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«No entiendo ni jota: a propósito del lenguaje

en la comunicación médico‑paciente»*
Bertha M. Gutiérrez Rodilla
Universidad de Salamanca

1. Introducción: Hacia el protagonismo del paciente


Es conocido que, durante siglos, la relación entre el médico y el paciente ha sido
una relación asimétrica, basada fundamentalmente en el nivel de conocimientos
que se le suponía al médico, lo que le confería una gran autoridad. Autoridad que
el paciente asumía y que, incluso, promovía en él una confianza hacia el médico
que sería fundamental en el proceso de curación. Ambos hechos, autoridad y
confianza, llevaban al paciente a creer más o menos fielmente lo que el médico
decía, lo que el médico prescribía, lo que el médico ordenaba. Con la expansión
del cristianismo por vastísimos territorios, acaecida una vez que dicha religión
se convirtiera en la oficial del Imperio romano en el siglo iv, este binomio de
autoridad‑confianza se impregnaría fuertemente de la moral cristiana. Algo que,
junto a otros factores —en los que ahora no es momento de entrar— conformaría
lo que se viene conociendo como el modelo paternalista de la medicina que se
asienta sobre todo en dos principios: el de «no maleficencia», que predica, a
grandes rasgos, no hacer daño al paciente, y el de «beneficencia», que postula
buscar el mayor beneficio posible para la persona enferma.1
En líneas generales, esa medicina paternalista se va a perpetuar hasta la última
parte del siglo xix, pero, sobre todo, hasta mediados del siglo xx, cuando se
producen una serie de sucesos que desencadenarán el comienzo del fin de
dicho modelo. Dichos sucesos serán de dos tipos: por una parte, la sociedad se
irá «quitando la venda de los ojos» ante lo que han sido y son capaces de hacer
determinados médicos, que no son siempre esos seres maravillosos y abnegados
que nos devuelven la salud perdida. No hay más que pensar en los inconfesables
experimentos ejecutados en la Alemania nazi, pero asimismo en la Unión
Soviética o en los Estados Unidos de América. Por otra parte, los avances de
la biomedicina, que determinarán el surgimiento de situaciones nuevas que
empujen a las personas a tomar decisiones trascendentales, relacionadas con su

* Por razones de economía del lenguaje, cada vez que nos refiramos al médico, nos
estaremos refiriendo a los médicos, a las médicas y, en muchas ocasiones, a otros
profesionales sanitarios. Del mismo modo, cuando hablemos del paciente, estarán
incluidos los y las pacientes, así como, en buena parte de los casos, sus familiares.
1 Para una síntesis de este tema que aquí esbozamos tímidamente, véase, por ejemplo,
Lázaro; Gracia (2006).

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vida y su forma de vivir, y su muerte y su forma de morir. Unas decisiones que,
en ocasiones, pueden chocar contra sus propios principios religiosos y morales.
Entre estos avances se encontrarían el descubrimiento de la doble hélice del
ADN en 1953 y el posterior desarrollo de la genética; el comienzo de las técnicas
de reanimación en 1954; el primer trasplante de riñón en 1955; el primer éxito en
fecundación animal in vitro en 1959; los extensos experimentos con la píldora
anticonceptiva en 1960; el primer trasplante de corazón en 1967 y un largo
etcétera.2
Estos hechos y otros parecidos conducirían a que hacia 1970 apareciera la
bioética, una forma de ética diferente, denominada con un término nuevo,
porque se refiere y se va a ocupar de unos problemas nuevos también
(contracepción, ensayos clínicos, trasplantes, eutanasia…), alejada ya
necesariamente de la moral cristiana y convertida en una ética plural, laica,
racional y autónoma. Una ética que, entre otras cosas, conduce a la aparición de
dos nuevos principios que se vienen a añadir a los dos principios clásicos (el de
«no maleficencia» y el de «beneficencia»): el de «autonomía» y el de «justicia».
El primero de ellos defiende que, en lo relativo a la salud, cada persona puede
elegir en función de sus creencias, intereses o deseos. Y el segundo aboga por la
distribución adecuada de los recursos y la garantía de que siempre se efectúe una
atención sanitaria apropiada. Lo que estamos señalando ha llevado a que, poco
a poco, se haya intentado dejar de lado el modelo paternalista de la medicina
para pasar a un modelo en el que, en las decisiones médicas, se conjuguen la
experiencia y los conocimientos del profesional con los valores y los deseos del
paciente. Hemos asistido a lo que algunos llaman la «rebelión del paciente», que
ha traído consigo, no solo que se potencien las asociaciones de enfermos y sus
familiares, sino que se pongan de relieve los derechos que tienen, que se recogen
en declaraciones y decálogos.3

