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China deja atrás a Occidente en la cuarta

revolución industrial
DAVID P. GOLDMAN
LA VANGUARDIA 12/08/2021
Durante miles de años, las debilidades internas (catástrofes naturales, hambrunas, plagas, disturbios civiles e invasiones
extranjeras) hicieron que China dirigiera su atención sobre sí misma. Nos encontramos ahora en el mayor punto de
inflexión de su historia desde la unificación que tuvo lugar en el siglo III a.C. China dirige hoy su atención hacia el
exterior. El año 2020 supuso un momento decisivo. China fue la única economía importante que mostró crecimiento
económico. Ya es la mayor economía del mundo en términos de paridad de poder adquisitivo, y su PIB será mayor que
el de Estados Unidos en términos de dólares estadounidenses antes del final de la presente década. Está desarrollando
su propia propiedad intelectual en ámbitos clave. En algunos de ellos, es mejor que la norteamericana: inteligencia
artificial, telecomunicaciones, criptografía y guerra electrónica. En otros campos clave, como la computación cuántica
(posiblemente el santo grial de la tecnología del siglo XXI), resulta difícil saber quién va por delante, pero China está
gastando muchísimo más en ellos que Occidente.

En la carrera hacia la cuarta revolución industrial, China va muy por delante de Occidente, y ya posee un 70% de las
estaciones base de telefonía móvil con cobertura 5G. La primera gran multinacional china, Huawei, está desplegando la
banda ancha móvil de quinta generación por toda Eurasia, desde Vladivostok hasta Alemania, por encima de los
esfuerzos de Washington por impedirlo. A pesar de los aranceles sobre los productos chinos, las importaciones
estadounidenses procedentes de China marcaron en febrero pasado un nuevo récord para el período previo de doce
meses.

El éxito comparativo de China en el control de la pandemia sorprendió a Occidente. Tras algunas torpezas iniciales por
parte de los funcionarios locales del partido, China utilizó sus datos de localización en tiempo real de los teléfonos
móviles para aislar los casos individuales, e introdujo todo ese volumen de información en servidores de inteligencia
artificial que calcularon la probabilidad de nuevos focos de infección. El Estado chino utilizó su poder absoluto para
poner en cuarentena ciudades tan grandes como algunos países europeos, impedir el transporte y controlar el
movimiento de cientos de millones de personas.

Desde el 2001, el PIB per cápita de China se ha quintuplicado. Ciudades chinas que eran suburbios tercermundistas han
prosperado y se han convertido en monstruos de acero y cristal que parecen decorados de películas de ciencia ficción; y
no sólo se trata de Shanghai, Shenzhen y Cantón, sino también de ciudades del interior como Chengdu y Chongqing,
cada una de ellas con treinta millones de habitantes. El crecimiento de China se ha frenado hasta un 6% anual,
aproximadamente el triple que el estadounidense. Un chino de 30 años consume casi diez veces más que de lo que
consumían su padre o su madre cuando él nació. Los chinos que se criaron en casas con suelos de tierra y retretes
exteriores viven hoy en apartamentos con calefacción central y agua corriente.

Los chinos que antes ahorraban para comprar bicicletas ahora pueden permitirse tener coches. ¿Se falsifican los datos
oficiales para que la situación pareciera mejor? China ha construido la red de autopistas más larga del mundo (unos
150.000 kilómetros), la mayor red ferroviaria de alta velocidad del mundo (unos 30.000 kilómetros en la actualidad,
que aumentarán hasta 40.000 kilómetros en el 2025), y suficientes viviendas para trasladar a casi 600 millones de
personas del campo a las ciudades. Nada de eso existía hace treinta años. Las infraestructuras de China son la maravilla
del mundo moderno. En comparación con sus aeropuertos, carreteras y líneas ferroviarias, la mayor parte de Estados
Unidos parece un país del tercer mundo.

