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EL DISCURSO DEL MARKETING: UNA REFLEXIÓN DESDE LOS CRITICAL MANAGEMENT

STUDIES

Carlos Jesús Fernández Rodríguez (Universidad Autónoma de Madrid, España).

Introducción

A lo largo de las últimas décadas, la figura del cliente ha ido adquiriendo un papel central en la
actividad empresarial. En todas las corporaciones, tanto si su actividad es la producción y
comercialización de bienes de consumo como si se dedican a la prestación de servicios a individuos
y/o a empresas, se alude continuamente a la importancia que tiene satisfacer sus necesidades:
prestarle un servicio excelente, entregarle el producto en el plazo estipulado, etc. Los mensajes se
reiteran: es imprescindible hacer un esfuerzo adicional, gracias a él es por lo que la empresa obtiene
beneficios y paga salarios, se hacen más horas si hace falta, se trabaja el fin de semana si es
necesario: por el cliente todo parece justificarse. Incluso se debe trabajar siguiendo los patrones que
marca el consumo (du Gay, 1996). El discurso empresarial actual está imbuido de esa retórica, como
se puede observar en los textos sobre management, obras que versan sobre cómo implantar
procedimientos eficaces que solucionen los problemas de las empresas y otras organizaciones, y que
se caracterizan por la exposición de dichos problemas desde el punto de vista del responsable de la
gestión, esto es, del directivo o manager (Boltanski y Chiappello, 2002). Algunos de estos textos
están firmados por famosos gurús empresariales -expertos en fórmulas para alcanzar el éxito en los
negocios, y detalladamente estudiados en trabajos como los de Huczynski (1993) o Collins (2000)-
que alcanzan un número significativo de ventas e influencia. En la justificación por parte de estos
“expertos” de la adopción de nuevas prácticas en las corporaciones (como cambios en la forma de
organización del trabajo o en la estructura jerárquica de la empresa) se alude, de forma reiterada, a la
necesidad de adaptarse a las necesidades del cliente, y más en unos mercados calificados como
turbulentos y cambiantes (Peters, 1992).

Sin embargo, un examen más detallado de estos textos manageriales permite observar dos
cuestiones llamativas. En primer lugar, la figura del consumidor o cliente no ocupa un lugar central
hasta aproximadamente mediados de la década de los sesenta, momento en que se comienza a
desarrollar la disciplina del marketing; y sólo desde principios de los ochenta se convierte en un actor
fundamental en la actividad empresarial. Por otra parte, esa figura, más allá de hacerse referencia
continua a la misma, apenas se describe o analiza en detalle, excepto por los autores vinculados al
concepto de calidad total como Deming (tal y como señalan Rosenthal et al, 2001). Estos aspectos
justifican la necesidad de revisar cómo y con qué fines se está utilizando dicha figura del cliente en
los discursos actuales sobre la organización empresarial.

Cambios en los patrones de consumo y hegemonía del marketing

No cabe duda que los patrones de consumo han cambiado mucho desde la década de los sesenta.
La empresa moderna, gracias a las técnicas de racionalización de la producción y de la gestión
desarrolladas en el modelo fordista, fue capaz de generar una producción en serie que, combinada
con las políticas económicas keynesianas de estímulo de la demanda, permitió la configuración de un
mercado de masas tras la Segunda Guerra Mundial. El consumo de masas se convirtió en la norma
cultural de las sociedades con sistemas económicos de libre empresa (Alonso, 2005). A partir de ese
período se comienza a detectar una fragmentación de las necesidades de los consumidores fruto de
la maduración de dichos mercados, lo que llevó a un escenario de creciente competencia (Harvey,
1998). Así, el consumo de bienes estandarizados, producidos en masa y del que el Ford T era el
ejemplo clásico, es sustituido paulatinamente por diferentes estilos de vida reflejados en la
adquisición de bienes y servicios determinados, connotando formas de expresión personal (Alonso,
2005). El consumo adquiere una doble dimensión simbólica: por una parte, los bienes consumidos
son un símbolo de status; por otro, responden a impulsos narcisistas de satisfacción de deseos y
fantasías. Tal y como señala Nikolas Rose, las identidades de los individuos en las sociedades
capitalistas avanzadas pasan a construirse desde el mundo del consumo y no desde el mundo del
trabajo (Rose, 1999). Se comienza entonces a producir una creciente diferenciación de las
necesidades en virtud de la búsqueda de identidades (una segmentación de las subjetividades, como
señalan Sturdy y Knights, 1996), provocando la aparición de diferentes patrones de consumo. Las
grandes compañías ya no podían ceñirse a la simple búsqueda de economías de escala: debían
además empezar a prestar atención a los deseos del consumidor, cada vez más divergentes entre sí
(Morgan, 2003: 114).

