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La Segunda Guerra Mundial fue un conflicto armado que tuvo lugar entre los años de 1939 y
1945, y que involucró de manera directa o indirecta a la mayor parte de las potencias militares y
económicas de la época, así como a numerosos países del Tercer Mundo. Se
la considera la guerra más dramática de la historia contemporánea, debido a la cantidad
de personas involucradas, las enormes dimensiones territoriales del conflicto, la cantidad de
armamento bélico empleado y las desgarradoras consecuencias históricas para la humanidad.
La invasión alemana de Polonia fue una de las causas de la Segunda Guerra Mundial.
La Paz de París - Los tratados elaborados en París al final de la Primera Guerra Mundial
no satisfacían a muchos. Alemania, Austria y los demás países del bando perdedor de la
guerra estaban especialmente descontentos con la Conferencia de Paz París, que les
exigía abandonar las armas y hacer reparaciones. Alemania aceptó firmar el Tratado de
Versalles sólo después de que los países vencedores amenazaran con invadirla si no lo
firmaba: el último pago de las reparaciones se hizo en 2010.
Cuestiones económicas - La Primera Guerra Mundial fue devastadora para las
economías de los países. Aunque la economía europea se había estabilizado en la
década de 1920, la Gran Depresión en Estados Unidos provocó el declive económico en
Europa. El comunismo y el fascismo cobraron fuerza a raíz de los problemas
económicos.
Nacionalismo - Una forma extrema de patriotismo que creció en Europa se hizo aún más
fuerte después de la Primera Guerra Mundial, especialmente para los países que fueron
derrotados.
Dictaduras - Los disturbios políticos y las condiciones económicas desfavorables
provocaron el surgimiento de dictaduras en países como Alemania, Italia, Japón y la
Unión Soviética.
Fracaso del apaciguamiento - Checoslovaquia se había convertido en una nación
independiente tras la Primera Guerra Mundial, pero en 1938 estaba rodeada em gran
parte de territorio alemán. Hitler, dictador de Alemania, quería anexionar los Sudetes, una
zona del oeste de Checoslovaquia donde vivían muchos alemanes. El primer ministro
británico, Neville Chamberlain, quiso apaciguar a Hitler y accedió a sus demandas sobre
los Sudetes después de que prometiera que no exigiría más territorio. Alemania se
apoderó del resto de Checoslovaquia en marzo de 1939.
Países participantes
Los dos bandos enfrentados fueron:
Potencias del Eje
Alemania, Japón e Italia formaron una coalición llamada las Potencias del Eje. Bulgaria, Hungría,
Rumanía y dos estados creados por Alemania -Croacia y Eslovaquia- se unieron luego.
Actores principales:
Alemania - Adolf Hitler, canciller y "Führer" (guía o líder)
Potencias aliadas
Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética formaban los Aliados, el grupo que
luchaba contra el Eje. Entre 1939 y 1944, al menos 50 naciones acabarían uniéndose a la
alianza. Trece naciones más se unirían en 1945, entre ellas: Australia, Bélgica, Brasil, la
Yugoslavia.
Actores principales:
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la potencia bélica de los bandos contendientes era
prácticamente equivalente, a pesar de que Francia e Inglaterra habían comenzado más tarde su
rearme. Cada uno de los aliados había desarrollado de forma distinta sus medios bélicos.
Francia mejoró y desarrolló su sistema de trincheras (la famosa Línea Maginot, impulsada por el
ministro de Guerra André Maginot), previendo una guerra de posiciones como en la Primera
Guerra Mundial. La poderosa marina británica no invirtió en la construcción de unidades que se
convertirían en vitales (como el portaaviones), pero el país desarrolló ampliamente su fuerza
aérea.
De las potencias que pronto intervendrían en el conflicto, la URSS contaba con sus ingentes
recursos humanos, y el otro gigante mundial, los Estados Unidos de América, poseía mayor
potencial industrial que capacidad militar efectiva; sólo tras decidir su participación en la guerra
enfocó rápidamente su industria a la fabricación de armas, y especialmente a la construcción de
aviones (cazas y bombarderos) y potentes buques de guerra (portaaviones y acorazados).
