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La novela en Chiapas

Antología crítica

bPresencias a
biblioteca c h i a pa s
María Cristina García Cepeda
secretaria de cultura

Manuel Velasco Coello


gobernador del estado de chiapas

Juan Carlos Cal y Mayor Franco


director general del coneculta-chiapas

Susana del Pilar Utrilla González


coordinadora operativa técnica

Marco Antonio Orozco Zuarth


director de publicaciones

La novela en Chiapas : antología crítica / selección y textos Alejandro Aldana


Sellschopp. — Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México : CONECULTA, Dirección de
Publicaciones, 2018.

296 p. ; 28 cm. — (Colección Biblioteca Chiapas. Serie Presencias)

ISBN: 978-607-8471-73-7

1. Novelas — Colecciones — Chiapas. 2. Escritores Chiapanecos

863.08 Dirección de la Red de Bibliotecas

© alejandro aldana sellschopp, por la selección y textos


© a los autores, por sus textos

D. R. © 2018
Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas, Boulevard Ángel Albino Corzo
2151, Fracc. San Roque, 29040, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

publicaciones@conecultachiapas.gob.mx

ISBN: 978-607-8471-73-7
impreso y hecho en méxico
La novela en Chiapas
Antología crítica

vx

A lejandro A ldana S ellschopp

— 2018 —
Para Luz y Emiliano
Presentación

La novela en Chiapas. Antología crítica, de Alejandro Aldana Sellschopp, es un


arduo tra-bajo de investigación que nos invita a realizar un paseo por la pro-
ducción novelística de nuestra entidad. El compilador muestra con rigor una di-
versidad de voces que marcaron época con sus producciones artísticas. Aldana
Sellschopp establece el discurso narrativo de los trabajos antologados desde su
historicidad, permitiendo al lector identificar un diálogo de larga duración que va
desde finales del siglo XIX hasta entrado el siglo XXI (de 1898 a 2015).
La novela en Chiapas no ha sido estudiada con seriedad más allá de los ce-
náculos académicos. En la producción ensayística de nuestro estado no existe
ningún libro que la estudie de manera autónoma. Este trabajo busca llegar a un
público masivo y no especiali-zado.
El presente volumen —complemento de El cuento en Chiapas (1913-2015),
también compilado por Aldana Sellschopp— identifica las corrientes literarias
o estéticas en las que se inscriben las novelas antologadas, así como su adecua-
ción a las condiciones literarias de la entidad. Se analiza la figura de los escrito-
res como seres humanos que además son artis-tas mediante un vehículo meto-
dológico poco frecuentado en nuestro estado: el ensayo na-rrativo (es notable
también cuando, a través de una serie de entrevistas profundas y reve-ladoras,
se logra una serie de interesantes biografías) y se les ubica en el contexto his-
tórico en el que realizaron su obra, además de mencionarse las repercusiones
sociales que los acompañaron.
La novela en Chiapas. Antología crítica cierra un ciclo del trabajo de Alejan-
dro Aldana Sellschopp como investigador de las letras chiapanecas que, junto
a El cuento en Chiapas (1913-2015), constituye un monumento y un homenaje a
la narrativa de nuestro estado.

Juan Carlos Cal y Mayor Franco


Director General

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Introducción

La estructura de esta antología es cronológica, lo cual nos permitirá conocer a los auto-
res en su tiempo, además de mostrar las diferentes tendencias y corrientes estéticas a las
que cada novelista se adhiere. La novela se ha estudiado desde diversos puntos de vista:
histórico, retórico, sociológico, antropológico; sin embargo, en este trabajo recurrimos
a la apreciación de cada trabajo desde las herramientas de la narratología. Es decir, no
fueron escogidos por consideraciones extraliterarias. Después de realizar una profunda
investigación sobre la historia de la novela, catalogué las narraciones a partir del año de su
publicación, dato que podrá seguirse en la bibliografía. El periodo que abarca es el siglo
XIX y lo que va del XXI.
Con el objetivo de conocer a los autores, más allá de los datos biográficos que constante-
mente aparecen en los diccionarios, decidí escribir una biografía de cada novelista, recurrien-
do al ensayo narrativo, de tal suerte que el lector se entusiasme tanto por las obras como por
sus autores. Para ello fue necesario realizar varias entrevistas, algunas de manera personal y
algunas a través del correo electrónico. Para el ensayo sobre Eraclio Zepeda me basé en el libro
Los pasos de Laco, de Mario Nandayapa, la introducción al libro Iconografía de Eraclio Zepe-
da, de Elva Macías, y artículos de la revista Artes de la Universidad Autónoma de Chiapas. El
texto sobre Marco Aurelio Carballo está basado en todo aquello que el autor escribió sobre
su vida en libros como Soconusquenses, En letras se rompen géneros, De Quijotes y Dulcineas y
Mamá estaba loca y otras turbocrónicas, entre otros.
Los ensayos narrativos se ocupan de la vida de los autores, además de aportar un análisis
crítico sobre la novela como un acercamiento estético al material novelesco, pretexto para
comenzar una reflexión más profunda sobre la novela en Chiapas.
Las piezas antologadas fueron escogidas después de una detenida lectura, además de
prácticamente toda la producción de novela en el periodo estudiado. No recurrí a la “meto-
dología” de solicitar a los autores vivos lo que consideran su mejor trabajo, ya que no siempre
coinciden las filias del autor con la visión crítica del estudioso o lector.
Esta antología crítica tiene la visión de mostrar a un grupo de novelistas que, a lo largo de
los años, han configurado el mundo de la novela en esta entidad. La misión es servir de guía
de textos, libros y tendencias literarias accesibles en bibliotecas, archivos o librerías, a manera
de ventana para mirar a muchos más escritores, libros y obras.

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En ningún momento pretendo establecer un canon de la novela en Chiapas. Probable-


mente el lector considere que debieron incluirse otros autores o ciertas tendencias literarias.
No obstante, estará de acuerdo con que este trabajo es únicamente un paseo.
Todos los novelistas incluidos tienen obras publicadas, han ganado premios estatales o
nacionales y algunos cuentan con reconocimiento nacional. La novela en Chiapas es una
­invitación para conocer las cualidades de la novela, sus recursos estéticos, sus preocupa-
ciones políticas y sociales. En esta antología entendemos a la novela como una mirada que
permite crear y recrear la historia de Chiapas.

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Sobre Florinda
de Flavio A. Paniagua

La novela en Chiapas nace con vocación conservadora. Flavio Antonio Paniagua, el primer
novelista de la entidad, publica su primera novela en 1870: Una rosa y dos espinas. A partir de
esta obra se comienza a escribir en Chiapas literatura de ficción, dejando a un lado los textos
que se ocupaban exclusivamente del registro de hechos, viñetas costumbristas o crónicas.
Flavio Antonio Paniagua nació en 1843, en San Cristóbal de Las Casas, llamada en aquellos
años Ciudad Real. Tuvo una niñez difícil. Su madre, Joaquina Ruiz, falleció cuando Paniagua
contaba con tres años de edad. Su padre, Manuel Paniagua, ante la muerte de su mujer decidió
ingresar a la orden de los dominicos, dejando a sus hijos en la orfandad. Paniagua gozó de la
protección de Wenceslao, su hermano mayor, y del funcionario público Saturnino Ocampo.
Realizó estudios en el Seminario Conciliar y en la Universidad Literaria de Chiapas, de la que
se graduó de abogado en 1886, y de la que años después fue rector. Desde muy joven se intere-
só por la literatura, la historia y la política, aficiones que lo llevaron a colaborar como redactor
de periódicos como La Voz del Pueblo (1856), La Brújula (1986 a 1873), El Eco Liberal (1878), el
periódico satírico El Mosquito (1883) y El Trueno (1883). Dirigió El Pueblo Libre (1879 a 1883),
publicación de carácter propagandístico del gobierno del estado. Fue director de la Escuela
de Derecho de San Cristóbal de Las Casas y presidente municipal, además de desempeñarse
como procurador de justicia del estado. Sus inquietudes intelectuales y el padrinazgo de sus
hermanos Eduardo y Wenceslao le permitieron formar parte de un grupo que, según Aman-
do M. Colunga, tenía una importante ascendencia política en la entidad. Esta cofradía lidiaba
entre la bohemia literaria y el grupúsculo político, integrándose con hombres que profesaban
una ideología conservadora. Además de los hermanos Paniagua lo conformaban: “Ellos, en
coordinación con el impresor Manuel María Trujillo, organizador editorial de la tipográfica
‘El porvenir’, el comerciante de origen francés Juan Bautista Tielemans, el político, burócrata
y poeta Saturnino Ocampo, el también poeta Onésimo Ocampo, Sabino Pola burócrata y pre-
ceptor de primeras letras, los diputados Fernando Zepeda y José Joaquín Peña, y el burócrata y
poeta ya mencionado Juan Diéguez, entre otros más” (Colunga, 2003: 11). El grupo hacía valer
su poder político y económico en la vida cultural del estado. Como ejemplo podemos tomar
la publicación de las dos primeras novelas de Flavio Antonio Paniagua, Una rosa y dos espinas

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y Lágrimas del corazón, que se editaron gracias a la aportación económica de Wenceslao Pa-
niagua y de Juan Bautista Tielemans. Los textos se imprimieron en la tipográfica El Porvenir
de Manuel María Trujillo y es muy probable que se vendieran en la librería Chiapaneca del
mismo Tielemans. También es posible que en ese círculo de amigos se encontraran no sólo sus
mejores lectores, sino los únicos.
Flavio Antonio Paniagua publicó, además de Una rosa y dos espinas y Lágrimas del corazón,
La cruz de San Andrés, Salvador Guzmán y Florinda, que es el texto que nos ocupa. Una rosa y
dos espinas es la novela seminal de Chiapas. Paniagua la publicó siendo un joven de veintisiete
años, en formato de folletín, en el periódico La Brújula. Para Amando M. Colunga este primer
trabajo muestra a un autor joven y entusiasta que en su discurso deja entrever cierta influencia
liberal. Es precisamente en Florinda, publicada en 1889, cuando nuestro autor reaparece como
escritor de ficción, después de trece años de silencio, con una marcada tendencia hacia el pen-
samiento conservador.

Florinda, ¿una novela romántica?

Amando M. Colunga en su interesante prólogo a Florinda, afirma que:

Flavio A. Paniagua es el prototipo del intelectual decadente de fin-de-siècle. Sus temas —la
mujer, la patria, el destino, el amor, la traición, el engaño—, las maneras fáciles y recurrentes
de tratarlos, sus debilidades por la etiqueta, la moda y la afectación; sus inclinaciones hacia el
esteticismo alegórico, la moral dominante y las razones subjetivas, son manifestaciones claras
de una adhesión entusiasta al modelo romántico tardío, caracterizado como decadente, que
dominó a lo largo y ancho de la extensa provincia mexicana durante el último tercio del siglo
XIX (Colunga, 2003: 9).

Inevitablemente uno se pregunta a qué Romanticismo pertenecieron las obras de Pania-


gua. ¿Hasta dónde nuestro autor era consciente de inscribirse en dicha corriente literaria? El
­Romanticismo llegó de Europa y se extendió por casi toda América a una velocidad importante.
Su influencia fue tan profunda que su ciclo temporal abarcó varias generaciones, tanto que un
posromanticismo bastante edulcorado y decadente se deja escuchar y leer hasta bien entrado
el siglo XX.
El Romanticismo fue un movimiento filosófico nacido en Alemania a finales del siglo
XVIII. Sus principios guardaban un profundo espíritu de rebeldía. Su impronta se revelaba
contra el orden de cosas que instituyó la Revolución francesa. Los románticos se oponían
al racionalismo hipercrítico de la Ilustración y el Neoclasicismo. Impulsaron una renova-
ción en la conformación de un ser humano nuevo que, en la conformación de su propio ser,
se relacionara con el mundo haciendo hincapié en la exaltación, incluso supremacía, de los

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sentimientos frente a la razón, además de apoyarse en elementos nacionalistas. Ideológica-


mente simpatizaban con el liberalismo frente al despotismo ilustrado. Su búsqueda artística
se ­nutría de un alto honor concedido al concepto de originalidad en lugar de plegarse a la
tradición grecolatina; es por ello que prefieren la creación a la imitación.
En el siglo XVIII francés la idea de imitación sufrió una transformación importante. El con-
cepto pasó de lo que se llamó la mímesis clásica a la mímesis costumbrista o moderna. A los
románticos ya no les interesaba la imitación de la Naturaleza en general; es decir, ­entendiéndola
como una idea abstracta sin límites de tiempo y espacio, por el contrario será lo localizado,
lo limitado en el tiempo, lo que debía ser imitado artísticamente. Se generó el culto por el yo
fundamental, que se conectará a las historias o tramas con fuerte contenido nacionalista, rela-
cionándose con la dicotomía entre lo local y lo universal.
Un elemento fundamental para entender al Romanticismo es su ferviente defensa de la
­libertad creadora. Luchó a brazo partido contra lo occidental, entendido esto como el ­orden
filosófico impuesto por la Ilustración; es decir, el racionalismo. El Romanticismo alemán
buscó un regreso a la naturaleza mediante un irracionalismo cargado de sentimientos. Estas
­posiciones filosóficas implicaron claridades y definiciones políticas. El Romanticismo se oponía
a los funda­mentos de la derecha que sostiene una posición científica, elitista, con fuerte tenden-
cia a lo clásico, el uso de la técnica moderna como basamento militar e industrial.
El Romanticismo se expandió de Alemania a prácticamente toda Europa. La nueva
­corriente filosófica llegó a Francia y España. Una vez que el propio Romanticismo se oponía
a los conceptos de unidad clásica, lo armónico, y lo intemporal, sus propios preceptos sufren
cambios importantes para resignificarse en los países que lo adoptaban. El Romanticismo
­español es muy importante para nuestro estudio, ya que es propiamente esa rama genealó-
gica del movimiento alemán la que se integra al pensamiento de los intelectuales mexicanos.
Durante el reinado de Fernando VII la represión contra los intelectuales y artistas los obligó
a huir de España. El largo andar por Europa de estos hombres los condujo a conocer la nueva
forma de entender el mundo. Para Julio Torri el Romanticismo no penetra en España sino
hasta la muerte de Fernando VII; es decir, en 1833, que es cuando finalmente pueden regresar
los intelectuales liberales. El Romanticismo español pugnaba por temas metafísicos, ubicaba
la relación del poeta con la naturaleza, observando al poeta como un ente creador que vive
en una constante angustia ante la majestuosidad del universo. Conserva la búsqueda por lo
local, nacional y propio. Reivindica a los marginados, los pobres, los desposeídos, los buenos
por naturaleza y, para ello, se ocupa de temas donde la injusticia es duramente censurada. Sin
duda alguna, el concepto del amor romántico es una de las aportaciones más significativas
que los españoles aportaron al Romanticismo que en Hispanoamérica se propagó, claro, con
sus respectivas variantes nacionales o locales. Este amor es el amor cortés de los trovadores
del siglo XII. Es una relación amorosa en crisis o problematizada por las circunstancias o
agentes extraños a la pareja núcleo. El amor es prácticamente irrealizable, el poeta se enamora

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de mujeres divinizadas, imposibles de alcanzar. El sufrimiento, el dolor, las persecuciones,


las traiciones, los duelos son parte del menú terrible del amor romántico. El sentimiento que
se sufre frente a la imposibilidad de alcanzar el corazón de la amada se convierte, muchas
veces en México, en un decadente sentimentalismo dulzón que alcanza su implosión en la
más rampante cursilería.
El Romanticismo llegó a América para tomar la forma y el tiempo de los diferentes países que
lo adoptaron como parangón estético. Como afirma Seymour Menton: “Inspiradas en parte en
la Revolución francesa, las guerras de independencia eran románticas: la lucha por la ­libertad,
las grandes hazañas militares, los altibajos en las fortunas de las guerras, la participación del
plebeyo en algunos países y las condiciones anárquicas” (Menton, 2013: 11). En América el
Romanticismo siempre estuvo ligado al liberalismo. El entusiasmo de los jóvenes intelectuales
por contribuir a la formación de sus naciones independientes de España hizo posible que los
debates sobre estética y poética se acompañaran de alegatos filosóficos y políticos o viceversa.
El Romanticismo europeo mostró un profundo interés por el historicismo, principalmente
concibiendo al pasado como una fuente de material local, fortalecido en la exaltación de tradi-
ciones y costumbres. El poeta o narrador romántico debía rescatar lo tradicional. En América
esa postura se exacerba, el artista está casi obligado a buscar en el pasado, mucha veces indí-
gena, la raíz verdadera de nuestra nación.
En México el Romanticismo tuvo pronta aceptación y larga vida. En la arena política se libra
la batalla entre los conservadores y los liberales. En literatura se discute la necesidad de una
literatura nacional, desde los preceptos propiamente románticos. Entre los padres del Roman-
ticismo en México podemos citar al poeta Fernando Calderón y a Ignacio Rodríguez Galván,
autor de una novela corta La hija del oidor, publicada en 1836. Salta inmediatamente la pregunta:
¿Flavio A. Paniagua conoció la obra de estos autores? Al igual que Paniagua, en la Ciudad de
México un grupo de amigos formaban parte de una velada literaria. Ignacio Manuel Altamira-
no era el más entusiasta promotor de aquellas reuniones. Los asistentes leían poemas, fragmen-
tos de prosa y no se dejaba pasar la ocasión para comentar los acontecimientos políticos, sobre
todo en esos años en que el país se había bañado en sangre con la fallida intervención francesa
y el fusilamiento de Maximiliano en el cerro de las Campanas. Los escritores, en su mayoría ya
maduros, departían con pasión juvenil. Asistían, entre otros, Guillermo Prieto, Ignacio Ramí-
rez, Manuel Payno, Vicente Riva Palacio, y los jóvenes Juan de Dios Peza y Justo Sierra. Casi
todos dejaron una obra significativa para las letras mexicanas.
Una vez consumada la victoria de los liberales, los círculos literarios mexicanos se conci-
ben francamente románticos, las veladas literarias de Ignacio Manuel Altamirano fructifican
en la publicación en 1869 de la revista El Renacimiento. David Huerta nos dice:

La historia crítica de nuestra literatura sitúa al nacimiento del romanticismo mexicano alrede-
dor del año 1830, fecha de la primera administración de Anastasio Bustamante. A partir de esa

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gestión conservadora, los conflictos se suceden continuamente: la guerra de Texas, la Guerra


de los Pasteles, las explosivas intervenciones de Santa Anna en el panorama de la historia, la
guerra del 47. Los escritores mexicanos se comprometen activamente en ese proceso. Su actua-
ción se desplegará lo mismo en el campo de batalla que en la tribuna pública y las páginas de los
periódicos: la guerra y la polémica ocupan esos días; pero también el ejército literario, en busca
de una identidad y una conciencia, señala con su empresa cultural de emancipación el espíritu
de la época (Huerta, 1993: 7).

Los escritores románticos entienden al acto de escribir como una acción con repercusio-
nes sociales. Tanto Fernando Calderón como Ignacio Rodríguez Galván, padres del Roman-
ticismo en nuestro país, escriben sus primeros textos influenciados por el poeta cubano José
María Heredia y los poetas románticos españoles.
No es difícil saber por qué Amando M. Colunga califica a Florinda como una obra del
­Romanticismo decadente. Flavio A. Paniagua divide su novela en tres partes. En la primera, “La
superstición”, nuestro autor intenta establecer una unidad de sentido desde por lo menos tres
aspectos: la trama, el lenguaje y los personajes. Estamos sin duda alguna frente a una discursivi-
dad narrativa, es pues una construcción verbal que trata de cohesionarse mediante la mediación
de un narrador extradiegético, narrador que constantemente pierde su código de focalización
cero, para entrometerse en la narración, vierte opiniones, juzga a los personajes, polemiza. La
objetividad del narrador se quiebra para cederle la voz al propio Paniagua, que por momentos
olvida que escribe una novela y se observa a sí mismo como el redactor del periódico La Brú-
jula, desde donde lleva la crónica de los acontecimientos de la mal llamada guerra de castas.
Paniagua rompe el hilo narrativo, que con dificultad logra enhebrar, con cambios ­abruptos
de ritmo y tonos: “Ruda lucha se libró y para que la posteridad juzgue con acierto, nos
permi­tiremos insertar los principales documentos acerca de la cuestión de Poderes, resuelta
­después en 1872, a favor de San Cristóbal de Las Casas, que ha dado pruebas de sangre a favor
de la libertad y de la paz, concurriendo a sostenerlos con sus valientes hijos en diversas jor-
nadas” (Paniagua, 2003: 38). La prosa, con sus deficiencias sintácticas, nos deja ver el lenguaje
del abogado Flavio más que el del novelista. El narrador toma partido, se ubica del lado de
los ladinos, los blancos, la civilización: “La raza indígena es persistente en sus intentos, que
siempre disfraza con matiz diverso. En 1712 la zendal levantó la bandera negra y sangrienta
de la guerra social, formando reuniones, enviando comisionados que propagasen las ideas y
propósitos que tenían preparados, y aparentando sumisión y respeto a las leyes y a las auto-
ridades” (Paniagua, 2003: 48).
Paniagua refiere la rebelión de los tseltales. Nuestro autor califica a la guerra social desde
un posicionamiento ideológico, es “la bandera negra y sangrienta”. Los indígenas cometen el
gravísimo error, ya que no lo hacen conscientemente según Paniagua, de revelarse contra el
poder legítimo; es decir, la ley y la autoridad. Por lo menos en este párrafo Paniagua se cuida

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de no decir que se insubordinaban contra los hombres de bien, católicos, blancos y decentes.
Para Bernard-Henri Lévy el discurso no es un espacio de la neutralidad, ni siquiera es un instru-
mento de poder; es decir, no se inscribe en la instrumentalización para conseguir determinados
fines. Por el contrario: es la forma misma del poder.
En Florinda el lector se acerca a un entramado ideológico, no sólo del autor, sino también
de la clase conservadora de Chiapas, y es quizá ahí donde radica el mayor interés que puede
suscitar la novela: representa la visión de los ladinos conservadores frente a un acontecimiento
histórico como la sublevación de los indígenas tsotsiles. Paniagua denomina a esta primera
parte “La superstición” en el entendido de que la religiosidad de los indios es eso, superstición,
mientras que la de los blancos o ladinos es religión. Al enfrentarnos con lo sagrado extendemos
relaciones profundas con la cosmovisión humana. En la novela, Agustina Gómez Chebcheb se
encuentra dos piedras de “color azul negro”, las lleva a su casa y le dice a su madre que aquellas
piedras cayeron del cielo. La madre sin hacer preguntas cree a pie juntillas el dicho de su hija y
“las dos indígenas se arrodillan ante aquellos dioses de piedra y permanecen rezando mucho
tiempo. En esa actitud reverente las encuentra Pedro Díaz Cuscate, que, acompañado de su
familia, tenía su aduar en esos sitios, y después de imponerse de las revelaciones celestes que le
narraba Chebcheb acerca de las tres piedras azules, se declara catequizado y el gran sacerdote
de aquel nuevo culto, cuyos dogmas y doctrinas aún no ha reglado” (Paniagua, 2003: 41).
Llama la atención el abuso de la elipsis narrativa. En escasas líneas una muchacha recoge
unas piedras que dice cayeron del cielo, su madre da crédito a sus palabras e inmediatamente
se convierte al nuevo rito. Por si esto fuera poco, un hombre de nombre Pedro pasa con su
familia y al momento cree toda la historia sin reparar en nada; por el contrario, se declara ca-
tequizado, y ya entrados en elipsis se autonombra gran sacerdote del nuevo culto. Sirva este
pasaje como ejemplo del tenor inverosímil en el que está escrito todo el texto de Paniagua. En
esta sección de la novela el autor trata de establecer dos líneas argumentales, la primera es la
relación sentimental entre Florinda y Espartaco, un amor romántico que no alcanza a tomar
forma narrativa: los personajes carecen de profundidad psicológica, como todos los que apa-
recen en la novela, y eso impide la solidez de la relación. La segunda línea es la rebelión de
los indígenas, que la torpeza estilística de Paniagua impide seguir como una verdadera crea-
ción narrativa y se pierde en notas “históricas” que entorpecen el continuo de la narración.
La segunda parte del libro, “La guerra y sus consecuencias”, trata de situarnos en las intrigas
políticas y el desenvolvimiento de la guerra. Y finalmente la tercera parte, “La paz”, cuenta
las últimas escaramuzas de los grupos en pugna. Se busca a Cuscat por pueblos y veredas.
Florinda es pues, entre otras cosas, una mirada clasista sobre el levantamiento indígena de
los tsotsiles en 1869. Según Alberto Gómez Pérez:

La trama encontrada en la novela es el choque de dos sectores sociales: los blancos de San
Cristóbal y los indígenas de Chamula. Los blancos son todo lo bueno, los indígenas, por el

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contrario, son recreados por la mirada racista del narrador. Por esa razón Amando M. Colunga
dice que hay un combate “entre la luz y la oscuridad, entre el día y la noche, entre el bien y el
mal, entre la civilización y la barbarie, representando en casi todo momento los primeros adje-
tivos a los blancos, y los segundos a los indígenas, de quienes los blancos debían estar al tanto,
en guardia para defenderse (Gómez, 2018: 13).

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Florinda
Flavio A. Paniagua
—1889—

El General Pantaleón Domínguez, encargado en aquella fecha del Gobierno constitucional


de Chiapas, dictó cuanta medida y providencia fue de su órbita para organizar la defensa de
la clase civilizada, que intentaba destruir la indígena.
Salió de la ciudad de Chiapa con varias compañías de guardias nacionales y de patriotas
voluntarios, tanto de aquella ciudad, como de Tuxtla. Antes de su partida ordenó a los demás
pueblos levantasen fuerzas y viniesen a la capital, a defender la ley y el derecho ultrajado.
Las noticias del teatro de la guerra cada día eran alarmantes y los indígenas aumentaban
en número, en insolencia y en crímenes: era indispensable arriesgar un combate para decidir
la suerte de los combatientes, que estaban a tiro de fusil.
El campamento de los indios permanecía inmóvil en el cerro Cruz Nazareno; y la capital
se encontraba amagada de muerte. Los días que corrían del 17 al 21 eran angustiosos: en cada
hora se esperaba la irrupción de los indígenas y el exterminio de los habitantes.
El 20 se supo con seguridad, que al día siguiente ingresaría el Gobernador, con la tropa que
mandaba personalmente.
A las cinco de la tarde el comandante Crescencio Rosas, con un piquete de tropa y acom-
pañado de parte del vecindario, salió a encontrar al gobernador, y al llegar al llano donde se
encuentran los caminos de Chamula y Zinacantlán, vieron venir a un indígena que avisaba
haberse movido las columnas del enemigo, en dirección a San Cristóbal, al tiempo que el
primer mandatario de Chiapas, los patriotas y la tropa, ingresaban en medio del júbilo y la
alegría de la ciudad.

Flavio A. Paniagua (San Cristóbal de Las Casas, 21 de enero de 1843-24 de marzo de 1911).
Hizo estudios en el Seminario Conciliar y en la Escuela de Derecho de San Cristóbal de Las Casas, donde obtuvo
el título de abogado en 1866. Todavía estudiante, se dedicó al periodismo, al estudio de la historia y al cultivo
de la literatura. Colaboró en los periódicos La Brújula de 1869 a 1873 y el periódico satírico El Mosquito en 1883.
Además dirigió El Pueblo Libre, órgano del gobierno estatal, de 1879 a 1883. Ocupó el cargo de catedrático de va-
rias asignaturas y el de director de la Escuela de Derecho de San Cristóbal. Escribió estudios de carácter histórico,
geográfico y literario.

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Los indígenas se habían dividido en dos ejércitos: uno se presentó en los cerros del Norte,
apoyando a su frente en el Ojo de Agua, o camino de Milpoleta, y otro que asomó en el llano,
donde está el rancho del ciudadano Ignacio Gordillo. El primero venía veloz y audaz y se for-
mó en línea de batalla; provocando ésta con una compañía de voluntarios que estaba puesta
en el puente de Mexicanos.
El mayor C. Rosas recibió orden de batir al enemigo; y después de un ligero combate, derro-
tó a los indígenas que estaban al Norte. Cuando se disponía a ingresar a la ciudad, recibió parte,
de que en el campo del Poniente se encontraba la otra columna y dispuso ir a batirla.
Constituido en el lugar, fue rechazado por los indígenas, teniendo muchos muertos, y
dispersándose sus fuerzas; hasta que el gobernador con refuerzo competente, detuvo a los
indígenas y los repelió hasta su posición anterior.
La noche puso término a este combate, donde hubo numerosas y apreciables víctimas,
pérdida de armas, una caja y una bandera.
Las fuerzas del gobierno se concentraron en la plaza de San Cristóbal, y los indígenas
permanecieron en su posición.
La oscuridad era densa, y después la luna que rompió los negros velos de nubes que la
oscurecían, alumbró el campo de batalla, donde yacían insepultos muchos cadáveres que no
pudieron ser levantados, por la hora en que terminó el encuentro.
El llanto en la ciudad era general, el grito feroz de los indígenas se repercutía en su línea de
batalla que estaba tan cerca, infundiendo pavor y espanto; y durante aquella noche las luces
encendidas por los indígenas, se las miraba moverse en todas direcciones.
Espartaco se encontraba satisfecho al lado de Pedro Cuscate y decía con entusiasmo:
—Es seguro que mañana nos entreguen a Oppás, su esposa y Trejo.
—Hemos alcanzado el triunfo.
Cuscate lo miraba como sondeando sus intenciones y movía la cabeza, negando las afir-
maciones.
Espartaco se sentía contrariado y se levantó violentamente.
—¿Qué disponéis? Va a amanecer.
Cuscate dio la orden de permanecer en sus posiciones antiguas.

El día veintidós salió una fuerza de caballería a recorrer el campo de batalla, sepultando los
cadáveres que el día anterior habían quedado sin levantarse.
Los indios estaban acampados en sus posiciones; y una y otra fuerza esperaban reforzarse
para emprender nuevamente el combate, indeciso en el día anterior, y en el que hubo mu-
chos muertos y heridos.
Las ciudades de Chiapa, Tuxtla, Tonalá, Acala, Comitán y San Bartolomé, seguían en-
viando dinero, soldados, armas; y sus esfuerzos por ayudar al Departamento del Centro eran
heroicos, sublimes y valiosos.

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L a novela en Chiapas

Los indígenas permanecieron en sus posiciones hasta el 24, día de San Juan Bautista, patrón
del pueblo de Chamula y una de las más solemnes funciones de los indios. Se dirigieron en masa
a celebrar dicha festividad; y solemnizaron los actos religiosos con el asesinato frío e injustificable
de Lucas Gómez Chacogehug, que fue asesinado en media plaza del pueblo y en presencia de
millares de indígenas, por el delito de no haber querido concurrir a las guerras referidas.
He allí la ley del terror: el indígena que deseoso de la paz y la amistad con los blancos, se
hacía neutral, caía su cabeza al golpe asesino de las hachas del insurrecto y del rebelde; así es
como Cuscate alcanzó reunir bajo sus banderas los pueblos predichos.
Supo el jefe de los rebeldes, que en el pueblo de San Andrés existían familiares de blancos o
ladinos, y el 25 de junio envió grandes chusmas a matarlos, como lo ejecutaron en el mismo día,
dando muerte a todas las personas sin distinción de edad, ni de sexo y llevando su ferocidad
salvaje al extremo de que muertas algunas mujeres que estaban grávidas, el feto era apuñaleado
o machacado. ¡¡Horror!! Ni los nerones, atilas, ni brenos, grandes tiranos de la historia llevaron
su crueldad a los niños que no habían nacido.
Espartaco estaba horrorizado de aquella barbarie y no encontraba el medio de contenerla,
de frenarla, de convencerla de que el fin de la guerra era liberar a Cuscate, a las Santas, a Oppás,
Florinda y demás prisioneros.
El jefe de los sublevados tenía un corazón cruel, sanguinario y carnicero; intentar per-
suadirlo, era imposible y hacerse sospechoso; dejar que se continuara la carnicería estéril e
infructuosa, era hacer irrealizable su proyecto: Que muriera Oppás y Florinda fuese suya.
Un volcán tenía en su cabeza: aquellos días pasaban y era necesario aprovecharlos, ahora
que Custate lo constituyó en el director de la guerra y de las providencias que debían decre-
tarse. El problema era difícil: las hordas de indios eran indomables; si llegaba a triunfar, los
blancos quedarían extinguidos y antes darían muerte a quien quería salvar.
Había mandado espías al centro de la ciudad; pero nada pudieron saber. Los cuarteles se
encontraban llenos de soldados, se trabajaba día y noche el parque; el entusiasmo era febril;
las noches se pasaban en vigilia, porque se temía una invasión, los pueblos todos contribuían
con su sangre, su dinero, sus armas a auxiliar al Gobierno constitucional; y los demás pueblos
del oriente, que se esperaba secundasen el alzamiento, no lo habían hecho y dependía su con-
ducta del resultado que tuviese la primera batalla. Si triunfaban los rebeldes, los secundarían;
si eran derrotados, permanecían en la obediencia.
Desconsoladora era la perspectiva para Espartaco; conocía la superioridad numérica que
los indios tenían sobre los ladinos, pero también sabía que las armas, el valor, la disciplina y la
justicia darían la victoria. No podía optar entre esas fuerzas opuestas; y el tiempo venía con su
paso incesante aglomerando dificultades y proyectando en su frente sombras desconsoladoras.

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Antología crítica

vx

Sobre La guerra de tres años


de Emilio Rabasa

Emilio Rabasa nació en Ocozocoautla, Chiapas, el 22 de mayo de 1856, y murió de pulmonía


en la Ciudad de México el 25 de abril de 1930, hijo de un comerciante catalán, José Antonio
Rabasa, y de la chiapaneca Manuela Estebanell. Hacia 1865 don José Antonio envió a su hijo
Ramón a estudiar a España y Alemania. Emilio, por su parte, ingresó al Instituto de Artes y
Ciencias de Oaxaca. Sin duda vivir esa época en el estado de Benito Juárez y Porfirio Díaz
se convertirá en un elemento fundamental para su formación intelectual. Fue un prominente
jurista, diplomático, catedrático de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, periodista, histo-
riador, sociólogo, novelista, diputado, senador y gobernador de Chiapas.
En su producción como constitucionalista destacan los títulos El artículo 14: estudio constitu-
cional, La constitución y la dictadura y La evolución histórica de México. Su obra literaria se con-
forma por novelas de excelente factura estética, entre las que podemos mencionar La bola, La
gran ciencia, El cuarto poder, Moneda falsa y la novela corta, motivo de este ensayo, La guerra
de tres años, publicada por entregas en 1887, todas bajo el seudónimo de Sancho Polo.
Emilio Rabasa perteneció a la élite porfirista. Formó parte del grupo denominado los Cien-
tíficos. Fue gobernador de Chiapas de 1891 a 1894, posteriormente fungió como senador de 1894
a 1913. Rabasa se inscribe en el postivismo mexicano, que es la base metodológica mediante
la cual realiza su análisis sobre la realidad nacional. Para Rabasa todo estudio debía tener a la
verdad como fin único. La historia era sin duda una ciencia y por lo tanto sus afanes tenían que
dirigirse a la búsqueda de la verdad. La historia, por lo tanto, se constituía como un elemento
de utilidad social, servía para reorientar, desde el presente, ciertos conceptos o acciones erradas.
Rabasa entendía que lo importante del devenir histórico se encontraba en su análisis críti-
co, esto posibilitaba la explicación de las causas y efectos de hechos y actos que conformaban
la actualidad de las naciones. Para nuestro autor el factor político era el que sostenía la historia
de los pueblos. Para Rabasa la sucesión del poder se establecía como el problema capital en
la constitución de la sociedad y sólo se podía realizar de tres formas: la usurpación por la
fuerza, la designación por la ley y la elección por el pueblo. Rabasa pensaba que la sucesión
en el ­poder era necesaria, siempre y cuando hubiese condiciones de madurez interna que lo
hicieran posible. En su libro La evolución histórica de México, escrito en 1920, entiende a los
­pueblos como comunidades de hombres libres que pasan por etapas necesarias de ­desarrollo.

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L a novela en Chiapas

La historia es concebida desde una perspectiva evolucionista y progresiva donde el quehacer


del individuo es fundamental.
Para nuestro autor es indispensable aclarar el concepto de pueblo para el entendimiento
­eficaz de la historia y sus leyes. Para ello refiere tres definiciones, enfatizando las ­contradicciones
entre ellas. El pueblo es una masa social en conjunto, pero también la suma de individuos
­capaces de ejercitar los derechos políticos, o ese conglomerado que es visto como pueblo bajo
en contraposición a la parte culta y “acomodada” de la sociedad. Rabasa señalaba que a partir
de esta confusión conceptual se habían generado no sólo teorías falsas sino ideas insufladas de
demagogia.
Rabasa insistirá en que entre los habitantes existe una diferencia profunda fundada en la
participación política. Estaba convencido de que el pueblo es la parte de la sociedad que tiene
conciencia de la vida nacional; es decir, aquellos que están capacitados para elegir a sus autori-
dades, las formas de gobierno y la historia misma de su país. En todas sus novelas podemos leer
estas apreciaciones desde un lenguaje narrativo. La “bola” no es más que esa masa amorfa sin
rumbo fijo y en La guerra de tres años el pueblo fluctúa sin mayores principios éticos o políticos.
Rabasa insiste en que existe una parte de la sociedad que tiene la posibilidad de educarse, y otra,
a la que denomina vulgo, que se encuentra totalmente incapacitada para hacerlo.
Rabasa nos habla de cierto determinismo impuesto por la raza, la primera educación y
el género de vida inicial. Sin duda nuestro autor presenta en su discurso una clara posición
racista, que establece cierto diálogo con el racismo expresado por Flavio A. Paniagua en
­Florinda. Ambos autores se ostentaron como liberales, aunque es menester reconocer que el
conservadurismo de Paniagua es burdo y torpe no solamente en su planteamiento ideológico,
sino también en sus carencias narrativas.
Rabasa entiende a México como un país que se encuentra determinado por su geografía,
por la naturaleza que lo circunda. Realiza una larga lista de las riquezas naturales del país, su
optimismo lo lleva a asegurar que si México se quedara solo no le faltaría nada para asegu-
rarse la subsistencia. Sin embargo, señala que la heterogeneidad de su población es el mayor
obstáculo para su desarrollo, la cual produce en la masa social enormes desigualdades de
aptitud, sentimiento y vida.
Para Rabasa la historia de México comienza con un periodo que va de la Conquista al
triunfo del movimiento de Independencia, al que denominó individuación, en el que ubica la
raíz de nuestra historia. La Conquista fue importante porque “mató” las “energías” de los indí-
genas, además de establecer, mediante la religión, lazos espirituales que, según nuestro autor,
no se rompieron con el paso del tiempo; por si esto fuera poco, también logró una reestructura
social con la generación de castas.
Rabasa afirma que en la consolidación de la nueva sociedad la superioridad de la pobla-
ción blanca fue patente, sobre todo por estar educados, pues nos dice que las capas sociales
se determinan primero y casi exclusivamente por la educación.

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Antología crítica

En la mayoría de los ensayos de Emilio Rabasa la figura del indio es un verdadero galimatías.
Un problema en sí mismo debido, entre otros factores, a su carácter heterogéneo. Para Rabasa
el indio estaba imposibilitado para integrarse a la evolución de la nación. Los considera franca-
mente inferiores a la población blanca. Y retomando ciertas ideas de la Colonia, entiende que
uno de los lastres para el desarrollo del país son precisamente las comunidades indígenas.
Emilio Rabasa sostiene en sus textos de análisis de la realidad mexicana que el país estaba
dirigido por las minorías. Los caudillos en su individualidad, y gracias a sus atributos perso-
nales, son quienes deciden el cauce que han de tomar los acontecimientos nacionales.
El segundo periodo, sin denominación, es lo que la mayoría de historiadores reconoce
como la Reforma, en la que según Rabasa se busca con mayor certidumbre y seriedad la
conformación de un gobierno; para ello fue necesario emprender una campaña en contra de
ciertos abusos del clero, librarse dos revoluciones nacionales y una guerra contra la interven-
ción de los franceses en territorio mexicano.
Para Emilio Rabasa en estos años se funda el concepto de patria y es la etapa histórica que
trata en su novela La guerra de tres años. Es importante señalar que, desde la visión de Rabasa,
son los liberales quienes emprenden la fundación del Estado mexicano, y que él mismo fue
formado desde la ideología liberal. Nuestro autor considera que uno de los mayores errores
en la elaboración de la Constitución de 1857 fue el reconocimiento de la igualdad de todos los
mexicanos ante la ley, ya que trajo como consecuencia el reconocimiento del sufragio univer-
sal. Para Rabasa esto era inconcebible, pues no toda la población estaba educada para ejercer
un voto verdaderamente razonado. Además, la Constitución estableció una relación dispar
entre el poder Ejecutivo y el Legislativo, dejando al presidente de la república en una franca
posición de debilidad frente al Congreso.
Rabasa afirmaba que en 1821, cuando nuestro país se declara independiente, la nación en
ciernes no tenía un ejemplo cercano sobre las formas en que debía fundarse el nuevo gobier-
no. Los pocos hombres educados o civilizados que emprendieron la difícil tarea solamente
conocían las posturas teóricas de algunos filósofos como Montesquieu y Rousseau. Los crio-
llos de la Colonia conocían la monarquía únicamente por las noticias que les llegaban de Es-
paña. El pueblo, apunta Rabasa, se encontraba inmerso en la ignorancia y la perversión que
se provocó durante los once años que duró el movimiento de independencia. El papel de la
Iglesia católica es fundamental en el devenir histórico de nuestro país. Nuestro autor analiza
con detenimiento la dinámica que ejercen los curas y las órdenes religiosas, tema importante
para nuestro estudio, ya que es uno de los aspectos tratados en La guerra de tres años. Rabasa
nos dice en La evolución histórica de México que “la tradición española había unido en secular
consorcio indisoluble y estrecho, como base de su nacionalidad y de su independencia, ‘el
trono y el altar’” (Rabasa, 1956: passim). Emilio Rabasa entiende que la sociedad de la Nueva
España conoció la monarquía por la acción de la Iglesia, institución que gozaba de mayor
autoridad que el rey. Así las cosas, el pueblo llegó al grado de no poder entender al gobierno

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L a novela en Chiapas

sin la participación de la Iglesia. El clero se instituyó como autoridad y propietario. Rabasa es


claro al afirmar que “para transformar el orden público era necesario vencer a los tradiciona-
listas y arrancar al clero del seno del Estado” (Rabasa, 1956: passim).
En la tercera etapa, nuestro autor señala la existencia de una dictadura de medio siglo, que
finaliza con el Estado constitucional, donde el pueblo finalmente adquiere un papel funda-
mental en la conformación de la vida política del país. Rabasa entiende este periplo como una
evolución necesaria, cada una de las etapas cumple una función fundamental para llegar a la
verdadera participación de la sociedad como forjadora de su destino. Años después sus pun-
tos de vista se matizan, reconoce solamente dos etapas en la historia de México, la primera
que es la formación del Estado representado por Benito Juárez y la segunda, a la que llama de
crecimiento, impulsado por Porfirio Díaz.
Rabasa considera que uno de los mayores problemas en el ejercicio del poder en nuestro
país es “el gobierno sustentado en la opinión pública” (Rabasa, 1956: passim), tema aborda-
do narrativamente en su novela El cuarto poder. Según él, Porfirio Díaz se ganó a la opinión
pública gracias a su conducta moderada, “su labor incansable siempre enderezada al bien
del país” (Rabasa, 1956: passim). Rabasa fue un porfirista convencido. Opinaba que Díaz
­jamás ocultó que su gobierno era una dictadura, pero nunca degeneró en tiranía. El pueblo,
aun cuando no decidía el futuro del país, se encontraba profundamente agradecido con el
­magnánimo Porfirio Díaz, que logró treinta y cuatro años de paz social sin despotismo.
Al momento en que Díaz renuncia a la presidencia, Rabasa fungía como senador, desde
su curul apoya el golpe de Victoriano Huerta al gobierno de Francisco I. Madero. Una vez es-
tablecido Huerta como presidente, procuró la cercanía de Rabasa: quiso nombrarlo embaja-
dor en Estados Unidos y después rector de la Universidad Nacional sin que Rabasa aceptara.
En 1914, cuando tropas norteamericanas invaden México, Huerta recurre a Rabasa para
que encabece una delegación de negociación, que se realizó en Niagara Falls, Canadá. Una
vez derrotado el gobierno usurpador de Huerta, Rabasa se vio en la necesidad de exilarse en
Nueva York hasta que el nuevo gobierno le permitió regresar al país en 1920.
Emilio Rabasa es sin duda el introductor del realismo en las letras mexicanas. Rabasa ten-
drá como padres tutelares de su estilo narrativo a José María de Pereda, Benito Pérez Galdós
y Charles Dickens. Nuestro autor escribió una extensa novela dividida en cuatro tomos: La
bola (1887), La gran ciencia (1887), El cuarto poder (1888) y Moneda falsa (1888). Estas novelas
junto con Tomochic (1892) de Heriberto Frías, La parcela (1898) de José López Portillo y Rojas
y la obra dramática La venganza de la gleba (1905) de Federico Gamboa pueden ubicarse
como antecedentes de lo que se denominó la novela de la revolución.
En La bola nuestro autor escribe un texto inscrito en el realismo romántico, aunque algu-
nos críticos se empeñan en definirlo como la primera novela realista en México. Rabasa acu-
de a la sátira, lo que imprime al texto cierto aire picaresco. La crítica es mordaz, mostrando
a la sociedad mexicana como una estructura social decadente, sin mayores posibilidades de

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Antología crítica

transformación. La vocación conservadora de nuestro autor se expresa contundentemente en


las palabras con las que finaliza la novela:

¡Miserable bola, sí! La arrastran tantas pasiones como cabecillas y soldados la constituyen; en el
uno es la venganza ruin; en el otro una ambición mezquina; en aquél el ansia de figurar; en éste la
de sobreponerse de un enemigo. Y ni un sólo pensamiento común, ni un principio que aliente a las
conciencias. Su teatro es el rincón de un distrito lejano; sus héroes hombres que, quizá aceptándola
de buena fe, se dejan la que tenían, hecha jirones en los zarzales del bosque. El trabajo honrado se
suspende; la garrocha se necesita para la pelea y el buey para alimento de aquella bestia feroz; los
campos se talan, los bosques se encienden, los hogares se despojan, sin más ley que la voluntad de
un cacique brutal; se cosechan al fin lágrimas, desesperación y hambre. Y sin embargo el pueblo,
cuando reaparece este monstruo favorito a que da vida, corre tras él, gritando entusiasmado y loco:
—¡Bola! ¡Bola! (Rabasa, 2000: 166-167).

Para Rabasa la revolución debe ser un movimiento que se organiza desde las ideas, dejan-
do a un costado las pasiones. Los líderes, que no cabecillas, deben ser ideólogos que se hacen
acompañar por una doctrina robusta y poderosa. La tropa por su parte actúa por convicción
ideológica y sus embates son ante todo pulcros. Emilio Rabasa, el positivista, se muestra de
cuerpo entero en el final de su novela más conocida. Sus argumentos destilan el discurso de
la modernidad, el culto a la razón versus las pasiones, lo pulcro y lo sucio, el conocimiento y
la ignorancia, la civilización y la barbarie.
La bola anticipa los postulados que años más tarde Sancho Polo sostendrá en sus obras
“serias” como La evolución histórica de México (1920), donde afirma: “Las revueltas continuas
de los pueblos indolatinos (que tienen complejas causas) no dimanan de una inclinación ra-
cial de los individuos, sino de la composición étnica de sus masas. Entra en esa composición
gran número de indios y mestizos indios, que forman el depósito de autistas en que se surte
de fuerza la codicia de poder…” (Rabasa, 1956: 260).
Los pensadores positivistas mexicanos entre los que podemos mencionar a Justo Sierra,
Francisco Bulnes, Andrés Molina Enríquez y por supuesto Rabasa condenan al indio y al
mestizaje como elementos que obstaculizan el desarrollo del país.
En La bola, Rabasa nos habla de las artimañas empleadas por los caciques locales para
ganar elecciones, y finaliza con el párrafo final de un franco carácter negativo respecto a los
movimientos sociales. Cierto eco de La bola puede leerse en Los de abajo de Mariano Azuela,
donde la bola se ha convertido en una vorágine que arrastra a hombres y mujeres.
Las novelas de Rabasa plantean el oscuro espacio entre la ley y las necesidades del pue-
blo. Es en La guerra de tres años donde nuestro autor culmina magistralmente dicho sustrato
filosófico, desplegando una economía de recursos estilísticos que la convierten en una obra
de alta factura estética. Emilio Rabasa nos cuenta los problemas que se suscitan entre un

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L a novela en Chiapas

político que se empeña en hacer cumplir las Leyes de Reforma y la población de una aldea
llamada El Salado, que simple y llanamente insiste en pervivir en sus costumbres religiosas.
El tejido ­narrativo se sustenta en el tono lúdico del texto. La agilidad de las líneas argumen-
tales ­permite leer sin mayores digresiones, los diálogos gozan de naturalidad y lo conciso de
la trama proporciona una verticalidad textual que se perfecciona en su ritmo galopante. La
locuacidad del narrador extradiegético, su fina ironía y su frescura parecen presentarse como
un antecedente estilístico del mejor Jorge Ibargüengoitia.
El estilo satírico de Rabasa reaparecerá en obras como Pacotillas (1900) de Porfirio Parra y
El señor gobernador (1901) de Manuel H. San Juan. Para profundizar la mayor fuerza de síntesis
Rabasa crea una espacialidad específica, coordenadas espacio-temporales donde transcurren
sus novelas. El pueblo se convierte en un microcosmos donde podemos observarnos en nuestra
completud. Acertadamente Emmanuel Carballo menciona: “Para Rabasa en la superficie de
la vida política mexicana se vive una cacofonía de voces, que no de ideas. En el fondo nuestro
problema no es sino la incapacidad para lograr consensos” (Carballo, 2004: XI). La actualidad
de las novelas de nuestro autor es innegable. En La guerra de tres años los liberales realizan
grandes esfuerzos para hacer cumplir las Leyes de Reforma, tratando de impedir la celebración
de ritos públicos propios de la Iglesia católica. Los conservadores, por su parte, se empeñan en
realizar sus costumbres mediante la organización de jolgorios y fiestas populares. Es importante
observar que la ideología conservadora de Rabasa, aun cuando él se presentara como flamante
liberal, no permea en el discurso narrativo de manera directa. El autor cuida con finura excelsa
la inclusión de datos, hechos y reflexiones que sirven de vínculos y contenedores ideológicos.
Rabasa no pretende escribir novelas frívolas. Por el contrario, sus narraciones son textos
profundamente críticos. El problema político de México es para nuestro autor una moneda
lanzada al aire donde cara o cruz son igualmente sujetas a la sátira. Don Santos Camacho es
el jefe político de El Salado, “a quien podríamos considerar como el primer esbozo literario
del jefe emanado de la Revolución Mexicana; pues Rabasa nos lo presentará más como un
‘bruto’ irracional y manipulable, que como un liberal culto y vanguardista” (Correa Enríquez,
2010: 55). Las motivaciones de este jefe no corresponden a un ideario político, más bien lo
impulsan sus instintos y la cuasielaborada idea que le suministra el amor o el odio.
En El Salado todos juegan a su conveniencia. Rabasa estructura a sus personajes con peque-
ños trazos. Las psicologías y relaciones sociales se relacionan estrechamente con la línea argu-
mental principal: la lucha entre conservadores y liberales. Lo importante para los habitantes del
pueblo no es ser sino parecer. El mundo contingente rige las vidas de estos pueblerinos perdidos
en la oscuridad de la ignorancia; como ejemplo podemos poner a los comerciantes que en su
empeño de ganar dinero lo mismo cumplen con las autoridades municipales y las religiosas.
No es extraño que tanto Rabasa como Flavio A. Paniagua recurran a la focalización cero
para narrar sus historias. El narrador extradiegético fue el tipo de voz narrativa por excelencia
en el siglo XIX y la primera parte del XX. Sin duda la diferencia la encontramos en la maestría

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Antología crítica

de Rabasa y en la torpeza de Paniagua. En La guerra de tres años Rabasa utiliza con pericia
al narrador extradiegético reforzando el tejido lingüístico con diálogos punzantes y certeros.
Sirva de ejemplo el siguiente pasaje:

Militó alguna vez durante la Guerra de Reforma, según algunos, a las órdenes del feral Pueblita;
pero era todavía un muchacho y no fue para ganarse un grado cualquiera. De él se cuenta que
allá por el 65 se presentó en un campo republicano de unos ochenta hombres de la chicana
solicitando ser admitido en la fuerza.
—¡Pos cómo no! —le dijo el primer hallado.
—¿Qué grado me dan? —preguntó él.
—Pos ahí será cualquier cosa —le contestaron—. Mientras cuide esas armas.
Y los chicanos se fueron a pasear por el pueblo mientras él cuidaba los fusiles y carabinas
viejas que tenían nombre de armamento.
Al día siguiente la fuerza se puso en marcha, y don Santos se acercó a uno que le pareció
jefe, para decirle:
—Al fin ¿qué grado tengo?
—¿Ya no le dijeron que juera cualquiera cosa? —repuso enfadado el otro—. Eche bala y
sea’ste general si quiere (Rabasa, 2004: 6).

El tono de farsa lo encontraremos muchos años después en otro extraordinario narrador


chiapaneco. Eraclio Zepeda recurre con frecuencia a estos puntos de vista; las combinaciones
entre la voz extradiegética y las insidiosas líneas de los parlamentos generarán textos emble-
máticos. En la tetralogía novelística de Zepeda compuesta por Las grandes lluvias, Tocar el
fuego, Sobre esta tierra y Viento del siglo hallaremos párrafos que evocan ciertas formas narra-
tivas de la novela de Rabasa; quizá Tocar el fuego y sus capítulos sobre la guerra sean los que
mejor ilustran la relación genealógica entre ambos escritores.
En La guerra de tres años Rabasa nos muestra un microcosmos pueblerino como una de
las formas del infierno. ¿Y qué era Chiapas a finales del siglo XIX?: la antesala de un infierno
modesto, pero con ínfulas. ¿Y qué es Chiapas hoy en el siglo XXI?: la antesala de un infiernillo
provinciano hasta las heces, pero con aspiraciones. Emilio Rabasa explora de manera crítica
la guerra fría entre liberales y conservadores del pueblito en la que salen a relucir sofistica-
dísimas armas como chismes, rumores, panfletos, anónimos y calumnias. Rabasa sale muy
bien librado de los errores narrativos en los que con frecuencia sus contemporáneos se so-
lazaban (un costumbrismo decadente). Emilio Rabasa opta por la levedad. Su prosa es ágil,
evita la sobreadjetivación, las descripciones cargadas, las digresiones morales o políticas. Sus
personajes se estructuran desde la complejidad y los presenta con una sencillez psicológica
sorprendente; el maniqueísmo, que podría convertirse en tema o subtema de la novela, se
rompe al ir conociendo a los personajes y las líneas argumentales.

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L a novela en Chiapas

vx

La guerra de tres años


Emilio Rabasa
—1891—

Tras don Santos, a quien daba agilidad la ira, salieron un centenar de personas, entre las
que iban el secretario de mal talante, Zurita y los demás funcionarios del distrito que estaban
en el palenque. En el camino, Camacho encontró al administrador de la hacienda de “Las
Bocas”, que venía caballero en un hermoso prieto, machete a la cabeza de la silla y reata en
los tientos. Hízole desmontar, subió sobre el brioso animal y, oprimiéndole los ijares, le hizo
lanzarse a galope.
La procesión había salido del cementerio y caminaba con paso lento sobre la plaza. Allí
iba el palio; allá las columnas de humo blanco precedían a san Miguel; el arcángel se movía
de uno a otro lado, como cojeando, por el paso irregular de los que lo cargaban. Varios ange-
litos le seguían de cerca, y mucha gente formaba cola a su espalda con la cabeza descubierta
y en actitud respetuosa y humilde.
Las ventas se suspendieron en la plaza, el vocerío de traficantes y ebrios se apagó súbi-
tamente; todos se quitaban el sombrero y muchos se ponían de rodillas. Los comerciantes

Emilio Rabasa (Ocozocoautla, 22 de mayo de 1856-Ciudad de México, 25 de abril de 1930).


Realizó sus estudios profesionales en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca; allí obtuvo el título de abogado
en 1878. Ocupó los cargos de diputado en la legislatura local de Chiapas y el de director del Instituto de Ciencias
y Artes del Estado de San Cristóbal de Las Casas. Fue juez civil y secretario del gobernador de Oaxaca, Manuel
Mier y Terán, en 1886. También fungió como agente del Ministerio Público, juez correccional, juez de lo penal,
magistrado del Tribunal Superior, procurador del Distrito Federal y catedrático de economía política en la Es-
cuela de Comercio de la Ciudad de México, así como gobernador de Chiapas de 1891 a 1894. En 1914 representó a
México en las Conferencias de Niagara Falls, Canadá; exiliado poco después en Nueva York se dedicó al cultivo
de las letras. A los dieciséis años publicó su “Oda a Castelar” en el periódico chiapaneco La Iberia y su poema
“A Mercedes” en El Liberal de Oaxaca. En 1884 formó y prologó una antología denominada La musa oaxaqueña.
Colaboró en revistas especializadas en derecho y fundó la Revista de Legislación y Jurisprudencia. Perteneció a
la Academia Mexicana de la Lengua correspondiente de la Española y a la Academia de Jurisprudencia. Con el
seudónimo Pío Gil publicó cuentos, poemas, estudios críticos, ensayos y crónicas y con el seudónimo de San-
cho Polo escribió La bola, La gran ciencia, El cuarto poder y Moneda falsa. Como jurista se le considera el más
sobresaliente conocedor del derecho constitucional mexicano de su tiempo y uno de los más altos exponentes
del juicio de amparo. En 1906 escribe El artículo 14: estudio constitucional, trabajo premiado por la Academia
Mexicana de Jurisprudencia en ocasión del centenario del natalicio de Benito Juárez.

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Antología crítica

estaban en las puertas de las tiendas, en mangas de camisa y descubiertos. Los Angelitos pen-
saron primero no asomarse: pero después cambiaron de dictamen, buscaron sus sombreros,
se los metieron hasta las orejas y salieron hasta las columnas del portal.
Chapa y Cabrales estaban con ellos participando de su indignación al ver así pisoteadas
las Leyes de Reforma, como decía Pancho Ángeles; ultrajada la dignidad del partido que las
sostuvo con su sangre, y escarnecida la memoria de los mártires que murieron por ella. Las
sombras de Juárez, Degollado y Ocampo sonaron allí más de una vez, y mientras Pancho
lanzaba centellas en un discurso, Juan, que era de carácter durísimo, se sentía malo y escupía
bilis. En un instante se dijeron mil cosas contra aquel jefe político sinvergüenza, consentidor
y tonto, que tal vez por unos cuantos pesos se hacía guaje. No se respetó la vida privada de
doña Nazaria; se puso en la picota al cura; se murmuró del alto comercio, todo en frases cor-
tas, incisivas, sangrientas, que dejaban a Pancho Ángeles una pauta de corchea que necesita-
ba para comenzar un discurso que al fin rompió con éstas o parecidas voces:
—El pueblo estúpido se arrodilla. ¡Bien merece lo gobierne un Camacho! ¡Tres años de
sangrienta lucha para…!
—¿Qué pasa? Miren ustedes —interrumpió Cabrales.
—Es don Santos.
—Estará borracho.
—Ahora se arma.
—¡Ahora bruto!
Esta exclamación provino de que don Santos penetró a la plaza a golpe tendido y sin mo-
derar el paso de la cabalgadura se echó por entre las vendimias, se llevó de camino un puesto
de dulces, volcó una mesa cargada de botellas y arrolló a tres o cuatro indígenas que rodaron
por el suelo.
Vieron los Angelitos que don Santos se detenía, cerrando el camino al palio; que hablaba
haciendo ademanes muy fuertes y que la cola de la procesión y las gentes de la plaza le rodea-
ban en un momento en actitud amenazadora. Los comerciantes del portal viejo se metieron
dentro de los mostradores.
Algunos hombres del pueblo alzaban los puños y los enseñaban al jefe lanzando palabras
de amenaza, y aunque don Santos parecía dar órdenes, la procesión continuaba igual, de
suerte que podía adivinarse que no encontraba su autoridad una obediencia muy fácil.
Los quince hombres de la guarnición pasaron por la tienda de los Angelitos a paso veloz
y se abrieron camino hasta llegar a don Santos. A la voz de éste, las culatas de los fusiles des-
cargaron sobre las gentes más próximas y en seguida toda la procesión se puso en marcha;
pero ya sin orden, en medio de algunos gritos y tomando el rumbo de la casa municipal. Los
Angelitos seguían observando el movimiento, mudos, atentos; y pudieron ver que abierta la
puerta, la multitud se contuvo en sus dinteles merced a los golpes que los soldados descarga-
ban. Entraron después cuatro o seis personas, después san Miguel, en seguida los angelitos

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L a novela en Chiapas

que le acompañaban y al último los soldados, detrás de los cuales la puerta se cerró para dejar
abierto sólo el postigo guardado por un centinela.
Casi al mismo instante, Zapata llegó corriendo a “La Esperanza en la Honradez”.
—¿Ya saben ustedes? —preguntó.
—Cuenta, hombre, cuenta.
—El cura preso y condenado a veinte días de arresto o cien pesos de multa.
—¡Bueno!
—¡Magnífico!
—El santo, preso también.
—¡Muy bueno!
—A doña Nazaria le dio un ataque de convulsión. Ahí se la llevan a su casa. Le dio a Her-
nández veinte pesos porque dejara salir la procesión y permitiera los repiques.
—¡Ese pillo!
—La verdad —dijo Cabrales—, que ahora sí la hizo bien don Santos.
—¡De veras! —exclamó Pancho Ángeles con ingenuidad.
Pero luego se arrepintió del elogio y añadió con mal humor:
—Pero siempre salió la procesión. Es un bruto: debía de haberlo impedido.
—Y puso preso a san Miguel —añadió Juan, bailando como títere.
—Ahí está: si es un animal.

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Antología crítica

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Sobre La rebelión de los colgados


de B. Traven

La vida de B. Traven es una apasionante novela de misterio. Los rostros múltiples, los cons-
tantes cambios de nombre y nacionalidad, los diversos oficios y artes, direcciones postales
inexistentes o alteradas fueron la constante en la trama de los avatares de nuestro autor. Los
nombres y apellidos se confundían hasta perderse en el anonimato más oscuro. Traven tuvo,
entre otros nombres: Traven Torsvan, B. Torsvan, B. T. Torsvan, Hal Croves, Ret Marut.
Es muy probable que Traven fuese la máscara que utilizó Ret Marut para desaparecer del
mundo. En el diario que Traven escribió en Tampico, México, puede leerse una esclarece-
dora nota fechada el 26 de julio de 1924: “El bávaro de Múnich ha muerto”. En realidad Marut
había librado la muerte muchos años atrás, cuando cayó la República Consejista de Baviera,
que conformaba una administración de consejos de obreros, campesinos y soldados. Marut
(junto a líderes anarquistas como Gustav Landauer, Silvio Gesell, Erich Mühsam y Ernst
Toller) fue uno de los líderes de su organización, que buscaba una defensa frente a los soste-
nidos ataques de los grupos más conservadores como los católicos y los monárquicos.
El 3 de mayo de 1919 las tropas del gobierno tomaron la capital bávara tras varios días de
intensos enfrentamientos, dejando un millar de muertos, alrededor de setecientos activis-
tas y simpatizantes de la República fueron detenidos, condenando a muchos a sufrir cárcel,
destierro o muerte. Mientras Ret Marut trataba de escapar a toda carrera por una calle fue
reconocido por un grupo de guardias blancas. En el acto lo aprehendieron para conducirlo
ante un tribunal sumario, constituido en el Ministerio de Guerra, que lo acusó nada más y
nada menos que de alta traición, cuya sanción era la inmediata ejecución. El lugar estaba re-
pleto. Entraban y salían líderes revolucionarios, marineros rebeldes, espartaquistas, soldados
del gobierno, funcionarios. Frente a una larga mesa de madera un teniente del cuerpo de
voluntarios que no paraba de fumar decidía con cierta modorra y aburrimiento quién debía
morir y quién viviría. De pronto se escucharon gritos, golpes, insultos que venían de la sala
de espera donde se suscitó un conato de pelea entre detenidos y guardias. Ante la confusión
Marut saltó con violencia y corrió como poseído para huir de aquel lugar y salvar la vida. Su
nombre pasó a formar parte de la lista de los más buscados.
Durante algunos años Marut vagó por varios países europeos cambiando su nombre, nacio-
nalidad e historia. Al parecer estuvo en Berlín, Colonia y Amberes. Posteriormente se dirigió a

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L a novela en Chiapas

Londres, donde solicitó pasaporte estadounidense, pero le fue negado al no contar con docu-
mentos que acreditaran su identidad, hasta que en 1924, cuando rondaba los cuarenta años de
edad, apareció en Tampico, México, usando nombres como B. Traven, Traven Torsvan, B. T.
Torsvan. México se convertiría en el país ideal para Traven, nación donde, según él, “constitu-
ye una falta de tacto, casi un insulto, interrogar a las personas en cuanto a su nombre, profesión,
procedencia y destino”, según podemos leer en su primera novela ubicada en nuestro país, Los
pizcadores de algodón.
Una vez en Tampico, Traven comenzó a jugar a esconderse. Adoptó el nombre Traven
Torsvan o en ocasiones utilizó el seudónimo con el que se haría famoso en México: B. Tra-
ven. Según las circunstancias se hacía pasar por ciudadano norteamericano, sueco, noruego o
escandinavo. Traven sabía muy poco de México. Se empleó como jornalero, obrero sin tra-
bajo fijo, ayudante en la extracción de petróleo. Con los escasos recursos que tenía rentó una
casucha de madera donde pernoctaba y escribía textos de ficción. En 1925 nace oficialmente,
permítanme decirlo de esta manera, el escritor B. Traven, al publicar un cuento en la revista
Vorwärts, de tendencia socialdemócrata.
En 1926 publica su primera novela, El barco de la muerte, que se cree comenzó a escribir en
Londres en inglés. Algunos críticos han querido leer este texto como una especie de autobio-
grafía apenas disimulada. El personaje principal es un marinero estadounidense, Gerard Gales.
El tema es la nacionalidad y, visto con mayor profundidad, la naturaleza de lo que llamamos
identidad. Traven expone sus ideas respecto a la sociedad capitalista que emerge después de la
Primera Guerra Mundial, mostrando los sufrimientos de todos aquellos que no cuentan con di-
nero o derechos frente a un sistema basado en la industrialización de la economía. El Estado es
presentado como el todopoderoso frente al ciudadano deshumanizado. La falta de documen-
tos de identificación lleva al individuo a no existir, la invisibilización del ser humano se opera
desde su registro como persona, la cédula se vuelve más importante que la persona.
Gales pierde su identidad (sus documentos) y por lo tanto deja de existir. Una noche de
juerga su barco zarpa de Amberes dejándolo en tierra. Gales recorre Europa en busca de do-
cumentos, pero ningún funcionario se atreve a conceder la identidad a un hombre que sólo
cuenta con su palabra. El marinero llega hasta Cádiz y es ahí donde decide formar parte de
la tripulación de un “barco de la muerte”, un viejo buque que lleva mercancía ilegal. Gales,
como la tripulación, desconoce que el objetivo del viaje es hundir el barco para realizar un
fraude y cobrar unos seguros. Prácticamente todos los hombres abordo carecen de documen-
tos de identificación. Para Karl S. Guthke, biógrafo de Traven, “el barco de la muerte simbo-
liza el Estado industrial en que los marineros, los subalternos de cubierta y los peleadores de
carbón —procedentes de todos los rincones de Europa— son el proletariado que permite el
funcionamiento del Estado” (Guthke, 2000: 339).
El barco de la muerte fue un gran éxito editorial. Vendió 120 000 ejemplares tan sólo en
­alemán, durante los primeros diez años después de su publicación. Inmediatamente la

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Antología crítica

e­ ditorial Büchergilde Gutenberg inauguró el boletín editorial que durante años se dedicaría a
tratar sobre las novelas y la enigmática figura de B. Traven. En el Die Büchergilde de marzo de
1926, ante la insistencia de los lectores por conocer datos del autor de la nueva novela, el propio
Traven escribió: “La biografía del hombre creativo carece por completo de importancia. Si
al hombre no se le reconoce en su obra, entonces él no vale nada o su obra no vale nada…”
(Guthke, 2000: 40).
Ante el tremendo éxito de ventas de El barco de la muerte Traven mejoró sus condiciones
de vida. Dejó de emplearse como jornalero y ayudante en la perforación de pozos petroleros y
comenzó a frecuentar la Ciudad de México. Para marzo de 1926 fijó una dirección postal en la
ciudad, aun cuando no tenía una casa fija: el hotel Pánuco de la calle Ayuntamiento. En ocasio-
nes utilizaba otra dirección: Isabel la Católica, número 17, que al parecer era la casa de Alberto
Williams, un profesor que se había echo buen amigo de Traven, aunque también se especula
que era domicilio de María de la Luz Martínez. Durante estos años nuestro autor se empeña en
hablar inglés y presentarse como “gringo” de ascendencia escandinava, noruego o sueco.
En mayo y agosto de 1926 Traven es invitado como fotógrafo por el arqueólogo Enrique
Juan Palacios a realizar un viaje de exploración científica a Chiapas. El objetivo de la expedi-
ción era realizar experimentos para exterminar las langostas que se habían convertido en una
verdadera plaga al sur de la república. Se piensa que Traven abandonó la caravana en San
Cristóbal de Las Casas y realizó expediciones en solitario a la selva Lacandona. Sin duda en
aquel viaje nuestro autor no solamente descubrió un paisaje majestuoso e imponente, sino
también la vida y costumbres de los diferentes pueblos indígenas de Chiapas.
Traven regresó a Chiapas en 1927 y los años subsecuentes, viviendo largos periodos de tiempo
en el estado. Traven sabía que para escribir sobre México no bastaba con recorrer su imponente
geografía, sino también estudiarlo en libros y revistas, dando gran importancia al aprendizaje del
castellano. Los estudios académicos se convierten en tema fundamental, se matricula en varios
cursos de verano impartidos en la Universidad Nacional Autónoma de México. Le interesaba
principalmente aprender español, por lo que se inscribió en cursos de esta asignatura de diez ho-
ras semanales y sobre historia cultural de México, literatura latinoamericana, la Revolución mexi-
cana, arqueología mexicana, folclor mexicano, literatura mexicana, geografía de México, literatura
azteca, historia de México, política e historia del arte mexicano.
En Tampico publica Los pizcadores de algodón (1926), El tesoro de la Sierra Madre (1927) y
Puente en la selva (1929). Puede parecernos increíble que Marut, siendo un perfecto descono-
cido, haya conseguido una editorial que aceptase publicar sus novelas. En 1925 la Büchergilde
Gutenberg no sólo realizó un contrato con el desconocido escritor, sino que lo convirtió en
su escritor estrella. Cuenta la leyenda que un 6 de agosto de 1925 John Schikowski, director
del periódico Vorwärts, que publicó por primera vez la novela Los pizcadores de algodón, le
escribió una carta a Traven recomendándole ponerse en contacto con la editorial para que
sus novelas pudiesen publicarse en formato de libro.

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L a novela en Chiapas

En Puente en la selva Traven realiza una profunda crítica a las estructuras económicas y
sociales del capitalismo, la urgencia de consumir productos, vender como forma de socializar
y fundar la esencia de lo supuestamente humano e imponer la industrialización como un sino
para la humanidad, en contraste con la autarquía comunitaria, las relaciones entre los indivi-
duos en la comunidad indígena y el desprecio de los indígenas por la producción industrial y el
racismo. Traven agrega a su visión narrativa los elementos de un neocolonialismo que subyuga
a la población indígena. La novela tiene como escenario de la trama el sur de Tampico, lugar
rodeado por campos petroleros. Un rasgo interesante es que los protagonistas de la novela son
los indígenas de una comunidad. A diferencia de sus libros anteriores, los extranjeros, “gringos”
o blancos no tienen roles principales. Los funerales de un niño son el pretexto para elaborar
una metáfora llena de símbolos. La estructura dramática es sencilla: un niño muere ahogado en
un río, los miembros de la comunidad, los amigos, la familia, las autoridades, todos sufren y se
duelen de la muerte del pequeño. El cuadro narrativo sirve al autor para “retratar” las costum-
bres indígenas y su relación con la muerte, y muestra perfiles psicológicos tan complejos que
dejan ver el poder de observación de Traven y su pronta asimilación de las culturas mexicanas.
Traven explora elementos del realismo como no había hecho antes. La cultura occidental hace
estragos en la comunidad, nos dice el autor al narrar cómo los dolientes se van emborrachando
y terminan cantando los éxitos norteamericanos que escuchan en la radio. El suceso es grotesco.
La ritualidad, con su carga sagrada, se trivializa para terminar en una secularización absurda. El
niño se ahogó, a pesar de ser un buen nadador, por llevar por primera vez unas botas tejanas.
El pequeño corrió y nadó descalzo durante los pocos años que duró su vida hasta que calzó las
flamantes botas y tropezó por la impericia en el uso del calzado. Cayó, golpeándose la cabeza
contra el puente construido por la compañía que se dedicaba a la búsqueda de petróleo y se
ahogó inconsciente, sin darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
El tesoro de la Sierra Madre narra las aventuras de un grupo de exploradores que espera
encontrar un filón de oro que los saque de la penosa situación económica en que se encuen-
tran. Después de mucho buscar la suerte les sonríe al hallar una buena cantidad del preciado
metal; sin embargo, los estragos apenas comienzan para el grupo. Al poseer el oro, las pa-
siones y la avaricia hacen presa de ellos. Al bajar de las montañas de Durango comienzan
los problemas, la traición, los malos entendidos, y la sed por el dinero crece en la medida en
que descienden. Una vez más Traven utiliza una metáfora de largo alcance: los hombres se
degradan y descienden en la escala de la dignidad humana debido a la ambición. Nuestro
autor hace hincapié en la avaricia de los blancos por el oro y, por el contrario, muestra a los
indígenas alejados de la sed por el dinero, siempre que éstos sigan viviendo de acuerdo con
sus costumbres ancestrales. Nos dice que a los indios no les interesa el oro: lo que verdadera-
mente los regocija es la tierra, a la que ven como una madre dadora de vida.
La Rosa Blanca es una novela con muchas deficiencias estilísticas y de planteamiento
del drama. Traven se engolosina con la tesis de su texto al grado de configurar un verdadero

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Antología crítica

sermón. El conflicto narrado se establece en dos posiciones que inevitablemente chocan: el


poder económico estadounidense y los indígenas. Ambos grupos se disputan la propiedad
de la hacienda La Rosa Blanca, que se ubica en el estado de Veracruz. La hacienda es en
realidad un amplio terreno que ha pertenecido a una familia de indígenas que la ha cuidado
y usufructuado ancestralmente. El choque entre blancos e indígenas se provoca cuando una
empresa norteamericana irrumpe en la apacible vida de la comunidad que vive según sus
costumbres. Los indígenas se oponen a vender su tierra. Asesinatos, compra de conciencias,
engaños y violencia son la táctica y la estrategia seguidas por los estadounidenses para lograr
finalmente quedarse con la tierra de la comunidad indígena.
Una vez posesionados, los norteamericanos devastan las parcelas, tumban la caña y los
árboles de limón en una acción por demás violenta que transforma el idilio comunitario en
una ferviente empresa dedicada a la explotación de grandes yacimientos de petróleo. El es-
quema no sólo es maniqueo sino elemental y burdo. Es muy posible que Traven cayera en
cierta comodidad al escribir La Rosa Blanca, pues sus novelas anteriores abordaban la misma
temática y habían sido verdaderos éxitos de venta. En contraste, la novela Huatulqueños de
Leonardo Da Jandra nos presenta el ecocidio que sufre la región de Huatulco, Oaxaca. Con
su consabido tono descarnado, Da Jandra se muestra reticente a la idea de la modernización y
el progreso y realiza una crítica profunda a las autoridades que se convierten en un verdadero
lastre para las comunidades, sobre todo al acomodar las leyes para facilitar la explotación de
los recursos naturales. Da Jandra escribe una novela muy bien estructurada, con un lenguaje
poderoso, personajes creíbles, bien construidos desde su raigambre psicológica. En la novela
de Da Jandra los mismos pobladores de ciertas regiones permiten la explotación de los recur-
sos, convirtiéndose ellos mismos en cómplices de las empresas extranjeras o de los políticos
que se apoderan de las playas. La mirada del narrador en Huatulqueños es despiadada y los
indígenas dejan de ser per se los protectores naturales de la tierra, a diferencia de la mirada
idílica de B. Traven.
En 1930 se le entregó a B. Traven su carta de identidad como extranjero, la cual confundió
aún más los datos del escritor, pues señalaba que éste había ingresado a tierra mexicana en
1914 por Ciudad Juárez y fijaba como fecha de su nacimiento el 5 de marzo de 1890 en Chicago.
Ya para la década de 1930 los lectores pedían a la editorial datos sobre el extraño y resbaladizo
autor. La leyenda comenzó a tomar forma. Los periódicos especulaban sobre la identidad
de Traven. Se decía que se trataba de Frans Blom, antropólogo que vivió muchos años en la
selva Lacandona y estudió a sus pueblos indígenas, en especial a los lacandones. El escritor
Ludwig Renn afirmaba que Traven era Lothar Schlamme, un extranjero que era dueño de
una finca en Chiapas. Otros más despistados aseguraban que no se trataba de nadie más que
de José Weber, el excelente pedagogo que residía en San Cristóbal de Las Casas. Al paso de
los años los nombres rayaron en el total absurdo. Se llegó a pensar que el escritor era Plutarco
Elías Calles, otros no se quedaron atrás y pugnaron por Adolfo López Mateos, cuando aún

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L a novela en Chiapas

no era presidente de la república; tiempo después se aseguró que se trataba de Esperanza


López Mateos, quien fue asistente y traductora de Traven y compartió además el copyright
de su obra de 1941 hasta 1951. Otros apuntaron al grupo de escritores, decían que en realidad
la obra de Traven la escribía un grupo de cinco personas: tres alemanes, un estadouni­dense
y un germanocanadiense que se encontraban en Tegucigalpa, Honduras. Al paso de los años
más y más nombres se barajaron.
Durante los años en que vivió en Tampico, Traven frecuentó grupos que tenían ideas
izquierdistas. Cuando asistía a una de aquellas reuniones conoció al futuro revolucionario
Augusto Sandino. El nicaragüense trabajaba entonces como mecánico para la Huasteca
­Petroleum Company. Ret Marut se negaba a dejar sus quehaceres políticos, así que por unos
meses se dedicó a conseguir fondos económicos para apoyar a Sandino.
Para Traven, que en realidad no se definía como comunista, sino como anarquista, el indí-
gena representaba al proletario europeo, incluso alguna vez definió al indio como el ­hermano
del proletario europeo. Alrededor de 1926 Traven comenzó a realizar viajes cada vez más
frecuentes a la Ciudad de México, donde estrechó amistad con los intelectuales y artistas
más importantes del país: David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Xavier Guerrero, ­Federico
­Marín, Carleton Beals, Frances Toor, el fotógrafo Edward Weston, y muchos otros que ­solían
reunirse en un departamento de la calle Zarco.
En 1927 Traven realiza un nuevo viaje a Chiapas, entre los meses de enero y junio de 1928
hace una nueva expedición, y así durante los años subsecuentes hasta que decide vivir largas
temporadas en el estado. Se sabe que durante los viajes solía hospedarse en Ocosingo, en la
casa de Ernestina González, que era dueña de un restaurante. Traven también hizo amistad
con algunos finqueros, tenía amigos en la región de las monterías, como los dueños de la finca
El Chac. Hacia 1928 nuestro autor se hace amigo de la familia Bulnes, finqueros con una larga
historia de vejaciones contra los indígenas chiapanecos. Traven solía visitarlos en su finca San
José El Real.
Las primeras novelas de Traven tuvieron un éxito de ventas que jamás volvió a lograr. La
obra de nuestro escritor tiene momentos memorables; sin embargo, es justo mencionar que
no se trata de un estilista en el sentido del cuidado pormenorizado del lenguaje. Recordemos
que algunas de sus obras las escribió en un alemán salpicado de inglés, otras veces se empeñó
en usar el inglés sin dominarlo con soltura. Traven es un narrador descuidado al momento
de realizar sus trazos dramáticos. Utiliza la escala aristotélica en su vertiente más esquemá-
tica y en muchas ocasiones sus finales son verdaderas epopeyas anticlimáticas. En algunos
textos el didactismo irrumpe en el flujo narrativo para perderse en digresiones innecesarias,
cargadas de moralismo político o ideológico. La idealización del indio es quizá su verdadero
talón de Aquiles: los indígenas no son hombres o mujeres sino ángeles, entes que deambulan
en una espacialidad de pureza y dignidad. Las comunidades indígenas son, para nuestro
autor, verdaderas poseedoras de una sabiduría que logra redimir a todo aquel que se acerque

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Antología crítica

con la humildad necesaria. Traven reduce, pues, el concierto de las relaciones sociales a un
romanticismo elemental, quizá por ello sus creaturas, sus personajes en ocasiones carecen de
profundidad psicológica, no logran convertirse en caracteres que evolucionan con la trama.
Hacia 1930 Traven había vendido una estratosférica cantidad de libros. Su nombre era
­conocido en prácticamente todo el mundo. El escritor invisible estaba en todas partes. Para
esos años de gloria se imprimieron tan sólo para la edición alemana de El barco de la muerte
cien mil ejemplares y para 1936 el tiraje de toda su obra rayaba en el medio millón de ejempla-
res. Hoy en día volvemos la mirada hacia aquella época y parece mentira que Traven hubiese
sido tan leído. Su obra sin duda ha envejecido mal. Sus libros se han convertido en rarezas
editoriales y se reeditan tan sólo algunas de sus novelas.
En un lapso de aproximadamente nueve años Traven publicó las seis novelas que inte-
gran el llamado ciclo de la caoba. Existe una unidad temática entre los textos: la superexplo-
tación de los finqueros contra los indígenas que se dedican a talar los enormes árboles de
caoba. Para Traven las condiciones de esclavitud en que vivían los indígenas bajo el yugo de
sus patrones fueron un detonante que provocó la Revolución mexicana. Las monterías son el
espacio donde se desarrollan las tramas. El didactismo y el discurso moralizante se convier-
ten en “estilo”, nuestro autor busca la redención de los finqueros, muchas veces españoles, a
través de sus libros.
Traven estaba convencido del papel transformador de la literatura. Una obra que denun-
cia la realidad social era, para nuestro autor, un detonador de cambio político. El escritor tenía
la misión de develar la explotación en la que vivían algunos seres humanos, tanto lo creía que,
en el boletín editorial que emitía con frecuencia su editorial alemana, con fecha de septiembre
de 1934, Traven escribe: “Ciertas novelas fuertes llevan al socialismo con la misma o mayor
seguridad que El Capital o los libros de Lenin o Engels” (Guthke, 2000: 452).
Para la época en que nuestro autor publica el ciclo de la caoba insiste en crear a su alre-
dedor un halo de misterio. Usa varios domicilios. Ya vivía en Acapulco, pero el pago de sus
regalías debía de mandarse a nombre de su secretaria y traductora Esperanza López Mateos.
En el llamado ciclo de la caoba Traven hace más patentes sus puntos de vista ideológicos.
Las novelas que lo integran —La carreta (1931), Gobierno (1931), La marcha hacia el reino de
la caoba (1933), La troza (1933), La rebelión de los colgados (1936), El general. Tierra y libertad
(1940)— muestran la esclavitud con la que los finqueros sojuzgaban a los indígenas.
La caoba es una madera preciosa que generalmente se utilizaba para la fabricación de
muebles u objetos de ornato. Fue en Inglaterra, en el siglo XVII, donde comenzó a usarse,
haciéndose muy popular en Europa. Posteriormente se recurrió a ella para la construcción de
barcos. Fue tal su superexplotación que los ingleses ubicaron una base naval en Belice para
tener acceso directo a la madera. Para el siglo XIX la demanda crece exponencialmente por las
necesidades de Estados Unidos e Inglaterra. En México y Guatemala la explotación se ­genera
en las tierras cercanas al río Usumacinta, hasta llegar a Tenosique, Tabasco. Alrededor de

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L a novela en Chiapas

1880 el gobierno de México concede a empresas norteamericanas concesiones y todas las


facilidades para la explotación de la caoba. En Chiapas las monterías se ubicaban en el valle
del río Jataté. En las novelas que integran el ciclo de la caoba —en especial en La rebelión de
los colgados— Traven narra cómo los ladinos enganchaban a los indígenas mediante el uso
del alcohol o amenazas de todo tipo para trasladarlos a las tierras del valle del Jataté y con-
vertirlos en esclavos que quedaban sujetos al patrón o finquero por acumulación de deudas.
Nuestro autor cuenta la vida en las monterías, los sufrimientos de los peones, los excesos
de los patrones y los intentos de escape. Según Thomas Benjamin la información que se
tiene de las monterías es escasa. Durante el gobierno de Porfirio Díaz las monterías fueron
poco reguladas y periodistas como John Kenneth Turner o Ángel Pola, que habían reali­
zado ­importantes investigaciones en zonas cafetaleras o henequeneras, jamás pisaron tierras
­donde se explotaba la caoba; sin embargo, sí estuvo presente B. Traven. Se puede cuestionar
la fuente, un novelista alemán que usaba una serie de seudónimos para ocultarse del mundo,
un anarquista que tuvo que huir de su país por acciones revolucionarias, un “perfecto igno-
rante” de la historia y costumbres de México. Podemos señalar que Traven fue un narrador
testigo. Estuvo en las monterías, logró hacerse amigo de Amador Paniagua, un indígena que
por años fue su guía en la selva y que había sido esclavizado en una de las fincas, pero tam-
bién gozó de la amistad de la familia Bulnes, una de las marcas más grandes en la explotación
de la caoba. Además, como señala Benjamin, los indígenas guardaron celosamente las histo-
rias de ignominia que vivieron y formaron con todo ese material una especie de historia oral.
Algunos de los nombres de propietarios de monterías en Chiapas, Tabasco y Guatemala son
Polisario Valenzuela, Teodosio Ochoa, Pedro Vega, Enrique Bulnes (el amigo de Traven),
Mr. Morris, la llamada Casa Romano, Manuel Otero, Cipriano Carrasposa, entre otros.
Para que las monterías operaran era necesaria la connivencia del Estado, quien no se limi-
taba a realizar concesiones como tierras a bajo precio: además daba facilidades para transpor-
tación, excepción de impuestos, etcétera. Valga un ejemplo: el presidente Porfirio Díaz, ante
las revueltas de indígenas mayas de Yucatán y yaquis de Sonora, ordenó enviar a los rebeldes
a las monterías como escarmiento. La organización social en la montería era estrictamente
jerárquica: la base de la producción eran los jornaleros, mayoritariamente indígenas, que ga-
naban un salario muy bajo y estaban obligados a comprar los productos que necesitaran en
la tienda de raya, que les vendía a precios muy altos. Aquí ubicamos a los hacheros, los que
cortaban la madera, esos hombres que al no cumplir las tareas impuestas eran colgados de los
árboles; también en este rango estaban los boyeros que conducían los bueyes y transportaban
las trozas al río (ambos son personajes importantes en La rebelión de los colgados). Así, la
­pirámide iba subiendo: artesanos, mecánicos, tenderos, guardas y enganchadores.
Los castigos eran de una brutalidad inverosímil, la tasa de mortandad era alta y los intentos
de escapar casi siempre terminaban en fracaso, como relata Alfonso M. Grajales en su cuento
“La juyenda inútil” (1948). En La rebelión de los colgados Traven apunta: ­“Conocedores de

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Antología crítica

su suerte, los fugitivos habían renunciado a regresar al hogar. Habían huido del trato inhu-
mano que sufrían en las monterías y se mantenían alejados de los senderos y de los caminos,
viviendo al margen de toda ley en las inexpugnables profundidades de la selva. Habitaban
cavernas o cuevas hechas en la tierra o sobre ramas entrecruzadas de los árboles, cubiertos
por el tupido follaje” (Traven, 2003: 277).
A decir de Benjamin, Traven se inspiró en una sublevación de jornaleros que se organizó
en 1904 en la montería Las Tinieblas para escribir La rebelión de los colgados. En esta novela
Traven expone su visión con respecto a la Revolución mexicana, señala los malos tratos, la
esclavitud y la explotación de los jornaleros como el antecedente de la insurrección armada.
Nuestro autor correlaciona la vida en la montería, alejada de los acontecimientos nacionales
y hechos que en otros estados permitieron los primeros brotes de rebelión contra el gobierno
de Porfirio Díaz, las huelgas de Río Blanco y Cananea, así como la represión de la que fue-
ron objeto los trabajadores conjurados. Llegaron a oídos de los jornaleros de las monterías a
través de la voz de un maestro, pieza clave para la toma de conciencia de los indígenas sojuz-
gados en la selva chiapaneca.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial la vida de Traven da un giro inesperado. De pronto
dejó de recibir el dinero correspondiente a sus regalías, las extraordinarias ventas de sus libros
bajaron considerablemente. A pesar de que las primeras películas basadas en sus novelas co-
mienzan a aparecer alrededor de 1940, su situación económica no mejora mucho que digamos.
Una vez que los nazis se hacen del poder en Alemania, nuestro autor sufre directamente la cen-
sura del gobierno de Hitler. Ante la merma de las ventas de sus títulos en Alemania, Traven se
vio en la necesidad de explorar el mercado norteamericano y el mexicano. En 1941 comienzan
a aparecer sus novelas en castellano. Las traducciones corrieron a cargo de Esperanza López
Mateos, quien estaba casada con Roberto Figueroa. En 1939 López Mateos había escrito al editor
Alfred K. Knopf para explorar la posibilidad de adquirir los derechos cinematográficos de Puente
en la selva y La rebelión de los colgados, Traven se negó. Posteriormente López Mateos volvió
al ataque. Ahora solicitaba el permiso para traducir las novelas del autor; pero éste nuevamente
no aceptó. Sin embargo, Esperanza López Mateos tradujo Puente en la selva sin autorización. Al
tener el manuscrito Traven no tuvo más que aceptar la publicación. Así, Esperanza consiguió ser
la traductora oficial de las novelas de Traven y su secretaria particular, hasta ser la propietaria de
los derechos de la obra del autor alemán. Esperanza López Mateos se convirtió en una persona
muy importante para nuestro autor, sin embargo inesperadamente en 1951 se suicidó.
El 7 de agosto de 1948 el novelista Luis Spota publica en la revista Mañana un reportaje
donde afirma que ha descubierto la verdadera identidad de Traven. Spota escribe que el fa-
moso escritor fantasma no es más que Berwick Traven Torsvan, quien es propietario de un
restaurante en Acapulco, Guerrero. La publicación llegó tan lejos como nadie lo había hecho,
por lo que Traven se vio en la necesidad de escribir un artículo en El Universal para negar lo
afirmado por Spota.

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L a novela en Chiapas

En 1954 se terminó de filmar La rebelión de los colgados. La película fue un éxito de taquilla;
sin embargo, lo importante para Traven fue que en 1953 el cineasta William Miller presentó a
nuestro autor con Rosa Elena Luján. Traven fungía como guionista y se hacía llamar Croves.
Luján tendría la encomienda de ayudar a realizar las traducciones al español (si me dejan
­jugar un poco a la novela rosa podemos decir que fue amor a primera vista). Luján, al igual
que Esperanza López Mateos en el pasado reciente, se fue encargando de varios aspectos de
la vida de Traven, quien unos meses después determinó que sus regalías fuesen depositadas
a nombre de ella, y para 1956 Luján aparecía como dueña de los derechos de la obra del escri-
tor alemán. Y para completar el patrimonio de Rosa Elena Luján, el 16 mayo de 1957 se casó
con Traven Torsvan en San Antonio, Texas.
Traven murió en su casa de la calle Río Mississippi, Ciudad de México, el 26 de marzo
de 1969, acompañado de Rosa Elena Luján y sus hijastras. El acta de defunción se realizó
con el nombre Traven Torsvan Croves, nacido en Chicago, 78 años de edad, hijo de Burton
­Torsvan y Dorothy Croves. La causa de la muerte: nefroesclerosis y adenocarcinoma prostá-
tica. Fue incinerado en el panteón civil de Dolores en la Ciudad de México.

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Antología crítica

vx

La rebelión de los colgados


B. Traven
—1936—

No obstante, a pesar de la situación desesperada, don Acacio no perdió la cabeza. No


pidió compasión, como no la pedían los muchachos cuando los azotaban o los colgaban.
Personalmente, él nunca había golpeado a Urbano, nunca lo había pateado, como tenía
costumbre de hacer con todos sus inferiores. Ni siquiera habíase percatado nunca de la
existencia de Urbano, que pertenecía al campo de su hermano Severo. Era la primera vez
que lo veía, que tenía algo que ver con él, y ello porque el indio se había fugado y era nece-
sario hacerle una ­advertencia saludable; pero sabía que de los tres hermanos y sus capata-
ces, era él, don ­Acacio, a quien se odiaba con más encono. No le hubiera sorprendido que
uno de sus h­ombres, con el rencor que le tenían el chamula Celso o el boyero Santiago o
Fidel o Andrés, el más inteligente de todos, le hubiera esperado en la espesura para acabar
con él a traición. Pero el hecho de que un gusano infeliz y amedrentado como Urbano lo
tuviera en su poder y fuera a matarlo, era algo que no podía soportar. Su rabia era tal, que
olvidando la situación en que se hallaba, y aprovechando la circunstancia de que aun te-
nía libre la boca, usó de esa libertad, no para pedir auxilio, porque hubiera sido rebajarse el
hecho de pedir auxilio en contra de un indio piojoso, ello habría acabado para siempre con
su prestigio en la montería. Los muchachos y los capataces se habrían reído a sus expensas.
Los últimos, sobre todo, y más cuando estuvieran borrachos, no se detendrían para llamarle

B. Traven (¿?-Ciudad de México, 1969).


Huyendo de la Primera Guerra Mundial, llega a México en 1924. Escribe El barco de la muerte, un libro semiauto-
biográfico sobre su huida de Alemania a nuestro país. Traven sigue con otra novela, El tesoro de la Sierra Madre.
Viaja a Chiapas y publica su primer libro documental sobre este estado, La tierra de la primavera, posterior-
mente une su pasión política con la realidad de las etnias en una serie de novelas, una de ellas sobre la vida en la
selva Lacandona, en las que incluye Puente en la selva, La carreta, Gobierno, La troza, La rebelión de los colgados
y Macario. Desde México envía sus manuscritos, que se traducen a cuarenta y cuatro idiomas. Viaja por todo el
mundo y en la década de 1940, cuando reside en Acapulco, escribe el guión para la película El tesoro de la Sierra
Madre (que gana un Óscar). En la Ciudad de México se casa con Rosa Elena Luján, su traductora, apoderada y
compañera entrañable. Después de su muerte, de acuerdo con sus deseos, sus cenizas se esparcen sobre la selva
Lacandona. El legado de Traven sobrevive en sus obras, las veintiséis biografías que se han escrito sobre él y su
pasión por México y la justicia social.

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L a novela en Chiapas

maricón. En la montería sólo había hombres. Los maricones temerosos de los suplicios y
los golpes no existían allí.
Don Acacio dio salida a su rabia gritando:
—¡Perro asqueroso, hijo de puta! ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Te imaginas que porque
me has amarrado me voy a quedar sin darte tu merecido? Espera un momento, ya verás tú
cómo me suelto…; pero, ¡con un demonio!, yo te aseguro que después ya podrás implorar a
la Virgen y a todos tus santos. ¡Ahora, desgraciado, desátame!
Urbano se echa a temblar de miedo. Sabe perfectamente que don Acacio se encuentra
sólidamente atado y sin embargo piensa en que podría desatarse por medio de alguna forma
mágica o con la ayuda del diablo. Se siente delante de él como un cazador ante un tigre caído
en la trampa y encadenado y que teme que el animal, en un esfuerzo desesperado, pueda
romper sus ligaduras y saltar sobre él.
Urbano permanece perplejo durante un segundo, con los ojos fijos en el río que corre a
algunos pasos del borde arenoso.
Nuevamente don Acacio grita:
—¿Me vas a desatar, perro? ¿Sí o no?
Bruscamente Urbano se lanza sobre él, le quita la pistola que lleva al cinto. Él nunca había
tenido un arma de fuego y no sabía cómo servirse de ella. La sostiene con las dos manos, recarga
el cañón contra el cuerpo de don Acacio; pero no sabe con qué mano o con qué dedo oprimir el
gatillo. Finalmente, lo oprime; pero el tiro no parte porque el arma tiene puesto el seguro.
—¡Y es un imbécil como tú el que pretende matarme! —exclama don Acacio. Y la risa
que sigue a su exclamación es amarga, porque sabe muy bien de la vanidad de sus esfuerzos
por librarse.
Urbano tira el revólver, que describe un amplio círculo antes de caer en la arena.
Los dos capataces y la favorita de don Acacio se encuentran sentados en la oficina.
Algunas de las voces de don Acacio llegan hasta ellos, pero indistintas y apagadas.
El Faldón dice al Pechero:
—Algo debe estar ocurriendo. Por mi madre que no quisiera yo estar en el pellejo de Ur-
bano. Oye nada más cómo ruge Cacho.
—De buena gana me aproximaría un poco para ver algo —dice la mujer.
—Más vale que no lo haga, señorita —aconseja el Faldón—, porque si don Cacho se da
cuenta no le va a gustar. A nosotros no nos gusta que nos miren, ya don Cacho se lo debe
haber dicho.
—¿Pero es que aquí no se puede tener ni la menor distracción?
—No, señorita, y créame que para nosotros eso no es una diversión. ¡Mal rayo! Ahora que
me acuerdo, mañana tendremos que levantarnos a las tres de la mañana… Yo me pregunto
siempre: ¿qué he venido a hacer en este desierto, en el que sólo encuentra uno caca de rata, y
de vez en cuando un poco de alcohol y carne?

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Antología crítica

Se levanta y se dirige al jacal que sirve de dormitorio a los capataces.


En ese momento se oye un grito agudo que llega del ribazo; pero él sólo llama la atención
de Martín Trinidad, uno de los descamisados contratados por don Gabriel, que acaba justa-
mente de llegar a la oficina para cambiar su hacha usada por una nueva.
Se aproxima a la pendiente; llega casi al borde y tirándose al suelo empieza a avanzar
arrastrándose para no ser visto, porque sabe lo malo que es dejarse ver en un sitio en el que
se distribuyen azotes. Escondido tras unas matas estira el cuello prudentemente. Desde allí
puede ver muy bien una gran parte de la orilla del río.

Urbano recoge la piedra y camina en dirección a don Acacio.


—Tú no harás eso, perro —ruge don Acacio.
—No —responde Urbano—. No, eso sería demasiado bueno para ti, demasiado bueno
para un ladino desalmado.
Urbano deja caer la piedra. Don Acacio respira aliviado. Pero Urbano lanza una mirada
al río y descubre algo que don Acacio no puede ver porque tiene la cara vuelta hacia la pen-
diente. Se da cuenta simplemente de que Urbano abre la boca y una sombra de crueldad pasa
por sus ojos.
Urbano, encogiendo los hombros y caminando sobre las puntas de los pies, penetró en el
agua como quien trata de sorprender y capturar un animal. Tal vez a alguna serpiente.
Pero no, no era una serpiente, era una rama provista de espinas largas como un dedo y
­duras como el acero. Flotaba avanzando, retrocediendo, aproximándose y alejándose del
borde. Urbano dio un salto y con movimiento rápido la atrapó antes de que la corriente la
arrastrara. Después, aproximándose a don Acacio, se la puso ante los ojos.
—¿Ves estas espinas, verdugo? —dice entreabriendo los ojos con un remedo de sonrisa.
—¡Por la Virgen! ¿A qué hora vas a desatarme?
—Dentro de un minuto serás libre, verdugo —dice Urbano quitando una larga espina del tallo.
Después la toma fuertemente entre sus dedos y la aproxima tanto a la cara de don Acacio,
que éste la siente sobre su mejilla.
—Con esta espina te voy a sacar los ojos de bestia feroz; así ya no podrás ver jamás cómo
azotan y cuelgan a los muchachos. Así, jamás volverás a ver la luz del sol ni la cara de tu madre.
—¿Te has vuelto loco, muchacho? —pregunta don Acacio, que ha palidecido súbitamente.
—Nosotros, los muchachos todos estamos locos. ¡Ustedes nos han vuelto locos!.
—Sabes muy bien que te fusilarán o te ahorcarán.
—No habrá quien pueda fusilarme, ni ahorcarme, ni siquiera azotarme, porque hasta esa
venganza voy a robarte. Porque cuando haya hecho lo que tengo que hacer me tiraré al río, y
ya pueden venir a buscarme.
—Por la Virgen, muchacho, no hagas eso, mira que te irás al infierno. Por todos los santos,
no lo hagas.

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L a novela en Chiapas

Don Acacio había dulcificado la voz para pronunciar aquellas palabras.


De pronto Urbano, como temiendo flaquear, o tal vez pensando que pudieran venir en
auxilio de don Acacio se lanza sobre él.
Don Acacio lanza un grito penetrante, un grito que no es de dolor, sino de horror, de terror
loco. Por primera vez en su vida ha sentido miedo.
Sin inmutarse, Urbano se lanza una segunda vez contra él. De las órbitas de don Acacio
empieza a manar sangre. Él dobla hacia atrás la cabeza para que la sangre no le penetre por
la boca y murmura:
—Madre Santísima, Madre de Nuestro Señor…
Urbano se vuelve y descubre la cabeza de un hombre inmóvil que lo mira.
Rápidamente desata la cuerda que le sostiene los calzones desagarrados, recoge la piedra,
se la coloca dentro del calzón, después se ata los muslos por debajo de las caderas para evitar
que la piedra se salga, y sosteniéndose la pretina con ambas manos se lanza al agua. La co-
rriente lo envuelve, varias veces aparece y desaparece en medio de la corriente. Una vez más
aparece su cabeza y finalmente se pierde.

Cuando está seguro de que Urbano ha desaparecido, Martín Trinidad sale de su escon-
drijo, desciende hasta la orilla con precaución y con todo sigilo se aproxima a don Acacio, a
quien contempla largamente. Descubre el revólver tirado en la arena, lo recoge y se lo ­esconde
entre los pliegues de la camisa. Después, aproximándose cuidadosamente a don Acacio, le
quita la cartuchera. Don Acacio no hace ni el más leve movimiento, no dice ni la menor pala-
bra. Posiblemente no tiene conciencia de la presencia de un ser humano cerca de él.
Martín Trinidad esconde la cartuchera sujetándosela por debajo de la camisa. Después
se aleja rápidamente bordeando la orilla hasta perderse de vista. Cuando está seguro de que
nadie puede mirarlo, saca la cartuchera y la entierra en la arena. Camina cincuenta pasos, ins-
pecciona bien el sitio para poder reconocerlo más tarde y esconde el revólver. Después trepa
hasta la explanada, pero a bastante distancia del sitio en que se encuentra el jacal más lejano
del campamento, y hacia éste se dirige, recogiendo al pasar el hacha, que ha dejado recargada
contra un tronco. Llegado al depósito de implementos pide al Faldón que le cambie el hacha
deteriorada por una nueva.

