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Debemos pensar de un modo ético la

creciente lista de animales en riesgo de


extinción
La extinción, como sabemos, es un fenómeno muy común y frecuente en la
naturaleza. Hemos visto sus huellas en el registro fósil que nos revela la geografía:
en épocas muy antiguas hubo eventos cataclísmicos que, al cambiar radicalmente
el medio ambiente, empujaron hacia la desaparición a un amplio porcentaje de
las especies que existían en cierto momento. Y además lo hemos visto ocurrir, a
escala mucho más pequeña, en nuestros días: numerosas especies han
desaparecido por efecto de la especie dominante del planeta, la humanidad.

Casos que referir hay por montones, desde el famoso pájaro Dodo extinto en el
siglo XVII, hasta el rinoceronte blanco del norte cuyo último ejemplar macho murió
en Sudán en 2018. Las primeras preocupaciones sobre el impacto de la ambición
humana en la población de las especies surgió a mediados del siglo XVI, cuando
se hizo evidente que la caza continua de animales había llevado a la desaparición
de las especies más cotizadas. Pero las primeras prohibiciones y cotos de caza
llegaron en el siglo XIX, cuando ya eran muchas las especies endógenas que en
Europa se habían llevado a la extinción: el bisonte europeo, el caballo euroasiático
y el toro europeo, por ejemplo.

La extinción de las especies a nivel global se ha acelerado desde ese entonces,


pues a los daños de la caza y la pesca se vienen a sumar los de la contaminación
y la destrucción de los hábitats naturales. El ritmo actual de desaparición de
especies es entre diez y cien veces superior en los últimos ciento cincuenta años
que el de cualquier otro período de extinción masiva en el pasado geológico. Los
seres humanos estamos provocando un empobrecimiento de
la biodiversidad planetaria y, si nada cambia pronto, las especies extintas podrán
contarse en millones.

¿Qué hacer al respecto? ¿Cómo pensar este dilema? ¿Es realmente nuestra tarea
proteger la vida de otras especies o debemos asumirlo como la parte más oscura
de la evolución? ¿Cuál es la perspectiva ética que debemos asumir al respecto?

Detrás de la supervivencia del más apto

Hace millones de años, cuando surgieron los primeros organismos celulares


fotosintéticos, o sea, cuando empezó la fotosíntesis, la atmósfera comenzó a
llenarse de un nuevo elemento que hasta entonces escaseaba: el oxígeno. Y así
se produjo la Gran Oxidación, causante de una extinción masiva entre los seres
vivos del momento. Hasta que, de un modo u otro, surgieron los primeros que
sabían respirar: aprovechar el nuevo material superabundante para obtener
energía.

Este fue un evento clave en el devenir de la vida, a pesar de que tuvo un costo
terrible: la extinción de miles de especies enteras. Pero sin ello, el mundo tal y
como lo conocemos no podría existir. Por lo tanto, ¿debemos estar agradecidos
de la extinción de esas especies? ¿No ocurre lo mismo con la extinción de 75 %
de la vida existente al final del período Jurásico, en ese evento que barrió con los
dinosaurios y sus parientes de gran tamaño?

La extinción, sin duda alguna, es un evento amoral, algo que simplemente ocurre,
pero que trae consigo consecuencias impredecibles. Especialmente cuando se
trata de un cambio radical en el árbol de la vida, como el ocurrido en los ejemplos
anteriores, o como el que estamos gestando los seres humanos a través de
nuestra actividad industrial y nuestro modo de vida. Es decir, la extinción es la
fuerza que elimina a los seres menos aptos y abre espacio para los mejor
adaptados que vendrán, ya que la vida, de un modo u otro, parece siempre abrirse
camino.

Así que tal vez el tema del empobrecimiento del bioma mundial podría entenderse
bajo esa mirada, pero no para encogernos de hombros y mirar hacia otra parte,
sino para entender los riesgos que supone obligar a la vida a escoger rumbos
distintos. ¿Podemos acaso predecir las especies
de animales, vegetales, hongos o microorganismos que lograrán adaptarse al
mundo contaminado de plástico que estamos creando? ¿Estamos en capacidad
de renunciar a los tesoros biológicos, médicos y fisiológicos que la desaparición de
tantas especies trae consigo? No olvidemos que conocemos tan solo un
porcentaje de las especies totales existentes, pero incluso esas especies
desconocidas están sufriendo nuestra presencia.

Los riesgos del mundo por venir

Desde esta perspectiva, la extinción de las especies conocidas no es un dilema


únicamente para ellas, destinadas a esfumarse de la faz de la Tierra, sino para
nuestras propias generaciones venideras, sometidas a una presión adaptativa que
no podemos predecir. ¿A qué pandemias deberán enfrentarse? ¿A qué nuevas
especies peligrosas? ¿Podrá la humanidad adaptarse al mundo que estamos
creando?

No tenemos la respuesta para esas preguntas, pero sí suficiente conocimiento


científico para pensarlas, y la respuesta debe ser, por lo tanto, el núcleo ético de
nuestro comportamiento. La extinción de las especies animales es inmoral, entre
otras cosas, porque revela que el mundo mismo que nos dio origen, o sea, el
mundo en el que surgimos como especie, está convirtiéndose en otro que no
necesariamente sea compatible con nuestra existencia.

