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Los síntomas son por todos conocidos: ser docente en niveles primario o medio no configura
prestigio social, ni salario suficiente; ser catedrático universitario hace tiempo que ha dejado de
ser acceso a respetabilidad o ascenso económico; poseer un título de educación superior ya no
garantiza puestos de trabajo ni prestaciones de peso. También sabemos que los adolescentes
encuentran escaso entusiasmo en leer, que lo escolar les parece una rémora tediosa, y
advertimos que la escuela a nivel de primaria o de básica (según sea la denominación en cada
país) se preocupa por promover hábitos y destrezas que en buena medida no se corresponden
con aquellos que la sociedad privilegia en la época de la computación y la robótica.
Todos advertimos -con mayor o menor nitidez- que la institución escolar no goza de los
prestigios que se le asignaban hace un cuarto de siglo. Ha perdido centralidad e, incluso en su
lugar hoy lateral, parece a veces tan poco trascendente que se la lleva hacia lo residual. Lo
educativo es un ítem secundario dentro de la agenda pública: puesto a depender de las
decisiones en política económica, carece de dimensión estratégica, excepto -por supuesto en
los discursos oficiales. Allí, le toca hoy asumir la amarga ambivalencia que por mucho tiempo
ha afectado a la valoración social del arte: sublime en las inquietudes platónicas e idealizadas,
y por ello mismo absolutamente dejado de lado en el momento de las urgencias, las decisiones
pragmáticas y la resolución de problemas. La educación es hoy objeto de discurso encendido
en cuanto a su importancia estratégica, a que se la debe considerar inversión y no gasto, a su
lugar fundamental en las actuales estrategias de desarrollo a nivel mundial. Sin embargo, su
sitial a nivel de asignaciones pre supuestarias es modesto, y aún lo es más su consideración en
cuanto a las prioridades de atención. No pasarían por allí las preocupaciones oficiales; como
máximo, en algún caso se entiende que debe formarse algún personal de punta en áreas de
tecnologías estratégicas, pero se escinde esta cuestión de la escolaridad para el conjunto de
los estudiantes "vulgares", los que no encabezarán la pirámide de reconocimiento en la
acreditación escolar. La "educación universal" se considera como derecho indisputablemente
impuesto; por ello mismo, como cosa ya superada, obtenida, como meta que no requiere ser
puesta nuevamente en el espacio de reflexión o cuestionamiento. De manera que la escuela,
cuando parece más aceptada, es que en realidad está más ignorada.
Verdad es que la educación no tiene sociológicamente hablando sino una inevitable función
conservadora; con ello queremos decir que. si bien es altamente deseable mostrar capacidad
de innovación procedimental y de contenidos, y abrirse a nuevos enfoques en lo epistémico y
en lo valorativo/ideológico (y afirmamos que ello es una posibilidad fecunda de lo escolar, en
tanto no signado por la inmediatez voraz de la lógica de la producción y del mercado), lo
escolar viene a consolidar, transmitir y sostener valores previamente consolidados y
legitimados socialmente. Es decir: para que directivos, supervisores y la plana mayor de la
política escolar den por aceptables ciertos contenidos trabajados, o determinadas experiencias
inducidas, será imprescindible que ellos sean caracterizados en términos de la moral, la
ideología y los valores universales previamente aceptados (o, en el límite, tolerados) por la
sociedad. Si la escuela asume la función que Scheler planteaba para el santo o el héroe, es
decir, la de fundar, de abrir nuevos horizontes de comprensión, ensanchar los campos
discursivos, operar sobre lo inédito abriendo paradigmas imprevisibles, es sabido lo que
ocurrirá: padres de familia, políticos opositores, otros agentes del mismo sistema educativo
cercenarán la experiencia. Lo escolar implica el sostenimiento de los valores sobre los cuales
se funda el lazo social: por ello, de aquellos que son sostenidos por la sociedad como un todo
para reconocerse cada uno integrante de ella. Esa identidad que subsume las diferencias, en
cuanto éstas se delimitan dentro de esa pertenencia más general de todos a una misma
totalidad sociocultural. Por ello, las especificaciones axiológicas resultan problemáticas, sobre
todo cuando no responden a los parámetros de lo establecido, y por ello se hacen visibles,
"chocan" contra el fondo de sentido establecido. Un caso patente es el de la educación sexual:
la resistencia al respecto marca que no están socialmente consolidados los acuerdos previos
que permitirían que se asumiera base a un consenso general, que hiciera secundarios los
conflictos de interpretación.
