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Juan Francisco Hernández

Testimonio del trastorno afectivo bipolar

Mi infancia estuvo marcada por la distimia, lo que implicaba tener una persistente sensación
de tristeza y descontento. A pesar de ello tuve una infancia feliz. Era tímido, callado y tenía
un interés particular por la filosofía. Atribuía mi estado emocional al divorcio temprano de
mis padres, a la falta de interés de mi padre, a la inestabilidad emocional de mi madre, a los
cambios frecuentes de casa, escuela y ciudad. Sufrí acoso durante la primaria y el primer año
de secundaria. Era un estudiante mediocre, me distraía imaginando historias en las clases.
Pero demostraba liderazgo en la natación, las excursiones al aire libre y las artes marciales.

De adolescencia mostré un fuerte contraste de personalidad. Trabajaba desde joven, era


maduro y responsable. Por otra parte, experimentaba comportamientos autodestructivos.
Empecé a beber en exceso, a pelearme a golpes y a conducir imprudentemente una
motocicleta. Tuve a una pareja tóxica que duró diez años, son embargo, esta mujer me
ayudó a finalizar mis estudios y moderar mi forma de beber.

En la universidad sentí que no encajaba y me aislaba los fines de semana para leer.
Trabajaba y hacía negocios. Fui un estudiante promedio. Practicaba lea equitación y las artes
marciales. Terminé la carrera satisfactoriamente, consiguiendo trabajo en un banco. Me
trasladé a Monterrey, donde vivía mi novia, y empecé un posgrado en ciencias políticas.

Los siguientes tres años me dediqué intensamente a estudiar y trabajar. Leía cuatro o cinco
libros de manera simultánea. Desbocado, hablaba de filosofía política, pero noté que algunos
amigos terminaban exhaustos tras mis conversaciones repletas de datos y análisis. Algunas
veces mi cerebro funcionaba con una enorme velocidad. Después me sentía muy cansado.
Me excluía y pasaba mucho tempo en soledad. Por las mañanas sentía mucha angustia. Los
fines de semana escalaba en roca. Las dos veces que bebí alcohol en esos tres años tuve
algunos exabruptos.

Conseguí terminar la maestría con honores. En un impulso, renuncié a mi trabajo, terminé


mi relación de pareja y me mudé a Querétaro para vivir seis meses con mi hermana. Me
dediqué a escribir mi tesis y a escalar el monolito de Bernal. No trabajaba y vivía del finiquito
de mi empleo. A pesar de sentirme eutímico, un sentimiento de soledad por dentro. Durante
esos seis meses, no sentí la necesidad de beber alcohol y permanecí sobrio. Luego, conseguí
trabajo en una casa de bolsa en la Ciudad de México.

Aprobé todos los cursos necesarios y entré a trabajar en el medio bursátil, donde empecé a
experimentar otra vez altibajos constantes. Cuatro años después, tenía una exitosa cartera
de clientes y ganaba más dinero que mis compañeros de universidad. Realicé inversiones en
las que puse en riesgo el dinero de mis clientes, de mi familia y mis propios ahorros.
Comencé a practicar montañismo en los glaciares los volcanes mexicanos y realicé siete
saltos en paracaídas, a pesar de no haber completado los cursos adecuados. A menudo
corría riesgos innecesarios. Una operación bursátil me llevó a perder una enorme cantidad
de dinero.
Mi vida se dividía entre las operaciones bursátiles y los estudios de literatura que había
comenzado. Vivía en un pequeño apartamento en una exclusiva zona de la Ciudad de
México. Una noche, después de cenar con amigos, experimenté una profunda sensación de
vacío y, sin saber de dónde vino ese impulso, llamé a mi hermana avisándole que iba a
suicidarme. Con toda probabilidad se trató de un grito de ayuda. Ella y mi madre
intervinieron y me convencieron de buscar ayuda profesional. Fui diagnosticado con
depresión y comencé a tomar Prozac. Me mudé a un apartamento más grande. El Prozac me
sumía en un letargo, como si estuviera viviendo una vida artificial, pasaba la mayor parte del
tiempo durmiendo, saliendo solo para comprar libros o cedes de música. Comía en un
restaurante cercano y regresaba a leer y dormir.