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Antología crítica

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Sobre El callado dolor de los tzotziles


de Ramón Rubín

Ramón Rubín nació en Mazatlán, Sinaloa, aunque se formó en el estado de Jalisco. Fue un
niño solitario que solía jugar en medio del clima agreste. Gustaba del mar, el calor, la brisa y
los atardeceres. Tuvo una infancia llena de libertad que se nutría de aventuras entre la tupida
vegetación, las olas y su amor hacia los animales. Más que lo libresco, la vitalidad fue su sino.
Sin embargo, siendo niño leyó su primera novela, Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Aquella
novela marcaría de cierta forma su propia literatura, caracterizada también por la aventura,
el descubrimiento de mundos ignotos, los elementos de la naturaleza contra el hombre, la
soledad, la sobrevivencia. Andando el tiempo se hará lector asiduo de las obras de José María
de Pereda y B. Traven.
Rubín cuenta en sus memorias que siendo muy joven, a los diecisiete años de edad, es-
cribió su primera novela. Realizando sus tareas de mecanografía debía transcribir algunos
textos; sin embargo, su miopía le impedía avanzar con cierta celeridad, por lo que prefirió
“inventar” una historia que terminaría siendo una novela rosa.
En 1929, a escasos meses del crac económico, se ve en la necesidad de recorrer varios estados
de la república en busca de trabajos temporales y de varia naturaleza. Su periplo lo lleva a cono-
cer diversas geografías, costumbres de pueblos olvidados, formas y giros del habla de diversas
regiones; siempre lo acompañarían libretas escolares donde escribía lo que observaba y escu-
chaba. En una de sus estancias en Mazatlán se anima a participar en un concurso literario y para
su sorpresa gana el premio. Esto le cambia la manera de ver el mundo, entiende por primera
vez que la literatura será una especie de destino. Entusiasmado viaja a la Ciudad de México en
busca de trabajo en alguno de los periódicos de la ciudad, pero la suerte no está de su parte. No
le queda más que regresar a Mazatlán y seguir con sus constantes viajes por la república.
En 1938 regresa a la Ciudad de México. Una mañana decide dominar su timidez y sube
los escalones del edificio del periódico Excélsior hasta llegar al sexto piso, donde se encon-
traban las oficinas de la publicación. Entró a la sala de redacción apenas saludando con un
movimiento de cabeza y dejó sobre el escritorio de Armando Roque Sosa Ferreriro, entonces
director de Revista de Revistas, un cuento: “Los músicos de Ixpalino”.
El texto se publicó y el joven autor realizó el mismo rito de llevar su cuento hasta el des-
pacho de Armando Roque y éste lo publicaba sin mayor acuerdo, hasta la quinta entrega, en

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L a novela en Chiapas

la que el director de la revista lo detuvo para pedirle que se convirtiera en colaborador de la


publicación.
Cuatro años después, a pesar de sus publicaciones en la revista de Excélsior y la circulación
de su primer libro, su situación económica no mejora, por lo que tiene que enrolarse como
marino, según cuenta Rafael Vargas. En esta época Rubín vive algunas de sus grandes aven-
turas, sobre todo cuando “trafica” armas y municiones para apoyar al ejército republicano en
España.
Al regresar a México a principios de 1942, establece un negocio para reparar calzado. Las
cosas en materia de dineros comienzan a mejorar, suficiente como para que con los ahorros
pague la impresión de su primer libro, Cuentos del medio rural mexicano, bajo el sello de la
Impresora Gráfica, en Guadalajara. Se trata de una recopilación de los textos publicados
en la revista. Son piezas realistas escritas en una prosa donde en ocasiones se entorpece el
­flujo narrativo, pero que contienen una mirada que sabe exponer situaciones y circunstancias
altamente efectivas desde el punto de vista literario. Las tramas son prácticamente todo, la
fuerza de sus textos se encuentra en lo que cuenta. La forma no es un recurso que le interese
mucho a Rubín, sus estructuras son lineales, cuida las unidades de tiempo, espacio y acción.
Rubín tiene la cualidad de conocer los pueblos, las costumbres y formas del habla de lo que
nos cuenta. Lo mismo apunta el nombre de la flora y la fauna de sus espacios narrativos. Si
bien no toda la obra de Ramón Rubín tiene un tratamiento indigenista, algunos de sus libros
son importantes muestras de esta tendencia de la literatura mexicana. El callado dolor de los
tzotziles (1948), El canto de la grilla (1952) y La bruma lo vuelve azul (1954) son sus trabajos
más conocidos.
El callado dolor de los tzotziles es la novela con la que Rubín comienza a conocerse en el
mundo literario de México. Nuestro autor ya había publicado con anterioridad textos que
se centraban en el género del cuento como registro estético para aprehender la realidad. Los
temas y ámbitos eran rurales. Rubín se planteaba crear una obra fundada en su capacidad
como narrador de historias cortas. Entre 1942 y 1948 dedica sus esfuerzos como escritor a sus
“cuentos mestizos”, en ediciones rústicas, impresas en Guadalajara, pagadas por él mismo.
Los cuentos en los que los indígenas son los personajes principales se publican en 1954, y la
visión que tiene sobre los indios es la del mestizaje de la nación.
El callado dolor de los tzotziles es su novela más conocida, aunque no necesariamente la
de mejor calado estético. Rubín intenta en este trabajo una forma diferente de acercarse al
mundo de los indígenas de los Altos de Chiapas. El autor trata de acercarse a las costum-
bres tsotsiles observando al indígena como miembro de una cultura ancestralmente negada
por la sociedad mestiza. El protagonista José Damián es víctima (y sí: la palabra está bien
calibrada), víctima de sus decisiones personales y del mundo de los blancos. Su mujer es
estéril y a pesar de quererla la abandona para irse a trabajar a una finca cafetalera. El indígena
se desarraiga, penetra un mundo de signos y símbolos que desconoce y lo atormentan. Un

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Antología crítica

mestizo que sabe del significado sagrado que tienen los borregos para los tsotsiles lo obliga a
convertirse en ayudante de carnicero. José Damián se debate entre huir de la finca y regresar
a su paraje de Chamula con la vergüenza a cuestas y ser escarnio de sus hermanos o matar
borregos, sus hermanos también, desde la cosmovisión de su pueblo. El choque de las dos
culturas está magistralmente resuelto; sin embargo, los personajes se rehúsan a desdoblarse
en la narración para adquirir volumen. La constante injerencia ideológica de Rubín entorpece
la naturalidad de desplazamiento de los caracteres. José Damián es incapaz de enfrentar la
situación en la que se encuentra atrapado, se deshumaniza, pierde el soporte psicológico que
su cosmovisión le proporcionaba. Una vez roto el equilibrio con su cultura, José se abandona
en el alcoholismo y la violencia.
Rubín le dice a Emmanuel Carballo en una entrevista:

Sólo puedo escribir una novela partiendo del clima ambiental. Elijo éste atraído por su fuerza y
su peculiaridad; sitúo en él a los personajes y los hago moverse de acuerdo a las pasiones inter-
nas y externas que reciben y a la luz de ellas. Entonces el conflicto surge por sí solo, dándome el
tema. El esfuerzo disciplinado de desarrollarlo con apego con los cánones de la lógica realista, me
permite festinarlo y me conduce hacia la necesaria culminación. Tanto el cuento como la novela
exigen del escritor una aptitud que, a mi juicio, resulta imprescindible: la capacidad de sentir los
problemas y angustias de los personajes y de hacérselos sentir al lector (Carballo, 1986: 422).

Es interesante cómo Rubín expone su metodología creativa. Quizá a muchos lectores e


incluso escritores pueda parecerles desconcertante partir del clima ambiental; sin embargo,
ese “clima ambiental” se refiere al pulso en que se encuentran las relaciones sociales en un
determinado lugar; es decir, que lo social se muestra al escritor en la medida en que las con-
tradicciones toman forma. El clima social, el estado de las cosas pide ser narrado. Rubín tuvo
la cualidad de ser un buen lector de circunstancias sociales, por ello toda su obra parte de su
vivencia directa con la materia de sus narraciones.
La primera novela de Rubín inaugurará una prolífica obra. Para 1951 nuestro autor publica
su segunda novela, La canoa perdida. Este trabajo difiere del anterior. Las historias, relatos y
cuentos se reúnen en un tomo demasiado extenso. El pretexto narrativo son las andanzas de
Ramiro Fortuna, al que alguien le ha robado su canoa. Para sorpresa de muchos Juan Rulfo
realizó algunas críticas positivas al libro: “Más que ser reportero como Fernando (Benítez), él
hace literatura”, afirmó Rulfo. La novela también era un homenaje al Lago de Chapala, que
para esas fechas estaba siendo drenado por las autoridades de Jalisco. Rubín emprendió un
verdadero activismo para defender el lago, al grado de enfrentarse con el otrora gobernador
Agustín Yáñez. En 1955 Rubín sorprende a propios y extraños, publica una novela experimental
La sombra del Techincuagüe, texto fallido pero arriesgado donde se enfrenta a nuevas estruc-
turas rupturistas, al empalme de tiempos y espacios. La guerra cristera es el telón histórico.

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L a novela en Chiapas

La organización del corpus narrativo se complejiza a tal grado que el autor se pierde en el
entramado dramático, además de abrir el compás narrativo tanto que se explaya en detalles
innecesarios que entorpecen la fluidez del texto.
Es imposible en tan poco espacio referirme a toda la obra de Rubín, no es el objetivo de
este ensayo, pero quiero referirme a su novela La bruma lo vuelve azul (1954). El tema sigue
siendo el mismo de El callado dolor de los tzotziles, el choque entre dos culturas o civilizacio-
nes: el mundo indígena, ahora situado en los pueblos huicholes, y lo occidental (la referencia
es directa a los tiempos, entonces recientes, del gobierno de Lázaro Cárdenas en su afán de
alfabetizar a los indígenas de México para integrarlos a la sociedad mestiza). Los internados
escolares serán uno de los espacios narrativos que sobresalen en la novela, lugares donde
los jóvenes aprenden varios oficios con el propósito de que una vez terminada su formación
regresen a sus pueblos a reproducir el conocimiento. Rubín, con la mirada crítica que lo
identifica, nos relata que, por el contrario, el choque con lo occidental devasta a los indígenas,
quienes no saben cómo enfrentar el fuerte contraste. Así, los muchachos prefieren quedarse a
vivir en las ciudades como entes perdidos, renegando de su cultura, pero sin lograr integrarse
a la de los mestizos, que por demás es profundamente racista y violenta. En La bruma lo vuel-
ve azul podemos leer al mejor Rubín. La trama está muy bien estructurada, los personajes
adquieren volumen físico y psicológico, el maniqueísmo y hasta esquematismo de sus libros
anteriores es superado para dejar paso a un drama profundamente humano.

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Antología crítica

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El callado dolor de los tzotziles


Ramón Rubín
—1948—

—Anímate, chamulita; y hoy comés caliente —insistía tenaz el portero.


Y José Damián cerró los ojos, alcanzando apenas a balbucir, con espanto de sí mismo
pero fustigado por el acicate del desamparo y del hambre:
—Echáme, pues, el cuchillo…
El otro se quedó sorprendido de su éxito. Había encontrado un extraño placer morboso
induciendo al indígena a cometer aquello que sabía era para él un infamante crimen. Pero no
esperaba resultar tan elocuente en sus razonamientos. No parece cosa fácil esto de convencer
a un chamula de que se emplee en el obrador sacrificando borregos. Sin duda debía ser el
hambre muy atroz para decidirle.
Arrastrólo consigo, ufano de su triunfo.
—Venite, que ya’stán matando. Tiene que ser con la fresca pa que haiga modo de serenar
la cecina antes de que se agusane.
Y se lo llevó hasta el otro lado de los silos, a unas largos tejabanes [sic] bajo los cuales
había unas piletas de material con sus escurrideros, muy cerca de los corrales en que balaban
tristemente, al ventear la sangre, los rumiantes destinados al sacrificio. Aquello constituía el
pequeño rastro u obrador de la hacienda; y allí se mataban y descuartizaban las piezas des-
tinadas al consumo de carne, poniendo a secar en tendederos unos trozos y llevándose los
otros frescos para distribuirlos en las cocinas.
—¡Apura, Fabián! —le gritó al portero, un hombre grueso y casi desnudo que, cho-
rreante de grasa, sebo y sangre seca y protegido por un tieso mandil de cuero, destazaba
una novilla—. ¿No le jallas otra mejor pa sacarle al trabajo, pues, que andar pastoriando
chamulas?
El aludido se le acercó con una sonrisa ladina, seguro de desconcertarle al explicar:

Ramón Rubín (Mazatlán, Sinaloa, 11 de junio de 1912-Guadalajara, Jalisco, 25 de mayo de 1999).


Narrador. Fue profesor de la Universidad de Guadalajara; director de Creación. Colaboró en El Informador, El
Occidental y Revista de Revistas. Premio de las Américas de la Asociación de Libreros de Nuevo México 1994.
Premio Sinaloa de Ciencias y Artes 1996.

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L a novela en Chiapas

—Ora sí te vas a quedar solito, Polonio… Mira: aquí te traigo tu ayudante, pa que te
consolés.
El destazador volvióse brusca y hostilmente hacia el pobre indio.
—¡Un chamula! —rezongó, mirándolo con desaprensivo desdén—. Esos no sirven p’al
obrador; y tú lo sabes bien… Platícale que aquí matamos borreguitas, y verás.
—¡Bah! —exclamó Fabián, muy seguro de sí—. Ya lo traigo convenido, pues… ¡Y no me
lo asustes, Polonio! El viene anuente a darte una manita; y, a’i nomás, cálalo… Pero, luego
que se eche el primer borreguito lo mandas a merendar a la cocina, que trai hambre… Te
dejo con él; que voy a ver cómo le arrieglo su chambita con el mayordomo.
Antes de retirarse, entrególe el cuchillo al tzotzil, que estaba encogido y presa de un pánico
supersticioso, temblando ante la idea de matar al borrego. Y se alejó, aconsejándole:
—Cierras tus ojos y haces de cuenta que es un buey…
Viéndolo ir, su amigo movió la cabeza con desaliento y consideró, rencoroso y en voz alta:
—Vos, por flojear, no lo dudo que convenzas a un chamula.
Luego se puso a mirar a éste con ojos incrédulos. Sacó, en consecuencia, una seguridad
relativa de que el indio se le “haría p’atrás a la mera hora”. Pero, sentía ya ganas de continuar
con la fiesta y ver hasta dónde iba la resolución del hambriento.
Polonio era un hombrachón de tipo brutal y gesto desdeñoso y frío. No había en sus fac-
ciones ninguna contracción extraña que delatara el hecho de que pudiera impresionarle su
amargo trabajo de matancero.
Se fue al corral contiguo, pesó fácilmente un tímido borrego, manióle las patas con un peda-
cito de lazo y lo aventó de lado, sobre la panza, encima del pretil de cemento del destazadero.
—Ai’stá, pa que prencipies —dijo al hacerlo—. Dególlalo rapidito pa que no sufra. Si le
atinas bien a cortar las venas de abajito del cuello, verás que nomás unos sacudiones se da, se
avienta unas bolitas y se le atraganta el balido… Y ya’stá listo.
El chamula contemplaba horrorizado al pobre animal. Una honda sensación angustiada
le erizaba la piel. Bailaba, entre el hambre hecha dolor de su garganta y el húmedo frío de sus
pesados harapos, una amarga tristeza de sí mismo. Y hubiera agradecido, mucho más que un
bocado o el confortante aliento de una hoguera, un traguito de aguardiente para emborrachar
su pena. El cuchillo le temblaba en la mano, como si le vibrara en la carne el acerado frío de
su hoja. Y una nube de sangre que invadía su cabeza le nublaba la vista obligándole a cerrar
los párpados.
No acababa de resolverse. Y Polonio, observándolo atento, le estimuló:
—¿Quieres comer, no es cierto? Pos anda; antes que s’acabe el atolito.
Estas palabras volvieron a despertar la sórdida decisión del tzotzil. Lo primero era ­comer, y
tenía que matarle. Cuanto antes, mejor… Encomendóse mentalmente a sus dioses ­cristianos
y paganos, cerró los ojos como le había dicho Fabián, y fue acercándose a tientas, buscando
al animal con el cuchillo.

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Antología crítica

Cuando sus dedos se tropezaron con la lana, se detuvo unos instantes, sobrecogido. Sentía
mareos. Y estuvo en trance de flaquear de nuevo…
Pero Polonio, que parecía gozar con la crueldad inaudita de la escena, le volvió a premiar,
silbante:
—Apura, que se te enfría la comida…
La determinación del indio pudo cobrar de nuevo impulso. Sujetó fuertemente al animal
de uno de sus cuernos y, volviendo la cara para no verle, hundióle en la garganta de un golpe
feroz el enorme cuchillo. El borrego se sacudió convulso. Una queja lenta y casi humana le
salía y se le apagaba en la boca y por la herida. Lloraban lágrimas cristalinas sus ojos tristes. Y
el quejido persistía conmovedor, como si fuera de un niño agónico.
José Damián iba experimentando un vahído [sic]. Y estaba a punto de desvanecerse y de
soltar el cuchillo, sobrecogido de horror y debilitado por el hambre, cuando lo sobrepuso la
brutal impaciencia de Polonio.
—¡Qué modo de degollar tan pendejo! —exclamó, irritado, éste—. Mátalo de una vez:
así no se desangra nunca… Le diste el piquete demasiado abajo, hombre… Ora tienes que
regolvele el cuchillo en la cortada pa que se muera de una vez y no sufra, y que se desangre
como es debido. Pero con cuidado de no amolarme la zalea.
Cierta instintiva responsabilidad mantuvo la presencia de ánimo del tzotzil. Además, sentía
una desesperación ansiosa por matarlo de una vez y acallar aquel triste lamento que le salía por la
herida; era un afán ciego de acabar con la horrenda faena, que le excitaba y le mantenía furioso.
Empuñó fuertemente el oaxaqueño y ahora sí, con los ojos muy abiertos, volvió a introducir
en la herida para revolver en ella cortando venas y tendones y dando paso a un amplio chorro de
sangre viscosa y caliente que le bañaba la mano y el brazo. La queja se fue apagando, y los ojos
vidriosos del animal dejaron de llorar; se le pusieron saltones y se quedaron fijos. El borrego se
estiró, estremecióse dos o tres veces, en cada ocasión más débilmente, y, por fin, se puso rígido.

Dejándole el cuchillo dentro, José Damián se retiró de él, espantado.


Parecía que hasta el propio Polonio, tan habituado a degollar borregos sin sentir una som-
bra de amargura, hubiese percibido entonces la inmensa crueldad de la escena y estuviera
como asombrado de lo desconsoladoramente fácil que resulta acabar con una vida.
En cierta forma comprendía la tribulación del chamula.
Y trató de ayudarle, ofreciéndole generoso el respiro de la huída.
—Déjame a mí la desollada —le dijo—. No sabes soplar y ya te enseñaré… Mira: ­alli’sta la
cocina. Anda a decirle a Gabriel, el cocinero que te dé tu atole… Y luego vuelves pa’ayudarme
a destazar una ternera.
El indio se alejó tambaleante.
Se hallaba moralmente deshecho y lamentablemente decepcionado de sí mismo. Aun
temblaba. Pero su conmoción parecía salir entonces de más adentro…

| 53 |
L a novela en Chiapas

Humilde y pausado fue a asomarse a la cocina.


Se detuvo al lado de afuera de una puerta, cuyo marco de madera forrado de fina tela de
alambre protegía de los mosquitos el oscuro interior.
Con la penumbra, apenas si se distinguía allá adentro un hombre gordo y chaparro, ampa-
rado por un sucio mandil de peto y que revolvía con una cuchara de madera en unos peroles
de aluminio. Al advertir la presencia del indio, quedósele viendo de medio lado. Pero hasta
después de unos momentos dejó la cuchara para asomarse al exterior preguntando:
—¿Qué buscas aquí, chamulita?
José Damián estaba concentrado en el recuerdo de su triste hazaña, y tardó unos instantes
en responder. Al cabo de ellos dijo, tartamudeante:
—Me manda el amo Polonio pa que me des un atolito.
—¿Y a santo de qué?
—Soy su oficial en la matanza.
El cocinero lo miró incrédulo y, en cierto modo, burlón. Luego, levantando la vista pudo
ver por sobre el indio a Polonio, que desde allá lejos le hacía señales afirmativas. Encogióse de
hombros, y volviendo a mirar al intruso con cierta ironía, penetró en la cocina sin decir nada.
Unos momentos después salía con un pocillo en la mano, ofreciéndoselo al tzotzil:
—Toma…, y que te haga buen provecho.
El hambre de José Damián salió frenética del marasmo en que la sumiera el horror de la
degollada. Sentía el impulso de abalanzarse sobre el recipiente, y apenas si su innata pruden-
cia de indio moderó un poquito sus ademanes. Tomando de todos modos el pocillo, se vació
apuradamente su contenido en la boca.
Pero el atole estaba muy caliente, y le abrasó la lengua, el paladar y la garganta obligándole
a escupirlo precipitado.
El cocinero, que atisbaba, se introdujo en la cocina riendo a carcajadas y considerando
irónico:
—Nues bueno ser tan ansioso, chamulita… [sic]
José Damián se apartó de allí enjugándose con la manga de la haraposa camisa ensangren-
tada por el borrego las lágrimas involuntarias que subiera a sus ojos el espantoso dolor.

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Antología crítica

vx

Sobre Juan Pérez Jolote


de Ricardo Pozas

Hijo de Isabel y Eduardo, un matrimonio de profesores rurales, Ricardo Pozas nació un


­sábado 4 de mayo de 1912 en Amealco, Querétaro, un asentamiento a 2 065 metros al nivel
del mar que colinda con tierras del Estado de México, Guanajuato y Michoacán. Aún ­siendo
niño, Pozas pierde a su madre. Su padre queda desempleado y se ve en la necesidad de via-
jar a otros lugares en busca de trabajo, por lo que el niño se queda en manos de su abuelo
­materno y sus tías en San Juan del Río, donde comienza a estudiar la primaria. Una vez que
su padre consigue un empleo en la capital, Querétaro, se lleva consigo a su hijo y éste termina
la primaria.
El joven Ricardo Pozas ingresa a la Escuela Normal Rural de San Juan, que, además de
ofrecer una formación humanista, también otorgaba una beca de cincuenta pesos al mes a
cada estudiante. Terminados los dos años obligatorios se graduó como maestro rural y fue
enviado a Vizarrón de Montes, en la zona norte de Querétaro. Pozas contaba apenas quince
años y su contacto directo con la pobreza de las comunidades indígenas, sus costumbres y
fiestas lo marcarán para toda la vida.
Un año pasa conviviendo con las familias otomíes, seguramente aprendiendo más de lo
que supuestamente les enseñaba. En 1928 fue cambiado a la adscripción de San Sebastián
de las Barrancas, lugar en el que vuelve a tener relación con el mundo indígena. Pozas com-
prende que debe seguir preparándose si en verdad quiere ser un verdadero profesor, sobre
todo para encontrar respuestas a sus múltiples preguntas sobre las formas de vida de las
comunidades indígenas, así que decide trasladarse a la Ciudad de México. El contraste con
la ciudad lo impresiona. La dinámica social, las calles y los coches, las tiendas, los mercados:
un ­mundo nuevo lo recibe con su populoso ruido. En los despachos de la Secretaría de Edu-
cación Pública conoce a Moisés Sáenz Garza, que había fundado las escuelas secundarias
en todo el país, además de haber realizado una brillante carrera en temas sobre educación
indígena. Esa amistad se sumó a otras como la del maestro Rafael Ramírez Castañeda, quien
estaba profun­damente influenciado por el pensamiento de Gabino Barreda, por lo que se
trataba de un positivista que veía en la educación una forma para lograr la unión nacional.
Nuestro ­autor, que tenía dieciocho años de edad, comenzó a estudiar sistemáticamente el
pensa­miento ­positivista y orienta sus preocupaciones pedagógicas hacia la formación de los

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L a novela en Chiapas

campesinos e indígenas. Sus maestros ven en el joven Ricardo Pozas a un estudiante aplica-
do e inteligente, así que le consiguen unas horas como profesor en una escuela nocturna de
Tepito, además de orientarlo para que se inscriba en la Escuela Secundaria Número 7. Pozas
no es ajeno a la efervescencia social y política, participa en diversas actividades disidentes,
incorporándose a luchas sindicales y estudiantiles. Ingresa a la Federación de Estudiantes Re-
volucionarios, donde conoce a José Revueltas y Enrique Ramírez y Ramírez, a la postre dos
insignes comunistas mexicanos. El activismo político le permite conocer con mayor profun-
didad la pobreza, los abusos y las diferentes formas de represión perpetradas por el gobierno,
pero además conoce a hombres y mujeres que luchan por mejorar las condiciones de vida de
los obreros y campesinos. Una de aquellas mujeres fue Isabel Horcasitas Muñoz, una joven-
cita que se había graduado de la Secundaria Número 8, una muchacha inquieta e inteligente
que trabajaba incansablemente para procurar la educación formal en los sindicatos y que
funda la Escuela Nocturna para Obreros Julio Antonio Mella. La pareja realiza un activismo
fundamentado en la idea de la integración del proletariado a la sociedad mexicana. Al termi-
nar sus estudios en la Normal, los muchachos, como era de esperarse, contraen matrimonio.
Recién casados se trasladan a Michoacán para impartir clases en Zamora, en una escuela
de hijos de obreros, además de fungir como asesores de un sindicato de albañiles. Meses
después se van a Culiacán, Sinaloa, donde prosiguen su activismo. Finalmente regresan a la
Ciudad de México para que Ricardo Pozas ingrese al Instituto Federal de Capacitación del
Magisterio.
En 1938 Pozas ingresa a la Escuela Nacional de Antropología. Su estancia en las aulas recién
construidas de la calle de Moneda, número 13, fue, junto a su activismo político, su verdadera
iniciación espiritual, ideológica y cultural. Pozas tuvo a brillantes profesores y compañeros,
con quienes comenzará un diáogo hasta el fin de sus días. En los pasillos y aulas convivirá
con Miguel Othón de Mendizábal, Paul Kirchhoff Wentrup, Alberto Ruz Lhuillier, Eusebio
Dávalos Hurtado, Jorge A. Vivó Escoto, entre muchos más.
Como nos dice Carlo Antonio Castro, en 1940 Ricardo Pozas es nombrado ayudante de
etnología en el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Durante esta década Pozas
tiene una importante producción intelectual y realiza estudios sobre la alfarería de Patamban,
Michoacán. En 1942 viaja junto con Fernando Cámara Barbachano y Calixta Guiteras Hol-
mes a la región de los Altos de Chiapas, para integrarse a los trabajos dirigidos por Sol Tax.
Nuestro autor hace una estancia en Zinacantán, además de investigar por seis meses aspectos
de la economía del pueblo de Chamula, información que integraría su tesis de licenciatura y
su libro más importante, Chamula. Un pueblo indio de los Altos de Chiapas (1959).
En 1947 Pozas viaja a Costa Rica para realizar estudios de lingüística sobre la lengua ca-
bécar, en la región de Talamanca. Al regresar a México comienza a trabajar en la historia de
vida de un indígena tsotsil, cuyos datos principales fueron obtenidos durante su estadía en los
Altos de Chiapas. A finales de 1945 y principios de 1946 conoce a Juan Pérez Jolote, quien le

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Antología crítica

cuenta los avatares y cuitas de su vida. Pozas sabe que tiene en las manos un material impor-
tante, por lo que concibe la idea de escribir un relato en forma de biografía. En la introducción
a la primera publicación de ésta, Pozas apunta que Juan Pérez Jolote es el relato de la vida
social de un hombre que refleja la cultura de un grupo indígena que está cambiando debido al
contacto con nuestra civilización. Es importante observar que, palabras más, palabras menos,
esa tesis la compartía B. Traven en prácticamente toda su obra, pero si queremos escoger una
novela donde sea más evidente Puente en la selva es el texto a leer.
Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil pasó a considerarse como novela. Es claro que
podemos discutir si el texto se inscribe o no en este género literario, pero también que a estas
alturas del partido resultaría ocioso. Sería tanto como sumergirnos en una polémica bizanti-
na acerca de si El hombre sin atributos de Robert Musil o La muerte de Virgilio de Hermann
Broch lo son. Andando el tiempo, muchos lectores leímos y seguimos leyendo Juan Pérez
Jolote como novela. Sin embargo, es preciso mencionar que la impericia de Pozas al escribir
su texto es evidente. No estamos frente a un estilista, y desconoce aspectos importantes de
narratología. Pozas no se empecinó en realizar una obra de arte. En una entrevista que le reali-
zó Adalberto Zapata en 1983 nos dice, palabras más, palabras menos: “A mí realmente no me
gustaba escribir, tuve que hacerlo porque me metí en esto de la antropología con el propósito
de trabajar con los grupos indígenas, de ayudarlos en algo, mejorar sus condiciones de vida”.
Nuestro autor casi nos pide una disculpa, pero va más allá, sustenta su trabajo antropológico
y sus textos publicados como instrumentos realizados para ayudar a mejorar las condiciones
de vida de los indígenas, sin duda esa respuesta corresponde a la forma en que Pozas enten-
día el trabajo, tanto del antropólogo como del escritor: “mesiánico”, diría algún crítico con
un dejo de sorna. Entendamos que Pozas había sido formado en una encrucijada de ideas
progresistas que iban desde el positivismo emanado de Gabino Barreda hasta algunas teorías
marxistas. Posteriormente nos dice Pozas: “Yo pensaba que no debía escribir para los antro-
pólogos, que lo importante era escribir para las grandes masas, para el pueblo, que se dieran
cuenta de cómo viven los indios, cuáles son sus condiciones, cómo son explotados”. Nue-
vamente el paralelismo entre B. Traven y Pozas es interesante. Escribir implica, para ellos,
una responsabilidad social. Sigue Ricardo Pozas reconociendo que al estructurar su texto lo
hizo mediante un esquema antropológico; es decir, no dramático en términos narratológi-
cos, “lo importante era escribir en una forma sencilla, con un lenguaje simple, eliminando
tecnicismos y términos antropológicos”. Sin duda la empresa que se impuso Ricardo Pozas
la consiguió con creces. Su Juan Pérez Jolote es al día de hoy uno de los textos de raigambre
antropológica más populares tanto en México como en otras partes del mundo, además que
en 1973 se filma la película dirigida por Archibaldo Burns.
Es claro que las intenciones de nuestro autor eran de carácter antropológico y sobre todo
buscaba componer un texto que se leyera masivamente. Sin embargo, el destino de los tex-
tos es imprevisible. José Luis Martínez, uno de los críticos literarios más importantes del

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L a novela en Chiapas

­ omento, consideró que la obra debía publicarse en la colección Letras Mexicanas del Fon-
m
do de Cultura Económica, lo que ocurre en 1952. Francisco Pimentel y Andrés Molina Enrí-
quez se habían convertido en los nuevos teóricos del indigenismo en México. Para Christo-
pher Domínguez Michael existen tres estaciones esenciales que cruzan el viaje literario del
indigenismo: “Una épica indígena en el pasado heroico, de la resistencia frente a la conquista
en Antonio Médiz Bolio (1884-1957) y Ermilo Abreu Gómez (1894-1971); la rectoría indigenista
como sustento político e ideológico del nacionalismo cultural en Gregorio López y Fuentes,
Miguel Ángel Menéndez (1905-1982) y Miguel N. Lira; y la consunción del género —conver-
tido en literatura de intención antropológica— en autores como Francisco Rojas González
(1904-1951) y Ricardo Pozas” (Domínguez Michael, 1996: 54).
En el subtítulo del texto de Pozas se identifica el género discursivo del relato. Se aclara que se
trata de una biografía, donde el sujeto de la enunciación y el sujeto enunciado son distintos. El
primero, Ricardo Pozas, expresa lo dicho por Juan Pérez Jolote con una nueva forma de enun-
ciación y ordenación o estructuración del discurso. En estricto sentido el texto de Pozas sería
una autobiografía, ya que aparentemente es el propio Juan quien nos cuenta su vida; sin em-
bargo, es Ricardo Pozas quien finalmente ficcionaliza la historia contada por Juan Pérez Jolote.
El texto de Pozas nos ofrece una voz narrativa que se ubica en una primera persona que, según
algunos autores como Verónica Galván, pertenecen a “subsociedades orales marginadas”. Los
indígenas de Chiapas hasta antes del surgimiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional
se encontraban en una marginación considerable. El pueblo chamula fue por años el consen-
tido de sociólogos y antropólogos, además de contar con la venia del Partido Revolucionario
Institucional. Importante es señalar que las élites de la misma comunidad eran y siguen siendo
quienes establecían relaciones más directas con programas de Estado y políticos tanto locales
como nacionales. Los olvidados como Juan Pérez Jolote prestan su voz a un sujeto que realiza
funciones de mediador y reorganizador del relato. El locus enunciativo se hace más complejo,
ya que entendemos que tanto la voz y cosmovisión de Juan Pérez Jolote como la ideología de
Pozas se hibridan para general un nuevo plano textual.
Es claro que Ricardo Pozas no es únicamente el editor de la textualidad de Juan Pérez
Jolote. El proceso es mucho más complejo, el escritor-antropólogo reestructura los datos ge-
nerados en la entrevista con una finalidad dramática. La oralidad primera se transforma al
encontrar un nuevo registro de significación en la novela. La memoria se muestra desde dos
vertientes. Una es la memoria personal, donde la trama se adecúa a los avatares de la vida
del personaje que enuncia, y la segunda es la memoria colectiva, que está presente en el texto
pero de manera velada. A Ricardo Pozas le interesa el devenir de Juan Pérez Jolote, siempre
que al mismo tiempo estén elementos subyacentes de su cultura tsotsil. En la novela de Po-
zas la voz narrativa es diversa, problematizadora, y nos permite acercarnos a la discursividad
desde una perspectiva dinámica. Juan Pérez Jolote es una biografía, una novela que muestra
con profundidad una psicología, y un ethos cultural.

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Antología crítica

vx

Juan Pérez Jolote


Ricardo Pozas
—1952—*

Once meses quince días estuve yo en la prisión tejiendo palma. Me pagaban a centavo la
brazada. Un señor que era de San Cristóbal, a quien le decían Procopio de la Rosa, me acon-
sejaba que no vendiera la palma tejida, que costurara el sombrero: “No te sale; haces cinco
brazadas, son cinco centavos; y si haces la falda de los sombreros, yo te la pago a tres centa-
vos.” Así, terminaba de coser dos faldas en el día, y me ganaba seis centavos.
A cada preso le daban quince centavos diarios para que se mantuviera; con eso compraba
tres tortillas con frijol por cinco centavos; y era lo que comíamos en cada comida. Si quería
uno beber café, tenía que trabajar para pagarlo.
Don Procopio tenía cinco o seis compañeros trabajando. Cuando vio cómo era mi trabajo,
me empezó a entregar palma tejida en cantidad para que la construyera. Como había luz en
el calabozo —así se llama donde dormíamos—, cuando no tenía sueño, trabajaba de noche
costurando sombreros; así ganaba algo más y tenía la paga para comer más.
Las mujeres de los presos entraban a la prisión, y sus hombres, para acostarse con ellas
sin ser vistos, alquilaban sábanas y chamarros para esconderse, y a todos los que no teníamos
mujer nos sacaban del calabozo.
Después, me dijo don Procopio: “Ahora te doy tu palma, para que trabajes por tu cuenta” —
porque él era el que vendía a todos la palma para tejer. Él entregaba los sombreros por docenas,
para venderlos fuera. Luego, me enseñó a hacer otros sombreros que se vendían a uno cincuenta.

Ricardo Pozas (Amealco, Querétaro, 4 de mayo de 1912-Ciudad de México, 19 de enero de 1994).


Egresado de la Escuela Nacional de Maestros y de la Escuela Nacional de Antropología, con posgrado en Sociología
por la Universidad Nacional Autónoma de México Se desempeñó como etnólogo en el Museo Nacional de Antro-
pología e Historia y como investigador del Instituto de Alfabetización para Maestros de Indígenas Monolingües, de
la Junta de Protección de las Razas Indígenas de Costa Rica y del Instituto Nacional Indigenista. En 1982 recibió las
medallas Manuel Gamio y la del Mérito Universitario por su trayectoria en la investigación de los pueblos indígenas.

*
Juan Pérez Jolote apareció en su totalidad en la publicación periódica Acta Anthropológica de la Escuela
­ acional de Antropología e Historia en 1948, pero el antologador ha decidido ubicar este libro según el año de su
N
primera publicación en el Fondo de Cultura Económica. Nota del editor.

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L a novela en Chiapas

A la cárcel llegaban cada domingo las familias de los que tenían alguno en la cárcel, y me en-
cargaban sombreros para niños y me pagaban cuarenta o cincuenta centavos por cada sombrero.
Después me enseñé a tejer abanicos para ventearse cuando hay mucho calor; y me los
pagaban a veinte y veinticinco centavos. Algunos me encargaban más, y a la otra visita ya los
tenía hechos. Luego, me enseñé a hacer canastos de palma, de esos con asa.
Con estos oficios que aprendí ya tenía con qué mantenerme dentro de la prisión. Había
otros prisioneros que decían que eran de Guatemala; éstos no sabían tejer ni hacían nada, y
sólo estaban esperanzados a los quince centavos diarios para comer.
Cuando llegué a la cárcel yo entendía bien la castilla, pero no sabía cómo decir las pala-
bras; aprendí a hacer las cosas sin hablar, porque no había nadie que supiera mi lengua, y
poco a poco empecé a hablar castilla.
Se supo en la cárcel que se iba a perder el Gobierno, que lo querían cambiar porque ha-
bían matado al Presidente; y para defenderse buscaba gente para el batallón. Dos de los que
estaban presos escribieron al Gobierno, y les contestaron que si querían ser soldados los
prisioneros, que lo solicitaran al Gobierno. Los otros prisioneros no decían nada, no sabían si
decir si querían o no irse de soldados; pero el Gobierno aceptó no sólo a los dos que lo habían
pedido, sino a todos los que estábamos en la cárcel, y hasta los inválidos salieron de la prisión
y vinieron con nosotros.
A las cuatro de la mañana nos fueron a sacar los soldados. Dijo el que llegó: “Que todos
los prisioneros se alisten con sus maletas; todos van a quedar libres.” Pero nos llevaron a la
estación y nos metieron en un carro de tren donde llevan los plátanos y el ganado. Nos vigi-
laban los soldados por todas partes; dos de ellos, en la puerta del carro, nos picaban con las
pistolas y nos decían: “¡Éntrelee…!
Yo llevaba cinco sombreros nuevos para venderlos en el camino; creía que todavía los
compraban. Llegamos a San Jerónimo; allí nos bajaron del tren y nos metieron a un cuarto.
A mí me quitaron mis sombreros para quemarlos, para hacer el café; todos los que iban pelu-
dos, les quitaron el pelo; a los que llevaban bastante ropa, se la quitaron y a todos nos dieron
unos capototes con las mangas largas.
Al otro día nos fuimos rumbo a México. Oía yo que decían los nombres de los lugares
por donde pasábamos: Orizaba, Puebla… Llegamos hasta San Antonio, donde encontramos
leña. Nos sacaron de los carros para descansar; hicieron fuego para calentarnos. Era tiempo
de elotes; comimos y nos fuimos otra vez al carro, y seguimos hasta llegar a la estación de
México. De la estación nos llevaron al cuartel de La Canoa. Al día siguiente nos llevaron a
registrar. Nos preguntaron si todos éramos mexicanos o había algunos de Guatemala. Iban
dos guatemaltecos que me decían: “Hora que lléguemos [sic] nos van a preguntar de dónde
somos, y tú también tienes que decir que eres de Guatemala; porque si saben que somos de
Guatemala nos echan libres, porque la gente de Guatemala no pertenece a México, y así, no
vamos a entrar de soldados.”

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Antología crítica

Llegó el que venía preguntando, y gritó:


—¡A formarse!
Ya que estábamos formados, preguntó:
—¿Hay hombres guatemaltecos aquí?… ¿Quiénes son de Guatemala?…
—¡Aquí estamos presentes! —dijo la gente de Guatemala.
—¡Entonces, apártense!
Se formaron aparte los guatemaltecos. Como yo sé que no soy de Guatemala sino que
soy chamula, de aquí, no quise el consejo que me dieron aquellos hombres, y me quedé
con la gente de México. A los guatemaltecos los echaron libres y les dieron pasaje para que
se fueran a sus tierras. A los inválidos y lastimados también los dejaron libres. Sólo nos
­quedamos los que estábamos buenos.
Nos llevaron a un cuartel donde miran la estatura de uno; allí nos encueraron y todos en-
cuerados nos vieron. Al que era pinto, como los de Ixtapa o los de San Lucas, lo dejaban libre
porque no servía para soldado. A ésos no los admitía el Gobierno. Tampoco a los que tenían
nacidos o incordios. Sólo debían quedarse los que tenían limpio el cuero; y como yo tengo
limpio mi cuerpo, sin ninguna lastimadura, allí me dejaron entre los que iban a la cuenta.
A los que nos quedamos, nos empezaron a dar sueldo: veinticinco centavos diarios, y la
comida. A los pocos días empezaron a llegar los huaraches, luego vinieron los zapatos, y a cada
uno nos iban dando. Luego vinieron los quepis, los máuseres con balas de palitos, y, ya unifor-
mados, nos pagaron cincuenta centavos diarios y la comida.
Empezamos a hacer instrucción desde las cuatro hasta las seis de la mañana. Los cabos,
sargentos primeros, sargentos segundos, tenientes, subtenientes y capitanes, todos allí nos
juntaban y nos hacían marchar. A las seis tomábamos café. Éramos ciento veinticinco, de
todos los pueblos; porque en todos los pueblos hay cárcel… Nos nombraron el “Batallón 89”.
A los pocos días nos dijeron cómo íbamos a manejar las armas y cómo íbamos a agarrar-
nos a balazos. Nos formaban, unos adelante y otros atrás, y nos decían: “¡Pecho a tierra!”
Otras veces nos acomodaban a unos de rodillas y a otros parados. Frente a nosotros se for-
maban otros compañeros de nuestra misma gente, igual que como nos ponían a nosotros.
Luego nos decían: “Ése es el enemigo; así vamos a hacer cuando vayan con el enemigo…
Ahora: ¡Preparen! ¡Apunten!… ¡Fuego!” Apretábamos el gatillo, tronaba, y ahí nomás caían
los palitos que salían de los máuseres. Como era para ensayar, las balas no eran de verdad.
Nos decían:
—Vamos a hacerlo otra vez: ¡Un paso adelante!… —y caminábamos—. El de adelante,
pecho a tierra; el que le sigue, de rodillas; y el de atrás, parado.
Esto lo hacíamos con tiempos, dando tres pasos adelante; luego nos retirábamos, cada
uno a sus lugares. Lo repetíamos todos los días, con las armas en la mano.
Después ya nos dieron parque con bala, que era verdadero; cincuenta cartuchos a cada
uno. Y entonces empezamos a ganar un peso diario. Cuando nos dieron los cartuchos con

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L a novela en Chiapas

bala ya no los tronábamos, sólo hacíamos instrucción como nos habían enseñado en un
principio.
Poco tiempo después salimos a encontrar a Carranza por donde venía. Antes de salir, llegó al
cuartel un cura padrecito, y nos formaron a todos. Se paró en una silla, y nos dijo: “Bueno, batallo-
nes —todos nos hincamos de rodillas—, hoy les vengo a decir que mañana o pasado tomamos el
camino, porque viene cerca nuestro enemigo. Cuando estén en la lucha no van a mentar al diablo
ni al demonio; sólo van a decir a toda hora, cuando amanece, cuando anochece, estas palabras que
voy a decir; óiganlas bien: ¡Viva la Virgen de Guadalupe! Porque ella es la Patrona de México, por-
que es la Reina de México y ella nos librará de nuestros enemigos cuando entremos a los balazos.”
Al otro día tomamos camino. Nos embarcaron en el carro, ya con las armas; y en el tren
nos dijeron que íbamos rumbo a Aguascalientes. Por el camino oíamos que tronaban los
cañonazos y entre el enrejado del carro veíamos a la gente, vestida de amarillo, que corría
por los montes. Mis compañeros decían: “¡Qué alegre es donde vamos!” Algunos de ellos
llevaban guitarra, tocaban y cantaban; iban contentos.
Paramos en Aguascalientes; de ahí fuimos a Zacatecas. Y allí nomás nos quedamos. Íba-
mos más adelante; pero ya no podía pasar el tren. Nos sacaron de los carros y nos metieron
en una casa que tenía un gran sitio y nos dieron de comer. Estuvimos allí algunos días. A las
cuatro de la mañana nos levantaban y nos daban una copita de trago con pólvora; esto era
todas las mañanas. Después nos daban café y almuerzo. Los que llevaban mujer estaban
contentos; con sus guitarras cantaban canciones y reían. “Ya estamos bien, y pasado mañana
nos vamos a la fiesta”, decían muchos.
Llegó el día de salir a darnos de balazos.
Allí estaba un cerro, junto a Zacatecas, y una lomita abajo del cerro. Se veía la artillería con
los cañones mirando al cerro. Debajo del cañón rompieron la tierra; hicieron una cueva, y allí
hacían la comida.
Pasábamos por un llano a las nueve de la mañana, para subir al cerro, cuando oímos que
dijo el general: “¡A extenderse!” Tocó la corneta, y nos desparramamos por el llano. Allí
estaba el enemigo, en la punta del cerro; porque nos venían los balazos de arriba. Nosotros
empezamos a echarles desde abajo; pero como no veíamos dónde estaban, y ellos nos mira-
ban y nos tenían bien apuntados, quedaban muchos muertos de nuestros compañeros. Los
artilleros echaban cañonazos sobre aquel cerro. Otros pasaron adelante y subieron al cerro
por un lado; y así se retiraron un poco los enemigos. Ya en la noche, sin haber tomado agua,
anduvimos juntando a los heridos. Uno me decía: “Llévame a donde están los artilleros, por-
que ya no puedo… Lleva mi máuser.” Llegamos con los artilleros. A mí me empezó a doler
la garganta; tomé agua, pero no me bajaba; comía, y ni la comida me pasaba bien. Y al echar
los cañonazos, se me descompusieron los oídos.
Me llevaron al cuartel de Zacatecas y allí me embarcaron para Aguascalientes. Aquí me
tuvieron en el hospital dos días, y al tercero, salí con otros heridos hasta el hospital de ­México,

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Antología crítica

donde por poco me muero del dolor de los oídos; primero me salía sangre, y luego me salió
pudrición. Entonces estuve algunos meses en el hospital, y no me dejaron salir hasta que
estaba bien sanado.
Los que ya estaban curados empezaron a decir: “Quién sabe cómo nos va a ir, porque nos
vienen a comer, y no sabemos qué clase de gente nos va a venir a comer.”
Los heridos y enfermos se ponían a llorar porque ellos no podrían salir; porque no podrían
correr; porque a ellos sí se los iban a comer. Decían que eran los carrancistas los que venían
comiendo gente.
Al poco tiempo entró a México Carranza; oíamos en el hospital que pasaban tronando
los balazos; oíamos los gritos de los que pasaban por la calle: “¡Viva Venustiano Carranza!
¡Chingue a su madre Victoriano Huerta! ¡Que muera Francisco Villa! ¡Que muera también
Emiliano Zapata!…”
Sólo le echaban vivas a Carranza. Y nosotros, ahí en el hospital, nos mirábamos unos a
otros, sin poder salir.
Al otro día, que llegaron los carrancistas, fueron al hospital para ver cómo estaban los he-
ridos y los enfermos. Llegaron con los jefes, nos saludaron y nos preguntaron: ¿Cómo están?
¿Qué les pasó? ¿Ya están sanando?… Ahora estamos aquí nosotros; ya somos compañeros.”
Los que habían llorado hablaron primero: “Nos dijeron que venían comiendo gente los carran-
cistas.” “¡Qué vamos a comer!…, si no somos comedores.” “Entonces, ¿no es verdad que nos
van a comer?” “No, no los vamos a comer.” Y se pusieron contentos los heridos y los enfermos.
“Tengan dos pesos —dijeron—, y no tengan miedo.” Y nos dieron dos pesos a cada uno.
Estuve en el hospital hasta que sané. Salí libre y fui a Puebla. Trabajé quince o veinte días
ayudando a los albañiles a cargar cal y ladrillos, y a los carniceros a traer los carneros y chivos
de las haciendas, para la matanza, y como estaba con ellos arrimado, no me pagaban nada.

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L a novela en Chiapas

Sobre Balún Canán


de Rosario Castellanos

Rosario Castellanos es una de las escritoras mexicanas más brillantes del siglo XX. Ejerció la
narrativa, la crítica, el teatro y la poesía. Escribió mucho en poco tiempo. La excelencia de
sus páginas, como suele suceder en los escritores prolijos, es irregular. José Joaquín Blanco
afirma: “…sus textos son acaso más valiosos por los obstáculos a que se atreven que por sus
resultados. Sus retos narrativos y poéticos fueron grandes y los realizó con una actitud admi-
rable, tanto en la crítica a la vida en Chiapas como a la situación opresiva de la mujer mexi-
cana en los cincuentas —que padeció, ninguneada en los medios culturales por gente que
generalmente era harto inferior a ella” (Blanco, 1981: 236). Y es que parece mentira, pero al día
de hoy el ninguneo aún sigue, sobre todo en Chiapas, donde su nombre va y viene, corona
lo mismo una escuela primaria, un campo de futbol y una línea de taxis. Se le pretende “es-
tudiar” a partir de sus Cartas a Ricardo, ignorando o pretendiendo ignorar que Castellanos,
como todo autor, es mucho más que su vida cotidiana.
Rosario Castellanos nace en la Ciudad de México un 25 de mayo de 1925, en una casa de
la avenida Insurgentes, número 108. Sus padres se habían visto en la necesidad de viajar a la
Ciudad de México para que doña Adriana se realizara un chequeo médico. Al poco tiempo
del nacimiento de la niña el matrimonio decidió regresar a Chiapas. La propia Rosario, con
su inigualable vena autocrítica, poco frecuente en nuestras letras, comentó en un artículo de
1971 en Excélsior:

Mi primera aparición en el mundo fue más bien decepcionante para los espectadores, lo cual,
como era de esperarse, me produjo una frustración. Por lo pronto yo no era un niño (que es lo
que llena de regocijo a las familias) sino una niña. Roja y berreante en los días iniciales, patalea-
dora y sonriente en los que siguieron, no alcanzaba yo a justificar mi existencia ya no digamos
con alguna virtud como la belleza o la gracia, pero ni siquiera con el parecido a algún antepa-
sado de esos que, como dejan herencia, son siempre recordados entre suspiros (Blanco, 1981).

La recién nacida fue llevada a Tuxtla para después pasar un tiempo en San Cristóbal de
Las Casas y finalmente a Comitán. Nos cuenta la misma Rosario Castellanos: “Yo era una
niña entonces y vivía con mis padres en Comitán de las Flores que estaba situado en pleno
siglo XVI. En tiempo de secas nos llegaba el periódico con un retraso de una semana y en

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Antología crítica

tiempo de aguas con un retraso de un mes y, para colmo, empapado. Pero estábamos perfec-
tamente habituados a este ritmo y saboreábamos lo que para otros había sido noticia cuando
ya se había convertido en historia” (Cortés Mandujano, 2006, passim).
El padre de Rosario, don César Castellanos, estudió ingeniería en Estados Unidos, era
un hombre taciturno, serio hasta la desesperación, sobre todo de su esposa Adriana y su
pequeña Rosario. Sus “buenos modales” se convirtieron en un muro impenetrable. Nuestra
autora lo recordaba: “Mi padre era un hombre profundamente melancólico. Débil ante la
adversidad, mi madre debe haber tenido una juventud y un temperamento poderoso que el
matrimonio destruyó. Cuando los conocí, se encontraban tanto física como espiritualmente
en plena decadencia. Me crié en el ambiente de una familia (…) que había perdido el interés
por vivir” (Cortés Mandujano, 2006: 190).
Rosario Castellanos poseía un ojo crítico a prueba de todo, de amigos, compañeros edito-
rialistas, escritores, familia y sobre todo a prueba de ella misma. Parecía emular en su devenir
las palabras de Sócrates, cuando refiere que la única vida que debe vivirse es la vida crítica. La
lucidez agrega dolor, pero también ironía, y Castellanos observaba el mundo familiar con la
desgarrada visión del que sabe demasiado. Su padre había heredado dos ranchos de conside-
rable extension, El Rosario, ubicado en tierras de Ocosingo, y Chapatengo, en tierra caliente.
Héctor Cortés Mandujano cuenta que la familia de don César Castellanos jamás imaginó que
el ya no tan joven ingeniero (tenía cuarenta años) se casaría con Adriana Figueroa, una mujer
bonita pero de clase inferior a la suya. Se trataba de una Figueroa que pertenecía a la clase me-
dia y se dedicaba a la costura en el barrio de San Sebastián. Adriana contaba veintidós años
y, como dice Cortés Mandujano, ya se estaba quedando. No hubo un tórrido romance con
serenatas con marimba bajo la luna llena de Comitán, ni paseos a las iglesias, ni más palabras
que las necesarias para don César. Él se quería casar. Las lenguas de doble filo decían que
había tenido sus querencias por Tuxtla y que en Terán tenía un hijo de nombre Raúl. El caso
es que el señor ingeniero habló con los padres de Adriana para acordar el casorio y así se hizo.
Un año después de nacida Castellanos, finalmente el sueño de sus padres se realizó: llegó
el varoncito. Al niño lo llamaron Benjamín. El pequeño se convirtió en el centro de atención,
mimado, querido. Hasta don César se atrevía a reír a carcajadas ante las travesuras de su here-
dero, mientras Rosario Castellanos se fue perdiendo entre las cosas de la casa, los corredores,
el brocal del pozo, las habitaciones húmedas y oscuras. Sus pasos se hicieron cada vez más
silenciosos, ya era una sombra, una presencia. Hasta que encontró refugio en su nana Rufina,
una indígena tseltal que la quiso como a una hija.
La desgracia cayó sobre la familia. Benjamín enfermó de apendicitis y, mientras los padres
discutían si lo curaban en Comitán o en México, el niño murió. La tragedia, la desesperación,
la desdicha inundaron la casa, la finca, el corazón de César y Adriana. Héctor Cortés Man-
dujano narra que Rosario escuchó decir a su padre: “Ahora ya no tenemos por quién luchar”.
A sus escasos nueve años Rosario Castellanos entendió (o pienso que entendió) que con su

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L a novela en Chiapas

hermano también murieron sus padres. Con frecuencia prefería refugiarse con su nana y los
indígenas que trabajaban las tierras de la finca. Algunos críticos han querido encontrar en esa
cercanía con los campesinos su inclinación hacia sus problemas y formas de vida. Más sola
que nunca, si eso era posible, la niña encontró la paz de los libros. Leyó a Perrault, una ­edición
expurgada de Las mil y una noches, a Amado Nervo, a Homero, que le causó cierta indiges-
tión. De la lectura, Rosario Castellanos pasó a escribir sus primeros poemas y un diario. Uno
de sus pocos amigos de esta etapa de su vida, Óscar Bonifaz, cuenta que un día la niña le
mostró uno de sus poemas, que estaba dedicado a Rintintín, un perro estrella de la televisión
norteamericana. Armada de valor y audacia, dos cualidades que la acompañarán siempre, a
pesar de su timidez y humildad, manda su poema a la revista Paquín, donde por primera vez
ve su nombre en letras de molde: “Me gusta leer Paquín / porque sale Rin-tin-tín”.
Castellanos contaría que cuando el texto se mostró como algo independiente de ella, en
sus caracteres de imprenta, sintió una emoción extraordinaria. “Albergué el dístico dentro
de mí como se alberga una enfermedad”, dice. Rosario Castellanos terminó la primaria en
1936 con ciertas dificultades, pues sus padres no se preocupaban del todo por los estudios
de su hija. Las diferentes disposiciones de las políticas en materia agraria del gobierno de
­Lázaro Cárdenas tuvieron un efecto demoledor en las propiedades de don César Castellanos.
Prácticamente toda su tierra fue repartida entre los campesinos. Cuando Rosario Castellanos
cursaba el segundo año de secundaria la situación se hizo insostenible económicamente y la
familia tuvo que emigrar a la ciudad de México. En 1941 la joven Chayito, como le decían de
cariño, entró a la preparatoria Luis G. León. Era entonces una muchacha de fina figura, ca-
bello negro, ojos grandes, piel clara, no muy alta. Dolores Castro, su gran amiga por muchos
años, la evoca como una joven de gran inteligencia. Sin duda, Castellanos destacó inmedia-
tamente por su ironía y su gran afición a la lectura. Nuestra autora ya colaboraba en algunos
periódicos de poca circulación, mandaba desde la Ciudad de México sus textos a Acción de
Comitán y a El Estudiante de Tuxtla Gutiérrez.
César Castellanos compró una casa en la entonces avenida Madero (hoy Constituyentes),
ubicada a espaldas del bosque de Chapultepec. Dolores Castro nos cuenta que la casa estaba
ordenada de tal manera que parecía que aquella familia seguía viviendo en Comitán. Don
César Castellanos mandó construir un gran gallinero al centro del patio donde había aves de
Chiapas, se servía a la mesa pan chiapaneco y comida regional, se “voseaba” o hablaba de vos.
Por esos años Rosario Castellanos comienza a escribir poesía con mayor conocimiento
del quehacer poético. Nuestra autora nos cuenta: “En 1948 encontré un libro revelador, la
antología Laurel. Allí leí Muerte sin fin, que me produjo una conmoción de la que no me he
repuesto nunca. Bajo su estímulo inmediato, aunque como influjo no se note, escribí en una
semana Trayectoria del polvo” (Carballo, 1986: 520).
En enero de 1948, cuando Castellanos iba a cumplir veintitrés años, sus padres murieron.
Primero su madre falleció de cáncer en el estómago. Doña Adriana estuvo meses postrada

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Antología crítica

en la cama, presa de horribles dolores, solamente la morfina lograba calmarla por ratos. Una
mañana Rosario Castellanos subió al coche con su padre para ir a pagar un impuesto a Santo
Domingo. Mientras avanzaban por la calle 5 de Mayo, don César tuvo un paro cardiaco.
­Rosario Castellanos bajó rápidamente del lado del copiloto. Abrió la puerta del chofer, movió
con dificultad el cuerpo de su padre para acomodarlo en el asiento contiguo y manejó el carro
hasta llegar a su casa, pero don César ya estaba muerto. Rosario Castellanos, aunque sufrió la
pérdida de sus padres, de alguna manera se liberó del yugo familiar. Comenzó a vivir en un
departamento, siguió estudiando y pudo viajar. Un primer viaje lo realizó con su inseparable
amiga Dolores Castro a Guatemala.
Una vez concluido el bachillerato, decidió inscribirse en la escuela de Derecho; pero poco
tiempo permaneció en las aulas aprendiendo jurisprudencia, ya que su maestro de filosofía
de la preparatoria la amonestó diciéndole que no podía desperdiciar su talento en Leyes, así
que él mismo fue a inscribirla en la Facultad de Filosofía y Letras. En 1948 publica su segundo
libro de poemas, Apuntes para una declaración de fe, y en 1950 De la vigilia estéril. El 25 de
agosto de 1950 se graduó como maestra en Filosofía con la tesis Sobre cultura femenina, que
contenía ciertas posiciones teóricas que desarrollaría en el ensayo Declaración de fe, y donde
podemos observar ya la agudeza intelectual de nuestra autora. En cuatro capítulos muestra la
situación social y cultural de la mujer mexicana, el periplo histórico recorre la época precor-
tesiana, la novohispana, el México independiente y la época actual.
Recién graduada, Rosario Castellanos recibe una invitación de la Universidad de Madrid,
con beca incluida, para cursar un posgrado en estética. Algunos de sus maestros, en especial
Leopoldo Zea, se opusieron a que Rosario aceptara, ya que aquello significaba aceptar el
­apoyo del dictador Francisco Franco; pero Rosario Castellanos estaba decidida a irse a Euro-
pa. Convenció a Dolores Castro y se fueron.
El viaje fue, como todos los viajes de la época, tortuoso e interminable. Por supuesto, en
barco, y duró un mes. En el barco se proyectaban películas que hicieron menos tediosos los
días, y también se organizaban grandes fiestas donde los jóvenes disfrutaban bailando. ­Rosario
­Castellanos reía mientras observaba bailar a su amiga con los muchachos de Venezuela y
­Colombia. Por momentos nuestra autora se hundía en la añoranza, pues extrañaba al novio
que dejó en México, el ya reconocido filósofo Ricardo Guerra, ¡que vaya que le dio guerra!
Castellanos y Castro llegaron a Barcelona. Sin perder mucho tiempo ya estaban visitando
la catedral, la Sagrada Familia, las ramblas y todo lo que dos jóvenes mujeres podían conocer.
Después abordaron el tren para dirigirse a Madrid. Dolores Castro cuenta que siempre via-
jaron en tercera clase, y generalmente en la tarde o noche, para aprovechar los días visitando
iglesias, mercados, templos y museos. Rosario Castellanos se inscribió en el Colegio Hispano
Americano, de ahí mandaron a las amigas a una residencia para mujeres, donde permane-
cieron un año. Al terminar la beca Rosario Castellanos convenció a Dolores Castro para que
se fueran a recorrer Europa. El plan se concibió rápidamente sobre una de las camas de la

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L a novela en Chiapas

residencia: irían rumbo a Holanda, ya que de ahí partía un barco hacia Nueva York, pero en
el periplo recorrerían la provincia francesa, Austria y Holanda.
Una tarde, después de conocer algo de Francia, las amigas llegaron a Viena, donde las detuvo
un oficial de migración exigiéndoles sus visas. Castellanos se cansó de explicarle que no necesita-
ban visa, ya que eran mexicanas. Finalmente tuvieron que ir a la embajada de México, donde les
informaron que el barco en el que tenían comprado boletos no llegaría sino hasta dentro de treinta
días. Así las cosas, pasaron un largo mes en Viena conociendo calles, museos, puentes, gente.
Rosario y Dolores llegaron a Nueva York cansadas y emocionadas. Cada día era un buen
pretexto para conocer mundo. Se hospedaron un mes en la sección de mujeres de la Young
Men’s Christian Association. Después de treinta días conociendo la Gran Manzana partie-
ron hacia México en un autobús Greyhound que las llevó hasta Monterrey, para después
tomar otro a la Ciudad de México. Un año estuvieron en Europa, de 1950 a 1951.
Una vez en la Ciudad de México Rosario Castellanos se reencuentra con Ricardo Gue-
rra. Las cosas no van muy bien que digamos y al parecer vino el rompimiento del noviazgo,
por lo que nuestra autora decide regresar a Chiapas, a su rancho de Chapatengo. Héctor
Cortés Mandujano nos cuenta que el 10 de diciembre de 1951 se traslada a Tuxtla Gutiérrez
para ejercer el nombramiento de “promotora de actos culturales en el Instituto de Ciencias
y Artes de Chiapas”. Entonces escribió Presentación en el templo, El rescate del mundo y Mis-
terios gozosos. “Trabajó en su encomienda del ICACH hasta que pudo, la tuberculosis seguía
avanzando” (Cortés Mandujano, 2006: 200). Castellanos comentará en una entrevista a Elena
Poniatowska: “Cuando la enfermedad tuvo una evidencia incontrovertible me dejé conducir
al sanatorio en San Ángel, donde estuve tres meses” (Poniatowska, 1998: 1015).
Las cosas no iban del todo bien. La enfermedad la postraba en cama dejándola muy débil.
Aún así se dio tiempo y energía para leer a Marcel Proust, León Tólstoi y Thomas Mann. En
enero de 1952 se entera de la terrible noticia: Ricardo se casaría con la pintora Lilia Carrillo.
Ese año publica un nuevo libro de poemas, El rescate del mundo. En 1955, después de una
plática con Emilio Carballido, comenzó a escribir la novela Balún Canán, que terminó en el
tiempo récord de diez meses. El cambio de registro llamó poderosamente la atención de sus
lectores, que ya se habían habituado a su brillante poesía. Castellanos narra:

Intenté la prosa desde el principio. La consideraba como un complemento de la poesía […]


La poesía es algo en lo que no se puede fiar. Es imposible sostener, por ejemplo, afirmaciones
como ésta: “Mañana voy a escribir un poema”. No soporto estar a merced de la inspiración
[…] Necesitaba llenar el resto del tiempo con una disciplina constante y que dependiera de mi
voluntad. Esta disciplina sólo podría lograrla a través de la prosa. Primero escribí crítica literaria
y ensayo: entre otros textos, la tesis para recibirme de maestra en Filosofía. Después usé este
instrumento que ya dominaba, en breves obras narrativas. Escribí dos cuentos: uno de ellos,
“Primera revelación”, es el germen de Balún-Canán (Carballo, 1986: 527).

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Antología crítica

En 1956 Rosario Castellanos regresa a Chiapas. Se va a vivir a San Cristóbal de Las ­Casas,
para trabajar al Centro Coordinador Tzeltal-Tzotzil, que pertenecía al Instituto Nacional
Indigenista. Este nuevo regreso a Chiapas es fundamental para la nueva visión de Caste­
llanos. Su reencuentro con los indígenas, volver a escuchar sus idiomas, sus cantos, rituales
y ­cosmovisiones modificará para siempre su concepto de literatura, ahora la entenderá más
social e histórica.
Un día el Instituto Nacional Indigenista le propone asumir la dirección del teatro guiñol
de la dependencia del estado. Rosario Castellanos, valiente y audaz como siempre, empren-
de una labor extraordinaria. Escribió muchísimas obras de teatro. Creó un muñeco que se
haría toda una celebridad en las comunidades indígenas, Petul, que daba sabios consejos a
los indígenas sobre higiene y salud. Junto a Antonio Montero y José Díaz Núñez, Castella-
nos recorrió, durante tres años, cientos de parajes, presentando las divertidas obras de teatro
guiñol. La visión de Castellanos respecto de las mujeres ahora se enriquecía con la defensa
nada paternalista de los indígenas de México. Por si fuera poco, impartía clases de literatura
hispanoamericana en la preparatoria de San Cristóbal y de filosofía en la escuela de Derecho.
Estos años fueron fundamentales en la obra de Rosario Castellanos. A partir de esta nueva
mirada a Chiapas, y en particular a las comunidades indígenas, resultarán obras tan impor-
tantes como Balún Canán, Oficio de tinieblas (1962), y Ciudad Real (1960). Para el INI escribe
además Mi libro de lectura y Constitución mexicana simplificada.
En 1957 publica su primera novela, Balún Canán. El texto nos habla de una familia de
terratenientes chiapanecos que se hunde en la ruina al implantarse la reforma agraria del
cardenismo. Castellanos organiza su material narrativo desde una estructura dramática con-
vencional para la época sin admitir mayores rupturas espacio-temporales. Tres son las partes
de la novela. En la primera, quizá la más difícil de escribir, ofrece la voz narrativa a la niña-
personaje. El flujo del pensamiento mezclado con la visión fantástica del mundo de la infan-
cia permite que Castellanos haga un maravilloso despliegue de su ya experto talento lírico.
Metáforas e imágenes se convertirán en un recurso que vitalizará el entramado lingüístico:
“No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano dere-
cha y dos de la izquierda. Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre.
Más arriba no. Me imagino que sigue creciendo como un gran árbol y que en sus ramas más
altas está agazapado un tigre diminuto” (Castellanos, 2014: 9).
En la segunda parte la voz narrativa está conferida a un omnisciente algo frío y hasta don-
de es posible distante. La tercera parte regresa a la voz de la niña. Castellanos cuenta: “Está
dividida en tres partes. La primera y la tercera, escritas en primera persona, están contadas
desde el punto de vista de una niña de siete años. Este hecho trajo consigo dificultades casi
insuperables. Una niña de esos años es incapaz de observar muchas cosas y, sobre todo, es
incapaz de expresarlas. Sin embargo, el mundo en que se mueve es lo suficientemente fantás-
tico como para que en él funcionen las imágenes poéticas” (Carballo, 1986: 527-528).

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L a novela en Chiapas

El problema central de la novela es a grandes rasgos, la confrontación entre los hacendados


y los indígenas; sin embargo, reducir el argumento a esta confrontación social y racial es por
lo menos pobre. La novela extiende en varios hilos dramáticos la relación entre el matrimonio
dueño de la finca, la vida del maestro entre los indígenas y su sometimiento a los caciques, la
vida de una niña que se forma un mundo a través de la historia familiar, la vida de los Argüello
una vez empobrecidos y viviendo en Comitán. Rosario Castellanos logra una solvente unidad
temática, a pesar de tantos subtemas tratados en el tejido narrativo. La organización arquitec-
tónica tiene una evidente preocupación armónica. La primera parte y la última cuentan con
veinticuatro capítulos cada una, mientras que la segunda, que funciona como un puente, tiene
veinticinco. Esta segunda parte es un soporte dramático, de acciones que fluyen. La técnica es
más cercana a los recursos narratológicos de la novela decimonónica, el número de cuartillas
que la integran es mucho más numeroso que las otras dos partes. En la tercera parte se establece
una especie de nudo dramático. La visión de la niña ya no era suficiente para las necesidades
de la autora, es por ello que cede la voz a un narrador extradiegético que puede alejarse de las
pasiones del drama. Ahí se cuenta el enfrentamiento entre los hacendados o finqueros y los in-
dígenas, generado por la aplicación de las leyes agrarias (el problema es la tenencia de la tierra).
Castellanos se vio en la necesidad de platearse una visión más amplia, un narrador que
pudiera observarlo todo (las acciones de ambos bandos) y que además pudiera interiorizarse
en los pensamientos de los personajes. Mucho se ha escrito sobre la naturaleza de la novela.
Algunos críticos se apresuraron a etiquetarla como novela indigenista; sin embargo, no lo es
del todo. Si observamos los aspectos composicionales veremos que más bien estamos ante
un texto que se inscribe en la tradición del realismo social. Cuando Emmanuel Carballo le
preguntó a Castellanos si sus obras narrativas formaban parte del indigenismo, nuestra autora
contestó enfáticamente:

Si me atengo a lo que he leído dentro de esta corriente, que por otra parte no me interesa, mis
novelas y cuentos no encajan en ella. Uno de sus defectos principales reside en considerar el
mundo indígena como un mundo exótico en el que los personajes, por ser las víctimas, son
poéticos y buenos. Esta simplicidad me causa risa. Los indios son seres humanos absolutamen-
te iguales a los blancos, sólo que colocados en una circunstancia especial y desfavorable. Como
son más débiles, pueden ser más malos (violentos, traidores e hipócritas) que los blancos. Los
indios no me parecen misteriosos ni poéticos. Lo que ocurre es que viven en una miseria atroz.
Es necesario describir cómo esa miseria ha atrofiado sus mejores cualidades. Otro detalle que
los autores indigenistas descuidan, y hacen muy mal, es la forma. Suponen que como el tema
es noble e interesante, no es necesario cuidar la manera como se desarrolla. Como refieren casi
siempre sucesos desagradables, lo hacen de un modo desagradable: descuidan el lenguaje, no
pulen el estilo […]. Ya que pretenden objetivos muy distintos, mis libros no se pueden incluir
en esta corriente (Carballo, 1986: 531).

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Antología crítica

En efecto, el tratamiento que la autora le da a su novela no es indigenista. Se aparta de las


marcas de esta corriente. El estilo es intermedio, ya que se maneja una mirada objetiva, ale-
jada del drama y las pasiones del conflicto. Así, las descripciones de los espacios cerrados o
abiertos, los paisajes y las acciones de los personajes se escriben desde las maneras o técnicas
propias del realismo.
Rosario Castellanos recurre al papel de los personajes femeninos para establecer un puente
comunicacional entre los grupos encontrados: la niña (los blancos), la nana (los indígenas). Sin
embargo, la relación no se perfecciona en la interpelación subjetiva, sino que va más allá. Se
recurre a una transformación, una transculturación. Es la niña (que no tiene nombre) la que se
transforma en su relación con su nana, que pertenece a la cultura tseltal. Ante la poca atención
que los padres ofrecen a su hija, ésta prefiere la compañía de la nana. Mediante esta mujer la
niña aprehenderá elementos de la cosmovisión indígena. El sojuzgamiento de los indígenas, los
malos tratos, el racismo, la humillación son elementos de la relación social impuesta por los fin-
queros. La niña a través de su nana se abre a ese mundo, es por ello que comienza a percatarse
de las injusticias de que son sujetos los indios. El capítulo veinte de la primera parte puede ser-
virnos para ejemplificar cómo la nana le transfiere a la niña una forma de ver y sentir el universo:

Apiádate de sus ojos. Que no miren a su alrededor como miran los ojos del ave de rapiña.
Apiádate de sus manos. Que no las cierre como el tigre sobre su presa. Que las abra para dar
lo que posee. Que las abra para recibir lo que necesita. Como si obedeciera tu ley.
Apiádate de su lengua. Que no suelte amenazas como suelta chispas el cuchillo cuando su
filo choca contra otro filo.
Purifica sus entrañas para que de ellas broten los actos no como la hierba rastrera, sino como
los árboles grandes que sombrean y dan fruto.
Guárdala, como hasta aquí la he guardado yo, de respirar desprecio. Si uno viene y se inclina
ante su faz, que no alardee diciendo: yo he domado la cerviz de este potro. Que ella también se
incline a recoger esa flor preciosa —que a muy pocos es dado cosechar en este mundo— que se
llama humildad (Castellanos, 2014: 61).

Las mujeres de Balún Canán viven al margen y dependen directamente del mundo mas-
culino. La niña pronto adquiere conciencia de su posición frente a su familia, sabe que el he-
cho de haber nacido mujer la coloca en una posición de desventaja, como la que tiene su ma-
dre frente a su padre. La niña no encuentra su lugar en el seno familiar. Después de la muerte
de su hermanito la situación se agudiza, simplemente deja de existir para sus padres, que
viven cada uno por su lado el sufrimiento de la muerte del varoncito. Tanto la niña como su
nana son mujeres silenciadas, no tienen voz para los demás, tan sólo ellas pueden escucharse.
Rosario Castellanos entiende por sus profundas lecturas sobre la condición de la mujer
y la de los indígenas que su tradición se encuentra subyugada. Es por ello que emprende

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L a novela en Chiapas

mediante su novela una caja de resonancia de voces y lenguajes que históricamente se ha-
llan sometidos y silenciados en nuestro país. La niña busca superar su situación marginal, y
es gracias a escuchar al otro, a su nana, que encuentra mecanismos de lenguaje y culturales
donde puede apoyarse. La oralidad de la nana, su mundo mágico, su cosmovisión, sus usos
y costumbres, las leyendas, los cuentos abren un nuevo mundo de significación para la niña
que le permite encontrar un lugar para ella.
En Balún Canán encontramos una relación profunda entre historia y ficción. Es evidente
que Castellanos parte de su propia autobiografía para contarnos la novela. Los sucesos que
formaron su vida, la historia de las regiones chiapanecas y el problema de la tenencia de la
tierra, así como la aplicación de la reforma agraria forman una especie de limo de la novela.
Castellanos tiene una preocupación estética importante, escribir un texto narrativo donde
pueda de manera “natural” exponer una clara denuncia sobre la situación de los indígenas y
el sojuzgamiento en que viven las mujeres.
La literatura de denuncia encontró tierra fértil en América Latina, y esto no quiere decir que
en otras partes del mundo no haya tenido gran efecto; sin embargo, en nuestra América la no-
vela nace con cierto espíritu de denuncia. Los primeros románticos como Esteban Echeverría,
poetas como José Martí, José Hernández y, en fin, muchos autores más, dedican algunas de sus
obras a la denuncia de tipo social. En América Latina se escribió literatura de denuncia de me-
diana calidad, y al persistir las situaciones de oprobio, racismo, imposición del poder, violación
sistemática de los derechos humanos, etcétera, la denuncia sigue existiendo en nuestras letras.
Castellanos busca realizar una denuncia a través de altos elementos estilísticos. No vacila en
hablar abiertamente del agrarismo como posible solución al latifundismo que había postrado
al campesino y al peón por muchos años. La novela es al mismo tiempo memoria, historia y
ficción. Los aspectos biográficos son evidentes: el padre de Rosario Castellanos, ya lo vimos, se
llamaba César, y el de la niña protagonista también. Ambas tuvieron un hermanito que falleció
muy pequeño, provocando gran dolor en la familia. Las fincas donde viven se encuentran en
Chiapas, específicamente en Comitán. Las dos familias pierden sus propiedades por la apli-
cación de las leyes agrarias. Un lector descuidado, ingenuo, podría pensar que Balún Canán
cuenta simple y llanamente la vida de Rosario Castellanos, pero la literatura no es tan sencilla,
el discurso narrativo problematiza. Nuestra autora utiliza la parte testimonial de su experiencia
directa para resignificarla en lo histórico, creando un nuevo discurso.
La novela es un texto dialógico. Permite estructurar el drama mediante varias voces, des-
tacando en la primera y tercera parte la voz de la niña. En la segunda parte tenemos a un
narrador omnisciente que a su vez presta su espacio para proyectar otras voces. Este coro se
complementa, se contradice, choca dialécticamente. La nana se convertirá en un espejo de la
niña. Niña-nana formarán un binomio importante, sus voces tienen un valor importante en
la narración. En la primera y tercera parte encontramos el mundo emotivo, las creencias, los
usos y costumbres, la cosmovisión, si ustedes quieren la autobiografía de la propia Rosario

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Antología crítica

Castellanos. En la tercera parte el rol importante lo llevan los acontecimientos externos del
ser, el mundo circundante de la niña-nana. Estamos en el terreno de lo histórico. Los fenó-
menos políticos, sociales y económicos se platean directamente. El poder se hace patente,
deja sus máscaras domésticas para desplegarse en un ámbito más general, el dominado y el
dominador se expresan mostrando sus rostros sin inmutarse. La autora evidencia relaciones
de sometimiento por raza, economía, clase, género, edad, nivel educativo. Balún Canán es
una novela importante para la narrativa chiapaneca, una de sus mejores muestras de calidad
narrativa, pero también representa la búsqueda estética, filosófica e histórica de una de las
escritoras más importantes del siglo XX mexicano.

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L a novela en Chiapas

vx

Balún Canán
Rosario Castellanos
—1957—

—De modo que las cosas están así [sic]. Los indios quieren que yo cambie a Ernesto por
otro. Los inocentes creen que mejorarían con el cambio. Pero yo no estoy dispuesto a enga-
ñarlos. Yo traje a Ernesto y yo lo sostengo, porque es mi gusto. Para algo soy el mero tatón.
Y ante todo, está el principio de autoridad, qué carambas. Ya estos pendejos se quieren ir
con todo y reata. Bastantes errores he cometido por darles gusto. Que vayan a preguntar a las
otras fincas, a ver cómo tratan a los otros indios, sus camaradas. Jaime Rovelo, por ejemplo.
En su finca no se anduvo con contemplaciones. Al primero que se le quiso insubordinar le
dio su buena ración de azotes y asunto que se terminó. Ahí los tiene, mansos como un corde-
ro. Pero yo… La verdad es que no tengo estómago para estas cosas. Y además me ha amolado
la cosa de que en Chactajal se perdió la costumbre del rigor desde hace tantos años. Y no es que
mi familia fuera muy católica. Mi madre sí, iba a la iglesia y rezaba. Hizo que se bautizaran los
indios de la finca. Pero mi padre no. Él era bueno por naturaleza. Les tocaron épocas mejores,
también hay que ver: Los indios eran sumisos, se desvivían por cumplir a conciencia con su
deber. Pero ya quisiera yo ver a ese tal Estanislao Argüello que se las daba de tan ilustrado y
civilizador. Ya quisiera yo verlo en mi lugar a ver si seguía predicando la tolerancia y la amabi-
lidad o si arreglaba sus problemas de la única manera posible. No estoy muy decidido todavía.
Sé que cuento con algunos de los mozos. Pero no me quiero confiar. Estos indios solapados

Rosario Castellanos (Ciudad de México, 25 de mayo de 1925-Tel-Aviv, 7 de agosto de 1974).


Narradora, ensayista y poeta. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México y
complementó su formación en Madrid con cursos de estética y estilística. Trabajó en el Instituto Nacional Indi-
genista en Chiapas y en la Ciudad de México. Fue catedrática en la Universidad Nacional Autónoma de México,
en la Universidad del Estado de México, en Guadalajara, en la Universidad Iberoamericana, en el Instituto de
Ciencias y Artes de Chiapas de Tuxtla Gutiérrez y en las universidades de Wisconsin, Colorado e Indiana, en
Estados Unidos, así como en la Universidad Hebrea de Jerusalén. La mayor parte de sus artículos de fondo
fueron publicados en el periódico Excélsior, del cual era colaboradora, y sus trabajos literarios en revistas y suple-
mentos culturales como México en la Cultura, Revista Mexicana de Literatura, La Palabra y el Hombre, Anuario
de la Poesía Mexicana, Revista de Bellas Artes, revista ICAH, revista Magisterio, Diorama de la Cultura, El Gallo
Ilustrado, revista Ateneo, etcétera. Premio Chiapas en Artes en 1958, Premio Xavier Villaurrutia 1961, Premio Sor
Juana Inés de la Cruz 1962, Premio Carlos Trouyet de Letras 1967 y Premio Elías Sourasky 1972.

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Antología crítica

son capaces de traicionar al mismo Judas. Pero suponiendo que Abundio y Crisóforo y todos
esos estén de mi parte, pues no es mucho consuelo, porque de todos modos siempre somos
menos que los que anda soliviantando Felipe. ¿Cómo pudiera yo hablar con ese tal Felipe sin
que pareciera que le estoy buscando la cara, sin rebajarme, pues? No será tan macho que con
unas vaquillas que se le regalen no se aplaque bastante. Siquiera que se esperen, hombre. Y
que no estén molestando ahora, precisamente ahora que es cuando va a empezar la molien-
da. Porque en resumidas cuentas a mí qué diablos me importa que el maestro sea Ernesto o
no. Sólo por no dar mi brazo a torcer es que me negué a cambiarlo cuando vinieron a pedír-
melo los indios. Aunque en realidad este dichoso Ernesto me fue resultando una alhajita. Y
para colmo de los colmos, borracho. Bueno, el pobre no lo robó, lo heredó. Si mi hermano
se mató fue en una borrachera. Y siquiera fueran borrachos garbosos, de los que rayan el ca-
ballo y echan vivas y alegran las fiestas. Pero no, el alcohol no les sirve más que para volverse
más apulismados de lo que son. Y ahí andan bien bolos escondiéndose en los rincones y
sin querer comer, porque están tristes. El muchacho salió igualito a su padre, palabra. Sólo
porque Ernesto era mi hermano y con los muertos más vale no meterse, pero, dicho sea sin
ofender; era un nagüilón. Eso de no querer vivir en el rancho sólo porque el rancho es triste.
Triste. Claro. Porque no son capaces de amansar un potro brioso, ni de salir a campear; ni
de atravesar el río a nado. Se encierran en la casa todo el día y naturalmente que es triste ver
cómo va pardeando la tarde. Pero después del trabajo sí es bonito ver que se pone el sol. Ni
modo. Hay gente que no lleva en la sangre estas cosas. Zoraida se aburre de estar aquí. No lo
confiesa porque sabe que la voy a regañar. Pero se aburre de un hilo. Bueno, en su caso se ex-
plica. Ella nunca fue ranchera antes de casarse conmigo. Ni de familia de rancheros tampoco.
Y le ha tocado la mala racha, también. Me quisiera empujar a hacer barbaridades. Cree que
si me detengo y que si les he tolerado tantas cosas a estos tales por cuales es por miedo. Y no.
Pase lo que pase hay que conservar la cabeza en su sitio y hacer lo que más convenga. Claro
que si por mí fuera ya les hubiera yo dicho su precio a todos estos insubordinados. Pero más
vale paso que dure. Ahorita no hay que arriesgarse. Ya hago mucho con estar viviendo aquí.
A ver, los otros patrones. Muy sentados en el Casino Fronterizo de Comitán, dejando que los
mayordomos sean los que se soplen la calentura. El mismo Jaime Rovelo, muy valiente para
pegarles a los indios y meterlos en el cepo. Pero por bobo si se queda en Bajucú esperando
programas. Mi prima Francisca, ésa sí que es bragada. Argüello de las meras buenas. Pero lo
que está haciendo es muy arriesgado. Un día esos mismos indios que tanto respeto le tienen
por andar ella aparentando que es bruja la machetean y ya no cuenta el cuento. Además en
una mujer no se ven mal esas astucias. Pero un hombre debe dar la cara. Y aquí, el que tiene
que dar la cara soy yo. Quisiera yo darme una vuelta por Ocosingo para hablar con el Pre-
sidente Municipal. Somos amigos. Le explicaría yo mi situación y me ayudaría. A lo mejor
me querría alegar que se compromete ayudándome, que las órdenes vienen de arriba y que
la política de Cárdenas está muy a favor de los indios. Eso me lo podrá decir, pero yo le alego

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L a novela en Chiapas

que estamos tan aislados que ni quien se entere de lo que hacemos. El mentado Gonzalo
Utrilla ha de estar inspeccionando por otra zona. Y a él también se le podría convencer para
que se pase de nuestro lado. Pero no sé ni para qué estoy pensando en todo esto. Si las cosas
no van a llegar a más.
—Tío César…
Era Ernesto que había llegado silenciosamente a pararse en el umbral. César volvió el
rostro para clavar en su sobrino una mirada fría de severidad. Ernesto sintió que esta mirada
le exprimía el corazón, dejándolo sin sangre. Y supo que no le sería fácil hablar. César no lo
ayudó con una pregunta, ni siquiera con un reproche.
—Hoy no di clase. Los niños no fueron a la escuela.
¡Valiente noticia! ¿Para qué iban a ir? ¿Para que les pegara el maestro? Bien podían quedar-
se en su casa. Como debió haberse quedado Ernesto, amarrado a las faldas de su madre, para
no salir a hacer perjuicios en casa ajena. Pero Ernesto era tan irresponsable que no podía ni
calcular las consecuencias de sus actos. Aquí estaba, con los ojos desencajados de sorpresa,
esperando que una voluntad más fuerte que la suya volviera a poner las cosas en su lugar.
César se volvió hacia él con una calma deliberada, pero también amenazadora.
—Bueno. Voy a preguntarle a Zoraida a ver si encuentra algún quehacer más apropiado
para ti.
Tal vez César no hubiera añadido nada más si a los ojos de Ernesto no se hubiera ­asomado
indiscretamente la alegría, como si se hubiera sentido perdonado. ¿Con qué derecho iba a
aspirar al perdón cuando era tan tonto que ni siquiera había alcanzado a medir la gravedad
de su imprudencia? Entonces, César dijo desdeñosamente:
—Un quehacer provisional. Sólo para mientras estás listo para tu viaje de regreso a Comitán.
—Es la trampa de siempre —pensó Ernesto apretando los puños [sic]. Un poco de ama-
bilidad, una sonrisa como la que se le dedica a un perro. Y después, la patada, la humillación.
No; no hay que tratar de acercarse a él. No somos iguales. A ver si sigue considerándose tan
superior cuando sepa lo que voy a decirle. Con maligna satisfacción Ernesto anunció:
—Los indios no me dejaron entrar a la escuela. Están allí todos, vigilándola, mientras llega
de Comitán el nuevo maestro.
César se puso de pie, con el semblante adusto ante la imprevista nueva.
—¿Qué dices?
—Tienen abandonado el trabajo. Dicen que no se moverán de ahí hasta que venga el
maestro.
—¿Y quién rayos los autorizó para emprender esa pendejada?
Ernesto se encogió de hombros.
—No sé. No pregunté. Como no entiendo la lengua.
No eran las palabras. Era la insolencia del tono, el reto que vibraba en ellas. César tomó
violentamente a Ernesto sacudiéndolo desde los hombros.

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Antología crítica

—¡Mira tu obra! ¿Y ahora con quiénes voy a hacer la molienda?


El corazón de Ernesto latía desordenadamente. Las venas de su cuello se hincharon.
—Suélteme usted, tío César, o no respondo…
En vez de soltarlo César lo acercó más a él.
—¡Y todavía quieres amenazar! ¿De dónde te salieron esas agallas? A ver, échame el juelgo.
—No he tomado nada hoy.
César abrió las manos como con asco.
—Entonces no me explico.
El ademán con que César soltó a Ernesto fue tan inesperado y brusco que Ernesto perma-
neció un instante tambaleándose, a punto de perder el equilibrio. La conciencia del ridículo
en que lo habían colocado lo hizo gritar:
—No es justo que ahora me echen la culpa. Yo le dije desde Comitán que no servía yo
para maestro. Y usted me prometió…
—¡Cállate! Esos asuntos los vamos a arreglar después. Lo que ahora urge es que la caña se
muela en su día.
César dio la espalda a Ernesto y fue a la ventana. Allí se estuvo, meditando, con la barbilla
caída sobre el pecho. Parecía tan ausente, tan inofensivo, que Ernesto se atrevió a insinuar:
—Podríamos traer peones de Ocosingo.
—Qué cosa? ¿Ir a buscar quién trabaje teniendo yo mis propios indios? Ese día no lo verán
tus ojos, Ernesto.
—Pero si los indios se niegan…
—¿Y quiénes son para negarse? Estás muy equivocado si crees que les he consentido sus
bravatas por miedo. Está bien. Ellos tienen razón al exigir ciertas cosas. Pero son tan impru-
dentes como los niños. Hay que cuidarlos para que no pidan lo que no les conviene. ¡Ejidos!
Los indios no trabajan si la punta del chicote no les escuece en el lomo. ¡Escuela! Para apren-
der a leer. ¿A leer qué? Para aprender español. Ningún ladino que se respete condescenderá
a hablar en español con un indio.
Era cierto. Y a cada frase de César, Ernesto se sentía más tocado por la verdad, más poseído
de entusiasmo para sostener esta verdad por encima de cualquier ataque, para afrontar cual-
quier riesgo. Con voz todavía mal segura a causa de la emoción, preguntó:
—¿Qué va usted a hacer?
Porque quería ayudar, estar de parte de los Argüellos.
César fue a su armario de cedro empotrado en un ángulo de la habitación y lo abrió. Allí
estaba el cinturón con el carcaj de la pistola. La sacó. Comprobó primero que estaba bien
aceitada. Después abrió la caja de las balas y cogió un puñado de ellas. Cargó la pistola y dijo:
—Voy a hablar con ellos.
Empezó a caminar hacia la puerta. Ernesto lo alcanzó.
—Yo voy con usted.

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L a novela en Chiapas

Juntos llegaron a la escuela. Allí estaban los indios. Encuclillados, apoyándose en la pared
de bajareque, fumando sus cigarros torcidos en un papel amarillo, corriente. No se movieron
al venir a los dos hombres de la casa grande.
—¿No hay saludo para el patrón, camaradas?
Uno como que se quiso poner de pie. Pero la mano de otro lo detuvo rápidamente. César
observó este movimiento y dijo con sorna:
—Que yo sepa no somos enemigos.
Ninguno respondió. Entonces pudo seguir hablando.
—¿En qué habíamos quedado? En que ustedes levantarían la escuela y yo pondría el
maestro. Cumplimos los dos. Ahí está la escuela. Aquí está el maestro. ¿Por qué no respeta-
mos el trato?
Felipe tragó saliva antes de contestar.
—El maestro no sirve. Cuando fuimos a hablar contigo en la casa grande te dijimos por
qué queremos que lo cambies por otro.
—Claro. Y hablamos todos irreflexivamente, en el primer momento de la cólera, y las co-
sas nos parecen mucho más grandes de lo que son. Lo que Ernesto hizo fue una muchachada.
Pero ya me ha prometido que no volverá a suceder. Digo, si no es más que por lo del kerem
al que castigó. Si el kerem también ofrece que no volverá a faltarle al respeto, todo marchará
bien otra vez.
Felipe movió la cabeza, negando obstinadamente.
—Tu maestro no sirve. No sabe enseñar.
César se mordió el labio inferior para disimular una sonrisa. No había que provocarlos.
Pero se veían tan ridículos tomando en serio su papel de salvajes que quieren ser civilizados.
—Así que insisten en que yo les traiga otro maestro de Comitán.
—Uno que sepa hablar tzeltal para que los keremitos puedan entender lo que dice.
—Bueno. Para que vean que de veras tengo ganas de transar con ustedes, les juro que se
los traeré.
César lo dijo como quien hace entrega de un gran regalo. Pero los indios, como si no hu-
bieran comprendido la generosidad de su juramento, se quedaron quietos, cerrados, inexpre-
sivos. César hizo un esfuerzo de paciencia para esperar a que se pusieran de pie y volvieran a
sus labores. Pero ningún acontecimiento se produjo. Con voz en cuya cordialidad asomaba
ya una punta de amenaza, dijo:
—Bueno, pues ahora que ya estamos de acuerdo podemos empezar a trabajar.
Felipe negó y con él todos los demás.
—No, patrón. Hasta que el otro maestro venga de Comitán.
César no esperaba esta resistencia y se aprestó a desbaratarla. Impulsivamente llevó la
mano al revólver, pero logró recuperar el control de sus movimientos antes de desenfundar
el arma.

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Antología crítica

—Ponte en razón, Felipe. Éste no es asunto que se resuelve así, ligeramente. Considera
que tengo que ir a Comitán yo mismo. Hablar con uno y con otro hasta que yo encuentre la
persona más indicada. Y luego falta que esa persona acepte venir. El trámite lleva tiempo.
—Sí, don César.
—Y en estos días yo no puedo salir de Chactajal. Es la mera época de la molienda.
—Sí, don César.
Felipe repetía la frase mecánicamente, sin convicción, como quien escucha a un embustero.
—Y si ustedes no me ayudan, nos dilataremos más todavía. Vuelvan a su trabajo. Nos
conviene a todos.
—No, don César.
Felipe pronunció la negativa con el mismo tono de voz con que antes había afirmado. Esto
causó gran regocijo entre sus compañeros que rieron descaradamente. César decidió pasar
por alto el incidente, pero su acento era cada vez más apremiante.
—Si no hay quien levante la caña nos vamos a arruinar.
Los indios se miraron entre sí, con risa aún, y alzaron los hombros para demostrar su
indiferencia.
—Si a ustedes no les importa, a mí sí. Yo no estoy dispuesto a perder ni un centavo en una
pendejada de éstas.
Ahora sí, se habían puesto serios. Consultaron con los ojos a Felipe.
Felipe rehuyó su mirada.
—¡Vamos, al trabajo!
Pensó que bastaría con su voz para urgirlos, para acicatearlos. Pero los indios no dieron la
menor muestra de haberse inclinado a obedecer. Entonces César desenfundó la pistola.
—No estoy jugando. Al que no se levante lo clareo aquí mismo a balazos.
El primero en levantarse fue Felipe. Los demás lo imitaron dócilmente. Uno por uno fue
desfilando entre Ernesto y César.
—Si es como yo te decía —dijo después Zoraida—. Con ellos no se puede usar más que
el rigor.

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre La Choca
de Alfonso Díaz Bullard

Alfonso Díaz Bullard nació el 22 de mayo de 1919 en Tapachula y murió en la misma ciudad
el 7 de julio de 1977. Estudió medicina en la Ciudad de México, tuvo una vida muy activa en
los movimientos políticos en la zona del Soconusco, Chiapas. Fungió como presidente mu-
nicipal de Tapachula en el periodo 1971-1973, cuando era gobernador Manuel Velasco Suárez,
para después dedicarse nuevamente a la medicina en su consultorio, muy conocido en la
ciudad. Fue uno de los fundadores de la Universidad Autónoma de Chiapas, formando parte
de su primera junta de gobierno.
La vida de Díaz Bullard no dejaría de ser intensa en los preconcebidos límites que impone
la provincia. Sin embargo, al doctor Díaz Bullard le gustaba la literatura. En 1970 ganó el pri-
mer lugar en el Concurso Nacional de Narrativa Mexicana. Díaz Bullard publicó El costeño y
pocos años después La Choca, novela que lo hace famoso.
En la década de 1970 la novela chiapaneca no ocupaba un lugar importante en el panorama
de la literatura nacional. Se conocían con mayor interés las novelas de Rosario Castellanos,
La bola de Emilio Rabasa, y la gloria de B. Traven aún gozaba de esplendor. Sin embargo,
entre las décadas de 1960 y 1980 no surgieron novelistas que tuvieran la calidad necesaria para
llamar la atención de críticos y editoriales nacionales. En esos años es precisamente Díaz
Bullard el único escritor chiapaneco que fue publicado por una editorial de gran circulación.
Tanto El costeño como La Choca fueron publicadas por la editorial Novaro, inmediatamente
aquellas novelas llamaron la atención de los lectores. Pronto nuestro autor ganó algunos pre-
mios nacionales y sus textos merecieron varias reediciones.
La suerte llamó a la puerta de Díaz Bullard en 1974. Un grupo de productores cinematográfi-
cos encabezado por Emilio Fernández Romo lo contactó para ofrecerle un contrato para filmar
su novela La Choca. Y el milagro se hizo. El novelista desconocido no sólo logró que se filmara
la película a su gusto, sino que compartió créditos como guionista ni más ni menos que con el
Indio Fernández. El reparto no pudo ser mejor: Mercedes Carreño, Pilar Pellicer, Armando
Silvestre, Gregorio Casal y Salvador Sánchez dieron vida al drama de Díaz Bullard. A la película
le fue muy bien: aclamada por el público y la crítica, obtuvo en 1975 el Ariel a la mejor película.
El escritor-periodista Marco Aurelio Carballo nos ayuda a recordar al doctor Díaz Bu-
llard: “Lo recuerdo robusto, de gafas y de piel morena acentuada por lo albo de su atuendo

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Antología crítica

de médico pulcro” (Carballo, 2008: 307). Carballo con su desparpajo característico nos cuenta
que su tío Arturo López, que era farmacéutico y aplicaba inyecciones a domicilio; es decir, un
cuasicolega de Díaz Bullard, decía que el doctor tenía una mirada penetrante, una forma de
ver que no se encontraba en otros médicos. Carballo pregunta si no era la mirada escrutadora
del escritor.
No podremos saber a ciencia cierta si aquella mirada era la del presidente municipal, el
académico, el médico o el escritor, pero lo que sí sabemos es que Díaz Bullard observaba y
sabía mirar. En La Choca las descripciones tanto espaciales como de los personajes están
elaboradas de tal manera que logran enriquecer la trama. El foco del narrador omnisciente
desplaza “su” mirada permitiéndonos observar las acciones de los personajes, pero sin igno-
rar la espacialidad y sus especificidades. En el texto la selva se erige como escenario necesario
para el desarrollo de la trama, los grandes árboles, la maleza, las fieras y el gran río Cahoacán
fluyendo hasta el Suchiate. El Cahoacán se ubica en la vertiente sureste de la Sierra Madre de
Chiapas, cerca de la frontera con Guatemala.
Selva y seres humanos se unen en comunión por momentos, a veces luchan a muerte,
otras se miran con rabia contenida: “Sus bosques son tupidos e intrincados, en donde crecen
por sí solos y en constante lucha con los rayos del sol, la fina caoba, el suave cedro, el resis-
tente roble, la blanca primavera, el sonoro hormiguillo de donde se saca la madera para las
marimbas, así como la mora, el guanacastle y el palo hueso, que son más duros que el hierro
mismo” (Díaz Bullard, 1974: 7). El lenguaje logra mimetizar a la naturaleza como lo exterior y
el mundo intersubjetivo de los personajes: “Es una selva única, incomparable y brutal […].
Tan salvaje como sus pobladores. Gente bravía y montaraz que ha nacido y crecido junto con
los animales y las plantas que los rodean” (Díaz Bullard, 1974: 7). Humanos y selva se unen,
son lo mismo. Hombres y mujeres salvajes. La Choca, esa mujer fuerte, fría, calculadora,
violenta, vive al margen del río Cozalapa en una choza con techo de manaca, paredes de
bajareque, sin ventanas, con piso de tierra apisonada y húmeda, sin faltar un pequeño corral
donde guarda sus tres vacas y sus dos bestias. Todo sombreado por dos caimitos, un jícaro,
dos tamarindos y un caspirol. Ahí vive con su marido Martín, su suegro don Pomposo y su
pequeño hijo.
Es importante observar que en la novela la espacialidad se interrelaciona con los humanos
signando la enunciación. En una parte de la novela don Pomposo trata de enseñar a leer al
“patojo” Martincito. La Choca lo increpa señalando la cicatriz que surca su mejilla deformán-
dole la cara: “Mírela asté bien… Ansina de fiera como me ve, soy contenta, porque si mis
pagres no me hubieran enseñado a manejar el machete, otra cosa me habría pasado… De
seguro que estaría bien tiesa y no sana y salva como me mira… Eso es lo que debe aprender
mi Martincito, que aprienda a dejuenderse y a la hora güena, pos que sepa matar a quien se
le atraviese en su camino” (Díaz Bullard, 1974: 15). La Choca expresa en su media palabra su
descarnado ideario de vida, su mundo y razón. La selva dicta la conducta humana, la obliga

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L a novela en Chiapas

a someterse frente a la violencia de la vida. Violencia se enfrenta con violencia, no existe otra
alternativa.
La posición del viejo es tratar de introducir una posibilidad de realización diferente, la
educación como redención vital. La Choca muestra su cicatriz con orgullo, es una marca que
le recuerda a ella y a los demás que puede defenderse con efectividad, con ella no se juega.
Ella misma entiende que la mayor enseñanza de sus padres fue el haberla instruido en el uso
del machete. El arma protege, la palabra escrita debilita el carácter selvático. Cuando la mujer
dice: “Ansina de fiera como me ve, soy contenta…”, la palabra “fiera” adquiere una doble
significación. Refiere a lo fea que se ve, pero también puede entenderse como “soy una fiera,
una hija de la selva”. Al desarrollarse la trama esa idea de vida nos mostrará a una mujer que
prefiere el uso del arma y la astucia para sobrevivir. Esta forma lingüística de expresión per-
mite estructurar la narración desde la integración espacio-carácter.
El espacio narrativo no es por tanto un escenario distante, ornato para que los personajes
realicen acciones, sino que es un eje discursivo. Humanos y geografía novelesca forman un
transcurso que evidencia las reacciones de los personajes respecto del espacio, naturali­zando
de alguna manera dichas acciones. Una vez que el marido de la Choca es asesinado por
delator, ella reacciona como fiera que sufre. Sus acciones, su llanto, su furia se naturalizan,
tienen algo de felina herida: “La Choca, al presenciar la batalla y el fin tan funesto para su ser
querido, corrió hacia su marido y trató de levantarlo. Pero el hombre ya no era de esta vida.
Su cuerpo flácido se le escurrió entre los brazos para caer en la tierra al destrabarse del estribo.
La mujer no creía lo que sus ojos habían presenciado, estaba muda e indecisa ante el cuerpo
y entre los hombres que habían acabado con él” (Díaz Bullard, 1974: 47).
La mujer pierde la conciencia integrándose aún más a la selva. El dolor profundo logra
menguar su ideal de vida, fuerza contra fuerza parece no ser la dialéctica “natural”. Retro-
cede, duda. Trata de levantar a su marido, intenta negar la muerte con el simple acto de
levantarlo, de regresarle la vida con su empeño, pero es insuficiente. La voz narrativa modula
la fuerza de la narración omnisciente acercándonos a tal grado al dolor que nos dice: “Pero el
hombre ya no era de esta vida”. El narrador utiliza la palabra “hombre”, lo generaliza univer­
salizando, establece una distancia que parece inquebrantable. “Ya no era de esta vida”; es
decir, ha partido, ya no es, para ser otra cosa. Existe una referencia temporal inmediata: el
hombre acaba de “partir”. ¿Y de qué vida hablamos? ¿La vida terrenal? ¿La vida de la selva?
¿Esa vida construida por esos hombres y mujeres viviéndola al margen del río, amenazados
unos a otros, cercados por la tupida selva, presos de su propia existencia? Nuevamente el
espacio se devela en las acciones de los personajes, en sus reacciones, en cada carácter.
Gaston Bachelard apunta en su libro La poética del espacio: “La inmensidad está en noso-
tros. Está adherida a una especie de expansión de ser que la vida reprime, que la prudencia
detiene, pero que continúa en la soledad. En cuanto estamos inmóviles, estamos en otra par-
te; soñamos en un mundo inmenso. La inmensidad es uno de los caracteres dinámicos del

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Antología crítica

ensueño tranquilo” (Bachelard, 2013: 221). La inmensidad de la selva está en los personajes,
los hace suyos, pero ellos y ellas no pueden o les es muy complicado reprimirse, luchan con-
tra la mínima prudencia, es por ello que están resueltos a morir en cualquier momento, pero
también en defender la vida cueste lo que cueste, incluso la vida misma, paradojas de la selva.
El mundo erótico se desborda, la piel, la carne siguen sus impulsos, Tánatos y Eros comul-
gan para hacerse uno. Cuando Audías, herido, llega a la choza de la Choca, se olvida de los
dolores intensos y repara en el cuerpo semidesnudo de Flor. La lascivia es más poderosa que el
dolor, en momentos Eros derrota a Tánatos, aun cuando se sabe, sabemos, que todo triunfo de
Eros es efímero. Al paso del tiempo Audías se encuentra con fiebre altísima. Dos son los tipos
de fiebre que le aquejan, la de la herida mortal y la de la herida del deseo no cumplido. Flor lo
rechaza, ese hombre representa la opresión, lo brutal, la maldad hecha varón. Sin embargo, en
la selva, por lo menos la selva de la novela La Choca, los humanos no pueden limitar la inmensi-
dad de su naturaleza. Una noche, entre el delirio de la fiebre y el candor del deseo, Audías hace
una señal para que Fidel contenga a don Pomposo, al niño y a la Choca. La muchacha se acerca
al catre donde yace el hombre moribundo, a fuerzas primero la atrae contra su cuerpo. Luchan
un momento, los cuerpos se reconocen más allá de la conciencia, se huelen, se sienten. Flor se
pierde en la inmensidad del espacio, Eros doblega a Tánatos:

La excitación se le multiplicó al sentir que sus senos se le apachaban contra el tórax sudoroso
del herido, y con el ir y venir de la respiración de ambos, sentía que se los estrujaban, desper-
tándosele una sensación tan deliciosa, como jamás había sentido en su vida. Como un vérti-
go se apoderó de ella, al sentir los latidos estrepitosos del corazón del muchacho, que hacían
retumbarle el pecho como un tambor. Sintió que su brazo ya la aflojaba como la atrapaba,
despertándose una diabólica sensación que hacía que la respiración se le parara y que de un
momento a otro iba a morir, sin que lo pudiera evitar. Ni tampoco le importaría si sucediera
(Díaz Bullard, 1974:44).