2. El derecho a la información de calidad contrastada y la


obligación de que los profesionales se formen de modo específico
en habilidades de comunicación
De esos decálogos y declaraciones, hemos escogido como ejemplo la llamada
«Declaración de Barcelona» (figura 1), surgida después de la reunión mantenida
en mayo de 2003 en Barcelona entre profesionales de la salud y representantes
de organizaciones y asociaciones de pacientes y usuarios de toda España.
Las conclusiones se plasmaron en dicha declaración, que se resume como el
«Decálogo de los Pacientes». En él, se integran los siguientes puntos:

2 Puede consultarse un resumen de algunos de estos aspectos que mencionamos en


Gómez‑Ullate Rasines (2014).

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Figura 1. «Decálogo de los Pacientes» (tomado de: <http://www.humv.es/
estatico/docs2012/diapaciente2012/Declaracion_de_Barcelona.pdf>)

De entre ellos, quisiéramos destacar ahora el número 1 y el número 5, para ir


aterrizando en el tema que nos interesa, referidos a la «Información de calidad
contrastada» y a la «Formación y el entrenamiento específico en habilidades
de comunicación» por parte de los profesionales sanitarios, respectivamente. A
propósito de tales puntos, nos preguntamos qué ha pasado con ellos quince años
después.
En relación con el primero, resulta evidente que el paciente y sus familiares tienen
derecho a una información de calidad, veraz, contrastada, que el médico traslada
desde la historia clínica al informe clínico. Una información que el paciente
tendrá que comprender en su totalidad para, de este modo, poder formular todas
las preguntas y dudas que le surjan al profesional sanitario y discutir con él todas
las posibilidades diagnósticas y terapéuticas. Aunque esto sería lo deseable,
lo cierto es que los informes que se les proporciona a los pacientes no están
redactados para que puedan entenderlos, no están «traducidos» a su lenguaje.
Además, tampoco es frecuente que se acompañen de explicaciones y aclaraciones
comprensibles, por lo que, dependiendo de lo complicado que sea el cuadro, el
paciente entenderá algo, poco o nada del proceso que le aqueja. En este sentido,
seguramente habría que dar el mismo paso que se dio en su momento con los

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prospectos de los medicamentos, bastante ininteligibles para el público no
especializado hasta no hace mucho tiempo. En la actualidad, contamos con dos
documentos distintos: la ficha técnica del medicamento, destinada al profesional
sanitario, y el prospecto, dirigido a los pacientes, cuya información se obtiene a
partir de la ficha técnica, pero adaptada y elaborada con un lenguaje más sencillo
y fácil de entender en la mayoría de los casos.
Tal vez esto podría hacerse con los informes. Llegamos a proporcionarle montones
de informes al paciente —informe clínico de alta, informe de consultas externas,
informe de urgencias, informe clínico de atención primaria, informe de pruebas
de laboratorio, informe de resultados de pruebas de imagen, informe de cuidados
de enfermería…—, con lo que, al final, ese paciente está muy documentado, sí,
pero en una buena parte de los casos no sabe lo que tiene, lo que le han hecho
o lo que le van a hacer. Quizá sería mejor no darle todos esos informes o, en el
caso de dárselos, advertirle de que son exclusivamente para que se los presente
a otro profesional sanitario cuando llegue la ocasión, acompañándolos de un
documento donde se recogiera de modo claro y sencillo el diagnóstico, las pruebas
indicadas, los cuidados facilitados, las recomendaciones y pautas de conducta, etc.
Que sepamos, no hay ninguna intención de poner esto en marcha. Y, al pensar
en las razones de este desinterés, se nos ocurren, al menos, dos: en primer lugar,
porque una buena parte de los médicos todavía no está concienciada de que las
cosas han cambiado y de que tienen obligación —puesto que el paciente tiene
derecho— de explicarle clarísimamente al paciente lo que tiene, las posibilidades
terapéuticas que hay, etc. En segundo lugar, más habitualmente de lo que sería
deseable, el médico debe ocuparse, en un corto espacio de tiempo, de un número
de pacientes que sobrepasa con mucho lo aceptable. Si además de ello, tras cada
consulta, tuviera que elaborar un documento comprensible para los pacientes y
sus familiares, el tiempo todavía le resultaría más insuficiente para atender como
es debido a los enfermos. Algo que, lógicamente, no es viable en un modelo de
asistencia como el actual que, por razones de índole diversa —entre las que las
económicas no son las menos relevantes—, continúa, a pesar de los pesares, sin
estar «centrado en el paciente».4
En relación con el segundo de los puntos que nos planteábamos, la «Formación
específica en habilidades de comunicación» por parte de los profesionales
sanitarios, mucho nos tememos que, quince años después, las cosas no han
cambiado tampoco del modo que cabría esperar. A pesar de que la comunicación
médico‑paciente es un aspecto fundamental en la profesión sanitaria, la inclusión
en los programas formativos del entrenamiento en habilidades comunicativas,
tanto en España como en general en la Unión Europea, es variable, dispar y siempre
escasa. Y esto teniendo en cuenta que, según las directrices que regulan el Grado
en Medicina en Europa, adaptado al Espacio Europeo de Educación Superior,

