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OPINIÓN
MARZO 2022
Valeska Hesse
La
Internacional Socialista, que bajo la presidencia de Willy Brandt
llegó a ser
alguna vez una fuerza global, con un peso particular en
América Latina, lleva hoy una existencia lastimosa. Y la nueva
Alianza Progresista está lejos de ocupar su lugar.
Las redes internacionales de partidos apenas se hacen ver en los debates sobre los
grandes desafíos de nuestro tiempo. Cualquiera que conozca el estado actual de la
Internacional Socialista (IS) se asombrará si llega a releer el libro de Bernd Rother
Sozialdemokratie Global. Willy Brandt und die Sozialistische Internationale in
Lateinamerika [Socialdemocracia global. Willy Brandt y la Internacional Socialista en
América Latina] y ve el rol que tenía esta red de partidos en las décadas de 1970 y 1980,
especialmente en América Latina. En aquel momento, Willy Brandt presidía la IS y, a
través de su compromiso personal, la transformó en una fuerza global con la misión de
representar una alternativa tanto al capitalismo estadounidense como al comunismo
soviético.
Rother enfatiza que antes lo importante no era qué podía hacer la socialdemocracia
europea por América Latina. El interés era mutuo, había un acercamiento en igualdad de
derechos. Favorecido por acontecimientos internacionales como el debilitamiento de
Estados Unidos por la Guerra de Vietnam, la crisis del petróleo de 1973 y el descrédito de
China y Rusia por su actitud benévola frente las dictaduras militares en Argentina y Chile,
creció entre los políticos latinoamericanos el deseo de establecer y ampliar relaciones
con Europa occidental. Veían la socialdemocracia de Europa occidental como un modelo
para conciliar democracia, crecimiento económico y justicia social. Así, la iniciativa de
cooperación transcontinental en la década de 1970 provino especialmente de México y
Venezuela. El partido Acción Democrática de Venezuela era considerado en esa época la
vanguardia de una nueva socialdemocracia latinoamericana.
Otras razones fueron las crisis y los conflictos en la región en ese momento. El autor
estudia con particular intensidad la guerra civil en El Salvador (1980-1991), la Revolución
Sandinista en Nicaragua (1979) y la difícil búsqueda de la forma adecuada de relacionarse
con el gobierno de Managua. Rother señala que, durante el mandato de Brandt, ningún
otro tema o país preocupó tanto a la IS como Nicaragua. Debía evitarse a toda costa un
nuevo éxito de la Unión Soviética en América Central, como el logrado en Cuba después
de 1959. Los movimientos social-revolucionarios debían ver que los socialdemócratas
estarían de su lado cuando el camino hacia una revolución democrática no fuera factible,
dice Rother. A lo largo de los años, sin embargo, Nicaragua había pasado de ser la
esperanza de un «modelo socialista-democrático para el Tercer Mundo» –como se lo
llamó en su momento– a convertirse en una decepción autoritaria.
La IS no tuvo desde sus comienzos una orientación global. Por ello, después de que
Brandt asumiera la presidencia en 1976, trabajó por una apertura de la IS más allá de
Europa. La IS se abría a las fuerzas que estaban tanto a la izquierda como a la derecha de
la socialdemocracia, y también se toleraban los déficits democráticos. Rother describe
cómo esta búsqueda flexible de socios coincidió con el compromiso de Brandt de no
exportar ningún modelo, ni político ni económico. Según Rother, durante el mandato de
Brandt, la IS se guió por la idea de cooperar, dentro de un espectro vagamente definido
de fuerzas reformistas democráticas, con cualquiera que estuviera dispuesto a hacerlo,
siempre que el partido tuviera influencia en su país. La influencia política se valoraba más
que el purismo ideológico.
Esta flexibilidad era un requisito importante para ganar nuevos miembros, que esperaban
un diálogo en condiciones de igualdad con las fuerzas europeas, al que pudieran aportar
sus propias experiencias e ideas. Y debido a la gran cantidad de nuevos adherentes que a
menudo gobernaban sus respectivos países, el peso de la IS en el escenario mundial
crecía. Mientras tanto, el Departamento de Estado estadounidense puso a un experto a
seguir a la IS y también la Unión Soviética se ocupó del novedoso fenómeno.
Con el final de la presidencia de Brandt en 1992 también llegaron a su fin los buenos
tiempos de la IS. Esto deja en claro la importancia de las personalidades individuales,
especialmente Willy Brandt, para el éxito de la IS. Según Rother, bajo su presidencia, la IS
no fue tanto una alianza de partidos sino, más bien, una red de personalidades. Ni Pierre
Mauroy ni António Guterres, que lo sucedieron, pudieron reemplazar por completo al
fenómeno excepcional de Brandt. Cuando, en el curso de las revoluciones en Túnez y
Egipto en 2010, se descubrió que quienes habían gobernado autoritariamente hasta
entonces eran parte de la IS, la alianza se rompió.
Fuente: IPG
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