Y las ambiciones globales de China no constituyen ningún secreto. Su objetivo es integrar a Eurasia en una esfera
económica china en el marco de la multimillonaria Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI), y utilizar su hegemonía en la
banda ancha 5G para encabezar una cuarta revolución industrial. El sitio web de Huawei lleva anunciando desde el
2011 el plan chino de supremacía económica mundial; el país lo ha proclamado a bombo y platillo (y con un gasto
considerable) en todas las conferencias de telecomunicaciones de los últimos diez años. La ambición militar de China
es importante, pero está subordinada a una visión económica y tecnológica tan amplia que los analistas estadounidenses
no han tenido suficiente ancho de banda intelectual para percibirla.
En algunos ámbitos clave, China está desarrollando mejor que EE.UU. su
propiedad intelectual en inteligencia artificial, telecomunicaciones,
criptografía y guerra electrónica
Da la impresión de que los estrategas estadounidenses piensan que estamos tratando con la Unión Soviética de la
década de 1980. Ojalá fuera tan fácil. El comunismo es una ideología en quiebra, un desdichado fracaso como
organización social y económica. China es algo totalmente diferente. Los comunistas soviéticos decían a sus científicos
con más talento: “Inventad algo nuevo y os daremos una medalla y, a lo mejor, una dacha”. China dice: “Inventad algo
nuevo, lanzad una oferta pública inicial y haceos multimillonarios”. A finales del 2019 había 285 multi-millonarios en
China; incluido Jack Ma, de Alibaba, quien (como muchos otros multimillonarios) es miembro del Partido Comunista.
Hay más marxistas en Cambridge (Massachusetts) que en toda China.

Occidente se enfrenta a algo mucho más intimidante que el marxismo apolillado: un imperio de cinco mil años de
antigüedad que es pragmático, curioso, adaptable, implacable... y que tiene hambre. El actual régimen de China es
cruel, pero no más que la dinastía Qin, que empleó forzosamente a un millón de trabajadores en la Gran Muralla. China
fue y sigue siendo totalmente despiadada.

La idea más importante que se ha apropiado de Estados Unidos es precisamente la que hizo que este país se convirtiera
en la superpotencia mundial única tras el colapso de la Unión Soviética. Dicha idea consiste en impulsar la I+D
fundamental a través de la búsqueda agresiva de sistemas de armamento superiores y dejar que los efectos secundarios
se filtren a la economía civil. China es como un cohete de dos etapas. El propulsor fue la economía basada en las
exportaciones y la mano de obra barata, que hizo que pasara de ser un país rural empobrecido a ser un próspero gigante
urbanizado tras las reformas de Deng Xiaoping. China empezó a descartar esa primera etapa hace diez años. La
segunda es la cuarta revolución industrial, basada en la inteligencia artificial, la robótica, internet y las aplicaciones
masivas de big data a la gestión de la cadena de suministro, el transporte, la sanidad y otros campos.

La mayor ventaja de China es el capital humano. En China se gradúan hoy más científicos e ingenieros que en Estados
Unidos, Europa, Japón, Taiwán y Corea del Sur juntos, y siete veces más que en Estados Unidos. En los últimos diez
años, la calidad de la educación científica china ha aumentado hasta alcanzar niveles mundiales. La revolución cultural
de Mao Zedong de la década de 1960 casi destruyó el sistema universitario chino. Gracias a las facultades
estadounidenses, las universidades chinas han reunido a un profesorado científico y de ingeniería de categoría mundial;
más de 70.000 estudiantes chinos se han doctorado en universidades estadounidenses, frente a 30.000 indios y 25.000
surcoreanos. Cuatro de cada cinco doctorados en informática e ingeniería eléctrica en Estados Unidos se conceden a
estudiantes extranjeros, entre los cuales los chinos son el mayor contingente. Solo un 6% de los estudiantes
universitarios estadounidenses se especializa en ingeniería, lo que significa que no hay muchos puestos de profesorado
disponibles para los recién doctorados.

Estamos compitiendo con 1.400 millones de personas inteligentes y laboriosas. Los escolares chinos entran a las siete y
media de la mañana y salen a las cinco de la tarde. Diez millones de adolescentes chinos se presentan todos los años a
los exámenes de acceso a la universidad y se preparan doce horas al día durante dos años para ser aceptados en una
buena universidad. La ética de trabajo asiática explica por qué un 28% de los estudiantes de las universidades de la Ivy
League de Estados Unidos son asiáticos, por más que los asiáticos sólo representen un 5,6% de la población
estadounidense. Hemos formado un profesorado de ingeniería de categoría mundial para las universidades chinas, las
mejores de las cuales están al mismo nivel que las mejores universidades estadounidenses.

