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CAPITULO PRIMERO
CAPITULO II
CAPITULO III
CAPITULO IV
Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables
latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son
ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está
unida entre si con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las
conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente
establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a crecer con el concurso
de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde
poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos,
toma otro nombre más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya
al descubierto, no la ambición que ha dejado, sino la libertad, sin miedo
de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso con mucha gracia
y verdad respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno,
preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el
mar, con arrogante libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes
conmovido y turbado todo el mundo? Mas porque yo ejecuto mis
piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las haces
con formidables ejércitos, te llaman rey.
CAPITULO V
Por lo cual dejo de examinar qué clase de hombres fueron los que
juntó Rómulo para la fundación de su nuevo Estado, resultando en
beneficio suyo la nueva creación del Imperio; pues que se valió de este
medio para que con aquella nueva forma de vida, en la que tomaban parte
y participaban de los intereses comunes de la nueva ciudad, dejasen el
temor de las personas que merecían por sus demasías, y este temor los
impelía a cometer crímenes más detestables, y desde entonces viviesen
con más sosiego entre los hombres. Digo que el Imperio romano, siendo
ya grande y poderoso con las muchas naciones que había sujetado,
terrible su nombre a las demás, experimentó terribles vaivenes de la
fortuna, y temió con justa razón, viéndose con gran dificultad para poder
escapar de una terrible calamidad, cuando ciertos gladiadores, bien
pocos en número, huyéndose a Campania de la escuela donde se
ejercitaban, juntaron un formidable ejército que, acaudillado por tres
famosos jefes, destruyeron cruelmente gran parte de Italia Dígannos:
¿qué dios ayudó a los rebeldes para que, de un pequeño latrocinio,
llegasen a poseer un reino, que puso terror a tantas y tan exorbitantes
fuerzas de los romanos? ¿Acaso porque duraron poco tiempo se ha de
negar que no les ayudó Dios, como si la vida de cualquier hombre fuese
muy prolongada? Luego, bajo este supuesto, a nadie favorecen los
dioses para que reine, pues todos se mueren presto, ni se debe tener por
beneficio lo que dura poco tiempo en cada hombre, y lo que en todos se
desvanece como humo. ¿Qué les importa a los que en tiempo de Rómulo
adoraron los dioses, y hace, tantos años que murieron, que después de
su fallecimiento haya crecido tanto el Imperio romano, mientras ellos
están en los infiernos? Si buenas o malas, sus causas no interesan al
asunto que tratamos, y esto se debe entender de todos los que por el
mismo Imperio (aunque muriendo unos, y sucediendo en su lugar otros,
se extienda y dilate por largos años), en pocos días y con otra vida lo
pasaron presurosa y arrebatadamente, cargados y oprimidos con el
insoportable peso de sus acciones criminales. Y si, con todo, los
beneficios de un breve tiempo se deben atribuir al favor y ayuda de los
dioses, no poco ayudaron a los gladiadores, que rompieron las cadenas
de su servidumbre y cautiverio, huyeron y se pusieron en salvo, juntaron
un ejército numeroso y poderoso, y obedeciendo a los consejos y
preceptos de sus caudillos y reyes, causando terror a la formidable Roma,
resistiendo con valor y denuedo a algunos generales romanos, tomaron y
saquearon muchas poblaciones, gozaron de muchas victorias y de los
deleites que quisieron, hicieron todo cuanto les proponía su apetito, eso
mismo hicieron, hasta que finalmente fueron vencidos (cuya gloria costó
bastante sangre a los romanos), y vivieron reinando con poder y
majestad. Pero descendamos a asuntos de mayor momento.
