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EL ALIENISTA
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EL ALIENISTA

JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS

Traducción de Remy Gorga, filho,


con la colaboración de Fernando Balseca
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Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura


Director General: Iván Égüez
Coordinación Editorial: Andrés Cadena

El alienista, de Joaquim Maria Machado de Assis


© Traducción de Remy Gorga, filho, con la colaboración
de Fernando Balseca
© Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2011
Colección Luna de bolsillo
ISBN 978-9942-908-06-3

El Heraldo 224 y Juan de Alcántara


Teléfono: (5932) 243 2980
Correo electrónico: corpeugenioespejo@yahoo.com

Portada: Luis Ochoa


Ilustración de portada: Pavel Égüez. «Monja», 1989. Óleo sobre
lienzo, 40 x 35 cm.
Diseño y diagramación: Patty Montúfar

La Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura es


una iniciativa ciudadana que busca mejorar el comportamiento lec-
tor de los ecuatorianos. Se maneja mediante la autogestión y a través
de la asociación con diversas entidades. Sus líneas básicas de acción
son la edición y distribución masiva de libros, la capacitación a me-
diadores de lectura, la difusión de la literatura nacional en el
extranjero y la reflexión teórica sobre el tema de la lectura. Forma
parte de la Corporación Eugenio Espejo por el Libro y la Cultura.
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ÍNDICE

EL ALIENISTA ...........................................................................9

LA SEÑORA DE GALVÃO ......................................................121

EL CASO DE LA VARA ...........................................................139


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EL ALIENISTA
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CAPÍTULO PRIMERO

DE CÓMO ITAGUAÍ
GANÓ UNA CASA DE ORATES

Las crónicas de la villa de Itaguaí cuentan


que en tiempos remotos había vivido allí un
cierto médico, el doctor Simão Bacamarte,
hijo de la nobleza de la tierra y el más gran-
de de los médicos del Brasil, de Portugal y de
las Españas. Había estudiado en Coimbra y
Padua. A los treinta y cuatro años regresó al
Brasil, sin que el rey pudiera lograr que se
quedara en Coimbra, como rector de la uni-
versidad, o en Lisboa, ocupándose de los
negocios de la monarquía.

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—La ciencia —le dijo a Su Majestad— es


mi único empleo; Itaguaí es mi universo.
Dicho esto, se metió en Itaguaí y se entre-
gó en cuerpo y alma al estudio de la ciencia,
alternando las curas con las lecturas y
demostrando los teoremas con cataplasmas.
A los cuarenta años se casó con doña Evaris-
ta da Costa e Mascarenhas, señora de veinti-
cinco años, viuda de un juez-de-fora,1 ni
bonita ni simpática. Uno de sus tíos, cazador
de pacas ante el Eterno, y no menos franco,
se admiró de semejante elección, y se lo dijo.
Simão Bacamarte le explicó que doña Evaris-
ta reunía condiciones fisiológicas y anatómi-
cas de primer orden: digería con facilidad,
dormía regularmente, tenía buen pulso y
excelente vista; estaba, así, apta para darle
hijos robustos, sanos e inteligentes. Si, ade-
más de esas prendas —únicas dignas de la
preocupación de un sabio—, doña Evarista
estaba mal compuesta de facciones, lejos de
lastimarlo, se lo agradecía a Dios, puesto que

1 Juiz-de-fora: título dado a los magistrados extraños a la loca-


lidad en que servían y nombrados por el rey para garantizar
la observancia de la ley.

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no corría el riesgo de relegar los intereses de


la ciencia en la contemplación exclusiva,
minuciosa y vulgar de la consorte.
Doña Evarista desmintió las esperanzas
del doctor Bacamarte: no le dio hijos ni
robustos ni endebles. La índole natural de la
ciencia es la longanimidad; nuestro médico
esperó tres años, después cuatro, después
cinco. Al cabo de ese tiempo hizo un estudio
profundo de la materia, releyó a todos los
autores árabes, y a otros que había traído a
Itaguaí, hizo consultas a universidades italia-
nas y alemanas, y acabó por aconsejar a su
mujer un régimen alimenticio especial. La
ilustre dama, nutrida exclusivamente con la
riquísima carne de cerdo de Itaguaí, no
siguió las advertencias del esposo; y a su
resistencia —explicable, pero incalificable—
debemos la total extinción de la dinastía de
los Bacamarte.
Mas la ciencia tiene el inefable don de
curar todas las amarguras; y nuestro médico
se sumergió por entero en el estudio y en la
práctica de la medicina. Fue entonces que
uno de sus meandros le llamó especialmente

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la atención: el meandro psíquico, el examen


de la patología cerebral. No había en la colo-
nia, ni aun en el reino, ni una sola autoridad
en semejante materia, mal explorada o casi
inexplorada. Simão Bacamarte comprendió
que la ciencia lusitana, y particularmente la
brasileña, podía coronarse de «laureles
inmarcesibles» —expresión usada por él
mismo en un arrebato de intimidad domésti-
ca—; exteriormente era modesto, según con-
viene a los sabios.
—La salud del alma —exclamó él— es la
ocupación más digna del médico.
—Del verdadero médico —enmendó
Crispim Soares, boticario de la villa y uno de
sus amigos y comensales.
Los concejales de Itaguaí, entre otros peca-
dos señalados por los cronistas, no hacían
caso de los dementes. Así es que todo loco fu-
rioso era encerrado en una alcoba, en la
propia casa, sin ser tratado ni desatendido,
hasta que la muerte lo venía a defraudar del
beneficio de la vida; los mansos andaban suel-
tos por la calle. Desde luego, Simão Bacamarte
se propuso reformar esa costumbre tan mala;

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pidió permiso al Ayuntamiento para cobijar y


tratar, en el edificio que iba a construir, a
todos los locos de Itaguaí y de las demás villas
y ciudades, mediante un estipendio que le
sería entregado cuando la familia del enfermo
no pudiera hacerlo. La propuesta excitó la cu-
riosidad de toda la villa y encontró una gran
resistencia; es muy cierto que difícilmente se
desarraigan los hábitos absurdos o incluso los
malos. La idea de meter a los locos en una
misma casa, viviendo en comunidad, pareció
en sí misma un síntoma de demencia y no
faltó quien se lo insinuase a la propia mujer
del médico.
—Mire, doña Evarista —le dijo el padre
Lopes, vicario de la villa—, vea si su marido
se va de paseo a Rio de Janeiro. Eso de estu-
diar siempre, siempre, no es bueno, trastorna
el juicio.
Doña Evarista se quedó aterrorizada,
buscó a su marido y le dijo que «tenía anto-
jos», especialmente uno, el de ir a Rio de
Janeiro, y comer todo lo que a él le pareciera
adecuado para lograr cierto fin. Pero aquel
gran hombre, con la rara sagacidad que lo dis-

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tinguía, penetró en la intención de la esposa y


sonriendo le replicó que no tuviera miedo. De
allí fue al Ayuntamiento, adonde los conceja-
les debatían la propuesta, y la defendió con
tanta elocuencia que la mayoría resolvió auto-
rizar lo que había pedido, votando, al mismo
tiempo, un impuesto destinado a subsidiar el
tratamiento, alojamiento y mantenimiento de
los locos pobres. No fue fácil decidir sobre
qué cobrar el impuesto; todo estaba tributado
en Itaguaí. Después de largos estudios, se
acordó en permitir el uso de dos penachos en
los caballos de los funerales. Quien quisiera
emplumar los caballos de un coche mortuo-
rio, pagaría dos centavos al Ayuntamiento,
repitiéndose tantas veces esa cuantía cuantas
fuesen las horas transcurridas entre el falleci-
miento y la última bendición en la sepultura.
El secretario se perdió en los cálculos aritmé-
ticos de la posible rentabilidad de la nueva
tasa, y uno de los concejales, que no creía en
la empresa del médico, pidió que se relevase al
secretario de un trabajo inútil.
—Los cálculos no son exactos —dijo él—,
porque el doctor Bacamarte no va a solucio-

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nar nada. ¿Dónde se ha visto ahora que pon-


gan a todos los locos dentro de la misma casa?
El digno concejal se equivocaba; todo lo
solucionó el médico. Una vez en posesión de
la licencia, empezó luego a construir la casa.
Era en la Rua Nova, la calle más bella de Ita-
guaí en aquel tiempo, tenía cincuenta venta-
nas en cada lado, un patio en su centro y
numerosos cubículos para los huéspedes.
Como era un gran arabista, halló en el Corán
que Mahoma declara venerables a los locos,
debido a que Alá les quita el juicio para que
no pequen. La idea le pareció bonita y pro-
funda, y la hizo grabar en el frontispicio de la
casa; pero, como le tenía miedo al vicario, y
de rebote al obispo, le atribuyó el pensa-
miento a Benedicto VIII, mereciendo con
ese fraude piadoso, la verdad sea dicha, que
el padre Lopes le contara, en el almuerzo, la
vida de aquel pontífice eminente.
La Casa Verde fue el nombre que le dieron
al asilo, en alusión al color de las ventanas
que, por primera vez en Itaguaí, eran verdes.
Se inauguró con enorme pompa; de todas las
villas y poblaciones próximas, y hasta de las

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remotas, y de la propia ciudad de Rio de


Janeiro, acudió gente para asistir a las cere-
monias que duraron siete días. Muchos
dementes ya estaban recluidos; y los parien-
tes tuvieron ocasión de ver el cariño paternal
y la caridad cristiana con que iban a ser tra-
tados. Doña Evarista, contentísima con la
gloria del marido, se vistió lujosamente, se
cubrió de joyas, flores y sedas. Fue una ver-
dadera reina en aquellos memorables días;
nadie dejó de visitarla dos o tres veces, a
pesar de las costumbres caseras y recatadas
del siglo, y no sólo la cortejaban sino que la
alababan, por cuanto —y este hecho es un
documento altamente honroso para la socie-
dad de la época—, por cuanto veían en ella a
la feliz esposa de un alto espíritu, de un ilus-
tre varón, y, si le tenían envidia, era la santa
y noble envidia de los admiradores.
Al cabo de siete días terminaron las fiestas
públicas; Itaguaí tenía, por fin, una casa de
orates.

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CAPÍTULO SEGUNDO

TORRENTE DE LOCOS

Tres días después, en un desahogo íntimo


con el boticario Crispim Soares, el alienista
desvendó el misterio de su corazón.
—La caridad, señor Soares, entra cierta-
mente en mi procedimiento, pero entra
como condimento, como la sal de las cosas,
que es así como interpreto lo dicho por san
Pablo a los Corintios: «Si conozco cuanto se
puede saber y no tengo caridad, no soy
nada». Lo principal en esta mi obra de la
Casa Verde es estudiar profundamente la
locura, sus diversos grados, clasificar los
casos, descubrir, por fin, la causa del fenó-
meno y su remedio universal. Éste es el mis-
terio de mi corazón. Creo que con esto pres-
to un buen servicio a la Humanidad.
—Un excelente servicio —corrigió el
boticario.

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—Sin este asilo —continuó el alienista—


poco podría hacer; él me da un campo
mucho más amplio para mis estudios.
—Mucho más grande —añadió el otro.
Y tenían razón. De todas las villas y aldeas
vecinas fluían locos hacia la Casa Verde. Eran
furiosos, eran mansos, eran monomaníacos,
eran toda la familia de los desheredados de
espíritu. Al cabo de cuatro meses, la Casa
Verde era un poblado. No bastaron los pri-
meros cubículos; se ordenó anexar una gale-
ría de treinta y siete más. El padre Lopes con-
fesó que no había imaginado la existencia de
tantos locos en el mundo y menos aun lo
inexplicable de algunos casos. Uno, por ejem-
plo, un muchacho bronco y rústico, que
todos los días, después del almuerzo, hacía
regularmente un discurso académico, ornado
de tropos, de antítesis, de apóstrofes, con bor-
dados de griego y latín y adornos de Cicerón,
Apuleyo y Tertuliano. El vicario no podía cre-
erlo. ¡Qué! ¡Un joven a quien vio, tres meses
antes, jugando a la peteca2 en la calle!
2 Peteca: juego que niños y adolescentes en Brasil practican con
una pelota achatada.

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—No digo que no —le respondió el alienis-


ta—; pero la verdad es lo que Vuestra Reve-
rencia está viendo. Esto es de todos los días.
—Por mi parte —contestó el vicario—,
sólo se puede explicar por la confusión de las
lenguas en la torre de Babel, según nos cuen-
tan las Escrituras; confundidas antiguamente
las lenguas, probablemente es fácil cambiarlas
ahora, mientras que la razón no trabaje…
—En efecto, ésa puede ser la explicación
divina del fenómeno —concordó el alienista,
después de reflexionar un instante—, pero
no es imposible que también exista alguna
razón humana, y puramente científica, y de
eso trato…
—Pues que así sea; me quedo ansioso. ¡De
verdad!
Los locos por amor eran tres o cuatro,
pero sólo dos asustaban por lo curioso del
delirio. El primero, un tal Falcão, un mucha-
cho de veinticinco años, se creía la estrella
del alba, abría los brazos y alargaba las pier-
nas para darles una forma de rayos, y se que-
daba así, por horas olvidado, preguntándose
si el sol ya había salido para él recogerse. El

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otro andaba siempre, siempre, siempre, a la


vuelta de las salas o del patio, a lo largo de los
pasillos, en busca del fin del mundo. Era un
desgraciado al que su mujer había abando-
nado por seguir a un petimetre. Tan pronto
como descubrió la fuga, se armó con un tra-
buco y salió en su persecución; los encontró
dos horas después, al pie de una laguna, y los
mató con la más refinada crueldad. Los celos
se satisficieron, pero el vengado quedó loco.
Y entonces empezó esa ansia por ir hasta el
fin del mundo a la caza de los fugitivos.
La manía de grandeza tenía ejemplares no-
tables. El más destacado era un pobre diablo, hi-
jo de un vendedor de ropa, que le narraba a las
paredes (porque no miraba nunca a ninguna
persona) toda su genealogía, que era ésta:
—Dios engendró un huevo, el huevo engen-
dró a la espada, la espada engendró a David, Da-
vid engendró a la púrpura, la púrpura engen-
dró al duque, el duque engendró al marqués, el
marqués engendró al conde, que soy yo.
Se daba un golpe en la frente, producía un
chasquido con los dedos, y repetía cinco, seis
veces seguidas:

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—Dios engendró un huevo, el huevo… etc.


Otro de la misma especie era un escriba-
no que se hacía pasar por mayordomo del
rey; otro era un boyero de Minas, cuya
manía era distribuir boyadas a la gente, daba
trescientas cabezas a uno, seiscientas a otro,
mil doscientas a otro, y no acababa nunca.
No hablo de los casos de monomanía religio-
sa; sólo citaré a un tipo que, llamándose João
de Deus, ahora decía que era el dios Juan, y
prometía el reino de los cielos a quien lo ado-
rase, y las penas del infierno a los otros; y,
además de éste, el licenciado Garcia, que no
decía nada, porque imaginaba que el día en
que llegara a proferir una sola palabra todas
las estrellas se despegarían del cielo y abrasa-
rían la Tierra; tal era el poder que había reci-
bido de Dios. Así lo escribía en el papel que
el alienista mandó darle, menos por caridad
que por interés científico.
En verdad la paciencia del alienista era aún
más extraordinaria que todas las manías hos-
pedadas en la Casa Verde; nada menos que
asombrosa. Entonces Simão Bacamarte em-
pezó por organizar el personal de la adminis-

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tración; y, acogiendo la idea del boticario


Crispim Soares, le aceptó también a dos sobri-
nos, a quienes incumbió de la ejecución de un
reglamento que les dio, aprobado por el
Ayuntamiento, para la distribución de la
comida y de la ropa, como también para llevar
la contabilidad, etc. Era lo mejor que podía
hacer, para únicamente atender su oficio.
—La Casa Verde —le dijo al vicario—
ahora es una especie de mundo en el que hay
el gobierno temporal y el gobierno espiritual.
Y el padre Lopes se reía de este piadoso
retruécano, y añadía, con el único fin de
también decir una broma:
—Deje estar, deje estar, que he de man-
darlo denunciar al Papa.
Una vez descargado de la administración,
el alienista procedió a una vasta clasificación
de sus enfermos. Primeramente, los dividió
en dos clases principales: los furiosos y los
mansos; de ahí pasó a subclases: monoma-
nías, delirios, alucinaciones diversas. Hecho
esto, empezó un estudio cuidadoso y conti-
nuo; analizaba los hábitos de todo loco, las
horas de arrebato, las aversiones, las simpatí-

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as, las palabras, los gestos, las tendencias;


inquiría sobre la vida de los enfermos, la pro-
fesión, las costumbres, las circunstancias de
la revelación mórbida, los accidentes de la
infancia y de la adolescencia, las enfermeda-
des de otra clase, los antecedentes en la fami-
lia… una investigación, en fin, como no la
haría el más escrupuloso corregidor. Y todo
el día anotaba una nueva observación, un
descubrimiento interesante, un fenómeno
extraordinario. Al mismo tiempo estudiaba
el mejor régimen, las sustancias medicamen-
tosas, los medios curativos y los medios
paliativos, no sólo los que venían en los
libros de sus amados árabes, sino los que él
mismo descubría a fuerza de sagacidad y
paciencia. Ahora bien, todo ese trabajo le lle-
vaba lo mejor y la mayor parte del tiempo.
Apenas dormía y apenas comía, y, aun si
comía, era como si siguiera trabajando por-
que o bien consultaba un texto antiguo o
bien rumiaba un problema; y muchas veces
pasaba la cena de comienzo a fin sin decirle
una sola palabra a doña Evarista.

