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La primera señal de alerta fue la forma en que la palma abierta de su mano empujaba

mi cabeza, pero lo dejé pasar, le resté importancia. Esas cosas las puede ir puliendo una
con el tiempo, ir orientando, pensé. La oferta de ser empapada en el pecho fue mía, la
cara no. Lo respetó. El gesto de embadurnarme, qué horrible palabra, pero no la hay
más precisa, ese gesto, fue mío, fue nacido de mí, que estaba como una hembra en celo:
era, en efecto, una hembra en celo, porque ese día estaba ovulando. Detalle que me
perturbó las horas siguientes y desencadenó el insomnio culpógeno de haber tomado
pocas precauciones por no decir ninguna. La cuestión de la hembra en celo es literal,
como digo, sí, pero también alegórica: ese ser me desenfrenaba y yo me movía como
una loba por el barro, una loba acechando en los pantanos oscuros de esa habitación de
doctorado, de rayuela, de saliva, que nos dejaba ser.

La segunda señal de alerta no fueron los ronquidos – ya dije que el insomnio tenía rizoma
propio– aunque me pareció sorpresivo que desde el instante cero hasta el amanecer
roncara sin parar, con diferentes tonos y sonoridades, respiraciones y saltos abruptos
que se intercalaban en la sinfonía completa. Luego de lo que imagino fue una hora –
pero tal vez hayan sido cinco minutos, por esa característica que tiene el insomnio que
es el terror, el verdadero terror de mirar la hora y comprobar el tiempo transcurrido, de
modo que una nunca puede saber si son las dos de la mañana como si son las cinco, lo
que solo se sabe por el color del cielo si empieza a clarear, pero que, en general, una
logra dormirse antes que eso suceda y entonces pierde absoluta noción del tiempo
dormido y el tiempo velado–, luego de ese transcurso incierto y pesado, el ser que
descansaba boca arriba se tornó ahora hacia mí, que empezaba a entrar, cautelosa, en
una ilusión de sueño. Intentaba internarme con sigilo en ese dulce camino, aferrada con
todas mis fuerzas a un palacio mental que me blindara de cualquier tipo de perturbación
sensorial y me llevara, como de la mano y con los ojos vendados, hasta los pasillos del
sueño profundo. Fue en ese momento que el ser se tornó hacia mí, que yacía acostada
de espaldas a él. Lo primeo que sentí fue la mano helada en el culo y después de una
brevísima caricia, sus dedos filosos intentando entrar en mis orificios y no digo vagina,
porque la intención era entrar donde hubiera espacio disponible, como un ciego a
tientas, pero a tientas intensas, tientas de desesperación, buscaba penetrarme.
Inmediatamente le saqué la mano. Me abrazó. Me saqué los brazos de encima y me di
vuelta. Ahora lo tenía de frente, pero mi culo estaba protegido y la penumbra me
preservaba de verle la cara, aunque su respiración agria me pegaba como una bala en el
triángulo entre la nariz y los ojos. Fruncí las rodillas y mis brazos quedaron entre
nuestros pechos a modo de valla infranqueable, pero el ser empezó a besarme, o mejor
dicho a buscar mi boca, también a tientas, como una bestia sonámbula, con
respiraciones entrecortadas. No quiero, le dije fuerte y claro. Se calmó inmediatamente
y siguió roncando.

Era la madrugada, hacía uno de los peores fríos del invierno y pedalear hasta mi casa
era algo extremo, además del desencadenante conflicto de tener que explicarle al ser
semi inconsciente el motivo de mi huida. En mis cavilaciones nunca hubo terror, debo
admitirlo, pero sí bronca, no por mí, no me sentía culpable por quedarme en una cama
caliente, sino por él, porque dormida no hay consentimiento y si hubiera estado
despierta, no lo había manifestado expresamente. Me acordé del caso de un tipo que
tocaba a la hija mientras estaba dormida. Los pasillos del sueño eran cada vez más
lejanos y los de las tinieblas se ofrecían tentadores. En algún momento de la noche, una
parte inteligente de mi psiquis me desancló de la oscuridad con aquella mítica frase que
dice: ¿qué harías si fueras un hombre? Sé que no es políticamente correcto, pero es lo
que, en definitiva, me salvó la noche: si fuera un hombre –un hombre con inteligencia
emocional, comunicativo, asertivo, o sea un ser de la mitología contemporánea–
pensaría que no nos conocemos, que tenemos formas diferentes de vincularnos, que
puede que sea agresivo en el sexo, que lo podemos conversar, que recién nos estamos
conociendo y podemos ajustar las tuercas. También, si fuera hombre, un hombre real,
aprovecharía la cama caliente y tal vez nunca me volvería a ver con el ser.

Con la alarma de las ocho y cuarto abrí los ojos, entraba luz, me debo haber quedado
dormida en algún momento antes de las primeras luces. Estaba cómoda, por la ventana
se veía un sol incipiente y unos humos invernales que subían del piso de abajo. Simone
me dio un beso suave en la nuca y pasó su brazo por mi cintura, acomodándose contra
mi cuerpo. Acepté el gesto.

– ¿Cómo dormiste linda?


Qué cómo dormí, la verdad que increíble, los momentos que dormí, dormí increíble,
incluso soñé que me tomaba un matcha latte, pero dormí muy poco y le expliqué por
qué. No tenía registro de absolutamente nada, que estaría dormido (cómo saberlo). La
culpa y el perdón parecían genuinos.

Preferí el perdón: la culpa es narcisista, es pesar por haber hecho algo mal, por haber
fallado en su desempeño, en cambio el perdón es lamento por haberle hecho un mal al
otro y un intento de reparar.

Salí de la ducha y el café humeaba en la mesa, el solcito ya entraba definitivo por la


ventana del comedor. Simone me miraba con ternura desde la esquina y me servía jugo
de naranja y se replicaba en disculpas mientras me acariciaba la mano. Después de eso
me fui, rauda, no sin antes refregarme en su espalda cuando él lavaba las tazas y
besarnos con deseo y ternura contra la pared de la cocina, con deseo, con ternura, con
sentimiento, consentimiento.

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