CAPITULO VI
De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que
movió guerra a sus vecinos
CAPITULO VII
Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra
para su esplendor y decadencia
CAPITULO VIII
Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado
su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a
estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa
Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que
adoraban los romanos cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o
conservaron aquel Imperio. ¿Por qué en empresa tan famosa y de tan alta
dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a la diosa
Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o la
Libentina, denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al
Vaticano, que preside a los llantos de las criaturas, o la Cunina, que cuida
sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo lugar de
este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en
abultados volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para
cada ministerio? No se contentaron, pues, con encomendar el cuidado del
campo a un dios particular, sino que encargaron la labranza rural a
Rusina, las cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a la
diosa Colatina, los valles a Valona. Ni tampoco pudieron hallar una
Segecia, tal que de una vez se encargase y cuidase de las mieses, sino
que las mieses sembradas, en tanto que estaban debajo de la tierra,
quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya
salido de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya
cogido y encerrado en las trojes para que se guardase seguramente, la
diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la Segecia, mientras la
mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas.
Y, con todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este
desengaño para evitar que la miserable alma no se sujetase torpemente a
la turba de los demonios, huyendo los castos abrazos de un solo Dios
verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan y
nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las cañas; a la diosa
Volutina los capullos y envoltorios de las espigas, y a la diosa Patelena,
cuando se abren estos capullos para que salga la espiga; a la diosa
Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los
antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses
florecen; a Lacturcia, cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando
maduran; a la diosa Runcina, cuándo los arrancan de la tierra; y no lo
refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se avergüenzan. Esto
he dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se
atreverán a decir que, estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron
el Imperio romano; pues en tal conformidad daban a cada uno su oficio,
pues a ninguno encargaban todos en general. ¿Cuándo Segecia había de
cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo tiempo de las mieses
y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su
poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños?
¿Cuándo Noduto les había de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera
se extendía al cuidado del capullo de la espiga, sino tan sólo a los nudos
de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es hombre,
es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las
puertas; Cardea, para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso
era imposible que Fórculo pudiese cuidar juntamente de las puertas,
quicios y umbrales?
CAPITULO IX
CAPITULO X
CAPITULO XI
CAPITULO XII
De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que
el mundo era el cuerpo de Dios
CAPITULO XlII
De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un
solo Dios
CAPITULO XIV
Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como
dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio
CAPITULO XV
CAPITULO XVI
Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada
movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas
de Roma
CAPITULO XVIII
CAPITULO XIX
De la Fortuna femenil
Tanto poder atribuyen a esta diosa que llaman Fortuna, que la estatua
que la dedicaron las matronas y se llamó Fortuna femenil refieren que
habló y dijo, no una vez, sino dos, que legítimamente la habían dedicado
las matronas, de lo cual, dado que sea verdad, no hay por qué
maravillarnos: porque el engañarnos de este modo no es difícil a los
malignos espíritus, cuyas cautelas debieran éstos advertir mucho mejor
por este ejemplar, viendo que, habló una diosa que socorre por acaso y
no por méritos, supuesto que vino a ser la fortuna parlera y la felicidad
muda, ¿y con qué objeto, sino para que los hombres no cuidasen de vivir
bien, habiendo ganado para sí la Fortuna que los puede hace? dichosos
sin ningún merecimiento suyo? Si la Fortuna había de hablar, por lo
menos hablara no la mujeril, sino la varonil, a fin de que no pareciese que
las mismas que habían dedicado la estatua habían también fingido tan
gran portento por la locuacidad de las mujeres.
