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LEER A MACHADO DE ASSIS

Por

Marta Spagnuolo
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Quizá el hecho de que la mayor parte de los latinoamericanos seamos

hispanohablantes nos haga olvidar que uno de los más extraordinarios narradores del

mundo es nuestro, porque en vez de escribir en español escribió en portugués. Ello no

atribuible a envidia o prejuicio alguno, sino a simple desconocimiento del idioma.

Recordar a mis posibles lectores cuánto goce nos haría perder ese probable olvido es el

principal propósito de este ensayo.

Leer a Joaquim Maria Machado de Assis en español, íntegramente, no es

posible. No tenemos, por ejemplo, una edición de sus obras completas. Sin embargo, las

ediciones existentes de un buen número de novelas y cuentos de Machado en español,

en diversos soportes, aunque no especialmente copiosas, tampoco son raras. Solo hay

que interesarse en buscarlas. O, por qué no también, hacer el intento leer a Machado en

portugués, lengua que, si oralmente nos suena “difícil”, escrita es fácilmente

comprensible para el lector del español y puede emprenderse con el solo auxilio de un

diccionario biling[ue. Hoy, la obra del “brujo de Cosme Velho”, en portugués, puede

encontrarse completa, o casi, en la red. Para quienes deseen profundizar en el

estudio del gran escritor brasileño, hay una cantidad impresionante de bibliografía,

corriente en medios académicos, la mayoría en portugués y bastante en inglés, a tal

punto que ya se han trazado etapas de la evolución de la crítica machadiana. Apenas

visible, español.

Hay quien nos ha juzgado severamente al resto de los americanos por nuestro escaso

conocimiento de esta obra máxima gestada en Brasil. En lo que toca a la Argentina,

intentaré una explicación racional de las causas, que nos haga un poco de justicia con

respecto imputaciones que no merecemos, sin dejar por ello de señalar aquellas de las

que sí somos responsables. Pionero en la traducción de Machado en el mundo entero,


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nuestro país, en algún momento, no tuvo tan pocos lectores de su obra como se cree,

aunque hoy, sin duda, han disminuido.

En cuanto a la lectura de la obra narrativa de Machado que ofrezco, estableceré

núcleos temáticos, a mi criterio fundamentales, que la atraviesan de punta a punta, y con

cuyo análisis aspiro a contribuir a la mejor comprensión de la misma.

La mayoría de las citas breves he optado por traducirlas en el cuerpo del texto; unas

pocas preferí dejarlas en portugués y confío en que serán comprensibles. Las de mayor

extensión las iré traduciendo e incorporando al final del texto.

Todos los libros citados de Machado de Assis remiten a las versiones digitalizadas

por la Academia Brasileña de Letras, en el sitio dedicado al escritor: Espaço Machado

de Assis (www.machadodeassis.org.br/). De ahí que las citas de las novelas sean por

capítulos, que en Machado son por lo general breves, a fin de evitar referencias a

páginas de ediciones heterogéneas.


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Machado de Assis en la Argentina

El acercamiento a la obra de Machado de Assis parece arrancar dos observaciones

unánimes: su actualidad, para cualquier lector del mundo, y la duda sobre todos los

conceptos sociológicos acerca del colonialismo. La segunda siempre ha sido, en todo

lector extranjero que abre por primera vez un libro de Machado, la sorpresa común, que

se acrecienta al informarse sobre algunos datos biográficos.

¿Cómo un mulato, nacido en 1839, de padres pobres, ex agregados de casa

grande –un negro pintor de brocha gorda y una lavandera portuguesa–, tempranamente

huérfano de ambos, criado no se sabe bien cómo en un morro de Río de Janeiro, tras

conseguir un empleo de tipógrafo y, a los dieciséis años, obtener la publicación de un

poema suyo en una revista fluminense, pasa a cronista de prensa, crítico literario,

traductor del francés y del inglés, lector de alemán y creador de una obra equiparable,

cuando no superior, a la de los mayores cuentistas y novelistas europeos y

estadounidenses del siglo XIX? ¿Cómo, aun en lucha con su gaguera y con su

epilepsia, tuvo fuerzas físicas y morales para crear esa obra inmensa, mientras cumplía

de manera ejemplar su trabajo burocrático como funcionario imperial hasta jubilarse a

edad avanzada, ascendió social y económicamente, se casó con una portuguesa de buena

cuna, se codeó con la alta sociedad carioca, fundó la Academia Brasileña de Letras, y

murió en olor de gloria pública? ¿Cómo, este hombre que nunca salió de Río de Janeiro,

salvo una vez, a descansar a una localidad cercana; que se rodeó de un silencio y una

discreción casi impenetrables, creó una obra de tanta amplitud y universalidad?


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Tal la explicable consternación de tanta crítica con preocupaciones sociológicas,

puesta en figurillas ante este caso self-made-man intelectual del subdesarrollo,

florecido en el Brasil esclavista del emperador Pedro II, que en vez de emplear su pluma

en alegatos en pro de su clase, la desperdicia en discretas piezas teatrales, excelentes

poemas, preciosas crónicas y una vastedad apabullante de cuentos y novelas geniales.

De todos los cuales, si eso buscamos, obtendremos la mejor radiografía del imperio

esclavista de don Pedro II, junto con esa clase de estremecimiento de risa y de piedad

ante la varia y tragicómica condición humana que supimos sentir al contacto de

Dostoievsky, de Chéjov o de Dickens.

Pero por sobre todo es muy difícil para cualquier crítico extranjero, de cualquier

tendencia, deslumbrado por Machado, tener que fechar esa escritura en la segunda mitad

del siglo XIX, en un país sudamericano, cuando toda su experiencia lectora previa le

aseguraba la inmadurez continental de una narrativa en cierne, donde la gran novela

burguesa parecía imposible y el cuento moderno, que daba sus deliciosas brevas en otras

latitudes, tenía que estar, por fuerza, en lontananza. Y resulta que no, que ello había

ocurrido en el Brasil. Durante todo el siglo XX, unos antes, otros después, iban

descubriendo que “la carta” o “el telegrama” – por hablar como Machado– les había

llegado tarde.

Apartemos la atención, por un momento, de la universalización del Machado

“descubierto” en Inglaterra y en los EE.UU demasiado tarde, y celebrado, desde la

segunda mitad del siglo XX, con sonoros bombos y platillos, cuyo ruido, extrañamente,

no parece haberse comunicado de la academia a Hollywood. Y hablemos, en cambio, de

una realidad más cercana: el proceso de salida de Machado, lento, silencioso –y aún

incompleto pero anterior–, hacia las propias tierras de América latina– esto es, hacia los
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países de habla española, donde iba a su encuentro “el buen lector”, quien jamás, para

recorrerlas, necesitó de brújulas académicas, y que, además, siempre llega primero.

Esto era inconcebible para Susan Sontag, que descubrió a Machado por los años 60,

a través de un editor estadounidense. Este, como anterior director de la Noonday Press

(New York) habría publicado la traducción de Memorias póstumas de Brás Cubas,

según ella, en 1952. (Probablemente se refiera a la versión inglesa de William L.

Grossman, editada en San Pablo en 1951, y en Londres es 1953. En París, la primera

edición en francés se remontaba a 1911.) La incredulidad de Sontag con respecto al

mundo hispano se expresaba así:

En realidad, Machado es aún menos conocido para los lectores de lengua

española que para aquellos que lo leyeron en inglés. Memorias Póstumas de

Brás Cubas se tradujo al español sólo en los 60, unos ochenta años después de

haber sido escrito, y una década después de que se tradujo (dos veces) al inglés.

La prestigiosa escritora exhibía estos conocimientos en el diario La Nación de

Buenos Aires, el 11 de noviembre de 1990, ante los ojos atónitos de muchos lectores

argentinos, que recordábamos lo mucho que se habían leído las Memorias póstumas de

Brás Cubas entre nuestros mayores, gracias a aquella edición del popular Club de Libro

(Buenos Aires, 1940, traducción de Francisco José Bolla), colección que llegaba por

entonces a todos los rincones del país.

Ello, sin contar que nada menos que en 1902, en vida del autor (Machado murió en

1908), apareció en Montevideo Memorias póstumas de Blas Cubas, en traducción al

español –la primera en el mundo – del uruguayo Julio Piquet. Y que los mejicanos algo

también habrían tenido para decir, ya que el Fondo de Cultura Económica había editado

la misma novela en 1951 (México, trad. de A. Alatorre.)


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Pero la mayor paradoja era que Sontag nos asestaba este artículo justamente en el

diario La Nación. El mismo diario La Nación que en su imprenta y estereotipia publicó

la primera traducción (anónima) de una obra del Machado de Assis al castellano, Esaú y

Jacob, ¡en 1905! (Colección Biblioteca de La Nación), al año siguiente de su aparición

en Río de Janeiro, en vida del autor. Evidentemente, para el o los responsables de la

sección literaria de La Nación, en esa fecha, el solo nombre de la autora los eximía de

una revisión de la nota. Muestra flagrante de nuestro retroceso cultural, por el cual,

después de todo, nos merecíamos a Susan Sontag.

Sin embargo, lo que con seguridad no merecíamos, ni los argentinos ni todos los

hispanoamericanos, era la atribución de la “verdadera” causa de nuestro atraso, sobre la

cual nos ilustraba y nos amonestaba, en el mismo texto, la tenaz intelectual:

...[Machado de Assis] ha sido muy poco conocido y leído en el resto de América latina,

como si todavía fuera difícil de digerir que el máximo autor que produjo América latina

escribiera en portugués y no en español. Brasil tal vez sea el país más grande del

continente (y en el siglo XIX, Río de Janeiro fue la ciudad más grande), pero siempre

fue un país intruso, considerado por el resto de América del Sur —la América del Sur

de habla española— con mucha condescendencia y hasta con racismo. Es mucho más

probable que un escritor de alguno de esos países conozca en inglés cualquiera de las

literaturas europeas o alguna literatura europea que la literatura de Brasil, donde los

escritores son sumamente conscientes de la literatura hispanoamericana.

Pasemos por alto dos suposiciones de Sontag, implícitas en su artículo: que solo “un

escritor” pueda haber leído a Machado; y que los hispanos no suelan, también, practicar

la traducción. Y vayamos a lo importante: claro que en los países de América del Sur –

incluido Brasil– es mucho más probable que los lectores conozcan antes la producción
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europea que la de sus propios vecinos. Pero la de cualquiera de sus vecinos, aun de los

hispanohablantes entre sí.

El escaso conocimiento de textos literarios entre el Brasil y el resto, es mutuo y no

unilateral. Un ejemplo es Borges. Sólo después que Borges fue durante medio siglo

celebrado en Europa y en los Estados Unidos, Brasil contó con la traducción de su obra

completa.

En cuanto al “racismo” por el cual Sudamérica segregaría al Brasil, la imaginación,

compresiblemente aterrada, de la estadounidense, le haría figurarse, también aquí, la

existencia de un Ku-Klux-Klan, en este caso literario, destinado a distinguir los

escritores brasileños negros o mulatos, de los blancos, que también los hay. La regresión

a esas imágenes le habría generado una amnesia con respecto a la composición étnica de

la población sudamericana, donde el mestizaje entre blancos, indígenas y negros es casi

absoluto, exceptuando a la Argentina, donde se dio mayoritariamente entre los

conquistadores (y/o los criollos) y los aborígenes. Y la dolencia le habría impedido

preguntarse por qué hay tantos venerados escritores hispanoamericanos, cuya mayor

parte difícilmente pasaría una prueba de “pureza de sangre”.

La poca difusión de Machado de Assis en el mundo hispanoamericano no es

solamente de Machado y de casi toda la magnífica literatura brasileña; también lo es

hasta del celestial Camões. Que yo recuerde, en la Argentina solo Eça de Queiroz, la

saga de Naricita y Perucho, de Monteiro Lobato, Mi planta de naranja lima, de José

Mauro de Vasconcelos, y en los últimos años la poesía de Fernando Pessoa vencieron

en el siglo XX, por sí mismos, esa barrera. Novelas brasileñas como la Doña Flor, de

Amado, Mirad los lirios del campo, de EricoVerissimo y la pieza La zorra y las uvas,

de Figueiredo, que alcanzaron gran popularidad, pero contaron con la eficaz mediación

del cine y del teatro.


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Como sea, bueno es recordar que para la década de 1960, cuando la autora

estadounidense descubrió a Machado de Assis, además de las mencionadas primera

traducción de Esaú e Jacó y todas las de Memorias…, en la Argentina, que precedió en

tiempo y cantidad de ediciones a todos los países de habla hispana, incluido España, se

habían traducido y publicado las siguientes obras del brasileño: en 1940, la primera en

el mundo de Dom Casmurro (Edit. Nova, Colección Nuestra América), seguida de cerca

por la de W.W. Jaksson, 1945, que incluía los cuentos “Un apólogo”, Unos brazos” y

“Misa de gallo”; la de Acme y la de Espasa Calpe, las dos de 1953; y Quincas Borba,

Emecé, 1947.

Como vemos, después de las mencionadas traducciones de Machado de Assis en

vida del autor, la de Piquet de las Memorias, aparecida en Montevideo en 1902, y la

anónima de Esaú e Jacó aparecida en Buenos Aires tres años más tarde, hubo un

resurgir de Machado solo en las décadas del 40 y del 50. Aquellas traducciones

tempranas se explican por la fluida relación política existente entre la Argentina y el

Brasil hasta comienzos del siglo XX, luego perdida, por razones que no hay lugar para

analizar aquí.

Pero aun en ese momento, ya se hacía notar la deficiente comunicación cultural

entre ambos países. En El Brasil intelectual (1900), García Mérou señalaba el escaso

conocimiento de la literatura brasileña en la Argentina y se preguntaba a cuántos de

nuestros jóvenes escritores les eran familiares las producciones de tales o cuales autores

de tal o cual género. Entre los novelistas, nombraba a José de Alencar y a Machado de

Assis.

El libro de García Mérou fue una publicación oficial, motivada por la festejada visita

que, con una ilustre comitiva que lucía, entre otros, a Quintino Bocayuva y Olavo Bilac,

el presidente Campos Salles le devolvía a al presidente argentino Julio A. Roca. Muerto


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Alencar en 1877, la mención de Machado en una publicación que, aparte sus méritos,

formaba parte del programa de halago y acercamiento político hacia el Brasil, no deja

dudas de que, para esa fecha, Joaquim Maria Machado de Assis era el narrador vivo

más destacado de su país.

Sin duda la publicación encargada a García Mérou incentivó ambas ediciones en el

Plata, y es de inferir que en ellas tuvo que ver Bartolomé Mitre, fundador y director de

La Nación y erudito hombre de letras. La hipótesis que aquí lanzo y en alguna otra

ocasión ampliaré, se funda también en que el uruguayo Julio Piquet, autor de la primera

traducción de Memorias…, era desde 1866 periodista destacado de La Nación, muy

cercano a Mitre.

Esa deficiencia señalada por García Mérou en 1900, ya era para entonces histórica.

Durante el proceso independentista de la América hispana, anterior al brasileño, todos

los pueblos de la región, incluido el argentino, miraban únicamente a Europa como

modelo de construcción. Pero no a la Europa de imperios en decadencia como el

español, que los había colonizado, o el portugués de los Braganza que de alguna manera

se prolongaba en el Brasil, sino a la de las Luces, que había presidido las causas

revolucionarias tras la Revolución Francesa. Y a poco andar ya intentaba lo mismo el

liberalismo brasileño, en tanto, para todos, ingresaba otro modelo exitoso para imitar,

que era los Estados Unidos.

De modo que tanto los países de Hispanoamérica como el Brasil, aparte de leer en

sus respectivas lenguas, leían, primero, el francés, y más tarde, el inglés, que lo

reemplazó como segunda lengua, con el plausible objeto de comunicarse con “el resto

del mundo civilizado”, entre el cual, según criterio de sus elites, no se encontraban sus

vecinos. Ese pobre comercio cultural se debió, pues, entre los hispanoamericanos entre

sí, al desinterés, fundado en el menosprecio por lo local; y, en relación con el Brasil,


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tanto de ida como de vuelta, al mismo desinterés, sumado a la pereza de ejercitarse en la

lectura de una tercera lengua que, según el criterio imperante, a ninguno de los dos

sectores les iba a ser funcional.

Curiosamente, la brecha se ensanchó en el siglo XX y no da señales de estrecharse

ahora, ni siquiera con el avance de Internet. Puede tomarse como uno de los rasgos

caracterizadores de América latina la indiferencia y el desconocimiento mutuos, salvo

por la música, que siempre ha saltado todo límite, o por el turismo, para la minoría que

puede practicarlo. Y, entre la Argentina y el Brasil, también por la rivalidad futbolística.

Arrastramos esa lacra vergonzante por demasiado tiempo, y las condiciones actuales de

los países latinoamericanos se vuelven cada vez más desventajosas: los excluidos no

disminuyen, crecen.

Con todo, se diría que, al menos en la Argentina, el país más favorecido en cuanto a

un interés cultural, ha sido Brasil. Entre las décadas de 1980 y 1990, en el caso especial

de Machado de Assis, contribuyeron a su lectura algunos factores como su inclusión en

el canon de Harold Bloom en 1994, los trabajos de Gledson y sus traducciones al inglés,

las menciones de Sontag, el impulso dado al Mercosur, y hasta dos o tres declaraciones

mediáticas de Woody Allen.

Por la misma época, en el ámbito académico se abrió la cátedra de Literatura

Brasileña y Portuguesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, cuya primera

titular, Florencia Garramuño, junto a profesor actual, Gonzalo Aguilar, crearon y

dirigen la Colección Vereda Brasil que edita Corregidor, que entre sus títulos tiene solo

uno de Machado: Memorial de Aires, traducción de Danilo Albero, 2001. En la

provincia de Santa Fe, ciudad de Reconquista, hay una Diplomatura de Literatura

Brasileña de la Universidad Tecnológica Nacional.


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La más reciente edición argentina de una obra de Machado de Assis de la que tengo

noticia es El Alienista, Interzona, 2020. Las anteriores en el tiempo, según registro de

Carlos Espinosa Domínguez ("Andanzas…”): Memorias póstumas de Blas Cubas, De la

Flor, 2003; La cartomántica. El espejo. La iglesia del diablo y El alienista, las dos de

Magoia, 2002; la mencionada del Memorial de Aires, en Corregidor, 2001; Ideas del

canario y otros cuentos, Losada 1993; El delirio, Centro de Estudios Brasileños, 1981;

La causa secreta y otros cuentos, 1978 y Memorias póstumas de Blas Cubas, 1978, las

dos del Centro Editor de América Latina, traducción de Santiago Kovadlof.

Pero no creo equivocarme si digo que la posibilidad de una difusión popular de

Machado por la lectura está cerrada en la Argentina, quién sabe por cuánto tiempo más

–como la de todos los grandes escritores, nacionales o extranjeros, por otra parte–,

desde que la escuela ya no garantiza ni la alfabetización en la lengua materna. Solo el

cine o alguna serie televisiva podría producir un acercamiento de segunda mano.

Permítasele, pues, a quien alguna vez su patria le dio oportunidad de aprender a leer,

dar su visión de un escritor que, mal que le pesara a Jorge Amado, para quien no hubo

hombre menos amado que Machado de Assis, muchos devotos tanto amamos.
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Leer a Machado de Assis

...um querer mais do que nos cede a vida... (Falenas)

Leer a Machado de Assis es leer un viejo testamento fluminense, tan apasionante

como el bíblico. Cada una de sus criaturas nos lleva consigo por sus propios génesis,

éxodos, cautiverios y errancias interiores en busca de la tierra prometida, que no es más

que un lugar ambicionado sobre la que pisan; esa por la que se sube y se baja, entre los

morros y la bahía, o se recorre por las mismas calles de un Río de Janeiro jamás del

todo poseído y, menos aún, redimido por un Mesías. Y del otro lado, el mar, azul esta

vez, que no parece abrirse sino para dejar paso a la barca, que fatalmente se imagina

dorada, rumbo a una playa sobre la que enseñorea, en lo alto de la sierra, una mítica

Petrópolis.

En sus héroes y heroínas impuros, individualistas, desobedientes, puestos los ojos en

sus becerros de oro, está todo lo humano del instinto de trascendencia que, olvidado del

soplo divino, se empeña en conseguirla en el reino de este mundo, reducido a la

diminuta escala de sus valores. Y detrás, el brujo que los mueve: les da oportunidades

de redención que ellos se detienen a considerar para rechazarlas pronto, los sacude a ver
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si aprenden a mirar más allá de su propia nariz, aparentemente claro, el brujo, en sus

intenciones, pero no muy seguro, sin embargo, de su propia pureza.

El escándalo del lector –que Machado convierte en uno más de sus personajes–, es la

vía maligna que lo deja indefenso en sus manos, hasta que, sin saber cómo, se da cuenta

de que, también él, está siendo vapuleado. En efecto, solo cuando, desprevenido, el

lector se reconoce en el pliegue de algún personaje, advierte la hipocresía de sus

aspavientos. Si el círculo de elección del personaje machadiano es más o menos amplio,

el lector aún se siente superior al otro, a quien acaba de descubrir parecerse en algo,

pero, felizmente, no del todo. Es bastante fácil sentirse superior a Palha, en el momento

en que termina por confesarle a su esposa Sofía por qué motivo crematístico no puede

despedir de su casa al cargoso enamorado Rubión. (Quincas Borba). Menos fácil

intentar detener la mano de Rubión, que esconde en su bolsillo la carta que evidencia la

locura de Quincas Borba al momento de testar, mientras espera la herencia del muerto,

la cual, aunque no imagina en toda su magnitud, puede asegurarle el futuro. Pero ay si el

círculo se estrecha, como en el “Caso de la vara”, o se cierra al límite, como en “Padre

contra Madre”. ¿Está seguro, lector, que usted no le va a alcanzar la vara a Sinhá Rita

para que azote a la negrita Lucrecia, si en ello le va a usted evitar un destino que

aborrece? ¿Está seguro de que no va a cazar con violencia a una esclava fugitiva a punto

de parir, provocándole un aborto, si usted necesita la recompensa para darle de comer a

su propio hijo?