Por otro lado, puede parecernos poca cosa que algunas especies
de insectos desaparezcan, pero es imposible prever el coletazo que dejará su
vacío. Sin duda, nuevas especies ocuparán su lugar, tarde o temprano, pero no
sabemos cuáles, ni sabemos de qué manera responderán a la presión selectiva, ni
cómo podrían llegar a ser nuestras relaciones con ellos.

Por lo tanto, la extinción de los animales debe tomarse como un síntoma


preocupante de un mundo que desaparece y otro, desconocido, que viene, y en el
cual puede que no tengamos un lugar asegurado. A fin de cuentas, ¿Quién nos
garantiza que seremos los más aptos? ¿Y hasta cuándo podremos ignorar esta
pregunta?

Nuestra deuda impagable con el


medioambiente
A lo largo de más de doscientos años de industrialización, la humanidad ha
contraído una deuda con el medio ambiente que la vio nacer: hemos
tomado materiales y sustancias a nuestro antojo, las hemos modificado y luego
arrojado sin importarnos cómo ni cuánto le toma a la naturaleza recuperar su
balance, ni cuáles puedan ser las consecuencias a largo plazo de nuestros
modelos de producción. Y como todo el mundo sabe a estas alturas, es posible
que esté próxima la fecha de pago.

En la naturaleza, como en la economía, los recursos son finitos y escasos. No


existe casi ninguno que podamos utilizar de manera indiscriminada y eterna, o al
menos no sin tener que enfrentar cierto tipo de consecuencias imprevisibles. Ello
se debe a que el sistema físico, químico y biológico que sostiene el medio
ambiente es extremadamente complejo, demasiado para que podamos aspirar a
entenderlo de buenas a primeras, y sin embargo eso no nos impide explotarlo
como si de una mina de oro inacabable se tratase. Y hoy en día, la moneda de
dicho préstamo se llama energía.

El problema de la obtención de energía

La energía, como sabemos, es constante en el universo. No puede crearse ni


destruirse, pero sí puede transmitirse y transformarse. Y esto último es lo que
mejor hemos aprendido a hacer con el pasar de los tiempos, sobre todo a la hora
de generar energía eléctrica, que consumen todos nuestros aparatos y nos
permiten sostener un modelo de vida. Utilizamos esta energía para producir, para
enfriar o calentar nuestros hogares, para iluminar nuestras noches y entretener
nuestros ratos libres, sin tener demasiado en claro de dónde viene y cuánto cuesta
conseguirla.

No existe, es importante saberlo, ninguna forma limpia y 100 % ecológica de


obtener energía. Todos los métodos que hasta ahora conocemos tienen lo que
podríamos pensar como efectos colaterales, aunque unos sean mucho más
perniciosos a gran escala que otros. La combustión de sustancias fósiles, por
ejemplo, es la más eficiente de todas las maneras que conocemos de obtener
energía, pero es también la que más costo tiene, tanto en su extracción,
procesamiento y empleo.

Otros métodos, como la energía eólica, suponen un impacto tremendo en la fauna


local y generan ruidos molestos a kilómetros a la redonda, mientras que la energía
hidroeléctrica arrasa con los ecosistemas acuáticos y requiere de la modificación
de los cursos de agua. Nada es 100 % verde.

Lo cierto es que todo en el planeta está conectado, y el uso de un recurso debe


considerarse un préstamo: de alguna forma lo habremos de pagar más adelante.
Puede que no nosotros directamente, sino otras especies en nuestro lugar, pero
de ellas dependen otras especies y así sucesivamente, hasta que le toque el turno
de caer a nuestra pieza de dominó.

Una deuda con el futuro

No se explica, pues, que sean los mismos sectores económicos que defienden la
austeridad y que insisten en que nada es gratis, quienes pretendan hacer la vista
gorda respecto a nuestra deuda medioambiental. O sus convicciones teóricas no
son realmente tan fuertes, o entonces tienen una idea bastante mágica de cómo
opera la naturaleza. Dos siglos de vertido de gases a la atmósfera tiene,
inevitablemente, consecuencias. Dos siglos de destrucción del bioma vegetal y de
empobrecimiento de la biodiversidad tiene, obviamente, consecuencias. Y quienes
causamos esos fenómenos seremos quienes debamos afrontar la factura:
nosotros, o nuestras generaciones futuras.

De modo que, si entendemos como algo inmoral endeudar a un país durante


varias generaciones, ¿Cómo no vamos a pensar del mismo modo nuestra
creciente e impagable deuda ecológica con el medioambiente? ¿No estamos
empeñando el futuro de nuestra especie por enriquecer hoy a unos pocos? Tal vez
ha llegado el momento de emprender una austeridad ecológica. Y como siempre
pasa en los escenarios de crisis, la lucha será por determinar a quién corresponde
pagar cuáles porcentajes de la deuda. Es hora de comenzar a pensar en estos
asuntos.

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