CAPITULO XX
CAPITULO XXI
CAPITULO XXIII
CAPITULO XXIV
Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de
Dios
Pero quiero que veamos y consideremos sus razones: ¿Tan necios,
dicen, hemos de creer que fueron nuestros antepasados, que no
entendieron que estas cosas eran dones y beneficios di-vinos y no
dioses? Sino que, como sabían que semejantes gracias nadie las
conseguía si no es concediéndolas algún dios a los dioses, cuyos
nombres ignoraban, les ponían el nombre de los objetos y cosas que
veían que ellos daban, sacando de allí algunos nombres. Como de bello
dijeron Belona, y no bellum; de las cunas, Cunina, y no cuna; de las
segetes o mieses, Segecia, y no seges; de las pomas o manzanas
Pomona, y no pomo; de los bueyes Bubona, y no buey, o también, sin
alterar ni la palabra, sino denominándolas con sus propios nombres,
como Pecunia se dijo de la diosa que da el dinero, sin tener de ningún
modo por dios a la misma pecunia; así se llamó Virtud la que concede la
virtud; Honor, el que da la honra; Concordia, la que da concordia;
Victoria, la que da victoria; y por eso dicen que cuando llaman diosa a la
Felicidad no se atiende a la que se da, sino al dios que la da. Con esta
razón que nos han suministrado, con mayor facilidad persuadiremos a los
que no fueren de ánimos demasiado obstinados.
CAPITULO XXV
Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con
todo, se ve que es dador de la felicidad
CAPITULO XXVI
De los fuegos escénicos que pidieron los dioses a los que los adoraban
Pero «crímenes tan obscenos los finge Homero -dice Tulio-, así como
las acciones humanas que transfirió, a los dioses, y yo quisiera más que
trasladara las divinas a nosotros». Con razón desagradó a tan eximio
orador y filósofo la relación del poeta, porque en ella no hizo más que
suponer, falsamente, culpas y crímenes de los dioses; mas ¿por qué
causa celebra los juegos escénicos, donde estos delitos se cantan y
representan en honor de los dioses, y los más doctos entre ellos los
colocan entre los ritos tocantes al culto divino? Aquí pudiera clamar
Cicerón no contra las ficciones de los poetas, sino contra las costumbres
de sus mayores. ¿Pero, acaso, no debían exclamar también ellos en su
defensa, diciendo en qué hemos pecado nosotros? Los mismos dioses
nos pidieron que hiciéramos estos juegos en honra suya; rigurosamente
nos lo mandaron, y nos amenazaron con terribles calamidades si no los
ejecutábamos, y porque por accidentes extraordinarios omitimos alguna
particularidad de ellos, o los suspendimos algún tiempo, nos castigaron
severamente, y porque practicamos lo que dejamos de hacer por breves
instantes, se mostraron contentos y apiadados. Entre sus virtudes y
hechos maravillosos se refiere el siguiente: Dijéronle en sueños a Tiro
Latino, labrador romano, padre de familia, fuese y avisase al Senado que
volviesen a celebrar de nuevo los juegos romanos. El primer día en que
debían hacerlos sacaron al suplicio a un malhechor en presencia del
pueblo romano, y como pretendían realmente los dioses lograr un
completo júbilo y regocijo en los juegos, les ofendió la triste y rigurosa
justicia pública; y como el que había sido advertido en sueños no se
atrevió al día siguiente a ejecutar lo que le mandaron, la segunda noche le
volvieron a prevenir lo mismo con más rigor, y perdió la vida su hijo
mayor, porque no lo practicó; la tercera noche le dijeron que le
amenazaba aún mayor castigo si no ejecutaba la orden; y no
atreviéndose, a pesar de la cruel amenaza, cayó enfermo con un mal
terrible y maligno; entonces, por consejo de sus amigos, dio, al fin,
cuenta a los senadores, haciéndose conducir en una litera al Senado; y
luego que declaró su misterioso sueño, recobró inmediatamente la salud,
volviéndose a pie, sano y bueno, a su casa. Atónito el Senado con tan
estupendo portento, mandó, que se volviesen a celebrar los juegos,
gastando en ellos cuatro veces mayor cantidad de la acostumbrada. ¿Qué
hombre juicioso y sensato habrá que no advierta cómo los hombres
sujetos a los infernales espíritus (de cuyo poderío no los puede librar otro
que la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro) fueron forzados a
hacer en honor de estos dioses acciones que con justa razón se podían
tener por torpes? Porque en los juegos escénicos es notorio se celebran
las culpas y ficciones poéticas de los dioses, los cuales se renovaron por
orden del Senado, habiéndole apremiado a ello los dioses. En tales
fiestas, los obscenos y deshonestos farsantes cantaban, representaban y
aplacaban a Júpiter de un modo extraordinario, manifestando claramente
cómo era un profanador y corruptor de la honestidad. Si los sucesos
reiterados en el teatro eran fingidos, enojárase en hora buena; pero si se
holgaba y lisonjeaba de sus crímenes supuestos, ¿cómo había de ser
reverenciado si no sirviendo al demonio? ¿Es posible que había de
fundar, dilatar y conservar el Imperio romano este hombre, el más abatido
e infame, que cualquier romano a quien no agradaran ciertamente
semejantes torpezas? ¿Y había de dar la felicidad el que tan infelizmente
se hacía venerar y si así no le reverenciaban, se enojaba en extremo?