Machado casi agota la casuística sobre cuál es la heroicidad posible en la vida del

bicho humano común que no ha nacido para héroe, para mártir o para para santo. Y sin

embargo, es un juego ilusorio. Lo que hace Machado es solo fijar en cada individuo su

mirada penetrante, mientras lo vuelve del derecho y del revés. Da lo mismo que lo

coloque atrapado en la red de una sociedad opresora como frente a toda la tierra sin
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dueños que desde el Arca se ofrece a los hijos de Noé. (“En el arca”). Y no por la

diferencia de circunstancias lo halla mejor.

Hay quienes, por esta causa, lo han tachado de escéptico. Yo no lo creo. Es

imposible figurarse a un escéptico en un hombre que dedicó una vida entera a escribir

sin tregua. En todo caso, fue un escéptico incompleto, imposibilitado de alcanzar la

ataraxia. Un moralista, en fin, sin clientela. ¿Qué tormento mayor que ese?

Cuando a Machado se lo compara con algún clásico de la modernidad, no suele

faltar el nombre de Kafka. Profundamente atormentado y con la conciencia de la

inasequibilidad de los castillos, Machado modula la mayor parte de su obra narrativa

sobre el tema del deseo, y sobre el costo moral que se esté dispuesto a pagar por

satisfacerlo, tan grande como el déficit que se arrastrará por no alcanzarlo. Hasta cuando

se tiene algo, se está deseando lo que no se tiene, cualquiera sea la altura o la bajeza de

la aspiración: desde componer un réquiem y no cientos de polcas exitosas, hasta

alcanzar un ministerio y no una intendencia de provincia. (Cfr. “Un hombre célebre” y

el Batista de Esaú y Jacob).

Pocos son los personajes que escapan a la solicitación incontenible de un interés

particular, y, cuando alguno lo hace, es solo porque lo anima una pasión individual, más

noble o más ingobernable, por alguien que termina destruyéndolo: el amor caballeresco

de “X.” por la bailarina María (“Un capitán de voluntarios”); la inagotable amistad de

Quintanilha por Gonçalves (“Pílades y Orestes”); la ligazón enfermiza de Oliveira con

Adriana (“Primas de Sapucaia!”).

Empírico porque a serlo le enseñó la vida, sabe que la definición del mundo de cada

individuo será siempre la del canario: todo dependerá de que salga o no de la tienda del

ropavejero, y, si lo hace, de hasta dónde llegue. (“Ideas del canario”). Él estuvo en ese
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sitio. Y, cuando alguien lo ayudó a salir de allí, hasta en un escritorio de censor de obras

teatrales (de sus pares, él, que también era dramaturgo).

Como Borges, sabe también que el arte nunca es platónico. De allí que no se le

escapen individuos excéntricos (“Un errante”; “La deseada por todos”) o siniestros (el

Fortunato de “La causa secreta”).

Su narrativa breve, en la que están algunas de sus mejores páginas, como “Misa del

gallo” o “Teoría del figurón”, abarca una gran variedad de registros, desde cuentos

psicológicos, de comedia social, satíricos, fantásticos, alegóricos, hasta historias

cervantinas de aire pastoril, como “La parásita azul”. Ello hace casi imposible definirlo

en un solo sentido.

Según uno de los últimos enfoque de la obra de Machado, la segunda fase de su

obra, más allá de la crítica social que evidencia para cualquiera, acusaría una percepción

de lo que, después de Marx, llamamos “lucha de clases”. Roberto Schwarz la encuentra

en la novela considerada de ruptura entre ambas fases, –Memorias póstumas de Brás

Cubas, 1881–, a través de la forma como se estructura. La escritura seguiría una regla

que reproduce el funcionamiento de la sociedad esclavista y burguesa, formulada a

partir del principio de “la volubilidad del narrador”. Esta, expresada en la falta de

respeto por las normas novelísticas –que el crítico considera existentes–, las afrentosas

provocaciones al lector y otros rasgos similares, reproduciría la desfachatez y la

arbitrariedad de la voluble clase dominante brasileña de la época. De allí se deduciría

que Machado no envejeció, porque las circunstancias en que profundizó siguen hasta

hoy vigentes en el Brasil. (Um mestre na periferia do capitalismo).

Sin intención de minimizar la gigantesca desigualdad que condena a la penuria a la

mayoría de nuestros hermanos brasileños –ratificada, por otra parte, por las frías

estadísticas–, no muy distinta, porcentualmente, de la reinante en toda nuestra América


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latina, incluida la Argentina, me permito disentir de Schwarz en lo que concierne a la

razón de la actualidad de Machado. Si fuera la que propone el respetable crítico, su

vigencia debería reducirse al Brasil, o, cuanto más, extenderse a todos los países

subdesarrollados del planeta, incluyendo los nuestros –ascendidos ahora a

“emergentes”, por identificación.

Sin embargo, es precisamente en los países ricos –en especial los EE.UU–, donde

Machado está ganando adeptos y, por obra de su potencia difusora, siendo llevado a la

cima de los clásicos universales. Entre tanto, en la Argentina “periférica” desde donde

escribo, muchos hemos crecido en la adoración de Machado (no sin antes entrar al

Brasil, durante nuestra infancia, por la tranquera de El Benteveo Amarillo, que nos abrió

Monteiro Lobato).

Algo más allá de lo sociológico ha de haber en la obra de Machado, para que alcance

a “tocar” a lectores de tan disímiles latitudes y condicionamientos. Antonio Cándido lo

halló en el encanto casi intemporal de su estilo y de ese universo oculto que sugiere los

abismos apreciados por la literatura del siglo XX. (Esquema de Machado de Assis).

Aunque es difícil precisar por qué ocurre eso con tal o cual clásico –lo universal y lo

intemporal son siempre misteriosos–, me parece más acertada esta respuesta. Pero,

cualquiera sea la que se ensaye, tendría que ver con algún momento en que se “oiga”

pensar a una de sus criaturas algo semejante a lo que que piensa Blas Cubas en su lecho

de muerte, cuando la llegada de Virgilia indica a otro visitante que debe retirarse: “ El

extraño se levantó y salió. Era un sujeto que me visitaba todos los días para hablar del

cambio, de la colonización y de la necesidad de desarrollar las vías férreas; nada más

interesante para un moribundo”. (Cap. VI)

Con respecto a esta novela –que, junto con Dom Casmurro, es una de las mejor

recibidas por el público extranjero–, no parece convincente que su composición


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responda a un propósito tan claramente programático, teniendo en cuenta el contexto en

que fue escrita, e, incluso, la posición personal del autor en ese contexto. Quien conozca

su biografía puede imaginar algo del febril proceso interior del Machadinho resuelto a

subir desde sus orígenes de “agregado” de casa señorial, hasta la aristocratización que

alcanzó el Machado de Assis escritor y alto funcionario imperial.

Lo que sí es innegable es lo ya consensuado por la crítica: que, a partir de ese punto

de su obra, Machado encuentra una forma más efectiva de expresar su sentido crítico

con respecto a la sociedad en que él mismo ya se movía, y de hacerlo con la mayor

impunidad posible. Y que en este cambio influyó su lectura de Sterne.

Lo que Machado toma de Sterne son ciertas formas que Cándido llamó “arcaicas”.

Con todo, son pocas, y, en el resto de su obra –la siguiente a Memorias...– casi no las

repite. Las interpelaciones al lector para buscar su complicidad no las inventó Sterne;

son recurso antiguo en la literatura. Sí es sterniano el uso de ellas para provocarlo de

manera desconcertante, las interrupciones y las consecuentes digresiones. En lo formal,

eso es lo que tomó Machado, y algún mínimo recurso tipográfico, menos funcional que

ornamental. Cuando comienza a usarlas en Memorias... suenan novedosas para un

público que no había leído a Sterne, quien, si tardó bastante en influir en la literatura

europea central, cuánto más en escritores de lengua española o portuguesa. (La primera

traducción del Tristram Shandy al español es de 1975, y su influencia ha sido señalada

recién en los escritores del “boom” de los 60, como Cortázar y, en especial, Lezama

Lima). Pero no toma ni el sentimentalismo de Sterne, ni sus constantes alusiones

sexuales mediante juegos de palabras, ni el cómico abuso del principio de la relación y

asociación de ideas de Locke que en Sterne cometen Walter y el Tío Toby, quienes

poseen el arte de razonar correctamente a partir de ideas conectadas incorrectamente.


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Tampoco hay en Blas Cubas la imposibilidad de escribir su vida, tarea que Tristram

se propone y no puede concretar nunca, porque se produce un desfasaje entre el tiempo

de la escritura y el de la vida, de tal modo que aquella siempre queda detrás de los

hechos. Del mismo modo, la “Tristrampedia”, que Wakter Shandy escribe para educar a

su hijo, nunca puede ser aplicada, porque el niño crece más rápido. Todo lo cual expresa

una buena dosis de desconfianza en el lenguaje para volcar en él una vida, que no se

observa en Machado.

La lamentable pobreza de la vida de Blas es, al revés, muy rápida de contar, y, de

hecho, se cuenta en su totalidad. Es un muestrario del fracaso, que el narrador alarga

mediante reflexiones, idas y vueltas que buscan explicar las razones de ese fracaso, ya

con las sinrazones de Blas, ya con apelaciones a citas que cubran el vacío y, a la vez,

“embarren la cancha” para que en ella resbale el lector. Y ese es el punto en que a

Machado le sirve Sterne. El uso extremo del subjetivismo que hace Sterne le permite

“meter”, en las reflexiones de Blas, todo el absurdo de una sociedad, expresado a través

de ese tipo bastante frecuente en su medio y en su época, pero en un lenguaje que no se

sale de la norma, y cuyo principio es la vieja y siempre eficaz ironía, para quien sabe,

como Machado, usarla con maestría.

Lo único que consigue Blas en su vida es un título de bachiller otorgado por la

universidad de Coimbra, donde se educaban muchos de los “hijos de familia” del Brasil.

Claro que, según se infiere de su relato, la obtención del título se debió al parecido que,

en cuanto a exigencias, la universidad de Coimbra tendría con su complaciente padre.

Pequeño detalle del libro, que se agrega a otros insultos a la burguesía advenediza,

enriquecida, ignorante pero respetada por la “opinión”, gracias a su dinero y la

figuración que este le permite. Machado pone la narración en boca de ese pedazo de

tonto que en vida fue Blas Cubas, casi seguro de que sus tontos conocidos que posan de
20

“medallones” no comprenderán del todo que, en calidad de “difunto autor”, se

desprestigia a sí mismo para desprestigiarlos a ellos. Lo juzgarán más “diablo” que

tonto, y, por malo, no atendible, sin develar su ironía de ultratumba, que fue, de hecho,

lo que ocurrió entre sus contemporáneos.

En efecto, Machado escribe, entre otras cosas, para desahogarse contra algunos de

sus contemporáneos cariocas. No se advierte, en su obra, la intuición de su fama futura

que otros autores se atrevieron a profetizar. Es sincero al declarar que esa novela,

tendrá, “cuanto mucho, diez lectores. ¿Diez? Tal vez cinco”. A este respecto, son útiles

los datos aportados por Hélio de Seixas Guimarães (Os leitores...): en tiempos de

Machado, en el Brasil, la población alfabetizada constituía un 18%, y sólo un 2 %

podía comprar libros.

Lo que ataca Machado son los “valores” sociales que, con mal disimulado despecho,

ve inmerecidamente respetados en gente de la misma clase a la que él ha ascendido. Él

sí merece ese respeto, porque lo consiguió, no solo con esfuerzo, sino con talento. Con

talento intelectual, que, para Machado, es un sello de aristocracia de espíritu. De allí el

desprecio irónico con que trata a los “capitalistas”, hombres que revelan “grandes

cualidades para ganar dinero de prisa”, como dice en Esaú y Jacob con referencia a

Agostinho Santos. La comicidad, que revela en qué consisten esas “cualidades”, sigue la

línea inaugurada por Molière en el siglo XVII, cuyo blanco de burla es el burgués,

quien, una vez que ha puesto todas sus energías en hacer dinero, quiere comprar el

refinamiento por ese medio. El parvenu, el new rich, el rastacueros argentino y chileno,

serán personajes típicos de esta línea variable, a la que se va incorporando la

deshonestidad como origen del capital, que, en diversos grados, ostentan los personajes

de Machado.
21

El “verdadero” Cotrim, que “poseía un carácter ferozmente honrado”, es un

compendio de iniquidades (Memorias...); Cristiano Palha, además de inescrupuloso,

amasa su dinero manipulando el de Rubión, y si bien no llega a estafarlo, lo hace a un

lado con un engaño, una vez que ha progresado lo suficiente (Quincas Borba);

Agostinho Santos aprovechó la ocasión de la “fiebre de las acciones”, con lo cual

“ganhou logo muito, e fê-lo, perder a outros”. (Esaú e Jacó). Las mujeres de cuna pobre

que se casan con hombres de su mismo origen pero enriquecidos –cuyo proceso de

“subida” han acompañado y favorecido– no se salvan de las ironías de Machado, si bien

el autor les reconoce una especie de buen gusto natural, atribuido a su sexo, que les

permite un acomodamiento más rápido a la nueva situación. La que contiene a Palha

para que modere su condición de parvenu, que a él se le sale por los poros, es su mujer,

Sofía:

Você esteve hoje insuportável; parecia um criado.

Cristiano, fique mais senhor de si, quando tivermos gente de fora, não se

ponha com os olhos fora da cara, saltando de um lado para outro, assim com

ar de criança que recebe doce... (Quincas Borba, Cap. CXXXVII) [1]

Pero Sofía no resiste la comparación moral con doña Fernanda, una de las

“personas de calidad” entre las que había logrado introducirse aprovechando la

epidemia de Alagoas, que le dio ocasión de organizar la comisión de damas. La señora

gaúcha, prima del petulante Carlos María, esposa de un diputado candidato a Ministro

de Estado,

possuía, em larga escala, a qualidade da simpatia; amava os fracos e os tristes, pela

necessidade de os fazer ledos e corajosos. Contavam-se dela muitos atos de piedade e

dedicação. (C. CXVIII) [2]


22

Ella es la que se ocupa de Rubión cuando enloquece, mientras Palha y Sofía lo

abandonan.

El contraste entre Sofía y doña Fernanda se destaca durante la visita de ambas

mujeres a la casa pobre donde había vivido el ex millonario Rubión, ya en la última

etapa de su demencia, donde, tras ser internado, solo ha quedado su antiguo sirviente y

el otro Quincas Borba; esto es, el perro que, con el nombre de su benefactor, le vino

impuesto por el legado. Todo el capítulo constituye una puesta en escena del epígrafe

de Dante, que precederá, años más tarde, otra novela de Machado, Esaú y Jacob: Dico

che, quando l’anima mal nata... Cito el fragmento más conmovedor e ilustrativo:

D. Fernanda coçava a cabeça do animal. Era o primeiro afago depois de

longos dias de solidão e desprezo. Quando D. Fernanda cessou de acariciá-lo, e

levantou o corpo, ele ficou a olhar para ela, e ela para ele, tão fixos e tão

profundos, que pareciam penetrar no íntimo um do outro. A simpatia universal,

que era a alma desta senhora, esquecia toda a consideração humana diante

daquela miséria obscura e prosaica, e estendia ao animal uma parte de si

mesma, que o envolvia, que o fascinava, que o atava aos pés dela. Assim, a

pena que lhe dava o delírio do senhor, dava-lhe agora o próprio cão, como se

ambos representassem a mesma espécie. E sentindo que a sua presença levava

ao animal uma sensação boa, não queria privá-lo de benefício

– A senhora está-se enchendo de pulgas, observou Sofia.

D. Fernanda não a ouviu. Continuou a mirar os olhos meigos e tristes do

animal, até que este deixou cair a cabeça e entrou a farejar a sala. Sentira o

cheiro do senhor. A porta da rua estava aberta; ele teria fugido por ela, se

Raimundo não acudisse a prendê-lo. D. Fernanda deu algum dinheiro ao criado

para que o fosse lavar e conduzir à casa de saúde, recomendando-lhe o maior

cuidado, que o levasse ao colo, ou preso por um cordão. Nesta parte acudiu
23

também Sofia, ordenando que a procurasse antes, em casa. (Cap. CLXXXVII)

[3]

Por su posición económica y social, Blas Cubas pertenece a esa clase privilegiada.

Su tipo, dicho en español, es el del señorito, frecuente en el naturalismo: prepotente,

inútil, irresponsable, lleno de tedio, que podría tenerlo todo y no consigue nada, y en el

que casi siempre termina una genealogía. La aversión de Machado al naturalismo lo

despoja de “groserías” y lo exime de ciertas conductas, en especial, de la más

característica, que es el abuso de alguna mujer de clase inferior, generalmente sierva de

la casa. Este tema falta por completo en la ficción de Machado, hasta el punto de que, si

nos atuviésemos a lo explicitado sobre ello en su obra, sería inexplicable que en el

Brasil hubiera mulatos. (Aparece, románticamente tratado, sólo en un poema: “Sabina”,

de Americanas, 1875).

La prueba de que Blas es un tipo y no la encarnación de toda una clase, en la

acepción marxista de clase, es que su constitución difiere de la de todos los personajes

masculinos protagónicos de las siguientes novelas de la segunda fase que, sin ser

modelos éticos, no exhiben los rasgos parasitarios y desfachatados de Blas (o, mejor

dicho, su bobería y su incapacidad total para la vida): Bento Santiago, Ezequiel

Escobar (de Dom Casmurro), Pablo y Pedro Santos, el diplomático Aires y el banquero

Aguiar (De Esaú e Jacó y de Memorial de Aires).

Y si bien es cierto que, como todos ellos, Blas integra, según calificación de

Scwartz, una clase dominante, no es la constituida por hidalgos sino por advenedizos:

recuérdense los blasones de la familia Cubas. Blas no representa al sector dirigente. De

otro modo, no hubiera perdido su banca de diputado y, definitivamente, su esperanza de

llegar a Ministro de Estado, por culpa del discurso en que propuso la utilidad de

“achicar el morrión de la guardia nacional”.


24

La reacción de burla unánime que Bras provoca en la Câmara dos Diputados,

indicaría que la conforman hombres inteligentes y preocupados por asuntos “serios”

(más allá de que Machado lo creyera o no, eso es lo que muestra el texto). Ello no

obstante, Machado registra un momento de transición, en el cual, individuos del sector

privilegiado no productivo, que por su posición social y económica cimentada por sus

mayores tienen entrada en la dirigencia política, la van “contaminando” con una clase

“inferior”, como lo es para Machado la de los mencionados “capitalistas”. En efecto, el

corto período en que Blas ejerció como diputado, alcanzó para que le obtuviera, a su

cuñado Cotrim, el suministro para el arsenal naval. Ello ocasionará que, cuando a Blas

se le dé por fundar un diario opositor, el fiel cuñado se lave las manos, mediante su

hilarante declaración en otro diario, según la cual “el actual ministerio (como, además,

cualquier otro compuesto de iguales capacidades) le parecía destinado a promover a

felicidad pública”.

Parecido humor cáustico vuelca Machado, en Esaú e Jacó, al poner de relieve la

inconsistencia de las ideas de los conservadores cuanto de los liberales, aunque sin

atacarlos como malversadores de dineros públicos. (Con todo, la incapacidad, el

clientelismo y otros vicios, se ven mejor en sus crónicas Balas de Estalo, 1883-1885, y

Bons Dias!, 1888-1889).

En Esaú y Jacob, los pecados de Batista son ridículamente personales: su debilidad

ante su esposa doña Claudia, y su necesidad visceral de reconocimiento.

La burla que Machado hace de Batista es figurativa y directa. Este abogado, que

había llegado a los cuarenta y tantos años militando fervientemente en el partido

conservador, había sido exonerado de su cargo de presidente de provincia. Cediendo al

pedido de un hermano de su mujer, había otorgado una concesión de aguas a un

español. Los liberales aprovecharon la ocasión para acusarlo falsamente de tener


25

participación en el negocio (Cunhados e cunhadíssimos;/É certo que são vivíssimos!).

Batista atribuía su dimisión al hecho de haber perdido las elecciones. Desde entonces

vivía atormentado por las calumnias, y por la interrupción de su carrera política. Se

desesperaba por no conseguir nada, ni una diputación, ni una presidencia, y esperaba

que, gracias a los amigos que tenía en el gobierno, algún día lo llamaran.

Cuando ganan los liberales, Batista cae en el abatimiento, creyendo que todo está

perdido. No así doña Claudia, que antes había disfrutado de los honores recibidos en la

provincia, y tenía de ellos tantas saudades como de los ataques violentísimos que Batista

recibió durante la campaña de la oposición “Ouvir chamar tirano ao marido, que ela

sabia ter um coraçao de pomba, ia bem á alma dela.” Los argumentos con que convence

a Batista de que debe volverse liberal dan lugar a una de las páginas más desopilantes

escritas por Machado. Tras una conversación del matrimonio, en que la mujer va

descartando todas las propuestas patrióticas del marido –¿cuántos años piensa esperar

hasta que suban de nuevo los conservadores? ¿qué es eso de que puede fundar un

diario? ¿y si antes se muere?–, ella encuentra por fin la solución:

D. Claudia olhó fixa para ele. Os seus olhos miúdos enterravam-se

pelos dele abaixo, como duas verrumas pacientes. Súbito, levantando as

maos abertas:

–Batista, você nunca foi conservador! (Cap. XLVII ) [4]

Los demás personajes que actúan en la dirigencia política son inmaculados como el

consejero Aires, sinceros, ardentes, ambiciosos, estudiosos e instruídos como los

gemelos Santos cuando llegan a diputados, y eficientes y escrupulosos con las cuentas

como el mencionado Batista.


26

Una de las críticas más notorias hecha a la clase dominante, que vive de rentas del

antiguo trabajo esclavo, está en Dom Casmurro, disimulada por la condición de “santa”

que se le atribuye a doña Gloria. Cierto es que la idea de desembarazarse de su promesa

de consagrar al altar de Dios a su hijo, por haber sido salvado de la muerte al nacer,

canjeando un huérfano por Bentinho a precio módico, sale de Capitú. Es decir, de una

muchacha pobre que aspira a ascender casándose con Bentinho, que así resuelve su

problema y, a la vez, el de doña Gloria. Pero lo cierto es que la beata doña, Gloria,

como el mejor de los tartufos, no vacila en pagar su deuda moral con la Santa Iglesia

Católica, de manera tan original. Si el huérfano tenía o no vocación de clérigo, o una

madre tan sufriente como ella por contrariar el destino de su hijo, no es pregunta que

quepa en su cerebro. Para hacerle justicia, tampoco en el más ilustrado de las

autoridades eclesiásticas, que bendicen el trueque.