Esta característica de lo escolar, que le ha sido funcional para mantenerlo dentro de la
sociedad vigente dentro de un plano idealizado aunque a menudo vacuo (la docente abriegada,
el maestro mártir, etc.), en un momento de torsión estructural de las condiciones económicas y
culturales (paso de la línea de montaje a la modificación teconológica permanente, y de la
modernidad al marasmo posmoderno) se ha vuelto extremadamente problemática. No ponerse
a la altura de los tiempos, no mostrar alta capacidad de adecuación, ir siempre "detrás" de lo
establecido en tiempos en que la velocidad de la innovación crece en progresión geométrica,
está desvinculando lo escolar de los procesos fundamentales de la sociedad. Está dejando lo
educativo en el desván de lo obsoleto, poniendo la institución escolar por fuera de los procesos
socialmente definitorios.
El desafío es enorme. La escuela se renueva, o irá lentamente perdiendo vigencia para
apagarse sin pena ni gloria.
No podemos adivinar el futuro, ni sabemos cómo puedan las funciones que hoy desempeña lo
escolar ser asumidas en lo por venir por otras instituciones (aunque todos barruntamos algo por
vía del peso que van guardando los mass media en la inculcación de valores y en la
construcción social de sentido); pero tenemos claro que toda institución se desdibuja cuando
pierde las funciones que la justificaban. Si incluso el aprendizaje de lo intelectual puede
realizarse mejor por vías interactivas, ofrecidas por el video, la informática y la apelación a
bancos de datos, advertimos que quienes ponen el acento en la función de la escuela como
modo de acceso al conocimiento, tampoco quedan librados de la problematicidad que la nueva
situación supone. La apropiación colectiva del conocimiento puede encontrar vías tecnológicas
que no hagan imprescindible la apelación a lo escolar. No se nos pida detalle al respecto,
porque obviamente se
sabe que no hay conocimiento sobre lo que aún no acaece: sólo podemos señalar tendencias.
Pero no resulta difícil advertir que pizarrón y tiza no pueden competir con el mundo de la
informatización generalizada; que el lenguaje de lo escolar, su equipamiento y sus estilos de
procedimiento lo ponen por fuera de la cultura "de punta", aquella que se liga a la innovación en
la globalización mundial de la información, y del planeta intercomunicado en una condición de
simultaneidad uniforme. La escuela está vieja.
Empecemos por advertir la cuestión. Naturalmente, cabe la posibilidad de que lo escolar
permanezca por mucho tiempo más en una larga agonía y decadencia: de hecho, creemos que
ello ya está sucediendo. Podemos pensar que la escuela, así, no desaparecerá, que estamos
lejos de su caída. Pero no nos equivoquemos: es ésta una época de renovaciones veloces, de
vertiginosas recomposiciones. Nada garantiza el sostén a mediano plazo, si es que la brecha
entre innovación tecnológica y cultura de la escuela sigue agrandándose. Va siendo hora de
una saludable reacción.
Éste es el sentido de nuestro texto. Alertar sobre un letargo del cual es imprescindible salir, e
indagar mínimamente sobre algunos rumbos posibles de esa salida. Por cierto, es más fácil el
diagnóstico que la recomendación de soluciones. Pero en cualquier caso, la definición de las
opciones futuras depende del diagnóstico mismo. Por ello intentaremos ponerlo en perspectiva,
haciendo alusión al sentido histórico de lo escolar cuando se dio su surgimiento ligado a la
ideología de la Ilustración. Es decir, trataremos de dar algunas bases teóricas para pensar el rol
que históricamente le ha cabido a la educación formal. Es nuestra esperanza que ello
contribuya a encontrar las vías de una imprescindible recomposición.
