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Mi infancia estuvo marcada por la distimia, lo que implicaba tener una persistente sensación
de tristeza y descontento. A pesar de ello tuve una infancia feliz. Era tímido, callado y tenía
un interés particular por la filosofía. Atribuía mi estado emocional al divorcio temprano de
mis padres, a la falta de interés de mi padre, a la inestabilidad emocional de mi madre, a los
cambios frecuentes de casa, escuela y ciudad. Sufrí acoso durante la primaria y el primer año
de secundaria. Era un estudiante mediocre, me distraía imaginando historias en las clases.
Pero demostraba liderazgo en la natación, las excursiones al aire libre y las artes marciales.
En la universidad sentí que no encajaba y me aislaba los fines de semana para leer.
Trabajaba y hacía negocios. Fui un estudiante promedio. Practicaba lea equitación y las artes
marciales. Terminé la carrera satisfactoriamente, consiguiendo trabajo en un banco. Me
trasladé a Monterrey, donde vivía mi novia, y empecé un posgrado en ciencias políticas.
Los siguientes tres años me dediqué intensamente a estudiar y trabajar. Leía cuatro o cinco
libros de manera simultánea. Desbocado, hablaba de filosofía política, pero noté que algunos
amigos terminaban exhaustos tras mis conversaciones repletas de datos y análisis. Algunas
veces mi cerebro funcionaba con una enorme velocidad. Después me sentía muy cansado.
Me excluía y pasaba mucho tempo en soledad. Por las mañanas sentía mucha angustia. Los
fines de semana escalaba en roca. Las dos veces que bebí alcohol en esos tres años tuve
algunos exabruptos.
Aprobé todos los cursos necesarios y entré a trabajar en el medio bursátil, donde empecé a
experimentar otra vez altibajos constantes. Cuatro años después, tenía una exitosa cartera
de clientes y ganaba más dinero que mis compañeros de universidad. Realicé inversiones en
las que puse en riesgo el dinero de mis clientes, de mi familia y mis propios ahorros.
Comencé a practicar montañismo en los glaciares los volcanes mexicanos y realicé siete
saltos en paracaídas, a pesar de no haber completado los cursos adecuados. A menudo
corría riesgos innecesarios. Una operación bursátil me llevó a perder una enorme cantidad
de dinero.
Mi vida se dividía entre las operaciones bursátiles y los estudios de literatura que había
comenzado. Vivía en un pequeño apartamento en una exclusiva zona de la Ciudad de
México. Una noche, después de cenar con amigos, experimenté una profunda sensación de
vacío y, sin saber de dónde vino ese impulso, llamé a mi hermana avisándole que iba a
suicidarme. Con toda probabilidad se trató de un grito de ayuda. Ella y mi madre
intervinieron y me convencieron de buscar ayuda profesional. Fui diagnosticado con
depresión y comencé a tomar Prozac. Me mudé a un apartamento más grande. El Prozac me
sumía en un letargo, como si estuviera viviendo una vida artificial, pasaba la mayor parte del
tiempo durmiendo, saliendo solo para comprar libros o cedes de música. Comía en un
restaurante cercano y regresaba a leer y dormir.
Después de tres meses, me sentí lleno de energía. Había dejado atrás la depresión. Arrojé el
Prozac en un bote de basura. Fui contratado por la banca privada del grupo Santander,
donde tenía que convencer a mis clientes de irse conmigo. Fue una lucha feroz contra la casa
de bolsa anterior, que se defendió como gato bocarriba. Fue una etapa de mucho estrés. Es
aquellos días conocí a la cantante de coro de cantos gregorianos con la que comencé una
relación. Después de un año sentí que ella era muy calmada para mi agitada vida y terminé
con ella. Poco tiempo después, habiendo notado mi error, volví a buscarla, pero sella ya
acababa de iniciar una nueva relación.
Una mañana, con el objeto de apaciguar mi angustia, fui a una iglesia y me puse a rezar
frente a la imagen de san Charbel. La luz azulada de un vitral lo iluminaba y, sintiendo que
estaba frente a una imagen que me hablaba telepáticamente y me pedía que regalara dinero
a un grupo de viejecillas que había afuera de la iglesia, corrí al banco, saqué todo el dinero
que tenía, que no era poco, y regresé a dárselos. Lo hice de forma histriónica, lanzándoles
los billetes. Fue un espectáculo muy desagradable. Regrese a mi apartamento sintiendo
mucho dolor.