4 A este respecto, son muy esclarecedores algunos de los trabajos allegados en


Sacristán; Millán Núñez‑Cortés; Gutiérrez Fuentes (2018).

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entre las competencias que se deben alcanzar se encuentran las «Habilidades de
comunicación», que integran el bloque cuarto de los siete bloques de competencias
que conforman el grado. Dicho de otro modo: en el Grado en Medicina tenemos
que ocuparnos de las competencias recogidas en ese bloque, garantizando que, al
finalizar sus estudios, el egresado las haya adquirido, igual que ocurre con todas
las demás. Sin embargo, en muchas facultades de Medicina no se hace y, cuando
se hace, en demasiadas ocasiones no pasa de ser una formación teórica que no se
acompaña del necesario entrenamiento práctico.5
El caso es que no son pocos los estudiantes que han salido ya de las primeras
promociones del Grado en Medicina que se lamentan porque sienten que no
saben cómo hablar con los pacientes, cómo entenderse con ellos. Algo que a
algunos no nos causa sorpresa: no podía ser de otro modo, cuando la lengua
principal con la que han trabajado durante sus estudios es el «mediqués» —y el
inglés, claro— y cuando el único «sistema de comunicación» que verdaderamente
han desarrollado es el de aprender a poner cruces para prepararse para el examen
MIR, que es de tipo test. En general, se nos ha olvidado que debemos formar
médicos, cuya misión fundamental es atender a los pacientes, con los que deben
interaccionar de forma óptima para que el proceso de curación sea efectivo y
para conseguir, como ahora se dice, una alta «adhesión al tratamiento». Se ha
perdido una oportunidad de oro de introducir en los estudios del Grado en
Medicina asignaturas donde se potencien el lenguaje y la comunicación, que
lleven a adquirir unas competencias de indudable relevancia en la formación del
futuro profesional. Sería de desear que en las revisiones que se vayan haciendo de
tales grados se corrija esta carencia. Porque se echa de menos una educación para
que los profesionales sanitarios sepan mantener una correcta comunicación.
Sin duda, está muy bien que, en aras de potenciar el principio de autonomía
del paciente al que hemos aludido, se hayan desarrollado iniciativas como la
de la Educación para la Salud (EPS), que busca hacer de la salud un patrimonio
colectivo, modificar conductas negativas, promover conductas positivas y
capacitar a los individuos para la toma de decisiones, por ejemplo, mediante
campañas de concienciación como las lanzadas en relación con las enfermedades
de transmisión sexual o los peligros del tabaco. Pero esa educación para la salud
de la población debe acompañarse de una educación paralela en la que el centro
de atención sea la comunicación exitosa de los profesionales sanitarios.
Esto de lo que hablamos ni se ha puesto en marcha de manera global, ni se espera
que se haga en fechas próximas. Algo que no deja de sorprender porque, por
muchas vueltas que le demos, el acto médico por excelencia, el núcleo mismo de
la práctica médica, es el encuentro entre el médico y el paciente: «Nada hay más
fundamental y elemental en el quehacer del médico que su relación inmediata con
el enfermo; nada en ese quehacer parece ser más permanente» (Laín Entralgo,