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Capítulo Uno
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Capítulo Dos
Las modificaciones habidas en el horizonte cultural desde la década de los ochenta son
bastante conocidas, en cuanto han sido largamente comentadas y discutidas. No se trata
exactamente de que lo moderno haya desaparecido del horizonte; sin duda que la competencia
permanece como mecanismo central de las relaciones económicas, reforzada por el avance
tecnológico permanente, cada vez más vertiginoso y fluido. De modo que el control técnico del
mundo, propuesto por Heidegger como lo propio del proyecto moderno occidental; no se ha
eclipsado ni mucho menos; por el contrario, se ha incrementado.
Pero lo que se ha modificado, dando incluso un vuelco en forma de inversión, es el efecto
cultural de estas condiciones materiales y prácticas. Antes se creía en el progreso indefinido,
en el desarrollo abierto hacia el futuro, en el proyecto sistemático, en el progreso; hoy, la
ecología ha puesto al progreso en entredicho, el futuro ya no es promesa, el pasado se ha
desustancializado, no se cree que valga la pena producir sistemáticamente la historia! El estilo
"light", la imposición del narcisismo y la privatización de la existencia han llevado al abandono
de la proyectualidad propia de lo moderno.
Estamos entonces no en una negación de la modernidad, sino en un rebasamiento, una
especie de modificación de los efectos por agudizamiento de las causas. Puede hablarse con
propiedad de lo sobremoderno, como algún autor ha propuesto; estamos en la etapa de pleno
cumplimiento del proyecto de dominio técnico del mundo. En él precisamente, la ciencia, la
técnica, la razón, han sido puestas en crisis. Ello en cuanto las ideas de progreso y de dominio
han dejado como tales de tener consenso y validez.
Asistimos a la época del final de las certidumbres. Ya no hay pretensión de que la verdad sea
única. Estamos ante la proliferación de los lenguajes, de los puntos de vista, de los criterios de
legitimidad; dada la creciente complejidad social, la sociedad como un todo pierde toda
visibilidad, cada sector configura sus sociolectos, sus estilos culturales específicos, sus
peculiares modos de aceptar la autoridad o la ética. De manera que los fundamentos clásicos,
que buscaban filosóficamente establecer garantías del conocimiento cierto, de las verdades
últimas, de los criterios trascendentales y ahistóricos, han dejado de tener sentido. Ya no se
aceptaría algo como la Verdad, sino que existirían verdades provisionales, fragmentarias,
propias de grupos específicos que no aspiran a la imposición universal, sino sólo a la tolerancia
que les permita existir, y permita existir a los otros.
El final de las certidumbres que se adscribían a la fundación filosófica aumenta la
indeterminación, el pluralismo de opciones, la asunción liviana de las posiciones contra las
éticas "duras" tradicionales. Ello quita espacio a la criticidad y a la oposición a lo existente, pero
también simultáneamente al autoritarismo. Todo esto lleva consecuencias específicas respecto
de lo escolar; si no se requiere fundación intelectual rigurosa, si la hora de lo universal ha
pasado, ya no se hace necesario aquello que la escuela posibilitaba: el acceso a conocimientos
y posiciones "objetivas", el acercamiento a una disciplina rigurosa que permita superar la afición
a los particularismos, los procedimientos de probanza propios de la metodología filosófica más
específica, o de la ciencia empírica. Si no hay una sola verdad, el arbitrario cultural deja de
tener plena legitimación; en todo caso, es sólo una imposición vacía de un código por sobre
otros, o una forma utilitaria de acceder a aquello que permita trabajo por vía de la acreditación
escolar.
La escuela deja de perfilarse como espacio social privilegiado: se convierte apenas en un lugar
más.
Sin seguridades, ya no es la escuela el sitio donde ellas se transmiten. Lo mismo ocurre con los
oficiantes de tales seguridades, los clásicos apropiadores de la verdad: los intelectuales. En la
cultura letrada propia del Iluminismo y de la modernidad, la búsqueda metódica del
conocimiento era altamente valorada; y los intelectuales representaban el sector social que
poseía legitimación social para tener la voz autorizada. Cómo no recordar las anécdotas de lo
que representaba Sartre en los cafés y las universidades de París; sus polémicas con Camus...
