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Articulo de Opinion
Articulo de Opinion
Casos que referir hay por montones, desde el famoso pájaro Dodo extinto en el
siglo XVII, hasta el rinoceronte blanco del norte cuyo último ejemplar macho murió
en Sudán en 2018. Las primeras preocupaciones sobre el impacto de la ambición
humana en la población de las especies surgió a mediados del siglo XVI, cuando
se hizo evidente que la caza continua de animales había llevado a la desaparición
de las especies más cotizadas. Pero las primeras prohibiciones y cotos de caza
llegaron en el siglo XIX, cuando ya eran muchas las especies endógenas que en
Europa se habían llevado a la extinción: el bisonte europeo, el caballo euroasiático
y el toro europeo, por ejemplo.
¿Qué hacer al respecto? ¿Cómo pensar este dilema? ¿Es realmente nuestra tarea
proteger la vida de otras especies o debemos asumirlo como la parte más oscura
de la evolución? ¿Cuál es la perspectiva ética que debemos asumir al respecto?
Este fue un evento clave en el devenir de la vida, a pesar de que tuvo un costo
terrible: la extinción de miles de especies enteras. Pero sin ello, el mundo tal y
como lo conocemos no podría existir. Por lo tanto, ¿debemos estar agradecidos
de la extinción de esas especies? ¿No ocurre lo mismo con la extinción de 75 %
de la vida existente al final del período Jurásico, en ese evento que barrió con los
dinosaurios y sus parientes de gran tamaño?
La extinción, sin duda alguna, es un evento amoral, algo que simplemente ocurre,
pero que trae consigo consecuencias impredecibles. Especialmente cuando se
trata de un cambio radical en el árbol de la vida, como el ocurrido en los ejemplos
anteriores, o como el que estamos gestando los seres humanos a través de
nuestra actividad industrial y nuestro modo de vida. Es decir, la extinción es la
fuerza que elimina a los seres menos aptos y abre espacio para los mejor
adaptados que vendrán, ya que la vida, de un modo u otro, parece siempre abrirse
camino.
Así que tal vez el tema del empobrecimiento del bioma mundial podría entenderse
bajo esa mirada, pero no para encogernos de hombros y mirar hacia otra parte,
sino para entender los riesgos que supone obligar a la vida a escoger rumbos
distintos. ¿Podemos acaso predecir las especies
de animales, vegetales, hongos o microorganismos que lograrán adaptarse al
mundo contaminado de plástico que estamos creando? ¿Estamos en capacidad
de renunciar a los tesoros biológicos, médicos y fisiológicos que la desaparición de
tantas especies trae consigo? No olvidemos que conocemos tan solo un
porcentaje de las especies totales existentes, pero incluso esas especies
desconocidas están sufriendo nuestra presencia.
Por otro lado, puede parecernos poca cosa que algunas especies
de insectos desaparezcan, pero es imposible prever el coletazo que dejará su
vacío. Sin duda, nuevas especies ocuparán su lugar, tarde o temprano, pero no
sabemos cuáles, ni sabemos de qué manera responderán a la presión selectiva, ni
cómo podrían llegar a ser nuestras relaciones con ellos.
No se explica, pues, que sean los mismos sectores económicos que defienden la
austeridad y que insisten en que nada es gratis, quienes pretendan hacer la vista
gorda respecto a nuestra deuda medioambiental. O sus convicciones teóricas no
son realmente tan fuertes, o entonces tienen una idea bastante mágica de cómo
opera la naturaleza. Dos siglos de vertido de gases a la atmósfera tiene,
inevitablemente, consecuencias. Dos siglos de destrucción del bioma vegetal y de
empobrecimiento de la biodiversidad tiene, obviamente, consecuencias. Y quienes
causamos esos fenómenos seremos quienes debamos afrontar la factura:
nosotros, o nuestras generaciones futuras.