Sin embargo, ya hemos superado el punto en el que una comparación individual de la capacidad técnica china y
estadounidense puede explicar el equilibrio estratégico. China ha contratado a decenas de miles de los mejores
científicos y técnicos occidentales. Huawei ha creado un modelo de negocio único en la historia china, con 50.000
empleados extranjeros y centros de investigación en dos decenas de países occidentales. No es una compañía china
sino una compañía imperial, una especie de ejército impulsado por la tecnología que produce un efecto multiplicador.
A medida que crece, aplasta a la competencia y absorbe su talento.

China mantiene a Google al otro lado de su Gran Cortafuegos. Tomó esa


decisión para permitir que Tencent, Baidu y otras firmas chinas subieran la
curva de aprendizaje sin verse ahogadas en la cuna por la competencia
americana
China ya no necesita robar o copiar la tecnología occidental. En los últimos cinco años, ha producido los mejores
equipos 5G del mundo, algunos de los superordenadores más rápidos, misiles estratégicos de hipervelocidad, chips
informáticos que compiten con los mejores diseñados por Estados Unidos y una tecnología de ciberseguridad
imposible de piratear, la criptografía cuántica. En el 2019, una nave robótica china realizó el primer aterrizaje suave en
la cara oculta de la Luna. Se trata sólo del principio.

La Asamblea Popular Nacional reunida en marzo del 2020 (un encuentro teóricamente comunista y entre cuyos
delegados había un centenar de multimillonarios) presentó un plan quinquenal de 1,4 billones de dólares para impulsar
el avance tecnológico. Estados Unidos no ha hecho nada parecido desde el programa lunar de Kennedy o la Iniciativa
de Defensa Estratégica de Reagan.

Algunos analistas afirman que la economía china sufrirá una crisis de deuda debilitadora. Sin embargo, las cifras no
apoyan esa opinión. Según el Banco de Pagos Internacionales, China y Estados Unidos soportan aproximadamente la
misma carga de deuda. El total de créditos concedidos al Estado, los hogares y las empresas no financieras asciende a
un 261% del PIB en China y a un 249% del PIB en Estados Unidos. La gran diferencia radica en quién tiene la deuda.
La deuda del Gobierno central es aproximadamente la mitad del PIB en China, pero cerca de un 100% del PIB en
Estados Unidos. En cambio, la deuda corporativa privada es sólo un 75% del PIB en Estados Unidos, frente a un 150%
del PIB en China.

Tras haber pedido prestado aproximadamente la misma cantidad en relación con el tamaño de sus respectivas
economías, ¿qué es lo que han obtenido a cambio China y Estados Unidos? La deuda nacional estadounidense se elevó
por encima de los 20 billones de dólares, sin contar con los 46 billones de dólares adicionales que se calcula que
existen en pasivos sin financiación prevista de la Seguridad Social y Medicare. Estados Unidos gasta la mayor parte de
ese dinero en pagos de transferencias. China utilizó su deuda para trasladar a 550 millones de personas del campo a la
ciudad y para construir las infraestructuras más modernas y grandes del mundo.

Los economistas chinos predicen el final cercano de la hegemonía del dólar. Eso tendría graves repercusiones para la
economía estadounidense; el papel de divisa de reserva del dólar proporciona a Estados Unidos préstamos a cero o bajo
interés por valor de unos 24 billones de dólares, más de un año del PIB estadounidense. El déficit presupuestario de
Estados Unidos asciende aproximadamente a una quinta parte del PIB, un porcentaje sin precedentes en tiempos de paz
y que será difícil de soportar con la erosión del papel de reserva del dólar.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses eran pagados sencillamente por ser estadounidenses.
Estados Unidos tenía los únicos mercados de capitales profundos, los únicos inversores de capital riesgo, el único
establishment de defensa nacional capaz de destinar recursos masivos en I+D básica y la única mano de obra
cualificada lista para convertir las innovaciones en productos. Inventó todos los componentes de la era digital: los
semiconductores, las pantallas, los sensores, los láseres, las redes y la propia internet. Las empresas estadounidenses
disfrutaban de monopolios naturales en decenas de campos. Sus bienes y servicios se vendían a precio de oro.

