes, de forma distorsionada, como una tendencia subterránea por ser
excavada y como el principio motor de una transformación que puede avanzar
o simplemente quedarse por mucho tiempo soterrada. Manera freudiana de
mostrar cómo la crítica opera no en virtud del intento de construir principios
94 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
CODA
La tensión central que atraviesa todo lo anteriormente tratados y que sirvió
de motor general para toda la reflexión puede ser descrita de la siguiente for-
ma: en situaciones históricas variadas, los sujetos políticos se transfiguraron en
pueblo, en clase, incluso en nación e individuo. Esta polifigurabilidad de sujetos
políticos es su característica fundamental, característica propia de la naturaleza
situacional de la acción política y de la ausencia de una ontología positiva que la
funda. Tal polifigurabilidad de la política, su carácter plástico y mutante, muchas
veces fue visto como el gérmen de la corruptibilidad esencial de su discurso. Es
96 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
lugar (un poco como Freud hizo con sus dos moisés). De esta forma, la política
puede desactivar las corporeidades que siempre se repiten.
Por esa razón, es importante recordar que la desincorporación propia a las de-
mocracias liberales no son verdaderas desincorporaciones. Su falsedad es pagada
con la moneda de las incorporaciones fantasmáticas, siempre latentes, con su
cortejo periódico de regresiones sociales. Esta es la primera lección fundamental
de Freud. Sin embargo, hay una desincorporación necesaria, condición para la
reapertura del campo político. Se trata de desincorporación de la naturaleza
fantasmática del cuerpo del poder. Desincorporación de esa naturaleza que hasta
ahora constituyó nuestras nociones de Estado, de liderazgo, de partido. Pero
eso solo puede ser hecho por medio de otra incorporación, otra constitución de
soberanía, esa que no se basa en el imaginario del cuerpo pleno, unitario y, sobre
todo, propio, sino que se basa en lo real del cuerpo despedazado, en el sentido
del campo de afecciones que no permiten la constitución de unidades, aunque
permita la constitución de vínculos. Incorporación no identitaria, diríamos
nosotros. Por eso, es un cuerpo capaz de producir afectos que nos despedazan o
al menos que nos llevan a pensar la síntesis de manera completamente nueva.
Este era, al menos para Freud, el verdadero cuerpo de Moisés, un cuerpo político
enterrado por el cuerpo banal de otro Moisés. El cuerpo que debía ser soterrado
porque no es especular, despedazador en sus afectos inauditos, rotos, como si
fuese, si pudiéramos parafrasear una fórmula clásica de Ernst Kantorowicz, un
“tercer cuerpo del rey”. No el cuerpo natural material, ni el cuerpo místico e
inmaterial que, desde el punto de vista de su naturaleza, “se asemeja mucho a
los ángeles y al Espíritu Santo porque representa, como los ángeles, lo inmu-
table en el tiempo” y sostiene simbólicamente la representación de la unidad
y la perennidad del Estado, pero un cuerpo turbulento y desorgánico, por eso
único y verdaderamente cuerpo político. Cuerpo real que, como verémos en el
próximo capítulo, instaura algo cuyo mejor nombre tal vez sea “temporalidad
espectral”, como la espectralidad del primer Moisés que se incorpora en un
segundo cuerpo para hacer soporte de tiempos que hasta entonces se quedaron
en latencia. Saber desenterrar ese tercer cuerpo y su potencia inesperada de
síntesis temporales, tal vez sea la segunda lección fundamental de Freud, y la
más importante. Una lección que, por más contraintuitivo que pueda parecer,
nos remite a Hegel.
99
Durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX la historia fue la forma
privilegiada de producción de cuerpos políticos. Para los pensadores del talan-
te de Hegel y Marx, la historia aparecía como la destinación necesaria de la
conciencia. No solo por ser ella el campo en el cual se daría la comprensión del
sentido de las acciones de los individuos con sus determinaciones causales a ser
reconstruidas, sino principalmente por impedir el aislamiento de la conciencia
en la figura del individuo atomizado, construyendo identidades colectivas al
mostrar cómo la esencia de la conciencia se encuentra en la reconciliación de
su ser con un tiempo social rememorado. A lo largo de la historia, ser y tiempo
se reconciliaron en el interior de una memoria social que debería ser asumida
reflexivamente por todo sujeto en sus acciones. La memoria que sería la esencia
orgánica del cuerpo político, condición para que ella existiera en las acciones de
cada individuo, como si tal cuerpo fuera sobre todo un modo de apropiación del
tiempo, de construcción de relaciones de remisión en el interior de un campo
temporal continuo, capaz de poner momentos dispersos en sincronía a partir
de las presiones del presente.
De ese momento en adelante, la conciencia ya no podía ser, como era para
Descartes, simplemente el nombre del acto de reflexión mediante el cual puedo
aprehender las operaciones de mi propio pensamiento. Acto a través del cual
podría encontrar las operaciones de mi pensamiento cuando me vuelvo a mí
100 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
61. Nadie mejor que Benjamin exploró tal característica de cierto tiempo revolucionario al
afirmar que “El pasado trae consigo un índice misterioso, que lo impulsa a la redención.
¿Por qué no somos tocados por un soplo del aire que fue respirado antes? ¿No existen, en
las voces que escuchamos, ecos de voces que enmudecían? ¿No tienen las mujeres que
cortejamos hermanas que no llegaron a conocer? Si así es, existe un encuentro secreto,
marcado entre las generaciones precedentes y la nuestra. Alguien en la Tierra está a nues-
tra espera. En ese caso, como a cada generación, se nos ha concedido una frágil fuerza
mesiánica para la que el pasado dirige un llamamiento. Este llamamiento no puede ser
rechazado impunemente. El materialista histórico lo sabe” (Benjamin, 1985, p. 223).
Esperar: tiempo y fuego 101
62. Aunque no existe esperanza sin miedo, esto no implica afirmar que los dos afectos se equi-
valgan, como queda claro en afirmaciones como: “La multitud libre se conduce más por
la esperanza que por el miedo, mientras que una multitud subyugada se conduce más por
el miedo que por la esperanza: aquella busca cultivar la vida, esta busca solamente evitar
la muerte” (Spinoza, 2009, p. 145). De hecho, la multitud libre se conduce más por la
esperanza, pero no es posible la esperanza sin intervinir continuamente el miedo.
102 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
63. Como dice Marilena Chauí: “Miedo y esperanza son pasiones inseparables, expresión
máxima de nuestra finitud y de nuestra relación con la contingencia, es decir, con la ima-
gen de una temporalidad discontinua, imprevisible e incierta, pues, escribe Spinoza, jamás
podemos estar seguros del curso de las cosas singulares y de su desenlance. Vivir bajo el
miedo y la esperanza es vivir en la duda en cuanto al porvenir” (Chauí, 2011, p. 175).
64. B. Spinoza, Ética, op. cit., p. 187. O todavía: “de la esperanza proviene la seguridad, y del
miedo, la desesperación, lo que ocurre porque el hombre imagina que la cosa pasada o
futura está allí y la considera como presente, o porque imagina otras cosas que excluyen la
existencia de aquellas que la que ponían en duda. Pues, aunque jamás podamos estar se-
guros de la realización de las cosas singulares, puede ocurrir, sin embargo, que no dudamos
de su realización” (id., ibid., p. 245).
Esperar: tiempo y fuego 103
65. Esta no es la posición de Deleuze, que recordará cómo Spinoza encontrará, incluso en la
seguridad, “(…) este gran de tristeza suficiente para hacerla un sentimiento de esclavo. La
verdadera ciudad propone a los ciudadanos el amor de la libertad en vez de la esperanza
de las recompensas o incluso la seguridad de los bienes” (Deleuze, 2003, p. 39). Para ello,
Deleuze nos remite a la proposición 47 del libro IV de la Ética. En realidad, Spinoza afirma
ser la seguridad señal de un ánimo impotente ya que presupone la tristeza que lo precedió.
Pero nada nos permite afirmar que la seguridad no desempeña un papel decisivo en los
afectos de la ciudad. Solo recuerde lo que dice claramente Spinoza en su Tratado político:
“La libertad del alma, es decir, el coraje, es una virtud privada, la virtud necesaria al Estado
es la seguridad” (Spinoza, 1998, p. 9). O, de manera más explícita: “la finalidad del Estado
civil no es otra que la paz y la seguridad de la vida, por lo que el mejor Estado es aquel don-
de los hombres pasan la vida en concordia y donde los derechos se conservan inviolados”
(p. 44).
104 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
no tendrá miedo de afirmar que “nada existe en la naturaleza de las cosas que
66
sea contingente” (p. 53) ya que todo sería determinado por la necesidad de
la naturaleza divina no solo a existir, sino a existir y operar de una manera de-
finida, solo habiendo una determinación necesaria. La noción de contingencia
sería, en realidad, expresión de una “deficiencia de nuestro conocimiento” (p.
57) que, o no comprende el orden de las causas, o no percibe cómo la esencia
en cuestión comporta contradicción y que, por eso, su existencia es imposible.
Así, solo la imaginación hace que consideremos las cosas como contingentes.
67
Desde el punto de vista de la razón, las relaciones siempre son necesarias.
Este vaciamiento de la dignidad ontológica de la contingencia lleva la razón
a percibir las cosas desde la perspectiva de la eternidad, ya que “los fundamentos
de la razón son nociones que explican lo común a todas las cosas y que no ex-
plican la esencia de ninguna cosa singular; por lo tanto, esas nociones deben ser
concebidas sin relación alguna con el tiempo, pero bajo una cierta perspectiva
de la eternidad” (p. 141). Es por el rechazo de la temporalidad que lo común se
desvela, que se presenta como “totalidad infinita inmóvil de cosas singulares en
movimiento” (Badiou, 1982, p. 135). Y, si Spinoza afirma que el amor excesivo
por cosas que están sujetas a variaciones y de la que nunca podemos disponer
(possumus) solo puede ser fuente de infortunio, la razón nos lleva a ideas claras
y distintas de afectos, poniéndonos más cerca del conocimiento de Dios: “(…)
conocimiento que genera un amor por una cosa inmutable y eterna, y de la cual
podemos realmente disponer” (Spinoza, 2007, p. 389).
66. Como recordará Deleuze: “lo necesario es la única modalidad de lo que es: todo lo que
es, es necesario, o por sí mismo, o por su causa. La necesidad es pues la tercera figura del
unívoco (univacidad de la modalidad, después de la univacidad de los atributos y la univa-
cidad de la causa” (Deleuze, 2003, p. 121).
67. “Es de la naturaleza de la razón percibir las cosas verdaderamente, a saber, como son en sí
mismas, es decir, no como contingentes, sino como necesarias” (id., ibid., p. 139).
Esperar: tiempo y fuego 105
aplicado a lo que sucede, como Aristóteles, que hablaba del tiempo como “el
número del movimiento según el anterior-posterior” (Aristóteles, 1966a, 219b).
Es esa estabilidad que se expresa en afirmaciones como: “Todo cambio solo es
posible por una acción continua de la causalidad” (Arantes, 2000, p. 114). En
cierta forma, podemos decir que eso es lo que sucede en la obra de Spinoza, para
quien las relaciones, temporales o no, deben ser pensadas bajo la estabilidad
estructural de la causalidad y su desvelamiento retroactivo inmanente de la
univacidad de la sustancia68 o, aún, de la conveniencia (convenientiam) entre
idea e ideado (Spinoza, 2007). Esto implica afirmar que el modo de la causalidad
con sus órdenes y su constitución de relaciones necesarias no cambiará con el
tiempo, no será afectado por él, no perderá su centralidad en la determinación
de las relaciones y de los argumentos que la razón reconoce como legítimos.
Tal como la defensa del orden more geometrico como método de exposición, que
causaba tanta aversión a Hegel, el pensamiento parece tratar con la estaticidad
de objetos matemáticos. Muy diferente sería si las cosas singulares modificaran
en continuidad la totalidad operando mutaciones cualitativas en la forma del
tiempo.69 En ese caso, como veremos más adelante, no tendríamos solo tiempo
formal sino un régimen muy específico de tiempo concreto.
Por eso, es correcto decir que la inmanencia propia al gobierno de la multitud
es un devenir sin tiempo.70 Es ese devenir sin tiempo que aparece como contra-
posición al tiempo lineal del miedo y la esperanza. A su manera, ese devenir sin
tiempo traerá todavía otra consecuencia política importante por fundamentar el
horizonte de concordia prometido por la paz social. Pues “la paz no consiste en
la ausencia de la guerra, sino en la unión o concordia de los ánimos” (Spinoza,
2009 p. 49). Una concordia que permite la expresión de la organicidad unita-
ria del cuerpo social, ya que, “en el estado civil, todos los hombres deben ser
considerados como un hombre en el estado natural” (p. 76) o bien: “el cuerpo
68. Como dirá Badiou, en la obra de Spinoza “(…) la estructura es legible retroactivamente:
el uno del efecto valida el uno-múltiplo de la causa. El tiempo de incertidumbre en cuanto
a tal legibilidad distingue a los individuos, cuyo múltiple, supuestamente inconsistente,
recibe el sello de la consistencia desde que se indica la unidad de su efecto” (Badiou, 1982,
p. 129).
69. En ese sentido, hay que aceptar la afirmación de Badiou, según la cual “(…) el aconteci-
miento es también lo que funda el tiempo, o mejor, acontecimiento por acontecimiento, lo
que funda tiempos. Pero Spinoza no quería saberlo. Él quería pensar, según su propia ex-
presión, ‘sin relación alguna al tiempo’, viendo la libertad en ‘un amor constante y eterno
a Dios’. Dejemos claro: en la pura elevación del matema” (Badiou, 1998, p. 92).
70. Lo que no podría ser diferente si aceptamos la idea de que impera en Spinoza: “(…) una
concepción estrictamente inmanente de causalidad histórica en la que los únicos factores
que intervienen son potencias individuales, potencias compuestas encontradas en poten-
cias individuales y la acción recíproca entre esos tipos de potencias” (Balibar, 1998, p. 66).
Esperar: tiempo y fuego 107
social debe ser conducido como por una sola mente” (p. 27).71 Recordemos, en
este contexto, una importante colocación de Spinoza respecto al contrato de
fundación del Estado:
La única cosa a la que el individuo renunció fue al derecho de actuar según
su propia ley, no al derecho de razonar y de juzgar. Por eso, nadie puede, de
hecho, actuar contra las determinaciones del poder soberano sin perjudicar
el derecho de estos, pero puede pensar, juzgar y, por consiguiente, decir
absolutamente todo, desde que se limite solo a decir o a enseñar y defender
su opinión únicamente por la razón, sin fraudes, cólera, odio o intención de
introducir por su propia iniciativa cualquier cambio en el Estado (Spinoza,
1998, p. 367).
Spinoza continúa sus afirmaciones recordando que todo ciudadano puede
ejercer su libertad de pensamiento al demostrar que determinada ley es contraria
a la razón y someter su opinión a la apreciación de los poderes soberanos. Porque
argumentar a partir de la razón significa introducir la política en un campo ten-
dencial de concordia, alejarse de la inestabilidad de las pasiones para acercarse
a la perennidad de determinaciones normativas encarnadas en la estabilidad de
instituciones capaces de garantizar la búsqueda común por el mejor argumento
a partir de ideas claras y distintas. De nuevo hay devenir, pues hay dinámica
de revisión de las leyes a partir del uso de la razón en un marco institucional
inmanente a la multitudo, pero ese devenir presupone la razón como horizonte
formal consensual de legitimidad de los enunciados. Presupone una generalidad
intemporal como fundamento de la unidad del cuerpo político. Lo que tal vez
sea el verdadero sentido de la afirmación de Balibar, para quien, en Spinoza,
72
“la vida en sociedad es una actividad comunicacional” (Balibar, 1998, p. 98).
Importancia del tópico de la comunicación que puede explicar, entre otras, la
importancia dada por Spinoza a la transparencia del poder como estrategia de
construcción de su inmanencia con la multitudo, contrariando así la tradición
de los secretos de Estado.
Sería el caso de preguntarse, entonces, si la política es de hecho una actividad
que podría guiarse por la idealidad de la razón como horizonte formal capaz de
fundamentar la búsqueda del mejor argumento. Porque tal vez sea, por el con-
71. Recordemos cómo Spinoza afirmó que “(…) los hombres no pueden aspirar nada que sea
más ventajoso para conservar su ser que todos, en concordancia en todo, de manera que
la mente y los cuerpos de todos compongan como una sola mente y uno solo y que todos
juntos se esfuercen tanto como puedan por conservar su ser y que busquen juntos lo que
es de utilidad común para todos” (Spinoza, 2007, p. 289).
72. De hecho, Balibar comprenderá el problema principal del Tratado político como un pro-
blema que puede expresarse de la siguiente manera: “¿Cómo puede alguien producir un
consenso, no solo en el sentido de la comunicación de opiniones preexistentes, sino sobre
todo en el sentido de condición de creación de opiniones comunicables (es decir, opinio-
nes que no son mutuamente exclusivas)?” (Balibar, 1998, p. 119).
108 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
A la espera de la revolución
Hay, sin embargo, otra forma de devenir sin tiempo, a su vez incrustada en
teorías que dan importancia explícita al tiempo histórico. Una forma aprisionada
por la pulsión continúa de afectos entre esperanza y miedo, tambien descrita
por Spinoza. Se trata de cierta perspectiva fundada en la búsqueda de pensar
la experiencia revolucionaria como horizonte teleológico de lo político. En esta
perspectiva, detrás de la apariencia de apertura al acontecimiento sostenido
por la esperanza en la revolución y su fuerza de proyección temporizada, pulsa
una fuga continua hacia la suspensión del tiempo, una sustentación continua
de expectativas hechas solo para proporcionar un horizonte de trascendencia
negativa que no se puede encarnar. Pues, aquí, revolución es algo que se espera.
Pero la espera de la revolución tiene la característica de ser expresión mayor
de un tiempo histórico presionado por la expectativa y animado por las inter-
versiones incesantes entre esperanza y miedo. En ese sentido, no fueron pocos
los que recordaron cómo, dentro de la experiencia moderna, la revolución ad-
quirió “un sentido trascendental y se convirtió en un principio regulador tanto
para el conocimiento y para la acción de todos los hombres involucrados en
la revolución” (Koselleck, 2006 p. 69); es decir, se transformó en condición de
posibilidad para la producción de sentido del tiempo histórico en general, siendo
solo esto, a saber, una condición categorial de posibilidad para la producción
de sentido y, consecuentemente de la experiencia histórica, esto por describir
la forma general del tiempo en movimiento de aceleración y repetición. Pero,
por ser forma general, no podrá en ningún momento ser encarnación de un
tiempo concreto. Es esa imposibilidad de encarnación que le da el carácter de
una trascendencia negativa.73
Un concepto trascendental es expresión de la determinación categorial de
predicados en general. No define previamente qué objetos le conviene, cuál
es la extensión de su uso, pero definirá cuáles son las condiciones para que
algo sea un objeto, qué predicados puede portar. En esta definición, se decide
previamente la extensión de la forma de lo que hay que experimentar, pues la
determinación categórica trascendental ignorará acontecimientos que requieren
cambios en la estructura general de la predicación y que impondrían la génesis
de nuevas categorías. Tal determinación formal acaba por transformarse, así,
en la expresión de la imposibilidad de cualquier proceso en que la experiencia
produce categorías extrañas a aquellas que parecían previamente condicionar-
la. Experiencias que, desde el punto de vista de las condiciones de posibilidad
temporalmente situadas en el presente, producen necesariamente acontecimientos
imprevisibles.
Sin embargo, nada que haya sido afectado por la esperanza con su sistema
de proyecciones puede operar con el desamparo producido por acontecimientos
impredecibles. Porque la imprevisibilidad es lo que muestra la inanidad de toda
expectativa, no en el sentido de mostrar su equívoco de previsión, sino su error
categorial. La temporalidad concreta de los acontecimientos es impredecible
pues sin referencia con el horizonte de expectativas de la conciencia histórica.
Por eso es expresión de un tiempo desamparado, marcado exactamente por la
contingencia. Tal vez eso explique por qué, por ejemplo, varios intentos de encar-
nación de la Revolución, con su mayúscula de rigor, en el proceso revolucionario
concreto, o sea, varios intentos de encarnación de la fuerza insurgente de la
esperanza en políticas de gobierno serán indisociables de cierta inmunización
producida por la necesidad de apelar a la circulación social del miedo, compo-
niendo con él una dualidad afectiva indisociable. Se transforma en prueba del
corolario “no habrá esperanza sin miedo”. Miedo que expresa la imposibilidad de
la encarnación, pues es expresión del desvío y de la traición siempre al acecho
contra el cuerpo social producido por la esperanza. Miedo del retorno del tiempo
y de los actores que ya deberían estar muertos. El cuerpo social por venir de la
esperanza no se sostiene, por eso, sin la necesidad de inmunización constante,
sin la necesidad de acciones violentas periódicas de “regeneración del cuerpo
social” (Bodei, 2003 p. 426); en suma, sin la transmutación continua de la es-
peranza en miedo. La historia de las grandes revoluciones, sea la francesa con
su “gran miedo” (Lefevre, 1970), sea la rusa con sus “purgas”, solo para tomar
dos de los mejores ejemplos, nos muestra eso bien.
Contra el paso incesante en los opuestos complementarios de la esperanza y
del miedo, muchos creyeron que debían retirar la política de toda dimensión del
porvenir, produciendo así un enfriamiento de las pasiones a través del rechazo
de cualquier ruptura desestabilizadora profunda de nuestros conceptos de demo-
cracia en circulación. Como si el tiempo histórico de las revoluciones fuera una
simple aporía descrita por Hegel cuando, al hablar del paso de la insurrección
y de la movilización al gobierno en el jacobinismo recordaba que “el [simple]
110 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
hecho de ser gobierno lo hace facción y culpable” (Hegel, 1992) resultado ne-
cesario de una libertad que no es capaz de superar su primer impulso negativo.
Pero tal vez sea posible liberar la política transformadora de toda actividad de
proyección temporal, dándole una temporalidad concreta irreductible a las for-
mas de devenir sin tiempo. En este sentido, me gustaría volver los ojos hacia una
referencia que inicialmente parecería, al contrario, proporcionar el modelo más
bien acabado de un devenir sin tiempo, a saber, la dialéctica hegeliana. El mismo
Hegel afirmó que “el propio tiempo es, en su concepto, eterno” (Hegel, 1986 p.
258) y parece proporcionarnos la más monstruosa figuración de la corporeidad
unitaria de lo social a través del concepto de “espíritu del mundo”, expresión
máxima de lo que la contemporaneidad llamará “metanarrativa”, pareciendo
fusionar la multiplicidad de las identidades colectivas en una unidad compacta.
Se trata de mostrar, por un lado, cómo encontraremos en Hegel un impor-
tante impulso de rechazo al elevar la esperanza y sus cortejos paralizantes de
utopías a la condición de afecto político central. Como si fuera cuestión de,
paradójicamente, criticar ese “dato antropológico previo” según el cual “todas
las historias fueron constituidas por las experiencias vividas y por las expecta-
tivas de las personas que actúan o sufren” (Koselleck, 2006, p. 306). O mejor,
como si fuera cuestión de hablar que es por esa razón razón que toda historia
presa entre experiencias recordadas y expectativas proyectadas serían al final
desprovista de acontecimientos. Hay un presente absoluto en que el espíritu
construye, en el cual la esperanza, la expectativa y el miedo ya no desempeñan
papel alguno. Hay que entender mejor lo que puede significar, qué forma de
cuerpo político nace en ese punto. Y una manera de comprenderlo consiste
en mostrar cómo el impulso de rechazar elevar la esperanza a la condición de
afecto político central es fruto de la manera como la reflexión hegeliana sobre
la filosofía de la historia abre espacio a un concepto de temporalidad concreta
en el cual la contingencia se integra como motor móvil de las transformaciones
de la forma del tiempo.
La crítica de la duración
En el tiempo, se suele decir, todo nace y perece. Cuando se abstrae todo, a
saber, lo que llena el tiempo, así como el que llena el espacio, entonces queda
el tiempo vacío, como queda el espacio vacío, o sea, estas abstracciones de la
exterioridad están puestas y representadas como si fueran algo para sí. Pero
en el tiempo no nace y perece todo, antes el propio tiempo es el devenir,
el nacer y el perecer, la abstracción existente, Cronos que todo engendra y
destruye a sus hijos (Hegel, 1986, p. 258).
Es claro aquí cómo Hegel rechaza la noción de que habría una forma pura del
tiempo, así como una forma pura del espacio establecidas como condición general
de posibilidad para el movimiento y el cambio. Tomadas como formas puras de
Esperar: tiempo y fuego 111
74. Esta frase debe ser leída en contra de ideas como: “El tiempo no es un concepto empírico
que deriva de una experiencia cualquiera. Porque ni la simultaneidad, ni la sucesión sur-
gen en la percepción como si la representación del tiempo no fuera su fundamento a priori”
(Kant, 1989, p. 46).
112 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
sición entre tiempo y concepto presente en el célebre pasaje del capítulo final
de la Fenomenología del espíritu:
El tiempo es el propio concepto que es ahí y que es representado por la
conciencia como intuición vacía. Por eso, el espíritu aparece (erscheint) ne-
cesariamente en el tiempo, y él aparece en el tiempo mientras no aprehende
su puro concepto; lo que significa, mientras no elimina (tilgen) el tiempo.
El tiempo es la intuición exterior del puro Sí no aprehendido por el Sí, él
es apenas el concepto intuido. Cuando el concepto se autoaprende, supera
(aujheben) su forma temporal (Zeitform), conceptualiza el intuir y es intuición
conceptuada y conceptuante (Hegel, 1988a, p. 324).
Sin embargo, observamos la especificidad de esta eternidad del concepto.
Dos características deben llamarnos la atención, a saber, la distinción entre
eternidad y duración, así como la definición de la eternidad como “presente
absoluto” (Hegel, 1986, p. 247). Sobre la primera característica, Hegel dirá que
“la duración es por eso distinta de la eternidad, pues ella es solo la superación
(aujhebung) relativa del tiempo. Pero la eternidad es infinita, es decir, no rela-
tiva, una duración en sí reflejada” (p. 259). La duración es solo una superación
relativa del tiempo porque la eternidad no presupone estaticidad o permanencia.
Si Hegel afirma que en la autoaprehensión del concepto ocurre la superación
del tiempo, hay que recordar que algo de la inquietud del tiempo es conservado
por el eterno movimiento del concepto.
A este respecto, no es mero acaso la insistencia en la descalificación de la
permanencia propia a las reflexiones hegelianas sobre el tiempo y la historia.
Basta recordar el sentido de una afirmación según la cual “Los persas son el
primer pueblo histórico, porque la Persia es el primer imperio que ha desapare-
cido [Persien ist das erste Reich, das vergangen ist]” (Hegel, 1994, p. 215) dejando
ruinas tras de sí. Esta frase de Hegel dice mucho acerca de lo que realmente
entiende por “progreso” en su filosofía de la historia. El progreso es la conciencia
de un tiempo que no se encuentra sometido a la simple repetición, sino que está
sometido a la desaparición. “progreso” no se refiere, inicialmente, a un destino,
sino a una cierta forma de pensar el origen. Pues, bajo el progreso el origen es
lo que, desde el principio, aparece marcado por la imposibilidad de permanecer.
“Origen” es, en verdad, el nombre que damos a la conciencia de la imposibilidad
de permanecer en una estaticidad silenciosa. Por ello, el verdadero origen, que
surge en Persia, se caracteriza por un espacio lleno de ruinas, por una mezcla
entre tiempo y fuego que todo consume.
El acto de desaparecer es así comprendido como la consecuencia inicial de
la historia. Colocación importante por recordarnos que las ruinas dejadas por el
movimiento histórico son, en verdad, modos de manifestación del espíritu en su
potencia de irrealización. Si los persas son el primer pueblo histórico es porque
se dejaron animar por la inquietud y la negatividad de un universal que arruina
Esperar: tiempo y fuego 113
75. En ese sentido, podemos afirmar: “El abismo de la negatividad revolucionaria sin trabas
es solo la condensación y demostración hiperbólica de la vacuidad torturante del espíritu
desde el principio. Tal vacuidad revela al mismo tiempo el poder inaugural del espíritu en
autoinventarse y la medida de su desesperación” (Comay, 2010, p. 80).