En cuanto a Memórias póstumas de Brás Cubas –que Machado declaró haber escrito

“com a pena da galhofa e a tinta da melancolia”– lo que sí siento, más hondamente en

cada relectura, es, antes que su broma, con ser que esta es grande, su melancolía. Ya no

me parece, tampoco, que esa melancolía esté escrita con tinta sino con sangre. Si

alguien, alguna vez, ha tenido la impresión de que a Machado no le doliera el

sufrimiento humano y la injusticia para con los desfavorecidos, le recomiendo echar

otra mirada sobre esta novela, no sin advertirle que terminará llorando.
27

La confianza en el lenguaje

Uno de los mayores encantos que la obra de Machado produce en el lector deviene del

dominio absoluto de la palabra que da la sensación de poseer. Se siente dueño de un

lenguaje que, por el solo virtuosismo creador, puede expresar todo lo que esté al

alcance del hombre, incluso su perplejidad. No importa si el mundo no va a responder a

las esperanzas de hacerse menos caótico.


28

Pero si hay una forma de investigarlo, es a través del lenguaje. Esa es la facultad

en que se funda la superioridad del hombre. Aunque este sea un juguete del tiempo o “el

junco que piensa”, según Machado recuerda a Pascal; aunque su conocimiento tenga por

límite la experiencia, lo que cuenta es su experiencia, que para él es su verdad, que el

lenguaje puede guardar por la memoria y corregir en sucesivas ediciones.

Tal la “teoría de las ediciones humanas”, que presenta Brás Cubas, mientras

trabaja sus memorias desde el otro mundo, pensando que debe explicar a sus virtuales

lectores y a la propia Virgilia, si llega a leerlas, cómo deben interpretar algunos cambios

de tono en la obra de un finado.

Aí tem o leitor, em poucas linhas, o retrato físico e moral da pessoa que devia influir

mais tarde na minha vida e era aquilo com dezesseis anos. Tu que me lês, se ainda

fores viva, quando estas páginas vierem à luz, tu que me lês, Virgília amada, não

reparas na diferença entre a linguagem de hoje e a que primeiro empreguei quando te

vi? Crê que era tão sincero então como agora; a morte não me tornou rabugento, nem

injusto.

—Mas, dirás tu, como é que podes assim discernir a verdade daquele tempo, e

exprimi-la depois de tantos anos?

Ah! indiscreta! ah! ignorantona! Mas é isso mesmo que nos faz senhores da Terra, é

esse poder de restaurar o passado, para tocar a instabilidade das nossas impressões e a

vaidade dos nossos afetos. Deixa lá dizer Pascal que o homem é um caniço pensante.

Não; é uma errata pensante, isso sim. Cada estação da vida é uma edição, que corrige

a anterior, e que será corrigida também, até a edição definitiva, que o editor da de

graça aos vermes. (Cap. XXVII) [5]

Para algunos personajes de Machado, lo ominoso de los hechos o su comprensión

clara suelen venir metafóricamente anunciados o certificados por la palabra escrita. En


29

la novela A mao e la luva (La mano en el guante) Luis Alves ve sufrir a su amigo

Esteban por su amor por una joven que tácitamente lo ha rechazado y él ha perdido de

vista. Luis compara el amor con una carta y el final de esa relación con una carta de

pésame. Su consejo es que la olvide: “Pon la carta en el fondo del cajón, y no te

acuerdes de ir a ver si tiene una posdata”.

Dos años después, Esteban reencuentra a esa joven —que es Guiomar, ahora

protegida de la baronesa— y comete la inconveniencia de “releer” la carta. “O post

scriptum la estava no fim”, informa el texto. (Cap. IV) Luego sabremos que Esteban no

solo debe renunciar definitivamente a sus esperanzas amorosas. También pierde a su

amigo Luis, que ha conocido a Guiomar, se ha enamorado de ella y es correspondido.

En Dom Casmurro, una “carta” —que primero se lee a oscuras, con las ventanas

cerradas que, aun así, dejan distinguir la letra—, metaforiza la manera como Bento

Santiago va comprobando, día a día, el parecido de su supuesto hijo con Escobar, hasta

que no hay rasgo de Ezequiel que desmienta su origen:

Li a carta, mal a princípio e não toda, depois fui lendo melhor. Fugia-lhe, é

certo, metia o papel no bolso, corria a casa, fechava-me, não abria as vidraças,

chegava a fechar os olhos. Quando novamente abria os olhos e a carta, a letra

era clara e a notícia claríssima. (Cap. CXXII) [6]

En el cuento “Una señora”, el día en que doña Camila, a los cuarenta años,

descubrió, horrorizada, su primera cana al mirarse en el espejo, “reconoció que era un

telegrama de la vejez, que venía a marcha forzada.”

Para otros personajes, “escribir” significa adquirir seguridad en sí mismos. En

Quincas Borba, cuando, en un tren, Rubión conoce a Palha y a Sofía, la joven no


30

interviene en la conversación. Pero, un año después, cuando, habiendo comenzado su

ascenso social, la encontramos en un baile,

os olhos, por exemplo, não são os mesmos da estrada de ferro, quando o

nosso Rubião falava com o Palha, e eles iam sublinhando a

conversação... Agora, parecem mais negros, e já não sublinham nada;

compõem logo as cousas, por si mesmos, em letra vistosa e gorda, e não

é uma linha nem duas, são capítulos inteiros. (Quincas Borba, Cap.

XXXV) [7]

En Machado aparece también, una y otra vez, la metáfora del “libro de la vida”.

Su desacomodo y el de sus personajes en un mundo absurdo, que parece gobernado por

el “humanitismo”—esto es, por la teoría de un loco— lleva, en su malestar, un secreto

anhelo de orden y de legibilidad. Si a fines del siglo XIX ya se dudaba de la factibilidad

de leer “el libro de Dios” o “el gran libro del mundo” cartesiano, la escritura de

Machado, a semejanza del acto de autoafirmación o perseverancia del que habla

Blumenberg, deposita su confianza en la palabra para leer al menos “el libro de la vida”

que escriben sus criaturas. Por oscuro que sea, Machado confía en poder leerlo y

transcribirlo fielmente, haciendo comprensible “la sintaxis de la vida” —que conocía

Iaiá, la protagonista de Iaiá Garcia, y conoció muy bien el autor.

Pues, como muchos críticos han observado (Cfr. Schwartz, Ao vencedor as

batatas), la obra de Machado traduce un mecanismo social basado en el “favor” de los

poderosos, del que algo supo Machadinho. Mecanismo que, atenuado hoy en algunas

sociedades que han alcanzado un desarrollo más democrático, no difería demasiado del

de otras de su época, y tiene incluso bastante semejanza con el de las actuales, en que la

aristocracia o la “burguesía” han sido sustituidas, como “clases” detentoras del poder,
31

por una poderosa burocracia política, que afecta a todas las instituciones, incluyendo

actividades como la ciencia, el arte, y la cultura en general. El clientelismo cultural, al

menos en la Argentina, sigue con buena salud.

Así, los “libros de la vida” machadianos aparecen regidos por ciertos principios

“gramaticales” que, de un modo u otro, siguen operando en el mundo de hoy: como toda

escritura, la del libro de la vida está sujeta a un conjunto de reglas, en el que ningún

término puede definirse sino en relación con los demás; se trata de una regulación

injusta, pues responde a un orden jerárquico en el cual la peor parte la llevan los

subordinados; desde el punto de vista formal, estos no tienen otra opción que adecuarse

a sus regentes; la única posible es intervenir en el sentido de las cláusulas, esforzándose

en adquirir la significación que pueda darles más relieve, como Guiomar en La mano y

el guante.

Los demás, o se resignan a un significado feamente ambiguo, con tal de figurar

en el libro, como Lobo Antunes en Memorias Póstumas de Brás Cubas; o, ya por

servilismo, ya por mansedumbre, se avienen a significar nada, como el Sr. Atunes en

Iaiá García o el agregado José Días en Dom Casmurro. Los que no se adecuan, por

orgullo de significar por sí mismos (como Estela Antunes en Iaiá), porque confunden el

sentido del contexto (como Rubión en Quincas Borba), o aquellos que la cláusula

rechaza porque en ella desentonaría su dignidad (como la coja Eugenia en Memorias),

terminarán convirtiéndose en notas al margen que no muchos querrán leer.

Esta metáfora de la vida como un libro de creación humana es un leit-motiv en la

obra de Machado. Solo un hombre de ilimitada fe religiosa, como el padre Melchor, cree

que el destino del hombre es transcripción de la escritura divina: “Dios escribe las páginas

de nuestro destino; nosotros no hacemos más que transcribirlas en la tierra.” (Helena,

Cap.). Los demás personajes “escriben” sus propios libros, no siempre bien sino como
32

pueden. Y hasta suele ocurrir que, de entrada, salgan mal, como el de Clara y Cándido

Neves en “Padre contra madre”: el apasionamiento de la joven, en un baile, por aquel

hombre a quien no le duraba ningún oficio, “fue la página inicial de aquel libro, que había

de salir mal compuesto y peor compaginado”. (Relíquias de casa velha, 1906).

Y en algún momento de delirio, como respondiendo al anhelo de completud, el ser

humano puede confundir la actividad imperfecta y siempre incompleta de escribirse a sí

mismo, con el libro terminado, y sentir el propio ser materializado en un libro. Es decir,

creerse, a sí mismo, un libro, como le ocurre a Blas Cubas. Claro que, como el delirio de

Blas no puede menos que responder a los suyos de grandeza, en este trance no se anda con

chiquitas: el libro en que se siente transformado es nada menos que la “ Suma Teológica de

Santo Tomás, impresa en un volumen y encuadernada en marroquí, con cierres de plata y

estampas.”

La mencionada “teoría de las ediciones humanas”, siempre adaptada a la “galhofa”

con que Blas aparenta tener una alta idea de sí mismo, sigue su curso en el Cap. XXXVII,

mientras se dirige a almorzar con Dutra, después de su reencuentro con Marcela:

Lembra-vos ainda a minha teoria das edições humanas? Pois sabei que,

naquele tempo, estava eu na quarta edição, revista e emendada, mas

ainda inçada de descuidos e barbarismos; defeito que, aliás, achava

alguma compensação no tipo, que era elegante, e na encadernação, que

era luxuosa. (Cap. XXXVIII).[8]

La metáfora del libro puede referirse, también, a una especie de libro dentro del libro

—el libro del amor dentro del libro de la vida—, donde los personajes escriben una

parte fundamental de su existencia, que es aquella marcada por la conmoción amorosa


33

más significativa que han gozado o sufrido. No siempre el final lo determina uno o

ambos miembros de la pareja.

En el triángulo formado por Virgilia, Blas y Lobo Neves, los amantes escriben el

prólogo y el libro, pero el final le corresponderá al marido. Cuando Blas relata el

nacimiento del amor entre él y Virgilia, dice que la flor del primer beso fue el “prólogo

de una vida de delicias, de terrores, de remordimientos, de placeres que remataban em

dolor, de aflicciones que florecían en alegría,” y luego resume “el libro de aquel

prólogo”, que va desde la pasión más desenfrenada hasta el hastío y la saciedad.

Ya terminada la relación entre Virgilia y Blas, este se encuentra un día en la Rua

do Ouvidor con Lobo Neves. Para entonces, el marido habría podido elegir un final

trágico (como el de “La cartomante”), una separación (como la de Dom Camurrro), o el

que ya ha elegido, que es doblegarse a la “opinión”. Con esa típica solidaridad

masculina que los hombres manifiestan por los cornudos —previendo, acaso, que

alguna vez podría tocarles el mismo destino—, Blas comprende cuánto le cuesta a Lobo

Neves disimular, frente a él, que sabe que fue el amante de su mujer.

Que lhe custasse creio; naqueles dias, principalmente, vi-o de modo que

devia custar-lhe muito. Mas o tempo (e é outro ponto em que eu espero

a indulgência dos homens pensadores!), o tempo caleja a sensibilidade,

e oblitera a memória das cousas; era de supor que os anos lhe

despontassem os espinhos, que a distância dos fatos apagasse os

respectivos contornos, que uma sombra de dúvida retrospectiva cobrisse

a nudez da realidade; enfim, que a opinião se ocupasse um pouco com

outras aventuras. O filho, crescendo, buscaria satisfazer as ambições do

pai, seria o herdeiro de todos os seus afetos. Isso, e a atividade externa,

e o prestígio público, e a velhice depois, a doença, o declínio, a morte,


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um responso, uma notícia biográfica, e estava fechado o livro da vida,

sem nenhuma página de sangue. (Cap. CXII) [9]

La metáfora popular “hablar el mismo idioma”, usada con referencia a la

armonía espiritual entre dos personas—amigos o amantes—, llega a confundirse con el

sentido recto en “Manuscrito de un sacristán”. (Histórias sem data,1884). Para la “rara”

y romántica Eulalia, ya no se trata solo de encontrar el marido extraordinario que hable

su mismo lenguaje, sino un mismo lenguaje perfecto: “una criatura en que no había falla

ni grieta, verdadera gramática sim irregularidades, pura lengua sim solecismos.” Una

hipotética lectora objeta que ese “ese es el marido de todas las vírgenes de diecisiete

años”. El narrador le responde que la diferencia entre Eulalia y las demás mujeres

é que as outras trocam finalmente o original esperado por uma

cópia gravada, antes ou depois da letra, e às vezes por uma simples fotografia

ou litografia, ao passo que Eulália continuou a esperar o painel autêntico.

[10]

El discurso deja de ser metafórico cuando nos enteramos que el

parámetro de Eulalia para considerar “copias” a sus pretendientes, era que, como todos

sus conocidos, “se esmeraban en repetir las ideas de los demás, con iguales palabras, y a

veces sin diferente inflexión, a semejanza del vestuario que usaban (...), una constante

uniformidad de ideas y chalecos.”

Eulalia busca, en verdad, alguien que, como ella, hable una lengua distinta de la

que se habla en la “realidad”. Lo encuentra en su primo Teófilo, quien, pese a tener

dificultades con la retórica, pareciera tocado por el Espíritu Santo a través de sus

modelos apostólicos, San Pablo, Hildebrando y Loyola. El caso es que, cuando ambos

se encuentran, estos primos, moralmente gemelos, semejan “dos compatriotas que se


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encuentran en playa extranjera y pueden finalmente cambiar las palabras mamadas en la

infancia”.

Por su parte, el hecho de vivir ambos, una en la quietud, otro en movimiento,

buscando algo que en la realidad no existe, se objetiva, en el cuento, como una

confusión de lenguajes, como si todo lo que quedara fuera del lenguaje quedara, a la

vez, fuera de la realidad: “igual equívoco, igual conflicto con la realidad, idéntico

diálogo de árabe y japonés.”

También en Histórias sem data, el narrador de “Primas de Sapucaia!” concibe la

realización del amor perfecto a través de un mismo lenguaje compartido, y la

perduración del amor y de la felicidad como una lectura infinita. Cuando imagina sus

amores con la bella desconocida que él bautiza “Adriana” (y que resultará ser la

verdadera Adriana que destruya a su amigo Oliveira en Petrópolis), lo hace en estos

términos:

Supusemo-nos estrangeiros, e realmente não éramos outra coisa;

falávamos uma língua, que nunca ninguém antes falara nem ouvira. Os

outros amores eram, desde séculos, verdadeiras contrafações; nós

dávamos a edição autêntica. Pela primeira vez, imprimia-se o

manuscrito divino, um grosso volume que nós dividíamos em tantos

capítulos e parágrafos quantas eram as horas do dia ou os dias da

semana. O estilo era tecido de sol e música; a linguagem compunha-se

da fina flor dos outros vocabulários. Tudo o que neles existia, meigo ou

vibrante, foi extraído pelo autor para formar esse livro único — livro

sem índice, porque era infinito — sem margens, para que o fastio não

viesse escrever nelas as suas notas, — sem fita, porque já não tínhamos

precisão de interromper a leitura e marcar a página. [ 11]


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No siempre son los protagonistas los que escriben su propio libro. La

opinión pública, el rumor, también se da a esa tarea, la mayor parte de las veces

apócrifa, de componer “libros de colaboración”, como los llama Machado con suprema

ironía. Tal el caso de los amores del abogado Galván con la viuda del brigadier, que

llegó a formar “un grueso volumen de trecientas páginas compactas, sin contar las

notas, cuando a verdad era que ellos solo coincidían en el proyecto”, interrumpido por

el billete anónimo que recibió María Olimpia, la mujer de abogado. (“A Senhora do

Galvão”,Várias Histórias, 1896). Es irresistible, además, citar la cómica reflexión del

autor, en este cuento narrado en tercera persona, sobre la reputación de algunos

“medallones”: 

Assim se fazem algumas reputações más, e, o que parece absurdo,

algumas boas. Com efeito, há vidas que só têm prólogo; mas toda a

gente fala do grande livro que se lhe segue, e o autor morre com as

folhas em branco. [12]

Tan inherente al hombre es el ansia de descifrar el “libro de la vida” que, en

“Viver!” (Várias historias), la ilusoria vanidad de haberlo hecho es uno de los

argumentos esgrimidos por el subconsciente de Aaschverus, para proporcionarle las

razones por las cuales le sería lícito seguir viviendo, aun solo, al final de los tiempos, y

a pesar de haber clamado por la muerte. En el sueño en que dialoga con Prometeo, a

quien acaba de explicarle el origen de su castigo, aquel defiende la vida del judío errante

con cómicos anacronismos, como si este hubiera leído toda la vida de la humanidad:

 — Grave culpa, em verdade, mas a pena foi benévola. Os outros

homens leram da vida um capítulo, tu leste o livro inteiro. Que sabe um

capítulo de outro capítulo? Nada; mas o que os leu a todos, liga-os e

conclui. Há páginas melancólicas? Há outras joviais e felizes. À


37

convulsão trágica precede a do riso, a vida brota da morte, cegonhas e

andorinhas trocam de clima, sem jamais abandoná-lo inteiramente; é

assim que tudo se concerta e restitui. Tu viste isso, não dez vezes, não

mil vezes, mas todas as vezes; viste a magnificência da terra curando a

aflição da alma, e a alegria da alma suprindo à desolação das cousas;

dança alternada da natureza, que dá a mão esquerda a Jó e a direita a

Sardanapalo. [13]

Pero el gran libro de la palabra, donde Machado le rinde homenaje a su poder, es

Dom Casmurro. Muchos se han ocupado del “metalenguaje” en este texto. Pues, en

verdad, la novela desarrolla verdaderas teorías de la composición, v.g. la investigación

de un tema para entablar una polémica—que hace Manduca, el niño leproso—; la

demostración de que escribir un soneto no es llenar una fórmula de catorce versos; la

posibilidad de escribir una obra teatral comenzando por el final y siguiendo con los

hechos “de atrás para adelante”, hasta finalizar con el principio, etc. No es a esto a lo

que me refiero, sino a algo más profundo, que está en la base estructural de la novela.

En ella se explora la aprehensión del lenguaje como atributo de poder, y la

inferioridad de aquel que, en el terreno del habla, no sabe usar ni interpretar su fuerza

perlocutoria. Para ejercer ese dominio, ¿basta con leer mucho, con estudiar el lenguaje,

con amarlo, con observarlo? ¿O se trata de un don innato?

Hay dos personajes rivales en ese sentido, que son el agregado José Días y

Capitú. El uso de la palabra es el campo en que se baten. Parece impropio decirlo así,

cuando una de las partes —José Días— no sabe que la guerra está instalada, ni llegó a

saber jamás que se había llevado a cabo. Tampoco Capitú sabe que, de haber habido una

guerra franca, la primera ofensiva habría sido de José Días, cuando dijo de ella a

pequena é uma desmiolada (alocada). Pero sí detecta que el agregado inicia el


38

movimiento en su contra, al recordarle a doña Gloria que es hora de que Bentinho vaya

al seminario.

Y para cuando el agregado, en el cap. XXV, amaga su segunda y última ofensiva

contra Capitú, esta vez dicha a Bentinho – os olhos de cigana oblíqua e dissimulada–,

hace rato que la astuta niña le está haciendo jugar su papel en la contienda verbal, de

cuyo resultado dependerá el curso de la historia.

El error del agregado es creer que está peleando en el terreno de las acciones, y

que su enemigo es Padua. Ese odio al Tortuga lo ciega a tal punto, que, incluso

teniendo ante sí las evidencias acerca de Capitú, considera que “a pesar de ellos, (de sus

ojos) podría pasar”, aun cuando un resto de racionalidad le arranca la salvedad: “si no

fuese por la vanidad y la adulación. Oh! La adulación!”

La genialidad de Machado —que es la de Capitú— consiste en no ponerlos

nunca en situación de combate singular: en esta primera etapa de la acción, no hay un

solo diálogo entre Capitú y José Días. El combate verbal se libra por intermediación de

Bentinho, que es discípulo de ambos pero aliado de Capitú. Un discípulo patético, que

arranca la lástima y la risa del lector. Pues lo cierto es que el pobre Bentinho no obtiene

utilidad de ninguno de los dos aprendizajes. Todos los floripondios del lenguaje que le

transmite el agregado no le sirven en situaciones concretas: ni ante los sustos que le

provocan las apariciones de Padua y de doña Fortunata; ni para hablar con su madre; ni,

menos aún, ante Capitú.

Y, de lo que le enseña Capitú, solo capta la cáscara; no comprende la intención

última de su maestra, ni adquiere de ella la habilidad real que no aprendió de José Días.

(Recuérdense sus cogitaciones acerca “de quem teria que apanhar”). Aplicadamente, lo

único que hace Bentinho es memorizar, ensayar y repetir los procedimientos como un

loro entrenado, para cumplir con eficacia el papel de correveidile que le asigna Capitú.
39

Obsérvese lo arriesgado de esta audacia de Machado, en tanto puede poner en

jaque la verosimilitud de la novela. Sobre todo, teniendo en cuenta que la tesis, por así

decirlo, es que dentro del niño ya está el hombre. ¿Cómo Bentinho, un niño tan torpe

justamente para la comprensión de las sutilezas del lenguaje, deviene en el narrador

impecable, habilísimo, sutil, que es Don Casmurro?