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Por ello, y ante esta situación, los productos debieron orientarse, desde entonces, a determinados
nichos de mercado, lo que supuso la puesta en práctica de estrategias que mejorasen la visibilidad de
los productos, dentro de un mercado abarrotado por marcas diferentes. Junto al desarrollo de nuevas
técnicas de comercialización, se construyó además un discurso en torno al marketing, cuya idea
esencial es la siguiente: las empresas no deben producir lo que resulta más eficiente para el
departamento de producción (como se había hecho en cierto modo en décadas anteriores), sino lo
que el comprador requiere. Es necesario por tanto un cambio de orientación en los negocios, que
además ayudará a reconciliar definitivamente a los consumidores con las empresas y el sistema
capitalista, pues es capaz de hacer realidad sus sueños adquiriéndolos en el mercado. El marketing,
presentado como una herramienta neutral, se fundamenta en una premisa esencial: según la idea del
cliente como rey (consumer as a king), todo individuo es un consumidor soberano, libre para elegir en
el mercado los bienes o servicios que desea (Alvesson y Willmott, 1996). El marketing pretende
ofrecer soluciones a nuestras necesidades, especialmente en cuestiones de status (relación con los
otros). Se entiende así que los consumidores conocen qué bienes o servicios quieren, y tienen el
poder de elegir a la empresa que se los puede proveer, sin plantearse la existencia de una posible
limitación en esa racionalidad. Se trata fundamentalmente de construir un discurso seductor, en el
que se transmite que los distintos individuos tienen la libertad de elegir lo que sólo ellos desean, más
allá de que tal cosa suceda realmente (Morgan, 2003).

Esta concepción encajará especialmente bien con el ethos de la política internacional a principios de
los años ochenta. Las victorias electorales de Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan
en Estados Unidos suponen un giro hacia medidas económicas neoliberales, que pretenden la
maximización del rol del mercado frente a la reducción del peso del Estado en la economía. El
neoconservadurismo genera una retórica muy relacionada con los valores propios de las clases
empresariales, pretendiendo una reacción, un despertar de las economías norteamericana y europea.
Desde ese período, el discurso empresarial se interesa fundamentalmente por el cliente, cuya
soberanía es el eje sobre el que pasa a re-imaginarse y re-estructurarse los procesos productivos y
comerciales (Wray-Bliss, 2001: 45).

La revolución del marketing y el cambio en las organizaciones.

En el campo de la empresa privada, el impacto de la “revolución del marketing” ha sido enorme. Uno
de los aspectos a los que se prestó más atención fue el de la participación de los empleados. De
forma creciente, el compromiso con la mejora de la calidad de los productos implicó, de forma
paulatina, una búsqueda por parte de las empresas de un mayor compromiso por parte de la fuerza
de trabajo. El mercado de servicios se había desarrollado espectacularmente, y frente a la producción
de bienes, el control de su calidad no podía medirse a través de técnicas con base matemática, pues
implica otros aspectos relacionados con la comunicación y la imagen: se requiere así que los
trabajadores se comprometan con las tareas que realizan, pues no existe otra forma de realizar ese
control (Sturdy y Knights, 1996). Conforme la competencia en los mercados se fue intensificando, se
hizo imprescindible que la mejora de los procesos de calidad y servicio al cliente fuese cosa de
absolutamente todos los miembros de la organización. Este enfoque es el que ha dominado la mayor
parte de las ideas y prescripciones de la filosofía del management actual (Sturdy, 2001: 3).

Así, desde principios de la década de los ochenta, los principales textos manageriales utilizaron el
concepto de cliente como una de las justificaciones para promover el cambio organizacional. El
clásico En busca de la excelencia de Peters y Waterman (1982) es uno de los textos de management
en los que se alude al mismo de forma más acusada. Los autores eran conscientes de la necesidad
de las empresas norteamericanas de mejorar la calidad de sus productos y favorecer la recuperación
de la economía. Para ello, en su obran discutieron cuestiones como la calidad, los productos
campeones, o la competencia entre productos, con la sombra de las técnicas empresariales
japonesas de fondo. Pero sobre todo, en su obra se hablaba de personas: hay referencias
continuadas a la importancia de los significados, a la identificación con los objetivos de la empresa, a
ser ganadores, a amar al cliente. Subrayaban la necesidad de crear en las empresas culturas
vigorosas, evitando que esa atmósfera de cultura “compartida” pueda ser entendida como un ejemplo
de totalitarismo, pero a la vez fomentando la afectividad y el uso de las emociones en la actividad
empresarial. Alcanzar la excelencia es algo posible: se consigue creando una cultura de compromiso
de los trabajadores con la empresa, cuyos excesos quedarán limitados si hay una orientación al
cliente, que está ahí fuera. Se trata de abandonar un modelo fordista burocrático excesivamente
reglamentado: sólo se necesita motivar adecuadamente a los empleados, creando una tupida red de
significados e impulsando la acción a través del desmantelamiento de la burocracia interna y la

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delegación de responsabilidades. De este modo, actúa como legitimador del cambio de modelo
organizativo, esto es, la transición de la gran corporación burocrática a una empresa guiada por
valores, siendo además el freno de los posibles excesos “culturales”.