5 Véase, por ejemplo, Ferreira Padilla; Ferrández Antón; Baleriola Júlvez; Almeida
Cabrera (2015).

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1964, p. 15). Esta relación, rica y compleja, influye de modo positivo o negativo en
el curso de la enfermedad y en la eficacia del tratamiento, lo que ha sido constante
a lo largo de la historia, sea cual sea el modelo de relación médico‑paciente vigente:
desde el paternalista más clásico en el que el médico «imponía» su criterio y
«ordenaba» pautas de tratamiento, hasta el actual, en el que el paciente, en función
del principio de autonomía, ha conseguido —al menos sobre el papel— una serie
de derechos que le permiten discutir con el profesional y elegir lo más acorde a sus
intereses y convicciones. Todo ello en un momento caracterizado por una medicina
totalmente marcada por el progreso de la técnica que lleva a algunos profesionales,
por no decir a los sistemas de salud en su conjunto, a soñar con establecer los
diagnósticos mediante signos puramente objetivos y a plantear unos tratamientos
limitados a unas prescripciones basadas en la toma de medicamentos o en el paso
por el quirófano. Una medicina que olvida que, junto a los factores biológicos,
otros de índole psicológica, social y económica influyen extraordinariamente en
el desarrollo de las enfermedades y que dichas enfermedades y, sobre todo, las
personas que las padecen requieren de algo más que de una prueba diagnóstica y
de una prescripción escrita en un papel.
La relación médico‑paciente se construye mediante una serie de actos
comunicativos que son determinantes para que se produzca la correcta
transferencia de conocimientos y de sentimientos entre los implicados.
Transferencia que, a su vez, será clave en el establecimiento del diagnóstico y en
la generación de la confianza necesaria para que se produzca el proceso curativo.
Mas, en el momento actual, en el que proliferan los decálogos de derechos de los
pacientes o los comités de bioética, en un momento en el que los pacientes parecen
empezar a conseguir estar donde les corresponde, se quejan más que nunca de que
no se sienten escuchados ni comprendidos. Se quejan de que el médico se parapeta
tras su ordenador preguntando los detalles con los que completar la historia
clínica, muchas veces sin haberles ni siquiera saludado al entrar en la consulta ni
haberles mirado una sola vez a los ojos, sumido en una práctica de la medicina
cada vez más deshumanizada, deshumanizadora, técnica y mercantilista, en la que
el enfermo va dejando de ser paciente para convertirse en usuario, cuando no en
cliente. Y esto tiene, como todo, sus pros y sus contras (Gutiérrez Rodilla, 2018).
Si la comunicación no verbal —levantarse, saludar, mirar a los ojos, sonreír…—
es importantísima, la verbal no lo es menos. Y en ella, lógicamente, será
determinante el uso que se haga del lenguaje. Más allá de las funciones —
representativa, conativa, expresiva…— que pueda desempeñar el lenguaje en
dicha comunicación, en las que ahora no es momento de entrar,6 de lo que no
hay duda es de que para que el lenguaje cumpla con su función primordial,
que consiste en que dos hablantes se entiendan, y para que la comunicación
sea realmente efectiva, debe desarrollarse mediante un código que ambos

6 Al respecto, puede consultarse Gutiérrez Rodilla (2000) y toda la bibliografía que allí
se cita.

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compartan. Sin embargo y, a pesar de que la eficacia del acto clínico depende
de la comprensión mutua entre el profesional sanitario y el paciente, no es fácil
que se entiendan. Hasta tal punto no lo es que, cuando se intentan explicar las
razones que justifican la pervivencia y el éxito que, como alternativa asistencial,
continúan teniendo los curanderos en la actualidad y muchas de las llamadas
«medicinas no oficiales», se barajan, entre otros factores, la proximidad del
lenguaje empleado por este tipo de sanadores al de los enfermos y la similitud de
los modelos explicativos de la enfermedad que unos y otros desarrollan.