Veamos, ahora, con qué recursos cuentan para la contienda José Días y Capitú.

José Días es el adorador del lenguaje por sí mismo, el retórico. Ya en A mao e la

luva, Machado había ensayado un personaje –Jorge-, en que la falta de ideas era suplida

por la elocución:

As palavras saíam-lhe lentas e contadas, como a fazer sentir toda a

munificência do autor. Não as proferia como as demais pessoas; cada

sílaba era por assim dizer espremida, sendo fácil ver ao cabo de alguns

minutos, que ele fazia consistir toda a beleza de elocução nesse alongar

do vocábulo. As idéias orçavam pelo modo de as exprimir; eram

chochas por dentro, mas traziam uma côdea de gravidade pesadona, que

dava vontade de ir espairecer o ouvido em coisas leves e folgazãs. (Cap.

VII ) [14]

De modo similar, José Dias “amaba los superlativos. Era un modo de dar

apariencia monumental a las ideas; no teniéndolas, servía para prolongar las frases”.

Pero en el antipático sobrino de la baronesa ese rasgo quedaba suelto, o, mejor

dicho, solo como adosado a los modales y al aspecto artificial de su antipática persona.

Por el contrario, en José Días, va imbricado con otros del mismo tenor, que garantizan

la autenticidad de su amor apasionado por la palabra, y, al mismo tiempo, la de su amor

de “siervo y madre” por Bentinho. Verlo hacer de paje del niño en la calle; cuidar de su

arreglo en la casa, de sus libros, de sus zapatos, de su higiene, de su prosodia; corregirle


40

las desinencias de los plurales, “medio serio para dar autoridad a la lección, medio

risueño para obtener el perdón de la enmienda”; asistir a su lecciones de latín e historia

sagrada y llamarlo “un prodigio”, todo ello hace que el lector le perdone con creces la

debilidad de ayudarlo en sus amores por la trampa que le tendió Capitú: la del interés de

ir a San Pablo, ¡tal vez Europa!, acompañándolo a estudiar leyes.

La organización psíquica y hasta física del agregado es puro lenguaje: “su paso

demorado de costumbre”, no es “aquel andar arrastrado dos perezosos, sino un andar

calculado e deducido, un silogismo completo, la premisa antes de la consecuencia, la

consecuencia antes de la conclusión.”

Sus cambios de ánimo repercuten tanto en movimiento del cuerpo como en el

del habla:

José Dias ia tão contente que trocou o homem dos momentos graves,

como era na rua, pelo homem dobradiço e inquieto. Mexia-se todo,

falava de tudo, fazia-me parar a cada passo diante de um mostrador ou

de um cartaz de teatro. Contava-me o enredo de algumas peças, recitava

monólogos em verso. Fez os recados todos, pagou contas, recebeu

aluguéis de casa; para si comprou um vigésimo de loteria. Afinal, o

homem teso rendeu o flexível, e passou a falar pausado, com

superlativos. Não vi que a mudança era natural; temi que houvesse

mudado a resolução assentada, e entrei a tratá-lo com palavras e gestos

carinhosos, até entrarmos no ônibus. (Cap. XXVIII) [15]

Escucharlo leer es todo un espectáculo:

José Dias vinha andando cheio da leitura de Walter Scott que fizera a

minha mãe e a prima Justina. Lia cantado e compassado. Os castelos e

os parques saíam maiores da boca dele, os lagos tinham mais água e a


41

«abóbada celeste» contava alguns milhares mais de estrelas

centelhantes. Nos diálogos, alternava o som das vozes, que eram

levemente grossas ou finas, conforme o sexo dos interlocutores, e

reproduziam com moderação a ternura e a cólera. ( Cap.[16]

Capitú le había recomendado a Bentinho que lo elogiara. El mejor elogio que

puede hacérsele a José Días es decirle que habla bien. Cuando Bentinho quiere

disminuir la aversión que el agregado siente por Padua, le asegura que le oyó

decir que sabe “hablar como un diputado en la cámara». Así consiguió que el

agregado sonriera “deliciosamente” y tuviera que hacer “un esfuerzo grande”

para seguir denostando a su enemigo .

Y cuando José Días encuentra que “las leyes son bellas”, en su interés por

acompañar a Bentinho a Europa, no piensa en las catedrales, las obras de arte, los

palacios, que podría admirar; en nada, en fin, que revele la hechura material del ingenio

y las manos del hombre, sino en el sonido de las lenguas que va a oír: “Podemos ir

juntos; veremos las tierras extranjeras, oiremos inglés, francés, italiano, español, ruso y

hasta sueco.” (Cap. XXVI )

Para Capitú, las formas, los sonidos, los significados de las palabras son aspectos

del lenguaje puestos al servicio de una sola de sus funciones: la intención. Antes de

hablar, hay que tener clara la intención con que se lo hará, porque el lenguaje vale por lo

que de su uso se consiga. De hecho, todo lo que Capitú consiguió en su vida, dependió,

más que de su belleza, de su gracia y de sus aptitudes, de la habilidad con que usó de la

palabra a los catorce años, esa habilidad que se prolongará casi hasta el fin de su

matrimonio. Capitú es la dueña absoluta de la palabra. El dominio no está solo en lo que

se dice, ni en el tono en que se lo dice, sino, sobre todo, en saber cuál es la oportunidad
42

exacta de decirlo, en la no menos importante de callar, y, sobre todo, en el análisis del

habla del otro:

Capitu quis que lhe repetisse as respostas todas do agregado, as

alterações do gesto e até a pirueta, que apenas lhe contara. Pedia o som

das palavras. Era minuciosa e atenta; a narração e o diálogo, tudo

parecia remoer consigo. Também se pode dizer que conferia, rotulava e

pregava na memória a minha exposição. (XXI) [17]

Esta extraordinaria competencia pragmática sólo le falla una vez. Pero ello

ocurre antes de entrar en guerra con José Días, cuando Bentinho le cuenta que su madre

está decidida a mandarlo al seminario, y Capitú explota: “Beata! Carola! Papa-missas!”

Improperios que aturden a Bentinho, que no puede conciliarlos con lo mucho que

Capitú gustaba de su madre, sus idas juntas a misa, el rosario, la cruz de oro y el libro de

Horas que aquella le había dado.

Esta imprudencia, que pudo haberle costado la prevención de Bentinho, fue

superada por la credulidad del chico. Sin embargo, al final del capítulo CXXXVIII

cumplirá una función fundamental para la comprensión de la novela y su supuesta

ambigüedad, tan llevada y traída. Se trata del capítulo en que Capitú se dispone a salir

para la misa con el pobre Ezequiel (ya rechazado con violencia por Bentinho), entra en

el escritorio, y se produce el diálogo decisivo, en que Bentinho le dice por primera vez,

a las claras, que Ezequiel no es su hijo, sino — evitando nombrarlo— de Escobar. ¿Y

cuáles son las últimas palabras dichas por Capitu en su defensa, con mirada de desdén y

voz murmurante?
43

— Sei a razão disto; é a casualidade da semelhança... A vontade

de Deus explicará tudo... Ri-se? É natural; apesar do seminário,

não acredita em Deus; eu creio... Mas não falemos nisto; não nos

fica bem dizer mais nada.( cap. CXXXVIII) [18]

El lector, que ya había empezado a sonreír al enterarse de que Capitú ha seguido

yendo a misa durante tantos años, a pesar de que los catorce ya tildó a la madre de

Bentinho de beata, santurrona, papamisas, explota en una carcajada cuando Capitú

termina de decir “yo creo”. Es Bentinho —no el lector— quien por un momento estuvo

“a pique de creer que era víctima de una grande ilusión, una fantasmagoría de

alucinado”. Hasta que la entrada de Ezequiel lo vuelve a la realidad, y ocurre la escena

en que los dos miran involuntariamente el retrato de Escobar, que define el conflicto. Lo

define, no por lo que ha dicho Capitú, sino por la “confusión de ella”, que “se hizo

confesión pura”. Confusión no “de boca”, aclara el texto.

Este detalle de que, ni siquiera al final, Bentinho capte la falsedad de Capitú por

sus palabras —esto es, de que nunca pudo con Capitú en el terreno del lenguaje—, es, a

mi juicio, el punto de más alto genio entre los muchos altos que tiene la novela (sobre el

cual volveré más abajo). En efecto, Capitú no se traicionó jamás por medio de la

palabra, sino de los ojos y de otros signos corporales, conmoción que le ocurre tres

veces, por imperio de emociones incontrolables: aquella de los catorce años, en que

desata su cólera contra doña Gloria; junto al féretro de Escobar (ambas enmendadas

después con persuasión de la palabra) y esta de la entrada al gabinete, cuando Bentinho

acaba de gritarle a Ezequiel: “No, no, yo no soy tu padre!”

La famosa “fuerza devoradora” de los “ojos de resaca” de Capitú, —que a la niña

le cuesta, al principio, la enemistad de José Días–, es la que concentra toda la

expresividad que ella reprime en el habla. De ahí que resulte tan verosímil que, cuando
44

no la puede controlar mediante la disciplina que siempre le impuso a su lengua, la

resaca de esos ojos “hable”, grite casi, al despedir el cadáver del amante.

Por el decurso de la novela, sabemos que José Dias ha terminado totalmente

vencido por Capitú, y, además, se ha vuelto su adherente. Durante los cinco años

pasados por Bento en el seminario, solo podemos imaginar el despliegue de Capitú,

para lograr que, a la salida, el muchacho se encuentre con que las antiguas reservas del

agregado se han vuelto panegíricos. ¿Cómo, en la lengua de José Días, los “ojos

oblicuos de gitana disimulada” vinieron a convertirse en “ojos pensativos”, y la

“pequeña alocada” en “um anjo, um anjíssimo”?

En principio, llegamos a pensar que, según su maña servil de concordar con todas

las opiniones de doña Gloria, solo alaba a la futura mujer de Bentinho porque aquella la

aprueba como nuera. Sin embargo, hacia el final de la novela, cuando Bento encuentra

fría a la madre, no solo con su mujer sino con Ezequiel, y sondea al agregado, este sigue

con los loores a Capitú. Y, más aún, durante esa etapa se muestra sumamente cariñoso

con el niño, le festeja sus imitaciones—aunque incluyan las de Escobar, de quien antes

tuvo celos— y no tiene la sutileza de entender por qué Capitú las reprueba ni por qué se

molesta cuando él, después de haber hojeado el día anterior el Libro de Ezequiel, lo

llama “filho do homem”. De no estar subyugado por Capitú, no habría podido menos

que mostrarse, si no de palabra, al menos de gesto, tan frío y triste como doña Gloria,

para mostrar su inveterada adhesión a su protectora.

La noche del día del entierro de Escobar, Capitú, que se ha retirado de la sala,

vuelve con los ojos rojos de haber llorado, y atribuye su llanto a haber pensado en

Sancha y en su hijita. Y, sin reparar en las visitas ni en los criados, abraza a Bento y le

dice que, si quería pensar en ella, era necesario que pensara primero en su propia vida.

José Dias halló la frase “lindísima”, y le preguntó a Capitú por que no hacía versos.
45

Esto hace reír tanto al lector porque muestra la irrealidad total en que, acerca de Capitú,

ha caído José Días. ¿Quién puede imaginarse a Capitú, maestra del lenguaje utilitario,

haciendo versos? En cuanto a la pobre doña Gloria, nos la imaginamos, también

risueñamente, en aquel lustro de verdadera captación de la familia hecho por Capitú en

ausencia de Bentinho, como un verdadero verme lingüístico al lado de la menina. Esa

“boa criatura” era casi retardada, según el retrato hecho por el propio Bentinho, cuando

cree en todo lo que este le dice, durante “La audiencia secreta”: “A verdade é que minha

mãe era cândida como a primeira aurora, anterior ao primeiro pecado; nem por simples

intuição era capaz de deduzir uma coisa de outra...”

La única que nunca pudo ser captada por Capitú es Justina, la justa, la que puede

juzgar imparcialmente. Aunque detestaba a Capitú, esta de a ratos terminaba

encantándola con su “magia”. Lo que no impide que, con su natural franqueza, Justina

le diga un día: “Nao precisa correr tanto; o que tiver de ser seu às maos lhe há de ir.”

Como sea, Capitú sabe que Justina no es para ella un peligro, porque, ante doña Gloria,

solo da opinión si es consultada.

Para la verosimilitud de la novela, es fundamental el hecho de que Bentinho

finalmente haya comprobado que Capitú lo derrotó siempre por la palabra; más aún, que

ya estaba entrenado en “darle la palabra” a su dueña, como un loro “da la pata”. La

acotación que introduce la hilarante defensa de Capitú a la que me referí — y que, de no

ser por la “confusión” ante la vista del retrato, Bento hubiera creído al pie de la letra—,

es la siguiente:

Concertou a chapinha e ergueu-se. Suspirou, creio que suspirou,

enquanto eu, que não pedia outra coisa mais que a plena

justificação dela, disse-lhe não sei que palavras adecuadas a este fim.

[19]
46

Esa especie de despertar del “hombre nuevo”—como él a sí mismo se llama

cuando Capitú vuelve de la iglesia— hace, digamos, bastante verosímil, que el antiguo

Bentinho, de habla torpe y escasa comprensión de las sutilezas lingüísticas, haya

desarrollado, después de años de masticación solitaria de Don Casmurro, tal empeño en

descubrir cuál fue el mecanismo verbal usado por Capitú para atraparlo y cuáles sus

propias deficiencias para entenderlo, que al fin terminara por aprender a escribir como

los dioses.

Luego, otros detalles peligrosos, como que, al escribir, se muestre conocedor de

Goethe, Shakespeare, Homero, Ariosto, Prévost, Luciano, Montaigne, Hugo, cuando,

poco antes de separarse de Capitú, hubo dicho que nunca había leído Otelo, habría que

atribuirlos a que, en el tiempo transcurrido, se convirtió en un ávido lector de literatura.

Pero esto ya escapa a los fines de este análisis, que ahora se ocupará de las búsquedas y

descubrimientos del narrador.

La primera toma de conciencia de don Casmurro es que el trabajo que está

haciendo es tardío y artificial. Recuerda su fracaso total ante la primera lección de

Capitú, cuando Pádua casi los sorprende tomados de las manos junto al muro, y le da

pie a Capitú para que mienta que estaban jugando al siso. Ella inventa que Bentinho no

aguantó, que se rió, que ya le ha pasado lo mismo otras veces, y lo insta a mostrarle a

Padua cómo se ríe. No tenía que hablar, sólo reírse o hacer como que se reía, y ni

siquiera eso pudo.

La segunda lección es complicadísima para el chico. Calmada la cólera contra doña

Gloria, Capitú reflexiona por qué la señora lloró cuando José Días le recordó que

Bentinho tenía que entrar al seminario. Concluye que a la madre le pesa mucho la

promesa. Entonces forja su plan de batalla y le enseña a Bentinho, todo en imperativo,

cómo tiene que hablarle a José Días.


47

Não lhe fale acanhado. Tudo é que você não tenha medo, mostre

que há de vir a ser dono da casa, mostre que quer e que pode.

Dê-lhe bem a entender que não é favor. Faça-lhe também

elogios; ele gosta muito de ser elogiado. [...] faça o que lhe digo. [...]

Ande, peça, mande. Olhe; diga-lhe que está pronto a ir estudar leis

em São Paulo. (Cap. XVIII) [20]

La lección podría resumirse: el hombre no está al servicio del lenguaje, el

lenguaje está al servicio del hombre; y el agregado está al servicio suyo. Después que

Bentinho compone la frase en su cabeza: “Preciso falar-lhe, sem falta, amanhã; escolha

o lugar e diga-me.» , lo único que le ha quedado claro es que el secreto está en el tono.

El lector recordará los cómicos ensayos en voz alta, con cambios de inflexiones y de

velocidad. El inocente niño tiene que luchar entre sus escrúpulos y las órdenes de

Capitú. Para él, José Dias no es sólo un agregado, es una persona. Cuando repite las

palabras muy lentamente, subrayando sem falta, las halla “quase ríspidas, e,

francamente, impróprias de um criançola para um homem maduro”. Hasta que,

respondiendo a su naturaleza, respetuosa de los sentimientos ajenos, concluye: “Afinal

disse comigo que as palavras podiam servir, tudo era dizê-las em tom que não

ofendesse.”

El problema de tal actitud se expresa con ironía a través del narrador, que se

autoanaliza en aquel niño con mentalidad de perdedor: “E a prova é que, repetindo-as

novamente, saíram-me quase súplices”. Por fin, ante su incapacidad por torcer la

inclinación de su propia conciencia, el niño se autoconvence recurriendo a un principio

de autoridad: «E Capitu tem razão, pensei, a casa é minha, ele é um simples agregado.”

(Cap. XIX).
48

Bentinho comienza a sentir su inferioridad como contraria a la superioridad de

Capitu después del célebre peinado y del primer beso, cuando hay que hablar algo

porque ha entrado D. Fortunata:

Como eu quisesse falar também para disfarçar o meu estado, chamei

algumas palavras cá de dentro, e elas acudiram de pronto, mas de

atropelo, e encheram-me a boca sem poder sair nenhuma. O beijo de

Capitu fechava-me os lábios. Uma exclamação, um simples artigo, por

mais que investissem com força, não logravam romper de dentro. E

todas as palavras recolheram-se ao coração, murmurando: «Eis aqui um

que não fará grande carreira no mundo, por menos que as emoções o

dominem...»

Assim, apanhados pela mãe, éramos dois e contrários, ela encobrindo

com a palavra o que eu publicava pelo silêncio. D. Fortunata tirou-me

daquela hesitação... (Cap. XXXIV) [21]

La frase puesta entre comillas no es, en verdad, de Bentinho. Es de don

Casmurro, que ya sabe bien cuál fue el resultado de su “carreira no mundo”, que, para

él, ha sido su mundo, el que se había construido al lado de Capitú y del hijo deseado.

Aquel chico, a quien la emociones, en presencia de otros, lo dejan mudo, siente

una imperiosa necesidad de verbalizarlas. Pero sólo puede hacerlo a solas, encerrado en

su cuarto:

De repente, sem querer, sem pensar, saiu-me da boca esta

palavra de orgulho: -Sou homem! Supus que me tivessem

ouvido, porque a palavra saiu em voz alta, e corri à porta da

alcova. Não havia ninguém fora. Voltei para dentro e, baixinho,

repeti que era homem. Ainda agora tenho o eco aos meus
49

ouvidos. O gosto que isto me deu foi enorme. Colombo não o

teve maior, descobrindo a América (...) -Sou homem! Quando

repeti isto, pela terceira vez, pensei no seminário, mas como se

pensa em perigo que passou, um mal abortado, um pesadelo

extinto; todos os meus nervos me disseram que homens não são

padres. O sangue era da mesma opinião. (Cap. XXXIV) [22]

El don Casmurro que escribe su historia, recuerda, en cambio, haber conocido

algunas propiedades del lenguaje, aprendidas de José Dias. Cuando el Padre Cabral es

nombrado “protonotario apostólico”, no comprende bien en qué consiste el prestigio de

la palabra por su significado, aunque el Padre Cabral lo explique. En cambio, puede

observar que las palabras tienen un tamaño, una proporción en relación con otras, y

hasta un tiempo, que se mide por la duración de su efecto. Estos “conocimientos” le dan

la superioridad que no siente ante Capitú, como para poder reírse del clérigo e ironizar

sobre la repetición admirativa del título:

Tio Cosme e prima Justina repetiam o título com admiração; era a

primeira vez que ele soava aos nossos ouvidos, acostumados a cônegos,

monsenhores, bispos, núncios, e internúncios (...) Cabral ouvia com

gosto a repetição do título. Estava em pé, dava alguns passos sorria ou

tamborilava na tampa da boceta. O tamanho do título como que lhe

dobrava a magnificência, posto que, para ligá-lo ao nome, era

demasiado comprido; esta segunda reflexão foi tio Cosme que a fez.

Padre Cabral acudiu que não era preciso dizê-lo todo, bastava que lhe

chamassem o Protonotário Cabral. Subentendia-se apostólico. (...)-

Agora, não impede -disse Cabral, que continuava a refletir,- não impede

que nos casos de maior formalidade, atos públicos, cartas de cerimônia,


50

etc., se empregue o título inteiro: protonotário apostólico. No uso

comum, basta protonotário. Capítulo XXXV) [23]

Padre Cabral estava naquela primeira hora das honras em que as

mínimas congratulações valem por odes. Tempo chega em que os

dignificados recebem os louvores como um tributo usual, cara morta,

sem agradecimentos. O alvoroço da primeira hora é melhor; esse estado

de alma que vê na inclinação do arbusto, tocado do vento, um parabém

da flora universal, traz sensações mais íntimas e finas que qualquer

outro. Cabral ouviu as palavras de Capitu com infinito prazer. (Cap.

XXXIX) [24]

Véase como se desinfla esa optimista superioridad retórica de Bentinho, frente a

la superioridad pragmática de Capitú, tan aplastante, que llega a producirle envidia. Ello

ocurre después de la inolvidable “luta sem estrépito”, en que Capitu termina dándole el

beso que le negaba, justo cuando se oye que doña Fortunata abre el cerrojo, cuyo ruido

anuncia la llegada de Padua. Sin contar el susto, el chico ni siquiera comprende por qué

Capitú decide que su padre no se presente en lo D. Gloria a saludar al padre Cabral, sino

que lo haga después, en la casa del clérigo.

Quando Pádua, vindo pelo interior, entrou na sala de visitas,

Capitu, em pé, de costas para mim, inclinada sobre a costura,

como a recolhê-la, perguntava em voz alta:

— Mas, Bentinho, que é protonotário apostólico?

— Ora, vivam! exclamou o pai.

— Que susto, meu Deus!