CAPITULO XXVII
CAPITULO XXVIII
CAPITULO XXIX
CAPITULO XXX
CAPITULO XXXI
Pues qué, el mismo Varrón (de quien nos pesa que haya colocado
entre los asuntos de la religión los juegos escénicos, aunque esto no
fuese de su dictamen, pues en muchos lugares, como religioso, exhorta al
culto de los dioses), ¿acaso no confiesa que no sigue por parecer propio
las cosas que refiere instituyó la ciudad de Roma acerca de este punto, de
modo que no duda decir que, si él fundara de nuevo aquella ciudad,
dedicara los dioses y los nombres de éstos según la fábula de su
naturaleza? Pero dice que le precisa seguir como estaba recibida por los
antiguos en el pueblo viejo, la historia de sus nombres y sobrenombres,
así como elles nos la dejaron, y escribir y examinarlos atentamente,
llevando la mira y procurando que el vulgo se incline antes a
reverenciarlos que a menospreciarlos; con las cuales palabras este
hombre indiscreto, bastantemente nos da a entender que no declara todo
lo que él solo despreciaba, sino lo que parecía que había de vilipendiar el
mismo vulgo, si no lo pasase en silencio. Pareciera esto, hablando de las
religiones, no dijera claramente que muchas cosas hay verdaderas que no
sólo no es útil que las sepa el vulgo, sino también, dado que sean falsas,
es conveniente que el pueblo lo entienda de otra manera; y por esto los
griegos ocultaron con silencio y entre paredes sus mayores secretos y
misterios. Aquí realmente nos descubrió toda la traza de los presumidos
de sabios, por quienes se gobiernan las ciudades y los pueblos, aunque
de estas seducciones y estos maravillosos gustan los malignos demonios
pues igualmente están en posesión de los seductores y de los seducidos,
y de su posesión y dominio no hay quien los pueda librar, sino, es la
gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro. Dice también el mismo sabio
y discreto autor que es Dios los que creyeron era un espíritu, que con
movimiento y discurso gobierna: el mundo; con cuyo sentir, aunque no
alcanzó un conocimiento exacto y genuino de la verdad (porque el Dios
verdadero no es precisamente el alma del mundo, sino más bien el
Criador y Hacedor de este espíritu), con todo, si pudiera eximirse de las
opiniones que estaban ya tan recibidas por la costumbre, confesara y
persuadiera eficazmente que se debía adorar a un solo Dios, que con
movimiento y razón el Universo; de modo que sobre este punto sólo
quedara con la indecisa la cuestión y duda en cuanto que es espíritu, y no
como debiera decir, Criador del alma. Dice asimismo que los antiguos
romanos, por más de ciento setenta años, adoraron y veneraron a los
dioses sin estatuas; y «si esto, añade, perseverara todavía, con más
castidad y santidad se reverenciaran los dioses», Y en apoyo de su
parecer cita, entre otros, por testigo la nación de los judíos, no dudando
de concluir su discurso diciendo: «Que los primeros que introdujeron en
el pueblo las estatuas de los dioses quitaron el miedo a los ciudadanos y
los indujeron a nuevos errores»; advirtiendo, como prudente, que
fácilmente podía despreciar a los dioses por la imperfección de sus
imágenes; al decir no sólo que enseñaron errores, sino que les indujeron,
quiere dar a entender ciertamente que también sin las estatuas, había ya
errores. Por eso, cuando dice que sólo acertaron a indicar lo que era Dios
los que se persuadieron era el alma que gobernaba el mundo, y es de
parecer que más casta y santamente se guarda la religión sin estatuas,
¿quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de la verdad?