Las organizaciones orientadas al cliente ejercen una fuerte influencia en los individuos que trabajan
en ellas. Los mensajes dirigidos al trabajador son siempre los mismos: trabajo en equipo, gestionar
sus competencias, trabajar con clientes, tomar la iniciativa: son excitantes, pero a la vez prescriptivos.
Se trata de sus obligaciones, de lo que se espera de ellos: son “obligados a ser libres” (Rose, 1999).
Se habla de un management liberador (Peters, 1992) pero los trabajadores están obligados a
comportarse estrictamente del modo que se espera de ellos. De este modo, estas organizaciones
también parecen producir, en cierto modo, “gente” (individuos comprometidos y obedientes), y
ciertamente este es un asunto controvertido (Alvesson y Willmott, 1992; du Gay, 1996; Rose, 1999).
La delegación en los trabajadores (el conocido como empowerment) tampoco parece actuar, a priori,
como el instrumento de liberación que presume ser: es cierto que se otorga al trabajador libertad de
iniciativa para atender eficazmente al cliente, enriqueciendo su trabajo; pero al mismo tiempo, esa
libertad debe utilizarse exclusivamente para maximizar los beneficios empresariales. Así, el resultado
de la delegación es la cesión del control a los propios trabajadores, sin necesidad de mandos
intermedios: las responsabilidades de los éxitos y fracasos se atribuyen con exactitud, lo que
contribuye al autodisciplinamiento (Alvesson y Willmott, 1992). También implica cambios sobre el
perfil de las personas que se va a contratar. Así, más allá de otros criterios, los fundamentales serán
la motivación para satisfacer al cliente, la autodisciplina y la iniciativa. Se contratará al que demuestre
un compromiso total con la empresa. La reivindicación laboral quedaría fuera de este escenario, pues
la empresa rechaza todo comportamiento inconformista en sus empleados: la protesta, así,
desaparece de la organización. Nos encontramos ante un escenario de control cultural (reforzado
además con fenómenos como los mystery shoppers (Sturdy, 2001)), denunciado por muchos autores
(du Gay, 1996; Rose, 1999) y que guarda una evidente relación con el concepto de
gubernamentalidad de Michel Foucault, principal referente teórico de buena parte de buena parte de
los sociólogos vinculados a los estudios culturales y de los analistas de la organización postmodernos
del Reino Unido.

La influencia del cliente, así, tiene importantes efectos sobre el desempeño del trabajo y las
relaciones laborales dentro y fuera de la organización. Para el investigador Edward Wray-Bliss (2001:
46-47), este discurso tiene tres efectos fundamentales. En primer lugar, provoca un primer
desplazamiento en la relación que el trabajador tiene con su trabajo. Éste dirige su atención al cliente,
en torno al cual define su trabajo cotidiano, más que a la propia empresa. Este cambio lleva a que los
sindicatos pierdan influencia, pues el trabajador se desentiende de las relaciones internas en la
empresa. En segundo lugar, la responsabilidad que el trabajador adquiere hacia el cliente, su
compromiso (que en muchas ocasiones llega a ser verdaderamente emocional) lleva a evitar
determinadas formas de resistencia, como por ejemplo las huelgas, con el fin de no perjudicarle. En
tercer lugar, el trabajador de los servicios se constituye en la figura que humaniza la organización
impersonal que es la empresa, eliminando la alienación de los consumidores y rebajando el nivel de
crítica que estos puedan tener a una “sociedad programada”.

Por otra parte, el énfasis en el cliente y la eliminación de la burocracia no destruyen los criterios de
racionalización en la organización del trabajo. Autores como Marek Korczynski (2001) señalan que,
pese a las críticas que el discurso empresarial haya realizado hacia esa racionalidad (ese modelo
racional “estrecho”, tan criticado por gurús como Peters y Waterman (1982)), en realidad dicho
énfasis en el consumidor no ha supuesto un desplazamiento de dicha noción de racionalización fuera
del ámbito de las prácticas organizacionales. Por el contrario, más bien se ha producido, en las
empresas de servicios especialmente, una coexistencia entre dos lógicas: la lógica de la
racionalización y la lógica del servicio de atención al cliente, de carácter más bien normativo-cultural.
Korczynski denomina a esta fusión de lógicas “burocracia orientada al cliente”, en la que el cliente se
constituye como figura de autoridad. Estas dos lógicas serían profundamente contradictorias entre sí.
Frente a la rutinización de tareas y la racionalidad impersonal, propia de toda tarea realizada de forma
eficaz y eficiente por la organización, la lógica de la atención al cliente exige por el contrario prestar
atención a su variabilidad, a la imposibilidad de predecir sus próximos movimientos, a los elementos
personales y emocionales que están presentes en el trato cara a cara propio de la relación comercial
directa. La autoridad se estructurará así en torno a dos ejes: la figura del cliente, en torno a la cual se
constituye un conjunto de normas en forma de control cultural, y la propia racionalidad burocrática, lo
que supone que no existe una sustitución de una por otra, sino por el contrario ambas se suman. Hay
así un suplemento de autoridad en el proceso de trabajo (Korczynski, 2001).