Comencé una relación con otra mujer que conocí. Llevábamos tres o cuatro meses juntos
cuando, durante un viaje que hice al norte de España, me detuve en una cabina de teléfono
y le pedí matrimonio. Ella aceptó. Al regresar nos dedicamos a planificar la boda. Mi abuela
me hizo un préstamo en dólares para comprar un apartamento, pero tres meses antes de la
boda me di cuenta de que no tenía nada en común con esa mujer y decidí cancelar el
matrimonio. Mi abuela cambió de opinión y me pidió que le devolviera el préstamo del
apartamento. Vendí el apartamento en pesos, lo que resultó en una pérdida por el tipo de
cambio. Intenté recuperar el dinero comprando un departamento en Miami y vendiéndolo
con una pequeña ganancia, pero aún no era suficiente. Debido la experiencia que tenía en la
bolsa de valores y a una percepción que tenía de mí mismo de ser muy bueno en lo que
hacía, invertí el dinero. Al poco tiempo hubo un suceso internacional que hizo bajar los
precios de las acciones de la bolsa y perdí una parte importante. Hubiese podido resistir y
recuperar ese dinero, pero la presión familiar para que regresara el dinero a mi abuela me
hizo vender todo y pagarle lo que había quedado. Me sentí traicionado por mi abuela y me
sentí muy mal por no haber esperado. Poco tiempo después, las acciones de la bolsa se
recuperaron. No me atreví a decirle a mi familia lo que había ocurrido. Fui a un segundo
psiquiatra, éste me dijo que el primer psiquiatra se había equivocado y, pensando que sólo
era depresivo, me había recetado el Prozac, mismo que me disparó hacia la manía. “Tu
ciclas, me dijo”, después de escuchar toda mi historia de vida. Tú eres bipolar. Nunca había
escuchado el término. Me dio dos medicamentos, creo que Ziprexa y otro más que ahora no
recuerdo. Meses después, al no encontrarme estable, abandoné al psiquiatra.
Recibí una oferta para trabajar en un reconocido banco estadounidense, que habría
significado un importante avance profesional y financiero. Sin embargo, después de
reflexionar acerca de mi capacidad emocional para lidiar con el estrés, decidí rechazar la
oferta. Aquello lo viví como otro enorme fracaso.
Conocí a otra mujer, una vecina, y tuve una relación muy intensa con ella durante algunos
meses. Un día pe puse muy obsesivo con ella y ella decidió terminar la relación. Durante tres
meses estuve devastado.
Renuncié al despacho de asesoría financiera y decidí pasar diez días en la Sierra Tarahumara.
Tenía la idea de escribir una novela sobre los indígenas rarámuris, pero me sentí angustiado
no logré escribir una sola línea. Aprovechando la nacionalidad europea que tengo por parte
de mi padre, decidí trasladarme a España con el apoyo de mi madre. Vendí mis pertenencias,
volé a Madrid y alquilé una habitación con la intención de encontrar trabajo o abrir una
pequeña librería. A pesar del apoyo de amigos, no pude lograrlo y ni siquiera pude
registrarme como residente en el país durante mi estancia allí. No tenía la energía para
hacerlo. Pasé mis días recorriendo librerías y participé en un círculo de bipolares de Madrid.
Regresé a casa de mi abuela y pasé por una crisis demoledora. Llegué al extremo de poner
en peligro a todos en la casa al abrir las llaves de gas, tomar una sobredosis de ansiolíticos y
echarme en el piso a dormir. Afortunadamente, un tío llegó a tiempo y me encontró. Fui
internado en un hospital psiquiátrico, pero mi madre logró sacarme después de diez días al
descubrir que me estaban administrando un medicamento prohibido y peligroso. Ese
internamiento fue un parteaguas en mi vida.
A continuación, viví en un apartamento sin muebles que mi madre alquilaba y que acababa
de desocuparse en Ciudad de México, convencido de que mi vida no funcionaría más.
Cambié de psiquiatra varias veces, pero en lugar de reducir la medicación, empezaron a
acumular más medicamentos. Llegué a tomar nueve medicamentos a la vez, junto con una
cantidad considerable de ansiolíticos que me hacían dormir durante casi todo el día.
Cuando tenía treinta y cinco años llevaba ya un año viajando casi todos los fines de semana a
la ciudad de Veracruz, donde vivía mi madre. Impartía cursos de literatura y colaboraba, de
manera gratuita, con el área de cultura del ayuntamiento municipal. Desde hacía mucho
tiempo, la idea del suicidio se apoderaba de mis pensamientos como una forma de escapar
del sufrimiento. En uno de esos viajes hice cortes en mis brazos y en mis piernas, buscando
liberar mi dolor emocional a través del dolor físico. Me sentía desconectado de la realidad y
un psiquiatra local sugirió que estaba tomando demasiada medicación y que esa intoxicación
me tenía en un estado más grave. Recomendó una revisión completa del diagnóstico y
reducir lentamente las pastillas a solo dos medicamentos.