O el extraño estilo que hiciera de J. Lacan una especie de chamán a la vez que científico
respetado. La opinión del intelectual constituía la cúspide de la legitimación discursiva: era allí
donde se iba a buscar base para lo que se planteara en otros ámbitos sociales. Periodistas,
estudiantes, abogados, se apoyaban en los puntos de vista que -deductivamente se asumían a
partir de las tomas de partido de los intelectuales, reflejadas en los diarios de mayor tirada, y
derivadas desde los ámbitos académicos.
Había sacerdotes de la verdad: ella se construía pacientemente en el crisol de los libros, la
meditación metódica, la investigación detallada. La verdad arribaba lentamente, como bien lo
muestran los ejemplos de historia de la ciencia de algunos autores como Bachelard; época con
tiempo para uno mismo, para el pensamiento destilado, para el detalle y la búsqueda de
coherencia.
No resulta lo propio del transcurso posmoderno, de la etapa de la imposición "massmediática":
actualmente todo transcurre en un perpetuo fluir, en el vértigo del zapping, en la discontinuidad
videoclip, en la ruptura de la sistematicidad, del discurso hilado. Primacía de la imagen por
sobre la letra, de lo imaginario sobre lo simbólico, de la multiplicidad de estímulos por sobre la
posibilidad de elaborarlos o discriminarlos. Un tiempo que ha sido descrito por diferentes
autores, en lo que implica de corte con nuestros hábitos y estilos anteriores. Ya no importa algo
como la verdad, que se pudiera expresar con coherencia, sino más bien la opinión que se
construye sobre la diversidad experiencial, a partir de lo más impactante, lo más actual, lo más
atractivo. Se diría que estamos ante una posición estetizante: importa aquello que nos gusta
más, que nos seduce, que puede por alguna causa resultar más motivante dentro del
permanente flujo de los variadísimos estímulos. Como se ve, no se trata ya de quién pensó con
más claridad o con mayor rigor: más bien la cuestión es quién logró llamar la atención,
instalarse con mayor intensidad. Esto implica-como se advertirá-la decadencia del rol de los
intelectuales: ya no ofician para un producto que interese. A la hora de producir opinión, se
apela a aquellos que obedecen al ritmo vertiginoso de la experiencia "massmediática": los
periodistas, aquellos que opinan desde el antes despreciado sentido común, los comentadores
ocasionales, o los que hacen entretenida su breve exposición. La opinión no se produce por vía
de la apelación al pensamiento abstracto; es más decisivo saber instalarse en el imaginario
colectivo mediante la imagen personal, los gestos, el ingenio, puestos al servicio de lo
inmediato.
En este espacio, la escuela queda también descolocada.
No es difícil advertir de cuál de estos dos lados trabaja. Si bien es cierto que tampoco ha
sabido estar a la altura de los desarrollos científicos más actualizados (generalmente la ruptura
entre la cultura de los científicos y la de los docentes de niveles no universitarios suele ser muy
marcada), la escuela depende del campo intelectual. Su función formal es la de transmitir
conocimientos. Como algunos autores enfatizan, es ésa la única tarea que se le encomienda
que le sea totalmente exclusiva. Las iglesias también socializan, aunque no lo hagan
universalmente: en este sentido, socializar no le está sólo dado a la institución escolar. Pero en
cuanto al aprendizaje sistemático de la cultura heredada, de ciertas habilidades elementales
(lectoescritura, rudimentos de matemáticas), no existe otra institución que se haga cargo. Por
tanto, si bien puede discutirse si lo decisivo de la función escolar es la socialización, o si lo es la
apropiación de conocimientos (estando conscientes, por supuesto, del entrelazamiento entre
ambas), no puede dejar de advertirse que esta segunda actividad es intrínseca a la escuela, y
forma parte indelegable del encargo social que se le plantea.
Si el conocimiento ya importa menos, y si los intelectuales (que lo producen, y que representan
el fruto privilegiado de la acción escolar) también importan cada vez menos, la escuela se ve
afectada en cuanto a su vigencia. Está ligada a lo anticuado, está fuera de lo que actualmente
se asume como válido.
Por supuesto, la escuela se desvaloriza en épocas en que asistimos a una caída generalizada
de los valores del Iluminismo. Estamos ante un fenómeno que se ha caracterizado como crisis
de la razón: proceso complejo y contradictorio, que vale la pena analizar mínimamente.