Es preciso decir, por lo menos rápidamente, que la prosa de Díaz Bullard no es precisamente
la mejor. El ritmo se entorpece, el uso de ciertas palabras y composiciones como “la excita-
ción se le multiplicó”, “sus senos se le apachaban”, “que hacían retumbarle el pecho como un
tambor” o “que hacía que la respiración se le parara” demeritan considerablemente el estilo
de la novela. Pero veamos, Flor deja de sentir miedo, ahora es presa de una sensación tan deli­
ciosa que nunca ha sentido en su vida: el placer. El mundo sensual se desborda, cree morir. La
muerte ronda el catre del herido, sangre y semen se confunden, vida y muerte mezclados en el
crisol de la espesura de la selva. Morir sin que Flor lo pueda evitar, morir es ya amar, perderse
en la carne, dejar salir a la bestia para poder fundirse en la inmensidad. La muchacha no puede
evitarlo, existe una fuerza mucho mayor a su conciencia, se inhibe lo humano para que reine lo
selvático, lo animal. Ahora ya nada importa, morir para vivir, vivir para morir.

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L a novela en Chiapas

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La Choca
Alfonso Díaz Bullard
—1971—

La mujer fue arrodillándose hasta sentarse en el suelo, mientras se recargaba sobre la parte
del catre. Con manos cariñosas, le acariciaba la cabeza y le besaba la mano para tranquilizar-
lo. Poco a poco lo fue logrando hasta que el niño dejó de sollozar, dejando escapar, de vez en
cuando, profundos suspiros al sentirse amparado por su madre. La Choca le cantaba muy
quedamente la misma canción de cuna con la que siempre lo adormeciera desde pequeñito.
Serían como las diez de la noche cuando todo se quedó en calma. En la puerta roncaba
el indio, aferrado a la escopeta a pesar de estar profundamente dormido. De arriba no se
escuchaba ningún ruido, y el Guacho, Martincito y la Choca, al lado de la cama, parecían
dormir plácidamente. La culata del máuser asomaba por debajo de la almohada y la pistola
del difunto la tenía fajada en la cintura musculosa.
Solamente Flor era la que no dormía; un miedo intenso se había apoderado de ella, que
la mantenía con los ojos abiertos, y en su mente revoloteaban los sucesos que se habían
presentado desde el día anterior. ¡Qué diferente había sido su existencia y cómo se le había
complicado desde el momento que habían aparecido los hombres! Había perdido a su padre,
a su hermano y hasta a Fabiel también. Nunca pensó que hubiera estado de acuerdo con los
otros; pero no supo qué sintió en su corazón cuando se cercioró de que había llegado con
ellos arrastrado por el mismo fin… De matar… De acabar con sus seres queridos.
Pasaba la medianoche y aún su cabeza era un torbellino que le impedía conciliar el sueño.
La Choca no subía a hacerle compañía como le había indicado ella misma ante la orden del
hombre. De pronto, sintió un leve ruido que la obligó a cerrar los ojos, que con fuerza los

Alfonso Díaz Bullard (Tapachula, 22 de mayo de 1919-7 de junio de 1977).


Médico, político y escritor. Cursó la carrera de Medicina en la Ciudad de México. Ejerció su profesión en su
tierra natal, donde fue presidente municipal de 1971 a 1973, durante la administración del gobernador Manuel
Velasco Suárez. Fundador de la Universidad Autónoma de Chiapas, en la cual formó parte de la primera junta
de gobierno. Se dedicó a la literatura y escribió prosa. En 1970 obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de
Narrativa Mexicana. Su novela La Choca fue premiada con la Rosa de Plata de Guadalajara en 1973, alcanzando
el primer premio en el Concurso Nacional de Novela y Cuento. Fue llevada al cine por el actor Emilio Fernández,
el Indio, en 1974, con actuaciones de Gregorio Casal, Armando Silvestre, Pilar Pellicer y Mercedes Carreño, entre
otros. La película fue premiada con siete Arieles.

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Antología crítica

tenía cerrados para tratar de dormirse. Sintió que el corazón le principió a latir con más in-
tensidad por temor. Deseaba fervientemente que fuera la Choca la que regresaba a acostarse.
Pero ni fue apareciendo ni tampoco el ruido provenía de la escalera. La curiosidad hizo que
suavemente se volteara boca abajo para espiar por las separaciones de las tablas del anda-
mio… Una luz, más intensa que la que había, iluminó fugazmente la habitación.
Por las rendijas pudo observar al Guacho, despierto, con el torso desnudo, en el que resalta
su recia musculatura. Era él, el que había prendido un cigarrillo y lanzaba gruesas bocanadas
de humo. Lo estuvo observando hasta ver que, hastiado de él, lo apagaba sobre la culata del
máuser. Vio también que la Choca continuaba dormida y que el hombre, después de un rato,
principió a desatarse el paliacate que lo unía al niño, y una vez libre, se fue incorporando,
­poniendo en tensión los músculos de la espalda.
La joven trataba de que su respiración no la delatara. Vio que el hombre se paraba para acer-
carse a la Choca y con movimientos felinos la agarró del brazo. Sorprendida, ésta levantó la
cabeza y lo miró fijamente con su único ojo, que brillaba intensamente. El hombre la obligó a
­levantarse, y una vez que la tuvo frente a frente, sin soltarle el brazo, con la otra mano la agarró de
las nalgas para estrecharla. La Choca en silencio trató de detenerlo; pero el hombre la atrajo con
más fuerza y con la mano que la había sujetado del brazo la aprisionó de la nuca para besarla en la
boca. La mujer trató de resistir; pero al contacto de los labios del hombre y de sentirse acariciada
en todo su cuerpo, optó por dejarse arrastrar por la corriente de su ardiente pasión. Estrujó su
cuerpo al amado, clavándole las uñas en el torso y multiplicándole las caricias que recibía.
Una rara sensación recorrió todo el cuerpo de Flor, y quiso cerrar los ojos para no seguir
presenciando más esa escena de lujuria y deseo. Pero un fuerte impulso la hizo continuar,
hasta ver cómo el Guacho desnudaba por completo a la Choca, mientras se prodigaban be-
sos. Después, el hombre la estrechó para sentir sus senos ebúrneos, y ella misma le soltó el
pantalón, que precipitadamente cayó al suelo, para que sus cuerpos se acoplaran, con tal
intensidad, como queriéndose fundir el uno en el otro. Por último, observó cómo se acaricia-
ban mientras caminaban hacia el catre en el que había muerto su padre.
Después ya no pudo ver más porque el catre estaba fuera del campo de su visual, además
de que su pudor la hizo volverse boca arriba. A pesar de sentir indignación y odio por su cu-
ñada, una corriente sensual recorrió su virgen cuerpo, por lo que, asustada de esta sensación,
trató de controlarse. Pensó, para sí misma, que era mejor se pusiera a recordar otras cosas
para poder olvidar lo que había presenciado. Así, recordó lo que había hecho de pequeña;
vino a su mente aquella muñeca de trapo que su hermano le había regalado el día de su santo
y que, a pesar de haber pasado tanto tiempo, aún la conservaba, confeccionándole vestidos
con los retazos que le sobraban a su cuñada.
El ruido del catre, mezclado con los besos y la respiración agitada de los amantes, la hizo
aguzar el oído. Sintió el deseo de voltearse a buscar la rendija que le permitiera observar lo
que estaba sucediendo. Hizo un leve movimiento; pero, arrepentida y llena de vergüenza,

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L a novela en Chiapas

volvió a su sitio inicial; trató de forzar de nuevo su mente, recordando cómo la coscorroneaba
su padre al verla tan torpe para aprender las primeras letras. Después se puso a pensar cuan-
do fueron la primera vez al otro lado y le compraron vestido y corpiño con zapatos nuevos.
Se ruborizó al recordar cuando le vino la primera vez su mensual. Qué miedo tuvo entonces
de verse sangrar, y pensó entonces que se iría a morir, ya que por allí le saldría toda la sangre
de su cuerpo. Pero la Choca la tranquilizó diciéndole que eso le pasaba a todas las mujeres, y
se puso muy contenta pensando en que ya era mujer como para merecer un hombre.
Se preguntó el porqué le daban tanto miedo esas cosas entre hembras y machos. Vino a
su mente la vergüenza que pasó cuando vio a la Paloma trabada con el chucho orejón que le
habían prestado a su hermano para sacarle cría. También recordó la carrera que pegó hacia
el monte cuando vio que el cojudo caballo que habían traído de Las Trozas para la yegua,
relinchaba alborotado y la mordía mientras ésta lo pateaba. Para no presenciar más, huyó
cuando al fin el animal se le encaramó, arrimándosele al anca, justamente lo que ahora mismo
le pasaba, se decía; huía como siempre, para no ver lo que hacían el Guacho y su cuñada.
Trató de darse valor para voltearse; pero se quedó inmóvil. Con su mano se persignó y se
puso a rezar con el fin de que Dios le quitara todas esas ideas feas que le bullían en la cabeza
y que no le habían permitido dormir ni un solo instante. Los ruidos cesaron y todo volvió a
la normalidad; pero el sueño se le había ido por completo, por lo que se forzó cerrando los
párpados y colocó sus manos en oración para suplicarle al Señor que la perdonara por haber
pecado en esa forma al haber tenido tan malos pensamientos. Así pasaron los minutos, sin
poder conciliar el sueño. Casi pasaba de las dos horas cuando de pronto principió a oír unos
pequeños ruidos que provenían del catre en el que se habían refugiado los amantes. Al ins-
tante sintió que el corazón le palpitaba mucho más fuerte que antes y la curiosidad era más
intensa, por lo que se clavó las uñas en las manos, implorando al cielo la tranquilidad perdida.
Su respiración se hizo más profunda y frecuente y le pareció que el corazón se le iba a
salir por la boca de lo desbocado que lo sentía. Ciega de deseo por saber lo que era eso, con
mucha cautela se fue rodando sobre las tablas hasta llegar a la rendija, desde la que domi-
naba por completo el lecho. Observó a la Choca completamente desnuda y con una pierna
sobre el muslo del hombre, sus senos sobre el torso del extraño y su boca besaba toda la recia
musculatura del gigante. A poco vio cómo la atraía a él y aproximaba su boca, mientras que
con sus manos le acariciaba los senos y bien torneadas nalgas. De nuevo iniciaban a excitarse
besándose, hasta que la Choca se encimó sobre el hombre, impidiéndole ver lo que pasaba,
pues únicamente podía observar la espalda y las caderas de su cuñada, que rítmicamente se
movía a horcajadas cabalgando sobre el macho.
Un fuerte sudor recorrió todo su cuerpo; apenada y muy excitada, volteó para no seguir
viendo, más arrepentida y de su imprudencia. Una rara sensación se había apoderado de
todo su cuerpo, por lo que se atrevió a palparse, observando que sus senos se habían puesto
más turgentes y que le dolían deliciosamente al tocarlos. Poco a poco bajó su mano sobre el

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Antología crítica

vientre, que lo encontró tenso, y en la parte baja despertó un fuerte dolor. Las piernas las tenía
apretadas, una contra otra, con tanta fuerza que le temblaban por la tensión a que las some-
tía. De pronto, sintió que todo cesaba, que la tranquilidad se apoderaba de todo su cuerpo,
haciendo que desapareciera esa contracción de sus músculos. Pero entre sus piernas sintió
algo caliente que le escurría. Temblorosa, se palpó bajo su vestido y, entonces, se dio cuenta
de que era un sudor más pegajoso y caliente lo que le escurría por ahí, muy diferente al que
le empapaba su núbil cuerpo. Luego suspiró profundamente, mientras un sopor delicioso le
embargaba sus entrañas, por lo que sintió que sus ojos principiaban a cerrársele, hasta perder
toda noción de la realidad y quedarse profundamente dormida, como nunca antes lo había
hecho en toda su vida.

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre En memoria de nadie


de Óscar Palacios

En punto de las once de la mañana Óscar Palacios llega a la cafetería El Kiosco en San Cris-
tóbal de Las Casas, Chiapas. A Óscar lo he leído siempre, tenemos la suerte de que ambos
somos de Yajalón. Su nombre se escuchaba en casa. Mi padre fue un lector voraz y, claro,
leía a Óscar Palacios. Sobre todo recuerdo cuando se publicó En memoria de nadie en 1982.
El libro pronto estuvo en mis manos, lo leí y me gustó. Saludo de mano a Óscar, al que tuteo
con impunidad premeditada. “Yo te comencé a leer desde sexto año de primaria”. Óscar
salta, ríe a carcajadas, se opone a esos comentarios. Nos sentamos y pedimos el religioso café
bien cargado. La segunda novela que leí de él fue La mitad del infierno. Recuerdo varias ma-
drugadas en la habitación de mi abuela leyendo aquel texto pésimamente editado (letras sin
separación, márgenes sin mayor espacio para respirar), pero el libro me atrapó y lo terminé
complacido. Comenzamos a charlar, cosas sin mayor trascendencia: el calor, cosa extraña en
San Cristóbal, la situación tan penosa en que se encuentra nuestro pueblo, Yajalón, presa de
la violencia, asaltos, muertos, en fin. En el momento en que me tiro a matar preguntando por
el medio cultural de Chiapas, Óscar se protege: “Mira, yo le caigo mal a mucha gente y toda-
vía no sé por qué. Supongo, no soy perita en dulce”. Sonríe, la grabadora está prendida desde
hace cinco minutos, entiendo que el toro será violento, luchará hasta el final, asumo el riesgo.
Óscar Palacios nació el 5 de julio de 1942 en Yajalón. Sus padres fueron Aurora Vázquez
de Palacios y Manuel Palacios Gonzáles. Su madre, doña Aurora, fue hija de Eradia Pérez,
una maestra rural de la zona selva-norte que pasó cuarenta años impartiendo primero de
primaria. Él cree que su padre era de Tumbalá, pues su abuela paterna tenía un rancho en
aquellas tierras.
Lo que se sabe, sin duda, es que don Manuel salió bueno para el trabajo y los negocios,
emprendedor a más no poder. Si bien la situación económica en la que vivía el niño Manuel
no le permitió estudiar más allá del tercer año de primaria, su espíritu “empresarial” no lo
abandonó nunca. Se hizo de un ato de mulas. Al principio no sabía cómo administrarlas. El
joven desconocía las fechas de labranza, la comercialización, cuáles eran las mejores rutas
(todas veredas escarpadas), asimismo tuvo la brillante idea de poner un baño público en
Yajalón, quizá el primero en su tipo en toda la región, con excusado de porcelana y cuadritos
de papel periódico pulcramente recortados.

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Antología crítica

Quizá corría la década de 1930 cuando el joven Manuel se despertó con una idea clara,
precisa, exacta: estudiaría para radiotécnico. Y así lo hizo. Tomó con mucho cuidado los
datos de una revistilla mensual y mandó por correo su solicitud. Al mes ya tenía los primeros
cuadernillos que lo iniciarían en el mundo de transistores, cables, tipos de corriente y modos
de ajustar el dial de los aparatos de radio, que en aquellos años eran verdaderos muebles de
lujo. Los alemanes, dueños de las fincas de café, eran los propietarios de aquellos aparatos
hermosos. Ningún finquero quería quedarse sin su radio, por lo que Manuel recorrió toda la
zona norte y selva de Chiapas dando mantenimiento y arreglando aparatos.
En sus correrías de radiotécnico conoció los nombres de cerros y montañas, entendió
la manera de vivir de otras personas, escuchó la variedad de idiomas que lo acompañaban:
­tseltal, chol, castellano, alemán, inglés y francés.
Una vez, al regresar a su pueblo, reparó en que en Yajalón no había molino de nixtamal y
ni tardo ni perezoso instaló uno que, durante varios meses, fue un éxito. Rayando las cuatro
de la madrugada las mujeres cubiertas con rebozos negros aparecían como ánimas en pena
para tomar su turno en la larguísima fila del nixtamal. Se les veía venir por las calles empedra-
das del panteón, de Jonuta, Los Pinos, del campo aéreo, en fin, de todos los barrios.
Una tarde Manuel fue a ver una película al cine Guillén, pero no le gustó nada la exhibi-
ción. Las imágenes apenas se sugerían. Se trataba de un proyector de 16 milímetros y las bu-
tacas no eran más que tablas acostadas y atadas con mecate que picaban tanto las piernas que
uno perdía media película en aquel el rascadero. Pues sí, salió con la convicción de poner su
propio negocio: el cine América. En su novela Funeral de la memoria Óscar Palacios retoma y
ficcionaliza parte de la vida de su padre. El hecho es que Manuel construyó un cine mejor que
el cine Guillén. Lo ubicó cerca del conocido, por lo menos para los yajalontecos, hotel López,
que además contaba con el atractivo de tener a un lado la poza del Jush. Estrenó la última
moda tecnológica en cuanto a salas de proyección de la época, el sistema de 35 milímetros, ya
que no se necesitaba hacer el intermedio.
Óscar Palacios estudió la primaria en Yajalón, sus primeros dos años en la célebre Escuela
Federal Clemente Segundo Trujillo. Después, sin saber por qué, se fue un año a la Escuela
del Estado, para regresar a la Federal. Nuestro autor recuerda que el lema de sus maestros era
“La letra con sangre entra”. Se trataba de un principio rector de la educación por aquella épo-
ca. Óscar Palacios aún puede ver, a sus setenta y seis años de edad, a su maestro de primaria
tomando el borrador y arrojándolo certeramente sobre la cabeza de algún compañero. La dis-
tancia desde donde se tiraba el misil no era pretexto para errar, desde el escritorio, la ventana,
la puerta, “incluso lo llegó a hacer de espaldas”. El director de la escuela enseñaba, como todo
buen pedagogo, con el ejemplo. Él utilizaba un alambre con el que golpeaba a los alumnos.
No todos los maestros profesaban los mismos “principios”. Existieron algunos que fueron
entrañables, por el cariño y la dedicación con que enseñaban a sus alumnos. La profesora
Olga Parada, por ejemplo, fue la maestra de tercer año de primaria de Óscar Palacios, quien

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L a novela en Chiapas

siempre se mostró muy atenta por sus intereses de incipiente lector. “También el profesor
Corzo enseñaba y quería a los niños. Ahora, desgraciadamente, ya no recuerdo su nombre
completo”, dice.
La vida de los niños de aquel pueblo y de aquellos años transcurría en ir de paseo a los
ríos, los ranchos, las montañas. Palacios tenía un amiguito de primaria con el que realizaba sus
­travesuras. Se escapaban de la escuela para irse a algún solar, treparse a algún árbol de naranja
y pasarse la mañana fumando como chacuacos. Se jugaba mucho en las calles. Todos los
­niños y niñas se conocían. Inmediatamente se olvidaba que aquel gordito era hijo del presi-
dente municipal o aquella niña güerita era hija del dueño de la finca alemana o que perengano
era tan pobre que vivía en una casa de cartón o zutano había quedado huérfano a los pocos
meses de nacer. El juego democratizaba. Y ahí estaban los niños jugando a los encantados, la
matatena, la lata. Las calles eran empedradas, las casas de adobe pintadas con cal y tejado a
dos aguas. En el pueblo no se contaba con luz eléctrica. Pero el hogar de Óscar Palacios tam-
bién en eso era especial. Tenían luz eléctrica, pues, como a un costado estaba el cine América,
don Manuel usaba una planta de luz, un motor de gasolina, para alimentar los proyectores.
La falta de luz eléctrica en el pueblo provocó que un grupo de personas intentara cons-
truir una hidroeléctrica. Palacios recuerda que su padre compró a don Gonzalo Astudillo tres
acciones, una para él mismo, otra para Palacios y la otra para su hermano Édgar. Una tarde
fueron a checar el lugar donde se construiría, viajaron alrededor de treinta minutos hasta que
llegaron a los playones del río Pulpitillo. La gente del pueblo estaba muy emocionada, ya
no digamos los socios, pero de pronto comenzaron a presentarse problemas entre ellos, que
no eran muchos, y la primera sociedad de Yajalón se fue por el Pulpitillo, que muchos años
después servirá de caño a Tila, Petalcingo, Yajalón y Tumbalá.
Ser socio de una hidroeléctrica, por lo menos algunos meses, emocionó a Palacios; en rea-
lidad sólo fue un juego, como todos los que jugaba en las calles. Jugar era vivir a tope.
Por esos años, la década de 1940, en el cine América don Manuel comenzó a pasar exclu-
sivamente películas mexicanas. Óscar Palacios narra: “El cine fue mi educación sentimental.
Veíamos los dramones con Sara García, Libertad Lamarque, y ahí estábamos atentos para ver
quién lloraba más. De pronto ya estábamos viendo a Marga López, todos los clásicos del cine
de oro mexicano”. De vez en cuando don Manuel ponía alguna película gringa, pero no pe-
gaban. Las funciones se hacían todas las tarde-noches. Las películas duraban poco en cartele-
ra, las comedias, que eran las preferidas del público, se quedaban más tiempo en exhibición.
Una tarde Óscar Palacios se estrenó como anunciador del cine América. Engolaba la voz.
Ahora, en pleno 2018, observo frente a mí a este escritor chiapaneco, calvo, con leves arrugas,
los lentes oscuros, engolar la voz, echarse para atrás de la silla de la cafetería del Kiosco y lo
escucho anunciar la película. Óscar Palacios, a sus setenta y seis años, levanta las manos man-
chadas de nicotina y ya observo al niño de doce años: “¡Cine América presenta la película Allá
en el Rancho Grande, con Lilia del Valle y Jorge Negrete, a las seis de la tarde. No se la pierda!”.

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Antología crítica

Palacios ríe a carcajadas, le lloran los ojos: “Mis melodramas vienen del cine. Me dicen que
mi estilo es muy cinematográfico, reconocen que tengo cierta facilidad para los diálogos, que
a muchos escritores se les complica mucho”.
El niño Óscar era feliz, como cualquier niño de pueblo, sin grandezas ni carencias im-
portantes, hasta que comenzaron los cuchicheos a sus espaldas. Tendría unos nueve años
cuando su madre empezó a cuidarlo más que a sus hermanos, su padre se detenía a platicarle
más cosas. Hasta que una tarde escuchó, casi a escondidas, que el doctor dijo que tenía un
soplo en el corazón y que no pasaría de la pubertad, que moriría.
Palacios comenzó a percatarse que día con día le costaba más esfuerzo correr, se cansa-
ba de inmediato, se agitaba. Las cosas cambiaron. De pronto a casa llegaron a instalarse las
reglas, ahora se le prohibía todo lo que más le gustaba de la vida: nadar, trepar a los árboles,
correr, emocionarse demasiado. Ahora que estamos sentados en una mesa del Kiosco, Óscar
pide un café cargado, “que tengo prohibido”, fuma unos deliciosos Lucky, también prohi-
bidos, y pide una tajada enorme de pastel de zanahoria, “prohibida, pero tú te comerás más
de la mitad”, dice entre risas. Toma aire y me dice: “Yo creo que la enfermedad aquélla era
tuberculosis, no me preguntes por qué. Bueno, quizá se me vino la idea porque leí La dama
de las camelias y quizá pensé que era muy romántico tener esa enfermedad. Mírame, me he
vuelto un fumador, tengo larga data de fumador y sin problemas. Y si la muerte llega en breve
no me va a sorprender. Confieso que he bebido y vivido”.
Palacios recuerda sobre todo a algunas niñas que fueron sus grandes amigas: Elena Llaven,
Lili Gonzáles, Martha Sellschopp. Nuestro autor cree que su niñez fue feliz, sin mayores
­recursos económicos, pero tampoco con carestía. El escritor me dice: “Si en un hogar hay
para comer tres veces al día, ya se es rico”.
A don Manuel no le iba nada mal con sus negocios; sin embargo, no pudo hacerse de
un rancho, así que en dos ocasiones los pidió en alquiler para trabajarlos. La familia iba
­creciendo, un niño aquí, una niña por allá, hasta completar siete hijos. Cinco mujeres: Gloria,
Hilda, Martha, Hedilia y Loida. Dos varones: Édgar y Óscar. De todos los hermanos sola-
mente él buscó refugió en los libros, él cree que la misteriosa enfermedad tuvo mucho que
ver con ello. El niño era vigilado por todos en casa, que no corriera, no gritara, no trepara a un
árbol. No le quedó más alternativa que tomar los libros y leyó de todo, sin orden, por el puro
gusto de leer, que es la mejor manera. Pasaron frente a sus ojos y manos el imperdible Tesoro
de la juventud, Salgari, Verne, El Santo, el Enmascarado de Plata, que llegaba en cómics, la
Biblia en la traducción de Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina, libro fundamental en
su formación, ya que don Manuel se inclinaba más por el protestantismo. “Mi padre era un
liberal pero estaba peleado con la Iglesia católica. Era amigo del cura, pero no del rito”.
Don Manuel, a pesar de tener padres católicos, jamás se entendió con los católicos. “Si
analizas la ética protestante, es real. Es más fuerte que la católica, que es bella porque es
pagana, permite desmadres, te limpia tus pecados”. Don Manuel pudo seguir el camino de

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L a novela en Chiapas

algunos hombres y curas de la región, que inculcaban el miedo en la gente para explotarlos
económicamente: “Por ejemplo: hay un eclipse, la gente no sabe qué puede pasar, y salen
con sus latas y sus espejos, gritan que se va acabar el mundo, y mientras tanto doña-doña
vende todas sus veladoras, y entonces el cura echa más mitos”. A don Manuel todo aquello
lo aterraba, veía la explotación de los indígenas por parte de los propios curas y, claro, los
finqueros también hacían su agosto. Palacios da una calada al cigarro: “Unos explotadores
como los Setzer llegaban a vender la mercancía a los indígenas y les invitaban un traguito, y el
primer traguito, y el segundo traguito, y el tercero. Ahí se picaban perdiendo todo su dinero
y regresaban a la comunidad borrachos y con las manos vacías”.
La familia de Óscar Palacios acudía a un templo presbiteriano que se llamaba Príncipe de
Paz, ubicado muy cerca del mercado municipal y del hospital. Palacios se entregó a la religión
protestante. Le gustaba porque su padre no bebía alcohol, mucho menos era borracho, lo que
lo tranquilizaba y hacía muy feliz. Solamente en Navidad se rompía la estricta regla y todos,
incluyendo los niños, bebían una copita de Vita-Uva, que no era más que inocente jugo de uva.
Todos los domingos iban al templo. El niño Óscar participaba en todo lo que podía, ya
estaba actuando en una pastorela, ya entonando los himnos, haciendo el ritual. El estudio de
la Biblia era obligatorio, pero lo disfrutaba.
Una mañana de Semana Santa uno de sus mejores amigos, ferviente católico, invitó a
Óscar Palacios para que lo acompañara a la iglesia Santiago Apóstol. El calor era insoporta-
ble. La gente se arremolinaba en el atrio de la iglesia; hacia arriba, en el campanario, podía
verse al Judas, que esperaba su muerte por fuego el Sábado de Gloria. Por un lado corrían
los vendedores de dulces de doña Toñita de Pinto, por otro los refrescos naturales de limón.
Más allá gritaba un paletero de La Regia. A empujones los niños lograron entrar a la iglesia
atiborrada de gente. Inmediatamente tomaron lugar en la interminable fila que llevaba a ob-
servar al Cristo yacente. Después de una hora y media de sudar a mares, recibir empujones,
codazos y patadas en las espinillas limpiamente propinadas por las más santas de las beatas
del pueblo, los niños estuvieron frente al Cristo. Algunas mujeres lloraban a gritos, otras
rezaban una ­letanía incomprensible. De pronto el amiguito de Óscar Palacios se puso muy
serio, se limpió el sudor de la cara, se inclinó con lágrimas en los ojos y besó al Cristo. Palacios
sintió que se le saldría el corazón por la boca en cualquier momento y miró a su amigo a los
ojos, que sin mediar palabra lo invitó a seguir su ejemplo. El niño Óscar se acercó al Cristo
de madera toscamente tallada y le dio un beso profundo cerca del pómulo derecho. En ese
momento se escuchó un trueno fortísimo. Se quebraron varios vasos de veladoras. Palacios
salió como exhalación de la iglesia. En la huida perdió el zapato izquierdo. Corrió por el atrio,
bajó por el parque, subió por la calle de la Escuela Clemente S. Trujillo, pasó por la calle de
los billares y se metió a su casa. No habló con nadie, tan sólo se escondió entre las cobijas de
su cama. Estaba seguro que su padre, don Manuel, sabía todo, y poco tuvo que esperar para
escuchar los gritos desde el corredor: “¡Óscar! ¡Ven aquí, chamaco canijo! ¡Hay cosas que no

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Antología crítica

permitiré en esta casa!”. El niño salió temblando de la habitación, arrastraba los pies acercán-
dose al ­iracundo padre: “Muchacho, si quieres irte a esa iglesia, pues adelante, pero fíjate qué
chingados estás besando. Te vas a morir de una infección. ¿Sabes cuántos han besado a ese
muñeco, y ni siquiera lo lavan?”.
Óscar Palacios recibió un leve castigo de su padre y siguió entregado a su religión. Besar
al Cristo yacente no fue suficiente para romper con su fe. El rompimiento llegó algunos años
después, cuando la familia de Palacios ya vivía en Tuxtla Gutiérrez. A media cuadra de su
casa se ubicaba el templo Getsemaní (no está de más hacer hincapié en el nombre simbólico).
Óscar Palacios ya no era propiamente un niño, contaba trece años de edad. Se encon­traba
con sus compañeros ensayando una pastorela. Los muchachos y muchachas reían, hacían
relajo, barullo; de pronto el pastor salió de una pequeña oficina y enérgicamente, levantan-
do el dedo flamígero, les espetó: “En la casa de Dios no se ríe”. Aquellas palabras fueron
­fuertes, un relámpago. El joven increpó al hombre inmediatamente: “Bueno, si no se puede
reír, entonces yo no sé qué hago acá”. Óscar Palacios ríe con ironía. Creo que no sabe reír
de otra manera, su risa es inteligente, es sonrisa irónica: “Y me fui, jamás volví a una iglesia,
y como era gringo el pastor, ve a saber por qué, pero lo asocié con los gringos y ahí nació mi
antiyanquismo”.
La lectura llegó por y como enfermedad a Óscar Palacios. Don Manuel era lector también,
y no sólo de la Biblia. Su madre, doña Aurora, no tenía tiempo para lecturas. Sus siete hijos
le demandaban todo el tiempo. Don Manuel compraba libros, los leía y los iba dejando por
la casa sabiendo de la afición por la lectura de su pequeño Óscar. Sin embargo, de todos
aquellos autores ninguno lo marca de verdad. Eso vendría dos o tres años después, cuando
Palacios ya había terminado la secundaria. Su camino de Damasco lector fue B. Traven. Su
pasión por el escritor fantasma fue tan grande que no descansó hasta leer toda su obra. Óscar
Palacios me mira con cierta seriedad: “Su obra y su vida me siguen apasionando igual como
cuando tenía quince años. Creo que no se le ha hecho justicia en Chiapas”.
Traven lo impactó desde la primera lectura. Lo primero que lo sedujo fue que el autor
alemán hablara de la propia geografía de Palacios, lo mismo de Ocosingo que de Yajalón,
Chilón, Bachajón, la selva, las montañas, de cómo se explotaba a los indígenas. Los libros los
compraba en una librería de un español de apellido Cervantes.
Al finalizar la educación primaria el niño Óscar, según el promedio escolar, no fue ni un
niño brillante ni malo. Para él la primaria fue el gozo total. Aprendió a leer rápido y las cuen-
tas no se le daban mal. Acudían a clases por la mañana, alrededor de las nueve, y en la tarde,
a las cuatro, regresaban a practicar deportes, aunque a Óscar se le debían restringir cierto tipo
de actividades físicas por su misteriosa enfermedad. Sin embargo, él se las ingeniaba para
correr un poco más y muchas veces soñaba con volar. En aquella época los viajes de Yajalón
a Tuxtla Gutiérrez o San Cristóbal de Las Casas se hacían en aviones bimotores, y ahí va el
niño corre y corre por el parque central, sube, sube, llega hasta el cerro Ajkabalná, sube, crece

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L a novela en Chiapas

la emoción, surca los cielos azules, la selva queda abajo, los ríos Pulpitillo, Jush, la poza de
don Panchón, el Azufre, el Tulijá, sube, sube.
En 1954 la familia de Óscar Palacios tuvo que abandonar Yajalón e irse a vivir a Tuxtla
Gutiérrez. A don Manuel, que no había terminado de estudiar la primaria, al ver que en
el pueblo no había secundaria para que sus hijos continuaran sus estudios, no le quedó de
otra que partir con la parentela. El salto, que se dio en un bimotor, coincidió con el paso de
la pubertad a la adolescencia de Palacios. Los cambios de humor, los días ensimismado, el
descubrimiento del cuerpo de los otros y del suyo propio, el haber dejado amigos y amigas
en Yajalón, todo se mezclaba a una velocidad suicida.
La ciudad, aunque pequeña, le muestra al joven Palacios su lado moridor. Pasaba horas
­caminando por las calles, le angustiaba no ver un rostro conocido. Siempre había pensado,
sin saber bien por qué, que en la ciudad no existían los árboles; con calles parejas, con sus
casas bonitas, pero sin árboles. Ahora Palacios veía no sólo que sí había, sino que hasta le
gustaban mucho los flamboyanes, los sabinos, los huanacaxtles, y las casas con sus techos
de teja. Tuxtla Gutiérrez era en realidad pequeña. El límite al que Óscar Palacios se atrevía
era un mapa sin pierde: Novena Sur, Quinta Norte, 5 de Mayo y el hotel Bonampak. El
­joven aprendió a abordar los autobuses, memorizar las rutas de los colectivos, cómo llegar a
la escuela. En ocasiones prefirió caminar de la escuela a la casa, que eran alrededor de diez
cuadras. La nueva forma de las clases también lo perturbó mucho, antes pasaba el día con
un maestro en un aula y por las tarde corría a dos cuadras de su casa a practicar deportes en
el parque central de Yajalón. Ahora tenía un maestro por materia, la sesión duraba cincuenta
minutos, después un receso de diez para proseguir con la siguiente.
Además lo mortificaba la situación en que se encontraba la familia. Todos se fueron a vivir
a Tuxtla Gutiérrez, menos don Manuel, que se quedó para tratar de vender sus pertenencias
y una vez con el dinero reintegrarse a la vida familiar. Pero como me dijo Óscar Palacios en
la entrevista: “Un hombre de pueblo exitoso, no es lo mismo en una ciudad”. A don Manuel
le fue muy difícil adaptarse a su nueva situación, tuvo varias aventuras empresariales que casi
siempre terminaron en pequeños fracasos. El capital se estaba terminado, la angustia crecía
en el hogar. Hasta que don Manuel tuvo una de sus ideas: puso una paletería y una palillería
(una fábrica de palos de paleta). La economía familiar se recuperó, tanto que don Manuel
por fin compró una casa ubicada en la Cuarta Poniente, muy cerca la Segunda Sur. Hoy en
día se encuentra un negocio que se llama posada Maya, y que en años fue la posada Palacios,
propiedad de don Manuel, a quien de pronto le dio por ir construyendo cuartos en su nueva
casa. Él mismo trazaba los planos, dirigía a los albañiles. Cada año, cada dos años, construía
otra habitación, que llegaron a sumar veintisiete.
Todos los hijos de don Manuel se inscribieron en las escuelas de Tuxtla Gutiérrez, unos
en primaria y otros en secundaria. Una de las hermanas mayores estudió en la Academia
Montiel y Prieto para secretaria ejecutiva, tanto la academia como la carrera gozaban de

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Antología crítica

prestigio en aquellos años. Los hermanos de Óscar Palacios terminaron cabalmente primaria
y secundaria, pero ya no quisieron seguir estudiando. A Édgar don Manuel le puso una tor-
tillería y de eso vivió toda su vida. Las otras hermanas prefirieron casarse, pero sufrieron de
un mal familiar: el divorcio.
Palacios se inscribió en la Prevo, la Escuela de Enseñanzas Especiales Número Uno, en
lo que se llamaba el 5 de Mayo, en donde hoy se ubica el Centro Cultural de Chiapas Jaime
Sabines. Era un edificio hermoso. Ahí estuvieron la secundaria y la preparatoria del Instituto
de Ciencias y Artes de Chiapas. Si algo tenía aquella escuela era maestros de calidad. Óscar
Palacios recuerda a los tres Cano: Cano, Canito y Canón. Uno enseñaba Español, otro In-
glés y el último, que era abogado, impartía la clase de Ciencias Sociales. Y un maestro, cuyo
­nombre no recuerda nuestro autor, se dedicaba al taller de Electricidad.
Para Óscar Palacios el paso por la pubertad significó una verdadera crisis, una pesadilla
donde no sabía si era niño o joven o adulto. Los muchachos y las muchachas de la ciudad
eran más abiertos sexualmente, cosa que lo inhibía, que poco a poco lo fue convirtiendo en
un joven taciturno. Óscar Palacios guarda un silencio largo, enciende un nuevo Lucky, sonríe:
“Desde las señas eran más sexuales, tuve que aprender de todo. Por ejemplo, yo no sabía qué
significaba esto”, y me hace una señal obscena con la mano. Ríe con sorna. El mesero nos
observa con incredulidad, pero al escuchar las carcajadas hace como que no nos mira y de
lejos sigue echando oído a nuestra plática.
Palacios era un niño de pueblo caído en la ciudad que estaba obligado a convivir con jó-
venes que ya tenían sus mañas desde la secundaria. Se fue convirtiendo en tímido, alejado de
los demás, temeroso de ser humillado. Y, como suele suceder, no faltó un alumno gandaya
que un mal día lo adoptó como víctima. El muchacho aquél era chaparro y de cuerpo robus-
to, tendría catorce años, pero por mal estudiante seguía en aquellas aulas de primerizos, Pala-
cios tendría doce años. El muchachote lo cazaba en los pasillos, en las canchas, a la salida de
la escuela. De pronto, ¡zas!, daba su certero golpe a la cabeza y gritaba en burla: “¡Qué chulo
estás!”. Palacios tenía pinta de niño fácil para la guasa: lucía chapas, el cabello castaño claro,
la cara llena de pecas y sus ojos asustadizos, además de ser delgadísimo: era un maniquí que
mostraba fragilidad, vulnerabilidad. El bullying duró dos años de secundaria. Un buen día el
muchachote no apareció más por la escuela.
La vida no es muy seria en sus cosas. Al pasar los años, Óscar Palacios, siendo ya un
­escritor reconocido, presenta su novela En memoria de nadie. Escucha los comentarios de los
presen­tadores, que hablan maravillas del libro. El público está entusiasmado, los aplausos son
entusiastas, como que algo les decía que con esa novela Palacios le daba respiración de boca
a boca a la narrativa en nuestro estado, quizá las últimas novelas dignas de ser leídas habían
sido las de Rosario Castellanos, y ya habían pasado varios años. Vino el brindis de honor, las
palmadas en la espalda, besos, abrazos, reencuentros con amigos entrañables, el saludo de
uno que otro funcionario municipal despistado, y en eso el frío, se esfumó el calor infernal

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L a novela en Chiapas

de Tuxtla Gutiérrez. “¿Te acuerdas de mí?”, le dijo una voz extraña, distante, pero al mismo
tiempo familiar. Palacios se petrificó. De un golpe volvió a la pubertad, a la timidez indómita.
No hizo mayor caso y siguió firmando libros. “¿Ya no te acuerdas de mí?”, insistió la voz como
un puñal en el costado. Óscar Palacios sabía muy bien que se traba del muchachote. Respiró
hondo, tragó saliva, volteó sonriendo con indiferencia olímpica: “No, no lo recuerdo, discul-
pe”. Óscar Palacios, sentado en la cafetería frente a mí, levanta los brazos con entusiasmo:
“Entonces, ¡pum! No existió más. Pasan tantas cosas en la vida. Sólo hay una posibilidad de
vivir: no te amargues. Por algo pasan las cosas. Es un aprendizaje, duele, pero se aprende”.
Al finalizar la secundaria, don Manuel mandó llamar a Óscar Palacios para exigirle que se
matriculara en la Normal. El carácter del padre se fue haciendo cada vez más rígido, el hom-
bre no pudo soportar que su hijo le respondiera con fortaleza de carácter que no realizaría
aquella petición porque le parecía un grave error. Don Manuel apuró el agua de coco helada:
“Pues si no lo haces, ya no cuentes con mi apoyo”. Palacios había hecho amigos y amigas en
la secundaria, pero especialmente Carlos Jiménez fue su mejor amigo, el confidente, la cunca.
Ambos, Carlos y Óscar, convencieron al hermano del primero para que se presentara en las
oficinas del Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas como tutor de Palacios.
En la preparatoria Óscar Palacios se acerca mucho más al mundo de la literatura. Conoce y
se hace amigo de escritores y grandes promotores culturales. En un libro de Jacobo Pimentel
leyó varios cuentos que le entusiasmaron, sobre todo “La juyenda inútil” de Alfonso M. Gra-
jales, publicado en 1948. Leyó la poesía del maestro Eliseo Mellanes Castellanos y Agripino
Gutiérrez también escribía poemas que los seducían. Palacios lee un libro fundamental para
su formación de escritor: El hombre mediocre de José Ingenieros.
Para el grupo de amigos constituía un verdadero agasajo tener a Eliseo Mellanes Castella-
nos impartiéndoles literatura. Admiraban mucho a Mellanes Castellanos. Palacios recuerda
su voz diciendo: “Lee, cabrón, lee”. También impartían cátedra Jesús Agripino Gutiérrez,
Jacobo Pimentel, Fábregas Roca, el doctor Nazar, que era biólogo, muy joven y brillante.
Prácticamente todos sus maestros pertenecieron al Ateneo de Chiapas. En ocasiones leían a
Armando Duvalier. No se acostumbraban los talleres literarios, esos cenáculos los conoció
en la Ciudad de México. En el Chiapas de esa época se acostumbraban las conferencias. En
teatro destacaba Luis Alaminos Guerrero, a cuyas puestas en escena Palacios no fallaba. Con
esa compañía vio La rebelión de los colgados de su admiradísimo B. Traven. También surgió
un espectáculo de danza que hizo historia en Chiapas, el ballet Bonampak, que se presentaba
en todo su colorido en el teatro al aire libre del parque Madero. El ballet nació por impulso
de un grupo de entusiastas de la danza folclórica: Beti Maza, Pedro Alvarado Lang y Martha
Arévalo de Alaminos.
Óscar Palacios y sus amigos leen, descubren autores, escriben sin ton ni son, sin conocer
rudimentos de preceptiva. Hacían los periódicos murales de la prepa, fundan un peque-
ño periodiquito donde todos publican poemas con resabios de los poetas románticos. Ahí

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Antología crítica

­ ublica su primer poema firmado con el nombre que usaría para futuras batallas literarias y
p
periodísticas: Óscar Palacios.
La prepa en aquellos años se estudiaba en dos años, tiempo que se fue como un soplo. De
pronto Palacios ya estaba nuevamente discutiendo con don Manuel sobre qué iba a estudiar,
pero ahora el padre estaba resignado a respetar la decisión del hijo. Entendió que ese mucha-
cho no podía someterse fácilmente. Don Manuel, mostrando temple, mencionó que lo apo-
yaría tomase la decisión que tomase. Palacios sonrió y soltó la bomba, como sólo puede arro-
jarse un explosivo a los diecisiete años: “Quiero ser escritor”. Don Manuel casi se sofoca y se
ahoga con el agua de tascalate. En la familia había un médico y era el clásico amigo metiche,
así que el venerable galeno intervino en el asunto, reunió a don Manuel y a Óscar en un con-
sultorio pequeño, con escritorio de latón gris, humedad en las paredes y cortinas manchadas
de cagadas de mosca. El doctor se acomodó el estetoscopio en el cuello y con la solemnidad
con que se anuncia un cáncer terminal escupió: “Te vas a morir de hambre”. Por supuesto,
vino el melodrama marca cine América, llanto en la oscuridad, regaños, castigos, berrinche
y más berrinche. Sin embargo, en la adolescencia lo que no logran los adultos lo consigue el
más impensable de los amigos, de pronto todos los muchachos hablaban de ser médicos,
todos querían ser doctores. Y Palacios siguió a la palomilla: “Pues doctores seremos”.
El padre de Carlos Jiménez era propietario de una farmacia. Su hermano mayor ya había
entrado a la carrera de Medicina. También tenían un tío doctor, así que la decisión de Carlos
terminó llevándose a varios compañeros de la prepa a la Ciudad de México. Palacios resintió
el cambio, la ciudad era inmensa, gigantesca. El primer año lo pasó con muchas dificultades
de adaptación, además su relación con Carlos se enfrió, ya que quedaron en grupos separa-
dos y cada vez era más difícil coincidir. Palacios estuvo a punto de reprobar Anatomía, pasa
de panzazo y eso lo mortifica. El segundo año lo libra no sin dificultades, pero ya en tercer
año la crisis llega al punto más álgido, sus pensamientos giraban en torno a ciertas ideas recu-
rrentes: “Esto no es para mí. Voy a egresar, seré un médico mediocre, me voy a ir a Yajalón,
pondré un consultorio, tendré una tremenda panza, procrearé media docena de hijos. No,
no quiero seguir la carrera, pero tampoco quiero regresar a Chiapas”. Si bien la ciudad en la
década de 1960 representaba un reto de grandes proporciones, también ofrecía un excelente
banquete de vida cultural y bohemia. Palacios iba de aquí para allá, a la Casa del Lago, a
Bellas Artes a escuchar ópera, al teatro de la UNAM, a descubrir museos, conocer pintores,
grabadores, escultores.
Óscar Palacios tenía muy claro que debía permanecer en la Ciudad de México, pero dejar
lo más pronto posible la carrera de Medicina. Su camino, pensaba, era la literatura, y co-
mienza a escribir su primera novela. Una vez terminada se acercó a un escritor que acababa
de ganar un premio literario, amigo de su amigo René, quien tuvo la encomienda de llevar el
mamotreto al galardonado por el jurado calificador. Pasaron meses y no había respuesta del
sabio, así que un día, presa de la desesperación y la ansiedad, Palacios fue con René a buscar

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L a novela en Chiapas

al escritor, que al abrir la puerta de su cuartito que rentaba les dijo sin inmutarse: “Hacía
mucho frío, y usé el papel para calentar mi bóiler”. Lo malo no fue que ese paquete de hojas
desapareciera, sino que no contaban con copia. El fuego se convirtió en su primer crítico lite-
rario y, como suele suceder, no dejó ni las cenizas. Palacios estaba tan abatido que creyó ver
en aquel suceso un mensaje: “Ya regrésate a Chiapas, tú no sirves para escritor”.
A los pocos días Palacios y sus amigos reciben una terrible noticia: Carlos se había suici-
dado. No dio crédito a aquellas palabras, no podía ser posible que un joven tan talentoso en
tantas áreas del conocimiento hubiera terminado con su vida. Ahora, frente mí, en la plaza
de San Cristóbal, Óscar Palacios mueve los ojos de un lado para otro, la resolana le da en el
rostro: “Carlos iba excelentemente bien en Medicina. Creo que en el tema del suicidio se
mezclan muchos aspectos. Por un lado puede verse como una decisión de mucho valor, o
analizarlo como un impulso, un momento de locura, un instante de ruptura en tu mente. La
causa del suicidio de Carlos nunca la supe”. Los amigos fueron al domicilio de Carlos, estu-
vieron unas horas en el funeral, después llegaron los familiares de Chiapas, pero Palacios no
soportó más el ambiente mortuorio y prefirió alejarse.
La Ciudad de México era un paraíso cultural. Palacios asistía a talleres literarios, charlas, la
bohemia. Una temporada en la que sus hermanas lo visitaron llevaban consigo algunas de las
revistas que estaban de moda en la década de 1960, Confidencias. Hojeando una encuentra las
bases para un concurso de cuento, el premio no era despreciable, treinta mil pesos. “Era buen
dinerito, si tomamos en cuenta que cuando comencé como periodista en Mérida, Yucatán, en
1969 me pagaban novecientos pesos”. Palacios se animó, mandó un cuento y ganó el premio.
El texto fue publicado en la revista, pero no todo era jolgorio, el duende de las ediciones le jugó
una broma pesada al nuevo escritor, el cuento estaba firmado con el nombre César Palacios,
que (no se sabe si fue magia o casualidad) así se llamaba el abuelo de Óscar Palacios.
El primer poema formal publicado por Óscar Palacios salió meses después. En realidad
era un mal poema que seguía los ritmos de “La caída de las hojas” de Fernando Celada y
con cierta influencia de Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera y Salvador Díaz Mirón.
Sin embargo la vida de Óscar Palacios no transcurre cerca del ámbito literario. Los primeros
dos años de Medicina los pasa entre hospitales, haciendo guardias y prácticas. La carrera
exigía mucho tiempo y dedicación. En tercer año de la carrera, Palacios vuelve a las andadas
literarias. Con un grupo de amigos y amigas comienza a frecuentar los teatros, gustan de la
danza y lecturas en grupo. Por cuestiones económicas acuden con cierta frecuencia a la Casa
del Lago, uno de los centros más importantes en cuanto a la promoción cultural en esos
años. Ahí, de manera gratuita, podían ver buen cine de autor, escuchar lecturas de poemas,
conferencias, y por primera vez Palacios tiene contacto directo con la ópera. Era la década
de 1960. Los Beatles sonaban en los aparatos de radio, la música de Elvis Presley se seguía
escuchando, el rock and roll mexicano se bailaba en los salones y boliches. De vez en cuando
Óscar Palacios perdía la timidez y saltaba a la pista para bailar por horas. Sin embargo, no

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Antología crítica

todo era felicidad, estaba cansado de la carrera, estudiar Medicina no era lo suyo, así que un
buen día decidió no regresar más a la universidad. Vía carta postal informó a sus padres sobre
su situación y el abandono de sus estudios. Por supuesto que la noticia no fue bien recibida.
En reprimenda recibió una escueta carta, casi una nota telegráfica, donde se le notificaba que
a partir de esa fecha la mesada se interrumpiría hasta que el muchacho regresara a la escuela.
No se desanimó, rápidamente encontró un trabajo. Como conocía el medio de los hospitales
solicitó laborar en el American British Cowdray Medical Center, lo que no dejaba de ser una
paradoja, si se suponía que estaba escapando del medio de la medicina; pero por lo menos no
tenía que regresar a las aulas. Sin embargo, en el hospital comenzó a estudiar Enfermería, ya
que los dueños se enteraron de que Palacios había estudiado dos años de Medicina, así que lo
impulsaron para que por lo menos terminara Enfermería y por supuesto se quedara a trabajar
con ellos. Palacios aceptó. Necesitaba el dinero, pero además lo hizo por el ambiente despar-
pajado que se vivía en el hospital. Pronto se hizo de una camarilla de amigos que ahorraban
durante semanas para que cada quince días se fueran de juerga a Acapulco. Se la pasaban de
fiesta en fiesta bailando rock and roll y bebiendo sin reparar en el futuro.
Un día, después de una borrachera del demonio, Óscar Palacios se despertó aún mareado.
Trató de saber dónde estaba, pero no reconoció la recámara. Aquello no podía seguir así, por
lo que renunció al hospital y se refugió en sus amigos literatos. Gloria, su hermana mayor,
estaba casada con un yucateco y vivía en Yucatán. Al enterarse de que Palacios estaba al ga-
rete le escribió para invitarlo a que se fuera a estudiar a la península, cosa que éste aceptó de
inmediato.
Corría el año de 1968 y las movilizaciones estudiantiles entusiasmaban a Óscar Palacios.
Para él todo aquello tenía el influjo de la novedad. Como él ya no era estudiante no participa
de manera directa, pero sin duda simpatiza con el movimiento. Algunos de sus amigos, que
seguían en la universidad, lo invitaron a la marcha del silencio encabezada por el rector Javier
Barros Sierra. La experiencia fue formidable, entrañable. Mientras preparaba su viaje a Yuca-
tán llegó octubre y el día de la masacre de estudiantes no pudo hacer mayor cosa que repudiar
al gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y al ejército mexicano.
Óscar Palacios quería estudiar Antropología o Economía, carreras que no existían en
la Universidad de Yucatán. Su hermana le informó que podía inscribirse en la Escuela de
­Derecho, lo cual le proporcionaba varias ventajas, la que más le atrajo fue que estudiaría de
manera libre, mientras trabajaba y hacía otras cosas, por lo que de inmediato el muchacho se
matriculó en una carrera que jamás le había pasado por la cabeza como opción vocacional.
Óscar Palacio comenzó a estudiar Leyes sin mayores pretensiones, ni entusiasmo de
­ningún tipo. En una ocasión vio un boletín donde leyó que se solicitaban personas para la-
borar en un periódico. Para él trabajar en un diario representaba escribir, acercarse al mundo
de la literatura, así que fue a solicitar el trabajo al periódico Avance de Mérida, donde conoció
a viejos periodistas que de alguna manera se convirtieron en sus maestros, Fernando Alcalá

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L a novela en Chiapas

Bates y Federico de León, que eran los socios propietarios de la publicación. Al paso de los
meses fue sorteando la vida entre presentar exámenes de Derecho y escribir sus primeros
reportajes. Sus notas son bien recibidas por los lectores, además tenía cierta pericia en la in-
vestigación, por ello lo asignaron a la fuente política, lo que le permitió conocer todo Yucatán.
Una mañana don Fernando Alcalá lo mandó llamar a su despacho para informarle que
lo habían seleccionado para cubrir la campaña de Carlos Loret de Mola. Palacios le cayó
muy bien al futuro gobernador, principalmente porque el muchacho era un periodista culto y
Loret de Mola era un lector consistente, así que aquella cualidad de ambos permitía un acer-
camiento más profundo, más allá de las charlas circunstanciales. A Palacios no le agradaba
del todo el acercamiento del candidato. Tenía sus reservas, algo no terminaba de cuadrarle
de aquel personaje.
Una vez gobernador, Loret de Mola, que terminó siendo un personaje de la novela En me-
moria de nadie con el mote del Enano ladrón, trató de acercarse a los periodistas más reconoci-
dos de Yucatán para ofrecerles ciertos favores. Palacios descreía de la buena fe del funcionario.
Al suscitarse la masacre del 10 de junio de 1971, el famoso halconazo, Óscar Palacios y sus
compañeros de la Escuela de Derecho, entre ellos Efraín Calderon Lara, el Charras, comen-
zaron un activismo social importante en repudio al gobierno de Luis Echeverría. Realizaban
pintas nocturnas, repartían volantes, organizaban marchas, voceaban, hasta que obligaron al
rector de Derecho, un hombre profundamente conservador, a salir a marchar junto con los
estudiantes para protestar por la masacre de Corpus Christi. La actividad política llegó a tomar
verdaderos tintes de desobediencia civil, hasta que el ejército se apostó en la universidad y de-
tonó varias descargas de artillería. Hacia 1974, Óscar Palacios junto con otros compañeros y el
Charras comienzan a realizar labores organizativas en sindicatos. Para ese año ya eran pasantes
de Derecho. Un día llamaron a Palacios para avisarle que el Charras había desaparecido. Los
amigos comenzaron a buscar al líder sindical por todas partes, pero nada se sabía, el gobierno
había ocultado perfectamente los indicios de la detención arbitraria para evitar escándalos.
Una noche los compañeros de Óscar Palacios llegaron a la casa de huéspedes donde vi-
vía para avisarle que el cuerpo del Charras había aparecido torturado en un lote baldío de
la carretera Mérida-Chetumal. El 14 de febrero de 1974 los amigos trasladaron el cadáver del
Charras a la Universidad de Yucatán, donde miles de estudiantes lo velaron. La muerte del
Charras marcó tanto a Óscar Palacios que es uno de los hilos narrativos que aborda en su
novela En memoria de nadie. La tortura en las cárceles, la persecución de la disidencia, la vida
del activismo social, la organización de cooperativas son parte del material dramático desde
donde Óscar Palacios escribió su primera novela.
Cuando Palacios llegó a vivir a Yucatán pensaba que se encontraría con un pueblo liberal,
abierto. Tenía en mente a hombres como Felipe Carrillo Puerto y Salvador Alvarado, pero
la sociedad yucateca era profundamente conservadora. Las diferencias de clase saltaban a la
vista: por un lado una burguesía poderosa y enriquecida durante años de sometimiento a los

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Antología crítica

peones y campesinos, y por el otro los campesinos que trataban de organizarse para tener
mejores mecanismos de lucha, los ejidatarios, lo poco que quedaba de la producción del
henequén y las exigencias laborales de campesinos y mestizos pobres.
Ante la convulsión social y la desaparición del Avance, Óscar Palacios se cambia al Diario
del Sureste, que tiene mayor cobertura. Palacios sigue leyendo frenéticamente, escribiendo
sobre política local y nacional. Aprende todo sobre periodismo en la redacción, jamás tomó
un curso, su escuela fue reportear directamente en las calles. Al paso del tiempo se convirtió
en jefe de redacción y terminó dirigiendo la revista Ahora Yucatán. Sus maestros fueron vie-
jos intelectuales de Mérida con quienes se veía en cafés y cantinas. Entre ellos estaban don
Clemente López Trujillo, uno de los pocos mexicanos que está incluido en la Enciclopedia
británica; Alberto Cervera Espejo, que era un excelente director de teatro; Juan Duch Colell,
de origen catalán, que era director de la revista Siempre!; Pedro Aguilar y Antonio Betancourt
Pérez, un viejo comunista que estuvo en la URSS.
Óscar Palacios comienza a escribir poemas y cuentos e intenta un estudio sobre la envidia.
Finalmente publica su primer libro, Otro tiempo, un análisis prosopopéyico sobre la envidia
que fue presentado por Juan de la Cabada. Pasados apenas unos meses publica un segundo
título, ahora un libro de poemas, Se solicitan lectores, apoyado por el poeta Carlos Moreno
Medina, que en aquellos años era un personaje muy influyente en la vida cultural de Yucatán,
y de Margarita Paz Paredes. La vida cultural se intensificó para Óscar Palacios. Muchos de los
personajes y artistas más importantes de la república visitan Yucatán y logra conocerlos: Sal-
vador Novo, Carlos Monsiváis, Arturo de Córdova, Marga López, y muchos más. Palacios
escribe para el periódico y la revista, pero no deja de hacer literatura, publica nuevos libros:
Cuentos del insomnio; una novela fallida, Confesiones de un virus, y otro libro de poemas, Ocho
sonetos para decir Yucatán.
Óscar Palacios vivió doce años en Yucatán, tiempo de formación intelectual y política. Re-
gresa a Chiapas con la intención de no volver a hacer periodismo. Comienza a trabajar en los
negocios de la familia, pero un día se encuentra con Lorenzo Pacheco, que estaba trabajando
en El Heraldo y lo invita a colaborar, y por supuesto Palacios no se pudo negar.
Antes de dejar Yucatán, Óscar Palacios comenzó a escribir el borrador de su novela En
memoria de nadie. El asesinato artero del Charras, la persecución del Estado, las injusticias
observadas de manera directa lo motivan a intentar una novela de alto contenido político. El
texto tiene como soporte narrativo la historia de un maestro que se involucra en situaciones
de activismo político en Yucatán al que trasladan a Chiapas para protegerlo, pero también
hay subtramas como la de la vida de los lancheros y las cooperativas y la vida de Leticia,
que se va convirtiendo en alcohólica. La voz del personaje principal, el maestro, es la que
va organizando el tejido narrativo. Él cuenta a Leticia, su mujer, los sucesos que se narran.
La comunidad adonde se va a vivir el matrimonio de profesores es Taniperla, aunque en
la novela no se mencione el nombre. Lo importante era mostrar la pobreza y el abandono

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L a novela en Chiapas

en el que viven muchas comunidades de Chiapas. Palacios establece un diálogo entre dos
espacialidades: la comunidad indígena de Chiapas y el lugar en el que viven lo lancheros.
Óscar Palacios vivió en Chuburná Puerto, el pueblito de la novela. Rentaba un cuartito con
un baño. Ahí conoció directamente los problemas de los lancheros, el lenguaje del mar, la
pobreza, las persecu­ciones policiales contra los líderes de las cooperativas. Palacios recurre a
una estructura compleja, rupturista, los planos espacio-temporales se confunden en un coro
que cuenta la historia.
En 1982 se publica En memoria de nadie. La novela se convirtió inmediatamente en un ­libro
fundamental en la historia de la literatura en Chiapas gracias a su buena prosa, lo ­atractivo de
la temática, el atrevimiento de su autor al publicar algo tan político en aquellos años donde el
país y el estado de Chiapas eran un polvorín.
Algunos críticos han relacionado la obra de Palacios con la de José Revueltas, sobre todo
por mostrarnos una realidad oscura, descarnada, “ya por su descripción realista que muestra
lo podrido de la política y los vicios de la sociedad citadina, o por su tono entre melancólico
y apesadumbrado, pero ágil y sólido” (Correa Enríquez, 2010: 93).

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Antología crítica

vx

En memoria de nadie
Óscar Palacios
—1982—

—Tú nunca estás solo, siempre estás con la muchedumbre que vive en ti —decía Leticia y
reía, reía enseñando sus dientes blancos como la sal, como el blanco aletear de las gaviotas,
como las olas que traían las rizadas olas del mar.
—Y además contigo —le decía mientras apretaba su cintura.
—Así es, ¡salud! —brindaba con su acostumbrado mohín.
—¡Salud!
Y la cama nos esperaba. Era la rutina en el respirar de este pueblo perdido entre montañas,
con sus grillos plañideros y el croar asmático de las ranas; era el río cercano que besaba a las
piedras con mansedumbre a la luz de la luna que alcanzaba a iluminar los altibajos de las
­calles de la comunidad. Cuatro años entre el repiquetear de una campana triste que invitaba
a misa y un canto de pájaros multicolores que me hacían avergonzar de mis conocimientos en
ciencias naturales; y ese tranquilo laberinto de mariposas que verdeaban como en un arcoíris
que se repetía de sorpresa en sorpresa cromática.
—¿Qué es eso?, me da miedo.
—Es un ronrón, también conocido como mayate y mayate en sentido figurado es un hom-
bre que… —Y reíamos a pesar de que eran los mismos cuentos que nos contábamos a la luz
de nuestra lámpara Cóleman.
—Estamos agotando nuestra reserva —suspiraba Leticia.
—Soy joven, todavía puedo.

Óscar Palacios (Yajalón, 5 de julio de 1942).


Cursó estudios superiores en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Yucatán. Catedrático visitante
en la Universidad de Alabama, donde estudió cursos de poesía moderna. Ha escrito cuento, novela y poesía, y
ha colaborado en diversas publicaciones de Chiapas, Yucatán y la Ciudad de México, entre las que sobresalen
Diario del Sureste, Avance, Sábado del D.F., Platero, Juzgue y Siempre! Ha sido director de Ahora y del semanario
Ámbar. Ejerce el periodismo en prensa, radio y televisión. En 1999 recibió el Premio Chiapas de Artes y en 2001
el Premio Nacional de Cuento José Agustín.

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L a novela en Chiapas

Sonriendo señalaba las botellas de licor. Sabía de antemano que se refería a eso pero no
me atrevía a pensar que nos estábamos convirtiendo en alcohólicos. Era el ambiente. La len-
titud del tiempo y el ambiente. Aquí, en este pueblo, corría el aguardiente y nada podía hacer
a pesar de mi influencia entre los habitantes. Alguien en la capital del estado era más fuerte
que mis buenas intenciones. Raúl Coello iba a la ciudad cada quince días y nos traía entre la
compra, varias botellas. Era un flaco amable y risueño, soltero y joven, estudioso y cogelón.
Para qué quieren que me case si aquí tengo muchas inditas bonitas. Era chiapaneco. Indio de
pura cepa que presumía su origen y que había estudiado por obra y gracia de una escuela ru-
ral. De Mactumatzá, maestro, y no es por presumir pero ahí hay puro chingón que no se deja.
Él no decía nada cuando le encargábamos las botellas de la quincena. Leticia bebía. Leticia
siempre estaba alegre y yo me dejaba arrastrar por su alegría. Solos entre tanto misterio, entre
tanta montaña cobijando a la soledad, entre tanto contraste. Mataron a Jacinto, le quitaron las
tierras a la viuda, sus hijos se están muriendo de hambre, seguramente por eso no han venido
a la escuela. Ahí comencé a conocer el sabor de la injusticia, porque a la justicia sólo la había
visto en los diccionarios o en algún discurso demagógico, pero nunca traspasándome la piel.
Hoy amo tu cuerpo que sabe a caña y la botella de ron, vacía. Hoy tu piel aroma de uva y
la botella de brandy, vacía, descansaba tranquila en la mesa. Hoy tu sexo huele a maguey, y
nuestros labios y nuestros dedos estaban curtidos por la sal y el limón que acompañaba al
tequila. Una quincena Raúl Coello no pudo viajar a la ciudad y nuestras gargantas resecas
buscaron el sustituto. Ese día olimos a rabia. Mis brazos, mi boca, mi pelo, mi respirar, mi
pene, todo olía a rabia y fui como un perro rabioso y avergonzado y ese día hicimos el amor
como animales. Ese día tomamos el aguardiente “chucho con rabia” y en nuestros intestinos
sentimos crecer el fuego devastador. Noche de desesperación y angustia. Noche en que, en-
tre el vaho salivoso del aguardiente me obligué a comenzar a pensar. Atreverme a pensar. Y
entrabas a un sueño sin sueño y la almohada recogía una extraña humedad que nacía de tus
ojos, como una especie de lágrimas que se negaron a existir en la vigilia. Tus manos acarician-
do tu pelo y tu lengua con malabarístico gesto, quejándote con un gemido apagado, como el
canto de los búhos que vigilaban la estrecha soledad de la noche. Balbuceabas algunas pala-
bras sin sentido y yo deseaba penetrar en tu sueño sin reposo, poblado de esos fantasmas que
desaparecían a la luz del día para dar paso a tu existencia cantarina y tranquila.
Aquellos días. El olor a madrugada entraba a nuestro hogar y tus pasos menudos eran segui-
dos por el aroma de un desayuno con pan, huevos, frijoles y café caliente. Aroma de provincia,
fogones con sus llamas murmurando no sé qué cosas mientras las chispas juegan con el espacio.
El asalto nostálgico por las vivencias de la ciudad. Vuelta a la escuela. Días de sol y lluvia, de
abecedarios y de esconder la realidad. Voces párvulas que recorrían el pizarrón, repitiendo las
cosas por conocer. Y se hablaba de las ciudades, de los autos, del mar, del cine, de la televisión.
De paso les hablaba de cosas más útiles como la organización de una huerta familiar. Nunca
quise decirles lo inútil que resultaba saber de las cosas de la ciudad que parecía nunca ­llegarían

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Antología crítica

hasta ellos. Si la Revolución no se hubiera bajado del caballo, quizá hubiera llegado hasta aquí,
porque hacer carreteras entre tanta montaña… A veces veían cine, cuando don ­Camilo, un
trashu­mante que le gustaba dejarse tragar por la selva, llegaba con las viejas ­películas de Chaplin
que sacudían la risa ingenua de los pueblerinos. Todos ahorraban de su pobreza para asistir cada
cuatro del mes. El espectáculo comenzaba cuando divisábamos al hombre de las ­maravillas que
iba entrando en un viejo penco por las polvorientas calles del pueblo.
—¿Has tomado, Leticia? —Trataba de controlar mi respiración. Había corrido desde la
escuela porque me ahogaba la sorpresa y deseaba comunicárselo.
—Es un aperitivo, ¿sabes?
—Eso es diario.
—¡No, hombre, es por la cruda de anoche. Está bien, olvídalo. —No quise decirle que me
asustaba que cada día tomara más y que me sentía hipócrita al criticar el alcoholismo en el
pueblo si en mi propia casa lo permitía. Casi olvidé la noticia.
—Vienes agitado, ¿qué pasa?
—Nada, que por fin me dan una plaza cerca de Mérida.
—¡En Mérida! —casi gritó y después su rostro denotó decepción—. No, Daniel, no es
buena noticia. No sé, me he acostumbrado a vivir aquí. Me dio trabajo al principio pero ahora
me gusta. La ciudad… No sé…
—¡Tonterías!, allá la pasarás mejor.
—Si tú lo dices…
—Así lo creo. Ya me cansé de estar peleando contra la pared. Siguen quitándoles las ­tierras
a los indígenas. No envían el material escolar y ya soy de la antipatía de los caciquillos del
rumbo dizque porque alboroto la indiada. Necesito actualizarme y para eso me ayudará la
ciudad. Algo se podrá hacer en Yucatán, allí también se necesitan cambios…
—No me digas que vas a volver a las burradas de estudiante.
—O a algo más. Aquí he visto en vivo y a todo color a la injusticia. Estar en contra de los
opresores es una forma de tomar partido.
—No empieces y aclárame: si por tus aceleradas nos vamos a meter en líos, prefiero
­quedarme.
—¡Ah, estas mujeres!, nada les gusta.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué?
—¿Cuándo volvemos a Mérida?
—Dentro de dos meses.
Tres años, diez meses y catorce días. Dos visitas a la familia. Papá en la prisión de la bu-
rocracia y mamá cocinando, lavando ropa y cuidando la casa que era el patrimonio para su
único hijo. Papá murió de un paro cardiaco y mamá le siguió tres meses después. A él pude
verlo antes de su muerte porque esperó que pasara la Navidad de 1972 para morirse y ahí

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L a novela en Chiapas

e­ stábamos de vacaciones. Mamá no quiso venir con nosotros al pueblo y al poco tiempo se
fue a acompañar a papá. La noticia me llegó dos días después y la conservaron para que lle-
gara al entierro. Casi un año hacía de ese entonces. Decidí que ya no tenía sentido regresar a
Mérida. En el velorio de mamá encontré un inspector que era amigo de papá y me prometió
que haría las gestiones para que volviera a mi tierra. Lo sentí como palabras amigas del viento.
No tenía a qué volver, aunque siempre he pensado que el lugar de nacimiento es un extraño
imán que nos jala, como si la nostalgia de las cosas del ayer nos arrastrara al retorno. Las viejas
imágenes de las casas hermosas, de tamarindos y ramones, de flamboyanes y lluvia de oro, de
veletas y calles adoquinadas. Es algo indefinido que sólo la distancia nos hace comprender.

vx

—¿Por qué lloras? —me atreví a preguntar.


La noche había sido una pesadilla. La oscuridad sacó sus garras inasibles. Gemidos aho-
gados se entrelazaban en el ambiente para recordarnos la existencia de rastros humanos. De-
seaba el amanecer para abrazar al sol y olvidar tanto gris que emergía de las paredes. Fue mi
primera noche en “La Redonda” y todo parecía indicar que había sobrevivido sin sobresaltos.
El infierno no fue tan infierno para mí.
—Es dolor de hombre. —Se secó las lágrimas con la manga de la camisa. Estaba acurru-
cado junto a la fosa séptica. Aquí metieron a un hombre por venganza del “Jefe” y se murió
entre la mierda más mierda de todas. Sus ojos adolescentes estaban irritados y constantemen-
te se llevaba los dedos a la nariz para sonársela y los mocos volaban con destino impreciso.
—Tengo dieciocho años —dijo, como adivinando mis pensamientos.
—¿Y por qué estás aquí?
—No sabe que por regla general aquí todos somos inocentes. —Su delgado cuerpo se
irguió y quedó frente a mí como queriendo desquitarse con alguien de lo que le pasaba en su
interior. Su tipo era el de un muchacho suburbano, de esos que en sus pueblos sueñan con
la ciudad y que la realidad los lleva a las miserables chozas que circundan la turística urbe.
—Entonces, ¿de qué te acusan?
—Me acusan de violación, pero no es cierto. Me eché a mi novia; la verdad es que ya esta-
ba bien cogida por su padrastro. Dicen que fui el primero y que lo hice por la fuerza y eso es
mentira. Un día nos fuimos a un terreno baldío y le di una calentada bárbara. Lo demás fue
fácil porque bien que lo sabía hacer. Más y más pedía y yo dándole lo que Dios me dio; total,
para que el hijueputa del padrastro, que seguro él la embarazó, me haya metido en este lío. Y
no me casaré porque no voy a tomar sobras de ese degenerado. Y a los jodidos, joderlos más.
Mi papá me dijo: fue tu gusto, pues ahora te aguantas y aquí me aguanto pero lo de anoche
me hace sentir un perro.

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Antología crítica

Lo dijo de prisa, casi sin respiro, como si temiera arrepentirse o como si deseara que
­alguien lo escuchara sin interrumpirlos y que además lo comprendiera.
—Quizá hubiera sido mejor casarte y no venir a este lugar a enviciarte.
—Quizás, pero no lloro por eso.
—¿Entonces…?
—¿A usted no le han metido la verga contra su voluntad? —Me quedó viendo fijamente y
sus ojos se volvieron a poner vidriosos, como luchando para no dejar salir las lágrimas.
—Ni con mi voluntad —dije.
—Respeto los gustos de cada quien, pero eso de que venga un negro cacarizo desgraciado
a forzarlo a uno, como que la vida se vuelve perra y eso me hizo anoche ese maldito que ve
junto al “Jefe”. El guarura más alto, negro y cacarizo, no hay pierde. Hace tres meses llegué aquí
y desde mi llegada me anda enamorando. Le serví de gato para que se olvidara de esas cosas.
“Carne dura, pollito joven, traserito virgen”, me decía y yo me escondí entre lo más negro de la
oscuridad, agazapado entre otros que anteriormente habían sido forzados. Anoche vino y me
dijo: Hoy sí no aguanto, te llegó tu hora y si cooperas quién quita y te diviertas. Primero muerto,
le dije y comenzó la lucha. Nadie vino en mi auxilio porque es uno de los consentidos del “Jefe”.
Me arrastró hasta su celda. Me tiró a su catre y me ató las manos y los pies. Su fuerza era desco-
munal. Me bajó de un tirón los pantalones. Poco a poco y con salivita, un elefante se cogió a una
hormiguita, decía. Quiso besarme en la boca y lo escupí. Calma, me dijo, o se va todo de un jalón
y así vas a sentir lo que sienten las muchachitas inocentes cuando las agarran a la fuerza. Ojo por
ojo. No sé de donde sacó una crema y me la untó grotescamente y aflojé mi cuerpo, tenso ante
el dolor. Se movía como una bestia y la tortura parecía que nunca iba a acabar. Emitía sonidos
simiescos y su saliva apestosa se quedaba en mi cuello. Me desmayé. Amanecí tirado en mi catre
y el dolor del culo era nada frente al dolor del alma. ¿No es para llorar? Calló y volvió a acurru-
carse junto a la fosa séptica. Siguió llorando. Aunque me quede toda la vida aquí, voy a matar a
ese hijueputa, alcancé a oír que murmuraba. No dije nada y me retiré. “El Jefe” se acercó a mí.
—¿Qué dice ese rapazuelo?
—Nada en especial. —Sonrió y la cicatriz se le hizo más repugnante.
—¿Pasó bien la primera noche? Ya ve que el león no es como lo pintan.
—Algo peor —respondí.
—¡Ah, qué maestrito!
—Usted es muy influyente aquí —dije con timidez.
—Cosas de los muchachos. Aunque le diré que si uno se va a pasar toda la vida aquí, más
vale organizarse. Bajo el agua y sobre el agua organizo la venta de mariguana. Lo saben desde
el director hasta el último pinche gato.
—Eso dicen…
—Lo saben pero se lo callan. Les consta pero sin constar en autos. Esto de la Peni es una
bien organizada empresa. La panadería, la tienda, los urdidores de hamacas, la orfebrería,

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L a novela en Chiapas

las artesanías. En fin, mano de obra baratísima. El director se lleva una buena tajada que
­reparte quién sabe con quién. Yo nada más controlo y ahí se va la vida. Me señala su celda
con ­televisión.
—Daniel Estrada, ala sur —oigo que gritan.
—Se nos va del lugar de los ángeles y querubines. —“El Jefe” sonríe y la cicatriz morada
se hincha—, no le dio tiempo de olvidar sus penas probando de la buena. A ver si nos visita
más seguido o qué, ya me lo irán a mandar pa’ fuera.
—No sé, ojalá así sea. Gracias, Jefe. —Sabía que su protección había servido para pasar
una noche menos amarga dentro del infierno.

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Antología crítica

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Sobre Los arrieros del agua


de Carlos Navarrete

Carlos Navarrete Cáceres nació en Quetzaltenango, Guatemala, el 29 de enero de 1931. Desde niño
gozó del clima frío del valle montañoso ubicado a 2 400 metros sobre el nivel del mar. Las constan-
tes lloviznas sobre el cerro Siete Orejas lo postraban en un estado de contemplación ­hipnótica. El
nombre de Xelahub se repetía constante en sus recuerdos infantiles, como si penetrase una cueva
oscura, donde todos los ecos de la historia se reuniesen en aquella profundidad para recordarle
que existió un tiempo en el que estas tierras fueron gobernadas por el rey Quicab.
Carlos Navarrete realizó sus estudios de educación primaria en el Colegio La Preparatoria
entre 1937 y 1943, periodo que estuvo gobernado por Jorge Ubico Castañeda. Ubico ­Castañeda
instauró un gobierno de mano dura. Con el pretexto de salvar las finanzas públicas recortó
considerablemente el gasto público, y el uso de la represión en contra de todo aquello que
se opusiera a su política fue recurrente. Los comunistas y demócratas se convirtieron en los
grupos más perseguidos. Censuró a la prensa y como práctica común mandó fusilar a sus
propios correligionarios cuando simplemente no se doblegaban a sus intereses. Aplicó con
regularidad la “ley fuga”, que consistía en ejecuciones extrajudiciales contra los opositores del
régimen, en un lugar que se hizo tristemente célebre: La Barranquilla. El niño Carlos supo de
desaparecidos, persecuciones, muertos, asonadas. Su carácter y su visión del mundo comen-
zaban a formarse en un clima de franca violencia.
Navarrete estudió la secundaria en el Instituto Nacional Central para Varones, en el perio-
do de 1944 a 1949, en un imponente edificio ubicado en pleno centro de la ciudad de Guate-
mala. Ahora corrían los tiempos de la revolución, el gobierno de Juan José Arévalo Bermejo
emprendió una serie de reformas que buscaban la democratización del país. Arévalo im-
pulsó lo que se dio en llamar un socialismo espiritual, que pretendía, entre otras cosas, que
Guatemala dejara de ser una república bananera, sometida bajo el yugo de la United Fruit
­Company. Carlos Navarrete fue uno de los chiquilines de Arévalo Bermejo, niños simpati-
zantes del régimen.
La situación política en Guatemala se agudizó para 1950, año en que se realizan las elec-
ciones para presidente de la república. Juan José Arévalo Bermejo optó por apoyar, desde
el oficialismo, a Jacobo Árbenz, quien resultó el candidato triunfante con un holgado mar-
gen. Su triunfo no dejó satisfechos a sus oponentes. Miguel Ydígoras Fuentes, en su empeño

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L a novela en Chiapas

por derrocar al recién ungido presidente Árbenz, se presentó en la embajada de los Estados
Unidos en El Salvador para entrevistarse con el secretario William Weiland, ofreciendo un
ejército dispuesto a derrocar a Árbenz, acusándolo de comunista. Al no obtener el apoyo
­requerido, Ydígoras Fuentes mandó a algunos de sus hombres para visitar en Nicaragua al
presidente Anastasio Somoza, a quien le solicitaron apoyo económico; sin embargo, ­tampoco
­obtuvieron respuesta positiva.
El clima político era álgido. Los Estados Unidos, junto a grupos conservadores, ­buscaron
maniobrar para desestabilizar al gobierno de Jacobo Árbenz. La vida cultural no estaba ajena a
la agitación política. Surgió el Grupo Sakert-ti, integrado por jóvenes entusiastas de ­tendencia
ideológica de izquierda, algunos de los fundadores fueron Carlos Illescas, Raúl Leyva y Otto
Raúl González, los líderes convocaron a la Asamblea de Artistas y Escritores Jóvenes, a la que
asistió un jovencísimo Carlos Navarrete.
La asamblea, primera en su tipo en Guatemala, pugna por forjar un tipo de cultura que
responda a las exigencias del pueblo, y que estuviese en función de la recién instaurada
­democracia guatemalteca. Esa cultura tendría que ser nacional, científica y democrática, y se
pondría bajo las órdenes de las grandes masas del pueblo.
En 2007 realicé una serie de entrevistas a Carlos Navarrete para integrar el libro Entre vistas,
que se publicó en 2008. Recuerdo una mañana soleada en Tuxtla Gutiérrez. Nos habíamos
citado en el hotel María Eugenia, en pleno centro de la ciudad. El maestro estaba hospedado
en dicho hotel y puntual, a las nueve de la mañana, salió del elevador hacia el hall con su son-
risa característica. Me sorprendieron su jovialidad, la sencillez en el trato y su estatura. Desde
niño había visto su fotografía en la contraportada de su novela Los arrieros del agua en su
primera edición de editorial Katún. Ahí se ve a Carlos Navarrete de perfil, con barba, pañuelo
atado a la cabeza, la mirada perdida en lo que siempre imaginé sería una selva tupida. Y debo
decir que en mi imaginación Navarrete se convirtió en un atlético explorador de las selvas del
mundo, y, claro, Carlos era alto, muy alto, como los árboles de La vorágine. Ahora el maestro
estaba frente a mí, sonriendo amablemente, y, aunque de baja estatura física, mostrando su
verdadera altura al recibirme sin mayores preámbulos. Nos sentamos en la sala del hall, y
comenzamos la charla. Sobre la etapa de su vida a la que nos referimos me dijo:

Bueno, siempre tuve intereses por la literatura. Porque yo me inicio muy joven en Guatemala
durante los diez años de la revolución guatemalteca, una revolución que nos frustró el Depar-
tamento de Estado norteamericano en tiempo del presidente Arévalo y el presidente Árbenz.
Yo formaba parte de un grupo de escritores y de artistas pomposamente llamado jóvenes re-
volucionarios, y pues yo escribía poesía, empezaba a escribir cuento. Poco después me vine a
México a estudiar arqueología en 1952, fue un poco por impulso de Luis Cardoza y Aragón, que
me hizo ver que podía estudiar a los mayas. Mi interés era hacer literatura maya o mayista más
bien, y por eso yo le planteé a muchos amigos en qué lugar se podía estudiar a los mayas, y me

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Antología crítica

dijo Luis Cardoza: “Está la Escuela Nacional de Antropología, vete a México”. Y ya estando en
México la arqueología me apasionó en tal forma que durante mucho tiempo me dediqué a ella,
y hasta la fecha es mi profesión; pero nunca he dejado de escribir. Los arrieros del agua fue una
coyuntura de la vida. Tuve la suerte de que un hombre me acompañara en mis trabajos durante
cerca de quince años, era lo que llamábamos un práctico de la arqueología, una persona que
se formó en la práctica como ayudante de arqueólogo, pero que además había sido arriero. La
novela surgió de las historias que él me contó y de las personas que me presentó en nuestros
caminos por Chiapas.

La literatura fue muy importante en la formación de Carlos Navarrete. El entusiasmo por


ideas renovadoras nacía en muchas de las ocasiones de la lectura de poemas y novelas:

Bueno, recuérdese que la revolución guatemalteca se inicia en 1944. Hasta ese momento el país
era un país cerrado al mundo. Era la dictadura de un general que duró catorce años en el poder,
secuela de otros dictadores, uno de ellos duró veintidós años. De modo que la literatura que
se leía era la que pocos escritores guatemaltecos que habían salido al exterior y hablaban otros
idiomas traían en libros, pero era en lo individual. La literatura que se leía en Guatemala era
básicamente la literatura indigenista latinoamericana y no toda porque muchos libros estaban
prohibidos. El criollismo de la literatura nos enseñó a muchos de nosotros. Lo importante es que
en el 44, con la revolución, se abre Guatemala. El presidente Arévalo forma la Orquesta Sinfónica
Nacional, el Coro de Guatemala, el Ballet Nacional, la Academia de la Danza, regresan los escri-
tores que estaban en el exilio. Y es el momento en que se da la explosión literaria guatemalteca:
Miguel Ángel Asturias, Mario Monteforte Toledo, Luis Cardoza y Aragón que fueron los que
influyeron decisivamente en todos nosotros. Y se abre, sobre todo empezamos a ver la literatura
norteamericana, los grandes novelistas norteamericanos: Faulkner, Steinbeck, John Dos Passos,
Ernest Hemingway, por supuesto, y también por influencia de Cardoza los escritores franceses
Paul Éluard, Louis Aragon, André Breton. Y entran sobre todo a las librerías guatemaltecas las
grandes editoriales sudamericanas, Losada, por ejemplo, que tenía a dos escritores que fueron
fundamentales para nosotros: Rafael Alberti, que dirigía la colección Pleamar, una maravillo-
sa colección de literatura, y Guillermo de Torres, que dirigía la colección Contemporánea. De
modo que esos diez años fueron fundamentales para formarnos literariamente. Y luego la estan-
cia de Neruda en Guatemala, llega Neruda y por supuesto nos hicimos pequeños neruditas. Has-
ta la fecha acabo de terminar precisamente, al margen de la arqueología, un libro sobre Neruda
en Guatemala, así se va a llamar Pablo Neruda en Guatemala. Tuve la suerte de conocerlo muy
jovencito, en lo personal, y fue un hombre muy paternal con nosotros.

Luis Cardoza y Aragón le insiste en que debe irse a estudiar a México, cosa que el joven
Carlos Navarrete finalmente hace. Se instala en la Ciudad de México matriculándose en la

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L a novela en Chiapas

Escuela Nacional de Antropología e Historia, donde estudiará arqueología en el periodo de


1952 a 1957, titulándose con la tesis Los chiapanecas: historia y cultura, que aborda la tradición
de la amplia región cultural que integran Guatemala y Chiapas, eje de investigación en el que
se convertirá en un verdadero experto. Posteriormente realizó estudios de maestría en Cien-
cias Antropológicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 1965, y en la misma
institución obtuvo el doctorado en Antropología en 1976.
Años después Carlos Navarrete cambia su residencia a Chiapas, donde se encuentra con
una vida cultural que lo impulsa a seguir indagando sobre la vida de los mayas y la literatura.
Navarrete entra inmediatamente en contacto con investigadores y escritores, el intercambio
de ideas se convierte en una constante:

Aquí hubo un hombre de una cultura extraordinaria, que fue el maestro Andrés Fábregas Roca.
Él era un hombre que venía de la revolución española, que había sido incluso discípulo de don
Gregorio Marañón, nada menos, lugarteniente en la guerra civil española del general Vicente
Rojo en la defensa de Madrid y cuando Cárdenas trae a todos los revolucionarios españoles
los distribuye por todo México y la suerte para Tuxtla es que viene a vivir aquí don Andrés
Fábregas. El maestro Fábregas entra a trabajar al ICACH y se convierte en un maestro funda-
mental para la generación que a mí me toca ya conocer. Yo era mayor de edad que ellos, era la
generación del grupo Miguel Hernández que se había formado en San Cristóbal de Las Casas,
que después devino en el grupo Ceiba que formamos en Tuxtla, y parte de ellos son los que
salieron a la luz con La Espiga Amotinada. Había una cantina, las cantinas de Chiapas han
sido siempre centros culturales, El Ateneíto, que era propiedad de don Óscar Oliva padre,
y ahí todos los domingos nos reuníamos con el maestro Fábregas, los del grupo Ceiba, que
éramos Juan Bañuelos, Laco Zepeda, Jaime Augusto Shelley y Jaime Labastida, que también
se sentían chiapanecos porque habían sido condiscípulos de Eraclio en el Colegio Militar o en
algún colegio militar. Y de repente llega Rosario Castellanos, que acababa de dejar el Instituto
Indigenista, y todavía me tocó conocer a Jaime Sabines, que tenía su tienda de telas. Era “el
pellejo bravo”, le decían, porque cuando estaba leyendo y le iban a comprar un metro de tela
decía: “No hay”; “pero si ahí lo estoy viendo”, “le estoy diciendo que no hay, no moleste”. Y
eran unas tertulias realmente extraordinarias, porque no sólo estaba el maestro Fábregas sino
también don Fernando Castañón, un extraordinario historiador chiapaneco, también llegaba el
maestro Albores, que era director del ICACH y dirigía en ese tiempo el Diario de Chiapas, que
tenía una página literaria.

Los arrieros del agua fue una novela que se gestó y escribió en Chiapas, los paisajes, los
climas, el carácter de los personajes nos dan cuenta de un trabajo de observación detallado,
minucioso. Navarrete se integró profundamente al material que formaría su novela. Los
giros del idioma y ciertas miradas permiten al lector contar con un texto escrito desde una

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Antología crítica

naturalidad narrativa poco común en las letras chiapanecas. Al paso de los años Carlos Nava-
rrete me concedió otras entrevistas. Juntos estuvimos haciendo algunas actividades en Yajalón,
Petalcingo y Tila, sobre todo cuando estuvo realizando un estudio sobre el Cristo Negro de
Tila. Navarrete gustaba de caminar, era incansable, y lo mismo se detenía para hablarnos de
la arquitectura colonial de una casa de Yajalón como para echar un vistazo a los retablos de las
iglesias. Allá, bajo el inclemente sol, avanzábamos por calles o veredas, y de pronto nos invitaba
a entrar a una cantinucha para beber alguna cerveza:

De modo, pues, que vine a Chiapas contratado por una fundación norteamericana, la Funda-
ción Arqueológica El Nuevo Mundo, y cuando me fueron a enseñar dónde iba a trabajar, que
era en las ruinas de Chiapa de Corzo que están en El Calvario, rápido me sentí en mi tierra.
Estaba la feria, estaban los parachicos, y ahí entronqué con otra personalidad que desafortu-
nadamente murió, que fue Eduardo Martínez Espinoza, el mejor topógrafo que ha habido en
la arqueología chiapaneca, pero también con muchas inquietudes intelectuales. Entonces me
fui a vivir a Chiapa de Corzo, ése fue el primer ambiente chiapaneco que conocí, formamos
incluso un grupo cultural en el que estaban algunos de los hijos de escritores chiapanecos como
el doctor Coutiño, autor de una novela Florinda, famosa novela chiapaneca;** estaba doña Zoi
la Amable Fernández, que hacía poesía, de modo pues que nunca dejé esa relación con la lite-
ratura, y en Chiapas pues había mucho entusiasmo.
En el 58 se pone la obra de teatro de Laco Zepeda El tiempo y el agua en El Ateneo que es-
taba, ya lo botaron, como un anexo de la catedral, ahí era el famoso Ateneo. Había gente como
Jacobo Martínez, escultor que había venido con Jorge Olvera en el tiempo del general Grajales,
a formar la Escuela de Bellas Artes, y sobre todo un pilar del teatro chiapaneco, que fue Luis
Alaminos. De modo pues que se hizo un gran grupo, y por supuesto El Ateneíto, la cantina y
sus anexos, diría yo.

Una vez terminada Los arrieros del agua Navarrete la enseña a sus amigos más cercanos:

Y un día la leí en una reunión de escritores chiapanecos, leí parte del libro todavía inédito
y Eraclio Zepeda me pidió que le prestara un capítulo. Bueno, pasaron cerca de dos meses
cuando un día recibo en la fundación arqueológica donde yo trabajaba una llamada: “Le habla
Juan Rulfo”. Le digo: “Dejate de historias, identificate, ¿quién sos?”. “No, le habla Juan Rulfo”.
Ahí ya conocí una voz rara que no era exactamente la de ningún chiapaneco: “Pues, maestro,
¿en qué le puedo servir?”. Pensé que era alguna consulta de carácter arqueológico. “Mire —me
dijo—, tengo en mis manos un capítulo que me ha gustado mucho, que usted le facilitó a Era-
clio Zepeda. ¿Qué le parece si le doy una beca del Centro Mexicano de Escritores? Yo lo apoyo

Aquí Navarrete parece referirse más bien a la fama de Florinda de Flavio A. Paniagua, que compartiría
**

nombre con el libro del doctor Coutiño. Nota del editor.

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L a novela en Chiapas

ahí”, y así fue como entré al Centro Mexicano de Escritores. En ese tiempo los que, podíamos
decir, dirigían el taller eran don Francisco Monterde, Salvador Elizondo y Juan Rulfo. Entonces
fui de la generación de 1971, del Centro Mexicano de Escritores, ahí escribí el libro. Se tardó
mucho tiempo en editarse porque era originalmente un libro como de seiscientas cuartillas y lo
reduje a doscientas noventa, siguiendo el consejo que nos daba Cardoza y Aragón: “Escriban
mucho y publiquen menos”.

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Antología crítica

vx

Los arrieros del agua


Carlos Navarrete
—1984—

De carretillero pasé a ser peón de pico y pala, donde mucho de la bondad del trabajo
consistía en lo cuate que fuera el cabo de la cuadrilla, que no le diera por lucirse a costa de
nosotros. Como era por tarea calculábamos el paso para terminar a buen tiempo, validos de
las mañas que se aprenden.
Mi ilusión era hacerme marreador, la clase de caminero que abre hoyos para sembrar
dinamita. Aparte del sueldo hay mejor categoría, dado que en carretera es oficio especial que
los oaxacos llamaban “el desmadre”.
Durante cinco meses anduve de peón, tratando de que se fijaran en mí. También me le
pegaba al grupo de marreadores para conocer detalles, logrando que entre cervezas me fueran
explicando el secreto del marro y la barreta.
Una mañana me fueron a llamar. Se había accidentado un hombre y el marreador estaba
sin pareja.
—¿No le tendrás miedo al golpe? —preguntó el guachimán que apuntaba los cambios de
empleo—, porque te podés quedar baldado.
Moví la cabeza y el hombre me dio una barreta.
—Curva doce, sector de derrumbes; presentátele al cabo de la sección y que te entrenen…

Carlos Navarrete (Quetzaltenango, Guatemala, 29 de enero de 1931).


Estudió Historia y Literatura en la Universidad de San Carlos Guatemala. Formó parte del Grupo Saker-ti, de
artistas y escritores revolucionarios de Guatemala. Posteriormente se trasladó a la Ciudad de México e ingresó
a la Escuela Nacional de Antropología e Historia para estudiar Arqueología durante el periodo de 1952 a 1957,
luego realizó estudios de maestría en Ciencias Antropológicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM
en 1965 y en esa misma facultad concluyó el doctorado en Antropología en 1976. Se ha destacado como un
gran estudioso de la cultura maya y zoque, en particular de la arqueología e historia antigua de los pueblos de
Chiapas y Guatemala. Investigador en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, estudioso
de la cultura popular chiapaneca y guatemalteca, ha escrito varios ensayos importantes al respecto. De especial
interés son sus investigaciones sobre el Cristo Negro de Esquipulas, el Cristo Negro de Tila; San Pascualito
Rey y el culto a la muerte en Chiapas. Ha obtenido los siguientes reconocimientos: Premio Centroamericano
de Ciencias, Letras y Bellas Artes (en Ensayo) en 1962, Premio Chiapas 1984 en Ciencias, Premio Nacional de
Literatura Miguel Ángel Asturias 2005 por su novela Los arrieros del agua, y en 2007 el doctorado honoris causa de
la Universidad de San Carlos Guatemala.

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L a novela en Chiapas

Con miedo me allegué con el encargado, que mandó a traer al marreador sonto.
—Entrená toda la mañana a éste, pero advertile lo que puede llevar si se descuida tantito;
ponelo primero a sacar sencillo para que haga muñeca.
Mi primera barreta fue pequeña, de ocho pulgadas. Busqué con la punta un apoyo en la
piedra y la sostuve con las dos manos, tratando de que no se moviera nadita.
—Lo primero —me dijo el marreador Belisario—, es no poner tiesas las manos; mantene-
las firmes pero suaves, para que cuando veás caer el marro le des tantito giro y vaya gastando
sin trabarse, de lo contrario el fierro se trabuca y no hay fuerza que lo suelte.
Vi bajar el golpe y apreté los dientes, el ruido me aturdió, mis huesos cimbraron.
—Segundo —volvió a decir Belisario—, no se cierran los ojos. Abrilos como platos para
que veás mi movimiento y lo encuachés con tus muñecas, es lo que se llama ritmo.
Entre regaños quedé listo. Supe que “tiro sencillo” es el que se hace en medio, buscando
que sea a plomo; con práctica a sacar “chorreado”, que va torcido; y el recanijo “contra cielo”,
que se abre bajo roca.
Todo tiene su modo, porque asegún el hoyo así es el daño que causa la dinamita, es cues-
tión de tantearle el corazón a la piedra para saber si se le desgaja o que reviente en flor.
Durante los primeros días fue un suplicio el dolor de manos. Me amanecían engarrotadas, con
los dedos tan rígidos que me los tenía que abrir a fuerza. Mientras estaba trabajando no sentía nada,
pero en cuanto se enfriaban comenzaba un puyón en cada muñeca que la primera noche me hizo
gemir. Algo remediábamos con frotadas de alcohol quemado, y antes de comenzar con el cebito
caliente que asienta rico. Igual que en cualquier parte, a las tres semanas me había vuelto cuerudo.
De barretero fui pasando a marreador, aunque no llegué a serlo nunca por completo. Me
falló la calma y mantener el pensamiento libre, con la vista fija en la cabeza de la barreta,
como venado en la mira. No ver nada más, no aflojar un instante el ritmo del martillo. Un
falso refilón, un mal suspiro y adiós manitas. Las únicas pausas son para soltar a lo largo del
fierro un hilito de agua, así el residuo sale en chisguete con la presión del barreno.
Nunca vi mejor golpe que el de los mixtecos. Quién sabe cómo le hacían estos cabrones,
pero no había quien les ganara en perforar tiros de “brazo mixto”, con barretas de dos metros,
manejadas por tres y cuatro hombres en escalera. Aquí el mango del martillo es doble para
que cobre fuerza, y a esa fajina sólo las mancuernas de indios le entraban.
En la fecha en que se celebraba el día del caminero nos daban desayuno y botana, con
venta libre de cerveza. Tenían lugar las competencias entre cuadrillas: ya de paleadores, en
las que se premiaba al que mandara más lejos la tierra sin regarla; de albañil con ayudante,
mezcla y piedras, para ver quién levantaba primero un tramo de contrafuerte. También los
hachadores se afanaban, sólo que la de marreadores y barreteros borraba a las demás.
Algunos tenían tal fama que se concertaban encuentros entre distintas carreteras. Por eso
era muy importante que los hombres de un equipo se acomodaran como reloj. El deseo de
que el nombre corriera en boca caminera, llamaba a que los más mejores se fueran buscando.

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Antología crítica

La fama de uno jalaba al otro, y hubo quien renunciara en una carretera para irse tras de la
historia de algún barretero con muñeca de miel y fierro.
En los días aquéllos, cuando la obra avanzaba hacia Teopisca, llegó un viejito a pedir
que le dieran trabajo de marreador. Como llevaba muchas cartas de recomendación logró la
chamba, sin que su pintita asegurara calidad.
Pero nos tuvimos que tragar el pensamiento; el tal viejito, en días se había puesto a la
­abeza, sin muestras de fatiga rehileteaba los brazos y las piedras se le hacían pan.
Gusto me dio el estilo que se botaba: sombrero corrido, paliacate pescuecero, suelto, para
limpiarse el sudor a movimiento de hombro, y el cigarrito eterno entre los dientes amarilla-
dos. Seco para llevarse con los demás, sólo le conocíamos sus “sí” y “no” y “buenas noches”,
porque más se daba a entender por señas.
Desde que lo vimos trabajar se volvió nuestro candidato para la competición próxima.
Una comisión de marreros le fue a pedir que nos representara.
—Mi barretero no da la talla —contestó.
—Pues escoja al que quiera, que al cabo usted es el chingón —le respondimos, pero no
hubo modo.
—Si soy el mejor, no tengo que buscar. A mí me buscan.
Como queríamos que nuestra cuadrilla le ganara a los tecos de Tapanatepec, nos volvi-
mos a consultar, disponiendo que fuera un mentado Lencho, con fama de bueno, el que se
fuera a ofrecer.
—En cuanto me vio le brillaron los ojitos del gusto —nos platicó Lencho—, de modo que
lo tenemos asegurado; así que ¡métanle dinero a la mancuerna!
Para la fecha habíamos corrido hartas apuestas, pues ninguna de las demás distracciones
llamó la atención, por haberse regado la noticia que la cuadrilla Grijalva tenía un par de gallos
de lo mejorcito.
Desde un día antes los ingenieros habían escogido dos piedras del mismo tamaño y cali-
dad, marcándoles el punto donde se plantarían los fierros. Sólo dos parejas hubo; las demás
no quisieron apuntarse para ver el agarrón de los famosos.
De las rancherías llegó el gentío, como nunca en una fiesta de ésas. Se nombró madrina
a una profesora para que sonara el riel, y los dos marreadores descargaron un golpe y luego
luego el segundo pencazo, para seguirse parejos el viejo y Lencho y los dos contrarios.
A los primeros centímetros nuestro hombre comenzó a forzar el ritmo, entre el alborozo
de verlos adelantarse y ser los primeros en resbalar una barreta de medio brazo. Ya no paró
aquél de golpear. Con un puro ensartado entre los bigotes, chorreando sudor, volvió a cam-
biar de barra cuando ya llevaban media cuarta de ventaja.
Faltaría una pulgada y ya estábamos vivándolos. Fue el momento en que Lencho bajó la
cabeza y se inclinó a escurrirle agua a la barra y el viejo varió de ritmo: adelantó un paso y
dejó caer el marro sobre la mollera de Lencho, que reventó como esos cocos que caen del

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L a novela en Chiapas

palo. Sobre la piedra, doblado hacia adelante, quedó el pobre barretero con la sangre al sol.
Entre el borlote que se armó, sacaron al viejo entre un grupo de ingenieros. Uno de ellos le
iba diciendo:
—No se preocupe, que un accidente cualquiera lo tiene. Aquí hay cientos que vamos a
testificar a su favor.
Nunca le oímos tantas palabras juntas. Sin apearse el puro, escupió por el colmillo.
—Ese hombre la debía conmigo, mejor olvídese de los testigos. Cinco años hace y un
siglo, desde la noche en que el borracho que dijeron se metió a la casa a jartar su gana con mi
doña…, ya ve, aquí nos conocimos.
Al día siguiente vinieron de San Cristóbal y se largó con los gendarmes sin despedirse.

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Antología crítica

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Sobre Ceremonial o hacia el confín


(novela de la selva)
de Jesús Morales Bermúdez

Jesús Morales Bermúdez nació en San Cristóbal de Las Casas el 27 de febrero de 1947. Estudió
filosofía en el Instituto Superior de Filosofía de Querétaro. El joven Morales Bermúdez solía
pasear por las calles de la capital, siempre, casi siempre acompañado de libros bajo el brazo. Lo
mismo caminaba por la fuente del Marqués que en los jardines del templo de San Francisco,
o se sentaba en la alameda Miguel Hidalgo para hojear algún tomo de poesía del Siglo de Oro
español mientras en el horizonte se perdían el acueducto y los lomeríos. Su inteligencia y so-
lemnidad lo hacían sobresalir entre sus condiscípulos. La mirada siempre atenta, el comentario
certero y luminoso se convirtieron en su sello. Leer, reflexionar, leer, discutir, leer, investigar,
leer. ¿Pero qué leía? En su producción cuentística existe un libro especial, Por los senderos de lo
incierto, donde se encuentra un cuento con el mismo nombre. El texto es brillante por la cali-
dad de la prosa y la construcción de personajes, cualidades de toda su narrativa. La narración
tiene una gran carga autobiográfica. Jesús Morales Bermúdez nos cuenta la vida de un grupo
de amigos, una educación sentimental e intelectual. Aquellos jóvenes comparten una ferviente
necesidad de conocer, y sin duda alguna su fuente primordial son los libros. Leen desde el De-
clamador sin maestro, El tesoro del declamador, Álbum del corazón de Antonio Plaza, novelas de
Steinbeck y Vargas Vila, poemas de Villaespesa y el inestable Amado Nervo, La caída de las ho-
jas de Celada, José Zorrilla, Ramón de Campoamor, Gustavo Adolfo Bécquer, Manuel Acuña.