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CAPÍTULO TERCERO

¡DIOS SABE LO QUE HACE!

Luego de dos meses, la ilustre dama se sen-


tía la más desgraciada de las mujeres; cayó en
una profunda melancolía, se puso amarilla,
flaca, comía poco y suspiraba por los rinco-
nes. No osaba hacerle ninguna queja o repro-
che, porque honraba en él a su marido y
señor, pero padecía calladamente y languide-
cía a ojos vistas. Un día, en la cena, al pregun-
tarle el marido qué le pasaba, respondió tris-
temente que nada; después se atrevió un poco
y llegó hasta el punto de decir que se conside-
raba tan viuda como antes. Y añadió:
—Quién diría nunca que media docena
de lunáticos…
No acabó la frase; o mejor, la terminó
levantando los ojos hacia el techo —los ojos,
que eran su rasgo más insinuante, negros,
grandes, lavados por una luz húmeda, como
los de la Aurora. En cuanto al gesto, era el

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mismo que había empleado el día en que


Simão Bacamarte la había pedido en matri-
monio. Las crónicas no dicen si doña Evaris-
ta blandió aquella arma con el perverso fin
de degollar de una vez a la ciencia, o, por lo
menos, cercenarle las manos, pero la conje-
tura es verosímil. En todo caso, el alienista
no le atribuyó otra intención. Y el gran hom-
bre no se irritó, ni siquiera quedó consterna-
do. El metal de sus ojos no dejó de ser el
mismo metal, duro, liso, eterno, ni la menor
arruga ha venido a romper la superficie de su
frente quieta como el agua de Botafogo. Qui-
zás una sonrisa le abrió los labios, por entre
los cuales filtró estas palabras suaves como el
óleo del Cantar de los Cantares:
—Consiento en que vayas a dar un paseo
a Rio de Janeiro.
Doña Evarista sintió que le faltaba el suelo
bajo sus pies. Jamás de los jamases había
visto Rio de Janeiro, que, aunque ni siquiera
era una pálida sombra de lo que es hoy, toda-
vía era algo más que Itaguaí. Ver Rio de
Janeiro equivalía para ella al sueño del
hebreo cautivo. Especialmente ahora que el

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marido se había asentado definitivamente en


aquel poblado del interior; ahora que ella
perdía las últimas esperanzas de respirar los
aires de nuestra bella ciudad; justamente,
ahora, él la invitaba a realizar sus deseos de
niña y de joven. Doña Evarista no pudo disi-
mular el gusto ante semejante propuesta.
Simão Bacamarte la tomó de la mano y son-
rió —una sonrisa un tanto filosófica, además
de conyugal, en la que parecía traducirse este
pensamiento: «No hay remedio seguro para
los dolores del alma; esta señora languidece,
porque le parece que no la amo; le doy Rio de
Janeiro, y se consuela». Y, porque era hombre
estudioso, tomó nota de la observación—.
Pero un dardo atravesó el corazón de
doña Evarista. Mientras tanto se contuvo; se
limitó a decirle al marido que si él no iba, ella
tampoco, porque no quería meterse sola por
las carreteras.
—Irás con tu tía —replicó el alienista.
Nótese que doña Evarista había pensado
eso mismo; pero no quería pedírselo ni insi-
nuárselo; en primer lugar, porque sería
imponerle grandes gastos al marido; en

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segundo lugar, porque era mejor, más metó-


dico y racional que la propuesta viniera de él.
—¡Oh!, pero el dinero que será preciso gas-
tar! —suspiró doña Evarista sin convicción.
—¿Qué importa? Hemos ganado mucho
—dijo el marido—. Ayer mismo el contador
me dio las cuentas. ¿Quieres ver?
Y le mostró los libros. Doña Evarista que-
dó deslumbrada. Era una vía láctea de gua-
rismos. Y después la llevó a las arcas donde
estaba el dinero. ¡Dios! Eran montones de
oro, eran mil cruzados sobre mil cruzados,
doblones sobre doblones; era la opulencia.
Mientras ella devoraba el oro con sus ojos
negros, el alienista la miraba y le decía al
oído con la más pérfida de las alusiones:
—Quién diría que media docena de luná-
ticos…
Doña Evarista comprendió, sonrió y res-
pondió con mucha resignación:
—¡Dios sabe lo que hace!
Tres meses después se iniciaba la jornada.
Doña Evarista, la tía, la mujer del boticario,
un sobrino de éste, un cura que el alienista
conoció en Lisboa y que por casualidad se

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encontraba en Itaguaí, cinco o seis pajes, cua-


tro criadas… tal fue la comitiva que la pobla-
ción vio salir de allí una mañana del mes de
mayo. Las despedidas resultaron tristes para
todos, menos para el alienista. A pesar de que
las lágrimas de doña Evarista fueron abun-
dantes y sinceras, no llegaron a conmoverle.
Hombre de ciencia, y sólo de ciencia, nada
fuera de la ciencia le consternaba; y si alguna
cosa le preocupaba en aquella ocasión, si deja-
ba vagar por la multitud una mirada inquieta
y policial, no era otra cosa que la idea de que
algún demente podría hallarse allí mezclado
con la gente de juicio.
—¡Adiós! —sollozaron al final las damas y
el boticario.
Y partió la comitiva. Crispim Soares, al
volver a casa, traía los ojos entre las dos ore-
jas de la bestia ruana en que venía montado;
Simão Bacamarte alargaba los suyos adelan-
te del horizonte, cediendo al caballo la res-
ponsabilidad del regreso. ¡Imagen vivaz del
genio y del vulgo! Uno mira el presente, con
todas sus lágrimas y añoranzas; el otro
inquiere el futuro con todas sus auroras.

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CAPÍTULO CUARTO

UNA NUEVA TEORÍA

Al paso que doña Evarista, en lágrimas,


iba buscando Rio de Janeiro, Simão Baca-
marte estudiaba desde todos los ángulos una
idea, osada y nueva, destinada a ensanchar
las bases de la psicología. Era poco el tiempo
que le sobraba de los cuidados en la Casa
Verde para andar por la calle, o de casa en
casa, conversando con las gentes sobre trein-
ta mil asuntos y poniendo comas a esas char-
las con una mirada que metía miedo hasta a
los más heroicos.
Un día, por la mañana —habían pasado
tres semanas—, estando Crispim Soares ocu-
pado en mezclar un medicamento, vinieron
a decirle que el alienista lo mandaba llamar.
—Se trata de asunto importante, según
me dijo —agregó el mensajero.
Crispim palideció. ¿Qué negocio impor-
tante podía ser sino alguna triste noticia de

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la comitiva y, especialmente, de su mujer?


Porque este tópico debe quedar claramente
definido, visto que los cronistas insistieron
en él: Crispim amaba a su mujer, y, desde
hacía treinta años, nunca se habían separado
ni un solo día. Así se explican los monólogos
en que andaba ahora, y que los criados le
oían muchas veces: «Anda, bien hecho,
¿quién te mandó a consentir en el viaje de
Cesária? ¡Adulador, torpe adulador! Sólo
para adular al doctor Bacamarte. Pues ahora
¡aguántate!: ¡anda, aguántate, alma de lacayo,
cobarde, vil, miserable! Dices amén a todo,
¿no es así?; ahí tienes la ganancia, ¡infame!».
Y muchos otros nombres feos, que un hom-
bre no debe decir a otros, peor aun a sí
mismo. De aquí a imaginar el efecto del reca-
do sólo hay un paso. Tan pronto lo recibió
como soltó las drogas y voló a la Casa Verde.
Simão Bacamarte lo recibió con la alegría
propia de un sabio, una alegría abotonada de
circunspección hasta el cuello.
—Estoy muy contento —dijo él.
—¿Noticias de nuestra gente? —preguntó
el boticario con voz trémula.

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El alienista hizo un gesto magnífico, y res-


pondió:
—Se trata de algo más alto, se trata de una
experiencia científica. Digo experiencia por-
que no me atrevo a asegurar desde ya mi
idea; ni la ciencia es otra cosa, señor Soares,
que una investigación constante. Se trata,
pues, de una experiencia, pero una experien-
cia que ha de cambiar la faz de la Tierra. La
locura, objeto de mis estudios, era hasta
ahora una isla perdida en el océano de la
razón; empiezo a sospechar que se trata de
un continente.
Dijo esto, y se calló, para rumiar el asom-
bro del boticario. Después explicó extensa-
mente su idea. En su concepto, la insania
abarcaba una vasta superficie de cerebros; y
explicó esto con gran acopio de consideracio-
nes, de textos, de ejemplos. Los ejemplos los
encontró en la historia y en Itaguaí; pero,
como espíritu raro que era, reconoció el peli-
gro de citar todos los casos de Itaguaí, y se
refugió en la historia. Así, señaló especial-
mente algunos personajes célebres: Sócrates,
que tenía un demonio familiar; Pascal, que

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veía un abismo a su izquierda; Mahoma;


Caracalla; Domiciano; Calígula; etc., una
sarta de casos y personas en que se mezcla-
ban individuos odiosos e individuos ridícu-
los. Y, ya que el boticario se admiraba ante tal
promiscuidad, el alienista le dijo que todo era
lo mismo, y hasta agregó sentenciosamente:
—La ferocidad, señor Soares, es lo grotes-
co en serio.
—¡Gracioso, muy gracioso! —exclamó
Crispim Soares levantando las manos al
cielo.
En cuanto a la idea de ampliar el territorio
de la locura, el boticario la encontró extrava-
gante; pero la modestia, principal adorno de
su espíritu, no le hizo sufrir para confesar
otra cosa más que un noble entusiasmo; la
declaró sublime y verdadera, y añadió que
era un «caso de matraca». Esta expresión no
tiene equivalente en el estilo moderno. En
aquel tiempo, Itaguaí —que, como las demás
villas, campamentos, poblaciones de la colo-
nia, no disponía de imprenta— tenía dos
modos de divulgar una noticia: por medio de
carteles manuscritos y clavados en la puerta

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del Ayuntamiento y de la iglesia matriz, o


por medio de la matraca.
He aquí en qué consistía este segundo uso.
Se contrataba a un hombre, por uno o más días,
para andar por las calles del poblado con una
matraca en la mano. De cuando en cuando to-
caba la matraca, la gente se reunía y él anun-
ciaba lo que les incumbía —un remedio para
las fiebres, unas tierras cultivables, un soneto,
un donativo eclesiástico, la mejor tijera de la vi-
lla, el más bello discurso del año, etc.—. El sis-
tema tenía inconvenientes para la paz pública;
pero era conservado por su gran fuerza de di-
vulgación. Por ejemplo, uno de los concejales
—aquél que justamente más se opuso a la cre-
ación de la Casa Verde— disfrutaba de la re-
putación de perfecto domador de culebras y
macacos, a pesar de que nunca domesticó
uno solo de esos bichos; pero tenía el cuidado
de hacer trabajar la matraca todos los meses. Y,
dicen las crónicas, que algunas personas afir-
maban haber visto cascabeles que bailaban en
el pecho del concejal; afirmación perfectamente
falsa, sólo debida a la absoluta confianza en el
sistema. Verdad, verdad; no todas las institu-

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ciones del antiguo régimen merecían el des-


precio de nuestro siglo.
—Algo mejor que anunciar mi idea, es
practicarla —respondió el alienista a la insi-
nuación del boticario.
Y el boticario, sin discrepar sensiblemen-
te de este modo de ver, le dijo que sí, que era
mejor empezar por la ejecución.
—Siempre habrá tiempo de darle a la
matraca —concluyó.
Simão Bacamarte aún reflexionó un ins-
tante, y dijo:
—Suponiendo al espíritu humano como
una vasta concha, mi finalidad, señor Soares,
es ver si puedo extraer la perla, que es la
razón; en otros términos, demarquemos
definitivamente los límites de la razón y de la
locura. La razón es el perfecto equilibrio de
todas las facultades; fuera de ahí, insania,
insania y sólo insania.
El vicario Lopes, a quien le confió la
nueva teoría, declaró llanamente que no lle-
gaba a entenderla, que era una obra absurda,
y, si no era absurda, era de tal modo colosal
que no merecía ponerla en ejecución.

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—Con la definición actual, que es la de


todos los tiempos —añadió—, la locura y la
razón están perfectamente delimitadas. Se
sabe dónde acaba una y dónde la otra empie-
za. ¿Para qué traspasar la cerca?
Sobre el labio fino y discreto del alienista
rozó la vaga sombra de una intención de risa,
en la que el desdén venía casado con la con-
miseración; pero ninguna palabra salió de sus
egregias entrañas. La ciencia se contentó con
extender la mano a la teología —con tal se-
guridad que la teología no supo en definitiva
si debía creer en sí misma o en la otra—.
Itaguaí y el universo estaban al borde de una
revolución.

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CAPÍTULO QUINTO

EL TERROR

Cuatro días después, la población de Ita-


guaí oyó consternada la noticia de que un tal
Costa había sido recluido en la Casa Verde.
—¡Imposible!
—¡Cómo imposible! Fue recogido hoy
por la mañana.
—Pero, de verdad, él no merecía… ¡Y
ahora esto! Después de que hizo tanto…
Costa era uno de los ciudadanos más esti-
mados de Itaguaí. Había heredado cuatro-
cientos mil cruzados en buena moneda del
rey don João V, dinero cuya renta bastaba,
según declaró el tío en el testamento, para
vivir «hasta el fin del mundo». Apenas reco-
gió la herencia como entró a dividirla en
préstamos, sin usura, mil cruzados a uno,
dos mil a otro, trescientos a éste, ochocientos
a aquél, hasta el punto de que, al fin de cinco
años, se quedó sin nada. Si la miseria le

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hubiera venido de golpe, el asombro de Ita-


guaí sería enorme; pero llegó despacio; él fue
pasando gradualmente de la opulencia a la
abundancia, de la abundancia a la medianía,
de la medianía a la pobreza, de la pobreza a
la miseria. Al cabo de aquellos cinco años,
personas que se sacaban el sombrero hasta el
suelo luego de que él asomaba al final de la
calle, ahora le tocaban el hombro con inti-
midad, le pellizcaban la nariz, le decían bro-
mas. Y Costa siempre sencillo, risueño. Ni se
le ocurría ver que los menos corteses eran
justamente los que aún mantenían las deu-
das impagas; al contrario, parecía que los
agasajaba con más placer y resignación más
sublime. Un día en que uno de sus incura-
bles deudores le lanzó una chanza grosera, y
él se rio de ella, un desafecto observó, con
cierta perfidia:
—Soportas a ese tipo para ver si te paga.
Costa no se detuvo un minuto, fue donde
el deudor y le perdonó la deuda.
—No me admiro —replicó el otro—;
Costa se apartó de una estrella que está en el
cielo.