Los términos del Tratado de Versalles habían impuesto a Alemania la desmilitarización y la
limitación de sus arsenales; tal humillante obligación tuvo sin embargo la virtud de eliminar
armamentos que hubieran resultado obsoletos en la Segunda Guerra Mundial y de favorecer,
llegado el momento, la creación desde cero de un eficiente ejército dotado de armas de última
generación. De este modo, cuando Hitler ordenó la remilitarización y el rearme del país, orientó
la industria hacia la producción de aviones y unidades terrestres motorizadas, especialmente
tanques y carros de combate, y aunque desechó la fabricación de portaaviones y otros barcos de
superficie, construyó una potente flota de submarinos. No hay que olvidar que Alemania contaba
con un importante potencial técnico, tanto en la metalurgia como en la industria química y
eléctrica, de gran aplicación en la industria de guerra.
Antes de comenzar la guerra, y pensando en los efectos que podría tener un bloqueo similar al
llevado a cabo durante la Primera Guerra Mundial, Hitler había promovido la autarquía
económica, intentando llevar el país a un nivel de autosuficiencia o de mínima dependencia del
exterior. Pero aunque lo había logrado en muchos ámbitos, Alemania carecía de algunas
materias primas imprescindibles para su industria de guerra, como el hierro: seguía dependiendo
del hierro escandinavo. Por esta razón, el primer paso de Hitler fue la ocupación de Dinamarca y
Noruega (abril de 1940); la escasa resistencia fue vencida en pocos días, y los gobiernos de los
países ocupados hubieron de trasladarse a Londres.
En mayo de 1940, Hitler lanzó una tercera ofensiva, esta vez contra Francia, que resultaría en
una victoria tan aplastante como las de Polonia y Escandinavia: bastó poco más de un mes para
que toda Francia quedase bajo el control efectivo de Alemania. Convencidos de que, al igual que
en la Primera Guerra Mundial, el conflicto iba a dirimirse en las trincheras, los generales
franceses habían reforzado las fronteras (Línea Maginot), pero descuidaron la región de las
Ardenas, considerando que sus bosques y montañas eran intransitables para las unidades
blindadas del Reich.
Siguiendo el plan del general Erich von Manstein, el Estado Mayor escogió precisamente las
Ardenas como punto de paso hacia Francia. El 10 de mayo de 1940, las fuerzas alemanas
iniciaron los ataques sobre Holanda y Bélgica, y cuatro días más tarde, el grueso del ejército
alemán caía sobre Francia desde las Ardenas, haciendo inútil la Línea Maginot. Con uso masivo
de divisiones de tanques (Panzer) y de unidades especializadas como las de paracaidistas y la
aviación (Luftwaffe), que destruían puntos claves, las tropas alemanas se lanzaron sin
impedimentos sobre el Canal de la Mancha, dejando embolsadas las tropas británicas y
francesas en la zona de Dunkerque. Inexplicablemente, los alemanes detuvieron durante su
avance dos días, dando tiempo a que franceses e ingleses pudiesen completar, el 4 de junio de
1940, el reembarco de sus efectivos (más de trescientos mil soldados) hacia Gran Bretaña.
Al día siguiente, los alemanes emprendieron el avance hacia el sur; el 14 de junio entraron en
París. El mariscal Philippe Pétain, que había asumido la presidencia, pactó con Hitler un
armisticio. Francia quedó dividida en dos: el norte ocupado, que daba a Hitler el control de toda
la fachada atlántica y de la capital, y una zona sur de jurisdicción francesa administrada por un
gobierno colaboracionista (presidido por Pétain) que tenía su sede en Vichy. Mientras tanto, el
general Charles de Gaulle, que rechazó este acuerdo, organizó desde Londres la resistencia
interior, lanzando a través de la radio consignas que por el momento tendrían escasa
repercusión; para muchos franceses, Pétain había salvado al país de males mayores.
Las campañas citadas, y muy especialmente la ofensiva sobre Francia, son ejemplos eminentes
del éxito de las nuevas tácticas militares conocidas como «guerra relámpago» (Blitzkrieg).