Nunca en el seminario se conoció la antiquísima tradición poética de Chiapas ni supimos que a


finales de siglo pasado los poetas chiapanecos habían conocido a Verlaine, a Rimbaud y a Bau-
delaire. Ahogados en una cultura decimonónica, los tres poetas enfrentaron su historia fuera de
la historia. Lo que descubrieron ya había sido descubierto. Cuando encontraron la vida, la vida
les rebasó hasta silenciarlos, y todos callamos con desplome de siglos en la cavidad centenaria
del Cañón del Sumidero (Morales Bermúdez, 2007: 509).

Muchas fueron las lecturas, el gusto fue en muchas ocasiones el sabio guía en el sendero
del conocimiento.

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L a novela en Chiapas

Jesús Morales Bermúdez también estudió en la Universidad Autónoma de Guadalajara


y Antropología Social en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la Ciudad de
México.
Jesús Morales Bermúdez nos ha dejado un testimonio sobre su visión de la literatura en
un texto denominado “Evocación personal y literaria de José María Arguedas en la memoria
y vida de un escritor”, publicado en el número 17 de la revista América Sin Nombre, donde
realiza un interesante juego de espejos en el análisis entre la persona y la obra del escritor
peruano José María Arguedas y su propia vocación literaria. Morales Bermúdez comienza
estableciendo rasgos que lo asemejan a Arguedas. Ambos, afirma Morales Bermúdez, reali-
zaron trabajos antropológicos, escribieron novelas, los dos por circunstancias de la vida com-
partieron sus vidas con pueblos de indios.
Christopher Domínguez Michael comete varios yerros al referirse a nuestro autor. Por
ejemplo, lo hace nacer en 1956 y no en 1947, en la Ciudad de México y no en San Cristóbal de
Las Casas, y lo adscribe como miembro del pueblo chol al afirmar sin ruborizarse: “Es una
triste ironía que el mejor de los escritores indígenas actuales, Jesús Morales Bermúdez (1956),
no figure en la antología, pues escribe en español” (Domínguez Michael, 1998: 66). A un lado
las pifias, Domínguez Michael es certero al decirnos que: “Sin saberse un escritor profesional,
Jesús Morales Bermúdez se internó en la comunidad indígena ch’ol de Chiapas a principios
de los años setenta, siguiendo la consigna generacional de llevar la conciencia marxista al
‘pueblo’. Varios años de integración absoluta al mundo indio le descubrieron a otros hom-
bres y a otro tiempo” (Morales Bermúdez, 1997: 184).
Para Morales Bermúdez el acto de escribir está asociado a la memoria, pues considera
que es importante detener la mirada estética de la escritura bajo el influjo iluminador de la
memoria. Morales Bermúdez afirma que es precisamente la memoria quien ofrece el material
narrativo, el acto de recordar es fundamental para la composición de sus novelas y cuentos.
En su “Evocación personal y literaria de José María Arguedas…”, Morales Bermúdez nos
dice que en su ejercicio evocativo Kawabata, el escritor japonés, rememorará las montañas
nevadas, espejos del Fuji y, sobre todo, los espacios en calma y la luminosidad en que anida
el conocimiento. Arguedas hará lo propio con los ríos, por ejemplo el Pachachaca. Morales
Bermúdez logra a su vez someter su escritura al influjo de la memoria, su luz le permitirá evo-
car la inmensidad de la selva y los parajes, porque si existe una novela de la selva en Chiapas
ésa es Ceremonial, y la memoria nos conduce a los cerros Huitepec, Zontehuitz, los caminos
y veredas de Simojovel y San Juan Chamula, Zinacantán, Tumbalá, Yajalón, Ocosingo, y
todos los rincones de la selva, los ríos, las piedras, los árboles y las flores.
Morales Bermúdez recurre a su memoria, esa memoria personalísima de quien conoce
a ciencia cierta la tierra que enuncia, el canto de la chachalaca, el rugido del jaguar, el aleteo
del tucán; pero también convoca a la memoria más amplia, la memoria ancestral de los
pueblos:

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Antología crítica

Con todo y eso, la relación es extraña. Como esa vez ya en las montañas de Simojovel, Huitiu-
pán… vimos asomar los perros. En lugar de correr suponiendo su asomo como anuncio de la
llegada de sus dueños, con lianas, con bejucos los quisimos atrapar. ¡Ah, ya nos imaginábamos
cazando tepezcuintles, venados, con la ayuda de nuestros perros! ¡Pobres infelices de nosotros!
En lugar de coger perros, llegaron los señores y con látigos, con reatas nos lazaron a todos. Y
no hubo manera de huir, pues con caballos, con mosquetones nos tenían rodeados. ¡Ja, ja, jay,
cabroncitos, qué dijeron ya nos fuimos —se escuchan las burlas del patrón—, ya llegamos a
otra tierra, ¿no? ¡Pues no! Están bajo dominio, no lo olviden. Y si quieren trabajar otras tierras,
abrevar de otros arroyos, está bien, lo podemos arreglar (Morales Bermúdez, 2007: 231).

Jesús Morales Bermúdez estructura su novela como un coro de voces que se perfecciona
en el tiempo de la selva. Los círculos concéntricos se ordenan de tal forma que todo es eco,
caja de resonancia. Lo mismo recurre al narrador intradiegético-autodiegético que no se limi-
ta a estar en la historia narrada, sino que también la cuenta, además de narrarnos otros hilos
dramáticos: “Mi abuelo era un tzotzil errante que salió de San Juan siendo pequeño aún,
vagó, anduvo por pueblos, fue suya la posibilidad de la inquina y la muerte desde mucho
antes de asentarse en el sitio de nuestra heredad. Eran tiempos difíciles entonces, los tiempos
del principio, los de la continuidad. No sabemos si con él comenzamos, no sabemos si con el
Señor San Juan” (Morales Bermúdez, 2007: 201).
La primera persona se apoya en un tono que le da autoridad, trasciende al individuo. En
esa voz escuchamos otras voces, la memoria. Cuando el personaje-narrador enuncia: “Eran
tiempos difíciles entonces, los tiempos del principio, los de la continuidad”, el escritor mues-
tra su maestría en el uso del lenguaje; conserva el tono grave, a manera de sentencia bíblica;
repite en dos ocasiones la palabra “tiempo”, reforzando no sólo la intención significativa,
sino también el ritmo del fraseo. Nos envuelve en su sonido. Se nos narra sobre un tiempo
sin tiempo, un tiempo mítico, el tiempo del principio, en esa temporalidad caben todos los
demás tiempos, se comprimen y se expanden. Morales Bermúdez logra equilibrar los ejes
fónicos y tonales en toda su excelente novela, aun cuando cambie el foco narrativo y el propio
narrador.
En Ceremonial, Morales Bermúdez nos narra, más que un fenómeno de migración, un
peregrinar. Un grupo de tsotsiles decide abandonar las tierras altas para perderse en el confín
de la selva. La novela cuenta, pues, una epopeya. Mediante las narraciones de los personajes,
éstos reelaboran su historia. Existe una identidad narrativa de una comunidad histórica. Los
personajes son indígenas oprimidos, sojuzgados, de alguna manera perseguidos; es decir, un
estado de abyección y violencia los obliga a abandonar su terruño, partir a un lugar mejor. En
este sentido la novela es escatológica. Se trata de pasar de un estado de cosas para lograr su li-
beración. Morales Bermúdez nos cuenta, sin decirnos abiertamente, que la rebelión indígena
suscitada en 1869, de la que habla la novela de Flavio A. Paniagua Florinda y sirve a Rosario

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L a novela en Chiapas

Castellanos para su texto Oficio de tinieblas, provoca fuertes enfrentamientos entre chamulas
y los habitantes de San Cristóbal de Las Casas:

En medio de soldados llegó mi abuelo a la ciudad. Una vez la había visto desde la cima, todavía
en momentos de gracia, y ahora él que antes se imaginó entrando con señorío, transitaba sus
calles con el estigma de la derrota, con la vergüenza del vencido. Nunca antes estuvo allí pero
había escuchado relatos, a veces fabulosos, a veces signados por la admiración, el gusto o el
rencor. Y ahora, bajo su condición de prisionero, miraba las numerosas miradas de los curio-
sos, sus rostros un poco incógnitos, amenazantes tal vez, y conocía la ciudad sin saber de ella si
fuera bella en verdad, si fuera lúgubre, inhóspita (Morales Bermudez, 2007: 227).

La derrota de los indígenas tsotsiles provoca el éxodo. Los oprimidos por los blancos
buscan un lugar donde realizarse como pueblo. Errantes se pierden por caminos y veredas,
cruzan ríos, montañas, valles. Los indios saben que deben sufrir para alcanzar la redención,
tienen muy claro que el dolor es parte de su sino, por eso llegan a las fincas del norte del esta-
do, donde encuentran represión, esclavitud, malos tratos.
La tierra se convierte en la gran necesidad, la búsqueda constante es por la tierra. Mora-
les Bermúdez narra la manera en que la reforma agraria tiene sus efectos entre los indígenas
errantes, que no pueden trabajarla ni siquiera tomándola en arrendamiento:

¡La tierra…! No desde muy temprana edad comencé a preocuparme por la tierra. Largamente
estuvo fuera de mi preocupación, o tal vez ni tiempo ni oportunidad tenía de plantearme inte-
rrogantes en torno a la tierra. Ahora es diferente con mis hijos, pero yo de chamaco viví de otra
manera, y es natural, porque ellos tienen la tierra y en mí todo el tiempo fue bruma entre las
manos. Para mi abuelo la tierra fue principio, para mi padre muerte, para mí gusto, generosi-
dad, abundancia, para mis hijos, creo, vuelta al centro, al corazón, al conocimiento de la tierra
(Morales Bermúdez, 2007: 309).

El éxodo tiene una finalidad: poseer la tierra. La novela de Jesús Morales Bermúdez no
se inscribe en el indigenismo. Su texto es más ambicioso, la trama está construida desde una
posición crítica de los acontecimientos, por eso lo mismo nos habla de la importancia de las
fiestas patronales como de la opresión sufrida por los indígenas. Nuestro autor despliega su
sapiencia estilística, su prosa es certera, bella. Sus personajes se mueven en una espacialidad
donde se confunde lo puramente terrenal y lo mítico, sabe muy bien que es imposible sepa-
rarlos. Ceremonial es una de las novelas más importantes que se han escrito sobre la selva,
sea cual sea su ubicación geográfica; pero también es menester decir que Morales Bermúdez
realiza una geografía espiritual, donde la cultura de los pueblos indígenas se mezcla con la
violencia y opresión contra los indios de Chiapas.

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Antología crítica

vx

Ceremonial o hacia el confín (novela de la selva)


Jesús Morales Bermúdez
—1992—

El camino es una constante de escarpadas con apenas ligerísimas planicies para recuperar
el ritmo de la respiración. No existe una distancia muy grande entre Pueblo Nuevo Sitalá o
Chitamucum y las mensuras de El Ceibal: en dos días o tres de buen camino puede cubrirse
con suficiencia la ruta. O tal vez sea así porque ya conocemos los caminos. Mi abuelo, en
cambio, no sabía hacia dónde marchar; nada más marchaba. Por esa razón, durante años
vagó en las serranías, sin punto cierto de reposo. Unas veces participó en trabajos comunales,
como en San Sebastián Bachajón, para ganar sus alimentos; otras se contrató en menesteres
de haciendas, las más pocas, debido a lo agobiante del trabajo. Era intensa la siembra y la
cosecha de café e intenso el trabajo para beneficiarlo. Así terminaba el siglo y para comenzar
el nuevo fue todavía la cosa peor. Recordaba mi abuelo cómo muchos de sus compañeros es-
peraban la llegada del nuevo siglo. Ya muchos tenían olvido de los días de la guerra, había un
poco más de muchachos, se poblaban los caseríos por fuertes que fueran los sufrimientos en
las fincas. Porque fincas las hubo muchas. Desde un poco antes de la guerra las gentes vieron
ocupadas las tierras y quedaron como trabajadores de ajeno. Y no había reposo enmedio de
jornadas de sol a sombra bajo el cuidado violento de los capataces. Y una alimentación tan
pobre que a cada rato se desmayaban y muchos morían cuando eran enviados con cargas a
Tenosique o a Jovel o cuando volvían con cargas. Era a veces un ansia grande la muerte. Por
eso se platicaba de pura esperanza para el tiempo de arribo del nuevo siglo. Ya era un gusto
vivir para llegar a ese momento.
—Cuando llegue el nuevo tiempo, seguro llegaremos a la libertad —decían—. Estemos
preparados porque entonces tan grande el gusto será que por todos lados tendremos músicas

Jesús Morales Bermúdez (San Cristóbal de Las Casas, 27 de febrero de 1947).


Licenciado en Filosofía y doctor en Antropología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Parte de
su obra ha sido traducida al inglés, alemán, italiano y japonés. Se ha desempeñado como jefe del Departamento
de Patrimonio Cultural e Investigación del Instituto Chiapaneco de Cultura, director del Centro Chiapaneco de
Escritores y director del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Cien-
cias y Artes de Chiapas, de la que también fue rector. Catedrático en el Centro de Estudios Superiores de México
y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Premio Nacional de Literatura-Testimonio,
otorgado por el INBA y el Gobierno de Chihuahua en 1986.

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L a novela en Chiapas

y trago y fiesta y una embriaguez como no hemos tenido nunca. Hay que vivir para desbordar
de contento.
Y el gusto de la gente, que sí desbordó, en flautas y tambores y en marimbas, en fuegos
de pólvora incluso, como invocación a cuantos númenes de lo nuevo, fueron seguidos por lo
nuevo, es cierto, mas no el esperado, precursor de libertad. Fue más otra realidad lo nuevo:
presencia de gentes desconocidas, en figura y lengua. Después supimos los nombres de su
origen: ingleses, españoles y alemanes. Pero alemanes quienes mayormente se hicieron de
propiedad y de dominio. Grandes, muy grandes fincas nacieron y extenso propagaron el cul-
tivo del café. Ya no se recuerda ahora, sólo en la mente de los más ancianos, pero el peonaje
vivió terrible trabajo. Aparte del cuidado de los cafetales abundaron más que antes las cuadri-
llas de los cargadores, para café, para miel, para los mismos señores, sentados en sillas éstos,
sobre las espaldas de los compañeros. Y un cotidiano desfallecer y otra vez la muerte. Hubo
años con jornadas en las cuales el deseo era el ahogo, el enterramiento, el olvido de todo,
preferible a soportar más la carga de inmensas piezas metálicas, acarreadas desde Tenosique,
desde Jovel, hasta la cumbre, asiento de la hacienda de alemanes, o de ingleses, españoles.
Muy lenta, muy pareja debía desarrollarse la marcha pues sobre muchos hombros juntos
descansaba la carga. No cuidar el ritmo era lastimar a cualquiera, desgarrar lomos o cinturas.
Y luego de los fierros, construir campos aéreos. Llegaron los primeros aviones, con carga y con
técnicos para montar beneficios cafetaleros. No se conocía entonces los aviones y dice mi abuelo:
—Mucho espanto nos dio.
Pero eso fue un poco más tarde. Los primeros beneficios fueron montados por técnicos
transportados en la espalda de los compañeros. Y la carga inagotable, el sacrificio. No era para
soportar más, ni quiso soportarlo. Desde los días de Mitontic mi abuelo se quedó sin tierra;
todos, cuantos pueblos y compañeros fue conociendo poco a poco, todos entraron en despo-
sesión ante la llegada de los nuevos señores y de autoridades, por más costumbre de comu-
nales o cédulas reales que tuvieran. Nada más agrandar las fincas contaba y construir bonitas
las casas grandes para los patrones. ¿Pensar en un poco de tierra para cada quien? ¿Para qué, si
apenas podía contarse con alguna cumbre para el servicio de panteón? Ante un mal comenza-
do siglo, mi abuelo sintió el imposible de alcanzar la esperanza y aunque la vida es bien para
todos, ésa de los compañeros, y suya, no era más que escarnio. Mejor a las lindes del desvali-
miento. Un día salió como propio pero nunca más volvió. De cuantos ríos encontró a su paso
se introdujo en las aguas, como si deseara borrar de su cuerpo todo signo, todo recuerdo de su
vida pasada. Un día llegó al Ahkabalná y desde su cima contempló los linderos del oprobio.
Años más tarde, cuando yo era chamaco todavía, hice compañía a mi abuelo en una de
sus visitas a Yajalón. A la vuelta y de madrugada, como alcanzáramos la cúspide del Ahka-
balná, luego de extraña oración y volviendo la cerviz y señalando con su cayado las serranías
a nuestras espaldas, para darme conocimiento y el nunca del olvido, pronunció con solemne
claridad estas palabras:

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Antología crítica

—Esas que ves ahí, sierras de soledad, montes escarpados, fueron un día asiento de desdicha.
Allí lugar de fincas fue, expolio de la sangre inocente. Allí la muerte abandonó los sembradíos, el
sudor la limpia del café. ¡Ay, cuánto sufrir de nuestras vidas; ay, cuánto bien el abandono de sus
yermos! No olvides, no, irte de los lugares del despojo, de las tierras del castigo, de los hombres
que nada más se solazan en la abominación.

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre Jovel, serenata a la gente menuda


de Heberto Morales

Heberto Morales nació en Venustiano Carranza el 25 de noviembre de 1933. Hijo de Segundo


Juan María Morales y de Josefa Constantino, realizó sus estudios de educación primaria en su
pueblo, Venustiano Carranza, aunque don Segundo no estaba muy convencido de los méto-
dos de enseñanza de los profesores de las escuelas, por lo que prefería él mismo impartir clases
a su hijo. Únicamente mandaba al niño a presentar exámenes para que no perdiera legalmente
el reconocimiento de la administración de educación pública. Don Segundo era muy disci-
plinado y en su afán de que su pequeño avanzará en sus estudios llegó a iniciarlo en la lectura
de los clásicos, estando apenas en cuarto año de primaria Heberto Morales lee La odisea y al
finalizar su educación primaria el niño lee todos los libros que su padre tenía en casa.
Heberto Morales se consuma como lector precoz. Su gusto por el conocimiento crece día
con día; sin embargo, la vitalidad de crecer en un pueblo tan pequeño lo conduce a empren-
der las más atrevidas travesuras. Una tarde, cuando don Segundo lo llevó a visitar el rancho
del abuelo, Heberto estuvo a punto de ahogarse en un río. Otro día, mientras jugaba en la
plaza del Señor del Pozo, se rompió una pierna. La aventura de los libros se mezclaba con la
intrepidez de su carácter.
Una mañana don Segundo habló con su hijo sobre el futuro. Había llegado el momento
de proseguir los estudios en otras latitudes. Nos cuenta Flor María Rodríguez-Arenas que el
padre decide matricular a su hijo en el seminario de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas.
Esta ciudad será fundamental para la formación intelectual y sentimental de nuestro autor,
el amor por ella lo llevará a escribir su excelente novela Jovel, serenata a la gente menuda,
publicada en 1992.
Después de un tiempo de estudio en San Cristóbal, Heberto Morales se traslada a Puebla,
después a Montezuma, en Nuevo México, Estados Unidos. A los diecisiete años emprende
uno de sus viajes más importantes para su formación. Zarpa en el Queen Elizabeth hacia
Roma. Por error el barco se dirigió a Inglaterra, en vez de Francia. Al encontrarse muy marea-
do, Heberto Morales no alcanza a enterarse que no está en Cherbourg, y desciende sin saber
bien a bien adónde dirigirse. Cuando le informan en qué país se encuentra el barco se ha ido.
Gracias a la naturaleza de su pasaporte, la ayuda de algunas personas y su buena estrella,
se traslada a Londres, donde realizó los trámites necesarios, no sin problemas y engorrosas

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Antología crítica

aclaraciones, para viajar lo antes posible a Francia. Finalmente llega a París, donde debe per-
manecer unos días, que aprovecha para conocer la famosa ciudad. Una mañana de intenso
frío logra zarpar hacia Roma.
En Roma permanece siete años dedicado a su formación universitaria. Se matriculó en la
Universidad Gregoriana, donde estudia, entre otras materias, Italiano, Alemán, Filosofía, De-
recho Romano, Hebreo, Teología. Posteriormente aprovecha los veranos de 1956 a 1959 para
estudiar literatura alemana y a los románticos alemanes, en Alemania. En el verano de 1954, en
París, estudia Francés. Y en los veranos de 1955 y 1957 estudió Inglés en Londres.
Heberto Morales no conocía los límites. Su necesidad por aprender lo llevaba a una
­variedad de culturas y geografías. Entre clase y clase de la universidad y las sesiones de ­verano
se da tiempo para prepararse en rudimentos de música, especializándose en la notación
­moderna. Al finalizar sus años en Roma, nos dice Flor María Rodríguez-Arenas, Heberto
Morales obtuvo el doctorado en Filosofía y Teología en 1967.
Heberto Morales regresó a Chiapas. Vinieron años de muchos cambios. Viajes. Se casó
con Zoila del Carmen Moreno Ballinas, en 1968 tuvieron a su hija Susie. En este periodo de
agitación Heberto Morales vivió en la Ciudad de México, donde trabajó como traductor en
una armería. Después se fue a Lorain, Ohio, para impartir clases de francés. Por cuestiones
de salud de su hija tuvo que radicar en Colorado para laborar en la universidad. El 15 de
­diciembre de 1970 nace su hijo Marcos.
En 1974 la recién fundada Universidad Autónoma de Chiapas mandó una invitación a
Heberto Morales para que se integrara al proyecto de la nueva institución educativa. En 1975
nuestro autor y su familia regresan a Chiapas. Durante siete años, Heberto Morales realizó
importantes trabajos para la universidad, sobre todo en el Centro de Desarrollo de Recursos
Humanos. En 1982 fue nombrado rector. Cinco años después, Heberto Morales se traslada a
la Colorado State University para volver a laborar como profesor, tarea que siempre le gustó.
Es en estos años cuando la necesidad de explorar los orígenes e historia de Chiapas lo
conduce a intentar escribir literatura. Heberto Morales es un escritor medianamente joven, si
consideramos que su primera novela se publicó en 1992. Después vendrían otros títulos. La
calidad de los mismos será irregular, pero sin duda Jovel, serenata a la gente menuda es una
de las novelas más importantes que se han escrito en Chiapas.
Heberto Morales escribe un fresco de la historia de Chiapas en Jovel, serenata a la gente
menuda. La empresa que emprende nuestro autor es, por decir lo menos, alucinante; el com-
pás espacio-temporal se abre extendiéndose a tierras tan lejanas que se pierden por los cami-
nos y las plazas de Burgos, Toledo, Ciudad Real, Miguelturra y Almagro, en España, donde
vemos a don Pedro Morales estableciendo fundo cerca del camino de Alarcos. Pero también
los andares narrativos nos llevan a Yax, Moxvikil, Touilná, Zotzleb, Xamitjó, en Chiapas.
Morales realizó una extensa y meticulosa investigación sobre los orígenes de San Cristóbal de
Las Casas, pero también de Chiapas. Lo mismo nos habla de las formaciones sociales y los

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L a novela en Chiapas

pequeños poblados y caseríos como de la cosmovisión de los pueblos indígenas, la migración


de algunos grupos humanos, la llegada de los españoles a Chiapas y un sinnúmero de sub-
temas que se encuentran limpiamente equilibrados para permitir el flujo narrativo. Morales
nos presenta una novela rigurosa. El lenguaje es de una precisión exquisita, conoce de lo que
habla, se regodea en su propio conocimiento de las palabras, vocablos, giros locales y ento-
naciones. La novela nos muestra un entramado dramático inteligente, la malicia del narrador
puede palparse en cada una de las líneas del texto. Nuestro autor es capaz de profundizar en
el mundo de los españoles como en el de los indígenas. Es muy interesante lo que Heberto
Morales refiere a Flor María Rodríguez-Arenas cuando afirma:

Lo que yo hacía al escribir era completar una forma de representación; la mayor parte de Chia-
pas no son los indios; los indios son un porcentaje elevado comparativamente con los otros
estados de México; Chiapas y Oaxaca son los estados con mayor número de indígenas; pero
aún así ni son la totalidad ni siquiera son la mayoría; entonces la mayoría está formada por esa
otra gente o soslayada o maltratada en el resto de la novelística; lo que quiero es darle a esa gente
una imagen; y quiero que la imagen sea buena (2009: 16).

Completar una forma de representación, nos dice Heberto Morales, y en efecto la novela
busca enmendar ese supuesto vacío, es menester decir que lo consigue a medias, si bien repre-
senta a los indígenas con una honestidad y respeto dignos de mención, cuando se refiere a esa
gente menuda, esos que han sido soslayados o maltratados en la novelística, la novela sufre
un revés. Al igual que las novelas indigenistas donde se pretende idealizar al indio, Morales
busca reivindicar al mestizo, quiere mostrarnos su imagen buena, la necesidad de la escritura
no es estética sino política a través de un discurso ético. Si Morales habla de las novelas en
Chiapas, cuando se refiere a la novelística donde los mestizos han sido maltratados, su lectura
de la historia de la novela nos sorprende. Flavio A. Paniagua pugna por los mestizos, Emilio
Rabasa considera a los pueblos indígenas un lastre para el desarrollo del país, Ramón Rubín en
El callado dolor de los tzotziles nos muestra una realidad compleja del mundo indio, Ricardo
Pozas realiza una exploración antropológica mediada por la narrativa de las cuitas y avatares
de un indio tsotsil, en Balún Canán Rosario Castellanos tampoco idealiza al indio, pero sí
muestra la crueldad de los finqueros, mestizos con poder económico y político, en fin, no es el
espacio para realizar un análisis profundo a la figura del mestizo “maltratado” en la novela en
Chiapas. Considero que en realidad Morales se refiere a la obra de Rosario Castellanos, ya que
ella sí nos presenta en libros como Ciudad Real, Balún Canán y Oficio de tinieblas la opresión,
racismo, explotación de los indios por los mestizos. Además de las novelas de B. Traven.
La novela de Heberto Morales se debilita en este sentido, la relación idílica entre indígenas
y mestizos de San Cristóbal de Las Casas es inverosímil, el candor se apodera de la narración
y se pierde por momentos la fuerza creativa de nuestro autor. La visión sobre fray Bartolomé

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Antología crítica

de las Casas es sin duda la parte menos lograda de la novela, los personajes pierden profun-
didad psicológica, volumen de carácter y acción, se convierten en marionetas que amplifican
las opiniones del autor; sin embargo, es necesario decir que la novela sale bien librada, su
calidad narrativa se sobrepone a las preocupaciones políticas de Heberto Morales y los perso-
najes vuelven a tomar su autonomía. Una de las novelas más importantes que se han escrito
en Chiapas es sin duda Jovel, serenata a la gente menuda.

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L a novela en Chiapas

vx

Jovel, serenata a la gente menuda


Heberto Morales
—1992—

Era la cuaresma de aquel año de gracia de mill y quinientos y quarenta y cinco años. Por pri-
mera vez los oficios divinos del Domingo de Ramos se habrían de celebrar de pontifical. La
gente acudió entusiasmada, y la iglesita no pudo contener a todos; muchos se quedaron en el
atrio y en la plaza. Pero las más madrugadoras de las mujeres se situaron casi en las gradas del
presbiterio; habían atravesado la plaza ataviadas con sus mejores prendas y luciendo como
reinas antes de entrar por la única puerta del frente, la puerta del perdón.
A la hora del evangelio se turnaron los frailes para cantar la historia de la pasión de Jesu-
cristo, en un latín caduco que los fieles escucharon de pie y con la cabeza inclinada. Luego
se acercó el obispo con el incensario en la mano, y haciendo reverencias sahumó tres veces
el libro de los evangelios; en seguida se puso la mitra, tomó el báculo en su mano y se dirigió
al centro del presbiterio para pronunciar su primer sermón. La gente esperaba con ansia este
primer contacto con aquel anciano que le había tocado en suerte o en desgracia para ser su
obispo. Y él habló así, después de persignarse:

“Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como


­oveja muda ante los que la trasquilan”; Isaías, capítulo 53, versículo 7. -Señor deán de
la ­catedral; reverendos señores religiosos de la Orden de Nuestra Señora de la Merced;
reverendos padres predicadores; fieles cristianos.

Heberto Morales (Venustiano Carranza, 25 de noviembre de 1933).


Cursó estudios superiores en el Seminario Conciliar de San Cristóbal de Las Casas, el Colegio Palafoxiano de
Puebla y el Seminario Interdiocesano de Montezuma, Nuevo México. Estudió el bachillerato en el Colegio Pío
Latino Americano de Roma y en esa ciudad las licenciaturas en Teología y Derecho Canónico y el doctorado en
Filosofía. En Alemania realizó estudios de literatura alemana. Ha ocupado los cargos de vicerrector y profesor en
el Seminario de San Cristóbal de Las Casas y de catedrático en las universidades de Puebla, Colorado y Ohio,
Estados Unidos. Asimismo, fue rector de la Universidad Autónoma de Chiapas. Recipiendario de la medalla
Manuel Velasco Suárez al mérito sancristobalense y Premio Chiapas 2014.

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Antología crítica

Corrió por todos los castellanos un frío presentimiento al escuchar estas últimas pala-
bras, ya que estaban acostumbrados a que en las homilías dominicales se les llamara “que-
ridos hermanos en Nuestro Señor”; levantaron la cabeza y pusieron atención al curso que el
­sermón del obispo hubiera de tomar, y él continuó, con su voz cascada pero fuerte:

He escogido este texto del profeta porque es parte de la liturgia de estos días santos en
que conmemoramos la pasión del Señor. Las palabras del profeta se refieren a él, a ese
hombre que cargó con nuestras iniquidades por nuestro amor, y que quiso soportarlas
porque era nuestro Dios. Lo he escogido también, y principalmente, porque se refiere a
otro hombre a quien no mataron los judíos en la cruz hace siglos, a quien no coronaron
con espinas ni azotaron en las lejanas tierras de Israel, sino a quien están atormentando
ahora, en nuestros días, con torturas mil veces más atroces y dolorosas aquellos de
quienes más amor y conmiseración deberíamos esperar: Los discípulos de Aquel que
vino al mundo a enseñar la bondad y a mandar que amáramos a nuestro prójimo como
a nosotros mismos.

Ante este exordio, la ansiedad de los presentes fue creciendo en la pequeña iglesia. ¿A
dónde irá a parar el obispo?, se preguntaba cada cual para sus adentros. Y él continuó con su
introducción, como no queriendo concretar sino hasta que hubiera logrado atenazar con sus
ideas la atención de su grey. Cuando ya todos, hasta los padres dominicos, que se hallaban
sentados en bancas de pino en el presbiterio, tenían los ojos prensados en los de él, prorrum-
pió en apasionadas preguntas que no admitían respuesta:

¿Y quién es, preguntaréis, quién es este pobre desgraciado, este infeliz, este nuevo Cris-
to contra quien se ha de nuevo alzado la furia del infierno? ¿Quién es éste a quien la
maldad ha llagado y sangrado y desgarrado y muerto? ¿Y quién, preguntaréis, es este
lobo, peor que lobo asesino, capaz de maltratar, capaz de azotar, capaz de herrar y
deshonrar a tan mansa y dulce criatura? ¿No conocéis a ninguno de los dos? ¡Pues os lo
diré yo! A ese dulce hermano de Nuestro Señor lo tenéis vosotros herrado en vuestras
minas. ¡A ése le habéis vosotros robado sus tierras de labranza y lo habéis encadenado
para morir bajo el castigo de vuestros látigos en vuestras plantaciones!

Se oyó un murmullo peligroso en la pequeña iglesia. De la fila de enfrente se apartó vio-


lentamente doña Joana de Abreu; abriéndose paso entre hombres y mujeres, se dirigió al atrio
por la puerta del perdón.
—No a esto vine a la iglesia —murmuraba mientras salía ardiendo de furor.
Mas el obispo no se detuvo un instante, sino que, inflamado con la protesta de la castella-
na, alzó más la voz y empezó a gritar para que se le escuchara también en la plaza:

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L a novela en Chiapas

¡Demonios en piel de cristianos! ¿Quién os ha dado licencia para sojuzgar y esclavizar


a estos hijos de Dios? ¡Soltadlos! ¡Devolvedles sus tierras! ¡Respetad a sus mujeres! La
hora de vuestro juicio ha llegado, y vosotros, vosotros que os llamáis cristianos, bajaréis
al infierno a arder con Satanás para siempre si no escucháis la voz de la justicia.

Dos o tres mujeres más abandonaron las primeras filas. Pero luego empezaron a salir tam-
bién los maridos, con señas bien claras de haber perdido definitivamente la paciencia. Mas el
fraile continuaba gritando desde el presbiterio:

Si a Dios, a quien decís servir, no podéis obedecer, escuchad y cumplid las ordenanzas
de vuestro rey, de quien decís ser fieles y leales vasallos. ¡Cumplid con las nuevas orde-
nanzas que su majestad firmó en Barcelona!

Continuó el obispo con su sermón hasta que se dio cuenta de que su iglesia estaba casi vacía
y que frente a la puerta del perdón se escuchaba ruido de gente armada, y se encolerizó tanto
que su voz se tornó agria y aguda, y entonces, vestido de pontifical y con el báculo en una mano
y la cruz pectoral en la otra, descendió del presbiterio y se dirigió a la puerta exclamando:

Vuelvo a ser la voz de aquel que clama en el desierto. Pero en este desierto vuestro
me escucharéis, mal que os pese, porque iré a vuestras calles y a vuestras minas y a
vuestras plantaciones, y allí os gritaré en los oídos, y me meteré en vuestras casas, allí
donde ­habéis fornicado con las indias, donde habéis atormentado a sus maridos, allí
a donde habéis asesinado a golpes a sus hijos, y tendréis que escucharme, por el Dios
de los cielos.

Llegó a la puerta y vio cómo allí en el atrio y en la plaza se le enfrentaba la multitud de su


grey. Vio a las mujeres de Castilla, radiantes de brava belleza bajo el sol de mediodía; vio a los
hombres, que poco antes se arrodillaban en la iglesia, y ahora traían espadas al cinto; y vio a
los indios, incapaces de comprender la barahúnda de maldiciones con que a todos los había
abrumado, replegarse hacia el lado de aquellos con quienes habían luchado y vivido ya por
tantos años, y entonces perdió la cabeza y, sin importarle ya nada les fulminó:
—¡Malditos! ¡Están malditos! En el nombre de Dios, por quien son todas las cosas, os
­excomulgo con todas las penas y censuras de nuestra santa madre la Iglesia católica, apostóli-
ca y romana. Y nadie podrá absolveros de esta excomunión, ni en artículo de muerte, sin mi
permiso o sin que hayáis renunciado efectivamente de vuestras iniquidades.
—¡Amén! —concluyeron los frailes, que habían salido acompañando al obispo.
—¡Amén, y que a vosotros os carguen los diablos! —contestó ronca y a gritos la voz de
don Pedro Moreno desde el fondo del atrio.

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Antología crítica

Por un momento se hizo un ominoso silencio. Pero luego se oyó cómo doña María de
­Velasco, siempre respetuosa de monjes y frailes como lo había sido por generaciones su fa-
milia, le suplicaba entre sollozos a su marido:
—Contente, Pedro, por el amor de Dios. Vámonos a casa, y que Dios te perdone.
Se agachó Pedro sofocando su ira, y aceptó la mano que su mujer le tendía. Con ellos se
desperdigó la multitud, cada quien gozoso de que las cosas no hubieran pasado a más ese día.
Nunca jamás habría de contestar “amén” aquella multitud de castellanos a no ser dentro
de la iglesia.

Sonó desde la catedral el toque de ánimas.


Contra todas las ordenanzas, comenzaron a llegar embozados algunos vecinos a la casa
del deán, el padre Gil de Quintana. Bajo la capa española de lana, todos se habían ceñido la
espada que tan diestros eran en manejar; pero ningún sereno se habría atrevido a detener a
nadie esa noche, en que se había hecho un silencio denso, únicamente cortado de cuando en
cuando por el triste lamento de turumpukuj, el búho. La Tona, vieja naboría de don Gil, se
apresuró a preparar jícaras para el chocolate, pero don Andrés de la Tovilla cortó su premura
dirigiéndose al deán:
—Algo más fuerte nos daréis esta noche, señor padre.
Asintió don Gil con la cabeza, y de un armario donde guardaba libros y quién sabe cuán-
tas cosas raras, sacó una bota y la ofreció a sus visitas.
—No estáis respetando la semana mayor —les dijo sin demasiado enfado.
—No nos está respetando este viejo nariz de gancho —cortó con acritud don Nicolás
Martínez.
—Aclarame —interrumpió don Luis de Mazariegos—, aclarame cuáles son esas minas de
que habló este viejo pelón; y a qué plantaciones se refirió. Harto hacemos con levantar una
cosecha para nuestra comida y con cuidar nuestras vacas y nuestras gallinas y uno que otro
cerdo, que matamos cuando llega él con sus frailes a que les demos de comer.
—¿Y a qué indios les robamos sus sementeras? —inquirió con voz calmada don Francisco
de Velasco—. ¿Quién vivía en este valle? Si no fuera por nuestros amigos mexicanos, a nadie
se le habría ocurrido romper la tierra para hacer las primeras milpas. Y por los trabajos en las
labores les damos a los pocos chamulas que han querido bajar, mejor y más fácil comida que
han tenido jamás.
—¿Qué derecho tiene este viejo mentecato para venir a insultarnos y maldecirnos en la
ciudad que hemos levantado sin que le costara a él ni a nadie un maravedí? —reclamó el
joven y fogoso Juan de Morales.
El deán no sabía qué contestar; ni tampoco le daban ocasión, pues todos hablaban quitán-
dose unos a otros la palabra. La bota se vació y don Gil tuvo que entrar a su alcoba y rellenarla
de un odre que allí guardaba para el servicio del altar. Cuando volvió, el ambiente estaba tan

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L a novela en Chiapas

caldeado que temió atizarlo con la bota que llevaba en la mano; a punto estaba de retroceder,
cuando don Gonzalo de Ovalle se la quitó diciendo:
—Traed acá, señor padre, que con esto o sin esto lo mismo da.
—¿Y quién es el rey? —peroraba en ese momento don Pedro—. ¡Un extranjero a quien no
se le da un bledo de lo que hemos pasado nosotros!
—La cosa es peor —añadió con aire de conocedor Gaspar de Velasco, el hermano de doña
María, recién llegado de España—. Se ha llenado la corte de fuereños de Flandes y de otras
partes, a quienes conviene que de nosotros se diga mal, para que el rey les dé a ellos estas
tierras. ¡Bien les iría a los indios con ellos! Preguntad lo que ha sucedido en La Tierra Firme
a los que fueron a dar en manos de los banqueros de don Carlos. ¡Con ellos aquí pronto no
quedaría uno vivo!
—Yo he sabido que el obispo es judío —murmuró don Luis entre dientes, casi como no
queriendo decirlo; pero su murmullo cundió como fuego en hojarasca, y varios se atropella-
ron para hacerse escuchar hablando a la vez:
—¿Y cómo ha de excomulgarnos él?
—¡Voto a Satanás!
El grupo se calló de repente. Pasó la bota de mano en mano. Se sentía por momentos la
necesidad de una acción explosiva; pero entre aquellos hombres duros, acostumbrados a los
golpes de las aventuras, parecía no haber quien pudiera expresar en palabras la tormenta que
en las mentes de todos bullía. El frío que se colaba por las hendijas mostraba que ya pasaba
de la medianoche. Se paró entonces Cristóbal de Morales y hablando en un susurro sugirió
dirigiéndose al deán:
—Si él no puede excomulgarnos, ¿por qué vos no nos absolvéis?
La propuesta cayó como un golpe de maza sobre el grupo de conjurados y todos ­empezaron
de nuevo a hablar en gran confusión. El padre Gil no sabía qué partido tomar. Finalmente,
después de muchos ruegos y amenazas se decidió prometer:
—Hablaré con mi confesor. Buscadme el miércoles santo, para que podáis comulgar el
jueves, por la cena del Señor. Pero no vengáis todos juntos. Decidles a vuestras mujeres que
el miércoles por la mañana yo estaré oyendo confesiones en la iglesia.
Salieron como habían llegado: uno por uno y embozados. La madrugada de marzo era
fresca y agradable y en el cielo corría a ocultarse la amarillenta luna de nisán. Lejos en la es-
pesura del monte aulló hambriento ok’il, el perro de los montes; le contestaron asustados en
sus corrales los gallos de Ciudad Real.

A un lado del altar mayor las mujeres construyeron y adornaron el tabernáculo para la gran
misa de la Eucaristía; del monte hicieron traer juncia para hacer sartas y festones, y con los
tecolúmates prepararon hermosas guías, que le daban a la iglesia un colorido que no había
tenido nunca.

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Antología crítica

El obispo se vistió de gala para la ceremonia y, acompañado de sus frailes que sirvieron
de coro, entonó los viejos cantos de las iglesias de España. Al llegar a la antífona Lauda, Sion,
Salvatorem, tanto los hombres como las mujeres se conmovieron, recordando esta misma so-
lemne festividad en su iglesia de Santa María, o en San Pedro o en tantas otras, de donde ha-
bían venido cargando sus recuerdos y arrastrando la raigambre de sus convicciones. ¿Cómo
pueden querer apartarnos de todo esto?, pensaban para sí, mientras la iglesita se llenaba de
sonidos y de humo de copal. ¿Cómo pueden arrancarnos de estas fiestas, con las que crecie-
ron nuestros abuelos y los de ellos antes que ellos?
Mientras tanto, obispo y frailes habían llegado a la hora de la comunión; se acercó el pre-
lado al cancel del presbiterio con el copón en la mano izquierda y una hostia en la derecha.
La levantó, y con toda la solemnidad del momento musitó:
—Ecce Agnus Dei…
La grada frente al cancel se llenó de españoles, y por el medio de la iglesia marchaba lenta
y devota una fila de cristianos. Suspendió por un momento el prelado la distribución de la
comunión, y pensó para sí: “Nadie se atrevería a venir a comulgar sin haber recibido la abso-
lución. Algún traidor infiel se la ha concedido a más de uno de los excomulgados”. Pero no
era ése el momento de ponerse a inquirir; así que, con punzadas en el alma, continuó dando
a cada uno aquel símbolo de su unidad con el resto de la Iglesia establecida en el mundo:
—Corpus Domini Nostri…
No bien hubo terminado la ceremonia, congregó en la sacristía a todos los frailes y cléri-
gos, y con la cara descompuesta y la voz rota por el enojo y la desesperación, y mientras se
arrancaba a tirones los ornamentos, empezó a increpar a los presentes:
—¿Quién de vosotros es el Judas? ¿A quién tendré que hacer azotar en la plaza pública?
¿No fui claro al fulminar la excomunión contra estos enemigos de Dios que se dicen cristianos?
Fray Rodrigo, el viejo fraile a quien el obispo tenía tanta consideración, se limpió la gar-
ganta para hablar, pensando que sería más prudente exponerse solo a la rabia del prelado,
que permitir que corriera entre la gente un escándalo como el que parecía venirse, en los días
santos. Así pues, se atrevió a interrumpir a su superior de la manera más comedida, diciendo:
—Señor, con vuestra licencia: no es éste el lugar donde vuestra señoría deba reconvenir a
los hermanos. Visítenos su reverencia en nuestra humilde casa y, resuelva allí, en la intimidad
de nuestra comunidad, lo que conduzca a la mayor gloria de Nuestro Señor, en esta primera
Semana Santa en vuestra iglesia.
Se lo quedó viendo el obispo sin suavizar sus facciones; pero luego comprendió el truco
de su antiguo amigo: al discutir este penoso asunto en la comunidad de frailes de su orden
evitaría la presencia de clérigos extraños, y podrían hasta planear acciones apoyadas por ellos,
que eran una familia de hermanos.
—Pues ya os visitaré —replicó el prelado, sin mostrar por un momento que hubiera en su
ánimo el menor cambio de actitud.

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L a novela en Chiapas

Llegó a la solemnidad de solemnidades, el Domingo de Pascua. Con gran alegría se celebró el


misterio de la resurrección. La gente llenó la iglesita, y al salir de ella hubo una gran cohetería
y se quemó un judas, que para más de uno tenía un peligroso parecido con la nariz ganchuda
y la calva del obispo. Mas de broma no habría de pasar, a no ser porque “el viejo”, como
llamaban a su excelencia, invitó a comer en su casa a todos los frailes y clérigos de su ciudad.
Corrió entonces un runrún y sucedió una serie de apresuradas visitas confabulatorias, de
forma que a la hora de la comida, todos los frailes y los pocos clérigos seculares de Ciudad
Real se hicieron presentes, menos el señor deán de la catedral. Conforme pasaba la comida,
le sentaba menos a su excelencia, que veía con esto burlados sus planes de reconvención.
—Dejadlo estar —aconsejó fray Rodrigo—. Esperad a mañana para tener una plática a
solas con él.
—¿Y debo permitir que un pobre deán se burle de mi autoridad episcopal?
—Lo invitasteis a una comida con extraños, señor.
Pero el obispo no estaba para sutilezas; así que mandó una nueva invitación a su deán.
Lo encontró el recadero jugando a los naipes en su casa, y volvió con una respuesta elusiva.
—Irás nuevamente —mandó el prelado—, y le dirás que llevas una orden para que se
presente en mi casa de inmediato.
No tardó el recadero en volver, espantado y temeroso, y entregó su recado con estas
­palabras:
—Señor, el señor deán dice que se siente enfermo, pero que de todas formas, podéis or-
denarle que cumpla con las cosas de la santa iglesia catedral, pero, reverendísimo señor, no
lo toméis a mal ni como cosa mía, pero dice que no tenéis ningún derecho a mandarle a que
venga a comer con vos, que comida, aunque no sea de obispo, no le falta a él, con vuestro
perdón, excelentísimo señor.
Se levantó furioso el obispo y pidió papel y pluma para escribir una comunicación formal
a su súbdito rebelde:

Padre Gil de Quintana, deán de nuestra catedral: A pesar de haberos llamado en la cari-
dad de Nuestro Señor, habéis permanecido en actitud de pertinaz desobediencia. Vista
nuestra contumacia, os mandamos en virtud de nuestra autoridad, que sin pretexto ni
tardanza os presentéis ante Nos, so pena de excomunión mayor latae sententiae atque
vitandae personae.

Recibió el deán la misiva, acercó la candela con que iluminaba la mesa en que jugaba con
otros vecinos, leyó y luego quemó el papel y le dijo al recadero:
—Dile a su excelencia, hermano, que atenderé a su invitación en cuanto me libre de las
ocupaciones en que me ves.

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Antología crítica

Salió corriendo el pobre lego, temeroso de que las cosas pasaran a más. Por las calles, por
donde parpadeaba ya el sol, se percató de la presencia inusitada de muchas personas que
parecían velar la casa del deán. Pero llegó a la del obispo y entregó su recado sin ningún co-
mentario. Trató el prelado de serenarse y esperó un tiempo. Mas al ver que la noche entraba
y el deán no se presentaba, llamó a gritos a fray Rodrigo y a fray Pedro, el de la Merced, y
requirió a su alguacil. Luego que estuvieron en su presencia, les ordenó:
—Iréis y prenderéis a Gil de Quintana, ese mal cristiano y peor sacerdote, y lo traeréis a
encerrar en mi casa, para entregarlo al brazo secular una vez que se le haya juzgado.
—Así será, señor —respondieron inclinándose los tres.
Llegaron a la casa del deán y llamaron a golpes a la puerta. Salió el padre Gil a abrir, y sin
más el aguacil lo tomó de los brazos y lo jaló hacia afuera, mientras los frailes le intimaban las
órdenes de su superior.
—¡A mí! ¡A mí!, ¡Favor del Rey! —gritó entonces Quintana.
Aconteció como por casualidad encontrarse por allí el alcalde, quien al percatarse de lo
que sucedía, exclamó enfurecido:
—¡Por el Rey! ¡Socorred lo que podáis!
De las casas y las calles vecinas se acercaron velozmente hombres armados que cayeron so-
bre el alguacil y los frailes y les arrebataron al prisionero, a quien habían herido en la ­conmoción.
—¡Ved lo que me ha hecho el obispo por absolveros contra sus injusticias! —protestó el deán.
—¡No sólo nos insulta en nuestra iglesia sino que amenaza con armas a nuestros amigos!
—¡Vayamos y prendámoslo a él!
—¡Ningún judío nos privará de lo nuestro, así lo proteja el Rey! —gritó un viejo ­disparando
al aire su arcabuz.
Corrió por la turba un hálito de rabia y, sin que nadie expresara una orden, se ­dirigieron
todos a la morada del obispo. El alcalde, por prudencia, ordenó que se pusieran guardias a
las puertas de la casa de don Diego Martín, donde se aposentaban los frailes recién ­llegados.
—No sea que se armen y vengan en defensa del viejo, y entonces corra más sangre de la
que queremos —comentó.
La muchedumbre llegó a la morada del obispo y se metió sin más; él se había recluido en
una habitación interior, a donde lo habían casi arrastrado los pocos frailes que con él habían
quedado. La gente que logró entrar hasta esa habitación no respetó distancia, sino que aco-
rraló al prelado hacia el fondo de ella y no faltó quien gritara:
—¡Por menos de sus insultos habría yo dado muerte a cualquier cristiano!
—¡Teneos, por Dios! —gritó entonces el obispo, con voz firme y serena—. Hablemos
como personas sensatas y veamos de remediar nuestros desacuerdos.
—Aquí no hay desacuerdos —exclamó entonces Pedro Moreno—. Vos habéis llegado a
nuestra ciudad gracias a nuestra caridad, y sin habernos visto nunca nos habéis insultado y
excomulgado. ¿Dónde está el desacuerdo?

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L a novela en Chiapas

—¿Cuándo nos habéis visto maltratar a los indios? —inquirió Francisco de Velasco—.
¿Qué sabéis de cómo nos tratamos y contratamos con ellos?
—¡Querés quitarnos nuestras encomiendas y nuestros repartimientos para quedaros con ellos!
—gritó Luis de Mazariegos, ahogándosele la voz—. ¿Conocés siquiera nuestras ­ordenanzas?
—A los indios les hemos enseñado a manejar instrumentos que no conocían y que les
ayudarán a vivir mejor —interpuso Juan de Morales.
—¡Les hemos traído animales que ya les están sirviendo y les estamos mostrando cómo se
trabaja con otros, que no tardarán en comprar ellos para su servicio! —apuntó con voz sonora
Andrés de la Tovilla.
—¡No hago más que cumplir las leyes de Dios y de su majestad! —interrumpió entonces
el obispo, empezando a perder los estribos.
—Leyes con que lo envolviste —gritó ya furioso Luis de Mazariegos.
—Hubo grandes discusiones entre los representantes de los encomenderos y santos y
devotos teólogos señalados por su majestad —atajó el obispo.
—Pero vos erais uno de esos santos teólogos —arremetió el de Velasco—. ¡Vos que fuis-
teis parte en la muerte de tantos indios en las islas! ¡Vos fuisteis uno de ellos!
—¿Y cómo podrían nuestros representantes competir en la corte con vosotros? —pre­
guntó Martín González—. Vosotros os pasáis la vida entre libros y cánones, mientras ­nosotros
­estamos en estos montes peleando por Dios y por el rey, y buscando cómo arrancarle a la
tierra un mendrugo para comer con nuestras mujeres y nuestros hijos. ¡Y para daros de comer
a vos y a vuestros frailes también!
—¡Habéis esclavizado a los indios, que son hijos de Dios y vasallos de nuestro rey! —cortó
enojado el obispo.
—¿Cómo queréis que levantemos una ciudad aquí sin la ayuda de los que han sido
­vencidos en guerras aprobadas por los reyes?
—¡Trabajad vosotros! —exclamó el obispo, ya sin poner ningún freno a sus palabras.
—Más que vos trabajamos, y más que esa runfla de mendigos muertos de hambre que os
acompañan, y a quienes tenemos que sostener con el sudor de nuestra frente —dijo con voz
alterada don Álvaro Díaz.
—Ellos vienen a servir al Señor —tronó el obispo—. Y en mayor excomunión estáis
­cayendo al insultar a los ministros del Altísimo. Su misión es salvar vuestras almas y librar de
vosotros las de esos pobres a quienes vosotros habéis venido a oprimir con cargas superiores
a sus fuerzas.
—Digo yo —le interrumpió sin miramientos Francisco de Velasco—, dejad que vuestros
frailes vayan a los montes a cumplir su misión. Que ellos les den a los indios el alimento
del alma y los hagan cristianos, como nos dicen que lo han hecho en Tezulutlán. Pero alzar
ciudades y sacar de la tierra la comida del cuerpo es labor nuestra, que cumpliremos, mal
que os pese.

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Antología crítica

—¡Seguro! —gritaron los amotinados.


—Pero no con la sangre de mis indios —clamó transformado el obispo.
—¿Ahora ya son vuestros? —se oyó que rezongaba con sorna una voz al fondo de la
­habitación.
—Son de Dios, que es lo mismo. Mas esperad. Yo os propongo algo que puede ayudaros
a vosotros y salvar a estos pobres. ¿Por qué no compráis esclavos negros?
Estalló una sonora risotada, y en el tumulto apenas se entendía lo que decían.
—¡Ya salió el judío!
—Vendenegros!
—¿Los negros no son de Dios?
Pero el prelado no se daba por vencido, y a señas y a gritos pedía que se calmaran para
continuar.
—Los negros son más fuertes que los indios, a quienes obligáis a trabajar en cosas que
nunca han conocido. Vuestras minas y vuestras plantaciones exigen brazos hechos a eso.
—Señor obispo —dijo comedidamente doña María de Velasco, una de las poquísimas
mujeres que habían logrado colarse entre la multitud de hombres—, señor: no tenemos aquí
minas, ni plantaciones, más que el poco trigo que nuestros maridos han logrado sembrar en
campos quebrados por nuestros bueyes. Y de lo que sé, más carga transportaban antes los
indios que ahora. Las pocas labores que algunos de nosotros han podido establecer en las
tierras calientes, son estancias de ganado, que en las llanuras se alimenta solo.
Se quedó pensativo el prelado. Agachó la cabeza, como dando gracias de que la gente
se hubiera calmado, al menos en apariencia, ante la inesperada intervención de una mujer.
Reconoció que éste era el momento oportuno para aprovechar y despedir a su grey sin lasti-
marse más. Avezado a discusiones acaloradas, no tuvo miedo de proponer una tregua.
—Id a vuestros hogares, que ya pasa de la medianoche —les dijo casi con manse­dumbre—.
Más tiempo y más calma tendremos mañana, una vez que hayáis reposado.
—¿Qué hay de las excomuniones? —se oyó que alguien reclamaba fuera de la habitación.
—Cumplid con vuestras obligaciones y se os absolverá —respondió sin compromisos el
obispo.
—¡Cabildo abierto mañana a mediodía! —se oyó tronante la voz del alcalde.
Esto convenció a todos. Se retiraron en grupo, de modo que nadie quedara que pudiera
hacer ningún pacto personal con el obispo. Por las calles se fueron dispersando rumbo a sus
casas. De las paredes de bajareque reviraban aletargadas las últimas conversaciones que eran
sólo el eco triste de una paz casi muerta, pero que trataba de aposentarse en aquel eternamen-
te misterioso valle de Jovel.
Frente a los caxones de la plaza había una casa de adobe, todavía con techo de paja,
pues los propios de la ciudad no habían alcanzado para las tejas. Era una construcción
alargada, con un corredor hacia el oriente, que orgullosamente llamaban “los portales”.

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L a novela en Chiapas

Las casas consistoriales habían sido planeadas en ese lugar desde aquella tarde años antes en
que el capitán don Diego había hecho sonar allí con alegría y por última vez el cuerno de sus
antepasados, aquel que un día fuera de Nuño, el bisnieto de don Alvar Fáñez.
Desde antes del mediodía ya se había reunido allí una muchedumbre, y la plaza, a esa
hora normalmente llena de mercaderes de San Lorenzo Cinacantlán y de San Juan Chamula,
se había vaciado de indios, que, aunque a medias, se habían dado cuenta del ambiente de
­tensión que se respiraba en Jovel. Al sonar el ángelus en las campanas de la catedral apare-
cieron los alcaldes, los regidores, los alguaciles y el escribano, se inclinaron santiguándose
y luego declararon abierta la sesión de cabildo. Fue una sesión tormentosa en que participó
toda la gente, habiéndose quedado en casa únicamente los niños. Al final, ya a mediados de
la tarde, pidió silencio el cadañero para que todos pudieran escuchar este pregón:

Mandan los señores alcaldes y regidores que desde hoy se suspendan las temporalidades al
fraile que dice ser el obispo de esta ciudad de Ciudad Real de Chiapa y a los demás frailes
que lo acompañan, hasta nueva decisión de los dichos señores alcaldes y regidores.
Otrosí, mandan los susodichos señores que nadie sea osado de vender ni llevar al
dicho fraile ni a los dichos frailes sus compañeros cosa alguna para comer o beber, so
pena de diez pesos de oro cada vez. Y que si el que contraviniere esta ordenanza fuere
indio, la pena sea de quitarle la comida y de darle cincuenta azotes junto a la picota,
donde todos puedan verlo.
Y porque es verdad que ansí lo mandaron los dichos señores alcaldes y regidores,
firmó y puso su signo en este pregón don Gaspar de la Cruz, escribano real, público y
de cabildo desta ciudad.

Se calló el pregonero, enrolló su pregón para ir a gritarlo en las esquinas, sin que hubiera necesi-
dad, pues todo mundo se había enterado. La gente recibió el pregón sin alegría y, poco a poco, fue
retirándose cada quien a casa o al trabajo de su labor. Quedó la plaza totalmente vacía. Los regidores
cerraron con llave las casas consistoriales, y también se alejaron de allí como si huyeran de la peste.
No tardó en llegar la noticia a oídos del obispo. Él, que no esperaba una acción semejante
sino otro enfrentamiento verbal como el de la noche anterior, se sintió desarmado y pidió a su
recadero que llamara a fray Rodrigo, su compañero, amigo y confesor. Pero los frailes habían
salido desde temprano rumbo a los parajes a predicar a los indios en los montes:
—Hermanos vuestros somos, y hemos venido de parte de Dios y del rey don Carlos,
nuestro señor, a libraros de toda carga de tributos y trabajos de esclavitud que los castellanos
os hayan impuesto.
El traductor de lengua mexicana tenía dificultades para hacer comprender estas ideas a
aquellos hombres que desde tiempos inmemoriales se habían acostumbrado a tributar a chia-
pas o a mexicas, que no solamente les exigían el producto de su trabajo y su trabajo, sino

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Antología crítica

hasta la vida de sus hijos y sus hijas. Y el rey don Carlos no significaba nada para ellos; más
significaban los castellanos, hijos del trueno, que les habían traído machetes y martillos y
­gallinas. ¡Pero Dios! ¡Otro dios! El pasar de dios en dios solamente les había acarreado triste-
zas y dolores.
Volvieron los frailes por la tarde al valle. Entraron a la ciudad por el barrio de los mexi-
canos, y ya desde allí empezaron a oír noticias del pregón de ese día. Al llegar a la calle de
Cinacantlán los apabullaron la soledad y el silencio.
—¿Ya volvéis de trabajar? —les preguntó de repente, asomando la cabeza por su puerta el
viejo Martín González, con bien marcada sorna.
—¿Qué sabéis del pregón? —inquirió con candor fray Tomás.
—Si algo os contaron en el barrio —contestó el viejo—, creedlo todo, que eso y más es
verdad.
—Pues entonces —dijo el fraile en tono de amenaza— a nosotros no nos quedará más
remedio que abandonaros a vuestra suerte y sacudir el polvo de nuestras sandalias, como nos
lo mandan los santos evangelios.
—Pues si queréis marcharos —respondió don Martín—, yo, aunque viejo, os sacaré a
cuestas uno a uno para que no se os pegue el polvo en los zapatos, y así no tendréis necesidad
de sacudirlos.
Siguieron los frailes su camino con gran desconsuelo. Llegados a su casa dispusieron
­mandar a fray Rodrigo a pedir el consejo del obispo, ya que habían decidido abandonar la
ciudad en vista de las circunstancias.
—Id vosotros a Chiapa de los Indios —respondió el obispo—. Yo no puedo abandonar
esta iglesia que me fue encomendada por el papa y por el rey.
—Yo me quedaré con vuestra señoría para acompañaros como de costumbre —fue la
respuesta de fray Rodrigo.
Al día siguiente de madrugada salieron los frailes por el mismo camino por donde ha-
bían llegado. Y pocos días después, a pesar de su serena terquedad, también salió el obispo
acompañado de su confesor. La campana mayor de la catedral se echó a doblar a muerto para
anunciar su salida. La ciudad se sintió aplastada por una inexplicable pesadumbre, como si
algo largamente esperado se le fuera de la vida.

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre La isla en el lago


de José Martínez Torres

José Martínez Torres nació en la Ciudad de México en 1955. Fue un niño solitario, con un
carácter proclive al alejamiento. Desde esa distancia, su espacio especial, observaba la vida,
tenía cierta conciencia de su acto de contemplar. La quietud frente al mundo le sugería varias
posibilidades creativas: una, quizá la más importante y recurrente, era su necesidad de fijar
un momento, una emoción, una nostalgia.
El niño silencioso y reflexivo asistía a misa todos los domingos. Una vez dentro de la
iglesia se sentaba en una banca para observar, perder la mirada en los pasillos anchos donde
se reflejaba la débil luz de las bombillas eléctricas, en los nichos de los santos, los rostros de
hombres y mujeres que escuchaban abstraídos a un cura aún más lejano.
Martínez Torres esperaba que la Virgen lo mirara sólo a él, que la imagen estática en el
claroscuro de las veladoras moviera los ojos para encontrarse con los suyos. El niño esperaba
algo más de la realidad que vivía, la intuición le indicaba que existía un mundo mucho más
amplio y emocionante. Entonces dejaba que su imaginación se desbordara, imaginaba que
el ángel postrado al fondo de la cúpula de la iglesia de pronto desplegaba sus alas para volar
sobre los feligreses. En silencio miraba al ángel desplazarse por el aire; el niño elevaba la mi-
rada para sonreírle a la creatura.
Sus padres no eran ricos ni mucho menos, pero poseían lo necesario para vivir sin proble-
mas. Martínez Torres asistía a una primaria pública donde, para su buena suerte, apareció
una maestra joven, seguramente guiada por el ángel, que se preocupó por fomentar la lectura
entre sus alumnos. Un día la maestra solicitó a cada niño que llevara un libro para donar al
grupo. Al final de la semana se habían reunido muchos títulos.
El lunes siguiente la maestra explicó a los niños su plan: cada uno debía leer un libro. Se
daría un mes de plazo para leerlo, y así se irían rotando los títulos. Martínez Torres fue de los
más entusiastas con aquella idea. Leyó con disciplina y atención y, al finalizar el curso, cada
alumno había leído diez libros aproximadamente.
El ángel batió sus alas con energía y aquella maestra se quedó para impartir clases los
dos años siguientes, que eran los últimos de la primaria. Martínez Torres fue picado por “la
araña”, jamás dejó de leer. Los títulos iban y venían: Robinson Crusoe, El jugador, El conde de
Montecristo, Ana Karenina, Las aventuras de Tom Sawyer, La cabaña del tío Tom, El último

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Antología crítica

de los mohicanos. ¿Que no eran lecturas propiamente para niños? Eso a nadie le importaba y
mucho menos a Martínez Torres.
El niño leía con inquietud. Comenzó a disfrutar de las historias, pero también del sonido
de las conjugaciones, el ritmo y el tempo del lenguaje. Las palabras en sí mismas lo entusias-
maban, y claro que al leer muchas dudas lo asaltaban, quería saberlo todo.
La maestra intentó una segunda fase del experimento. Una mañana pidió a sus alumnos
que escribieran una composición. Saltar de la lectura a la escritura fue natural para un niño
como él; sin embargo, entendió que escribir era una tarea difícil, sobre todo si quería en
­verdad fijar un sentimiento, un suceso, el mundo.
La maestra llegaba al aula y les pedía a los niños: “Escriban una composición sobre la
­bandera”, otro día “una composición sobre el árbol”. Escribir y leer se convirtieron, por lo
menos para él, en tareas imprescindibles.
Los años transcurrieron. Algunas tardes, mientras leía en su habitación, aquel adolescente
creía que el ángel se agazapaba tras su ventana. Una mañana en la preparatoria el maestro de
literatura mencionó que había un escritor verdaderamente grande. “Ese hombre revolucionó
la literatura del siglo XX. Habló nada más y nada menos que de James Joyce”. El nombre
de Joyce permaneció en su mente durante esa semana. Joyce era un enigma, Joyce era una
­puerta que llevaba a otro mundo, Joyce era la verdadera literatura.
Martínez Torres buscó y buscó textos de aquel irlandés revolucionario hasta que encontró
el libro de cuentos Dublineses. Los cuentos lo sedujeron lo suficiente, hasta llegar a un terri-
torio que en algo se parecía a su espacio especial. “The Dead” no sólo era la narración más
extensa, tenía un espíritu diferente a todo lo que había leído, y vaya que para la prepa sus
lecturas habían crecido exponencialmente.
Una tarde en su habitación dio vuelta a la última página de Dublineses. Vino el silencio,
sintió un vacío profundo que se expandía desde su pecho, respiró con dificultad. El libro
lo desilusionó. No podía explicarse en qué radicaba lo revolucionario en aquellos textos.
Estaban bien escritos, sin lugar a dudas, pero también Ana Karenina o Crimen y castigo.
¿Dónde encontrar la genialidad de Joyce? Martínez Torres, que para esos años hablaba y
leía un inglés respetable, investigó en libros especializados tratando de hallar la solución
del enigma, hasta que un buen día en la biblioteca abrió la Enciclopedia británica y leyó
dos opiniones que lo sedujeron aún más: “Los muertos” era considerada ahí una pieza
maestra, si bien la verdadera aportación técnica de Joyce a la literatura se hallaba en Ulises.
José Martínez Torres compró su ejemplar de aquella novela y comenzó una ardua y tenaz
lucha contra la escritura de Joyce. Su admiración por el escritor irlandés fue creciendo hasta
convertirse en una pasión.
En esa misma época tuvo otra revelación literaria: Nietzsche. En materia de filosofía los
textos del pensador alemán le abrieron un mundo desconocido, poco a poco fue estudiando
los libros, la biografía y la época de Nietzsche. Otra pasión.

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L a novela en Chiapas

Martínez Torres había destacado en la preparatoria por su inteligencia, agudeza y ambi-


ción. A los veintidós años, en 1978, obtuvo la beca Salvador Novo. Conseguirla no fue tarea
fácil: primero porque estaba en el límite de edad (Novo estipuló que la beca no se le conce-
diera a nadie que pasara de los veintidós años); además el jurado solicitaba a los aspirantes un
libro para medir sus aptitudes y talento. Martínez Torres, que ya escribía versos, presentó un
poemario. El jurado consideró que el libro era bueno y le concedió la beca.
José Martínez Torres ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. El ángel
nuevamente movió una mano y el destino tomó su curso. Uno de sus maestros fue Juan
José Arreola, quien lo influyó profundamente, sobre todo con respecto a la disciplina para
escribir. Arreola le enseñó, entre otras cosas, la rigurosidad y la precisión en el lenguaje. Si
leemos o releemos los trabajos de Martínez Torres encontraremos que son textos extremada-
mente cuidados, medidos, calculados. El lenguaje es una de sus preocupaciones, su principal
compromiso estético está con el lenguaje. En sus dos títulos de poesía —Los números rojos
(1980) y el que quizá es su mejor libro, La flecha en el aire (2005)— la precisión del lenguaje es
memorable, poco frecuente en la poesía en Chiapas. En sus novelas La isla en el lago (1996)
y El diario de la Riva (2001), el lenguaje narrativo está construido desde la visión del poeta,
los ritmos y tempos fluyen con música natural, la prosa es limpia, cristalina, y se logra una
levedad casi metafísica.
Ya desde aquellos años de estudiante universitario, Martínez Torres se impone tal disci-
plina que escribe poco y corrige mucho. Su rigurosidad aún sigue tan vigente como en esos
años. Ha escrito pocos libros, dos volúmenes de poemas, dos novelas y una crónica. Sin
embargo, la verdaderamente valioso de su obra está en su profundidad y, si me permiten la
palabra, en su perfección.
En 1982 gana la beca del Centro Mexicano de Escritores. Ahora cree que en realidad no
es un poeta sino un narrador, el proyecto presentado al Centro es de narrativa y su quehacer
literario se centra en relatos largos como los de Tributo de quema o sus novelas y la crónica.
En 1987 se muda a Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, ya que recibió una invitación para incorporarse
a la plantilla de catedráticos de la UNACH, donde comienza a laborar como profesor e inves-
tigador del Departamento de Estudios Literarios.
Hacia el año 2006, mientras revisaba papeles y cuadernos viejos, encontró unas libretas con
apuntes y algunos poemas. No le parecieron malos, con una nueva corrección y re-creación
podría reunir dos libros de poesía. Así surgieron los dos libros de su poesía que hasta ahora ha
publicado.
Las novelas de José Martínez Torres han sido galardonadas con premios importantes.
En 1986 obtuvo el Premio Nacional de Novela Breve Ciudad de Alcorcón, España, con una
versión corta de La isla en el lago, y en 1993, con la misma novela ya amplificada, el Premio
Nacional de Novela José Rubén Romero, en México. Con El diario de la Riva ganó el Premio
Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos en el año 2000.

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Antología crítica

Voy a referirme primero a la novela El diario de la Riva. En el relato, Ariel, el personaje


principal, nos cuenta sus filias y fobias con el mundo, la vida que lo llevó a trabajar en la bi-
blioteca de un colegio de monjas. Después de obtener milagrosamente el empleo, su mujer,
Lidia, lo abandona. Ariel está tan solo que prefiere escribir un diario para conversar consigo
mismo de una manera organizada. Ariel es un lector voraz, un obseso de los libros y los tí-
tulos y un aspirante a escritor. La prosa es limpia, los adjetivos están de tal modo calculados
que no es necesario abusar de ellos. El flujo narrativo nos atrapa desde las primeras páginas.
Se trata de una historia de amor, pero también de una historia de soledad.
La isla en el lago es una novela mucho más compleja que El diario de la Riva. La Ciudad de
México es la espacialidad que por momentos logra transfigurarse en un ethos, un espíritu que se ex-
presa en los personajes de la narración, en sus actitudes, soledades, frustraciones y formas de habla.
Es probable, no olvidemos que Martínez Torres nace y crece en la Ciudad de México, que
el texto se inscriba como un texto de la nostalgia, una evocación de la ciudad perdida, pero tam-
bién parece ser un discurso de la resignación, “esto es lo que tenemos”, “con esto seguimos”.
Martínez Torres obtuvo el grado de doctor en Literatura por la UNAM con una tesis sobre La
región más transparente de Carlos Fuentes. El conocimiento de Martínez Torres sobre la Ciudad
de México y la novela urbana es profundo, erudito. No es casual que La isla en el lago refiera
lo urbano como materia ficcional. La novela de Martínez Torres establece un diálogo con la de
Fuentes. Un relato diacrónico, el texto de Martínez Torres habla desde una temporalidad lejana
de la de Fuentes, cincuenta años después de la temporalidad de La región más transparente.
En realidad existe un continuo de novelas que tienen a la ciudad como escenario. El mis-
mo Martínez Torres señala en su tesis de doctorado que La región más trasparente no es la
primera novela urbana de México, como algunos críticos pretenden hacernos creer. Muchos
años atrás, novelas como La Rumba de Ángel de Campo, Santa de Federico Gamboa o El
joven de Salvador Novo, además de otros títulos poco estudiados por la crítica como Autopsia
de Pablo Palomino, Soledad de Rubén Salazar Mallén y la excelente Los días terrenales de
José Revueltas ya habían recurrido a la ciudad como espacio narrativo.
La isla en el lago dialoga con esta genealogía. La novela de Martínez Torres tiene una
estructura apoyada en James Joyce, sobre todo en su tipología geográfica. Es interesante ob-
servar que primero se publicó la novela y después se redactó la tesis doctoral, pero ambos
trabajos están emparentados o son las dos caras de una misma moneda.
La isla en el lago es una novela compleja. La prosa ágil y certera puede engañar al lector.
El verdadero sentido de la narración se encuentra en el subtexto, el topos se convierte en es-
píritu, se desdobla en los seres humanos. Ellos, los hombres y las mujeres, son una extensión
existencial del lugar. Las calles y pasajes son algo más, su verdadero rostro se pierde en una
metafísica de la espacialidad. El Singapur, el congal o el burdel que recibe a los personajes, es
una caja de resonancia, un espejo dentro de un espejo, un santuario, un templo, no del vicio,
sino de la orfandad existencial.

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L a novela en Chiapas

vx

La isla en el lago
José Martínez Torres
—1996—

Un año antes comenzó todo en el Singapur. Era un sábado normal y sobraba público.
Con una propina de por medio les sirvieron una cuba y prometieron la primera mesa que
se ­desocupara. Malena sostenía su vaso con las palmas de la mano y lo giraba con suavidad.
—No está bien vernos ya aquí, Gerardo —le dijo—. Se están haciendo envidias. Ven que
el trato no es igual. —Malena giró su cuerpo y observó alrededor. Propuso: —Nos podríamos
ver en otros lados, ¿no crees?
—Está bien —concedió el General, mientras dejaba su vaso en la alfombra, entre los
pies—, es impertinente, pero el Singapur forma parte de lo que pasa entre nosotros. En otro
lugar no sería lo mismo.
No quiso decir que en otro lugar Malena se despojaba de su verdadero atractivo, pero ella
pareció interpretarlo así; no que esperara que le propusiera abandonar el Singapur, pero sí al
menos que quisiera conocerla de otro modo, en otros sitios, como a cualquier persona. Su ros-
tro languidecía y su mirada siguió con resignación el humo de su propio cigarro. Fuera del ca-
baret no podía ­competir con las mujeres comunes; se sabía marcada por algún signo, invisible
pero perceptible; su propia inseguridad hacía que todos se volvieran a verla, para despreciarla.
El General iba a preguntar por qué estaba triste, pero las palabras arruinan las intenciones y
prefirió esperar. Ella insistió:
—Podemos vernos en un bar, ir a algún restaurante. ¿A poco no te parece más bonito
aquél al que fuimos? ¿Te digo lo que más me gustó? La iluminación. Todo parece de juguete
o de dulce, como en un sueño.

José Martínez Torres (Ciudad de México, 1955).


Narrador, ensayista, poeta y traductor. Doctor en Letras por la UNAM. Desde 1987 reside en Chiapas, en donde
es profesor universitario. Ha publicado estudios en revistas de filología sobre Bernal Díaz del Castillo y sobre
la obra inicial de Carlos Fuentes, entre otros, y ha colaborado en Casa del Tiempo, El Nacional, La Jornada y
la Revista Mexicana de Cultura, entre otras. Ha sido guionista, redactor, editor, periodista cultural, investigador
y empresario. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Obtuvo la beca Salvador Novo y la del Centro
Mexicano de Escritores. Recibió el Premio de Novela Ciudad de Alcorcón, en Madrid, en 1986; el Premio de
Novela José Rubén Romero 1993 por La isla en el lago y el Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos
2000 por El diario de la Riva.

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Antología crítica

Una sombra de molestia apareció en la cara del General. Ella se refería al lugar en que se
encontraron allí, de frente, con un tío suyo. La actitud burlona con que éste trató a Malena
lastimaba en la memoria. Después le había dicho que su amiga era muy atractiva y que a cual-
quier hombre debía gustarle, aunque su presencia no fuera, ¿cómo decirlo?, demasiado fina…
En ese momento se escuchó “No puedo ser feliz” y el rencor se escapó de sus emociones.
La canción transcurrió con sonidos graves muy lentos y terminó entre grandes aplausos. El
cantante cambiaba su rostro emocionado por uno de agradecimiento, inclinando la cabeza
muchas veces. La mirada de Malena volvió a extraviarse en los rincones del cabaret. Pensaba
en la vieja construcción del restaurante, en el bar acondicionado en el entresuelo de aquella
casa de piedra y tezontle. La habían dejado deslumbrada sus taburetes de cuero negro dis-
puestos alrededor de pequeñas mesas, las pequeñas lámparas con pantallas rojas de luces
débiles conformando una tenue atmósfera tan agradable, sus manteles blancos que relucían
y daban la impresión de minuciosa limpieza. Antes había caminado por ahí, sin soñar con
conocer el sitio por dentro, y había visto detenerse coches grandes y nuevos, ante las puertas
de madera con vidrios de colores; señoras muy bien vestidas acompañaban a señores con
finos paraguas en las manos, entrando o saliendo fugazmente. Las señoras llevaban maqui-
llajes un tanto recargados y ellos trajes oscuros. También había personas más modestas, pero
se comportaban con naturalidad. Y los meseros —¡qué diferencia con la vulgaridad de Julito
y de su calvo jefe!— aparecían ante los ojos de Malena como bienintencionados anfitriones
siempre dispuestos a atender. La cajera con sonrisa, las pinturas sobrias de pesadísimos mar-
cos labrados, la alfombra mullida oro y ocre con ribetes azul turquesa; suave y lenta música,
para acompañar la plática, era ejecutada por un pianista reservado y serio.
En el vestíbulo había arañas con doce globos relucientes y enormes espejos en las ­paredes
de terciopelo azul, con marcos de talla de madera, bases de mármol y dinteles que se refle­
jaban en los espejos biselados. Parecía mentira que todo esto a él no le dijera nada. La
­entristecía también no tener su autoridad y displicencia y, en cambio, sentir cómo ardían
sus mejillas cuando él dio un grito y chasqueó los dedos al tan amable mesero, que se volvió
todavía más amable. En realidad, nadie la vio con menosprecio ni con cinismo. Había tenido
la precaución de arreglarse con poco maquillaje, suéter abierto de lana gris con un prendedor,
falda oscura. Tuvo la precaución también de usar poco perfume, una blusa blanca abotonada
a la espalda sin escote y un solo collar discreto que aparentaba perlas.
El General permanecía callado. Malena dijo con resentimiento:
—¿No me oíste, Gerardo? ¿Por qué nunca contestas?
Se volvió y la vio a los ojos, con media sonrisa divertida:
—Ya me dijiste que te gustaron las luces…
—No sólo es eso, dije que la iluminación era lo que más me había gustado, pero como tú
nunca dices qué opinas ni nada… Yo creo que ni te fijas. A ver: ¿cómo eran las luces?
—Ineficaces.

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L a novela en Chiapas

Malena sonrió y le golpeó un brazo en broma. Después aceptó la promesa de que al día
siguiente la iba a esperar en la puerta de aquel sitio, a las ocho, y así llegaron a un acuerdo: de
ahora en adelante la buscaría en el Singapur, poco antes de la salida, sólo una vez a la semana,
y otra vez se citarían en el bar que le gustaba a ella, pues siempre el General se presentaba de
improviso con cualquier pretexto y sólo esporádicamente la invitaba a verse afuera.
Malena observó en círculo, con detenimiento, hasta que tomó su mano y lo condujo a
toda prisa hasta el fondo del salón, donde, unos minutos más tarde, se desocupó una mesa.
—¿Cómo sabías? —preguntó el General con gesto de asombro—. Estaba seguro que se
iban antes los de allá.
—Cuestión de fijarse: él se movía en la silla, como incómodo. Veía para todos lados.
­Hablaba poco porque no le tomaba interés a la chica que lo acompañaba.
—Dos cubas —dijo, satisfecho con la explicación—: una normal y una la sirves puesta, no
más con el hielo; aparte el agua.
Cuatro clientes ocupaban una mesa contigua. Habían añadido otra mesa más con sillas
e invitaron a las tres acompañantes que tenían más a la mano, así que uno de ellos quedó
sin pareja; ebrio, se acercó a Malena, la invitó a que dejara a su cliente para completar el
­grupo. Ella le dijo que no podía, que tal vez más tarde. Entonces regresó con sus amigos, pero
­insistió desde su sitio y la llamó varias veces con distintos ademanes. Malena mostraba cada
vez más nerviosismo, ante la mirada indiferente y el silencio del General quien, al cabo de
unos momentos, la tomó del brazo y la condujo a la pista para tranquilizarla.
Media hora después, el cliente ebrio solo estaba esperándolos, de pie junto a su mesa. Dijo
a Malena que tenía que bailar con él: puesto que había esperado todo ese tiempo, ya era su
turno.
—No puede, mi buen —respondió el General condescendiente, como se trataba de un
borracho—. Ya te dijo. Ahorita está ocupada.
El cliente extendió una mano para sujetar a Malena y el General la cubrió con su cuerpo.
Estaban de pie, junto a la barra del bar, desde donde unos meseros observaban. De ­inmediato
se percibió tensión en el público más cercano.
—No te metas —dijo.
—Mira, mi buen —le mostró la palma de la mano hacia el público—: ¿cuántas muchachas
guapas ves? Yo veo muchas libres. Bueno, veo como a… dos… No, como a tres, cuatro, por
lo menos. ¡Aquí tienes para escoger!
—Ya escogí —respondió sin entender la broma, con voz entrecortada, señalando con el ín-
dice a Malena. Los meseros se mantenían a la expectativa y desatendieron su trabajo. El cliente
ebrio, que tenía unos diez centímetros de estatura menos, dio un paso al frente. El General
conservó la calma.
—Yo también ya te dije. ¿Por qué no invitas a otra?
—¿Y tú? ¿Por qué no te largas a la chingada?

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Antología crítica

Hizo un gesto de incredulidad, suspendió a la mitad la sonrisa y sus cejas se unieron.


Apartó a Malena y lo vio a los ojos, con los brazos abiertos y el rostro en alto.
—¿Qué? —preguntó.
El cliente se volvió hacia el grupo de las mesas unidas.
—Que si no te largas, te carga la chingada a ti —dijo menos convencido.
—Al calor… —dijo el General uniendo las manos para formar los puños. Tenía la mirada
brillante, congestionada.
En ese momento intervino el mesero calvo. Con un movimiento impecable, sujetó por la
cintura al cliente ebrio solo y lo llevó a su mesa, donde lo recibieron con burlas y ademanes
de que debía tranquilizarse. La situación parecía del todo controlada, a pesar de las amenazas
con el cuerpo en vilo que vociferó en contra del General.
—¿Qué tal si mejor nos despedimos? —propuso Malena—. Al fin ya quedamos para
mañana.
—Va a creer ese imbécil que le tengo miedo… —dijo. Las manos le sudaban, como un
termómetro que indicaba altas presiones y violencia.
—¿Qué te importa lo que crea ese imbécil?
No quiso discutir.
—Vamos a bailar —ordenó.
Al parecer, el cliente se olvidó de Malena y ya ni siquiera se volvía para observarla. A
media pista, el General la tomó por la cintura y la atrajo; ambos sonrieron; ella acariciaba su
cabello y recorría con los labios la superficie áspera de su cara.
Hacia la una, el General encargó una botella cerrada, porque la velocidad con que le ser-
vían le había parecido muy lenta. Su mesa se cubrió intempestivamente con varias botellas
de tamaños distintos, dos ceniceros, dos vasos, un plato de cacahuates y otro de aceitunas.
Mientras tanto, en la mesa doble había comenzado una discusión. El mesero que atendía
al grupo descubrió que no alcanzaban a cubrir la cuenta elevada. Ofrecían relojes y alhajas
para completar los gastos. Se levantaron de sus lugares y las mujeres que los acompañaban
se fueron. Las voces eran cada vez más altas. Cinco meseros rodearon a cierta distancia la
negociación, que ahora se efectuaba entre el jefe calvo y uno de ellos. Éste les informó que iría
a su casa y regresaría con dinero suficiente, que todos se sentaran y siguieran celebrando. Así
se restituyó la calma. Les dijo también que en menos de una hora estaría de regreso. Se dirigía
a la escalera de la salida cuando tropezó, derribó varias sillas hasta que logró apoyarse en la
mesa del General, de donde cayó el mantel con vasos, platos, ceniceros. Malena se golpeó
ligeramente en un brazo. La botella de ron, casi llena, comenzó a derramarse en la alfombra.
—¡Estúpido! —gritó el General enfurecido, con la ropa mojada. Una rabia sorda surgió
desde lo más profundo de su cuerpo y su cerebro y la ira comenzó a quemarle las venas.
­Desde ese momento perdió toda relación con lo que ocurrió después. De un manotazo ­apartó
la mesa y con un golpe en la sien derribó al cliente ebrio solo, que se había abalanzado en su

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L a novela en Chiapas

contra, en cuanto vio que le reclamaba a su compañero. Alguien dentro de sí mismo se apo-
deró de cada movimiento; enceguecido, un odio irrefrenable ascendía por su cuerpo, como
el alcohol se subía a la cabeza; destruir, golpear, golpear, era la orden que ocupaba su mente
y precedía por un segundo la acción. Y en segundos también había una pelea generalizada
por toda la parte anterior del Singapur. Confusión y violencia, sin nexos ahora con el origen
del pleito colectivo: la compañía de Malena. Rotas botellas sobre el filo de la barra eran armas
que obedecían a movimientos circulares en el aire; parejas de clientes sujetándose con una
mano de los cabellos y con la otra y con las rodillas, de inmóviles a vertiginosos, golpeaban,
en una lenta danza quejumbrosa. El estrado donde tocaba la orquesta se había llenado de
mujeres asustadas con sus clientes, algunos de los cuales apoyaban las espaldas en la pared.
El improvisado enemigo del General se levantó tambaleante después del golpe y lo sujetó
de la camisa a la altura del cuello. Una mancha de sangre fresca le cubría la mitad del rostro,
abierto desde el pómulo hasta la orilla de la oreja, y parecía que entre más impactos laterales
de los nudillos recibiera, más se aferrara a la tela hecha jirones. El General logró acertar con
el puño sólido en la nariz: frente de él aparecieron unos ojos desorbitados, sorprendidos, y
después sintió el cuerpo que se iba desvaneciendo hasta el piso.
Malena, en cambio, gesticulaba por el dolor que le producía la mano de una compañera
tirando de sus cabellos. A su vez cerró con más fuerza su propia mano, menos por lastimar
como por hacer que cediera la presión que le hacía escurrir lágrimas y sentir la piel del cráneo
punzando. Eran dos rostros enrojecidos primitivos de dientes apretados.
—¡Puta!
La palabra como insulto hizo que cerrara con todas sus fuerzas el puño y los ojos.
El cliente ebrio solo quedó inconsciente sobre el piso. Entonces el General giró el
­desesperado cuello de derecha a izquierda, localizando al que había volcado el servicio. Éste
se inclinaba junto a la barra, en un lento vencimiento después de recibir el impacto de una
­botella, que dejó trozos pequeñitos de vidrio en el cabello. Dio cuatro pasos de carrera sobre
un espacio en forma de corredor angosto que se abrió al frente. Con lo alto del pie golpeó
­sobre un cuerpo sólido; se escuchó un ruido seco, igual al que hacen al caer los sacos de
­harina. Alguien lo sujetó de los brazos gritando que se controlara, cuando iba a rematarlo. Era
uno de los meseros:
—Ya estuvo —le gritó—, ya, ya estuvo —repitió, pero al ver al General a los ojos dio
­marcha atrás, aterrorizado.
La conciencia volvió hasta dos horas más tarde, cuando el ruido de las sirenas había termi-
nado. En la pared de una celda de la delegación de policía, se representaban las imágenes del
desastre, un gran fresco, negro y rojo, constituido con amplificados resultados: cejas abier-
tas, reventadas encías que borboteaban un líquido oscuro, cabellos apelmazados con sangre.
El sentimiento de culpa era un hormigueo en la piel bajo la camisa desgarrada, en el torso
­semidesnudo. La parte alta del pantalón y el vientre se sentían tiesos; las manos entumecidas

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Antología crítica

también estaban manchadas y producían una sensación desagradable, como la que dejaba el
pegamento cuando ayudaba a los zapateros del taller.
¿Venganza de qué? ¿En contra de quién? Al menos el cliente solo y el mesero que intentaba
sujetarlo pudieron defenderse, ¿pero la agresión al otro, inerme, a quien ni siquiera conoció
antes, cuando a lo lejos vio las manos que detenían la propia herida fluyendo? A su favor no
había nada; sólo que era imposible detenerse, una vez que lo atenazaba la cólera, una cólera
que, en el fondo, sólo era miedo.
Un policía apareció detrás de las rejas para decirles que tenían derecho a una llamada por
teléfono. Sus dos compañeros de celda se abalanzaron hacia la puerta; el General permaneció
inmóvil.

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre Muñequita de barrio


de Marco Aurelio Carballo

Marco Aurelio Carballo nació el 20 de septiembre de 1942, en Tapachula, Chiapas. Su padre,


Abraham Carballo Velásquez, contaba que cuando él tenía apenas seis años tuvo que salir
huyendo con sus hermanos del Istmo de Tehuantepec, ya que

llegaron los alzados, a principios del siglo XX, y los mataron [a sus padres] para despojarlos
del rancho. Cuatro sobrevivientes, dos niñas y dos niños, huyeron hacia el sur, de Oaxaca a
Chiapas. Quien iba a ser mi padre tenía seis años de edad y era el menor. Ya de adulto, supo-
niéndome bien curtido con su trato rudo, papá dijo que los matones no habían sido los revolu-
cionarios, sino un tío, el hermano de mi abuelo, el hermano de la víctima. A los setenta años, mi
padre fue quien estaba aún a medio curtir porque me dio la verdadera noticia con la voz rota, a
punto de estallar en sollozos. El hermano envenenó al abuelo y a la abuela para causarles pará-
lisis en las manos y luego les asestó de machetazos. En la historia cierta, el móvil fue el mismo,
robarles la tierra, apoderarse del rancho tinto en sangre (Carballo, 2008: 407).

La tribu de Amada, Petrona, Pánfila, Francisco y el padre de Marco Aurelio Carballo,


Abraham, salió de Mixtequilla, municipio de Tehuantepec, en el istmo de Oaxaca, hacia el
sur rumbo a Tonalá en la región del Soconusco, Chiapas. “Los cuatro hermanos pudieron
haber huido hacia el valle del estado de Oaxaca, o hacia Veracruz, pero la familia solía efec-
tuar peregrinajes anuales rumbo a Esquipulas, Guatemala, al sur de la capital de ese país,
para visitar el santuario del Señor de Esquipulas” (Carballo, 2008: 407), por lo que conocían la
región, y aun con muchos problemas pudieron asentarse en Tonalá, para después irse a vivir
definitivamente a Tapachula.
Don Abraham tuvo dos matrimonios antes de casarse con la madre de Marco ­Aurelio
Carballo. Con sus primeras esposas procreó algunos hijos: Magdalena, Ana, Enrique,
Juan y Marco Tulio, que son a quienes Carballo conoció y por algún tiempo frecuentó en
el ­Soconusco, aunque la leyenda cuenta que don Abraham tuvo más de veinte hijos con
muchas mujeres. Los padres de la madre de nuestro autor, a su vez, habían emigrado de
Juchitán, Oaxaca, huyendo de la Revolución. Ambos compartían una historia de pobreza,
inseguridad, migración y violencia.

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Antología crítica

Una tarde en la que don Abraham paseaba por la plaza principal de Tapachula vio a quien
sería la madre de Marco Aurelio Carballo. Inmediatamente la cortejó con miradas y sonrisas. El
sol caía sobre la ciudad con tal intensidad que Abraham sacó su paliacate para enjugarse el sudor.
Lentamente se acomodó el sombrero de palma y sin dejar de ver a la muchacha se acercó con ­cierta
torpeza, pero con sobrada decisión, saludó cortésmente y comenzó un diálogo que duró años.
Marco Aurelio Carballo vivió los primeros años de su vida en Tapachula, jugando con
sus hermanos: Enrique, que soñaba con ser el mejor futbolista del mundo; María Eugenia,
que amaba el baile, y María Elena, que al paso de los años resultó ser una buena empresaria.
Hacia 1944 don Abraham, cansado de ser un peluquero que ganaba muy poco, migró una
temporada a los Estados Unidos. Se fue de bracero a cosechar remolacha en el estado de
Montana. Durante los meses que don Abraham pasó en extranjero logró ahorrar algunos dó-
lares, la paga era buena; sin embargo, las condiciones inhumanas del trabajo lo exasperaron
tanto que decidió regresar al Soconusco.
Una vez en Tapachula don Abraham se vio: “Rodeado de fincas cafetaleras y de ­ranchos
ganaderos y de sembradíos diversos, papá no daba muestras de sentir aún el deseo de
­regresar al campo. La kilométrica lengua de tierra, el Soconusco, bien negra en algunas partes
y ­rojiza en otras, era, es pródiga. Se cosechaba café, plátano, papaya, guayaba, caña de azúcar,
­algodón, etcétera” (Carballo, 2008: 416). No, a don Abraham ya no le interesaba la tierra, por
eso prefirió invertir sus ahorros en la adquisición de un negocio de distribución de diarios,
revistas y algunos libros populares. En aquella época:

Las calles empedradas desaparecían y aumentaban las de pavimento. Cada vez era más difícil
ver gente a caballo por las calles céntricas, o carretones tirados por un caballo solitario llevando
y trayendo leña o carbón. Por distintos rumbos abrían sus respectivas puertas la cervecería La
Gota de Oro, enseguida llamada La Mesa Redonda, y las cantinas El Volante, La Poblanita,
etcétera, sin vestigios ya de la casa de tía Petrona. Aún no inauguraban el First National City
Bar (Carballo, 2008: 416).

Marco Aurelio fue un niño travieso, gruñón y al mismo tiempo tímido:

jugaba básquet y béis, tripulaba mi bici, boxeaba, nadaba en la poza del Texcuiyapa, leía
­novelas a pasto, recorría las calles vendiendo diarios y revistas, visitando a las señoritas putas
de la zona roja más grande de mi mundo, mientras no salí de la adolescencia, y me enamoraba
de lejos de las burguesas juncales. Barrio Nuevo era un nido grandioso de casas de citas. Un
­mundo sórdido pero atractivo para un púber que imaginaba toda clase de escenas y de historias
en las reputadas casas de la Paca, de la Cuca y de Los Abanicos. No eran casas de citas como las
de Al este del paraíso, la novela de John Steinbeck (1902-1958), la casa de la mamá de James Dean
en la película, pero eran nuestras casas de citas (Carballo, 2008: 103-104).

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L a novela en Chiapas

Aquel paraíso tropical se convirtió en obsesión para Marco Aurelio Carballo, sus novelas
siempre regresan a esos años. Tapachula, el mar, el Soconusco, Barrio Nuevo, la cantina La
Mesa Redonda, el periodismo y su ambiente están ahí con una reiteración agobiante. “Una
regla fundamental de la narrativa es, creo, escribir de lo que se conoce” (Carballo, 1993: 63),
ha demostrado de manera recurrente en sus novelas y crónicas; él fue fiel a ese precepto hasta
convertirse en un escritor monotemático.
El contacto con los libros y las revistas que se vendían en el negocio de su padre le permi-
tió a Carballo interesarse por la lectura:

Aprendí a leer en preprimaria y con ayuda de mi madre en casa. La contribución de mi pa-


dre fueron volúmenes de grandes novelistas de todos los tiempos. Cervantes, Dickens, Du-
mas, Dostoievski, Stevenson… Bueno, si no de todos los tiempos hasta mediados del siglo
XX. Como aquel aprendizaje no fue una tortura, olvidé el procedimiento o el tiempo invertido,
semanas. Los adultos me sometían a las pruebas habituales. A ver, te preguntaban, ¿qué dice
ahí?…, y ¿allá?, etcétera. Por desgracia había pocos anuncios en el pueblo y aún no llegaba la
televisión para leer los subtítulos de las películas. Pero tuve donde abrevar y en qué cantidad…
Como agente de publicaciones, mi padre recibía noventa y ocho por ciento de los diarios y de
las revistas que circulaban en el país, incluida Tapachula, el penúltimo pueblo de un estado
rinconero, Chiapas. Un pueblo arrinconado, fronterizo y a cinco leguas del océano Pacífico.
Las publicaciones llegaban en avión o en tren. Así que me convertí en un lector empedernido.
Claro, empecé por deportes, por la sección policiaca y por las tiras cómicas (Carballo, 2008: 257).

Don Abraham se empecinaba en que sus hijos e hijas aprendieran a boxear:

Teníamos un costal de aserrín y una pera loca y la cuerda para saltar. Todos aprendimos, o él
nos enseñó a todos, incluidas mis hermanas María Eugenia y María Elena. La mayor, Silvia,
hija de la segunda mujer de mi padre, criada con nosotros, se negó en redondo a aprender el
boxeo no obstante el miedo a papá. La pequeña, María Elena, tenía un punch contundente
y hacía morder el polvo del patio (literal) a los niños de su peso. Ninguna niña quiso cruzar
­guantes con ella, luego de que, a punta de jabs, mantuvo a distancia a Toto, chamaco de su
peso. Enseguida lo dobló en escuadra con un gancho al hígado y lo tumbó de posaderas al
propinarle un upper-cut a la mandíbula. De madrugada corríamos por la carretera Tapachula-
Talismán, que serpentea selva arriba hacia el sur. A un kilómetro del puente del río Cahuacán
(Carballo, 2008: 416-417).

La relación entre don Abraham y Marco Aurelio Carballo siempre fue tensa, el carácter
fuerte del padre y la rebeldía del hijo explotaban constantemente, quizá porque en el fondo
eran muy parecidos:

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Antología crítica

He reflexionado en este punto que debo poseer también la influencia de mis padres. La de
sus genes respectivos. He visto que heredé la obsesión de mi padre por el lenguaje, si bien
supongo que soy más flexible que él. De haber nacido en otra parte y otras circunstancias, mi
padre ­hubiera podido ingresar a la Academia de la Lengua. Es un defensor a muerte del manejo
­correcto del idioma y rechaza con violencia los anglicismos y los galicismos y, lo que es peor,
los neologismos, y no perdona los barbarismos. Para él la semántica no debiera existir. Es,
­además, un incesante contador de chistes (Carballo, 1993: 62-63).

Carballo comenzará desde niño a llamar a su padre, entre veras y bromas, con el mote de
el Ogro.
Desde pequeño Marco Aurelio ayudaba en el trabajo paterno entregando periódicos a
domicilio, todo lo que tuviera que ver con libros, revistas y diarios le entusiasmaba:

A mediado [sic] de los años cincuenta, hace medio siglo, en el Soconusco chiapaneco, un viejo
poeta o ensayista, o narrador inédito, llegaba al negocio de mi padre cada domingo, o la ma-
ñana del lunes, a comprar el suplemento cultural de Novedades, el único entonces. Mi padre
se negaba en redondo a vendérselo si no compraba el diario completo. Como sobraban ejem-
plares, yo se lo vendía a escondidas. Era un señor serio, de mediana edad, con barba de dos o
tres días y, los domingos, llegaba casi siempre zigzagueante a comprar esa parte del periódico.
Muchas veces no lo pagó, y quedó a deberlo para siempre. Toda la vida he imaginado que era
poeta o novelista, desde luego pobre, sin que pudiera publicar sus escritos. Pero mantuvo fiel
su adicción irremediable al suplemento cultural. No recuerdo si a partir de aquel personaje fue
que me interesé en esas lecturas o si las descubrí por mí mismo. El caso es que muchos de los
libros que leí en el pueblo, donde sólo funcionaba una librería de textos escolares, en la que se
vendían novelas como cosa secundaria, los compré por correo gracias a los anuncios publicita-
rios de esa sección del periódico (Carballo, 2008: 127).

Carballo se identificaba con el poeta desconocido, por mucho tiempo jugará al novelista
invisible, pero finalmente será conocido como periodista y escritor, si bien es cierto que en
su estado natal el reconocimiento llegará muy tarde, cuando se le otorgue el Premio Chiapas.
El niño Marco Aurelio Carballo vivía en un pueblo en el que las cosas del mundo no pasaban:

Te marca nacer en una de las poblaciones más arrinconadas del país, al sur del Soconusco, el
mero sur del sur. A principio de los cuarenta era la selva de la costa del Pacífico y frontera por
añadidura. Digo era porque cincuenta y tantos años después han pavimentado parte de la selva
y también de la costa, especie de malecón mal hecho de doscientos y pico de kilómetros. En los
años cuarenta del siglo XX era la costa de la selva y la frontera, comunicada por avión, ferrocarril y
barco, no por carretera. Cuando los ventarrones y la tempestad arrancaban de cuajo los árboles,

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L a novela en Chiapas

quedábamos incomunicados por semanas. Vivíamos aislados, o más bien yo vivía aislado, pues
aparte de los viajes por ferrocarril al Istmo de Tehuantepec, no había ido más lejos ni iré en
mucho tiempo hasta que no escape de casa (Carballo, 2008: 147).

La relación entre padre e hijo se hacía cada vez más complicada. Si bien Carballo aprendió
rápido a leer, los estudios formales lo aburrían sobremanera; él prefería leer por su cuenta,
explorar autores, títulos.
A los doce años escapó de casa, ya que reprobó quinto año de primaria y la friega que el
Ogro le preparaba sería monumental, así que prefirió poner pies en polvorosa:

Mi madre abrió varias líneas de pesquisa, mientras mi padre, el Ogro, salía en mi persecución.
Mamá creyó haber descubierto el móvil. La novela de un autor español recién leída por mí y
que ella, trajinando, me veía devorar en la hamaca. Se puso a leerla y dictaminó que yo había
huido inspirado por esa historia de personajes rebeldes que vivían aventuras peliagudas. Pero
la novela nada tuvo que ver en el ajo. A los doce años yo sentía un pavor estupefaciente ante mi
padre, ex boxeador (Carballo, 2008: 257).

Carballo llenó una maleta con libros y un cambio de ropa, corrió a la estación de ferrocarriles
y escapó en un vagón de tercera. Se acomodó en un asiento desvencijado. La aglomeración de
personas, los guajolotes, dos perros y tres cerdos no le importaron lo más mínimo. Él ­soñaba
con llegar a Nueva York, donde seguramente sería escritor y cantante de rock. Pero el sueño
duró hasta la estación de Matías Romero, en Oaxaca, donde ya lo esperaba el Ogro. Su padre
había tomado un tren más rápido una vez que descubrió la huida de su vástago. Años después
Carballo se lamentaría: “Pero en geografía no contaba con la profesora reprobona. De haber
­tenido buen profesor en quinto, cuando me reprobaron y sentí el impulso de huir, habría ­sabido
que Puerto Barrios, Guatemala, estaba a unos kilómetros para embarcarme (como ­pelapapas)
rumbo a NY. Hubiera evitado el trayecto Tapachula-NY por carretera o por ferrocarril, cinco mil
kilómetros en línea recta” (Carballo, 2008: 148). Sus pocos conocimientos en geografía lo llevaron
a tomar la ruta equivocada, y mientras tanto tenía frente a él a su padre con la cara más desenca-
jada que nunca; sin embargo, don Abraham, dice, “ni me dio con el cinturón ni me propinó de
cocotazos, lo procedente a mis once años. A los adultos, mi padre los disuadía a trompadas en
caso necesario. Durante las comidas, él colocaba un fuete sobre la mesa al alcance de su mano
derecha de nudillos como de madera. Entonces éramos tres (dos mujeres) y ellas tenían menos
de diez años” (Carballo, 2008: 258). Carballo regresó a casa para seguir estudiando, leyendo y
viendo películas, mientras ayudaba a su papá entregando periódicos:

Cuando empecé a buscar libros, en esta mi ciudad sin profesores que los sugirieran, o mi pa-
dre, descubrí una sola librería que desapareció en semanas. El librero había llegado procedente

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Antología crítica

de Guatemala y cerró sus puertas al quebrar en cosa de días. Los discos de música sinfónica
que oí, tumbado en la hamaca mientras devoraba novelas de autores gringos, las únicas que
­llegaban a mis manos, eran usados, de segunda mano, conseguidos por mi padre quién sabe
dónde. En cuestión de cines estábamos bien. Pasé años, de tres a cuatro horas y media, calen-
tando las butacas del Lírico, del Figueroa y del Tapachula, para ver hasta tres películas diarias.
En el ­Lírico, si caía un porrazo de agua, era difícil oír la música o las balaceras de los carapálidas
matando indios, debido a la techumbre de lámina (Carballo, 2008: 144).