En 1960, Estados Unidos producía un 40% del PIB mundial. Ahora produce un 24%. Más importante aún es el declive
de la cuota estadounidense en la producción industrial de alta tecnología: según el Banco Mundial, cayó de un 18% en
1999 a sólo un 7% en el 2014; la de China, en cambio, pasó de un 3% a un 26%. El compromiso de Estados Unidos
con la fabricación de alta tecnología se derrumbó con la burbuja tecnológica del 2000 y nunca se recuperó. No es
casualidad que los ingresos de los hogares estadounidenses apenas hayan crecido en los siguiente veinte años.

Imaginemos una corporación global que convierte todos los móviles del mundo en recolectores de datos sobre todos
los aspectos de la existencia humana. Empieza con una aplicación médica que hace pruebas a niños pequeños para
detectar enfermedades oculares congénitas y sube los datos a la nube; al poco, añade análisis remotos de la sangre, el
metabolismo y la función pulmonar. Añade una aplicación medioambiental que escucha los cantos de los pájaros para
comprobar la estabilidad de las poblaciones de aves. Permite pagar cualquier tipo de compra con un toque en el
teléfono y transmite cada registro de compra a la nube en tiempo real. Analiza los pagos al por menor y las cadenas de
suministro de las empresas, los patrones de tráfico urbano, las publicaciones en las redes sociales, los movimientos del
mercado de valores, las fluctuaciones monetarias, los rendimientos de las cosechas... todos los detalles de la vida
cotidiana. Ese gigantesco cerebro global mantiene un perfil de todos los países del mundo, con cobertura de banda
ancha, velocidades de descarga, coste del servicio, infraestructuras físicas y penetración de la telefonía móvil. Tiene
previsto asimilar en su red a la mayor parte de los siete mil millones de personas del mundo. Semejante diluvio de
datos se transmite a los servidores mediante conexiones de banda ancha a unas velocidades centenares de veces
superiores a las actuales y es analizado por un gigantesco conjunto de servidores de alta velocidad diseñados para
detectar la importancia de patrones minúsculos en los datos.

La corporación global proporciona los teléfonos móviles, las aplicaciones, los sensores, la banda ancha, los servidores
y el software de inteligencia artificial para extraer los datos. Conecta sus servidores con robots industriales que
aprenden a crear sus propias líneas de montaje, con terminales de transporte, flotas de transporte aéreo de mercancías y
millones de coches y camiones sin conductor que llevan trabajadores y mercancías a los puestos de trabajo, tiendas y
fábricas. Las redes de banda ancha rastrean la ubicación, los hábitos de gasto y las publicaciones en línea de cada
persona del planeta, y las cámaras de alta definición instaladas a intervalos de cien metros verifican que el móvil
vigilado es portado por su propietario registrado. Miles de millones de historiales médicos se cotejan con miles de
millones de perfiles genéticos, mientras que los ordenadores utilizan el aprendizaje automático para identificar defectos
genéticos e inventar nuevos productos farmacéuticos.

Tal es la ambición de Huawei, Alibaba y Tencent, las tres grandes firmas tecnológicas chinas.

Tomemos el caso de la atención sanitaria, que hoy representa un 10% del PIB de los países desarrollados y puede
convertirse en el mayor sector del mundo a medida que el envejecimiento de la población requiera más servicios
médicos. Huawei proporcionará a los usuarios un sensor que se conecta a un teléfono inteligente, se pone sobre el dedo
índice y mide el nivel de oxígeno, la frecuencia cardíaca, la temperatura y la presión arterial. Otro sensor del móvil
hará un electrocardiograma. El usuario cargará sus constantes vitales y el estado de su corazón en el móvil y de ahí
pasará a la nube, donde también estará su historial médico digitalizado, su historial médico familiar y, dentro de no
mucho, un análisis genético de su ADN para detectar una predisposición a sufrir ictus o ataque al corazón. Los
servidores de inteligencia artificial de Huawei segmentarán los datos individuales y cruzarán la información con la
contenida en cientos de millones de historiales. El teléfono emitirá un pitido si el riesgo de infarto o ictus alcanza una
determinada probabilidad, y una aplicación opcional enviará un coche con conductor en ruta para llevar a la persona a
la sala de urgencias más cercana. Huawei espera tener 500 millones de personas conectadas a sus servidores en la nube
dentro de diez años. ¿Por qué negarse a ceder los datos? Por supuesto, con ello se habrá ayudado a Huawei a crear una
base de datos para la investigación médica que obligará a todas las organizaciones de investigación médica del mundo
a realizar sus experimentos en los servidores de Huawei.