Agora é que o lance é o mesmo; mas se conto aqui, tais quais, os dois

lances de há quarenta anos, é para mostrar que Capitu não se dominava


51

só em presença da mãe; o pai não lhe meteu mais medo. No meio de

uma situação que me atava a língua, usava da palavra com a maior

ingenuidade deste mundo. A minha persuasão é que o coração não lhe

batia mais nem menos. Alegou susto, e deu à cara um ar meio enfiado;

mas eu, que sabia tudo, vi que era mentira e fiquei com inveja. Foi logo

falar ao pai, que apertou a minha mão, e quis saber por que a filha

falava em protonotário apostólico. Capitu repetiu-lhe o que ouvira de

mim, e opinou logo que o pai devia ir cumprimentar o padre em casa

dele; ela iria à minha. E coligindo os petrechos da costura, enfiou pelo

corredor, bradando infantilmente:

— Mamãe, jantar, papai chegou! (Cap. XXXVIII) [25]

Bentinho, que ha envidiado la capacidad de mentir de Capitú, se siente

desconcertado cuando se sorprende a sí mismo mintiendo, y nada menos que a su

venerada madre. En el capítulo XLI, ya arrepentido de su impulso de contarle sus

amores con Capitú, doña Gloria insiste tanto en saber por qué llora, que el chico

comienza preguntándole cuándo irá al seminario y si va para quedarse. Tras las

explicaciones y consuelos que la madre procura darle, y darse a sí misma, Bentinho

habla de “separación”. La madre

negou que fosse separação; era só alguma ausência, por causa

dos estudos; só os primeiros dias. Em pouco tempo eu me

acostumaria aos companheiros e aos mestres, e acabaria

gostando de viver com eles.

— Eu só gosto de mamãe.

Não houve cálculo nesta palavra, mas estimei dizê-la, por fazer

crer que ela era a minha única afeição; desviava as suspeitas de

cima de Capitu. Quantas intenções viciosas há assim que


52

embarcam, a meio caminho, numa frase inocente e pura! Chega

a fazer suspeitar que a mentira é, muita vez, tão involuntária

como a transpiração. (Cap. ) [26]

Augusto Meyer afirma que eso es lo que le ocurre a Capitu: miente tan

involuntariamente como transpira. Por mi parte, no observo que las mentiras de Capitú

se embarquen “a medio camino” del habla. Capitú ya tiene muy bien elaboradas sus

intenciones antes de hablar. Sí es lógico que la costumbre de mentir no la sorprenda

como a Bentinho, a quien la sorpresa y la culpa le arrancan reflexiones morales, propias

de un niño ingenuo y reprimido.

Capitú es demasiado inteligente para ser amoral. Es inmoral. Como ya lo he

señalado, miente por cálculo, con una estrategia envidiable para elegir, antes de hablar,

las palabras, el momento apropiado, el tono, la gestualidad, previo análisis de los puntos

débiles de sus víctimas. De allí que Dom Casmurro, además de una novela magnífica

sea, ante todo, un estudio de esa estrategia del mentiroso. El símbolo que anuncia la

reconstrucción lingüística que por fin hará Bento, es, desde luego, la reproducción de la

antigua casa de la Rua Matacavalo.

De acuerdo con esta lectura, estaría casi de más aclarar que está en desacuerdo

con la realizada por Helen Caldwell en 1960, acerca de la presunta inocencia de Capitú.

(Cfr. El Otelo brasileño de Machado de Assis)


53

Paternidad

Já não era espiritismo, nem outra religião nova; era a mais velha de todas, fundada por Adão e
Eva, à qual chama, se queres, paternalismo.
(Esaú e Jacó)

Hay un tema obsesivo en Machado, que es el de la paternidad. Entra con fuerza en su

obra con Helena (1874), para instalarse definitivamente, sin abandonarla hasta su última

novela, Memorial de Aires (1908). Para quien conozca la biografía de Machado, es

notorio que la obsesión comienza a manifestarse cuando ya su matrimonio con Carolina,

que databa de 1869, hace esperar que no dará frutos. Y que, dada la edad tardía de

Carolina al casarse, 32 años, la desesperanza debió de haber llegado más o menos al

cabo de los tres primeros lustros de vida juntos. Sin embargo, no aparece explícita en la

obra hasta la proximidad de la muerte de su mujer— ocurrida en 1904, año de la

publicación de Esaú e Jacó—, como si hasta entonces ambos hubieran estado esperando

el milagro de Sara y Abraham.

Este es abdicado en el matrimonio Santos, de Esaú e Jacó, que a los diez años de

casados reciben lo “inesperado”. Solo en la figura del consejero Aires, Machado asume

el hecho como irreversible, y, a la vez, ensaya la posibilidad de resignarse con el papel

de “padre espiritual” de los gemelos y de Flora. La resignación se funda, en la novela,

en el pedido de Natividad, convencida de que el consejero puede intervenir en el

conflicto entre sus hijos. Consultado por Próspero y por Santos sobre el significado de

la “briga” intrauterina de los gemelos, Aires da algunas opiniones. Cuando él se va de

la reunión, estas hacen comentar a Santos: “No es cierto que el consejero, en vez de

aprender, nos enseña? (Cap. XV).


54

La ilusoria compensación dura poco y se desvanece del todo en Memorial de

Aires, donde Machado de Assis parece asumir definitivamente su “desgracia” y la de

Carolina, proyectándola sobre el matrimonio Aguiar, y extrayendo de allí una

conclusión pesimista: “la orfandad al revés” no se palia con “hijos postizos”.

Sin embargo, no llega a ella sin oscilaciones, datadas, en el diario de Aires, en

1888. Por un lado, la amargura al pensar que, como suele decirse, Dios da pan al que no

tiene dientes: “Alguns há que os quiseram [a los hijos] , que os tiveram e não souberam

guardá-los.” – 6 de fevereiro, à noite), y por otro, ciertos ramalazos de consuelo

sobre lo que pueden dar estos hijos afectivos, ya que “muita vez os de verdade são

menos verdadeiros.” (21 de junho).

La asociación biográfica importaría poco: el lector no tiene por qué conocer la

biografía de los autores de los libros que ama, ni para comprenderlos ni para disfrutarlos

plenamente. En cambio, de la lectura de la obra total de Machado, le sería fácil deducir

que la mayor parte de esa obra está escrita por alguien que deseó mucho los hijos y no

pudo tenerlos. Y eso sí importa, no como dato externo, sino en la medida real en que la

obra expresa el conflicto. Éste empieza a revelarse, a partir de Helena, en la actitud

crítica y ejemplarizadora con respecto a la crianza de los hijos que adopta la escritura.

Durante veinticinco años, desde Helena a Dom Casmurro (1899), una línea de

lectura se puede seguir como un verdadero manual para padres, en el que no falta la

consideración del rol materno, pero muy debilitado todavía en relación con el paterno,

o, al menos, más desfavorable a la mujer. Rol que experimentará un cambio notorio en

Esaú e Jacó, y que solo adquirirá su valoración definitiva en Memorial de Aires.

Hasta Dom Casmurro inclusive, Machado nos presenta una galería de madres

francamente aterradora:
55

Ángela, la madre abusadora de Helena, que se apropia de la hija como de una

cosa, al punto de “asesinarle” al padre, sin tener en cuenta el dolor de la niña engañada.

Valeria —la madre-mostruo de Iaiá García—, que manda a su hijo a la guerra, solo por

no verlo casado con una mujer virtuosa pero socialmente inferior; a las que se agregan

la madre muerta de Iaiá, bien muerta, por cuanto al Luís Garcia le es del todo

innecesaria para cumplir su papel de padre modelo; y Estela, la madre sustituta, que

después de haber rechazado a Jorge por su famoso “orgullo”, se llena de ira ante la

perspectiva de tener que “cedérselo” a la hijastra —a quien habría amado como a una

hija—, y solo se muestra razonable cuando, no sin profundo despecho, debe aceptar que

el mismo Jorge le pida que interceda ante Iaiá.

Después, en 1881 y 1899, vienen las dos madres poco menos que lelas: la casi

invisible e innominada madre de Brás Cúbas, “de pouco cerebro e muito coraçao”,

“temente as trovoadas e ao marido”, a quien vemos en acción una sola vez —agitando

un sonajero delante del pequeño a quien una mucama insta a caminar solo— y

escuchamos, también por vez única, en su lecho de muerte, donde la pobre señora abre

la boca para decir: “Meu filho!”; y la “santísima” doña Gloria, la amorosa madre de

Bentinho, que, de no ser por Capitú, condenaba a su hijo a ser cura sin vocación.

La colección se completa con dos casos patológicos: el de doña Benedita

(Papéis avulsos, 1882), que necesita estimular su veleidad con la resistencia de su

propia hija, a punto tal de estar dispuesta a forzarla a un casamiento, para mostrarle,

además, a ese “tico de gente”, el poder que tiene, y se irrita cuando Eulalia, aparentando

una astuta docilidad, se niega a servirle de diversión; y el de doña Camila, la

protagonista de “Uma senhora” (Histórias sem data, 1884) —cuyo antecedente es la de

“El segredo de Augusta” (Cuentos fluminenses, 1869), a quien también le aterra la

posibilidad de ser abuela, porque ello revelaría su edad.


56

Solo que, lo que en Augusta es sólo un miedo que se expresa ante una

confidente, en doña Camila es rivalidad en acción para eliminar la competencia de la

hija, que va, desde prolongarle los vestidos adolescentes y conservarla en el colegio

hasta tarde “para proclamá-la criança”, hasta maquinar —y obtener— la ruptura de dos

casamientos propuestos a Ernestina.

Podría objetarse que el papel de los padres es más importante en la obra de

Machado porque, en sus tiempos, la organización familiar respondía aún a un molde

patriarcal (al menos la de la clase social que aparece). A ello se oponen dos

observaciones: 1) El papel de total relevancia dado a la figura materna en los dos

últimos cuentos citados. 2) Que el “padre ideal” que propone Machado es,

precisamente, el que demuele todos los atributos del patriarca, tal como entonces se lo

entendía. Y, al contrario, son los que ejercen todo el poder patriarcal quienes reciben los

dardos de su crítica.

En ese sentido, si no por su forma, sí por sus ideas con respecto a la paternidad,

Helena y Iaiá García (1878) son un portento de modernidad. Parecen textos escritos

para estos tiempos, en que, desde las últimas décadas del siglo XX, es visible un gran

movimiento masculino que lucha por sus derechos paternos. Son hombres que aspiran a

ser reconocidos, en pie de igualdad con las madres, como sujetos comprometidos

emocionalmente con sus hijos, y se empeñan en promover modificaciones de leyes que

juzgan discriminatorias.

No hay cabida para exponer aquí todo el proceso que llevó al desbaratamiento de

una construcción social de siglos como el patriarcado. En cuanto a las causas que lo

aceleró en el XX, la mayoría son deducibles. Lo importante para destacar es que la

crisis ha convocado al imaginario masculino a construirse una nueva identidad, un

nuevo tipo de masculinidad, en la que coexistan aspectos tradicionalmente masculinos


57

(como la agresividad, la competitividad, el deseo de éxito en lo profesional, lo laboral,

etc.) con aspectos antes caracterizadores de las mujeres (como la ternura, la paciencia, la

dedicación filial, etc.).

La causa eficiente de esta reacción masculina es la que muestra Helena: la hoy

llamada padrectomía, que genera lo que especialistas varios llaman “el síndrome del

padre destruido”. Machado lo presentó un siglo antes que el vertiginoso crecimiento de

los divorcios condenara a este sufrimiento a muchos hombres severamente apartados de

sus hijos, por acción de las mujeres.

Tanto Salvador como Luis García se anticipan a representar el nuevo tipo de

masculinidad: el del hombre “reconciliado” con su costado femenino, no relegado al

paradigma patriarcal (proveedor, fuerte, disciplinador, asertivo, etc.), que también puede

criar hijos y exteriorizar sus emociones. Cuando, hacia el final de Helena, Salvador

debe explicarse ante Estacio y el padre Melchor, entiende que no será comprendido si

no describe cuál fue su forma de relación con Helena:

Os senhores não são pais; não podem avaliar a força que possui

o sorriso de uma filha para dissolver todas as tristezas

acumuladas na fronte de um homem. Muita vez, quando o

trabalho me tomava parte da noite, e eu, apesar de robusto, me

sentia cansado, erguia-me, ia ao berço de Helena, contemplava-

a um instante e parecia cobrar forças novas. Se o próprio berço

era obra de minhas mãos! Fabriquei-o de alguns sarrafos de

pinho velho; obra grosseira e sublime; servia a adormecer

metade da minha felicidade na terra. (Cap. XXV) [27]

Solo oyendo a este padre, que también le enseñó a leer a su hijita, solo viendo el

impudor con que expresa sus sentimientos, el lector puede ponderar la mutilación que le
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significó la pérdida de Helena, agravada por el imprevisto abandono de Ángela y la falta

de noticias sobre el paradero de su hija, hasta que las obtuvo de un tercero. Su

postración de dos meses, después de la primera entrevista con Ángela —en la que ella,

que ostenta los signos de su ascenso económico, se niega a dejar que vea a Helena—,

presenta todos los síntomas reconocidos hoy por el “síndrome del padre destruido”:

depresión, sentimiento de minusvalía, de culpa, a lo que sigue la ira, el propósito de

raptar a Helena, etc.

Dentro de este cuadro de destrucción de la autoestima, es verosímil que, al ver la

tierna escena entre el consejero Vale y Helena —por la cual se entera de que la hija lo

cree muerto—, se sienta disminuido ante ese hombre poderoso, que “vale” más que él,

puesto que podrá darle a la niña todo lo que él no podría, y que resuelva cederle su

lugar: “vi que ele a amava, e de todos os sacrifícios que o coração humano pode fazer,

aceitei o maior e mais doloroso: eliminei a minha paternidade, desisti da única herança

que tinha na terra.” Y no menos verosímil que no pueda cumplir su resolución. La

notable percepción psicológica de Machado registra, también, la conducta que, según

los expertos, suele suceder a esta fase: la obsesión persecutoria del hijo perdido.

Hasta ahí, mientras dura su contacto y su correspondencia furtiva con Helena,

Salvador responde a la personalidad trazada por el narrador. El personaje se le va de las

manos a partir del brusco viraje de su conducta, después de la muerte del consejero.

La nobleza de Salvador comienza a ser poco creíble para el lector, desde el

momento en que entra en juego el dinero implícito en el testamento del consejero. O

sea, a partir de que Salvador abandona su androginia, para volver a la masculinidad

patriarcal, que se caracteriza por el ejercicio total de la patria postestas. La infelicidad

de Helena, que conmovería hasta a las piedras, no conmueve a este ex padre


59

amantísimo, que sólo abandona su puesto en su propia farsa, cuando se le hace

insostenible.

Del mismo modo, el lector se ve compelido a revisar el relato de Salvador e

inclinado a considerar sus protestas de amor paterno como jeremiadas de un pícaro. Si

Salvador está mintiendo, la única mentira aceptable es su exculpación de Ángela,

necesaria, tanto para no lastimar aún más a Helena denigrando a su madre, como para

convencer a sus protectores de que la joven no es “genéticamente” mala. Y, al contrario,

que es buena, se demuestra a través del valor social imperante en una sociedad

patriarcal, como lo es la obediencia ciega de los hijos a las órdenes paternas.

Para salvar la figura de Salvador no alcanza su segunda renuncia a la paternidad,

que contiene el billete en que asegura que desaparecerá para siempre. Pues, una vez que

el lector duda de su integridad moral, nada impide que dude del cumplimiento de esa

promesa. Sabemos cuál fue el resultado. El texto sugiere que la muerte de Helena podría

haberse evitado con la sola presencia de su padre. La moraleja es obvia.

En la novela hay otro personaje que hace pendant con Salvador; al menos con el

primer Salvador, en tanto ejerce la paternidad de manera opuesta. Se trata del Dr.

Camargo quien, teniendo las posibilidades materiales que Salvador no tiene, no cumple

su rol paterno con el amor auténtico que el texto le atribuye al padre de Helena. Cuando

vemos al Dr. Camargo contemplando valsar a Eugenia, con su alma volando en la cinta

que aprieta la cintura de la muchacha, nos cuesta no creer que ese hombre “escéptico y

taciturno” ama a su hija.

Sin embargo, el narrador nos entera de que esa “pasión exclusiva y ardiente”,

semejante a una “religión”, era una manera que el padre tenía de amarse a sí mismo. Al

igual que Salvador, “ había concentrado sus esfuerzos y su pensamiento en hacerla feliz,
60

y para alcanzarlo no dudaría en emplear, si fuese necesario, la violencia, la perfidia y el

disimulo” (que empleará al chantajear a Helena). ¿Pero en qué se nota que su amor

aparente no es más que espejo de su egolatría? En la educación de la hija:

Caprichosa, rebelde, superficial, Eugênia não teve a fortuna de

ver emendados os defeitos; antes foi a educação que lhos deu.

Dos lábios de Camargo nunca saiu a expressão corretiva;

nenhum de seus atos revelou esse procedimento vigilante e

diretor, que é a nobre atribuição da paternidade. Se a índole da

filha fosse má, a cumplicidade do pai fá-la-ia péssima.

Não era, felizmente; o coração conhecia as doçuras da bondade;

a rebeldia era um hábito, não um vício nativo. A própria

frivolidade foi-lhe desenvolvida pela educação... (Cap. XIV)

[28]

La realización del padre perfecto se da, por única vez en la obra de Machado, en

uno de sus personajes menos logrados como individuo, Luis García, el padre de Iaiá.

Nunca sabremos qué clase de “experiencia precoz” le había producido un estado de

“apatía y escepticismo”.

El egoísmo y la misoginia de Luis —no destacados por Machado como negativos

—, son percibidos, sin embargo por el lector, a quien el personaje se le torna antipático.

Si algún “desengaño” tuvo Luis García, este no fue amoroso. El texto deja claro que

jamás amó a una mujer (rasgo que, con otros efectos de conducta, se repetirá en Aires).

Con la primera no se casó porque la amaba sino porque era amado. Con Estela se casa

por complacer a Iaiá. No hay mucha diferencia entre la adquisición del piano y la de

Estela. Son inversiones accesorias que, aparte el placer que darán a la hija, pueden

rendirle utilidad práctica. De hecho, el casamiento ayuda al legado de la baronesa.


61

En suma, para realizar al padre perfecto, Machado prescinde de la presencia de

la mujer. Más aún, su ausencia parecería ser una condición sine qua non. La cuota de

ternura y de cuidados que podría faltarle a Iaiá, corre por cuenta de otro hombre:

Raimundo. La perfección paterna de García consiste pues, como en el caso de Salvador,

en su condición andrógina, pero no afectada por ningún rasgo patriarcal. Es tan

emocionalmente comprometido con su hija como Salvador, pero no canjea su entrega y

su ternura por el autoritarismo.

El texto sugiere —y yo creo que con convicción por parte del autor— que la

educación impartida a Iaiá es inmejorable, por cuanto, además, el padre no alimenta, en

la hija, ambiciones que excedan sus posibilidades sociales.

Sin embargo —gran sorpresa—, nos encontramos con que Iaiá, en lo que hace a

su relación con la baronesa (antes de la aparición de Jorge), es el esbozo de Capitú:

Já então Iaiá entrara na intimidade da casa, menos ainda

pelo que podia haver, e -havia,- simpático e atraente em sua

pessoa, do que pelo esforço próprio. A sagacidade da menina

era a sua qualidade mestra, e graças aos dous olhos que Deus

lhe deu, foi que ela viu depressa o que era menos agradável,

para evitá-lo, e o que era mais, para cumpri-lo. Essa qualidade

ensinava-lhe a sintaxe da vida, quando outras ainda não passam

do abecedário, onde morrem muita vez. Obtida a chave do

caráter de Valéria, Iaiá abriu a porta sem grande esforço. (Cap. )

[ 29]

Fue con la misma sabia “adulación” de Capitú, a la que se refería José Dias, como

Iaiá obtuvo el legado, mérito doble si se compara la mansa ingenuidad de la pobre doña

Gloria con la prejuiciosa ferocidad de Valeria.


62

En cuanto a Luis García, también nos da una buena sorpresa, ya al borde de la

muerte. Dentro de un mismo párrafo, se nos revela, sucesivamente, como el padre

amante que en verdad es, pero también como un sujeto que, si no mostró nunca codiciar

el poder social y económico, los vivió envidiando tanto, que esa envidia pudo ser la

causa de la apatía y del escepticismo no explicada en la novela. El día en que concede a

Jorge la mano de Iaiá, lo sorprendemos en su lecho de enfermo contemplando a su hija

com amor e saudade,—duas vezes saudade, porque também a

morte os viria desunir. Entre si recordava os tempos em que ele

e ela eram, um para o outro, toda a Terra e todo o Céu; e

perguntava à natureza se era justo sobrepor ao primeiro vínculo

outro vínculo estranho, e a natureza lhe respondia que não

somente era justo, mas até necessário. Então o pai sentia-se

feliz com a felicidade da filha, cujo egoísmo lhe ensinava a

abnegação. Se ela devia amar a outrem que faria ele mais do

que ceder? Quanto ao noivo eleito, merecia-lhe todas as

aprovações; era o único estranho que lhe penetrara um pouco

mais na intimidade; amante, benquisto e opulento, podia dar à

moça, além da felicidade do coração, todas as vantagens

sociais, ainda as mais sólidas, ainda as mais frívolas: — e esse

homem obscuro, enfastiado e céptico, saboreava a ventura que

a filha iria achar no turbilhão das cousas, que ele não cobiçara

nunca. (Cap. XV). [30]

En suma, la educación impartida a Iaiá le dio excelentes resultados:

Esta achou no casamento a felicidade sem contraste. A

sociedade não lhe negou carinhos e respeitos. Se antes de casar,

Iaiá possuía o abecedário da elegância, depressa aprendeu a


63

prosódia e a sintaxe; afez-se a todos os requintes da urbanidade,

com a presteza de um espírito sagaz e penetrante. (Cap. [31]

Cabe preguntarse cuál habría sido la reacción de Luis García si su hija no

hubiera encontrado un candidato tan bien calificado como Jorge. Sin embargo, en esta

fecha temprana, la escritura de Machado no parece destilar, todavía, la ironía suficiente

como para señalar la hipocresía de Luis García. Es como si Machado se hubiera dicho a

sí mismo: Bien, por ahora, un padre perfecto puede resquebrajar la estructura patriarcal

típica, con una concepción de la crianza de los hijos fundada en la ternura vigilante, en

la buena educación y en la libertad; pero, en los resultados, no puede ir más allá de lo

que la época ofrece como máxima aspiración de avance para una mujer sin fortuna. La

sugerencia de una nueva era para la mujer, se la dejamos a Estela.