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Costa era perspicaz, entendió que él nega-


ba cualquier mérito a su acto al atribuirle la
intención de rechazar a los que no venían a
meterle la mano en el bolsillo. Era también
pundonoroso e inventivo; dos horas después
encontró un medio de probar que no le cabía
semejante tacha; cogió algunos doblones y
los mandó de préstamo al deudor.
«Ahora espero que…», pensó sin concluir
la frase.
Ese último gesto de Costa persuadió a cré-
dulos e incrédulos; nadie más puso en duda
los sentimientos caballerosos de aquel digno
ciudadano. Las necesidades más mezquinas
salieron a la calle, llamaron a su puerta, con
sus chinelas viejas, con sus capas remenda-
das. Mientras tanto, un gusano le roía el alma
a Costa: era el concepto del desafecto. Pero
eso acabó; tres meses después, su deudor
vino a pedirle unos ciento veinte cruzados
con la promesa de restituirlos en dos días;
era el residuo de la gran herencia, pero era
también un noble desquite: Costa le prestó el
dinero inmediatamente y sin intereses. Des-
graciadamente no tuvo tiempo de que le

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pagaran: cinco meses después estaba reclui-


do en la Casa Verde.
Imagínese la consternación de Itaguaí
cuando se supo del caso. No se hablaba de
otra cosa, se decía que Costa había enloqueci-
do en el almuerzo; otros, que de madrugada;
y se relataban los ataques, que eran furiosos,
sombríos, terribles —o mansos, e incluso gra-
ciosos, según las versiones—. Mucha gente
corrió hacia la Casa Verde, y encontró al
pobre Costa tranquilo, un poco espantado,
hablando con mucha claridad y preguntando
por qué motivo lo habían llevado allí. Algunos
fueron a charlar con el alienista. Bacamarte
aprobaba esos sentimientos de estima y com-
pasión, pero agregaba que la ciencia era la
ciencia, y que él no podía dejar en la calle a un
mentecato. La última persona que intercedió
por él (porque después de lo que voy a contar
nadie más se atrevió a buscar al terrible médi-
co) fue una pobre señora, prima de Costa. El
alienista le dijo confidencialmente que ese
hombre digno no estaba en perfecto equili-
brio de sus facultades mentales, a la vista de
cómo había despilfarrado los bienes que…

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—¡Eso, no! ¡Eso no! —interrumpió la


buena señora con energía—. Si él gastó tan
deprisa lo que recibió, la culpa no es suya.
—¿No?
—No, señor. Yo le digo cómo fue la cosa.
Mi difunto tío no era un mal hombre; pero,
cuando se ponía furioso, era capaz de no qui-
tarse el sombrero ni ante el Santísimo. Un día,
poco antes de morir, descubrió que un escla-
vo le había robado un buey; imagine cómo se
puso. La cara era un pimiento; todo él tem-
blaba, la boca espumaba; lo recuerdo como si
fuera ayer. Entonces un hombre feo, peludo,
en mangas de camisa, se le acercó y le pidió
agua. Mi tío (¡Dios le hable en el alma!) le res-
pondió que se fuera a beber al río o al infier-
no. El hombre lo miró, abrió la mano con
gesto de amenaza, y le lanzó esta maldición:
«¡Todo su dinero no ha de durar más de siete
años y un día, tan cierto como que esto es el
sino-salamón!», y mostró la estrella de Salo-
món tatuada en el brazo. Fue eso, mi señor;
fue esa plaga de aquel maldito.
Bacamarte le clavó a la pobre señora un par
de ojos agudos como puñales. Cuando ella fi-

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nalizó, le extendió cortésmente la mano, como


si lo hiciese con la misma esposa del virrey,
y la invitó a ir a hablar con el primo. La míse-
ra señora le creyó; él la llevó a la Casa Verde
y la encerró en la galería de los alucinados.
La noticia de esta alevosía del ilustre Baca-
marte ocasionó terror en el alma de la pobla-
ción. Nadie quería acabar de creer que, sin
motivo, sin enemistad, el alienista trancase en
la Casa Verde a una señora perfectamente
juiciosa, que no había cometido otro crimen
que el de interceder por un infeliz. Se comen-
taba el caso en las esquinas, en las barberías,
y se armó una novela con unas galanterías
amorosas que, otrora, el alienista le había
concedido a la prima de Costa, la indigna-
ción de Costa y el desprecio de la prima. Por
eso la venganza. Eso estaba claro. Pero la aus-
teridad del alienista y la vida de estudios que
llevaba parecían desmentir tal hipótesis. ¡His-
torias! Todo eso era naturalmente la aparien-
cia del bellaco. Y uno de los más crédulos
llegó a murmurar que sabía otras cosas y que
no las decía por no tener plena certeza, pero
que sabía, casi podía jurarlo.

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—Tú, que eres íntimo de él, deberías decir-


nos lo que hay, lo que hubo, ¿qué motivo…?
Crispim Soares se derretía entero. Esa in-
terrogación de la gente inquieta y curiosa, de
los amigos atónitos, era para él una consa-
gración pública. No había que dudar, toda la
población sabía por fin que el valido del alie-
nista era él, Crispim, el boticario, el colabo-
rador del gran hombre y de las grandes em-
presas; por eso la carrera a la botica. Todo
eso lo decía la cara jovial y grande, y la risa
discreta del boticario, la risa y el silencio,
porque él no respondía nada, uno, dos, tres
monosílabos cuando mucho, sueltos, secos,
encubiertos en la fiel sonrisa, constante y
menuda, lleno de misterios científicos que
no podía, sin desdoro ni peligro, revelar a
ninguna persona.
«Allí hay cosas», pensaban los más des-
confiados.
Uno de ellos se limitó a pensarlo, se enco-
gió de hombros y se fue. Tenía negocios per-
sonales. Acababa de construir una casa sun-
tuosa. Sólo la casa bastaba para detener y lla-
mar la atención de toda la gente; pero había

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más —el mobiliario, que había mandado traer


de Hungría y de Holanda, según contaba, y
que se podía ver desde afuera, porque las ven-
tanas permanecían abiertas—, y el jardín, que
era una obra maestra del arte y del buen gusto.
Ese hombre, que se había enriquecido fabri-
cando albardas, había soñado siempre en
tener una casa magnífica, un jardín pomposo,
un mobiliario exquisito. No dejó el negocio de
las albardas, pero descansaba de él en la con-
templación de la casa nueva, la primera de Ita-
guaí, más grandiosa que la Casa Verde, más
noble que la del Ayuntamiento. Entre la gente
ilustre de la población había llanto y rechinar
de dientes cuando se pensaba o se hablaba o
se alababa la casa del albardero —un simple
albardero, ¡Dios de los cielos!—.
—Allá está él, embobado —decían los
transeúntes, por la mañana.
Por la mañana, en efecto, era costumbre
de Mateus extenderse en medio del jardín,
con los ojos puestos en la casa, enamorado,
durante una larga hora, hasta que venían a
llamarlo para almorzar. Los vecinos, aunque
lo saludaban con cierto respeto, se reían

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detrás de él que daba gusto. Uno de ellos


llegó a decir que Mateus podría ahorrar
mucho más y que estaría riquísimo si fabri-
cara las albardas para sí mismo: epigrama
ininteligible, pero que hacía reír con las ban-
deras desplegadas.
—Ahora está allá Mateus para ser visto —
decían por la tarde.
La razón de este otro decir era que, por la
tarde, cuando las familias salían de paseo
(cenaban temprano), Mateus acostumbraba a
mostrarse en la ventana, bien en el centro,
vistoso, sobre un fondo oscuro, trajeado de
blanco, en actitud señorial, y así se quedaba
dos y tres horas hasta que anochecía del todo.
Puede creerse que la intención de Mateus era
la de ser admirado y envidiado, puesto que él
no la confesó a ninguna persona, ni al botica-
rio ni al padre Lopes, sus grandes amigos. Y,
mientras tanto, no fue otro el argumento del
boticario cuando el alienista le dijo que tal
vez el albardero padecía del amor de las pie-
dras, manía que él, Bacamarte, había descu-
bierto y estudiaba hace tiempo. Aquello de
contemplar la casa…

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—No, señor —objetó vivamente Crispim


Soares.
—¿No?
—Me ha de perdonar, pero tal vez no sepa
que, por la mañana, él examina la obra, no la
admira; por la tarde, son los otros los que lo
admiran a él y a la obra —y contó las cos-
tumbres del albardero, todas las tardes, desde
temprano hasta el caer de la noche.
Una voluptuosidad científica iluminó los
ojos de Simão Bacamarte. O él desconocía
todas las costumbres del albardero, o nada
más quiso, al interrogar a Crispim, confir-
mar alguna noticia incierta o vaga sospecha.
La explicación le satisfizo; pero, como tenía
concentradas las alegrías propias de un
sabio, nada vio el boticario que le hiciese sos-
pechar de una intención siniestra. Al contra-
rio, era de tarde, y el alienista le pidió el
brazo para ir de paseo. ¡Dios mío! Era la pri-
mera vez que Simão Bacamarte daba a su
valido honra tan grande; Crispim estaba tré-
mulo, atarantado, dijo que sí, que estaba
listo. Entonces, llegaron dos o tres personas
de fuera y Crispim las mandó, mentalmente,

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a todos los diablos; no sólo retardaban el


paseo sino que podía ocurrir que Bacamarte
escogiese a alguna de ellas para acompañarlo
y lo dispensase a él. ¡Qué impaciencia! ¡Qué
aflicción! Por fin salieron. El alienista los
condujo a los alrededores de la casa del
albardero, lo vio en la ventana, pasó cinco,
seis veces por delante; despacio, deteniéndo-
se, examinando las actitudes, la expresión del
rostro. El pobre Mateus, tan pronto como se
dio cuenta de que era objeto de la curiosidad
o de la admiración de la primera figura de
Itaguaí, multiplicó su expresión, dio otro
relieve a las actitudes… ¡Infeliz! ¡Infeliz! No
hizo más que condenarse; al día siguiente fue
encerrado en la Casa Verde.
—La Casa Verde es una cárcel privada —
dijo un médico sin consultorio.
Nunca una opinión se apegó tanto a una
institución y se propagó tan rápidamente.
Cárcel privada: he aquí lo que se repetía de
norte a sur y de este a oeste en Itaguaí, con
miedo, es verdad, porque durante la semana
que siguió a la captura del pobre Mateus
veintitantas personas —dos o tres de consi-

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deración— fueron recluidas en la Casa


Verde. El alienista decía que sólo se admitían
los casos patológicos, pero poca gente le
creía. Las versiones populares se sucedían.
Venganza, codicia de dinero, castigo de Dios,
monomanía del propio médico, plan secreto
de Rio de Janeiro con el fin de destruir en
Itaguaí cualquier germen de prosperidad que
pudiera brotar, arborecer, florecer, con des-
doro y mengua de aquella ciudad, mil otras
explicaciones que no explicaban nada, tal era
el producto diario de la imaginación pública.
En esto llegaron de Rio de Janeiro la espo-
sa del alienista, la tía, la mujer de Crispim
Soares y toda la comitiva —o casi toda— que
semanas antes había partido de Itaguaí. El
alienista fue a recibirla, con el boticario, el
padre Lopes, los concejales y varios otros
magistrados. El momento en que doña Eva-
rista posó los ojos en la persona del marido es
considerado por los cronistas de la época
como uno de los más sublimes de la historia
moral de los hombres, y esto por el contraste
de las dos naturalezas, ambas extremas, am-
bas egregias. Doña Evarista soltó un grito, bal-

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bució una palabra, y se lanzó hacia su consor-


te con un gesto que no se puede definir mejor
sino comparándolo con una mezcla de tigresa
y tórtola. No fue así el ilustre Bacamarte: frío
como un diagnóstico, sin desgonzar la rigidez
científica ni por un instante, extendió los bra-
zos hacia su mujer, que cayó en ellos y se des-
mayó. Corto incidente: al cabo de dos minu-
tos, doña Evarista recibía las bienvenidas de
los amigos y el séquito se ponía en marcha.
Doña Evarista era la esperanza de Itaguaí;
se contaba con ella para aminorar el flagelo
de la Casa Verde. Por eso las aclamaciones
públicas, la enorme cantidad de gente que
colmaba las calles, los gallardetes, las flores y
los damascos en las ventanas. Con el brazo
apoyado en el del padre Lopes —porque el
eminente Bacamarte había confiado su
mujer al vicario y los acompañaba con paso
meditativo—, doña Evarista volvía la cabeza
a un lado y a otro, curiosa, inquieta, petulan-
te. El vicario indagaba sobre Rio de Janeiro,
que él no había visto desde el virreinato ante-
rior; y doña Evarista respondía, entusiasma-
da, que era lo más bello que podía haber en

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el mundo. El Paseo Público estaba termina-


do, un paraíso al que ella había ido muchas
veces, y la Rua das Belas Noites, la fuente de
los Patos… ¡Ah, la fuente de los Patos! Eran
mismo patos, hechos de metal, que echaban
agua por la boca. Una cosa preciosa. El vica-
rio decía que sí, que Rio de Janeiro debía
estar ahora mucho más bonito. ¡Si ya lo era
en otro tiempo! No era de admirar, más
grande que Itaguaí y, además, sede del
gobierno… Pero no puede decirse que Ita-
guaí fuera feo; tenía hermosas casas, la casa
de Mateus, la Casa Verde…
—A propósito de la Casa Verde —dijo el
padre Lopes, deslizándose hábilmente hacia
el asunto del momento—, la señora la encon-
trará muy atestada de gente.
—¿Sí?
—Es verdad. Allá está Mateus…
—¿El albardero?
—El albardero; y está Costa, la prima de
Costa, y Fulano, y Sutano, y…
—¿Todo eso de locos?
—O casi locos —asintió el padre.
—Pero, ¿entonces?

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El vicario torció la comisura de los labios,


a la manera de quien no sabe nada o no quie-
re decir todo; una respuesta vaga, que no pue-
de ser repetida a otra persona por carecer de
palabras. Doña Evarista encontró realmente ex-
traordinario que toda aquella gente hubiese en-
loquecido; uno que otro, pase; pero, ¿todos? Sin
embargo, le costaba trabajo dudar; su marido
era un sabio, no recogería a nadie en la Casa
Verde sin una prueba evidente de locura.
—Sin duda… sin duda… —iba concre-
tando el vicario.
Tres horas después, cerca de cincuenta
convidados se sentaban a la mesa de Simão
Bacamarte; era la cena de bienvenida. Doña
Evarista fue el asunto obligado de brindis,
discursos, versos de toda clase, metáforas,
exageraciones, apologías. Ella era la esposa
del nuevo Hipócrates, la musa de la ciencia,
ángel, divina, aurora, caridad, vida, consola-
ción; llevaba en los ojos dos luceros, según la
versión modesta de Crispim Soares; y dos
soles, en el concepto de un concejal. El alie-
nista oía estos halagos un tanto fastidiado,
pero sin visible impaciencia. Cuando mucho,

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le decía al oído de su mujer que la retórica


permitía tal osadía sin sentido. Doña Evaris-
ta hacía esfuerzos para adherirse a la opinión
del marido pero, aun descontando tres cuar-
tas partes de las lisonjas, quedaba mucho con
qué llenarle el alma. Por ejemplo, uno de los
oradores, Martim Brito, joven de veinticinco
años, lechuguino acabado, curtido de amorí-
os y aventuras, declamó un discurso en que
el nacimiento de doña Evarista era explicado
por el más singular de los desafíos:
—Dios —dijo él—, después de dar el uni-
verso al hombre y a la mujer, ese diamante y
esa perla de la corona divina —y el orador
arrastraba triunfalmente esta frase de una
parte a otra de la mesa—, Dios quiso vencer
a Dios, y creó a doña Evarista.
Doña Evarista bajó los ojos con ejemplar
modestia. Dos señoras, al hallar el galanteo
excesivo y audaz, interrogaron los ojos del
dueño de casa; y, en verdad, el gesto del alie-
nista les pareció nublado de sospechas, de
amenazas y probablemente de sangre. El
atrevimiento fue grande, pensaron las dos
damas. Y una y otra pedían a Dios que impi-

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diera cualquier episodio trágico, o que lo


aplazara, al menos, para el día siguiente. Sí,
que lo aplazara. Una de ellas, la más piadosa,
llegó a convencerse a sí misma que doña
Evarista no merecía ninguna desconfianza,
tan lejos estaba de ser atractiva o bonita. Una
simple agua tibia. Pero es verdad que si todos
los gustos fueran iguales, ¿qué sería del ama-
rillo? Esta idea la hizo temblar otra vez, aun-
que menos; menos, porque el alienista le
sonreía ahora a Martim Brito, y, levantados
todos, se acercó a él y le comentó el discurso.
No le negó que era una improvisación bri-
llante, llena de rasgos magníficos. ¿Sería de él
mismo la idea relativa al nacimiento de doña
Evarista, o la había encontrado en algún
autor que…? No, señor, era de él mismo; la
halló en aquella ocasión y le había parecido
adecuada para un arrobo oratorio. Por otra
parte, sus ideas eran más bien arrojadas antes
que tiernas o jocosas. Tendía a lo épico. Una
vez, por ejemplo, compuso una oda a la caída
del Marqués de Pombal, en la que decía que
aquel ministro era «el dragón aspérrimo de
la Nada», aplastado por las «garras vengado-

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ras del Todo»; y así otras, más o menos fuera


de lo común; le gustaban las ideas sublimes y
raras, las imágenes grandes y nobles…
«¡Pobre muchacho!», pensó el alienista, y
continuó para sus adentros: «Se trata de un
caso de lesión cerebral: fenómeno sin grave-
dad, pero digno de estudio…».
Doña Evarista quedó estupefacta cuando
supo, tres días después, que Martim Brito
había sido alojado en la Casa Verde. ¡Un
joven que tenía ideas tan bonitas! Las señoras
atribuyeron a los celos el acto del alienista.
No podía ser otra cosa; realmente la declara-
ción del joven había sido demasiado audaz.
¿Celos? Pero ¿cómo explicar que, enseguida,
fueron recluidos José Borges do Couto Leme,
persona estimable; Chico das Cambraias, hol-
gazán emérito; el escribano Fabrício y otros más?
El terror se acentuó. Ya no se sabía quién esta-
ba sano y quién estaba loco. Cuando salían sus
maridos, las mujeres mandaban encender una
lamparilla a la Virgen; y no todos los maridos
eran valientes, algunos no salían sin uno o dos
guardaespaldas. Positivamente, era el terror.
Emigraba el que podía. Uno de esos fugitivos lle-

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gó a ser apresado a doscientos pasos de la villa.