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La selección de personal realizada por los departamentos de recursos humanos también es afectada
por este discurso. Antes había señalado que gracias a la legitimación que ofrece la figura del cliente,
se llega a “producir gente”. Esa expresión, muy utilizada por los sociólogos culturalistas británicos, no
es desafortunada en ningún caso. A la vez que se produce una maduración del mercado de servicios,
se configura junto al mismo un auténtico mercado de la personalidad. Ya se había comentado que, en
las obras de los gurús, se pide una identificación del trabajador con la cultura de la empresa, con sus
valores. La presión normativa de la cultura lleva a que el yo privado tienda a confundirse con el yo en
el trabajo. Pero además las firmas pasan a requerir, en palabras de Korczynski (2001: 91), un trabajo
emocional racionalizado en el que se espera de los trabajadores que muestren sus emociones, pero
sólo de forma que no interfieran o entren en conflicto con los fines burocráticos de racionalidad y
eficiencia. La búsqueda de esa “personalidad manufacturada” conduce a la selección de personas
con determinados atributos: esto es, se “alquila” la fuerza de trabajo de personas por motivos ajenos
a las destrezas o conocimientos, sino más bien porque poseen atributos que permiten facilitar la
cercanía al cliente (por ejemplo, la belleza física). Este marketing de la personalidad es otro elemento
sobre el que recaen las críticas: se devalúan las habilidades de los trabajadores concentrándose
meramente en ciertos aspectos estéticos del trabajo. De este modo, la selección de personal pasa a
estar marcada por la marginación de ciertas personas en función de su aspecto, reproduciendo
desigualdades sociales (Sturdy, 2001: 6). La “estetización” de la vida cotidiana (Featherstone, 1993)
sobre la que se sustenta el discurso del marketing se manifiesta en estos procesos en toda su
crudeza. En resumen, el discurso del cliente supone una multiplicación del control en el trabajo a
través de varias vías (cultura, selección de personal, lógicas de actuación), además de desmantelar la
crítica dentro y fuera de la organización al situar la autoridad en la empresa en el exterior, en las leyes
del mercado.

Conclusión

El servicio al cliente ha transformado el trabajo, en el que progresivamente factores como la


afectividad introducen pautas de comportamiento entre los empleados que pueden conducirles a la
auto-explotación: si son las emociones las que nos unen al consumidor, debemos entonces tener
presente que este puede exigirlo todo. Además, esa relación emocional lleva a que las fronteras entre
trabajo y vida se difuminen, provocando, como señalan diversos autores (Alvesson y Willmott, 1996;
Wray-Bliss, 2001), un efecto de colonización en otras esferas de la vida cotidiana, que lleva a que se
generen dudas sobre los verdaderos objetivos de la entronización del cliente. No sólo afecta a la
producción de bienes y servicios: se introduce en las instituciones públicas y en las asociaciones. Su
difusión termina por alcanzar a todos los aspectos de la vida cotidiana. De este modo, todas las
relaciones sociales pueden pasar a estar definidas en términos de mecanismos de marketing, lo que
generaría un control social encubierto al ser el marketing esencialmente un discurso de legitimación
del sistema de mercado (Alvesson y Willmott, 1996: 124).

La denuncia más importante que se formula desde los Critical Management Studies contra la figura
del cliente es, así, la de que el marketing legitima el control abusivo dentro de las organizaciones
empresariales. Se produce un disciplinamiento tanto en el ámbito laboral como en el de las
identidades (Rose, 1999; Sturdy y Knights, 1996), favoreciendo un clima de aceptación sin matices de
los valores pro-empresariales. Se ha convertido, actualmente, en una de las herramientas más
eficaces en el ejercicio de ese control: ha pasado a convertirse en una figura externa que actúa como
una autoridad fuera de la empresa, sirviendo para incrementar el control sobre el trabajo. El énfasis
sobre el consumidor del discurso del marketing ayuda, así, a oscurecer el foco real del poder de la
dirección, al favorecer que ciertos aspectos disciplinarios del management se proyecten en el exterior
de la empresa, en la figura del cliente.

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