No se trata sólo de tener nostalgias de épocas pasadas, como si a la luz de la memoria éstas
adquirieran un brillo que en su momento no tuvieron. La modernidad se caracterizó por la
rigidez, por el disciplinamiento: "razón" fue sinónimo de imposición de criterios, de rechazo a la
diferencia, a la disrupción. Incluso, se trató de no dar lugar a lo estético, lo erótico, lo expresivo
En nombre del hombre puesto a dominar el mundo por vía de la técnica, se requirió método,
sisternatización, ordenamiento: nada de excesos, de desórdenes, de espontaneidades que no
se ciñeran a las necesidades de la producción, de la sistematización comportamental.
Es visible que en nombre de la razón se han asumido normatividades rígidas las que en el
límite han servido incluso de base a totalitarismos e intolerancias de diferente tipo.
El autoritarismo en las iglesias, la escuela, la familia caracterizó también las relaciones sociales
hasta una época hoy no lejana; los jóvenes de la generación hippie hicieron bandera de la
lucha por las libertades sexuales y por una vida libre y gozosa frente a una moral
universalizante y ciega, dura, que entendía como negativo todo aquello que no se ligara a la
adusta lógica del rendimiento.
Esta modernidad racionalista, que dejaba afuera aspectos decisivos de la experiencia humana,
gestó siempre su contracara necesaria; mientras existió la imposición rígida del estilo
burocrático de control y ordenamiento de la existencia, hubo a la vez una línea tanto práctica
como teórica de reivindicación de aquello que se expulsaba: de los sentimientos, de la propia
voluntad, de la expresividad, del juego, del deseo.
Así, hubo un Descartes racionalista y un Pascal que en el mismo momento definía al hombre
como "caña pensante"; en el siglo de Comté aparecieron Baudelaire y Dostoievski.
La resistencia a la homologación pasiva en el orden existente nunca dejó de expresarse, a su
manera también en el romanticismo, y ya en nuestro siglo en el intuicionismo filosófico, luego
en la filosofía existencial, y sobre todo en ese escándalo permanente que resultaron las
vanguardias artísticas, con su capacidad para subvertir los modos cotidianos de la vivencia, y
de mostrar un "otro lado" posible, por fuera de la experiencia administrada y ordenada.
Tenemos entonces esta especie de "lado negativo" de la modernidad misma, esta inevitable
contracara que luchó siempre por salvar ese espacio ajeno al condicionamiento a lo funcional.
Allí residía lo que algunos han denominado equívocamente "irracionalismo": la crítica a los
excesos cometidos en nombre de la razón, de la universalidad, del orden abstracto al cual
debería ceñirse la subjetividad, e incluso los sueños o las ilusiones.
Este espacio de la modernidad fue creciendo con el tiempo; a medida que lo moderno fue
hallando su desemboque, las imposibilidades propias del mundo altamente pautado fueron
desestructurando a éste. Las críticas tenían efectos; en tanto que el avance del control
tecnoburocrático regimentaba cada vez más la existencia (sobre todo en el espacio urbano),
crecía por su parte la reacción, aumentaba la protesta. De manera que en un momento dado la
tensión se hizo muy fuerte, particularmente en la década de los setenta: por una parte, el
avance en alta progresión de la tecnología, la competencia que exige disciplina y conocimiento,
la ciencia cada vez más especializada. Por otro, la dislocación de los principios culturales sobre
los cuales se estructuró la ética tradicional del esfuerzo, del ahorro, de todo lo exigido por tal
avance de las fuerzas productivas: incremento de la búsqueda del instante, del goce, oposición
a entender la vida como un perpetuo plan para el futuro, final de la aceptación del
disciplinamiento y la autoridad rígida. Existía una tensión cada vez mayor entre lo pautado
desde la producción y la administración, por una parte, y por la otra lo que surgia del campo del
sistema cultural.
Lo curioso es que la exacerbación de la tecnología, la velocidad de sus cambios y efectos, de
ningún modo radicalizó la cultura moderna. A cierto nivel de avance de dicho proceso, comenzó
a producirse una reacción paradojal, comenzó a percibirse una especie de inversión de los
valores proyectuales típicos de la condición moderna.