Era un joven de treinta años, amable, buen con-
versador, cortés, tan cortés que no saludaba a na-
die sin tomar el sombrero hasta el suelo; en la
calle era capaz de correr una distancia de diez
a veinte brazas para apretar la mano de un hom-
bre importante, de una señora, a veces de un
niño, como había ocurrido con el hijo del juez.
Tenía la vocación de la cortesía. Además, debía
las buenas relaciones sociales no sólo a las do-
tes personales, que eran poco comunes, sino a
la noble tenacidad con que nunca se desanimaba
ante uno, dos, cuatro, seis rechazos, caras lar-
gas, etc. Lo que ocurría era que, una vez que en-
traba en una casa, no la dejaba ya, ni los de la
casa lo dejaban a él, tan gracioso era Gil Ber-
nardes. Pues Gil Bernardes, a pesar de saberse
estimado, tuvo miedo cuando un día le dijeron
que el alienista le había echado el ojo; a la ma-
drugada siguiente huyó de la villa, pero fue atra-
pado enseguida y conducido a la Casa Verde.
—¡Debemos acabar con esto!
—¡Esto no puede continuar!
—¡Abajo la tiranía!
—¡Déspota! ¡Violento! ¡Goliat!

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No eran gritos de la calle, eran suspiros en la


casa, pero no tardaba la hora de los gritos. El
terror crecía; se avecinaba la rebelión. Por al-
gunas cabezas rondó la idea de una petición al
gobierno para que Simón Bacamarte fuese
capturado y deportado, antes de que el barbero
Porfírio la divulgara en su barbería con gran-
des gestos de indignación. Nótese —y ésa es
una de las páginas más puras de esta sombría
historia—, nótese que Porfírio, desde que la
Casa Verde comenzó a poblarse tan extraordi-
nariamente, vio crecer sus ganancias por la
asidua aplicación de sanguijuelas que de allí le
pedían; pero el interés particular, decía él,
debía ceder ante el interés público. Y añadía:
—¡Es preciso derribar al tirano!.
—Nótese aun que soltó ese grito justa-
mente el día en que Simão Bacamarte hizo
guardar en la Casa Verde a Coelho, un hom-
bre con quien tenía una demanda.
—¿No me dirán que Coelho está loco?
—clamó Porfírio.
Y nadie le respondía; todos repetían que
era un hombre perfectamente juicioso. La
misma demanda que él llevaba en contra del

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barbero, acerca de unos terrenos del pueblo,


era hija de la oscuridad de un edicto poco
claro y no de la codicia o del odio. Un exce-
lente carácter, el de Coelho. Los únicos
desafectos que tenía eran algunos individuos
que, diciéndose taciturnos, o alegando tener
prisa, apenas le veían de lejos, doblaban las
esquinas, entraban en las tiendas, etc. La ver-
dad, él amaba la buena charla, la charla
extensa, degustada a sorbos largos, y así
nunca estaba solo, prefiriendo a los que sa-
bían decir dos palabras, pero sin desdeñar a
los demás. El padre Lopes, que cultivaba a
Dante, y era enemigo de Coelho, nunca lo
veía apartarse de una persona que no decla-
mara y enmendara este fragmento:

La bocca sollevò dal fiero pasto


Quel seccatore…3

Pero unos sabían del odio del padre y otros


pensaban que esto era una oración en latín.

3 La boca levantó del fiero alimento / aquel agujero… Cita inten-


cionalmente alterada: al decir seccatore, en vez de pecatore, es-
taba caracterizando al otro como un tipo inoportuno, pesado.

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CAPÍTULO SEXTO

LA REBELIÓN

Cerca de treinta personas se unieron al


barbero; redactaron y llevaron una moción al
Ayuntamiento. El Ayuntamiento rehusó acep-
tarla, declarando que la Casa Verde era una
institución pública, y que la ciencia no podía
ser enmendada por votación administrativa y
menos aun con movimientos callejeros.
—Volved al trabajo —concluyó el presi-
dente—, es el consejo que os damos.
La irritación de los agitadores fue enorme.
El barbero declaró que de allí se iban a enar-
bolar la bandera de la rebelión y a destruir la
Casa Verde; que Itaguaí no podía continuar
proporcionando cadáveres para los estudios
y experimentos de un déspota; que muchas
personas estimables, algunas distinguidas,
otras humildes, pero dignas de aprecio, yacían
en los cubículos de la Casa Verde; que el des-
potismo científico del alienista se complicaba

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con el espíritu de lucro, puesto que los locos,


o supuestos locos, no eran atendidos gratui-
tamente; las familias y, a falta de ellas, el
Ayuntamiento, pagaban al alienista…
—¡Es falso! —interrumpió el presidente.
—¿Falso?
—Hace poco menos de dos semanas reci-
bimos un oficio del ilustre médico en el que
nos declara que, al tratar de hacer experi-
mentos de alto valor psicológico, desiste del
estipendio votado por el Ayuntamiento, y
que tampoco recibirá nada más de las fami-
lias de los enfermos.
La noticia de este gesto tan noble, tan
puro, puso un poco en suspenso el espíritu
de los rebeldes. Seguramente el alienista
podía estar errado, pero no le instigaba nin-
gún interés ajeno a la ciencia; y para demos-
trar el yerro era preciso algo más que asona-
das y clamores. Esto dijo el presidente, con el
aplauso de todo el Ayuntamiento. El barbero,
después de algunos instantes de concentra-
ción, declaró que estaba investido de un
mandato público, y que no restituiría la paz a
Itaguaí antes de ver por tierra la Casa Verde

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—«esa Bastilla de la razón humana»—,


expresión que había oído a un poeta local, y
que repitió con mucho énfasis. Esto dijo, y a
una señal todos salieron con él.
Imagínese la situación de los concejales;
urgía oponerse a las concentraciones, a la
rebelión, a la lucha, a la sangre. Para agravar
el problema, uno de los concejales que había
apoyado al presidente, al oír ahora la
denominación del barbero a la Casa Verde
—«Bastilla de la razón humana»—, la encon-
tró tan elegante que cambió de parecer. Dijo
que consideraba un buen consejo el decretar
alguna medida que redujera la Casa Verde; y
porque el presidente, indignado, manifestó en
términos enérgicos su asombro, el concejal
hizo esta reflexión:
—Nada tengo en contra de la ciencia; pero
si tantos hombres que suponemos en sano
juicio son recluidos por dementes, ¿quién nos
asegura que el alienado no es el alienista?
Sebastião Freitas, el concejal disidente, te-
nía el don de la palabra, y habló con pruden-
cia, mas con firmeza, por algún tiempo. Los co-
legas estaban atónitos; el presidente le pidió que,

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por lo menos, diera el ejemplo de orden y res-


peto a la ley, y que no aventara sus ideas en la
calle, para no dar cuerpo y alma a la rebelión,
que era, por ahora, un torbellino de átomos dis-
persos. Esta imagen corrigió un poco el efec-
to de la otra: Sebastião Freitas prometió sus-
pender cualquier acción, reservándose el de-
recho de solicitar la limitación de la Casa Ver-
de por medios legales. Y se repetía a sí mismo,
enamorado: «¡Bastilla de la razón humana!».
Mientras tanto, la asonada crecía. Ya no
eran treinta sino trescientas las personas que
acompañaban al barbero, cuyo apodo fami-
liar debe ser mencionado porque bautizó la
revuelta: le llamaban el Canjica —y el movi-
miento se hizo célebre con el nombre de
rebelión de los Canjicas.4 La acción podía ser
restringida —pues mucha gente, por miedo
o por hábitos de educación, no salía a la
calle—, pero el sentimiento era unánime, o
casi unánime, y los trescientos que camina-
ban hacia la Casa Verde —dadas las diferen-

4 Canjica: plato de la tradicional gastronomía popular del sur, Mi-


nas Gerais y centro oeste brasileños; es una crema de maíz ver-
de rallado y cocido con leche de vaca o de coco, y azúcar.

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cias entre París e Itaguaí— podían ser com-


parados con los que se tomaron la Bastilla.
Doña Evarista tuvo noticias de la rebelión
antes de que ésta se produjera; vino a dárse-
la un hijo de sus esclavos. En ese momento se
probaba un vestido de seda —uno de los
treinta y siete que había traído de Rio de
Janeiro— y no quiso creerla.
—Ha de ser alguna juerga —decía ella,
cambiando la posición de un alfiler—. Bene-
dita, mira a ver si el dobladillo está bien.
—Sí, señora —respondía la mucama, de
cuclillas en el suelo—, está bien. Dele una
vueltita, señora. Así. Está muy bien.
—No es una juerga, no, señora; están gri-
tando: «¡Muera el doctor Bacamarte, el tira-
no!» —decía asustado el muchacho.
—¡Cierra la boca, tonto! Benedita, mira
ahí por el lado izquierdo, ¿no te parece que la
costura está un poco torcida? La raya azul no
sigue hasta abajo; está muy feo así; hay que
descoserla para que quede igualita y…
—¡Muera el doctor Bacamarte! ¡Muera el ti-
rano! —aullaron afuera trescientas voces. Era
la rebelión que desembocaba en la Rua Nova.

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Doña Evarista se quedó sin gota de san-


gre. En el primer momento no dio ni un
paso, no hizo ni un gesto; el terror la petrifi-
có. La mucama corrió instintivamente hacia
la puerta del fondo. En cuanto al muchacho,
a quien doña Evarista no había dado crédito,
él tuvo un instante de triunfo, un cierto
movimiento súbito, imperceptible, entraña-
ble, de satisfacción moral, al ver que la reali-
dad confirmaba lo que había dicho.
—¡Muera el alienista! —clamaban las
voces más de cerca.
Si no resistía fácilmente las conmociones
del placer, doña Evarista sabía afrontar los
momentos de peligro. No se desmayó, corrió
a la sala interior donde el marido estudiaba.
Cuando entró allí, precipitadamente, el ilus-
tre médico examinaba un texto de Averroes;
sus ojos empañados por la meditación subían
del libro al techo y bajaban del techo al libro,
ciegos para la realidad exterior, videntes para
los profundos trabajos de la mente. Doña
Evarista llamó al marido dos veces, sin que él
le prestara atención: a la tercera, la oyó y le
preguntó qué le ocurría, si estaba enferma.

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—¿No oyes esos gritos? —preguntó lloro-


sa la digna esposa.
El alienista entonces puso atención; los
gritos se aproximaban, terribles, amenazado-
res; comprendió todo. Se levantó de la silla
de espaldar en la que estaba sentado, cerró el
libro y, con paso firme y tranquilo, fue a
depositarlo en la estantería. Como al colocar
el volumen se desarregló un poco la línea de
los dos tomos contiguos, Simão Bacamarte
cuidó de corregir ese defecto mínimo pero,
por otra parte, revelador. Después le dijo a su
mujer que se retirase, que no hiciera nada.
—No, no —imploraba la digna señora—,
quiero morir a tu lado…
Simão Bacamarte insistió en que no, que
no era un caso de muerte; y, aunque lo fuera,
la obligó, en nombre de la vida, para que per-
maneciera allí. La infeliz dama inclinó la
cabeza, obediente y llorosa.
—¡Abajo la Casa Verde! —clamaban los
Canjicas.
El alienista caminó hacia el balcón del
frente, al que llegó en el momento en que la
rebelión también arribaba y se detenía,

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enfrente, con sus trescientas cabezas rutilan-


tes de civismo y sombrías de desesperación.
—¡Muera, muera! —clamaban de todos
los lados, apenas el bulto del alienista se
asomó al balcón.
Simão Bacamarte hizo una señal pidiendo
la palabra; los revoltosos le cubrieron la voz
con gritos de indignación. Entonces el barbero,
agitando el sombrero para imponer el silencio
a la turba, consiguió aquietar a sus compañeros
y anunció que el alienista podía hablar, pero
insistió en que no abusara de la paciencia del
pueblo como había hecho hasta entonces.
—Diré poco, o incluso no diré nada, si es
preciso. Deseo saber, primero, lo que pedís.
—No pedimos nada —replicó agitado el
barbero—; ordenamos que la Casa Verde sea
demolida o, por lo menos, despojada de los
pobres infelices que están allí.
—No entiendo.
—Lo entiendes bien, tirano; queremos dar
libertad a las víctimas de tu odio, de tu capri-
cho, de tu ganancia…
El alienista sonrió, pero la sonrisa de
aquel gran hombre no era cosa visible a los

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ojos de la multitud; era una leve contracción


de dos o tres músculos, nada más. Sonrió y
respondió:
—Señores míos, la ciencia es cosa seria, y
merece ser tratada con seriedad. No doy
razón de mis actos de alienista a nadie, salvo
a los maestros y a Dios. Si queréis corregir la
administración de la Casa Verde, estoy dis-
puesto a escucharos; pero no ganaréis nada si
exigís que me niegue a mí mismo. Podría
invitar a algunos de vosotros, en representa-
ción de todos, a venir conmigo para ver a los
locos reclusos; pero no lo hago, porque sería
daros cuenta de mi sistema, lo que no haré ni
con legos ni con rebeldes.
Esto dijo el alienista, y la multitud se
quedó atónita; estaba claro que no se espera-
ba tanta energía y, menos aun, tamaña sere-
nidad. Pero el asombro culminó cuando el
alienista, al saludar a la multitud con mucha
solemnidad, le volvió la espalda y se retiró
lentamente hacia adentro. El barbero volvió
en sí, y, agitando el sombrero, invitó a sus
compañeros a la demolición de la Casa
Verde; pocas y débiles voces le respondieron.

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Fue en ese momento decisivo que el barbero


sintió despuntar en sí la ambición de mando;
le pareció entonces que, al demoler la Casa
Verde y derrocar la influencia del alienista,
llegaría a apoderarse del Ayuntamiento,
dominar a las demás autoridades y consti-
tuirse en señor de Itaguaí. Desde hacía años
forcejeaba por ver su nombre incluido en las
papeletas para el sorteo de concejales, pero
era rechazado por no tener una posición
compatible con tan elevado cargo. La oca-
sión era ahora o nunca. Además, había ido
tan lejos con la amenaza, que la derrota sería
la prisión, o la horca tal vez, o el destierro.
Lamentablemente, la respuesta del alienista
había disminuido el furor de sus secuaces.
Apenas lo percibió, el barbero sintió un
impulso de indignación y quiso gritarles
«¡Canallas!, ¡cobardes!», pero se contuvo y
rompió a hablar de este modo:
—¡Amigos míos, luchemos hasta el fin! La
salvación de Itaguaí está en vuestras manos
dignas y heroicas. Destruyamos la cárcel de
vuestros hijos y padres, de vuestras madres y
hermanas, de vuestros parientes y amigos, y

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de vosotros mismos. Os moriréis a pan y


agua, tal vez a latigazos, en la mazmorra de
aquel indigno.
La multitud se agitó, murmuró, gritó,
amenazó, se congregó toda alrededor del
barbero. Era la revuelta que volvía en sí del
ligero síncope y que amenazaba con arrasar
la Casa Verde.
—¡Vamos! —gritó Porfírio, agitando el
sombrero.
—¡Vamos! —repitieron todos.
Los detuvo un incidente: era un cuerpo de
dragones5 que, a marcha forzada, entraba en
la Rua Nova.