3. La conceptualización de la realidad y su repercusión sobre el


lenguaje
Esto nos lleva al siguiente punto que queríamos tratar: se puede pensar que
nuestra última afirmación —la de que no es del todo fácil que profesionales y
pacientes se entiendan— es un poco exagerada. Al fin y al cabo, si esas personas
comparten la misma lengua materna (castellano, catalán o francés, por ejemplo)
y es en ella en la que se comunican en el encuentro médico, lo lógico es que se
entiendan sin dificultad. Pues, aunque sorprenda, no es así o, por lo menos, no
siempre es así. Porque los médicos, en general, no se sirven del registro estándar
del castellano, catalán o francés, sino del registro de esas lenguas —que, aunque
no lo sea, podríamos hasta llegar a considerarlo como un dialecto—, que
algunos conocemos con el nombre de «mediqués». Y se equivoca quien crea
que ese «mediqués» consiste únicamente en llamar artrosis a la degeneración
de una articulación o histerectomía a la extirpación del útero. Este registro del
que se sirven los médicos habitualmente cuando hablan con sus colegas, que se
aprende en la facultad cuando se estudia Medicina, va mucho más allá de ser un
simple listado de términos con los que hacer equivaler las palabras del lenguaje
común: responde a una manera distinta y concreta de estructurar la realidad.
Como sabemos, los varios sistemas lingüísticos son, en mayor o menor medida,
resultado de formas variadas de enfocar y mirar la realidad. Algo parecido
sucede con el «mediqués» que, como hemos adelantado, el profesional aprendió
durante su paso por la facultad. Allí no le enseñaron una lengua o un dialecto.
Lo que le enseñaron fue a ver o a estructurar la realidad —en este caso, la de
la salud y la de la enfermedad— de otro modo a como lo hacen el resto de las
personas. Para empezar, le enseñaron a curar enfermedades, no enfermos, y a
buscar datos objetivos de enfermedad. Datos medibles, cuantificables, que
permitan establecer el diagnóstico biológico y a organizar el tratamiento —
casi siempre farmacológico o quirúrgico— acorde con él. Lo anterior origina,
en nuestra opinión, dos tipos de problemas cuando ese profesional habla,
no con sus colegas, sino con sus pacientes: uno, que podríamos catalogar
como de conceptualización, intrínsecamente vinculado a la tarea de pensar y
razonar, pero del que se derivan consecuencias lingüísticas. Y otro, meramente
lingüístico, que podríamos decir de «traducción» de términos. Para resolverlos,
buscando siempre que la comunicación entre el profesional sanitario y el paciente

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y sus familiares sea exitosa, dicho profesional tendrá que realizar un ejercicio,
al que nos vamos a referir enseguida, de cambio de concepción, de cambio de
mentalidad, con las repercusiones lingüísticas que ello acarree. Por otro lado,
como cualquier emisor de mensajes, deberá adaptar el código lingüístico que
emplee a los receptores a los que se dirija y al contexto en el que ese mensaje
se transmita. Algo que le forzará a llevar a cabo un ejercicio de traducción
intralingua, al que igualmente nos vamos a referir.
En relación con lo primero, como ya lo pusimos de manifiesto hace casi
tres lustros (Gutiérrez Rodilla, 2005, p. 131-134),7 el médico tiene que ser
consciente de la diferencia que existe entre lo que es «estar enfermo» y lo que
es «tener una enfermedad». En este sentido, cabe señalar que en castellano nos
servimos —como ocurre, en general, en otras lenguas derivadas del latín— de
un único sustantivo, enfermedad, a diferencia de lo que sucede en lenguas con
otros orígenes, como el inglés, por ejemplo, en la que se utilizan los conceptos
de disease y de illness para tratar de explicar las diferencias de los distintos
marcos referenciales que manejan profesionales y enfermos: el término disease
se relacionaría con el concepto de enfermedad de los médicos, que tratan de
conceptualizarla mediante elementos objetivables, cuantificables, buscando
todo aquello que les parece relevante para explicar el problema de la pérdida de
salud en términos fisicoquímicos, mecánicos y biológicos. Illness, sin embargo,
reflejaría la visión de los pacientes: su respuesta subjetiva —y la de su entorno
familiar— ante la situación de pérdida de salud. Una respuesta que se acompaña
de una carga afectiva muy importante y que se ve determinada tanto por las
circunstancias sociales y culturales de la persona afectada, como por los rasgos
más característicos de su personalidad. Aún podría llegarse a matizar más,
distinguiendo entre lo que es «estar enfermo» y «ser un enfermo» o lo que es
lo mismo, entre la perspectiva del enfermo y el reconocimiento por parte de los
demás como tal enfermo. De ahí que, en inglés, se maneje un tercer término,
sikness, para designar la percepción de la enfermedad por parte del entorno no
médico de la persona afectada.
De este modo, el médico debe «dar el salto» desde la disease a la illness y, si
llega el caso, a la sikness. Tendrá que partir desde esas enfermedades abstractas,
sistematizables, clasificables, formadas por un conjunto de síntomas y signos que
se repiten una y otra vez en cualquier contexto geográfico o sociocultural; las
famosas «especies morbosas» de Thomas Sydenham que, de algún modo, son
el resultado de intentar clasificar de modo taxonómico las enfermedades, como
si fuesen especies naturales, que acechan al enfermo. Tendrá que transportarse
desde esas enfermedades «objetivas» que le enseñaron y aprendió durante sus
estudios de Medicina hasta las «dolencias», que son las sensaciones de malestar
o de enfermedad que experimentan los pacientes y le llevan a buscar ayuda en el
profesional. Unas dolencias que van más allá de los datos meramente objetivos de