Claro que Estela, para la lectora de su tiempo, no ofrece perspectivas

halagüeñas. Solo una mujer con la “virilidad moral” de Estela podría preferir su suerte a

la de Iaiá, y esa virilización de la mujer estaba todavía muy lejos. De modo que la

moraleja parece ser que, provisionalmente, un padre no puede hacer más que lo que hizo

Luis García, y que no habría podido hacerlo si entre él y su hija se hubiera interpuesto

una madre, inevitablemente moldeada por el imaginario femenino de su época y de su

lugar.

También en esta novela hay otra figura paterna que hace pendant con la

protagónica: la del escribiente Antúnez, que “tenía la pobreza sin dignidad, había nacido

con el espíritu curvo y la índole servil”. No solo no comprende a su hija, sino también

querría usarla para ascender, y ni siquiera le sirve de apoyo cuando ella queda sola. La

maduración de la personalidad de Estela se efectúa por reacción a ese padre, cuyo

servilismo es para la hija “una llaga”. O sea, por la lastimadura y el dolor.


64

Esto es lo que advierte Machado a los padres que vivieron toda su vida del favor

de los poderosos: conseguir, por los medios usados por Luis García, el resultado digno

que, por puro milagro de la naturaleza consigue, sola, Estela, pero a costa de un

esfuerzo sobrehumano que la convierte, según sus propias palabras, en un “animal

feroz”.

Digamos que, por ahora, lo que propone el consejero Machado con respecto al

tema, es lo que propondrá el consejero Aires para todas las cosas de este mundo: hacer

“um gesto de dois sexos”, que connote un término medio:

—Chega a propósito, conselheiro, disse Perpétua. Que pensa o

senhor da cabocla do Castelo?

Aires não pensava nada, mas percebeu que os outros pensavam

alguma cousa, e fez um gesto de dous sexos. Como insistissem,

não escolheu nenhuma das duas opiniões, achou outra, média,

que contentou a ambos os lados, cousa rara em opiniões médias.

(Esaú e Jacó, Cap XII). [32]

Con respecto a Memórias póstumas de Brás Cubas (1881), si alguien nos

compeliera a enunciar el asunto, tema o como quiera llamarse, “en pocas palabras”,

mediante la primaria pregunta: ¿De qué trata esa novela?, una respuesta bastante

acertada sería: Trata de un niño rico, malcriado en la permisividad absoluta y el premio

sin esfuerzo, que fracasa en la vida por inadvertir que la sociedad no reproduce las

condiciones en las que fue criado.

Desde luego, al preguntón la respuesta no le serviría de nada, pues no dice nada

apreciable del texto, que solo podría ponderarse por la lectura. A quienes lo hemos leído

sí nos sirve, porque nos permite captar mejor lo tragicómico de esta novela de
65

formación o de crecimiento al revés, en la que el héroe, por más que el tiempo avance,

no aprende nada. En efecto, el pobre Brás se pasa la vida haciendo de “menino diabo”, y

esperando en vano que, como en sus tiernos años, alguien lo mire “namorado”, lo

festeje riendo, sacudiéndole la nariz y diciéndole “ah, brejeiro!” y lo premie con besos,

dulces y juguetes.

Hijo único y mimado, criado con los “fumos de pacholice” del padre, arrastrará el

resultante “complejo de superioridad”, que, a fuerza de estrellarse contra el mundo, se

convertirá en un sentimiento de inferioridad patético y a la vez cómico que, sólo podrá

expresar después de muerto. Blas, literalmente, puede empezar a reírse de sí mismo

cuando se desprende de la opinión ajena. No es el primero ni el último personaje

literario que contempla su propio entierro. Pero Brás, en el suyo, además de contar el

desolador número de once amigos, ya entiende cómo valorar el discurso laudatorio del

orador fúnebre. “Bom e fiel amigo! Não, não me arrependo das vinte apólices que lhe

deixei.”

Para escapar a la mala influencia de un padre, hay que tener, como Estela

Antunes, “el alma por encima del destino”. Pero esa condición no se alcanza gozando

sido sufriendo, lo que nunca conoció Blas de chico, ni, en cuanto a su confortabilidad,

tampoco de grande, ya que, como dice al final, siempre tuvo la buena fortuna de no

comprar el pan con el sudor de su frente, que es la condena bíblica anunciadora de todo

sufrimiento. El padre solo se acuerda de demandarle “es preciso continuar nuestro

nombre, continuarlo e ilustrarlo aún más”, cuando ya es imposible, cuando en Blas ya

están apagados todos los bríos naturales de la niñez, que gastó en maldades gratuitas, sin

ninguna dirección. Para mayor absurdo, a la exhortación paterna —que no se deje estar

inútil, oscuro y triste, que debe brillar—, ni siquiera ahora se agrega la advertencia de

que, para lograrlo, tendrá que hacer algo por sus propios medios. El padre le dice todo
66

esto “agitando el sonajero” de que todo podrá conseguirlo solo gracias a su posición

social y al dinero.

Teme a obscuridade, Brás; foge do que é ínfimo. Olha que os homens valem por

diferentes modos, e que o mais seguro de todos é valer pela opinião dos outros homens.

Não estragues as vantagens da tua posiçao, ou teus meios... (Cap. XXVIII) [33]

El padre de Brás muere, atónito, cuando el golpe recibido por el rechazo de

Virgilia al casamiento le demuestra que su hijo es un inútil sin remedio. Solo entonces

siente el “remordimiento”, que es el de la falta de límites con que crió a ese hijo. Blas

comprende a medias la causa de esa “preocupación intensa y continua, parecida al

remordimiento, que sustituyó a sus reumatismos y toses”, y atribuye su tristeza a morir

sin verlo en algún sitio elevado, “como por otra parte me correspondía”, agrega.

El tema de la paternidad flota, obstinado, sobre la novela, del principio al fin.

Construida sobre la base del discurso irónico, necesitamos recordar en qué consiste,

exactamente, la ironía. La vieja retórica la clasificó como un “tropo de oposición”, que

consiste en dar a entender un pensamiento enteramente contrario a lo que se dice o se

escribe. Un viejo manual de preceptiva, aclarando, además, que no solo se emplea en

son de burla, sino también de ira, de despecho, de desesperación, todo lo cual conduce a

la sátira, la metaforiza en esta función como “espada de dos filos que se esgrime sin

piedad contra personas u objetos despreciables” (Cfr. Pantaleón y Carrillo).

En Memórias póstumas de Brás Cubas, la persona despreciable que descarga

sobre sí mismo esta espada impiadosa, que se satiriza a sí mismo, es el propio Blas.

Recordemos la famosa frase final, donde, después de hacer el balance negativo de su

vida, dice haberse hallado con “pequeño saldo”: “No tuve hijos, no transmití a ninguna

criatura el legado de nuestra miseria.” Es el grito de ira, de despecho, de desesperación


67

de Blas, que se desprecia a sí mismo por no haber sido padre, que equivale a no haber

sido “hombre”, como el lector “ruminante” que demandaba Machado comprenderá al

releer la novela, incitado por ese final.

Y en esa relectura descubriremos que la paternidad hubiera sido el único medio

de salvación para Brás, metaforizado en el texto por el inalcanzable emplasto “mágico”.

Así, en el “sistema” que en la obra constituye el tema de la paternidad,

encontramos que el primer anuncio es su encuentro con Eugenia.

Ya, antes de saber que es coja, hay un indicio de que Blas rechazará la

oportunidad que se le ofrece, debido al prejuicio por la bastardía de “la flor de la mata”.

Se trata de la primera mariposa negra, que se interpone a la “mariposita de alas de oro y

ojos de diamante” que Brás se ha figurado volando en el cerebro de Eugenia, a través

de los ojos de la muchacha. La fatuidad de Brás, que no acepta el impacto que le ha

producido Eugenia, lo desazona y lo avergüenza.

De ahí el “ar escarninho” que se figura en la segunda mariposa negra, que

termina matando porque, en lugar de azul, es negra. Para cuando hace lo mismo con

Eugenia—rechazarla porque, aunque bonita, es coja— ya antes ha perdido la

oportunidad de su vida de tener un hijo; “um triste menino que fosse, amarelo e magro,

mas um filho propio da minha pessoa”, como dirá, después, Bento Santiago en Dom

Casmurro.

“El terror de llegar a amarla de veras y desposarla. ¡Una mujer coja!”, lo pone en

su “camino de Damasco”, que, como corresponde a la ironía del texto, significa todo lo

contrario. Es el camino para siempre equivocado y descendente, por el que desciende de

Tijuca, hacia su vida habitual, donde lo espera la novia elegida por su padre.

A un mes de iniciado el noviazgo, justamente al encaminarse hacia lo de Virgilia,

le ocurre el reencuentro con Marcela. La exclusiva función del breve capítulo XXXIX
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—en que el vecino entra en la tienda con Maricota— es mostrarle a Brás que hasta

Marcela tiene un hijo, y que no hay nada que pueda igualarse a esa dicha, ni adversidad

que un hijo no compense. (Me limito a traducir lo que expresa, sin decirlo así, la obra

de Machado).

Al fin del capítulo resulta tan claro que la niña es hija de Marcela, que los puntos

suspensivos obligan al lector a suspender la lectura, para buscar desesperadamente, en

la parte que hasta allí ha leído, las fechas que le indiquen si la niña, que cuenta cuatro

años, también es hija de Brás. No lo es; volvamos adonde habíamos quedado.

La endiablada habilidad narrativa de Machado ha conseguido crear semejante

suspenso, a partir de un lugar común: el de la prostituta que ha hecho dinero y protege a

su hijo, pero no quiere que este se entere de su vergonzante origen.

Para ello, en el capítulo anterior ha puesto el cuidado de instalar, en el narrador, la

sospecha de que la pasión del lucro no se ha extinguido en Marcela y que tiene dinero a

buen recaudo, confirmada después por terceros. De modo que esos “vecinos” que

ofician de padre y madre de la niña, están muy bien pagados por Marcela, para tener

cerca a la niña y gobernar su crianza.

Gocemos, una vez más, releyendo el fin de ese capítulo, después que el vecino le ha

contado a Marcela la idolatría que Maricota le profesa, se va, y Blas le pregunta “quién

era él”. Y veamos qué ocurre en el rostro de la otrora linda Marcela, ahora repugnante,

viejo, amarillo, marcado atrozmente por la viruela:

—É um relojoeiro da vizinhança, um bom homem; a mulher também; e

a filha é galante, não? Parecem gostar muito de mim... é boa gente.

Ao proferir estas palavras havia um tremor de alegria na voz de

Marcela; e no rosto como que se lhe espraiou uma onda de ventura. . .

(Cap XXXIX) [34]


69

Blas tardará muchos años en igualar esa ventura (mejor dicho, su comienzo).

Llegará con su expectativa de ser padre, cuando, Virgilia le dice que está encinta.

Um filho! Um ser tirado do meu ser! Esta era a minha

preocupação exclusiva daquele tempo: Olhos do mundo, zelos

do marido, morte do Viegas, nada me interessava por então,

nem conflitos políticos, nem revoluções, nem terremotos, nem

nada. Eu só pensava naquele embrião anônimo, de obscura

paternidade, e uma voz secreta me dizia: é teu filho. Meu filho!

E repetia estas duas palavras, com certa voluptuosidade

indefinível, e não sei que assomos de orgulho. Sentia-me

homem. (Cap. XC) [35]

El capítulo sigue, desarrollando el diálogo de Blas con el embrión: “ era el viejo

coloquio de Adán y Caín, una conversación sin palabras entre la vida y la vida, el

misterio y el misterio.” Su “voz secreta” es tan potente porque le es necesaria. Tanto,

que ni siquiera se detiene a pensar que el hijo podría ser de Lobo Neves. No lo

sospecha ni ante la molestia evidente de Virgilia cuando Blas redobla sus ternuras,

llamándola “mi querida mamá”.

Não gostava de semelhante alusão, aborreciam-lhe as minhas

antecipadas carícias paternais. Eu, para quem ela era já uma

pessoa sagrada, uma âmbula divina, deixava-a estar quieta.

(Cap. XCIV) [36]

Tras conjeturar las causas, queda conforme cuando Virgilia le da a entender que

es el miedo al parto, la vergüenza de la gravidez, la forzada privación de ciertos hábitos

de la vida elegante... Esa era, para Brás, “la causa secreta”.


70

Después de la pérdida del hijo soñado, pierde también la posibilidad de tenerlo

con Nha Loló, con quien podría casarse, cuando esta muere de fiebre amarilla.

Recordemos que cuando su hermana y su marido Cotrim comienzan a trabajar por la

candidatura a esposa de Nha Loló, el anzuelo que le tiende Sabina es despertarle, “otra

vez”, el deseo siempre latente de la paternidad:

—Nao, senhor, agora quer você queira, quer não, há de

casar, disse-me Sabina. Que belo futuro! Um solteirão sem

filhos.

Sem filhos! A idéia de ter filhos deu-me um sobressalto;

percorreu-me outra vez o fluido misterioso. Sim, cumpria ser

pai. A vida celibata podia ter certas vantagens próprias, mas

seriam tênues, e compradas a troco da solidão. Sem filhos! Não;

impossível. Dispus-me a aceitar tudo, ainda a aliança do

Damasceno. (cap. CXX)[37]

Este es el único momento de la novela en que Blas está a punto de madurar. No

solo se aviene a ser yerno de Damasceno, sino también se solidariza con Nha Loló —en

la que vuelve a aparecer el tema de Iaá García, de la hija que se avergüenza del padre, y

hace lo imposible por no parecérsele. Ese padre que también ocupará al narrador,

cuando, en medio del dolor por la muerte de su hija, encuentra espacio para lamentar

que, de las ochenta invitaciones que había mandado para el entierro, sólo concurrieron

doce personas, y tres cuartas partes amigos de Cotrim.

El consejero Machado también halla cómo hacer, en esta novela, una dura crítica

a la paternidad irresponsable, enlazando ese tema, casi aislado del resto, en la trama de

los amores entre Blas y Virgilia. Se trata de la “História de D. Plácida” (Cap. LXXIV).

Pruébese leerla omitiendo la primera oración—necesaria para atemperar el patetismo


71

del resto— y se leerá una historia común a los hijos del desamparo y la miseria, pero no

por ello menos terrible. En otro sentido —el de la composición —también sería terrible,

para cualquier escritor, acoplarla al texto. Sólo un verdadero “brujo” pudo afrontar la

magnitud del dolor humano contenido en esa historia, sin desbaratar toda la

construcción.

Para que la historia no conmoviera a Blas, este tendría que haber sido un

monstruo. De hecho, Blas no es un monstruo y la historia lo conmueve. Pero el peligro

que significa poner en contacto a Blas Cubas con doña Plácida, deja huellas en la

escritura. Ya antes, en el Cap. LXX, la personalidad frívola de Brás está en un tris de

perderse, cuando, para llegar a lo más hondo de la historia de doña Plácida, se hace

indispensable un antecedente: lo mucho que a la mujer le costó aceptar el “empleo” de

alcahueta, y, a Blas, captarse su simpatía:

Custou-lhe muito a aceitar a casa; farejara a intenção e doía-lhe

o ofício; mas afinal cedeu. Creio que chorava, a princípio: tinha

nojo de si mesma. Ao menos, é certo que não levantou os olhos

para mim durante os primeiros dous meses; falava-me com eles

baixos, seria, carrancuda, às vezes triste. Eu queria angariá-la, e

não me dava por ofendido, tratava-a com carinho e respeito;

forcejava por obter-lhe a benevolência, depois a confiança.

Quando obtive a confiança, imaginei uma história patética dos

meus amores com Virgília, um caso anterior ao casamento, a

resistência do pai, a dureza do marido, e não sei que outros

toques de novela. D. Plácida não rejeitou uma só página da

novela; aceitou-as todas. Era uma necessidade da consciência.

Ao cabo de seis meses, quem nos visse juntos diria que D.

Plácida era minha sogra. [38]


72

Que Blas comprenda esa “necesidad de la conciencia” de doña Plácida, ya es

mucho. Y, para sacarlo del sentimentalismo que acecha, no basta con la broma final del

párrafo –la de la suegra– ni con que Blas termine por comprar a la mujer con cinco

contos de reis, y hasta por obtener su gratitud, porque serán el pan de su vejez. Había

que recurrir, como lo hace Machado, al apósito: “los cinco contos hallados en

Botafogo”. (Aquellos que encontró en la playa y con los que se quedó, mientras gozaba

de la buena reputación que le había dado la media dobla encontrada en la Rua do

Ouvidor y remitida, con una carta, al jefe de policía).

Pero el momento más riesgoso se presenta en el capítulo LXXIV, cuando doña

Plácida termina de contarle su triste historia a Blas y este queda mirándose la punta de

su botín. Con esa sola actitud, que lo muestra inevitablemente conmovido, al menos por

un instante, habría bastado para evitar el riesgo. Sin embargo, Machado se aventura a

analizar la triste historia de doña Plácida, con una ironía “indignada”, propia de un

discurso moralista, sin otra opción que ponerlo en boca de un tarambana. “O que eu

disse foi esto” – reflexiona Blas cuando doña Plácida se ha ido para la sala:

Assim, pois, o sacristão da Sé, um dia. ajudando à missa, viu

entrar a dama, que devia ser sua colaboradora na vida de D.

Plácida. Viu-a outros dias, durante semanas inteiras, gostou,

disse-lhe alguma graça, pisou-lhe o pé, ao acender os altares,

nos dias de festa. Ela gostou dele, acercaram-se, amaram-se.

Dessa conjunção de luxúrias vadias brotou D. Plácida. t de crer

que D. Plácida não falasse ainda quando nasceu, mas se falasse

podia dizer aos autores de seus dias: —Aqui estou. Para que me

chamastes? E o sacristão e a sacristã naturalmente lhe

responderiam. —Chamamos-te para queimar os dedos nos


73

tachos, os olhos na costura, comer mal, ou não comer andar de

um lado para outro, na faina, adoecendo e sarando, com o fim

de tornar a adoecer e sarar outra vez, triste agora, logo

desesperada, amanhã resignada, mas sempre com as mãos no

tacho e os olhos na costura, até acabar um dia na lama ou no

hospital; foi para isso que te chamamos, num momento de

simpatia.(Cap. LXX) [39]

El tono grave continúa en el capítulo siguiente. Blas siente sinceros

remordimientos de conciencia: después de una vida de trabajo y de privaciones, él, a

costa de obsequios y de dinero, ha rebajado a doña Plácida al papel de mediadora, en

vez del de concubina, que la pobre mujer siempre había rechazado. Se ha aprovechado

de la fascinación ejercida sobre la ex costurera por Virgilia, de la gratitud, “en fin, de la

necesidad”.

Aquieta su conciencia pensando que ahora, con el dinero que él le ha dado, la

vejez de doña Plácida estará al abrigo de la mendicidad. Para sacar el discurso de ese

tono, se hubiera necesitado un exabrupto equivalente a los cinco contos hallados en

Botafogo. Pero Machado ya se está encariñando demasiado con el personaje. Solo le

hace agregar a Brás que, puesto que la vejez de doña Plácida estaría asegurada gracias a

sus amores, “el vicio es muchas veces el estiércol de la virtud”. La disonancia ya es, a

todas luces, menos potente a los oídos del lector.

Años más tarde, cuando recibe el inesperado billete de Virgilia, en que le avisa

que doña Plácida está en enferma y en la miseria, le manda su dirección y le pide que

la meta en la Misericordia, la primera reacción de Brás es negarse: “!No voy!”. Va. Y

con el mérito de no saber aún qué ha pasado con los cinco contos que le dio a la mujer.

Solo después sabrá que el hombre que la embaucó pudo hacerlo porque se casó con ella,
74

fin deseado por doña Plácida durante toda su vida. La auxilia, le da dinero y la lleva a la

Misericordia, donde morirá una semana después. Tras la muerte de la mujer, vuelve a

reflexionar si para eso los padres la trajeron al mundo.

Pero, ahora sí, Machado halla la forma de que Blas se desacredite: la utilidad de

la vida de doña Plácida fue servirle a él en sus amores. Para llevarlo hasta allí en sus

razonamientos, se ha necesitado del Humanitismo que, para entonces, le ha aportado

Quincas Borba. Sin que el narrador deba aclararlo, el lector comprende el símil: la

utilidad de la vida de doña Plácida es la misma de la de aquel negro de Angola que

plantó el maíz para que Quincas Borba chupara un ala de pollo.

El tema del cuento “Anédota pecuniaria” (Histórias sem data- 1884), es

dickensiano: ciertos pensamientos, semejantes a los espíritus navideños de Stroodge,

asaltan al avaro Falcão. Pero, en la oposición entre la avaricia y el sentimiento, no

triunfa, como en Dickens, la generosidad y la alegría de vivir. Al contrario, la

oportunidad se pierde, no una, sino dos veces. Tenemos aquí a otro de los misóginos de

Machado, pero con causa: Falcón, verdadera ave de rapiña para el dinero, que es

alimento de su vida, no se casa por no despilfarrarlo, a pesar de ser millonario. Pasado

el tiempo, lo asalta la idea de la paternidad:

... aos quarenta e cinco entrou a sentir uma certa

necessidade moral, que não compreendeu logo, e era a saudade

paterna. Não mulher, não parentes, mas um filho ou uma filha,

se ele o tivesse, era como receber um patacão de ouro.

Infelizmente, esse outro capital devia ter sido acumulado em

tempo; não podia começá-lo a ganhar tão tarde. Restava a

loteria; a loteria deu-lhe o prêmio grande. [40]


75

Tanta suerte tiene este hombre, que gana el premio: una sobrina huérfana que

pasa a su cuidado. Jacinta, de once años, quien con su modestia, su voz melodiosa, su

piano, y su habilidad para llevar la casa, termina por hacérsele indispensable al tío.