En secundaria Carballo se hizo mucho más tímido y retraído, pero al mismo tiempo se
convirtió en un rebelde de tiempo completo, poco le interesaban los estudios:

En tercer año de secundaria, cuando no presenté exámenes en media docena de materias,


­seguía teniendo malos profesores de geografía porque hice el segundo intento de vivir en NY,
después de que cruzara a nado el río Bravo. Pero en Torreón, Coahuila, me enamoré a los die-
ciséis de una coahuilense, olvidándome de NY y de mi deseo de ser rocanrolero. En ­Torreón
me gustaron canciones como “Amor perdido”, cantada por Avelina Landín, y retomé el ­sueño
de ­escribir historias de amor. Si los profesores de geografía andaban así los demás también.
­Excepto claro Consuelo Espinal, del quinto año repetido, y de Arturo Ábrego, de sexto. Este
último nos hizo memorizar la “Canción mixteca” para que sedimentáramos el espíritu de
mexicanidad. Oíamos sólo marimba y jugábamos béis. Del juego de pelota de los mayas nos
­enteramos en las clases de historia de Rogelio Canto Pool (Carballo, 2008: 148).

En su segunda intentona de escape, Carballo eligió de nuevo partir en tren, que incluía un
transbordo en el puerto de Veracruz. Finalmente el sueño se realizaría. Una tarde descendió
del vagón a tan sólo unos kilómetros de la frontera con Estados Unidos; pero el amor impidió
que diera el salto final. Quizá si hubiera sabido: “A cincuenta o cien kilómetros, en Guate-
mala, había embarcaciones que le daban la vuelta al continente cruzando Panamá, pero yo lo
ignoraba. Habría llegado a Manhattan y no a Torreón. ¿De qué sirve aprobar geografía si no
es para utilizarla en los viajes? Sólo cuando estuve tres o cuatro veces en Nueva York entendí
que NY no es NY sino Manhattan, una isla. ¿Lo ignoraba porque reprobé quinto?” (Carballo,
2008: 258). Esta vez su padre no se presentó en Torreón para regresar a la oveja descarriada,
una vez pasado el idilio amoroso el mismo Carballo regresó a Tapachula.
Terminó la secundaria con calificaciones suficientes. Estudiar la preparatoria le represen-
taba varios problemas: el primero, su reticencia de seguir estudiando, pero tenía muy claro
que sus padres no permitirían que abandonase la escuela, y el segundo: ¿dónde estudiar?
Aquel dilema se convirtió en una oportunidad para irse al Distrito Federal y alejarse del Ogro.
Carballo optó por abandonar Tapachula. Sus planes eran terminar la preparatoria y después
estudiar Derecho. Don Abraham le había dicho que estudiara cualquier carrera y luego se

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L a novela en Chiapas

dedicara a lo que fuera: “Mi padre ordenó que estudiara una profesión para que no muriera
de hambre. Puta, me digo desde hace años, en lugar de enseñarme a vivir la vida quiso que
aprendiera una profesión para hacerme rico. ¿Por qué no me dio de alta en un banco donde
se hace dinero por el simple hecho de hacer dinero? Más rápido, asaltándolo… La riesgosa
profesión de narco estaba a la baja en los años sesenta del siglo XX” (Carballo, 2008: 258).
Marco Aurelio Carballo se fue haciendo más taciturno. En la Ciudad de México se aisló
aún más que en Tapachula:

En la prepa y en los primeros años en el DF, el ahora ingeniero Alfredo Tavernier y yo pasábamos
horas en silencio, uno junto al otro. Mirábamos el paso cadencioso de las ninfas de la prepara-
toria y el paso de las ninfas del DF, soñando con ellas. Trataba de hacer realidad en mi persona
el sueño adolescente de Pepe Chong Solís, ser ‘un padrote de Nebraska’, inspirado por nuestro
maestro en materia de saber vivir la vida a tope, el gran Víctor Manuel Ordóñez Córdova, el
Campana II (Carballo, 2008: 16).

Durante este periodo de su vida, Carballo conocerá amigos que se convertirán en persona-
jes de sus novelas. Muñequita de barrio narra las vicisitudes de su autor durante sus primeros
años en el Distrito Federal, su ingreso al periodismo y su obsesión por convertirse en escritor.
La prosa de esta novela es fluida, sin la sintaxis abigarrada de algunas de sus crónicas, de una
naturalidad tonal poco frecuente en la novelística chiapaneca. Carballo se permite dejar de
lado al periodista y deja en libertad al narrador. Ésta es quizá su novela más literaria, junto
con Mujeriego (1996) y Vida real del artista inútil (1999). Estructuralmente recurre a la orga-
nización del ­material narrativo a partir de diversos planos que se van entretejiendo mientras
avanza la trama.
Durante los últimos meses de preparatoria, sin saber muy bien por qué, se le ocurrió cam-
biar de la carrera de Economía a Medicina:

Fue mi peor época de hipocondríaco, debatiéndome entre ser médico o cantante de rock. Había
visto seis veces Rebelde sin causa. Caminaba como James Dean, leía unos tomos gruesos del
doctor Zuckerman y escuchaba treinta y seis horas diarias a Elvis Presley. Prieto, me autoexi-
lié en el DF pero sin cáncer de piel, aunque temiendo los primeros síntomas de la leucemia
por algo leído en Selecciones del Readers Digest. Pero no tengo estómago de cirujano. Desde
­entonces busqué oportunidades para regresar a la tierruca y asolearme y quitarme el color gris
Oxford cochambroso. Ahora le temo a la cirrosis (Carballo, 2008: 76).

Y es que jamás dejaría de tener relación con el Soconusco y Tapachula, siempre que pudo
regresó a su tierra y escribió sobre los años que vivió en ella:

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Antología crítica

Pepe Chong Solís y yo, de vacaciones, contábamos nuestro dinero antes de ir a La Mesa
­Redonda. “Alcanza para tantas…”, decía él. Cerveza y botana, cerveza y botana. Cuando La
Mesa Redonda estaba llena, a las tres de la tarde, los meseros, engentados, olvidaban servir la
botana. Entonces la suplicábamos, la peleábamos y la defendíamos como perros. No jugábamos
cubilete ni dominó. Íbamos a lo que íbamos, y a hablar de nuestros proyectos y de las novias.
Ellas ni caso nos hacían, por feos, flacos y granujientos, y con principios de dipsomanía. Invitá-
bamos si había pasta. Preferíamos platicar. Nunca jugamos las cervezas, aunque vi cómo Pepe
dejó limpios a muchos en nuestros años de estudiantes en la colonia Obrera. Ahí constituimos
La Comuna: Armando García Corral, Rafael Gómez Arceta, el Conejo René Wilberth Rosa-
do Santana, el Cule Fernando Arceta, el Campana II Víctor Manuel Ordóñez Córdova, Pepe
Chong Solís y yo (Carballo, 2008: 41).

Al terminar la preparatoria, Carballo ingresó a la UNAM, pero no a Derecho, ni a Medi-


cina, sino a Economía “porque estaba de moda y porque yo también quería hacer la revolu-
ción. Pero las clases me producían un tedio frustrante. En clases me sentaba hasta atrás a leer
novelas, o a escribir cartas de amor a mi novia dejada en Tapachula” (Carballo, 1993: 60). La
universidad se convirtió en una verdadera tortura, la aridez de las lecturas, el lenguaje casi
hermético y los horarios imposibles lo exasperaban, hasta que “por fin tres años después,
mientras volvía al apartamento, luego de una clase de historia económica con un maestro al
que veíamos de perfil porque él se negaba a vernos a los ojos, me armé de valor y le escribí a
mi padre informándole que dejaba la carrera para dedicarme al periodismo” (Carballo, 1993:
60). Ya había ingresado a un periódico para trabajar en lo que fuera:

entré de ayudante a un diario en el DF. Pero de ayudante del ayudante, esto es, sin sueldo.
Por fortuna el patrón era un miserable explotador y al año le declararon una huelga. De no ser
así quién sabe cuánto tiempo hubiera tardado en adquirir el rango de reportero y cobrar… el
salario mínimo. Quién sabe cómo llegué a la conclusión de que tras cinco años de reportero
cumpliría mi sueño infantil, escribir historias cortas o largas y devengar un salario leyendo y
escribiendo. Acaso leí el consejo de Papa Hemingway. También pude haber recibido la lección
en cualesquiera de las películas sobre escritores-reporteros. Desde la primaria yo miraba dos o
tres películas cada tarde. Por eso quería vivir en Manhattan, no importa que los escritores grin-
gos vivieran en París… Es que Dos Passos, Faulkner, Fitzgerald, Hemingway y Miller escribían
desde París las historias ubicadas en NY. Capote se siguió de frente a Tánger. Yo me sumaría a
Bashevis Singer, quien llegó de Polonia a NY (Carballo, 2008: 259).

MAC, como le decían sus amigos, pensaba que el periodismo le daría experiencia en el
tratamiento del lenguaje y la cercanía con los acontecimientos diarios. Escribir notas a gran
velocidad, reportear y realizar entrevistas serían la verdadera universidad. Una tarde Javier

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L a novela en Chiapas

González Batta, novio de la hermana de uno de sus amigos, le recomendó que fuera a las
oficinas de El Día. Le dijo que el trabajo estaba seguro, que ya el subdirector del periódico
sabía que MAC llegaría a solicitar su ingreso. Al llegar, Carballo, venciendo su timidez y los
nervios, se acercó al subdirector y le explicó a qué iba. Éste, dice, “me envió al taller donde
presenté un examen de ortografía y me reprobaron. No era la primera vez que me reproba-
ban pero pensé que nadie iba a frenar mis objetivos. El subdirector me remitió a El Diario de
México cuando le conté quién sabe con qué cara lo que había pasado” (Carballo, 1993: 61).
En su nuevo trabajo lo aceptaron sin necesidad de presentar examen alguno, pero el único
inconveniente era que no le pagarían por sus servicios. Estuvo un año de auxiliar de cablista y
de los reporteros de la sección policiaca. El jefe era poco menos que un dictador y explotaba
a sus trabajadores. Un buen día estalló la huelga en su contra y tuvo que liquidar a algunos
reporteros, secretarias, cablistas y auxiliares, entre ellos Carballo. MAC pudo conseguir un
puesto en una agencia de noticias. Pasó dos años aprendiendo el difícil arte de reportear hasta
que logró ingresar a Excélsior, donde las cosas comenzaron a pintarle mejor.
Así comenzaría la vida del periodista, su periplo por muchos diarios y revistas, la ­escrituras
de sus crónicas, siempre amenas y frescas, los reportajes y los viajes por todo el mundo.
­Vinieron los libros de cuentos y sus novelas. Marco Aurelio Carballo se convirtió en un
­escritor imprescindible en la historia de la novela de Chiapas.

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Antología crítica

vx

Muñequita de barrio
Marco Aurelio Carballo
—1999—

México, D. F. Otoño de 1965

Mi querido amigo Ramón Fuentes García:


Más vale tarde que etcétera, dicen, y aquí van estas líneas prometidas. Espero que no sean
pocas ni muchas sino suficientes. Procuré llegar temprano al trabajo para escribirte sin inte-
rrupciones porque en una hora la redacción será un potrero lleno de zanates, por el tecleo, los
timbrazos del teléfono y el fragor de los teletipos. Tengo ya buenos amigos en la agencia de
noticias PIMSA donde Sergio von Nowaffen me recomendó y donde cobro como reportero
desde hace varias semanas. Sergio es un chaparrito simpático que se siente gran periodista y
sobre todo hombre culto, bien vestido y bueno para el trompón, como dicen por estos lares,
y con suerte para las damas de la noche, las chicas malas de la Coyuya, diría el Changüingua,
Pepe Chong, ¿te acuerdas de él? Estudiamos la prepa juntos. Déjame que te cuente que he
acompañado a Sergio von Nowaffen a algunos burdeles, tú. Son apartamentos o casas con
chamacas donde el lenón te vende botellas de hinchapié muy caras. No hay sinfonola, sólo
tríos, y no te venden cerveza quién sabe por qué, acaso porque son baratas y ganan poco en
su venta. Extraño esa bebida porque aquí adquiere un sabor diferente, tal vez por el frío y
por la altura, y se apetece menos. Von Nowaffen tiene dos o tres amigos lenones (el Barbón
es uno de ellos), que le obsequian una botelluca de marrascapache si los visita. Sólo paga los
refrescos y la chamaca. Yo paso de ese asunto. Sabes bien lo que pienso del negocio. No va
conmigo, y no es moralina porque estuve enamorado de una de ellas.
Von Nowaffen es simpático sobre todo cuando platica de sus enfrentamientos con agen-
tes secretos o al lado de éstos y contra los hampones. Usa pistola y si andamos de farra alardea

Marco Aurelio Carballo (Tapachula, 20 de septiembre de 1942-Ciudad de México, 2015).


Trabajó como reportero en el periódico Excélsior y Uno Más Uno. Fue jefe de información de la revista Siempre!,
y subdirector editorial de la revista Época. Obtuvo el Premio Chiapas 1994, el Premio Nacional de Periodismo e
Información 1997 en la categoría de entrevista y el Premio Nacional de Crónica José Pagés Llergo 1998. Algunos
de sus libros son las novelas Polvos ardientes de la Segunda Calle, Vida real del artista inútil y Soconusquenses.
Crónicas y semblanzas.

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L a novela en Chiapas

y desenfunda la fusca como él la llama, y le apunta a las lámparas o a las botellas pero hasta
ahí. Una tarde nos quedamos atónitos porque llegó a la redacción calado con un sombrero
de media copa, se sentó ante su escritorio, empuñó la pistola y apuntó como cada tarde a
la altura de donde queda la frente del director Joaquín Sánchís-Nadal, que no estaba. Von
Nowaffen suele apuntar hacia el cubículo, lanzar interjecciones y gritar ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!
Luego hace que el arma gire en su pequeño dedo índice, le sopla al cañón y la guarda en una
gaveta. Esta vez que se puso a escribir sin quitarse el sombrero, los compas empezaron a
decirle Quema mucho el sol, es decir qué mamón porque estaba bajo techo y tenía cubierta
la cabeza. Ignoro por qué se preocupan tanto de las buenas maneras, cuando menos en esta
agencia de noticias. Von Nowaffen se paró, se quitó el sombrero y… he ahí la sopresa. Nos
mostró un chichón horrible, como esos de tira cómica, del tamaño y forma de una zanahoria.
Ya lo habían curado. Se le notaba a una legua, pero debía usar el sombrero para cubrírselo sin
que se lastimara. Von Nowaffen platicó esa noche que había estado bebiendo con dos tiras
como les dice él a los detectives y, al final de la parranda se les cerró un vehículo cuando lo
llevaban a su casa, y en segundos los dos judiciales y Von Nowaffen estaban liándose a golpes
con media docena de tipos al parecer de otra corporación. Él se vio obligado a sacar la pistola
porque iba perdiendo pero su adversario se la quitó y le dio un cachazo en la mera coronilla.
Otro compañero es Miguel Ángel Camposeco, alto, delgado, de tez blanca, el cigarrillo entre
los labios noche y día. Usa trajes oscuros y siempre trae dos o tres libros bajo el brazo.
Cubre la fuente de la presidencia pero hay un problema con él y es que le tiene pavor al
avión. En las giras del presidente se va por carretera. Hemos sabido que se arma de valor y
logra subir al avión cuando el viaje es a sitios apartados hasta donde sería difícil llegar rápido
por tierra. Pero en cuanto el avión empieza a tomar altura Camposeco es presa de un pánico
atroz y se desabrocha con violencia el cinturón y se para y grita que detengan aquella chimis-
treta porque va a abajarse ¡ya! Todo esto sería sólo una anécdota chistosa y chismosa si no
es porque cansado de sus fallas el director Sanchís-Nadal decidió enviarme a tales viajes. Mi
querido amigo, ¡viajé a Washington! No era Nueva York adonde pensábamos llegar tú y yo en
nuestra frustrada aventura que terminó apenas en Torreón, Coahulia, ¿te acuerdas? Pero ¡qué
chingaos! hubiera exclamado Schopenhahuer. También le temo a los vuelos pero me aguan-
to. En este caso fue una experiencia extraordinaria y viví emociones tremendas. Desde volar
en un helicóptero enorme del aeropuerto de Washington a los jardines de la Casa Blanca,
hasta que el avión partiera de regreso sin mí, pasando porque me codeé con periodistas como
Carlos Denegri, el reportero que hubiera querido ser y que usa una enorme libreta para sus
anotaciones según lo vi a un metro de distancia. No platiqué con él por mi timidez y porque
siempre se mantuvo alejado de nosotros. No escribía en la sala de prensa sino en su cuarto
que según la leyenda era una suite. Dicen que tiene cinco reporteros ayudantes. Ignoro si van
con él a todas partes. Que para los viajes usa un enorme baúl con la enciclopedia británica
dentro. Calculé que si el baúl era como el del Changüingua entonces en su interior cabría una

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Antología crítica

enciclopedia y los ayudantes. Cuando yo estaba escribiendo mis notas, tres mexicanos radi-
cados en Washington llegaron a la sala de prensa. Querían conocernos, dijeron.
Como nadie les hizo caso acepté beber con ellos unas cervezas y a que comiéramos juntos,
pero si me llevaban por favor a conocer un parque de jipis y a comprar una gabardina. En un
coche viejo pero bien conservado de los hermanos José Luis y Roberto Montesinos llegamos
a un parque rodeado de lindas casas de película para ver primero a los jipis porque ya ano-
checía. El sol otoñal estaba a punto de ocultarse y de los árboles caían doradas las hojas. En
un reportaje sobre el tema escribiré hojas oxidadas, una figura que le fusilé a Bradbury, el de
las Crónicas marcianas. ¿Ya lo leíste? Los jipis, melenudos y con ropas muy luidas estaban
echados bajo la copa rala de los árboles o desparratados en las bancas, sin bañarse en sema-
nas. Los estuve ­observando pero no hablé con ninguno de ellos. Temí el rechazo porque se
sintieran observados como ­bestias de zoológico. Ahí tomé conciencia de que no es lo mismo
entrevistar a un político habituado a hacer declaraciones a los reporteros que a una persona
común y corriente, aunque los jipis no se caracterizan por ser tan comunes. Además los her-
manos oaxaqueños y un paisano de San Luis Potosí no habían almorzado y ya eran casi las
seis. Sentí unas ganas enormes de comer pizzas porque nunca las había probado. Hay varias
cadenas de pizzerías en Washington. Nos fuimos de inmediato a una baratona y ahí comí la
primera pizza de anchoas de mi vida, que son exquisitas, y me zumbé dos galones de cerveza
de barril, dos. La pizza es una tortilla horneada de harina, cubierta de queso y salsa de tomate
y el condimento que desees. ¿No te recuerdan las tlayudas oaxaqueñas con asiento? Bebimos
y platicamos de muchas pendejadas y de pronto recordé la gabardina. No iba a tener tiem-
po de comprarla. Quería una igual a la de Humphrey Bogart en Casablanca. Los paisanos
lograron calmarme, al hablarme eufóricos de un centro ­comercial abierto día y noche. Has de
cuenta, Moncho, nuestro mercado Sebastián Escobar sólo que a lo bestia y sin olores, abierto
día y noche, no como el nuestro que abre de seis a seis. Yo estaba en el primer mundo, en la
capital de la primera potencia del planeta.
Emocionado pedí otra cerveza. Quién sabe porqué me invitaron a hacer la América, o
mejor los Estados Unidos, que la América no es sólo de ellos como nos ilustró el querido
profesor Rogerio Canto Pool. Quizá lo hicieron porque les pedí conocer a las chicas malas de
la Coyuya, aunque lo cierto es que no tenía tiempo. Sólo que incendiara mis naves, dijeron.
Sólo que demostrara tener bien puestos los coyoles y me quedara a hacer la América. Ellos
arreglarían mis papeles y en cuanto dominara el inglés podría ingresar a The Washington Post.
Imagínate, el sueño de conquistar USA estaba ahí, a mi alcance. Cuando menos el principio de
la conquista. Siempre quise vivir en Manhattan pero Washington hubiera sido un buen inicio
gracias a esos paisanos. Qué grandes amigos son José Luis y Roberto Montesinos y Pedro de
los Santos, el de SLP. Sin que te ofendas. Por alguna razón intuí que debía regresar a México.
Ignoro si por mi sentido de responsabilidad, el cual por cierto deseaba mandar al diablo. Creo
que la responsabilidad sólo beneficia a los patrones, Moncho. Quisiera poseer ese sentido

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L a novela en Chiapas

para beneficiarme yo. Pero eso ¿no será egoísmo? Llegué tambaleante al hotel aunque dichoso
con mi flamante gabardina. Debía estar listo a las seis am, dijeron en la administración. Vi el
reloj. Tenía dos horas. Me bañé y afeité y me recosté vestido para evitar una desgracia. Pero
la calamidad cayó completa encima de mí a pesar de que pude dormir con placidez y soñar
con una gringa, una texana jipi, tú. Soñé que íbamos por los Estados Unidos en una moto. Ella
atrás, en ancas, sintiendo en mi espalda, a través de su delgada blusa de algodón, la dureza
estimulante de sus tetas a la texana mientras yo le acariciaba con la mano izquierda los mus-
los, y qué muslos, como de diosa. Unos muslos que hinchaban sus cortísimos shorts, valga
la redundancia. Cuando bajé angustiado al vestíbulo diez minutos después de la hora ya no
había nadie. Ni un reportero ni un empleado de prensa de la presidencia. Me habían aban-
donado a mi mala suerte. Me sugirieron que llamara a mi embajador pero no iba a hallarlo
porque también volaba hacia Texas. La alternativa era irme al aeropuerto. Una vez que estuve
en el taxi el conductor preguntó a cuál de todos. Bestia, sentí que el mundo se abría bajo mis
zapatos. Nunca imaginé que Washington tuviera tres aeropuertos. En mi pésimo inglés le dije
que al más cercano. Pensé que ahí nos informarían si los presidentes de México y de USA y los
reporteros y sus respectivas comitivas iban a partir de ese aeropuerto. Pero no.
Los mandatarios saldrían de la base militar rumbo a El Paso, Texas, nos informaron. Así
que nos dirigimos a cien por hora hacia allá. El chofer negro se mostró amable pensando quién
sabe qué cosas de los visitantes del subdesarrollo. Tuve que pagarle veinte dólares mientras
hacía conversiones mentales para saber si él estaba cobrando lo justo. Me dejó a una de las
entradas del alambrado que separaba a los hangares de las pistas de aterrizaje, desde donde
vi a lo lejos tres aviones de la fuerza aérea norteamericana y las limusinas que entraban por
esa puerta a cargo de policías militares. No sabía qué hacer. Estaba en el campo aéreo y el aire
fresco de la mañana agitaba los faldones de mi gabardina a la Humphrey Bogart, aunque sin
sombrero. Pero en uno de esos aviones no iba Ingrid Bergman sino quizá Gustavo Díaz Ordaz,
o mis compañeros de oficio, y la oportunidad de seguir trabajando en PIMSA. Desde luego los
policías militares impidieron que entrara porque el avión con los reporteros había partido ya,
entendí. Pensé que debía asomarme a cada limusina que entrara y que si llegaba a distinguir a
cualquier miembro de la comitiva, al propio presidente Díaz Ordaz, le gritaría en demanda de
auxilio. No reconocí a nadie. Eran puros gringos. Un maletero cojo preguntó si podía ayudar-
me en algo. Le dije que en todo y le conté deprisa en mi atropellado y rústico inglés qué diáblos
estaba pasándome. El maletero fue rápido y cojeando de un avión a otro y en el tercero, tú, que
se asoma un militar mexicano del estado mayor a quien conocía de vista. Me vio a la distancia
e hizo un movimiento afirmativo de cabeza. Sólo entonces pude tranquilizarme. El maletero
volvió sobre sus pasos y cargó la maleta de vuelta al avión. Me sentí pésimo porque le había
hecho correr un tramo largo pero le dí una buena propina. Ya en el avión, viéndome de pies a
cabeza y acaso oliendo los galones de cebada que transpiraba, el militar dijo Mira cómo vienes,
échate en ese asiento y duérmete. Antes traté de pensar en qué le preguntaría a Lady Bird porque

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Antología crítica

era nada menos que el avión de la esposa del presidente Lyndon B. Johnson, pero el militar
dijo: Estás loco, no son momentos para hacer entrevistas, duérmete.
Cuando llegamos a El Paso, Texas, Francisco Galindo Ochoa, el jefe de prensa de Díaz
Ordaz, estaba furioso porque le había hecho perder una apuesta al llegar veinte minutos des-
pués del avión de prensa y veinte minutos antes del de los mandatarios. Delante de mí, a
regañadientes y malhumorado, le pagó en dólares a cada uno de los reporteros. Él había
apostado a que yo no iba a llegar a El Paso, mientras mis compañeros decían lo contrario.
Galindo Ochoa terminó por obsequiarme quinientos dólares por mi dizque hazaña, un embute
disfrazado, mi querido amigo Ramón Fuentes García. El dinero con el que corrompen a los
periodistas corruptos o desgraciados. Desgraciados en el sentido de que tienen mala suerte,
en el sentido de que tienen patrones explotadores o caseros implacables. Los presidentes
inauguraron un centro deportivo en El Paso donde había una gran multitud, dentro y fuera.
Mejor esperé en el autobús porque aún estaba nervioso y quería seguir durmiendo la mona.
El colmo hubiera sido perder el autobús, y no me sucedió a mí pero sí a Carlos Denegri. ¡El
mejor reportero del país! La muchedumbre lo atrapó y al ver el convoy de autobuses esfu-
mándose tras una nube de polvo lloró de coraje, dicen. Íbamos a la ceremonia de devolución
del Chamizal a territorio mexicano y Denegri acababa de perder el acto medular. Cuando
menos no tuvo la información de primera mano sino a través de sus ayudantes. Como ves
la estoy pasando de maravilla. Trabajo y me desvelo y a veces bebo sin ganas y eso provoca
en mí remordimientos de conciencia. De pronto estás sin deseos de beber pero alguien te
arrastra a un bar, a una cantina y ahí, como purgante, bebes la primera y enseguida te empu-
jas la segunda y el alcohol te prende ya con la tercera o, como dicen por aquí, se te calienta
el hocico y a ver quién demonios te detiene. ¿Te pasa lo mismo? Bueno, hay motivos por los
cuales viene bien que me zumbe unas copas todos los días pero luego te cuento. No he tenido
oportunidad de platicarte esa historia, la de Luzana.
Lo que voy a contarte ahora es mi última noche en el pueblo. Fue increíble. No mencio-
naré nombres porque tú muy bien sabes de quién se trata. A veces las cartas caen en manos
ajenas y la que se arma, mi amigo. Caminamos calle abajo por la Sexta Sur a partir del par-
que central pero la noté nerviosa. Si pasaba un auto ella se detenía y buscaba identificarlo.
Ignoraba esa costumbre suya y me sentí molesto sin detenerme a pensar por qué. Pronto
llegamos al parquecito del cementerio que por cierto ¿a quién se le habrá ocurrido? Pero todo
parque es bienvenido siempre. Estarás de acuerdo. No está de más en una ciudad donde hay
pocos jardines. Busqué una banca bajo unos faroles pero ella siguió caminando hasta dar
con una que estaba en penumbras. Me reclamó porqué había dejado de escribirle y porqué
no la buscaba si iba a Tapachula. Le ofrecí disculpas y de sopetón le dije algo así como que
No tiene caso seguir de noviecitos si estamos ya en edad de ir a la cama. Parecía no entender
o se hacía la desentendida, pero de pronto, tú, que me engancha del pescuezo y comienza a
besarme. Querido amigo, no soy de hule. ¡Coño!, ¡joder!, ¡macho!, dirías tú. Tardé poco en

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L a novela en Chiapas

tomar conciencia de mis condiciones físicas entre beso y beso y caricia y caricia, porque unas
horas antes había estado con Sabrina y me sentía del carajo, como limón exprimido. Pero la
lujuria es una pasión insondable. Qué frase, ¿eh? Así que reaccioné bien ante la oportunidad
anhelada y perseguida tanto tiempo, y vi que frente al panteón había un hotel. Lo debes co-
nocer. Un hotel de quinta. Pero ya sabes, el mejor hotel es el que está al girar en la esquina,
habría dicho Ray Bradbury.
Le insinué el asunto y se puso de pie en silencio. Quería, deduje. ¡Bestia! Qué suerte, ma-
taor. Iba a tener dos buenas tardes seguidas como pocos matadores exitosos. En segundos
estuvimos en un cuarto caliente pero limpio y con piso de cemento, no de arena, y las sábanas
parecían recién planchadas. Es decir ni se mordió el rebozo ni se fue de lado ni preguntó si
estaría yo de acuerdo en que le hicieran eso a una de mis tías o a todas. Ella se fue desnudando
con una parsimonia que despertó en mí la pasión acumulada todos esos años. Me sentía olla
exprés a punto de lanzar el primer aullido. Para entonces ya no recordaba a Sabrina. Había
esperado aquello durante meses y llegaba justo cuando moría de amor por otra, por Luzana,
de quien alguna vez te platicaré su historia. Luzana, mi adorado tormento, mi linda muñeca de
trapo como la llama Pepe Chong Solís. Nuestro paisano dice que tiene chapas de muñeca de
trapo. Todo esto debe sonarte cursi, ¿verdad? Pero con ella he estado siempre dispuesto a serlo,
mi querido amigo. Incluso cursi hasta la abyección. Clararrosa, mi exnovia del alma, estiró un
brazo cuando terminó de desnudarse como invitándome a que la abrazara. Con la otra mano se
cubría el pubis y… No puedo darte mayores detalles. Ya sabes, aspiro a ser un caballero. Vas a
mentármela pero imagínate el resto. Lo que sí puedo platicarte es la charla de sobrecama, muy
superior, creo, que la descripción minuciosa del acto de amor pasajero con arremangadas y
besos rabiosos y mordidas y surcos dolorosos en la espalda y aullidos. Ya no era virgen, reparé
a media jornada, aturdido a causa de los envíos que ella iniciaba con una lujuriosa vehemencia
repentina y que concluía con gritos sofocados. Puta de su madre, eso que pudo haberme entris-
tecido cuando la amaba, provocó en mí un encabritamiento súbito que no iba a pasar de ahí.
¡Coño, joder, macho! Tanto tiempo esperándola, tanto tiempo idealizándola.
Nada le reproché. Guardé silencio. Aspiro a ser un caballero, repito. Tampoco quería
saber quién era el desgraciado-agraciado ni cuándo había sucedido ni en qué circunstancias.
Pero ella sí estaba dispuesta a contármelo y dijo que una noche fue al cine con una prima y
que a la salida pasearon un rato por el parque y tomaron unas nieves en La Cruz Blanca de los
Portales. De regreso, en una esquina a oscuras, un automóvil sin luces se detuvo silencioso.
Dos tipos bajaron y las subieron a empellones. Aquí empieza el rollazo, pensé. Porque diz-
que patalearon, gritaron y golpearon a los tipos, pero éstos reían y a veces se carcajeaban. Sin
tardanza enfilaron rumbo al norte buscando las calles en tinieblas (palabras de ella) y luego se
perdieron en las avenidas empedradas hasta llegar a una casa blanca de dos pisos y a oscuras.
Las metieron a empujones y cada uno de ellos se fue con su cada cual. Escuchaba en silencio,
sin saber qué decir. Pensé qué historia y qué casualidad que nadie se dio cuenta del secuestro

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Antología crítica

y que ellas tampoco hicieron el menor intento de lanzarse del coche en marcha, marcha lenta
sin duda debido a las calles empedradas. ¿Por qué a ellas y no a otras? Porque eran un par de
pájaras arrechas que giraban en torno del parque meneando a diestra y siniestra sus respecti-
vos pequeños traseros. Par de cuscas pedorras, hubiera dicho Sabrina. Pero poco a poco me
encendí de coraje contra los secuestradores y contra ella por su pasividad y resignación y por
su putería soterrada, reflexioné anticaballeroso. El tipo la había obligado a entregar su cuer-
pecito apuntándole con una metralleta, ¡con una metralleta! Más le hubiera valido a ella morir
ametrallada y no mancillada, estuve a punto de decirle pero seguí callado y cada vez peor de
iracundo. Quería enterarme de quién era ese troglodita. Quizá podía hacer algo. Acaso mis
influencias de reportero servirían para encarcelar al cavernario de mediados del siglo XX.
Lo terrible fue la revelación de su nombre porque el violador, tú, era uno de los Tunante.
Imagínate. Incluso parece que se trataba del más sanguinario, del autor intelectual de ­numerosos
crímenes atroces. Si había que guardar silencio ante aquella historia melodramática, al oír el
­siniestro apellido enmudecí de plano y eché a volar la imaginación. Si lo denunciaba, el resto de
la familia mataría completa a la mía y a la de ella, seguro. Iba a pasarme lo que a aquel amigo del
Papotas Bonilla, semisepultado en Puerto Madero, desnudo y con los genitales encajados en
la boca. Sé cómo se las gastan los mafiosos gracias a mi trabajo como reportero policiaco y por
tantas novelitas leídas en jornadas de holganza. Mejor pasaba por cobarde. ¿Debía hacer algo?
¿Estaba obligado a hacerlo? Ella nada me pidió aunque tampoco tenía porqué pedirlo, creo.
Un caballero hubiera necesitado sólo una alusión para salir en defensa de su dama. Fue una
desgracia, murmuró ella, mordisqueándome las tetillas, y lo lamentaba porque hubiera querido
­entregarse a mí y no a otro. También dijo que por su mente pasó la idea de suicidarse o de irse de
monja como sí lo hizo la prima violada. Clararrosa habló de aceptar la casa ­porque el ­Tunante
se la ofreció ya que siguieron viéndose. ¡Putísima de su madre! Él dejaba ya la ­metralleta en el
coche como muestra de ¡confianza! y prometía que iba a divorciarse y a casarse con ella, y que
él siempre la quiso aunque de lejecitos. Pero guardaba una pistola en el buró. El galanazo de la
metralleta andaba a salto de mata cuando vi a Clararrosa porque la policía y el ejército tenían
órdenes de arrestar completa a la familia Tunante, como tú ya sabes.
Me extendí demasiado porque tenía ganas de contarte estas aventurillas. Todos los
­compañeros están ya tecleando en la redacción. Salúdame a la plebe de Barrio Nuevo y un
abrazo para ti de tu amigo:
El Flaco

PD. Von Nowaffen apuntaba con su pistola al cubículo del director Sanchís-Nadal cuando
éste llegó sin hacer ruido. Usa pantunflas, recuerda. Así que imagínate la que se armó. ¡Pum!,
¡pum!, ¡pum!, estaba disparando Von Nowaffen. Luego dispersó el humo de su fusca soplán-
dole al cañón. Sanchís-Nadal lo despidió ipso facto, hubiera dicho Óscar.

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre Bajo un sol herido


de Leonardo Da Jandra

Leonardo Da Jandra surgió en la década de 1990 como una leyenda. Los lectores y críticos se
inquietaban sobre la verdadera identidad de aquel personaje mitad filósofo, mitad chamán, mitad
Robinson Crusoe que desde 1979 había abandonado la ordinaria vida moderna para irse a vivir
con su compañera Agar a las playas vírgenes de Cacaluta, donde vivían de la caza y la pesca.
La leyenda comenzó a forjarse desde finales de la década de 1970, pero logra un ­momento
importante en 1986 y 1988, cuando Da Jandra se presentó en la arena literaria de México con dos
de las novelas que integran su trilogía Entrecruzamientos, publicadas por la editorial ­Joaquín
Mortiz. La empresa emprendida por Da Jandra desconcierta por su ambición. ­Pretende rea-
lizar una revisión del mundo de las ideas de los últimos cincuenta años, por lo menos, en pos
de una búsqueda. El fin de las utopías, el derrumbe del socialismo, el supuesto final de la
historia sirven de punto de partida para discutir el nuevo orden de cosas a finales de la ­década
de 1980. Da Jandra crea un discurso de cierta factura platónica en su ­morfología. Recurre al
diálogo para exponer, contrastar y sintetizar sus puntos de vista. Entrecruzamientos es un
viaje iniciático donde se intentan varias reconciliaciones. Da Jandra pugna por desaparecer o
negar las oposiciones irreconciliables, la negatividad es para nuestro autor la ­enfermedad de
la modernidad.
Entrecruzamientos es una novela de tesis y debemos apuntar que toda la obra literaria de
nuestro autor se inscribe en la literatura de tesis. A Da Jandra no le interesa la narrativa que
busca contar por contar, regodearse en la forma. La pureza es sólo un pretexto para retozar
en la abulia.
Al optar por una estructura dialógica Da Jandra crea a dos personajes que se convierten
en la tesis y antítesis de sus argumentos. Los dos hombres mantienen verdaderos duelos de
ideas que en ocasiones se pierden en la retórica. Eugenio es un joven que se ha doctorado
en la Sorbona y después de algunas crisis decide partir a las playas de Oaxaca para alejarse
de su exacerbado racionalismo occidental. Algunos críticos y lectores han creído encontrar
en la figura de Eugenio, que remite fonéticamente a ingenuo, al propio Leonardo Da Jandra.
Las coincidencias son innegables, Da Jandra estudió Filosofía en la Universidad de Madrid.
A finales de la década de 1970 regresa a México para matricularse en la UNAM y estudiar un
doctorado en Filosofía de la Matemática con Mario Bunge, titulándose con la tesis Totalidad,

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Antología crítica

seudototalidad y parte. Como hemos apuntado anteriormente Da Jandra se aparta de la vida


moderna para vivir en una playa virgen llamada Cacaluta, en Oaxaca. Eugenio y Leonardo
Da Jandra comparten ciertas identidades biográficas y con el otro personaje, don Ramón, un
hombre mayor, un español quien también se ha retirado a vivir a las playas y manglares en la
búsqueda de una vida orientada a la espiritualidad.
Sin duda existe una estrecha relación entre estas novelas de Da Jandra y la obra de Carlos
Castaneda; sin embargo, entre Eugenio y don Ramón, a diferencia de Carlos y don Juan,
se puede situar un elemento fundamental: la razón. Las novelas de Da Jandra pugnan por
­combatir los excesos del racionalismo occidental; pero en los debates y diálogos entre los
­personajes es precisamente el racionalismo occidental quien adquiere tal volumen que ­parece
un personaje más.
Los diálogos se desarrollan con una pasión encomiable; sin embargo, se prolongan durante
demasiado espacio narrativo, olvidando que se escribe una novela. La densidad de temas, lec-
turas y referencias llega a convertirse en un pesado monolito que impide la construcción de un
entramado dramático. Don Ramón esgrime sus argumentos en favor de la paideia ­griega, la
cultura española y su inmensa influencia positiva en la formación de los Estados de la Amé-
rica española, y (en específico para México) el viejo maestro defiende al mestizaje como ver-
dadero fundador de Hispanoamérica. Eugenio, por el contrario, prefiere, al toltecáyotl,*** la
ilustración francesa y anglosajona. Leonardo Da Jandra, polemista apasionado y apasionante,
está demasiado presente en sus personajes. No los deja ser, los ata a sus propias necesidades
argumentales. Escuchamos a Da Jandra en un monólogo que apenas se matiza por ciertos
cambios de tono; sin embargo, cuando Eugenio y don Ramón logran independizarse la
novela es altamente disfrutable.
En 1991, cuando la leyenda de Leonardo Da Jandra gozaba de sus mejores años, nuestro
escritor publica una novela importante por su destreza narrativa y su temática: Huatulqueños.
Ahora le interesa escribir otra novela de tesis, narrando el ecocidio de la zona de Huatulco,
Oaxaca. Nos traslada nuevamente a la selva, las playas, las rancherías y pequeños pueblos.
Nuestro autor argumenta contra el concepto de progreso acuñado desde el discurso domi-
nante de Occidente. Las autoridades municipales emprenden labores y tareas para impulsar
el “desarrollo” de Huatulco y se ven impugnadas por las acciones de un grupo de ­ecologistas
que luchan por detener el ecocidio. Caciques, tráfico de influencias, tranzas, violencia, ­compra
y cooptación de conciencias son los ingredientes con los que adereza su material narrativo. Los
personajes viven en un momento de crisis. Las contra­dicciones internas y externas se hacen
evidentes, estallan en la violencia perpetrada por agentes del Estado, policías municipales y
guardias blancas o guaruras. La pobreza ante la negación de créditos para sembrar obliga a los
campesinos a tomar el camino del narcotráfico al optar por la siembra de marihuana.

***
Se refiere a la “toltequidad”, una suerte de pensamiento filosófico precolombino. Nota del editor.

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L a novela en Chiapas

En Huatulqueños muestra un mundo violento, sin ley. La devastación de la ­selva, la tala


de los árboles, no son sólo responsabilidad de las autoridades, sino también de los mismos
pobladores, a quienes no les interesa en lo más mínimo la preservación del entorno. El ojo
crítico, descarnado, de Da Jandra, ilustra la crisis social, política y económica que vive la
región de Cacaluta. Leonardo Da Jandra escribe una novela que tiene importantes motiva-
ciones sociales y políticas.
Para este libro escogí la novela Bajo un sol herido por dos razones: esta novela es, junto
con Arousiada, uno de los mejores trabajos narrativos de Da Jandra. En Bajo un sol herido
tenemos una prosa cuidada, rítmica, que fluye naturalmente con la trama. Los espacios son
excelentemente descritos, especificados con la mirada certera del autor. Además la creación
de personajes es encomiable. Permite que sus creaturas tomen la iniciativa, que se indepen-
dicen del autor, aunque, claro está, cuando surgen las discusiones sobre identidad, historia,
cultura, racismo, progreso y desarrollo volvemos a escuchar la voz de Leonardo Da Jandra.
Encontramos con claridad la fuente argumentativa de los personajes, que se convierten en
verdaderos amplificadores discursivos del autor.
El segundo motivo es que esta novela mantiene un diálogo muy intenso con sus anteriores
trabajos: sin duda con la trilogía Entrecruzamientos (por momentos volvemos a escuchar a
Eugenio y don Ramón); se relaciona con Huatulqueños y con sus libros de ensayos y, sobre
todo, comienza un eco que seguirá en un hilo temático-discursivo de La hispanidad, fiesta y
rito. Una defensa de nuestra identidad en el contexto global, de 2005.
En Bajo un sol herido nos presenta a un personaje intenso, problematizador, en crisis. Tril-
ce, una escritora española que viene a México para realizar una investigación sobre la vida y
obra de Ramón del Valle-Inclán. Trilce de alguna manera representa la línea española de nues-
tro mestizaje. Da Jandra, en su diálogo intenso con la historia de España e Hispanoamérica,
sostiene: “España ya no es el problema ni Europa la solución. La playa a que arriba el náufrago
es ya otro espacio y otro tiempo, el presente total de ese tiempo lo ocupa ahora Hispanoamé-
rica con México en su corazón” (Da Jandra, 2012: 34)”. Trilce llega a las “playas” mexicanas,
donde se topa con una realidad en descomposición por la impunidad de los políticos, la vio-
lencia generalizada, la injusticia y la pobreza. Al llegar al aeropuerto de la Ciudad de México,
Trilce, víctima de un intento de asalto, recibe su bautizo de bienvenida y advierte su rostro
cruel. Roberto, encargado de recibir y orientar a Trilce en su estancia en México, es uno de
los personajes mejor construidos en la novelística de Da Jandra: cruel, cínico, prepotente,
inteligente, corrupto, machista, se presenta como una especie de guía negativa.
A través de Roberto, Da Jandra realiza una descarnada crítica al mundo editorial e inte-
lectual de México. Es un personaje profundamente entrañable, a la media cuartilla en que
­aparece en la novela ya lo odias, lo detestas, te incomoda. México se convierte en el infierno
para Trilce. Roberto la viola drogándola; la obliga a escapar a Oaxaca, espacio de iniciación, de
purificación. Trilce observa la otra realidad, la de la gente pobre, los indígenas, la ritualidad.

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Antología crítica

Este México la seduce, la enamora. La escritora viaja a Real de Catorce, donde descubre a
su guía positivo, Lúder, un luchador social retirado, convertido en chamán. A través de su
relación con este hombre enigmático, Trilce emprende un proceso de autoconocimiento.
Nuevamente en la novelística de Da Jandra se contrapone el racionalismo occidental versus
el camino de la espiritualidad.

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L a novela en Chiapas

vx

Bajo un sol herido


Leonardo Da Jandra
—2000—

La despertó el calor que le producía el suéter de algodón, y al quitárselo descubrió que afuera
la luz era demasiado agresiva y que al lado de la hamaca ya no estaba ni el Lúder ni la colcho-
neta. Aunque podía haber seguido durmiendo un par de horas más, la sensación que la invadió
fue como un llamado inapelable a levantarse. Comprobó alarmada que la colchoneta estaba
enrollada en una esquina y salió sólo para confirmar que allí no había nadie. Caminó apresu-
rada entre los cactos y llegó al círculo de piedras donde habían estado anoche. El sol calentaba
ya la superficie silicosa del desierto y el entorno se semejaba un escenario fílmico donde de
un momento a otro aterrizaría alguna fuerza extraña. Al precipitar el regreso se golpeó en la
­pierna derecha contra una especie de chorizos espinudos. Las punzadas eran agujas de fuego, y
­entre maldiciones se sentó en un claro y levantó el pantalón. De pronto tuvo un presentimiento
­extrañísimo y al alargar la vista vio al Lúder rescostado con la cabeza contra su mochila en el
lado sombreado de la cabaña. Tenía en las manos un cuchillo y con él rebanaba pequeños ­trozos
de una manzana y se los llevaba con parsimonia a la boca. Ella se acercó a saltos sosteniendo
con una mano la pierna del pantalón subida hasta la rodilla. Sabía que la imagen era cómica y
fingió aún más dolor del que sentía para que la expresión tuviera el impacto deseado. El Lúder
se incorporó y le obsequió la sonrisa que ella esperaba. Luego acomodó a Trilce con la espalda
contra la mochila y le extrajo las tres espinas con la punta del cuchillo. Trilce se mordió el labio
y apretó con ambas manos la pierna herida. Después él le dio una palmadita en la pantorrilla y
le bajó la pierna del pantalón. Se incorporó y recogió la bolsa de plástico que estaba junto a la
pared y le ofreció a Trilce un plátano y un par de manzanas. Trilce primero cogió el plátano y
no dijo palabra, pero después, al recibir las dos manzanas, completó una imagen que la hizo reír.
¡Vaya desayuno!, exclamó en tono pícaro.

Leonardo Da Jandra (Pichucalco, 14 de febrero de 1951).


Filósofo y narrador. Realizó estudios en Santiago de Compostela y Madrid. Cursó el doctorado en Filosofía de
la Matemática en la Universidad Nacional Autónoma de México. Escribe ensayo, cuento y novela. Colaborador
de la revista Plural, el suplemento dominical El Búho y el periódico Excélsior. Miembro del Sistema Nacional de
Creadores de Arte. Premio Nacional de Literatura IMPAC 1997 por la novela Samahua, segundo volumen de la
Trilogía de la costa.

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Antología crítica

Sí, muy freudiano.


Quiero decir que tengo mucha hambre, añadió más seria.
Bastará con que te comas las frutas, no lo que representan en tu subconsciente.
Y sin más palabras él le dijo que ésa sería la comida para el resto del día.
¿Qué quieres decir con eso?, respingó ella.
Que te alistes, pues en quince minutos nos espera un buen paseo, y se encaminó al interior
de la cabaña.
Ella todavía dijo: ¿A dónde?, pero no obtuvo respuesta y comenzó a pelar y mordisquear
con desgana el plátano.
El Lúder iba con su mochila a la espalda; había dejado en la cabaña todo excepto las dos
botellas para el agua —una vacía y otra mediada—, y había guardado el cuchillo en una funda
de cuero que llevaba sujeta en la pierna derecha bajo el pantalón. Trilce lo seguía ayudán-
dose con una sólida vara que en caso extremo podría servir también de defensa. La condujo
al límite oriental de la terraza y le mostró la postal mágica de aquel desierto que se extendía
kilómetros y más kilómetros como un sueño misterioso y estremecedor. Señaló con la mano
una protuberancia a cuatro o cinco kilómetros y dijo que aquel cerrito era El Bernalejo, centro
ceremonial de primer orden en el ritual de los huicholes, y de inmediato se encaminó por una
vereda. A los quince minutos de caminata Trilce dejó escapar un ¡Mierda! que obligó a Lúder
a detenerse. Esperó a que ella completara los cuatro metros que los separaban y le preguntó
qué pasaba. Trilce se quejó del efecto de aquel sol que caía sobre su cabeza como el aliento
de un dragón, y el Lúder desató el paliacate rojo que traía al cuello, lo desarrugó y se lo puso a
Trilce como pañoleta. En el momento de mayor cercanía de los rostros, los dos se quedaron
viendo y sonrieron, y para Trilce aquella sonrisa del Lúder era como un abrazo amoroso que
llenaba de esperanza la soledad del silencio y la alentaba a proseguir en la lucha. Le dijo: ¿Y
tú? Y él respondió que ya estaba acostumbrado a andar bajo aquel fuego. Trilce lo vio adelan-
tarse de nuevo y sólo se quedó con la imagen de los surcos en los extremos de los ojos y en la
frente, que parecían una cartografía minuciosa de todo lo que él había vivido; por último fijó
la coleta de samurái que le restiraba la cabellera castaño oscura hacia la coronilla, y pensó que
era un cincuentón atractivo a pesar de ser definitivamente anacrónico.
Les llevó casi hora y media llegar a El Bernalejo. Había ofrendas de turquesas y obsidianas
y plumas y estambres de colores en pequeños montículos. Trilce se sentó sobre una piedra
y el Lúder le explicó todo lo que aquello simbolizaba. Luego le pidió que cerrara los ojos y
armonizara la respiración, y cuando Trilce comenzó a respirar como él le había enseñado, le
dijo que nada más sintiera sus pies, que eran como antenas conectadas directamente con el
centro energético del desierto. Al rato Trilce comenzó a respirar ruidosamente por la boca
y su cuerpo quiso balancearse. El Lúder la dejó todavía otros quince minutos cuidando de
que no fuera a escorarse hacia un lado. Mientras más la veía, más se convencía de que aden-
tro de ese cuerpecito delicioso se ocultaba un orgullo forjado en la soledad y en la falta de

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L a novela en Chiapas

c­ ariño. Ella abrió los ojos y empezó a decir que había tenido la sensación clarísima de…, pero
el Lúder la cortó con un gesto de la mano al frente y le dijo que las vivencias privadas eran
energía acumulada y que al contarlas esa energía se vaciaba. Enseguida se puso la mochila a
la ­espalda y se echó a andar. El efecto de aquellas palabras quedó resonando en la cabeza de
Trilce y ya no supo si era un consejo o un reclamo.
A veces dejaban las veredas y se adentraban entre los cactos. El Lúder buscaba sólo las
especies más interesantes para indicárselas con sus nombres respectivos, que Trilce oía
sin hacer el menor esfuerzo por memorizarlos. Le mostró dos preciosas coronas con duros
­pétalos de espinas y le dijo que eran peyotes brujos, más fuertes y peligrosos. Trilce venía aún
­resentida por el desplante y tuvo que forzar la voluntad para no hacer la pregunta de rigor: ¿No
iban a recoger peyotes? Como media hora más tarde bajaron por una cañada a­ renosa. Varias
palomas volaron y el Lúder señaló un animalejo de piel parduzca unos veinte metros más
abajo, después apuntó hacia un chorrito de agua que escurría al pie de la cañada y formaba un
empozamiento verdoso. Le hizo señas de que lo siguiera y fue hacia el extremo opuesto del
aguaje y subió entre las rocas hasta un hueco sombreado. Desde allí podía verse claramente el
escurrimiento de agua, aunque el sonido era apenas un glogloteo distante. El Lúder se sentó
con las piernas cruzadas y la espalda contra la pared y le dejó a Trilce su lado derecho con el
espacio justo para que ella hiciera lo mismo. Trilce esperaba la oportunidad para dar salida
a todas las dudas y sentires que se le habían ido agolpando con la caminata. Sin embargo,
el Lúder cruzó su índice sobre los labios y Trilce endureció la mandíbula para no tener que
masticar el coraje. Las palmaditas que el Lúder le dio sobre la rodilla más próxima detuvieron
el estallido en el límite. Él sonreía con la mirada fija en el aguaje, y la malicia juguetona que
había en sus ojos era como una corriente energética de signo contrario a la ­autoimportancia
que doblegaba a Trilce. Antes, por mucho menos, ya hubiera mandado todo aquel tinglado
a la mierda. Pero ahora habían cambiado muchas cosas y desde lo más profundo de su sufi-
ciencia surgía con fuerza una protesta fluida que la obligaba a desprenderse de la máscara de
arrogante invulnerabilidad con que había ocultado sus debilidades y temores.
Durante varias horas ninguno dijo palabra. El Lúder enganchó la vista en algún punto del
escurridero y por allí se fue. Trilce lo estuvo observando a intervalos por el rabillo del ojo y
notó que cuando algún animalito bajaba a beber la mirada del Lúder se avivaba. Vio varias
palomas, un conejo, un correcaminos y una familia de tejones con el pelamen de un café
oscuro. Lo que más la impresionó fue el modo tan particular que tenían de acercarse a beber.
Los saltitos y las repentinas detenidas del conejo tenían un deje desesperante, pero los coleos
paranoicos de las palomas eran demasiado eléctricos, como si el animalito se supiera ­deseado
y tuviera que detenerse a cada paso para comprobar, mediante histéricos ­descolgones de
­cabeza, que no existía ninguna amenaza. Los tejones llegaron poco antes de las tres de la
tarde. Primero llegó el macho, caminando un tramo y levantando el hocico para olfatear, y
después se acercó la hembra con tres tejoncitos que por momentos emitían unos chillidos

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Antología crítica

casi humanos. En el instante pleno de aquella imagen Trilce sintió una oleada de afecto que
jamás había sentido por ninguna criatura humana: los tejoncitos no sólo le parecían más
bellos, sino también más sanos, más libres, más naturales. Y con esta sensación gratificadora
cerró los ojos y se quedó sumida en un sueño profundo. Cuando el Lúder la despertó quiso
poner en claro dónde había estado durante el sueño, y no logró más que vislumbres de un
paisaje inmenso y luminoso que parecía casi líquido.
Después bajaron al aguaje y el Lúder extrajo de la mochila un bote de plástico de un litro
que había contenido yoghurt, una jabonera y una botellita de champú y comenzó a desves-
tirse. Tenía el torso mucho más blanco que la cara, y por la forma como trabó los músculos
del abdomen, Trilce supo que él también sabía que esa parte de su cuerpo era un logro de la
voluntad. Para sorpresa de Trilce se quedó en calzoncillos y de inmediato acercó el recipiente
al escurridero y comenzó a mojarse. Trilce alargó más de lo necesario el curioseo y por ­último,
cuando estaba tratando de imaginar cómo se entendería aquel cuerpo con su cuerpo, los
ojos del Lúder fueron como una orden para que ella iniciara también su baño. Se quitó todo
­excepto los calzones y el sujetador y esperó a que el Lúder le pasara el recipiente con agua. Al
darse el primer remojón, con el agua escurriéndole por el medusal que le colgaba por delante
de la cara, se le acrecentó la sensación de que la imagen que ofrecía era el colmo del ­ridículo. El
Lúder le daba su flanco izquierdo y así siguió pasándole el bote con agua, sin siquiera voltear
para juzgarla. Entonces ella le pidió el champú y por primera vez él la recorrió entera; luego
sonrió y ladeó con gracia la cabeza, en una pose que Trilce quiso entender como un piropo.
Dos veces, atisbando entre la espuma, lo sorprendió mirándola. El recipiente tardaba casi un
minuto en llenarse, y durante ese tiempo el silencio del desierto era como una ­membrana que
de un momento a otro podía romperse para dejar al descubierto los deseos. Sin embargo, lo
que Trilce menos podía imaginarse era que en la cabeza del Lúder sólo existiese desapego:
aunque el cuerpo de Trilce le parecía delicioso, algo le decía que tanta autoestima y tanto
acostumbramiento a la autosatisfacción habían hecho de aquel cuerpecito una inexpugnable
­fortaleza, de manera que intentar dominarlo sería condenarse a la derrota. Trilce demoró el
goce del enjuagado hasta que sorprendió en el rostro del Lúder un desorden de preocupación
que le quebrantó la sonrisa. ¿Sucede algo?, le preguntó sin detenerse. No, nada más estoy
contando los litros, respondió él mientras arrimaba de nuevo el bote al resumidero. Ah, vaya,
¿y cuántos van? Con éste diecisiete. Entonces Trilce tendió la mano hacia el bote con pose
coqueta y lo enfrentó: ¿Te parece bien veintiuno? Mucho mejor que treinta, dijo él.
Se vistieron en silencio y después emprendieron el regreso cerrando casi un círculo. A ­mitad
de camino pasaron frente a una presa de agua lodosa donde había un anciano y un niño con un
hato de chivos que bebían en la orilla. Los saludaron con la mano desde la distancia y ­siguieron
caminando. Aunque el sol estaba ya bastante inclinado sobre el horizonte, sus ­efectos aún
­reverberaban con fuerza sobre la arena y los terregales, y Trilce sentía que su cuerpo pesaba
más que nunca y no pensaba más que en llegar a la cabaña y tenderse en la hamaca. En poco

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L a novela en Chiapas

más de una hora acabó ella sola una de las dos botellas que habían rellenado en el aguaje, y el
Lúder le señaló que ya no bebiera más, que el agua restante la necesitaría para más tarde.
Cuando al fin llegaron, Trilce arrastró los zapatones hasta la puerta de la cabaña y esperó a
que el Lúder abriera. Después, sin molestarse en pedir permiso, buscó la hamaca y se tendió
derrotada. A los pocos minutos el Lúder sacudió la hamaca y la arrancó del incipiente sueño
diciéndole que tenían que ir a recoger los hikuris antes de que anocheciera. Entre gruñidos
Trilce se incorporó y lo siguió. El sol rozaba ya la línea de la lejanía y su fulgor era una llama-
rada que apenas calentaba el cansancio. El Lúder la guió hasta el círculo de piedras y una vez
adentro la puso mirando hacia el sol y le pidió que cerrara los ojos y que sintiera cómo la ener-
gía del sol llenaba todo su cuerpo. Luego, con una voz que a Trilce le sonó lejanísima, añadió
que en un par de miles de años más la especie humana se alimentaría de puro plasma solar.
No tuvieron que caminar más de cincuenta pasos. El Lúder extrajo del bolsillo del pantalón
un punzón de madera muy oscura y luego subió la pierna del pantalón para sacar el cuchillo de
su funda. Le dijo que la sombra de las plantas de gobernadora eran el techo predilecto del hikuri
y le señaló dos cabezas que asomaban apenas entre la aridez terregosa. Uno tenía siete gajos y
el otro cinco, y al afinar la atención vio también que alrededor había otras cabezas. El Lúder se
arrodilló sobre la arena y comenzó a escarbar con el punzón en torno a la planta más grande. Por
­momentos el rojor se intensificó y de las ramas de las gobernadoras parecía escurrir fuego líquido.
A pesar del viento cuchilloso Trilce se sentía cada vez mejor. Después de energizarla con el
sol, el Lúder le había dicho que cualquier animal del desierto sabía muy bien que había lugares
más energéticos que otros, y que el ser humano había atrofiado la capacidad para ­encontrarlos.
Aunque Trilce dudaba de todos esos rollos esotéricos, algo le decía ahora, muy adentro de
su natural escéptico, que ese desierto era el lugar más energético que había conocido. Estaba
increíblemente recuperada y caminaba entre las plantas de gobernadora como si estuviera
descubriendo un nuevo mundo. A cada paso descubría más y más peyotes y cada cabeza que
veía era para ella un duendecillo que asomaba para darle la bienvenida. Después del pequeño
paseo, regresó casi eufórica con el Lúder y se sorprendió de que apenas estuviera extrayendo
la segunda cabeza. Con la punta del punzón escarbó casi cinco centímetros y después rebanó
limpiamente la cabeza con el cuchillo; por último tapó el corte con un puño de tierra. Trilce
preguntó razones y el Lúder le explicó que la raíz del hikuri retoñaba si tenía cuerpo suficiente,
y que las plantas cuanto más viejas y más cortes tuvieran más retoños sacaban.
Recogieron cinco cabezas grandes y pesadas que el Lúder metió en un paliacate y se lo
entregó a Trilce. Regresaron al círculo de piedra y el Lúder se sentó en el mero centro para
extraer con la punta del cuchillo la pelusilla blanca de las coronas. Luego le pidió a Trilce que
trajera el saco de dormir y la botella de agua. Acomodó el saco en el oeste y él se sentó con
las piernas cruzadas en el centro y le indicó a Trilce que hiciera lo mismo dándole el frente.
Después arrastró despacio el paliacate con los hikuris y lo dejó en medio de los dos. Le dijo
que sólo comiera y guardase las preguntas para su momento. Y Trilce empezó a mascar.

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Antología crítica

Esta vez no había fuego ni más luz que la energía de las cosas; y aunque el amargor era
terrible mascaba como si estuviera saciando el hambre acumulada. Con el tercero tuvo un
conato de vómito. El Lúder le pasó la botella de agua y le dijo que sólo diera un trago y se
enjuagara la boca. Los efectos comenzaron a electrizarla poco antes de que acabara el último.
El Lúder, que hasta ahora había permanecido en un silencio acechante, le preguntó cómo se
sentía. Ella respondió que muy bien, y él le confirmó que tenía uno de los estómagos más
duros que conocía. Se incorporó y le tendió las manos. Ella negó con la cabeza, que así estaba
muy a gusto; pero él la levantó y le dijo que si no se volvía tan fluida como el aire que soplaba
del oeste terminaría convirtiéndose en un ser igual de insensible que una piedra. Los dos
cuerpos estaban casi rozándose y el halo de seguridad con que la envolvía el Lúder tenía el
agradabilísimo olor del champú con que se habían bañado. Él acercó la cabeza de Trilce con
sus manos y le dio un beso en la frente. Luego la ayudó a meterse dentro del saco de dormir
y le dijo que no se preocupara por nada de lo que pasara afuera, que él estaría siempre al
pendiente. Al tomar conciencia de la soledad a que la condenaba, Trilce se semiincorporó y
masculló que por favor no la dejara sola. Él se acuclilló al lado de ella y la tendió de nuevo y
le dijo que cerrara los ojos y nada más siguiera su respiración.
El sonido era de cristales líquidos y los colores se abrían en ondas de tonalidades encendi-
das que vibraban en plenitud de significaciones. Vio que encima de ella se abría un túnel que
multiplicaba su caprichosa geometría hacia el infinito y una luz tironeó de su conciencia y se
vio recorriendo aquellas estructuras moleculares a una velocidad prodigiosa. Después entró en
un espacio ingrávido y flotó al lado de multitud de burbujas que resplandecían como lunas
llenas. Al fijar su atención en una de ellas distinguió que algo adentro se movía, y ese algo
­empezó a jalarla y se vio al instante en el interior de la burbuja. Allí no existía ni espacio ni
tiempo, estaba fija en una masa gelatinosa que le impedía moverse y la sensación era la de un
sueño agradable que seguiría así por toda la eternidad. Y de pronto tomó clara conciencia de
que tenía que salir de allí a como diera lugar. En realidad no tenía cuerpo, era como una luce-
cita aprisionada dentro de una espora y esa espora seguiría así el tiempo necesario para madu-
rar y reventar. ¿Cuánto tiempo? Oyó claramente que una voz resonaba dentro de ella: El tiem-
po que tardes en ser libre. Oyó que otra voz le decía: Armoniza tu respiración, y al hacerlo notó
que poco a poco la burbuja empezaba a crecer y palpitar. Ahora ya no sentía ninguna urgencia
por nada; todo estaba allí, en una plenitud calmosa, ajena al transcurrir y al sufrimiento. Hasta
que sobrevino la ruptura y con ella la revelación jubilosa del acto creador. Unas manos gigan-
tescas le limpiaron los últimos líquidos y la depositaron en un lecho. Aunque no veía más que
una densa neblina luminosa, estaba casi segura de que todo lo que pasaba allí afuera lo estaba
registrando con su cuerpo apenas renacido, y ese cuerpo empezó a respirar de manera diferen-
te y luego olió de manera diferente y al tomar conciencia de todo vio que estaba aferrada a los
barrotes de una jaula de madera y que desde arriba una voz le decía cosas que no tenían el
menor sentido para ella. Luego la voz le llegó más clara y familiar: Trilciña, por favor, ven. La

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L a novela en Chiapas

imagen que estaba ante ella, con los brazos tendidos y ojerosa y desgreñada, era como su
­madre, pero al mismo tiempo no podía ser ella, siempre tan meticulosa y obsesionada con su
propio reflejo. Reiniña, ayúdame, siguió diciendo la madre. Sí, era su madre, se lo decía lo
mucho que le dolía ahora aquella imagen. Como si supiera que al fin había sido escuchada, la
imagen tosió y esbozó una sonrisa; enseguida volvió a tender los brazos y habló: Trilciña,
anda, ven a cuidarme, ¿no ves que me estoy muriendo? El gesto era típico del patetismo
­chantajista de su madre, pero su cuerpo, al contrario de su mente, le decía que en realidad no
era su madre, sino la imagen de un ser atrapado en el fingimiento de su madre. No me dejes
sola, ­filliña, ¿no ves que soy lo único que tienes?, y al decirlo los brazos se acercaron para
­tomarla. La sensación de rechazo fue tan fuerte que todo se oscureció y por primera vez oyó su
propia voz: ¡Mierda, qué quieres ahora! La madre estaba tendida en su cama, con uno de aque-
llos horripilantes camisones de lunarcitos y el pelo era larguísimo y gris, desparramado por la
almohada buscando que el patetismo del rostro cadavérico fuera verosímil. Trilciña, ¿me has
querido de verdad alguna vez? ¡Claro que te quise, y demasiado! Antes no gritabas así, ¡cuánto
has cambiado! Y tú antes no te lamentabas tanto. ¡Si tan sólo me quisieras un poquito! Quiso
gritarle que la dejara libre de una maldita vez, que con esas súplicas tan quejumbrosas lo único
que lograría sería que nunca la volviera a ver en su vida, pero una fragancia inconfundible la
condujo hacia la cómoda de caoba donde ardía en aceite una mariposilla frente al marco de
plata que protegía a su Virgen de los Dolores. ¡Cómo se había atrevido a sacarla de su habita-
ción! ¿No ves que me estoy muriendo de tristeza?, se quejó la voz a sus espaldas. Descubrió el
­jarroncito que contenía las flores y notó que empezaban a amarillear y a marchitarse, y que no
eran gardenias, sino nardos. ¿Qué mierda significa todo esto?, volteó encorajada. Y la imagen
ahora ya no era la de su madre, sino la suya propia tras muchos años de soledad y sufrimiento.
En los ojos la miel se había secado y eran más pequeños y resumidos y la única sensación que
transmitían era de una tristeza irresistible. Se arrojó de bruces sobre la cama y comenzó a
­llorar. Lloró durante días y años, viendo pasar todos los momentos cruciales de su vida; pero
no lloraba por lo que ella sentía, sino por lo que sentían las personas a las que humillaba y
despreciaba, lloraba porque comprobaba que nadie la quería y lloraba aún más al darse cuen-
ta de que ella tampoco quería a nadie. ¿Para qué seguir llorando?, dijo una voz en tono conci-
liante. No era la voz de su madre ni ninguna de las que hasta ahora había oído; era una voz
viejísima y al mismo tiempo juguetona. La solución es mucho más fácil, añadió la voz. Es que
no puedo, se quejó ella, no sé qué hacer ni por dónde empezar. ¡Mira a tu alrededor!, ordenó
la voz. Y al hacerlo vio cientos de peyotes que brillaban intensamente como botones eléctricos
sobre la piel rugosa de la tierra. Desde lo más profundo de su sentimiento brotó una bellísima
sensación amorosa y supo de manera esencial que el destino de aquel lugar estaba ya para
siempre ligado a ella. Bien, si tú me ayudas yo te ayudo, verás qué fácil es, prosiguió la voz;
todo lo que tienes que hacer es empezar a escribir. ¿Cómo? Pues como yo te diga, ¿me puedes
ver? Y ­Trilce por primera vez se dio cuenta de que la voz no tenía imagen y bastó este ­vislumbre

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Antología crítica

para que de inmediato empezara a ver de manera clarísima la fisonomía verdosa de la voz. ¡No,
no ­sigas!, cortó la voz tajante; los personajes que de ahora en adelante vas a escribir no son más
que acciones y voces, su forma no tiene la menor importancia, sólo existen y nada más. Tienes
que escribir igual que los sucesos que viste, poniendo la importancia donde no la hay y quitán-
dola donde hay demasiada; tienes que escribir todo lo que ves y oyes en tu pantalla interior; no
expliques, nada más narra, no juzgues, sólo muestra. ¿Ves qué fácil? Lo tuyo que sólo es tuyo
no me interesa, lo tuyo que también es mío puede ser muy interesante, ¿no crees?, y la voz
­siguió y siguió lo que decía iba llenando páginas y más páginas y Trilce casi no podía creer
que tanta facilidad fuera posible. ¡Al fin volvería a escribir! Su nuevo libro estaba ya listo; nada
más tendría que buscar el programa donde había sido grabado y pulsar el teclado para trans-
cribirlo… Oyó como si la tierra respirase con una calma milenaria y ella también respiró. Poco
a poco se fue volviendo pura respiración y el entorno apareció ante ella como una fisonomía
intensísima: infinitos filamentos de luz ascendían por el cosmos, y los órganos y los nopales
eran presencias acechantes que conformaban un mundo sobrehumano. Al final de todas las
sombras, por encima de las montañas que cercaban a Real de Catorce, llegaba con claridad el
mensaje más pleno de vida que jamás había recibido. Estaba allí afuera y no sabía ni cómo ni
cuándo. Dentro del círculo de piedras estaba su bulto y encima de ella millones de estrellas
parecían palpitar como una medusa cósmica. Vio entre los cactos el resplandor de una fogata
y se fue trastabillando: la mente lo veía todo con precisión, pero el cuerpo era torpe y pesado y
la imagen que le vino a la cabeza fue la de una planta, ¡un peyote!, que era obligado a caminar
sobre el desierto. Los últimos trozos de leña se consumían en la fogata, ¿cuándo la habían
prendido?, y su resplandor le daba a la cabaña la atmosferación de otro mundo. La puerta
­estaba abierta y entró. El Lúder yacía sobre la colchoneta con el cuerpo encogido bajo la ­cobija
y respirando muy suave. Trilce se acercó a la hamaca y al momento de querer separar los
­bordes para tenderse se quedó paralizada y vacía. Estaba y no estaba; no tenía ni voluntad ni
razón y sólo sabía que estaba allí por la sensación de náusea que empezaba a invadirla. Su
­estómago era un volcán en nacimiento y lo que anunciaba no era nada deseable. Bajó la vista
de golpe y vio cómo el Lúder la miraba. Estoy completamente perdida, alcanzó a decir. Ven
aquí, dijo él apartando la cobija. Quiero vomitar. Y el Lúder se incorporó y la llevó afuera.
Estaban atrás de la cabaña y Trilce no podía vomitar. El Lúder la sostuvo un buen rato con una
mano en la ­espalda y otra en la frente hasta que por fin decidió actuar. Le metió dos dedos en
la boca y el vómito se vino en cascada. Frente a ella, en medio del naufragio, Trilce alcanzaba
a ver la luz verdosa que aureolaba a la pasta viva que había expulsado. Con pases lentos por la
espalda, el Lúder la estuvo templando, hasta que al fin la condujo a la cabaña, le dio la botella
de agua para que enjuagara la boca y la acomodó en la colchoneta. Ella tomó conciencia plena
de su olor y quiso sentir el rebrote de la náusea, pero el Lúder se acostó a su lado, la tomó por
la espalda y la metió dentro de sí y empezó a susurrarle en el oído unas palabras dulcísimas y
después se puso a respirar como él sabía y la convirtió en puro sueño.

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre Beber del espejo


de Héctor Cortés Mandujano

Héctor Cortés Mandujano nació en 1961 en la finca El Ciprés del municipio de Villaflores,
Chiapas. Las tierras de El Ciprés se perdían en el horizonte, parecían no tener fin, sobre todo
para un niño como él, que poseía una gran imaginación y pasaba las tardes jugando con tro-
zos de madera, piedras y cualquier cosa que se encontrara en los patios de tierra apisonada.
El casco de la finca era grande. En éste vivían la mamá de Cortés Mandujano, doña ­Carmen
Mandujano Fernández; su padre, Herminio Cortés Nucamendi; sus hermanos ­Herminio,
María, Hernán y Froylán (un primo hermano que sus padres adoptaron legalmente desde
los cinco años); una tía paterna que tenía cuatro hijos, y la dueña, doña Natividad, madre de
don Herminio.
La mamá de Héctor Cortés Mandujano era sobrina directa de Tiburcio Fernández Ruiz,
el mapache que encabezó la División Chiapas Libre, un ejército que pretendía poner freno
a los abusos causados por las huestes de Venustiano Carranza y que, al parecer, resultó tan
o más voraz que el ejército carrancista. Fernández Ruiz gana la gubernatura del estado de
­Chiapas en 1920. La abuela materna de Cortés Mandujano, doña Eva Fernández, era hermana
de Tiburcio Fernández Ruiz y tenía una finca muy grande llamada San Antonio.
El caserío de El Ciprés estaba pintado de blanco, con cal viva, adornadas las paredes con
líneas de grecas. Los techos eran de teja cocida con un corredor larguísimo “en ele (mayús-
cula). El piso es de ladrillo y en el inicio del corredor, en la patita de la ele, había también
costales de granos y fertilizante; el pretil es alto y las pilastras redondas; al doblar hay lo
que llamamos monturero, un mueble con un largo travesaño medio donde descansan las
­monturas de distintos tamaños y calidades; luego, una amplia hamaca, colgada de las gruesas
vigas cuadradas que sostienen la estructura de teja” (Cortés Mandujano, 2004: 55). El corredor
comunicaba a las habitaciones, abundaban los pretiles, el piso era de ladrillo y se construyó
una especie de galerón donde se guardaban todos los aperos y herramientas, así como los
galones y recipientes. Don Herminio mandó colocar una artesa enorme, una tina de madera
en la que se colocaba la leche de donde se extraía mantequilla para elaborar queso.
Los vecinos de la finca llegaban por las mañanas a comprar la leche que se distribuía
en tambos. Alrededor del casco había casitas donde vivían los peones, que eran mestizos
­pobres. En una choza vivía el tío Mercedes con su esposa y sus dos hijas, del otro lado vivía

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Antología crítica

don Gil, y más allá don Florentino, ambos con sus respectivas familias. “Don Gil y don
Margarito eran peones acasillados; sus pobres chozas estaban construidas de lodo y paja,
en los alrededores de la finca. Sus hijos (que eran muchos), bautizados por mi abuela; sus
decisiones importantes eran de ineludible consulta con ella; su fidelidad para con la abuela,
indiscutible” (Cortés Mandujano, 2004: 31).
Cuando muere doña Natividad, la mamá de don Herminio, éste compra a sus dos herma-
nas y a su hermano la parte que les correspondía como herencia y comienza a sembrar maíz,
frijol y sorgo; pero lo que realmente le interesaba a don Herminio era el ganado, sobre todo
los caballos. Fue presidente de la asociación de charros de Cristóbal Obregón, una colonia
cercana a la finca.
Don Herminio visitaba con frecuencia San Antonio por distintos motivos (compra y ­venta
de ganado, principalmente) y se encontró con Carmen Mandujano. De inmediato se ­enamoró
de ella. A los dos meses de un fugaz noviazgo, Carmen, que tenía veintiún años, se fue con
Herminio, de diecinueve, a vivir a El Ciprés. El escándalo no se hizo esperar en las dos familias.
Cuando Herminio conoció a Carmen, ésta apenas llevaba días en la finca, ya que su anterior
marido la había abandonado; pero además es muy probable que estuviera embarazada. Claro
que Herminio no se dio cuenta, probablemente la única que lo intuyó fue doña Natividad y
ésa era otra de las razones por las que no quería a Carmen, pero prefirió callar.
Herminio, el primer hijo del matrimonio, poco se parecía físicamente a quienes serían sus
hermanos. La madre de don Herminio, doña Natividad, no quería a la nueva nuera, ya que
­estaba enterada de que había estado casada con un maestro, al que abandonó con todo y sus
­hijos. En realidad a Carmen la casó su madre cuando era una adolescente (tendría dieciséis
años) con un profesor que la llevó a vivir a Arriaga. Un día el profesor llegó a la casa acompa-
ñado de su nueva mujer. Carmen tenía un carácter muy débil y dubitativo. No podía creer que
ahí, frente a ella, estuviera la amante de su marido, dispuesta a tomar posesión del hogar. El
profesor, muy serio y decidido, le explicó que ya no la quería, que él se quedaría con sus cuatro
hijos y que ella tenía que regresar a vivir con su madre a San Antonio. El profesor llevó a Car-
men a la terminal de autobuses, le compró un boleto y la embarcó hacia El Ciprés. En la novela
Derrumbe de plumas Héctor Cortés Mandujano cuenta la versión de doña Carmen Mandujano.
Doña Natividad veía en Carmen a una mujer de la alta sociedad. Tenía la piel blanca y
por si fuera poco era sobrina de Tiburcio Fernández Ruiz, el temido bandolero, líder de los
mapaches (quien fue, también, gobernador del estado en varias ocasiones). En la otra línea
familiar, doña Eva, la mamá de Carmen, no podía soportar que su hija se fuese a vivir con “un
prieto ranchero”. Las desavenencias de las familias se siguieron alimentando con rumores
en las comidas, los viajes, los escasos encuentros que tuvieron durante años. Héctor crecería
escuchando aquellas voces insidiosas.
La abuela Eva repetía la cantaleta: “Te lo dije, ese hombre es un mujeriego, bebedor y
jugador”. Y es que don Herminio comenzó a tener muchas mujeres, bebía y se ausentaba

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L a novela en Chiapas

constantemente de la finca. Un halo de leyenda lo fue cubriendo. Se decían muchas cosas de


él: que se había enfrentado a los militares a balazos, que había matado a muchos hombres, que
enamoraba a cuanta muchacha le gustaba. Sin embargo, Héctor veía a su padre levantarse a las
cuatro de la mañana para trabajar en la finca. Era muy cariñoso y amable con sus hijos. Nunca
lo escucharon levantar la voz, jamás los golpeó, siempre estaba sonriendo. Cantaba canciones
sobre caballos y poseía un don que encantaba a los niños: hacía música con los dientes, silba-
ba de una manera extraordinariamente armónica. Además, era un mago consumado, todo el
tiempo estaba haciendo trucos que dejaban estupefactos a los pequeños, quienes lo seguían
adonde fuera. En las tardes sentaba a sus hijos en el corredor para que le ayudaran a tejer falsi-
llas para los caballos y trenzar lazos. En ocasiones cortaba las crines de sus caballos y las tren-
zaba mientras silbaba y cantaba canciones de Pedro Infante, David Sáizar y Antonio Aguilar.
La abuela Natividad no quiso recibir a Herminio y a Carmen en la finca. Les dijo que si se
querían juntar que lo hicieran, pero que no contaran con ella. El matrimonio estuvo deam-
bulando entre pequeños pueblos, colonias y rancherías. Ahí, en cuartos rentados, tuvieron
a sus primeros hijos. La situación económica era muy difícil, pero Herminio hacía hasta lo
imposible para que la familia no tuviera mayores penurias.
Héctor Cortés Mandujano nació en El Ciprés. Estaba recién nacido cuando sus padres
se fueron a vivir a una ranchería; aquel lugar estaba apartado de los pueblos y por supuesto
no había clínicas ni doctores. El niño se puso muy mal de salud, no podía respirar y la fiebre
alcanzó grados alarmantes, además de llevar varios días sin comer bien. Ante la impotencia,
Herminio, quien jamás había rezado, se alejó y en un rincón de la casa imploró a Dios para
que salvara al pequeño; a la mañana siguiente la fiebre cedió y el niño por fin pudo comer.
Semanas después doña Natividad los aceptó en El Ciprés.
Una tarde don Herminio contó, a petición de su hijo, sus andanzas de aventurero. El niño
estaba cansado de escuchar las anécdotas en voz de sus abuelas, sobre todo porque las deja-
ban sin concluir y casi siempre su padre aparecía como un hombre malvado. Don Herminio
no tuvo más que recostarse en su hamaca, llamar a su hijo para que se subiera con él y comen-
zar a narrar las aventuras. El hombre suspiró hondo y con voz cadenciosa contó que se había
enfrentado muchas veces a balazos y que tuvo que matar a varios tipos que querían hacerle
daño. Al paso de los años toda aquella historia pasó a formar parte de la primera sección de
la novela Beber del espejo, quizá la mejor que ha escrito Héctor Cortés Mandujano junto con
Aún corre sangre por las avenidas.
Don Herminio, sin que le temblara la voz, narró que al primero que mató fue al comisario
del pueblo. Herminio era un chamaco, apenas contaba quince años y estaba cortejando a una
joven que, sin saberlo, también traía enamorado al comisario:

En una esquina del parque estaba la cantina de don Zenaido y era la única del pueblo. […]
Yo vivía enfrente de la cantina y esa noche ­—eran como las siete y ya las sombras se estaban

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Antología crítica

tragando la claridad— vi pasar a don Artemio, que era todavía un muchacho de, no sé, tal vez
quince años, tal vez menos. Se detuvo en la tienda de doña Carmen Acero, amarró su caballo
en uno de los postes de enfrente y entró a comprar, supongo, los encargos de su mamá.
En el pueblo sabíamos que el muchacho administraba la finca de doña Natividad. Era
­delgado, cuidadoso en su vestimenta, y se notaba que quería parecer de mayor edad. Se sabía
también que pretendía a Laura, la muchacha de piernas bonitas a la que también enamoraba
el comisario.
En el pueblo, en ese tiempo, no había luz eléctrica, nos alumbrábamos con velas y ­quinqués.
De la cantina, esa noche que le cuento, salieron gritos de borrachos, la luz pálida del quinqué
y también el comisario. Se supone que vio pasar al muchacho Artemio cuando cruzó con su
caballo frente a la cantina. Esperó que saliera de la tienda y le gritó:
—Te dije que te iba a matar si te le acercabas.
Sacó la pistola y le disparó toda la carga. La separación entre ambos era como de doce pasos
largos, pero el viejo, borracho y disparando al oscuro bulto de sombrero blanco, no acertó nin-
gún tiro. El muchacho también sacó su revólver y sólo hizo uno. El comisario estaba en la franja
de luz. Le dio en el corazón (Cortés Mandujano, 2004: 59-60).

Don Herminio se tuvo que ir de la finca. En esos años de andar a salto de mata se casó
con una muchacha mayor que él. Fue con la única mujer con la que contrajo matrimonio
oficial, por presiones de doña Natividad; Herminio tenía dieciséis años y todavía obedecía
a su ­madre en algunas cosas. La noticia de la muerte del comisario corrió como lumbre.
Una ­ocasión en que estaba en una cantina se le acercó un hombre que comenzó a molestar
a ­Herminio: “¿Qué, te crees muy cabrón porque mataste al comisario? Te aprovechaste de
que estaba bien borracho”. Así estuvo por un buen rato hasta que Herminio no aguantó
más. Apuró el trago: “Pues si tienes dudas, vamos afuera y te muestro cómo se matan a los
habladores”. Los hombres salieron, el cantinero y los demás parroquianos hicieron lo propio.
Era una tarde soleada. Los zanates volaban para posarse en un frondoso árbol de mango. En
una vereda de grava los muchachos sacaron las pistolas, pero Herminio fue más rápido: en
un santiamén el hablador estaba tendido, como mirando las hermosas nubes de Villaflores.

En otra ocasión —dijo don Herminio mientras se ayudaba a hamaquearse con el pie izquier-
do— un primo mío fue a buscarme a una cantina, nos abrazamos y platicamos largo rato; yo
le preguntaba por la finca, de cómo estaba tu mamá y ustedes, y mi primo me contestaba a
medias, le temblaban las manos al tomar su cerveza, lo miré fijamente a los ojos y le escupí: ‘Tú
vienes a matarme, ¿verdad?’. Ni había terminado de hablar y el canijo ya me había aventado
una cuchillada, me la dio bien puesta, mira, aquí tengo la gran cicatriz, pero me eché para atrás
y le metí un tiro.

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L a novela en Chiapas

Don Herminio salió de la cantina trastabillando, llevaba el puñal clavado en el estómago,


se subió a su caballo y cabalgó hasta donde había un doctor.
El cuerpo de don Herminio estaba lleno de heridas: la cuchillada del primo, un balazo en la
espalda que le dieron una tarde en la que le tendieron una celada, la cicatriz de una larga ope-
ración. En una ocasión un piquete de federales del ejército intentó detenerlo y se enfrentaron
a balazos. Le dieron un tiro en el estómago, tuvieron que operarlo, casi muere. Don Herminio
andaba a salto de mata y en los lugares donde se refugiaba se hacía de una mujer. Llegó a tener
hasta cuatro amantes al mismo tiempo y cuenta la leyenda que dejó muchos hijos.
Don Herminio era moreno, medía aproximadamente 1.80, ya de grande se pintaba el bi-
gote. Cuidaba mucho su peso. En el momento en que se sentía pesado comenzaba una dieta
que seguía religiosamente. Se vestía con ropa limpia y perfectamente planchada, se rasuraba
todos los días y siempre se peinaba. Hasta que la edad se lo permitió anduvo en hermosos
caballos, vestido de charro, con sombreros muy adornados; llevaba su camisola, la corbata y
la camisa de un blanco inmaculado.
La vida a salto de mata no permitió que don Herminio estudiara; sin embargo, sabía leer y
gustaba de los libros. Algunas tardes se ponía a declamar para gusto y emoción de sus hijos.
Le gustaba que a mediodía su hijo se acostara con él en la hamaca del corredor y que le leyera
hasta quedar dormido. Cuando Cortés Mandujano veía que su padre se perdía en sueños,
seguía leyendo para él. La relación padre e hijo se hizo muy especial por aquellas horas en que
se acostaban en la hamaca y don Herminio abrazaba cariñosamente a su hijo que leía y leía.
Algunos de los libros que le leyó a su padre son Las mil y una noches, Declamador sin maes-
tro (que se sabía de memoria), Los supervivientes de los Andes y El diario del Che en Bolivia,
a quien admiraba por valiente. Para doña Carmen y sus hijos, Héctor era un niño demasiado
extraño. Era el más pequeño y se enfermaba constantemente, unas veces le daba tos y gripe
y no podía asolearse porque los rayos del sol le dejaban muy maltratada la piel. Casi todas las
tardes era presa de la fiebre; en ocasiones, por la calentura, amanecía con la boca hinchada, lle-
na de pústulas, y no iba a la escuela. Algunas veces no podía abrir un ojo, lo atacaban terribles
dolores de oído; su abuela y su madre le ponían albahaca para curarlo.
El niño era feliz a pesar de las enfermedades y líos familiares. Se subía a los árboles de
mango y pomarrosa para comer los frutos sobre las ramas. Dormía con sus padres en una
cama de lazo. Con frecuencia su padre se iba de fiesta por las noches y regresaba en las ma-
drugadas. Dormitaba unas horas y se levantaba para irse a ordeñar y hacer los trabajos de
la jornada, revisar si había portillos, huecos en las alambradas, ver si algún caballo estaba
herido, ayudar a parir a alguna vaca, inspeccionar el alimento de cerdos, chivos, gallinas,
guajolotes, patos. A las doce del día tomaba un pozol bien frío y se recostaba en la hamaca
para que su hijo le leyera.
Héctor Cortés Mandujano se levantaba muy temprano y se iba al fogón, que siempre
estaba encendido, tomaba un vaso grande de aluminio y avanzaba por la vereda hasta llegar

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Antología crítica

al corral, donde su padre le llenaba el vaso directamente de las ubres de alguna vaca. Todos
los niños de la finca trabajaban ayudando en algunas labores menores: manejaban la coa,
limpiaban la maleza con machete, preparaban los terrenos, los más grandes se encargaban de
arar con la yunta de bueyes. Cortés Mandujano bebía su leche acompañada de algún pan y
se iba a lazar su caballo, lo ensillaba y se iba a la escuela. Tenía varios caballos para escoger,
eran animales que su papá no usaba para sus faenas de campero y charro.
Los hermanos Hernán, Héctor y Froylán se iban a la escuela a Obregón haciendo una hora
y media de trayecto. Cabalgaban por caminos carreteros y por senderos escarpados, después
de un tiempo cruzaban el río de Las Pilas, luego pasaban un cerro de paja, el cerro de Las
Luces, tomaban otro camino carretero para virar hacia un paso de herradura, cruzaban por
varios terrenos y ranchos donde tenían que bajarse del caballo para quitar y poner las trancas.
Los hermanos siempre llegaban tarde a la escuela, ganándose todos los días dos reglazos
en las manos. Los primeros años de primaria dejaban los caballos amarrados en casas de
amigos de su padre, hasta que su tía Lupita permitió que se quedaran en su patio, donde les
dejaban comida y agua. Cortés Mandujano estudió del primero hasta la mitad del quinto año
de primaria en la escuela Miguel Hidalgo y Costilla, ubicada en Obregón, y terminó el quinto
y el sexto en la escuela José María Morelos y Pavón, en Nuevo México.
En vacaciones de verano, además de subir a los árboles, nadar en los ríos y jugar en los
patios, los niños tenían que trabajar junto a los peones. En ocasiones había gente que les de-
cía “es que ustedes tienen dinero, son ricos”, pero los niños no entendían muy bien a qué se
referían: tenían una camisa y un pantalón para ir a la escuela, otro pantalón y camisa para la
casa, cuando se celebraba una fiesta sus padres les compraban un “estreno”. Héctor no usó
zapatos hasta sexto año de primaria; sin embargo, es importante decir que no eran pobres:
tenían una finca enorme, muchos caballos, comían muy bien, dentro de los parámetros del
mundo rural. Cuando doña Natividad cumplía años se invitaba a todo el pueblo: mataban
una vaca, dos cerdos, cinco guajolotes, veinte gallinas (hay una alusión directa a estas fies-
tas en Demonios puntuales, la primera novela que Cortés Mandujano escribió). Los niños,
sin embargo, no tenían juguetes. Ellos mismos los confeccionaban. Hacían sus trompos con
pedazos de madera, que cortaban con machete y pulían con cuchillo, después le quitaban
la cabeza a un clavo para que girara. Solían montar becerros cerreros. A veces Herminio, el
mayor, cazaba culebras y las llevaba al corredor. Los hermanos se ponían alrededor de las
culebras y las picaban con una varita, el chiste era que no les mordieran.
Cortés Mandujano aprendió a leer muy chico, a los seis años. En Obregón se intentó hacer
un kínder y el niño fue tan sólo un día. La maestra se disfrazó de lobo feroz. Él no soportó
aquello, salió corriendo y jamás regresó. Ya en primaria, cuando aprendió a leer, creyó que
había encontrado la clave del mundo. Se hizo asiduo lector, leyó todos los libros escolares de
sus hermanos. Iba en segundo pero leyó los de tercero, cuarto y así hasta sexto año. A doña
Carmen no le agradaba que su hijo le dedicara tanto tiempo a la lectura, lo veía ensimismado

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L a novela en Chiapas

en los libros y gritaba “que deje de estar leyendo. Quítenle el libro. Si lo ven leyendo quítenle
el libro”. El niño se molestaba mucho. Se quedaba callado, pero con cierto rencor hacia su
madre, con la que nunca tuvo una buena relación. Doña Carmen era de carácter débil, in-
constante. Le costaba mucho trabajo cumplir los acuerdos que hacía con sus hijos, además de
que de vez en vez hablaba mal de don Herminio. Cortés Mandujano comenzó a responderle
a su madre, cosa que la enfurecía. Cuando se enojaba mucho utilizaba el chantaje con sus
hijos; con frecuencia les decía “ya me voy a ir y los voy a dejar solos”. “Adiós, váyase ya y no
vuelva”, le contestó su hijo una tarde desde el corredor.
A partir de que aprendió a leer comenzó a ayudarle a su papá a hacer las facturas de las
ventas que se realizaban. Su padre y el comprador trataban el negocio y cuando ya estaba
apalabrado saltaba un niño de siete años con hojas de papel y plumas. Muy serio anotaba las
condiciones de la compraventa y entregaba el documento para que las partes firmaran. Una
vez que doña Natividad descubrió aquel talento de su nieto lo llamó para que le ayudara a lle-
var el control de los pagos a los peones. El niño se encargaba de anotar, en tiempo de siembra
y de cosecha, los nombres, pagos y préstamos a los trabajadores de la finca.
La familia era muy trabajadora. La abuela Natividad fabricaba veladoras. A su nieto le en-
cantaba ayudarla. Colgaban un hilo, que sería el pabilo, a un clavo de una rueda; el pequeño
la iba girando y echando cera caliente. La abuela Natividad hacía las velas para sus santos,
ella es el personaje del libro Demonios puntuales. El altar era enorme y estaba lleno de santos,
había escenas en blanco y negro de san Miguel Arcángel matando al diablo:

El altar de la abuela era un sitio que me inquietaba. Su olor, mezcla de cera, flores y cáscaras
aromáticas, lo hacía distinto a cualquier otro espacio de la finca. Consistía en un mueble de
enormes dimensiones (forrado invariablemente con papel crepé), con gradas de madera que
iniciaban en el piso y llegaban hasta el alto del techo.
En la cúspide, la efigie de un viejo de luengas barbas ­—el Justo Juez, según la abuela— lo
observaba todo. En cada grada, multitud de imágenes, de fotografías de familiares muertos,
eran alumbradas por las palpitantes y pequeñas luces de velas y veladoras. Las estampas que
más me perturbaban eran las del Arcángel Gabriel en el momento de hundir su espada en el
cuerpo de Satanás que reía (como en mis sueños) y la de los Siete pecados capitales en la que,
multiplicada por el número, la representación de Lucifer adoptaba expresiones de placer mien-
tras achicharraba en los infiernos a los pecadores (Cortés Mandujano, 2004: 34).

Cuando Cortés Mandujano ingresó a quinto año de primaria se van a vivir a Nuevo ­México
María, Froilán y el propio Héctor (Herminio andaba quién sabe dónde, Hernán ya estudiaba
secundaria en Ocozocoautla). Don Herminio les compró una casa en el pequeño poblado,
ya que él no vivía en la finca. Doña Carmen prefería estar más tiempo en San ­Antonio inten-
tando que su madre por fin la perdonara. María, la hermana mayor, se convirtió en la madre

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Antología crítica

sustituta. Los ayudaba en lo que podía, preparaba los alimentos y trataba de tenerles ropa
limpia. Doña Carmen los visitaba de vez en cuando y siempre que podía hacía comentarios
negativos sobre don Herminio, que ya estaba con otra mujer. Doña Carmen se sentaba en
el comedor, bebía un sorbo de agua y como no queriendo la cosa murmuraba: “¿Ya saben
que el desgraciado de su padre tiene otra?”. Los niños permanecían en silencio, observando
a su madre sonreír con amargura. Los hermanos de Cortés Mandujano comenzaron a odiar
a don Herminio. Cuando su padre llegaba a visitarlos lo evitaban, lo saludaban con frialdad,
excepto él, que lo seguía queriendo como siempre.
Cuando el muchacho terminó la primaria, don Herminio ya vivía en Obregón con quien
sería su última mujer, Débora, y su pequeña hija. Don Herminio, una vez muerta doña Nati-
vidad, compró la parte que les correspondía a sus hermanos, así que día a día se trasladaba a
El Ciprés para seguir administrando la finca. Por esas fechas a doña Carmen le avisaron que
su madre se encontraba muy grave de salud. La mujer dejó nuevamente a sus hijos para ir en
busca del perdón de doña Eva. De pronto los hermanos comenzaron a irse. María estaba por
casarse, Froylán se fue a estudiar la secundaria a Coita, a Herminio hacía años que no lo veían.
Don Herminio estaba con su nueva familia y doña Carmen no deseaba hacerse cargo de
su hijo. Doña Carmen estaba abrumada por esos días, no quería saber nada, pues su madre le
negó el perdón y además la desheredó. Una tarde don Herminio buscó a doña Carmen para
planear qué harían con su hijo. Por una vez en años los padres se pusieron de acuerdo
Una mañana, para sorpresa de Héctor Cortés Mandujano, llegaron a la casa de Nuevo
México su papá y su mamá. Se extrañó al verlos ahí. Inmediatamente lo asaltaron pensa-
mientos funestos; quizá había muerto algún conocido. Sus padres permanecían en silencio.
De pronto don Herminio le ordenó que metiera una camisa y un pantalón en una bolsa de
nailon porque irían de viaje. Frente a la casa estaba estacionado un camión pequeño, propie-
dad de don Herminio. Subieron al vehículo y tomaron rumbo a Tuxtla Gutiérrez. Para el hijo
el trayecto fue demasiado largo y tedioso. Sus padres apenas hablaban, el calor era insoporta-
ble y el paisaje exasperaba al muchacho, que de pronto se quedó dormido.
Finalmente llegaron a Tuxtla Gutiérrez. El camioncito se detuvo en la Segunda Poniente y
Tercera Norte, en el centro de la ciudad. La casa era grande, en la entrada estaba una tienda
de abarrotes y pasando una puerta comenzaba propiamente la casa. Don Herminio, doña
Carmen y su hijo bajaron del vehículo. El calor era insoportable. Don Herminio llamó a la
puerta de madera de la tiendita. Al cabo de un rato salió un hombre de baja estatura, ­moreno,
vestía una camiseta vieja y un pantalón de terlenka café. Al reconocer a don Herminio lo
saludó efusivamente. Se dieron un abrazo mientras aquel hombre sonreía. Volteó a mirar al
muchacho y a doña Carmen. “Pero pasen, pasen a su casa. ¿No se quieren tomar un refres-
quito?”. Don Herminio se veía nervioso, parecía que quería salir corriendo de aquel lugar.
“Mira, Abel, aquí te traemos a Héctor para que te ayude en lo que pueda. Seguro necesitas
algunas manos para vender la leche. Te lo vamos a dejar, y ahí le vas pagando la escuela”.

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L a novela en Chiapas

Don Abel, que no era tío del muchacho, sino amigo de su padre, tragó saliva. Su sonrisa se
esfumó y haciendo una mueca comenzó a rascarse la cabeza: “Pero cómo, y yo qué hago con
un chamaquito. El trabajo es duro, no sé si va a aguantar. Además no nos está yendo muy
bien, el negocio anda bajón”. Don Herminio vio a los ojos a doña Carmen, ésta suspiró:
“Mire, este muchacho es muy bueno para la escuela, y si usted no nos ayuda pues ya no va
a seguir estudiando”. Don Abel escupió a un costado, se frotó las manos: “Ta bueno, pues,
con su trabajo pagará su lugarcito”.
Los padres del muchacho respiraron satisfechos y dejaron a su hijo con un hombre al que
no conocía, sin saber qué hacer ni dónde ir. Permaneció de pie en la puerta de la tienda. Un
nudo en la garganta le impedía respirar. No podía creer lo que estaba pasando, le temblaban
las rodillas, tuvo la intención de vomitar. Sus padres subieron al camioncito, apenas alcanza-
ron a despedirse agitando las manos. Él no respondió. Las lágrimas escurrían por sus mejillas,
quería gritar, pedirles que no lo abandonaran en aquella ciudad; pero tan sólo logró balbucir
algunas palabras ininteligibles y observó cómo el camioncito se perdía entre las calles. El sol
caía como plomo líquido. Esa tarde Héctor Cortés Mandujano perdió a sus padres, sus her-
manos, la finca, las lecturas en la hamaca, las canciones de don Herminio: todo se esfumó en
medio de aquel calor infernal.

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Antología crítica

vx

Beber del espejo


Héctor Cortés Mandujano
—2001—

Su mujer me avisa que van a darlo de alta. No está sano ni mucho menos, pero el personal mé-
dico y administrativo del hospital —qué se puede esperar de los burócratas— hará un paro
indefinido de labores. Los enfermos, of course, valen madre. Dejarán un personal mínimo, in-
forman, y mi papá, dictamen de última hora, puede ser atendido en casa; suero, ­inyecciones
y pastillas de por medio.
Un show ponerlo en la silla de ruedas y un concierto de quejas meterlo al carro (un tipo
que pasa por allí me ayuda). Ya dentro, papá despierta a la conversación y se le oye ­optimista.
Al llegar a su casa, lo subo en brazos, en la típica fórmula del recién casado que abraza a la
prenda de sus deseos, y él me cuenta un chiste sobre el tema. Malísimo de tan conocido.
Lo acuesto en la cama exprofesamente preparada y me despido.
—Hijo —me pide—, ¿por qué no salimos a pasear mañana, así, como hoy?

Se pone grave al día siguiente. Hay que internarlo, de emergencia, en un hospital privado.
Voy a verlo, tiene visitas. Ach, familia, duro trago. Su mirada ha cambiado mucho de ayer
a hoy: decepción, coraje, desesperación. Se van las visitas y su voz temblorosa me vulnera:
—Hijo, ¿puedes quedarte toda la noche conmigo?

Héctor Cortés Mandujano (El Ciprés, Villaflores, 1961).


Narrador y dramaturgo. Miembro fundador de las revistas La Señal, Iniciación y Sinapsis, y colaborador de mu-
chas de ellas. Ha sido antologado en varios libros y realizado muchos trabajos de edición en instancias oficiales e
independientes. Ha participado como autor, director, actor y adaptador en una cincuentena de obras de teatro.
Ha sido catedrático en la Universidad Autónoma de Chiapas, en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas
y en la Universidad de Los Mochis. Director de Literatura de la Fundación Mesoamericana de Cultura de 1997
a 2000. Director de Divulgación de la Secretaría de Educación de 2000 a 2006 y coordinador de Enseñanza y
Fomento Artístico del Coneculta-Chiapas de 2006 a 2008. Premio Puerta 2010 al mejor dramaturgo otorgado por
la Asociación de Periodistas Culturales de Chiapas. Reconocimiento Tío Chico que Vuela 2005 otorgado por la
Rial Academia de la Lengua Frailescana. Fue reconocido por su trayectoria teatral por el Coneculta-Chiapas y el
Centro Independiente de Creación y Formación Escénica La Puerta Abierta en 2010; por su trayectoria literaria
por la asociación civil Ateneo de Ocozocoautla en 2013, y por por su trayectoria y compromiso social por la aso-
ciación civil Manatíes del Grijalva en 2013. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 2004. Su obra
se ha traducido al inglés, francés e italiano

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L a novela en Chiapas

Con esfuerzo mueve su mano derecha y me la ofrece, la tomo, me siento en una silla junto
a su cama. (La mano de papá, la morena mano de papá: líneas como surcos, múltiples plie-
gues, venas resaltadas, huesos largos, hirsutos vellos, uñas durísimas. La acaricio).
—¿Sabes, hijito? Estoy seguro que esta noche me voy a morir y quiero que tú me acom-
pañes. Te voy a pedir un favor: no sueltes mi mano, quiero sentir que estás conmigo cuando
llegue la muerte.
No opino. Hay silencios en el arranque nocturno, poco a poco desaparecen. Nuestra con-
versación se vuelve cada vez más fluida, más amable, más amena, más amorosa. Un padre y
su hijo se muestran las almas; el amor en varias ocasiones se vuelve palabras y un hecho cruza
la nocturnidad: dos manos enlazadas.
—Aunque te lo he contado varias veces, me gustaría repetírtelo. Ya ves que no voy a la
iglesia ni me casé por la religión nunca, por ti creo en Dios.
”Vivíamos en una casucha de un pueblo perdido en el polvo y el olvido; éramos no ­pobres,
miserables; tú tal vez tuvieras dos o tres años y te enfermaste, de pronto, una tarde. Muchísi-
ma fiebre. Yo no estaba y tu mamá ponía y quitaba trapos mojados de tu frente, de tu panza.
Rebuscó una pastillita y te hizo tomar un té tras otro. Y nada.
”Lloraba resignada cuando llegué. Entré y salí, con el corazón galopando, hasta el pueblo
vecino donde había una botica. Gasté la nada que tenía en los bolsillos y volví desesperado,
ya noche en el mundo, ya miedo en mi alma, a ver tu entrecerrar de ojos, tu languidez, tu res-
piración cada vez más callada. Empezaste a convulsionarte y tu mamá —Se nos va, Artemio,
se nos va— me abrazó con llanto histérico.
”En un arranque nacido de la impotencia te tomé en mis brazos, te levanté de la cama y
me fui contigo al patio. Tu mamá en llantos: No lo saques al patio, lo vas a matar.
”El frío viento nos rodeó y yo levanté los ojos a la luna, la vi detrás del velo de mis lágrimas,
me hinqué. Casi sin voz:
”—Diosito, no te lo lleves, lo quiero mucho, cúramelo. Voy a ser un mejor hombre, te lo
juro. No lo mates.
”Allí lloré un rato repitiendo mi cantaleta, creyendo que en lo alto Él me veía. Después te
llevé a acostar y más tarde, te lo he dicho tanto, hablaste con una voz que yo oí tan bella, hijo,
tan música bonita:
”—Mami, tengo hambre.
”Te dimos de comer y luego te levantaste a jugar. Aquella noche para mí fue imborrable:
Dios existe. Y me ve. Y me quiere.