Apoyándose en la rapidez, movilidad y perfecta coordinación de sus unidades motorizadas
(aviación, tanques, carros de combate, artillería autopropulsada), los alemanes concentraban
sus energías en puntos débiles o estratégicos hasta forzar sorpresivas rupturas en el frente por
las que penetraban las fuerzas terrestres, que avanzaban rápidamente por la desguarnecida
retaguardia hacia sus objetivos finales, sembrando el caos y el desconcierto entre las líneas
enemigas.
La guerra se convirtió así en una orgía de la velocidad: de las tropas motorizadas, de las
comunicaciones, de las órdenes, de la definición sobre la marcha de ofensivas y objetivos. El
ajedrez reposado de la Primera Guerra Mundial dio paso a una partida rápida que los grandes
estrategas franceses perdieron por tiempo. El mismo concepto de frente quedó finiquitado; había
frente donde atacaban los alemanes, lo cual, dada su rapidez y movilidad, era como decir que no
lo había. Que la Línea Maginot se mantuviera intacta tras la caída de París era el negro chiste
que señalaba la abismal diferencia entre la guerra antigua y la moderna, entre acumular tropas
para defenderse de nadie y exprimirlas al máximo dotándolas de un duende de dinamismo que
parecía ubicuidad. Hay que notar que este novedoso enfoque respondía también a una
necesidad estratégica profunda: Inglaterra seguía ejerciendo el dominio de los mares, y, al igual
que en la Primera Guerra Mundial, Alemania podría quedar desabastecida de petróleo y otros
productos básicos si era sometida a un prolongado bloqueo marítimo por los británicos. De ahí la
prioridad de llevar rápidamente el conflicto hacia su desenlace.
En solamente nueve meses, Hitler se había apoderado de Europa: los países que no habían
caído bajo su dominio eran aliados suyos o neutrales. Con la claudicación de Francia, en efecto,
tan sólo quedaba Gran Bretaña, a cuyo frente se había colocado el gobierno de coalición
presidido por Winston Churchill, un político de dilatada trayectoria destinado a convertirse en el
más admirado estadista de la Segunda Guerra Mundial. Reconociendo en su toma de posesión
(10 de mayo de 1940) que no podía ofrecer más que «sangre, sudor y lágrimas» a sus
conciudadanos, el nuevo primer ministro insufló un espíritu de lucha en el pueblo británico y, con
su determinación de resistir a toda costa, contrarió los planes de Hitler, que había supuesto que
el aislamiento empujaría a Inglaterra a negociar.
Decidido a finalizar cuanto antes la guerra, Hitler ordenó diseñar un plan de desembarco en las
islas, pero sus generales le convencieron de que, dada la superioridad de la armada británica, tal
empresa era imposible sin conseguir previamente, al menos, el control del espacio aéreo. De
este modo, la batalla de Inglaterra (de julio a septiembre de 1940) se libró exclusivamente en el
aire: cazas y bombarderos de la Luftwaffe alemana y la Royal Air Force británica se enzarzaron
en cruentos combates y soltaron miles de bombas primero sobre objetivos militares y luego
sobre Londres y Berlín, causando terribles estragos en la población civil. Gracias a la proximidad
de los aviones ingleses a sus bases y a las vitales informaciones sobre la aviación enemiga que
aportaba el uso del radar, el resultado fue favorable a los británicos. Hitler se vio obligado a
posponer indefinidamente la invasión de Inglaterra; la guerra comenzaba a alargarse más de lo
deseado.
La campaña de Rusia comenzó el 22 de junio de 1941. El Estado Mayor alemán organizó los
ejércitos en tres cuerpos que fueron enviados hacia el norte (Leningrado), hacia el centro
(Moscú) y hacia el sur (Ucrania). Los rusos firmaron un acuerdo con los británicos y al mismo
tiempo trasladaron su industria hacia el interior para que no cayera en manos del Reich. Los
generales alemanes habían proyectado una ofensiva en diez semanas, pero, tras un impetuoso
arranque que mejoraba incluso su previsiones, el deficiente estado de las infraestructuras (en
modo alguno comparables a las de la Europa occidental) y el rechazo de la población retrasaron
el avance de sus divisiones, que no estuvieron en disposición de atacar sus objetivos hasta
finales de septiembre.