114 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
forma general del movimiento como sucesión daría lugar a las superaciones
dialécticas producidas por la negación de la negación. Sin embargo, podemos
insistir que la negación de la negación, en ese contexto, no expresa fuerza alguna
de determinación normativa. Es la presuposición de la existencia de relaciones
entre procesos que la conciencia ve como desconexos. Ella es la exigencia de
que la conciencia piense relaciones “impensables” y contradictorias. Pero no se
trata de pensarlas en la forma de modos previos de relación, como la causalidad,
la relación entre sustancia y sus accidentes o incluso como acción recíproca. La
lógica hegeliana es el proceso de agotamiento de todas esas formas previas de
relación para que las relaciones se puedan constituir formalmente a partir de
la contingencia de sus situaciones. De ahí que la negación de la negación no
pueda ser definida, contrariamente a lo que defiende Heidegger, como estructura
formal del tiempo. También, es difícil concordar con Adorno cuando afirma que
(…) en la medida en que su versión dialéctica se extiende hasta el propio
tiempo, ese es ontologizado: de una forma subjetiva, se transforma en una
estructura del ser mientras tal como es eterno [...] En Hegel, la dialéctica del
tiempo y del temporal se transforma de manera consecuente en una dialéctica
de la esencia del tiempo en sí (Adorno, 2012, p. 274).
La temporalidad concreta
Intentamos responder mejor a tales críticas analizando el concepto de
presente absoluto, tan bien descrito en pasajes según los cuales “La eternidad
no está ni antes ni después del tiempo, ni antes de la creación del mundo, ni
después de que el mundo pase. La eternidad es el regalo absoluto, el ahora sin
antes y después” (Hegel, 1986, p. 247). De hecho, el tiempo, mientras que
aquello que, no siendo, es, y mientras que aquello que, siendo, no es, ignora la
presencia absoluta, tal como podríamos encontrarla, por ejemplo, en el tiempo
instantaneísta cartesiano, este sí un tiempo de pura presencia por desconocer
potencia y ser plenamente acto.76 Pero una eternidad que supera el tiempo,
conservándolo –es decir, rechazando una negación simple del tiempo y de sus
latencias–, tampoco podrá establecer el presente absoluto como presencia abso-
luta. El presente absoluto es tiempo sin expectativa, sin miedo ni esperanza por
no tener más elevada la contingencia a proceso que pueda romper la inmanencia
con la eternidad. El presente absoluto no es tiempo de la pura presencia que
implicaría absorción integral del instante sobre sí mismo. El presente absoluto
es la expresión de la temporalidad concreta, expresión de cómo “el presente
76. Como diría Jean Wahl, acerca del tiempo en Descartes, en él no hay nada que no esté en
acto, “(…) pues la idea de potencia nada tiene de claro y distinto; no es nada. Todo lo que
es, es dado en cada instante. El idealismo de Descartes es un actualismo” (Wahl, 1920, p.
10).
Esperar: tiempo y fuego 115
77. Esta manera hegeliana de comprender el tiempo tal vez encuentre su mejor figuración en
la imagen proporcionada por Freud acerca del tiempo psíquico: “Tomemos como ejemplo
la evolución de la Ciudad Eterna. Los historiadores enseñan que la Roma más antigua fue
la Roma cuadrata, un pueblo rodeado de cerca en el monte Palatino. Se siguió entonces
la fase de los septimontium, una federación de las colonias sobre los respectivos montes,
después la ciudad fue rodeada por el muro de serbio Tulio, y aún más tarde, tras todas las
transformaciones del tiempo de la república y de los primeros césares, la ciudad que el
emperador Aureliano cerró con sus muros. […] Hagamos ahora la fantástica suposición
de que Roma no sea una morada humana, sino una entidad psíquica con un pasado igual-
mente largo y rico, en la cual nada que vino a existir llegó a perecer, en la cual, junto con la
fase de desarrollo, todas las anteriores siguen viviendo. [...] Cuando queremos representar
espacialmente el suceso histórico, eso puede darse solo con la yuxtaposición en el espacio;
un mismo espacio no admite ser llenado dos veces. Nuestro intento parece una broma
ociosa; ella tiene una justificación solo: nos muestra cómo estamos lejos de dominar las
peculiaridades de la vida psíquica por medio de la representación visual” (Freud, 2010b,
pp. 21-23).
78. Desarrollé el problema de la naturaleza pragmática del concepto en Safatle (2006a, pp.
109-146).
116 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
79. Es lo que debemos tener en mente al leer afirmaciones según las cuales (…) la historia
tiene ante sí el objeto concreto que reúne en sí todos los lados de la existencia: su indivi-
duo es el espíritu del mundo [...] Pero lo universal es la concreción infinita que aprehende
todo en sí, que es en todas partes presente, porque el espíritu es eterno consigo, pues no ha
pasado, permaneciendo siempre lo mismo en su fuerza y potencia” (Hegel, 1994, p. 33).
80. Ver la conocida crítica de Hegel a la paz perpetua de Kant en Hegel (1986).
Esperar: tiempo y fuego 117
81. En ese sentido, si tal plasticidad temporal puede incorporarse en el espíritu de un pueblo,
son siempre pueblos, de cierta forma, devotos a su autodesarrollo porque tienen el coraje
de dar forma a lo que los arruinará, pues ya han hecho el duelo de su duración. Son pue-
blos que viven por la pulsión de sus propias contradicciones, que saben en el fondo que
esas contradicciones van a estallar y llevarlos juntos, pero que aún así continúan por saber
que solo de esta manera se construyen nuevas formas. Por eso, solo podemos concordar
con Žižek cuando pregunta: “¿Deberíamos concebir la sucesión de las grandes naciones
históricas que, pasando la antorcha una a la otra, incorporaron el progreso de una era
(Irán, Grecia, Roma, Alemania ...) no como una bendición por la cual una nación es
temporalmente elevada a una determinada categoría histórico-universal, pero antes como
la transmisión de una enfermedad espiritual contagiosa, una enfermedad de la que una
nación solo puede librarse pasándola a otra nación, una enfermedad que trae sufrimiento
y sufrimiento destrucción para el pueblo contaminado?” (Žižek, 2013, p. 292).
118 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
82. De ahí que es difícil seguir el paralelismo entre Hegel y Spinoza respecto al problema de
la contingencia, tal como sugiere Gilles Marmasse en “Raison et déraison dans l’histoire”.
Revista Eletrônica de Estudos Hegelianos, ano 8, n. 14, v. 1.
83. El proceso es descrito por Hegel de la siguiente forma: “Este automovimiento de la forma
es actividad, activación de la cosa como fundamento real que se supera en la efectividad
y activación de la efectividad contingente, de las condiciones (bedingungen), a saber, de la
reflexión-en-sí y de su autosuperación hacia otra efectividad, a la efectividad de la cosa”
(Hegel, 1986, p. 147).
84. “Las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatrices. El hecho no es el imperecedero,
sino que es reabsorbido por el espíritu dentro de sí; lo que desaparece inmediatamente
es el lado de la singularidad (Einzelnheit) que, sea como intención, sea como negatividad
y límite propio al existente, está presente en el hecho” (Hegel, 1986, p. 147. Traducción
modificada).
85. Con base en tal lectura, Žižek dirá, de manera justa: “Así es como deberíamos leer la tesis
de Hegel de que, en el curso del desarrollo dialéctico, las cosas se convierten en lo que
son: no es que un desdoblamiento temporal simplemente efectúa una estructura concep-
Esperar: tiempo y fuego 119
Por otro lado, eso puede explicarnos por qué no hay tiempo formal ni mero
devenir sin tiempo en Hegel, sino una especie muy específica de temporalidad
concreta. Porque no se trata de definir las formas generales de la experiencia
del tiempo con su normatividad inmanente limitadora de los modos posibles de
experiencia de la conciencia. Se trata de explicar cómo las formas temporales son
empíricamente engendradas y modificadas mediante la interpenetración continua
y de la integración retroactiva de temporalidades discontinuas que fueron, a su
vez, producidas por el “proceso de las cosas efectivas”. El tiempo no aparece, así
como una normatividad trascendental. Es un campo de relaciones plasticamente
reconfigurado (en sus dimensiones de pasado, presente y futuro) a partir del
impacto de acontecimientos inicialmente contingentes.
La contradicción en la historia
No es difícil percibir cómo esa forma de comprender la temporalidad con-
creta en Hegel está en contradicción absoluta de la manera como Althusser
define a la dialéctica hegeliana y su concepto de contradicción. No se trata
aquí de hacer el análisis extensivo de esa crítica, sino solo de indicar los puntos
que demuestran la matriz de ciertos equívocos acerca de la forma hegeliana
de pensar la historicidad. Althusser afirma que Hegel tiene solo un concepto
simple y unificador de contradicción que opera por interiorización acumulativa:
En efecto, en cada momento de su devenir, la conciencia vive y prueba su
propia esencia (que corresponde al grado que ella alcanzó) a través de todos
los ecos de las esencias anteriores que ella fue través de la presencia alusiva
de formas históricas correspondientes [...] Pero tales figuras pasadas de la
conciencia y sus mundos latentes (correspondientes a tales figuras) nunca
afectaron a la conciencia presente como determinaciones diferentes de ella
misma. Tales figuras y mundos solo la afectan como ecos (recuerdos, fantasmas
de su historia) de lo que se ha convertido, o sea, como anticipaciones de sí
o alusiones a sí (Althusser, 1986, pp. 101-175).
Althusser puede decir que las figuras del pasado nunca afectan la conciencia
como una determinación diferente, que el pasado ha sido desde siempre “dige-
rido previamente” (p. 115), porque Hegel pensaría el movimiento a partir de
una contradicción simple propia a la noción de una unidad originaria escueta
que se dividir en dos contrarios, unidad: “desarrollándose en el seno de sí mis-
ma gracias a la virtud de la negatividad y siempre restaurándose, en todo su
desarrollo, cada vez en una totalidad más concreta que tal unidad y sencillez
originarias” (p. 202). Para ello, sería necesario que todos los elementos de la
vida concreta de un mundo histórico fueran reducidos a un principio único
Glorificar lo existente
Pero volvamos a esta fuerza del espíritu de “deshacer lo ocurrido”, pues nos
puede proporcionar más orientaciones sobre lo que está en juego en el concepto
de presente absoluto. Muchas veces pareció, con tal fuerza, estar ante la defensa
de una teoría del hecho consumado que transfigura las violencias del pasado
en necesidades en el camino de realización de la universalidad normativa de
un espíritu que cuenta la historia desde la perspectiva de quien “deduce lo que
es” (p. 252). La confianza en el espíritu sería la clave para un cierto quietismo
en relación al presente. Mejor sería definir el espíritu del mundo como “objeto
digno de definición, como catástrofe permanente” (p. 266), es decir, conciencia
crítica de lo que fue necesario perder, y de lo que aún es necesario, dentro del
proceso histórico de racionalización social. Pues parece que una filosofía en la
Esperar: tiempo y fuego 123
ve, pues se trata de reconciliación con aquello con lo cual ella no sabría cómo
disponer, no sabría cómo poner delante de sí en un régimen de disponibilidad.
En cierto modo, hombres históricos no están bajo la jurisdicción de sí mismos,
pues están continuamente desposeídos por sus propias acciones (y, a su manera,
podríamos decir que Hegel lleva al extremo esta contradicción: ser desposeído
por lo que me es propio).
Al llevar esto en cuenta, podemos comprender, entre otras cosas, por qué
no son los individuos, aferrados en la finitud de sus sistemas particulares de
intereses, aquellos que hacen la historia. Por eso, no son ellos quienes pueden
narrarla. Para Hegel, quien narra la historia no son los hombres, sino el espíritu.86
Sin entrar aquí en el mérito de lo que describe exactamente el concepto de
“espíritu” (una entidad metafísica, un conjunto de prácticas de interacción social
apropiadas reflexiva y genealógicamente por sujetos agentes), quisiera subrayar
otro punto, a saber, en el momento en que el espíritu sube a la escena y narra
la historia, su prosa es radicalmente distinta de la prosa de los individuos que
testimonian hechos. En primer lugar, porque el espíritu no testifica; el espíritu
totaliza los procesos revisando lo que pasó a la espalda de la conciencia. Él es
el búho de Minerva que rememora, que solo alza el vuelo después de lo ocurri-
do. Una totalización que no es mero recuento, redescritura, sino construcción
performativa de lo que, hasta entonces, no existía. Porque un relato no es solo
un relato. Es una decisión acerca de lo que tendrá visibilidad y de lo que se
percibirá de aquí en adelante, por lo que las acusaciones que ven en la filosofía
hegeliana una forma de “pasadismo” se equivocan completamente de objetivo.
A este respecto, recordemos, por ejemplo, a Vittorio Hösle, para quien el
pasadismo de Hegel mostraría como
(…) filosofía es recuerdo. Mirada retrospectiva al pasado, no prolepsis y
proyecto de lo que ha de venir, de lo que ha de hacerse realidad. Y, en la
medida en que lo que debe ser no está todavía realizado, no puede interesar a
la filosofía; solo debe comprender lo que es y lo que fue. La pregunta kantiana
“¿Qué debo hacer?” No tiene ningún lugar dentro del sistema hegeliano.
Una respuesta a ella podría en el mejor de los casos rezar así: “Reconozca lo
racional en la realidad” (Hösle, 2006, p. 468).
Nada más lejos de la perspectiva que quisiera defender, pues tal posición
presupone que “recordar” equivale a redescubrir hechos que se han archivado
en la memoria social. Si es verdad que para Hegel, la filosofía es recuerdo,
86. Hay que recordar la postura de Derrida según la cual “(…) la Fenomenología del espíritu no
se interesa por cualquier cosa a la que podemos llamar simplemente el hombre. Ciencia de
la experiencia de la conciencia, ciencia de las estructuras de la fenomenalidad del espíritu
relacionándose con él mismo, se distingue rigurosamente de la antropología. En la Enci-
clopedia, la sección titulada Fenomenología del espíritu viene después de la Antropología y
excede muy explícitamente los límites de esta” (Derrida, 1986, p. 156).
Esperar: tiempo y fuego 125
87. He desarrollado este punto en Safatle (2012). Recordemos también que por esta razón
debemos concordar con Žižek cuando afirma que “(…) el proceso dialéctico hegeliano
no es el Todo necesario, saturado y autocontenido, sino el proceso abierto y contingente
por el cual ese Todo se forma. En otras palabras, la crítica confunde ser con devenir; se
percibe como un orden fijo del Ser (la red de categorías) lo que, para Hegel, es el proceso
del Devenir, que engendra retroactivamente su necesidad” (Žižek, 2013, p. 69).
88. Sobre este tema ver Comay (2010); Arantes (1991) y Lebrun (2007).
126 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
el gusto amargo del presente? Aún más, recordando que “la historia universal
no es el lugar de felicidad”. La posición melancólica en la que el rechazo de lo
existente (¿qué podría haber sido el regalo si Cartago, Palmira, Roma, no tu-
vieran tal destino?) Puede fácilmente transmutar en acomodación conformista
con lo que es.89
Sin embargo, es para librarnos de la fijación melancólica en el pasado abrien-
do una procesalidad retroactiva, que el concepto trabajará. De ahí que, en el
mismo pasaje, Hegel no dejará de decir que “a esa categoría del cambio se une
igualmente a otro lado, que de la muerte emerge nueva vida”. Como recordó
Paulo Arantes:
El trabajo conceptual de luto culmina, también, en una liberación que tam-
bién hace posible otras inversiones; nos libera de la tristeza de la finitud por
una ruptura del vínculo con el objeto suprimido, pero esa ruptura asume
aquí la forma de la doble negación, pues es la desaparición de la desaparición
(Arantes, 1991, p. 210).
Es importante recordar, sin embargo, cómo ese trabajo de duelo no opera por
mera sustitución del objeto perdido a través del desplazamiento de la libido. Dar
a tal desplazamiento el estatuto de una sustitución equivale a poner los objetos
en un régimen de intercambiabilidad estructural, régimen en el interior del cual
la falta producida por el objeto perdido podría ser suplementada en su totalidad
por la construcción de un objeto sustituto que ocupe su lugar. Un mundo de
mostrador de intercambios sin plazo de vencimiento. Si, como dice Freud, el
hombre no abandona antiguas posiciones de la libido aun cuando un sustituto
lo agita es porque no se trata simplemente de sustitución. El tiempo del duelo
no es el tiempo de la reversibilidad absoluta. El desamparo que la pérdida del
objeto produce no es simplemente revertido. Por ello, vincular el duelo a una
operación de olvido sería elevar la lobotomía al ideal de vida. Ni sustitución,
ni olvido, el duelo no significa dejar de amar objetos perdidos. En cuanto al
duelo, Freud habla de un tiempo de latencia en el que “Uno a uno, los recuer-
dos y expectativas por las cuales la libido se ligaba al objeto son focalizadas y
superinvestidas y en ellas se realiza el cierre de la libido” (Freud, 2011, p. 49).
Tal desligazón no es un olvido sino una “operación de compromiso” respecto
de la cual Freud no dice mucho, de la misma manera que no dice mucho a
propósito de un proceso estructuralmente similar al duelo, a saber, la sublima-
ción. Tal vez sea el caso de afirmar que tal operación de compromiso propia al
trabajo de duelo es indisociable de la apertura a una forma de existencia entre
la presencia y la ausencia, entre la permanencia y la duración. Una existencia
de quien no tiene nada más que llevar en la espalda, naturalidad de quien cura
91
sus heridas sin dejar cicatrices deshaciendo lo sucedido. Al actuar como si
hubiera olvidado, el espíritu puede reencontrar las experiencias pasadas en una
forma más elevada, retomarlas desde un punto más avanzado, pues percibirá
que simplemente dejó la profundidad inconsciente de las experiencias actuadas
a través de sus gestos, dejó sus espectros habitar sus gestos. Nunca se pierde
nada, solo se termina un mundo que ya no puede ser sostenido, que dio todo lo
que podía dar para que otro mundo comience reconfigurando el tiempo de las
experiencias pasadas en otro campo de existencia, en otro modo de existencia.
Así, el espíritu reencuentra el destino productivo de las experiencias que lo
desampararon. Ningún pasadismo, ninguna glorificación de lo existente. Solo
la creencia de que ningún hecho puede hacernos perder, de una vez por todas,
la posibilidad de recomenzar. Porque:
El cosmos, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni ninguno
de los hombres, pero siempre fue, es y será fuego siempre vivo, encendién-
dose según medidas y según medidas apagándose (Heráclito, 2012, p. 135).
Fermata
Si no hay política sin incorporación, sin la creación de un cuerpo político,
una tarea fundamental consistirá en pensar cómo es posible un cuerpo no más
asombrado por la afirmación de la cohesión imaginaria y de la unidad encarnada
en figuras de soberanía. Un cuerpo espectral con su temporalidad múltiple, su
potencia de desrealización de los límites de la efectividad y su procesualidad
continua será la forma capaz de abrir la productividad de la indeterminación y
liberarnos de un pensamiento aún preso de los fantasmas de la identidad colec-
tiva o incluso del pueblo como unidad orgánica. Hay que llevar hasta el extremo
la liberación de los sujetos políticos de la búsqueda en construir identidades
colectivas, pero mostrar al mismo tiempo la potencialidad de tales sujetos en
producir un cuerpo político capaz de responder, además de las determinaciones
identitarias, por demandas generales de reconocimiento.
La incorporación que constituye cuerpos de esa naturaleza no es producida
por los afectos de miedo y esperanza, sino impulsada por las múltiples formas de
afirmación del desamparo y de las relaciones de desposesión que él genera. Sin
embargo, para que el desamparo pueda producir un cuerpo y no solo marcar el
colapso catatónico de toda acción, se hace necesario que sea la expresión de
vez explotar los límites de la experiencia y hacer lo que hasta entonces parecía
como imposible tornalo posible.
Lebensform
135
Ascensión y ascenso de la
plasticidad mercantil del cuerpo
Hay que sentir la caída de las máscaras que nos hacían creer en la calidad
narrativa del dinero. Hay que sentirlas incluso, o quizás principalmente, en el
cuerpo, en esos cuerpos cuyos deseos siguen una economía libidinal que celebra,
“como principio básico del pensamiento capitalista”, “la voluntad de destruir
como impulso creativo” (Delillo, 2003, p. 93). Porque la corporeidad no podría
quedar intacta a la destrucción mercantil de las formas estáticas. Sobre todo,
no podía quedar intacta a la incitación mercantil de la destrucción. Un tipo
muy específico y controlado de violencia (pues, como ya se ha dicho, no todas
las violencias se equivalen, no todas las destrucciones producen los mismos re-
sultados) que celebra la unidad de una forma muy específica de incorporación,
a saber, la producida por un cuerpo social sintetizado por la dinámica continua
de flujos equivalentes cada vez más amplios. Violencia que sintetiza unidades
mediante la destrucción de todo lo que no se deja configurar en flujo codificado
por la forma-mercancía. Por eso, violencia que desconocen el tiempo, no como
unidad de medida, sino como calidad; que desconocen la muerte, no como culto
de la finitud, sino como experiencia de la impredicación. “La gente no va a morir.
¿No es este el credo de la nueva cultura? Las personas van a ser absorbidas en
138 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
93. Fue Deleuze uno de los primeros en subrayar esa modificación al comprender cómo la
matriz de socialización represiva denunciada en El antiedipo tendería a dar lugar a un
modo de control donde este es “(…) una modulación, como un molde autodeformante
que cambia continuamente, a cada instante, o como un tamiz cuyas mallas cambian de un
punto a otro” (Deleuze, 2008, p. 221). Esta era su forma de indicar el advenimiento de la
Ascensión y ascenso de la plasticidad mercantil del cuerpo 139
99. Tema desarrollado de manera sistemática por Foucault (2006) y Dardot y Laval (2010).
Fue Brown (2007) quien comprendió cómo “(…) allá donde el liberalismo clásico man-
tenía una distinción y a veces incluso una tensión entre criterios de la moral individual o
colectiva y de las acciones económicas (de donde se siguen las diferencias impresionantes
de tono, de tipos de cuestiones e incluso de prescripciones entre La riqueza de las naciones
de Adam Smith y su Teoría de los sentimientos morales) el neoliberalismo produce normati-
vamente a los individuos como actores emprendedores, dirigiéndose a ellos como tales, en
todos los dominios de sus vidas” (Brown, 2007, p. 54).
100. Bien percibido, como veremos en el próximo capítulo, por Honneth.
101. Fundamental para ello fue la consolidación del uso de la noción de “capital humano”, tal
como podemos encontrar en Becker (1994).
142 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
102. Lo que permitió a una socióloga como Eva Illouz recordar que: “(…) la esfera económica,
lejos de ser desprovista de sentimientos, ha sido, al contrario, saturada de afecto, un tipo
de afecto comprometido con el imperativo de la cooperación y con una modalidad de reso-
lución de conflictos basados en el reconocimiento, así como comandada por ellos” (Illouz,
2011, p. 37).
103. Ejemplar en ese sentido son las técnicas de psicoterapias breves, como la terapia cogni-
tivo-comportamental (TCC). Varias de estas técnicas se basan en prácticas comunes en
administración de empresas, como la organización de las intervenciones en un conjunto
limitado de steps, el foco en el aquí y ahora, la definición clara y previa de resultados a ser
alcanzados, el establecimiento de patrones de medición para la toma de decisiones, entre
otras.
Ascensión y ascenso de la plasticidad mercantil del cuerpo 143
te. Pues al ser la competencia el valor moral fundamental del lazo social –una
versión mercantil de la lucha hobbesiana entre los individuos– corresponde al
Estado asegurar las condiciones de posibilidad dentro de las cuales su violencia
pueda desdoblarse. Tales condiciones se fundamentan, a su vez, en la traducción
general, en la conversión siempre posible de la violencia de la competencia
en flexibilización continua de normas y formas. La violencia contra el otro se
convierte en violencia contra las formas y normas que parecían determinar el
otro y que permiten superarlo.
De esta manera, a través de la flexibilización normativa, la forma de vida
neoliberal traduce la violencia de la estructura pulsional polimórfica y frag-
mentaria –que anteriormente parecía ser el fundamento libidinal de la revuel-
ta– en crítica a la funcionalidad y la fijación de las identidades sociales. Este
es un punto importante, pues es necesario que los sujetos aprendan a desear
la flexibilización no solo debido a las promesas de realización y de ganancia
presentes en el capitalismo, sino también por el intento de transformación de
la flexibilidad en expresión natural de la dinámica pulsional de los sujetos en
variabilidad estructural de sus objetos. Si el neoliberalismo puede contar con
el consentimiento moral del riesgo vinculado a la precarización resultante de
procesos de flexibilización propios de modos intermitentes de trabajo basados
en “proyectos”, deslocalizaciones continuas y reingenierías infinitas, es porque
tal flexibilización parece traducir la pulsión en su punto más insumiso. Todo
consentimiento moral se fundamenta en un consentimiento pulsional más
profundo. Así, es más fácil suponer que toda negación de la pulsión se entiende
como cobardía moral e infantilismo.
Insistamos en un punto central. No se trata más de regular a través de la
determinación institucional de identidades, sino mediante la internalización
del modo empresarial de la experiencia, con su régimen de intensificación, fle-
xibilidad y competencia. La regulación pasa así del contenido semántico de los
modelos enunciados por la norma al campo de producción plástica de los flujos
que se conforman con el modo empresarial de la experiencia. La regulación so-
cial podrá, de esa forma, producir una de las más impresionantes características
del modelo disciplinario neoliberal; a saber, su capacidad de construir espacios
de “anomia administrada” al asumir situaciones de anomia en la enunciación
de las conformaciones normativas, aun guardando la capacidad de adminis-
trarlo por la regulación del modo general de la experiencia. La biopolítica de
las sociedades capitalistas contemporáneas se transforma, así, en una peculiar
gestión de la anomia.
Con esos procesos en mente podemos entender las mutaciones de la cor-
poreidad en la era neoliberal. Tales mutaciones pueden mostrarnos cómo la
biopolítica propia al neoliberalismo no puede, de hecho, ser comprendida por
el impacto de las estructuras normativas disciplinarias que funcionan a partir de
Ascensión y ascenso de la plasticidad mercantil del cuerpo 147
Conglomerados
Hace una década, el fotógrafo italiano Oliviero Toscani acusaba a la pu-
blicidad global de sostener un ideal ariano de belleza, capaz de sintetizar solo
cuerpos armónicos, sanos y jóvenes. Su crítica también enfocaba una noción
falocéntrica de la sexualidad que guiaría la producción de representaciones
sociales en la comunicación de masas. Pero durante el transcurso de la década
109. Investigación desarrollada mediante una financiación del Centro de Pesquisas em Altos Es-
tudos da Escola Superior de Propaganda e Marketing.
110. La metodología de tal estudio implicó la determinación de redes de importación entre las
diversas esferas de la cultura de consumo: cine, juegos, moda, publicidad. Esta red fue el
resultado más visible de la aplicación de un enfoque histórico-social para establecer una
cartografía capaz de identificar las mutaciones más sustanciales de las representaciones
hegemónicas del cuerpo y de la sexualidad en la publicidad de difusión mundial. De esta
manera, se buscó organizar un abordaje sistémico de los hechos culturales capaces de
identificar el origen y los procesos de migración de esas representaciones sociales, que a
partir de los años noventa se comportarán como hegemónicas. Por otro lado, la metodo-
logía también consistió en investigaciones cualitativas basadas en entrevistas directas con
consumidores brasileños y europeos de algunas marcas escogidas como representativas.
Estas entrevistas trataron no solo de constituir constelaciones semánticas desde el punto
de vista de las individualidades, sino también identificar la manera como la comunicación
de esas marcas se inserta en reflexiones más amplias, proporcionando referenciales para las
experiencias subjetivas relacionadas al cuerpo ya la sexualidad. Se hicieron treinta y cuatro
entrevistas a consumidores brasileños, franceses, rumanos y letones (lo que configura una
muestra formada por consumidores de países centrales en relación con la inserción en el
capitalismo global y de países periféricos. Dos países, Rumania y Letonia, son países atrasa-
dos cuya inserción en el capitalismo global se dio en el preciso momento de producción de
las campañas que analizaremos). En la elección de la muestra, las variables fundamentales
fueron edad, sexo y tipo de consumo de las marcas hard sell o soft sell. La variable clase
social no fue considerada porque casi todos los consumidores se concentran en las clases
A y B.
148 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
111. Recordemos que “(…) para Horkheimer y Adorno es sintomático el hecho de que el mo-
mento de consolidación de la industria cultural, con el funcionamiento de los grandes es-
tudios de Hollywood, sea también el de la ascensión del totalitarismo en Europa [...] Para
estos autores, no se trata de mera coincidencia: industria cultural y totalitarismo son solo
dos versiones, respectivamente ‘liberal’ y autoritaria, del mismo movimiento histórico que
engendró la fase monopolista, no competitiva, del capitalismo en su primer movimiento de
mundialización” (Duarte, 2010, p. 43).