El conflicto se presenta cuando su socio, Chico Borges, se enamora de Jacinta,

que ya tiene dieciocho años. Falcón se opone al casamiento. Chico, que lo conoce,

termina comprándole a la sobrina por diez contos. Machado crea el enredo necesario

para que la transacción no sea directa, situándola en el momento de la fiebre de las

acciones: principios de 1870. Chico y Falcón venden acciones (que no tienen) a un

tercero, olfateando una gran baja. Cierran trato a 60 días. Las acciones subieron. El

lucro de 40 contos que pensaban obtener, se convirtió en pérdida de 20. Chico propone

costear solo todo el déficit, a cambio de la mano de Jacinta. Con eso, Falcón ganaba 10

contos. Accede.

Su desesperación por la pérdida de la sobrina, que es sincera, se calma con otro

golpe de suerte: cae a su casa la hija de una hermana viuda, que, al borde la muerte, se

la recomienda. “Esta va a cerrar mis ojos”, se dice Falcón. Virginia, más hermosa que

Jacinta, no parece enfadarse con los extremosos cuidados del tío, que, semejante al

celoso extremeño de Cervantes, mantiene las ventanas cerradas, llena de

recomendaciones a la criada negra, restringe las salidas y no lleva a su casa hombres de

menos de cincuenta años.

La sobrina es una bendición: no sólo está atenta a los mínimos deseos del tío,

sino hasta lo cuida con abnegación cuando este pasa por una enfermedad. De Nueva

York llega Reginaldo, sobrino de Chico Borges, con treinta años cumplidos y

trescientos mil dólares. Lo que Falcón no sabe es que Reginaldo y Virginia se han

conocido y enamorado el día de la fiesta de casamiento de Chico y Jacinta. La historia

se repite. Pedido de mano de la muchacha, negativa de Falcón, y venta, a cambio de una


76

colección de monedas de diversas partes del mundo que Reginaldo pone ante los ojos

deslumbrados del avaro.

En este caso, el tema de la paternidad toma otro sesgo, que será clave en sus dos

últimas novelas (Esaú e Jacó y Memorial de Aires): la diferencia entre un padre

“postizo” y uno “de verdad”. Un padre “de verdad”, no se hubiera opuesto a casar a sus

hijas por no perderlas, es la conclusión. En efecto, mientras dura su negativa a que

Jacinta se case con Chico Borges:

O terror do Falcão era enorme. Ele amava a sobrinha com um

amor de cão, que persegue e morde aos estranhos. Queria-a para

si, não como homem, mas como pai. A paternidade natural dá

forças para o sacrifício da separação; a paternidade dele era de

empréstimo, e, talvez, por isso mesmo, mais egoísta. [41]

De Dom Casmurro hay poco que destacar en este aspecto que no salte a la vista

del lector: Dom Casmurro –además del otro texto que contiene, del que ya me he

ocupado— es la novela de la paternidad fervorosamente deseada, obtenida y

defraudada. Tema que aparece muy temprano en el texto, cuando Capitú le dice a

Bentinho que le llevará su primer hijo para que lo bautice.

El proceso del odio que va creciendo en Bento por el hijo de Escobar desagrada a

muchos lectores, que lo consideran cruel. Sin embargo, es el único posible. Un hombre

puede estar dispuesto a amar a un hijo de su mujer, siempre que haya sido concebido

durante un matrimonio o una relación extraconyugal anterior. Tal el caso de un viejo

cuento de Machado, “A mulher de Preto” (Contos fluminenses, 1869), en que el

pretendiente de la falsa viuda (que resultará ser la mujer de Menezes), se ve

anticipadamente en el papel de cariñoso padrastro.


77

El extraordinario cuento “Las academias de Siam” (Histórias sem Data, 1884)

enlaza tres tramas, no solo distintas por los hechos sino por la intención, que convergen

al final con habilidad única. Creo que solo un dramaturgo—como lo fue Machado—

puede hacer, en un texto narrativo breve, lo que con dos, tres y hasta cuatro tramas,

hicieron Shakespeare y Calderón.

Una, es la pelea de las academias —que podría haberse entablado por cualquier

motivo—, cuyo fin es satirizar la verdadera índole de los intelectuales “titulados”:

creerse los dueños del saber, desacreditar a sus colegas como “camellos”, ansiar el

poder, las honras públicas, etc. Personalmente, se trata de uno de los escritos

humorísticos que más me han hecho reír en mi vida.

Otra, también satírica, muestra cómo, con métodos drásticos, se forja un país

imperialista, en el que todo funciona tan bien que los ciudadanos pagan sus impuestos y

mueren en las guerras, para favorecer a tres sectores de privilegio: el ejército, la iglesia

y la burocracia del Estado.

La tercera es una trama psicológica, que habría hecho las delicias de Freud y

que sin duda ha de interesar a los teóricos del género. Lo masculino y lo femenino, ¿se

distingue por lo biológico o por lo psicológico? ¿Por qué hay almas femeninas y almas

masculinas?, se preguntan los académicos, ante el aspecto de “verdadera dama” de

Kalapahangko y sus inclinaciones al amor, la paz y la poesía.

Como el lector recordará, la bella Kinnara, entre dos caricias, le arranca al rey el

decreto que declara “ortodoxa” a la academia sexual. Su fin es trocar por un tiempo su

alma máscula, por la femenina de Kalaphangko. Logrado su propósito, es decir, una vez

que su alma masculina consigue entrar en cuerpo masculino de Kalaphango y viceversa,

y sintiéndose a gusto mirando por sí mismo y ejerciendo el poder, planea matar a


78

Kinnara (esto es, al cuerpo de Kinnara que ahora contiene el alma femenina que fue de

Kalaphango). Y lo que detiene su mal designio es el hecho de que Kinnara está encinta.

Cuando truecan nuevamente las almas, Kinnara se siente plena, porque, mientras su

alma vivió en el cuerpo de Kalaphangko, sintió también los placeres de la paternidad.

Kinnara, tornando ao seu, teve a comoção materna, como tivera

a paterna quando ocupava o corpo de Kalaphangko. Parecia-lhe

até que era ao mesmo tempo mãe e pai da criança.

               — Pai e mãe? repetiu o príncipe restituído à forma

anterior. [42]

La cuestión queda sin resolver. Por un lado, pareciera que solo un alma masculina

tiene la facultad de cumplir ambos roles, con lo que volveríamos a la androginia

propuesta por Iaiá Garcia. Pero, la mujer superaría al varón, en tanto se acomoda

naturalmente a su gravidez por ley biológica y al mismo tiempo recuerda qué sintió su

alma mientras ocupaba un cuerpo masculino. Kalphangko, a pesar de que recuperó su

alma femenina, no puede recordar qué siente una madre, porque no puede tener la

memoria biológica de una mujer.

Como sea, este cuento pone en pie de igualdad a la pareja, en tanto da al rol

materno tanta importancia como al paterno. La igualdad total y clara aparece en “Pai

contra Mae”. (Relíquias de casa velha, 1906). El aborto de la mujer es una derrota por

la fuerza. Pero la fuerza de la sangre, puesta en la defensa del hijo, no le va en zaga a la

del varón.

En “Um erradio” (Un errante) (Páginas recolhidas, 1899), se había insinuado ya

la figura paterna no biológica, que terminará de dibujarse, o quizá solo de esbozarse, en


79

Aires. Elisario es una especie de padrino intelectual y espiritual de Tosta, a quien le

descubre un mundo nuevo, protege y ayuda a crecer.

Tanto en Easú e Jacó (1904) como en Memorial de Aires (1904), tenemos el

conflicto a pleno: Aires, diplomático de carrera, con cargo de consejero, viudo sin pena,

sin hijos y sin intención manifiesta de casarse, al entrar en la cuarentena comienza a

sentir la saudade paterna.

La crisis es progresiva. El desarrollo de esa crisis solo puede seguirse trabajando

con ambos textos a la vez.

En Esaú e Jacó, la acción abarca desde 1870, hasta 1895 o 1896,

aproximadamente. El Memorial comienza el 9 de enero de 1988 y termina “sin fecha”,

con una especie de epílogo intemporal; pero los hechos que constituyen el “argumento”

se cierran el 30 de agosto de 1889.

De modo que hay dos años, 1888 y 1889, en que las datas de ambos textos se

superponen, y, entre los dos, desarrollan un mismo tipo de conflicto y ensayan la misma

repuesta a esta pregunta: ¿Es o no posible paliar “eso” con hijos del corazón?

Entrecomillé “eso”, porque no significa lo mismo cada texto, ya que es distinto el punto

de vista desde el que se enfoca: lo que en Esaú e Jacó es, para Aires, una “saudade”

individual, en el Memorial es, para el matrimonio Aguiar, una “desgracia” compartida.

En el primer caso, Aires protagoniza, solo, su propia crisis, a la que el narrador

le da un “aire liviano”. La figura materna adquiere mayor relieve. Natividad, más allá de

ciertas debilidades, es una buena madre; a medida que la novela avanza, la vemos

despojarse de todo interés individual, para preocuparse por la rivalidad de los hijos, a

quienes, antes de morir, intenta reunir. Pero su figura materna no está asociada a la

paterna en un mismo sufrimiento. Aires es el “padre que no fue”, que ella elige en vez

de al marido.
80

Cuando ella le pide ayuda para atemperar la rivalidad de los gemelos, Aires ele

asegura que su intervención será inútil. Pero Natividad argumenta: “ Una persona de

autoridad, como usted, puede mucho, siempre y cuando los ame, porque ellos son

buenos, créame.”

Queda, pues, planteada, la primera condición del posible padre espiritual: el amor.

Es de suponer que Aires aún no lo siente. Lo hará, solo por servirla, aclara. Quedan en

que tratará a los muchachos para conocerlos bien.

Entonces a Aires se le presenta “una hipótesis”, em la que interviene el recuerdo

de Carmen, un antiguo amor:

Considerou que não perdia muito em estudar os rapazes.

Chegou a apanhar uma hipótese, espécie de andorinha, que

avoaça entre árvores, abaixo e acima, pousa aqui, pousa ali,

arranca de novo um surto e toda se despeja em movimentos. Tal

foi a hipótese vaga e colorida, a saber, que se os gêmeos

tivessem nascido dele talvez não divergissem tanto nem nada,

graças ao equilíbrio do seu espírito. A alma do velho entrou a

ramalhar não sei que desejos retrospectivos, e a rever essa

hipótese, outra Caracas, outra Cármen, ele pai, estes meninos

seus, toda a andorinha que se dispersava num farfalhar calado

de gestos. (Cap. XLII) [43]

Un domingo, durante las vacaciones, Pedro y Paulo fueron al Catete a almorzar

con Aires. Fueron “menos por el almuerzo que por el anfitrión. Aires era querido por los

dos; les gustaba oírlo, interrogarlo, le pedían anécdotas políticas de otro tiempo,

descripción de fiestas, noticias de sociedad”. Durante el encuentro, vemos a Aires

inclinado a un sentimiento verdaderamente paternal por los muchachos, atenuando en


81

seguida por ciertas dudas del narrador, que es la manera típica de Machado de escapar al

sentimentalismo.

Aires queria cumprir deveras o ofício que aceitara de

Natividade. Quem sabe se a idéia de pai espiritual dos gêmeos,

pai de desejo somente, pai que não foi, que teria sido, não lhe

dava uma afeição particular e um dever mais alto que o de

simples amigo? Nem é fora de propósito que ele buscasse

somente matéria nova para as páginas nuas de seu Memorial.

(Cap. XLIV) [44]

La posible condición de padre espiritual queda así contaminada por la atracción

que Aires siente por Natividad, a quienes en otros tiempos se ha insinuado. Con Flora,

en cambio, la relación es directa y por pedido de la misma joven.

Ao cabo de alguns instantes, Aires ia sentindo como esta

pequena lhe acordava umas vozes mortas, falhadas ou não

nascidas, vozes de pai. Os gêmeos não lhe deram um dia a

mesma sensação, senão porque eram filhos de Natividade. Aqui

não era a mãe, era a mesma Flora, o seu gesto, a sua fala, e

porventura a sua fatalidade.(LIII, 98) [45]

Aun así, todo, en Aires, quedará siempre en un claroscuro:

Sentia-se curioso de saber se finalmente a moça escolhia a um

dos gêmeos, e qual destes. Vá tudo; tinha já pesar que não fosse
82

algum posto não lhe importasse saber se Pedro ou Paulo.

Quisera vê-la feliz, se a felicidade era o casamento, e feliz o

marido, sem embargo da exclusão — o excluído seria

consolado. Agora, se era por amor deles, se dela, é o que

propriamente se não pode dizer com verdade. Quando muito,

para levantar a ponta do véu, seria preciso entrar na alma dele,

ainda mais fundo que ele mesmo. Lá se descobriria acaso, entre

as ruínas de meio celibato, uma flor descorada e tardia de

paternidade, ou, mais propriamente, de saudade

dela...LXXXVII. [46]

En Memorial de Aires la crisis del consejero se proyecta en el matrimonio

Aguiar. Aires se constituye en testigo de una sociedad conyugal igualitaria; los Aguiar

están unidos por su desgracia común.

Pero, por primera vez en Machado, la maternidad frustrada toma mayor relieve

que la paternidad frustrada. Es doña Carmo quien ha comenzado el movimiento

paliativo, con la apropiación, indebida, de Tristán, y hasta cuidando a un perro como si

fuera un hijo. Y luego hará lo mismo con Fidelia. Aguiar funciona como un

acompañante en el dolor de la carencia. No sufre menos, pero no actúa.

Es dable preguntarse por qué, en dos libros bastante cercanos, Machado optó por

la tercera persona en el Esaú y Jacó y por la primera en Memorial de Aires, cuando, con

respecto a la paternidad, deponían la misma idea: ante la negación de la paternidad

biológica, la posibilidad de ejercer una paternidad espiritual.

Después de ensayar, en todos los personajes a los que me referí más arriba, todas

las formas posibles de la paternidad biológica, dar este salto a la posible paternidad por
83

adopción con el que se regodea Aires, a Machado ha de haberle costado mucho. Se

parece demasiado a la decisión de adoptar un hijo, que no siempre es fácil tomar para

un matrimonio. Tratándose de una decisión que debe ser consensuada por la pareja, ello

me responde por qué, por primera vez en Machado, aparecen de algún modo asociados

el rol materno (en Natividad) y el rol paterno “postizo” (en Aires).

Sin embargo, la adopción “real” que intentan los Aguiar —la de Tristán y la de

Fidelia— no se produce, todavía, en Esaú e Jacó. La tercera persona indicaría,

entonces, que, para Machado, el tema seguía siendo tabú. Machado habría intentado

superarlo en el Memorial, mediante la elección de la primera persona.

Sabemos que tampoco lo consiguió. El narrador no “asume” el problema como

suyo. Reiteremos que no importa cómo se llame el autor de la novela, ni si el lector

conoce o no la vida de ese autor. Lo que el lector advierte es que, en el texto, a quien

narra, un tal Aires, le cuesta contar lo que siente: le cuesta contar que sufre

intensamente por la falta de hijos.

Al colocarse como testigo del drama de los Aguiar, la primera persona que narra

queda distanciada. Sin embargo, esa posición permite un acercamiento mayor al

problema, que la tercera adoptada en Esaú e Jacó. El narrador del Memorial vive de

cerca, día por día, el drama del matrimonio Aguiar, lo anota en su diario, e,

internamente, se compromete en el mismo.

De este modo, las añoranzas de la paternidad, que al comienzo declara no haber

tenido nunca, se le habrían despertado al solterón por comprensible “contagio”. De ahí

que siempre las esté como negando, cosa que el lector no lo tome en serio. Este

procedimiento le pareció a Machado bastante convincente, en su afán de mantener

separados de su obra, los hechos de su vida.


84

También es cierto, que este esfuerzo enorme de Machado por mantener su

narrativa en el plano de la ficción, arriesgándose a trabajar los textos, esta vez

demasiado cerca de su problema personal, no obtuvo resultados parejamente felices en

cuando a la calidad literaria. El tema central de Esaú e Jacó, que reúne un conjunto de

viejos motivos literarios (dos hermanos enamorados de la misma mujer; rivalidad

bíblica entre los hijos de Rebeca; cierta rivalidad evangélica entre los apóstoles Pedro y

Pablo; nombres simbólicos en todos los personajes; sugerencia de que la indecisión de

Flora representa la elección imposible entre la monarquía y la república, etc.), suena

como una regresión en la obra de Machado, que tan actual había aparecido hasta allí. La

novela brilla solo por partes magistrales, como la que citamos referida al matrimonio

Batista o el episodio de la Tabuleta de Custodio.

Con todo, el riquísimo perfil de Aires, personaje sobre el cual todavía hay

mucho por decir, eleva el texto y se despliega con absoluta seducción en el Memorial

de Aires. Con respecto al tema de la paternidad del corazón, la duda que se plantea

sobre su realización, al igual que en Esaú y Jabob, en el Memorial no se llega a una

respuesta concluyente. La soledad en que queda el matrimonio Aguiar (en la última

nota, sin fecha, del Memorial), parece sugerir una respuesta negativa.

Sin embargo, la cuestión ya ha virado hacia otro aspecto, sobre el que sí se

propone algo, a lo que se llega por el solo peso de la realidad: Tanto hijos “de verdad”

como hijos “postizos”, tarde o temprano abandonarán a los padres, porque “la juventud

tiene el derecho de vivir y amar, y de separarse alegremente de lo extinto y de lo

caduco” (última nota fechada, 30 de agosto de 1889). La conclusión, entonces, quedaría

a cuenta del lector: ese es el dolor anticipado de quienes se comprometen en una

paternidad y una maternidad adoptivas. Elegirlo o no, ese es el dilema. El mismo,

después de todo, que, a la par de tantos otros, eligen quienes deciden gestar hijos.
85

Es deber agregar que a partir del estudio de John Gledson (Machado de Assis,

Ficción e Historia, 1986), ha cambiado la forma de leer, comprender e incluso apreciar

Memorial de Aires. El señero trabajo de Gledson, en cierta forma inspirado por el

precedente estudio de Helen Cadwell sobre Don Casmurro, cuyo presupuesto es el del

autor no confiable, en el que la subjetividad es inseparable de la ambigüedad, lleva, a mi

entender, a mejor puerto. Si Caldwell no consigue convencer de la inocencia de Capitú,

Gledson, revela un pliegue no advertido o apenas sospechado por los lectores con

anterioridad su trabajo, de lo que se concluye una traición de los hijos adoptivos al

matrimonio Aguiar (y, extendiendo el análisis, una suerte de traición social al Brasil).

Ello no obstante, la visión del crítico británico no afecta nuestra lectura del

conflicto de la paternidad del corazón en Machado. Pese a que, vista desde la oposición

verdad y mentira, Gledson desnuda la hipocresía de viuda fiel con que Fidelia oculta su

secreto y deja claro que la pareja miente con el fin de justificar su traslado a Portugal,

ello no indica que Aires –ni Machado de Assis– duden de que “la juventud tiene el

derecho de vivir y amar, y de separarse alegremente de lo extinto y de lo caduco”.


86

NOTAS

[1] “Hoy estuviste insoportable; parecías un criado.

“Cristiano, manténte más dueño de ti, cuando tengamos gente de afuera, no te pongas

con los ojos fuera de la cara, saltando de un lado para otro, así, con aire de chico que

recibe un dulce...”

[2] Poseía, en gran escala, la cualidad de la simpatía; amaba a los débiles y a los tristes,

por la necesidad de hacerlos felices y valientes. Se contaban de ella muchos actos de

piedad y devoción.

[ 3] Doña Fernanda rascaba la cabeza del animal. Era la primera caricia después de

largos días de soledad y desprecio. Cuando doña Fernanda dejó de acariciarlo y se

incorporó, él se quedó mirándola, y ella a él, tan fija y profundamente, que parecían
87

penetrar en lo íntimo de uno y otro. La simpatía universal, que era el alma de esta

señora, olvidaba toda consideración humana ante aquella miseria oscura y prosaica, y

extendía al animal una parte de sí misma, que lo cautivaba, que lo fascinaba, que lo

ataba a los pies de ella. Así, la pena que le daba el delirio del amo, le daba ahora el

propio perro, como si ambos representaran a la misma especie. Y sintiendo que su

presencia daba una sensación buena al animal, no quería privarlo de ese beneficio.

–La señora se está llenando de pulgas, observó Sofía.

Doña Fernanda no la oyó. Continuó mirando los ojos tiernos y tristes del animal,

hasta que éste dejó caer la cabeza y se puso a husmear por la sala. Había sentido el olor

del amo. La puerta de calle estaba abierta; él habría huido, si Raimundo no hubiera

acudido a prenderlo. D. Fernanda dio algún dinero al criado para que lo lavara y lo

condujera a la casa de salud, recomendándole el mayor cuidado, que lo llevara en

brazos o sujeto por una correa. En esta parte intervino también Sofía, ordenando que

antes la buscase en su casa.

[4] Doña Claudia lo miró fijamente. Sus ojos minuciosos se enterraban en los de él,

como dos barrenas pacientes. De súbito, levantanto las manos abiertas:

–¡Batista, tú nunca fuiste conservador!

[ 5] Ahí tiene el lector, em pocas líneas, el retrato físico y moral de la persona que debía

influir más tarde em mi vida, y era aquello con dieciséis años. Tú que me lees,

si aún estuvieras viva cuando estas páginas vean la luz, tú que me lees, Virgilia amada,

¿no reparas en la diferencia entre el lenguaje de hoy y el que primero empleé cuando
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te vi? Cree que era tan sincero entonces como ahora; la muerte no me volvió gruñón ni

injusto.

— Pero – dirás tú–, ¿cómo puedes discernir la verdad de aquel tiempo, y

expresarla Después de tantos años?