Así es como Heidegger describió la situación en su célebre artículo "La época de la imagen del
mundo": el gigantismo propio de Hollywood (el texto era de fines de los años cincuenta, cuando
el valor de un automóvil se juzgaba por metros), característico de lo surgido de la tecnología
aeronáutica, comunicacional y espacial, llevaba a que la técnica se impusiera al hombre a
través de una escala en la que éste no manejaba sus propios frutos. No era más el caso de que
la técnica prolongara la mano, sostuviera el control de la realidad por el sujeto, aumentara el
campo de lo manejable a voluntad; por el contrario, se estaba ante dimensiones ciclópeas,
gigantescas, frente a las cuales el sujeto pierde su señorío, ante las que se empequeñece
irremisiblemente. Un hombre "perdido" en su centramiento, en su autocertidumbre, ante la
abismática complejidad de su propia obra; antes, el automóvil permitía llegar más rápidamente;
ahora, en ciudades enormes, el transporte en el vehículo lleva más tiempo y complicación que
el viaje a pie en las aldeas de comienzos de siglo. Empezamos a ser víctimas evidentes de
nuestras propias hechuras.
Es así como el estilo racionalista, autocentrado, que calificó al hombre moderno, empezó a
declinar. El vértigo empezó a instalarse: la alteración se impuso por completo sobre el
ensimismamiento, el tiempo para la autorreflexión fue desapareciendo, a la vez que la
multiplicación de los espacios sociales e institucionales y su coexistencia conflictiva- fue
promoviendo que el mismo sujeto debiera plurificar sus discursos y sus códigos cada vez que
se situaba en condiciones (y ante grupos sociales) diferentes Empezamos a recibir más
estímulos de los que es dable discriminar y/o elaborar: el bombardeo publicitario -que con el
tiempo aumentó por el auge del video- la variación de informaciones que buscan el impacto
más allá de cualquier consideración, fueron convirtiéndonos en permanente campo de
saturación, de invocaciones múltiples, donde la unidad misma de sentido que tipificaba al sujeto
fue desapareciendo, dentro de una marejada espectacular y caótica de imágenes y
solicitaciones.
Como se ve, ya no hay lugar para el "(yo) pienso, luego existo". Más bien nos encontramos con
un "si me estimulan, existo"; somos pantalla terminal de llegada de permanentes y cambiantes
señales. Ya existe escaso tiempo para la subjetivación, para pensarse, para buscar algún grado
de autocoherencia. En este espacio, la modalidad tradicional de constitución del sujeto se va
modificando. Los valores modernos inician su vacilación: ya no importa tanto el futuro, hay que
sostenerse en el instante. Ya el método y la certidumbre deben dejar paso a la espontaneidad,
la variación de opciones, el goce de las diferencias. Ya la ética basada en disciplina, austeridad,
esfuerzo, deja de prometer algo interesante. Es mejor el mundo "soft" sin exigencias, sin
dimensión de proyectos hacia el futuro, una moral narcisista basada en el propio goce y el
descompromiso para con el mundo y con los demás. Lo que constituía aquello que era norte en
la sociedad de hace unos años, cayó de pronto.
Una aclaración: esta condición posmodernizada se dio por obra de realidades materiales
propias del avance tecnológico. No es fruto de la decisión consciente de nadie, no obedece a
ningún plan perverso. Existen ciertamente posmodernistas (aquellos que se aferran a los
valores propios de lo posmoderno) que intentan justificar sus propias opciones; pero lo
posmoderno no se ha dado por obra de sus tomas de partido. Habría posmodernidad aunque
nadie la sostuviera ni defendiera explícitamente, ya que es imposible evitar esta situación ante
el auge de la tecnología de las comunicaciones (fax, correo electrónico), los viajes
(posibilidades a la carta por las más diversas vías), el vídeo (canal de cable que permite la
simultaneidad con el resto del mundo en vivo). La reacción de aquellos que creen que debemos
abandonar lo posmoderno muestra una radical incomprensión del fenómeno. No se trata -como
a menudo sucede en el deseo de algunos retrógrados racionalistas - de tirar cada día un
personaje posmoderno por la ventana: volverían por la puerta de atrás. Esta condición es parte
de las "relaciones" del hombre contemporáneo (en términos de Marx), es decir, algo de lo que
tal hombre no puede abjurar; es lo que en su lenguaje Heidegger llamaría un destino: espacio
del que debemos inevitablemente hacernos cargo.