Con las primeras lluvias de octubre, las carreteras rusas, no pavimentadas, se convirtieron en
barrizales impracticables. En noviembre, las temperaturas alcanzaron los 32 grados bajo cero,
reduciendo el material bélico a chatarra congelada y matando miles de soldados. A principios de
diciembre, el avance sobre Moscú quedó definitivamente paralizado. Una vez más, la estepa
rusa y el «general Invierno» parecían haber derrotado al temerario occidental que osaba
aventurarse por sus inmensidades; lo mismo le había ocurrido, más de cien años antes,
a Napoleón Bonaparte. Sin embargo, pese a las múltiples penalidades y a la imposibilidad de
cavar trincheras en el suelo congelado, las tropas alemanas resistieron los contraataques rusos
y mantuvieron sus posiciones.
Con la llegada de la primavera se reiniciaron las hostilidades. En el frente sur, los alemanes se
adentraron hasta el río Don, y en septiembre de 1942 se encontraban a las puertas de
Stalingrado. Entre finales de 1942 y principios de 1943, en el interior y los alrededores de esta
ciudad tendría lugar la más dura y decisiva de las batallas de la Segunda Guerra Mundial. Bajo
el mando de Konstantín Rokossovski, las fuerzas soviéticas rodearon el ejército del mariscal
alemán Friedrich von Paulus, mientras el general ruso Gueorgui Zhúkov dirigía la defensa de la
ciudad. El 2 de febrero de 1943, von Paulus se vio obligado a capitular; los rusos capturaron
trescientos mil prisioneros. La batalla de Stalingrado invirtió el curso de la guerra: a partir de ese
momento, la contraofensiva soviética obligaría a los alemanes a retroceder.
El segundo acontecimiento clave de la etapa 1941-1943 fue la entrada de los Estados Unidos en
la guerra a raíz del ataque japonés a Pearl Harbour (7 de diciembre de 1941). Aunque
ciertamente en un primer momento quisieron mantenerse estrictamente neutrales, los
americanos, en realidad, habían ya comenzado a servir a los intereses de los aliados. El apoyo
norteamericano se hizo patente cuando, en marzo de 1941, el presidente Franklin D.
Roosevelt obtuvo del Congreso la aprobación de la ley de Préstamo y Arriendo, que permitió a
los aliados surtirse de todo tipo de materiales y armas sin tener que pagar en el momento de la
compra: se estaba ayudando con todos los medios económicos a la lucha contra Alemania.
Como aliado de Alemania e Italia, países con los que había sellado el Pacto Tripartito de 1940,
Japón había comenzado a ocupar algunas colonias británicas, francesas y holandesas del Asia
Oriental con la ayuda, en muchos casos, de los nacionalistas nativos. El expansionismo del
militarista Imperio japonés chocaba con los intereses de los norteamericanos, que bloquearon
las exportaciones de petróleo y acero y congelaron los activos japoneses en el país, entre otras
sanciones económicas.
La intervención de Estados Unidos parecía inminente, pero Japón se anticipó con un ataque por
sorpresa cuyo objetivo era obtener una inmediata superioridad naval: sin previa declaración de
guerra, la aviación nipona bombardeó y hundió la mayor parte de la flota norteamericana
fondeada en la base de Pearl Harbour, en las islas Hawai (7 de diciembre de 1941). Estados
Unidos declaró la guerra a Japón y, poco después, a Italia y Alemania; la Segunda Guerra
Mundial ingresaba así definitivamente en su fase de universalización.
Durante los primeros meses de 1942, los japoneses, que anteriormente habían suscrito un pacto
de no agresión con Rusia, campearon sin demasiadas dificultades por el sudeste asiático,
ocupando Singapur, Indonesia, las islas Salomón, Birmania y Filipinas. Pero el 4 de junio de
1942, sus progresos quedaron bruscamente frenados en el más decisivo de los combates
navales de la Segunda Guerra Mundial: la batalla de Midway, un archipiélago situado 1.800
kilómetros al oeste de las islas Hawai en torno al que se enfrentaron las armadas enemigas.