7 Véase también Salvador (2012).

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enfermedad —lo que no les resta un ápice de veracidad— y que se relacionan con
el significado que cada paciente le otorga al episodio de enfermedad, así como la
respuesta concreta de cada uno de ellos a tal episodio. Ambos están totalmente
influidos por su formación, por las experiencias vividas previamente, por su
entorno familiar, laboral y social, y por la sociedad concreta en la que vive, ya
que la línea divisoria entre salud y enfermedad no es fija e inmutable, sino que
va cambiando de acuerdo con los valores de dichas sociedades en cada época y,
por supuesto, el grado de medicalización que van incorporando. Este médico
al que nos estamos refiriendo tendrá que conjugar la búsqueda de parámetros
puramente objetivos que le ayudan a diagnosticar las enfermedades objetivas
con las sensaciones, sentimientos y padecimientos del paciente, que necesita que
se le comprenda en sus dolencias subjetivas. Este es el primer esfuerzo: «cambiar
el chip» como se dice coloquialmente, empatizar con el paciente, ponerse en su
lugar. Para, a continuación, pasar al segundo esfuerzo, que es el de buscar la
adecuación de los mensajes que emite a los receptores a los que van destinados.
Para poner en marcha lo que recogemos en el párrafo anterior, no hacen falta
unas dotes especiales ni unos conocimientos fuera de lo normal. Se necesita,
simplemente, buena voluntad y sentido común. A lo que se puede añadir el
entrenamiento, pues la ejecución de este ejercicio —como la de todos en la
vida— mejora con el entrenamiento. En todo caso, lo que está claro es que no
hay que superar ningún escollo infranqueable, como a veces reflejan algunos
profesionales cuando se quejan de lo difícil que les resulta —incluso imposible—
hablar de medicina de otra manera a como lo hacen habitualmente con sus
compañeros. Todo se puede decir de otro modo:

Quien en trance de ser leído u oído en público da por válida la primera


ocurrencia, es mucho más chapucero que espontáneo: no debería olvidar nunca
que casi todo puede decirse, como mínimo, de otra manera que tal vez sea
mejor: más clara, más rotunda, más irónica, menos enrevesada, mejor ajustada
al asunto, a su intención, a las expectativas de quienes han de leerlo u oírlo, y
al momento. (Ah, la consabida excusa de la prisa, que a tanta desidia o a tanta
torpeza suele servir de parapeto) Lázaro Carreter (1997).
Para lo que a nosotros nos interesa, estamos convencidos de que cualquier cosa
que el médico tenga que decir lo puede hacer de la forma más apropiada para el
destinatario.8 Únicamente tiene que querer hacerlo. Lo que implica —lo hemos
avanzado— un esfuerzo. Un esfuerzo similar al que lleva a efecto en otros
ámbitos de la vida: seguramente no habla igual cuando está en casa con su pareja

8 Otra cosa es que en esa comunicación pueda transmitir el 100 % del contenido que
le transmitiría a un colega. Necesariamente en esa comunicación, como sucede en
general con la divulgación, hay que seleccionar lo que se va a transmitir, que será todo
aquello que al paciente le puede interesar. Seguramente, los pormenores relativos
a los microgramos de las dosis de las pastillas que le van a recetar, para poner un
ejemplo, no serán lo que más le preocupe.