Las letanías moralistas por el retorno al pasado pretenden desconocer esta situación básica:
nadie tirará los fax o volverá a antes de la televisión satelital. No nos es dado discutir su
existencia o no, sólo el qué hacer con ello.
Otra cuestión es que lo posmoderno no representa una simple inversión de lo moderno, sino su
culminación, diríamos su peculiar exacerbación. No por falta de tecnología se llegó a esta
realidad, sino por el avance permanente de ella; no por falta de aplicación racional a la misión
de la ciencia se está en lo posmoderno, sino que son los frutos de la ciencia tecnológicamente
mediados los que han redundado en esta realidad. Es una torpeza oponer la razón clásica a
esta crisis de la razón, dado que la última surge por el desarrollo de la primera. El mundo del
video es hijo de la tecnología; los peores escozores que sufrimos desde el triste espectáculo de
una televisión colonizada por la trivialidad y la lucha salvaje por el rating, se los debemos al
avance tecnológico que llevara a la TV por cable y a la multiplicación de las opciones visuales.
Es más: aun aquella modernidad negativa, crítica, representada por las vanguardias artísticas y
la lucha contra el racionalismo disciplinante ha sido absorbida en lo posmoderno. Esta nueva
condición abolió la modernidad, y por ello la contradicción que la surcaba, haciendo
desaparecer de una vez ambos polos e integrándolos a su manera en una nueva realidad. Esto
es lo que sucede con el mundo "estetizado" posmoderno; paradójicamente, en este espacio de
la plena realización tecnológica se ha revitalizado la idea de una vida al servicio del propio
goce, del instante, del yo. Por ello, la televisión ha ido integrando las posiciones que
caracterizaron la vanguardia: fin de la representación, del orden racional, del imperio del logos.
Exactamente lo que pedían los autores que criticaban la modernidad en su cúspide: por
ejemplo, Foucault y Derrida. Sorprendentemente, sus invocaciones en buena medida se han
realizado "en estado práctico": acabamiento del sujeto centrado en sí, final de la metafísica que
exige seguimiento a principios preexistentes en los actos, rechazo a la pretensión de que el
discurso se sostenga en un más allá referencial, búsqueda del instante contra las tendencias a
ordenar la vida hacia el futuro.
Es curioso que todo esto se ha dado por las luchas contra la vieja ética y sus ordenamientos,
especialmente por parte de la juventud de los setenta, por hippies y revolucionarios que no
cambiaron la sociedad y el orden del poder, pero sí las costumbres y los hábitos. Los
movimientos de esa época (que aún marca su presencia en los gustos musicales de los
jóvenes actuales, desde Eric Clapton hasta los Rolling Stones) tuvieron repercusiones, fueron
la base desde la cual surgieran el ecologismo, el feminismo, la rebelión de las costumbres
sexuales, la flexibilización del ordenamiento familiar. Esa generación dejó en la historia más de
lo que ella misma suele contabilizar, a pesar del fracaso de su búsqueda por imponer un
socialismo con rostro humano. Esto con todo lo paradójico que parezca, aunque
dialécticamente se hace comprensible vino a reforzar los frutos de la tecnología en su
exacerbación y asomo a lo vertiginoso: confluencia de la modernidad dominante y de sus
detractores en un mismo espacio: el de licuación de lo moderno, el de la finalización de su
existencia y de sus consiguientes estilos de ordenamiento cultural.
Ojalá podamos haber explicado con claridad hasta qué punto, entonces, la crítica a la razón
propia de lo posmoderno debe su existencia a la modernidad misma realizada: tanto a su polo
dominante/tecnocrático, como al subordinado/vanguardista. Este último fue siempre la
contracara necesaria de la hegemonia de un terco racionalismo incapaz de advertir lo árido de
su sostenimiento en una idea de sujeto altamente racional y disciplinado, ajeno a los avatares
de los afectos, los vínculos, los ideales, lo expresivo, lo erótico, lo estético, todo lo que en
realidad moviliza la existencia. El racionalismo promovió -con su unilateralidad- el nacimiento
de su contracara, y también luego su superación o rebasamiento en lo posmoderno. Mal podría
tal racionalismo hoy oponerse a lo posmoderno mismo; ello implica total desconocimiento del
fruto de sus propias tomas de posición.