Japón vio hundirse sus cuatro portaaviones, unidades que se habían revelado esenciales para la
supremacía en la moderna guerra marítima, y ya nunca podría resarcirse de su pérdida; los
astilleros estadounidenses botaron nuevos buques de guerra a toda máquina, y en adelante los
norteamericanos sólo tendrían que imponer su superioridad naval y aérea, a la que los nipones
opusieron una fanática resistencia.
El norte de África también fue escenario de combates. Desde Gibraltar hasta Alejandría, la
armada británica dominaba el Mediterráneo, pero existía un punto de gran importancia
estratégica que podía inclinar la balanza del lado alemán: el canal de Suez. Controlado por los
ingleses, este paso permitía la comunicación entre las colonias africanas y asiáticas del Imperio
británico y la metrópoli; su pérdida pondría en graves aprietos a Inglaterra. En septiembre de
1940, Mussolini había fracasado en su intento de atacar Egipto desde la vecina Libia, entonces
colonia italiana. En febrero de 1941, Hitler envió en su apoyo el Afrika Korps del general Erwin
Rommel, cuya pericia táctica le valdría el sobrenombre de «el zorro del desierto». En su avance
hacia el este, Rommel obtuvo sucesivas victorias, pero llegó desgastado a la ciudad egipcia de
El Alamein (julio de 1942), donde, falto de tanques y combustible, acabaría siendo derrotado por
el VIII Ejército del general británico Bernard Montgomery. Cortado definitivamente el acceso al
canal de Suez, el frente africano perdió relevancia para los alemanes.
El desembarco aliado en Sicilia, iniciado el 10 de julio de 1943, tenía como objetivo apoderarse
de la isla y utilizarla como base para la invasión de Italia. Aun antes de haber sido completada, la
ofensiva sobre Sicilia tuvo un impacto psicológico inesperado en la clase política: el 25 de julio,
el Gran Consejo Fascista destituyó a Mussolini, que fue encarcelado; el monarca italiano Víctor
Manuel III encargó la formación de un nuevo gobierno al general Pietro Badoglio, que firmó un
armisticio con los aliados el 3 de septiembre, fecha en que las tropas aliadas desembarcaron sin
oposición en la península Itálica.Los alemanes supieron reaccionar rápidamente: invadieron el
norte de Italia, liberaron a Mussolini en una arriesgada operación (12 de septiembre de 1943) y
lo pusieron al frente de un gobierno fascista, la República de Salò, así llamada por el nombre de
la ciudad italiana en que tenía su sede. Pese al apoyo del gobierno y la población, los aliados no
pudieron avanzar por esa Italia partida en dos; el frente se estabilizó a unos cien kilómetros al
sur de Roma. Una importante ofensiva permitiría tomar la capital en junio de 1944, pero desde
entonces las prioridades fueron liberar Francia y caer rápidamente sobre Berlín. Ya en 1945,
ante el ataque final de los aliados, Mussolini intentó huir a Suiza, pero fue descubierto y fusilado
por miembros de la resistencia.
En el Pacífico, desde la derrota de Midway, Japón apenas si había logrado más que ralentizar su
retirada resistiendo tenazmente las acometidas de los estadounidenses, que diezmaron la
armada nipona y reocuparon numerosos territorios. En verano de 1945, pese a la capitulación de
Alemania, el Imperio japonés seguía decidido a resistir a toda costa. Debido a las inmensas
distancias y a la singular geografía del escenario bélico, que obligaba a luchar de isla en isla, la
Guerra del Pacífico se preveía sumamente costosa en recursos humanos y materiales. Ante esta
perspectiva, Harry S. Truman, nuevo presidente norteamericano tras la súbita muerte de
Roosevelt, optó por emplear una nueva arma: la bomba atómica. El 6 y 9 de agosto de 1945, las
ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas por sendas explosiones
nucleares. El 2 de septiembre de 1945, Japón firmaba la rendición incondicional. La Segunda
Guerra Mundial había terminado.