Después de tres meses, me sentí lleno de energía. Había dejado atrás la depresión. Arrojé el
Prozac en un bote de basura. Fui contratado por la banca privada del grupo Santander,
donde tenía que convencer a mis clientes de irse conmigo. Fue una lucha feroz contra la casa
de bolsa anterior, que se defendió como gato bocarriba. Fue una etapa de mucho estrés. Es
aquellos días conocí a la cantante de coro de cantos gregorianos con la que comencé una
relación. Después de un año sentí que ella era muy calmada para mi agitada vida y terminé
con ella. Poco tiempo después, habiendo notado mi error, volví a buscarla, pero sella ya
acababa de iniciar una nueva relación.

Una mañana, con el objeto de apaciguar mi angustia, fui a una iglesia y me puse a rezar
frente a la imagen de san Charbel. La luz azulada de un vitral lo iluminaba y, sintiendo que
estaba frente a una imagen que me hablaba telepáticamente y me pedía que regalara dinero
a un grupo de viejecillas que había afuera de la iglesia, corrí al banco, saqué todo el dinero
que tenía, que no era poco, y regresé a dárselos. Lo hice de forma histriónica, lanzándoles
los billetes. Fue un espectáculo muy desagradable. Regrese a mi apartamento sintiendo
mucho dolor.

Comencé una relación con otra mujer que conocí. Llevábamos tres o cuatro meses juntos
cuando, durante un viaje que hice al norte de España, me detuve en una cabina de teléfono
y le pedí matrimonio. Ella aceptó. Al regresar nos dedicamos a planificar la boda. Mi abuela
me hizo un préstamo en dólares para comprar un apartamento, pero tres meses antes de la
boda me di cuenta de que no tenía nada en común con esa mujer y decidí cancelar el
matrimonio. Mi abuela cambió de opinión y me pidió que le devolviera el préstamo del
apartamento. Vendí el apartamento en pesos, lo que resultó en una pérdida por el tipo de
cambio. Intenté recuperar el dinero comprando un departamento en Miami y vendiéndolo
con una pequeña ganancia, pero aún no era suficiente. Debido la experiencia que tenía en la
bolsa de valores y a una percepción que tenía de mí mismo de ser muy bueno en lo que
hacía, invertí el dinero. Al poco tiempo hubo un suceso internacional que hizo bajar los
precios de las acciones de la bolsa y perdí una parte importante. Hubiese podido resistir y
recuperar ese dinero, pero la presión familiar para que regresara el dinero a mi abuela me
hizo vender todo y pagarle lo que había quedado. Me sentí traicionado por mi abuela y me
sentí muy mal por no haber esperado. Poco tiempo después, las acciones de la bolsa se
recuperaron. No me atreví a decirle a mi familia lo que había ocurrido. Fui a un segundo
psiquiatra, éste me dijo que el primer psiquiatra se había equivocado y, pensando que sólo
era depresivo, me había recetado el Prozac, mismo que me disparó hacia la manía. “Tu
ciclas, me dijo”, después de escuchar toda mi historia de vida. Tú eres bipolar. Nunca había
escuchado el término. Me dio dos medicamentos, creo que Ziprexa y otro más que ahora no
recuerdo. Meses después, al no encontrarme estable, abandoné al psiquiatra.

Me resultó insostenible continuar trabajando en la banca privada del grupo Santander


debido a la intensa presión. Un exjefe me ofreció un puesto en un despacho de asesoría
financiera internacional, con horarios más flexibles, aunque con un menor ingreso. Mi nuevo
jefe condicionó el trabajo a que recibiera tratamiento de otro reconocido psiquiatra,
especializado en trastorno bipolar. Estuvimos experimentando con diversos medicamentos,
que me causaron efectos secundarios terribles. Entre ellos, recuerdo al valproato.