5 Dragones: fuerza pública constituida por soldados de a caballo.

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CAPÍTULO SÉPTIMO

LO INESPERADO

Llegados los dragones frente a los Canji-


cas, hubo un instante de estupefacción: los
Canjicas no querían creer que hubiesen man-
dado a la fuerza pública contra ellos; pero el
barbero lo comprendió todo y esperó. Los
dragones se detuvieron, el capitán ordenó a la
multitud que se dispersase; pero, aunque una
parte de ella estaba dispuesta a hacerlo, la
otra apoyó fuertemente al barbero, cuya res-
puesta se dio en estos términos elevados:
—No nos dispersaremos. Si queréis nues-
tros cadáveres, podéis tomarlos; pero sólo los
cadáveres; no os llevaréis nuestra honra, ni
nuestras creencias, ni nuestros derechos, ni
con ellos la salvación de Itaguaí.
Nada más imprudente que esa respuesta
del barbero; y nada más natural. Era el vérti-
go de las grandes crisis. Tal vez era también
un exceso de confianza en que los dragones

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se abstendrían de emplear las armas; con-


fianza que el capitán luego disipó, mandando
cargar contra los Canjicas. El momento fue
indescriptible. La multitud rugió furiosa;
algunos, que treparon por las ventanas de las
casas o corrieron calle abajo, consiguieron
escapar, pero la mayoría quedó bufando de
cólera, indignada, animada por la exhorta-
ción del barbero. La derrota de los Canjicas
era inminente, cuando un tercio de los dra-
gones —cualquiera que haya sido el motivo
las crónicas no lo declaran— se cambió súbi-
tamente al lado de la rebelión. Este inespera-
do refuerzo dio ánimos a los Canjicas, al
mismo tiempo que regó el desánimo en las
filas de la legalidad. Los soldados fieles no
tuvieron valor para atacar a sus propios
camaradas y, uno por uno, se fueron pasan-
do de bando, de modo que al cabo de unos
minutos el aspecto de las cosas era totalmen-
te otro. El capitán estaba a un lado, con algu-
nos de los suyos, contra una masa compacta
que lo amenazaba de muerte. No tuvo más
remedio, se declaró vencido y le entregó la
espada al barbero.

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La revolución triunfante no perdió un solo


minuto; alojó a los heridos en las casas cerca-
nas y se dirigió al Ayuntamiento. Pueblo y
tropa fraternizaban, daban vivas al rey, al vi-
rrey, a Itaguaí, al «ilustre Porfírio». Éste iba al
frente, empuñando tan diestramente la espada
como si fuese apenas una navaja un poco más
larga. La victoria le ceñía la frente con un
nimbo misterioso. La dignidad del gobierno
comenzaba a endurecerle los hombros.
Los concejales, en las ventanas, viendo a
la multitud y a la tropa, creyeron que la tropa
había capturado a la multitud y, sin mayor
examen, entraron y votaron una petición al
virrey para que mandara dar un mes de paga
extra a los dragones, «cuyo denuedo salvó a
Itaguaí del abismo al que lo había lanzado
una cáfila de rebeldes». Esta frase fue pro-
puesta por Sebastião Freitas, el concejal disi-
dente cuya defensa de los Canjicas tanto
había escandalizado a sus colegas. Pero muy
pronto se deshizo la ilusión. Los vivas al bar-
bero, los mueras a los concejales y al alienis-
ta vinieron a darles la noticia de la triste rea-
lidad. El presidente no se desanimó:

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—Cualquiera que sea nuestra suerte


—dijo—, recordemos que estamos al servi-
cio de Su Majestad y del pueblo.
Sebastião Freitas insinuó que mejor se
podría servir a la corona y a la villa saliendo
por la puerta de atrás y yendo a conferenciar
con el juez-de-fora, pero todo el Ayunta-
miento rechazó esta hipótesis.
Poco después, acompañado por algunos
de sus tenientes, el barbero entraba en la sala
y ordenaba la rendición del Ayuntamiento. El
Ayuntamiento no se resistió, y sus miembros
se entregaron y fueron directamente a la cár-
cel. Entonces los compañeros del barbero le
propusieron que asumiera el gobierno de la
villa en nombre de Su Majestad. Porfírio
aceptó el encargo, aunque no desconocía
(añadió) las espinas que ello traía; y dijo más:
que no podía dispensar la ayuda de los com-
pañeros presentes, a lo que ellos prontamen-
te asintieron. El barbero fue a la ventana y le
comunicó al pueblo esas resoluciones; el pue-
blo lo ratificó, aclamando al barbero. Éste
tomó la denominación de «Protector de la
villa en nombre de Su Majestad y del pueblo».

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Se expidieron luego varios edictos importan-


tes, comunicaciones oficiales del nuevo
gobierno, un informe minucioso al virrey,
con muchas expresiones de obediencia a las
órdenes de Su Majestad; finalmente, una pro-
clamación al pueblo, corta pero enérgica:

¡Itaguaienses!

Un Ayuntamiento corrupto y violento cons-


piraba contra los intereses de Su Majestad y del
pueblo. La opinión pública lo había condena-
do; un puñado de ciudadanos, fuertemente
apoyado por los bravos dragones de Su Majes-
tad, acaba de disolverlo ignominiosamente y,
por consenso unánime de la villa, me ha sido
confiado el mando supremo, hasta que Su
Majestad se sirva ordenar lo que mejor le
parezca para su real servicio. ¡Itaguaienses! No
os pido sino que me rodeéis de confianza, que
me auxiliéis para restaurar la paz y la hacien-
da pública, tan desbaratada por el Ayunta-
miento que ahora acabó por vuestras manos.
Contad con mi sacrificio y estad seguros de que
la corona habrá de estar de nuestro lado.

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El Protector de la villa en nombre de Su


Majestad y del pueblo.
Porfírio Caetano das Neves

Toda la gente advirtió del absoluto silencio


sobre la Casa Verde en esta proclama; y,
según algunos, no podía haber más vivo indi-
cio sobre los proyectos tenebrosos del barbe-
ro. El peligro era tanto mayor cuanto que, en
medio de estos mismos graves sucesos, el
alienista había metido en la Casa Verde a
unas siete u ocho personas, entre ellas a dos
señoras y a un hombre emparentado con el
Protector. No era un reto, un acto intenciona-
do, pero todos lo interpretaron de esa mane-
ra, y la villa respiró con la esperanza de que,
en veinticuatro horas, el alienista estuviera
tras las rejas y destruida la terrible cárcel.
El día acabó alegremente. Mientras el
heraldo de la matraca iba recitando de esqui-
na en esquina la proclama, el pueblo se des-
perdigaba por las calles y juraba morir en
defensa del ilustre Porfírio. Se oían pocos
gritos contra la Casa Verde, prueba de la
confianza en la acción del gobierno. El bar-

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bero hizo expedir una resolución que decla-


raba festivo aquel día, y entabló negociacio-
nes con el vicario para la celebración de un
tedeum, pues tan conveniente era a sus ojos
la conjunción del poder temporal con el
espiritual; pero el padre Lopes se rehusó
abiertamente a participar en él.
—En todo caso, ¿Vuestra Reverencia no se
alistará entre los enemigos del gobierno? —le
dijo el barbero, dando a su fisonomía un
aspecto tenebroso.
A lo que el padre Lopes respondió sin res-
ponder:
—¿Cómo alistarme si el nuevo gobierno
no tiene enemigos?
El barbero sonrió: era la pura verdad. Sal-
vo el capitán, los concejales y los principales
de la villa, toda la gente lo aclamaba. Los mis-
mos principales, si no lo aclamaban, no se
habían puesto en contra de él. Ninguno de los
fiscales dejó de venir a recibir sus órdenes. En
general, las familias bendecían el nombre del
que iba por fin a liberar Itaguaí de la Casa
Verde y del terrible Simão Bacamarte.

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CAPÍTULO OCTAVO

LAS ANGUSTIAS DEL BOTICARIO

Veinticuatro horas después de los sucesos


narrados en el capítulo anterior, el barbero
salió del Palacio del Gobierno —fue la deno-
minación dada a la casa del Ayuntamiento—
con dos ayudantes de órdenes y se dirigió a la
residencia de Simão Bacamarte. No ignoraba
que era más decoroso para el gobierno man-
dar a llamarlo; sin embargo, el recelo de que
el alienista no obedeciera lo obligó a parecer
tolerante y moderado.
No describo el terror del boticario cuando
oyó decir que el barbero iba a la casa del alie-
nista. «Va a prenderlo», pensó él. Y se le
redoblaron las angustias. En efecto, la tortu-
ra moral del boticario en aquellos días de
revolución excede a toda descripción posi-
ble. Nunca un hombre se encontró en situa-
ción más afligida —la intimidad con el alie-
nista lo llamaba a su lado, la victoria del bar-

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bero lo atraía hacia el victorioso. Ya la simple


noticia de la sublevación le había sacudido
fuertemente el alma, porque conocía la una-
nimidad del odio hacia el alienista; pero la
victoria final fue también el golpe final. La
esposa, señora varonil, amiga de doña Eva-
rista, le decía que su lugar era junto a Simão
Bacamarte, mientras que su corazón le grita-
ba que no, que la causa del alienista estaba
perdida, y que nadie, por voluntad propia, se
amarra a un cadáver. «Lo hizo Catón, es cier-
to, sed victa Catoni»,6 pensaba, rememoran-
do algunas charlas habituales del padre
Lopes; «pero Catón no se ató a una causa
vencida, él era la propia causa vencida, la
causa de la república; su acto, por tanto, fue
el de un egoísta, de un miserable egoísta; mi
situación es otra». Sin embargo, como su
mujer insistió, Crispim Soares no encontró
otra salida en tal crisis que ponerse enfermo;
se declaró enfermo y se metió en la cama.

6 Marcio Porcio Catón: político romano, activo defensor de la


república, se suicidó debido a las victorias de César. La frase
victrix causa diis placuit, sed victa Catoni significa «la causa
vencedora agradó a los dioses, la vencida a Catón».

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—Allá va Porfírio a casa del doctor Baca-


marte —le dijo la mujer al día siguiente, en la
cabecera de la cama—; va acompañado de
otra gente.
«Va a prenderlo», pensó el boticario.
Una idea llama a otra; el boticario imagi-
nó que, una vez preso el alienista, vendrían
también a buscarlo a él, en calidad de cóm-
plice. Esta idea fue la mejor de las lavativas.
Crispim Soares se levantó, dijo que estaba
bueno, que iba a salir; y, a pesar de todos los
esfuerzos y las protestas de la consorte, se
vistió y salió. Los viejos cronistas son unáni-
mes en afirmar que la certeza de que el mari-
do iba a ponerse noblemente al lado del alie-
nista consoló grandemente a la esposa del
boticario; y anotan, con mucha perspicacia,
el inmenso poder moral de una ilusión, por
cuanto el boticario se encaminó resuelta-
mente al Palacio del Gobierno, no a la casa
del alienista. Llegado allí, se mostró admira-
do de no ver al barbero, a quien iba a pre-
sentar sus protestos de adhesión, no habién-
dolo hecho la víspera por estar enfermo. Y
tosía con algún esfuerzo. Los altos funciona-

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rios que oían esta declaración, sabedores de


la intimidad del boticario con el alienista,
comprendieron toda la importancia de la
nueva adhesión, y trataron a Crispim Soares
con esmerada atención; le aseguraron que el
barbero no tardaba; Su Señoría había ido a la
Casa Verde por un asunto importante, pero
no se demoraba. Le ofrecieron asiento,
refrescos, elogios; le dijeron que la causa del
ilustre Porfírio era la de todos los patriotas; a
lo que el boticario iba repitiendo que sí, que
nunca había pensado otra cosa, que eso
mismo mandaría declarar a Su Majestad.

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CAPÍTULO NOVENO

DOS LINDOS CASOS

No se tardó el alienista en recibir al barbe-


ro; le declaró que no tenía medios para resis-
tir y, por tanto, que estaba listo para obede-
cer. Solamente pedía una cosa: que no le
obligaran a asistir personalmente a la des-
trucción de la Casa Verde.
—Se engaña, Vuestra Señoría —dijo el bar-
bero, después de una pausa—, se engaña en atri-
buirle al gobierno intenciones vandálicas. Con
razón o sin ella, la opinión generalizada cree que
la mayor parte de los locos allí metidos están
en su perfecto juicio, pero el gobierno reconoce
que la cuestión es puramente científica, y no
piensa resolver con sus actos las cuestiones cien-
tíficas. Además, la Casa Verde es una institu-
ción pública; así la aceptamos de las manos del
Ayuntamiento disuelto. Sin embargo, hay (por
fuerza debe haberla) una hipótesis intermedia
que restituye el sosiego al espíritu público.

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El alienista mal podía disimular su asom-


bro; confesó que se esperaba otra cosa: la
demolición del hospicio, la prisión, el destie-
rro, todo, menos…
—El asombro de Vuestra Señoría —atajó
gravemente el barbero— proviene de no
tener en cuenta la grave responsabilidad del
gobierno. El pueblo, tomado por una ciega
piedad, que le da en tal caso legítima indig-
nación, puede exigir del gobierno cierta clase
de actos; pero éste, con la responsabilidad
que le incumbe, no los debe practicar, al
menos integralmente; y tal es nuestra situa-
ción. La generosa revolución que ayer derri-
bó un Ayuntamiento vilipendiado y corrup-
to pidió a gritos el arrasamiento de la Casa
Verde; pero, ¿puede caber en el ánimo del
gobierno eliminar la locura? No. Y si el
gobierno no la puede eliminar, ¿está al
menos apto para discriminarla, reconocerla?
Tampoco. Eso es materia de la ciencia.
Luego, en asunto tan melindroso, el gobierno
no puede, no debe, no quiere prescindir del
concurso de Vuestra Señoría. Lo que le pide
es que, de cierta manera, demos alguna satis-

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facción al pueblo. Unámonos y el pueblo


sabrá obedecer. Una de las hipótesis acepta-
bles, si Vuestra Señoría no indica otra, sería
hacer retirar de la Casa Verde a aquellos
enfermos que estuvieren casi curados, como
también a los maníacos de poca importan-
cia, etc. De ese modo, sin gran peligro, mos-
traremos alguna tolerancia y benignidad.
—¿Cuántos muertos y heridos hubo ayer
en el conflicto? —preguntó Simão Bacamar-
te, después de unos tres minutos.
El barbero quedó sorprendido con la pre-
gunta, pero respondió inmediatamente que
once muertos y veinticinco heridos.
—¡Once muertos y veinticinco heridos!
—repitió dos o tres veces el alienista.
Y a continuación declaró que la hipótesis
no le parecía buena, pero que iba a buscar
alguna otra y que, dentro de pocos días, le
daría la respuesta. Le hizo varias preguntas
acerca de los acontecimientos de la víspera,
el ataque, la defensa, la adhesión de los dra-
gones, la resistencia del Ayuntamiento, etc., a
lo que el barbero iba respondiendo con gran
abundancia de detalles, insistiendo princi-

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palmente en el descrédito en que el Ayunta-


miento había caído. El barbero confesó que
el nuevo gobierno no tenía aún en su favor la
confianza de los principales de la villa, pero
que el alienista podía hacer mucho a ese res-
pecto. El gobierno, concluyó, se alegraría si
pudiese contar no sólo con la simpatía sino
con la benevolencia del más elevado espíritu
de Itaguaí y, seguramente, del reino. Pero
nada de eso alteraba la noble y austera fiso-
nomía de aquel gran hombre, que escuchaba
callado, sin envanecimiento ni modestia,
impasible como un dios de piedra.
—Once muertos y veinticinco heridos —
repitió el alienista, después de acompañar el
barbero hasta la puerta—. He aquí dos lindos
casos de enfermedad mental. Los síntomas
de duplicidad y descaro de este barbero son
positivos. En cuanto a la tontería de los que
lo aclamaron, no es necesaria otra prueba
además de los once muertos y veinticinco
heridos. ¡Dos lindos casos!
—¡Viva el ilustre Porfírio! —gritaron unas
treinta personas que aguardaban al barbero
en la puerta.

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El alienista espió por la ventana y aun pudo


oír el final de un pequeño discurso del barbe-
ro a las treinta personas que lo aclamaban:
—…porque yo velo, podéis estar seguros
de ello, velo por la ejecución de las volunta-
des del pueblo. Confiad en mí; y todo se hará
de la mejor manera. Sólo os recomiendo
orden. El orden, amigos míos, es la base del
gobierno…
—¡Viva el ilustre Porfírio! —gritaron las
treinta voces, agitando los sombreros.
—¡Dos lindos casos! —murmuró el alienista.