Por último, no está de más recordar que la nostalgia por el pasado moderno parece haber
hecho desaparecer de miras muchos de los males que acompañaron ese período. El
autoritarismo, la intolerancia, la violencia encontraban campo fértil en la creencia irrestricta
acerca de verdades universales e inconmovibles, en la apelación a una razón en el fondo
absolutista, en cuyo nombre se daban diversificadas formas de imposición. Los padres tenían
razón sobre sus hijos, los profesores sobre los alumnos, los médicos sobre los pacientes, los
hombres sobre las mujeres (siempre sospechadas de no acceder a pleno a esa racionalidad
definida en términos de modelo masculino), la ciencia sobre cualquier sentido común, la
filosofía sobre todo el pensamiento de la mayoría de los mortales. Verdad es que puede
discutirse que sea un auténtico rasgo de democracia (como algunos posmodernistas suponen)
que ahora la opinión la marquen periodistas de moda por sobre académicos, o que la New Age
pretenda asimilarse a la ciencia. Sin duda, hemos tenido pérdidas con la entrada a lo
posmoderno. Pero también ganancias: el fin de la proyectualidad y de la vida apostada siempre
al futuro significa nada menos que la posibilidad de acceso al goce y al instante, por el cual
lucharon generaciones enteras. El rechazo a la imposición por los padres ha permitido
márgenes de libertad por completo inconcebibles hace apenas cuarenta años. El discutir la
centralidad del docente ha permitido poner el acento en el aprendizaje de los alumnos, más
que en el sujeto del acto de enseñanza; y ha evitado abusos que algunos maestros cometían
en otras epocas en nombre de la disciplina y del saber, En fin: la época del sujeto centrado, de
la ética tradicional, de las modalidades letradas, no fue un lecho de rosas. Fue espacio para
rigidez e intolerancia, además de serlo a veces para la reflexión y el juicio meditado o
ecuánime. No todo lo moderno fue rescatable, no todo lo posmoderno resulta inaceptable.
En este último acápite, una sociedad donde las verdades no son apriorísticas, sino que deben
conquistarse, es decir, donde hay que convencer. Una sociedad donde nadie es el dueño único
del sentido, y por tanto donde lo absolutista no tiene lugar. Un espacio donde fluye la
información a nivel mundial, lo que dificulta fuertemente el achicamiento del espacio discursivo
que fuera típico de las dictaduras. Un sitio donde no es necesario luchar largamente para
acceder al propio deseo, y donde existen múltiples formas de vida que permiten albergar las
más diversas motivaciones y tendencias culturales y vivenciales. Sin duda, lo posmoderno no
es lisa y llanamente un espacio de decadencia y de estropicio, como a menudo se lo presenta.
En todo caso, nos plantea problemas y perplejidades. Son diferentes de las que nos brindara la
modernidad; éstas también motivaron sus propios conflictos e irresoluciones. Y en todo caso,
carece de todo sentido histórico pretender reinstalar las condiciones de un pasado que ya han
sido superadas de hecho en el plano práctico. El pasado no puede volver a instaurarse.
En todo caso, sí es atendible la situación de aquellos que tienen por buenos ciertos valores
propios de la modernidad e intentan devolverles vigencia. Ello es perfectamente legítimo, y en
todo caso debiera plantearse como cuestión programática. Es decir, debiera pensarse cuáles
son las condiciones para esto pueda realizarse. De ello hablaremos hacia el final de este
trabajo. La escuela es netamente moderna: si queremos sostenerla en la posmodernidad,
habremos de readecuarla. No podremos seguramente mantenernos en la situación actual, ni
simplemente reclamar un lugar esperando la paciencia y buena voluntad de la población.
Habrá que constituir la condición desde la cual resulte de interés volver a dar lugar a la razón, a
los valores iluministas como la lectura y la escritura, en fin, al método, la sistematicidad sin la
cual el conocimiento como tal es imposible de ser producido y, por supuesto, de ser transmitido
a través de los mecanismos provistos por el sistema escolar.