Pasé un verano en España, recorriendo el Camino de Santiago, experimentando momentos


de euforia y angustia. Sin embargo, este viaje transformó mi perspectiva y me hizo tomar la
decisión de dejar el medio financiero para dedicarme a la literatura.

Al regresar, caí en una profunda depresión, debido a sentimientos de fracaso y de culpa.


Aunque intentaba ir a trabajar, mi productividad se vio afectada y mis ingresos disminuyeron
considerablemente. Pasaba mis tardes participando en talleres literarios, y dedicándome a
escribir. Después de mantener una sólida amistad con un pintor vagabundo y esquizofrénico
y de escribir todos nuestros diálogos escribí, en una larga noche de euforia, una novela corta
que fue publicada y que me brindó un breve pero satisfactorio éxito. Luego publiqué cuatro
más novelas y un libro de cuentos. Pero nunca llegué a tener el éxito literario que esperaba.
Mi vida era eso: momentos de grandes expectativas que terminaban reducidas a una
pequeña fracción de lo que había imaginado.

Recibí una oferta para trabajar en un reconocido banco estadounidense, que habría
significado un importante avance profesional y financiero. Sin embargo, después de
reflexionar acerca de mi capacidad emocional para lidiar con el estrés, decidí rechazar la
oferta. Aquello lo viví como otro enorme fracaso.

Conocí a otra mujer, una vecina, y tuve una relación muy intensa con ella durante algunos
meses. Un día pe puse muy obsesivo con ella y ella decidió terminar la relación. Durante tres
meses estuve devastado.

Renuncié al despacho de asesoría financiera y decidí pasar diez días en la Sierra Tarahumara.
Tenía la idea de escribir una novela sobre los indígenas rarámuris, pero me sentí angustiado
no logré escribir una sola línea. Aprovechando la nacionalidad europea que tengo por parte
de mi padre, decidí trasladarme a España con el apoyo de mi madre. Vendí mis pertenencias,
volé a Madrid y alquilé una habitación con la intención de encontrar trabajo o abrir una
pequeña librería. A pesar del apoyo de amigos, no pude lograrlo y ni siquiera pude
registrarme como residente en el país durante mi estancia allí. No tenía la energía para
hacerlo. Pasé mis días recorriendo librerías y participé en un círculo de bipolares de Madrid.

Regresé a casa de mi abuela y pasé por una crisis demoledora. Llegué al extremo de poner
en peligro a todos en la casa al abrir las llaves de gas, tomar una sobredosis de ansiolíticos y
echarme en el piso a dormir. Afortunadamente, un tío llegó a tiempo y me encontró. Fui
internado en un hospital psiquiátrico, pero mi madre logró sacarme después de diez días al
descubrir que me estaban administrando un medicamento prohibido y peligroso. Ese
internamiento fue un parteaguas en mi vida.

Un psiquiatra me ofreció un “externamiento”, término que al parecer él mismo había


creado. Se trataba de pasar el día acompañado de estudiantes de psicología y de ver al
psiquiatra dos veces por semana. Al final todo resultó ser un negocio lucrativo para el
psiquiatra y, de alguna manera, un fraude. El lado positivo es que fue la primera vez que
tomaba litio. El litio, a pesar de sus efectos secundarios molestos, pareció dar resultado. Dejé
de ver al psiquiatra y a sus estudiantes y continué tomando el litio. Pasé algún tiempo
relativamente feliz viviendo en un barrio bohemio donde tenía la pretensión de llevar al
teatro una de mis novelas. Me reunía con frecuencia con los actores de mi futura obra de
teatro y tenía previsto alquilar un teatro. En mi mente veía un lleno total. Ese tiempo lo pasé
mirando todas las obras de teatro de la cartelera, estudiando un diplomado en guion
cinematográfico y participando en un taller de cine. Al final, el escritor argentino que
contraté para hacer el texto basado en mi novela regresó a su país con mi dinero y sin
entregarme el texto. No volví a saber de él. Eso fue suficiente para sumergirme en otra
depresión.