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CAPÍTULO DÉCIMO

LA RESTAURACIÓN

En el transcurso de cinco días, el alienista


ingresó en la Casa Verde a cerca de cincuen-
ta aclamadores del nuevo gobierno. El pueblo
se indignó. El gobierno, atarantado, no sabía
cómo reaccionar. João Pina, otro barbero,
decía abiertamente en las calles que Porfírio
estaba «vendido al oro de Simão Bacamarte»,
frase que congregó en torno a él a la gente
más resuelta de la villa. Al ver a su antiguo
rival de la navaja a la cabeza de la insurrec-
ción, Porfírio comprendió que su pérdida era
irremediable si no daba un gran golpe; expi-
dió dos decretos: uno que abolía la Casa
Verde; otro que desterraba al alienista. João
Pina demostró claramente, con grandes fra-
ses, que la resolución de Porfírio era puro
aparato, un cebo en el que el pueblo no debía
creer. Dos horas después, Porfírio cayó igno-
miniosamente y João Pina asumía la difícil

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tarea del gobierno. Como halló en los cajones


las minutas de la proclamación, de la exposi-
ción al virrey y de otros actos inaugurales del
gobierno anterior, se dio prisa en hacerlos
copiar y expedirlos; añaden los cronistas, y de
otro modo se sobreentiende así, que les cam-
bió los nombres, y donde el otro barbero
había hablado de un Ayuntamiento corrupto,
este habló de un «intruso contaminado de las
perniciosas doctrinas francesas y contrario a
los sacrosantos intereses de Su Majestad», etc.
En esto entró en la villa una tropa enviada
por el virrey y restableció el orden. El alie-
nista demandó inmediatamente la entrega
del barbero Porfírio, así como de unos cin-
cuenta y tantos individuos, a los que declaró
mentecatos; y no sólo que se los dieron, sino
que le ofrecieron entregar diecinueve secua-
ces más del barbero, que convalecían de las
heridas apañadas en la primera rebelión.
Este momento de la crisis de Itaguaí marca
también el grado máximo de la influencia de Si-
mão Bacamarte. Todo cuanto quiso le fue
dado; y encontramos una de las pruebas más vi-
vas del poder del ilustre médico en la prontitud

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con que los concejales, restituidos en sus pues-


tos, consintieron en que Sebastião Freitas fue-
se también guardado en el hospicio. El alienis-
ta, conociendo de la extraordinaria incon-
sistencia de las opiniones de ese concejal, en-
tendió que era un caso patológico y pidió que
se lo entregaran. Lo mismo ocurrió con el bo-
ticario. Desde que le hablaron de la momentá-
nea adhesión de Crispim Soares a la rebelión de
los Canjicas, el alienista la comparó con la apro-
bación que siempre había recibido de él, inclu-
so la víspera, y lo mandó capturar. Crispim So-
ares no negó el hecho, pero lo explicó diciendo
que había cedido a un movimiento de terror al
ver la rebeldía triunfante, y dio como prueba la
ausencia de cualquier otro acto suyo, añadien-
do que había vuelto inmediatamente a la cama,
enfermo. Simão Bacamarte no lo contrarió; dijo
a los presentes, sin embargo, que el terror tam-
bién era padre de la locura, y que el caso de Cris-
pim Soares le parecía de los más característicos.
Pero la prueba más evidente de la influen-
cia de Simão Bacamarte fue la docilidad con
que el Ayuntamiento le entregó a su propio
presidente. Este digno magistrado había

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declarado, en plena sesión, que no se conten-


taba, para lavar la afrenta de los Canjicas,
con menos de treinta almudes de sangre;
palabras que llegaron a oídos del alienista
por boca del secretario del Ayuntamiento,
entusiasmado ante semejante energía. Simão
Bacamarte comenzó por encerrar en la Casa
Verde al secretario y se fue al Ayuntamiento
a declarar que el presidente estaba padecien-
do «la demencia de los toros», un caso que él
pretendía estudiar con gran beneficio para
los pueblos. El Ayuntamiento, al principio,
dudó, pero terminó cediendo.
De ahí en adelante fue una recogida des-
enfrenada. Un hombre no podía dar naci-
miento o propalar la más simple mentira del
mundo, incluso aquéllas que benefician al
inventor o divulgador, sin que fuese recluido
inmediatamente en la Casa Verde. Todo era
locura. Los cultivadores de enigmas, los
fabricantes de charadas, de anagramas, los
difamadores, los curiosos de la vida ajena,
los que ponen todo cuidado en su embelleci-
miento, alguno que otro funcionario engreí-
do: nadie escapaba a los comisarios del alie-

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nista. Respetaba a las enamoradas, pero no


dejaba a las enamoradizas, afirmando que las
primeras cedían a un impulso natural y las
segundas, a un vicio. Si un hombre era avaro
o pródigo, igual iba a la Casa Verde; de ahí, la
alegación de que no había una norma para la
completa sanidad mental. Algunos cronistas
creen que Simão Bacamarte no siempre pro-
cedía con llaneza y citan, en apoyo de su afir-
mación (que no sé si pueda ser aceptada), el
hecho de haber obtenido del Ayuntamiento
un decreto que autorizaba el uso de un anillo
de plata en el dedo pulgar de la mano
izquierda a toda persona que, sin otra prue-
ba documental o tradicional, declarase tener
en sus venas dos o tres onzas de sangre goda.
Dicen estos cronistas que la finalidad secreta
de la insinuación dirigida al Ayuntamiento
era enriquecer a un orfebre amigo y compa-
dre suyo; pero, aunque fuera cierto que el
orfebre vio prosperar el negocio después de
la nueva ordenanza municipal, no es menos
cierto que aquel mandato le proporcionó a la
Casa Verde una multitud de inquilinos; por
lo que no se puede definir, sin temeridad, la

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verdadera finalidad del ilustre médico. En


cuanto a la razón determinante de la captura
y el alojamiento en la Casa Verde de todos
cuantos usaron el anillo, es uno de los puntos
más oscuros de la historia de Itaguaí; la opi-
nión más verosímil es que fueron recogidos
por andar gesticulando, sin ton ni son, en las
calles, en la casa, en la iglesia. Nadie ignora
que los locos gesticulan mucho. En todo
caso, es una simple conjetura; de positivo no
hay nada.
—¿Adónde irá a parar este hombre?
—decían los principales de la tierra—. ¡Ay! Si
hubiéramos apoyado a los Canjicas…
Un día por la mañana —ocasión en que el
Ayuntamiento debía dar un gran baile—, la
villa entera quedó estremecida con la noticia
de que la propia esposa del alienista había
sido encerrada en la Casa Verde. Nadie lo
creyó; debía ser invención de algún muleque.
Pero no lo era: era la pura verdad. Doña Eva-
rista había sido recogida a las dos de la
madrugada. El padre Lopes corrió adonde el
alienista y le preguntó discretamente acerca
del hecho.

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—Hace ya algún tiempo que yo desconfia-


ba —dijo con gravedad el marido—. La
modestia con que ella había vivido en ambos
matrimonios no podía conciliarse con la
pasión por las sedas, los terciopelos, los enca-
jes y las piedras preciosas que manifestó des-
de que volvió de Rio de Janeiro. Desde enton-
ces comencé a observarla. Sus conversaciones
eran todas sobre aquellos objetos; si yo le
hablaba de las antiguas cortes, inquiría inme-
diatamente por la forma de los vestidos de las
damas; si una señora la visitaba en mi ausen-
cia, antes de decirme el motivo de su visita,
me describía su vestido, aprobando unas
cosas y censurando otras. Un día, creo que
Vuestra Reverencia se acordará, se propuso
hacer anualmente un vestido para la imagen
de Nuestra Señora de la iglesia parroquial.
Todo esto eran síntomas graves; pero esa
noche se declaró la demencia total. Había
escogido, preparado y adornado el vestuario
que llevaría al baile del Ayuntamiento; sólo
dudaba entre un collar de granates y otro de
zafiros. Anteayer me preguntó cuál de ellos
llevaría; le respondí que cualquiera de los dos

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le quedaba bien. Ayer repitió la pregunta


durante la comida; poco después de la cena,
la encontré callada y pensativa.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Quisiera llevar el collar de granates,
pero ¡encuentro el de zafiros tan bonito!
—Pues lleva el de zafiros.
—¡Ah!, pero ¿dónde queda el de granates?
En fin, pasó la tarde sin novedad. Cena-
mos y nos fuimos a la cama. Ya avanzada la
noche, serían las nueve y media, me despier-
to y no la veo; me levanto, voy al cuarto de
vestir, la encuentro delante de los dos colla-
res, probándoselos ante el espejo, ora uno
ora otro. Era evidente la demencia; la recluí
inmediatamente.
El padre Lopes no quedó satisfecho con la
respuesta, pero no objetó nada. El alienista, sin
embargo, lo percibió y le explicó que el caso de
doña Evarista era de «manía suntuaria», no in-
curable y, en todo caso, digno de estudio.
—Cuento con sanarla en el plazo de seis
meses —concluyó.
La abnegación del ilustre médico le dio
gran relieve. Conjeturas, invenciones, des-

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confianzas, todo cayó por tierra al no dudar


él en recluir en la Casa Verde a su propia
mujer, a quien amaba con todas las fuerzas
de su alma. Nadie más tenía el derecho a
resistirle, menos aun el de atribuirle objeti-
vos ajenos a la ciencia.
Era un gran hombre austero, Hipócrates
revestido de Catón.

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CAPÍTULO UNDÉCIMO

EL ASOMBRO DE ITAGUAÍ

Y ahora prepárese el lector para el mismo


asombro en que quedó la villa al saber un día
que todos los locos de la Casa Verde iban a
ser puestos en la calle.
—¿Todos?
—Todos.
—Es imposible; algunos, sí, pero todos…
—Todos. Así lo dijo él en el oficio que
mandó esta mañana al Ayuntamiento.
De hecho, el alienista había oficiado al
Ayuntamiento y expuesto: 1º) que había veri-
ficado, en las estadísticas de la villa y de la
Casa Verde, que cuatro quintos de la pobla-
ción estaban alojados en aquel establecimien-
to; 2º) que este desplazamiento de la pobla-
ción le había llevado a examinar los funda-
mentos de su teoría de las enfermedades cere-
brales, teoría que excluía del dominio de la
razón a todos los casos en que el equilibrio de

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las facultades no fuese perfecto y absoluto; 3º)


que de ese examen y del hecho estadístico
había resultado para él la convicción de que la
verdadera doctrina no era aquélla sino la
opuesta, y, por lo tanto, que debía admitirse
como normal y ejemplar el desequilibrio de
las facultades, y como hipótesis patológicas
todos los casos en que el equilibrio fuese inin-
terrumpido; 4º) que, a la vista de eso, declara-
ba al Ayuntamiento que iba a dar libertad a
los reclusos de la Casa Verde y a hospedar en
ella a las personas que se hallasen en las con-
diciones ahora expuestas; 5º) que, al tratar de
descubrir la verdad científica, no economiza-
ría esfuerzos de toda naturaleza, y que espera-
ba del Ayuntamiento igual dedicación; 6º) que
restituía al Ayuntamiento y a los particulares
la suma del estipendio recibido por aloja-
miento de los supuestos locos, descontada la
parte efectivamente gastada en alimentación,
ropa, etc.; lo que el Ayuntamiento mandaría a
verificar en los libros de contabilidad y en las
arcas de la Casa Verde.
Grande fue el asombro de Itaguaí; no fue
menor la alegría de los parientes y amigos de

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los reclusos. Comidas, bailes, fiestas popula-


res, música: de todo hubo para celebrar tan
fausto acontecimiento. No describo las fies-
tas porque no vienen al caso que nos intere-
sa; pero fueron espléndidas, conmovedoras y
prolongadas.
¡Y así van las cosas humanas! En medio
del regocijo producido por el oficio de Simão
Bacamarte, nadie reparó en la frase final del
4º punto, una frase llena de experimentos
futuros.

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CAPÍTULO DUODÉCIMO

EL FINAL DEL 4º PUNTO

Se apagaron las luminarias; se reconstitu-


yeron las familias; todo parecía repuesto a
sus antiguos ejes. Reinaba el orden, el Ayun-
tamiento ejercía otra vez el gobierno sin nin-
guna presión externa; el propio presidente y
el concejal Freitas volvieron a sus puestos. El
barbero Porfírio, instruido por los aconteci-
mientos, habiendo «probado de todo», como
el poeta dijo de Napoleón, y algo más porque
Napoleón no probó la Casa Verde, el barbe-
ro creyó preferible la oscura gloria de la
navaja y la tijera a las brillantes calamidades
del poder; fue, es cierto, procesado; pero la
población de la villa imploró la clemencia de
Su Majestad; por lo que fue perdonado. João
Pina fue absuelto, atendiéndose a que había
derrocado a un rebelde. Los cronistas pien-
san que de este hecho nació nuestro adagio:
«Ladrón que roba a ladrón, tiene cien años

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de perdón», adagio inmoral, es cierto, pero


sumamemente útil.
No sólo que las quejas en contra del alie-
nista finalizaron, sino que incluso no quedó
ningún resentimiento por las acciones que
había practicado; añádase que los reclusos de
la Casa Verde, desde que él los declaró ple-
namente juiciosos, se sintieron tomados por
un profundo reconocimiento y férvido entu-
siasmo. Muchos entendieron que el alienista
merecía una manifestación especial y le
organizaron un baile al cual siguieron otros
bailes y cenas. Dicen las crónicas que doña
Evarista, al principio, había tenido la idea de
separarse del consorte, pero el dolor de per-
der la compañía de semejante gran hombre
venció todo resentimiento de amor propio, y
la pareja llegó a ser aun más feliz que antes.
No menos íntima terminó la amistad
entre el alienista y el boticario. Éste concluyó
del oficio de Simão Bacamarte que la pru-
dencia era la primera de las virtudes en tiem-
pos de revolución, y apreció mucho la mag-
nanimidad del alienista, que, al darle la liber-
tad, le extendió la mano de viejo amigo.

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—Es un gran hombre —le dijo a su mujer,


aludiendo a aquella circunstancia.
No hace falta hablar del albardero, de
Costa, de Coelho, de Martim Brito y de otros,
nombrados especialmente en esta narración;
basta decir que pudieron ejercer libremente
sus anteriores hábitos. El mismo Martim
Brito, recluido por un discurso en el que
había alabado enfáticamente a doña Evarista,
hizo ahora otro en honor del insigne médico,
«cuyo altísimo genio, elevando las alas muy
por encima del sol, dejó por debajo de sí a
todos los demás espíritus de la Tierra».
—Agradezco sus palabras —replicó el
alienista— y aún no me arrepiento de haber-
le restituido la libertad.
Mientras tanto, el Ayuntamiento, que había
respondido al oficio de Simão Bacamarte con
la salvedad de que oportunamente estatuiría en
relación con el final del 4º punto, trató, final-
mente, de legislar sobre él. Fue adoptada, sin
debate, una ordenanza que autorizaba al alie-
nista a hospedar en la Casa Verde a las perso-
nas que se encontrasen en goce del perfecto
equilibrio de las facultades mentales. Y, por-

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que la experiencia del Ayuntamiento había sido


dolorosa, estableció la cláusula de que la au-
torización era provisional, limitada a un año,
con el fin de experimentar la nueva teoría psi-
cológica, pudiendo el Ayuntamiento, incluso
antes de aquel plazo, mandar a cerrar la Casa
Verde por motivos de orden público si ése fue-
ra el consejo. El concejal Freitas propuso tam-
bién la declaración de que en ningún caso fue-
sen los concejales encerrados en el asilo de alie-
nados; cláusula que fue aceptada, votada e in-
cluida en la ordenanza, pese a los reclamos del
concejal Galvão. El argumento principal de este
magistrado era que el Ayuntamiento, al legis-
lar sobre un experimento científico, no podía
excluir de las consecuencias de la ley a ninguno
de sus miembros; la excepción era odiosa y ri-
dícula. No bien terminó de pronunciar estas
duras palabras, los concejales rompieron en
grandes gritos contra la audacia y la insensa-
tez del colega; éste los escuchó, pero se limitó
a decir que votaba en contra de la excepción.
—La concejalía —concluyó— no nos da
ningún poder especial ni nos excluye del
espíritu humano.

