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Dicen que antes de la llegada del maíz el pueblo solamente comía raíces

y animales que cazaban. Sin embargo, se sospechaba sobre la existencia


de una planta dorada, que se escondía detrás de unas altas montañas
que enmarcaban la ciudad.
Los indígenas pedían a los dioses la separación de las montañas, para
que se abriera el paso y los recolectores pudieran ir a recoger los granos
de maíz. No obstante, los dioses no pudieron lograrlo. Es por esto que
los aztecas optaron por rezarle a Quetzalcóatl, la deidad más poderosa
de la cultura mesoamericana.

El dios escuchó las plegarias de su pueblo, y les prometió que les traería
aquel preciado alimento. Ni siquiera intentó separar las montañas,
mejor utilizó su sabiduría para conseguir el maíz. Observó bien las
colinas, y vio una hormiga roja que descendía con un grano de maíz
sobre su espalda.

Se acercó al insecto para interrogarlo y descubrir de dónde había


sacado el codiciado grano. Luego de conversar con ella, la hormiga
accedió a decirle todo, entonces Quetzalcóatl se convirtió en una
hormiga negra para que su nueva amiga lo guiara hasta el lugar donde
se escondía el alimento dorado que tanto pedían los aztecas.

La leyenda cuenta que aquella travesía estuvo llena de dificultades y


duró varios días, pero el dios, siempre pensando en su pueblo, logró
superar todo reto. Finalmente llegaron las hormigas a donde se erigían
las plantas del maíz, tomó un grano maduro con su boca y regresó con
su pueblo. Al llegar, los aztecas se regocijaron y sembraron aquel
tesoro. Y cuando éste dio fruto, la civilización comenzó a proliferar. Se
volvieron más fuertes y dieron inicio a la construcción de una ciudad.
Desde aquel momento, los aztecas veneraron sin dudar al generoso dios
Quetzalcóatl, el amigo de los hombres que les obsequió el maíz.

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