Porque si se atreviera a oponerse a un error tan antiguo, sin duda que
diría: lo uno que había un solo Dios, por cuya providencia creía que se
gobernaba el mundo! y lo otro que éste debía adorarse sin representación
sensible Y así, hallándose tan cercano a las primeras nociones de la
verdadera religión, acaso cayera fácilmente en la cuenta, opinando que el
alma era mudable, para de este modo poder entender que Dios verdadero
era una naturaleza inmutable que había criado asimismo a la misma alma.
Y siendo esto cierto, todas las vanidades ilusorias de muchos dioses, de
que semejantes autores han hecho mención en sus libros, más han sido
obligados por ocultos juicios de Dios a confesarías como son que
procurando persuadirlas. Cuando citamos algunos testimonios de éstos,
los alegamos para convencer a esos que no quieren advertir de cuán
terrible y maligna potestad de los espíritus infernales nos libra el
incruento sacrificio de la sangre santísima que por nosotros se derramó y
el don y gracia del espíritu que por él se nos comunica.
CAPITULO XXXII
Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre
sus vasallos las falsas religiones
Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto
y potestad del verdadero Dios
CAPITULO XXXIV
Para que se conociese también que los bienes terrenos, a que sólo
aspiran los que no saben imaginar con más utilidad espiritual, estaban en
manos dcl mismo Dios, y no en la multitud de dioses falsos (los cuales
creían los romanos antes de ahora se debían adorar), multiplicó en Egipto
su pueblo, que era en número muy corto, de donde le sacó libre de la
servidumbre con maravillosos prodigios y señales; y, con todo, no
invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que, de un modo
admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación, las
fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de
las manos y furia de los egipcios, que los perseguían y deseaban
matarles; todas sus criaturas, sin la diosa Rumina, mamaron; sin la
Cunina estuvieron en las cunas; sin la Educa y Potina comenzaron a
comer y a beber, y sin tantos dioses de niños se criaron; sin los dioses
conyugales se casaron, sin invocar a Neptuno se les dividió el mar y
concedió paso franco, y anegó, tornando a juntar sus ondas, a los
enemigos que iban en su seguimiento; ni consagraron alguna diosa
Manina cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando, estando muertos de
sed, la piedra herida con la misteriosa vara, les brotó abundancia de agua,
adoraron a las ninfas y linfas; sin los desaforados misterios de Marte y de
Belona emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin la victoria
no vencieron, mas no la tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular
de Dios. Tuvieron mieses sin Segecia; sin Bobona bueyes; miel sin
Melona; pomos y frutas sin Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que
los romanos creyeron debían acudir a suplicar a tanta turba de falsos
dioses, lo tuvieron con mucha más bendición y abundancia de la mano de
un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra El con curiosidad impía,
acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses de los gentiles
y a sus ídolos, y, últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran en
la posesión del mismo reino, aunque no tan espacioso, pero sí más
dichoso. Y si ahora andan tan derramados por casi todas las tierras y
naciones, es providencia inescrutable de aquel único y solo Dios
verdadero, para que, viendo cómo se destruyen por todas partes las
estatuas, aras, bosques y templos de los falsos dioses, y se prohíben sus
sacrificios, se prueba y verifique por sus libros mismos lo propio que
muchos tiempos antes estaba profetizado, porque leyendo en los
nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra; pero lo
que se sigue es necesario que lo veamos en el libro siguiente.