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Nicaragua sin horizonte


La liberación de presos políticos no debe bajar la
presión internacional contra un régimen totalitario

Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, en una comparecencia el jueves en


Managua, en una fotografía cedida por la presidencia de Nicaragua.
EL PAÍS
12 FEB 2023 - 05:00 CET

La expulsión a Estados Unidos de 222 presos políticos


nicaragüenses ejecutada el jueves pasado sin previo aviso por
el régimen de Daniel Ortega supone un ejemplo más del
esperpento en el que vive sumido el país centroamericano.
Encarcelados de forma arbitraria y sometidos a todo tipo de
vejaciones, el destierro de este contingente de opositores en
nada se parece a lo que se espera de cualquier régimen
mínimamente civilizado. Ortega decidió, en una pantomima
legal compartida por el Parlamento, despojarles de su
legítima ciudadanía y abandonarles en tierras extranjeras
como apátridas. Y a aquellos que rechazaron partir les llegó
un aviso claro en la figura del valiente obispo Rolando
Álvarez, símbolo de la resistencia en el interior. Tras negarse
a subir al avión del destierro, las autoridades judiciales le han
impuesto, siguiendo la batuta de Ortega, una condena de 26
años de cárcel por “traición a la patria”, “menoscabo a la
integridad nacional” y “propagar noticias falsas”.

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La oposición ya no tiene representación en Nicaragua. Ha
sido íntegramente expulsada de las instituciones. El pasado
noviembre, Ortega se hizo con el control total de la
Administración local en los 153 municipios del país. La
inmensa mayoría de los periodistas se exiliaron para poder
ejercer desde el exterior, mientras el régimen culminó hace
meses el golpe contra el diario La Prensa con la confiscación
de sus instalaciones. Frente a este rumbo totalitario, es
importante que la presión internacional se mantenga y
busque el restablecimiento de la democracia. El país ha
entrado en una deriva cada vez más peligrosa. Ya antes del
fraude electoral que en 2021 les permitió permanecer en el
poder, la pareja presidencial dio rienda suelta a una
implacable persecución de opositores y periodistas, en una
visible norcoreanización creciente del régimen. En esta
espiral, vaciar cárceles es, desde luego, un alivio
momentáneo para aquellos que las dejan atrás, pero en
ningún caso representa un avance democrático sino un
nuevo signo de despotismo impune. La comunidad
internacional ha de permanecer vigilante y no permitir que
estas expulsiones se traduzcan en un cheque en blanco para
cometer nuevas tropelías.

También es fundamental que aquellos que han sido tan


brutalmente tratados reciban la mayor ayuda posible y que
su futuro no quede en tierra de nadie: en ese sentido se
orienta la decisión del Gobierno de Pedro Sánchez de ofrecer
la nacionalidad española a los desterrados. El gesto da
grandeza a la diplomacia española y ha generado en
Latinoamérica una ola de aplausos. Proteger a los
perseguidos por razones políticas, abrirles las fronteras y
ayudar a quienes defienden la democracia en condiciones
extremas son objetivos que, más allá de cualquier coyuntura
política, definen la altura moral de un país. Hace ya muchos
años, cuando en España y Europa campaba la barbarie,
decenas de miles de españoles perseguidos fueron acogidos
por esos mismos ideales en tierras americanas. Lo deseable
sería que este principio rigiera para todos los que buscan
asilo, sea cual sea su origen.

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