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Hannah Arendt no se definía a sí misma como filósofa, sino como teórica política. Célebremente conocida por sus estudios sobre la
banalidad del mal, la obra política de Arendt es extensa y muy rica en conceptos. Con el objetivo de entender mejor el mundo que
vivimos, en este artículo repasamos su humanismo político.
En un ensayo dedicado al filósofo, maestro y amigo Karl Jaspers, Hannah Arendt escribió en 1957
que la humanidad había dejado de ser un concepto o un ideal para convertirse en una realidad
urgente. Esto, escribió, solo era posible no por los sueños de los humanistas o los razonamientos
de los filósofos, ni tampoco por los recientes acontecimientos políticos, sino casi exclusivamente a
través del desarrollo técnico del mundo occidental.
La verdad del diagnóstico arendtiano no ha hecho más que aumentar desde el día que lo
formulara hasta hoy. Arendt señaló en aquel texto que cada país se ha convertido en el vecino casi
inmediato de todos los demás y que cada hombre siente el impacto de los eventos que tienen
lugar en el otro lado del planeta.
Sin embargo, este presente fáctico común no se basa en un pasado compartido y no garantiza en
lo más mínimo un futuro igual para todos. La tecnología, que en teoría ha proporcionado la unidad
al mundo, puede destruirlo prácticamente con la misma facilidad, ya que los medios de
comunicación del mundo moderno se diseñaron junto con los medios de la posible destrucción
global.
Para Hannah Arendt, la humanidad ha dejado de ser un concepto o un ideal para convertirse en una realidad urgente. El motivo:
el desarrollo técnico del mundo occidental
De acuerdo con Arendt, la idea de un gobierno mundial, cualquiera que sea su forma, con un
poder centralizado, monopolizando el control de todos los medios violentos de ataque y de
defensa y totalmente independiente de cualquier otro poder soberano, no sería solo una
pesadilla, sino el fin de la vida política tal como la conocimos hasta ahora. Para ella, a la luz de su
presente histórico, el ideal humanista de la Ilustración —que, recordemos, defendía y celebraba la
figura incorpórea del hombre único y abstracto— no es más que un optimismo peligroso. Junto a
esto, asegura, el idealismo de la tradición humanista de la Ilustración y su concepto de
humanidad…:
«… en la medida en que nos llevaron a un presente global sin un pasado común, amenazan
con hacer irrelevantes todas las tradiciones e historias particulares del pasado».
Con el tiempo, este hipotético gobierno mundial, al que se refirió Arendt en la década de 1950,
puede identificarse, mutatis mutandis, con la globalización económica, financiera y mediática en la
que estamos metidos desde los años ochenta del siglo pasado hasta esta tercera década recién
comenzada del XXI. Es cierto que no se trata del mismo fenómeno, pero lo menos que se puede
decir al respecto es que Arendt, ya en la segunda parte de Los orígenes del totalitarismo (1951),
reflexionando sobre el imperialismo, comenzó a darnos alguna prueba de lo que podría haber sido
su crítica a la globalización, que todos vivimos hoy de una forma más o menos angustiante.
El peligro inherente a esa nueva realidad que ya se iba dibujando a mediados de la centuria pasada
parecía ser, según esta pensadora, que la unificación del mundo, basada en la economía, los
medios y la violencia, destruiría todas las tradiciones nacionales y sepultaría los orígenes de la
existencia humana, todo lo cual daría lugar a una superficialidad que haría irreconocible al hombre
tal como lo conocemos desde los cinco mil años de historia registrada.
Para Hannah Arendt, a la luz de su presente histórico, el ideal humanista de la Ilustración —que, recordemos, defendía y
celebraba la figura incorpórea del hombre único y abstracto— no es más que un optimismo peligroso
Aunque fue lo suficientemente honesta para expresar su escepticismo, Arendt —que meditó
durante años e intentó proponer soluciones para el problema que el Estado de Israel suponía no
solo para los palestinos, sino para los propios judíos— abogaba geopolíticamente por la
superación del Estado-nación en favor de lo que ella llamó Consejos Estatales. Estos serían una
estructura de consejos populares en los que cualquier ciudadano que lo desee tenga la
oportunidad de participar, «completamente extraño al principio de la soberanía». Muy
conveniente según la autora: «Para federaciones de los más variados géneros, especialmente
porque en él el poder sería constituido horizontal y no verticalmente».
Arendt defendía de este modo la democracia participativa y el federalismo, si bien es cierto que
nunca se ocupó de resolver los problemas que este sistema deja en abierto, como por ejemplo la
procedencia de la garantía de los derechos de los ciudadanos o la forma que deberían adoptar las
relaciones internacionales sin algún tipo de recurso a la propia soberanía. Existe, pues, una suerte
de utopía arendtiana en la cual merece la pena profundizar.
El mundo —decía ella— no es humano porque esté hecho por seres humanos, ni se vuelve
humano simplemente porque la voz de los hombres resuene en él. Lo es solo cuando se ha
convertido en el objeto del discurso. Humanizamos lo que pasa en el mundo y lo que nos pasa a
nosotros mismos solo cuando hablamos de ello, y en el transcurso de esa conversación
aprendemos a ser humanos.
Para designar el «amor a los hombres», los griegos utilizaron la palabra «filantropía», es decir, la
amistad política que Aristóteles trata en su Ética a Nicómaco y Hannah Arendt recupera en libros,
como en Sobre la revolución [1963], o en intervenciones más breves, como en «Sobre la
humanidad en tiempos oscuros: reflexiones sobre Lessing». Este último es un discurso escrito con
motivo de la aceptación del Premio Lessing de la Ciudad Libre de Hamburgo, en 1959, que
constituye —a mi modo de ver— una de las mejores puertas de entrada al pensamiento
arendtiano, uno de sus textos más brillantes y fecundos desde varios puntos de vista (lo podemos
leer en la colección de ensayos Hombres en tiempos de oscuridad [1968]).
En el tránsito hacia el mundo romano, dice Arendt, la filantropía sufrió cambios y se convirtió en la
humanitas, que básicamente consistió en el hecho de que personas de muy diferentes orígenes y
diferentes ascendencias étnicas pudieran llegar a la ciudadanía y discutir en igualdad de
condiciones sobre el mundo y la vida con el resto de ciudadanos romanos. Y esta base política,
asegura ella, diferencia la humanitas romana de lo que los modernos llaman humanidad, «que
comúnmente entienden como un simple efecto de educación».
Para Arendt, el mundo no es humano porque esté hecho por seres humanos, ni se vuelve humano simplemente porque la voz de
los hombres resuene en él. Lo es solo cuando se ha convertido en el objeto del discurso
Sostenían los griegos que solo el constante intercambio de conversaciones unía a los ciudadanos
en una polis. «En el discurso se hizo evidente la importancia política de la amistad y la calidad
humana que le es inherente», sostuvo Arendt. A partir de los elementos de comprensión y
expresión que transmite el lenguaje —el discurso— brota la raíz de la formación de lo humano
como apertura hacia los otros. Lo que humaniza no es la pura posibilidad de la palabra, ni la
palabra misma, sino la palabra libre, intercambiada y aceptada. Como en el poema de Emily
Dickinson, el mundo, para Arendt, existe cuando es hablado, así como para la poeta, la palabra
está viva cuando es dicha.