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Simão Bacamarte aceptó el decreto con


todas las restricciones. En cuanto a la exclu-
sión de los concejales, declaró que lamenta-
ría profundamente si fuese compelido a
recluirlos en la Casa Verde; la cláusula, sin
embargo, era la mejor prueba de que ellos no
padecían del perfecto equilibrio de las facul-
tades mentales. No le ocurría lo mismo al
concejal Galvão, cuyo acierto en la objeción
formulada y cuya moderación en la respues-
ta dada a las invectivas de los colegas mos-
traban de su parte un cerebro bien organiza-
do, por lo que rogaba al Ayuntamiento que
se lo entregase. El Ayuntamiento, sintiéndo-
se aún agraviado por el proceder del concejal
Galvão, apreció la petición del alienista y
votó unánimemente en favor de la entrega.
Se comprende que, de acuerdo con la
nueva teoría, no bastaba un hecho o un
dicho para recluir a alguien en la Casa Verde;
era preciso un largo examen, una vasta
investigación del pasado y del presente. El
padre Lopes, por ejemplo, sólo fue capturado
treinta días después del decreto; la mujer del
boticario, luego de cuarenta días. La reclu-

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sión de esta señora llenó de indignación al


consorte. Crispim Soares salió de casa espu-
mando de cólera y declarando a las personas
que encontraba que iba a arrancarle las ore-
jas al tirano. Un sujeto, adversario del alie-
nista, al oír en la calle esa noticia, olvidó los
motivos de disidencia y corrió a la casa de
Simão Bacamarte para comunicarle el peli-
gro que corría. Simão Bacamarte se mostró
agradecido con el procedimiento del adver-
sario, y pocos minutos le bastaron para
conocer la rectitud de sus sentimientos, la
buena fe, el respecto humano, la generosi-
dad; le estrechó fuertemente las manos y lo
recluyó en la Casa Verde.
—Un caso como éste es raro —dijo a su
pasmada mujer—. Ahora, esperemos a nues-
tro Crispim.
Crispim Soares entró. El dolor había venci-
do la rabia; el boticario no le arrancó las ore-
jas al alienista. Éste consoló a su amigo, ase-
gurándole que no era un caso perdido; tal vez
la mujer tenía alguna lesión cerebral; iba a
examinarla con mucha atención, pero antes
de hacerlo no podía dejarla en la calle. Y, pare-

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ciéndole ventajoso juntarlos, porque la astucia


y la bellaquería del marido podrían en cierto
modo curar la belleza moral que había descu-
bierto en la esposa, dijo Simão Bacamarte:
—El señor trabajará durante el día en la
botica, pero comerá y cenará con su mujer, y
pasará aquí las noches, los domingos y los
días de guardar.
La propuesta puso al pobre boticario en la
situación del asno de Buridan.7 Quería vivir
con su mujer, pero temía volver a la Casa
Verde; y en esa lucha estuvo algún tiempo
hasta que doña Evarista lo sacó del apuro,
prometiendo que vería a su amiga y transmi-
tiría los recados del uno a la otra. Crispim
Soares le besó las manos agradecido. Al alie-
nista le pareció sublime este último rasgo de
egoísmo pusilánime.
Al cabo de cinco meses estaban alojadas
unas dieciocho personas; pero Simão Baca-
marte no aflojaba; iba de calle en calle, de

7 Asno de Buridan: el dilema del «asno delante de dos platos de


comida iguales» es una sátira del pensamiento de Jean Buri-
dan, que defendía que el ser humano, delante de cursos alter-
nativos de acción, debía siempre escoger el bien mayor.

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casa en casa, acechando, interrogando, estu-


diando; cuando cogía a un enfermo, lo lleva-
ba con la misma alegría con que antes los
arrebañaba a docenas. Esa misma despro-
porción confirmaba la nueva teoría; había
hallado, por fin, la verdadera patología cere-
bral. Un día consiguió encerrar al juiz-de-
fora en la Casa Verde; pero procedió con
tanto escrúpulo que no lo hizo sino después
de haber estudiado minuciosamente todos
sus actos e interrogado a los principales de la
villa. En más de una ocasión estuvo a punto
de recluir a personas perfectamente desequi-
libradas; fue lo que pasó con un abogado, en
quien reconoció tal conjunto de cualidades
morales y mentales que era peligroso dejarlo
en la calle. Mandó a detenerlo; pero el poli-
cía, desconfiado, le solicitó hacer un experi-
mento; fue a ver a un compadre, demandado
por un falso testamento, y le dio el consejo de
que tomara como abogado a Salustiano, que
era el nombre de la persona en cuestión.
—Entonces, ¿le parece…?
—Sin duda; vaya, confiéselo todo, toda la
verdad, sea cual sea, y confíele la causa.

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El hombre fue a hablar con el abogado,


confesó haber falsificado el testamento y
acabó por pedirle que se encargara de su
causa. No se negó el abogado, estudió los
papeles, razonó largamente y probó a todas
luces que el testamento era más que verdade-
ro. La inocencia del reo fue solemnemente
proclamada por el juez y la herencia pasó a
sus manos. El distinguido jurisconsulto le
debió su libertad a esta experiencia. Pero
nada escapa a un espíritu original y pene-
trante. Simão Bacamarte, que desde hacía
algún tiempo notaba el celo, la sagacidad, la
paciencia y la moderación de aquel policía,
reconoció la habilidad y el tino con que
había llevado a cabo una experiencia tan
delicada y complicada, y determinó recluirlo
de inmediato en la Casa Verde; pero le dio
uno de los mejores cubículos.
Los alienados fueron alojados por clases.
Se hizo una galería de modestos, es decir, de
los locos en los que predominaba esta per-
fección moral; otra de tolerantes; otra de
verídicos; otra de simples; otra de leales; otra
de magnánimos; otra de sagaces; otra de sin-

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ceros; etc. Naturalmente, las familias y los


amigos de los reclusos clamaban en contra
de la teoría; y algunos intentaron forzar al
Ayuntamiento para que anulara la licencia.
Pero el Ayuntamiento no había olvidado el
lenguaje del concejal Galvão y, si se anulaba
la autorización, lo vería en la calle y restitui-
do a su puesto; razón por la que se dio la
negación. Simão Bacamarte ofició a los con-
cejales felicitándoles por ese acto de vengan-
za personal.
Desengañados de la legalidad, algunos
principales de la villa recurrieron secreta-
mente al barbero Porfírio y le aseguraron
todo el apoyo de gente, dinero e influencia
en la Corte si se ponía a la cabeza de otro
movimiento en contra del Ayuntamiento y
del alienista. El barbero les respondió que
no; que la ambición lo había llevado la pri-
mera vez a transgredir las leyes, pero que se
había enmendado al reconocer su propio
error y la poca consistencia de la opinión de
sus mismos secuaces; que el Ayuntamiento
entendiera lo conveniente de autorizar la
nueva experiencia del alienista por un año.

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Cumplía esperar el final del plazo o requerir


al virrey en caso de que el propio Ayunta-
miento rechazara el pedido. Jamás aconseja-
ría el empleo de un recurso que había visto
fallar en sus manos, y, además, a costa de
muertos y heridos que serían su eterno
remordimiento.
—¿Qué es lo que me está diciendo? —pre-
guntó el alienista cuando un agente secreto le
contó la conversación del barbero con los
principales de la villa.
Dos días después, el barbero era recluido
en la Casa Verde.
—¡Preso por tener perro, preso por no
tenerlo! —exclamó el infeliz.
Llegó el final del plazo. El Ayuntamiento
autorizó una prórroga de seis meses para el
ensayo de los métodos terapéuticos. El des-
enlace de este episodio de la crónica ita-
guaiense es de tal orden, y tan inesperado,
que merecería nada menos que diez capítu-
los de exposición; pero me contento con uno,
que será el remate de la narrativa, y uno de
los más bellos ejemplos de convicción cientí-
fica y abnegación humana.

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CAPÍTULO DECIMOTERCERO

¡PLUS ULTRA!

Era la oportunidad de la terapéutica.


Simão Bacamarte, activo y sagaz para descu-
brir enfermos, se excedió aun en la diligencia
y la agudeza con que empezó a tratarlos. En
este punto todos los cronistas concuerdan
plenamente: el ilustre alienista realizó cura-
ciones asombrosas que excitaron la más viva
admiración en Itaguaí.
En efecto, era difícil imaginar un sistema
terapéutico más racional. Al estar los locos
divididos en clases, según la perfección moral
que en cada uno de ellos superaba a las de-
más, Simão Bacamarte se dedicó a atacar de
frente la cualidad predominante. Suponga-
mos un modesto. Empleaba en este caso una
medicación para imbuirle el sentimiento
opuesto; y no administraba inmediatamente
las máximas dosis; las graduaba conforme el
estado, la edad, el temperamento, la posición

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social del enfermo. A veces bastaba una casa-


ca, una cinta, una peluca o un bastón para
restituir la razón al alienado; en otros casos,
la enfermedad era más rebelde; recurría
entonces a los anillos de brillantes, a las dis-
tinciones honoríficas, etc. Hubo un enfermo,
poeta, que se resistió a todo. Simão Bacamar-
te empezaba a desesperar de su curación,
cuando tuvo la idea de hacer sonar la matra-
ca con el fin de anunciarlo como un nuevo
rival de Correia Garção y Píndaro.
—¡Fue un santo remedio! —contaba la
madre del infeliz a una amiga—; fue un santo
remedio.
Otro enfermo, también modesto, opuso la
misma rebeldía a la medicación; pero al no
ser escritor (apenas sabía escribir su nom-
bre), no se le podía aplicar el remedio de la
matraca. Simão Bacamarte se acordó de
pedir para él el puesto de secretario de la
Academia de los Encubiertos, establecida en
Itaguaí. Los puestos de presidente y secreta-
rio se concedían por real decreto, por gracia
especial del fallecido rey João V, e implicaban
el tratamiento de Excelencia y el uso de una

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placa de oro en el sombrero. El gobierno de


Lisboa rechazó el diploma; pero el alienista
insistió en que no lo pedía como premio
honorífico o distinción legítima sino, sola-
mente, como medio terapéutico para un caso
difícil. El gobierno cedió excepcionalmente a
la súplica; y aun así, no lo hizo sin un
extraordinario esfuerzo del ministro de
Marina y Ultramar, que resultó ser primo del
alienado. Fue otro santo remedio.
—¡Realmente es admirable! —se decía en
las calles, al ver la expresión sana y envaneci-
da de los exdementes.
Tal era el sistema. Se imagina el resto.
Toda belleza moral o mental era atacada en
el punto en que la perfección parecía más
sólida; y el efecto era seguro. ¡No siempre lo
era! Casos hubo en que la cualidad predomi-
nante resistía a todo; entonces el alienista
atacaba por otra parte, aplicando con la tera-
péutica el método de la estrategia militar,
que toma una fortaleza por un punto si por
otro no lo puede conseguir.
Cinco meses y medio después, la Casa
Verde estaba vacía; ¡todos curados! El conce-

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jal Galvão, tan cruelmente afligido de mode-


ración y equidad, tuvo la suerte de perder a
un tío; digo la suerte, porque el tío dejó un
testamento ambiguo y Galvão obtuvo una
buena interpretación, corrompiendo a los
jueces y engañando a los otros herederos. La
sinceridad del alienista se manifestó en ese
lance; confesó ingenuamente que no tuvo
parte en la curación; fue la simple vis medi-
catrix (fuerza curativa) de la naturaleza. No
sucedió lo mismo con el padre Lopes.
Sabiendo el alienista que él ignoraba total-
mente el hebreo y el griego, le correspondió
hacer un análisis crítico de la Versión de los
Setenta; el padre aceptó el encargo y en
buena hora lo hizo; al cabo de dos meses
había escrito un libro y obtenía la libertad.
En cuanto a la señora del boticario, no per-
maneció mucho tiempo en la celda que le
tocó, y en la que, por otra parte, no le falta-
ron cariños.
—¿Por qué Crispim no viene a visitarme?
—decía todos los días.
Le respondían bien una cosa, bien otra; al fi-
nal, le dijeron toda la verdad. La digna matro-

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na no pudo contener la indignación y la ver-


güenza. En las explosiones de cólera se le esca-
paron expresiones sueltas y vagas como éstas:
—¡Malvado! ¡Bellaco! ¡Ingrato! Un tunan-
te que ha hecho casas a costa de ungüentos
falsificados y podridos… ¡Ah, malvado!
Aunque no fuese cierta la acusación con-
tenida en estas palabras, Simão Bacamarte
advirtió que bastaban para mostrar que la
excelente señora estaba por fin restituida al
perfecto desequilibrio de sus facultades; y le
dio enseguida de alta.
Ahora bien, si imaginan que el alienista se
alegró al ver salir al último huésped de la
Casa Verde, demostráis con ello que aún no
conocéis a nuestro hombre. ¡Plus ultra! era
su divisa. No le bastaba haber descubierto la
verdadera teoría de la locura; no le satisfacía
haber establecido en Itaguaí el reino de la
razón. ¡Plus ultra! No se alegró sino que
quedó preocupado y pensativo; algo le decía
que la nueva teoría llevaba en sí otra teoría,
mucho más nueva.
«Veamos —pensaba—, veamos si llego,
por fin, a la última verdad.»

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Decía esto paseándose a lo largo de la


amplia sala donde fulguraba la más rica
biblioteca de los dominios ultramarinos de
Su Majestad. Una amplia túnica de damasco,
sujeta a la cintura por un cordón de seda con
borlas de oro (obsequio de una universidad),
envolvía el cuerpo majestuoso y austero del
ilustre alienista. La peluca le cubría una
amplia y noble calva adquirida en las medi-
taciones cotidianas de la ciencia. Los pies, ni
delgados ni femeninos, ni grandes ni viriles,
sino proporcionados a su estatura, estaban
resguardados por un par de zapatos cuyas
hebillas no pasaban de simple y modesto
latón. Apreciad la diferencia: el lujo no tras-
lucía más que en lo que era de origen cientí-
fico; lo que propiamente venía de él traía el
color de la moderación y de la sencillez, vir-
tudes tan ajustadas a la persona de un sabio.
Así iba, pues, el gran alienista de una
punta a la otra de la vasta biblioteca, ensi-
mismado, ajeno a todo lo que no fuese el
tenebroso problema de la patología cerebral.
De pronto se detuvo. De pie, ante una venta-
na, con el codo izquierdo apoyado en la

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mano derecha, abierta, y el mentón en la


mano izquierda, cerrada, se preguntó:
—Pero, ¿estaban realmente locos y fueron
curados por mí, o lo que pareció curación no
fue más que el descubrimiento del perfecto
desequilibrio del cerebro?
Y, profundizando cada vez más, llegó al
siguiente resultado: los cerebros bien organi-
zados que acababa de curar eran desequili-
brados como los demás. «Sí —se decía—, yo
no puedo tener la pretensión de haberles
inculcado un sentimiento o una facultad
nueva; una y otra existían en estado latente,
pero ya existían».
Llegado a esta conclusión, el ilustre alie-
nista se debatía entre dos sensaciones con-
trarias: una de goce, otra de abatimiento. La
de goce al ver que, al cabo de largas y pacien-
tes investigaciones, constantes trabajos,
lucha ingente con el pueblo, podía afirmar
esta verdad: no había locos en Itaguaí; Ita-
guaí no poseía un solo mentecato. Pero tan
pronto como esta idea le había refrescado el
alma, apareció otra y neutralizó el primer
efecto: la idea de la duda. ¡Cómo! ¿No tenía

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Itaguaí un solo cerebro equilibrado? Esta


conclusión tan absoluta ¿no sería, por esta
misma razón, errónea, y no venía, por lo
tanto, a destruir el grande y majestuoso edi-
ficio de la nueva doctrina psicológica?
La aflicción del egregio Simão Bacamarte
es descrita por los cronistas itaguaienses
como una de las más pavorosas tempestades
morales que se hayan abatido jamás sobre el
hombre. Pero las tempestades sólo aterrori-
zan a los débiles; los fuertes se fortalecen con-
tra ellas y se enfrentan con la mirada al true-
no. Veinte minutos después, la fisonomía del
alienista se iluminó con una suave claridad.
«Sí, ha de ser eso», pensó.
Así tal cual: Simão Bacamarte encontró en
sí mismo las características del perfecto equi-
librio mental y moral; le pareció que poseía la
sagacidad, la paciencia, la perseverancia, la
tolerancia, la veracidad, el vigor moral, la
lealtad, en fin: todas las cualidades que con-
forman a un acabado mentecato. Dudó inme-
diatamente, es cierto, y llegó incluso a con-
cluir que era una ilusión; pero, como era un
hombre prudente, decidió convocar a un

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consejo de amigos, a quienes interrogó con


franqueza. La opinión fue afirmativa.
—¿Ningún defecto?
—Ninguno —dijo en coro la asamblea.
—¿Ningún vicio?
—Nada.
—¿Todo perfecto?
—Todo.
—No, imposible —gritó el alienista—.
Digo que no siento en mí esa superioridad
que acabo de ver definir con tanta generosi-
dad. Es la simpatía que os hace hablar. Me
estudio y nada encuentro que justifique los
excesos de vuestra bondad.
La asamblea insistió; el alienista se resis-
tió; finalmente el padre Lopes lo explicó todo
con este concepto digno de un observador:
—¿Sabe usted la razón por la cual no ve
sus elevadas cualidades, que todos nosotros
admiramos? Es porque tiene todavía una
cualidad que realza las otras: la modestia.
Fue decisivo. Simão Bacamarte curvó la
cabeza, a la vez alegre y triste, y aun más ale-
gre que triste. Acto seguido, se internó en la
Casa Verde. En vano su mujer y sus amigos

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le dijeron que se quedara, que estaba perfec-


tamente sano y equilibrado: ni ruegos ni
sugerencias ni lágrimas lo detuvieron ni un
solo instante.
—La cuestión es científica —decía él—; se
trata de una teoría nueva, cuyo primer ejem-
plo soy yo. Reúno en mí mismo la teoría y la
práctica.
—¡Simão! ¡Simão, amor mío! —le decía su
esposa con el rostro lavado en lágrimas.
Pero el ilustre médico, con los ojos encen-
didos de convicción científica, trancó los
oídos a la nostalgia de la mujer y blanda-
mente la rechazó. Cerrada la puerta de la
Casa Verde, se entregó al estudio y a su pro-
pia curación. Dicen los cronistas que murió
a los diecisiete meses, en el mismo estado en
que entró, sin haber podido alcanzar nada.
Algunos llegan al punto de conjeturar que
nunca hubo otro loco, además de él, en Ita-
guaí; pero esta opinión, fundada en un
rumor que corrió desde el momento en que
el alienista expiró, no tiene otra prueba sino
el rumor; y rumor dudoso, pues se lo atribu-
ye al padre Lopes, que con tanto énfasis

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había realzado las cualidades del gran hom-


bre. Sea como fuere, se efectuó el entierro
con mucha pompa y singular solemnidad.