A continuación, viví en un apartamento sin muebles que mi madre alquilaba y que acababa
de desocuparse en Ciudad de México, convencido de que mi vida no funcionaría más.
Cambié de psiquiatra varias veces, pero en lugar de reducir la medicación, empezaron a
acumular más medicamentos. Llegué a tomar nueve medicamentos a la vez, junto con una
cantidad considerable de ansiolíticos que me hacían dormir durante casi todo el día.

Cuando tenía treinta y cinco años llevaba ya un año viajando casi todos los fines de semana a
la ciudad de Veracruz, donde vivía mi madre. Impartía cursos de literatura y colaboraba, de
manera gratuita, con el área de cultura del ayuntamiento municipal. Desde hacía mucho
tiempo, la idea del suicidio se apoderaba de mis pensamientos como una forma de escapar
del sufrimiento. En uno de esos viajes hice cortes en mis brazos y en mis piernas, buscando
liberar mi dolor emocional a través del dolor físico. Me sentía desconectado de la realidad y
un psiquiatra local sugirió que estaba tomando demasiada medicación y que esa intoxicación
me tenía en un estado más grave. Recomendó una revisión completa del diagnóstico y
reducir lentamente las pastillas a solo dos medicamentos.

Me sentía perdido, incapaz de disfrutar cualquier cosa y veía un futuro sombrío. Una
mañana, al despertar, una niebla mental me envolvió, mientras el calor y la humedad del
puerto se volvían insoportables. Con mi madre fuera de casa, surgió en mi mente la idea de
tener algo que me diera una sensación de seguridad para enfrentar el pensamiento del
suicidio. No buscaba realmente morir, sino tener una vía de escape en caso de que todo se
volviera aún más insoportable. Fui a una veterinaria, compré un veneno para matar las
garrapatas del ganado, lo guardé en mi armario y pensé en dejarlo ahí, por si un día lo
necesitaba. Nunca entenderé por qué, a pesar de que no era mi intención tomarlo cuando lo
compré, abrí el armario y, sin pensarlo, tomé un largo trago del líquido.

A partir de entonces, mi vida transcurrió en sueños, la mayoría, pesadillas. Soñaba con


desconocidos y con familiares fallecidos, en ocasiones me encontraba en un hospital y, otras,
en extraños lugares y fantásticos. Soñaba en Technicolor.
Veinte días más tarde, una parte de mí desperté, pero era incapaz de moverme o de hablar.
Ni siquiera podía abrir los ojos. Sólo era capaz de escuchar. Llegó un médico rodeado de lo
que parecían ser residentes de medicina. Por lo que escuchaba, rodearon la cama. El médico
comenzó a explicarles que mis pulmones estaban totalmente colapsados y que no había ya
nada qué hacer. Recuerdo que mi cuerpo se puso caliente y que sentí un miedo que jamás
había experimentado.

Poco tiempo después, escuché la voz de mi madre y de un sacerdote rezando a mi lado.


Sentí el toque del aceite sagrado en mi frente. Me había puesto los santos oleos. Seguía sin
ser capaz de comunicarme. Sin embargo, al amanecer, cuando el médico internista entró a
verme otra vez, pude abrir los ojos. Había despertado del coma.

El médico me entregó una pequeña pizarra para que escribiera. Escribí: "Libéreme",
rogándole que me quitara el tubo. Mis manos estaban amarradas a los tubos de la cama y yo
no podía arrancármelo. No soportaba tener el tubo en la tráquea. Aunque temía que no
pudiera respirar por mi cuenta, el médico retiró el respirador artificial. Comencé a respirar
con fuerza y mis pulmones funcionaron de nuevo. Nadie podía creer lo que había sucedido.
Después de diez días salí del hospital para recuperarme en casa. Había perdido treinta y
cinco kilos.