150 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
112. Ver Lacan (2001). Aquí Lacan insiste en una dimensión “incorporal” del cuerpo refrac-
tario a toda incorporación extensiva en la dimensión de los significantes. Una manera de
insistir en aquello que, en el cuerpo, no se dispone como el que se inscribe en el interior
del universo simbólico ni se deja configurar como imagen de sí.
113. Cindy Sherman proporcionó la mejor representación estética de este proceso. A este res-
pecto, véase Safatle (2007).
152 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
ello que drag queens y queers aparecieran, al menos durante un tiempo, en sec-
tores más amplios de la industria cultural. Esto, ciertamente, fue fundamental
para la constitución de una nueva receptividad a cuestiones de género dentro
de la retórica del consumo, así como para la constitución de una imagen de
“modernidad” en torno a aquellas cuestiones vinculadas a la sexualidad.
En el caso de que se trate de una representación de la política, de la ambigüe-
dad y de la identidad, estamos hablando de un proceso de mercantilización de lo
que aparentemente sería el reverso de la forma-mercancía. Porque estamos ante
la mercantilización mediática de representaciones del cuerpo aparentemente
consonantes con la imagen ideal del cuerpo fetichizado que circulaba de manera
hegemónica en la propia publicidad. En este sentido, los años noventa fueron
escenario de un fenómeno único en la historia de la sociedad de consumo, a
saber, la transformación de la autodestrucción de la imagen del cuerpo en una
pieza mayor de la retórica publicitaria.
Este hecho acabó por indicar una nueva etapa de la retórica del consumo
a punto de coquetear con nociones aparentemente desarmónicas del deseo y
abrió las puertas para el advenimiento de nuevos procesos de mercantilización
de la negatividad de la autodestrucción y de la revuelta contra las imágenes
ideales del cuerpo. Tal vez valga, en este caso, el dicho premonitorio de Debord
según el cual
(…) a la aceptación dócil de lo que existe puede juntarse la revuelta pura-
mente espectacular: eso muestra que la propia insatisfacción se ha vuelto
mercancía, a partir del momento en que la abundancia económica fue
capaz de extender su producción hasta el tratamiento de esta materia prima
(Debord, 2002, p. 40).
Es decir, nada impide que la frustración con el universo fetichizado de la
forma-mercancía y de sus imágenes ideales pueda transformarse también en una
mercancía. En realidad, esa era la base del posicionamiento de las campañas
mundiales de Benetton, solo para tomar el ejemplo más visible. Al cuestionar
a los consumidores de la marca acerca de las estrategias de comunicación de
Benetton, percibimos los resultados de una lógica en la que la frustración con el
universo publicitario se convierte en el resorte del propio discurso publicitario.
Las afirmaciones hechas por los entrevistados como “Aquello es el mundo real”,
“No me gusta ser tratado como alguien absolutamente aparte de los problemas
del mundo” y “Benetton fue importante por traer problemas mundiales para el
horario comercial”, indican que las rupturas formales y de contenido, propio
de las campañas de Benetton, permitieron la mercantilización de la frustración
con el universo publicitario.
Podemos, incluso, plantear como hipótesis que a partir del momento en que
la saturación del público consumidor, en relación con los artificios corrientes de
la retórica publicitaria, motivó cierta invalidación de representaciones sociales
156 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
115. En el caso de Escape, vale lo expresado por Bordo (1999): “Las campañas para Escape
caracterizan al hombre que trasciende, omite o confunde “masculinidad” (p. 24).
158 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Cadencia
Tales figuras de la corporeidad con sus identidades flexibles, cuya inestabilidad
se deja codificar en el interior de los flujos de autovalorización del capital, ines-
tabilidad basada en la ampliación continua de procesos de intercambiabilidad y
desensibilización, son figuras de la adaptación subjetiva a una economía libidinal
calcada de la gobernabilidad neoliberal. Ellas permiten la inscripción mercantil
de la pulsión polimorfa, así como la traducción de la negatividad en impulso
de destrucción de imágenes de sí a través de la estilización de la mortificación.
Posibilitan, igualmente, una disociación entre las determinaciones normativas
específicas y el goce de los mandatos, abriendo así espacios para una especie de
goce de pura forma que anula toda adherencia a contenidos determinados, toda
fijación a objetos sensibles, permitiendo con ello el establecimiento del goce en
el intercambio de lo que, en el fondo, nunca cambia; mimetizándose con ello en
una lógica de indiferencia a las determinaciones sensibles que podemos encontrar
116
en las reflexiones de Jacques Lacan sobre las perversiones. Estos son cuerpos
que se doblan al infinito para que nada doble la racionalidad económica que los
anima, con sus procesos de intercambiabilidad y de disponibilidad general de
la experiencia bajo la forma de propiedad, de expresión de mi propio proyecto,
o, aún, del “propio” como último proyecto.
Tales afirmaciones solo demuestran cómo la industria cultural y el universo
de la retórica de consumo saben que su fuerza no proviene de su capacidad de
conformación forzada de la multiplicidad de sujetos a estereotipos generales
de conducta y de disciplina corporal-temática, ligada a una comprensión clá-
sica de los procesos de la alienación social dentro de la industria cultural y la
retórica de consumo. Hay una mutación de los dispositivos disciplinarios cuyo
116. A este respecto, remito a Safatle (2006b). Además de las aproximaciones entre sociedad
capitalista y generalización de la lógica de las perversiones, tan presente en ciertas críticas
profundamente moralizadoras contra el pretendido “hedonismo” de nuestras formas con-
temporáneas de vida, el tema de la perversión como patología social puede ser recuperado
por medio de discusiones al respecto de la estructura fetichista de las sociedades capitalis-
tas y su lógica de constitución de los objetos de la experiencia.
Ascensión y ascenso de la plasticidad mercantil del cuerpo 159
117. “La función que el esquematismo kantiano todavía atribuía al sujeto, a saber, referir de
antemano la multiplicidad sensible a los conceptos fundamentales, es tomada al sujeto
por la industria cultural. El esquematismo es el primer servicio prestado por ella al cliente”
(Adorno y Horkheimer, 1991, p. 103).
161
El trabajo de lo impropio
y los afectos de la flexibilización
Hay una conocida historia narrada por Heródoto acerca de cierta rebelión
de esclavos del pueblo de Citia. En la ausencia de sus señores, los esclavos se
rebelaron y demostraron gran bravura en las luchas de resistencia. Su fuerza y
deseo de libertad parecían infranqueables hasta que uno de los citias inventó
el moderno departamento de recursos humanos y las primeras técnicas de psi-
cología del trabajo. Haciendo uso de su conocimiento recién adquirido, el citia
gritó en medio de la lucha:
¡Vosotros, hombres de Citia, qué hacemos! Luchando así con nuestros
esclavos, nos matan y nos hacemos menos numerosos, y nosotros los
matamos y, por tanto, nos quedan menos esclavos a nuestras órdenes.
Opino, pues, en el sentido de abandonar nuestras lanzas y arcos e ir
a combatirlos empuñando cada uno de nosotros un látigo de los que
usamos con los caballos. Mientras que ellos nos vean armados, se juz-
garán iguales a nosotros; viéndonos con látigos en vez de armas, ellos
comprenderán que son nuestros esclavos; al percibir esto, no resistirán
(Heródoto, 1985, p. 202).
Y así fue. Al ver los latigazos y oír su ruido, el miedo deshace la revuelta de
los esclavos y estos huyen, para terminar por regresar a la antigua condición.
Lo que esa cita descubrió en situación de guerra fue el uso político de la
fuerza disciplinaria del trabajo, la manera como el instrumento de trabajo
era la encarnación de un principio de sujeción capaz de romper voluntades y
162 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
118. En cuanto al universo del trabajo, dirá Foucault: “Estos métodos que permiten el control
minucioso de las operaciones del cuerpo, que realizan la sujeción constante de sus fuerzas y
les imponen una relación de docilidad-utilidad, son lo que podemos llamar las disciplinas.
Muchos procesos disciplinarios existían hace mucho tiempo en los conventos, en los ejér-
citos, en los talleres también. Pero las disciplinas se convirtieron en los siglos XVII y XVIII
en fórmulas generales de dominación” (Foucault, 2010b, p. 133).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 163
se dispone como unidad bruta de conteo, tiempo disciplinario del cálculo de los
medios en relación con los fines. De esta forma, vale el dicho de Lúkacs, para
quien “el tiempo pierde su carácter cualitativo, mutable y fluido: se fija en un
continuum delimitado con precisión, cuantitativamente mensurable, lleno de
cosas cuantitativamente mensurables” (Lukács, 2003, p. 205).
Esas cuestiones son importantes para recordarnos que la dominación en el
trabajo no está ligada solo a la imposibilidad de que los productores inmedia-
tos dispongan de su propia producción y de los productos que generan. No se
trata solo de una cuestión de apropiación y dominación consciente a través
de la “cooperación histórico-universal de los individuos”, apropiación de esos
“poderes que, nacidos de la acción de algunos hombres sobre los demás, hasta
ahora se imponían sobre ellos, y los dominaban en la condición de potencias
absolutamente extrañas” (Marx & Engels, 2007, p. 61). Por lo tanto, si no nos
preguntamos sobre la extensión real de ese dominio, correremos el riesgo de
dejar dos problemas intocables, a saber, el hecho de que la producción del valor,
como forma de riqueza y de determinación de objetos, permanece en el centro
de las estructuras de dominación abstracta y, principalmente, el hecho de que
la relación sujeto-objeto siga siendo pensada bajo la forma de lo propio (como
expresión de la conciencia, sea falsa o histórico-universal) y de la propiedad
(sea individual o comunal, injusta o justamente distribuida) (Postone, 2014).
El problema relativo a la reflexión del trabajo acaba por definirse como un
problema de “redistribución de propiedad”, redistribución de lo que se dispone
como aquello que tiene, en su identidad para conmigo, su verdadera esencia.
En ese sentido, es difícil no aceptar que “el sujeto histórico sería en ese caso
una versión colectiva del sujeto burgués, constituyéndose y constituyendo el
mundo por medio del “trabajo” (p. 99). Por eso, al menos dentro de tal pers-
pectiva no tendría sentido hablar del trabajo como categoría de contraposición
al capitalismo, toda vez que estaría orgánicamente vinculado a las estructuras
disciplinarias de formación de la naturaleza utilitaria de las relaciones propias a
la individualidad liberal y sus derechos de propiedad, expresando solo amplios
procesos de reificación.
Insisto en este punto. Las discusiones acerca del trabajo y su alienación ra-
ramente estuvieron disociadas de la estructura de determinación de la relación
sujeto-objeto bajo la forma de la propiedad. Incluso cuando estas discusiones
estuvieron ligadas a las exigencias de apropiación de la producción y sus pro-
ductos por los productores inmediatos, se limitaban a debatir los destinos de
119
la propiedad.
119. En el fondo, vale en este caso la afirmación precisa de Esposito: “Que se deba apropiar de
nuestro común (a través del comunismo y del comunitarismo) o comunicar nuestro propio
(a través de la ética comunicativa) el resultado no cambia: la comunidad sigue doblemente
vinculada a la “semántica de lo propio” (Esposito, 1998, p. 9).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 165
120. De nada sirve afirmar, por ejemplo, “que la conciencia de clase no es la conciencia psi-
cológica de cada proletario o la conciencia psicológica de masa en su conjunto, sino el
sentido, que se hizo consciente, de la situación histórica de clase” (Lukács, 2003, p. 179).
La pregunta correcta es: ¿cuál es la distinción formal entre la conciencia del sentido en la
conciencia de clase y en la conciencia psicológica? ¿Qué es el “sentido” en esos dos casos,
a no ser la apropiación reflexiva del régimen de causas en el interior de una totalidad de
relaciones representativas en la que representación determina la forma general de lo que
hay que aprehender? ¿No sería prueba de ingenuidad dialéctica dejar de empezar por cues-
tionarse sobre los límites de la experiencia impuestos por la forma de la representación?
121. De ahí, por ejemplo, este horizonte de transparencia absoluta que opera en el recurso a la
crítica del desvelamiento de la totalidad en Lukács. Recordemos, en ese sentido, el peso
determinista de afirmaciones como: “Al relacionarse la conciencia con la totalidad de la
sociedad, se hace posible reconocer los pensamientos y los sentimientos que los hombres
habrían tenido en una determinada situación de su vida, si hubieran sido capaces de com-
prender perfectamente esa situación y los intereses de ella derivados, tanto en relación a
la acción inmediata, cuanto a la estructura de toda la sociedad conforme a esos intereses”
(G. Lukács, 2003, p. 141).
122. Recordemos la afirmación canónica de Locke, según la cual, “(…) aunque la Tierra y todas
las criaturas inferiores son comunes a todos los hombres, cada hombre tiene una propiedad
166 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
en su propia persona; a esta nadie tiene ningún derecho que él mismo. El trabajo de su
cuerpo y la obra de sus manos, puede decirse, son propiamente de él. Sea lo que sea que él
retire del estado que la naturaleza le provee y en el que lo dejó, le queda mezclado al propio
trabajo, uniéndose a él algo que le pertenece, y, por eso mismo, haciéndolo propiedad de
él” (Segundo tratado sobre o governo. São Paulo: Abril Cultural, p. 51 [col. Os Pensado-
res, v. x VIII]; grifo meu).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 167
123. Para una discusión acerca de la naturaleza disciplinaria de la autonomía, remito a Safatle
(2013).
124. Ver, por ejemplo, el estudio de Kasl, Rodrigues e Lasch, “The Impact of Unemployment
on Health and Well-Being”, in Bruce Dohremwend, Adversity, Stress and Psychopatology.
Oxford: Oxford University Press, 1999. Para un caso brasileño, ver Suzana Tolfo et al.,
“Trabalho, desemprego, identidade: estudo de caso de uma empresa privatizada do setor
de telecomunicações”. Revista Katálisis, v. 7, n. 2, Florianópolis, 2004.
168 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
125. Lo que explica la aparición de la “(…) valorización del cumplimiento del deber en el seno
de las profesiones mundanas como el más sobresaliente contenido que la autorrealización
moral es capaz de asumir” (Weber, 2001, p. 72).
126. Aunque debemos recordar cómo el inconsciente es, por encima de todo, una modalidad de
trabajo. Hay que ver cómo Freud habla de traumarbeit (trabajo del sueño), trauerarbeit (tra-
bajo del duelo), durcharbeitung (perlaboración), bearbeitung (elaboración). En ese sentido,
hay que subrayar que hay un trabajo del inconsciente que nada tiene que ver con el trabajo
como expresión de las representaciones de la conciencia. Recordemos, por ejemplo, lo que
Freud afirma acerca del trabajo del sueño: “Él no piensa, no calcula y no juzga, pero se
limita a transformar/remodelar (umzuformen)” (Freud, 1999, p. 511). Esta transformación,
fruto no de lo que puede ser apropiado en forma de cálculo, juicio y pensamiento repre-
sentacional, sino de la plasticidad continua bajo la pulsación de lo que nunca se pone bajo
la forma de la conciencia, es figura privilegiada del trabajo libre.
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 169
vas en relación con la satisfacción pulsional y no hay por qué temer el uso de
esa palabra, incluso después de las críticas hechas por Foucault a la llamada
“hipótesis represiva” (Freud 2011b; Foucault, 1988). Esto vale también para
la formación de la estructura psíquica necesaria para entrar en el mundo del
trabajo. Marx, por ejemplo, hablaba de la sumisión al trabajo capitalista como
“represión (unterdrückung) de un mundo de impulsos (trieben) y capacidades
productivas” (Marx, 2013, p. 406).
Freud es sensible a las ambivalencias de ese proceso represivo que constituye
el superyó como “instancia moral de observación” de sí. Para sostener su eficacia,
tal represión no puede ser simplemente vivenciada como coerción. Ninguna
forma de adhesión se sustenta en la simple coerción. Freud nos recuerda cómo
hay siempre una demanda de amor y reconocimiento dirigida a un Otro fan-
tasmático, a sostener mi adhesión a estas dinámicas represivas. Demanda de
reconocimiento que se manifiesta como sentimiento patológico de culpa en
relación con toda satisfacción libidinal que tenga en cuenta el carácter frag-
mentario y polimórfico de las pulsiones, ya que sentirse culpable es una manera
peculiar de ser reconocido. El sentimiento patológico de culpa es un dispositivo
importante en la comprensión del modo de conformación de la individualidad a
una economía psíquica que encuentra una de sus fuentes en la internalización
de disposiciones para un régimen de trabajo descrito por Weber al tematizar
la ética protestante. A través de la culpa, alejo mi actividad de lo que Weber
llamó “goce espontáneo de la vida”, aprendo a calcular mis acciones a partir de
su “utilidad” supuesta, soporto las frustraciones a mis exigencias de satisfacción
pulsional y consuelo mi trabajo a una especie de ritual obsesivo-compulsivo de
autocontrol que solo puede llevar a la formación de una personalidad rígida
y escindida. Modelo de personalidad que Freud describe de forma precisa al
127
acuñar la categoría patológica de neurosis obsesiva.
127. Al crear la neurosis obsesiva, Freud buscaba especificar un tipo de neurosis cuyo mecanis-
mo de defensa privilegiado no era la conversión somática histérica, sino el desplazamiento
de afecto hacia otras representaciones. Así, “(…) la representación debilitada permanece
en la conciencia apartada de todas las asociaciones, pero su afecto, ahora libre, se une a
otras representaciones, en sí soportadas, y que, a través de esa “falsa conexión”, se trans-
forman en representaciones obsesivas” (Freud, 1999, pp. 65-66). Normalmente, se trataba
de una representación de cuño sexual irreconciliable con las exigencias morales de la con-
ciencia. Esta diferenciación funcional de la neurosis obsesiva ganará complejidad con el
desarrollo de la hipótesis freudiana del complejo de Edipo y de su modelo de socialización
de conflictos. La idea de un afecto que se transforma en representación obsesiva, como un
cuerpo intruso que insiste por todos lados en la conciencia, será la base para un sufrimiento
marcado por la transformación patológica de los modos de internalización de principios de
autocontrol, de responsabilidad, expresiones y emociones, así como de la coherencia de los
comportamientos resultantes de las identificaciones producidas en el interior del núcleo
familiar. En este sentido, los mecanismos de individualización de los sujetos modernos,
responsables de un proceso de constitución de sí a través de las dinámicas de identifica-
170 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
129. Por ejemplo: “El proceso de trabajo es inicialmente un proceso entre el hombre y la natu-
raleza, un proceso en el cual, a través de su propia acción, él media, regula y controla su
metabolismo con la naturaleza (Marx, 1983, p. 129).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 173
130. De ahí una afirmación como “(…) el animal produce solo bajo el dominio de la necesidad
física inmediata, mientras el hombre produce incluso libre de la necesidad física, y solo
produce, primero y verdaderamente, en libertad hacia ella; el animal solo se reproduce a sí
mismo, mientras el hombre reproduce toda la naturaleza” (Marx, 2004 p. 85).
131. Sobre la naturaleza negativa de la voluntad, ver Safatle (2012). En esa ocasión, intenté
mostrar cómo aquellos que comprenden el trabajo dialéctico de lo negativo como expre-
sión de carencia, resignación moral (esta es la peor de las lecturas) o mera privación, leen
mal la dialéctica hegeliana. Mejor sería si comprendiesen la negatividad como una acti-
vidad de posición del exceso de los posibles con relación a la limitación actual de lo real,
una presión de la infinidad hacia la totalidad no efectivamente puesta en un horizonte de
“suspensión del tiempo”, sino hacia la posición de la procesalidad de lo real, con su dialéc-
174 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
ser representado. Este trabajo es el trabajo industrial de la fábrica que solo pro-
duce objetos ejemplares intercambiables de la idea. En este trabajo, la expresión
tiene una estructura especular, pues el hombre encuentra en el objeto solo el ideal
que él mismo previamente proyectó. Pero no es posible, para un pensamiento
materialista, aceptar que en el proceso de trabajo el resultado final ya estaba
determinado al principio como representación. Porque esto implicaría aceptar
que el paso a la existencia, que en el idealismo alemán se llamaba “posición”,
134
nada añadiría a la determinación categorial como si en la determinación a
la existencia no hubiera proceso. Si así fuera, nunca podríamos entender cómo
dentro del proceso de trabajo, ciertas categorías se reconstruyen a partir de
determinadas negaciones producidas por el “metabolismo” de la actividad hu-
mana con sus objetos. No podríamos comprender cómo el inicio, aun cuando
formalmente idéntico, es semánticamente otro.
Identidades
Si queremos buscar otra vía para encaminar el problema de la superación
de la alienación, tal vez valga la pena recordar una importante dimensión de
la crítica marxista a la división social del trabajo. En el primer libro de El capi-
tal, Marx subraya cómo el modo industrial de trabajo en el capitalismo había
transformado trabajadores en membra disjecta, como si sus cuerpos hubieran sido
marcados por el carácter unidimensional del trabajo industrial.
No solo los trabajos parciales específicos son distribuidos entre los diversos
individuos, como el propio individuo es dividido y transformado en el motor
automático de un trabajo parcial, confiriendo así realidad a la fábula absurda
de Menenio Agripa, que representa a un ser humano como mero fragmento
de su propio cuerpo (Marx, 1988, p. 540).
Como ya se ha dicho, hay una individualización por el trabajo que se impone
a través de la funcionalidad brutal de la personalidad y de la “represión de un
mundo de pulsiones y capacidades productivas”. Porque esta individualización
constituye una integración de los sujetos a un “cuerpo social de trabajo”, en
el cual
(…) la cooperación de los asalariados es, además, un mero efecto del capital
que los emplea simultáneamente. La interconexión de sus funciones y su
unidad como cuerpo productivo total reside fuera de ellos, en el capital, que
los reúne y los mantiene unidos (Marx, 1988, pp. 504-05).
Contra tal cuerpo social fantasmático construido a partir de la limitación
funcional de los sujetos, podemos recordar este célebre pasaje de La ideología
alemana:
134. Para una buena discusión a partir de la afirmación kantiana de que cien táleres reales no
contienen más de lo que ya está presente en cien ducados posibles, ver Fausto (1987).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 177
135. Recordemos una buena síntesis hecha por Postone: “El objetivo de la producción en el
capitalismo no son los bienes materiales producidos ni los efectos reflexivos de la actividad
del trabajo sobre el productor, es el valor o, más precisamente, el plusvalor. Pero el valor
es un objetivo puramente cuantitativo, no existe diferencia cualitativa entre el valor del
trigo y las armas. El valor es puramente cuantitativo porque, como forma de riqueza, es un
medio objetivado: es la objetivación del trabajo abstracto, del trabajo como medio objetivo
de adquisición de bienes que no produjo” (Postone, 2014, p. 210).
136. En cuanto a este fragmento de Marx, Fausto (1987) afirmará: “(…) la movilidad del tra-
bajador no realiza lo universal que es al mismo tiempo singular, lo universal no es otra cosa
aquí que una sucesión de singularidades o de particularidades” (R. Fausto, op. cit.). De
hecho, podríamos preguntarnos sobre qué tipo de determinación debe tener una universa-
lidad que es a la vez singular. ¿En qué condiciones la universalidad es puesta en el campo
de las singularidades? Insistiría que la universalidad que se singulariza implica, en ese caso,
que rechaza determinar lo singular como una determinación completa, siendo que la in-
completud de su determinación es la forma de indicar la integración de lo indeterminado
en cuanto su momento propio. En ese sentido, es verdad que tal determinación sólo es
incompleta para el entendimiento, pero su género de posición no tiene nada que ver con
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 179
Gattungsleben
Es en este contexto que una intuición fundamental del joven Marx puede
ser recuperada, a saber, tan presente en el idealismo alemán, que consiste en
pensar la expresión subjetiva en la dimensión del trabajo a partir del paradigma
de la producción estética. Como si la producción estética pudiera proporcionar el
137
horizonte normativo de toda y cualquier actividad no alienada. Recordemos,
en este sentido, una afirmación como:
El animal forma (formiert) solo según la medida y necesidad de la especie a
la que pertenece, mientras que el hombre sabe producir según la medida de
cualquier especie, y sabe considerar, por todas partes, la medida inherente
al objeto; el hombre también forma, por eso, según las leyes de la belleza
(Marx, 2004, p. 85. Trad. modificada).
Esta caracterización del hombre como ser sin especie definida, ser sin medida
adecuada; es decir, capaz de producir según la medida de cualquier especie, abre
la posibilidad para una indiferencia genérica en relación con la forma como cada
especie transforma el medioambiente, lo que lo lleva a encontrar la medida
inherente al propio objeto.138
Liberado de la condición de ser solo objeto para-uno-otro, el objeto puede
ser expresión de aquello que en el sujeto no se reduce a la condición de ser
para-uno-otro. De ahí porque encontrar la medida inherente al objeto es, al
mismo tiempo, superar la alienación del sujeto. Y lo que, en el sujeto, no se
reduce a la condición de ser para-uno-otro es lo que en él no se configura bajo
la forma de especie alguna, pues es su “vida del género” (gattungsleben) que se
objetiva en el objeto trabajado.139
Sin embargo, diferente de lo que encontramos en Aristóteles, el género del
cual el hombre forma parte es desprovisto de todo y cualquier archai. Por eso,
no puede constituir una “naturaleza humana” como sistema de normas que
define la orientación de la praxis. Un género desprovisto de archai, sin origen
ni destino. Pero, y eso debe ser resaltado con toda fuerza, esa monstruosidad de
un género que se objetiva sin ser especie alguna, género que inmediatamente
se determina y que predice la producción propia a los “individuos histórico-
universales” de La ideología alemana, no es simplemente la afirmación de que el
hombre solo actúa de manera no alienada solo cuando actúa conscientemente
como “ser social”, es decir, reconociendo que su esencia es su “ser social”
genérico e históricamente determinado. Si así fuera, la afirmación de la vida
del género no sería nada más que una apropiación reflexiva de la universalidad
situada de mis condiciones históricas, así como de la sustancia común a las
relaciones intersubjetivas que me constituyeron y se expresan silenciosamente
en los objetos que trabajo. Lo que nos llevaría a una especularidad muy bien
descrita involuntariamente por Feuerbach al hablar, no por casualidad, de la
especificidad de la Gattungsleben humana:
La bella imagen es contenta de sí misma, tiene necesariamente alegría de
sí misma, se refleja necesariamente en sí misma. La vanidad es solo cuando
138. No será la última vez que Marx usará la potencia de la indeterminación del sujeto para
construir un espacio de reconocimiento no alienado. En cierta forma, tal “ser sin especie
definida” adelanta, desde el punto de vista ontológico, la “clase de los desprovistos de
clase” en la que Marx encontrará al proletariado, como veremos de manera más articulada
en la tercera parte de este libro.
139. El término viene de Feuerbach, quien al procurar establecer distinciones entre humanidad
y animalidad, dirá: “De hecho, es el animal objeto para sí mismo como individuo –por eso
él tiene sentimiento de sí– pero no como género –por eso, le da la conciencia, cuyo nombre
deriva de saber–. Donde existe conciencia existe también la facultad para la ciencia. La
ciencia es la conciencia de los géneros. En la vida, lidiamos con individuos, en la ciencia
con géneros. Pero solo un ser para el cual su propio género, su quididad, se convierte en
objeto, puede tener por objeto otras cosas o seres de acuerdo con la naturaleza esencial de
ellos” (Feuerbach, 2007, p. 35).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 181
140. En ese sentido, debemos asumir la crítica de Žižek, para quien “(…) el sujeto tiene que re-
conocer en su alienación de la sustancia la separación de la sustancia consigo misma. Esta
superposición es lo que se perdió en la lógica feuerbachiano-marxiana de la desalienación
en la cual el sujeto supera su alienación reconociéndose como el agente activo que puso lo
que aparece para él como su presupuesto sustancial. (Žižek, 2013, p. 101).
141. He desarrollado mejor esta idea a propósito de la lectura adorniana de Hegel, en “Os des-
locamentos da dialética”. Introdução à edição brasileira dos “Três estudos sobre Hegel”, de
Theodor Adorno.
182 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
totalmente funcionalizado. Por eso, puede impulsar los objetos trabajados a una
procesualidad siempre abierta en forma de devenir continuo. Procesalidad que
las obras de arte expresan en su forma más bien acabada.
se determina como especie). Así, la expresión subjetiva solo puede aparecer allí
donde el artista sabrá romper la regularidad de la forma, haciendo circular lo
que fuerza el lenguaje hacia la no comunicación. Su genialidad estará ligada a
la capacidad de romper la regularidad sin desestructurar la forma por completo.