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Antología crítica

vx

Sobre Muy íntimos quadernos


de Guadalupe Olalde

Guadalupe Olalde nació en Managua, Nicaragua, en 1952, hija de Aurelio Olalde y María
Enriqueta Ramos. Don Aurelio era químico-biólogo y trabajaba para Salubridad. Su fun-
ción consistía en realizar el arbitraje de los medicamentos que ofrecían los proveedores a la
Secretaría de Salud. Don Aurelio y doña María Enriqueta se acababan de casar y los gastos
en el hogar apremiaban, sobre todo porque venía en camino su primera hija. Una mañana
don Aurelio se plantó en la oficina del director para plantearle un aumento de salario. Su jefe
sonrió, se arrellanó en su silla, se acomodó la bata blanca y le contestó con cierta sorna: “Y
es que no te has dado cuenta que tu salario real son las mordidas que le puedes bajar a los
vendedores”. Don Aurelio se quedó de una pieza. Se puso en pie, le temblaban las manos
de coraje. Sin medir sus palabras acusó a su jefe de corrupto y de mil linduras más; por su-
puesto, lo corrieron del trabajo, pero además le cerraron las puertas de todos los laboratorios
y farmacias de México.
La situación familiar se tornó desesperante. Don Aurelio se empeñaba en encontrar trabajo,
pero era rechazado de todos los lugares donde acudía. Una tarde por casualidad vio un anuncio
en el que se solicitaba un químico-biólogo para laborar en Nicaragua. Después de consultarlo
con su mujer, la familia se trasladó a Managua. La sorpresa para don Aurelio fue que, una vez
que los jefes del laboratorio estudiaron su curriculum, le ofrecieron ser el jefe de producción.
El nacimiento de la niña fue todo un acontecimiento. Sus padres estaban felices. Los due-
ños del laboratorio estuvieron pendientes de todo lo que se necesitara para el cuidado de la
recién nacida. Don Aurelio ganaba muy bien, de pronto se vieron formando parte de la clase
alta de Managua.
Renato Argüello y Elisa Kun de Argüello, los jefes de don Aurelio, se encariñaron mucho
con la niña, tanto que se ofrecieron como padrinos de Guadalupe, cosa que encantó a la fa-
milia Olalde. El padre de don Renato había sido Leonardo Argüello Barreto, expresidente de
Nicaragua, derrotado por Anastasio Somoza, por lo que tenían mucho dinero e influencias.
Apenas habían pasado cuarenta días del nacimiento de Guadalupe Olalde cuando enfermó
de amibas. La salud de la niña empeoraba cada día. Los médicos aconsejaron a don Aurelio
que regresaran a México a curar a su hija, pues la medicina en Nicaragua no contaba con los
medios necesarios para aliviarla.

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L a novela en Chiapas

Una vez en la Ciudad de México internaron a Guadalupe Olalde en el Hospital Infantil.


A los pocos días los médicos mexicanos lograron estabilizarla. El permiso concedido a don
Aurelio estaba por vencer. Era necesario organizar el regreso a Managua, pero doña María
Enriqueta se negó a abandonar el país. Argumentó que las costumbres de Nicaragua no le
agradaban del todo, que la comida no era tan rica, que si volvían la niña se enfermaría de
­nuevo. A pesar de que don Aurelio contraargumentó diciendo que en México jamás tendrían
la posición social y económica que gozaban en Managua, la resolución final la tomó doña
María Enriqueta: se quedarían en la Ciudad de México.
La familia Olalde se fue a vivir a un edificio que pertenecía al abuelo paterno y que se ubi-
caba en Chabacano, justo a un lado de la estación del metro. En la planta baja vivían las tías;
en medio don Aurelio, doña María Enriqueta y su hija, y arriba las primas. Don Aurelio tuvo
que explicar a don Renato Argüello las razones por las que no regresarían a Nicaragua; sin
embargo, a pesar de la molestia de don Renato, éste no dejó de preocuparse por Guadalupe
Olalde. Desde que la niña cumplió siete años la familia Argüello mandó sin falta un boleto
de avión para que la pequeña los visitara, ya fuera para las vacaciones de verano o Navidad.
Los padres de Guadalupe Olalde la llevaban al aeropuerto con su equipaje, la recomen-
daban a las azafatas y la embarcaban en un jet que volaba hasta El Salvador, donde se tenía
que hacer un cambio de nave y subía a un avión de cuatro motores que la llevaba a Managua.
Ahí la esperaban sus padrinos, don Renato y doña Elisa. Los viajes anuales a Nicaragua eran
maravillosos. Olalde era tratada con todas las atenciones. Tenía chofer, nana y la llevaban a
las tiendas de prestigio para comprarle ropa, muñecas, patines. La mansión de los Argüello
se ubicaba en la zona residencial, justo a un costado del búnker de Anastasio Somoza, por lo
que algunas tardes la niña llegó a jugar con Carolina Somoza, la hija del dictador.
Los años pasaron y fueron naciendo las hermanas de Guadalupe Olalde. Todas se ­llevaban
un año de diferencia: María Eugenia, Alicia y María Teresa. Tanto don Aurelio como doña
María Enriqueta se sentían decepcionados porque solamente nacían niñas, hasta que llegó
el esperado varón. Unos días después del nacimiento del niño, Olalde escuchó a su papá
­decirle a un amigo: “Ahora sí, ya soy papá”. Doña María Enriqueta esperó hasta que nacie-
ra el ­varoncito para ponerle su nombre, Enrique. La diferencia de edades entre Guadalupe
­Olalde y su hermano es de diez años.
Los boletos de los Argüello siguieron llegando puntualmente, lo que provocaba cierta en-
vidia entre los hermanos. Olalde trataba de pedir mucha ropa y juguetes a sus padrinos para
llevarle a sus hermanas; sin embargo, ellas no se sentían muy cómodas recibiendo regalos que
originalmente no eran suyos. En ocasiones la niña les platicaba de los hermosos lugares que
había conocido en Managua, como la tarde en la que la llevaron a conocer el lago de Mana-
gua. Una sobrina de sus padrinos la llevó. Caminaron hasta el muelle. El sol resplandeciente
caía sobre los frondosos árboles de mango. Un aire fresco comenzó a soplar. Ahí estuvieron
en silencio por varios minutos hasta que de pronto, a lo lejos, vieron las aletas de varios

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Antología crítica

t­ iburones. La niña estaba extasiada observando aquellas creaturas. Lo había constatado: sí


había tiburones de agua dulce.
Guadalupe Olalde era una niña retraída, pero encontró refugió en los libros. Leer fue una
de las mejores herencias que le dejó su padre. Don Aurelio, al ser muy pobre, no tuvo mayor
oportunidad que ingresar al seminario para seguir estudiando la secundaria y la preparato-
ria; pero cuando debía decidirse definitivamente por el sacerdocio renunció. Después don
Aurelio estudió la universidad en la UNAM y posteriormente una maestría en la Western, en
Chicago. Don Aurelio era buen lector e incentivaba a sus hijos a la lectura. “¿Qué quieren que
les regale?”, les decía en los cumpleaños o el Día del Niño y su hija pedía pasar por la libre-
ría. Don Aurelio, en ocasiones a escondidas de doña María Enriqueta, le compraba cuentos
en formatos grandes y coloridos, de pasta gruesa de cartón. Hans Christian Andersen y los
­hermanos Grimm fueron algunos de sus autores preferidos.
Cuando Guadalupe Olalde cumplió quince años, su padrino Carlos Solís la conocía tanto
que la llamó aparte para que no escucharan sus padres y le dijo que le daría su regalo. La llevó a
una librería De Cristal que se ubicaba junto al Toreo y le murmuró con una sonrisa de satisfac-
ción: “Toma todo lo que quieras”. La jovencita se quedó helada, sin saber qué hacer. “¿Todo?”,
preguntó incrédula mientras don Carlos asentía. Fueron muchos libros los que Guadalupe Olal-
de se llevó a casa aquella tarde. Al día siguiente una tía le preguntó qué quería de cumpleaños
y ella contestó que las obras completas de Oscar Wilde (aún hoy Guadalupe Olalde lee y relee
esa edición de Aguilar). A la joven le llamaban poderosamente la atención la obra y la imagen de
William Shakespeare, pero los regalos que recibía eran, sobre todo, clásicos juveniles.
Doña María Enriqueta no tardó en arrepentirse de haberse quedado en la Ciudad de
México. La relación con sus cuñadas era insoportable, no tenían absolutamente nada en co-
mún. Doña María Enriqueta había nacido en Piedras Negras, en la frontera con Estados Uni-
dos. De lunes a viernes cruzaba en bicicleta la frontera para ir a estudiar, ahí hizo la primaria,
la secundaria y el secretariado con contabilidad. Posteriormente se fue a vivir a Monclova,
Coahuila, donde comenzó a trabajar en las oficinas de Altos Hornos de México. Ahí conoció
a don Aurelio, un ingeniero joven que venía de terminar una maestría en Estados Unidos. Las
hermanas de don Aurelio eran de Guanajuato y estaban hechas a la usanza de lo más recalci-
trante de la provincia mexicana. Vestían de riguroso negro, embozadas con un rebozo, y no
se perdían ninguna misa del día. Las cuñadas con vestidos larguísimos y doña María Enri-
queta con minifaldas. La situación llegó a su límite cuando doña María Enriqueta le pidió a su
­marido que le comprara una lavadora. Las cuñadas al escuchar aquello se santiguaron y en lo
oscurito comenzaron a hablar con don Aurelio para decirle que no lo hiciera. Argumentaron
que si de verdad era su mujer debía lavar la ropa a mano. Aquella prueba de abnegación no
la quiso cumplir doña María Enriqueta y exigió cambiarse de casa.
Don Aurelio tuvo que comprar una casa en la colonia Victoria de las Democracias, cerca
de la Nueva Santa María. Una tarde, cuando Guadalupe Olalde tenía cuatro años, se le acercó

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L a novela en Chiapas

su papá muy sonriente para invitarla a pasear al parque, cosa que a la niña le encantó. Muy
bañadita y arregladita salió de casa junto a su padre. Caminaron un poco por las calles llenas
de gente, subieron al coche de don Aurelio y se alejaron del barrio. La niña se sorprendió,
pues para ir al parque de la colonia no era necesario tomar el carro, pero pensó que irían a
otro, uno más bonito. Al cabo de unos minutos, don Aurelio detuvo el automóvil y le ordenó
a su hija que se pasara al asiento de atrás. Inmediatamente se subió una señora que saludó
con mucho cariño a don Aurelio y apenas murmuró un “hola” para su hija. Llegaron a un
parque donde la pequeña jugó con otros niños mientras observaba cómo su papá y su amiga
se abrazaban y daban besos.
Después de dos horas la pareja llamó a Guadalupe riendo carcajadas y de buen ánimo
abordaron el coche. Pasaron a dejar a la señora, que ahora se veía más joven. Una vez que
se despidieron don Aurelio ordenó con voz firme a su hija: “¡No quiero que le digas nada de
esto a tu madre!”. Al llegar a casa encontraron a doña María Enriqueta preparando la cena y
a la abuela materna ayudando con los quehaceres. Guadalupe Olalde jugó un poco con sus
libros, sacó algunas muñecas y se acercó a su madre: “Mamá, fuimos a un parque donde
­jugué con unos niños; pero mi papá se la pasó besando a su novia”. La casa se convirtió en un
circo. Doña María Enriqueta comenzó a gritar improperios a don Aurelio, que no encontraba
dónde esconderse. La abuela regañaba a la niña por decir esas mentiras. En fin, el caos total.
Esa semana fue de mucha tensión para la familia. Don Aurelio y doña María ­Enriqueta
no se hablaban, las niñas apenas hacían ruido, la abuela cada que podía recriminaba la
­desfachatez de su nieta. El sábado, justo una semana después de la hecatombe, don Aurelio
llamó a su hija para informarle que al día siguiente la llevarían a San Luis Potosí para que
conociera a su tía Esperanza, que era monja.
Una vez en el claustro, los Olalde dejaron a su hija con las monjas, que muy entusiasma-
das y llenas de mimos condujeron a la pequeña para que conociera la huerta, la piscina y
la ermita. Después de pasear por el lugar, la niña comenzó a preguntar por sus padres. Las
monjas se hacían las sordas, sonreían y trataban de distraerla, pero la niña comenzó a llorar.
A sus cuatro años fue abandonada en el claustro por sus padres.
Los días en la casa de Dios fueron infernales. Guadalupe Olalde lloraba día y noche. En
las madrugadas salía con su camisón blanco a los pasillos, se perdía entre la oscuridad de
los corredores y el silencio del patio central. La niña caminaba como sonámbula buscando a
su tía, que dormía en clausura. Abría con lentitud la pesada puerta de madera, entraba a los
dormitorios, observaba la larga fila de camas, iba de una en una destapando los rostros de las
monjas hasta que encontraba a Esperanza.
El claustro pertenecía al Colegio Vallarta. Las niñas despertaban a las cinco de la mañana
y se aseaban para dirigirse a la capilla donde, aún adormiladas, rezaban. Después iban al
­comedor con sus largas mesas. Les daban de desayunar pan, café con leche y un poco de
fruta, luego avanzaban ordenadas hacia la escuela. Esperanza era la maestra de preescolar, lo

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Antología crítica

que permitía que estuviera al pendiente de su sobrina. En las tardes ésta “escribía” cartas a sus
padres; en realidad su tía le dictaba lo que debía escribir: “Estoy muy contenta, soy muy feliz.
Me dolió la garganta, pero mi tía me dio una medicina. Los extraño, papitos, pero estoy muy
bien”. De vez en cuando los Olalde le escribían a su hija. Le contaban que tenía una nueva
hermanita, que era una ratoncita, y que cuando regresara serían grandes amigas. La niña
entendió que el encierro en el internado fue el castigo por decir la verdad sobre los amoríos
de su padre. Al paso de los años comprendió que decir la verdad podría traer serias conse-
cuencias. Mucho tiempo después, cuando doña María Enriqueta tenía ochenta años, se cayó
de las escaleras de su casa y se fracturó la cadera, la pierna izquierda y un brazo. Guadalupe
Olalde se la llevó a San Cristóbal de Las Casas a vivir una temporada con ella. Una tarde en
que madre e hija estaban solas, doña María Enriqueta suspiró hondo: “Yo no tuve la culpa
del internado. Es que tu papá y tus tías me obligaron”. Se hizo un silencio pesado, incómodo,
Guadalupe Olalde sonrió: “Está bien, mamá, no te juzgo. Vete, quédate en paz”.
Un año permaneció la niña en el internado. Al regresar a casa se encontró con Teresa, su
ratoncita; la pequeña al verla se sintió muy triste por no haber estado para darle la bienvenida.
A partir de aquel día se convirtió en la protectora de Teresa, que de mayor se hizo llamar Coco.
A los seis años Guadalupe Olalde fue inscrita en la escuela primaria. Su sorpresa y desilu-
sión fue que la mandaron al Colegio Francés Nueva Santa María, que también era de monjas.
Guadalupe Olalde conoció la vida en los claustros desde niña, siempre supo de sus ritos,
costumbres y claroscuros. No es extraño que su excelente novela Muy íntimos quadernos nos
narre la vida de una monja que vive en el año de gracia de 1736.
Olalde ingresó al colegio. La vida de las monjas no la atraía en lo más mínimo, incluso
le causaba problemas el concepto de Dios. Sus tías se empeñaban en que doña María En-
riqueta y sus hijos realizaran los ritos católicos, que fueran todos los domingos a misa, que
sentaran al Niño Dios y demás costumbres, pero doña María Enriqueta se enojaba mucho.
No soportaba la insistencia de sus cuñadas, a quienes respondía: “Yo a esos hombres con
enaguas qué les voy a estar respetando. Si Dios existe, es otra cosa”, y las tías se santiguaban,
echaban rezos y alabados. Don Aurelio se molestaba con su mujer. Defendía a sus hermanas
y a la Iglesia católica, pero, cuando la familia iba a misa los domingos, don Aurelio, apenas se
sentaba en la banca, se dormía cómodamente mientras el cura hablaba y hablaba.
Muchos años después Guadalupe Olalde cambió su relación con Dios. Cuando se divor-
ció por primera vez (lo hizo dos veces) una amiga, al verla tan mal de salud, le aconsejó que
se acercara a un grupo de oración. Olalde rechazó la idea de inmediato; sin embargo, después
de meditarlo decidió ir a un grupo de “renovación carismática”. Acudiendo a ese lugar se
sintió mejor y tuvo lo que ella llama una “revelación personal”. Desde ese día hasta hoy su
relación con Dios es lo más importante en su vida.
A la niña Guadalupe Olalde le gustaban los libros y estudiar. Sin problemas finalizó la pri-
maria con excelentes calificaciones. Ahora el dilema de los Olalde era en qué escuela inscribir

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L a novela en Chiapas

a su hija. Una amiga de doña María Enriqueta le recomendó la Secundaria Federal Número 2,
que se ubicaba en San Cosme, porque tenía fama de ser muy buena. A Olalde no le gustó nada
aquello, y no es que añorara a las monjas, pero estar en un grupo de ­cincuenta ­estudiantes,
con reglas absurdas y maestros que poco se interesaban en sus alumnos, la exasperaba. Du-
rante el primer año de secundaria sus calificaciones bajaron. Poco a poco fue ­entendiendo el
sistema de la educación pública. Para el segundo año escolar volvió a colocarse entre los me-
jores promedios de aprovechamiento, lo que le valió una beca para seguir estudiando la se-
cundaria en un colegio privado. Una tía de Guadalupe Olalde, al percatarse de las excelentes
calificaciones de su sobrina, le solicitó sus documentos escolares; con ellos fue a las oficinas
de la SEP y solicitó la beca. Al poco tiempo les notificaron que la petición ­había sido otorgada.
Por esos días la familia Olalde se cambió de domicilio a la zona residencial de Echegaray, por
lo que matricularon a Guadalupe Olalde en el colegio bilingüe de monjas Miraflores. Para la
ya adolescente aquella escuela era mucho peor que la Federal Número 2, ya que nuevamente
regresaba al ambiente de claustro de monjas, además las jovencitas que asistían eran hijas
de padres adinerados que se pasaban las horas presumiendo sus viajes a Europa y Estados
Unidos, sus vestidos a la última moda y sus joyas. Si bien don Aurelio tenía el dinero sufi-
ciente como para tener su casa en una colonia residencial, su situación económica no era tan
holgada como la de los padres de las condiscípulas de su hija. Olalde pasó cuatro años en el
Miraflores, de segundo de secundaria hasta terminar la preparatoria.
Las monjas no querían a Guadalupe Olalde porque era becada y venía de una escuela pú-
blica; tanto las maestras como las alumnas la veían como a un bicho raro. Algunas materias
como Historia y Geografía se enseñaban completamente en inglés. La mayoría de las estu-
diantes había asistido a esa escuela desde la primaria, por lo que comprendían perfectamente
ese idioma; sin embargo, Olalde no entendía nada.
La maestra de Inglés, una mujer de color, alta y de mal genio, frecuentemente se ­desesperaba
con Guadalupe Olalde. La regañaba a gritos en un perfecto inglés. Una mañana la ­profesora
le hizo una pregunta. Ante su silencio, la maestra estalló en una perorata ­interminable, tomó
la silla de la adolescente y con toda su fuerza y coraje aventó a la ­muchacha hasta el pasillo
mientras repetía a todo pulmón: “Silly, you’re silly”.
Guadalupe Olalde tuvo que disciplinarse para aprender lo más pronto posible. Comenzó
a leer a Shakespeare en su idioma original y poco a poco fue mejorando sus calificaciones
hasta obtener el mejor promedio de la generación. El día de la graduación, estando todas las
alumnas formadas en la plaza cívica, por micrófono el maestro de ceremonias indicó que el
mejor promedio diera un paso al frente. Guadalupe Olalde lo dio. Se hizo un silencio incó-
modo, comenzaron a surgir murmullos y risitas. De pronto otra alumna, Cristina Beltrán,
también se colocó al frente. La directora del colegio caminó por detrás de Olalde y la jaló di-
ciéndole: “No, a ti no te corresponde. Tú no eres hija del colegio”. A Cristina se le entregó un
diploma y una medalla. Guadalupe se retiró llorando mientras sus compañeras se burlaban

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Antología crítica

de ella. Al bajar las escaleras del foro se topó con la maestra de inglés, la mujer que la había
arrojado al corredor con todo y silla. “Ven —le dijo mientras la condujo por un pasillo. La
profesora vació su gran bolso en el suelo, hurgó entre las chácharas y tomó una medalla—.
Ten, esto es para ti. Es una medalla que le dieron a mi esposo en la guerra. Ahora que él está
muerto, tú mereces tenerla”.
Don Aurelio siguió comprándole libros a su hija. Prácticamente ningún título era prohi-
bido, hasta que un día se acercó a ella y le dijo enfáticamente: “Puedes leer todo lo que hay
en esta casa, menos estos libros sobre la Revolución mexicana”, y señaló los tres tomos de
La novela de la Revolución mexicana editados por la editorial Aguilar. A partir de ese día, a
escondidas, la adolescente los comenzó a leer con verdadera pasión.
Una vez terminada la preparatoria, Guadalupe Olalde abandonó finalmente el Colegio
Miraflores. Acababan de pasar los funestos acontecimientos de 1968. Ella se había enterado
a lo lejos de las marchas, la toma de universidades y vocacionales, la terrible masacre en la
plaza de las Tres Culturas. Olalde le propuso a sus padres estudiar en la UNAM. Doña María
Enriqueta y don Aurelio pusieron el grito en el cielo, argumentaron que la UNAM era un nido
de porros, comunistas y desestabilizadores, por lo que la joven tuvo que inscribirse en la
Universidad Iberoamericana para estudiar literatura. Don Aurelio pudo ofrecer a su hija es-
tudiar ahí porque era el jefe de producción del laboratorio Wyeth, que era una empresa muy
grande, así que ganaba lo suficiente para mantener a su esposa y a sus cinco hijos.
La estancia en la Ibero fue corta, tan sólo dos años, ya que el ambiente era muy relajado.
La matrícula se componía generalmente de jovencitas que “estudiaban” letras mientras se
casaban. Se leía poco y la exigencia de los maestros simplemente no existía. Finalmente Gua-
dalupe Olalde habló con sus papás para plantearles su cambio de universidad, ahora sí se iría
a la UNAM, lo tenía decidido. Sus padres se opusieron tajantemente, pero ya no le interesó.
Con la ayuda de una tía que tenía una amiga en la universidad logró inscribirse después de
realizar un examen frente a cinco sinodales; al concluir la prueba, las autoridades académicas
le revalidaron todas las materias para que no tuviera ningún problema.
En la UNAM, Guadalupe Olalde fue una extraordinaria estudiante, la relación con sus
maestros y condiscípulos fue cordial. Por esos días su madre, doña María Enriqueta, le dijo
que, como ya tenía dieciocho años, había llegado el tiempo de trabajar y que ya le había con-
seguido un empleo como maestra en una primaria. Se trataba de una escuela activa, el Centro
Educativo Albatros. A Olalde le encantó dar clases a los niños, tenía a su cargo varios grupos
de primaria y les impartía la clase de español.
Al finalizar la licenciatura Guadalupe Olalde escogió a Antonio Millán como director de
tesis. Millán la convenció de que los ideogramas eran poesía, así que se propusieron pasar
algunos poemas de Miguel Hernández a ideogramas chinos. En la víspera del examen la lla-
mó una de las sinodales, Cristina Barros, hija del exrector Barros Sierra, para decirle: “¿Sabes
qué? No te presentes a tu examen, te voy a reprobar, es una porquería”. Guadalupe Olalde

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L a novela en Chiapas

se puso a llorar, desesperada le habló a su papá por teléfono al laboratorio para explicarle lo
que había sucedido. Don Aurelio insistió en que se presentara al examen: “Preséntate. No te
vayas a echar para atrás. Si causa polémica es porque es bueno, así es que órale, ve y presenta
el examen”. Olalde llegó a Filosofía y Letras con los ojos hinchados de tanto llorar. Al entrar
por el pasillo de la cafetería se encontró con Luis Rius, que al verla rápidamente se le acercó
para decirle: “No te preocupes, ya cambiamos a Cristina, presenta tu examen. Yo no creí que
acabaras haciendo una tesis como ésa, pero está bien, vamos a presentar el examen”. La se-
sión transcurrió entre preguntas mordaces y atinadas respuestas. Olalde salió avante, se gra-
duó de la universidad con un promedio suficiente como para estudiar una maestría en Letras
Hispánicas. Después vendrían los matrimonios y sus respectivos divorcios, el nacimiento de
los hijos, los viajes y la escritura de sus libros viviendo ya en Chiapas.

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Antología crítica

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Muy íntimos quadernos


Guadalupe Olalde
—2005—

Hoy es treinta de enero del año diez. El Señor me lo manda y no pararé de escribir aunque
ponga aquí tantas cosas tontas mezcladas con el relato. Para seguir con mi historia es preciso
decir que el Rey estaba enfermo, muy enfermo de gota y otros males. Hay una silla especial
para él en el palacio, para que tenga las piernas elevadas porque mucho le duelen y también los
­brazos, que se le inmovilizan y hasta se le agarrotan los dedos de las manos y las coyunturas todas
le punzan. A mí también me han dolido harto los brazos y las coyunturas por mucho tiempo
y al Señor le agradezco que me distinga con este sufrimiento, pero al Rey no parece gustarle el
sufrimiento que ya los médicos se afanan buscándole remedios, trayéndolos de ­lejos como las
yerbas desde Italia para aliviar las almorranas que le sangran. Para la gota al Rey le hacen sangrías
y le dan purgantes porque el dolor le da en todos sus miembros y le llega a subir más arriba un
poco del pescuezo. El Rey sufre. Los cristianos entendemos el sufrimiento como distinción, un
premio grande que es participar de los sufrimientos de la cruz, ¿así será? No todos los cristianos
entendemos lo mismo, el Rey era cristiano, muy cristiano y no quería sufrir.
El Rey estaba enfermo también del placer de la boca, como yo. En su mesa abundan los
manjares, que los miro y los huelo en esta hora: longanizas, perdices, aceitunas, toda clase de
frutas, asados de cordero, buey, ternera. Y los dulces, compotas, mermeladas, barquillos…
El placer de la boca. El placer. Come empanadas de anguila y ostras crudas hasta que no le
caben más en el vientre y bebe enteras las copas de vino en un solo trago. El placer. El ­placer
de la boca del Rey es tan grande que consigue dispensa papal para no guardar las horas de
ayuno reglamentarias antes de la Comunión. La furia del placer no le da ninguna tregua por-
que el Rey sigue comiendo siempre aunque la enfermedad le atrofie el gusto porque la boca
del placer se le inflama y le produce flemas viscosas y la lengua se le hincha, y después le

Guadalupe Olalde (Managua, Nicaragua, 1952, hija de padres mexicanos).


Es licenciada y maestra en Letras Hispánicas por la UNAM y psicóloga clínica. En 1999 participa en la antología
de escritoras mexicanas A través de los ojos de ella. Publica la novela Con un padre me basta, finalista del Premio
Sor Juana Inés de la Cruz de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, año 2000. Finalista del Premio In-
ternacional de Cuento Juan Rulfo 2003 de Radio Francia Internacional con Mar de cristal transparente. Radica en
San Cristóbal de Las Casas.

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L a novela en Chiapas

vienen las venganzas del cuerpo con dificultades de defecación. La furia del placer, la traición
del placer. Dios haya tenido misericordia de él, como tenga de mí que, aunque controlo mi
boca para no pecar más, paladeo la comida cuando sueño, cuando rezo, cuando escribo a
esta hora altísima de la noche callada.
Escribe.
Escribe.
No avanzo nada, yo siempre me he sentido incapaz de escribir con facilidad. No puedo ni
siquiera contar una historia que me han contado con principio y con fin, se me revuelve toda
en la cabeza y mi pluma no sabe nada de la Santa Obediencia porque ya empieza de pronto a
regodearse con olores, aromas, sabores de oro y plata. Ya es hoy dos de febrero del año diez y el
tiempo empieza a preocuparme con este escrito insulso que no avanza, porque recién lo escuché y
sembrado quedó en mi alma pensé que iba a escribirlo en una sola noche, dos a lo más. El tiempo.
La medición del tiempo al Rey lo tiene obsesionado, colecciona relojes que perfectos e
iguales se deslizan de un segundo a otro y de uno a otro minuto hasta marcar las medias ho-
ras y las horas. Tiene un reloj grande en su caja de ébano, oloroso todo él, en mesa de nogal
reposa; un reloj de cristal con su pie; un reloj con nombre propio que se llama el Portal y otro
con nombre propio también que se dice el Espejo y muchos relojes redondos para traer en
los pechos y muchos más repartidos por todo el palacio. Desde Flandes el Rey se trajo un
antiguo reloj de arena que le recuerda su infancia, cada hora y siempre que lo recuerda le da
vuelta para que comience de nuevo su cuenta interminable, cae la arena despacio como un
montón de recuerdos en los sesos y el Rey Carlos piensa fuertemente en su madre.
Juanelo Turriano se llamaba el inventor de relojes, así lo ha dicho el fraile. Juanelo ­Turriano,
italiano de Cremona, le ha construido al Rey un reloj que señala todos los momentos de las
horas del sol y de la luna y todos los demás signos de los planetas; también señala las idas,
vueltas y reflexiones de los movimientos celestes, con orden veraz y exacto. Juanelo Turriano
vive con él en el palacio, sentado muchas tardes a su lado escucha en silencio el tic-tac inter-
minable mezclado con ruidos de los pájaros y de las hojas de los árboles cayendo al césped.
Tic-tac no se detiene. Tic-tac se acerca a la hora de la muerte. Tic-tac es calma. Tic-tac el
corazón de Dios, Sagrado Corazón de Jesús. Tic-tac.
Cuando se acerca ya el día de su muerte el Rey desquicia a los relojes, que a uno lo pone
a marcar la hora nona y a otro la hora tercia, y a otro más la una, a otro las quatro y media y
a todos los orienta y los manda a medir su propio tiempo. Tic-tac se descompasa pero no
enloquece, sigue siendo tic-tac pausado y calmo, siguen siendo los segundos del mismísimo
tamaño. Juanelo Turriano lo observa con ojos asustados pero no dice nada. La medición del
tiempo ya no importa para el Rey Carlos, sólo el tic-tac. En una mesa yace acostado el antiguo
reloj de arena sin marcar más el tiempo.
No hace mucho murió la madre del Rey Don Carlos, Juana la Loca, y ese día el Rey creyó oír
su voz mientras rezaba: “Hijo, sígueme. Sígueme”. Quarenta y seis años llevaba ya encerrada

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Antología crítica

Juana la Loca en el castillo de Tordesillas. Dice el fraile que ella se llamaba Doña Juana de Cas-
tilla o Juana de Trastámara y Trastámara, pero Juana la Loca le nombra, no dice Su Majestad,
ni Su Alteza, ni la Reyna Madre, ni nada, Juana la Loca solamente, porque así es como en todo
el reyno la llamaban. Dice que loca de amor por la pasión de los celos se olvidó hasta de Dios.
“Es notorio que la única causa de mi pasión es los celos”, decía; “pero no soy la única de haber
sufrido de esta pasión porque la misma Reyna mi madre, Doña Isabel, también la padecía”,
eso decía y así se consolaba. Siendo muy joven, su hermano Juan murió del mal de amores,
una epidemia de amor letal como sombra cubría a la familia real de Isabel y Fernando. Juana la
Loca lo sabía y en su prisión de Tordesillas con eso también se consolaba: “es un hechizo, yo
no soy la culpable”.
Ella encerrada en un palacio también estaba, pero no como su hijo Carlos sino de otra ma-
nera: viuda y sola, sin séquito de sirvientes ni vajillas de plata, ni manjares en su mesa. Loca
estaba, no merecía nada más. Al Rey le acometen los pensamientos fuertemente, la terrible
vergüenza de ser hijo de una mujer loca, que da mucho qué decir y qué pensar, que es hasta
tachada de hereje porque allá en su encierro no quiere a veces confesar aunque sea día de la
Asunción o Jueves Santo, no quiere oír misa ni quiere ver altares ni copones ni nada. Sólo
quiere al esposo, a Felipe el Hermoso, que hermoso era y también mujeriego; por eso ella
enloqueció: la vergüenza del Rey.
Dice el fraile que algunos dicen que el Rey siempre tuvo a su madre abandonada, pero
también dice que otros dicen que el Rey iba a verla con frecuencia y algunas Navidades pasó
con ella; pero también dice que todo el reyno sabe que el Rey Don Carlos se proclamó como
monarca en vida de ella y como si ella ya fuera difunta, y cierto es que le tuvo unos guardianes
muy crueles y cierto es también que la tuvo sola y encerrada sin que en la corte se hablase para
nada de la prisionera de Tordesillas.
Juana la Loca. La vergüenza del Rey.
Y yo, en esta hora quietísima de la noche, columbro que todos somos locos, locos de amor
a Dios también; por eso las monjas podemos encerrarnos entre muros para toda la vida, por
eso nos mortificamos y oramos todo el día, por eso nos hemos olvidado de padres, madres,
hermanos, casas, lujos, oros y platas. Loca de curiosidad he estado, loca de envidia, loca de
placer por la boca, loca de sed de libros, loca por escribir. Vergüenza también yo soy.
Cuentan que el Rey Don Carlos nació en un retrete real, que real sería mas no dejaba de
ser retrete. Inter faeces et urinas homo nascitur, así lo dijo el fraile. Por eso ha de ser que tanto
desea vivir rodeado de joyas, telas finas, perfumes exquisitos, cuadros, sirvientes, sedas, co-
llares… Al polvo vuelve pronto, al oscuro retrete de la muerte sin retorno. ¿A dónde es que
está? En la Gloria creen todos y yo no sé bien qué pensar; dicen que un fraile de Guatemala
lo vio con ojos de su alma y el Rey estaba en juicio delante de Dios mismo, mientras muchos
demonios lo acusaban de soberbia, mentiras, gula, egoísmo, ambición, dureza, herejía, forni-
cación y mucho más pecados. Entonces Dios les mostró que aquellas cosas que había hecho

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L a novela en Chiapas

el Rey eran por particular revelación suya porque él era ministro de la justicia divina, que todo
lo hizo por orden divina y con estas palabras se llevó al Rey a la Gloria.
Dice Fray Lorenzo que dicen y si dicen cierto debe ser, que el fraile de Guatemala lo dijo.
Las palabras engañan, se tuercen, se requiebran, se pierden en sus propios laberintos, son
ciertas y no ciertas, son tan frágiles. Tantas cosas he oído yo con los oídos del alma y juro
que son ciertas, ¿y si ciertas no son? Con los ojos del alma yo veo que el Rey pecaba mucho
y aunque no le conozco desde antes le conozco en su casa de Yuste y veo pecados, los veo
claramente y las imágenes de mi vista interior son tan claras como las palabras que escucho
con oídos del alma… Las palabras, las imágenes que se vuelven palabras para quedar por
siempre retratadas en papeles, ¿ciertas son?
El rey pecaba, Su Majestad de Majestades quería dominar al mismo Papa Paulo IV y por
eso, cuando en Yuste se entera que su hijo Felipe concierta paz y treguas con el Santo Padre,
le sabe esta paz tan vergonzosa que en cólera se pone, masculla varias cosas entre dientes y
de mohíno que estaba, no quiso oír los capítulos de la tregua sino que oyó y miró cómo la
gota le trepó por la espalda, le bajó por los brazos y los codos hasta los dedos de las manos y
el intenso dolor lo doblegó. El dolor del pecado cierto es. Pero ¿quién soy yo, humilde escla-
va del Señor, para estar haciendo aquí estos razonamientos? Dios lo habrá ya juzgado y que
Dios me ­perdone a mí, la más ínfima de sus criaturas, pero creer no puedo las palabras del
fraile de Guatemala: “que lo vio perdonado y en la Gloria porque era un elegido de Dios”;
con los ojos del alma el fraile debe haber visto cosas que ya no pudo retratar con palabras.
Las palabras traicionan.
Tengo frío, es el pecado que me ronda en esta hora incierta de papel en mi mesa, el Señor
me ilumina, me da luz para verme como la última de sus criaturas en merecimiento. Ya no
juzgo, ya no pienso, terrible arma es el pensamiento a veces. Por hoy termino de escribir.

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Antología crítica

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Sobre Tocar el fuego


de Eraclio Zepeda

Eraclio Zepeda nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 24 de marzo de 1937, hijo de Eraclio Ze-
peda Lara y Esperanza Ramos. A las cinco de la mañana doña Esperanza dio a luz al pequeño
Laco, como sería conocido el escritor por sus amigos. Los soldados ejecutaban el toque de
diana, un viento fresco venía desde el patio, la partera, doña Flora Maza, se esmeraba en los
trabajos propios de recibir al recién nacido. La diana se escuchó aún más fuerte, los zanates
de uno de los árboles se alborotaron. Doña Flora, sudando y con una gran sonrisa, le dijo a
doña Esperanza: “Oiga, usted, este niño va a ser presidente o va a ser general”.
Eraclio Zepeda Lara y Esperanza Ramos, recién casados, tuvieron que andar de un lugar a
otro. Se iban a diversos lugares de Chiapas o del Istmo de Tehuantepec. Cualquier medio de
transporte era bueno, lo mismo viajaban en tren que en avión. Durante un tiempo vivieron en el
Istmo de Tehuantepec; con frecuencia el pequeño Eraclio Zepeda se quedaba al cuidado de su
nana, que le hablaba en zapoteco. Una tarde doña Esperanza se sorprendió al escuchar que su
hijo comenzaba a decir las primeras palabras en zapoteco, así que decidió que también debería
aprender el castellano y le fue enseñando las primeras letras; pero como el niño resultó tartamu-
do tuvo que instruirlo para que hablara con un lápiz entre los dientes o con piedritas en la boca.
En 1940 la familia Zepeda Ramos se trasladó a Tapachula, Chiapas, donde Eraclio ­Zepeda
estudia en la primaria Teodomiro Palacios hasta quinto año. Fue un lector temprano, estimu-
lado por la tradición libresca de la familia (su abuelo fue poeta y su padre escribía cuentos).
Las sobremesas eran verdaderas fiestas de la palabra, las narraciones surgían a la vista de
­todos. Don Eraclio Zepeda Lara era hombre de muchos talentos. Tenía la habilidad de contar
historias, era un buen jinete, su don de conversación le permitía conocer a muchas personas,
se convirtió en boticario; incluso fue a la Secretaría de Salud para presentar un examen que le
permitió acreditarse como médico práctico. Cuando don Eraclio Zepeda Lara tenía diecinue-
ve años se incorporó a las fuerzas revolucionarias del general Carlos Vidal. Una vez que las
fuerzas de Álvaro Obregón comenzaron a perseguir a las autoridades de Chiapas, don Eraclio
Zepeda Lara tuvo que partir hacia Guatemala; ahí se enteró de que en un mismo día habían
fusilado a los hermanos Carlos y Luis Vidal. Muchas historias tenía por contar, las mismas
que su hijo escuchaba ensimismado; el niño se nutría de las narraciones del padre y de las
lecturas de Julio Verne, Emilio Salgari, Selma Lagerlöf.

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L a novela en Chiapas

En 1947 Eraclio Zepeda se traslada a Tuxtla Gutiérrez, donde estudió el sexto año de
­primaria en la Escuela Tipo Camilo Pintado. Se trataba de un plantel cardenista en el que,
además de los programas de estudio, por las tardes los alumnos aprendían un oficio: carpinte-
ría, zapatería o electricidad. También realizaban actividades artísticas. Los niños editaban un
pequeño periódico, Alma Infantil, del que Zepeda fue director a los diez años. Ahí ­publicó sus
primeros textos a los once. En aquella escuela conocerá al maestro Manuel de Jesús­­Martínez
Vázquez, quien lo incentivó en la apreciación del pensamiento científico y artístico.
Entre 1948 y 1950 Eraclio Zepeda estudió la secundaria en el Instituto de Ciencias y Artes
de Chiapas. Sus padres seguían viviendo en Tapachula. El niño vivía con su abuela Lolita y
su tía Chata, quienes, según su padre, lo consentían demasiado. De pronto sus calificaciones
bajaron notoriamente. Don Eraclio muy enojado le dijo a su hijo que si seguía creciendo
como niño mimado jamás haría nada de su vida, por lo que debía irse a estudiar a México.
Al paso de los días el mismo Eraclio Zepeda le dijo a su padre que ya sabía a qué escuela iría:
la Universidad Militar Latinoamericana. A don Eraclio le pareció una excelente elección, ya
que él y su padre habían sido militares. En 1951, a los catorce años, su hijo fue inscrito en el
bachillerato de ciencias físico-matemáticas. Su vida en la Universidad Militar Latinoame-
ricana fue fundamental para la formación del muchacho. Hizo amistades que se volvieron
determinantes en su vida. Rodrigo Moya fue uno de sus primeros camaradas, a pesar de que
Moya le llevaba tres años de edad; en realidad Zepeda se convirtió en el protegido de Moya.
A los de nuevo ingreso los llamaban potros y les correspondían las peores tareas.
A las cinco y media de la madrugada, con un frío inmisericorde, los despertaba el toque
de diana. Aún adormilados hacían una hora de ejercicio rudo —correr, saltar obstáculos,
las obligatorias lagartijas, abdominales­—, siempre sujetando el fusil mosquetón; algunos
avanzaban con gran dificultad por las fornituras, la gorra y las escarapelas. Después venían
la ­fajina, el desayuno y las clases. Luego deporte y comida, para seguir con más deporte y
­estudio. A las nueve de la noche sonaba el toque de silencio.
Cuando Eraclio Zepeda entró a la Universidad Militar Latinoamericana era febrero. Las
instalaciones estaban por el rumbo del Desierto de los Leones. Los pasillos estaban semi-
vacíos, pues apenas iban llegando los estudiantes de provincia. Todavía no se formaban los
pelotones y las secciones de las compañías ni se asignaban los catres donde dormirían los
muchachos. Rodrigo Moya, que estaba en el último curso de bachillerato, tenía diecisiete
años y tres en la universidad. Se puso a leer un libro. De pronto, sin saber de dónde, escuchó
una voz que muy confianzudamente le preguntaba: “¿Qué está leyendo, mi cabo?”. Moya se
molestó por el tono: “¿Qué no ves? ¡Un libro!”. El potro no se inmutó por la respuesta: “Sí, mi
cabo, ya sé que los libros son para leerse, pero ¿de qué trata?”, arremetió el jovencito. Moya
estaba furioso. Volteó para reprender al muchacho y se encontró con un rostro sonriente.
Guardó silencio un momento, respiró hondo: “Es una biografía de un tal de Vinci”. Eraclio
Zepeda sonrió aún más, se sintió más seguro de sí mismo: “¿Leonardo de Vinci? ¿Es el libro

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Antología crítica

de Demetrio Merejkovsky, de la editorial Sudamericana? Ya lo leí, está muy bueno”. Ahí


comenzó la amistad entre Zepeda y Moya.
Al paso de las semanas fue haciendo nuevos amigos: Jaime Augusto Shelley, Jaime
­Labastida, Nils Castro Herrera. En ese ambiente de franca camaradería formó un círculo de
estudios marxistas. Los conjurados se reunían clandestinamente para leer y discutir sobre
materialismo histórico y materialismo científico. Zepeda tuvo la idea del círculo marxista
porque los fines de semana los pasaba en casa de su tía Luz, que alquilaba cuartos a estu-
diantes. Entre los inquilinos se encontraba Carlos Márquez, al que le decían Carlos Marx, un
venezolano que era miembro del Partido Comunista y que de tarde en tarde le fue platicando
a Eraclio Zepeda los fundamentos del marxismo.
En la universidad militar tuvo grandes maestros, muchos de ellos emigrados ­españoles.
­Zepeda hizo migas con el profesor Gabriel López Chiñas, que enseñaba Literatura, y con
­Armando Bayo, que había sido coronel republicano y entrenaba militarmente a Fidel Castro y
sus hombres cerca de Amecameca, cerca de Chalco, cosa que, por supuesto, no supieron sus
alumnos sino hasta que la noticia apareció en los periódicos y Armando Bayo desapareció. Es-
tando en el bachillerato Zepeda ganó un premio literario con un cuento intitulado “Catalepsia”.
Una vez terminado el bachillerato, Eraclio Zepeda se inscribió en la UNAM para estudiar
ingeniería. Pasó dos años en las aulas de la universidad; pero se fue desilusionando de las
matemáticas. Le atraían los números en su carácter abstracto, pero cuando ese conocimiento
se aplicaba a la mecánica o la topografía dejaban de interesarle. Finalmente decidió aban-
donar la carrera e irse a San Cristóbal de Las Casas para matricularse en Derecho. Zepeda
vivía en una pensión de la colonia Guerrero donde confluían estudiantes que llegaban de
varias regiones del país; junto a ellos siguió estudiando textos marxistas. Por aquellas fechas
el gobernador de Chiapas, Efraín Aranda Osorio, quiso detener un movimiento campesino
en la zona tojolabal decapitando a algunos indígenas, además de conformar guardias blancas
para proteger a los terratenientes. La noticia no tardó en llegar a la Ciudad de México. Parte
de la sociedad civil se indignó y comenzó acciones de protesta. Zepeda se integró a las mani-
festaciones, firmó proclamas, redactó panfletos, encabezó marchas, hasta que terminó como
orador oficial en la concentración más grande que se realizó en aquellas jornadas, frente a la
presidencia. Arengó contra los abusos del poder en Chiapas y México. Un par de días des-
pués se enteró de una orden de aprehensión en su contra, por lo que tuvo que huir al norte
de la república por un tiempo.
En 1957 Eraclio Zepeda vive en San Cristóbal de Las Casas. Asiste a clases de derecho,
pero también colabora con un grupo de promotores culturales que pertenecen al Instituto
Nacional Indigenista: Rosario Castellanos, Carlos Jurado, Carlo Antonio Castro, Máximo
Prado, Marco Antonio Montero y su esposa Sonia Montero. Zepeda se reunía con frecuencia
con Daniel Robles Sasso y Óscar Oliva para compartir lecturas y revisar sus textos. Héctor
Ventura, otro amigo, estaba pintando los murales de la Escuela de Derecho.

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L a novela en Chiapas

Rosario Castellanos, que vivía en una casa del Instituto Nacional Indigenista, la dejó para
rentar una vivienda en el centro del pueblo, en la calle Insurgentes, muy cerca del parque
central. Ahí comenzaron a reunirse los amigos para escucharla disertar sobre poesía y filo-
sofía. Zepeda y Óscar Oliva vivían en una casa ubicada en la calle Juárez, cerca de Real de
Guadalupe. No era pequeña, tenía un estudio, dos recámaras, una para Zepeda y otra para
Oliva, comedor, cocina, un baño y una pila en un pequeño jardín. En aquel lugar se comenzó
a celebrar una tertulia literaria, se leía en voz alta a Pablo Neruda, César Vallejo, Rubén Darío,
Carlos Pellicer. En ocasiones los amigos lograban reunir en una noche a Rosario Castellanos,
Rubén Bonifaz Nuño y Jaime Sabines.
El grupo comenzó a crecer y, ahora sí, la casa era insuficiente. Una mañana llegó, mane-
jando una camioneta Willys, Jaime Augusto Shelley, para integrarse a los amigos que conocía
de la universidad militar. Por esos días comenzaron a denominarse La Espiga Amotinada.
En ocasiones Jaime Labastida los visitaba desde México. Un día Zepeda salió en busca de
una casa más grande. No tuvo que caminar mucho, encontró una muy cerca de la Escuela
de Derecho, a un costado del Arco del Carmen. Contaba con varias habitaciones, un baño
grande, comedor, cocina, bodegas y un salón con dos grandes ventanales, patio y huerta. Era
propiedad de la Nena Torruco, una mujer de carácter fuerte, pero que le tomó simpatía a
Eraclio Zepeda.
Una vez instalados en la nueva casa los amigos decidieron hacer una buena biblioteca.
Reunieron los libros de todos y la llamaron Miguel Hernández. En ese lugar pasaban horas
leyendo, escribiendo (Zepeda escribe los primeros cuentos de Benzulul) y en algunas noches
de bohemia se reunían con Jaime Sabines, a quien con sumo respeto le daban a leer sus
textos. También solían recibir a Carlos Navarrete, que tenía mucha experiencia en varios
­campos del conocimiento, por lo que se convirtió en una especie de guía en temas como filo-
sofía, historia y antropología, además de enseñarles a jugar futbol y bailar mambo.
Los jóvenes poetas no eran muy queridos por las familias coletas, que veían en ellos, mar-
xistas y enamoradizos, una expresión del mal, una verdadera amenaza a las canonjías de la
pequeña burguesía de San Cristóbal. Los patriarcas firmaron una lista negra de indeseables
y, por supuesto, los poetas la encabezaban. Incluso algunos jóvenes coletos, temerarios y
“valientes” enfrentaron a golpes a los escritores en varias ocasiones; incluso don Samuel Ruiz
arengó contra ellos desde el púlpito. La situación llegó al límite y los escritores tuvieron que
abandonar San Cristóbal de Las Casas.
En 1959 Eraclio Zepeda realizó un viaje a Xalapa, Veracruz, donde se encontró con el
­antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán, que fungía como rector de la Universidad Veracruza-
na. Aguirre Beltrán tenía noticias de la colaboración que Zepeda y sus amigos habían presta-
do al Instituto Nacional Indigenista en Chiapas, así que les ofreció becas para estudiar en la
universidad. Eraclio Zepeda y Jaime Augusto Shelley aceptaron. El primero ingresó a Antropo-
logía y el segundo a Filosofía. Pocos meses después se llevó a cabo el Primer Concurso ­Estatal

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Antología crítica

Universitario de Cuento de la Federación Estudiantil Veracruzana, obteniendo ­Zepeda el


primer lugar con su cuento “No se asombre, sargento”. Los tres cuentos finalistas fueron
publicados en una plaqueta. El director de la editorial de la universidad era Sergio Galindo,
que, al percatarse de la calidad de Eraclio Zepeda, le pidió material para la colección Ficción;
así se publicó su primer libro, Benzulul.
En 1960 los jóvenes escritores reciben una invitación al Primer Festival de las Juventudes
Latinoamericanas para conocer los triunfos de la Revolución cubana. Sin pensarlo mucho
partieron para La Habana Eraclio Zepeda, Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, Nils Cas-
tro Herrera, Roberto Bravo Garzón y Enrique Florescano. En Cuba los sorprendió la entrega
del pueblo a su revolución, el optimismo de hombres y mujeres que trabajaban con ahínco
por la construcción de una sociedad diferente. La sorpresa fue mayor cuando se encontraron
con el coronel Armando Bayo, su antiguo profesor de la universidad militar, que los recibió
con los brazos abiertos. La cercanía con el proceso revolucionario fue fundamental para Era-
clio Zepeda, quien al regresar a México consideró necesario contar a la gente lo que había
visto en Cuba. Comenzó impartiendo conferencias en sindicatos, después en universidades.
Una vez que disertaba en Xalapa, entre el público había un hombre que lo escuchó en silen-
cio y con gran interés. Una vez terminada la charla, aquel hombre se le acercó: “Felicidades,
estuvo usted excelente. Quiero que vaya a Cuba como profesor de la Universidad de Oriente,
en la ciudad de Santiago”. Eraclio Zepeda soltó la carcajada, no podía creer lo que escuchaba:
“Pero dígame, ¿quién es usted?”. El hombre se acomodó la guayabera: “Soy José Antonio
Portuondo”. Zepeda se quedó de una pieza: “¡Doctor Portuondo! Vaya sorpresa, sé muy
bien que usted es uno de los más importantes investigadores de literatura de Latinoamérica”.
Portuondo sonrió: “Entonces quiero que vaya a Oriente”. Zepeda se sintió incómodo: “Me
gustaría mucho, pero aún me faltan dos materias para graduarme y…”. Portuondo lo inte-
rrumpió viéndolo a los ojos: “¡Vaya a Cuba y gradúese de hombre”, le disparó a quemarropa.
Eraclio Zepeda soltó la carcajada: “¡Mañana me voy!”.
Eraclio Zepeda llegó a Santiago de Cuba el 24 de marzo de 1961, día en que cumplía vein-
ticuatro años. Con prontitud se integró a la vida académica. Los estudiantes se identificaban
con el profesor mexicano que les llevaba pocos años de edad. Todo parecía ir de maravilla
para él hasta que la madruga del 15 de abril ocho aviones A-26 atacaron los aeropuertos mili-
tares de varias ciudades: Ciudad Libertad, San Antonio de los Baños y Santiago.
Las explosiones despertaron a Eraclio Zepeda, que no sabía qué estaba ocurriendo. Saltó
de la cama y salió al patio. Lo recibió el grito de las personas que corrían por las calles, el
rugido de motores que emprendían la estampida. De pronto escuchó la metralla y volteó al
cielo, donde vio un avión en picada disparando por el rumbo del aeropuerto Antonio Maceo.
Las bombas habían destruido dos aviones de pasajeros. Zepeda permaneció un rato parado
a media calle sin saber qué hacer; a lo lejos observó cómo la artillería antiaérea contestó el
fuego y el avión, después de dar unos giros, voló en pedazos. Inmediatamente surgieron más

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L a novela en Chiapas

aviones enemigos. Las bombas caían más nutridas, se escuchó un sonido sordo y la torre del
aeropuerto se desplomó. Zepeda regresó a su cuarto para cambiarse y salir corriendo hacia las
instalaciones de la universidad. Caminó con la mirada nublada. Sus pensamientos giraban en
torno a una sola palabra: guerra. Al pasar por una esquina vio un camión lleno de milicianos;
intentó hacer señas, pero el vehículo siguió su camino. Empapado en sudor frío el muchacho
vislumbró otra unidad aérea surcar el cielo disparando metralla. Corrió para resguardarse en
el alero de una casa. Sonrió para sí: aquello no era un aguacero chiapaneco, la lluvia ahora
era de bolas de fuego. Agotado, sintiendo que el corazón se le saldría por el pecho, entró a la
universidad en el mismo momento en que un grupo de alumnos trasladaba el cadáver de un
alumno. Eraclio Zepeda corrió para ayudar. Al ver el cuerpo sintió vértigo, la bomba había
destrozado al muchacho. “¡Lo mataron en el aeropuerto, estaba haciendo guardia como mi-
liciano!”, gritó un joven mientras trasladaban lo que quedaba del cuerpo a uno de los labora-
torios. Lo acostaron en una mesa forrada de aluminio y se pusieron a lavarlo.
Poco a poco fueron llegando los padres y abuelos de los alumnos. Estaban dispuestos a
tomar las armas para defender la Revolución. Los dirigentes de la milicia universitaria co-
menzaron a dar instrucciones y repartir unos mosquetones muy viejos, los Springfield, de
producción estadounidense. El arrojo de los estudiante era emotivo, pero apenas sabían sos-
tener el arma. Los viejos comenzaron a enseñarles cómo fabricarse cantimploras con botellas
de agua, toallas y cuerdas para asegurarlas en el cinturón. Eraclio Zepeda se embriagó de
aquella pasión, de pronto una mamá cubana le coció las hombreras. El muchacho sonreía
orgulloso de ser tratado como igual.
Ya por la noche llevaron a los jóvenes en un camión militar a un campo de entrenamiento.
Las prácticas militares comenzaron una vez que los muchachos descendieron del vehículo.
Después de un rato de correr, hacer lagartijas, avanzar pecho tierra con el fusil en las manos,
a Eraclio Zepeda se le acercó el mando, lo observó sonriendo: “¡Mexicano, usted ha logrado
ascender en una hora! Ahora usted es cabo”, pues Zepeda tenía experiencia en aquellos me-
nesteres, sobre todo por sus años en la universidad militar.
Al día siguiente continuaron los entrenamientos. De pronto se ordenó que toda la milicia
se agrupara en torno a unos aparatos de radio. Fidel Castro hablaría para la nación; el coman-
dante se encontraba en La Habana frente a una plaza repleta de hombres y mujeres armados
con fusiles belgas y checos. La sorpresa para muchos fue que Castro declaró a la Revolución
socialista y marxista.
Tres días antes buques norteamericanos trasladaron a los invasores de Nicaragua hacia
Cuba, unos 1 200 efectivos de la brigada 2506; además realizaron vuelos de reconocimiento
con aviones U-2, descubriendo que la destrucción de los bombardeos previos no fue tan
devastadora como esperaban. Por la tarde comenzó el desembarco en Playa Girón y Playa
Larga, que contó con apoyo aéreo, 16 aviones B-26, 11 camiones artillados con ametralladoras,
10 jeeps, 30 morteros, 18 cañones, 50 bazucas, 9 lanzallamas, 46 ametralladoras, 20 toneladas de

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Antología crítica

municiones y demás equipo. La fuerza paracaidista enemiga descendió tierra adentro para
controlar los 3 caminos que llevaban al lugar del desembarco. Las primeras víctimas fueron
civiles, un niño alfabetizador de 13 años y cientos de carboneros. Inmediatamente se logró un
plan de contraataque, los aviones Sea Fury y T-33 derribaron 7 B-26, dañando seriamente los
buques Houston y Río Escondido.
En la tarde la milicia a la que pertenecía Eraclio Zepeda recibió la orden de partir al frente.
Unas horas antes les entregaron armamento moderno, de fabricación soviética: ametralla-
doras Pepeshá calibre 7.62 con cargador circular de 75 cartuchos y velocidad de fuego de 120
disparos por minuto. Un oficial les indicó que abordaran un autobús para transportarlos.
Aquello no gustó nada a Zepeda: los camiones militares van destapados de los costados para
que, en caso de ataque, los combatientes puedan saltar, pero era lo único que había y, ni
modo, los jóvenes subieron al vehículo. Cuando se acercaba a Playa Girón se escuchaban las
detonaciones más nutridas y los aviones pasaban rasantes mientras disparaban. A lo lejos se
veían alrededor de 15 autobuses ardiendo. Eraclio Zepeda se estremeció al pensar que aden-
tro estaban cientos de hombres y mujeres calcinados. Los milicianos cubanos trataban de
avanzar hacia la playa, pero muchos iban cayendo en el camino, ya que los francotiradores de
la brigada 2506 estaban mejor posicionados, además los B-26 ametrallaban y arrojaban bom-
bas de napalm. La infantería hacía lo imposible por seguir adelante, pero varios quedaban
atrapados en los pantanos. Toda la tarde y parte de la noche fue de enfrentamiento nutrido.
Al día siguiente la infantería pudo desplegarse con mayor éxito, pues una cargada de ca-
ñones soviéticos acompañó la avanzada. Eraclio Zepeda y sus compañeros disparaban desde
sus posiciones, siempre intentando ganar terreno al enemigo. Los invasores se vieron en la
necesidad de regresar hacia Playa Larga. Confundido, Zepeda observó cómo algunas embar-
caciones enemigas se daban a la fuga. No lo podía creer. Más tarde la milicia de invasores se
movió retrocediendo hacia Playa Girón. Ya no se escuchaban ni veían aviones surcando los
cielos. El ímpetu de los cubanos se hizo mayor, poco a poco fueron acorralando al enemigo,
el fuego se hizo más intenso. Zepeda vio caer a algunos de sus alumnos, pero siguió dispa-
rando con coraje y enjundia.
Al amanecer del 19 de abril el enemigo poco a poco comenzó a rendirse, la derrota total
sólo fue cuestión de horas. Eraclio Zepeda y los jóvenes alumnos regresaron, nuevamente en
autobús, a Santiago de Cuba. Días después, en medio de la fiesta que se vivía en Cuba tras el
triunfo, se le encargó a Eraclio Zepeda, por su valentía y arrojo en la defensa del pueblo cu-
bano, crear la Compañía Especial de Combate, especializada en ataque y contraataque, para
dar seguridad a la ciudad de Santiago. Zepeda la integró con sus alumnos que lucharon en
Playa Girón y obreros que pertenecían a los sindicatos. La gloria de las milicias profesionales,
pero sobre todo la entrega del pueblo cubano, que defendió a su país con pasión y determina-
ción, más allá de poseer pericia militar, fue una lección de vida que jamás olvidaría el escritor
­Eraclio Zepeda.

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L a novela en Chiapas

vx

Tocar el fuego
Eraclio Zepeda
—2007—

Mientras Remigio Jasso se entrevistaba con el gobernador de Oaxaca para informar la pre-
sencia de tropas chiapanecas en las goteras de la ciudad, un oficial de caballería, sudoroso y
agitado, se presentó en el despacho del mandatario. Venía de Puebla, pertenecía a los des-
tacamentos oaxaqueños allá instalados; daba aviso de que el ejército francés, fortalecido y
reforzado, avanzaba de Veracruz a Puebla para proseguir a la ciudad de México. Una vez
retirado el oficial, el gobernador expresó a Jasso que el coronel Porfirio Díaz, tan destacado
en la batalla del 5 de mayo, estaba listo a la cabeza de su batallón oaxaqueño.

—El gobernador nos espera en palacio. El mando y los oficiales subiremos a saludarlo. La
tropa se formará en la plaza central. A usted, general, le envía esta escolta de honor para su
entrada a la ciudad…
—Vamos inmediatamente.

Eraclio Zepeda (Tuxtla Gutiérrez, 24 de marzo de 1937-17 de septiembre de 2015).


Poeta y narrador. Hace cursos en las facultades de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Estudia
Derecho en la Escuela de Derecho de San Cristóbal de Las Casas y cursos de Antropología Social en la Univer-
sidad Veracruzana. Catedrático de la Universidad Veracruzana, la Universidad de Oriente de Cuba, la Escuela
de Instructores de Arte de La Habana y el Instituto de Lenguas Extranjeras de Pekín, China. Director general de
Radio UNAM, director del Festival Internacional de Cultura del Caribe y embajador de México ante la UNESCO.
Miembro del grupo La Espiga Amotinada, del consejo editorial de la SEP, de la dirección colectiva de la revista
Cambio y del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ocupó diversos cargos gubernamentales en el estado de
Chiapas: director del Grupo de Orientación Campesina de Conasupo y de la Dirección de Cultura y Recreación
del Gobierno de Chiapas de 1977 a 1978; director de Promoción Cultural de Fonapas de 1978 a 1979; asesor del
director general de Fonapas y del subsecretario de Cultura de la SEP. Diputado federal por el Partido Socialista
Unificado de México en la LIII Legislatura. Entre diciembre de 1994 y abril de 1997 fue secretario de Gobierno del
estado. Interpretó el papel de Pancho Villa en las películas Reed, México insurgente, de Paul Leduc, y Campanas
rojas, de Serguei Bondarchuk. Participó en el cortometraje De tripas corazón de Fernando Urrutia. Sus libros han
sido traducidos al polaco, italiano y francés y figura en numerosas antologías en México y el extranjero. Premio
Nacional de Cuento San Luis Potosí 1974 por Asalto nocturno. Medalla Conmemorativa del Instituto Nacional
Indigenista 1980. Premio Xavier Villaurrutia 1982 por Andando el tiempo. Premio Chiapas de Arte 1983. Premio
Nacional de Ciencias y Artes en Literatura y Lingüística 2014. Medalla Belisario Domínguez del Senado de la
República 2014.

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Antología crítica

En el desfile hacia la plaza central, el general expresó a Ezequiel su temor de no participar


en esta nueva acción de armas para la que habían realizado tan larga travesía. El gobernador
de Oaxaca los recibió cálidamente.
—La victoria fue grande pero hay que estar prevenidos para la respuesta del invasor. Vuel-
ve a Puebla con nuevos recursos y fuerzas.
—Agarraremos camino hoy mismo, señor gobernador —dijo el general Pantaleón Do-
mínguez.
—Le hemos preparado alojamiento, general.
—Agradezco su hospitalidad pero los acontecimientos nos obligan a retomar la marcha
de inmediato.

Las jornadas entre Oaxaca y Puebla fueron cubiertas a marchas dobles. La infantería quedó
agotada. Los de a caballo desmontaban para ofrecer sus cabalgaduras a los más débiles. Eze-
quiel descubría territorios distintos a su casa. Montañas altísimas coronadas de nubes, con
agua y vegetación escasa, barrancas y un frío golpeador en noches de campamento. Xun se
acercó al coronel y le expresó una duda:
—Oí, Cheque, ¿y a estas tierras tan secas también las vamos a defender de los franceses?
—Pertenecen a México, es la patria grande, Xun. Toda es nuestra. Esta región es la mix-
teca. Aquí nació Porfirio Díaz, el coronel oaxaqueño que está peleando contra los franceses.
Su mamá era india de aquí, según me contaron en Tehuantepec.
—¡Ah, bueno!, aquí parece que los indios cuentan.
—¿Y tú?, ¿acaso no cuentas, Xun, en este ejército?
—Mi trabajo me ha costado.
—Eres jefe, Xun, aunque no quieras dejar de ser oficial. Los jefes están arriba de los ofi-
ciales. Tienes un grado más alto. Pero nunca quisiste aceptar el nuevo cargo y se nos ocurrió
este asunto de capitán mayor. Y todos respetamos el invento.
—Muchas veces te lo he explicado, Cheque, es más chingón ser capitán. Escuchá cómo
suena. Y mayor, no tanto. Por eso me gustó ser capitán mayor. Y vos lo aprobaste.
—Así es, capitán mayor.

El ejército avanzaba a matacaballo, dejando muy atrás a la infantería. La esperaban en el campa-


mento de cada noche. Y el frío. Los de Ciudad Real estaban acostumbrados a las bajas tempera-
turas, pero los demás sufrían. Un mediodía divisaron el valle de Puebla y las cúpulas de sus mu-
chas iglesias. Al fondo se levantaban los dos volcanes nevados que presiden el valle. Pantaleón
Domínguez ordenó hacer alto. Mandó formar un cuadro y habló al centro con voz temperada:
—Soldados, enfrente tienen nuestro destino. Quiera Dios que triunfemos y volvamos
completos. Los caídos serán héroes no sólo de Chiapas sino de todo México. Al llegar nos
presentaremos con el general en jefe don Ignacio Zaragoza, comandante del Ejército de

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L a novela en Chiapas

Oriente. Le daré el parte, un mensaje escrito por don Ángel Albino Corzo, y entregaré la
cuota en plata que Chiapas envía al gobierno de la República; él la hará llegar al presidente
Benito Juárez. Revisen sus uniformes; los que no lo tengan, acomoden sus ropas, cuiden la
formación. Que nos vean marchar como el ejército que somos. ¡Viva Chiapas! ¡Viva México!
—¡Viva!
—¡En marcha!
La emoción vibraba en la tropa. La ciudad a la que se acercaban era amada sin haberla vis-
to. La idea de defenderla les mandaba los pensamientos hasta sus casas, a sus familias lejanas.
Los vecinos de la ciudad plantaron banderas a la orilla del camino, los chiapanecos detenían
el paso para recibir los aplausos. Apercibido, el mando de la ciudad envió soldados a caballo
para recibirlos y rendirles honores. Una banda tocaba la Marcha dragona, detrás marchaba la
infantería; eran combatientes de Michoacán.
—Éstos ya pelearon contra los franceses —pensó Ezequiel con envidia.
—Son héroes —dijo en voz baja Xun, como si hubiera leído el pensamiento del coronel,
quien lo miró con una sonrisa de entendimiento.

Muchos poblanos salían a las puertas, a los balcones y ondeaban banderas. Las casas más
ricas mantenían portones y ventanales cerrados. En la plaza, ante la catedral, esperaba el
general Ignacio Zaragoza vestido de civil y montado en un caballo de gran alzada. Pantaleón
Domínguez con un ademán ordenó el alto y se adelantó hacia el general para rendirle el parte.
Quedó sorprendido de su juventud detrás de los espejuelos pequeños. Zaragoza escuchó el
informe del comandante del ejército chiapaneco y se aprestó a pasar revista. Después quiso
conocer a los jefes y oficiales.
—Usted es muy joven, coronel —le comentó a Ezequiel.
—Lo mismo usted, mi general.
—No, ya cumplí treinta y tres años. ¿Y usted?
—Dieciocho, mi general.
—¿Lo ve?, casi le doblo la edad —le replicó sonriendo—. Treinta y tres años… es la edad
de Cristo. Hasta puede ser tiempo de morir…

El estado mayor del general Zaragoza había dispuesto un antiguo convento para alojar a la
tropa, oficiales y jefes de Chiapas. No había casas de familia disponibles para acomodarlos
ante la llegada de tantos efectivos de casi todo el país. Algunas regiones, pocas, no pudieron
enviar sus efectivos por razones de la distancia o la pobreza. Se estableció la cadena de man-
dos y la coordinación para las acciones próximas.
Al día siguiente los soldados estuvieron francos. Recorrieron las calles de Puebla, sus edi-
ficios magníficos, sus templos y palacios. Conocieron las fortificaciones que defendieron la
ciudad el 5 de mayo. Indagaron con soldados sobre la batalla, el armamento de los franceses,

| 212 |
Antología crítica

su potencia y sus debilidades. Para Xun lo más notable fue conocer la resistencia de los indios
zacapoaxtlas con sus machetes.
—Si ellos pudieron, ¿por qué nosotros no? —preguntaba a sus compañeros tzotziles y
zoques.
Jefes y oficiales, encabezados por don Pantaleón, hicieron una visita al coronel Porfirio
Díaz. Era un muchacho moreno de bigote hirsuto. En cada movimiento de su cuerpo se
notaba su fuerza física. Les contó pormenores del combate y cómo las cargas de caballería a
lanza tendida descompusieron la fuerza enemiga.
—Me cansé de alancear franceses —dijo—. Pero debo decir en honor a la verdad que a
muy pocos maté por la espalda, huyendo. La mayoría me retó frente a frente. —Ezequiel lo
vio aindiado; a Xun le pareció ladino.
A Remigio Jasso le llamó la atención el armamento del Ejército de Oriente. Lo principal
eran las lanzas en bastante mal estado. Tanto la infantería como la caballería se apoyaban en
puyas maltrechas. Las armas blancas, dagas, sables, espadas y machetes eran el corazón de la
resistencia. Había fusilería moderna llegada del extranjero, sobre todo de Estados Unidos, pero
no era mucha. La artillería, impresionante, toda de fundición nacional. Buscó fusiles precisos,
de tiro fijo, para servicios especiales como los que él prestaba. No encontró ninguno mejor que
el rifle que le regalaron en La Zacualpa. Crisanto Cacho observó las bandas de guerra. Había
cornetas, trompetas y clarines, las primeras para acompañar a la infantería, las segundas para
cabalgar con la caballería y los terceros para dirigir las baterías de los artilleros. Había también
tambores de a pie y de a caballo. Bandas de música, no de combate, con instrumentos desco-
nocidos que parecían enredarse en los cuerpos de los músicos. Bajo su chaqueta, en la bolsa de
su camisa, Crisanto palpó las tres flautas de carrizo que trajo de Chiapas para una emergencia.
Ezequiel recorrió las fortificaciones que el general Zaragoza había elegido para la defensa
de Puebla. Los fortines españoles seguían funcionando para protección de la ciudad. Era el
8 de junio de 1862, cumplía diecinueve años, bien armado y municionado; se sentía seguro
frente al enemigo, el sable de su padre lo protegía. Tocó en su bolsa el frasquito con tierra de
La Zacualpa. La idea de la muerte no le rondaba.
El clima de Puebla era fresco, parecido al de Ciudad Real; Pantaleón Domínguez buscó
un sastre y ordenó un uniforme de general. El maestro le tomó medidas y se sorprendió de
la escasa talla que la cinta métrica informaba. Sin hacer comentarios buscó en su archivo los
moldes infantiles. Don Pantaleón, estrenando uniforme, asistía a las reuniones del estado
mayor. Sentado cerca de Porfirio Díaz con su barba abundante y su cabeza poderosa, tomaba
nota de las órdenes del general en jefe, quien pensaba que el chiapaneco era más alto sentado
que de pie.
El enemigo recibió refuerzos por mar, se multiplicó, debían ser más de veinticinco mil
combatientes. Un gran contraste con los primeros seis mil con los que presumían conquistar
México. La tarea militar de los nacionales era impedir a toda costa el avance a Xalapa o a

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L a novela en Chiapas

Orizaba, primer escalón del ascenso a la ciudad de México. El general Zaragoza envió tro-
pas. Las guerrillas, ejércitos informales, tenían la palabra. Los chiapanecos saldrían al frente
en una operación de emergencia hacia Orizaba. Ordenaron marcha a discreción. Tocaban
­guitarras y cantaban. Bromearon tanto que los michoacanos y los de Zacatecas, tan serios
para todo, se extrañaban. Los chiapanecos eran los peor armados y no les preocupaba aquella
desventaja. Llevaban lanzas cuidadosamente afiladas, aunque con fallas por el uso continuo.
Menos espadas que machetes, pocos sables, pistolas de retrocarga, algunas ya de cartucho:
escopetas artesanales, arcabuces aislados y como joyas ciertas carabinas con cartuchos de
repetición. Ezequiel era de los mejores aperados, más que Pantaleón.
La orden era avanzar bajo las órdenes del general Jesús González Ortega, rumbo a Vera-
cruz, por el lado de Mil Cumbres, y aproximarse a Orizaba, donde los franceses buscarían
una plaza fuerte para mantener la vía al puerto.

La victoria mexicana en Puebla desencadenó algunos cambios. El general Lorencez había


constatado que la propuesta política del monárquico general mexicano Almonte era mítica.
En su lucha contra la Reforma, el hijo del generalísimo Morelos había optado por ofrecer al
emperador francés el trono inexistente de México para derrotar a sus enemigos los juaristas.
Prometió la actividad de un gran partido político monárquico que apoyaría a los franceses.
Lorencez se dio cuenta de que ese partido existía sólo en la imaginación de Almonte, incapaz
de brindar apoyo alguno. Esto provocó un enfrentamiento entre Lorencez y Saligny, minis-
tro de Napoléon ante el gobierno mexicano quien creyó en las falsas fuerzas de Almonte y
sus aliados. Después del descalabro en Puebla, necesitaba un ejército de ocupación mucho
­mayor al no contar con los enemigos de Juárez. Napoleón apoyó a Saligny en esa disputa y
envió refuerzos con un mando nuevo: el general Forey.

El clima era un aliado más contra los franceses. El calor se convertía en tifo, en vómitos, y
llegaba la muerte. Las bajas por fiebre eran tantas como los caídos en combate. Durante el
recorrido a Orizaba, Ezequiel sopesaba lo que había conocido en los últimos días. El general
Zaragoza, el tesoro mayor de esa campaña, nació en la Bahía del Espíritu Santo, en Texas,
cuando aún era México. Abandonó sus estudios del seminario para incorporarse al ejército y
oponerse a la invasión de Estados Unidos. Casi un niño, después de la derrota, se incorporó
a las fuerzas liberales que luchaban contra los conservadores. Así llegó al notorio desempeño
militar que ahora mostraba ante el mundo. Tenía treinta y tres años y la responsabilidad más
alta como soldado de la República.

—Hay un cerro muy alto frente a Orizaba —señaló Zaragoza al general González Ortega en
la última reunión del estado mayor—, se llama El Borrego. Lo conozco, he peleado en él. Un
estratega no le prestaría atención, pero un táctico al primer vistazo sabría la riqueza de argucias

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Antología crítica

militares que ahí se pueden realizar. Ocúpelo usted, general. No será fácil, pero los frutos que
de esa posición vamos a obtener pagarán los esfuerzos.
La alta meseta de Puebla parecía interminable. Las primeras lluvias de mayo y junio hi-
cieron reverdecer la tierra. Al llegar al desbarrancadero de Mil Cumbres el territorio de Vera-
cruz apareció magnífico. La montaña se volvió un bosque de árboles enormes y al fondo la
cañada. La planicie, sus colores, todo anunciaba tierras ricas. “Con razón dice don Secundino
Orantes que el dictador Santa Anna ordenó a los cartógrafos de su gobierno: trácense las
fronteras de Veracruz donde comienza lo verde”, recordó Ezequiel. El paisaje era dominado
por el pico de Orizaba, el Citlaltepetl, o Montaña de la Estrella en lengua mexicana, el volcán
más alto del país. Sus nieves eternas son las primeras noticias del país que reciben los viaje-
ros cuando se acercan a sus costas. Para los chiapanecos fue una sorpresa ver el glaciar que
rodeaba el cráter del gigante.
Zaragoza estaba informado de lo que pasaba en las filas enemigas. Las fiebres los agotaban
a escasos días de su desembarco. Procuraban no permanecer en el puerto de Veracruz más
que el tiempo necesario para tomar tierra y partir a zonas templadas. El número de enfermos
crecía. Otro problema era el abasto y el transporte, pésimos caminos, lodazales interminables
en estos primeros días de junio. La falta de apoyo de la población se notaba en la escasez de
bestias de carga y de tiro, de carretas y carros. Ni manera de conseguirlos. Algunos aventu-
reros mexicanos les prometían hasta mil mulas y luego resultaban negocios enredados. El
mando francés llegó a pedir ayuda a París para que les enviaran animales y carros desde allá
o al menos autorizaran para comprarlos en Estados Unidos o en las islas del Caribe. Cuando
lograban reunir una caravana aparecían las guerrillas mexicanas que los obligaban al paso
lento. En ocasiones lograban llevar a sus cuarteles un tren de transporte pero la carga estaba
disminuida pues las escoltas preparaban de allí sus raciones en el difícil trayecto.
El general Lorencez llegó a Orizaba para encabezar sus tropas. Su afán era fortificar la
ciudad con sus ingenieros y zapadores. Recorrió a caballo el entorno y fue dictando instruc-
ciones, en qué sitios hacer barricadas, trincheras, fortines. Dominar los cerros era una tarea
mayor. El estratega observó con catalejos el cerro de El Borrego. Las cañadas que formaban
las faldas de la eminencia, lo escarpado de sus pendientes, el bosque espeso al oeste, y resol-
vió dejar al cerro como estaba. Su difícil orografía imposibilitaba cualquier tarea militar. Su
altura alcanza los trescientos cincuenta metros, ¿cómo subir la artillería? ¿Dónde disponer la
tropa montada? ¿Cómo justificar ante sus hombres el esfuerzo de los infantes para colocarse
en una cúspide donde no puede ocurrir nada? Lorencez, el estratega de Francia, había razo-
nado como Zaragoza previó. El turno era de los tácticos mexicanos.
Era el 12 de junio de 1862. La tropa de Chiapas tenía menos de dos semanas fuera de su tie-
rra y se disponía a la primera acción de armas contra el invasor. Su experiencia militar ­anterior
eran los combates contra los conservadores, los simpatizantes locales de la ­monarquía, los
aliados de esta fuerza extranjera. Ahora se trataba de luchar contra ella misma.

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L a novela en Chiapas

El general González Ortega dispuso una fuerza importante de fusileros y artillería que de-
bía ocupar el cerro El Borrego a las once y media del día 13 para cumplir el plan de Zaragoza
en combinación con un ataque sobre La Angostura. Al no cumplirse esta orden, González
Ortega difirió el ataque para el amanecer del día 14. El cerro fue ocupado sin que las fuerzas
imperialistas mexicanas que cuidaban la primera línea de fuego hubieran sentido el trasiego
de cañones e infantería.
Una mujer del pueblo informó a los franceses la ocupación del cerro. Lorencez ordenó
que el capitán Diétrie reconociera el terreno con la tercera compañía del primer batallón.
Venciendo las dificultades de un ascenso en noche cerrada por laderas y bosques, los france-
ses avanzaron a ciegas. A la una y media de la madrugada toparon con una batería mexicana
de tres obuses cuya guardia estaba dormida. Los artilleros dispararon dos de sus piezas sin
causar daño al enemigo. Los franceses tomaron aquel punto y pidieron refuerzos que arri-
baron a las tres y media. Eran tropas de la segunda compañía al mando del capitán Leclerc.
Entre los mexicanos se provocó un gran desorden al no saber qué estaba ocurriendo ni
contra cuántos se estaban enfrentando. Disparaban a ciegas sobre el enemigo. Los france-
ses aprovecharon esta confusión y adelantaron el combate para que antes del amanecer los
mexicanos no se dieran cuenta del pequeño número de sus efectivos. Los capitanes Dié-
trie y Leclerc ordenaron el asalto a ciegas. En el tiroteo murió el coronel Luis Pedraza entre
una gran desmoralización de sus hombres del cuarto batallón, que siguieron resistiendo. Los
chiapanecos estaban en medio del fuego. Sentían caer a sus compañeros sin reconocerlos. El
general Pantaleón arengaba a grandes voces. Ezequiel gritaba fuego y adentro a su corneta de
órdenes y recordaba aquel combate a oscuras que ganó cerca de Amatenango del Valle, pero
ahora, en El Borrego, estaba desconcertado. Xun gritaba en tzotzil y en zoque repartiendo
apoyo a sus compañeros y en español pedía “al machete, hermanos”.
El general González Ortega se encontraba en un punto más elevado. Al enterarse de la
situación ordenó al general La Llave que tomara el mando del cuarto batallón en desbandada,
reforzado por el general Alatorre con dos compañías del primer batallón de Zacatecas. A los
primeros tiros murieron el coronel Dagoberto García y el teniente coronel Fortunato Alcocer,
fueron heridos otros oficiales y aislado el general Alatorre. González Ortega se retiró dejando
a los franceses como dueños de El Borrego. Entre muertos y heridos, las bajas mexicanas
ascendieron a cuatrocientos hombres.
Los chiapanecos se retiraron muy maltrechos siguiendo la corneta de Crisanto Cacho que
tocaba llamada de tropa. Al llegar a terreno seguro y a la pálida luz del alba pasaron lista. Fal-
taban diecisiete compañeros. De los cuarenta y cuatro hombres que salieron de La Zacualpa
había ocho heridos y seis desaparecidos. La duda era si algún herido en la cerrazón de la
noche quedó abandonado. Pantaleón, sin apearse del caballo, se mesaba la barba y miraba
al resto de sus tropas. Le temblaba de rabia la quijada. No dijo una sola palabra. Ezequiel
conocía el ácido de su primera derrota. No ocultaba sus ojos rojos. Tocaba el frasquito con la

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Antología crítica

tierra de su casa y la pequeña cabeza de barro de los indios antiguos que le regaló su madre.
Pasó lista y anotó los faltantes. Xun, apeado, hablaba en voz baja con sus indios. Entre ellos
se mostraban los machetes ensangrentados. Faltaba un compañero zoque. Remigio Jasso
acarició el cañón de su carabina. Estaba frío. La oscuridad no le permitió efectuar disparos.
No podía permitirse tirar al azar.

En La Zacualpa, Juana no tenía información de los últimos incidentes de la guerra. Amaneció an-
gustiada y llorosa, ella que era de lágrimas escasas. Pidió al crucifijo de Mariano que su hijo vol-
viera a salvo; miraba con insistencia el reloj. Seis días atrás, el 8 de junio de 1862, había cele­brado
en su corazón el cumpleaños número diecinueve de Ezequiel. A la hora de comer lo ­comentó
con sus otros hijos y les ofreció una copita de mistela para brindar por su salud y bienestar.
Amanda la bella despertó en medio de una pesadilla. Ezequiel, en su sueño, estaba herido
y solo. Saltó de su cama y abrió el ventanal desde donde le despidió cuando se fue a la guerra
como si se asomara para ver su regreso.
Alejandrina se paró muy temprano. Fue a la pila de su casa y con un calabazo bañó su
cuerpo afiebrado. “Está vivo”, pensó con seguridad.

Junto a los chiapanecos pasó un michoacano de poco hablar que preguntó a Filiberto Mal-
pica:
—Y ahora, ¿por qué no tocas tu guitarra?
—Se me rompió y la abandoné.
—Pero no se acabó el mundo, nos queda la corneta —contestó Crisanto Cacho—. Con su
permiso, mi coronel, paso a tocar la diana por los que vivimos.
—Dale, dale —respondió Ezequiel.
Y Crisanto sopló y resopló la diana más alegre que sus compañeros recordaran y el zoque
a cargo del tambor francés le acompañó con sus redobles que más tenían de Dios que de
milicia. Ezequiel redactó una lista con los nombres de los faltantes.
—¿Ya lo apuntaste a Lorenzo Cunjamá, el zoque? —preguntó Xun. Ezequiel asintió en
silencio.

En los corrillos que formaba la tropa se comentaba el desastre. Todos estaban de acuerdo
en dos cosas. Si la táctica marcada por el general Zaragoza se hubiera cumplido, Lorencez
­habría evacuado Orizaba rumbo al mar, y que la reacción del general González Ortega fue
una operación atinada, detuvo el caos y logró una retirada en orden. Hablaban de la temeri-
dad del primer capitán francés que en la oscuridad se lanzó contra los mexicanos con ímpetu
sorprendente.
—A lo mejor con luz no se anima —comentó Xun—. Habría visto que éramos más que
ellos. Pero a ciegas nos fregó.

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L a novela en Chiapas

El ejército mexicano inició al amanecer un cañoneo sobre la garita de la salida a Puebla. A lo


largo del día se produjeron tiroteos y disparos de artillería de ambos campos. Los franceses
temían un asalto en gran escala. Zaragoza se dirigió a El Ingenio sin que las tropas francesas
lo hostilizaran y continuó su retirada. Los franceses prepararon el avance a Puebla para lanzar
un segundo ataque, ocuparla y continuar su marcha a la ciudad de México.

El ejército mexicano y el francés dispusieron sus elementos para el gran combate que se ave-
cinaba. La defensa tendría dos plazas principales: Puebla y la ciudad de México. El gobierno
de Juárez continuaba su tarea infatigable de congregar fuerzas y elementos para enfrentar al
enemigo que avanzaba. Para los mexicanos la orden era fortificar las dos plazas sin olvidar
otras poblaciones que estaban en la ruta del invasor. El avance del general Forey era una
fuerza invasora de más de veinte mil hombres. Además de las conocidas tropas francesas, ve-
nían soldados egipcios, sudaneses y argelinos que el estado mayor del emperador Napoleón
enviaba para resistir el calor inclemente y las enfermedades tropicales. La marcha del ejército
invasor era acosada sin descanso por las guerrillas. Pantaleón Domínguez recibió la orden de
proteger un sector de la ciudad de Puebla y dar seguridad a la población durante el combate.
A diferencia del primer encuentro, cuando la defensa estuvo basada en los fuertes externos,
ahora la resistencia se daría casa por casa.

La moral de los defensores era alta. Y de pronto la noticia funesta. El joven general Ignacio
Zaragoza cayó enfermo de fiebres el día 4 de septiembre y murió el día 8. La República perdía
en plena guerra a su más destacado general.
El presidente Benito Juárez expresó su profundo pesar. Ordenó que los restos del héroe
fueran conducidos a la ciudad de México para honrarlo. La tropa chiapaneca fue designa-
da como su escolta fúnebre. El general Zaragoza escribió en su momento al presidente que
soldados patriotas de toda la República se congregaban en Puebla para su defensa: “Hasta el
lejano y tan pobre estado de Chiapas ha enviado a sus hijos para acompañarnos en esta gran
lucha por la vida…”.
A la vanguardia avanzaba una banda de guerra a caballo con los tambores y los clarines
enlutados. Luego una escolta de honor a la bandera nacional seguida por representantes de
todas las fuerzas de combate que estuvieron al mando del general, cada uno de ellos enarbo-
lando el guión o banderín que indicaba el nombre y el número de su destacamento. Después
venían los chiapanecos, encabezados por el general Pantaleón Domínguez; a su diestra ca-
balgaba el coronel Ezequiel Urbina y en medio de ellos, tirada por cuatro caballos, rodaba la
cureña donde era conducido el féretro.

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Antología crítica

vx

Sobre Abajo del reloj


de José Antonio Reyes Matamoros

José Antonio Reyes Matamoros nació en la Ciudad de México el 13 de junio de 1960 y falleció
el 24 de septiembre de 2010. Fue hijo de don Alfonso Reyes Olivo y María Micaela Gudelia
Matamoros, una pareja sencilla y trabajadora. “Mis padres eran proletarios”, solía decir en
ocasiones. Don Alfonso se dedicaba a la albañilería. Era un hombre entregado al trabajo, hizo
de su vida el amor a su familia y la disciplina; cada mañana, antes de rayar el sol, desayunaba
huevos y café, que esmeradamente le preparaba su esposa María Micaela Gudelia. Cuando
Reyes Matamoros contaba ocho años comenzó a ayudar a su padre en los trabajos de alba-
ñilería; en ocasiones se le asignaba la tarea de llevar la comida, lavar las herramientas y otras
labores sencillas. Al niño le gustaba jugar con sus hermanos más pequeños. Cualquier objeto
se convertía en un avión o un tren, los trenes siempre le gustaron.
En ocasiones se iba a los andenes para jugar entre las máquinas. Soñaba con ser el maqui-
nista de un tren que nunca se detenía, cruzaba valles y praderas mientras la pobreza desapa-
recía al paso de su máquina maravillosa. Otras veces tomaba un frasco limpio de mayonesa
y partía a la aventura de capturar tarántulas. Siempre quiso a los animales, ya de pequeño lo
seguían los perros propios y ajenos. Don Alfonso se molestaba porque su hijo llegaba a casa
con cachorros a los que de inmediato quería adoptar. Muchos años después, ya viviendo en
San Cristóbal de Las Casas, tuvo dos perros excepcionales. Primero Marcos, un pastor ale-
mán de una inteligencia inaudita. El nombre se lo puso Maura Fazi Pastorino, la compañera
de José Antonio, en honor al subcomandante Marcos. El maestro, como le decían sus amigos
y alumnos, amaba profundamente a Marcos. Le procuraba sus alimentos, curaciones, pa-
seos diarios, incluso compañía por las noches cuando Marcos, siendo cachorro, enfermaba.
Cuando Marcos estuvo en edad de reproducirse, José Antonio Reyes Matamoros pasaba
mañanas y tardes buscando dueños de pastores alemanes para cruzar a su perro. Hasta su
casa iban perras que, por alguna razón, no inspiraban demasiado al galán, hasta que una
tarde, después de esperar por casi dos horas, Marcos logró montar a una perra. De aquel
encuentro a Reyes Matamoros le quedó un cachorrito demasiado travieso, juguetón a más
no poder. “Con el tiempo dejará de ser tan inquieto”, alcanzó a decir cuando lo subió a su
camioneta, una Datsun negra de doble cabina, modelo 88. Al llegar a su casa, un hermoso
lugar con extensos jardines llenos de flores y árboles de durazno, limón y pera ubicado al sur

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L a novela en Chiapas

de San Cristóbal de Las Casas, José Antonio presentó al cachorro con su papá Marcos. Ahora
le correspondía a él bautizar a la nueva mascota. Por gordo y rebelde el nombre llegó solo:
Marx. Sin embargo nadie le llamó así, siempre fue el Gordo.
Todas las tardes, después de comer, Reyes Matamoros salía con sus dos perros para hacer
el paseo obligatorio. No había razón que lo hiciera desistir de hacerlo. En ocasiones el frío era
tan intenso que los animales apenas y podían caminar, o llovía con tal fuerza que la ­granizada
dejaba blanco el césped del jardín. Simple y sencillamente esperaba a que ­escampara un poco
y se echaba a andar acompañado de sus mascotas. Solamente cuando lo atacaban sus terri-
bles crisis de migraña abandonaba todo para encerrarse en su recámara. Marcos y el Gordo
­fueron creciendo hasta convertirse en dos animales grandes. Uno de los juegos ­preferidos
tanto de Reyes Matamoros como de los perros consistía en aventarle peras a los pastores
alemanes. Éstos corrían a una velocidad de vértigo y saltaban un metro y medio para atrapar
la fruta en el aire. Una tarde Reyes Matamoros gritó el nombre de Marcos. Era la indica-
ción de que era su turno. Marcos corría preparándose desde una distancia de cinco metros
aproximadamente. Reyes Matamoros no perdió de vista al perro que avanzaba con veloci-
dad para ­saltar; sin embargo, se desentendió del Gordo, que al ver unos perros a lo lejos se
puso nervioso y emprendió la carrera sin percatarse de que su amo también se movió en la
misma dirección. El choque fue brutal. Reyes Matamoros, un hombre fuerte que iba tres
veces a la semana al gimnasio y que había llevado instrucción militar por algún tiempo, voló
­literalmente por los aires. Cayó mal, doblándose la pierna derecha. El perro chocó directa-
mente con su rodilla. Con gran dificultad logró ponerse en pie y caminar a su casa. Nunca se
recuperó de esa lesión, pasó alrededor de seis meses cojeando; al tiempo, en esa pierna tuvo
el trombo que lo llevó a la muerte.
Al niño José Antonio Reyes Matamoros le encantaba platicar con su hermana mayor,
­Sandra, a quien atosigaba con sus preguntas: “¿Por qué el sol no se mueve? ¿Cuántos años
tardaríamos en llegar a la luna si nos fuésemos volando? ¿De dónde provienen el silencio y la
luz?”. Sandra se quedaba muda, observando con cierta extrañeza a su hermano que pregun-
taba cosas tan raras. Reyes Matamoros fue un apasionado de la ciencia, la física y las mate-
máticas, además de la astronomía. Una vez que tuvo edad para entrar a la universidad eligió
­ingresar a la Escuela Superior de Física y Matemáticas del Instituto Politécnico Nacional. Podía
pasar horas observando el cielo estrellado o disertar, toda una madrugada, sobre las cualidades
físicas de la luz. Cuando ya estaba participando en Corriente Socialista propuso que se impar-
tieran talleres sobre astronomía en los sindicatos. Estaba convencido de que el ser humano
debía descubrirse como parte del universo para que a partir de ahí los hombres y las mujeres
entendieran su importante lugar como agentes de transformación social; por supuesto, aquella
propuesta venía del poeta, no del luchador social, y fue desechada ipso facto.
Cuando Reyes Matamoros se sentía muy estresado sacaba sus libros de física y se ­ponía
a resolver ecuaciones, en aquella tarea podía pasarse horas. Otras veces se sumergía en el

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Antología crítica

estudio de los cuentos de Jorge Luis Borges a partir de teorías matemáticas; admiraba
­profundamente al escritor argentino, aunque no compartiera sus posiciones políticas. Existía
un trinomio que lo volvía loco: científico-escritor-comunista. Bertrand Russell era uno de sus
filósofos preferidos, el compromiso social y humanista de Russell lo conmovía profunda-
mente. ­Ernesto ­Sábato también le inspiraba gran respeto. Por supuesto, Carlos Marx, Fede-
rico Engels y ­Lenin eran una de sus tríadas preferidas. Reyes Matamoros no podía entender
separadas a la filosofía y la ciencia, siempre vistas como punto de partida para la acción, una
praxis clara y directa.
José Antonio Reyes Matamoros ingresó a la primaria Leyes de Reforma, una escuela pú-
blica donde asistían niños de padres pobres y alguno que otro de clase media. El niño era
serio, reflexivo, en ocasiones le costaba algo de trabajo socializar con los demás niños. Su
timidez se rompía cuando el profesor comenzaba a impartir la clase. Reyes Matamoros, sen-
tado hasta adelante, observaba y escuchaba con gran atención, siempre tenía preguntas. Fue
en aquella escuela donde por primera vez pudo hojear un libro. El contacto con el objeto
fue una revelación que le cambió la vida. Mucho tiempo después los libros formarían parte
consustancial de su vida. Se hizo escritor, editó muchos libros de otros autores, impulsó a un
sinnúmero de hombres y mujeres que encontraron, gracias a él, un lugar de transformación
humana y social a través de la literatura. Elaboró carteles políticos con la técnica del esténcil
(largas, larguísimas horas por la noche trabajando con colores, cúter, pintura, tijeras), volan-
tes impresos en mimeógrafos manuales… Muchas de las veces los procesos de impresión se
hacían clandestinamente.
La policía siempre estaba tras sus pasos. Reyes Matamoros comenzó a participar política-
mente en organizaciones de izquierda desde que tenía quince años. Como le gustaba escribir
y tenía talento para ello, muchas veces se le designaba la tarea de escribir los textos en una
antigua máquina de escribir Underwood modelo 1947, que pesaba como un tanque de guerra
y era muy incómoda para trasladar y difícil de hacer pasar desapercibida. Andando el tiempo
aquella máquina sería su fiel compañera hasta su muerte. En ella escribió resolutivos, puntos
de acuerdo, circulares, documentos de exposición de principios, contratos sindicales, cartas
de amor, poemas y novelas.
En alguna época de su vida hizo volantes y carteles en pequeñas imprentas que regular-
mente pertenecían a personas que simpatizaban clandestinamente con los movimientos de
izquierda. Reyes Matamoros sabía usar las principales máquinas de una imprenta. Ese co-
nocimiento le sirvió mucho cuando en 1997 fundó Ediciones de el Animal. Reyes Matamoros
formó con Jorge Ponce de León una mancuerna extraordinaria. Ponce de León era un impre-
sor muy importante en San Cristóbal de Las Casas. Un día Reyes Matamoros fue a buscarlo a
sus oficinas. Ponce de León llegó algo retrasado, estacionó su coche, bajó lentamente, sonrió
al hombre alto, moreno, bien plantado, que lo esperaba con una sonrisa de amigos. Lo hizo
pasar a su despacho. Reyes Matamoros se sentó en uno de los asientos de piel negra. Ponce de

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L a novela en Chiapas

León hizo lo propio frente a su escritorio lleno de tipos de papel, portadas a medio terminar,
reglas, lápices bicolores. José Antonio Reyes Matamoros, con la claridad y contundencia que
lo caracterizaban, le dijo: “Quiero imprimir algunos libros en tu imprenta. Tengo poco dinero.
Muchos autores jóvenes valen la pena ser publicados. Creo que ambos podemos contribuir
a la formación y difusión de una nueva generación de escritores en Chiapas”. Jorge Ponce de
León se quedó helado, no sabía cómo responder a aquellas palabras que de golpe lo paraliza-
ron. Trató de balbucir algo pero tan sólo salió una risita nerviosa. Reyes Matamoros sin perder
tiempo siguió hablando: “Mira, vamos a hacer un primer libro, necesito conocer las máqui-
nas para ver con qué contamos”. Jorge Ponce de León no daba crédito. ¿Cómo era posible
que aquel desconocido estuviera disponiendo de su imprenta? ¡Además no tenía ­dinero! Esa
mañana nació una amistad entre el editor y el impresor, una profunda camaradería que duró
años. Prácticamente todos los libros de Ediciones de el Animal se imprimieron en la imprenta
Fray Bartolomé de Las Casas. José Antonio Reyes Matamoros llegaba a los ­talleres cuando
los maestros abrían las instalaciones y se pasaba horas checando que sus libros salieran a la
perfección. Los trabajadores lo llegaron a conocer cabalmente como editor, sabían de su pro-
fesionalismo, su puntualidad y rigurosidad. Andando el tiempo se hizo amigo de todos. Sin
duda, sin el apoyo de Jorge Ponce de León y su innegable buen corazón la editorial y todos los
libros que editó José Antonio Reyes Matamoros no habrían sido posibles.
Es curioso que el último trabajo editorial que realizó José Antonio Reyes Matamoros ­fuese
un hermoso libro sobre la obra del pintor chiapaneco Carlos Jurado. Reyes Matamoros y ­Jurado
llevaban varios años de ser muy buenos amigos. Ediciones de el Animal había ­ganado varios
concursos de la SEP, por lo que finalmente Reyes Matamoros contaba con recursos ­económicos
que le hubieran permitido pasar unas largas y merecidas vacaciones viajando por Europa; sin
embargo, prefirió invertir todos sus ahorros en publicar el libro sobre Carlos Jurado.
El proceso fue algo tortuoso en varios sentidos (catalogar la obra, ubicarla en el territorio
nacional, contactar con coleccionistas y dueños de algunas obras, licitaciones, un largo e in-
tenso periplo por varias ciudades, realizar los registros fotográficos…). Se entregó en cuerpo
y alma, como siempre lo hacía. Su formador oficial, Luis Reyna, quien formó prácticamente
todos los libros de Ediciones de el Animal, no se daba tiempo para otras cosas. La disciplina
de José Antonio Reyes Matamoros no conocía límites. Podían estar trabajando hasta las doce
de la noche y a las ocho de la mañana ya estaba llamando para preguntar sobre correcciones
y verificaciones de colores y medidas. Durante ese proceso Reyes Matamoros enfermó. El
dolor en la pierna era constante y además sufría una gripe que no se curaba con nada. La tos
era cada día más violenta, por las noches sufría altas temperaturas. A instancias de Maura
Fazi Pastorino se realizó estudios completos, pero nada se obtuvo. Él siguió adelgazando,
caminando más lento y fumando como empedernido. Un neumólogo mandó sacar placas
de los pulmones. Al tenerlas, Maura Fazi Pastorino llamó a su amigo médico Hugo Cameras
para que hiciera la lectura de las placas. Reyes Matamoros como siempre la pasó haciendo

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Antología crítica

bromas. Sus carcajadas cimbraban los marcos de las ventanas. Cameras observó meticu-
losamente a contraluz y sintió una descarga eléctrica cuando observó una mancha que no
anunciaba nada bueno. Tomó aire y con aplomo dijo que todo se veía normal, sólo cierta
oscuridad en un pulmón, pero era mejor recurrir a un neumólogo para descartar cualquier
cosa. Maura, que es muy sagaz e inteligente, vio en los ojos del médico la mala noticia, se
quedó callada y siguieron las bromas entre copas de vino.
Esa misma tarde Maura llamó a Cameras para saber la verdad, los pormenores y qué era
lo que se debía hacer. Cameras casi llorando (quería mucho a Reyes Matamoros) le informó
que podía ser un cáncer y que era urgente ir con un especialista. Mientras tanto José Antonio
Reyes Matamoros seguía impartiendo su diplomado en creación literaria en las instalaciones
del Centro de Difusión Universitario Intercultural de la Universidad Intercultural de Chia-
pas, dando clases en sus talleres, revisando los textos de sus alumnos más veteranos y editan-
do el libro de Carlos Jurado.
Ése fue el último libro que editó. Lo vio impreso, se sentía orgulloso de su trabajo; sin
embargo, ya no alcanzó a presentarlo públicamente. Un año después de su muerte lo presen-
taron en San Cristóbal de Las Casas Carlos Jurado, Maura Fazi Pastorino, Francisco Álvarez,
Rosario Giovanini, Luis Reyna y Jan De Vos.
José Antonio Reyes Matamoros ingresó a una secundaria que se ubicaba en Azcapotzalco.
Tendría doce años aproximadamente. Su interés por la lectura crece con el tiempo. Tiene
pocos libros en casa y solamente cuenta con sus libros de texto y los de sus hermanos, trata
de leer todo lo que encuentra. De pronto la suerte se puso de su lado, en primer año le tocó
como maestra una mujer joven, de treinta y cinco años, más o menos. Elia se interesó por
aquel niño que hacía preguntas interesantes, que era muy buen estudiante y además pedía
libros en cada momento. Ella le acercó la lectura de El galano arte de leer, que de entrada le
atrajo porque en la portada aparecía una biblioteca. Ya hojeando el tomo se encontró con
poemas de Pablo Neruda. Ahí nacería su amor inquebrantable por el gran poeta chileno.
Años después, en la sala de su casa de San Cristóbal de Las Casas, Reyes Matamoros, copa
de vino tinto y espagueti al pesto de por medio, pasaría algunas horas charlando con la nieta
de Vicente Huidobro sobre su padre y Neruda o platicando en su estudio de pintura con
Carmen Cereceda, hija de Pablo de Rokha, acerca de la guerrilla literaria que emprendieron
los tres grandes poetas chilenos. Pero en El galano arte de leer también venían otros poetas:
César Vallejo, Octavio Paz, Vicente Huidobro, entre muchos más. Descubrir la poesía junto
a la guía de su maestra fue muy importante para su vida.
El 13 de junio de 1972 José Antonio Reyes Matamoros celebró sus doce años de vida. Sus
padres hicieron una pequeña fiesta con sus hijos. Se comió pan, se bebieron refrescos y café.
La familia estuvo muy contenta; si bien no hubo piñata ni regalos, la convivencia fue más que
suficiente. El niño se sentía contento por los papás que tenía. Admiraba profundamente a
su papá, su rectitud, la disciplina, su entrega a sus hijos. Dos días después don Alfonso salió

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L a novela en Chiapas

temprano al trabajo, apenas desayunó un par de panes y algo de café. Su hijo lo acompañó,
ya que se necesitaba de su ayuda. Al llegar a la obra se pusieron a trabajar en un colado para
un techo. Don Alfonso mandó a su hijo para que se subiera a una galera para checar el estado
de unas trabes. El muchacho lo hizo, realizó el trabajo con calma y rigurosidad. Al cabo de
un rato don Alfonso se subió del otro lado de la galera, trepó con agilidad, caminó sobre las
­láminas cerciorándose de que todo se encontraba en perfectas condiciones, sin embargo dio
un paso a la izquierda, se escuchó el crujido de la madera y don Alfonso con una parte del te-
cho se desplomó. Su hijo no podía creer lo que estaba viendo. Gritó pidiendo ayuda, albañi-
les y peones dejaron sus tareas para correr hacia el lugar donde se encontraba don Alfonso. La
caída fue de casi cinco metros de altura, en el suelo yacía el cuerpo de don Alfonso, un charco
de sangre espesa, casi negra, se esparcía por el piso. José Antonio Reyes Matamoros bajó lo
más rápido que pudo, lloraba, gritaba, se mordió la palma de la mano hasta sangrar. “¡Papá,
papá, papá!”, se escuchaba su voz desesperada; pero don Alfonso jamás volvió a levantarse.
La muerte de don Alfonso marcó la vida de José Antonio Reyes Matamoros. Conocer la
muerte en su versión más violenta lo convirtió en un hombre pacífico, además de confron-
tarlo con el concepto de Dios. Desde aquel día no volvería a creer en seres divinos, la vida
estaba aquí y era profundamente dura. Al finalizar la secundaria comenzó a emplearse en una
gran variedad de trabajos para contribuir con el gasto de la casa. Doña María Micaela Gu-
delia ­comenzó a trabajar como obrera en la fábrica de textiles Listonera Mexicana. Sandra y
Patricia también aportaban a la economía familiar, ya que don Alfonso dejó ni más ni menos
que siete hijos: Sandra, Patricia, José Antonio, Martín, Alfonso, Ana María y Ricardo. Afor-
tunadamente, por sus excelentes calificaciones en secundaria Reyes Matamoros fue becado
una vez que ingresó a la vocacional 8 del Politécnico. Su interés por la filosofía lo lleva a leer
a ­Hegel. Durante meses no quiso saber de nada que no fueran textos del filósofo alemán, a
través de estas lecturas comenzó a estudiar a todos los escritores rusos: Tólstoi, Dostoievski,
Gógol, Chéjov, entre muchos otros. También comenzó a escribir poemas, escribía por el
mero gusto de plasmar sus sentimientos e ideas sobre la vida, llenaba carpetas y carpetas de
poemas que después regalaba entre sus amigos y novias de la vocacional. Reyes Matamoros
destacaba en prácticamente todas las materias. Poco a poco se fue convirtiendo en una es-
pecie de maestro de sus propios condiscípulos. Por las tardes se reunían en la casa de algún
compañero de escuela para que él les enseñara matemáticas. En una ocasión mientras llegaba
al bachillerato lo detuvo un hombre como de cincuenta años. Reyes Matamoros se asustó al
sentir el brazo del tipo aquél: “Espérate, muchacho, me dicen que eres muy bueno en ma-
temáticas. Quiero que le enseñes a mi hija, ella va en tercero de secundaria, pero no da una
con los números. Te pago el doble de lo que recibes en tu trabajo”. Reyes Matamoros ni se
detuvo a pensarlo: “¡El doble!”. No había mucho que discutir, aceptó de inmediato.
La casa del hombre se ubicaba en un fraccionamiento residencial, era la de una familia
de millonarios. José Antonio Reyes Matamoros se presentó puntual, como siempre fue su

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Antología crítica

c­ ostumbre (odiaba la impuntualidad). Llamó a la puerta, abrió una señora como de sesenta
años con uniforme, la ama de llaves: “Usted debe ser el maestro de matemáticas de Carlita,
por favor pase usted”. Reyes Matamoros entró admirando los interiores de la residencia,
jamás había estado en un lugar como aquél. En una estancia se encontraba un pizarrón col-
gado en la pared, un escritorio para él y un pupitre para la niña. Carlita llegó quince minutos
después. Reyes Matamoros depositó el libro de ejercicios sobre el escritorio, vio a la niña,
que con una mueca de aburrimiento le dio la bienvenida. Él respiró hondo: “Si en verdad
quieres que siga viniendo a enseñarte matemáticas es necesario que llegues puntualmen-
te. Yo vengo desde un lugar muy lejano, debo tomar el metro y tres peseros y, mírame, he
llegado puntual”. Así comenzaron sus días como maestro particular. Los días pasaron, las
semanas, y Carlita no sólo mejoró notablemente en matemáticas, sino que se hicieron bue-
nos amigos. Una tarde la niña invitó a Reyes Matamoros para que conociera su biblioteca y
aceptó emocionado. Entraron al recinto, el joven no podía creer lo que sus ojos veían: libreros
labrados en cedro rojo repletos de libros empastados en piel, miles de tomos perfectamente
ordenados. Inmediatamente comenzó a abrir uno tras otro, como si quisiera leerlos todos en
ese momento. Carlita le propuso que a partir de ese día llegara una hora más temprano, de
tal suerte que leyera durante ese tiempo. Reyes Matamoros leyó muchos libros en aquella
gigantesca biblioteca y la niña pasó los exámenes finales de matemáticas.
En la vocacional 8 había estudiantes, sobre todo de tercer año, que pertenecían a la Liga
Comunista 23 de Septiembre, que se había fundado el 15 de marzo de 1973, cuando se realizó
la primera reunión nacional en Guadalajara, que se llevó a cabo en la calle Porfirio Díaz,
número 689, entre Francisco de Icaza y José María Lozano. Ellos se identificaban como
una guerrilla urbana que le había declarado la guerra al Estado mexicano para instaurar un
gobierno socialista. Reyes Matamoros simpatizó inmediatamente con las ideas de sus nue-
vos amigos. Realizó un círculo de estudio sobre marxismo, además de apoyar en acciones
como la producción de folletos, carteles y volantes en imprentas clandestinas, así también
apoyó en organizar algunos sindicatos. El activismo político se convirtió en su actividad
primordial. Rápidamente destacó por su disciplina y dedicación, su honradez y poder de
conven­cimiento. Ahora sus lecturas se ampliaron considerablemente, las lecturas de El ca-
pital fueron por esos años su caballito de batalla. Leía en bibliotecas públicas y en libros
que sus propios ­camaradas le prestaban; no tuvo un “responsable” ni mucho menos un
mentor, tuvo que convertirse en un autodidacta de tiempo completo. Uno de sus amigos, en
una tarde lluviosa en un departamento del centro de la ciudad, le enseñó a él y a otros dos
muchachos a usar algunas pistolas, a cargar, poner y quitar el seguro, meter el peine, colocar
balas. En una ocasión los llevaron a las afueras de la ciudad, rumbo a Cuernavaca. Ahí, en
un rancho donde hacía mucho frío, se les enseñó a tirar. Sin embargo, a Reyes Matamoros
le atraía mucho más el trabajo organizativo en sindicatos y escuelas, y formando ideológica-
mente a los nuevos camaradas.