En principio, el imperio virtual de China no es más que una extensión de lo que llevan años haciendo Facebook,
Google y Amazon. No roban datos, aunque quizás uno no sea consciente de la cantidad de información personal que
entrega todos los días. Los datos se ceden a cambio de servicios que hacen la vida personal más cómoda y la vida
empresarial más productiva.

En un mundo digital, hay resultados binarios. Se es de Facebook o de MySpace, de Excel o de Lotus 1-2-3, de Google
o de AltaVista. Los efectos de las redes dictan que solo habrá un ganador en cada campo de la tecnología digital.
Cuando todo el mundo cultivaba su granja, no importaba si la granja propia era un poco mejor o peor que la del vecino.
Sin embargo, cuando el producto es un software, la oferta es infinitamente escalable. Es decir, el coste de añadir un
usuario adicional es cero. Para hacer una investigación en una biblioteca de las tradicionales, habría que ir añadiendo
cada vez más libros, más catálogos de fichas y más bibliotecarios para posibilitar más búsquedas. No es el caso de
Google. El monopolio de las búsquedas por internet puede tener que añadir alguna que otra granja de servidores para
gestionar los 6.000 millones de búsquedas que se realizan cada día, pero eso no es más que una minucia en
comparación con sus ingresos. Google aprovecha el efecto red: cuanta más gente busque en Google, mejor será
Google. China mantiene a Google al otro lado de su Gran Cortafuegos. Tomó esa decisión para permitir que Tencent,
Baidu y otras empresas chinas subieran la curva de aprendizaje sin verse ahogadas en la cuna por la competencia es-
tadounidense. Ahora China quiere dominar los efectos de red de la inteligencia artificial en la cuarta revolución
industrial.

En Estados Unidos, algunos responsables de formular políticas creen que China es frágil y que las presiones externas
resquebrajarán el régimen y mitigarán el desafío de China al dominio estratégico estadounidense. La denegación de
acceso a la tecnología, las presiones a los aliados para que excluyan a las empresas tecnológicas chinas de las
infraestructuras de comunicaciones, la contención a través de la alianza Quad (Estados Unidos, Japón, India y
Australia), las sanciones por el trato acordado a Hong Kong o Xinjiang, etcétera, debilitarán o incluso harán colapsar el
régimen comunista, según el consenso de Washington.

China siempre corre un riesgo de descomposición, pero hay dos poderosas fuerzas centrípetas que contrarrestan ese
riesgo. Una es la infraestructura: la tecnología ribereña creó, en su momento, el imperio chino; y una inversión y
gestión centralizada de las infraestructuras es indispensable para la existencia económica de China. La otra es la cultura
china. De los seis a los doce años, los niños chinos dedican de tres a cuatro horas diarias a convertirse en chinos, es
decir, a aprender los caracteres de la lengua escrita.

"En China de los seis a los doce años los niños dedican de tres a cuatro horas diarias a convertirse en chinos, es decir, a aprender los caracteres
de la lengua escrita", relata el autor. 
 AFP
Durante más de dos mil años, los emperadores chinos han reforzado el centro reclutando a los jóvenes con más talento
para la casta gestora de los mandarines y alineando sus ambiciones personales con las de la corte imperial. La actual
dinastía comunista ha hecho lo mismo, pero a una escala mucho mayor; diez millones de estudiantes chinos se
presentan todos los años al examen de acceso a la universidad, un camino hacia el éxito personal para los más
inteligentes y laboriosos. Eso no elimina las fuerzas centrífugas que existen dentro del imperio chino, pero da a Beijing
un margen considerable para controlarlas. La periferia se ha vaciado por la migración a los centros urbanos, y las
oportunidades ofrecidas a los jóvenes más ambiciosos son considerables.