Quiebres que darán a la forma su tensión interna y recordarán la forma en que
ella estará siempre asombrada por algo de informe que parece insistir y debe
encontrar lugar.
Insistir en la proximidad entre género y genio, al menos en ese contexto,
tiene el mérito de permitir una universalidad que se realiza en la acción sin
ser positiva la expresión del compartir de atributos generales, como si estu-
viéramos hablando de la condición de asignación de elementos múltiples a un
mismo conjunto. La vida del género es el advenimiento de una universalidad
no sustancial fundada en la indeterminación que hace de toda esencia una
actividad en reinscripción continua de sus acontecimientos y no un ser. En este
sentido, la expresión laboral de una vida que es vida del género, gattungsleben,
solo podría darse como problematización del objeto trabajado como propiedad
especular de las determinaciones formales de la conciencia, mientras aquello
de lo cual la conciencia se apropia por completo en el interior de un plano
constructivo. La vida que se expresa como vida del género es lo que nos libera
de las amarras de las formas de determinación actuales de la conciencia, de sus
modos de apropiación, sin llevarnos a una universalidad, figura de la indivi-
dualidad universalizada. Porque hay que aceptar la noción de que lo común no
es característica del propio, sino del impropio. O más drásticamente, del otro,
de un vaciamiento –parcial o integral– de la propiedad en su negativo; de una
expropiación que invierte y descentra al sujeto propietario y lo fuerza a salir de
sí mismo” (Esposito, 1998, p. 14). Por tal razón, la vida que se expresa como
vida del género es lo que hay de impropio en nosotros y lo que permite al trabajo
aparecer como expresión del extrañamiento.
142. Ver, Matthes (1983). Para una crítica a tal tesis, ver Antunes (1995).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 185
a tareas, pero implica directamente a las personas [...] Al igual que las tareas
a realizar, no pueden ser formalizadas, no se pueden prescribir [...] Como es
imposible medir performances individuales y prescribir procedimientos para
si llegar a un resultado particular, los gerentes deben recurrir a la “gestión
por objetivos” (Gorz, 2010, p. 8).
En esta circunstancia en la que la producción sería más vista no como pro-
ducción de objetos sino como producción del inmaterial; o sea, de servicios,
“experiencias”, valores y “acceso”, los trabajadores necesitarían “capacidades
expresivas y cooperativas que no pueden ser enseñadas; de la vivacidad en el
desarrollo de un conocimiento que es parte de la cultura de la vida cotidiana”
(p. 9).143 Es una manera de afirmar que estaríamos ante una actividad laboral
que se habría reconciliado con la vida; es decir, con la capacidad de la vida de
producirse a sí misma. Las empresas solo canalizarían tal capacidad. El horizonte
perfecto sucedería, entonces, cuando el propio trabajo asalariado desapareciera
para que los trabajadores se transformen en empresas. “Las personas deben con-
vertirse en empresas de sí mismas” (p. 19) que se asocian a otras en dinámicas
flexibles administradas por organizaciones que a partir de entonces tendrían
solo funcionarios tercerizados.
Gorz sabe cómo esta visión de paraíso neoliberal de la desregulación absoluta
ignora el impacto de los sentimientos de inseguridad, discontinuidad del trabajo
y precarización proveniente de períodos de inactividad, de donde se sigue su
idea de exigir que el Estado ofrezca algo como una renta mínima independiente
de todo y cualquier empleo. Hay una gran diferencia entre la experiencia de la
flexibilización en la cima de las grandes empresas y la precarización que afecta
a los empleados en la base del proceso productivo. Sin embargo, esto no cambia
un punto fundamental, a saber, la creencia de reconciliación posible entre las
exigencias de reconocimiento y las potencialidades del trabajo en la etapa actual
del desarrollo de las sociedades de capitalismo avanzado. Se observa que no se
trata aquí de discutir hasta qué punto la dimensión efectiva del trabajo en la
sociedad capitalista contemporánea, con su “dinámica doble de intensificación
y de precarización” (Renault, 2008, p. 396) puede ser descrita de la forma pro-
puesta por Gorz. Es más importante comprender que valores y procesos como
los descritos por Gorz se transformaron en el horizonte regulador que guía las
expectativas de aquellos que entran actualmente en el mundo del trabajo. Aun-
que la degradación de las condiciones de trabajo y la precarización son realidades
143. Esto llevará a Negri y Hardt a afirmar que “(…) el trabajo inmaterial involucra de inme-
diato la interacción y la cooperación social. En otras palabras, el aspecto cooperativo del
trabajo inmaterial no es impuesto y organizado de fuera, como ocurría en formas anteriores
de trabajo, pero la cooperación es totalmente inmanente a la actividad laboral. [...] En la
expresión de sus propias energías creativas, el trabajo inmaterial parece, de esa forma, pro-
porcionar el potencial de un tipo de comunismo espontáneo y elemental” (Negri y Hardt,
2006, p. 314).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 187
Sufrimiento de flexibilización
Ante eso, tenemos dos salidas posibles. La primera consistiría en admitir que
las modalidades de crítica del trabajo presentadas en este apartado no ofrecen un
horizonte muy distinto de aquel sintetizado por las sociedades capitalistas más
avanzadas. La desregulación neoliberal del trabajo aparecería como producción
de formas de rechazo a la estructura disciplinaria de las identidades mediante sus
flexibilizaciones. En ese sentido, no cabría otra cosa que denunciar el descompás
entre promesas presentes en el horizonte normativo del sector más avanzado
del capitalismo contemporáneo y su realización, haciendo una especie de crítica
inmanente que compara la realidad a su propio concepto. El precio a pagar es
aceptar que todo el potencial de transformación social está presente y sus figuras
fueron pensadas por la propia sociedad capitalista, lo que es el riesgo del uso,
hecho por Negri y Hardt, del concepto de trabajo inmaterial como base para
el advenimiento de la multitud como sujeto político. No hay realidad alguna
distinta de lo que ya está enunciado como posibilidad.
Otro camino consistiría en estar atento al tipo de sufrimiento psíquico que
esos paraísos neoliberales de desregulación e identidades flexibles realmente
produjeron, qué tipo de afectos fueron capaces de hacer circular. Este camino
se justifica si aceptamos que una sociedad no define solo sistemas de normas
por seguir. Una sociedad define principalmente modos de sufrimiento ante las
normas que ella misma enuncia, generando con ello un cuadro de patologías
tácitamente aceptado, con sus estrategias de encaminamiento clínico, con sus
montajes de síntomas y complejos. Porque una sociedad es, por encima de todo,
una forma de producción de patologías, o sea, de traducción del sufrimiento en
la gramática ordenada de patologías. Una gramática constantemente movilizada
para proporcionar al sufrimiento un encaminamiento terapéutico socialmente
aceptado, ya que “el sufrimiento se determina por la narrativa y el discurso en los
que se incluye o de los cuales se excluye” (Dunker, 2015, p. 25). De esta forma,
la cuestión fundamental para la reproducción social no es la determinación
impositiva de la normalidad, sino la organización diferencial de las patologías
posibles. Es así que una sociedad controla sus márgenes, los mismos márgenes
a partir de los cuales podrían sobrevenir demandas de transformación.
Si aceptamos tal perspectiva, se hace necesario estar atento a un paralelismo
instructivo. En el mismo momento en que el universo del trabajo pasaba por
188 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
144. Sobre la historicidad de la depresión, vale la pena subrayar que “cuando surgió el primer
antidepresivo, en 1956, el laboratorio Geigy, que lo sintetizó, dudó en comercializarlo,
pues consideraba el mercado de la depresión insignificante. En realidad, la imipramina fue
inicialmente sintetizada por Geigy para ser un antipsicótico, teniendo una estructura quí-
mica bastante similar a la de la clorpromazina, del laboratorio competidor Rhône-Poulenc.
Sólo la esquizofrenia, que abarcaba el 1% de la población, interesaba como mercado para
la industria farmacéutica” (Adriano Aguiar. A psiquiatria no divã: entre as ciências da vida e
a medicalização da existência. Rio de Janeiro: Relume Dumará, 2004, p. 94).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 189
145. “El derecho de elegir su vida y la orden de advenir a sí mismos ponen la individualidad en
un movimiento permanente. Esto lleva a poner de otra forma el problema de los límites
reguladores del orden interior: el reparto entre lo permitido y lo prohibido declina en favor
de un desgarramiento entre lo posible y lo imposible” (Ehrenberg, 2000, p. 15).
190 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
146. Pues como bien comprendieron Boltanski y Chiapello (1999): “La taylorización del trabajo
consiste en tratar a seres humanos como máquinas. Pero el carácter rudimentario de los
métodos utilizados no permite poner al servicio de la búsqueda del lucro las propiedades
más humanas de los seres humanos, sus afectos, sentimientos morales, honor, capacidad de
invención. Por el contrario, los nuevos dispositivos que piden un compromiso más comple-
to y se apoyan en ergonomías más sofisticadas, integrando contribuciones de la psicología
posconductista y de las ciencias cognitivas, exactamente por ser más humanas, penetran
más profundamente en la interioridad de las personas, que ‘se entreguen’ a su trabajo y ha-
gan posible una instrumentalización de los hombres en lo que ellos tienen de propiamente
humanos” (p. 152).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 191
de los cálculos de costo y beneficios. Como no hay negatividad que pueda cir-
cular en la relación entre el sujeto y el producto de sus acciones, pues entre el
sujeto y su producto debe imperar una pura afirmación, la reacción a la forma
de determinación de los objetos del trabajo solo puede darse bajo la forma del
rechazo de la presión. Una salida socialmente perfecta, pues nos lleva a creer
que la única forma de manifestación de la negatividad es la implosión depresiva.
Así, la depresión se ha convertido en un sector fundamental de la estructura
disciplinaria contemporánea. Ella proporciona la figura contemporánea para
la idea, defendida en el primer capítulo, de que las identificaciones en las que
el poder se asienta actúan en nosotros y producen afecciones melancólicas. En
la actualidad, el poder introduce sus órdenes que nos afectan depresivamente.
Recordemos a este respecto, cómo la depresión describe muy bien la situa-
ción en que me vuelvo contra las elecciones de mi deseo, contra los modelos
de mi forma de vida sin ser, no obstante, capaz de articular normatividades
alternativas; vale decir, perpetuando el vínculo a una normatividad que reitera
continuamente mi impotencia en asumir órdenes generales de goce. Aparece
así una consecuencia psíquica de la absorción por el mundo del trabajo, de los
propios valores movilizados en la crítica de la alienación. El sentimiento de
sufrimiento en relación al trabajo queda sin enunciación normativa. Parece que
no hay otras palabras para describir lo que el trabajo no realiza.148 Si el trabajo
parece acercarse al juego (ver todas las “técnicas de motivación” que buscan
transformar las exigencias de intensificación del trabajo en yincanas en la que
aquellos que no cumplen las metas “pagan regalos” humillantes, pero hechos
como si estuviéramos en una expresión de sí y de la hiperexcitación continua
de la fiesta), ¿qué decir del rechazo y del cansancio en expresarse a sí mismo?
El sentimiento melancólico de pérdida y el de autoestima destruida propios
de la depresión, se transforman en la forma socialmente avalada de vínculo a
una norma social fundada en la incitación superyoica al goce, y no más en la
internalización de la necesidad de la represión.149 Situarse en la depresión es
una forma de sostener una norma que no puede ser concretada, aunque deba
ser fantasmáticamente sostenida. Es una forma de sustentar la norma que me
oprime por transformar el goce en un mandato que se me impone por medio
de la anulación de mi propia voz.
Por ello, una de las expresiones fundamentales del estado depresivo es la
atomización del tiempo en un conjunto desconectado de instantes despro-
vistos de tensión y relación. Así, en una fórmula feliz de María Rita Kehl, “el
tiempo muerto del depresivo funciona como refugio contra la urgencia de las
148. Recordemos al respecto lo afirmado por Fédida (2002): “La depresión es una enfermedad
de la forma, siendo lo psíquico lo que da forma al humano. Me siento deshecho en mi
apariencia humana, dice una mujer en el momento en que se describe”.
149. Sobre el vínculo entre la depresión y el sentimiento de pérdida, ver Beck (1976).
El trabajo de lo impropio y los afectos de la flexibilización 193
Cuando Ulises llega por fin a su casa lo hace vestido en forma de un viejo
mendigo. En el umbral de la puerta de su casa estaba su perro Argos. En el
momento de su partida, Argos era un cachorro y ahora viejo y pulgoso, no tiene
fuerza ni siquiera para quedarse de pie. Sin embargo, cuando Ulises aparece
Argos no tiene duda. Lo reconoce y se levanta, pero no puede correr hacia
su amo. Ulises deja escurrir una lágrima al verlo viejo y debilitado. El perro,
entonces, “pasa a la oscuridad de la muerte”, dirá Homero, como quien estaba
a la espera de un reencuentro.
El perro reconoció a Ulises, pero su mujer no. Incluso después de verlo recu-
bierto en su forma tras la batalla con los pretendientes que se habían apoderado
de su casa, Penélope no está segura de tener a su lado a Ulises, el marido por el
que tanto esperó. En realidad, Penélope necesita una prueba, necesita probar
la memoria de aquel que dice ser su marido. Es a través de la memoria que se
dará el reconocimiento, el reparto entre lo cierto y lo incierto. Ulises tendrá
que demostrar que sabe de lo que su cama se hace. Necesitará recitar, una vez
más, las promesas de enraizamiento que habían constituido el lecho que había
compartido con la mujer. El reconocimiento aparece aquí como una recognición
que se apoya en la capacidad de síntesis de la memoria.
Pero para el perro, Ulises no tuvo que demostrar nada. Además de las apa-
riciones, el perro aparece en la Odisea como el único capaz de reconocer algo
como el “ser bruto” de Ulises. Es un detalle que no debería dejarnos indiferentes,
pues nos plantea una cuestión: ¿habría algo en nosotros que solo es reconoci-
do a través de los ojos de lo que no es humano? Si ni el amor de la mujer que
siempre esperó estaba seguro, si solo el perro estaba seguro, entonces podríamos
preguntarnos de dónde viene la certeza del perro. Pues tal vez en el hecho de
encontrar su certeza en el resto de animalidad que existe en nosotros; o sea, en
lo que para un griego es inhumano, en lo que no porta la imagen del hombre.
No deja de ser irónico pensar que al volver a casa después de un tiempo
incontable de exilio, es la calidad inhumana lo primero que indica el retorno al
“mi lugar”. Es lo que solo es reconocido entre los animales, es decir, entre los
que están, de cierta forma por debajo del hombre, que funda una pertenencia
198 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Las discusiones sobre la naturaleza del cuerpo político nos llevaron a una
problematización del vínculo aparentemente indisociable entre política y pro-
ducción de identidades colectivas. Ellas todavía nos permitieron arrojar luz
sobre algunas características mayores de la economía libidinal del trabajo social
y del deseo en la etapa actual del neoliberalismo, como modelos de gestión de
los procesos de flexibilización de identidades. En estos próximos capítulos, se
trata de hacer funcionar una vez más la noción de que la problematización del
cuerpo político trae consecuencias no solo en las dinámicas de producción de
identidades colectivas, sino también en los operadores propios de las identidades
individuales. Sin embargo, a partir de ahora esta problematización se desarro-
llará de modo que nos proporcione un marco crítico de los problemas políticos
internos a las teorías hegemónicas del reconocimiento, con sus supuestos na-
turalizados de cooperación, así como para abrir caminos de recuperación del
concepto de reconocimiento más próximo al campo de elaboraciones producidas
en nuestras discusiones sobre la posibilidad de un cuerpo político, al mismo
tiempo, des-idéntico y capaz de producir procesos de incorporación.
200 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
151. Ver principalmente Arantes (1991); Descombes (1979); Butler (2012) y Roth (1988).
Bajo cero: psicoanálisis, política y el “déficit de negatividad” en Axel Honneth 201
estructuras relacionales. Si ese es el caso, no sería la primera vez que los mismos
conceptos hegelianos terminaran por organizar polos políticos opuestos.
Pero para analizar tal hipótesis, debemos exponer las posibilidades políticas
inexploradas de la recuperación francesa del concepto de reconocimiento. En
estos próximos capítulos, me gustaría centrarme en su matriz lacaniana enten-
diendo que es particularmente fructífera para esa discusión.152 Se trata de un uso
indirecto, en gran medida presupuestado, puesto que la discusión directa sobre
el concepto de reconocimiento en Lacan fue objeto de análisis anteriores.153
Pero nos permitirá reconfigurar cuestiones mayores, como la relación entre
reconocimiento e identidad, así como pensar desde una perspectiva alternativa
el problema filosófico del amor como espacio de reconocimiento. Sin embargo,
para no ser reducida a un ejercicio de corrección de historiografía conceptual,
una operación de esa naturaleza debería tener en cuenta los límites de la real
fuerza política de transformación social presente en la recuperación frankfurtiana
del reconocimiento. Estos serán, por lo tanto, los dos objetivos principales de
este y de los próximos capítulos.
La sugerencia de pensar conjuntamente Honneth y Lacan acerca del proble-
ma del reconocimiento tiene una razón de base. Las teorías del reconocimiento
se basan normalmente en teorías de la socialización y de la individuación. Ellas
exigen una cierta antropología la más de las veces marcada por la reflexión sobre
procesos de maduración hacia la persona individualizada, de ontogénesis de las
capacidades práctico-cognitivas y de constitución del Yo autónomo. Como si los
procesos de reconocimiento debían necesariamente ser leídos como movimientos
hacia la afirmación de una autonomía y una individualidad conquistadas. En
este sentido, la teoría del reconocimiento de Axel Honneth, con sus préstamos
masivos a la antropología psicoanalítica de Donald Winnicott, Hans Loewald y
de otros teóricos de la teoría de las relaciones de objeto, es un ejemplo ilustrativo
y ciertamente uno de los mejor construidos en tal sentido.
Sin embargo, si tomamos en cuenta las posiciones de Jacques Lacan, el
psicoanálisis nos puede proporcionar una comprensión radicalmente distinta
de los procesos de socialización e individuación, tal como fueron presentados
por Honneth. Me gustaría mostrar cómo al cambiar la base psicoanalítica,
tenemos una visión distinta no solo de la dinámica de socialización de los de-
seos y pulsiones, sino también de las consecuencias políticas del concepto de
152. Los usos políticos del pensamiento lacaniano fueron desarrollados principalmente por
Alain Badiou, Slavoj Žižek y Ernesto Laclau. Sin embargo, ninguno de los tres autores
parte de las discusiones lacanianas sobre el problema del reconocimiento, tal vez por ad-
mitir que tales discusiones estarían muy ligadas a un período del pensamiento lacaniano
que habría sido relativizado por el propio Lacan a partir de los años 1960. De hecho, es la
única lectura posible, lo que nos lleva a explorar el problema planteado por este capítulo.
153. Ver Safatle (2006b).
202 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Estar enfermo
El embate en torno a la matriz psicoanalítica de la reflexión sobre el recono-
cimiento debe ser visto como una cuestión central. Recordemos cómo Honneth
insiste en que el psicoanálisis proporcionaría, en su nivel normativo, un con-
cepto antropológico de ser humano. Este, por dar lugar apropiado a los vínculos
inconscientes y libidinales del individuo, no corre el riesgo de sucumbir a un
moralismo idealizado. De ahí una afirmación como “para defenderse contra las
ilusiones de una moralidad de la razón, la teoría crítica debe ser suplementada
por una especie de psicología moral guiada por intuiciones psicoanalíticas”
(Honneth, 2010, p. 253). Las ilusiones morales estarían presentes en visiones
del comportamiento humano incapaces de tener en cuenta las dimensiones
inconscientes y profundamente conflictivas de las motivaciones que impulsan
a los sujetos a actuar y escoger visiones que prefieren referir normatividades
antropológicas fundadas en una noción de autonomía construida a través, por
ejemplo, de escisión estricta entre voluntad libre y deseo patológico, entre razón,
afecto y sensibilidad.
Empero, hay que preguntarse si, de hecho, cuando recurre al psicoanálisis,
Honneth escapa del peso de presupuestos morales no tematizados. Su forma de
comprender la autonomía producida al final de un proceso exitoso de madu-
ración psíquica, en clave no muy distante de la moralidad posconvencional de
moldes kantianos, sus razones para rechazar la teoría freudiana de las pulsiones
y la naturaleza traumática de la sexualidad, así como su manera de sostener
que el carácter necesariamente interrelacional de la constitución del Yo, prueba
154
mayor de la naturaleza intrínsecamente sociable y cooperativa de los sujetos,
tal vez evidencien una moralidad idealizada, ligada a la perpetuación de una
154. Sobre este último punto, vale para Honneth la crítica de Joel Whitebook (“First Nature
and Second Nature in Hegel and Psychoanalysis”. Constellations, v. 15, n. 3, 2008, p.
382) sobre los relacionistas e intersubjetivistas: “Ellos creen que, mostrando al yo como
producto de la interacción, también muestran que el yo es intrínsecamente sociable. El
Bajo cero: psicoanálisis, política y el “déficit de negatividad” en Axel Honneth 203
156. De ahí que: “La forma de las reacciones del ego, que difiere de un carácter a otro incluso
cuando los contenidos de las experiencias son similares, puede ser remontada a las ex-
periencias infantiles, al igual que el contenido de los síntomas y de las fantasías” (Reich,
2001, p. 53).
157. Cómo podemos encontrar en Hacking (2004). A este respecto, ver Davidson (2004).
Bajo cero: psicoanálisis, política y el “déficit de negatividad” en Axel Honneth 205
158. Este es un punto importante defendido por Hacking (2004), para quien “(…) en lo que se
refiere a clasificaciones de enfermedades mentales, un tipo de persona viene a la existencia
al mismo tiempo que la propia categoría clínica (kind) fue inventada. En algunos casos,
nuestras clases y clasificaciones conspiran para aparecer una soportada por la otra” (p.
106).
159. Notemos cómo el frankfurtiano que más se aproxima, por otras razones, de esa forma de
pensar el problema es Adorno. Porque es de él la afirmación de que “(…) las neurosis de-
berían, de hecho, según su forma, deducirse de la estructura de una sociedad en que ellas
no pueden ser eliminadas. Incluso la curación correcta lleva el estigma del dañado, de la
vana adaptación pateticamente exagerada. El triunfo del yo es el de la ofuscación por el
particular. Este es el fundamento de la inversión objetiva de toda psicoterapia, que incita
a los terapeutas al fraude. En la medida en que lo curado se asemeje a la totalidad insana,
se vuelve él mismo enfermo, pero sin que aquel para quien la cura fracasa sea por eso más
sana” (Adorno, 2015, p.43).
206 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
160. En realidad, encontramos tanto la hipótesis de una intersubjetividad primaria como la crí-
tica a la negatividad estructural de la pulsión de muerte ya en los trabajos de otro frankfur-
tiano, a saber, Herbert Marcuse. Por ejemplo, para Marcuse (1999), si el principio de rea-
lidad fundado en la represión pulsional está vinculado inicialmente a la internalización de
la Ley paterna y sus principios simbólicos de organización, entonces en el interior del flujo
libidinal simbiótico entre bebé y madre podríamos encontrar los vestigios de otro modo de
acceso a la realidad. Marcuse habla de una “actitud no de defensiva y de sumisión [pues
estaríamos en una relación de interdependencia intersubjetiva entre madre y bebé], pero
de integral identificación con el medio”. Hay una cierta continuidad de sus perspectivas
con las tesis defendidas por Honneth.
208 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
entre madre y bebé.161 Esta relación podría ser llamada “intersubjetiva” por ser,
al menos según Honneth, simétrica. Como si el bebé dependiera de la madre
de la misma forma que la madre dependería del bebé, dando así espacio a una
relación de “identificación emocional” en la que el niño aprende a adoptar la
perspectiva de una segunda persona. La mutua dependencia podría resolverse
mediante la consolidación de una posición de cooperación y de seguridad
emocional que permitiría al niño desarrollar una “conciencia individual de sí”.
En este sentido, un tema importante consiste en evaluar hasta qué punto
tal visión de la relación entre madre y bebé es una construcción idílica para
legitimar la hipótesis filosófica de una intersubjetividad fundadora de la con-
dición humana. Por ejemplo, según una perspectiva que toma Lacan como
punto de partida, podemos defender que las primeras relaciones intersubjetivas
difícilmente pueden ser descritas como relaciones simétricas. En realidad,
serían asimétricas ya que la primera posición subjetiva del niño es ser objeto
de las fantasías de la madre, con toda su carga de expectativas y frustraciones
violentas. En ese punto, Lacan aparece como una especie de continuador de
las consideraciones de Melanie Klein acerca de la estructura fantasmática de
la relación entre madre y bebé.
Se observa que la supervivencia física del bebé depende del bienestar y del
cuidado materno, lo que significa que su desamparo solo puede ser controlado
con la condición de encontrar un lugar dentro de las fantasías maternas, mientras
que lo mismo no puede ser dicho de la madre, al menos no con la misma inten-
sidad. Esta situación haría que las primeras relaciones intersubjetivas fueran,
en verdad, relaciones de dominación y servidumbre con las que el niño deberá
saber lidiar, lo que explica por qué Lacan utiliza la estructura de la dialéctica
hegeliana del amo y el esclavo para dar cuenta de las relaciones responsables
de la formación del Yo. Pues el niño debería, en gran medida, adaptarse a
la normatividad encarnadas por las exigencias disciplinarias maternas para
sobrevivir psíquica y físicamente. Esta exigencia disciplinaria de adaptación
explicaría, a su vez, por qué el infante necesita movilizar, en más de una ocasión,
la experiencia de la enfermedad y la producción de síntomas para construir su
singularidad.Una estrategia posible para encaminar esa querella sería tratar
estudios recientes acerca de la naturaleza de las primeras interacciones y sus
consecuencias posteriores, lo que quisiera hacer de manera más sistemática en
otra oportunidad (Bebee y Lachmann, 2002; Fonagy y Target, 2007; Tomasello,
2003; Braten, 2007).
161. Para que funcione tal estrategia debe rechazar las críticas que ven, en la familia, principal-
mente un aparato disciplinario y represivo (Foucault, 2010b) (Deleuze y Guattari, 1970),
cuyas relaciones no servirían de fundamento para pensar en situaciones de emancipación
social. Esto requeriría una reactualización de la crítica al “familiarismo” tal como apareció
en la filosofía francesa contemporánea.
Bajo cero: psicoanálisis, política y el “déficit de negatividad” en Axel Honneth 209
Pero no hay dos puntos. En primer lugar, buena parte de estos estudios expone
la existencia de una “proximidad afectiva” primaria entre el bebé y los responsa-
bles de su cuidado. Los bebés saben que son objetos de atención y se identifican
más fácil y fuertemente con el responsable de cuidados que con otros primates.
Sin embargo, la proximidad afectiva no implica necesariamente una relación de
seguridad en lo que se refiere al sentido del deseo del otro y sus intermitencias.
Puedo saber ser objeto de atención, pero no se sigue de ello la seguridad de que
siempre seré tal objeto, de que no habrá otro sujeto a desalojar de mi posición,
de que sé qué hacer para conservar la atención y que, principalmente, sé lo que
esta atención significa.162 Por eso, la experiencia de ser objeto del deseo del otro,
en particular objeto del deseo materno es, desde el principio, fuente de angustia
y no simplemente fuente de seguridad existencial. Por eso Lacan afirmará existir
“detrás del superyó paterno, un superyó materno aún más exigente, aún más
opresivo, más destructor, más insistente” (Lacan, 1998, p. 165).
Sin embargo, vale la pena recordar que incluso la lectura honnethiana de
Winnicott puede ser relativizada en lo que se refiere a la naturaleza cooperativa
de las relaciones primarias. Recordemos, por ejemplo, cómo el psicoanalista
inglés afirmará que,
(…) en el desarrollo corporal, el factor de crecimiento es más claro; en el
desarrollo de la psique, por contraste, existe la posibilidad del fracaso en cada
momento y en verdad es imposible que exista un crecimiento sin distorsiones
debidas a algún grado de fracaso en la adaptación ambiental (Winnicott,
1990, p. 47).
Si es imposible que haya desarrollo sin algún grado de fracaso en la adap-
tación ambiental, hay que preguntarse si realmente debemos hablar de una
exteriorización tranquila de necesidades y sentimientos, como quiere Honneth.
Fracasos implican distorsiones y frustraciones ante demandas de adaptación.