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L a novela en Chiapas

José Antonio Reyes Matamoros terminó la vocacional con excelentes calificaciones, aun-
que la filosofía y la literatura le fascinaban optó por su otro amor, las matemáticas. Ingresó a
la Escuela Superior de Física y Matemáticas del Instituto Politécnico Nacional. Comenzó a
estrechar los vínculos entre las matemáticas y la filosofía, cosa que no sólo sorprendió a sus
profesores, sino que lo colocó en un lugar especial entre sus compañeros. Reyes Matamoros
combinaba su tiempo entre trabajar, militar en la Liga Comunista 23 de Septiembre y estu-
diar. La escuela le encantaba, el nivel académico era muy alto y eso lo emocionaba mucho,
por primera vez en su vida tendría retos escolares verdaderos. Los matemáticos le llamaban
poderosamente la atención, tanto hombres como mujeres. Los observaba despeinados, con
lentes de fondo de botella, con la ropa más anticuada que jamás había visto, siempre en las
nubes. El doctor Piña, uno de sus maestros, de plano se había quedado a vivir en la escuela.
Pasaba horas caminando por los jardines, hablando en voz alta. Se detenía y le explicaba a los
árboles alguna ecuación imposible y de pronto saltaba de entusiasmo. Por sus conocimien-
tos, Reyes Matamoros comenzó a coordinar un grupo de estudio de alto nivel, sólo alumnos
avanzados; pasaban horas y horas en los laboratorios tratando de resolver problemas. Mu-
chos años después, cuando Arturo Azuela visitó San Cristóbal de Las Casas para presentar
una edición de su novela El matemático, al finalizar el evento José Antonio Reyes Matamoros
lo invitó a cenar a su café Los Amorosos, donde disertaron sobre números, ecuaciones y
grandes matemáticos de la historia. Frecuentemente hablaba de Pierre de Fermat, Évariste
Galois, Newton, Euclides, Einstein, Leibniz, entre muchos, muchos otros.
Los primeros meses en la Escuela Superior de Física y Matemáticas la vida académica lo
comenzó a absorber demasiado, por lo que se vio en la necesidad de tomar un rumbo diferente.
Comenzó paulatinamente a faltar a clases; la liga comunista comenzó a exigirle cada vez más
tiempo. Llegó a un acuerdo con sus profesores: no acudiría regularmente a clases, pero presen-
taría todos los exámenes extraordinarios. Así lo hizo por un tiempo, obteniendo magníficas
calificaciones. Hasta el día en que sufrió junto a otros camaradas una persecución por parte
de la policía federal y porros de Zacatenco donde se detonaron varias armas y fallecieron tres
miembros de la liga y dos policías, y decidió dedicarse por el momento a la escuela.
La policía lo seguía. Habían estado merodeando en el barrio donde vivía y una ocasión vio
a un policía de civil seguirlo incluso en las instalaciones de la escuela. Se dedicó a las matemáti-
cas y en su tiempo libre a trabajar, estudiar historia de la filosofía, literatura y física. Sin embar-
go, a través de algunos compañeros de la Liga Comunista 23 de Septiembre es contactado por
miembros de Corriente Socialista, que estaba integrada por viejos combatientes comunistas,
algunos dirigentes del movimiento estudiantil de 1968 y exguerrilleros. Algunos acababan de
regresar del exilio. Para esos años Corriente Socialista ya tenía un trabajo importante formando
comités de base en casi todo el país, además de tener influencia en movimientos de masas de
la clase obrera, de campesinos, en el movimiento magisterial y las universidades. José Antonio
Reyes Matamoros no se pudo negar a participar nuevamente. De inmediato se integró a los

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Antología crítica

trabajos de Corriente Socialista. Destacó por su fino análisis político, su disciplina, honestidad
y entrega a la lucha. Como era de esperarse comenzó a ausentarse cada día más de la escuela
y de los exámenes, hasta que llegó el momento en que decidió abandonar la carrera. Se le dio
la responsabilidad de viajar al estado de Chiapas para impulsar procesos entre campesinos.
Por primera vez en su vida se encontró en Chiapas. Llegó en un autobús Somex a la ciudad de
Tuxtla Gutiérrez. Lo recibió un calor infernal. Llevaba poco dinero, así que comió unos tacos
en la terminal de autobuses y prosiguió su viaje a San Cristóbal de Las Casas. Al apearse del
autobús se quedó impresionado por la belleza del pueblo, además el frío era su clima ideal.
Las montañas y su esplendor, las casas con su arquitectura colonial, las calles de piedras, las
iglesias y sus campanarios: todo aquello lo enamoró al instante. Caminó un poco por las calles
y callejones, avanzó entre vendedores de flores, pan y dulces. Al llegar a la plaza central encen-
dió uno de sus cigarros Alas Extra, compró un periódico local y se sentó en una de las mesas
de la cafetería del kiosco. Leyó durante una hora aproximadamente y sonrió al cerciorase de
que la prensa en Chiapas, al igual que la de otros estados, estaba más que vendida al gobierno,
solamente se hablaban maravillas del gobernador en turno. Mucho trabajo había que hacer.
Después se fue caminando por la calle Insurgentes para terminar en el bulevar y ahí tomó
una combi que salía para Comitán. Reyes Matamoros permaneció ­algunos meses viviendo en
comunidades indígenas organizando campesinos. Estuvo un tiempo en la zona maicera, des-
pués permaneció un tiempo con los cañeros, visitó los ingenios, y documentó la explotación
que se realizaba a los campesinos. La policía del estado tenía noticias de las labores que miem-
bros de Corriente Socialista estaban realizando en la zona de Carranza. Los habían seguido
desde Comitán, Las Margaritas y zonas de los lagos de Montebello.
Una mañana en que José Antonio Reyes Matamoros, dos miembros más de Corriente
Socialista y tres campesinos caminaban en la selva para dirigirse a un ejido, fueron embosca-
dos por policías federales. Los detuvieron y les quitaron sus pertenencias para revisar lo que
llevaban (documentos, pasquines, folletos, libros). Después de torturarlos por dos horas y al
no obtener ninguna información los trasladaron a un campo aéreo. A golpes los subieron a
una avioneta. Una vez en el aire los policías prosiguieron la tortura, abrieron la portezuela de
la avioneta y comenzaron a amenazar con que los tirarían a la selva. A Reyes Matamoros lo
agarraron entre dos hombres fuertes y lo colocaron al borde del abismo; sin embargo, nadie
abrió la boca y ante su silencio los policías no tuvieron más que dejarlos libres.
Debido a esa detención fue necesario trasladar a Reyes Matamoros a la zona sierra de
Chiapas. Estuvo un tiempo realizando labores organizativas con campesinos de El Porvenir,
El Triunfo, Bella Vista, Bejucal de Ocampo y La Grandeza. En la zona se crearon bases para
el trabajo de Corriente Socialista. Los campesinos poco a poco se fueron involucrando en las
labores organizativas, la pobreza de la región y la incomunicación la hacían un foco natural
para la inconformidad social. Posteriormente y por razones programáticas José ­Antonio ­Reyes
Matamoros se mudó a Tapachula, donde no soportaba el calor infernal y comer ­pescados y

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L a novela en Chiapas

mariscos. Frecuentemente viajaba a Motozintla para realizar trabajos. Después de un tiempo


en Chiapas regresó a la Ciudad de México.
Corriente Socialista asigna nuevas tareas a José Antonio Reyes Matamoros, quien se ha
convertido en uno de los integrantes más destacados por su impecable honestidad y claridad
teórica. Corre el año 1982. Acaba de regresar a la ciudad. Siempre prefirió vivir en provincia,
la Ciudad de México no le agradaba del todo. Muchos años después, viviendo en San Cris-
tóbal, cuando tenía que viajar al Distrito Federal sufría los viajes. Dejar su trabajo en Chiapas
y perder el ritmo de sus cursos literarios lo ponía de muy mal humor; los talleres y seminarios
eran sagrados para él.
Al volver al Distrito Federal se integró inmediatamente a la coordinación electoral en
Naucalpan. En aquel proceso electoral conoce a José Luis Moreno Borbolla, quien participó
en el movimiento estudiantil de 1968, siendo estudiante del Politécnico. Además de la Liga
Comunista Espartaco, después de la terrible masacre del 2 de octubre de 1968 pasó a formar
parte del Comando Lacandones para posteriormente incorporarse a la Liga Comunista 23
de Septiembre. José Luis Moreno Borbolla, que para Reyes Matamoros siempre fue JL, fue
detenido por la Dirección Federal de Seguridad el 19 de mayo de 1975 en San Ángel. La policía
lo buscaba, pues lo tenía identificado como miembro del comité militar de la Brigada Roja
de la Liga Comunista Espartaco. Lo trasladaron al Campo Militar Número Uno, donde Salo-
món Tanús dirigía las torturas. Además de golpearlo y aplicarle toques de picana en todo el
cuerpo, lo colgaron de los brazos a una viga. Como Moreno Borbolla no hablaba lo colgaron
de un brazo durante varias horas; debido a aquel tormento perdió la mano izquierda. Reyes
Matamoros y Moreno Borbolla se harían entrañables amigos al paso de los años. Durante
este periodo su relación se centra en los mecanismos necesarios para las elecciones, además
de definir con quiénes hacer alianzas y ocuparse de otros asuntos internos de la organización.
José Antonio Reyes Matamoros comienza a asesorar a varios sindicatos de la zona de
Naucalpan como el de Texclamex (industria de ropa) o el de Carabela (motocicletas), ade-
más de dedicarse a las labores de apoyo y solidaridad con los movimientos armados de
­Centroamérica. Durante estos años se adentra en el estudio de la obra de José Revueltas.
La narrativa de Revueltas le impacta profundamente: sus teorías sobre el arte y la lucha de
clases y sus lecturas de los narradores rusos y algunos filósofos como Marx, Lenin, Platón,
la estética de Lukács, Hegel y Kant, además de Gramsci, Adorno y los románticos alemanes.
Reyes Matamoros reflexiona sobre la obra de Revueltas en el contexto de la novela mexica-
na, su vitalidad y la necesidad de un discurso tan crítico. Piensa en Gorki, entendiendo que
a Gorki le toca el triunfo de una revolución, mientras que a Revueltas le toca el fracaso de
una revolución y el fracaso de un partido. Eran circunstancias nada despreciables, debían
de considerarse al momento de realizar un análisis histórico, político e incluso estético. José
Antonio Reyes Matamoros siempre entendió que a él también le correspondió vivir el fracaso
de un movimiento que intentó cambiar la situación política y económica de nuestro país. Le

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Antología crítica

era muy difícil entenderse de otra manera, la derrota era una palabra implacable, un reconoci-
miento en una revisión autocrítica, y a partir de esta derrota emprendía sus acciones políticas
y de promoción cultural. Jamás rendirse era su lema.
Para Reyes Matamoros llegar a un planteamiento estético se realizaba a través de una re-
flexión profunda. Opinaba que era imposible llegar a consideraciones estéticas por accidente u
ocurrencias. Entendía que el planteamiento de Tólstoi, Gorki y José Revueltas implicaba una
reflexión detenida de la cultura de sus países. El planteamiento estético era una reflexión de la
historia del arte de cada país, cada corriente, cada sector de la humanidad, fuera cual fuera el
objeto que tenía el artista frente a sí y lo que buscaba. El caso más evidente, para él, era Kafka,
quien realiza un profundo estudio de varios puntos que analiza, discute y compara para llegar
a su propuesta tan compleja como lo es la lógica del absurdo. Kafka, nos dice Reyes Matamo-
ros, revoluciona la literatura al plantear la lucha del hombre frente a lo absurdo de la vida.
José Antonio Reyes Matamoros comprendía el contexto en que Lukács denostó la obra de
Kafka, pero entendió también que mucha gente denostó a Kafka. Le atraía la obra del escritor
checoslovaco por su marginalidad, y sobre todo por la extraordinaria aportación estética en
sus novelas y cuentos. Estaba seguro de que en el planteamiento del absurdo se encontraba
su marco ideológico, pues para Reyes Matamoros era imposible que un escritor pudiera de-
clararse sin ideología. El escritor, afirmaba, se basa en un cúmulo de ideas; sin embargo, tenía
muy claro que hablar de un planteamiento ideologizante era otra cosa. Nadie puede crear sin
tener una visión del mundo. Kafka tenía una serie de compromisos con su propia realidad,
sostenía, pero tuvo la enorme visión de prever la gran crisis de Occidente, que vendría des-
pués de la guerra y en los preparativos de la preguerra, todo lo que significó el nazismo. Kafka
dijo que la humanidad había terminado. Sobre esa base, nos dice, el escritor checo armó sus
principios ideológicos y sus principios histórico-estéticos que plantean al ser humano como
una aberración que el propio ser humano ha creado. Para José Antonio Reyes Matamoros eso
significó un salto en la estética de la humanidad.
Hacia 1987 sigue asesorando sindicatos e impulsando la cooperación con los movimientos
armados de Centroamérica; sin embargo, comienzan a surgir diferencias importantes con la
dirigencia de Corriente Socialista. José Antonio Reyes Matamoros y José Luis Moreno Bor-
bolla conforman un grupo disidente, la disidencia dentro de la disidencia, a la manera de José
Revueltas, sobre todo en contra de ciertas medidas y estrategias emprendidas por la dirección
nacional; pugnaban por retomar los principios de la vieja política de la organización. El papel
de Reyes Matamoros y Moreno Borbolla fue muy importante para lograr la conformación del
Partido Mexicano Socialista. En dicho partido se unieron cinco organizaciones de izquierda:
el Partido Mexicano de los Trabajadores, el Partido Socialista Unificado de México, la Unión
de Izquierda Comunista, el Partido Patriótico Revolucionario y el Movimiento Revoluciona-
rio del Pueblo. El PMS nace con la consigna “por la democracia, la independencia nacional y
la revolución”. Nace en marzo de 1987. A la reunión de su fundación asistieron representantes

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L a novela en Chiapas

de partidos de izquierda de Latinoamérica y el mundo: Unión Soviética, Japón, Chile, Suecia


y Francia, entre otros. Entre sus objetivos inmediatos estaba presentar un candidato para la
presidencia de la república en las elecciones de 1988.
En 1988 Cuauhtémoc Cárdenas, que pertenecía a una escisión del pri que se denominó
Corriente Democrática, fue postulado por el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana.
El ingeniero Heberto Castillo lo fue por el PMS, Rosario Ibarra por el Partido Revoluciona-
rio de los Trabajadores, Gumersindo Magaña por el Partido Demócrata Mexicano, Carlos
­Salinas de Gortari por el pri y Manuel Clouthier por el PAN. Finalmente, después de innume-
rables horas de debate, el 13 de enero de 1988 se consolidó el Frente Democrático Nacional,
donde los candidatos de la izquierda renunciaron a favor de la candidatura de Cárdenas. El
FDN marcó una nueva dinámica sobre los mecanismos para realizar una campaña presiden-
cial, sobre todo en materia de movilización popular, y la conformación de una nueva opción
política para el país.
El día de la jornada electoral se suscitaron innumerables irregularidades, hasta cerrar con
la tristemente célebre declaración de que se había caído el sistema de cómputo. Aquella
­situación abrió un frente de confrontación directa entre la oposición y el partido de Estado.
Se comenzó a especular en algunos medios de comunicación, y sobre todo entre los analistas
de los partidos, que los resultados no estaban siendo los esperados por el gobierno priista
y por ello habían recurrido a tan absurda medida. Los resultados fluían lentamente, lo que
incrementaba la desconfianza. El 7 de julio, por la mañana, el presidente del pri, Jorge de la
Vega, anunció el triunfo de Carlos Salinas de Gortari, violando un acuerdo que habían suscri-
to los partidos, en el sentido de que ningún partido podía declararse vencedor hasta que no
existieran resultados oficiales. Las cifras preliminares desconcertaron a la oposición. Salinas
de Gortari ganaba con mayoría relativa, Cárdenas quedaba en segundo lugar con más de 30%
de los votos, dejando al PAN en tercer lugar. Además el abstencionismo había crecido a 48%.
Por si esto fuera poco, la Secretaría de Gobernación presentó los resultados sin incorporar los
votos anulados, lo que mostraba muy tramposamente que Carlos Salinas de Gortari había
ganado con un porcentaje de 50.36%.
Ante el cúmulo de irregularidades las protestas no se hicieron esperar. El Frente Demo-
crático Nacional llamó a una movilización nacional y declaró ganador a Cárdenas. Se organi-
zaron brigadas para la defensa del voto. José Antonio Reyes Matamoros y José Luis Moreno
Borbolla, como muchos mexicanos, tuvieron una actividad febril por aquellos meses. Des-
pués de varios meses de resistencia civil el gobierno ratificó el triunfo de Carlos Salinas de
Gortari. Los miembros del FDN decidieron la creación de un nuevo partido político. El 5 de
mayo de 1988 nació el Partido de la Revolución Democrática. En su fundación participaron
el Partido Mexicano de los Trabajadores, el Partido Popular Socialista, el Partido del Frente
Cardenista de Reconstrucción Nacional, el Partido Socialdemócrata, Corriente Democrática.
El último partido en sumarse al proyecto fue el Partido Mexicano Socialista, al que pertenecía

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Antología crítica

José Antonio Reyes Matamoros. Ellos pugnaban por la transformación revolucionaria del
capitalismo en socialismo. Una vez consolidado el fraude electoral, Cuauhtémoc Cárdenas
convocó a la fundación del PRD usando el registro del PMS. El 7 de mayo de 1989 el PRD
­formó su Consejo Nacional Provisional con 261 miembros, dicho consejo nombró a su primer
­Comité Ejecutivo Nacional con 33 miembros, donde el PMS tuvo a 6 integrantes.
La actividad de José Antonio Reyes Matamoros fue ardua, de una entrega total en la reor-
ganización del nuevo partido político; sin embargo, las diferencias ideológicas no se hicieron
esperar. El pragmatismo de los nuevos dirigentes y su falta de compromiso con los principios
socialistas comenzaron a distanciar a Reyes Matamoros de la actividad política y organizativa
del partido.
José Antonio Reyes Matamoros fue siempre el niño que conducía su tren maravilloso.
Avanzaba entre las montañas, los valles y llanuras. Nunca se detenía. No podía hacerlo: el
futuro lo espera como una espada encendida.

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L a novela en Chiapas

vx

Abajo del reloj


José Antonio Reyes Matamoros
—2010—

El, es marzo. No sé cuántos he numerado desde nuestras ausencias. Marzo me llena de


angustia y de vacío. Marzo es una enorme fábrica donde las calderas trabajan a su mayor
capacidad, ahí quemé mis archivos o los eché a la basura. Ahí iban tus preciosas cartas. Una
quedó en mí como si fuera yo ese carro de desperdicios. Fechada en moscú, el 8 de marzo;
una carta muy larga, describías la plaza roja, de su arquitectura te sentías parte, en cada pie-
dra monumental tú estabas allí. Me amabas, me necesitabas cerca de ti; estaba en ti aunque
moscú nos separara miles de kilómetros, distintos horarios y días. Al leer escuchaba tu voz,
miraba tus gestos, te imaginaba en ese congreso yendo y viniendo por los auditorios, entre
mujeres de ene países. El, me sentí orgulloso de tu necesidad, de estar presente frente a ti,
de leer que ante las proposiciones de los millonarios jeques árabes dijeras: —Mi amor está
muy lejos, al tiempo lo traigo en el pecho, en mis senos, en mis ojos, en mi boca, mi amor
nos está haciendo lejos de aquí, allá en México, es el militante de mi sangre —esas palabras
se integraron a mis músculos, aprendí de memoria esa carta, mis resonancias te encontraron.
Es otro marzo; el tiempo permanece en las viejas construcciones; en los festejos huecos o
inexistentes, con mis cartas tuyas en la basura. En moscú fuiste extensión de ideas y deseos,
en tus discursos, en la exposición de cuantos sucesos recogiste de esta quebrada historia, la de
este país, decenas de imágenes desarrolladas, traslapadas, sobrepuestas, interpuestas, ágiles,
estáticas, dinámicas, rotas, auditivas, miles de imágenes nada más con tu voz, con tu timbre,
con tu silueta bailabile, compacta de secretos; llegué a tu pensamiento con mi voz creciendo
en tu cuerpo, El, en tu cuerpo de imagen de imágenes mías, en tu cuerpo de imágenes tuyas
donde se acoplaban las mías; en tu cuerpo alto y firme de bailarina gitana, de gitana bailarina
­llevando a otras tierras firmes argumentos para que las mujeres aprendieran nada más de
verte, sólo de saberte entre ellas: —Esa mujer trae ágil el baile de su cuerpo, muestra en su

José Antonio Reyes Matamoros (Ciudad de México, 13 de junio de 1960-24 de septiembre de 2010).
Fue un importante promotor cultural. A sus talleres asistió, durante años, un sinnúmero de ­escritores ­indígenas. Los
promovió publicando libros y asesorándolos en la configuración de proyectos que fueron ­fundamentales para el
nuevo esplendor de la literatura en lenguas indígenas en Chiapas. Dejó una obra de alrededor de cincuenta títulos.

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Antología crítica

sombra que dentro de ella vive un hombre con el desasosiego, se nota Mujer completa —
esto pensaban las mujeres en la plaza roja, en el Hotel del Proletariado InVictorioso, al pie
del monumento a Pushkin; sólo esto podían pensar mujeres y hombres, ancianos y ancia-
nas al verte en el metro, en la calle, en las manifestaciones. Una marcha gigantesca se hacía
compacta porque estabas. ¡Qué alegría saberte dándole forma a la multitud! ¡Qué esfuerzo
llenar la plaza para después informarte pormenores y consignas! Sólo hacías falta tú. Ninguna
marcha sería igual. Te buscaba en esa multitud dispuesta, entre las mantas y el camión de
sonido, ¿dónde ­estabas, El? Frente a la masa me sentía desnudo hasta el alma de saber que
no estabas; por mis palabras la masa sabía que algo faltaba, la masa entendió: —El que dirige
la marcha está enamorado y El no está con él, así la marcha será un fracaso —así opinaron
millones de personas. Guardé manifestaciones en tu ausencia para imaginar en la noche, si
aparecías, un pequeño documento. Un esfuerzo más pensado y efectuado nada más para
ti, El. Es casi imposible atenerse al tiempo sin palpar cómo crece una idea sustancialmente
subversiva. Las noches se hicieron terribles, infernales de insomnio, enfermas de recuerdos,
como el loco recorre la ciudad a media noche sin saber su condición de loco; lo sé por instan-
tes, cuando alguien me toma la mano y pregunta mi teléfono, algún nombre a quién avisarle,
con quién llevarme; la locura es hermosa a media noche; o triste como un día o cinco meses
de huelga derrotada. De tristeza y migraña me dieron ganas de pegarme un tiro para matarme
la tristeza y su extraña substancia. Me tomó la tristeza como si no tuviera que hacer más que
llenarme de tristeza. Me atraparon la soledad y el dolor de sentir, de ver, observar y oír que
esa organización caía en la maraña de intereses, mentiras, demagogia, hipocresía de la estú-
pida ­izquierda incapaz de resistir diez mil cañonazos a sus bolsillos y bienestar material. No
estabas, El, para decirte mi impotencia. El, ésta es una carta difícil. Quiero hablarte de cómo
te amé. No, quiero escribirte cómo te quería. No, El, ya no quiero pensarte ni escribirte. La
mentira tiene estructura de teoría; cuando ese marco conceptual sea derrotado aparecerá la
verdad, aunque sea débil onda de corto aliento. Una sólida amnesia corroe el pensamiento
social. La guerra es un viejo cachivache que algunos recuerdan para llenar páginas de estu-
pideces: afirma un imbécil al que haría un favor llamándolo por su apellido (la teoría general
del nombre propone: no cites a los idiotas), según él crítico de literatura, comenta una novela
y afirma que aquellos jóvenes fallecidos en algún enfrentamiento fueron carne de cañón de
organizaciones cuyos líderes siguen vivos; para este imbécil la condición de liderazgo es con-
dición de muerto, algunos deberíamos estar muertos, ni duda cabe. Esas excelsas plumas de
profundos críticos piden al autor de esa novela ¡denunciar! a quienes están vivos. Sí, cuando
ellos quieren la literatura deberá ser acta ministerial acusando a los líderes vivos por la ­muerte
de aquellos jóvenes; pasados los años esos líderes viven, ese delito se persigue de oficio.
Si el cinismo se junta con la idiotez la mezcla es peor que la tortura. Ese crítico exige más
­encarcelados para redimir a los caídos en combate. No es suficiente la ignorancia convertida
en olvido, indiferencia, amnesia provocada, engaño. (En la teoría del nombre la historia es

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L a novela en Chiapas

una inmensa cadena humana eslabonada de Hombres cuyos nombres se entrelazan al Tiem-
po; esos nombres deberán escribirse en perspectiva, proyectados al pasado como al futuro).
Los estudiosos críticos de literatura no tienen el más elemental espíritu de curiosidad para
fijarse que quien inicia los actos de violencia contra el movimiento social es el Estado; la
violencia como método es asumida por la izquierda revolucionaria como idea estratégica
ante la violencia del Estado, ese método es una variable de la conciencia de lucha en ese
periodo, esos estudiosos le quitan al muerto su rango substancial de ser humano consciente,
comprometido; la inmensa mayoría de compañeros que fundaron e iniciaron los organismos
político-militares fueron compañeros jóvenes. Arturo Gámiz contaba 25 años cuando dirige
el asalto al cuartel Madera, tenía 21 cuando figuraba el líder de ese grupo; Pablo Gómez Ramí-
rez, el más viejo, tenía 38 años; el más joven apenas 16, vive; le seguía otro joven militante de
17 años, dispuesto, valiente, ¿quién los engañó? Los estudiosos críticos no pueden considerar,
no es su referente que un ser humano, mexicano por si fuera poco, adquiera compromisos
de lucha al grado de ofrecer su vida por sus ideas. Genaro Vázquez inició su participación
a los 16 años; 10 años en la lucha revolucionaria es multiplicar la vida por muchas; no las vi-
das cómodas de esos estudiosos críticos, anodinos, apáticos, faltos de compromiso con su
propio trabajo. Ramos Zavala, escindido del PUM, economista, estudioso, líder estudiantil a
los 18 años, fundador de los Procesos (Raúl usaba esa muletilla: iniciar un proceso de discu-
sión, un proceso de acumulación de fuerzas —etc.). Raúl murió en aquel tiroteo del parque
hundido que creó dudas si emboscada, descuido o torpeza; junto con él, otros compañeros
jóvenes, dispuestos, talentosos, con una idea superior de lo que deseaban para México. Los
compañeros del triple asalto en Chihuahua eran jóvenes, incluso menores de edad como
Rascón; no había un solo viejo, cincuentón o de más años, para transcurridos algunos lustros,
acusarlo y decirle: —Por tu culpa ellos murieron. No cabe duda, fuimos otros jóvenes aun-
que los decrépitos estudiosos críticos no tengan ni la más remota idea de aquella juventud.
Sobrevivieron muchos camaradas, ¿debieron morir porque su dirigente murió? La respuesta
para los estudiosos críticos será afirmativa, ellos no pueden concebir Hombres y Mujeres
que asumieron compromisos de conciencia, con su secuela de consecuencias: la conciencia
no es una cháchara para, publicada una novela, el estudioso crítico ordene al autor convertir
su recreación en declaración ante el ministerio público. ¡Uf!, profundo ese crítico. Esos jóve-
nes fueron conscientes y consecuentes con sus pensamientos, a muchos les costó la vida o
parte de ella. El Estado guarda silencio, por el Estado hablarán los estudiosos críticos. Jesús
Piedra, joven, entusiasta y talentoso, desaparecido; José Luis Esparza cayó preso contando 27
años, su ­compañera Belén, seudónimo de ella cuando se incorpora al brazo abierto, pequeña
mujer, guapa, morena, de intenso cabello negro, terriblemente torturada, siempre dispuesta
a la lucha. Un poco atrás están los hermanos Domínguez, jóvenes ­revolucionarios. Cinco
­centímetros antes de ellos Óscar González Eguiarte, joven integrado en el asalto a Madera,
¡apenas en el 65!, tras la ­ausencia de Arturo, Óscar se levanta en armas, recorre la sierra de

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Antología crítica

Chihuahua con un pequeño grupo de milicianos, los acosan decenas de soldados, les hacen
frente, huyen y finalmente, en un cerco los toman presos: Óscar y esos jóvenes compa­ñeros
fueron fusilados ahí donde los aprehendieron, en condiciones lamentables, hambrientos,
sin líneas de comunicación con las células de la ciudad, su presencia entre los campesinos
comenzaba otra etapa de la lucha por el fracaso en Madera, con nula experiencia, con un
concepto de guerra basado en el foquismo, con la idea de acumular fuerzas por medio del
ejemplo y el sacrificio, carentes de esa preparación que exclusivamente ofrecen los años,
el análisis de este pueblo complejo y acomplejado llamado méxico: sí, esos jóvenes revo-
lucionarios tuvieron muchas carencias, menos una esencial: su conciencia histórica y revo-
lucionaria para ofrecer su vida por este pinche pueblo miserable para que años después los
estudiosos críticos les roben hasta la conciencia de morir como les vino en gana en aras de
una sociedad superior, sin esta burguesía ramplona cuyos estudiosos críticos le sirven de mu-
letas para criticar lo que ellos jamás hubieran sido capaces de emprender, ¡estudiosos críticos!
El, ¿te fastidian mis cartas? No quiero eso. Cuando estoy en calma esa cantidad de muertos,
desaparecidos, torturados, afinan mi voz para cantar. No sé qué fecha es. No reviso ninguna
carta que te envío, no quiero provocarte tristeza. Esos estudiosos críticos exasperan. Recluté
muchos compañeros, algunos cayeron presos, otros fueron muertos, otros desaparecieron:
estoy vivo: no me arrepiento. ¿Habrán de denunciarme quienes viven? Esos estudiosos críti-
cos desde jóvenes fueron ­decrépitos, faltos de entereza, nunca sintieron entusiasmo de medir
sus capacidades con enemigos llamados burguesía y su Estado: su anquilosada estructura
de pensamiento ni siquiera puede considerar las necesidades de aquella juventud urgida de
espacios en todas las ramas del saber: esos estudiosos críticos confían en las leyes actuales
como confiaron en las pasadas, y nosotros no confiamos en esas leyes, no podíamos confiar
en las leyes que ordenaron la muerte: nuestras acciones se encaminaron a demostrarle a la
clase obrera, al conjunto de la sociedad, las posibilidades de respuesta contra ese Estado.
Ilusos, aquí debe estar la crítica, en la estrategia, en la táctica y la organización, no en si viven
quienes reclutaron y dirigieron a esos excelentes jóvenes muertos en combate, en la cárcel o
desaparecidos. Viven muchos compañeros de la dirección de la Liga Comunista 23 de Sep-
tiembre, del MAR, de la BREZ, del FUZ, de las FRAP, de las FLN, del PROCUP del PDLP, de la
ACNR, del EGP, ¿los estudiosos críticos quieren una novela donde los personajes que serán
dirigentes sean señalados como responsables de la muerte de militantes y además se diga
que al no morir ellos son doblemente responsables? Los estudiosos críticos buscan posibles
reos, la risa se hace difícil. Fernando Delicados, del MAR, luego se incorporó a la LC, des-
pués a sus expresiones semilegales, me regaló una revista, selecciones de reader’s digest, no
es broma, el libro del mes cuenta la fundación del Movimiento de Acción Revolucionaria,
“novelado”: En las altas esferas de la política internacional un tipo, digamos RR, infiltra la
embajada de la urss en méxico, sin mediar más que la astucia RR es comensal en banquetes
secretos contra el gobierno mexicano; con claridad luminosa RR le propone al embajador

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L a novela en Chiapas

financiar un ­movimiento armado contra dicho gobierno. Lo acuerdan. Los guerrilleros no se-
rán capacitados en la urss, sino en corea, para evitar cualquier controversia diplomática. Allá
fueron, como si en la catedral metropolitana fuese suficiente un letrero “Urgen prospectos
para milicianos”; entrenados, decididos, con millones de rublos del proletariado soviético
inician la guerra; al ser descubiertos por la inteligencia de estados unidos, ésta proporciona
la información al gobierno y ¡zaz!, el gobierno mexicano desmantela al grupo terrorista. El
reader’s digest es el espacio para esos estudiosos críticos, serían leídos en muchos idiomas,
les pagarían muy bien y tendrían la posibilidad de llamarle crítica literaria al conjunto de idio-
teces que escriben. (Otro mamotreto por subtítulo puede llevar El mondrigo de la guerrilla,
dice el autor que es una novela).
¡Maldito el momento que te pienso! Maldita la imposibilidad de escribir sólo para ti,
­exclusivamente de ti. Maldigo la belleza de las abstracciones por no encontrar tu represen-
tación en ellas; maldigo la estética, la geometría pura y sus luminosas formas, maldigo los
cuerpos platónicos porque sólo me interesa el cuerpo tuyo; maldigo las leyes universales del
dogma, sus principios generales, por una sencilla razón, El, porque no te abarcan, porque no
puedo abarcarte, porque como ecuación o principio te me estás yendo donde nace la música,
¡maldigo la música porque habita tu cuerpo, supe que habitaría tu cuerpo para impregnarme
por siempre hasta el límite superior de mis maldiciones! Maldigo la escritura y la antiescri-
tura; pero, El, si me escribes al menos una carta, una maldita carta donde me digas que vivo
en el conjunto vacío, ahí, El, estaré diseñando cómo escribir de ti sin más referente que tú
misma. (Nuestros pueblos tarde que temprano pagarán muy cara la esencia de su olvido; las
sociedades retrocederán al punto de no acordarse qué fueron en la historia recién ocurrida, en
el suceso donde la vida les fue arrancada a decenas de miles de personas: ¿cuántas masacres
más?, ¿no es suficiente material para la Historia General de la Masacre? Ayer, anteayer, el año
pasado, al inicio del tiempo: tuve en mis manos el cerebro de uno de mis compañeros, como
ahora decenas de cerebros fuera de su cráneo. Es fácil olvidar. En la acelerada modernidad
no sabremos siquiera el nombre de las ciudades donde vivimos: ningún lugar nos habita,
habitamos el olvido, mañana, hoy, los poderosos festejan nuestro olvido, esa savia brutal por
la que no puedo escribir una carta exclusivamente para ti, El).
De hurgar el tiempo transcurrido encuentro parte de tus secretos: El, tú tienes el don de
la ubicuidad: estás en muchos lados, aunque en alguno apenas hubieses permanecido tres
segundos, con la fuerza de tu presencia no había quien dudara que ahí habías permanecido
mucho tiempo. El, estás donde la lluvia transcurre como donde ha transcurrido siempre,
salir o ser parte de la lluvia misma, ésa es la ubicuidad, habitar el espacio: en cualquier lugar
imprimes esa sensación de permanencia, flujo sanguíneo para hacerte cuerpo, presencia. En
ese flujo de tu presencia ofreces a cada circunstancia un cúmulo de elementos como origen: ab-
sorto en la solución de espacios vectoriales, tratando de encontrar su significado terrestre en los
tensores que rigen el comportamiento de las partículas, en la última escalera perpendicular al

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Antología crítica

pasillo de los accesos y salidas de la escuela de ciencias, a la izquierda el camino a la cafetería,


a la derecha al corredor de los edificios de ingeniería; en el mundo del gradiente, el rotacional
y sus derivadas parciales, deseando una acepción elocuente de la geometría ­diferencial y sus
consecuencias multidimensionales; además, el paro de choferes y su estancia en esa escuela
nos mantuvo en vela, alertas: los permisionarios no estaban interesados en la cuántica ni en
el cálculo de variedades y la primera huelga de esos trabajadores, de la ruta más antigua de
la ciudad, nos mantenía preocupados ante el posible asalto de la policía o de matones de ese
selecto grupo. Entonces nuestras herramientas fueron la constitución y la ley federal del tra-
bajo, ¡ilusos! Ni ley primaria ni ley secundaria sirvieron para detener a una docena de esbirros
disparando a matar cuando repartimos volantes promoviendo textualmente el derecho de
organización sindical; respondimos cuando un compañero tenía el cerebro fuera del cráneo;
después dijimos: —Las únicas leyes atendibles son las de la naturaleza —lo comprobamos
día a día, más aún cuando la ofensiva del Estado arrojó la más cínica de las impunidades: en
cualquier madrugada asesinatos, secuestros, desaparecidos; en el colmo del terror quemaron
vivos a dos compañeros de ingeniería dentro de un carro. ¿Qué relación existe entre ciencias
exactas y lucha revolucionaria? Poco puedo decir, quizá sólo el hecho de ejercitar un poco
más el pensamiento abstracto y las lecturas. El pensamiento en sí mismo es revoluciona-
rio; entender la realidad desde la síntesis de ecuaciones y fórmulas posee una aura mágica,
inentendible, aunque palpable. La conciencia de la multidimensionalidad de la vida es otro
aspecto esencial. La lógica matemática como las lógicas de cada rama de la física plantean,
con o sin el gusto de quien las estudia, fenómenos genésicos de amplia discusión en esas
generaciones de estudiantes y maestros donde herramientas abstractas y métodos de labora-
torio fueron una forma de demostrar el suceso concreto y su posible comportamiento. Así,
la lucha revolucionaria es la conjunción de distintas variables, quien la sostuviera, quien se
llamara revolucionario tenía que demostrar el teorema, a riesgo de negarse a sí mismo sin el
complemento que afirmaba sostener. Si i pertenece al campo de los complejos (i= √-1), esa
parte imaginaria sólo indica una nueva dimensión que complementa al campo de los reales,
se suma a sus referentes para representarse como número concreto: si a pertenece a los reales
y deseamos verlo en el campo de los complejos, siendo a el ser revolucionario, entonces,
integrando esa parte imaginaria observaremos el a de los reales, así, al real a le sumamos el b
con su parte imaginaria, en tanto que i sólo puede existir como suma de ambos números en
su parte real e imaginaria: a+bi, con i se agrega otra dimensión, que sin dejar de ser real o de
estar en el campo de los reales, se integra a ellos la parte no real, la imaginaria, la parte que no
puede existir ni en el campo de los reales, ni en la real realidad, la raíz de menos uno es factor
que ofrece una coordenada en los números: su parte imaginaria existente sólo a condición de
la parte real: el revolucionario. Cuando crece la parte imaginaria de ese número, se cree en el
dominio sobre la realidad, no es así, b determina el crecimiento de la parte imaginaria: ∀ b,
con b ∈ Â, si b crece, b√ –1, también crece, en la parte imaginaria. (Por otro lado, en sentido

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L a novela en Chiapas

contrario, con el mismo requiebre, el crecimiento del dogmatismo tiene casi el mismo com-
portamiento: sólo crece, crece y crece la parte imaginaria, a tal grado que a se hace desprecia-
ble y el factor b√–1, se mueve casi exclusivamente en la parte irracional).
En la real realidad, tres escalones adelante bajaban dos mujeres, una eras tú, El; escuché
tu voz, miré tu cuerpo, sentí tu presencia, observé tu rostro, te detuviste a leer un intento de
solución al teorema de Fermat, la información de la huelga o te detuviste para que pudiera
observarte y desde entonces invadir mi cuerpo, mis sueños y esas monstruosas alucinaciones
del tiempo como un arma transparente: ¿quién eras?, ¿qué hacías en matemáticas?, no sé;
sé de cierto, con las integrales de volumen en campos abiertos como testigas de descargo,
que estaríamos, ¿por qué?, no sé; el espacio nos uniría, el tiempo nos llevaría por el mismo
camino. En este fragmento la nada es substancia de futuro, premonición comprobada por
el transcurso de los años. De ese momento de tu ubicuidad, de nuestro absoluto y mutuo
desconocimiento, ¿cuántos años pasaron? Quizá haya olvidado muchos detalles, pero ese
delgado hilo paralelo y fortuito se transformó en un presente creado desde entonces, como
tú, en muchos actos para los cuales no encuentro explicación. Un rumor de infinito es el hado
de la física estadística.

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Antología crítica

vx

Sobre Las raíces de la ceiba


de Luis Antonio Rincón García

Luis Antonio Rincón García nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 19 de julio de 1973. Sus
padres, don Reynol Rincón Roque y doña María Elena García López, eran profesores de
primaria en El Parral, un ejido que se ubica en la región de la Frailesca. Hasta allá viajaba el
matrimonio de maestros, por carreteras de terracería en muy mal estado; en ocasiones hacían
hasta tres horas de trayecto avanzando a un ritmo insoportable entre las altas montañas de la
Sierra Madre de Chiapas.
Al nacer Luis Antonio Rincón García sus padres hicieron planes para tener con ellos al
bebé y proporcionarle los cuidados necesarios; sin embargo, el niño enfermó y tuvieron que
tomar la difícil decisión de dejar al pequeño en Tuxtla Gutiérrez, al cuidado de su tía paterna,
Blanca Luvia, mujer noble y generosa donde las haya.
La tía Blanca Luvia se convirtió, quizá sin proponérselo, en la madre sustituta de Luis
Antonio Rincón García. Comenzó a contarle cuentos al niño para entretenerlo. Muchas de
aquellas narraciones eran historias que ella había escuchado de su madre y abuelos, además
de improvisar una que otra de su propia inspiración.
Tía y sobrino se fueron a vivir a San Roque, uno de los barrios más emblemáticos de
­Tuxtla Gutiérrez por su historia y la preservación de varias expresiones culturales de la ­cultura
zoque. La calle donde se ubicaba la casa era muy pronunciada y comunicaba hacia la iglesia
y al parque. La vivienda tenía tres habitaciones reducidas donde llegaron a convivir hasta una
decena de personas, primos, primas, tíos y tías que habían venido de Jiquipilas.
Todos los fines de semana don Reynol y doña María Elena viajaban a Tuxtla Gutiérrez
para estar con su hijo. Se reunían en casa de la abuela paterna, doña Angelita Roque Ramos,
en la colonia Pensil. Esos días eran verdaderas fiestas privadísimas donde madre, padre e hijo
festejaban el reencuentro semanal.
Luis Antonio Rincón García fue creciendo en aquel ritmo de vida, jugando con los pri-
mos y primas, mimado por los tíos que de vez en cuando llegaban a la casa, amadísimo por
la tía Blanca Luvia, quien para esos años había descubierto que a su sobrino le encantaban
las historias, los cuentos y comer. La tía, para fortuna del niño, se convirtió en una exce-
lente ­cocinera. Ella contaba cuentos y preparaba suculentos platillos mientras Luis Antonio
­Rincón García comía y engordaba.

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L a novela en Chiapas

Una tarde el niño sufrió una revelación. No tuvo que emprender el camino de Damasco
montado en un brioso caballo, simplemente escuchó voces lejanas, palabras ininteligibles,
rumores que se perdían en el viento que soplaba con cierta intensidad. Salió de la casa y
­aguzó el oído. A lo lejos observó una multitud reunida en torno a un personaje extraño. Se
abrió paso entre la aglomeración, un empujón por aquí, un codazo por allá y de pronto se
vio frente a una mujer que, voz en cuello, aseguraba ser una médium, el instrumento de un
espíritu elevado. El ente cuasidivino que le hablaba del más allá era la hermana Rosita. La
mujer mostró una fotografía con orgullo. Se trataba de una foto vieja, en blanco y negro, aja-
da, borrosa. Luis Antonio Rincón García la observó embebido: ahí estaba la santa, una mujer
joven, de rostro bello, cabello corto, ensortijado y oscuro.
El niño, que tendría seis años, se fue a casa conmocionado por la historia de la santa. Aquel
episodio enriqueció a tal grado su imaginación que, durante muchos años, reflexionó sobre
los muertos que hablan desde el país de los espíritus. Él era un niño lleno de temores e inse-
guridades. Sus compañeritos le jugaban constantes bromas, que en ocasiones llegaban a ser
verdaderas agresiones, provocando que se fuese volviendo taciturno y alejado de los demás.
El año en que ingresó a la primaria su madre volvió a Tuxtla Gutiérrez para trabajar en
una escuela primaria. El regreso de doña María Elena fue traumático. Las cosas cambiaban
para él, tenía que comprender que el mundo le preparaba nuevas afrentas, otros caminos.
Transcurrido un año, don Reynol se integró a la familia. El niño comprendió, para su pesar,
que había llegado el momento de alejarse de su querida tía Blanca Luvia, del barrio de San
Roque y toda aquella aura de misterio y magia. Sufrió su caída ritual, expulsado del paraíso
místico entró al mundo real.
Luis Antonio Rincón García partió de San Roque; sin embargo, el ethos del barrio y de
Blanca Luvia lo seguirán por muchos años. En 2016, ya convertido en escritor laureado, con
premios nacionales e internacionales, publica Ábrase en noches de tormenta, libro que cuenta
historias de terror y está dedicado a “Blanca Luvia, cuyos pasos aún resuenan en San Roque”.
Una vez reencontrada la familia se van a vivir a la recién fundada colonia Las Palmas, al
­nororiente de la ciudad, donde abundan los terrenos baldíos, la grava suelta, el polvo eleván-
dose por el fuerte viento. Frente a la casa de la familia de Luis Antonio Rincón García corría
un río de agua cristalina, y más allá algunos árboles de mango, almendros y chicozapotes. El
niño bautizó al conjunto de árboles como el bosquecillo; ahí solía jugar por las tardes con Éric,
su hermano. Se imaginaban explorando la selva tupida y peligrosa, de vez en vez se encon-
traban con algún conejo, alacranes y culebras. Los niños recogían los mangos que caían de
los fron­dosos árboles. Jugaban a encontrar tesoros, en más de una ocasión dejaron extrañas
inscripciones en las piedras para que los duendes comprendieran su único y secreto lenguaje.
De alguna manera el mundo mágico del barrio de San Roque retornaba al bosquecillo.
Luis Antonio Rincón García tendría siete años cuando nació su hermana Lorena. Al niño le
encantaba la presencia de aquella bebé. Desde la distancia la observaba con cariño, intentaba

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Antología crítica

jugar con ella con resultados poco emocionantes, cosa que desesperaba al intrépido Rincón
García, por lo que prefería correr a la selva con Éric. Internarse en el mundo natural era la
manera perfecta para fugarse de sus malas calificaciones de la primaria y las constantes re-
primendas de sus maestros. Se fue convirtiendo en un niño serio, temeroso, callado hasta la
desesperación.
Ante sus pésimas calificaciones, don Reynol saltaba como puma encolerizado. Las repri-
mendas y regaños a gritos provocaban en Luis Antonio Rincón verdaderos estados de terror.
El miedo ahora se había convertido en su tercera compañía o en su defecto acompañante. La
ansiedad hacía presa del pequeño, sobre todo por las noches; entre terrores nocturnos pasaba
las madrugadas hasta quedar completamente dormido.
En tercer año de primaria la maestra tuvo la excelente idea de formar a los niños y niñas
según su rendimiento escolar. Por supuesto que el niño ocupó la fila de los atrasados. Aquello
significó una humillación profunda. A partir de ese día comenzó a imaginar mil maneras de
deshacerse de la maestra, desde las más violentas hasta las más sofisticadas y silenciosas. Se
imaginaba preparando un conjuro que provocaría que la maestra muriera mientras se ­bañaba
o que desapareciera sin dejar rastro. Y un día los pases mágicos que practicaba en el bosque-
cillo dieron resultado. Una mañana la directora informó a los niños que su maestra había
­pedido su jubilación y, sin más, para alegría de Luis Antonio Rincón García la arpía desapa-
reció de un día para otro.
Luis creyó que algo de mago debía tener, sus ruegos y conjuros dieron resultados sorpren-
dentes. El lunes siguiente entró al salón de clases, estaba expectante por saber quién sería el
nuevo maestro. La incredulidad lo hizo presa al observar que el director se plantaba frente al
grupo acompañado de una beldad. La nueva profesora era joven y bella. La voz del director
resonó en la mente del pequeño por mucho tiempo: “María Sofía Martínez Corzo”.
La maestra Marisol, como le gustaba que le dijeran, permitió que los niños y niñas eligie-
ran democráticamente sus lugares, sin importar las calificaciones, por lo que Luis Antonio
Rincón García, más rápido que tarde, se sentó junto a su mejor amigo, Juan Carlos Coello.
La maestra Marisol era paciente, enseñaba según los ritmos de aprendizaje de cada alumno;
pero sobre todo dedicó mucho tiempo a Rincón García, que no sólo mejoró considerable-
mente sus calificaciones, sino que sintió entusiasmo por aprender. Aquella profesora sería
muy importante para su vida ya que le hizo comprender su valía como ser humano; la con-
fianza en sí mismo que nació gracias a la profesora Marisol no lo abandonaría nunca. A fin
de año la maestra Marisol escribió una escueta pero significativa nota en su boleta: “Un buen
niño que puede llegar lejos”.
Para sorpresa de propios y extraños, en cuarto año de primaria obtuvo el primer lugar en
aprovechamiento, logrando un inverosímil empate con el genio de la clase, Ángel ­Cabrera
Vass, convirtiéndose inmediatamente en amigos. Una tarde don Reynol llamó a su hijo, le
dijo que se sentara en una de las sillas del comedor, carraspeó un poco y le informó muy serio

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L a novela en Chiapas

que lo inscribiría a clases de natación. Quizá fue una forma de premiarlo por las ­calificaciones.
El niño aceptó entusiasmado, por fin aprendería a nadar. “Un explorador de la selva que no
sabe nadar era poco menos que una farsa”, pensaba el niño.
Los días pasaron y ahora fue doña María Elena quien comunicó a su hijo que lo inscri-
birían a clases de artes marciales, además de clases de guitarra en la escuela de música. De
pronto sus padres ganaban lo suficiente como para pagar tantas clases extras. Las actividades
iban bien, la alberca fue un bálsamo y el karate una manera de sacar la histeria, pero la guitarra
no se dejaba domar; por más que el niño practicaba, el instrumento no sonaba ni regularmen-
te bien. Aún hoy aquella guitarra sigue escondida en la casa de sus padres.
En la escuela de música el niño descubrió algo mejor que rasgar las cuerdas de la lira
­indomable: una tarde vio a Verónica Vera Velázquez, una adolescente bella, serena, de cabe-
llo oscuro, piel morena y un lunar en la mejilla. El muchacho la observaba como hipnotizado.
Una tarde la muchacha volteó para mirarlo fijamente a los ojos, después de unos segundos
ella sonrió. Él creyó desfallecer, pero alcanzó a levantar la mano discretamente a manera de
saludo.
Los jóvenes se hicieron amigos gracias al carácter abierto y desinhibido de Verónica. La
amistad se fue haciendo cada día más estrecha. Los años pasaron y Verónica se convirtió en
el amor platónico de Rincón García. Mucho tiempo después escribirá la novela Las raíces
de la ceiba, en la que describe el amor de fray Matías de Córdova y Josefina pensando en su
relación con Verónica:

Con el tiempo se volvió común ver a Matías y Josefina juntos. E incluso, a pesar de que eran
todavía muy jóvenes, algunos comenzaron a vaticinar la unión ineludible de los Córdova y los
Domínguez a través del matrimonio de sus hijos. Los dos muchachos que en un principio se
reían sonrojados de los chismes que escuchaban de la servidumbre y de las bromas que les
hacían de frente algunos mayores, con los años empezaron a concebir la idea de que quizá
aquellas personas tuvieran razón y sí estuvieran destinados a casarse (Rincón García, 2010: 30).

Seguramente los maestros y amigos de los muchachos pensaban lo mismo de Rincón Gar-
cía y Verónica, probablemente estaban destinados a casarse. Sin embargo, un día, una tarde,
sin saber cómo ni por qué, los amigos inseparables, como suele suceder, se separaron. Los
años pasaron, pero él seguía pensando que la mujer ideal era Verónica o por lo menos alguien
como ella. Una tarde, veinte años después, se reencontraron, salieron a tomar un café, fueron
al cine y la amistad se retomó como si nunca se hubieran separado. Ahora están casados y
tienen un hijo: Reynol.
El niño Luis Antonio Rincón García fue de los mejores estudiantes hasta sexto año de
primaria. Se sentía más seguro, poco a poco fue perdiendo la timidez y de vez en cuando se
permitía hacer bromas a sus amigos y maestros. Desde primer año se hizo aficionado a los

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Antología crítica

cómics, Kalimán y Supermán eran las revistas que leía de manera compulsiva. En sexto año
lee su primer libro completo: El libro de la selva de Rudyard Kipling. Aquella lectura despertó
su sed por las buenas historias e incluso llegó a pensar que podría, algún día, escribir tan bien
como el escritor británico.
A la secundaria Luis Antonio Rincón García llegó abriendo la plaza cívica. No sólo seguía
obteniendo las mejores calificaciones, sino que leía libros interesantes y de vez en cuando
escribía algunos poemas y cuentos que jamás enseñaba a nadie. Pronto hizo amigos entra-
ñables: sus camaradas Raymundo Cruz y Hugo Suástegui, además de Juan José Marín, con
quien hacía largas caminatas, pues Marín vivía cerca de la casa de doña Áurea López, la
­abuela materna de Rincón García, así que al salir de la secundaria se iban juntos. Las amista-
des que nacen caminando y platicando generalmente son profundas y para siempre. Los fines
de semana ampliaron su periplo por las calles de Tuxtla Gutiérrez. Se iban al cine ­Vistarama
o a los cinemas Gemelos. Al salir de la función caminaban hasta la casa de Rincón García. Al
día de hoy Marín y Rincón García siguen encontrándose casi a diario para seguir su rito de
platicar, si bien ahora caminan menos.
En la prepa siguió con calificaciones sobresalientes. El adolescente buscaba entre los libros
la historia que le devolviera la felicidad de cuando leyó a Kipling, además aprovechaba su
tiempo estudiando inglés por la tarde, soñando que algún día viajaría a Estados Unidos, un
país que había adquirido estatus de mito en su imaginario juvenil.
Una vez egresado de la prepa, la gran incógnita era qué estudiar y dónde. En su mente se
barajaban cientos de posibilidades. Sus padres lo presionaban por lo bajo para que se deci-
diera pronto, pero ante las dudas de su hijo un día don Reynol le facilitó, plan con maña, el
temario de la Universidad de las Américas Puebla. Luis Antonio Rincón García se dejó llevar,
nada perdía. Presentó el examen y lo aprobó. Un sábado 10 de agosto de 1991 se despidió de
sus padres en la terminal ADO de Tuxtla Gutiérrez. El muchacho subió a la unidad número
779 con un millón de dudas en la cabeza. El camión partió hacia el futuro. Durante cinco años
Luis Antonio Rincón vivió en Cholula, Puebla.
En la Universidad de las Américas Puebla, Luis Antonio Rincón García tendría su primer
acercamiento serio con la literatura. Por primera vez, gracias a sus lecciones de guionismo ra-
diofónico y televisivo, reflexionó sobre las estructuras de los relatos, cuentos y novelas. Ade-
más tomó clases con el escritor Pedro Ángel Palou. Debido a sus destacadas calificaciones y
talento fue promovido para estudiar un semestre en la Indiana University de Pennsylvania.
Rincón García comenzó a estudiar con intensidad Mercadotecnia, creía haber descubierto
su verdadera vocación. Se graduó con mención honorífica con una tesis sobre promoción y
publicidad. ¡A vender con inteligencia se había dicho!
Aún en Puebla, el vendedor más grande el mundo consiguió un trabajo en la compa-
ñía Nestlé. Los días pasaban y nuestro vendedor estrella comenzó a volverse gris. La luz
se ­eclipsaba, las jornadas laborales eran poco menos que infernales. Luis Antonio Rincón

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L a novela en Chiapas

­ arcía se sofocaba en aquella atmósfera burocrática. Fueron ocho meses terribles, atroces,
G
hasta que un buen día explotó y renunció. El infierno tenía un fin.
Después laboró en el zoológico Miguel Álvarez del Toro y en el Conalep en ­Tuxtla
­Gutiérrez. En ambos trabajos realizó acciones de promoción, difusión y vinculación. ­Mientras
estaba en Conalep obtuvo una beca de la Organización de Estados Americanos que le per-
mitió estudiar una maestría en Planificación y Gestión de Procesos Comunicacionales en la
Universidad Nacional de La Plata, en Argentina.
Luis Antonio Rincón García estuvo de 2001 a 2003 en Argentina. La convulsión política
de la región, el alto nivel académico y las nuevas amistades le abrieron un panorama más
profundo y rico. Literalmente esos años le “partieron la cabeza”, modificaron su visión del
mundo. Podría decirse, sin temor a equivocarse, que uno fue el Luis Antonio Rincón García
que se fue a Argentina y otro el que regresó.
Luis Antonio Rincón García vino a México para realizar la investigación sobre la que ver-
saría su tesis. Eligió un estudio sobre Zinacantán. Una vez que terminó el documento viajó a
Argentina para presentarlo. Los sinodales al leer el texto se mostraron satisfechos. Pero una
profesora, Alcira Argumedo, lo buscó en los pasillos de la escuela y con mirada traviesa lo
­invitó a almorzar. Entraron a la cafetería de la universidad, se sentaron en una de las tantas
mesas, hablaron un rato de cualquier cosa: el posible regreso de Rincón García a México, lo
­interesante que le había parecido a Argumedo la tesis, y sin vacilar un momento ella ­atacó:
“¿Por qué no te alejás de la academia e intentás algo con la ficción? Mirá que algo vi. No
sé…, intentalo”. Rincón García se quedó frío. “¿Tan malo soy en la academia?”, pensó de
­inmediato. Al paso de los días las palabras de Alcira Argumedo se repetían en su mente: “Mirá
que algo vi”. Él sabía que la ficción le atraía desde niño y que tenía posibilidades de intentarlo.
Ya estando en México, en 2005 intentó su primer cuento formal, quince cuartillas que
­tituló “La batalla de los brujos”, que después formarían parte de la novela El valle del aque-
larre, publicada en 2012, un libro que muestra aún los devaneos y pasos en falso del escritor
en ciernes. Ese mismo año, quizá en septiembre, escribe el cuento “La tisigua”, incluido en el
libro Ábrase en noches de tormenta.
El año 2005 puede llamarse el tiempo del cuento, el año del verdadero nacimiento de Luis
Antonio Rincón García, el escritor. En octubre de ese año escribe el cuento “En venta”. Un
primo de Luis Antonio Rincón García al leer el cuento le dijo que lo mandara a un concurso.
Éste siguió el consejo del primo y lo envió al concurso organizado por Radio Comunidad Za-
pote, y ganó. Luis Antonio Rincón García se descubrió escritor en ciernes y un buen ganador
de premios.
Después, al año siguiente, escribió dos narraciones infantiles: “Itzelina y los rayos de sol”
y “El árbol de mango”, con los que obtuvo el primer y segundo lugar en el primer Concurso
Internacional de Cuento Corto AMEI-WAECE, en el que participaron más de dos mil historias
de casi todo el mundo. Posteriormente se atreve a escribir una novela, La creación del mundo

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Antología crítica

según Loxa, y para no romper con la ya tradición la somete al Premio Nacional de Novela
Breve Rosario Castellanos, ganando una mención honorífica. Esa novela, después de varias
correcciones, se convirtió en El valle del aquelarre.
En su búsqueda por mejorar sus textos, a pesar de haber ganado varios premios, Luis Anto-
nio Rincón García tiene la humildad de acudir primero al taller literario de Rafael Ramírez He-
redia, pero a los pocos meses, desgraciadamente, el maestro muere de cáncer. Después ingresa
al taller de Marco Aurelio Carballo, pero Carballo es, para Rincón García, demasiado franco,
rayando en la violencia verbal, lo que provoca que se aleje del taller, dudando de sus escritos
y de seguir escribiendo, hasta que llega al taller de Héctor Cortés Mandujano. Cortés Mandu-
jano y Rincón García hacen clic desde la primera sesión. El maestro es riguroso, pero amable;
por lo menos respeta al escritor en ciernes, lo sabe guiar. A Cortés Mandujano, como a todo
buen crítico, poco le interesan los premios; entiende que el alumno tiene talento y hambre.
Héctor Cortés Mandujano es el primer maestro que le enseña a Luis Antonio Rincón Gar-
cía técnica narrativa con profundidad. Generosamente dedica horas y horas a la corrección de
sus textos, además de apadrinar su primera publicación, Comunicación y cultura en Zinacan-
tán, que en realidad se trataba de la tesis escrita para la universidad de Argentina. Para ese
entonces Rincón García trabajaba como director de Mercadotecnia en la Secretaría de Turis-
mo. Una tarde, mientras platicaba con su primo Javier Farías, quien había sido diagnosticado
con un cáncer terminal, éste atacó a quemarropa: “¿Qué harías si supieras que sólo te quedan
tres meses de vida”. Rincón García se quedó helado, no pudo contestar de inmediato. La pre-
gunta, viniendo de su primo, tenía varias implicaciones y caló hondo. Rincón García suspiró:
“Renunciaría a mi trabajo y me pondría a escribir algunas historias que tengo pendientes”.
Farías lo miró a los ojos: “¿Y por qué no lo haces ahora? ¿Quién te dice que en realidad sí
tienes tres meses de vida?”.
Por esos días escribió Kayum Mapache, la historia de un niño de la selva Lacandona. Al
poco tiempo renunció al cargo de director que tenía en la Secretaría de Turismo y sabiamente
se dedicó a escribir un texto que sería Con la sombra prestada, que resultó ganador del Premio
Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano 2009. Se trata de una novela bien escrita, con
un argumento bien trazado, personajes con volumen y profundidad psicológica. La estructu-
ra se organiza a partir de tensados capítulos cortos y la solución está dada en términos de una
relación dialéctica con la historia misma.
La novela Las raíces de la ceiba es el mejor libro publicado por Luis Antonio Rincón Gar-
cía. Logra crear en fray Matías de Córdova y Ordóñez a un personaje entrañable, profundo
por los matices a los que recurre nuestro autor, que modeló con ojo crítico a una de las figuras
más importantes de la historia de Chiapas. Rincón García muestra con maestría y economía
de lenguaje la evolución de carácter y psicológica de su personaje. Por primera vez recurre a
la documentación profesional, en su trabajo como investigador deja ver todo lo aprendido en
las diferentes universidades donde estudió. La cantidad de datos históricos, el manejo de los

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L a novela en Chiapas

espacios y el tiempo se organizan en un ritmo frenético. La novela no puede dejar de leerse.


Presenta un texto lineal, avanza conforme la trama se organiza teniendo un centro bien esta-
blecido. Los capítulos cortos vuelven a convertirse en un acierto estructural, logrando tensión
y dinamismo. Los capítulos en los que fray Matías de Córdova se encuentra en España son
memorables, muestran malicia y destreza narrativa.

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Antología crítica

Las raíces de la ceiba


Luis Antonio Rincón García
—2010—

En Madrid, el fraile se instaló con los dominicos del convento de La Pasión y de inmediato
quiso dar inicio a los trámites para separar a la provincia de Chiapas del poder eclesiástico de
Guatemala. Le explicaron que la única persona capaz de resolver su caso era el rey. Animado
y entusiasta, fray Matías respondió:
—En ese caso, hoy mismo iré a pedir audiencia a su majestad, Carlos IV.
Necesitó pocos días para comprender la sonrisa irónica con que fue saludada su deter-
minación impaciente. Pronto descubrió que para lograr su encomienda debía empezar por
tejer una red de amistades y relaciones con religiosos y laicos que tuvieran algún contacto con
los consejeros del rey. Además, tan ocupados estaban con sus propias actividades los frailes
dominicos de Madrid, que ninguno de ellos mostró el mínimo interés en acompañarlo.
Él debió investigar por su cuenta, preguntando, a quien se dejara preguntar, los procesos
y trámites que debía realizar para ser escuchado al menos por los ayudantes de los secretarios
de los consejeros del rey.
Gastó decenas de pliegos de papel y mucha tinta en cartas y cartas y más cartas dirigi-
das a distintos miembros de la burocracia monárquica, a los frailes en Chiapas, a amigos
de Pascual Aparicio y Tomás Juara en España, a sus hermanos de sangre, a individuos que
conocía mientras realizaba las diligencias y con quien conformaba algún tipo de amistad.
Pero ­también acudió a personas que en ocasiones apenas había oído mencionar y a quienes

Luis Antonio Rincón García (Tuxtla Gutiérrez, 19 de julio de 1973).


Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de las Américas Puebla y maestro en Gestión Co-
municacional en la Universidad Nacional de La Plata en Argentina. Guionista de programas infantiles, colum-
nista del semanario Mirada Sur y del diario El Sol de Chiapas. Ha publicado diversos libros dirigidos al público
infantil y también algunas novelas juveniles. Primer lugar en el XXVII Concurso Literario de Prosa Timón de Oro
con el cuento “Embravecido”. Premio Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano 2009, organizado por el
estado de Guerrero, con la novela Con la sombra prestada. Primer lugar en el Concurso Internacional de Cuentos
Cortos para Niños, organizado por la Asociación Mundial de Educadores Infantiles, con el cuento “Itzelina y
los rayos de sol”. Premio de Publicación del Programa Editorial del Instituto Mexiquense de la Cultura 2011 con
la novela El valle del aquelarre. Primer lugar en el Segundo Concurso de Cuento Porrúa Rincones Mágicos de
México. Ganador del Sexto Concurso Internacional Invenciones 2014, en la categoría de narrativa.

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L a novela en Chiapas

enviaba una misiva con el anhelo de que quizá comprendieran los motivos de su petición e
incluso lo apoyaran, o al menos crearan un ambiente favorable para cuando él se presentara
ante los consejeros.
De lunes a viernes iba de un lado a otro, agotado de tantas caminatas y vueltas, y más
agotado todavía por las largas horas de antesala, esperando a personajes públicos o apenas
conocidos que manejaban los hilos del poder. Cuando bien le iba, escuchaba palabras de
aliento y esperanza, pero las más de las ocasiones lo atendían casi sin escucharlo, o en defini-
tiva lo dejaban plantado.
Al cumplir un año de haber llegado a España, la desesperación comenzó a invadirlo. No
entendía cómo tanto esfuerzo y horas dedicadas al asunto que le encomendaron apenas ha-
bía servido para tocar algunas puertas que quizá lo acercarían a personas que tal vez tuvieran
un lejano contacto con los consejeros. Por otro lado, con su movimiento permanente y su
incansable petición de promover la independencia eclesiástica de Chiapas, se había ganado
la enemistad del vicario general, fray José Díaz, quien veía con malos ojos la pretendida se-
paración de las dos provincias, e incluso se propuso en secreto sabotear cualquier intentona
del fraile chiapaneco, pues consideraba una impertinencia dividir una zona de por sí pobre,
necesitada de sacerdotes y con pocos recursos.
Fray Matías decidió relajar su asedio, calmarse y evaluar la situación para volver con for-
mas renovadas de ataque. Pensó que tendría pocas posibilidades de lograr su propósito si no
entendía los modos en que se comunicaban y argumentaban los españoles; cobró conciencia
además de que, si bien había pasado mucho tiempo realizando distintos tipos de gestión,
poco se había interesado en aprender y comprender cómo usaban el lenguaje y las fórmulas
de cortesía quienes vivían en la península.
Dejó de visitar a personajes de la corte y —como lo hizo antes en Ciudad Real y después
en Guatemala— decidió salir del convento para caminar entre la gente del pueblo. Aprendió
a tomarle el gusto a recorrer calles desconocidas y aprenderse veredas para visitar lugares
escondidos. Conoció personas y se ocupó de interpretar el significado que daban a palabras
que él, o bien desconocía, o quizá las usaba, pero con un sentido distinto, y descubrió en sí
un vocabulario que no era entendido por los españoles peninsulares.
Pronto comprendió también que entre las diferencias del lenguaje se dejan asomar formas
de pensar distintas, y ante hechos tan cotidianos como la salida del sol, mientras que para
los indígenas de Chiapas puede significar una bendición divina que se debe agradecer a los
dioses, para los españoles era simplemente el inicio de un día más de trabajo. Analizó las
actividades diarias de quienes lo rodeaban, de qué hablaban y qué los entristecía, y comparó
estas formas de vida con las de aquellos que se quedaron esperándolo en América.
Además, a pesar de la compañía de los otros dominicos, se descubrió solo. Tan obsesio-
nado estuvo con obtener una audiencia ante el rey, que casi no puso atención a la vida de sus
hermanos en el convento. Se preguntó cuántas veces había saludado a las personas, viéndolas

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Antología crítica

más como una llave para abrir las puertas que lo llevaran al rey, que como seres con senti-
mientos y necesidades. Concluyó que en su afán de construir puentes había erigido muros
descomunales que lo alejaban irremediablemente de su propósito.
Cuando volvió a insistir con su petición de separar los conventos de Chiapas y Guatemala,
lo hizo con una actitud distinta. Tanto relajó su actitud, que pronto dio muestras de inteli-
gencia y sabiduría que lo distinguían, y que hasta ese momento se habían mantenido ocultas
tras su rostro de desasosiego.
Además de continuar con sus trámites, dio por revisar los sistemas de enseñanza en las
escuelas; y si bien descubrió con cierta repugnancia que algunos maestros enseñaban con las
mismas técnicas masoquistas de don Venturino, hubo otros métodos que llamaron su aten-
ción, lo hicieron reflexionar y activaron su creatividad. Se hizo de libros y comenzó a escribir
con vehemencia; ahora no sólo cartas e informes, sino que también se dedicó a elaborar un
método que consideró adecuado para enseñar a leer y a escribir. Redactó además un ensayo
en el que realizaba un análisis profundo de la sociedad española y cómo veían a América
desde la península.
Sin embargo, pasó un año más sin que viera alguna posibilidad de acercarse al propósito
que lo mantenía en España. Empezó a temer seriamente que su viaje y esfuerzo hubieran sido
en vano. Sólo las cartas que le llegaban desde Ciudad Real, en las que le reiteraban su con-
fianza en él y en las que además le pedían paciencia, le animaban un poco para mantenerle
en su lugar.
Fue en ese entonces que conoció a fray Agustín Capelástegui. Ocurrió en un encuentro
fortuito. Mientras fray Matías argumentaba ante un bachiller sobre el daño que los españoles
propinaban a los indios de América, un hombre maduro y canoso, pero con una fortaleza que
se dejaba adivinar aun a pesar del hábito, pasó junto a ellos. El bachiller interrumpió a fray
Matías para presentarlo con el fraile canoso, quien saludó con una ligera reverencia mientras
pronunciaba su nombre.
—Fray Agustín —dijo el bachiller—, le presento a fray Matías de Córdova.
—Ah —contestó el aludido—, así que vos sois el famoso separatista. Con razón hablabais
con tanto entusiasmo de América.
—Sólo exponía algunos puntos sobre el maltrato que los españoles dan a los indios.
—¿Y qué puntos son ésos? —respondió fray Agustín con el cejo levantado—. La verdad
es que me gustaría oírlos.
Fray Agustín, encantado por la charla del fraile chiapaneco, a partir de ese encuentro casual
dio por visitarlo e invitarlo a comer con frecuencia. Si bien durante las largas conversaciones
alentó a fray Matías a continuar con su esfuerzo, también le hizo ver otras dificultades que podría
enfrentar antes que el rey firmara la patente que separara a las iglesias de Chiapas y Guatemala.
—La cosa no está bien para España —refirió—. Tenemos muchos problemas con Ingla-
terra y no menos con Francia. De hecho, quien más me preocupa no es Inglaterra, nuestro

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L a novela en Chiapas

enemigo declarado, sino Francia, nuestro supuesto aliado. Estoy seguro de que Napoleón nos
quiere tener dentro de su imperio. Y ése es un hombre al que nada lo detiene.
—¿Ni siquiera nuestros reyes? —preguntó fray Matías.
—¡Ellos están ofuscados por la palabrería del ministro Godoy…! Supongo que habrás
oído hablar de él.
—Es una persona muy leal a los reyes, según he escuchado.
—¡Es un mal nacido…! Ha trepado a los más altos puestos regalando su dignidad y piso-
teando a personas honorables. ¡Ese descastado maneja los destinos de España!
—Pero ¿y el rey? —espetó fray Matías.
—Él sólo escucha a su mujer y a Manuel Godoy. A veces pienso que no tiene ideas
­propias. Además, te lo digo en secreto y porque te confío, Carlos IV es un ingenuo que cree
en la honorabilidad de todo mundo, incluso en la de Napoleón. Hasta Fernando, su hijo, se
ha puesto en contra suya. Es una situación que me preocupa en extremo, porque creo que se
puede venir el caos para nosotros.
—Y si llega el caos, menos podré conseguir acercarme al rey.
—No te preocupes por eso —arguyó fray Agustín—, yo te iré acercando a él y a sus conse-
jeros. Sólo ten paciencia, mucha paciencia y confianza en mí. Yo te diré cuándo y con quién
deberás hablar.
—Se lo agradeceré eternamente, fray Agustín.
—Me demostrarás tu agradecimiento con paciencia y no con palabras… Perdóname que
insista, hermano Matías, pero es importante para ti saber que las cuestiones legales en la corte
son una tarta que se come en rebanadas chiquititas, y cada rebanada te puede llevar meses en
digerir… Te voy a ayudar. Pero ten paciencia.

Fray Agustín cumplió su palabra. De apoco fue introduciendo a fray Matías en la corte y
allegándolo a autoridades eclesiásticas. Quizá habría logrado su propósito pronto, si el vicario
general no se hubiera opuesto con tanto encono a la petición de fray Matías.
Fue ésta una época que le sirvió al fraile chiapaneco para comprender el endeble poder del
rey, que le era disputado no sólo por Inglaterra y la Francia de Napoleón, sino por su propio
hijo y quizá por el ministro Godoy.
En ese entonces, además, los barcos piratas ingleses comenzaron a asolar las costas. Los
españoles no sólo perdían mercancías, embarcaciones y dinero, sino información que viajaba
en los barcos asaltados, así que las cartas debían ser enviadas dos y hasta tres veces, con la
esperanza de que alguna vez llegaran a su destino.
En Madrid, el proceso promovido por fray Matías caminaba tan despacio que fueron las
cartas enviadas desde Ciudad Real las que empezaron a llegar con renglones que ­reflejaban
desánimo. Entonces fue fray Matías quien debió escribir largas cartas alentando a sus
­hermanos en Chiapas a tener fe y esperar.

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Antología crítica

Finalmente, tras muchas gestiones, fray Matías pudo conocer al príncipe Fernando,
­aunque, conforme a instrucciones de fray Agustín, no le pidió su ayuda. Inicialmente sólo
intentaría ganar su confianza y después le solicitaría el favor.
Pronto comprendió que el príncipe no haría un favor sin recibir algo a cambio. Demostró,
además, ser un ególatra preocupado por cuestiones superfluas y nada dispuesto a escuchar a
los demás. Desbordaba soberbia en sus palabras que demostraban, además, el poco cariño
que le inspiraba el pueblo que pretendía gobernar.
Después de cada encuentro con el príncipe, fray Matías quedaba asqueado por el espíritu
miserable de Fernando, así como gravemente preocupado por el futuro de España y América.
—No entiendo cómo lo pueden querer tanto —comentó fray Matías a fray Agustín—, es
una alimaña venenosa.
—Lo quieren porque no lo conocen —fue la respuesta.
—Pero si llega a ser rey…
—Cuando Fernando sea rey —sentenció fray Agustín—, el poder de España se desmoro-
nará como las paredes de una casa construida sobre arena.

Cuatro años le tomó a fray Matías ser escuchado por el Consejo del rey. Sólo entonces
­vislumbró la cercanía de su objetivo. Se sintió tan contento por el progreso alcanzado, que
estuvo a punto de enviar una carta jubilosa a Ciudad Real. Fray Agustín lo contuvo.
—No te apresures, hermano. Esto apenas comienza. Ahora es cuando mayor paciencia
deberás tener, porque si bien ya te escucharon los consejeros del rey, falta mucho para que
ellos expongan tu caso a Carlos IV. Y quién sabe qué resolución dará él. Esperemos que sea a
tu favor…, pero recuerda que también puede ser contraria a lo que esperas.
El Consejo decidió presentarle al rey el caso de la separación de los conventos de Chiapa
y Guatemala, el 29 de octubre de 1807. Fray Matías salió temprano del convento para acudir
a la corte.
Tan concentrado iba en sus pensamientos, que tardó en escuchar cómo se acercaba a
él con paso firme un grupo de soldados marchando. Antes de voltear a verlos, descubrió la
cara de sorpresa de varios hombres y cómo algunas mujeres se llevaban la mano a la boca,
preocupadas. Fue un breve momento que lo dejó atónito por la perplejidad que reflejaban
quienes estaban frente a él. Cuando fue consciente de la cercanía de los pasos, los sintió tan
fuertes y próximos que temió ser atropellado. Por eso giró rápido y con los brazos levantados,
al tiempo que retrocedía un par de pasos.
Entonces, también él abrió la boca.
No eran soldados españoles, sino una columna del ejército francés, conocidos como los
mamelucos. La posibilidad de que los franceses estuvieran invadiendo España le parecía
impensable, pues si ése fuera el caso, de seguro el ejército español ya estaría batiéndose con
ellos. Pero, en este caso, ¿qué hacían los mamelucos ahí, en las calles de Madrid?

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L a novela en Chiapas

—Fue un acuerdo que firmaron Napoleón y el ministro Godoy —le explicó un nervioso
fray Agustín—. Según ellos, los franceses van a ocupar los caminos españoles para atacar a
Portugal. Aunque creo que tienes razón, y en realidad ésta es una bien disimulada invasión
a España. Nos van a invadir sin derramar sangre. Cuando vengamos a caer en la cuenta, nos
tendrán acorralados… Imagínate, apenas hace unos días que firmaron el acuerdo y ya los
tenemos acá, en medio de nuestra ciudad.
Fray Agustín parecía más triste que preocupado, como si no encontrara escapatoria a la
posibilidad de ser gobernados por Napoleón. Cuando fray Matías le hizo notar la pesadum-
bre que traslucía su rostro, el fraile le contestó:
—Tienes razón, hermano. Me siento vencido…, pero es que veo tan débiles a nuestro rey
y a su hijo. Y veo tanta ruindad en sus luchas por hacerse del trono que a veces pienso si no
será mejor que sean otros los que vengan a gobernarnos… Por eso habrá que apurar tu caso,
para darle solución antes de que esta realidad empeore. De otra manera, no habrá rey que
firme la separación.
Fray Agustín echó mano de sus relaciones e incluso habló al oído de varios de los
­consejeros, con la intención no sólo de apurar la respuesta a su amigo fray Matías, sino con la
petición explícita de que el dictamen le fuera favorable.
El trabajo de persuasión de fray Agustín tuvo efectos positivos, aunque los resultados no
se emitieron tan pronto como él esperaba. Carlos IV aceptó que se separaran las iglesias en
dos provincias, pero el vicario general echó mano de todas las argucias legales y burocráticas
para no firmar la orden que había dado el rey.
Mientras tanto, el ejército francés ocupaba los pueblos de España. Primero asentándo-
se en aquellos que estaban en el camino a Portugal; luego, entrando a poblados cercanos
al camino, con la supuesta finalidad de abastecerse de alimentos. Y al final, cada ciudad
española estaba ocupada por ellos y el control militar de Napoleón sobre España era in-
cuestionable.
Viendo la inminente invasión de Francia, el rey de Portugal decidió huir a Brasil, confor-
mar su imperio allá y armar un nuevo ejército para después recuperar su territorio en Europa.
Siguiendo el ejemplo del rey lusitano, Carlos IV y su esposa, la reina María Luisa, deci-
dieron dejar Madrid y escapar hacia Aranjuez, para luego, de ser necesario, partir a Sevilla y
desde ahí a América. Sin embargo, la población descubrió el intento de escape, y al sentirse
abandonados y traicionados, en lugar de culpar al rey y a su esposa por ello, decidieron en-
frentar a quien consideraron el ideólogo de esa maniobra de fuga, el asesor más querido de
los reyes, el ministro Godoy.
Una turba entró a la casa de Godoy en Aranjuez, la saquearon y tomaron prisionero a su
dueño, quien fue entregado al príncipe Fernando después de hacerlo pasar por una lluvia de
golpes y patadas. Sangrante y con el rostro desencajado, el ministro Godoy pidió clemencia
al príncipe, quien, con una sonrisa que mezclaba burla, odio y triunfo, lo rescató de entre las

| 252 |
Antología crítica

manos de la chusma para hacerlo su prisionero. Pronto los reyes se presentaron ante Fer-
nando para abogar por Godoy; a cambio de su liberación, aceptaron renunciar al trono para
cedérselo a Fernando.
Fray Matías lloró desolado cuando se enteró que habían obligado a Carlos IV a abdicar.
Estaba seguro de que todo su trabajo y los pasos que ya había dado en el proceso de separa-
ción de los conventos se hundirían en el fango del olvido.
Fray Agustín intentó consolarlo y le recordó que mal que bien ya tenían una relación con
el príncipe Fernando, y que seguramente podrían hacerla valer para que firmara la patente que
autorizara la separación de las provincias. Sin embargo, cuando se enteraron de que ­Napoleón
había obligado tanto a Fernando como a Carlos IV a entregarle el trono a su hermano, José Bo-
naparte I, la desesperanza acometió a ambos frailes.
El 2 de mayo de 1808, fray Matías despertó en la madrugada, mucho antes de la oración
matutina. La frustración y la tristeza no lo dejaron dormir. Después de dar vueltas en su cama
por varios minutos, decidió salir a caminar por los alrededores de la ciudad para pensar y
repensar su situación, y planear las estrategias que debía seguir.
Volvió a las pocas horas, cansado, con hambre y sin saber aún qué hacer.
Le llamó la atención el silencio que campeaba en la entrada de la ciudad, un silencio que
terminaba abruptamente a las pocas cuadras, donde distintos grupos de personas se organi-
zaban con palos, cuchillos y herramientas de campo para luego salir corriendo hacia la plaza.
—¿Qué pasa? —alcanzó a preguntar fray Matías a uno de los campesinos más viejos que
se había rezagado en la carrera.
—¡Que nos los llevan! —contestó jadeante el anciano.
—¿A quién?
—¡A los hijos menores del rey Carlos! —respondió antes de acelerar el paso para dar
­alcance a sus compañeros.
Fray Matías caminó rápido hacia la plaza y se metió entre el gentío que gritaba furioso en
contra de los mamelucos franceses que querían llevarse al infante Francisco de Paula.
—¡Que es una autorización que ha dado su padre! —gritaba un español que iba acompa-
ñando a los soldados franceses.
—¡Y vos sois un hijo de Godoy! —le respondían encendidos los madrileños—. ¡Y os
­vamos a dar el mismo trato que a él!
Entre el jaloneo y los gritos, los franceses fueron acorralados. El teniente a cargo de los
mamelucos envió un mensaje a Murat, el capitán del ejército francés apostado en España,
para pedir instrucciones.
El heraldo regresó con la orden de que aguantaran en lo que llegaban refuerzos. A los pocos
minutos de recibida la instrucción, y con la intención de calmar los ánimos de los madrileños,
el teniente indicó que se permitiera a Francisco de Paula asomarse al balcón del palacio para
saludar a la gente y pedirles tranquilidad.

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L a novela en Chiapas

El efecto que provocó en la población fue distinto al que esperaba el teniente. Los madri-
leños, jubilosos de ver al infante, avanzaron contra los soldados franceses.
Entre el griterío y los empujones, los soldados franceses repartieron golpes y culatazos.
Francisco de Paula gritó a los soldados que no lo hicieran, que no golpearan a las personas,
que los dejaran en paz y, de ser posible, se volvieran a su país.
Fray Matías, aun a la distancia, vio cómo jalaban violentamente al infante hacia el interior
de la habitación. En ese momento, como si fuera el sonido de una ola gigantesca, el murmullo
furioso de los ahí reunidos empezó a crecer y a invadir toda la plaza.
La gente empujó con más fuerza en contra de los soldados franceses. Ellos, en respuesta,
ya no usaron las culatas sino que empezaron a disparar.
A los disparos siguió la lucha cuerpo a cuerpo. Mientras algunos hombres y mujeres ­corrían
a sus casas para armarse, los refuerzos franceses llegaron a rodear la ciudad con el ­objetivo
de entrar por sus distintas puertas y así acorralar a las personas que estaban ­oponiendo
­resistencia.
No les fue fácil, porque no eran unos cuantos españoles los que resistían, sino la ciudad
entera. A cada paso que daban los franceses se encontraban con grupos de personas dispues-
tas a abrirles el cuerpo a navajazos y, cuando menos lo esperaban, recibían lluvias de macetas
y agua hirviente.
Murat, rabioso, ordenó a sus soldados no apiadarse y despedazar a quienes se les pusieran
en frente, fueran hombres o mujeres.
Aturdido por el enfrentamiento entre madrileños y mamelucos, fray Matías se mantu-
vo en su lugar, observando los albores de la batalla. De repente recordó a sus hermanos
­dominicos y corrió al convento para dar aviso de lo que estaba ocurriendo.
No pudo llegar. Frente a la puerta principal del convento se estaba desarrollando la batalla
más sangrienta que hubiera ese día entre soldados franceses y un grupo de soldados espa-
ñoles acompañados por decenas de civiles. Varios hombres estaban tirados a la mitad de la
calle, sangrantes, y algunos aún con una espada o un cuchillo encajado.
Si bien los pocos soldados españoles con que se encontró se batían con fiereza, de no ser
por los civiles habrían sido vencidos por el contingente francés. Sólo entonces cayó en la
cuenta de que apenas había visto soldados españoles en la calle y se preguntó dónde estaban.
Desesperado, vio cómo era consumida por el fuego la puerta principal del convento, y cómo
un francés caía entre esas llamas después de haber sido tocado por un balazo que le abrió la ca-
beza. Las llamas, sin embargo, no provenían del exterior. De repente, una fuerza surgida desde
dentro abrió con fuerza las puertas. Arrastrándose salieron dos frailes. Fray Matías quiso correr
a auxiliarlos, pero lo disuadió la circunstancia de estar ubicado del lado de los franceses, y era
muy probable que lo dejaran como coladera antes de llegar junto a sus hermanos.
Caminó hacia atrás, pensando en otra vía para acercarse a los frailes heridos. Aunque
respiró aliviado cuando vio que algunos españoles se acercaban a ellos para jalarlos hacia la

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Antología crítica

otra esquina de la calle, pronto experimentó pesadumbre al descubrir a un grupo de soldados


franceses que salían entre el humo del convento.
No quiso imaginar el horror con que habrían vivido sus últimos momentos la mayoría de
los frailes, ni la angustiosa muerte que de seguro encontraron.
Fray Matías decidió ir hacia el cuartel español para avisar lo que seguramente ya sabían:
que los franceses estaban atacando a los españoles, y preguntarles por qué no estaban en las
calles defendiendo a su gente, sino escondiéndose en la batalla.
En el camino debió evitar múltiples combates; cambiaba de rumbo constantemente,
­tratando de llegar pronto al cuartel por la vía más directa, lo cual era casi imposible, tanto por
las luchas que se desarrollaban en las calles como por escenas que encontraba a su paso y que
le estrujaban el espíritu.
Comprendió que su carrera enloquecida sólo lo acercaría a la muerte, moderó el paso y
antes de dar la vuelta en alguna esquina se pegaba a la pared para asomarse a ver si había algún
peligro. Por una de las calles se encontró con un soldado francés muerto que tenía a su lado el
cuerpo de otros dos hombres. Estaban desarmados, excepto uno que aún tenía un cuchillo lar-
go en la mano inerme. Fray Matías pensó en tomarlo para, llegado el caso, tener con qué defen-
derse. Dudó, se preguntó si él podría manejar un arma en contra de otra persona, aun cuando
fuera en defensa propia. “¿Acaso es necesario —se preguntó— usar la fuerza para librarnos de
nuestros enemigos?”. Decidió dejar el cuchillo y enfrentar con el poder de su palabra a quien
quisiera agredirlo con la violencia física. Si a pesar de todo su destino era morir, decidió que se
encomendaría a quien le dio la vida y por tanto, según él, tenía todo el derecho de quitársela.
Siguió corriendo. Ahora pasó veloz en medio de los combates y hasta creyó ver cómo le
lanzaban un estacazo que, gracias a su rapidez, sólo cortó el aire.
Antes de llegar al cuartel se cayó. Terminó de bruces en el suelo, con las rodillas raspadas,
un brazo magullado, sin aire y con la boca sangrante. No se había tropezado; sus piernas
­cansadas lo tiraron. Apenas podía respirar y sentía que el corazón le iba a estallar por la fuerza
con que palpitaba. Intentó pararse y continuar corriendo, pero sólo pudo ponerse de rodillas.
Despacio, jalando aire por la boca abierta, se apoyó con las manos en el suelo para estirar
su dorso. Intentaba recuperarse pronto, hacer a un lado el cansancio y entonces seguir la
­carrera para pedir ayuda a los soldados españoles, regañarlos por cobardes y, si era necesario,
obligarlos a salir en defensa de su gente.
Aún no se había recuperado cuando, frente a él, a unos tres metros, vio las botas de un
soldado. Sin aire, con la frente y el cuello escurriendo de sudor, levantó la vista.
El sol intenso, a espaldas del extraño, lo deslumbró, pero ello no fue impedimento para re-
conocer de quién se trataba. Era un mameluco; vestía un bombacho pantalón oscuro, ­estrecha
casaca roja y turbante blanco. Su fiero rostro estaba atravesado por múltiples ­heridas, huellas
de viejos combates; usaba un bigote montaraz y tenía una mirada fría que hizo estremecer de
temor al fraile.

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L a novela en Chiapas

El soldado levantó su rifle y desdeñoso lo sostuvo sólo con una mano. Tan cerca tenía a
su víctima que apenas apuntó el cañón hacia la cara de fray Matías y, sonriente, despacio,
disfrutando ese momento, jaló el gatillo.
Fray Matías se encomendó a Dios.
Sereno se concentró en el hueco del cañón, consciente de que por ahí saldría a ­encontrarlo
la muerte. En ese último segundo pensó en sus padres y deseó morir imaginándose que
­jugaba con sus hermanos cuando eran niños y corrían debajo de la ceiba que tenían en casa.
El rifle no fue bien controlado por el soldado y con el disparo movió su trayectoria. La bala
sólo rozó la sien izquierda del fraile, pero la pólvora, en cambio, le quemó la piel y lo dejó
momentáneamente ciego. El soldado, enojado consigo mismo, derribó a fray Matías de una
patada y sacó su espada para descargarla sobre el hombre herido.
Con el ojo derecho apenas entreabierto, fray Matías se dispuso a ver su final. Vio el rictus
furioso del soldado, sus dientes apretados en una sonrisa de fuerza, las venas del cuello resal-
tadas y un brillo intenso en los ojos. Tardó en descargar el golpe. Su brazo armado pareció
forcejear con el aire, dejó de apretar los dientes para abrir la boca como si quisiera lanzar
un grito que no tenía voz, y los ojos se le fueron hacia atrás al tiempo que se le doblaban las
­rodillas. Pegada a su espalda estaba una española regordeta, quien con su fuerza campe­
sina detuvo el movimiento del brazo armado del mameluco, al tiempo de acuchillarlo con la
mano izquierda a la altura de la nuca.
—¡Vámonos, padre! —gritó la mujer mientras lo ayudaba a incorporarse.
—Los soldados —balbuceó fray Matías—. Hay que llamar a los soldados.
—¡Ésos son unos traidores! —contestó la mujer—. Vamos, camine, camine, o nos ­matarán
a los dos.
La mujer lo condujo hasta su casa, un lugar pequeño que olía a pobreza. Ahí estaban sus
hijos, esperándola ansiosos. Sin preocuparse por el llanto de los menores, ordenó a su hija
mayor que trajera agua y lavara el rostro quemado de fray Matías.
—¿Y usted? —le preguntó un niño.
—Yo voy a pelear junto a tu padre —contestó mientras buscaba un cuchillo más grande
para volver a la batalla.
Antes de salir revisó los ojos hinchados y enrojecidos del fraile.
—Padre…, en cuanto se sienta mejor, si se atreve, venga a pelear con nosotros. Pero si no
puede ni caminar, acá nos veremos más tarde.
A las dos horas fray Matías decidió salir de la casa, aunque no sabía a dónde ir. Al asomar-
se a la calle, a través de la puerta entreabierta, vio pasar una columna de soldados franceses en
­dirección a la plaza. Aún se escuchaban gritos de peleas y disparos. Pensó en buscar de nuevo a
los soldados españoles, pero lo detuvo una voz conocida que le gritó su nombre. Era fray Agustín.
—No, hermano —sostuvo el fraile—. Nosotros nada podemos hacer por esta ciudad.
Hágame caso. Vámonos de acá.

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Antología crítica

—Tengo que regresar al convento —insistió fray Matías, aún con el rictus que le provo-
caba el ardor en su rostro.
—Nada tienes que hacer allá… Lo han arrasado todo. Si acaso encuentras algo, será el filo
de alguna espada. Los hermanos del convento se nos han adelantado; unos en el camino al
cielo y otros rumbo a Sevilla. Así que andando.
—Es que ahí tengo mis libros, documentos, escritos —se quejó fray Matías.
—Pues de eso, si algo queda, serán cenizas —contestó fray Agustín—. Vamos, hermano,
no perdamos más el tiempo y caminemos, que nos va a garrar la noche en despoblado…
Piensa que con llevar el cuero encima y el alma en su lugar, ya te puedes considerar rico.
Resignado, fray Matías hizo caso a su amigo. Antes agradeció a los niños que lo hubieran
cuidado, les pidió que a su vez dieran las gracias a su mamá y les aseguró que pronto volvería
para agradecerle personalmente haberle salvado la vida.
No pudo cumplir su promesa, pues la madre de los niños nunca regresó a su casa y cuan-
do fray Matías intentó visitarlos, encontró el lugar habitado por un grupo de menesterosos.
La noche del 2 de mayo, esta señora fue apresada mientras se batía a cuchilladas con un
soldado francés. Al día siguiente, por órdenes de Murat, fue fusilada junto con varios cientos
de españoles y su cuerpo se perdió enterrado en una fosa común.

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L a novela en Chiapas

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Sobre Por el lado salvaje


de Nadia Villafuerte

La novela de Nadia Villafuerte es un texto complejo y valiente. La abyección es el territorio


natural donde se desarrollan las acciones de los personajes y el “lado salvaje” no es más que
una espacialidad simbólica en la que un grupo de seres cargan con la más profunda orfandad.
La abyección se encuentra tanto en los pequeños pueblos, espacios olvidados, como en las
ciudades populosas pero orgiásticamente solas. David Le Breton nos dice que el cuerpo es
una materia simbólica, una construcción social y cultural. En su cuerpo Lía, la protagonista
de Por el lado salvaje, muestra y esconde su historia personal, sus sueños y pesadillas. En la
novela de Villafuerte el infierno somos todos. El cinismo y la tristeza se confunden con el
ritmo implacable de la vida. Las acciones dramáticas se estructuran con pericia narrativa. En
realidad estamos frente a varias novelas que finalmente encontraron su lugar en esta novela
abarcadora y contundente.
Lo sórdido no es un aditamento que se incorpora desde el exterior al tejido narrativo: es su
propia sustancia. Lía observa al mundo lejano e intocable:

El lugar se llama Paredón, un horizonte de agua. En Paredón no hay olas. Es mar muerto, mu-
tilado: para esto no hay prótesis. Redes y pescadores ebrios, bicicletas corroídas por la sal que
herrumbra todo, mujeres que acechan para matar las horas: con el trabajo diario se distraen de
las emociones, muestran escasa inclinación por la ternura pero son alegres al punto de que no
les molesta que, tan juntos los unos con los otros, la individualidad se les atrofie (Villafuerte,
2011: 14).

La novela es una metáfora perfecta que nos habla de lo inmediato, lo cotidiano, para re-
ferirnos una búsqueda mucho más profunda: el corazón del ser humano. El horizonte de
agua sin olas, ese mar muerto, bien puede ser cualquier lugar del mundo, cualquier mundo
interior. Lía, una adolescente que sabe lo que quiere, vive en Paredón, Chiapas, donde la
sal corroe la existencia. Escapa, huye del infierno de todos tan temido para encontrarse en
Honduras y después perderse en un burdel de Tijuana. Lía huye del infierno tomando la ruta
salvaje para hundirse en ese mismo infierno. A Lía le falta la parte de un brazo, es manca, está
incompleta. La búsqueda de su completud se convierte en su sino.

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Antología crítica

Nadia Villafuerte logra una novela redonda. Los recursos narratológicos son muchos y se
aplican al drama con presteza y naturalidad. Estilísticamente es impecable, la prosa insidiosa
no deja, en ningún momento, de conducirnos por su páramo desolado. Es sin duda el texto
más poético que Villafuerte ha escrito hasta ahora. El lenguaje en sí mismo es una aventura,
la riqueza significativa, el ritmo galopante, los cambios de foco, el uso del habla local, el cons-
tante cambio de espacios y personajes hacen que el lector no pueda dejar de leer.
Nadia Villafuerte logra crear personajes con volumen psicológico, verosímiles en sus
decisiones y errores. La introspección se convierte en un recurso talentosamente sorteado
por la autora. Villafuerte nos presenta un número importante de preguntas sobre la condi-
ción humana, lo abyecto y el cuerpo como espacio de realización y frustración, la imposibi-
lidad de desdoblarnos para vernos suceder frente a la vida, la imposibilidad de entregarnos
a los otros, al otro. Es un libro incómodo desde sus primeras líneas: “El sexo es cuanto me
une a la vida. Lo supe desde la infancia. Y no tuve infancia. Esa tierra de la que hablan todos,
no existió para mí. No hay fotos, a eso me refiero. Hay un hueco de seis, siete años, como el
vacío que se hace en la manga izquierda de mis blusas. Lo que se le aproxima es el rumor de
una playa, el tufo de las marismas negras” (Villafuerte, 2011: 13).
El lector no encuentra comodidad al leer, se cuestiona todo el tiempo. La autora también
nos pregunta si es posible el arte como una forma de captar la realidad. ¿Dónde está real-
mente la realidad? Si en principio Lía considera que es el sexo lo que la une a la vida, está
afirmando que es precisamente el cuerpo, su carnalidad en su sensualidad, lo que la ata a
la representación de lo real. Villafuerte lo logra magistralmente, el arte se quedará siempre
a un segundo de tocar lo real. Cuando Lía nos dice que no tuvo infancia, inmediatamente
afirma que no hay fotos; es decir, no existe esa representación de la infancia que conste en
una fotografía.
Sin duda alguna la excelente novela de Nadia Villafuerte refresca e inyecta oxígeno a la
narrativa chiapaneca.