Occidente no puede contener a China intentando controlar el flujo de tecnología. Ninguna potencia de la historia ha
conseguido contener a un adversario negándole el acceso a la tecnología. Tampoco puede cambiar el carácter político
de China. Hace veinte años, el gobierno de George W. Bush se propuso rehacer el mundo islámico a imagen y
semejanza de Estados Unidos y fracasó estrepitosamente. Se trata de una civilización propensa al fracaso que no
podemos arreglar por mucho que lo intentemos. Ahora los mismos ideólogos se proponen debilitar y contener a China,
y tienen el mismo problema, pero al revés: se trata de una civilización de cinco mil años que no podemos contener, por
mucho que lo intentemos. Nuestra única salida es hacerlo mejor.

¿Está condenado Occidente a someterse a China? China puede innovar, y de hecho lo hace, pero Occidente puede
innovar mejor, si se esfuerza. Los programas dirigidos desde arriba del modelo chino se centran en objetivos
específicos; la innovación estadounidense es más propensa a generar descubrimientos inesperados.

El ejemplo de innovación occidental es la revolución digital de las décadas de 1970 y 1990. Dos cosas caracterizaron
todos y cada uno de los inventos emblemáticos de la era digital, desde los circuitos integrados hasta internet y las redes
ópticas. La primera es que todos empezaron con financiación del Departamento de Defensa estadounidense; y la
segunda, que todos dieron con tecnologías innovadoras mientras buscaban otra cosa. El sistema de subvenciones del
Departamento de Defensa permitió a los ingenieros y científicos de una amplia variedad de laboratorios corporativos,
nacionales y académicos la libertad de ir en pos de lo desconocido.

El láser semiconductor que alimenta las redes ópticas y un gran número de otras aplicaciones comenzó con un proyecto
de Signal Corp para iluminar los campos de batalla por la noche. La fabricación de chips CMOS (producción en masa
de chips personalizados rápidos, ligeros y energéticamente eficientes) comenzó con una petición de la DARPA para
que los pilotos de aviones de combate pudieran consultar las previsiones meteorológicas en la cabina, pero acabó
alimentando un radar de búsqueda en cotas inferiores. Internet comenzó como una forma de asegurar las
comunicaciones en tiempos de guerra y se ha convertido en el medio universal de intercambio.
Estados Unidos tuvo que enfrentarse a los avances soviéticos, empezando por el Spútnik pero también a unos misiles
tierra-aire que mostraron una eficacia devastadora durante la guerra árabe-israelí de 1973. Al apoyar la investigación en
las fronteras de la física y la informática, el Gobierno de Estados Unidos motivó a decenas de laboratorios corporativos
y a muchos miles de científicos a superar los límites de la ciencia. La I+D en defensa requiere que los investigadores
aborden problemas sin soluciones conocidas y creen tecnologías cuyas aplicaciones en tiempos de paz no pueden
predecirse. El caso es que el afán por ganar guerras ha producido prácticamente todas las tecnologías que han
transformado la vida civil durante la última generación.

Los grandes estallidos norteamericanos de innovación se produjeron no sólo porque el número adecuado de dólares
salió de Wa¬shington o el número adecuado de graduados salió de las universidades, sino porque presidentes como
Eisenhower, Kennedy y Reagan nos plantearon grandes retos, como el Programa Apolo y la Iniciativa de Defensa
Estratégica. Ese liderazgo político proporcionó los recursos, pero también la motivación y el dinamismo para hacer
cosas que nadie había imaginado antes. Una alianza de la OTAN y Japón con semejante visión estratégica podría
conseguir que Occidente siguiera manteniéndose por delante de China.

*Director adjunto de 'Asia Times', su libro más reciente es 'You will be assimilated: China's plan to sino-form the
world (Bombardier Books, 2020). También es investigador principal del Centro de Estudios Políticos de Londres,
investigador del Instituto Claremont y miembro del consejo asesor de Signal (Red de Gobierno y Liderazgo
Académico Sino-Israelí)

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