Esto puede significar la necesidad de saber lidiar con límites en las expectativas
de cooperación con el otro; o sea, lidiar con la inseguridad existencial venida de
la comprensión de que la madre no será capaz de responder a las dimensiones
fundamentales del deseo del sujeto.163
162. De ahí por qué “(…) tal proximidad afectiva no puede ser caracterizada en términos de
valencias positivas o negativas; no implica un juicio cognitivo o un conjunto de inferencias
referentes al valor que otros puedan poseer: al contrario, actitudes positivas, negativas o
incluso indiferentes respecto del otro dependen de esa afectividad ‘no epistémica’ en rela-
ción al otro” (Gallagher y Varga, 2012, p. 255).
163. Así, “cuando existe una dificultad, la madre y el bebé pueden llevar mucho tiempo hasta
conseguir entenderse uno con el otro, y frecuentemente sucede que la madre y el bebé
fallan desde el principio, y así sufren (ambos) las consecuencias de esa falla por muchos
años, ya veces para siempre” (Winnicott, 1990, p. 123).
210 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
164. “Los análisis más adecuados de la mayoría de los estudios concluyen que algo como el
7,1 % de las mujeres debe experimentar un episodio depresivo mayor en los primeros tres
meses posparto. Si se incluyen depresiones menores, la tasa propia al período de tres meses
sube al 19,2%” (M. O’Hara, “Postpartum Depression: What we Know”. Journal of Clinical
Psychology, v. 65, n. 12, p. 1265). Es decir, una de cada cinco madres pasar por una expe-
riencia depresiva en el cuidado de su hijo.
Bajo cero: psicoanálisis, política y el “déficit de negatividad” en Axel Honneth 211
Sin embargo, hay una dificultad importante por destacar en esta estrategia.
Vimos hasta ahora cómo Honneth funda el sentimiento de injusticia y despre-
cio que nos llevan a la acción política, en un terreno prepolítico, marcado por
cuestiones constitucionales normalmente ligadas a la discusión sobre la génesis
de la individualidad moderna, de la “conciencia individual de sí”. Es decir,
la propia génesis de la individualidad moderna aparece como un fenómeno
prepolítico. Algo que debe ser políticamente confirmado y no políticamente
deconstruido. De esta forma, como veremos de manera más sistemática en el
próximo capítulo, los sentimientos de injusticia y desprecio son normalmente
comprendidos como resultantes del bloqueo de la posibilidad de afirmación social
y de reconocimiento jurídico de rasgos de la identidad individual. Es decir, al
menos en ese caso, reconocimiento e identidad caminan necesariamente juntos.
Esto tal vez explique por qué los ejemplos privilegiados de luchas de reco-
nocimiento para Honneth son las luchas por la afirmación de las “diferencias
165
antropológicas” propias a las luchas feministas, así como aquellas por los
derechos de los negros y de los homosexuales. Ellas serían ejemplos del “proceso
práctico en el interior del cual experiencias individuales de desprecio son inter-
pretadas como vivencias típicas de todo un grupo, para motivar la reivindicación
colectiva de ampliación de relaciones de reconocimiento” (Honneth, 1992, p.
260). Es decir, experiencias de desprecio vinculadas a atributos de individuos
en afirmación de sus diferencias culturales son interpretadas como violencias
que no afectan solo al Yo individual. Sin embargo, aún no salimos de la esfera
de la afirmación de atributos individuales de la persona y de la construcción
social de identidades.
Esto explica, por ejemplo, por qué su recuperación del concepto de “pato-
logías sociales” estará en gran medida ligada a las discusiones sobre el bloqueo
en las “condiciones sociales de autorrealización individual” (Honneth 2006, p.
35). Como si la realización de sí debiera, naturalmente, ser pensada respetando
las estructuras del individuo o, según el Honneth lector de Freud, las estruc-
turas del “yo racional”. Esto no explica, sin embargo, por qué los modelos de
sufrimiento privilegiados por Honneth son la anomalía social y el sufrimiento
de indeterminación identitaria.
sociales. Por eso Durkheim insiste constantemente que “el individuo, por sí
mismo, no es un fin suficiente a su actividad. Él es muy poco. No solo limitado
en el espacio, es estrechamente limitado en el tiempo” (Durkheim, 2005, p. 224).
Pero, en realidad, tenemos anomia no porque la individualidad plantea de-
mandas particulares e identitarias específicas que no podrían ser realizadas por
el orden social. Una situación como esta no genera anomia, pero si queremos
utilizar un término propuesto por Durkheim, genera “egoísmo” o, aún, revuel-
tas políticas dirigidas al reconocimiento de particularidades o a la ampliación
del derecho de elección y decisión. Tenemos anomia, al contrario, cuando las
demandas dejan de ser determinables, dejan de tener forma específica debido
a un debilitamiento de las normas con su capacidad de individualización y de
limitación de las pasiones. Por eso, al hablar de las causas sociales del suicidio,
Durkheim debe recordar que los suicidios motivados por la anomia se distinguen
tanto de aquellos motivados por una individualización excesiva (los suicidios
egoístas) como los motivados por una individualización insuficiente (suicidios
altruistas). En ese contexto de anomia se entra en un “estado de indetermina-
ción” (p. 275) (o, si queremos utilizar el vocabulario de Honneth, en un “su-
frimiento de indeterminación”) en el que ninguna individualización es posible
debido a que la sociedad está, entre otras cosas, sometida a la “inorganización
característica de nuestro estado económico” (p. 286) con su “sed de cosas nue-
vas, de goces ignorados, de sensaciones inominadas, pero que pierden todo su
sabor así que son conocidas” (p. 285). Ante las promesas constantes de goce,
producidas por la sociedad capitalista en ascenso, toda satisfacción limitada es
insoportable precisamente por ser una limitación, toda elección identitaria es sin
sentido porque guarda en sí una multitud de rechazos. De ahí las reprimendas
de Durkheim contra “este mal del infinito que la anomia aporta siempre consi-
go” (p. 304) y que solo puede producir cólera, decepción y laxitud exasperada
por una sensibilidad superexcitada. Como Durkheim opera con un concepto
cuantitativo de diferencia entre lo normal y lo patológico (Durkheim, 2004)
reconocerá que un cierto grado de anomalía es necesario. Así, para él, “toda
moral del progreso y del perfeccionamiento es inseparable de un cierto grado de
anomia”. (p. 417). Sin embargo, algo en las condiciones particulares del progreso
en nuestra sociedad produce una situación anormal y patológica de anomalía.
En contra de ello, Durkheim sugiere un refuerzo de las estructuras institucio-
nales sobre todo por la consolidación de vínculos comunitarios vinculados a las
agrupaciones profesionales. Cuando recupera el concepto de patología social,
Honneth partirá de ese diagnóstico de Durkheim, pero añadiendo un elemento.
Se trata de la comprensión de cómo, en los últimos treinta, cuarenta años, la
anomia social fue institucionalizada y se transformó en un modo de gestión del
sufrimiento social y un resorte propulsor de la ideología neoliberal del estadio
actual del capitalismo. Recordemos aquí afirmaciones como:
216 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
166. Es el caso de otros frankfurtianos como, por ejemplo, Theodor Adorno. Basta tomar en
cuenta la diferencia entre su concepto de mimesis y las comprensiones recientes de las teo-
rías cognitivas que trabajan la importancia de la imitación y de la empatía en el desarrollo
psicológico, teorías en las que Honneth se apoya. Con respecto a la fuerza de descentra-
miento del concepto adorno de mimesis, ver Josef Früchtl (1986) y Safatle (2005).
218 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
en creer, por ejemplo, que conciertos de rock y partidos de fútbol puedan ser
buenos ejemplos de manifestaciones de una fusión preyoica capaz de dar cuen-
ta de nuestro malestar frente a identidades fuertemente consolidadas. Porque
estamos aquí ante fenómenos profundamente asimilados por el funcionamiento
normal de nuestra sociedad capitalista del espectáculo. Es extraño no preguntar-
se si esos fenómenos no serían, por el contrario, ejemplos bastante ilustrativos
de la reificación identitaria producida por las dinámicas actuales del universo
del consumo. No hay identidad más defensiva, exclusivista y estereotipada que
aquella que proporciona el vínculo entre hinchas de fútbol o fans de un grupo
de rock. Pero alguien que juzgue que todo empezó bien en el regazo de la madre
no tendrá dificultad en creer que todo terminará aún mejor en un buen juego
de fútbol.167
167. Notemos cómo, en este punto, Winnicott es mucho menos relacionista que Honneth. Bas-
ta con traer las consecuencias de pasajes como: “En la vida del niño normal, el descanso
debe incluir la relajación y la regresión hacia la no integración. Gradualmente, a medida
que el self se desarrolla en fuerza y complejidad, esa regresión a la no integración se apro-
xima más y más al doloroso estado de desintegración ‘enloquecedora’. Por lo tanto, existe
un estado intermedio, en el que un bebé cuidado y en pleno desarrollo puede relajarse y no
integrarse y tolerar (pero solo tolerar) sentirse ‘loco’ en el estado no integrado. En seguida
si se da un paso adelante, un paso hacia la independencia y a la pérdida para siempre de
la capacidad de no integración, excepto en la locura o en las condiciones especializadas
proporcionadas por la psicoterapia” (Winnicott, 1990, p, 139). Es decir, Winnicott rechaza
la fuerza terapéutica del mecer tan pronto como el Yo se forma. No hay cómo integrar
periódicamente estados de indiferencia intrapsíquica a no ser que su sombra empalidecida.
Bajo cero: psicoanálisis, política y el “déficit de negatividad” en Axel Honneth 219
168. Aunque esta es, de hecho, la lectura más corriente, como podemos ver en Kernberg
(2009).
169. Como podemos ver en Laplanche (1997). Laplanche demostró cómo la naturaleza disrup-
tiva de la pulsión sexual en la primera tópica freudiana acabó por alojarse en las discusio-
nes sobre la pulsión de muerte en la segunda tópica.
Bajo cero: psicoanálisis, política y el “déficit de negatividad” en Axel Honneth 221
Por un concepto
“antipredicativo” del
reconocimiento
Como se dijo en el capítulo precedente, durante los últimos veinte años del
debate filosófico y social, vimos la hegemonía del concepto de reconocimiento
como operador central para la comprensión de la racionalidad de las demandas
políticas. Insistimos en que, incluso recuperado por primera vez en los años
1930, solo fue explorado sistemáticamente en su dimensión propiamente polí-
tica a partir de principios de 1990, en especial por la tercera generación de la
Escuela de Frankfurt (Axel Honneth) y por filósofos que sufrieron la influencia
de Hegel, como Charles Taylor. Sin embargo, se trata ahora de recordar que no
debemos reflexionar sobre los usos políticos contemporáneos del concepto de
reconocimiento sin tener en cuenta la evaluación de su contexto sociohistórico
de recuperación a principios de los años noventa. Contexto extremadamen-
te sugestivo pues es indisociable de la pérdida, en las últimas décadas, de la
centralidad del discurso de la lucha de clases como clave de lectura para los
conflictos sociales.
224 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
173. La naturaleza de tal política estaba clara en el pronunciamiento del entonces primer mi-
nistro Pierre Elliott Trudeau en la presentación de la ley: “Una política multicultural en
un marco de bilingüismo es recomendable al gobierno como el conjunto de medios más
apropiados para asegurar la libertad cultural de los ciudadanos, los canadienses. Tal po-
lítica debe ayudar a derribar actitudes discriminatorias y celos culturales. Para que tenga
algún significado en el sentido más profundamente personal, la unidad nacional necesita
estar basada en la confianza en la propia identidad individual; de eso puede crecer el res-
peto por las de los demás y una disposición para compartir ideas, actitudes y presupuestos.
Una política multicultural vigorosa ayudará a crear esa confianza inicial. Puede dar los
fundamentos a una sociedad basada en el fair play en relación con todos. El gobierno apo-
yará y estimulará las diferentes culturas y grupos étnicos que estructuran y dan vitalidad a
nuestra sociedad. Ellos serán estimulados a compartir sus expresiones y valores culturales
con los demás canadienses y así contribuir a una vida más rica para todos nosotros” (Pierre
Elliot Trudeau, “Multiculturalism” Disponible en: http://www.canadahistory.com/sections/
documents/Primeministers/trudeau/docs.onmulticulturalism.htm).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 227
Esto tal vez explique por qué críticos –principalmente de matriz marxista,
pero no solo ellos– dieron poca importancia al concepto de reconocimiento
e insistieron estar ante una especie de concepto meramente compensatorio.
Porque todo se pasaría como si, dada la imposibilidad de implementar políticas
efectivas de transformación de los modos de producción y lucha radical contra
la desigualdad, nos quedara solo discutir políticas compensatorias de recono-
175
cimiento. De la misma forma, dado el hecho de que el capital aparece, de
manera ahora incuestionable, como única instancia capaz de ocupar el espacio
de la universalidad en el interior del liberalismo de las sociedades multiculturales,
nos quedaría simplemente reinventar demandas de reconocimiento de identi-
dades comunitarias, en sus múltiples formas, intentando dar a la comunidad un
sentido que no se redujera a un mero espacio de restricción. Por último, dada la
imposibilidad de transformaciones sociales de gran escala, nos restaría discutir
la naturaleza moral de nuestras demandas sociales.
175. Es en ese sentido que podemos leer una afirmación como: “De hecho, ya que el horizonte
de la imaginación social ya no permite que alimente la idea de que el capitalismo un día
desaparecerá, pues, como se podría decir, todos aceptan tácitamente que el capitalismo
está aquí para quedarse. Es como si la energía crítica hubiera encontrado una salida sus-
titutiva en la lucha por las diferencias culturales que deja intacta la homogeneidad básica
del sistema mundial capitalista” (Žižek, 2006, p. 35). Recordemos también un liberal de
izquierda como Richard Rorty, que afirma: “Todavía necesitamos explicar por qué el reco-
nocimiento cultural es considerado tan importante. Creo que una razón por la cual él se
ha vuelto tan importante en el discurso de la izquierda universitaria americana, puede ser
el resultado de un conjunto específico de circunstancias académicas. La única cosa que
los académicos podemos hacer, dentro de nuestras capacidades específicas, para eliminar
el prejuicio es escribir la historia de las mujeres, celebrar los hechos artísticos de los negros
y cosas parecidas. Esto es lo que hacen mejor los académicos que trabajan en programas
como los de estudios de las mujeres, de los afroamericanos y de los homosexuales. Estos
programas son las armas académicas de los nuevos movimientos sociales que, como dice
acertadamente Judith Butler, mantuvieron viva la izquierda estadounidense en los últimos
años, en los que los ricos llevaron la mejor en la lucha de clases” (Rorty, 2000).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 229
176. Ver a este respecto los usos del concepto de cuidado dentro del debate político y de la de-
finición de la naturaleza de las políticas públicas de asistencia, en Vasset y Viannay (2009)
y Fassin y Rechmann (2007). A su manera, Badiou había indicado los riesgos de esa psi-
cologización del sufrimiento social (Badiou, 2003). Sobre otros aspectos de este problema,
véase Kehl (2005).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 231
funcional del capitalismo financiero. Lo que los une es, en realidad, una cierta
concepción de improductividad, una diferenciación entre trabajo productivo e
improductivo concebida desde el punto de vista de la productividad dialéctica
de la historia. Porque el lumpemproletariado es una masa desestructurada cuya
negatividad no se plantea como contradicción con las condiciones del estado
actual de la vida. En ese sentido, es la representación social de la categoría de
negatividad improductiva. Por eso, se trata de una masa heterogénea que puede
ganar homogeneidad si encuentra un término unificador que le dé estabilidad
dentro de la situación política existente. Este término, en El 18 de brumario,
no es otro que Napoleón III, “el jefe del lumpemproletariado”. Aquel que da
homogeneidad a la heterogeneidad social; la historia repetida como farsa y que
debe confesarse como tal para mantenerse.
Sin embargo, hay que insistir en que el modelo de estabilización producido por
Napoleón III es una especie de estabilización en la anomia. Mediante Napoleón
III, la heterogeneidad del lumpemproletariado permanece radicalmente pasiva,
como acción antipolítica, pues se acomoda a la gestión del desarraigo social. Sus
crímenes romantizados no se convierten en acción de transformación alguna.
En realidad, esta desestructuración e indefinición anómica del lumpemprole-
tariado es propia de quien todavía conserva la esperanza de retorno al orden
o que no es capaz de concebir nada fuera de un orden que él mismo sabe está
completamente comprometido. Lo que hace que sus acciones políticas sean
solo “parodias” de transformaciones, “comedias” o, aún, acciones “enmasca-
radas”: todos los términos usados por Marx en El 18 de brumario para hablar
de revoluciones que son, en realidad, intentos de estabilización en el caos. El
lumpemproletariado expresa una negatividad que no puede ser integrada en el
proceso dialéctico porque representa la congelación de la negatividad en una
especie de cinismo social.
El proletariado, sin embargo, está marcado por la ausencia de cualquier ex-
pectativa de retorno. Es una heterogeneidad social que simplemente no puede ser
integrada sin que su condición pasiva se transforme en actividad revolucionaria.
Por ello, al ser desprovisto de propiedad, de nacionalidad, de lazos con modos
de vida tradicionales y de confianza en normatividades sociales establecidas,
puede transformar su desamparo en fuerza política de metamorfosis radical
de las formas de vida. Para ello, debemos comprender que la afirmación de la
condición proletaria no se confunde con demanda alguna de reconocimiento de
formas de vida irrespetuosas, claramente organizadas en sus particularidades. Por
el contrario, la afirmación de la condición proletaria genera la clase de sujetos
sin predicados que, como se comenta en la Ideología alemana, podrán satisfacerse
al pescar de día, pastorear por la tarde y hacer crítica por la noche, sin ser (y
este es el punto principal) pescador, pastor o crítico; es decir, sin permitir que
el sujeto se determine enteramente en sus predicados (Marx y Engels 2007, p.
236 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
56). Esto significa que la actividad de pescar, pastorear y criticar no puede ser,
al mismo tiempo, identificación del sujeto.
Como en Hegel, la posición del sujeto, su exteriorización, muestra cómo hay
179
algo radicalmente antipredicativo que anima el movimiento de la esencia.
Lo que no podría ser diferente si pensamos al proletariado como esa clase “que
expresa, per se, la disolución de todas las clases dentro de la sociedad actual”
(Marx y Engels, 2007 p. 98). El proletariado disuelve todas las clases por re-
presentar “la pérdida total de la humanidad” (Marx, 2005, p. 156), lo que no
encuentra más figura en la imagen actual del hombre. En este sentido, podemos
decir que, así como en la teoría hegeliana del sujeto (aunque Marx descalifi-
cara tal asimilación por ver, en Hegel, una elaboración meramente abstracta
del problema), el proletariado solo supera su alienación al confrontarse con el
carácter profundamente indeterminado del fundamento y conservar algo de
esa indeterminación.180 Su papel de redención (erlösung) solo puede ser des-
empeñado con la condición de asumir su naturaleza de disolución (aufiösung).
Como dirá Balibar, el advenimiento del proletario como sujeto político es la
181
aparición de un “sujeto como vacío” (Balibar, 2011, p. 260) que no es, en
absoluto, privado de determinaciones prácticas. Esta manifestación de un vacío
en relación con las determinaciones identitarias actuales nos lleva a comprender
que el reconocimiento de sí solo es posible si hay una crítica profunda de todo
intento de reinstaurar identidades inmediatas entre el sujeto y sus predicados.
Si ese es el caso, entonces podremos decir que la lucha de clases en Marx no
es simplemente un conflicto moral motivado por la defensa de las condiciones
materiales para la estima simétrica entre sujetos dispuestos a hacerse recono-
cer desde la perspectiva de la integralidad de sus personalidades. La abolición
de la propiedad privada debe acompañar necesariamente la abolición de una
economía psíquica basada en la afirmación de la personalidad como categoría
identitaria. Insistamos en ese punto, recordando un importante pasaje del
Manifiesto comunista:
Los proletarios no pueden apoderarse de las fuerzas productivas sociales sino
aboliendo el modo de apropiación a ellas correspondiente y, por consiguiente,
el modo de apropiación existente hasta hoy. Los proletarios no tienen nada
179. Como afirma Badiou: “Marx ya subrayaba que la singularidad universal del proletariado
es no poner ningún predicado, nada tener, y especialmente no tener, en sentido fuerte,
ninguna ‘patria’. Esta concepción antipredicativa, negativa y universal del hombre nuevo
atraviesa el siglo” (Badiou, 2007, p. 108).
180. Ver Safatle (2012).
181. Se trata de una idea presente también en Rancière, para quien “(…) los proletarios no
son ni los trabajadores manuales ni las clases trabajadoras. Ellos son la clase de los no con-
tados, que solo existe en la propia declaración a través de la cual se cuentan a sí mismos
como los que no son contados” (Rancière, 1995, p. 63).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 237
182. Tal articulación entre “persona” y “propiedad” servirá de fundamento para una larga tra-
dición de reflexión que llegará hasta las discusiones recientes sobre la autoserción como
atributo fundamental de la persona. (A este respecto, véase, entre otros, Cohen, 1995).
Aunque este es un debate de varios matices, es cierto que la tradición dialéctica de Hegel
y Marx tiende a leerlo de la manera esbozada arriba.
238 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
183. Si bien este es un debate de varios matices, es cierto que la tradición que la fuerza de desdi-
ferenciación propia al concepto de proletariado haya ganado evidencia gracias a marxistas
franceses como Badiou, Balibar y Rancière. Esto demuestra cómo algo de la descentrali-
zación al concepto lacaniano del sujeto alcanzó la política a través de antiguos alumnos
de Louis Althusser. Sin embargo, tal descentramiento tiene su matriz en la noción de
“negatividad” propia del sujeto hegeliano. Así, por ironía suprema de la historia, algo del
concepto hegeliano de sujeto acaba por volver a la escena a través de la influencia sorda
en operación en los textos de anteriores alumnos de ese antihegeliano por excelencia, a
saber, Louis Althusser.
184. Como nos lo recuerda Laclau (2011).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 239
185. Para una discusión sobre la naturaleza de esa asimetría de poder en la formación de las
identidades subjetivas y su agresividad intrínseca, ver Lacan (1996).
186. Tema trabajado por Badiou (2014).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 241
187. Como ha señalado Basaure en “Es la teoría de las luchas por el reconocimiento una teoría
de la política?”, aún no publicado.
242 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
188. Ver a este respecto, la discusión hegeliana sobre las determinaciones de reflexión en Hegel
(1996).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 243
Políticas de la indiferencia
Por más que esto parezca contraintuitivo y contrario a cualquier reflexión
sociológica elemental, podemos decir que el campo de lo político nace a partir
189
de su separación del campo de la cultura y la economía. Una de las posibles
consecuencias que siguen es la afirmación de que las identidades pueden y deben
encontrar su espacio de desarrollo, sino que ese espacio debe ser necesariamente
politizado. Se trata aquí de defender la hipótesis de que la política desidentifica
a los sujetos de sus diferencias culturales, los deslocaliza de sus nacionalidades e
identidades geográficas, de la misma forma que los desindividualiza de sus atri-
butos psicológicos. Por ello, dentro de esa perspectiva, la política es, por encima
de todo, una fuerza de desdiferenciación capaz de abrir a los sujetos a un campo
productivo de indeterminación. Sujetos políticos no son portadores de demandas
individuales representativas de ciertos grupos particulares, estamentos y clases.
En esas condiciones, las demandas que aparecen en el campo de lo político son
solo la emulación de particularismos que buscan afirmarse dentro de un mero
juego de fuerzas, no de una confrontación realmente política con fuerza concreta
de transformación. En realidad, la política desconoce a los individuos y tal vez
sea una de las lecciones más actuales de Marx. Hay que meditar con atención
el hecho de que la revolución, para Marx, solo puede ser hecha por la clase de
los desposeídos de predicado y profundamente desposeídos de identidad. Tal
vez eso nos muestre que sujetos solo se transforman en sujetos políticos cuando
sus demandas individuales se desindividualizan, pudiendo así aparecer como
condición mayor para la ampliación genérica de derechos.
Por tal razón cabe afirmar que desde el punto de vista de lo político –y esta
es una importante hipótesis de trabajo– el espacio de las diferencias culturales
190
debe ser un espacio de absoluta indiferencia. Pero, ¿qué significa la proposi-
ción de que las diferencias culturales deben ser objeto de indiferencia política?
Primero, debemos recordar lo que eso no significa. No se trata aquí de ignorar
que políticas específicas de discriminación positiva tengan función estratégica
fundamental, ni de ignorar que las leyes de defensa de grupos sociales histórica-
mente más vulnerables (mujeres, negros, inmigrantes, homosexuales, travestis,
etc.) necesiten estratégicamente afirmar diferencias culturales para fortalecer
la sensibilidad social en relación con su vulnerabilidad específica. Estamos
189. Es así como interpretamos afirmaciones como la siguiente de Jacques Rancière: “La políti-
ca no es en modo alguno una realidad que se deducirá de las necesidades de organización
de los hombres en comunidad. Es una excepción a los principios según los cuales dicha
organización opera” (Rancière, 2007, p. 238).
190. Se trata de explorar aquí la idea, presente inicialmente en Badiou, de que “(…) solo es
posible trascender las diferencias si la benevolencia hacia las costumbres y las opiniones
se presenta como una indiferencia tolerante a las diferencias, lo cual tiene como prueba
material poder y saber autopraticar las diferencias” (Badiou, 2009, p. 116).
244 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
demandas de esa naturaleza. La política no tiene un lugar que le sea propio. Sin
embargo, la defensa de una autonomía de lo político nos permite comprender
por qué hay luchas sociales que no se agotan en el interior de la lógica de las
ganancias económicas y de las defensas de las particularidades culturales. La
experiencia de lo político no se da al margen de la economía y de la cultura,
sino que se sirve de ambas a fin de impulsar demandas económicas y culturales
hacia un punto de afirmación de un igualitarismo radical capaz de exponer “la
función universal de las luchas particulares cuando están investidas de un sig-
191
nificado que trasciende su propia particularidad” (Laclau, 2011 p. 305). Por
ello, solo podemos concordar con Rancière y afirmar que hay política cuando el
“pueblo” no es la raza o la población, los “pobres” no son la parte desfavorecida
de la población, los “proletarios” no son el grupo de trabajadores de la industria,
sino sujetos que no se dejan inscribir como parte de la sociedad, que no se dejan
comensurar por una lógica gestora de la vida social.
Sin embargo, no queda claro por qué deberíamos suponer, como en algunos
momentos de este capítulo, que la autonomía de lo político es condición para
defender la existencia de algo que deberíamos llamar “reconocimiento antipre-
dicativo”. Pues puede parecer que simplemente estamos ante la comprensión de
lo político como campo de universalidad formadora de derecho. Comprensión
que nos llevaría a la idea de que las demandas sociales se convierten en políticas
cuando intereses particulares aparecen como expresión de derechos universales
aún no aplicados a grupos desfavorecidos. Así, lejos de afirmarse de manera
“antipredicativa”, tenemos, por el contrario, una predicación de los sujetos
mediante la determinación proporcionada por derechos positivos jurídicamente
enunciados que, hasta entonces, les fueron negados. Hablar de un “reconoci-
miento antipredicativo” solo tendría sentido si pudiéramos afirmar la necesidad
de algo del sujeto que no pasa en sus predicados, sino continuar como potencia
indeterminada y fuerza de indistinción. Como si profundizar las dinámicas de
reconocimiento no pasara por aumentar el número de predicados a los cuales
un sujeto se reporta, sino que pasara, en verdad, por comprender que un sujeto
se define por portar lo que resiste al propio proceso de predicación. Lo que nos
deja con una cuestión fundamental: ¿cómo reconocer políticamente esa potencia
que no se predica? ¿Podríamos pensar en luchas políticas cuyas encarnaciones
en demandas particulares nos llevase necesariamente al reconocimiento de lo
que es radicalmente antipredicativo?
Poner el problema en estos términos demuestra cómo no podemos ver aquí
una versión de la necesidad de recuperar la distinción en su versión clásica
191. De esta manera sugestiva, Laclau propone pensar tal relación entre particular y universal
en el interior de las luchas políticas a través de la noción lacaniana de “objeto pequeño a”
como parcialidad que funciona como totalidad, exponiendo una totalidad inconmensura-
ble y no representativa a partir de los patrones aceptados de la representación.