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L a novela en Chiapas

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Por el lado salvaje


Nadia Villafuerte
—2011—

Hasta donde yo sé, toda su vida transcurrió en un pueblo de la región de Lacs, cercada por
el feroz ruido de las sierras. Lo que son las cosas, ahora calculo, pero quizá lo ocurrido hace
tres noches tuvo que ver con el oficio de precisión que Luca seguramente heredó de su padre
carpintero (oficio común en mentes alteradas que saben conducir su existencia en minucioso
desorden, hasta encontrar el momento de reorganizarla con la buena puntería de su mano).
Cuando aquella tarde Luca entró a casa, me limité a hacer la entrevista con el tono áspe-
ro de quien, a esas alturas de la vida, no puede sorprenderse ya ni con lo doméstico. Craso
error: a menudo el peligro, lo absurdo, lo esperpéntico, se encuentra a un palmo de nuestras
narices. Cualquier objeto puede volcarse. Me limité, insisto, a preguntar lo básico, a buscar
en sus respuestas algún indicio de franqueza o mentira.
Debo admitir que me impresionó su piel montuna y negra; no menor fue la promesa os-
cura de sus ojos: tenía el dejo de quienes invaden pronto cualquier tipo de intimidad y para
lograrlo se adhieren silenciosos, como lapas. Fue un diálogo informativo y no obstante me-
lancólico, así ocurre con todos los préstamos y las transacciones. Yo era el dueño de la finca y
ella una estudiante de Costa de Marfil que había llegado a Portugal huyendo de la guerra bajo
el pretexto de continuar sus estudios universitarios. También pudo haberme dicho que era
una espía y aun así habría dejado la puerta abierta. La vida se construye sobre esos cimientos
quebradizos, dejas pasar de repente a una mujer y la casa que habitas adquiere de inmediato
un olor a fuego, a la ceniza por donde saldrás arrastrándote.
Y qué pasa allá, la inquirí de entrada, a lo que ella respondió lo que sabemos todos, que el
mejor africano es el africano muerto, aquel que se pone como carne de cañón para las inves-
tigaciones farmacéuticas y los grandes reportajes. Me invadió la pena cuando vi sus manos

Nadia Villafuerte (Tuxtla Gutiérrez, 1978).


Estudió periodismo en la Universidad Autónoma de Chiapas y Educación Musical en la Universidad de Cien-
cias y Artes de Chiapas. Beneficiaria del Programa de Apoyo a Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes en su emisión 2003-2004, así como de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos
2006-2007 y 2007-2008. Ha publicado ensayos, cuentos y textos críticos en Nexos, Revista de la Universidad de
México, Luvina, Tierra Adentro y El Perro, entre otras revistas.

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Antología crítica

maltratadas y manifestó su deseo de terminar la carrera de administración. ¿Para eso has


venido? Luca pudo contestarme con la mano en la cintura: Usted qué sabe.
Supongo que algún tipo de sufrimiento nace de la indiferencia, de la inercia de la angustia
fría, del hastío digno, de historias desprovistas de cosas importantes por decir porque no hay
nada importante que decir, pues así nos acostumbraron a ver crecer ciertas geografías. El país
de donde Luca provenía era de ésos.
El trabajo comenzó a finales de junio, sus clases habían terminado y ella no quería volver,
de modo que se encargó de la finca a cambio de la paga y de un techo donde pasar sus vaca-
ciones escolares. Entretanto, yo me dedicaba a escuchar música, a comer y beber, benditos
placebos, a acariciar la mano de mi esposa Alberta que perdía la vista poco a poco.
Con Luca en casa, rápido se instaló una bulla distinta a la de los peores barrios de Lisboa,
la ciudad a la que cada vez menos acudíamos, la ciudad con sus balcones abigarrados y sus
ardientes calles. El primer verano, Luca se limitó a hacer sus tareas; fueron pocas las tardes
que nos acompañó a la mesa, noches en que aceptó cenar con nosotros. Parecía encerrada en
su cuerpo, ajena a todo, trabajaba como si hubiese nacido para alimentar un sollozo interior
que la esculpía como una roca, parecía que en cualquier momento la roca iba a estallar. Su-
pimos, en esa primera temporada, de su inclinación por el baile pero nada más. Nada sobre
si tenía pareja o cualquier detalle fútil. Sucedió que una noche me acerqué a su cuarto y la
descubrí desnuda, inclinándose para recoger la toalla. Acababa de ducharse. Recuerdo haber
oído, detrás de la pared, un silbido, una melodía que se me antojó tristísima.
Dos días después Luca dijo que sus vacaciones habían concluido y se marchó. En reali-
dad, ese poco tiempo y su partida no significaron más que un leve sobresalto. Aun así me
invadió la congoja. Pasados cuatro meses la tuvimos de vuelta, arguyó que requería el dinero
y estaba dispuesta a laborar los fines de semana. Tampoco es que necesitáramos tanta ayuda,
pero accedimos, quién sabe si por caridad, el más noble sentido de la arrogancia, o porque
Luca al menos para mí era semejante a un grano de arena que alteraba, de manera impercep-
tible, mi rutina. En este periodo Luca estuvo menos indolente y más suelta, bebía vino con
nosotros, sus mejillas se estiraban, dejando ver su cruel y blanca dentadura al reír. Contó que
había crecido en medio de un aserradero, en un sitio —la sabana o la selva al sur de Costa de
Marfil, ya no recuerdo con exactitud— donde había pocos árboles por cortar, y que su fami-
lia era una horda de gente abatida, que madre y padre a menudo se golpeaban. Más o menos
lo que ocurre en cualquier parte, le dijimos; Luca bajaba la cabeza y agregaba una muletilla:
“Cómo no”, palabras que tenían más de sarcasmo que de consentimiento.
La escena de la toalla en el piso se repitió varias veces, instaurándose en la casa una violen-
cia procedente de la fragilidad de aquel posible roce. Me convertí en un jubilado ridículo y
feliz esperando la llegada del tren, no obstante saber que la máquina se descarrilaba a lo lejos.
No había mucho trabajo en la finca, cierto, y comencé a generar cualquier excusa para
que Luca se quedara horas extras. Acudía a su habitación; asombrado por ese cuerpo tibio

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L a novela en Chiapas

y desconocido, la tomaba con mesura, con la certeza de que el amo no es tanto quien posee
sino quien sanciona y viola los contratos. Fueron tiempos eufóricos en los que me bastaba la
precariedad económica de Luca, su instinto domesticado, y tiempos también en que sin darme
cuenta, el sigilo de Luca creció hasta convertirse en una perra desnuda que se movía en el jar-
dín oscuro. Tiempos en que bajamos juntos a los mercados de Lisboa para comprar vestidos,
mientras Alberta, desde su parcial ceguera, elegía, supongo, la manera de vengarse. Tiempos,
en fin, en que nos metimos a los bares para escuchar fados, igual que adolescentes, y tiempos
en que los frenos del coche comenzaron a fallar aunque estábamos demasiado distraídos como
para advertirlo, ¿Qué vas a hacer cuando termines? No lo sé, respondía, pero sus palabras res-
balaban a mis pies en el desorden imprevisto con que se originan las catástrofes.
Se largó de nuevo. Pasaron seis meses sin que supiera nada de ella; en la facultad me infor-
maron que tenía baja temporal. Mi vida se había convertido en algo menos que una máquina
rota. Incluso tuve la impresión de que Luca hizo medianamente soportable el odio amoroso
tejido entre mi esposa y yo, que al menos la muchacha nos había entregado algo para entrete-
nernos. Yo bebía y escuchaba mis viejos discos y me dedicaba a contemplar cómo los ojos de
Alberta se iban ennegreciendo por dentro, perdiéndose en una blancura que para ella debió
ser terrible. Los tropiezos se volvieron más frecuentes, no pedía ayuda: Alberta era vieja y no
por ello menos altiva. Recibimos noticias de nuestro único hijo, quien se comunicaba cada
que podía; sus llamados sólo acentuaban el paso del tiempo, la cuarteadura invisible por
donde se esfumaban nuestras horas.
¿En qué tipo de universo clausurado nos paseábamos mi mujer y yo, y qué grietas perma-
necían? La presencia irreal de Luca, el que llegara y desapareciera a su antojo, la fuerza de su
fuga, vertían un peligro que en el fondo nos hacía falta. Imposible olvidar su cara, sus dientes
agresivos y la nariz achatada que me recordó, no sé por qué, barcos cargueros, amaneceres
rezumando yodo y sal en una tierra, la suya, remota.
La chica apareció una mañana con su paso volátil. Qué tienen los puercos que nos seducen
tanto, y a pesar de sentirme profundamente molesto por su juego, un juego al que habíamos
cedido y ya no nos gustaba porque es muy fina la línea entre los sometidos y los que someten,
acepté que pasara. Nos contó de su breve regreso al pueblo natal, de la muerte repentina de
su madre —algo que no creí—, del miedo que aún le causaban algunas prácticas de su país.
Vino nuestra revancha. La obligamos a hacer más de lo debido y mientras más la maltratá-
bamos, más nos sentíamos ligados a ella; mientras más condescendía, más nos orillaba a ser
lo que en el fondo éramos: tiranos mediocres y hasta ese momento ignorantes de un poder
que no sabíamos utilizar. Luca, una de esas personas que tienen la cualidad de convertir una
simple tarde calurosa en un espejo transparente y profundo del que más valdría huir. En ese
sentido, no éramos en absoluto mejores o peores que ella.
Un domingo la seguí cuando se dirigía al abarrote del turco. Escuché insinuaciones con
el despachador, escuché su risa, una de esas risas que preceden a la locura, a la locura de

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Antología crítica

una normalidad fingida. Me vencieron los celos y ya tarde, cuando ella había terminado sus
quehaceres y se disponía a desvestirse para dormir, la amarré a la herrería de la cabecera. Fue
todo muy rápido y muy sencillo. No gritó, casi diría que lo esperaba. Conté a mi mujer las
cosas tal y como habían sucedido. Hiciste bien, dijo; un rato después la oí llorar en el baño.
La amarré con una cadena para perros, puse llave a su puerta, se quedó sin comer durante dos
días. La tercera noche no pude más. Debo confesar, no sin repudiarme, que quise consolar
los pies de Luca, mucho más firmes y libres que los míos. Pero la solté. Contrario a lo su-
puesto, lo único que le urgía a Luca era cagar: sus orines se habían secado. Me sentí vencido,
algo en mi interior no quería aceptar que mi deseo por humillarla se veía disminuido por su
auténtica forma de recibir lo intolerable. Quise causar temor a una bestia y a cambio la bestia
me indicaba que infligir miedo era mi límite. Más o menos una metáfora o un síntoma del
capitalismo y su enfermedad, pensé para mis adentros; después me avergoncé de ideas tan
obsoletas, obsoletas como yo, como las paredes leprosas de la Lisboa ajena, de una ciudad
que en realidad no miraba al mar ni a la vieja Europa, sino que le daba la espalda a ambos
horizontes y se hundía en una dignidad oscura, en nombre de nadie.
Debe de tenerse la cabeza dañada para actuar como actúas, Luca, insinué después, cuan-
do los tres nos habíamos incorporado a la rutina. Cómo no, dijo. Y qué tal van los estudios.
Bien, fue la respuesta. ¿Por qué elegiste este sitio? Digo, habiendo tanto mundo. Pudiste elegir
Barcelona, qué se yo, París. Es que me gusta el campo y el portugués, concluyó bajando los
ojos igual que un pájaro herido, pero sereno. Entendí que no se refería al campo propiamente,
sino a que estaba lejos del terror y eso era suficiente. Entendí, o quise entender, que tal vez a
Luca le gustaba la soledad de los pequeños paisajes, paisajes que nos enseñaban a morir y co-
nocen mejor nuestra propia vida que nosotros mismos, y que nos sobreviven, férreos delante
de lo efímero. ¿Y el portugués? El idioma era un pretexto, quedó claro.
De hecho, a partir de allí comenzó la otra historia, una en donde Luca ya no era la mujer
asequible a la que podíamos atar y despedir sin que hubiese adiós alguno; una que podía
marcharse llevándose algunos objetos de valor, y a la que recibíamos después sin reproches,
sin insultos.
Dio la casualidad de que un mediodía fuimos los tres a Lisboa. En el mercado (donde
alguna vez yo compré a Luca un vestido y hasta un sombrero que le sentaba fatal aunque no
lo dije), adquirimos dos cosas: una colección de timbres postales que un mexicano remataba
en el bazar, y un conejo. La dueña tenía jaulas en la parte trasera de una vagoneta junto con
un letrero: ANIMALES LEGALES, CON PAPELES que, a decir verdad, nos causó mucha gracia,
hasta que advertimos que vendía también aves exóticas, acaso en peligro de extinguirse, un
halcón que me dejó intranquilo. Yo, que pasaba de la alegría al encono en un instante, per-
dí pronto el buen humor con la presencia incómoda de una turista o una paria que se me
hizo, a simple vista, repugnante. No creo haber intuido nada durante el momento en que
nos contemplamos (como si vernos le hubiera hecho una rajadura a la realidad inmediata).

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L a novela en Chiapas

Sólo me molestó que quisiera tomarme una foto, como si yo, y no ella, fuese un objeto fol-
clórico. Nunca me gustaron las cámaras fotográficas. Siempre pensé que las imágenes de los
fotógrafos no hacían más que duplicar algo y matar todo lo contenido en ese algo. Siempre
pensé que las imágenes no son más que un basurero que repite todo lo que de por sí es una
calamidad, y que lo único que nos demuestra es nuestra incapacidad de ver nuestro propio
rostro, así, sin intermediarios. ¿Qué miras?, le grité, ¿qué miras, tullida insolente?, le dije, y la
vi correr, escurrirse y desaparecer al doblar la esquina. No creo haber intuido nada, reitero, y
sin embargo, un suceso desagradable como ése se convirtió, vaya paradoja, en señal inequí-
voca de lo que vendría después.
Volvimos metidos en un silencio semejante a la intemperie ocre de los alrededores. Caí
en la cuenta de que me hacía bien manejar sin pensar en nada; frente a mí se abría la línea de
concreto de la autopista, y una línea dejaba en claro que las lenguas podían cambiar, la músi-
ca, las noticias, pero en el aire uno podía respirar las mismas historias de guerra y de quietud
y de fantasmas.
En qué momento el conejo, con sus ojos rojos y su carne esponjosa, se convirtió en un
símbolo de nuestra desesperación, no lo supimos sino hasta la noche en que Luca dijo que
tenía, por primera vez, un invitado. Antes de eso, de la noche de la cena, de la cena de hace
tres noches, valga decir, la sombra blanca del conejo atravesando los pasillos se convirtió en
rutina. No sé por qué razón la presencia del animal incentivó mis ganas de ver a Luca desnu-
da, mojada su piel negra como un mueble de caoba en donde las gotas de agua centellean y
resbalan. Lo imaginado era tan morboso que debí decirme, en voz alta, una frase de consuelo:
todo pasa, pero el corazón necio del hombre, necio permanece. Lo había leído en una revista,
firmaba Flaubert y sentía que estaba escrito para mí; sé lo ridículo que suena. En fin, que Luca
aún se permitió la última carta bajo el pretil, dejando que yo entrase para disponer de ella a
mi antojo, sin que mediara remordimiento alguno por tener a mi mujer a dos pasos de ahí,
con la vaga certidumbre, incluso, de que Alberta construía su propia escena desde nuestro
dormitorio.
Es un compañero de la escuela quien viene, explicó Luca, mientras picaba fruta.
Y la noche de la cena llegó, con su mal presagio. Alberta apareció más triste que nunca;
Luca, en cambio, su inminente castigo, nos llegaba como un olor descompuesto. João, dijo
el joven. Un placer, agregué. Ella es Alberta, sentenció Luca pero Alberta se quedó callada,
mirando hacia algún punto fijo. Acto seguido, comenzamos a servirnos ensalada, todo tan
cordial, y a conversar.
Es poco común en estos tiempos vivir en una finca —dijo el joven.
Y una buena moza —remató Luca.
¿Qué es ese ruido? —preguntó el chico.
Es Infeliz. El conejo, así le puse al conejo.
No lo sabía —dijo Alberta. Nunca lo consultaste. Infeliz. Ése no es un nombre.

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Antología crítica

Cómo no —respondió Luca, ahora sí ofensiva.


El animal se incorporó a la estancia, Luca lo subió a sus piernas.
Cuéntanos de ti, ¿João?
No hay mucho qué contar, señor, nada qué contar.
¿De dónde eres? Al menos eso —dije, pero advertí una estela cáustica en su leve sonrisa,
quizá que se rascara la nariz fuese algo, al fin y al cabo, los indeseables siempre se han comu-
nicado haciendo señas con sus cuerpos. Pude advertir cómo la atmósfera se enrarecía con el
catálogo de gestos entre Luca y el joven, cómo tales gestos comenzaban a exiliarnos a Alberta
y a mí, cómo me empezaba a ruborizar y a llenar de una súbita vergüenza. No debimos tra-
tarla de ese modo, fue lo que pensé, muy en el fondo del pozo en que se convirtió mi mente.
Hicimos bien en traer a Infeliz a casa. ¿Te conté que cuando niña una víbora me picó?
Tuve fiebre y mi madre dijo que iba a morir. Pero ahora quien está muerta es ella. A partir de
entonces dejaron de gustarme.
¿Qué dejó de gustarte?
¿No oíste?
Luca.
Luca, ¿qué?
No entiendo.
Ustedes tienen este tipo de actitud que olvida ciertas cosas. No piensan correctamente.
Creen que los demás son estúpidos, no están interesados en saber nada de uno y están con-
vencidos de que eso está muy bien. Pero no es así. Y me da mucha pena.
Pues vuélvete a tu país. Te compraré el billete yo misma —sentenció tajante Alberta. Es-
toy seguro de que su cólera era simulada, estoy seguro de que interiormente se reía por fin,
de mí, más que de Luca.
En cuestión de segundos, en un parpadeo, el conejo estaba en el centro de la mesa como
si esperara paciente que cualquiera de nosotros cogiera un cuchillo o un tenedor para en-
sartárselo. En contraste, me sentía amenazado por los ojos rojos y frenéticos del animal. Mi
sentido de culpa se había convertido en un maldito conejo a quien no imaginé con garras y
dientes de roedor.
Desde que lo trajimos supe que sería un estorbo. Detesto el pelaje. Detesto la forma en
que huele —dije.
Luca me vio como si exigiera que le explicara mejor esas palabras. Ante mi silencio, pro-
siguió:
Yo me sentía bien acá, a gusto, me sentía a salvo y libre, hasta que ustedes lo echaron a
perder.
Qué va a pensar el joven, Luca —replicó mi mujer.
Cuanto más cochinero en el cuarto, más discreción en las ventanas —remató la negra.
Mi mujer y yo somos gente decente —sentencié y al hacerlo, el universo, mi insignificante

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L a novela en Chiapas

universo hecho añicos pareció enmendarse. Vi a Alberta y no la hallé tan vieja, ni me importó
que en ese momento su visión se tornara borrosa, exhausta de disimular. Me repetí: estamos
pasando un mal rato, y eso es todo. Una llamada de nuestro hijo, o ya amanecerá, y volvere-
mos a la marcha.
El desequilibrio mental es una forma de normalidad subterránea. Uno no lo advierte has-
ta que brota igual que lo haría una lata en la superficie del río. El conejo se lanzó, tuve la
impresión de que se le saldrían las entrañas cuando saltó hacia mí, una sacudida, insisto,
un reacomodo en el minucioso desorden. Fue Luca quien tomó el cuchillo y lo ensartó en
el animal que nunca buscó salvarse, así de domesticado había crecido. Yo me puse de pie
inmediatamente; Luca extrajo el arma del cuerpo del conejo, y me lo ensartó en el hombro.
Una herida por la que no iba a morir.
Qué es lo que está pasando, repetía Alberta, pero no, en realidad estaba diciendo otra
cosa, tal vez un: Que ocurra lo que deba ocurrir, y lento. Asuntos curiosos los del alma, pues
ya no sentía miedo de Luca sino de mi mujer, de la voz de mi mujer en donde se había acu-
mulado el rencor y una sombra mucho más dura que la de su ceguera.
No es que la herida fuera grave, sangraba, sí, pero yo aún tenía fuerza. No es que Alberta
se quedara inmóvil por incapacidad física. Fue el espectáculo de presenciar la furia de Luca
tomando el encendedor para colocarlo en el borde de las cortinas. Fue la lumbre, el calor
azul que comenzó a crecer ante nosotros como un muro. Fue Luca y el chico moviéndose y
dejando sonar la ira de sus cuerpos, los grilletes de sus pies.
Antes de reaccionar y de quitarme al animal manchado en rojo, antes de jalarle el brazo a
Alberta, antes de salir a tomar un poco de aire, me pregunté qué pensaría cualquier mortal de
un hombre que antes de todo eso que ahí ocurría, miró con fijeza los ojos del conejo como
queriendo preguntarle algo que no alcanzaría a comprender nunca. ¿Pensaría que estaba con-
fesándome o arrepentido? ¿Pensaría que estaba a punto de llorar? ¿Pensaría que para desen-
mascararnos el destino siempre elige el rostro más imprevisto?

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Antología crítica

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Sobre Yo también me llamo Vincent


de Alejandro Molinari

En las novelas de Molinari encontramos interesantes propuestas estéticas. Nuestro autor


hace uso del hibridismo, la flexibilidad, la metaficción y la intertextualidad. Sus textos son
poliédricos, el juego de espejos y las sustituciones, sean éstas de personajes o situaciones, son
comunes. En Yo también me llamo Vincent Molinari parte de una idea peculiar, lúdica y crea-
tiva: un escritor contrata a algunos habitantes de un pueblo para participar como personajes
de sus novelas. La voz narrativa se expresa con un lenguaje coloquial, fluido y chispeante. La
primera persona dota de naturalidad a lo narrado, acerca al lector a una intimidad solamente
violada por la lectura. El personaje principal nos dice que se entrevistó cuatro veces con Vin-
cent y en el tercer encuentro éste le contó que “en San Cristóbal de Las Casas, trabajó como
personaje de un cuento: ‘El niño que quiso ser el Espíritu Santo’” (Molinari, 2012: 11).
El emplearse como personajes es, según nos dice el narrador, un oficio habitual en Chia-
pas. Los escritores ricos suelen contratar, como si fuesen pintores, a “modelos” para que
“posen” en la trama de sus textos.
En Comitán don Eusebio contrata a algunos habitantes del pueblo para que “actúen” en
sus libros. Este novelista, algo viejo y neurótico, está escribiendo una novela que se titula Yo
también me llamo Vincent; es decir, estamos ante una escultura de cajas chinas con por lo
menos dos planos de significación.
La metaliteratura es el recurso estético mediante el cual Molinari construye la trama de su
novela. El lector está frente a un texto que, círculo de significados, se titula igual que la novela
que está escribiendo uno de los personajes. Se extiende la función del tejido narrativo para
definir la operación que el texto desempeña, para enseñar el procedimiento del devenir de la
lógica interna de la trama.
La metaficción la podemos encontrar también en el hecho de que los habitantes del pue-
blo se convierten en otros individuos para formar parte de una realidad aparte, una realidad
que se perfecciona en la ficción. El mundo de la real realidad afecta al de la ficción y viceversa:
“Alicia me advirtió que quien actúa para el viejo sufre todas las transformaciones del persona-
je dentro de la novela, mas nunca imaginé que llegara al extremo de acorralar a un personaje
hasta la muerte” (Molinari, 2012: 19). La literatura transforma a todos aquellos que participan
en el proceso creativo, nadie sale inmaculado.

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L a novela en Chiapas

Molinari logra incorporar al lector en la construcción del texto, lo hace partícipe; más allá de
la pura contemplación, el autor estipula una significación, pero el lector también juega mediante
su propia interpretación. Las novelas de Molinari son siempre juegos, tienen un planteamiento
lúdico donde nada está contundentemente dicho y existen espacios indeterminados.
Molinari pide a su lector que se implique en la trama, que se involucre en su mundo fic-
cional. En Yo también me llamo Vincent podemos experimentar la lectura como un acto de
comunión. El título es la voz de alguien indefinido, por lo menos hasta que terminemos de
leer la novela. Ese alguien es un espacio de indeterminación, afirma su personalidad. “Yo
también”; es decir, él o ella “también” se llama como otro u otros. La alteridad se configura
en la voz que dice llamarse Vincent, pero que no es el único que así se llama. La relación con
el otro se establece en la novela cuando el escritor contrata a los habitantes para ser otros. No
los quiere a ellos por sí mismos sino su poder de representar a alguien más.
En Yo también me llamo Vincent encontramos un planteamiento intertextual. Vincent, el
personaje de la novela, no nació en Zundert en 1853; no fue misionero en las minas de Bélgica
ni tuvo un hermano llamado Theo que lo ayudara en sus crisis económicas. No, el Vincent de
Molinari nació “en un pueblo terregoso y asfixiante de la Costa de Chiapas y creció feliz en me-
dio de manglares y de esas tortugas que les llaman ‘casquitos’ cuyo destino final es el restauran-
te de postín” (Molinari, 2012: 11). Los dos Vincent, sin embargo, no están del todo separados,
Molinari tiende vasos comunicantes que recuerdan al lector la relación entre ambos. En otro
pasaje Molinari hace coincidir la muerte de los dos Vincent, sin duda un acierto narrativo:

Tomé una sudadera y salimos corriendo. Ya en el carro de Alicia me enteré. Vincent se había
descerrajado un balazo a mitad del estómago. Era domingo por la mañana, en Auvers. Vincent
había estado toda la mañana en su cuarto […]. Tomó su sombrero de palma y pasó por la sala
donde conversaban los huéspedes. La dueña de la pensión le deseó buen día y Vincent gruñó algo
que significaba “lo mismo para ustedes”. El cielo se desparramaba generoso sobre la campiña ma-
tizada de oro […]. Entonces metió su mano izquierda en el chaquetón y sacó la pistola. Sintió el
frío cañón en su estómago. Como si eligiera de manera sencilla un color en la paleta jaló el dedo
índice hacia atrás. Fue un movimiento simple (Molinari, 2012: 59-60).

El libro de Alejandro Molinari abre una posibilidad para la novela en Chiapas: su plantea-
miento lúdico permite a los lectores encontrarse en otra tesitura de la realidad.

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Antología crítica

vx

Yo también me llamo Vincent


Alejandro Molinari
—2012—

Alicia dice que en estos tiempos de carencias mucha gente está dispuesta a trabajar en lo
que sea. Por esto, a la mañana siguiente del aviso, el frente de la casa marcada con el número
142 se llenó de aspirantes. Un avispero de comentarios voló entre quienes, con el periódico
o el tejido entre las manos, esperaban el turno para entrar al estudio del escritor y hacer la
prueba del personaje: “Dicen que pagará más del salario mínimo”; “Espero que no sea algo
deshonesto, yo no estoy dispuesta a hacer alguna cochinada, ya mirás que dicen que el viejito
es bien mañoso”; “Pues a mí, nada más es cuestión de que me llegue al precio”; “Mi primo
Adolfo, que es licenciado, me aconsejó que yo sólo acepte el papel de alguien que no vaya a
ser violada en la novela, porque ya saben cómo se las gasta el viejo. Que yo exija leer el borra-
dor de la novela antes de firmar cualquier papel”, “Ah, qué burra sos, para vos que el viejo te
va a hacer tus gustos. Eso no lo verán tus ojos jamás”.
El sol pegaba recio y la fila avanzaba de poco a poco. En Comitán el calor arrecia después
de las diez de la mañana y no aminora sino hasta después de las cuatro de la tarde. Como
las calles del pueblo son empinadas, si uno concentra la vista ve que el calor toma una con-
sistencia como de mercurio y da la apariencia de derramarse sobre las bajadas. Es un calor
afectuoso, muy diferente al que enerva a la gente que vive en Tuxtla o en Arriaga o en Tonalá,
pero es un calor picante como la voz de esas mujeres placeras que de tanta insistencia llega a
impacientar. Pero basta con colocarse en la sombra para sentir el aire suave que, dicen, refleja
el carácter del pueblo. El pueblo, en apariencia, no se distingue de los demás pueblos del
mundo: tiene calles y plazas llenas de sol donde corren los niños, donde los perros dormitan
al lado de las casas con balcones entreverados, con callejones donde los delincuentes defecan

Alejandro Molinari (Comitán, 4 de abril de 1957).


Cursó la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Chiapas. Fue
miembro del taller de narrativa del entonces Instituto Chiapaneco de Cultura y exbecario del Centro Chiapaneco
de Escritores. Es autor de cuentos, poesía y ensayos publicados en periódicos y revistas como La voz del Sureste, de
Tuxtla Gutiérrez; Avante, de San Cristóbal de Las Casas, y Revista de Revistas, de la Ciudad de México. Ha sobre-
salido como caricaturista e ilustrador de varios libros, revistas y periódicos. Obtuvo el Premio Estatal de Caricatura
Política Dr. Belisario Domínguez en 1991 y al año siguiente el Premio Estatal de Cuento Armando Duvalier.

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L a novela en Chiapas

por las mañanas y asaltan por las noches; cielos sin muchas nubes que permiten al sol rego-
dearse en las pieles mestizas; árboles que se llenan de pájaros y noches estrelladas. Lo único
que hace diferente a este pueblo de los demás es su clima benigno y el carácter especial de
¡su gente! Por eso nadie se sorprendió al leer el aviso de don Eusebio. El viejo es un comiteco
de cepa y su personalidad está hecha del mismo barro con que los pobladores construyen los
ladrillos para sus casas.
Los que lo vieron cuentan que don Eusebio salió de su casa el lunes 13 de marzo, a las seis
de la mañana en punto, con el cigarro prendido que no abandona, y pegó el letrero sobre la
puerta de madera. Los que se dirigían a misa vieron el pliego de cartulina, se acercaron y leye-
ron el aviso: “Contrataré un individuo, hombre o mujer, para que haga el papel del personaje
principal de mi próxima novela Ciento un años de soledad. Interesados presentarse mañana
martes, de 11 de la mañana a 2 de la tarde. No se necesita experiencia. ¡Buen pago!”. El viejo
de setenta y dos años de edad, con bigote al estilo Dalí y calvo como huevo de guajolote, se
hizo para atrás, leyó el aviso y, dando una fumada a su cigarro, entró satisfecho a su casa.
Por la tarde, doña Jacobina se acercó a leer el aviso. La mujer se colocó las antiparras,
acercó su rostro al letrero y comenzó a deletrear. La vieja Emilia, como a las once del día, le
había comentado a doña Jacobina que el viejo escritor ofrecía un trabajo. Emilia es conocida
como la Arcángela porque es la encargada del barrio para dar las nuevas. La gente no se ex-
plica cómo ella se entera de todo lo que sucede en el pueblo porque es ciega y parapléjica, de
nacimiento, y todo el día se lo pasa como canario enjaulado. Algunos vecinos pasan y, desde
la banqueta, le platican dos o tres cosas, le dejan un plato con comida a sus pies, y ella, como
si fuera un perro, olisquea el guiso y mueve la cabeza con rapidez en señal de agradecimiento.
Ella dice que vive sola, pero nadie le cree (¿quién pone el plato de comida sobre su regazo?).
Una tarde sosegada, un grupo de vecinos se puso de acuerdo para fisgonear desde la casa de
enfrente. Con cuidado, como si Emilia pudiera verlos, el grupo se colocó detrás de la cortina y
estuvo pendiente. Justo cuando el reloj de la presidencia municipal tocó las seis campanadas,
los vecinos vieron a la silla de ruedas moverse para atrás, en seguida las puertas del balcón se
cerraron y el farol sobre la entrada se prendió. ¿Quién prende y apaga las luces? Nunca nadie
ha visto salir o entrar a alguien de la casa.
A la hora en que doña Jacobina revisaba el mensaje, don Rafael se paró a su lado, saludó
y leyó el mensaje. Comenzaba a oscurecer.
—¿A poco le vas’te a entrar al negocito de don Eusebio?
—No, ya estoy vieja. Estoy pensando en el baquetón de mi nieto, pero, ay, Dios, no creo
que quiera hacer la ‘upa. Ya miras’te que’ora la juventud está más descarriada que las mu-
chachas de tía Lola.
—Adió, ¿y usted cómo sabe que las muchachas de tía Lola eran descarriadas?
—Pues mi difunto marido me decía que las putas de su congal eran más ponedoras que
las gallinas de Teopisca.

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Antología crítica

—Ay, doña, pues ése es el trabajo de esas muchachas —dijo, y rió, moviendo su cuerpo
como fuelle de acordeón.
La puerta de la casa se abrió, doña Jacobina estuvo a punto de irse de bruces y caer sobre la
duela del estudio de don Eusebio. El viejo gruñó, como perro a medianoche, tiró la colilla del
cigarro, despegó el letrero y lo rompió ante los ojos de los asombrados lectores. Ofreció los
papeles como si fuesen piezas de rompecabezas. Ahora fueron doña Jacobina y don Rafael
quienes gruñeron, dieron media vuelta y caminaron sobre la banqueta. Oyeron el portazo.
Al día siguiente el viejo desechó uno a uno a los aspirantes, no encontró a alguien a “su
medida”. Fue cuando mi prima visitó al viejo y le dijo que le tenía al “candidato perfecto”;
media hora más tarde ella me escribió. Al final tuvo razón porque el escritor me contrató para
interpretar el papel de Aureliano Buenanoche después de que pasé la prueba en el capítulo
dos de su novela Todos los de casa se fueron, aún inédita. El viejo escribió la palabra “casa” en
un pizarrón, luego anotó: “Llegás a tu casa y la encontrás vacía, vacía”, se alejó tantito, leyó y
sonrió satisfecho, luego se sentó detrás de su escritorio y yo dudé un instante, pero luego me
desplomé sobre la silla, vi a mi alrededor y lamenté la desolación de mi casa vacía. El viejo
olvidó su gesto adusto, con sus manos me indicó que no me moviera. Lo hizo con gran auto-
ridad, como si yo fuese un títere. Me quedé como estatua y él colocó una hoja sobre su má-
quina portátil y comenzó a escribir. Lo hizo con una gran velocidad, a pesar de hacerlo con
dos dedos. Sólo interrumpía su labor al verme con detenimiento. Abrió los brazos y yo supe
que debía moverme. ¡Ésa era mi prueba de fuego! ¡Golpeé la pared, tomé la fotografía don-
de estaba ella, la mujer que me había abandonado y la sometí a la flama de un encendedor!
Comenzó a llover, abrí la ventana y dejé que los pies de la lluvia corrieran desaforadamente
sobre el tejado. No cesaban los rayos y los relámpagos. Sentí miedo, mucho miedo, porque
el vacío es más intenso cuando los vientos azotan sobre las paredes y ventanas de una casa.
¡Así fui contratado!

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L a novela en Chiapas

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Sobre El heredero y el miedo


de Alfredo Palacios Espinosa

Alfredo Palacios Espinosa nació el 16 de enero de 1948 en el ejido Niños Héroes del munici-
pio La Concordia, Chiapas, en la región conocida como la Frailesca, donde vivió en el rancho
de sus bisabuelos maternos hasta los nueve años. Crecer entre árboles, ríos y comunidades
indígenas marcaría el carácter de Alfredo Palacios Espinosa: serio, rayando en la solemnidad;
un irónico que prefiere la sonrisa a la risa estruendosa; inteligente, poseedor de una mirada
profunda y analítica; sarcástico, temerario, valiente.
Sus padres, don Eduardo Palacios Ríos y Guadalupe Espinosa Ventura, decidieron que, una
vez cumplidos los nueve años de edad, su hijo necesitaba proseguir sus estudios y eligieron mu-
darse a Tuxtla Gutiérrez. En la capital lo matricularon en la primaria Rodulfo Figueroa, donde
concluyó su educación primaria. El cambio de ambiente fue difícil para un niño que se había
acostumbrado a caminar por las veredas de las montañas, subir a los árboles, nadar en los ríos.
Ahora debía aprender a vivir en una ciudad que se le hacía enorme, con sus calles empedradas,
sus cuadras de casas solariegas, los populosos mercados, los autos avanzando bajo el inclemen-
te sol del verano. Palacios Espinosa encontró en los libros un refugio y una puerta para explorar
el mundo, desde pequeño entendió que leer era una forma de la felicidad.
Una vez concluidos los estudios de primaria, se trasladó a Pueblo Nuevo Solistahuacán para
ingresar como interno al Colegio Linda Vista. En aquellos años la carrera magisterial era muy
socorrida por los jóvenes de pocos recursos económicos. Alfredo Palacios Espinosa no dudó
en convertirse en profesor al terminar los estudios de secundaria, por lo que una vez tomada
la decisión emprendió su primer viaje verdaderamente largo. Se dirigió a la ciudad de Oaxaca,
donde comenzó sus estudios en el Centro Regional Normalista de Oaxaca. El ambiente del
centro regional normalista le fascinó. La intensidad con que los jóvenes vivían fue un aliciente
para Palacios Espinosa, quien ya mostraba un carácter entusiasta, participativo, en actividades
cívicas, culturales y posteriormente políticas. El intercambio de ideas y lecturas le permitió cre-
cer intelectualmente; las reflexiones sobre la situación económica y social de México, el análisis
de cómo se estaba desarrollando la lucha de clases y el papel que debían tener los maestros
normalistas como transformadores de la realidad lo comprometieron con su tiempo.
La agitación política, los círculos de estudios y su involucramiento en la organización social
lo llevaron a descubrir el teatro, que se convertiría en una de sus pasiones. Alfredo Palacios

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Antología crítica

Espinosa comenzó a actuar en pequeñas obras. Su carisma, liderazgo y conocimiento lo condu-


jeron a terminar dirigiendo a sus compañeros. Ahora Palacios Espinosa no sólo era un brillante
estudiante, un joven entusiasta de las ideas de izquierda, sino también el mejor director de
teatro. Todas esas cualidades no tardaron en llamar la atención de tirios y troyanos: querido por
muchos, repudiado por algunos. Sin duda destacaba de entre sus compañeros, tenía un perfil
interesante para el propio centro regional normalista y para la vida magisterial de Oaxaca.
Una mañana le informaron que había sido merecedor de una beca para irse, ahora sí, lejos:
a Cuba, para estudiar análisis dramático y dirección escénica. El problema para Palacios Es-
pinosa era que no había concluido sus estudios, pero el entusiasmo pudo más y partió hacia
La Habana dejando truncos sus estudios magisteriales.
La formación en la Casa de las Américas en La Habana fue fundamental para Palacios Espi-
nosa. Estudiar en Cuba no sólo significó acercarse a nuevas formas de entender el arte dramáti-
co, sino también observar de cerca la vida en un país socialista. Las ideas políticas, el carácter de
lucha, la entrega por ideales que se suponían superiores transformaron a nuestro autor.
Una vez que regresó a México, Palacios Espinosa se inscribió en la Escuela de Artes Dra-
máticas del director japonés Seki Sano, conocido ni más ni menos como “el padre del teatro
en México”. Ahí aprendió técnicas de actuación, concentración de los nervios y los sentidos,
libertad muscular, improvisación, pantomima, entrenamiento de la voz, enunciación, fraseo
teatral, entrenamiento del cuerpo, gimnasia, etcétera.
La experiencia de Alfredo Palacios Espinosa en materia de teatro era amplia, desde los
días en que dirigía a sus compañeros en Oaxaca. Su paso por la Casa de las Américas en La
Habana y las clases con el maestro Seki Sano le permitieron trasladarse a la ciudad de Monte-
rrey para hacerse cargo de su Instituto de la Juventud. Al tiempo ya estaba dirigiendo el teatro
Calderón de la Ciudadela y después el teatro de la Azotea de la Universidad Autónoma de
Nuevo León.
En 1968 regresa a Chiapas, integrándose a los trabajos de la construcción de la presa La
Angostura (se encarga de realizar las indemnizaciones de la movilidad de pobladores de las
tierras ocupadas para la construcción de la presa). En este periodo vuelve a fungir como
profesor de primaria en el paraje Xixiltón del municipio de Chenalhó y luego en Oquem,
municipio de Huixtán. La convivencia con las comunidades indígenas reforzó sus conviccio-
nes políticas. La pobreza en que vivían sus alumnos, la falta de medios de comunicación y la
escasez de medicinas hacían que Palacios Espinosa prosiguiera con sus reflexiones en torno
a la necesidad de nuevas formas de convivencia social.
En 1970, durante el gobierno de Manuel Velasco Suárez, Alfredo Palacios Espinosa es in-
vitado para hacerse cargo de la Dirección de Difusión Cultural de la Secretaría de Educación
Pública de Chiapas. Vendrían varios cargos públicos, todos relacionados con la educación,
además de impartir clases en planteles como la Escuela Técnica Industrial 19, la escuela Beli-
sario Domínguez, el Centro de Educación Básica del Estado de Chiapas, la Escuela Normal

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L a novela en Chiapas

del Estado. Fue subsecretario de Educación y secretario de Educación durante el gobierno


de Pablo Salazar Mendiguchía. Fungió como director del Consejo Estatal para las Culturas
y las Artes de Chiapas en el periodo 2006-2008. Este periodo es muy importante en la vida de
Alfredo Palacios Espinosa, ya que formó parte del gobierno de Juan Sabines. Éste emprende-
ría una persecución abierta en su contra, motivando la escritura de la novela El heredero y el
miedo, trabajo que muestra una mirada descarnada del gobierno de Sabines. Los abusos de
poder, el tráfico de drogas e influencias, el dispendio del erario forman parte del tejido narra-
tivo de la vida de uno de los periodos más oscuros de la historia de Chiapas.
Palacios Espinosa publicó en 1992 Los confines de la utopía. Memorial de agravios en los
parajes de la mala muerte. En la introducción podemos leer un texto ilustrativo en varios sen-
tidos: “Versión novelada que propone una visión distinta de la vida y la muerte de los líderes
chamulas Pedro Díaz Cuscat y Jacinto Pérez Chixtoj, presentados como ‘bestias’ en escritos
de historiadores o escritores interesados en justificar lo injustificable para proteger el linaje
de quienes se han apoderado del control de Chiapas”. El párrafo nos muestra a un autor con
una preocupación social y sobre todo con una necesidad de realizar una nueva revisión de la
historia y la novela en Chiapas. Es interesante contrastar las afirmaciones de Heberto Morales
al referirse a los motivos que lo llevaron a escribir su novela Jovel, serenata a la gente menuda
al referirnos:

Lo que yo hacía al escribir era completar una forma de representación; la mayor parte de Chia-
pas no son los indios; los indios son un porcentaje elevado comparativamente con los otros
estados de México; Chiapas y Oaxaca son los estados con mayor número de indígenas; pero
aún así ni son la totalidad ni siquiera son la mayoría; entonces la mayoría está formada por esa
otra gente o soslayada o maltratada en el resto de la novelística; lo que quiero es darle a esa gente
una imagen; y quiero que la imagen sea buena (Rodríguez-Arenas, 2009: 16).

Ambos escritores pretenden enmendar lo escrito en novelas que, según ellos, muestran
falsamente ciertos sucesos, acontecimientos y actores de la historia de Chiapas. Para Heberto
Morales quienes merecen una voz que los represente son los mestizos, la gente menuda, y
para Alfredo Palacios Espinosa son los indígenas. He mencionado con anterioridad que es
muy probable que Heberto Morales esté dialogando con la obra de Rosario Castellanos y B.
Traven. En el caso de la novela de Palacios Espinosa es muy probable que el diálogo se esta-
blezca con la novelística de Flavio. A Paniagua. Es interesante observar que ambas novelas,
las de Morales y Palacios Espinosa, se publicaron el mismo 1992.
En Los confines de la utopía Alfredo Palacios Espinosa narra la historia del levantamiento
tsotsil de 1869. El foco narrativo se ubica desde la perspectiva de los personajes indígenas.
El novelista se empeña en mostrar un conflicto síntesis que permita al lector entender un
devenir histórico donde los indígenas han sido utilizados por los mestizos, primero en el

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Antología crítica

levantamiento de 1869 y después en el conflicto entre miembros de la sociedad de San Cris-


tóbal de Las Casas y Tuxtla Gutiérrez, en 1911.
Palacios Espinosa intenta, sin conseguirlo, una trama fluida que sintetice los dos aconteci-
mientos históricos. Las reivindicaciones políticas de pronto parecen más importantes que el
cuidado de la prosa, la construcción de personajes y dotar de verosimilitud a la historia que
se narra.
En El heredero y el miedo nos encontramos con un autor que domina ciertas técnicas na-
rrativas. La estructura sustentada en un narrador extradiegético; la descripción afortunada de
espacios y escenarios; personajes profundos; los contrastes en los caracteres de los personajes
y la habilidad para escribir los diálogos, que muestran naturalidad y fluidez, hacen de esta
novela un documento importante para la historia de la novela en Chiapas.
El heredero y el miedo surge a partir de la persecución política y legaloide que emprende
el exgobernador Juan Sabines contra importantes personajes que habían fungido como fun-
cionarios durante el gobierno de Pablo Salazar, convertido en enemigo acérrimo de Juan Sa-
bines, al grado de encarcelarlo durante algunos años en El Amate. Alfredo Palacios Espinosa
dedica la novela, además de su familia, a “mi amigo Pablo”.
Palacios Espinosa realiza una profunda investigación sobre el sexenio de Juan Sabines. La
novela nos informa de lugares, nombres, direcciones, horarios y movimientos oscuros para
ganar adeptos y eliminar a enemigos reales e imaginarios. El personaje principal es un ser
embrutecido de poder. La novela cuenta la degradación de un ser humano, cómo un joven
político se convierte en amo y señor del estado de Chiapas a cambio de su propia integridad
humana. Palacios Espinosa construye una trama equilibrada, los sucesos llevan al lector en
un suspenso que se hace adictivo. La información que proporciona es una importante apor-
tación para la comprensión de los entretelones de la política de nuestro estado.

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L a novela en Chiapas

vx

El heredero y el miedo.
Retrato del peor sexenio de Chiapas
Alfredo Palacios Espinosa
—2013—

Como hombre de costumbres arraigadas, esa mañana de domingo al igual que las anterio-
res, el viejo Macario disfrutaba acostado en la hamaca del corredor de la casona de la finca
Las Palomas, después de darle de comer a los animales y de caminar alrededor de los linderos
de esa tierra que sus padres labraron para criarlo con esmero, como el hijo único que fue.
Ahora para él y su mujer, Ada Celia, es el lugar ideal de descanso y tranquilidad después de
cada semana de intenso trabajo en la ciudad. En este lugar creció y convivió con los hijos de
los fundadores del ejido La Candelaria, colindante con su propiedad, con quienes lleva una
buena relación, no sólo de vecinos y contemporáneos, sino de amigos y compadres. La finca
es una propiedad que viene desde sus abuelos y resume sus recuerdos y querencias. En este
lugar están enterrados sus ancestros y en éste quiere descansar cuando Dios lo disponga. De
niño disfrutó todos los espacios y con sus hijos fue igual, por eso desea lo mismo para sus
nietos, aunque nacidos en la ciudad y visitantes frecuentes de centros turísticos y grandes ciu-
dades, quiere que sepan valorar y disfrutar la vida del campo. Es su mayor ilusión que tengan

Alfredo Palacios Espinosa (La Concordia, 16 de enero de 1948).


Realizó sus estudios superiores en el Centro Regional Normalista de Oaxaca y cursos de teatro escénico con el
maestro Seki Sano en la Ciudad de México. Becado, estudió estructuras dramáticas en la Casa de las Américas
de La Habana, Cuba. Ha ocupado los cargos de secretario técnico del Liceo del Sureste de Oaxaca; director del
teatro Calderón de Monterrey y coordinador de Difusión Cultural de la Secretaría de Educación Pública de Chia-
pas. Catedrático en la Escuela Normal del Estado y Preparatoria Número 1 de la capital chiapaneca. Fue coor-
dinador cultural del Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas; subsecretario de Educación Básica de la Secretaría
de Educación en el estado; director del Centro de Educación Básica del Estado de Chiapas de Tuxtla Gutiérrez
y del Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas. Dedicado a la literatura, ha escrito novela, poesía,
cuento y teatro. Ha obtenido diversos reconocimientos, entre los que destacan el de mejor director escénico de
1969 en Monterrey; primer lugar en ensayo del concurso organizado por el ayuntamiento de Tuxtla Gutiérrez en
1971; segundo lugar en cuento del certamen convocado por el ayuntamiento municipal de Guadalajara, Jalisco,
1976; segundo lugar en los Juegos Florales del Magisterio de la Sección XL del SNTE, en 1978, y primer lugar en
los Juegos Florales del Magisterio de 1982. Premio Nacional de Teatro Histórico 1989 con El tribuno y el usurpador
y Segundo Premio Nacional de Crónica 1992, año en que estrenó su obra Los agravios de su ilustrísima, versión
escénica de la sublevación de los indígenas tseltales de 1712.

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Antología crítica

nociones de dónde y cómo se obtienen los alimentos y que aprendan a vivir en armonía con
la tierra. Por eso cada fin de semana, con su mujer y compañera de toda la vida, convoca a
sus tres hijos para que lo visiten con la familia; por esta misma razón se esmeró en remodelar
la vieja casona y sus anexos para hacerla más cómoda. Amplió la poza que deja el arroyo
de agua limpia que brota del cerro y que está a trescientos metros de la casona, para que la
disfruten los suyos. Con los años de protección y resiembra de árboles, alrededor del ojo de
agua, el lugar resulta ideal para pasarla a gusto.
La finca está a sólo doce kilómetros de Tuxtla, sobre la carretera a la ciudad de Ocozo-
coautla, llamada popularmente Coita. La mancha urbana llega cerca. Un letrero, al pie de
un gran árbol de chucamay, indica el camino de desviación al ejido La Candelaria, que es el
mismo para la finca. Desde la parada donde está el árbol se aprecian los movimientos de los
que habitan o visitan Las Palomas, a su vez, acostado en la hamaca, el viejo observa el ir y
venir de los carros que transitan por esa vía.
Ese domingo, como todos los de su vida, se levantó muy temprano. Cando salió de la casa
procuró hacer el menor ruido posible para no despertar a la familia. El patio todavía estaba
oscuro. Los gallos cantaron y las otras aves, desde los árboles que rodean la finca, contesta-
ron. Se estiró, llevándose la mayor cantidad de aire fresco a los pulmones; luego empezó a
caminar flanqueado por Sultán, el fiel pastor alemán que iba con él a todos lados. De regreso
se dirigió al establo para darle pienso a los caballos y a las dos vacas con cría. Se puso las
botas de hule para seguir haciendo los quehaceres indispensables en la finca, como alimen-
tar a todos los animales, lo que normalmente hacen los dos trabajadores durante la semana,
pero los domingos descansan, así que él se reserva el gusto de hacerlo: puso agua y maíz a las
gallinas; dio a los borregos la ración de alimento que los trabajadores le dejaron preparado;
hizo lo mismo con los pavorreales y las gallinas guineas que merodean libremente por el patio
sin descuidar a sus crías del gavilán que, por ese tiempo de sequía, sobrevuela en las alturas
en busca de alimento. Las actividades de la finca, a diferencia de las empresas constructoras
y de transportes de carga que tiene, no le reditúan ganancia, pero suele decir que le dan la
energía necesaria para seguir viviendo, porque le permiten recrear la infancia que vivió en
aquel lugar de gratos recuerdos, de aromas de anona, chincuya o maluco. Cuando sus nietos
se levantaron, recorrió con ellos las instalaciones de los animales para verlos comer. Luego
los acompañó para que pusieran agua a las plantas del corredor antes de desayunar con toda
la familia. Un rato después, con doña Ada Celia al frente, la familia se adelantó al ojo de
agua para que él terminara de atender a los amigos del ejido que llegaron a saludarlo. Montó
de dos en dos a los más pequeños de sus nietos en los caballos que previamente escogió y
ensilló para que los llevaran jalando sus padres. Cuando los despidió, vino a sentarse nueva-
mente junto a los cuatro ejidatarios que se acomodaron en las butacas de cuero del corredor.
Con ellos la plática es de la más común, sin comentarios extraordinarios. Ellos no saben de
política ni de las novedades empresariales. Hablan del clima que pronostica el calendario

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L a novela en Chiapas

Galván, que siguen consultando con el propósito de conocer cómo vienen las cabañuelas y
las canículas, para preparar las siembras en función de ello. Hablan, como buenos vecinos y
amigos, de los sucesos de la comunidad: quién se casa con la hija de quién; de los jóvenes que
se van a los Estados Unidos a probar suerte y de quienes se adelantaron rumbo al más allá.
Con frecuencia rememoran las vivencias y las anécdotas que vivieron durante la niñez, para
volver a disfrutarlas y reír juntos; si entre ellos viene algún joven, aprovechan para recordar
sus ocurrencias, a modo de enseñanza. Él sigue ayudando en lo que puede, con gestiones
desde los cargos políticos desempeñados o dándoles trabajo en la empresa constructora y la
de transporte que preside con sus hijos, o simplemente, prestándoles el tractor para preparar
sus parcelas o ayudándoles a mantener en buen estado el camino desde la carretera hasta
la calle principal de las casas del ejido. Con su mujer se convirtieron en padrinos de media
colonia. Mira por el bienestar del ejido y ellos cuidan que nadie haga perjuicio en Las Palo-
mas. Sus hijos siguen la misma relación fraternal con los ejidatarios. Las esposas de sus hijos,
nacidas en grandes ciudades del centro de la república, son las únicas que no comprenden
completamente el apego que tiene con la finca y con los ejidatarios. Cuando llegó su amigo
Pío Quinto Samayoa alrededor de las diez y media de la mañana, los ejidatarios aprovecha-
ron para despedirse de mano.
A esa misma hora, a la sombra del chucamay, el torvo Silenio, acompañado de Antolín
Capito Ruiz, apodado el Chele, y Sabas Orantes Bielma, conocido también como el Chalala,
está instalado en una Suburban de color negro, sin placas. Aquel trío siniestro observa cada
movimiento de la finca, desde aquel punto de la carretera, por tercer domingo consecutivo.
Los tres vieron cuando la familia se perdió hacia atrás de la casa principal, mientras el empre-
sario Macario siguió platicando con cuatro hombres de sombrero que se despidieron cuando
llegó una camioneta de donde bajó un hombre de la misma edad del dueño del rancho. Sile-
nio, con el número de placas del vehículo, constató en la computadora que el recién llegado
estaba en la lista de las personas que debía amedrentar como primer aviso. Con el sombrero
que le cubría la cabeza, empezó a hacerse aire al rostro. Conforme avanzaba el día, sintió que
el calor de la Cuaresma y el reflejo del sol que rebotaba sobre el pavimento de la carretera
aumentaban. Dentro de la camioneta sus dos acompañantes fuman, como chinacas. Silenio
salió de la camioneta, el calor y el humo de los cigarros hacían insoportable permanecer den-
tro. Estiró las piernas, mientras recordó el momento en que fue recibido por su madrina para
hacerle el encargo tres semanas antes. A partir de ese día se convirtió, con sus acompañantes,
en la sombra del viejo Macario. No fue difícil seguir a la víctima porque, como un animal de
costumbres fijas, hacía los mismos recorridos cada día: de su casa a la empresa y de ahí a su
casa. Los jueves por la tarde se reunía con los amigos en el domicilio de uno de ellos para
jugar dominó y echarse unos tragos. Cada semana, la reunión se hacía en un hogar diferente.
El fin de semana remataba reuniéndose con la familia en la finca; después de verificar el pago
de la raya a los trabajadores de las dos empresas, actividad que realizaban con eficiencia sus

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Antología crítica

hijos, pero que a él gustaba supervisar, porque solía decir: “El salario del trabajador es sagrado
y debe pagarse puntualmente. Ningún pretexto justifica retrasar o dejar de pagarles”. Esto
lo tenían muy presentes sus descendientes. Además de convivir con su familia, recibía a los
amigos y personas que lo buscaban para platicar.
Silenio, como líder de los chacales, observó detenidamente los alrededores de la finca, tra-
tando de localizar cualquier obstáculo que pudiera oponerse al encargo encomendado por la
vieja Dolores. Después de hacer su recorrido con la vista, vio en el reloj que traía en la muñeca
del brazo derecho que faltaban dos minutos para las doce del día. Algo le preocupaba, no era
el mismo de siempre. Recordó, sin querer, al viejo que le enseñó el oficio de matar, cincuenta
años atrás en la sierra de Guerrero, cuando le dijo: “Recuerda que cuando la mano te tiemble
o te sientas inseguro del encargo, es el tiempo de tu retiro, para vivir tus últimos días en so-
ledad, si es que te dejan tus fantasmas. Es el tiempo de pasar la estafeta y tus conocimientos
del oficio a una sangre nueva, porque se requiere no sentir compasión ni remordimiento de
conciencia”. Sacudió la cabeza tratando de olvidar esos pensamientos que, a su juicio, no
venían al caso. Él se sentía con mucha cuerda para continuar haciéndolo. El sol caía a plomo
para hacer reverberar el calor sobre el pavimento de la carretera. Pensó que ése era el mejor
momento para cumplir con el encargo recibido. En la finca nada más estaba Macario, que
se despedía de su última visita. Todo era silencio y soledad. No había testigos ni dificultad
para emprender la retirada, por eso escogió la finca para la ejecución. Ese día domingo estaba
decidido para llevarla a cabo. La finca ofrecía las mejores condiciones en ese momento. Se
recargó sobre la puerta de la camioneta. Un rato antes, oyó cantar a los gallos que, sin querer,
le trajeron a la memoria su infancia en La Montaña de Guerrero. “¡Me estaré poniendo senti-
mental o es propio de la edad ponerse nostálgico?”. Consideró que esos pensamientos sobre
su infancia y juventud eran de mal augurio. Le dio la última aspirada al cigarro. Tiró la colilla
a la cuneta antes de meterse nuevamente a la camioneta. Sentado frente al volante revisó el
revólver calibre 38 que llevaba en la cintura para ponérsela entre las piernas, en tanto los cóm-
plices, por imitación, hacían lo mismo con las armas largas y sofisticadas que descansaban
sobre el asiento trasero. Debía apresurarse a cumplir la encomienda.
—Bueno, compadre, ya me voy. Ya platicamos sabroso mientras nos echamos entre pe-
cho y espalda esos tres pajuelazos de tequila. Ya constaté que gozas de gran salud y hasta
negocio hicimos. Cuento con que me envíes, mañana mismo, las tres retroexcavadoras en el
camino que estoy abriendo entre Pacayal y Nuevo San Juan, en el municipio de Las Margaritas.
—Claro que sí, hombre. Ya entendí las señas que me dejaste para que llegue la gente con
las máquinas. Vete tranquilo. No te preocupes, viejo jodón. Cada sábado irá Israel, el encar-
gado, a darles mantenimiento para que no dejen de trabajar. Tendrás esa maquinaria como la
quieres, ahora que tienes trabajo y yo tengo la maquinaria parada por estar vetado.
—Acuérdate que también yo estoy vetado por ser tu amigo, y que ésta es una obra con
recursos federales ganada en concurso nacional, de otro modo también estaría sin chamba.

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L a novela en Chiapas

—Lo sé y me encabrona que hasta a mis amigos, por el sólo hecho de serlo, los fastidien
para alejarse de mí. Los que se doblegaron no los juzgo, creo que lo hacen para proteger su
patrimonio.
—No te preocupes, que cuando llueve todos se mojan y cuando hay sequía todos padecemos
sed. Así debe ser la amistad. No olvidemos que la política se traga afectos y valores de los
hombres, mucho más cuando olvidan que la política es veleidosa, como la rueda de la fortu-
na, a veces arriba, a veces abajo. A veces te toca quemar los cohetes y a veces recoger las varas.
Unas veces te toca bailar y en otras quedarte sentado.
—Ya te lo aprendiste bien, pareces un político profesional. —Ambos ríen sus ocurren-
cias—. Bueno, compadre, me voy, porque tengo a los míos esperándome y reclaman mi
presencia. No sólo tú tienes familia, también yo tengo la mía. Me saludas a mis ahijados.
—Espérate, compadre —gritó para que le oyera sobre el ruido del motor—. ¿No quieres
saludarlos personalmente? Allá en la poza está tu comadre. Nos echamos otro pajuelazo pa
que ande el macho. Vamos y regresamos en la camioneta para que veas cómo quedó el lugar,
con los últimos arreglos que hicimos y aprovechan mis hijos y tu comadre a saludarte.
—No, compadre. Ya estuvo bueno por hoy. Otro día, con más calma, vengo con tu coma-
dre y tus ahijadas para disfrutar de ese lugar que tanto presumes.
—Cuando tú digas. Vénganse desde la mañana a desayunar y se quedan a la comida, que
tenemos hartas gallinas para torcerles el pescuezo y echarnos un buen caldo con tortillas de
mano, como te gustan.
—Eso está más tentador y te voy a tomar la palabra —contestó agitando la mano en señal
de despedida, instalado en su camioneta. Con la sonrisa en los labios, Pío Quinto metió la ve-
locidad para acercarse despacio al corredor donde estaba Macario Ventura—. Se me olvidaba
preguntarte, ¿ya observaste la Suburban negra que está en la carretera?
—Sí. Hombre, son mis guaruras que me cuidan. —Ríe— Ya en serio, es la gente de Pedro
que me sigue como mi sombra, lo hacen para intimidarme. Cada día cambian de carro, pero
son los mismos. Vete tranquilo, compadre, son chivas que no dan leche.
—No te confíes, compadre. Cuídate. —Soltó el freno para dirigirse a la carretera. Cuando
pasó cerca de la camioneta estacionada alcanzó a distinguir a los tres hombres sentados en
el interior del vehículo, que con el sombrero y las gorras ladeadas trataron de esconder su
identidad, viendo hacia el lado contrario.
Macario se dispuso a alcanzar a la familia en la poza. Alzó la vista, haciéndose sombra con
la mano para ver la posición del sol. “Ya es medio día”, se dijo, cuando empezaron a cantar
los gallos en el gallinero en forma sucesiva hasta oírse los de la colonia como un eco lejano.
Suspiró pensando: “Están avisando que va a cambiar el tiempo”.
Sultán, que había permanecido echado al pie de la hamaca durante el tiempo que su amo
estuvo acostado, se paró a seguirlo cuando éste dejó la hamaca para sentarse con los visitan-
tes. Más tarde, al retirarse la última visita, volvió a levantarse y se estiró sobre sus cuatro patas.

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Antología crítica

Él, con el morral en la mano que su mujer le dejó preparado, con la toalla y las chanclas
para que lo llevara al río, oyó el cacareo de una de las gallinas, coreada por otras, para festejar
con algarabía la puesta de los huevos. No pudo resistir el deseo de recoger los huevos ni quiso
dejarlo para cuando volviera de la poza. “Luego me olvido”, se dijo. Dejó la bolsa de la toalla
sobre una de las butacas para tomar el cesto y dirigirse al gallinero. Era una actividad que le
gustaba hacer. Volteó hacia la carretera cuando dejó el corredor de la casa. Vio la camioneta
negra con los tres vigilantes y pensó cerrar antes de irse para que no fueran a meterse a su
propiedad. “Son tan bandidos estos cabrones que hasta robagallinas deben ser”. Atravesó el
patio con dirección al gallinero, seguido del perro que lo acompañaba a todos lados. Sultán
tuvo tiempo de darse un revolcón de tierra caliente a medio patio, que Macario, fiel creyente
de los saberes populares, interpretó, al igual que el canto de los gallos, que estaba anunciando
otra visita, por la creencia campesina de que cuando canta el gallo a mediodía, regaña el fuego
del fogón o se revuelca el perro en el centro del patio, es presagio de visita o que el tiempo va
a cambiar. Llegó a la tranca del gallinero y se metió.
Silenio, desde su asiento, siguió midiendo los movimientos del empresario hasta que des-
apareció en el gallinero. Sin comentar nada, prendió el motor de la camioneta, se persignó pi-
diendo a la Virgen su protección. Los de atrás, fieles imitadores de sus movimientos, hicieron
lo mismo. A diferencia de otras ejecuciones se sentía incómodo sin saber por qué. Desde que
llegaron al lugar escogido para cumplir el encargo estaba tenso, preguntándose: “¿Será que
estoy perdiendo el entusiasmo por este tipo de trabajo? ¿O me llegó el momento del retiro, en
pleno ejercicio del poder de mis protectores?”. Dio varios acelerones para asegurarse de que
el motor estaba en buenas condiciones, cuando vio que Macario Ventura Cifuentes salió del
gallinero con la cesta en la mano, les dijo a sus cómplices:
—¡Llegó la hora! ¡Vamos por él! —El Chele y el Chalala, como perros de caza, tensaron
el cuerpo y le quitaron el seguro a los rifles R15, alistándolos para disparar. La camioneta al
dejar la carretera internacional, por la velocidad con que bajó, pareció brincar la rampa al
tomar el camino de unos cien metros para llegar a Las Palomas. Las llantas de la camioneta
chirriaron levantando una polvareda, al frenar de golpe, frente al empresario que se quedó
paralizado desde que el vehículo se descolgó a gran velocidad. Cuando en lugar de seguirse
hacia La Candelaria, atravesó el portón de su propiedad, tensó el cuerpo. El recorrido de la
camioneta de la carretera hasta que se detuvo frente a él, fue cosa de fracción de segundos. El
encuentro entre la máquina y el hombre, entre la vida y la muerte, fue a medio patio. Tomado
por sorpresa no pudo o no supo qué hacer cuando irrumpieron, pensó que era un acto más
de intimidación, pero cuando descendieron los dos tipos que venían en el asiento trasero de
la Suburban y, sin decir nada, se plantaron para descargar sus armas, al instante supo que
venían a quitarle la vida. Los ladridos de Sultán obligaron a uno de los asesinos a dejarle ir
una ráfaga. El cuerpo del empresario se quebró al instante. El perro se separó un poco de su
amo, arrastrándose sin dejar de aullar lastimeramente, viendo hacía donde estaba caído su

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L a novela en Chiapas

amo. Macario, cuando empezaron a dispararle, sintió que se sacudía con los impactos de las
balas pensando que no era su cuerpo, porque su mente estaba con su familia disfrutando la
frescura de la poza. Lo último que sintió fue que se hundía al fondo del agua, que sus pies
tocaban fondo y que le invadía un profundo sueño. Mientras, en el último hálito de vida,
pasaron velozmente los recuerdos de su vida, su infancia, sus amores, sus nostalgias y sus in-
dignaciones, hasta los titulares de los periódicos que un día lo presentaron como estafador y
explotador de los trabajadores, entremezclados con escenas de la familia. La transición de la
vida a la muerte fue en un instante. En tanto que el Chele y el Chalala como locos, descargan
sus armas sobre él, a no más de tres metros de distancia. Silenio reversó de golpe para quedar
con el frente hacia la tranca.
—¡Vámonos, vámonos! —urgió a sus secuaces.
—¿No le va a dar el tiro de gracia?
—¡Con una chingada, vámonos!
Éstos se treparon con prisa al asiento trasero y cerraron de golpe las puertas que habían de-
jado abiertas al bajar con sus armas. Con el arrancón, nuevamente hacia la carretera, dejaron
en el ambiente el olor de hule quemado y la polvareda al derrapar las llantas. Se integraron
con los otros carros que a esa hora transitaban sobre la carretera internacional, para perderse
en el tráfago de la ciudad de Tuxtla. No vieron a los dos jóvenes del ejido La Candelaria que
en ese momento se dirigían a la carretera para esperar el autobús que los llevaría a Coita y que,
cuando la camioneta se descolgó de la carretera principal a toda velocidad, se pegaron a la
cerca de la casa para esconderse en un macollo de candox, temerosos de ser atropellados. El
instinto hizo que se escondieran, por eso alcanzaron a ver al tipo que conducía la camioneta y
a los dos que descendieron del asiento trasero para asesinar al padrino Macario en el patio de
la finca. Cuando la camioneta salió a toda velocidad dejando al dueño de la finca tirado en el
patio, los dos jóvenes salieron corriendo para avisar en la colonia lo que acababa de suceder.
Atrás quedó el cuerpo sin vida de Macario Ventura, tirado boca arriba, a pleno sol. Desan­
grándose por varias partes. Su muerte fue instantánea, la cantidad de balas que tenía no deja-
ba ninguna duda. El fiel Sultán, herido como estaba, se arrastró desangrándose para olisquear
a su amo y seguir gimiendo lastimeramente.
Hasta la poza llegó el eco de los disparos, pero no hicieron mayor caso o no los escucharon
por el ruido del agua y la algarabía de los niños que jugaban fuera de la poza, unos nadaban
y otros practicaban clavados o se columpiaban de los lazos que colgaban de una de las ramas
que se inclinaba sobre la poza. Fue la abuela Ada Celia quien se afligió por la tardanza del
viejo empresario y pidió a su hijo Samuel, que todavía no se metía al agua, que regresara a la
casa y trajera a su papá.
—Ve por tu papá. Móntate en uno de los caballos y dile que sus nietos están aquí por su
insistencia. Si todavía tiene visitas que se los traiga, traje suficiente comida, pero que se venga
contigo. Asegúrate de que cierre las puertas de la casa y le ponga candado al portón del patio,

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Antología crítica

por aquí no hay ladrones, pero estamos muy a la orilla de la carretera y tu padre es muy
confiado, piensa que todos son honrados, pero sobre todo, tráelo, por amor de Dios. A este
hombre lo buscan tanto que hasta parece mujer —dijo riendo, sin imaginar la desgracia que
acababa de ocurrir.
Cuando el hijo llegó al patio de la casa, con el caballo al trote, coincidió con la llegada de
algunos ejidatarios que, avisados por los jóvenes, acudían a ver lo sucedido. Samuel se quedó
impávido, sin saber qué hacer al ver el cuerpo de su padre desmadejado y sin vida sobre un
charco de sangre, cuidado por Sultán gravemente herido. Reponiéndose de la sorpresa, se
acercó, desmontó tembloroso, ayudado por los ejidatarios para acercarse a su padre y tratar
de auxiliarlo. Al ver que estaba muerto le cerró los ojos y corrió a la casa por una sábana para
cubrirlo, pero en su mente quedó registrada la expresión de sorpresa en el rostro de su padre.
El perro sin poder moverse, ni mover la cola, nada más agachó las orejas profiriendo peque-
ños pujidos como buscando protección. Con la rabia contenida, el dolor oprimiéndole el pe-
cho y con la vista nublada por las lágrimas que le salían, como autómata, montó nuevamente
a caballo, le pegó pajuelazos para salir corriendo a la poza, gritando:
—¡Mataron a mi papá! ¡Mataron a mi papá!

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L a novela en Chiapas

vx

Sobre Fragmentaciones
de José Falconi

José Falconi nació el 14 de marzo de 1953 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Es hijo de la maestra
normalista Ángela Oliva Ruiz, hermana del poeta Óscar Oliva, y del poeta y periodista José
Reynaldo Falconi Castellanos. Su padre trabajaba en el periódico El Heraldo de México cuan-
do se le comisionó para cubrir la campaña electoral de Luis Echeverría. Una mañana muy
temprano, antes de que amaneciera, don José Reynaldo desayunó algo rápido, bebió una taza
de café bien cargado y se despidió de su mujer, que se preparaba para ir a la escuela donde
trabajaba. Ese 25 de enero de 1970 la vida de la familia cambió para siempre. Horas después,
como a las ocho de la mañana, doña Ángela recibió la terrible noticia: don José había muerto
en un accidente aéreo, cuando la nave sobrevolaba el cerro del Mesón, en las cercanías del
aeropuerto de Poza Rica, Veracruz. El avión tipo Convair con las siglas XC-OOK, que per-
tenecía a la Comisión Federal de Electricidad, se estrelló contra la cima del cerro. El piloto
maniobró un rato tratando de encontrar un claro. La niebla era espesa, pero fue imposible; en
la catástrofe murieron catorce personas, en su mayoría periodistas que viajaban para cubrir
la campaña de Echeverría. El único sobreviviente fue un joven periodista de nombre Jesús
Kramsky, que fungía como asistente de don José Reynaldo, quien murió apenas a los cuaren-
ta y siete años de edad.
A pesar de su juventud, don José había destacado en Chiapas como un interesante in-
telectual, hombre de ágil inteligencia y vastísimas lecturas. Rómulo Calzada, asesor del go-
bernador Francisco Grajales, que estaba dotado por un espíritu incansable en cuanto a la
promoción de la cultura en Chiapas, sugirió al gobernador Grajales fundar una institución
que reuniera a los intelectuales del estado con el objetivo de promover las artes y las ciencias.
El 30 de julio de 1948 se fundó el Ateneo de Chiapas. Don José Falconi Castellanos fue uno
de los más entusiastas fundadores del Ateneo. Don José llegó a desempeñarse como director
de la revista Ateneo, “órgano cultural del Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas”. En dicha
publicación colaboraron los intelectuales más importantes de esa época, que para muchos
fue el tiempo de una verdadera revolución cultural.
José Falconi, nuestro autor, cuyo nombre completo es José Amador Falconi Oliva, fue el
segundo de los cinco hijos del matrimonio entre don José y doña Ángela Oliva (los demás
son Delia, Jesús Alberto, Rossana Guadalupe y Óscar Mario). José Falconi se convirtió en

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Antología crítica

un lector voraz desde pequeño. Los libros estaban por todas partes en casa y la lectura era
una actividad natural entre los padres y los hijos. Cuando la familia se trasladó al Distrito
Federal, don José Reynaldo compró una casa ubicada en la colonia Portales, en la calle de
Alhambra, número 312, donde vivirán durante catorce años, hasta la muerte de don José
Reynaldo. Aquella casa se convirtió en un verdadero paraíso para José. Ahí, en su propio
hogar, se realizaban tertulias literarias en medio del jolgorio, risas, chistes, canciones, copas
de bebidas espirituosas y botanas de pura cepa chiapaneca. Poetas y escritores acudían a las
fiestas de la palabra: Roberto López Moreno, Rafael Arles, Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda,
Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, y el primo querido de José, Óscar Oliva, que al paso
de los años se convirtió en una especie de hermano mayor. Oliva a su vez invitaba a poetas
jóvenes como Raúl Garduño, Orlando Guillén y Javier Molina. Una tarde en la casa se cele-
bró una fiesta de proporciones importantes, aquello ya no era una tertulia, sino una verdadera
pachanga. El motivo era el regreso de Eraclio Zepeda y Elva Macías de su largo viaje por la
Unión Soviética y China.
José Falconi tenía entre tres o cuatro años de edad cuando se va con su familia a vivir a
la Ciudad de México; sin embargo, nunca dejó su relación con Tuxtla Gutiérrez. En cada
periodo de vacaciones escolares, la familia viajaba a Chiapas para disfrutar de la casa de su
tío Ariosto, que era hermano de su madre, y la casa de sus abuelos maternos Aurora y Óscar,
mamá Boya y papá Óscar. José Falconi recuerda en su cuento “La brujería del gato”:

Sí que me sucedió algo extraordinario precisamente con mamá Boya, mi angelical abuela materna:
tenía yo ocho o nueve años y pasaba mis vacaciones en la casa de mis abuelos, una casa que evoco
como un sitio maravilloso, llena de misterios, de presencias fantasmales o rotundamente terrenas
como el ejército de arrieras que por las noches invadían los pasillos y que mi abuelo, papá Óscar,
combatía con agua o fuego. El caso es que un día me levanté muy temprano y hallé a mamá Boya
en el comedor bebiendo café negro acompañado de tortillas tatemadas en el comal. Mi abuela
(“abuelita milagros que hace pan de la nada”, dice Leonardo Favio en una canción) me ofreció
café en una taza de peltre y ambos, callados, saboreábamos nuestras infusiones cuando oímos un
extraño silbido que parecía venir del cielo. Salimos al jardín y, siempre en silencio, vimos un ovni
atravesar el cielo de Tuxtla: era una nave de tonalidades rojizas, alargada como un lápiz —inclu-
so terminaba en punta— que volaba con lentitud sobre el valle. Mamá Boya y yo jamás comenta-
mos, ni entre nosotros ni con nadie más, este sucedido […] (Falconi, 2016: 24-25).

Las vacaciones escolares duraban dos meses, tiempo que José Falconi pasaba en Chia-
pas con sus tíos y abuelos. Falconi ingresó a un colegio de padres salesianos que se llamaba
Ciudad de los Niños, Espíritu de México. La escuela se ubicaba en Tlalpan. En realidad se
trataba de una especie de internado. Los alumnos entraban a las siete de la mañana y salían a
las siete de la noche. Rezaban, tomaban clases de catecismo, se practicaban varios deportes:

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L a novela en Chiapas

futbol, basquetbol, boxeo; también realizaban actividades culturales como lectura en voz
alta, teatro y declamación. Todos los días recibían misa en latín. José Falconi fue un niño
muy feliz en aquel colegio. Cerca del edificio escolar se encontraban unos pedregales donde
los niños, organizados en bandas o grupos, acudían para realizar excursiones que muchas
veces terminaban en verdaderas guerras campales a pedradas. La escuela era tan especial
que hasta tenía su propio zoológico. Había coyotes, águilas, una isla con changuitos y otros
animales. Falconi disfrutaba asistir a la escuela. Su gusto por la lectura, el ejemplo de su pa-
dre poeta y el de su madre maestra de escuela lo convirtieron en el mejor alumno de la clase,
además de destacar como un excelente declamador. Falconi declamaba en cuanto festival
se organizaba: el Día de las Madres, el Día del Maestro, el Día del Niño y en las efemérides
patrióticas. Su mayor logro como declamador fue aprenderse La suave patria de Ramón Ló-
pez Velarde, poema con el que ganó el concurso delegacional de las primarias de Tlalpan.
A partir de la memorización del poema de López Velarde a José Falconi le dio por escribir
poemas y cuentos.
El niño admiraba a dos de sus maestros, el padre Machain, que era poeta, y el padre Fa-
rías. Sus mejores amigos fueron Édgar Mason Villalobos y Joel Torres Solís. Al paso de los
años, Édgar inauguró un programa de radio en Morelos, donde denunció las oscuras relacio-
nes de las autoridades y los narcos; un mal día lo asesinaron. Joel se hizo ingeniero y hasta la
fecha sigue siendo gran amigo de Falconi.
Una vez concluidos sus estudios de primaria, José Falconi ingresa a la secundaria número
13 Enrique C. Olivares en la colonia Prado-Ermita. Ahí conoció a un chico, Enrique Alatorre
Guzmán, que le descubre una realidad aparte. Lo introduce al mundo de la cultura de la
psicodelia, al rock, la pintura y la literatura de José Agustín, que representó una verdadera
revelación. Aquéllos fueron años de muchas lecturas y crecimiento intelectual. El último año
de secundaria coincidió con el movimiento estudiantil de 1968. En el plantel 6 de la Escuela
Nacional Preparatoria estudiaba Delina, la hermana mayor de Falconi, quien militaba con
constancia y pasión. Pronto Falconi y Alatorre Guzmán comenzaron a participar en las bri-
gadas callejeras con los jóvenes de la preparatoria. El movimiento del 68, con su festividad
y crudeza, marcó la vida de los amigos; la participación política se convirtió en necesidad y
convicción. En 1969 ambos amigos ingresaron a la Escuela Nacional Preparatoria, Falconi al
plantel número 5 y Alatorre Guzmán al 6.
En la preparatoria José Falconi conoce a Ramón Sosamontes, un estudiante que pronto se
hace su amigo; comparten gustos literarios, musicales y políticos. Una vez que su amistad se
consolidó, Ramón invitó a José a ingresar en las Juventudes Comunistas. Así, junto a otros
alumnos formaron un grupo llamado Los Tábanos, que posteriormente se vinculó a uno
más grande, Los Procesos, llamado así por un documento de Raúl Ramos Zavala intitulado
El proceso revolucionario. José, Ramón y sus amigos publicaron dos o tres números de una
revista llamada El Tábano, “el azote de los bueyes”, que pretendía impulsar las posiciones a

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Antología crítica

favor de la lucha guerrillera en la preparatoria y en algunas facultades de la UNAM. A través


de Sosamontes, Falconi conoció a un personaje importante en su vida: Raúl Ramos Zavala.
Ramos Zavala fue dirigente nacional de la Juventud Comunista. Había sido alumno de Er-
nest Mandel, tenía una gran capacidad de análisis político y económico, además de ser un
excelente dirigente, había estudiado economía en la UNAM y en Europa. Ramos Zavala fue
muerto en un enfrentamiento con la policía en el parque México el 6 de febrero de 1972. El día
que mataron a Raúl Ramos Zavala, José Falconi fue detenido en la casa de sus padres, en la
colonia Portales, junto a otros compañeros, por agentes de la Dirección Federal de Seguridad.
Fueron remitidos a la cárcel clandestina de Tlaxcoaque por seis meses, donde sufrieron toda
clase de torturas y vejaciones, situación que se narra en la novela Fragmentaciones.
Al paso del tiempo, José Falconi conoce al Güero, Florencio Medrano, un dirigente cam-
pesino de orientación maoísta ligado a la guerrilla de Lucio Cabañas. También formó parte
de la Cooperativa de Cine Marginal que fundó Paco Ignacio Taibo II.
Durante años José Falconi escribió poesía. Al paso de los años sus libros fueron tomando
una presencia importante en el medio literario de Chiapas y México. Su voz poética, sus
formas estilísticas y temas se organizaron de tal manera que generaron una visión interesante
del mundo, perfeccionada a través de las herramientas estéticas. Nueve libros de poesía y tres
libros de ensayo muestran el corpus literario de un autor riguroso, inteligente y certero. Los
premios llegaron y su quehacer como escritor recibió el reconocimiento de críticos, autores
y lectores. Temprano en su carrera obtuvo el Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía
Carlos Pellicer para Obra Publicada 1978 por su libro de poemas Cercadas palabras.
En su necesidad por experimentar nuevos registros lingüísticos y estéticos, Falconi escribió
su primer libro de cuentos. La narrativa se convirtió en un espacio que le permitió expresar
distintas maneras de acercarse al material que daba vida a sus obras artísticas. En 2009 nuestro
autor obtuvo el Premio Alejandro Ariceaga para Primera Novela por Fragmentaciones.
Fragmentaciones es una novela estructurada a partir de fragmentos narrativos, organiza-
dos en breves capítulos, que poseen una importante tensión dramática. Falconi muestra su
destreza como novelista al presentarnos un texto que se armoniza a partir de la intensidad de
las acciones y un lenguaje coloquial que por momentos se torna conversacional y recurre al
recurso de la construcción poética sin perder de vista la trama.
La novela narra las peripecias y cuitas de un grupo de amigos que pertenecen a un grupo
guerrillero y son secuestrados por agentes de la Dirección Federal de Seguridad. La llamada
“guerra sucia” emprendida por el gobierno mexicano en contra de organizaciones clandes-
tinas, muchas de ellas integradas por guerrilleros izquierdistas, es el tema que cohesiona el
discurso narrativo.
Fragmentaciones es una de las pocas novelas en Chiapas que narran este periodo de la his-
toria de México. José Falconi presenta un texto profundamente autobiográfico, realizando,
como todo novelista, una mezcla de ficción y realidad para generar una realidad nueva, un

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L a novela en Chiapas

entramado dramático que se contiene en sí mismo. El narrador extradiegético observa desde


el panóptico de la realidad literaria las acciones de los personajes. El personaje principal se
llama José, pero el narrador omnisciente lo llama, con familiaridad, Pepe:

El mar se aleja hacia la inmensidad. Un haz de luz entra a la celda por una rendija en el techo.
Entra la luz y el mar se aleja por la lejanía del sueño con sabor a yodo.
Por el haz de luz desciende una cajetilla de cigarros hasta bailar sobre el rostro de Pepe, que
termina de despertar de su sueño marino. Polo tiene cerillos y ya vio los cigarros (Falconi, 2015: 22).

Falconi recurre a un narrador omnisciente que por momentos toma la distancia consabida
para narrar los sucesos de la trama; sin embargo, en ocasiones esa voz narrativa se escabulle
y nutre del mundo lingüístico y referencial del autor de la novela. El narrador y José Falconi,
el autor, se confunden, por ello trata a los demás personajes como amigos, habla de los es-
pacios y los acontecimientos con una naturalidad tal que nos parece que estuvo ahí, que las
acciones, los amores y desamores, las detenciones policiacas y la tortura en la cárcel le afectan
directamente.
Falconi cuenta que la idea de la novela surgió mientras se encontraba realizando labores
de gestor vigilante de los derechos médicos de policías auxiliares de la Ciudad de México en
un hospital. El material dramático fue tomando forma: una continuidad discursiva; es decir,
los recuerdos de Pepe sobre su propia vida y la represión policiaca de la que fue objeto por
su participación en un grupo guerrillero. El verdadero problema era de carácter estructural:
¿cómo contar la novela? El fragmento como recurso literario permitía narrar muchas situacio-
nes en poco espacio narrativo. Nuestro autor presenta un discurso discontinuo, rupturista;
los cortes rompen la linealidad del flujo dramático.
La novela se convierte en un modelo para armar. Los tiempos y el espacio se descompo-
nen, se resignifican en la estructura misma del texto. La novela se transforma en un corpus
incluyente desde la perspectiva de los géneros, en ella igual caben el relato, la viñeta, la prosa
poética y la estructura propiamente dramática del teatro. Los ritmos y tempos están estruc-
turados de tal forma que encontramos una sonoridad que incluye la copla, el lenguaje colo-
quial, los giros regionales y versos. Sin duda Fragmentaciones es una novela importante en la
historia de la novela en Chiapas.

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Antología crítica

vx

Fragmentaciones
José Falconi
—2015—

El domingo 6 de febrero de 1972 la casa de Portales fue allanada por agentes de la Dirección
Federal de Seguridad, que lo secuestraron en compañía de tres muchachos más, destruyeron
muebles, se robaron libros y diversos objetos —floreros, figurillas de porcelana, ceniceros de
cristal cortado— que consideraron de algún valor; es decir, vendibles. Pepe era aún menor de
edad y su padre ya había muerto. Murió en enero de 1970, en el accidente de aviación acaeci-
do durante la gira de Luis Echeverría como candidato del PRI a la presidencia de la república,
en el cerro del Mesón, en las cercanías del aeropuerto de Poza Rica.
Ese día, la madre y los hermanos salieron de casa para ir al panteón y después a pasear. Él
no los acompañó porque recibió una llamada telefónica de Ramón. Pepe notó su voz inquie-
ta, preocupada, pero en concreto lo que le pedía era que le diera hospedaje a un compañero:
se trataba de que pasara el día y la noche para, a la mañana siguiente, temprano, “irse pa’l
Norte”. Él aceptó y se quedó a esperarlos. Su madre y sus hermanos se fueron y Ramón,
acompañado de Polo y Heber, llegó una media hora después de su telefonazo. Pasaron a la

José Falconi (Tuxtla Gutiérrez, 14 de marzo de 1953).


Realizó sus estudios en la Ciudad de México y desde 1970 se dedica a la literatura. Un año más tarde ingresó al
Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, donde hizo cine con la Cooperativa de Cine Marginal. En
1972 estudió en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Años más tarde estudió poesía en el taller litera-
rio de Carlos Illescas y perteneció al taller de poesía de Difusión Cultural de la UNAM que dirigió Juan Bañuelos.
Trabajó como coordinador de Literatura en la Dirección de Cultura y Recreación del Gobierno de Chiapas. Fue
jefe de programación de la Dirección Cultural de la Universidad Autónoma Chapingo y ha prestado sus servicios
en el Departamento de Integración y Análisis de la Información de la Secretaría de Programación y Presupuestos.
Perteneció al taller literario de la galería José Martí en la Ciudad de México y fue becario del Consejo Nacional
de Ciencia y Tecnología en 1980. Su poesía ha sido publicada en las revistas Plural, Tierra Adentro y Punto de
Partida de la Ciudad de México; Peñola de Guadalajara y Divulgación Literaria de Tuxtla Gutiérrez. Fue corres-
ponsable de la revista Cantera, editada por la Dirección de Cultura del Estado de Chiapas. Ha recibido varios
reconocimientos: en 1978 el Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada
por Cercadas palabras o variaciones sobre un tema; en 1980 la primera mención en género poesía del concurso
literario de la revista Plural con su poema Aguamuerte y el Premio Poesía de la Independencia por su poema País
de labios rotos en 1987.

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L a novela en Chiapas

sala y prendieron la televisión para ver el fut. Él presentía que algo muy grave había sucedido,
pero nadie decía nada. Entonces los conminó a que le dijeran con toda claridad qué pedo y
fue Heber quien dijo apesadumbrado que en el parque México la policía había dado muerte
a Raúl. Que él, milagrosamente, había logrado escapar. Por unos instantes se quedaron todos
en silencio sopesando la gravedad de los hechos. Sonó el timbre de la casa y Pepe acudió:
era un hombre joven, moreno, de cabello rizado, vestido con una camisa o playera café y al
que, además, como para convertirlo en un personaje de novela negra, le faltaba una mano
(probablemente la derecha) y usaba una prótesis. El tipo preguntó que si ahí vivía un tal Jor-
ge, un joven de tantos años, así y asado. Pepe respondió que no conocía a ningún Jorge que
coincidiera con esa descripción. Se dio la vuelta y comenzó a subir los escalones del portal
de la casa, y de pronto, reflejados en el ventanal de la sala, pudo observar a varios hombres,
algunos ya pistola en mano, saltándose el enrejado. Entró precipitadamente y les dijo a sus
compañeros que habían llegado por ellos. Corrieron hacia el fondo de la casa y él no paró has-
ta el traspatio, entró al cuarto de servicio, al baño, y se escondió en el canasto de la ropa sucia:
sacó la ropa, se metió en el canasto y después se tapó con la misma ropa. Desde su escondite
escuchó correrías y voces, insultos y golpes, el ruido de cosas que se rompían y ya cercana la
voz de un agente que preguntaba: “¿Dónde está Pepe?”. Muy pronto los pasos resonaron en
el cuarto de servicio, a través del entramado de mimbre pudo ver las piernas, los zapatos, del
policía que le dio un puntapié al canasto, derribándolo. La ropa se derramó, el poli lo enca-
ñonó con su pistola y con insultos le ordenó salir con las manos en alto.
El empistolado, a empujones, lo condujo al comedor, donde ya estaban Ramón, Polo y
Heber echados en el piso, rodeados por varios agentes policiales. Como era él quien vivía en
esa casa, a él se dirigieron sus demenciales preguntas: “¿Dónde están las armas?”. “¿Dónde
está la propaganda?” y, tal vez, la más canallesca de todas: “¿Dónde está la droga?”. Pepe
trató de reponerse ante lo que estaba pasando y también hizo sus preguntas: “¿Quiénes son
ustedes?”. “¿Tienen orden de cateo?”. “¿Tienen orden de aprehensión?”. “¿De qué nos acu-
san?”. Sus respuestas fueron más golpes y jaloneos, más insultos; pero uno de estos energú-
menos dijo: “De tráfico de drogas”. Entonces, por unos maravillosos instantes, Pepe se sintió
aliviado y pensó en voz alta: “Si es así, no hay ningún problema. Nosotros nada tenemos
que ver con tráfico de drogas”. En medio del desastre que se cernía sobre ellos, uno de los
agentes le enseñó una fotografía en blanco y negro donde pudo ver a un jovencito de pelo
chino un tanto crecido, con una camisa blanca, entre árboles y plantas, que portaba un rifle.
“Éste eres tú, no te hagas pendejo”, le dijo el policía. O de plano no era él, o se trataba de un
fotomontaje. Los policías lo obligaron a guiarlos por toda la casa: en cada habitación regis-
traron, rompieron y robaron y, poniendo gran empeño en su trabajo, abrieron con navajas
los colchones buscando lo que sabían que no iban a encontrar: cualquier cosa que justificara
su innecesaria violencia. Los cuatro compañeros salieron a la calle custodiados por los polis.
Un grupo reducido pero compacto de vecinos hacía una valla a la puerta de la casa. A fin de

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Antología crítica

cuentas eran también amigos de Pepe; con los que jugaba futbol en la calle, con los que se to-
maba una cerveza sentado en la banqueta o platicando dentro de un carro destartalado (casi
siempre la carcacha de Alejandro, el novio de su hermana mayor), con los que iba a la carpa y
a las fiestas de las vecindades de Víctor Hugo. Cuando pasó al lado de ellos, dijo en voz alta:
“¡Avísenle a mi mamá!” y vio de reojo cómo Alejandro asentía con un movimiento de cabeza.
A Ramón y Pepe los subieron a la parte trasera de un carro, entre dos agentes que se daban
gusto dándoles bofetadas como perversa diversión. El carro enfiló sobre Municipio Libre, en
dirección a la Calzada de Tlalpan, para tomar la vialidad norte, hacia la Procuraduría General
de la República (PGR).
Llegaron a la PGR y fueron conducidos a un corredor en el que volvieron a ver a Heber y
a Polo, pero también a Víctor, detenido en su casa, en la colonia Educación. Los colocaron
en cuclillas, vigilados por unos agentes muy jóvenes que les pegaban en los muslos, en los
costados o en la espalda al menor movimiento. Ahí esperaron para ser interrogados por un
funcionario de la PGR. Pasaron uno por uno a su oficina y Pepe fue el último en pasar. Se sen-
tó en un diván como de sicólogo y el hombre se acomodó a su lado y encendió una grabadora
que estaba sobre una mesa cafetera. El interrogatorio fue en verdad breve: el tipo malencara-
do se le quedó viendo, pasó su brazo por la espalda de Pepe, abrazándolo, y le dijo: “Ya tus
compas lo dijeron todo y tú sales muy mal parado” o algo por el estilo. Pepe le respondió que
si era así ya no tenía nada qué agregar, y que aceptaba todo lo que sus compañeros habían
declarado. Después fueron trasladados a La Vaquita, una prisión para prostitutas que estaba
(o está) por el rumbo de la Villa de Guadalupe. Ahí fueron desnudados, amarrados de pies
y manos, vendados de los ojos con trapos empapados en agua y conducidos a unos corrales
donde, para decirlo con brevedad, fueron torturados durante varias horas. Debo decir que
desde que salieron de las oficinas de la PGR, ya no volvieron a ver a Heber.
Ramón, Polo, Víctor y Pepe terminaron en una celda clandestina ubicada en el sótano de
la explanada de Tlaxcoaque. Una celda muy amplia, oscura, donde también estaban deteni-
das —¿o secuestradas?— tres personas más: dos mecánicos que en verdad no sabían por qué
estaban ahí; ellos referían que su taller había sido allanado por la policía y que se les había
trasladado a esa celda porque en el cateo que realizaron los polis habían encontrado ejem-
plares de la revista Por qué? Tal parece que ése era su delito, tener ejemplares de una revista
que podía comprarse en cualquier puesto de periódicos. La tercera persona era un militante
del MAR que, según les platicó, había sido martirizado con ferocidad. En esa celda, que tenía
unas planchas de cemento para dormir, unos cuantos periódicos en vez de mantas o cobijas
y unos hoyos en un rincón para defecar y orinar, ya no fueron golpeados. Inclusive hubo un
custodio que se portó con cierta amabilidad:
—Miren nomás —les decía—, si están retejóvenes como para andar en estas vainas.
Y les llevó leche y una cajetilla de cigarros.

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L a novela en Chiapas

vx

Historia infame (1)

Tinacos, antenas y tendederos del edificio Berta de la colonia Portales se tatemaban bajo los
rayos del sol canicular. Sentados en sillas desportilladas y astrosas, Rey y el Chibabá podían
ver las azoteas de las casas y edificios vecinos. Las sillas chirriaban al más ligero movimiento
de sus ocupantes que, mientras platicaban, se bebían una caguama que iba del uno al otro sin
mayores ceremonias. Rey, amén de charlar, limpiaba con una franela roja un revólver Taurus
de cañón recortado.
—¡Esta chingadera no sirve para nada! —decía Rey enfático, y al punto agregaba—: Nun-
ca di en el blanco, tiraba y la bala se iba de lado.
—Lo que pasa es que eres un pendejo para tirar —le reviró el Chibabá, limpiándose con
la manga de la camisa la espuma de la cerveza.
Entonces Rey le soltó, a boca de jarro, como antaño decían los cronistas futboleros:
—Tú de qué hablas, güey. Tú lo único que te tiras son pedos.
—Yo me tiro a Maricela, y bien tirada —respondió el Chibabá, sonrió y le dio otro trago
a la caguama.
A Rey la respuesta del Chibabá no le hizo gracia. Se levantó, colocó el cañón del revólver
sobre la sien de su amigo y explotó en airadas palabras:
—¡Con Maricela no te metas, ojete! ¡Hazle a la mamada y me cae que te vuelo los sesos!
El Chibabá se incorporó dándole un manotazo al revólver y tirando la silla y la caguama
que se hizo una constelación de añicos:
—¡Estás reteloco, pinche Rey, no mames!
Cimbrado por el reclamo, Rey caminó hacia la cornisa de la azotea, oteó el paisaje urbano,
se acomodó el revólver en la cintura y adoptó una actitud meditabunda. El Chibabá se arrimó
y le palmeó la espalda.
—Está del carajo, pero es que Maricela me enloquece desde que éramos niños —balbu-
ceó Rey como pensando en voz alta.
Después le pidió disculpas al Chibabá y quiso restarle importancia al suceso aclarándole
que el revólver estaba desabastecido. El Chibabá lo perdonó “de coraza”, pero también le
dijo que descargada o no se sentía “reteculero” tener el cañón de una fusca en la cabeza. Rey
seguía agüitado. El Chibabá le pidió que depusiera su desasosiego (se lo pidió con otras pala-
bras, por supuesto) y que mejor bajaran a ver el fut.
Bajaron al departamento de Rey. En un espacio más bien breve se amontonaban la sala y
el comedor, conjuntos de muebles corrientes de madera aglomerada. Ahí estaban, colgadas en

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Antología crítica

paredes salitrosas, las fotografías de bautizos, quince años, bodas y otras ceremonias que nutren
esas galerías domésticas. Estaba también la infaltable reproducción de La última cena y la tele
que Rey encendió: “pero cómo somos güeyes, Chibabá, el partido ya terminó, ve: Atlante 1;
Pumas, 0, ¡mucho, mis potros salvajes!”. Rey apagó la tele y fue a la cocina y regresó y echados
en los sillones de resortes saltados bebieron cocas y engulleron papas fritas. Se abrió de pronto
una puerta al fondo del departamento y Maricela apareció en paños menores, con una toalla
en la mano.
—¡Puta, cabrones! Pensé que no había nadie —dijo Maricela, sorprendida.
—¡No jodas, hermana! ¿Cómo sales en cueros? —le reprochó Rey.
—Brincos dieran —respondió ella, y volteando hacia el Chibabá, añadió—: ¿Tú qué ves,
babotas?
Rey volteó hacia el Chibabá que, a su vez, murmurando entre dientes, desvió la mirada
del cuerpo de Maricela. Para esconder su turbación, Rey decidió representar el papel de her-
mano encabronado.
—¡Ya métete al baño, Mari, no seas!
Maricela, consciente de la turbación que había provocado en ambos, entró al baño con-
toneando las caderas y sin cerrar por completo la puerta abrió la regadera. Con el ruido del
agua como fondo, se oyó su voz:
—De lo que te perdiste, hermano. Te iba a pedir que me pintaras las uñas de los pies, pero
como está el prángana del Chibabá igual te da pena.
Y en el colmo de la provocación:
—O qué tal que tú me pintas las uñas de un pie y el Chibabá las del otro. Si bien que he
visto cómo el pobre babea por mí.
Los amigos huyeron al cuarto de Rey. Se tendieron en la cama de latón, sobre la cobija a
grandes cuadros negros y blancos, como escaques de ajedrez. Sacándose un moco, el Chiba-
bá comentó:
—La Mari es más cabrona que bonita.
—Ni digas, güey, que bien que me fijé cómo la licas —atajó Rey, quien añadió—: y no
mames, vete a sacar los mocos a tu casa, ¡cerdo!
—La mera verdá es que está muy buena —insistió el Chibabá, embarrando, como si tal
cosa, el moco en su pantalón.
—Cálmate, ñero, que te metes en el callejón de los chingadazos.
—¿Oye, cabrón, de veritas le pintas las uñas de los pedales?
—¡Mámate ésta! —contestó Rey, agarrándose el pito.

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Antología crítica

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vx
AGRADECIMIENTOS

La novela en Chiapas no hubiera sido posible sin el apoyo constante, la disciplina y el pro-
fesionalismo del poeta Jorge Abarca, quien realizó un conjunto de tareas que hicieron que
esta empresa llegara a buen fin: transcriptor de capítulos, corrector de pruebas, bibliografía,
armado general.
Gracias a Óscar Palacios, Guadalupe Olalde, José Falconi, Héctor Cortés Mandujano y
Luis Antonio Rincón García por acceder amablemente a la realización de las entrevistas.
A Norma Vargas Macossay y Rolando Mazariegos por la transcripción de las entrevistas.
A Rolando Mazariegos por perderse en las librerías de viejo de la Ciudad de México para
encontrar la novela La Choca.
A Susana Morales, que muy amablemente me consiguió la obra de su padre, Heberto
Morales.
A Ana María Reyes Matamoros, Maura Fazi y al maestro José Luis Moreno Borbolla por
su tiempo, amabilidad e importante información.
Contenido

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Flavio A. Paniagua
Sobre Florinda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Florinda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
Emilio Rabasa
Sobre La guerra de tres años . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
La guerra de tres años . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
B. Traven
Sobre La rebelión de los colgados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
La rebelión de los colgados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
Ramón Rubín
Sobre El callado dolor de los tzotziles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
El callado dolor de los tzotziles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Ricardo Pozas
Sobre Juan Pérez Jolote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
Juan Pérez Jolote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
Rosario Castellanos
Sobre Balún Canán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
Balún Canán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74
Alfonso Díaz Bullard
Sobre La Choca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
La Choca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84
Óscar Palacios
Sobre En memoria de nadie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88
En memoria de nadie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Carlos Navarrete
Sobre Los arrieros del agua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Los arrieros del agua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
Jesús Morales Bermúdez
Sobre Ceremonial o hacia el confín (novela de la selva) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
Ceremonial o hacia el confín (novela de la selva) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
Heberto Morales
Sobre Jovel, serenata a la gente menuda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126
Jovel, serenata a la gente menuda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130
José Martínez Torres
Sobre La isla en el lago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142
La isla en el lago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 146
Marco Aurelio Carballo
Sobre Muñequita de barrio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 152
Muñequita de barrio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
Leonardo Da Jandra
Sobre Bajo un sol herido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168
Bajo un sol herido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 172
Héctor Cortés Mandujano
Sobre Beber del espejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180
Beber del espejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Guadalupe Olalde
Sobre Muy íntimos quadernos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
Muy íntimos quadernos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
Eraclio Zepeda
Sobre Tocar el fuego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203
Tocar el fuego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 210
José Antonio Reyes Matamoros
Sobre Abajo del reloj . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219
Abajo del reloj . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 232
Luis Antonio Rincón García
Sobre Las raíces de la ceiba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239
Las raíces de la ceiba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
Nadia Villafuerte
Sobre Por el lado salvaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 258
Por el lado salvaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 260
Alejandro Molinari
Sobre Yo también me llamo Vincent . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
Yo también me llamo Vincent . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
Alfredo Palacios Espinosa
Sobre El heredero y el miedo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 272
El heredero y el miedo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 276
José Falconi
Sobre Fragmentaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 284
Fragmentaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289
Historia infame (1) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 292

Referencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295
La edición estuvo a cargo de la Dirección de Publicaciones
del CONECULTA-Chiapas y la impresión fue auspiciada por la Secretaría
de Cultura, gracias a los subsidios para instituciones estatales de cultura del
Presupuesto de Egresos de la Federación.

Corrección de estilo / Liliana Velásquez • Mario Alberto Bautista


Diseño / Mónica Trujillo Ley
Formación electrónica / Mario Alberto Palacios Álvarez

La novela en Chiapas. Antología crítica


se terminó de imprimir en noviembre de 2018 en Ediciones de la Noche, en
la ciudad de Guadalajara. Los interiores se tiraron sobre papel cultural de 45 kg
y la portada sobre cartulina couché de 169 kg. En su composición tipográfica se
utilizó la familia Horley Old Style MT. Se imprimieron 500 ejemplares.

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