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o con sus hijos que cuando participa con sus colegas en un congreso. Solo tiene
que recordar la sensación de confusión, de extravío y hasta de peligro que nos
embarga cuando viajamos a un país cuya lengua desconocemos y cuyos códigos
de conducta nos resultan impenetrables. ¡Quién sabe cuántas veces habremos
vivido esa situación nosotros, viajeros smart con la Lonely Planet en la mano!
(Marcolongo, 2017, p. 165).
Estos ejercicios o esfuerzos, a los que nos estamos refiriendo, imprescindibles
para que el acto comunicativo médico‑paciente —o, por mejor decir,
paciente‑médico‑paciente— sea exitoso, conllevan una doble tarea de
transferencia de tipo conceptual por un lado, y una doble tarea de traducción
de tipo lingüístico, por otro (figura 2): comenzará por transferir la cabeza a
punto de estallar, el estómago cerrado, las piernas que no aguantan, el cansancio
generalizado, el estoy que no me tengo y otras mil formas habituales que tienen los
pacientes de resumir sus dolencias, a entidades nosológicas que pueda objetivar,
medir y etiquetar para establecer el diagnóstico. Asimismo, interpretará a qué
se refieren sus pacientes cuando le hablan del  dolor de los compañeros, el hijo
que se ha añusgado, la correncia que no para, la picazón del culebrón, la preñez
ciega, el  me va a dar un aciburrio o  la alfombrilla de la cara, por ejemplo,
mensajes construidos mediante palabras de significado médico indiscutible
que no pertenecen a la terminología superespecializada actual, aunque muchos
de ellos sí formaran parte de esa terminología especializada en siglos pasados
y que hoy constituyen una de las bases del lenguaje médico popular. Se trata,
por lo tanto, como decimos, de una doble tarea: de transferencia conceptual y de
traducción intralingua. Por lo que, además de meterse en la piel del paciente y de
sus familiares, comprender su tristeza, miedo o angustia, particularmente ante
la comunicación de una «mala noticia», tendrá que, una vez recibido el mensaje
emitido por el paciente o sus familiares, trasladar el modelo de construcción
o de concepción de la enfermedad y el lenguaje en el que está cifrado hacia el
lenguaje y la concepción habituales de la medicina académica imperante en cada
momento. Una vez concluido ese doble proceso de transferencia y traducción,
y después de haberlo procesado y asimilado, iniciará el proceso contrario:
el de adaptar el mensaje que él le lanzaría a sus compañeros de profesión a un
mensaje conceptual y lingüísticamente accesible, comprensible para las personas
que tiene delante, que no son especialistas, elaborado mediante explicaciones,
paráfrasis, redundancias y otros recursos propios del texto divulgativo y
con palabras del lenguaje común —o del lenguaje médico popular, si fuera
necesario—, en lo posible, sin terminología especializada y, si esta se usara,
siempre con explicación de su significado.

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Figura 2. La transferencia conceptual y lingüística en la
comunicación médico‑paciente (elaboración propia)

4. La falta de adecuación al destinatario: a modo de conclusión


El doble proceso que hemos descrito brevemente en el punto anterior, por
desgracia para los pacientes y sus familiares, no siempre se da, especialmente en
lo que se refiere a su segunda parte: el médico, dependiendo de su formación,
su entorno familiar y social y su pericia, suele —con algunas excepciones—
desenvolverse bien en la primera parte del proceso, la de transferencia
conceptual y traducción lingüística a partir de los mensajes emitidos por el
paciente y sus familiares. No le sucede lo mismo con la segunda, la de adaptar
su forma de pensar y su lenguaje a los pacientes y a sus familiares con el fin de
que estos le entiendan y con el fin también de que entre ellos fluya una buena
relación, a pesar de que, como ya hemos advertido, para ello no debe superar
ninguna dificultad especial. Tan solo necesita querer hacerlo, darse cuenta
de quiénes son los destinatarios de su mensaje y adaptarlo para ellos. Esto le
debe conducir a utilizar lo menos posible el lenguaje ultraespecializado —o, si
lo usa, tendrá que explicar su significado— y a servirse, en cambio, del mismo
lenguaje que emplea en otras situaciones y registros comunicativos de su vida
cotidiana, a abundar en explicaciones y aclaraciones, a servirse con profusión de