246 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
El poder de la desinstitucionalización
A fin de pensar las condiciones posibles de tal recuperación, debemos re-
flexionar sobre lo que realmente puede significar la necesidad de existencia de
una dimensión necesariamente “antipredicativa” del reconocimiento. Como se
ha dicho anteriormente, sabemos que hay una perspectiva política que nos lleva
a creer que las luchas políticas conducen necesariamente a la institucionalización
de los derechos adquiridos. Así, luchamos para tener derechos reconocidos por
el ordenamiento jurídico. Como resultado de este principio, cada vez más la
vida social queda institucionalizada y regulada por cláusulas que apuntan a dar
voz al derecho de los grupos, hasta entonces profundamente vulnerables. Este
192. Lo que llevó a Marx a afirmar que “Ninguno de los así llamados derechos humanos tras-
ciende al hombre egoísta, el hombre como miembro de la sociedad burguesa, a saber, como
individuo recogido a su interés privado y a su capricho privado y separado de la comuni-
dad” (Marx, 2010, p. 50).
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 247
194. En ese sentido, solo podríamos estar de acuerdo con una afirmación como esta de Agam-
ben: “Si los hombres, en vez de buscar aún una identidad propia en la forma impropia e
insensata de la individualidad, consiguieran adherirse a esa impropiedad como tal, hacer
del propio no es una identidad y una propiedad individual, sino una singularidad sin iden-
tidad, una singularidad común y absolutamente expuesta. Es decir, si los hombres pudieran
no ser así en esta o en aquella identidad biográfica particular, sino ser así, la exterioridad
singular y su rostro, entonces la humanidad tendría acceso por primera vez a una comuni-
dad sin presupuestos y sin sujetos, a una comunicación que no conocería más lo incomu-
nicable” (Agamben, 2013, p. 61).
195. Ver a este respecto Honneth (2010), pp. 207-08.
Por un concepto “antipredicativo” del reconocimiento 249
los posibles, sino acoger los múltiples funcionamientos de los posibles. Desde el
punto de vista del derecho, tal multiplicidad debe ser indiscernible.
Estos procesos de desinstitucionalización permiten a las sociedades caminar
paulatinamente hacia un estado de indiferencia en relación a cuestiones cultu-
rales y de costumbres. Pues las cuestiones culturales siempre serán espacios de
afirmación de la ordenación múltiple de identidades. Pero la política debe, en
el horizonte, desprenderse de esa afirmación. Por más que esto pueda parecer
contraintuitivo, la verdadera política está siempre más allá de la afirmación de las
identidades, sean individuales o colectivas. Ella inscribe, en estructuras sociales
amplias, modalidades antipredicativas de reconocimiento que encuentran su
manifestación en dimensiones sociales del lenguaje y el deseo marcadas por la
producción singular de circulación de lo que no se deja experimentar bajo la
forma de lo propio. Producción que podemos encontrar ahora en los sectores
más avanzados de la poesía contemporánea y en las reflexiones psicoanalíticas
sobre las experiencias amorosas.
251
Podríamos empezar por preguntarnos sobre qué época es esta en la que tra-
tar de acercarse a alguien mediante el amor debe ser descrito como un acto de
excavación. Pues si un día el amor fue comparado a una tierra firme, acercarte
al acto de excavar indica que ahora estamos ante tierra en exceso, demasiada
tierra que soterró a los amantes en la distancia de lo que se petrifica, de lo que
vuelve a la inercia, de lo que cubrimos a los muertos. Pero la excavación de la
que Celan habla, parece no contentarse en desterrar lo que estaba soterrado,
como si fuera acción ligada a la justificación de su utilidad. Ella quiere presen-
tarse como el gesto elemental de una repetición bruta, de las que no nos hacen
más sabios, que no nos llevan a inventar ninguna canción, a imaginar lenguaje
alguno. Repetición que parece estar en lugar de una oración que se repite seca-
mente. “Cavaban”, dice el poema en todos sus momentos: pues hay que repetir
la acción a ritmo de oración, sintiendo el peso impredicado de lo que no tiene
tiempo, de lo que se hace todo el día y toda la noche porque es indiferente a la
existencia del día o de la noche, es indiferente al pasar del día y de la noche.
Tiempo que destruye el día y la noche en una indiferencia soberana. El tiempo
que se repite, que no se rememora.
Se repite sin alabar a Dios, pues los amantes que cavan no esperan desterrar
unidad alguna, ni esperan algo más allá de su ciencia y escucha. No se alaba
a Dios porque Dios no vela más por los amantes en la garantía destinada a la
reconciliación, ni siquiera los observa. En el desamparo de no tener quién los
vele, los amantes excavan hasta encontrar ese estado en el que se oye tanto
el silencio como se ve la tempestad, still y sturm: aliteración que nos recuerda
cómo, del fondo, viene el movimiento en el cual los afectos opuestos se des-
moronan en un punto de indistinción. Vino la indistinción entre el silencio y
la tempestad y allá donde el silencio grita y la tempestad calla, algo imposible
irrumpe: la apertura de la infinidad de todos los mares delante de los amantes.
Todos los mares. Hay que tener mucho espacio para la grandeza intensiva de
todos los mares. Pero alguien podría tener la pésima idea de preguntarse: ¿qué
se siente ante todos los mares? Lo sublime dinámico que muestra la excelencia
de nuestro destino, sería posible decir. ¿Pero entonces qué hace allí el gusano?
Pues, ante todos los mares hay yo, hay tú y hay el gusano, ese intruso nada
sublime que, sin embargo, recuerda que todos los mares son también tierra,
materia que se excava todo el día, toda la noche. Parecía sublime, sin embargo.
Allí estaba el gusano. El mismo gusano que se infiltró en el momento en que
el poema se torna en el más elemental lenguaje. Momento en que el material
del poema se atrofia hasta convertirse en una impersonal e inexpresiva regla
de conjugación verbal (ich grabe, du gräbst und es gräbt…) que irrumpe en el
momento más sublime de las imágenes. Ich, du und es: la primera, la segunda y
la tercera persona, pero una tercera persona impersonal tan democrática como
el gusano que corroe todas las carnes, la mía y la suya, en una indistinción, al
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 253
mismo tiempo, originaria y final. Tercera persona en la que se rompen las fu-
siones de los mares y que tal vez recuerde cómo todos los mares, al final, están
allí para despojar. Nos hace pasar de alguien a nadie; nos hace pasar de quien
se cuenta (oh einer + einer + einer) a quien no se cuenta más (niemand). De
alguien que todavía es una persona, respecto de la cual se puede decir algo, a
nadie: este, despojado de predicados; este, que se pregunta a dónde fue usted
si no hay lugar para ir.
Y en ese momento en que no hay más que cavar, pues no hay más lugar para
ir, no hay más dirección, entonces hasta la más elemental regla gramatical de
conjugación verbal produce lo que solo puede ser producido en la conciencia
absoluta de la disyunción, en el retraimiento de los dioses y de los mares y de
todos los que un día prometieron velar por los amantes. El material gastado
y elemental produce anillos que despiertan de los dedos mostrando cómo la
disyunción desacralizada del amor nos pasa de la impotencia a la imagen de
lo imposible. Cuando la disyunción implosiona, aunque el deseo persista en su
fuerza bruta de oración, hay un anillo que brota en los dedos de los amantes.
Pero para que los anillos broten es necesario que la lengua toque lo imposi-
ble, que conjugue de una forma que la gramática no permite conjugar: ich grab
mich, yo me cavo. Nunca la lengua vio acción semejante. Yo me cavo porque
hay tierra en mí, la misma tierra que te entierra. Y la primera excavación es la
de la lengua que necesita dejar de comunicarse para pasar a cavarse a sí misma,
desmontar sus propias reglas como quien desconstruye casas en la superficie
para encontrar vestigios de otros tiempos en el subsuelo. Es solo mediante una
torsión de la lengua que los amantes producen lo que son capaces.
197. Lo que habría llevado al riesgo de situaciones en las que “(…) los motivos egocéntricos de
realización de sí o de promoción individual impiden cada vez más a los individuos honrar
vínculos constitutivos de relaciones íntimas de larga duración” (Honneth, 2013 p. 272).
198. Así: “No solo el individuo debía ser ahora más libre que antes para optar por una relación
liberada de exigencias parentales y fundada únicamente sobre los sentimientos personales,
pero la relación libremente escogida entre hombre y mujer era, a partir de entonces, ella
misma comprendida como un arreglo social encarnando una forma específica de libertad”
(Honneth, 2013ª, p. 25).
199. Lo que lleva a algunos a afirmar que “(…) el amor romántico introdujo la narrativa en
el interior de la vida individual. La narración de una historia es uno de los sentidos de la
palabra ‘romance’, pero esta historia viene ahora individualizada, insertando el yo y el otro
en una narrativa personal que no tiene referencia con procesos sociales más amplios. La
ascensión del amor romántico coincide más o menos con la emergencia de la novela: la
conexión fue uno de los descubrimientos recientes de la forma narrativa” (Giddens, 1992,
p. 40).
256 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
200. Lo que lleva a sociólogos como Ulrich y Elisabeth Beck a afirmar; “Oprimido por las espe-
ranzas en él depositadas, el amor parece escapar por ser ideado por una sociedad basada
en el crecimiento del individuo. Y él es cargado con más esperanzas cuanto más rápido
él parece disolver en el aire, abandonado todo vínculo social” (Beck y Beck-Gernsheim,
1995, p. 2).
201. “La cultura de masa no creó el ideal de la novela. Lo que ella hizo, sin embargo, fue
transformar un antiguo ideal romántico en una utopía visual que combinó elementos del
American Dream con fantasías románticas” (Illouz, 1997, p. 31).
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 257
hace sentir tanto dentro como fuera de las normatividades sociales reconocidas.
Dentro como fuera de la norma, en lo sagrado o en lo profano, encontramos la
misma figura de la individualidad.
Si este diagnóstico es correcto, su superación no puede encontrarse en el
llamamiento a la naturalización de tendencias cooperativas y, por consiguiente,
a la seguridad emocional propia de individualidades autónomas que encuen-
tran el reconocimiento mutuo y consentido de sus intereses conscientes. Esta
solución, en verdad, acaba por conservar la centralidad de las demandas de la
individualidad, pero simplemente “desinflándolas” por enmarcar el amor, una
vez más, dentro de una dinámica de refuerzo y reiteración de los procesos de
reproducción material de la vida. Quien sabe oír lo que la poesía tiene que decir
sobre nuestra época, percibirá cómo el amor deja de ser solo una posibilidad
no cuando los individuos encuentran un acuerdo tácito de, al mismo tiempo,
autolimitación y afirmación de sus intereses de autorrealización, sino cuando
se excavan hasta que no son más alguien. No hay individuos en el interior del
amor y afirmar eso no significa necesariamente realizar expectativas románticas
de fusión sacrificial. Significa afirmar: lo que impulsa y sostiene las relaciones
amorosas no tiene la figura de atributos individuales conscientemente dispues-
tos; por el contrario, se caracteriza por tener la fuerza de desestabilizar lo que
se deja narrar bajo la forma de la atribución y de la claudicación. Por eso, el
amor del que habla Celan es, necesariamente, antirromático, como reiteran
estos versos de Salmos:
Ya nadie nos moldea con tierra y con arcilla,
ya nadie con su hálito despierta nuestro polvo.
Nadie.
Una nada
fuimos, somos, seremos,
floreciendo:
rosa de nada, de nadie.
Nadie nos moldea más y nos hace a su imagen y semejanza. Ninguna unidad
que se garantice en las ilusiones especulares del amor, nada que se deje narrar
bajo la forma de la atribución, de lo propio. Pero ese retraimiento de los dioses,
con sus teloi y sus fundamentos por semejanza entre fundante y fundado, es
condición para otra subjetivación que permite a la “Nadie” transformarse en
un nombre propio; como un día “Nadie” fue la última astucia de Ulises contra
lo que podría destruirlo. El nombre propio indica un agente que, contra todo
258 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
lo que hasta ahora hemos aprendido, nos hace afirmativamente florecer. Pero
florecer como una rosa, metáfora mayor del amor romántico, que no aparece
sino como el florecimiento de las promesas de crecimiento a dos y exuberancia
de sí. Una “rosa nada” y una “rosa de nadie” que indican cómo la negatividad
y la despersonalización invaden el significado anterior del romanticismo de una
rosa y queman su creencia de afirmación de las individualidades mediante el
amor. Un amor que nos hace afirmar: floreceremos siendo nada, teniendo el
coraje de llevar al ser al límite de lo puramente indeterminado.
202. Diría que no es posible sostener una crítica radical de las filosofías de la conciencia sin
comprender cómo la reflexión filosófica sobre el amor debe ser reconstruida. Vale, aquí lo
que afirma Badiou: “Si el amor es ‘conciencia del otro como otro’, eso significa que el otro
es identificado en conciencia como él mismo. Si no, cómo comprender que la conciencia,
puede acoger o experimentar al otro como tal” (Badiou, 1992, p. 262). De ahí su proposi-
ción de que se debe partir del amor como proceso, y no de la conciencia amorosa.
203. Pero que puede convertirse en un contrato claramente asumido en virtud de, por ejemplo,
“(…) amplios espacios de contractualización a partir del modelo de lo que ya existe en
materia de circulación de bienes” (Maniglier y Iacub, “Leur République et la nôtre”. En:
Vladimir Martens, Citoyenneté, discrimination et préférence séxuelle. Bruxelas: Publications
de Facultés Universitaires Saint-Louis, 2004, p. 83), que permitiría a los individuos definir
formas mutuas de unión y alianza bajo contrato a partir de su “voluntad de unirse, o de
aliarse, independiente del sentido que los socios dan a esta unión” (id.), desde contratos
de cohabitación hasta contratos intergeneracionales. Pero es la expresión de la voluntad
bajo la forma del contrato que se trata aquí de criticar, como si la expresión ideal de los
vínculos afectivos a ser reconocidos por el poder público fuera necesariamente el contrato.
¿No sería prueba de limitación de la comprensión de la naturaleza de las relaciones de
reconocimiento para pensarlas a partir del modelo de determinación que usamos para la
circulación de bienes?
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 259
poseedor consciente de mi voluntad como si esta fuera una cosa que se dispone
ante mí en su integral visibilidad a ser enunciada por los afectos. Sin embargo,
de nada sirve salir de un modo de reificación (la reificación del otro) para
caminar hacia otro tipo de naturalización (la reificación de la voluntad como
algo propio, como una propiedad). En los dos casos, no salimos de la dimensión
de las determinaciones por posesión. En este sentido, podemos hablar de esta
reificación de la voluntad como expresión de un “fetichismo de la persona” en
el que la “persona” designa la otra cara del fetichismo de las cosas, su “doble”
humano (e incluso humanista) configurado por el derecho de la propiedad y del
intercambio necesario para la circulación de las mercancías” (Balibar, 2011, p.
338). Pues no hay la reificación de las cosas en mercancías sometidas a la forma
equivalente general sin la reificación de sí en persona.
La crítica de ese “fetichismo de la persona” proporciona, entre otras, una
de las razones por las cuales el uso de nociones como “consentimiento” y
“consensualidad” son inadecuadas para describir la naturaleza de los vínculos
en las relaciones amorosas. Quien dice consentimiento dice asunción consciente
de la voluntad y aceptación voluntaria de pactos, acuerdos y contratos. Lo que
implica permanencia inaudita de una imagen del pensamiento heredada de las
filosofías de la conciencia, así como la permanencia de modelos de relación
heredados de la racionalidad mercantil.
A este respecto, observamos la naturaleza del marco normativo propor-
cionado por Axel Honneth acerca del amor, pues su concepción es un buen
ejemplo de lo que procuro aquí criticar. Este marco normativo se expresa en
afirmaciones según las cuales
(…) quien se involucra en una relación amorosa, sea heterosexual o ho-
mosexual, espera hoy como antes ser amado por la persona amada por sus
propiedades (eigenschaften) que considera en sí mismas centrales. El amor
recíproco no debe ser fundado en cualidades cualesquiera, sino en deseos o
intereses que la propia persona considera decisivos para su autocomprensión/
autosignificación (selbstdeutungen) (Honneth, 2013a, p. 260).
Estas propiedades constitutivas no son solo las actualmente presentes, sino
que se refieren también a aquellas que se desarrollan en una perspectiva tem-
poral que abre a los amantes al tiempo futuro, proporcionando así la figura de
una duración estable velada bajo los ojos de sujetos conscientes de sí y de la
unidad de su tiempo. La norma de atención constante a las transformaciones
de los comportamientos respectivos expresaría el hecho de que
(…) es solo allí donde dos personas se ponen de acuerdo para acompa-
ñar con benevolencia el desarrollo de sus personalidades respectivas,
aun cuando él toma una dirección imposible de anticipar, que se
permite hablar de una relación intersubjetiva que merece el nombre
de relación “amorosa” (Honneth, 2013a, p. 262).
260 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Ello hace del amor una forma de amistad más intensa, un “deseo mutuo de
intimidad sexual” que permite que las parejas aparezcan bajo la imagen de un
“nosotros carnalmente unido”.
Hablar del amor como reconocimiento de un conjunto de cualidades o pro-
piedades que cada uno de los sujetos ve como decisivas para su autocompren-
sión o autosignificación es, sin embargo, pensar en la forma de un intercambio
equivalente de reconocimiento entre atributos conscientes. Como si lo que nos
motivara al compromiso en relaciones amorosas fuera la expectativa consciente
de un acuerdo que permitiría la duración estable de protocolos de síntesis en
vista de la unidad de un “Nosotros” encarnado, y no un vínculo inconsciente
impulsado por algo muy distinto de los rasgos característicos que creo ser “en
sí mismos centrales” para el desarrollo de mi personalidad. Vínculos incons-
cientes causados por
lo que necesité perder en los procesos de maduración
para constituir la imagen de sí, pero que, sin embargo, continúan insistiendo
en la configuración de mis deseos. Este amor predicado por Honneth no es otra
cosa que la forma de la relación protocontractual entre individuos que ahora
han aprendido a “autolimitarse” en sus “motivaciones egocéntricas” y, por eso,
pueden negociar indefinidamente a partir de los deseos e intereses que ellos
mismos consideran decisivos. Como si estuviéramos ante sujetos que tienen ante
sí la comprensión instrumental del sistema de causas y razones de sus deseos e
intereses (ilusión suprema de una filosofía inadvertida de la conciencia), como
si pudieran nombrarlos en la antecámara de los prolegómenos de toda relación
posible y tenerlos a su disposición mediante la fuerza iluminadora del nombre.
Como si fuera posible ignorar que “no encontraremos en el otro deseado lo que
pondría un fin en nuestra división subjetiva, sino aquello que es más difícil de
reconocer en nosotros mismos” (David-Ménard, 2011, p. 78). Este amor con
su consensualidad de plaza de mercado es, en el fondo, la ficción liberal por
excelencia. Porque proporciona a los individuos liberales la orientación para
el desarrollo de cierta forma de autodeterminación decisiva para la aceptación
de demandas de reconocimiento en esferas más amplias. La forma esta basada
en modelos de determinación por predicación. Hay, en el fondo, una función
pedagógica y profundamente disciplinaria de esa modalidad de amor, pues ella
me enseña y me confirma la forma de la determinación de sí esperada en el
interior de las funciones sociales que ocuparé en vínculos más amplios.
Podemos afirmar, incluso, que una concepción de esa naturaleza ni siquiera
es fenomenológicamente coherente, a no ser que se quiera enviar a la dimen-
sión de lo patológico de situaciones fenoménicas estructuralmente propias de
las relaciones amorosas como la ambivalencia irreductible de sentimientos, esa
pulsión indeterminada entre amor y rabia, amparo y amor devastación, atrac-
ción y rechazo que no se organiza teleológicamente como momentos de prueba
hacia una comunicación cada vez más consensuada, pero se expresa profunda
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 261
Un problema de don
Ante estas consideraciones, ¿no sería del caso estructurar una reflexión teó-
rica más adecuada a las experiencias desveladas por la capacidad sismográfica
de la poesía contemporánea en proporcionar la imagen de un mundo producido
por movimientos tectónicos que apenas comenzamos a sentir? Una reflexión
teórica capaz de evidenciar cómo la experiencia contemporánea del amor en
sus dimensiones más productivas (es decir, en la singularidad del poema y en la
comprensión irreductible proporcionada por el psicoanálisis), no fundamenta
hoy vínculos sociales más amplios, sino que proporciona la forma de relacio-
nes producidas fuera del circuito de afectos que coloniza nuestra vida social.
Lejos de ser una forma de amparo, el amor desampara al poner en circulación
procesos de desposesión de los individuos en relación con sus predicados. Sin
ser un sistema de intercambios, es una operación muy específica de circulación
de dones que rompe las relaciones de reciprocidad. Por eso, es posibilidad de
relación entre lo que se plantea en radical disyunción.
Podemos encontrar tal concepto de amor en Lacan. Un concepto que tiene
relevancia política por permitirnos pensar modos de relación que no se dejan
definir bajo la forma de asociación entre individuos. En Lacan, esto es aún más
claro si recordamos que el amor no es espacio de deliberación y consentimiento,
sino que está constituido por vínculos inconscientes de repetición. Guardemos
por el momento esta idea: el amor es una forma de repetición que despoja a los
sujetos de sus identidades.
A fin de comprender mejor este punto, analizamos inicialmente otra carac-
terística importante del concepto lacaniano de amor, a saber, la idea según la
cual sería modelo de circulación de dones. En vista de la crítica a ciertas lec-
turas protocontractualistas de las relaciones amorosas, se justifica la conocida
definición lacaniana del amor como “dar lo que no se tiene” (Lacan, 2001a, p.
46). Pensando en una dimensión en la cual el don aparece como demanda de
compromiso mutuo y reciprocidad (algo que ya se había traído de la teoría del
don de Marcel Mauss), el psicoanalista francés recuerda que al realizarse el don
disuelve el objeto en cuanto tal proyectar la demanda hacia la articulación de
262 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
204. “Insistamos que la dimensión del don solo existe con la introducción de la ley. Como nos
muestra toda meditación sociológica, el don es algo que circula, el don que usted hace es
siempre el don que usted recibió” (Lacan, 1994, p. 140).
205. Podríamos recordar aquí la forma como Lévi-Strauss comprende el maná de Mauss como
signo de “valor simbólico cero” (Lévi-Strauss, 2003, p. 43). Es una manera de afirmar que
la fuerza que anima las cosas objeto de donación es, en realidad, expresión de “un valor
indeterminado de significación, en sí mismo vacío de sentido y por lo tanto susceptible de
recibir cualquier sentido, cuya única función es llenar la distancia entre el significante y el
significado” (p. 39). Podemos recordar también cómo Lacan comprenderá el falo como ese
significante que formaliza tal inadecuación (cf. J. Lacan, 1966, p. 821). En ese sentido, “dar
lo que no se tiene” sería básicamente decir que, en el amor, el halo circula como significan-
te de la inadecuación entre el deseo y sus objetos. Sin embargo, eso sería decir poco, pues
debemos preguntarnos qué expresa tal inadecuación, cuál es el efecto del desvelamiento
de ese valor indeterminado de significación.
206. Lo que es otra manera de decir que “(…) los bienes intercambiados en ocasiones parti-
culares (fiestas, encuentros, bodas) no tienen ninguna significación ni valor económico;
se dirigen a reconocer, a honrar, a vincular: ellos son consumidos en la celebración o se
reparten en el circuito de dones” (Hénaff, 2002, p. 30).
207. En ese sentido, “(…) el prestigio, la gloria, la posición no pueden ser confundidos con el
poderío. O si el prestigio es poder, lo es en la medida en que el propio poder escapa a las
consideraciones de fuerza o de derecho a que habitualmente es sometido [...] La gloria,
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 263
209. Lo que nos puede explicar por qué, al hablar de la “dialéctica del amor” presente en el
Banquete, de Platón, Lacan afirmará que “nos permite ir más allá y aprehender el momen-
to de báscula, de giro en la cual, de la conjunción del deseo con su objeto, como objeto
inadecuado, debe surgir esa significación que se llama amor” (Lacan, 2001, p. 47). Pues:
“lo que falta a uno no es lo que está, escondido, en el otro. “He aquí todo el problema del
amor” (ibíd., p. 53).
210. Para la teoría del objeto a en Lacan ver Safatle (2006b).
211. Ver a este respecto Esposito (2014).
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 265
Puede parecer que esta situación solo describe una forma de fetichismo en la
cual las relaciones entre sujetos son transmutadas en relaciones entre cosas. Sin
embargo, se trata de insistir que nunca saldremos del fetichismo del “contrato
social entre mercancías” descrito por Marx, apelando a la creencia en la fuerza
de apropiación reflexiva de los presupuestos de la acción social por la conciencia;
es decir, pasando del fetichismo de la mercancía al fetichismo de la conciencia.
Tal modelo de crítica es tributario de la distinción metafísica entre personas y
cosas. Más correcto es buscar la fuerza de descentramiento presente en formas
no mercantiles de fetichismo capaces de liberar las cosas de su sumisión a la
categoría de sustratos de la forma equivalente.
Por último, hay que recordar que los objetos operan incorporaciones, pero
esas incorporaciones no son representaciones personalizadas que determinan
totalidades, lo que solo la imagen del cuerpo propio podría hacer. Por indicar
el modo de vínculo al Otro que debe ser continuamente negado para que la
autonomía del Yo y su identidad corporal puedan afirmarse, tales objetos solo
pueden incorporar lo que se pone en la irreductibilidad de su retracción al todo,
creando así relaciones respecto de las cuales el Yo nada quiere saber y que no
sabría cómo integrar. Nadie entendió mejor las consecuencias de la función
de los objetos en el deseo lacaniano que Deleuze y Guattari al afirmar que “el
deseo es ese conjunto de síntesis pasivas mecanizadas por los objetos parciales,
por los flujos y por los cuerpos, y que funciona como unidad de producción”
(Deleuze y Guattari, 1971, p. 34).
Los objetos parciales producen síntesis pasivas; es decir, no son la expresión
de la actividad de una subjetividad constituyente con sus ilusiones de autonomía.
Sin embargo, la proliferación de síntesis pasivas nos muestra cómo
(…) estamos en la era de los objetos parciales, de los ladrillos y de los restos
[metáfora usada al agotamiento por Lacan a fin de hablar de los objetos a].
No creemos más en esos falsos fragmentos que, como pedazos de una estatua
antigua, esperan ser completados y recogidos para componer una unidad que
sería también unidad de origen (Deleuze y Guattari, 1971, p. 50).
Lo que el amor nos causa no se pega como pedazos de una estatua antigua,
ni se totaliza como los flujos continuos del capital.
Causalidad inconsciente
Esta forma de la circulación de objetos es la primera manera de recordar
cómo, en Lacan, hay una destitución subjetiva como condición para la creación
de vínculos afectivos en el amor. Pero hay también una segunda característica
importante del concepto lacaniano de amor cuyo sentido debemos compren-
der. Se trata de la definición de la circulación de objetos en el amor como una
modalidad de repetición. Al insistir en que el amor es animado por una forma
de repetición, Lacan no defiende una perspectiva determinista para la cual los
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 267
212. “Si lo que Freud descubrió y redescubría en un abrupto siempre creciente tiene un sentido,
es que el desplazamiento del significante determina a los sujetos en sus actos, en sus desti-
nos, en sus rechazos, en sus cegueras, en sus éxitos y en sus suertes” (J. Lacan, 1966, p. 30).
213. Tal modelo de causalidad inconsciente será tematizado en los años 1960 por alumnos de
Lacan y Althusser ligados a los Cahiers pour l’analyse a partir de la noción de “causalidad
metonímica”, o sea, causalidad que se impone a través de las relaciones de contiguidad
entre significantes que se organizan en cadena.(Ver Miller, 1996 y Althusser et al., 2000).
268 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
(Aristóteles, 1966a, 196b). Por eso, son accidentales los acontecimientos cuyas
causas son indeterminadas (απροσδιóριστο) para la conciencia y ocurre en
ella de forma opaca.
Se observa cómo la elección lacaniana de discutir la repetición a partir de
la noción de causalidad accidental es, por lo menos, contraintuitiva. Normal-
mente, diríamos que lo que se repite es lo que siempre es causado de la misma
forma o al menos, que ocurre regularmente. Sin embargo, para Lacan con-
fundiríamos repetición y reproducción de regularidades o semejanzas. Pero al
pensarla dentro de las discusiones sobre la causalidad accidental, Lacan espera
evidenciar la dimensión realmente innovadora e instauradora de la repetición
como acontecimiento.