Me sentía perdido, incapaz de disfrutar cualquier cosa y veía un futuro sombrío. Una
mañana, al despertar, una niebla mental me envolvió, mientras el calor y la humedad del
puerto se volvían insoportables. Con mi madre fuera de casa, surgió en mi mente la idea de
tener algo que me diera una sensación de seguridad para enfrentar el pensamiento del
suicidio. No buscaba realmente morir, sino tener una vía de escape en caso de que todo se
volviera aún más insoportable. Fui a una veterinaria, compré un veneno para matar las
garrapatas del ganado, lo guardé en mi armario y pensé en dejarlo ahí, por si un día lo
necesitaba. Nunca entenderé por qué, a pesar de que no era mi intención tomarlo cuando lo
compré, abrí el armario y, sin pensarlo, tomé un largo trago del líquido.
El médico me entregó una pequeña pizarra para que escribiera. Escribí: "Libéreme",
rogándole que me quitara el tubo. Mis manos estaban amarradas a los tubos de la cama y yo
no podía arrancármelo. No soportaba tener el tubo en la tráquea. Aunque temía que no
pudiera respirar por mi cuenta, el médico retiró el respirador artificial. Comencé a respirar
con fuerza y mis pulmones funcionaron de nuevo. Nadie podía creer lo que había sucedido.
Después de diez días salí del hospital para recuperarme en casa. Había perdido treinta y
cinco kilos.
Durante mi recuperación, ya sin tomar un solo medicamento psiquiátrico, tenía una enorme
claridad mental. Me mudé a Guadalajara y abrí un café-librería junto a mi hermano. Sin
embargo, el reencuentro que tuve una mujer que vivía en Bélgica y algunas diferencias con
dos socios que teníamos, cambiaron el curso de mi vida. Tomé la decisión de dejar todo en
México y trasladarme a Bélgica y volver a empezar. Y en efecto, parecía casi imposible que
tuviera éxito. Ya estaba entrando en hipomanía otra vez, pero no me había dado cuenta. Sin
embargo, el plan de trasladarme a radicar en Bélgica, sin hablar el idioma y sin un trabajo,
para vivir con una mujer que estaba en proceso de divorcio y que tenía tres hijos, sonaba
descabellado. Mi madre, a pesar de la resistencia familiar que encontró, decidida a todo para
que yo encontrase una vida más feliz, decidió apoyarme una vez más con mi quijotesco viaje.
Tenía yo treinta y siete años.
A los pocos días de llegar a Bélgica, logré conseguir trabajo como profesor en una prestigiosa
universidad. Asumí la responsabilidad de ayudar a mi nueva mujer en la crianza de dos de
sus hijos, que todavía eran pequeños, y puse toda mi energía en reparar algunas partes de su
casa y en hacer viajes juntos. En poco tiempo teníamos una bonita familia recompuesta. Por
primera vez en mucho tiempo yo me sentía feliz y tenía la seguridad de que, a pesar del
trastorno bipolar, tendría una buena vida. Era la primera vez que el sentimiento de soledad y
de angustia me abandonaba.
En estos catorce años, debido a que mi función hepática empezó a afectarse, dejé el litio
durante cinco años y me mantuve relativamente estable hasta hace dos años que empecé a
sentir depresión. Lo anterior estuvo relacionado con el final de la pandemia y con un
incremento en el número de horas por semana que trabajo. Hace dos meses sufrí una crisis
de paranoia muy importante, seguida de fuertes episodios de depresión que no me
permitían levantarme de la cama ni ser funcional. Desde hace dos semanas he vuelto a
consultar a mi psiquiatra y he decidido medicarme otra vez con litio.
Atribuyo a diversos factores la relativa estabilidad que he conseguido en los últimos años: el
cuidado de mi hijo, mi pasión por la fotografía (actividad que comencé a practicar en 2011),
el cuidado de mi salud (no bebo nada de alcohol desde hace muchos años, no fumo, me
desvelo poco y hago ejercicio todos los días).
Hace algunos años descubrí que mi padre padece el trastorno bipolar y que está medicado
con Tegretol, por lo que deduzco que mi condición tiene un fuerte componente genético.
Durante toda mi vida he sentido una desconexión y una angustia persistente en mi vida
social. Me aíslo con facilidad, frecuento poco a mis amigos y no hago muchos amigos
nuevos. Mi reto personal futuro consiste en continuar con la medicación, retomar la
psicoterapia, mejorar mi vida social y trabajar en la sanación de mis emociones.