Durante mi recuperación, ya sin tomar un solo medicamento psiquiátrico, tenía una enorme
claridad mental. Me mudé a Guadalajara y abrí un café-librería junto a mi hermano. Sin
embargo, el reencuentro que tuve una mujer que vivía en Bélgica y algunas diferencias con
dos socios que teníamos, cambiaron el curso de mi vida. Tomé la decisión de dejar todo en
México y trasladarme a Bélgica y volver a empezar. Y en efecto, parecía casi imposible que
tuviera éxito. Ya estaba entrando en hipomanía otra vez, pero no me había dado cuenta. Sin
embargo, el plan de trasladarme a radicar en Bélgica, sin hablar el idioma y sin un trabajo,
para vivir con una mujer que estaba en proceso de divorcio y que tenía tres hijos, sonaba
descabellado. Mi madre, a pesar de la resistencia familiar que encontró, decidida a todo para
que yo encontrase una vida más feliz, decidió apoyarme una vez más con mi quijotesco viaje.
Tenía yo treinta y siete años.

A los pocos días de llegar a Bélgica, logré conseguir trabajo como profesor en una prestigiosa
universidad. Asumí la responsabilidad de ayudar a mi nueva mujer en la crianza de dos de
sus hijos, que todavía eran pequeños, y puse toda mi energía en reparar algunas partes de su
casa y en hacer viajes juntos. En poco tiempo teníamos una bonita familia recompuesta. Por
primera vez en mucho tiempo yo me sentía feliz y tenía la seguridad de que, a pesar del
trastorno bipolar, tendría una buena vida. Era la primera vez que el sentimiento de soledad y
de angustia me abandonaba.

Un año después de mi madre murió y el sentimiento de soledad y de angustia regresaron a


mi vida. En 2011, cuatro días antes de cumplir cuarenta años, nació nuestro hijo, Mateo.
Lamentablemente (salvo por el padre de mi expareja que siempre nos dio todo su apoyo),
una parte de la familia de mi expareja, de manera maliciosa, grosera e injusta, decidió
criticarme e ignorarme frente a su exmarido, dañando seriamente nuestra relación. Esta
situación, sumada a la total falta de empatía que mostraron hacia mi enfermedad, a pesar de
los esfuerzos que hacía y al respeto con el que siempre los trataba, y la falta de definición de
mi exmujer hacia esa situación, me generaron un dolor que se prolongó duró muchos años.
Mi expareja empezó a resentir mis cambios de ánimo, mis crisis de angustia y de ira y mis
obsesiones, de manera que decidimos dejar de ser una pareja, aunque continuamos
viviendo juntos para apoyarnos y cuidar a nuestro hijo.

En estos catorce años, debido a que mi función hepática empezó a afectarse, dejé el litio
durante cinco años y me mantuve relativamente estable hasta hace dos años que empecé a
sentir depresión. Lo anterior estuvo relacionado con el final de la pandemia y con un
incremento en el número de horas por semana que trabajo. Hace dos meses sufrí una crisis
de paranoia muy importante, seguida de fuertes episodios de depresión que no me
permitían levantarme de la cama ni ser funcional. Desde hace dos semanas he vuelto a
consultar a mi psiquiatra y he decidido medicarme otra vez con litio.

Atribuyo a diversos factores la relativa estabilidad que he conseguido en los últimos años: el
cuidado de mi hijo, mi pasión por la fotografía (actividad que comencé a practicar en 2011),
el cuidado de mi salud (no bebo nada de alcohol desde hace muchos años, no fumo, me
desvelo poco y hago ejercicio todos los días).

Hace algunos años descubrí que mi padre padece el trastorno bipolar y que está medicado
con Tegretol, por lo que deduzco que mi condición tiene un fuerte componente genético.

Durante toda mi vida he sentido una desconexión y una angustia persistente en mi vida
social. Me aíslo con facilidad, frecuento poco a mis amigos y no hago muchos amigos
nuevos. Mi reto personal futuro consiste en continuar con la medicación, retomar la
psicoterapia, mejorar mi vida social y trabajar en la sanación de mis emociones.

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