Una repetición que nada reproduce. Para dejar claro ese punto, Lacan se
apoya en la distinción aristotélica entre dos regímenes de causalidad accidental:
automaton (que podemos traducir por “casualidad”, “acaso”) y tyche (normal-
mente traducido por “suerte”). En cierto modo, tyche es un subconjunto del
automatón. Todo lo que ocurre de manera accidental ocurre por automaton,
solo lo accidental que resulta de la actividad humana ocurre por tyche. Esta
distinción permite aislar los hechos que ocurren debido a la actividad delibe-
rativa humana, pero cuyo resultado es no intencional, involuntario o, como
dirá Aristóteles, “contrario a la razón” (197a). Como si se tratase de decir que
la suerte es una especie de producción involuntaria de la acción racional. Por
eso, para Aristóteles nada de accidental producido por las cosas inanimadas,
por los animales y por los niños (sujetos que aún no podrían calcular sus accio-
nes) es por tyche. Porque son seres desprovistos de prohairesis: la capacidad de
deliberación ligada no solo a la claridad epistémica, sino también a la virtud
moral. Esto explica por qué Aristóteles recordará que si las cosas son bien sea
por techné (cuando tiene su causa en la actividad humana), por physis (cuando
tiene su causa ligada a la causalidad natural) o por privación de los dos (tyche
o automaton), entonces la tyche solo podrá ser la privación de la techne, ya que
solo puede ocurrir a aquel que detiene una actividad humana, mientras que el
automaton será la privación de la physis.
Desde los tiempos homéricos, los poetas afirmaron que lo divino se manifiesta
como tyche o como moira. Esta tiene algo del orden del destino que se impone
a nosotros de manera involuntaria. Aristóteles da como ejemplo de tyche un
hombre que va al mercado y allí encuentra, sin esperar, a alguien que le debe,
acabando así por recibir su deuda de manera inesperada. En ese caso, es fácil
notar que la elección hecha por el agente no tenía relaciones con el hecho
realizado. Sin embargo, de manera accidental, por concomitancia de dos series
causales distintas, la elección lo llevó a un efecto imposible de prever y que puede
ser deseable (encuentro con alguien que me debe dinero cuando decido ir al
mercado a comprar tomates) o no (tomo uno en la plaza del mercado gracias
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 271
distancia entre el saber del hombre y la voluntad divina. Después de oír a Dios,
solo le quedaba a Job responder:
Bien sé que todo lo puedes y que ninguno de tus propósitos puede ser im-
pedido. ¿Quién es este que sin conocimiento encubre el consejo? Por eso,
relaté lo que no entendía; cosas que para mí eran inescrutables, y que yo no
entendía (Jó, 42:3).
Al humillarse ante Dios, Job recibe todo por partes dobles: el doble de bie-
nes, de hijos, de posesiones, y esa duplicación es para Kierkegaard la verdadera
repetición.
Podemos interpretar esa comprensión afirmando que Job se sabía amado
por Dios y veía el servicio de los bienes compuestos de sus carneros, caballos,
vacas e hijos como la prueba del amor del Otro. El sentido de los objetos em-
píricos es indizado por el amor trascendente de Dios. En ese contexto, toda
pérdida significa tener la experiencia de la no compatibilidad entre los bienes
y la voluntad divina, entre fe y saber. La historia de Job se presenta como la
historia del descubrimiento de la opacidad del amor divino, y podemos decir
que Kierkegaard opera aquí una radicalización del voluntarismo calvinista. Job
no tiene más signos del amor de Dios, solo puede contar con su fe. Ni siquiera
los cálculos propios del juicio moral tienen lugar aquí. Contrariamente a lo que
dicen sus amigos, Job no pecó y la pérdida de sus bienes no es la expresión de
un castigo sino de una pura y simple apuesta. De ahí se sigue la idea central de
pensar la repetición como una prueba. Job debe aceptar la prueba que consiste
en la disolución de los objetos y en la apertura a la trascendencia. Pues “la ca-
tegoría de la prueba es absolutamente trascendente; ella establece al hombre
en una relación de oposición puramente personal a Dios” (Jó, 1:12).
Debemos insistir en este punto. La primera prueba propia de la repetición es
la disolución de los objetos. Job pierde todo para restar solo ante el desamparo
producido por la opacidad de la voluntad de Dios. Igual que el padre que soñó
con su hijo quemándose, se encuentra ante el vacío de la angustia que le quita
todo lugar simbólico. Un padre que no ve a su hijo que se quema es alguien a
quien no le queda nada más. Una fiel víctima de una voluntad divina que apuesta
(y que podrá seguir apostando indefinidamente) tampoco está en situación mejor.
Pero toda repetición se compone también de otra prueba. Si la primera
consiste en querer la disolución del objeto, la segunda consiste en querer la
duplicación de los objetos; o sea, los objetos que retornan duplicados y des-
doblados. Sin embargo, tal vez esa prueba sea la más pesada. “Recibe todo de
nuevo en doble” parece como un alivio a los sufrimientos. Al final, Job puede,
finalmente, gozar en doble. “Job es bendecido y ha recibido todo en doble. Eso
se llama repetición” (Kierkegaard, 1993, p. 156).
Pero subrayemos la naturaleza angustiosa de la situación. Antes, los objetos
eran la prueba del amor de Dios. Mis hijos y mi riqueza eran la expresión del am-
276 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
paro garantizado por mi amor verdadero a Dios. Ahora, tales objetos perdieron
esa significación pues Job hizo la experiencia de la inconmensurabilidad entre la
voluntad divina y el servicio de los bienes. Estos objetos duplicados son objetos
cuyo valor ya no es compatible con una matriz de determinación de valores.
Son objetos que nada dicen sobre el amor de Dios, objetos no más inscritos en
la teleología de un destino, ya no asegurados en el interior de la racionalidad
económica que mide mis ganancias a partir de mis merecimientos. No son la
marca de mi amparo, sino la expresión radical de mi desamparo y aparecen
como la expresión de un acontecimiento por despojo. Porque esos objetos no son
más signos de nada, salvo de su pura presencia contingente. Y si se deja afectar
por lo que es pura presencia contingente exige algo del orden descomunal, de
la desmesura, de lo que no se mide en el interior de los intereses regulares de
la persona. Entre Job y sus objetos duplicados hay una profunda disyunción.
Si volvemos al joven apasionado por sus imágenes fantasmáticas, veremos
que es exactamente tal duplicación del objeto lo que lo atemoriza. Él puede
aceptar la primera prueba y perder a la mujer amada. Dirá que “la realidad en la
que ella debe encontrar el sentido de su vida no es más para mí que una sombra
que corre al lado de mi verdadera realidad espiritual, una realidad que tanto
me llevará a reír, tanto se mezclará en mi existencia para entorpecerla”. Puede
perderla por saber que, en el fondo, nunca la tuvo; apenas tuvo la reminiscencia
de sus propios fantasmas.
Pero lo que el joven no puede aceptar es regresar a una mujer que ya no se
somete a la repetición fantasmática, una mujer que no es amparo alguno de
215
deseo del Otro. Pues, para amar la repetición se debe aceptar ser causado
por objetos que hacen al Otro decaer. Objetos que, como nos dice Celan, no
son velados por Dios. Al rechazar la circulación de estos objetos solo queda la
apertura a una trascendencia que puede decidirse en el suicidio (esa era una de
las primeras versiones dada al final de la historia por Kierkegaard). De donde se
sigue el carácter incompleto del libro, que repite las dificultades propias de la
vida de Kierkegaard en su historia rocambolesca con Regina Olsen (lo que tal
vez nos muestre cómo la escritura, para algunos, corre mucho más rápido que
la vida). El joven para en la contemplación de la trascendencia y no somete
su voluntad a la duplicación. No soporta la verdadera repetición, como en el
fondo, el propio Kierkegaard. A su manera, realiza la concepción según la cual
215. Es aquí uno de los mejores ejemplos de lo que Lacan tiene en vista al afirmar que “El
Otro, que es el lugar de la palabra, que es el sujeto de pleno derecho, que es este con
quien tenemos relaciones de buena y mala fe, como si que hace que él pueda y deba venir
algo exactamente análogo a lo que podemos encontrar en el objeto más inerte, a saber, el
objeto del deseo A. Es esa tensión, ese desnivel, esa caída fundamental de nivel que hace
la regulación esencial de todo lo que, en el hombre, es la problemática del deseo” (Lacan,
2001, p. 278).
El deudor que viene a mí. El Dios que apuesta y los amantes que se desencadenan 277
216. Esta interpretación de Adorno lo llevará a afirmar: “El objeto del amor se vuelve, en cierto
sentido, indiferente. Las diferencias entre los hombres individuales y las diferencias de los
comportamientos reales del individuo hacia los hombres se reducen a meras determina-
ciones diferenciales que en el sentido auténticamente cristiano deben ser indiferentes”
(Adorno, 2012, p. 314).
278 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Es por esa vía que Lacan seguirá. Vía que lo llevará a afirmar que “no hay
nada más que encuentro, el encuentro en el compañero de síntomas, afectos,
de todo lo que, en cada uno, marca el rasgo de su exilio, no como sujeto sino
como hablante, exilio de la relación sexual” (Lacan, 2001b, p. 278). Porque el
encuentro en las relaciones amorosas no se teje mediante el acuerdo referente
a los intereses de la persona, sino mediante síntomas, afectos impulsados por
objetos que trazan el exilio en relación a la pretendida afirmación de seguridad
emocional y realización complementaria de unidad. Una realización que sería
posible si existiera la reconciliación prometida por Dios. No hay nada más que
objetos que nos causan en el otro sin enunciar promesa alguna de reconciliación,
pero solo recordándonos cómo, en las relaciones amorosas, estamos en continua
desposesión. De ahí la proposición según la cual
(…) la relación del ser al ser no es esa relación de armonía que, desde siempre,
no sabemos muy bien por qué, nos muestra una tradición en la que Aristóte-
les, que solo veía el goce supremo, converge con el cristianismo, para el cual
era una cuestión de beatitud [...] El ser como tal es el amor que lo aborda
en el encuentro. El enfoque del ser por el amor. ¿No es ahí donde surge lo
que hace del ser lo que solo se sostiene por fracasar (Adorno, 1990, p. 133).
217. Lo que tal vez nos explique por qué Lacan afirma que “Es bastante singular ver reemerger
bajo la pluma de Freud el amor como potencia unificadora pura y simple, de atracción sin
límites, para oponerlo a Tánatos, eso cuando tenemos correlativamente, y de una manera
discordante, la noción tan diferente y tan fecunda de ambivalencia amor-odio” (Lacan,
2001a, p. 113). Porque la ambivalencia es, en su estructura más profunda, rechazo de
valencias, afirmación del afecto más allá de su evaluación a partir de valencias.
281
La salud es precisamente, y
sobre todo, en el hombre, una cierta
latitud ...
Georges Canguilhem
Vivimos en el olvido de nuestras
metamorfosis.
Paul Éluard
En esta última parte del libro fue importante exponer las limitaciones de
una teoría del reconocimiento presa de la determinación antropológica del
individuo y sus exigencias identitarias. Si la primera parte buscó, a su forma,
mostrar la potencialidad de una política desprovista de la exigencia de ser
pensada a partir del proceso de constitución de identidades colectivas, esta
última insistió en pensar modos de relación como dinámicas de desposesión
de identidades individuales. Este capítulo pretende no precisamente desplegar
una antropología alternativa para reflexiones sobre el reconocimiento que no
218
quieran reiterar el marco normativo de la individualidad liberal, pero sí abrir
un espacio a una biología que nos proporcione fundamentos renovados para la
218. Hasta porque esa antropología, basada en el psicoanálisis lacaniano, ya ha sido desarrolla-
da por mí en Safatle (2006b).
282 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
La vida política
“Fue la vida, mucho más que el derecho, lo que se convirtió en el objeto de
las luchas políticas, aunque estas últimas se formulen mediante la afirmación
de derecho” (Foucault, 1988, p. 158). Esta frase de Michel Foucault evidencia
la cristalización de una importante mutación en la comprensión de las estruc-
turas de poder operadas en las últimas décadas. Expresa la conciencia de cómo
discusiones acerca de los mecanismos de “administración de los cuerpos y de
gestión calculada de la vida” (p. 152) pasaron a ocupar el núcleo de los embates
en torno a los efectos de la sujeción social. Mecanismos que mostraban cómo el
fundamento de la dimensión coercitiva del poder se encontraba en su capacidad
de producir horizontes disciplinarios de formas de vida. Así, desde que Foucault
usó sistemáticamente términos como “biopoder” y “biopolítica”,219 se vuelve
aún más sensible la manera como discursos disciplinarios sobre la sexualidad,
las disposiciones corporales, la salud y la enfermedad, la experiencia del enve-
jecimiento y del autocontrol establecen normatividades que producen la idea
219. “Biopolítica” es un término acuñado probablemente por Rudolph Kjellén en 1920 para
describir su concepción del Estado como una “forma viviente” (Lebenform) provista de la
organicidad propia a una forma biológica (Kjellén, 1920, pp. 3-4). Para una genealogía del
concepto de biopolítica, ver Esposito (2008).
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 283
social de una vida posible de ser vivida. De ahí una afirmación mayor como:
“Durante milenios, el hombre permaneció en lo que era para Aristóteles, un
animal viviente que, además, era capaz de una existencia política. El hombre
moderno es un animal en la política del cual su vida de ser viviente es una
cuestión” (Foucault, 1988, p. 188).
Sin embargo, decir que la vida se ha transformado en el objeto de embate
de las luchas políticas es, al menos en la perspectiva foucaultiana, todavía decir
un poco más. Pues, en su caso, se trata de afirmar que lo biológico no podría ser
visto como un campo autónomo de producción de normatividades capaces de
alguna forma de determinación de nuestros posibles sociales. No debería siquiera
ser un punto de imbricación entre vida e historia, pues quien dice “imbricación”
presupone dos polos que pueden ontológicamente distinguirse. Cabe señalar,
por ejemplo, el sentido de una afirmación como esta de Michel Foucault acerca
de la noción de biopoder:
Conjunto de mecanismos mediante los cuales lo que, en la especie humana,
constituye sus rasgos biológicos fundamentales, podrá entrar dentro de una
política, de una estrategia política, de una estrategia general del poder; de
otra manera, como la sociedad, las sociedades occidentales modernas, a
partir del siglo XVIII, tomaron en cuenta el hecho biológico fundamental
de que el ser humano constituye una especie humana (Foucault, 2004, p. 3).
Con ello, Foucault afirma que los rasgos biológicos fundamentales de la
especie humana pueden entrar en una estrategia política no porque la política
está determinada, limitada por tales fundamentos biológicos, o en busca de
imitarlos, sino porque lo biológico, al menos en el interior de una problemática
política, debe aparecer necesariamente como aquello que no tiene fundamento
220
que le sea propio. Habría una plasticidad –para él constitutiva– que permitiría
al biológico ser algo como una historia olvidada de su propia naturaleza. No
por otra razón, ya en Las palabras y las cosas, las reflexiones sobre lo biológico
se presentan estrictamente como la exposición de la vida como expresión de
epistemes históricamente determinados. Lo que permite a Foucault afirmar que
220. Esto tal vez explique, como percibieron algunos comentaristas, por qué el concepto de
vida, en Foucault nunca está explícitamente determinado: “permaneciendo esencialmente
implícito” (Muhle, 2008, p. 10). Solo puede permanecer implícito por ser, al menos para
Foucault, un concepto sin autonomía ontológica. Muhle defiende otra hipótesis, a saber,
que hay un “doble papel de la vida” en Foucault: como objeto de una biopolítica y como
modelo funcional a ser imitado por la biopolítica. Sin embargo, hay que insistir que la vida
nunca es pensada por Foucault a partir de una organización conceptual inmanente, como
vemos en Canguilhem (con los conceptos de errancia, de normatividad vital, de organis-
mo, de relación al medio ambiente, entre otros). Por eso, a mi juicio, se puede decir que,
como máximo, hay una latencia en el pensamiento de Foucault para, en ciertas situacio-
nes, permitir que la vida aparezca como modelo funcional a imitar. Pero una latencia es
algo muy diferente de una tarea filosófica asumida.
284 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
si la biología era desconocida en el siglo XVIII “había una razón bastante simple
para eso: que la vida como tal no existía. Había solo seres vivos que aparecían
mediante una parrilla de saber constituido por la historia natural” (Foucault,
1966, p. 139). De esa forma, la vida nunca aparecerá para Foucault como lo que
fuerza discursos hacia las transformaciones estructurales. Como consecuencia,
no será difícil llegar a un fenómeno bien descrito por Giorgio Agamben:
Es como si, desde un cierto punto, todo acontecimiento político decisivo
tuviera siempre una doble cara: los espacios, las libertades y los derechos que
los individuos adquieren en su conflicto con los poderes centrales simultá-
neamente preparan cada vez una tácita, pero creciente, inscripción de sus
vidas en el orden estatal, ofreciendo así una nueva y más temible instancia
(Agamben, 2002, p. 127).
Este vaciamiento ontológico de la vida en el interior de reflexiones sobre
estrategias políticas hace que todo reconocimiento de una dimensión vital
dentro del campo político sea comprendido como creciente codificación en
el orden estatal, como continuo modelado de la vida por el poder. Esto abre
las puertas –al menos dentro de la lectura propuesta por Agamben– para toda
biopolítica que pueda tornarse indiscernible de las formas de gestión propias
a un poder soberano que opera mediante el completo despojo de los sujetos.
Poder capaz de transformar espacios sociales en zonas de gestión de la anomia.
La biopolítica, en esa lectura, no puede ser otra cosa que una técnica del poder
soberano, pues describe el impacto de esta en la constitución de una vida sin
predicados en el sentido específico de una vida completamente desnudada de
su normatividad inmanente.
Tal vez la apuesta en tal vaciamiento ontológico de la vida pueda justificarse
si recordamos lo que fue, hasta muy poco tiempo, el uso político de lo biológico.
No se trata solo de recordar los usos de lo biológico como horizonte de justifica-
ción de políticas eugenistas y racistas (Rudolph Hess afirmaba, por ejemplo, que
“el nacionalsocialismo no es más que la biología aplicada”) o de la brutalidad
de la expoliación económica a partir del darwinismo social. Recordemos cómo
la articulación entre biología y política siempre tuvo en vista la defensa de la
“corporeidad de lo social”, de la organización “natural” de lo social como un
cuerpo unitario que expresaría la creencia en la simplicidad funcional de las
organizaciones vitales. Creencia que proporcionaría una visión fuertemente
funcionalista y jerarquizada de la estructura social y que nos llevaría a compren-
der, entre otras cosas, los conflictos sociales como expresiones tendenciales de
patologías que deben ser extirpadas, como se quita un tejido en necrosis. Ya en
Hobbes, los antagonismos y conflictos sociales eran descritos como patologías
cuya gramática derivaba de las nosografías de las enfermedades de un organismo
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 285
221. Solo hay que recordar aquí los paralelismos presentes en el capítulo XXIX del Leviatán, en
el que Hobbes describe the diseases of a commonwealth a fin de alertar para “aquellas cosas
que debilitan o tienden a la disolución de la república” (Hobbes, 2003).
222 Ver Roberts (1938) y Uexküll (1920).
286 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
los dos campos, hay una operación más astuta que consiste en dar al concepto
“vida” un voltaje especulativo renovado.
Tal operación está claramente presente en las reflexiones del profesor de
Foucault, Georges Canguilhem. Recordemos, por ejemplo, el sentido de una
afirmación como: “No es porque soy un ser pensante, no es porque soy sujeto,
en el sentido trascendental del término, es porque soy viviente que debo buscar
223
en la vida la referencia de la vida” (Canguilhem, 1983, p. 352). Puedo pensar
la vida porque no funda el pensamiento a partir de la abstracción de un sujeto
trascendental que se pondría como condición previa para la categorización de
lo existente, ni como sustancia pensante. Puedo pensar la vida porque ella se
expresa en mi condición de existente, y por ser lo que hace de mi existencia una
expresión, el movimiento conceptual de mi pensamiento no puede distanciarse
por completo de la reproducción del movimiento de la vida. Lo que nos explica
una afirmación según la cual “no vemos cómo la normatividad esencial a la
conciencia humana se explicaría si ella no estuviera de alguna manera en ger-
men” (Canguilhem 2002, p. 77). Sin embargo, si la normatividad esencial a la
conciencia humana está “en germen”, entonces nada impedirá a Canguilhem dar
un paso políticamente preñado de consecuencias al afirmar que “los fenómenos
de la organización social son como una imitación de la organización vital, en
el sentido en que Aristóteles dice que el arte imita la naturaleza. Imitar, en el
caso, no es copiar, sino reencontrar el sentido de una producción” (p. 226).224
Al afirmar claramente que los fenómenos de la organización social son como
una imitación de la organización vital, Canguilhem muestra cómo su concepto
de vida no tiene derecho de ciudad sino dentro de discusiones sobre clínica y
ciencias médicas. En realidad, tiene una fuerte resonancia para la crítica so-
cial y proporciona una especie de horizonte biopolítico que no se reduce a la
crítica foucaultiana en el sentido de que la actividad vital es construida como
categoría de normatización y legitimación de procedimientos disciplinarios de
223. Esta proposición sigue de cerca una idea nietzscheana según la cual, “(…) al hablar de va-
lores, hablamos bajo la inspiración, bajo la óptica de la vida: la vida misma nos fuerza a es-
tablecer valores, ella misma valora a través de nosotros, al establecer valores” (Nietzsche,
2002, p. 36). Proposición distante de una perspectiva biopolítica típicamente foucaultiana
por exigir que el concepto de vida esté dotado de potencia productiva autónoma desde el
punto de vista ontológico. Una potencia productiva autónoma que puede llevarnos a la
pregunta sobre las posibilidades de una política que asuma cierta posición vitalista. Sobre
la influencia de Nietzsche sobre Canguilhem, ver Canguilhem 1990; Daled, 2008; Fichant,
1993.
224. Pensando en afirmaciones de esa naturaleza, Pierre Macherey dirá que, “(…) así, se en-
cuentra invertida la perspectiva tradicional relativa a la relación entre vida y normas. No
es la vida que es sometida a normas, estas actuando sobre ella del exterior, sino que son
las normas que, de manera completamente inmanente, son producidas por el movimiento
mismo de la vida” (Macherey, 2010, p. 102).
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 287
225. Esto tal vez se explique por el hecho de que los conceptos sobre la vida no son, en Can-
guilhem, solo objetos de una epistemología genealógica, sino también de una peculiar on-
tología. Lo que François Dagonet comprendió al recordar que “mientras Michel Foucault
se involucra en un estudio genealógico, Georges Canguilhem explora menos el campo de
la historia y se entrega más a un examen ontológico” (Dagonet, 1997, p. 15).
226. Ver Bergson (2007), Simondon y toda la primera parte de Bataille (2013b), así como De-
leuze, quien no verá problemas en afirmar que “(…) hay un vínculo profundo entre los
signos, el acontecimiento, la vida, el vitalismo. Y la potencia de una vida no orgánica, la
que puede existir en una línea de dibujo, de escritura o de música. Son los organismos que
mueren, no la vida. [...] Todo lo que escribí era vitalista, al menos así lo espero, y constituía
una teoría de los signos y del acontecimiento (Deleuze, 2008, p. 179).
288 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
227. Así, “(…) las normas ya no determinan derechos y obligaciones y se imponen a los sujetos
de fuera como en el trascendentalismo moderno, lo que permite hacer lo que está permiti-
do y prohibir lo que no está permitido. Pero son la modalidad intrínseca que la vida asume
en su irrestricto poder de existir” (Esposito, 2008, p. 186).
290 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Cantidad y calidad
Al enfocar sus reflexiones en las distinciones entre lo normal y lo patológico,
Canguilhem defiende que la actividad vital debe ser comprendida en su dinámica
concreta. Pero la dinámica concreta de la vida es su forma de ser “actividad de
oposición a la inercia y a la indiferencia” (p. 208) porque no hay indiferencia
biológica. Al ser pensada como oposición, la vida trae para su interior aquello
que le debe ser opuesto, estableciendo con él una relación de diferencia interna.
Este opuesto es pensado por Canguilhem a partir de los fenómenos de produc-
ción de “valores negativos”, como la enfermedad y el riesgo de la muerte. De
hecho, la noción de salud absoluta es una idealidad abstracta que contradice
la dinámica propia a todos los sistemas biológicos. Por lo tanto, la salud relati-
va es un estado de equilibrio dinámico inestable, una actividad constante de
oposición. Tal vez eso explique por qué “la amenaza de la enfermedad es uno
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 291
228. Pues, “si hay un poder de la vida, solo se debe aprehender a través de sus errores y fallas,
cuando se choca contra obstáculos que impiden o frenan su manifestación. De ahí la
importancia constantemente reafirmada por Canguilhem de los ‘valores negativos’ cuyo
concepto funda su perspectiva filosófica, una perspectiva apoyada sobre la dialéctica, o
mejor, la dinámica de la potencia y de sus límites” (Macherey, 2010, p. 124).
229. Así, “la enfermedad no se piensa como una experiencia vivida, engendrando trastornos y
desórdenes, sino como una experimentación aumentando las leyes de la normalidad” (Le
Blanc, 1998, p. 34).
292 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
El abismo de la impotencia
De hecho, la clínica busca, por medio de nociones anatómicas, fisiológicas
o neuronales, determinar la realidad de la enfermedad, pero solo se percibe
esa realidad mediante la conciencia –la primera vez por el sujeto que sufre– de
decrecimiento de la potencia y de las posibilidades de relación con el medio.
“Patológico implica pathos, sentimiento directo y concreto de sufrimiento e
impotencia, sentimiento de vida contrariado (p. 106). Mientras que la modifi-
cación global de la conducta, la enfermedad es indisociable de la restricción de
231
la capacidad de acción. Como decía Goldstein, estar enfermo es “no estar en
estado de actualizar la capacidad de rendimiento que le pertenece esencialmen-
te” (Goldstein, 1983, p. 346.). La enfermedad no es resultado de una coerción
externa, sino de una imposibilidad interna al organismo de actualizar sus posi-
bilidades, obligándose así a “vivir en contrariedad”. Por eso, Canguilhem habla
de la enfermedad como “abismo de la impotencia” (Canguilhem, 2002, p. 91).
Hay dos consecuencias importantes derivadas de esta definición de enfer-
medad. La primera es vincular, de manera esencial, enfermedad y conciencia
de la enfermedad. De hecho, la inserción de nociones vinculadas a distinciones
cualitativas en la diferenciación entre normal y patológico puede parecer una
puerta abierta para derivas subjetivistas, ya que la determinación de la calidad
es una operación valorativa que depende, en última instancia, de la expresión
de la subjetividad del enfermo. El mundo del paciente es cualitativamente
diferente porque el paciente evalúa el descenso en su capacidad funcional y
en su disposición. Es para evitar tal dependencia en relación con operaciones
valorativas, con la expresión de la subjetividad del enfermo, siempre incierta e
insegura, que René Leriche dirá: “Si queremos comprender la enfermedad, es
necesario deshumanizarla”, o, aún, “en la enfermedad, lo que menos importa
es el hombre”.
230. Canguilhem no niega que las diferencias cuantitativas estén presentes en la diferencia
entre estado enfermo y estado normal. Sin embargo, cuando entran en la definición de lo
patológico como una variación cuantitativa de lo normal, términos como “más” y “menos”
no tienen una significación puramente cuantitativa: “Hegel sostiene que la cantidad, por
su aumento o disminución, se transforma en calidad. Esto sería absolutamente inconcebi-
ble si una relación a la calidad no persistiera todavía en la calidad negada que llamamos
cantidad” (Canguilhem, 2002, p. 83).
231. Así, “nos dirigimos a una concepción más relacional que sustancialista o esencialista de
la salud y de la enfermedad en la medida en que la capacidad normativa del individuo se
enraíza según Canguilhem, en su relación al medio” (Giroux, 2010, p. 30).
294 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
232. Lo que no puede ser diferente, ya que, como veremos más adelante, “(…) la negatividad
de la enfermedad (y principalmente de la muerte) no está ligada a la modificación de una
norma propiamente originaria, como lo hicieron teorías de la degeneración. Por el con-
trario, está ligada a la incapacidad del organismo de modificar la norma aprisionándolo,
forzándolo a una repetición infinita de la norma” (Esposito, 2008, p. 190).