¡Ah, indiscreta! ¡Ah, ignorantona! Pero si es eso mismo lo que nos hace señores

de la Tierra, es ese poder de restaurar el pasado, para palpar la instabilidad de

nuestras impresiones y la vanidad de nuestros afectos. Deja que Pascal diga que

el hombre es un junco pensante. No; es una errata pensante, eso sí. Cada

estación de la vida es una edición,

que corrige la anterior, y que será corregida también, hasta la edición definitiva,

que el editor da gratis a los gusanos. (Cap. XXVII)

[6] Leí la carta, mal a principio y no toda, después fui leyendo mejor. Le huía,

es certo, metía el papel en sobre, corría a casa, me encerraba, no abría las

ventanas, llegaba a cerrar los ojos. cuando nuevamente abrí los ojos e a carta, la

letra era clara y la noticia clarísima. (Cap. CXXII)

[7] Los ojos, por ejemplo, no son los mismos que los del tren, cuando nuestro

Rubión hablaba con Palha, y ellos iban subrayando la conversación… Ahora,

parecen más negros, y ya no subrayan nada; componen en seguida las cosas, por

sí mismos, em letra vistosa y gorda, e no es una línea ni dos, son capítulos

enteros. (Quincas Borba, Cap. XXXV)


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[8] ¿Recordáis todavía mi teoría de las ediciones humanas? Pues sabed que, em

aquel tiempo, estaba yo en la cuarta edición, revisada y emendada, mas aún

plagada de descuidos y barbarismos; defecto que, por otra parte, hallaba alguna

compensación en el tipo, que era elegante, y en la encuadernación, que era

lujosa. (Cap. XXXVIII).

[9] Que le costase, creo; en aquellos días, principalmente, vi que debía costarle

mucho. Pero o tempo (y es otro punto en que yo espero la indulgencia de los

hombres pensantes!), el tiempo acalla la sensibilidad, y oblitera la memoria de

las cosas; era de suponer que los años le despuntasen las espinas, que la distancia

de los hechos apagase los respectivos contornos, que una sombra de duda

retrospectiva cubriese la desnudez de la realidad; en fin, que la opinión se

ocupase un poco con otras aventuras. El hijo, creciendo, buscaría satisfacer las

ambiciones del padte, sería el heredero de todos os sus afectos. Eso, y la

actividad externa, y el prestigio público, y la vejez después, la denfermedad, la

declinación, la morte, un responso, una noticia biográfica, y estaba cerrado el

libro de la vida, sin ninguna página de sangre. (Cap. CXII)

[10] y que las otras cambian finalmente el original esperado por una copia

grabada, antes o después de la letra, y a veces por uma simple fotografía o

litografia, mientas que Eulalia continuó esperando la tabla auténtica.

[11]Nos suponíamos extranjeros, y realmente no éramos otra cosa; hablábamos

una lengua, que nunca nadie antes hablara ni oyera. Los otros amores eran,

desde siglos, verdaderas falsificaciones; nosotros dábamos la edición auténtica.

Por primera vez, imprimíase el manuscrito divino, un grueso volumen que


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nosotros dividíamos em tantos capítulos y parágrafos cuantas eran las horas del

día o los días de la semana. El estilo era tejido de sol y música; el lenguaje

componíase de fina flor de los otros vocabularios. Todo lo que em ellos existía,

dulce o vibrante, fure extraído por el autor para formar ese libro único — libro

sin índice, porque era infinito — sim márgenes, para que el hastío no viniese a

escribir en ellos sus notas, — sim cinta, porque ya no teníamos necesidad de

interrumpir la lectura y marcar la página.

[12] Así se hacen algunas reputaciones más, y, lo que parece absurdo, algunas

buenas. En efecto, hay vidas que solo tienen prólogo; pero toda a gente habla del

gran libro que se le sigue, y el autor muere con las hojas en blanco.

[13] — Grave culpa, en verdad, mas la pena fue benévola. Los otros hombres

leyeron de la vida un capítulo, tú leíste el libro entero. ¿Qué sabe un capítulo de

otro capítulo? Nada; pero el que los leyó a todos, los liga y concluye. ¿Hay

páginas melancólicas? Hay otras joviales y felices. A la convulsión trágica

precede la de la risa, la vida brota de la muerte, cig[ueñas y golondrinas cambian

de clima, sim jamás abandonarlo enteramente; es así como todo se concierta e

restituye. Tú viste eso, no diez veces, no mil veces, sino todas las veces; viste la

magnificencia de la tierra curando la aflicción del alma, y a alegría del alma

remediando la desolación de las cosas; danza alternada de la naturaleza, que da

la mano izquierda a Job y la derecha a Sardanápalo.

[ 14] Las palabras le salían lentas y contadas, como para hacer sentir toda a

munificencia del autor. No las profería como las demás personas; cada sílaba era
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por así decirlo exprimida, siendo fácil ver al cabo de algunos minutos, que él

hacía consistir toda la belleza de la elocución en ese alargar del vocablo. Las

ideas se basaban en modo de expresarlas; eran planas por dentro, pero traían una

costra de gravedad tan pesada, que daban ganas de ir a despejar el oído en cosas

leves y vagas. (Cap. VII)

[15] José Dias iba tan contento que cambió el hombre de los momentos graves,

como era em la calle, pelo hombre dúctil e inquieto. Se metía en todo, hablaba

de todo, me hacía parar a cada paso ante un escaparate o una cartelera de teatro.

Me contaba el argumento de algunas piezas, recitaba monólogos em verso.

Hizo todos los recados, pagó cuentas, recibió alquileres de casa; para él se

compró un vigésimo de lotería. Al final, el hobre tieso venció al flexible, y pasó

a hablar pausado, como superlativos. No vi que la mudanza fuera natural; temí

que hubiera cambiado la resolución tomaada, y empecé a tratarlo con palabras y

gestos cariñosos, hasta que subimos al ómnibus. (Cap. XXVIII)

[16] José Días venía andando lleno de la letura de Walter Scott que había hecho

a mi madre y a prima Justina. Leía cantado y acompasado. Los castillos y los

parques salían más grandes de su boca, os lagos tenían más agua y la «bóveda

celeste» contaba algunos millares más de estrellas centellantes. Em los diálogos,

alternaba el sonido de las voces, que eran levemente gruesas o finas, conforme el

sexo de los interlocutores, y reproducían co moderación la ternura y la cólera.

[17] Capitú quiso que le repitiese todas las respuestas del agregado, las

alteraciones del gesto y hasta la pirueta. Pedía el sonido de las palabras. Era

minuciosa y atenta; la narración y el diálogo, todo parecía cavilarlo consigo


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misma. También se puede decir que comparaba, rotulaba y clavaba en la

memoria a mi exposición. (XXXI)

[18] — Sé la razón de esto; es la casualidad del parecido ... La voluntad de Dios

explicará todo... Te ríes? Es natural; a pesar del seminario, no crees en Dios; yo

creo... Pero no hablemos de esto; no nos queda bien decir nada más.

[19] Se arregló la capita y se levantó. Suspiró, creo que suspiró, mientras yo, que

no pedía otra cosa máss que la plena justificación de ella, le dije no sé qué

palabras adecuadas a este fin. (CXXXVIII)

[20] No le hables com timidez. Todo está em que no tengas tenha miedo, muéstrale

que has de llegar a ser el dueño de la casa, muéstrale que quieres y que puedes. Dale a

entender bien que no es um favor. Hazle tambiém elogios; a él le gusta mucho de ser

elogiado. [...] hazlo que te digo. [...] Ve, pide, manda. Mira; dile que estás listo para a ir

estudiar leyes en San Pablo. (Cap. XVIII) [20]

[21] Como yo quisiese hablar también para disimular mi estado, llamé algunas

palabras de acá adentro, y ellas acudieron de pronto, pero atropelladamente, y

me llenaron la boca sim poder salir ninguna. El beso de Capitú me cerraba los

labios. Uma exclamación, un simples artículo, por mas que embistiesen con

fuerza, no lograban salir. Y todas las palavras se refugiaron em el corazón ,

murmurando: «He aquí uno que no hará gran carrera em el mundo, por menos

emociones que lo dominen...»


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Así, apañados por la madre, éramos dos y contrarios, ella encubriendo con la

palabra lo que yo publicaba por el silencio. Doña Fortunata me sacó de aquella

hesitación... (Cap. XXXIV)

[22] De repente, sin querer, sin pensar, me salió de la boca esta palabra de

orgulho: - ¡Soy hombre! Supuse que me habían oído, porque la palavra salió en

voz alta, y corri a la puerta de la alcoba. porta da alcoba. No haía nadie afuera.

Volví adentro y, bajito, repetí que era hobre. Aún ahora tengo el eco en mis

oídos. El gusto que esto me dio fue enorme. Colón no lo tuvo mayor,

descubriendo a América (...) -¡Soy hombre! Quando repetí desto, por tercera

vez, pensé em el seminario, mas como se pensa em perigo que passou, um mal

abortado, um pesadelo extinto; todos os meus nervos me disseram que homens

não são padres. O sangue era da mesma opinião. (Cap. XXXIV)

[23] Tío Cosme y prima Justina repetían el título con admiración; era la primera

vez que él sonaba en nuestros oídos, acostumbrados a canónigos, monsenhores,

obispos, nuncios, e internuncios (...)

Cabral oía con gusto la repetición del título. Estaba de pie, daba algunos pasos,

sonreía o tamborileaba con los dedos en la tapa del joyero. El tamaño del título

como que le doblaba la magnificencia, posto que, para unirlo al nombre, era

demasiado largo; esta segunda reflexión fue ti Cosme quien la hizo. El padre

Cabral explicó que no era preciso decirlo todo, bastaba con que lo llamasen o

Protonotario Cabral. Apostólico se sobrentendía. (...)-Ahora, eso no impide -dijo

Cabral, que continuaba reflexionando,- no impide que em los casos de mayor


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formalidad, atcos públicos, cartas de ceremonia, etc., se emplee el título entero:

protonotario apostólico. Para el uso común, basta protonotario. Capítulo XXXV)

[24] El padre Cabral estaba em aquella primera hora de los honores en que las

mínimas congratulaciones vale por odas. Tiempo llega en quel os dignificados

reciben los loores como un tributo usual, cara muerta, sin agradecimientos. El

alborozo de la primera hora es mejor; ese estado de alma que ve em la

inclinación del arbusto, tocado por el viento, un parabién de la flora universal,

trae sensaciones más íntimas y finas que qualquier otro. Cabral oyó as palabras

de Capitú con infinito placer. (Cap. XXXIX)

[ 25] Cuando Padua, viniendo por dentro, entró en la sala de visitas, Capitú, de

pie, de espaldas a mí, inclinada sobre la costura, como para recogerla,

preguntaba en voz alta:

— Pero, Bentinho, que es protonotario apostólico?

— !Ea, hola! exclamou o pai.

— ! Qué susto, mi Dios!

Ahora viene el mismo lance; pero si cuento aquí, tal cual, los dos lances

de hace cuarenta años, es para mostrar que Capitú no se dominaba solo em

presencia de la madre; el padre no le dio más miedo. En medio de una situación

que a mí me ataba la lengua, usaba de la palabra con la mayor ingenuidad de este

mundo. Mi convencimento es que el corazón no le latía más ni menos. Alegó

susto, y le dio a su cara un aire medio desconfiado; pero yo, que sabía todo, vi

que era mentira y quedé con envidia. Fui a saludarlo al padre, que me estrechó la

mano, y quiso saber por qué la hija hablaba de protonotario apostólico. Capitú le
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repitió lo que me había oído a mí, y opinó que el padre debía ir a cumplimentar

al padre Cabral a su casa; ella iría a la mía. Y recogiendo los petrechos de

costura, enfiló por el corredor, gritando infantilmente:

— ¡Mamá, a comer, llegó papá! (Cap. XXXVIII)

[ 26] negó que fuese separación; era solo alguna ausencia, por causa de los

estudios; solo los primeros días. Em poco tiempo yo me acostumbraría a los

compañeros y a los maestros, y me acabaría gustando vivir con ellos.

— A mí solo me gusta mamá.

No hubo cálculo em esta palabra, pero estimé decirla, para hacerle creer que ella

era mi único afecto; desviaba las sospechas de Capitú. ¡Cuántas intenciones

viciosas hay que se embarcan así, a medio camino, en una frase inocente y pura!

Se llega a sospechar que la mentira es, muchas veces, tan involuntaria como la

transpiración. (Cap. XLI)

[27] Los señores no son padres; no pueden ponderar la fuerza que tiene la

sonrisa de una hija para desvanecer todas las tristezas acumuladas en la frente de

un hombre. Muchas veces, cuando el trabajo me llevaba parte de la noche, y yo,

a pesar de ser robusto, me sentía cansado, me levantaba, iba a la cuna de Helena,

la contemplaba un instante y parecía cobrar fuerzas nuevas. ¡Si la propia cuna

era obra de mis manos! La fabriqué de de algunos listones de pino viejo; obra

grosera y sublime; servía para adormecer a la mitad de mi felicidad en la tierra.

(Cap. XXV)
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[28] Caprichosa, rebelde, superficial, Eugenia no tuvo la fortuna de ver

enmendados los defectos; antes fue la educación la que se los dio. De los labios

de Camargo nunca salió la expresión correctiva; ninguno de sus actos reveló ese

procedimiento vigilante y rector, que es la noble atribución de la paternidades. Si

la índole de la hija hubiera sido mala, la complicidad del padre la habría hecho

pésima.

No lo era, felizmente; el corazón conocía las dulzuras de la bondad; la rebeldita

era un hábito, no un vicio innato. La própria frivolidad le fue desarrollada por la

educación... (Cap. XIV)

[29] Ya entonces Iaiá había entrado em la intimidad de la casa, menos por lo

que podía haber, y había,- de simpático y atrayente en su persona, que por el

propio esfuerzo. La sagacidad de la niña era su cualidad maestra, y gracias a los

ojos que Dios le dio, fue que ella vio rápidamente lo que era menos agradable,

para evitarlo, y lo que era más agradable, para cumplirlo. Esa cualidad le

enseñaba la sintaxis de la vida, quando otras todavía no pasan del abecedario,

donde muchas veces mueren. Obtenida la llave do carácter de Valeria, Iaiá abrió

la puerta sim gran esfuerzo. (Cap.)

[30] con amor y nostalgia,—dos veces nostalgia, porque también la muerte los

vendría a desunir. Recordaba los tiempos en que él y ella eran, uno para el otro,

toda a Tierra y todo el Cielo; y preguntaba a la naturaleza si era justo superponer al

primer vínculo otro vínculo extraño, y la naturaleza le respondía que no solamente

era justo, sino hasta necesario. Entonces el padre se sentía feliz con la felicidade de

la hija, cujo egoísmo le enseñaba la abnegación. Si ella debía amar a otros qué
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haría él más que ceder? En cuanto al novio elegido, le merecía todas as

aprobaciones; era el único extraño que le había penetrado un poco más en la

intimidad; amante, simpático y rico, podía darle a la joven, además de la felicidad

del corazón, todas las ventajas sociales, incluso las más sólidas, incluso las más

frívolas: — y ese hombre oscuro, hastiado y escéptico, saboreada la ventura que la

hija encontraría en el torbellino de las cosas, que él no había codiciado nunca.

(Cap. XV).

[32] —Llega a propósito, consejero, dijo Perpetua. ¿Qué piensa usted de la

cabocla del Castillo?

Aires no pensaba nada, pero percibió que los otros pensaban alguna cosa, e hizo

un gesto de dos sexos. Como insistiesen, no escogió ninguna de las dos

opiniones, halló otra, intermedia, que contentó a ambos lados, cosa rara em

opiniones intermedias. (Esaú e Jacó, Cap XII, p. 37).

[33]Teme a obscuridad, Blas; huye de lo ínfimo. Mira que los homens valen por

diferentes modos, y que o más seguro de todos es valer por la opinión de los

otros hombres. No arruines las ventajas de tu posición, o tus medios... (Cap.

XXVIII)

[34] —É um relojoeiro da vizinhança, um bom homem; a mulher também; e a

filha é galante, não? Parecem gostar muito de mim... é boa gente.

Ao proferir estas palavras havia um tremor de alegria na voz de Marcela; e no

rosto como que se lhe espraiou uma onda de ventura. . . (Cap XXXIX) [34]
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[35] ¡Un hijo! ¡Un ser sacado de mi ser! Esta era mi preocupación exclusiva de

aquel tempo. Ojos del mundo, celos del marido, muerrte de Viegas, nada me

interesaba por entonces, ni conflictos políticos, ni revoluciones, ni terremotos, ni

nada. Yo solo pensaba em aquel embrión anónimo, de oscura paternidad, y uma

voz secreta me decía: ¡Es tu hijo! ¡ Mi hijo! filho! Y repetía ests dos palabras,

con cierta voluptuosidad indefinible, y no sé qué asomos de orgullo. Sentíame

hombre. (Cap. XC)

[36] No le gustaba dsemejante alusión, le fastidiaban mis anticipadas caricias

paternales. Yo, para quien ella era ya una persona sagrada, um cáliz divino, la

dejaba tranquila (Cap. XCIV)

[37] —No, señor, ahora, quieras o no quieras, te has de casar, me dijo

Sabina. ¡Qué hermoso futuro! Um solterón sin hijos.

!Sin filhos! La idea de tener hijos me produjo un sobresalto; me recorrió otra vez

el fluido misterioso. Sí, debía ser padre. La vida de célibe podia tener sus ciertas

ventajas, pero seríam leves, y compradas a trueque de la soledad. ¡Sin hijos! No;

imposible. Me dispuse a aceptar todo, hasta la alianza con Damasceno. (Cap.

CXX)

[38] Le costó mucho aceptar el cuidado de la casa; olfateaba la intención y le

dolía el oficio; pero al final cedió. Creo que lloraba, al principio: tenía disgusto

de sí misma. Al menos, es cierto que no alzó los hacia mí durante los primeros

dos meses; me hablaba con ellos bajos, seria, enfurruñada, a veces triste. Eu
99

quería halagarla, y no me daba por ofendido, la trataba con cariño y respeto; me

esforzaba por obtener su benevolencia, luego su confianza. Quando obtuve la

confianza, inventé una historia patética de mis amores con Virgilia, un caso

anterior al casamiento, la resistencia del padre, la dureza del marido, y no sé qué

otros toques de novela. D. Plácida no rechazó uma sola página de la novela; las

aceptó todas. Era una necesidad de la conciencia. Al cabo de seis meses, quien

nos viese juntos diría que doña Plácida era mi suegra.

[39] Así, pues, el sacristán de la Sed, un día ayudando en la misa, vio entrar una

dama, que debía ser su colaboradora en vida de doña Plácida. La vio otros días,

durante semanas enteras, le gustó, le dijo algo gracioso, le pisó el pie, al

ascender a los altares, en los días de fiesta. Ela gustó de él, se acercaron, se

amaron. De esa conjunción de lujurias broto doña Plácida. Es de crer que doña

Plácida no hablase ni siquiera cuando nació, pero si hubiera hablado podía decir

a los autores de sus días: —Aquí estoy. Para que me llamaste? Y el sacristán y

la sacristana naturalmente lhe responderían. —Te llamamos para para que te

quemes los dedos en las ollas, los ojos em la costura, comas mal, o no comas,

ande de un lado para otro, en el trabajo, enfermando, sanando, con el fin de

volverte a enfermar y sanar otra vez, triste ahora, pronto desesperada, mañana

resignada, pero siempre con las manos en la olla y los ojos en la costura, hasta

acabar un día en el barro o en un hospital; fue para eso que te llamamos, en un

momento de simpatía. (Cap. CXX)


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[40] ... a los cuarenta y cinco entró a sentir una cierta necesidad moral, que no

comprendió em seguida, y era la nostalgia paterna. No mujer, no parientes, sino

um hijo o una hija , si él lo tuviese, era como recibir um patacón de oro.

Infelizmente, ese otro capital debía haber sido acumulado con el tiempo tiempo;

no podía comenzar a ganarlo tan tarde. Restaba a lotería; a lotería le dio el

premio grande.

[41] El terror de Falcón era enorme. Él amaba a la sobrina como un amor de can,

que persigue y muerde a los extraños. La quería para sí, no como hombre sino

como padre. La paternidad natural da fuerzas para el sacrificio da separación; la

paternidad de él era prestada, y, tal vez por eso, más de egoísta.

[42] Kinnara, volviendo a sí misma, sintió la conmoción materna, como había

sentido la paterna cuando ocupaba el cuerpo de Kalaphangko. Incluso le parecía

que era al mismo tiempo padre y madre del niño.

              — Padre y madre? repitió el príncipe restituido a su forma anterior.

[43] Considerou que não perdia muito em estudar os rapazes. Chegou a apanhar

uma hipótese, espécie de andorinha, que avoaça entre árvores, abaixo e acima,

pousa aqui, pousa ali, arranca de novo um surto e toda se despeja em

movimentos. Tal foi a hipótese vaga e colorida, a saber, que se os gêmeos

tivessem nascido dele talvez não divergissem tanto nem nada, graças ao

equilíbrio do seu espírito. A alma do velho entrou a ramalhar não sei que desejos

retrospectivos, e a rever essa hipótese, outra Caracas, outra Cármen, ele pai,

estes meninos seus, toda a andorinha que se dispersava num farfalhar calado de

gestos. (Cap. XLII)


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[44] Aires quería cumplir de veras el encargo que había aceptado de

Natividad. Quién sabe si la idea de padre espiritual de los gemelos, padre

de deseo solamente, padre que no foi, que habría sido, no lhe daba un

afecto particular y un deber más alto que el de simple amigo? (Cap.

XLIV)

[45] Al cabo de algunos instantes, Aires iba sintiendo cómo esta pequeña

le despertaba unas voces muertas, falladas o no nacidas, voces de padre.

Los gemelos le habían dado alguna vez la mesma sensación, solo porque

eran hijos de Natividad. Aquí no era la madre, era la misma Flora, su

gesto, su habla, y acaso su fatalidad.(LIII)

[46] Sentíase curioso de saber si finalmente la joven elegía a uno de los

gemelos, y a cuál de ellos. Vá tudo; tinha já pesar que não fosse algum

posto no le importaría saber si Pedro o Paulo. Quería verla feliz, si la

felicidad era el casamiento, y feliz al marido, a pesar de la exclusión —

el excluido sería consolado. Ahora, si era por amor a ellos, o a ella, es a

algo que propiamente no se puede asegurar. Cuando muito, para levantar

la punta del velo, sería preciso entrar en el alma de él, incluso más hondo

que él mismo. Allá se descubriría acaso, entre las ruinas de medio

celibato, una flor marchita y e tardía de paternidad, o, más propiamente,

de añortanza de ella...LXXXVII
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REFERENCIAS:

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Sao Paulo: Atelié, 2002.

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trad. Viviana Hemsi. Buenos Aires: Corregidor, 2002, p.9-30.

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Sterne, Laurence. Vida y opiniones del caballero Tristram Shandhy. Madrid: Ediciones

Cátedra S. A, 1993.
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