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la redundancia, a cerciorarse de que todo se ha comprendido. Si no, el fracaso del
acto comunicativo causará desazón, malestar y enfado en el enfermo:

Me gusta que me hablen claro, que lo hagan para que entienda. Imagino que al
resto de los mortales les ocurrirá lo mismo, pero, desgraciadamente, hay muchos
que hablan o escriben precisamente para lo contrario, para que su interlocutor
no se entere de nada. Hace poco estuve en el médico y salí de la consulta con
la sensación de que me había estado tomando el pelo. No entendí la mitad de
las cosas que me dijo. Unas partes se las callaba, otras las daba por supuestas
y para entender bastantes de sus expresiones hubiera necesitado un diccionario
médico ¿No le habrán explicado en la Facultad que uno de los elementos clave de
la atención al paciente consiste en comunicarse con él y atenderle debidamente?
(Zubieta Iún, 2008).
¿Por qué hablar con el paciente de la cinetosis con lo fácil que es hacerlo del
mareo —ese que muchos de nosotros sentimos cuando viajamos en coche o
en barco— y que él entenderá sin problema? ¿Por qué pedirle que se ponga en
sedestación con lo bien que nos comprendería si le dijéramos que se sentara? ¿Es
tan difícil preguntarle si algo le produce gases en lugar de meteorismo? ¿Por qué,
al conversar con él, llamamos cefalalgia al dolor de cabeza? Pues simplemente
por vagancia o por orgullo de clase —más bien soberbia o pedantería—, o
bien por no haber entendido que la función fundamental del lenguaje es la
comunicación y eso implica que, tanto el emisor como el receptor del mensaje
deben compartir el código para poder entenderse. Como si eso fuera poco, luego,
muchos de esos médicos —y de los no médicos— nos reímos de los pacientes y
de sus familiares cuando tratan de emplear los términos especializados. Y nos
hablan de la *gatotiritis, el embarazo *extrataurino, las pastillas *fluorescentes, las
*contradicciones de los medicamentos, los *opositorios y tantos otros, convertidos
ya en barbarismos, porque tal vez esas personas —sobre todo cuando tienen
pocos estudios— solo los han oído una vez, en los cinco minutos que les dedicó el
médico, y no los han visto nunca escritos, por lo que tratan de emparentarlos con
palabras conocidas por ellos o de facilitar su pronunciación. En nuestra opinión,
sin embargo, de quienes nos tendríamos que reír, y mucho, además, es de los
médicos:9 primero, por su torpeza, porque no han sido capaces de adaptar el
lenguaje que emplean al destinatario. Y, segundo, por las barbaridades que ellos
mismos escriben —y aquí no cabe alegar que han realizado pocos estudios— y
ponen en circulación cada día como, por citar solo un par de ejemplos, llamar
patología a una enfermedad, cuando en realidad es la rama de la medicina que
se ocupa del estudio de las enfermedades o analíticas —que es un adjetivo, por
lo tanto, no se puede hacer una analítica— a lo que en realidad se tiene que
llamar análisis. Hay millones de ejemplos, que son auténticas aberraciones y no
9 Gutiérrez Rodilla, Bertha M. «Milonga sentimental» El Trujamán [sección diaria
del Centro Virtual Cervantes] [publicado el 18 de agosto del 2004; accesible desde
<https://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/agosto_04/18082004.htm>] [Consulta:
20 abril 2019].

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nos reímos de ellos. Nos burlamos, en cambio, de los pacientes, que lo único que
intentan es comprender un lenguaje críptico donde los haya para el que no están
preparados ni tienen por qué estarlo. Es el médico quien, no solo está preparado
para acomodar su mensaje al destinatario, sino que, si quiere cumplir cabalmente
con la misión que entraña el desempeño de su profesión, está obligado a hacerlo.

5. Referencias bibliográficas
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