233. Sobre la relación entre anomalía y producción de normatividades vitales, vale la pena
recordar que, “gracias a la perfección conservadora del aparato replicativo, toda mutación,
considerada individualmente, es un acontecimiento muy raro. En las bacterias, únicos
organismos de los que tenemos datos numerosos y precisos al respecto, podemos admitir
que la probabilidad, que para un gen dado, de una mutación que altere sensiblemente las
296 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
Patologías sociales
Cabe señalar, entre otras cosas, el impacto político de una idea de esa natura-
leza. Al utilizar los conceptos de normal y patológico para dar cuenta de la vida
social, Émile Durkheim dirá que, “para las sociedades y para los individuos, la
salud es buena y deseable, la enfermedad, al contrario, es la cosa mala que debe
ser evitada” (Durkheim, 1988, p. 142). El paralelismo asumido entre individuo
y sociedad mediante el uso sociológico de un vocabulario médico permite a
Durkheim hablar de la última como de un “organismo” o de un “cuerpo” que
necesita intervenciones para librarse de acontecimientos que la debilitan y la
hacen enfermarse. Por otro lado, esa visión orgánica de lo social lleva a Durkheim
a insistir en la dependencia profunda entre sufrimiento psíquico y sufrimiento
social a partir de la relación entre el todo y sus partes, como podemos ver en la
afirmación según la cual
(…) los individuos participan muy estrechamente de la vida en la sociedad
para que pueda enfermar sin que se les toquen. De su sufrimiento viene
necesariamente el sufrimiento de ellos. Como ella es el todo, el mal que ella
siente se comunica a las partes que la componen (Durkheim, 2005, p. 229).
Pero el punto importante aquí es cómo se descubre la normalidad del orga-
nismo social. Se descubre mediante la construcción de un tipo medio derivado
de la idea de media aritmética, lo que lleva a la discusión sobre lo patológico a
derivarse en gran medida de la noción de desviación cuantitativa en relación
con la norma. El patológico será, así, un problema de exceso o de falta del tipo
normal, previamente definido mediante el recurso a la media. Esta manera de
definir la normalidad a partir del tipo medio obliga a Durkheim a establecer
una indistinción importante entre patológico y anomalía, como vemos en la
afirmación según la cual “lo mórbido es el anormal en el orden fisiológico tal
como el teratológico es lo anormal en el orden anatómico” (p. 149). Porque la
234. “La salud, como expresión del cuerpo producido, es una seguridad vivida en un doble
sentido de seguridad contra el riesgo y de audacia para correrlo. Es el sentimiento de una
capacidad de superación de las capacidades iniciales, capacidad de llevar al cuerpo a hacer
lo que parecía inicialmente no ser capaz de prometer” (Canguilhem, 1990, p. 26).
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 299
principio que tiene en vista solo las ilusiones mecanicistas de una visión de na-
turaleza digna del siglo XIX. Vida mutilada por no reconocer más su potencia
de producción de valores. Por eso, la enfermedad aparece necesariamente como
fidelidad a una norma única. Ella es el nombre que damos a una norma de vida
que no tolera desviación alguna de las condiciones en que es válida. De ahí la
definición según la cual
(…) una vida sana, una vida confiada en su existencia, en sus valores, es
una vida en flexión, una vida flexible [...] Vivir es organizar el medio a partir
de un centro de referencia que no puede, él mismo, ser referido sin con ello
perder su significación original (Canguilhem, 2003, p. 188).
Intentamos entender mejor lo que viene a ser esa flexibilidad propia a la vida.
Ser flexible es, sobre todo, ser capaz de moverse. Si aceptamos la teoría de la
degeneración, estaremos obligados a admitir que la curación de la enfermedad
implica necesariamente alguna forma de retorno a estados anteriores al enfer-
marse, en los cuales funciones vitales ligadas a la preservación y a la generación
podrían volver a funcionar a contento. Sin embargo, una forma insidiosa de la
propia enfermedad es la fijación en un estado anterior de salud. Porque la vida
no conoce reversibilidad aunque admite reparaciones que son innovaciones
fisiológicas. Goldstein insiste en que “no se puede jamás reencontrar la antigua
manera de actuar, la antigua adaptación al antiguo medio que correspondía a
la esencia del organismo” (Goldstein, 1983, p. 348). La nueva salud no es la
salud de otrora, ni es la recuperación de determinaciones normativas anteriores.
Sin embargo, más importante, es indisociable de una comprensión renovada
de lo que significa “seguir una norma”. Pensemos, por ejemplo, en la siguiente
afirmación de Canguilhem:
Porque la salud no es una constante de satisfacción, sino el a priori del poder
de dominar situaciones peligrosas, ese poder se usa para dominar peligros
sucesivos. La salud, después de la curación, no es la salud anterior. La concien-
cia del hecho de curación no ayuda a volver al enfermo a la busqueda de un
estado de menor renuncia posible, liberándolo de la fijación al estado anterior
(Canguilhem, 2005, 2000, p. 70).
¿Qué puede ser, en ese contexto, “el a priori del poder de dominar situaciones
peligrosas”? Si entendemos “dominar” como someter el funcionamiento de una
situación a la imagen de ordenamiento establecida a priori o previamente, difícil-
mente entenderemos lo que Canguilhem tiene en mente. Si no, sería imposible
comprender por qué curar no podría ser, de alguna forma, volver. En el caso,
volver a las imágenes de ordenación anteriormente establecidas. Recordemos
aquí una afirmación astuta de Theodor Adorno, para quien solo dominamos
una lengua cuando nos dejamos dominar por ella, o sea, cuando nuestro razo-
namiento es llevado en cierta medida por la estructura interna de la lengua.
Tal vez algo de eso valga para el fenómeno que Canguilhem busca describir.
El poder de dominar situaciones peligrosas es, en cierto modo, indisociable de
300 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
235. Insistiendo en la naturaleza de los errores que modificaron la instrucción genética produ-
ciendo mutaciones que pueden tener consecuencias importantes para la especie, François
Jacob dirá que “Todo el sistema es agenciado para producir errores a ciegas. No hay en
la célula constituyente alguno para interpretar el programa en su conjunto, para siquiera
‘comprender’ una secuencia y modificarla. Los elementos que traducen el texto genético
sólo comprenden la significación de grietas tomadas separadamente. Estos elementos que,
al reproducirlos, podrían modificar el programa no lo comprenden. Si existiera una volun-
tad para modificar el texto, no dispondría de acción directa alguna. Sería necesario pasar
por el largo desvío de la selección natural” (Jacob, 1970, p. 310).
302 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
236. Con el modelo en mente, el Atlan dirá respecto del cerebro que “la determinación gené-
tica concierne solo a la estructura anatómica global del cerebro, siendo el detalle de las
conexiones fruto del azar, modificándose a la medida de su constitución por el efecto de
experiencias adquiridas. Si representamos un organismo en relación con un medio am-
biente natural e impersonal, los efectos de este solo pueden ser percibidos como aleatorios
en relación con la estructura ya las determinaciones anteriores del organismo. Por eso la
idea de que una parte importante sea dejada al azar en la estructura del detalle de la orga-
nización cerebral permite resolver esa paradoja aparente relativa a un sistema organizado
que parece ampliar la riqueza de su organización bajo el efecto de factores aleatorios”
(Atlan, 1992, p. 165).
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 303
poder depararse con la potencia de lo que aparece como anormativo, que los
organismos son capaces de producir formas cualitativamente nuevas, migrar a
medios radicalmente distintos y, principalmente, vivir en medios en los cuales
acontecimientos son posibles, en los cuales acontecimientos no son simplemente
lo imposible que destruye todo principio posible de autoorganización. Tal figura
del acontecimiento demuestra cómo las experiencias del aleatorio, del azar
y de la contingencia son aquello que tensiona el organismo con el riesgo de
descomposición. Son las experiencias ligadas a la errancia que dan a la vida su
“normatividad inmanente” (Muhle, 2008, p. 106).
No deja de ser sorprendente que la vida se sirva de esa dinámica para cons-
truir sus formas, lo que tal vez demuestre cómo no se trata de un mero dato
anecdótico recordar que “(…) más del 99 % de las especies aparecidas hace
cuatro mil millones de años fueron extinguidas para siempre” (Ameisen, 2003,
p. 12). Esta es solo una manera un poco más dramática de recordar que los va-
lores movilizados por la actividad vital no pueden ser la “utilidad”, la “función”
o el “papel” mismo que desempeña. La vida es mayor que esa contabilidad de
mostrador de supermercado. No podemos siquiera definir el desarrollo de ór-
ganos a partir de la necesidad de ciertas funciones propias a una adaptación a
la configuración actual del medio. Como la biología evolucionista nos muestra,
más correcto sería decir que muchos órganos son inicialmente configurados
para que, posteriormente, una multiplicidad de funciones de ellos se desarrolle.
La naturaleza paradojal de un sistema que funciona mediante la equivocación
viene del hecho de estar sentada sobre la ausencia de una tendencia a “perseve-
rar en su propio ser”. Para que haya una equivocación que no sea simplemente
movimiento de expresión del desarrollo biológico hacia el progreso continuo,
debemos aceptar la existencia de una tendencia a la “dilapidación de sí” interna
a los organismos. Lo que tal vez explique por qué Canguilhem nunca vio reales
dificultades en admitir, por ejemplo, el fundamento biológico de un concepto
237
como la pulsión de muerte freudiana. Esta tendencia a la dilapidación de sí
237. Como dirá Canguilhem: “¿Si es verdad que el viviente es un sistema en desequilibrio ince-
santemente compensado por préstamos al exterior, si es verdad que la vida está en tensión
con el medio inerte, lo que habría de extraño o de contradictorio en la hipótesis de un
instinto de reducción de tensiones a cero, de una tendencia a la muerte? “(Canguilhem,
2003). Canguilhem piensa, sobre todo, en afirmaciones de Henri Atlan, para quien el
único proyecto posible de los organismos biológicos es morir, “(…) o sea, como en todo
sistema físico, de alcanzar un estado de equilibrio. Los algoritmos del mundo viviente
no pueden ser inicialmente algoritmos de reproducción de estados de equilibrio, sino de
distancias en relación con el equilibrio, así como de retorno a tal estado por desvíos [...]
Como nota WR Ashby, el retorno al equilibrio solo es banal y, de manera que, desde
el punto de vista de los algoritmos de organización, en sistemas sencillos. En sistemas
complejos, debido al gran número de parámetros que pueden variar al mismo tiempo, los
304 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
estados de estabilidad fuera del equilibrio y los caminos utilizados para hacer al equilibrio
ofrecen posibilidades de organización mucho más ricas” (Atlan, 1992, p. 224).
238. Hay que pensar tal proposición a la luz de una afirmación de Deleuze (1969) según la cual,
“(…) si nos preguntamos por qué la salud no sería suficiente, por qué la grieta es deseable,
es porque solo se pensó a través de ella y sobre sus bordes, que todo lo que fue bueno y
grande en la humanidad entra y sale por a través de las personas dispuestas a autodestruir-
se, y es preferible la muerte a la salud que nos proponen” (p. 188).
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 305
invariante no son del orden del proyecto sino perturbaciones aleatorias que
afortunadamente lo contrarían” (Atlan, 1992, p. 284), entonces la biopolítica
que podemos derivar de Canguilhem será necesariamente una biopolítica que
pretende garantizar las condiciones para la experiencia de esa procesualidad
paradójica del viviente. Es decir, una biopolítica de la movilidad normativa. Sin
embargo, esa biopolítica será, paradójicamente, algo como una tanatopolítica.
“Tanatopolítica” no porque se trate de una política que se funda en la gestión
calculadora de la muerte y de sus figuras; o sea, en esa comprensión de que “la
vida se defiende y se desarrolla solo mediante la ampliación progresiva del círculo
de la muerte” (Esposito, 2008, p. 110). “Tanatopolítica” porque se trata de una
política que quiere, con la fuerza pulsional de los movimientos que disuelven
nuestras fijaciones a configuraciones normativas determinadas, liberarse de las
barreras antropológicas impuestas por la fijación compulsiva a la configuración
actual del hombre, con su tiempo, su espacio y sus normas. Porque comprender
la función dinámica de la muerte y de la enfermedad tal vez sea el primer paso
decisivo para crear otra vida.
239. Aubenque recuerda cómo Aristóteles designa lo contingente tanto como lo que puede ser
de otra forma como lo que puede no ser. Dirá acertadamente que “todos los poder-ser-de-
otra-forma suponen como su fundamento el poder no ser” (Aubenque, 2013, p. 326).
306 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
ser otro, es, al contrario, el patrón normativo del medio en el cual se encuentra
el organismo, este sí en continua transitividad.
Podríamos intentar contraargumentar explorando la noción de “error” como
engaño posible en la decodificación de los mensajes emitidos entre genes. Re-
cordemos el siguiente pasaje de Canguilhem:
Ya que las enzimas son los mediadores por los cuales los genes dirigen las
síntesis intracelulares de proteínas, ya que la información necesaria para esa
función de dirección y de vigilancia está inscrita en las moléculas de ácido
desoxirribonucleico en el nivel del cromosoma, esa información debe ser
transmitida como el mensaje del núcleo al citoplasma donde debe ser inter-
pretada a fin de que la secuencia de aminoácidos constitutiva de la proteína
por sintetizar, sea reproducida y recopiada. Pero no importa el modo, pues
no hay interpretación que no implique un engaño posible. La sustitución
de un aminoácido por otro crea el desorden por ininteligencia del mando
(Canguilhem 2002, p. 208).
Es decir, habría una contingencia irreductible proveniente del error posible en
el proceso de transmisión de información y de replicación del mensaje genético
en el nivel celular. Un error que solo expondría la fragilidad del organismo en
perseverar en su ser. De esa forma, organismos estarían frente a dos formas de
contingencia, “de una parte, las aleatoriedades (aleas) ambientales al perturbar
el mundo de la vida y, por otra parte, un azar (hasard) intrínseco engendrado por
los mecanismos biológicos y ecológicos seleccionados durante la evolución”. Es
decir, una contingencia vinculada a la relación entre organismo y medio y otra
relacionada con la transmisión de información genética interna al organismo.242
Sin embargo, el ejemplo de Canguilhem acerca de una forma de “azar
intrínseco” a los mecanismos del organismo nos muestra algo más. De hecho,
la posibilidad del error en el nivel celular es una de las formas más fuertes de
expresión de la función del azar en biología. Un error que no tiene valor en sí,
positivo o negativo, pero que puede adquirirlo. Si su valor no es meramente
negativo, si el organismo es capaz de tener respuesta usando su capacidad de
autodestrucción desorganizadora inhibiéndola lateralmente, el error desempe-
ñará esta vieja astucia hegeliana que nos recuerda cómo el camino del error
se revela como camino de la verdad. El camino que nos mostrará como “la
aparición de errores es necesaria para la reducción del nivel de redundancia en
las organizaciones biológicas, abriendo espacio para la configuración de nuevas
organizaciones” (Franco, 2011, p. 96). Mediante el error, las anomalías se pro-
ducen, pudiendo o no, de acuerdo con el contexto de ocasiones, llevar a nuevas
242. Podemos describir la presencia del azar en los diversos niveles de autoorganización de los
sistemas vitales: genoma, células, órganos, organismos, poblaciones, comunidades y eco-
sistemas (ver Pavé, 2007).
Una cierta latitud: Georges Canguilhem, biopolítica y vida como errancia 309
243. En este sentido, “decimos que tales cambios son accidentales, que ocurrieron por casuali-
dad. Y como ellas constituyen la única fuente posible de modificaciones del texto genético,
único depositario de las estructuras hereditarias del organismo, sigue necesariamente que
solo el azar es la fuente de toda novedad, de toda creación en la biosfera” (Monod, 1972,
p. 148).
244. Debo esta crítica precisa a una intervención de Judith Butler en coloquio en Santiago de
Chile (2012) en el que presenté por primera vez esa idea.
310 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
actividades financieras sin pasar así directamente por la encarnación del dinero
en mercancía. En ese contexto de autovaloración aparentemente “espontánea”,
Marx comentará que “el dinero es ahora un cuerpo vivo que quiere multiplicarse”
(Marx, 1988, p. 522). Pero esa característica de casi “generación espontánea”
de la plusvalía mediante la autovalorización del capital nunca podría pasar por
la actividad vital.
En realidad, la diferencia entre la dinámica del capital y la actividad vital
es cualitativa. La actividad vital no conoce intercambiabilidad y reversibilidad,
aunque conozca repeticiones. Como se ha dicho, contrariamente a lo que
algunos creen, un acontecimiento contingente no es lo que podría haber sido
otro o que simplemente podría no haber sido. El poder ser otro es poder ser
cambiado por el otro, de la misma forma como poder no haber sido es poder
ser cambiado por lo opuesto de la existencia, a saber, el no ser. En ambos casos,
hay una estructura de intercambiabilidad que sirve de supuesto al concepto de
contingente. Contingente es, en esa perspectiva, lo intercambiable sin perjuicio
para la estabilidad nocional de una sustancia que me aparece como previa-
mente asegurada en su identidad formal; por eso, además de intercambiable, el
contingente, en esa perspectiva, está marcado por la reversibilidad. Nada más
lejos de eso que la perspectiva canguilhemeana (y hegeliana) aquí presentada,
construida a partir de la aproximación entre contingencia y acontecimiento.
Perspectiva que nos lleva a reconfigurar la noción de necesidad a partir de la
reflexión sobre modelos de constitución de relaciones necesarias a partir de
procesalidades retroactivas.
En ese sentido, es posible decir que un acontecimiento contingente es
exactamente aquel que trae lo no percibido y lo inconmensurable a la escena.
Incomensurable no por ser infinitamente grande o pequeño, sino por ser infini-
tamente otro. Por eso, rompe la redundancia de un sistema de información que
siempre necesita encontrar, entre hechos dispersos, un denominador común de
conteo. Esta otra escena producida por el reconocimiento de la contingencia
nos lleva a la autoorganización paradójica en la cual los sistemas vitales están en
continua reordenación e instituyen nuevas normatividades que pueden cambiar
radicalmente el modelo de regulación del sistema afirmando así su capacidad
transitiva. Esa otra escena –será el caso siempre de recordar– existe radicalmente
fuera del tiempo del capital. ¿Y por qué no decir las cosas por completo? Es la
vida en su soberanía insubmisa que nos tira hacia fuera de ese tiempo.
311
Epílogo.
Prolegómenos para
la escritura del afecto.
Marcus Coelen
245. La literatura sobre este tema es amplia. Para una contribución reciente desde una pers-
pectiva lacaniana, ver Colette (2011). El libro contiene una breve y –necesariamente–
sesgada presentación de algunas polémicas que contienen el uso hecho por Lacan de los
términos y conceptos del afecto.
246. Para citar solo los más importantes: Massumi, Parables for the Virtual: Movement, Ajfect,
Sensation. Durham, NC: Duke University Press, 2002; William E. Connolly, Neuropoli-
tics: Thinking, Culture, Speed. Minneapolis: Minnesota University Press, 2002; Daniel
Lord Smail, On Deep History and the Brain. Berkeley: University of California Press,
2008; Eve Sedgwick, Touching Feeling: Ajfect, Pedagogy, Performativity. Durham (N. C.):
Duke University Press, 2003. Para una presentación más didáctica, ver Melissa Gregg e
Gregory J. Seigworth (orgs.), The Ajfect Theory Reader. Durham (N. C.): Duke Univer-
sity Press, 2010. La introducción de ese volumen es bastante rica y ofrece una bibliografía
detallada, así como una extensa presentación del material (pp. 1-27).
247. Para una brillante interrogación de las referencias de la teoría del afecto al material cien-
tífico, ver Ruth (2011), pp. 434-72.
Epílogo. Prolegómenos para la escritura del afecto. Marcus Coelen 313
crítica literaria. En este caso, el péndulo se balancea hacia adelante y hacia atrás
sobre la historia, entre el lado donde se encuentran (en su sentido más amplio)
métodos formalistas, inmanentes, con los esfuerzos hechos para defenderlos
teóricamente, y, por el otro, los llamamientos ideológicos (en el sentido más
neutro posible) que demandan un reconocimiento de contexto, historia y política
que se espera que el texto literario, consciente o perversamente, ilustre. Esta
mención no es interesante solo porque ofrece una referencia a vidas análogas en
la historia del pensamiento. Las dos parábolas –una escritura por el “afecto”, la
otra dibujada por la “literatura” en los cielos en los que proyectamos esa misma
historia– a menudo se intersectan. Pero cuando eso sucede, se desvanece casi
toda elegancia minimalista que sus formas mantienen como promesa y solo para
producir figuras más complejas, dismorfas y volátiles. Contre Sainte-Beuve, de
Marcel Proust, escrito prioritariamente contra un tipo de apreciación literaria
basada en el estudio y en la descripción de la vida y de la historia –el contexto–
de [sus] autores, y que ignora en gran parte la forma poética, se ha convertido
en un ser ficticio monstruoso que sigue viviendo y muriendo para transformar
los celos y el amor en sintaxis, las intermitencias del corazón en la puntuación
y el afecto en una retórica de un tipo de lengua extranjera, cuya revindicación
no deja de estar relacionada con la postura y las reflexiones de Proust sobre
la política de su tiempo, especialmente el caso Dreyfus. Eva Sedgwick, crítica
literaria brillante y activista queer, se había convertido en una voz importante
de la teoría del afecto y se volvió a modelos científicos sin abandonar un afecto
casi deseado por el texto, cuando murió precozmente en 2009. Paul de Man,
cuya contribución a los estudios literarios es la más poderosa del último siglo, a
pesar de no tomar la crítica inmanente como punto de partida para su oscilación,
estuvo comprometido con una interrogación fervorosa de todas las categorías
“estéticas” en sus últimos escritos, incluidos el sentido y el pathos, y los expuso
como “ideológicos” en el sentido más problemático de la palabra, y aún así puede
ser leído subrepticiamente como autor de una reflexión fundamentada sobre
248
el afecto lingüístico y su política “materialista”. Y lo que permitió a Michel
Foucault pasar a una filosofía crítica e inventiva de la política del placer, fue la
expansión y la diversificación del discurso –una categoría retórica como pocas–,
combinadas con el análisis de sus mecanismos minuciosos, como se describe
explícitamente en El orden del discurso, precedido por el énoncé (enunciado) en
La arqueología del saber, y expandiendo una larga pasión por un tipo de literatura
profundamente preocupada por su forma lingüística.
Estos ejemplos, y hay muchos más, invitan a abandonar esquemas históri-
cos y conceptuales seductores que llevan a creer que el afecto o el estudio del
248. Ver Paul de Man, Aesthetic Ideology, editado con una introducción de Andrzej Warminski.
Minneapolis: University of Minessota Press, 1996.
314 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
lenguaje “afectado” por sí mismo podrían ser situados por tales esquemas. En
realidad, estos ejemplos invitan a la combinación de los análisis más detallados
con cierto sesgo especulativo que desplaza tanto “afecto” y “lenguaje” como
“lenguaje” y “contexto”. Se toma, por ejemplo, la definición de Aristóteles de
rabia, y vemos que algo de esto ya está presente: “un deseo, acompañado de
[…] el dolor, de represalia conspicua, en razón de una desconsideración per-
cibida en relación con un individuo o su prójimo, de personas de las que no se
espera una desconsideración” (Aristóteles, 2012, 1378a 31-33). Esta descripción
muestra poco del afecto “en sí” y poco de la retórica como “lenguaje”, tal como
creemos conocerlos. Ella habla más del deseo y de sus disposiciones, además de
la escena de su mecanismo. Es un escenario en el que nadie, ni ningún afecto,
jamás quedaría solo: un microorganismo de política. Afecto, entendido como
rabia en esa definición, es aquí especulativo en los dos sentidos de la palabra:
proyectado en el visual por una lógica de relación o de cambio, y determinado
por el intento de controlar su propio momentum excesivo al inscribirse en el
campo del otro.
Si hubo alguien que brilló al combinar la atención a los detalles elaborados
con una actitud honesta en relación con la especulación fue Sigmund Freud.
Su afecto se encuentra mezclado en esa combinación. La reflexión sobre el
afecto atraviesa todos sus escritos mientras también –y principalmente– traza
una figura cuyas líneas necesitarían necesariamente tocar la forma minuciosa
del witz –“el producto más social del inconsciente”– y las grandes proyecciones
históricas de la horda primitiva y del hombre Moisés. Las líneas de esta figura,
retorcidas y amarradas varias veces en toda la textura de las pulsiones y del
inconsciente, se enrollan alrededor de un término singular y enigmático que
por sí solo es esencialmente fragmentado, ya que marca su propia singularidad,
reducción y minimalismo tanto como demarca las fronteras de su dominio como
virtualmente infinitas. Este término es la llamada identificación, y solo puede
definirse en una multiplicidad de figuras que incluyen una afirmación a menudo
citada a partir de los fragmentos póstumos, así como una inserción empírica y
apodítica de la Psicología de las masas y el análisis del yo.
En 1938, año anterior a su muerte, Freud, al parecer, retomó algunas de sus
preocupaciones de la vida entera y las escribió en forma de aforismos. Entre
ellas, la idea de identificación:
(…) “tener” y “ser” en los niños. A los niños les gusta expresar una relación
de objeto por una identificación: “Yo soy el objeto”. “Tener” es el más tardío
de los dos; después de la pérdida del objeto, recae para “ser”. Ejemplo: el seno.
Epílogo. Prolegómenos para la escritura del afecto. Marcus Coelen 315
“El seno es una parte de mí, yo soy el seno”. Solo más tarde: “Yo lo tengo”
249
es decir, “yo no soy él” (…) (Freud, 1923, pp. 149-52).
A pesar de que la identificación aquí sella la noción del ser primordial como
siendo lo que uno no es, sin tenerlo, eso no se “limita” al niño. ¿Y cómo podría,
si “niño” quiere decir el saber inconsciente del sin fin? Lo que explica por qué la
identificación puede, entonces, ser encontrada casi dos décadas más temprano
en la reflexión de Freud sobre lo social, en la que es presentada no como un
esquema ontológico, sino como uno de esos mecanismos que el psicoanálisis
conoce bien: un mecanismo del afecto en un sentido particular, tal vez el me-
canismo del afecto tout court.
La trayectoria de la Psicología de las masas y análisis del yo está basada en la
hipótesis de la libido: “Intentaremos nuestra suerte, entonces, con la suposición
de que las relaciones amorosas (o, para emplear expresión más neutra, los lazos
emocionales) constituyen también la esencia de la mente grupal” (p. 100). Y la
libido – “una expresión extraída de la teoría de la afectividad” (p. 98). Aquí es
acoplada a ese mecanismo o se ha transformado en el mecanismo que es nece-
sario llamar fundamental y visto como el primero –y tal vez el único– paso más
allá del narcisismo: “La identificación es conocida por el psicoanálisis como la
más remota expresión de un lazo emocional con otra persona” (p. 98). Lo que
Freud repite más tarde es presentado aquí como una autoevidencia psicoanalítica
empírica: “En realidad, aprendemos del psicoanálisis que existen realmente otros
mecanismos para los lazos emocionales, las llamadas identificaciones, procesos
insuficientemente conocidos y difíciles de describir, cuya investigación nos man-
tendrá alejados, por algún tiempo, del tema de la psicología de grupo” (113f).
Las dificultades de representar, o incluso de pensar, tales procesos, darán margen
en las Nuevas conferencias introductorias al psicoanálisis, a una doble definición
de la identificación como imitar e incorporar. Pero estas explicaciones testimo-
nian lo que para Freud era la cosa más importante sobre las identificaciones y
que los aforismos posteriores explicitan en toda su lúcida obscuridad: el hecho
de que la identificación es un afecto producido por otro que no está allí para
llevarlo, para ser su sustancia o para seguir siendo su disposición subyacente. La
identificación distingue y afecta al sujeto como algo más que el propio sujeto.
A lo largo de Psicología de las masas, la identificación continuará un enigma
(um rätsel). Freud dirá muchas veces, insistiendo en su utilización mecánico-
gramatical del afecto “umwendung”, como una explicación de lo social: “El
sentimiento social, así, se basa en la inversión de lo que al principio constituyó
249. En el original: “Haben und Sein beim Kind. Das Kind drückt die Objektbeziehung gern
durch Identifizierung aus: ich bin das Objekt. Das Haben ist das Spätere, fällt nach Obje-
ktverlust ins Sein zurück. Muster: Brust. Die Brust ist ein Stück von mir, ich bin die Brust.
Später nur: ich habe sie, d.h. ich bin sie nicht”.
316 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
250. Este punto fue brillantemente demostrado por Lacoue-Labarthe y Nancy (2012). Las re-
flexiones esbozadas aquí deben mucho a su análisis, presentado a finales de los años 1970.
Sin embargo, todavía espera ser tenido en cuenta en todo su potencial por el pensamiento
psicoanalítico contemporáneo.
318 El circuito de los afectos. Cuerpos políticos, desamparo y el fin del individuo
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