Publicado originalmente en el diario A Estação (1881),


y posteriormente en el libro Papéis avulsos (1882).

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LA SEÑORA DE GALVÃO
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Todavía no habían pasado de los primeros


regalos cuando se comenzó a murmurar
sobre los amores de este abogado con la
viuda del brigadier. Así está el mundo. Así se
fabrican las malas reputaciones y, lo que
parece absurdo, algunas buenas. Efectiva-
mente, hay vidas que sólo tienen prólogo;
pero toda la gente habla del gran libro que le
sigue, y el autor muere con las hojas en blan-
co. En el presente caso, todas las hojas se
escribieron formando un grueso volumen de
trescientas páginas compactas, sin contar las
notas. Éstas fueron puestas al final, no para
esclarecer sino para recordar los capítulos
pasados; tal es el método de esos libros, es-
critos en colaboración. Pero la verdad es que
ellos apenas se ajustaban al plan cuando la
mujer del abogado recibió este anónimo:

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No es posible que usted se deje engatusar


por más tiempo, tan escandalosamente,
por una de sus amigas, que se consuela de
su viudez seduciendo a los maridos ajenos,
cuando bastaba conservar los rizos…
¿Qué rizos? Maria Olímpia no se pregun-
tó qué rizos eran; eran los de la viuda del bri-
gadier, que los traía por gusto, y no por
moda. Creo que esto sucedió en 1853. Maria
Olímpia leyó y releyó el anónimo, examinó
la letra, que le pareció de mujer y disfrazada,
y recorrió mentalmente la primera fila de sus
amigas, a ver si pillaba a la autora. No descu-
brió nada, dobló el papel y miró la alfombra,
posando los ojos justamente en el dibujo en
que dos tortolitos se enseñaban, el uno al
otro, la manera de hacer de dos picos uno
solo. Existen esas ironías del destino, ironías
que dan ganas de destruir el mundo. Final-
mente, guardó el papel en el bolsillo del ves-
tido, encaró a la mucama que la esperaba y
que le preguntó:
—Señora, ¿ya no quiere ver más el chal?
Maria Olímpia tomó el chal que la muca-
ma le alcanzaba y, frente al espejo, se lo puso

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sobre los hombros. Pensó que le quedaba


bien, mucho mejor que a la viuda. Comparó
sus gracias con las de la otra. Ni los ojos ni la
boca se comparaban; la viuda tenía hombros
estrechitos, la cabeza grande y feo el caminar.
Era alta, pero ¿qué tenía ser alta? ¿Y los
treinta y cinco años de edad, nueve más que
ella? Mientras hacía estas reflexiones, iba
arreglando, doblando y desdoblando el chal.
—Éste parece mejor que el otro —aventu-
ró la mucama.
—No sé… —dijo la señora, acercándose a
la ventana, con ambos en las manos.
—Póngase el otro, señora.
La señora obedeció. Se probó cinco de los
diez chales que, en cajas, habían llegado de
una tienda de la Rua da Ajuda. Concluyó que
los dos primeros eran los mejores; pero le
surgió una complicación —mínima, real-
mente—, pero de tan sutil y profunda solu-
ción, que no vacilo en recomendarla a nues-
tros pensadores de 1906. La cuestión era
saber cuál de los dos chales escogería, ya que
su marido, recién recibido de abogado, le
pedía que fuese ahorrativa. Los contemplaba

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alternadamente y ora prefería uno, ora otro.


De pronto, recordó la alevosía del marido, la
necesidad de mortificarlo, de castigarlo, de
mostrarle que ella no era juguete de nadie, ni
que era andrajosa; y, de rabia, adquirió
ambos chales.
Al dar las cuatro (era la hora del marido),
nada del marido. Ni a las cuatro, ni a las cua-
tro y media. Maria Olímpia se imaginó una
cantidad de cosas desagradables, iba a la ven-
tana, volvía a entrar, temió un accidente o una
enfermedad repentina; pensó también que
estaba en una sesión del tribunal. Las cinco, y
nada. Los rizos de la viuda también negreaban
delante de ella, entre la enfermedad y el tribu-
nal, con tonos de azul cobalto, que era proba-
blemente el color del diablo. Realmente, era
para agotar la paciencia de una joven de vein-
tiséis años. Veintiséis años, no tenía más. Era
hija de un diputado del tiempo de la Regencia,
que la dejó muy niña, y fue una tía quien la
educó con mucha corrección. La tía no la
llevó muy pronto a los bailes y espectáculos.
Era religiosa, primero la condujo a la iglesia.
Maria Olímpia tenía una vocación por la vida

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exterior, y en las procesiones y misas cantadas


disfrutaba principalmente del rumor, de la
pompa; su devoción era sincera, tibia y distra-
ída. Lo primero que veía en el púlpito de las
iglesias era a sí misma. Tenía un gusto muy
particular en mirar de arriba abajo, en con-
templar la multitud de mujeres arrodilladas o
sentadas, y a los muchachos que, debajo del
coro o en las puertas laterales, temperaban
con actitudes galantes las ceremonias de lati-
nes. No entendía los sermones; pero todo lo
demás —orquesta, cantos, flores, luces, cene-
fas, el oro, la gente— ejercía sobre ella un sin-
gular hechizo. Frágil devoción que se hizo aun
más escasa con el primer espectáculo y el pri-
mer baile. No alcanzó a Candiani, pero escu-
chó a Ida Edelvira, bailó bastante y se ganó
fama de elegante.
Eran las cinco y media cuando llegó Gal-
vão. Maria Olímpia, que paseaba por la sala,
apenas oyó sus pasos hizo lo que cualquier
otra señora haría en la misma situación; aga-
rró un suplemento de modas y se sentó a leer,
con un gran aire de poca importancia. Galvão
entró, jadeante, risueño, muy cariñoso, pre-

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guntándole si estaba muy enfadada y jurando


que su atraso tenía un motivo, un motivo que
había de agradecerle, cuando ella supiera…
—No es necesario —lo interrumpió
fríamente.
Se levantó; fueron a comer. Hablaron
poco, ella menos que él, sin mostrarse moles-
ta, en todo caso. Pudo ser que empezó a
dudar de la carta anónima; pudo ser también
que los dos chales le pesaban en la concien-
cia. Al final de la comida, Galvão le explicó la
demora: había ido a pie hasta el Teatro Pro-
visório para comprar un palco para la noche;
daban Los Lombardos. Al regreso, fue a bus-
car un carro.
—¿Los Lombardos? —lo interrumpió
Maria Olímpia.
—Sí; cantan Laboccetta y Jacobson; hay
bailes. ¿Nunca has escuchado Los Lombardos?
—Nunca.
—Ahí está por qué me demoré. ¿Qué
mereces ahora? Mereces que te corte la punta
de esa naricita respingada…
Como él acompañara el dicho con un
gesto, ella retrocedió la cabeza; después,

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acabó de tomar su café. Tengamos pena por


el alma de esta muchacha. Resonaban en ella
los primeros acordes de Los Lombardos,
mientras la carta anónima le traía una nota
lúgubre, una especie de réquiem. ¿Y por qué
la carta no sería una calumnia? Naturalmen-
te, no era otra cosa: alguna invención de sus
enemigas, ya sea para afligirla o para hacer-
los pelear. Eso mismo era. Mientras tanto, ya
que estaba avisada, no perdería de vista a
ninguno de los dos. Y se le presentó una
idea: consultó con su marido si iba a invitar
a la viuda.
—No —respondió él—; el carro tiene sólo
dos puestos; y yo no he de ir en el pescante.
Maria Olímpia sonrió de contenta y se
levantó. Hacía mucho tiempo que tenía
ganas de escuchar Los Lombardos. ¡Vamos a
Los Lombardos! Tra, la, la, la… Media hora
más tarde fue a cambiarse. Cuando poco
después la vio lista, Galvão quedó encantado.
«Mi mujer es linda», pensó, e hizo el ademán
de abrazarla a su pecho; pero la mujer retro-
cedió, pidiéndole que no la desarreglase. Y
como él pretendiera, con veleidades de

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camarero, acomodarle la pluma del cabello,


ella le dijo fastidiada:
—¡Deja, Eduardo! ¿Ya llegó el carro?
Subieron al carro y fueron al teatro. ¿Quién
estaba en el palco contiguo al de ellos? Preci-
samente la viuda y su madre. Esta coinciden-
cia, hija de la casualidad, podía hacer sospe-
char de algún arreglo previo. Maria Olímpia
llegó a suponerlo; mas la sensación que causó
su entrada al teatro no le dio tiempo para
considerar la sospecha. Toda la sala se volvió
para mirarla, y ella bebió, a tragos lentos, la le-
che de la admiración pública. Además, su ma-
rido tuvo la inspiración maquiavélica de mur-
murarle al oído:
—Si la hubieses invitado, se quedaba de-
biéndonos el favor.
Cualquier sospecha desaparecía ante estas
palabras. Sin embargo, ella se cuidó de no per-
derlos de vista, y renovaba esa resolución cada
cinco minutos, durante media hora, hasta que,
no pudiendo fijar la atención, la dejó ir. Allá va
ella inquieta, va directa al resplandor de las lu-
ces, al esplendor de los vestuarios, un poco a la
obra, como pidiendo a todas las cosas alguna

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sensación deleitosa donde desperezar un alma


fría y personal, para luego retornar a su dueña,
al abanico, a sus guantes, a los adornos de su ves-
tido, realmente magníficos. En los intervalos, al
conversar con la viuda, Maria Olímpia tenía la
voz y los gestos de costumbre, sin cálculo, sin es-
fuerzo, sin sentimientos, olvidada de la carta. Jus-
tamente en los intervalos era que su marido, con
una discreción poco común entre los hijos de
los hombres, iba a los pasillos o al zaguán para
averiguar por las noticias del Ministerio.
Al final salieron juntas del palco y cruza-
ron los pasillos. La modestia con que la
viuda se vestía podía realzar la magnificencia
de la amiga. Pero las facciones no eran lo que
ésta le había atribuido esa mañana, cuando
se probaba los chales. No, señor, eran gracio-
sas, y tenían un cierto toque original. Los
hombros eran correctos y bonitos. La viuda
no tenía treinta y cinco años, sino treinta y
uno; nació en 1822, en la víspera de la Inde-
pendencia, por lo que el padre, de broma,
comenzó a llamarla «Ipiranga», sobrenom-
bre que le quedó entre las amigas. Además,
en Santa Rita estaba su partida de bautismo.

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Una semana después Maria Olímpia reci-


bió otra carta anónima. Era más larga y explí-
cita. Y llegaron otras, una por semana, duran-
te tres meses. Maria Olímpia leyó las primeras
con cierto disgusto; las siguientes fueron for-
mando callos en su sensibilidad. No había
duda de que el marido, muchas veces, se
demoraba fuera de casa, al contrario de lo que
antes hacía, o salía de noche y regresaba muy
tarde; pero, según decía, pasaba el tiempo en
el Wallerstein o en el Bernardo, en conversas
políticas. Y eso era verdad, una verdad que
duró de cinco a diez minutos, el tiempo nece-
sario para recoger alguna anécdota o novedad
que pudo repetir en casa, a modo de justifica-
ción. De ahí salía hacia el Largo de San Fran-
cisco y subía al carromato.
Todo era verdad. Y, con todo, ella seguía
sin creer en las cartas. Últimamente, ya no se
daba más el trabajo de refutarlas, las leía una
sola vez y las rompía. Con el tiempo fueron
surgiendo indicios menos vagos, poco a poco,
algo así como la aparición de la tierra a los
navegantes, pero este Colón se empecinaba en
no creer en América. Negaba lo que veía; no

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pudiendo negarlo, lo interpretaba; después


recordaba algún caso de alucinación, una
anécdota de apariencias engañosas, y en esa
almohada cómoda y suave ponía la cabeza y
se dormía. Ya para entonces, habiendo pros-
perado su bufete, Galvão promovía saraos y
comidas, iban a bailes, teatros, carreras de
caballos. Maria Olímpia vivía alegre, radiante;
empezaba a ser uno de los nombres de moda.
Y salía muchas veces con la viuda, a pesar de
las cartas, a tal punto que en una de ésas le
decían: «Parece que es mejor no escribirle
más, ya que usted se satisface con un amance-
bamiento de mal gusto». ¿Qué significa
amancebamiento? Maria Olímpia quiso pre-
guntárselo a su marido, pero se olvidó del tér-
mino, y no pensó más en eso.
Mientras tanto, el marido se enteró de que
su mujer recibía cartas por correo. ¿Cartas de
quién? Para él, esta noticia fue un golpe duro
e inesperado. Galvão analizó de memoria a
las personas que lo frecuentaban en casa, a
las que podían encontrarla en el teatro o en
los bailes, y halló muchos candidatos posi-
bles. En verdad, no le faltaban admiradores.

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—¿De quién son las cartas? —repetía él,


mordiéndose los labios y frunciendo la frente.
Durante siete días vivió momentos
inquietos y molestos, espiando a su mujer y
pasando en casa gran parte de su tiempo. Al
octavo día, llegó una carta.
—¿Es para mí? —preguntó vivamente.
—No; es para mí —respondió Maria
Olímpia, leyendo el sobre—; parece letra de
Mariana o de Lulu Fontoura…
No quería leerla, pero su marido insistió
en que lo hiciera; podía ser alguna noticia
importante. Maria Olímpia leyó la carta y la
dobló, sonriendo; iba a guardarla cuando el
marido quiso saber de qué se trataba.
—Has sonreído —dijo él, bromeando—;
debe haber alguna alusión a mí.
—¡No! Es un asunto de figurín.
—Pero, déjame ver.
—¿Para qué, Eduardo?
—¿Qué tiene? Algún motivo debe de
haber si no quieres mostrármela. Dámela.
Ya no sonreía; tenía la voz trémula. Ella se
opuso a entregarle la carta, una, dos, tres
veces. Hasta tuvo la idea de romperla, pero

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hubiera sido peor, porque no conseguiría


hacerlo hasta el final. Realmente, era una
situación inédita. Cuando vio que ya no había
más remedio, se decidió a ceder. ¿Qué mejor
ocasión para leer la expresión de la verdad en
el rostro del marido? La carta era una de las
más explícitas; hablaba de la viuda en crudos
términos. Maria Olímpia se la entregó.
—No quería mostrarte ésta —le dijo ella
enseguida—, como no te enseñé las otras
que he recibido y desechado; son tonterías,
intrigas que andan haciendo para… Lee, lee
la carta.
Con ojos ávidos, Galvão abrió la carta.
Ella agachó la cabeza hacia la cintura y vio de
cerca la franja del vestido. No lo vio padecer.
Cuando él profirió dos o tres palabras, des-
pués de algunos minutos, ya tenía la fisono-
mía compuesta y un esbozo de sonrisa. Pero
la mujer, que no lo adivinaba, respondió aún
con la cabeza baja; sólo la levantó después de
tres o cuatro minutos, y no para mirarlo de
frente, sino poco a poco, como si temiese
descubrir en sus ojos la confirmación del
anónimo. Viéndole, por el contrario, una

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sonrisa, comprendió que era de inocencia y


cambió de tema.
El marido redobló sus cautelas; parece,
también, que no pudo esquivar un tal o cual
sentimiento de admiración hacia su mujer.
Por su parte, la viuda, al enterarse de las car-
tas, se sintió avergonzada; pero reaccionó
rápidamente y se excedió en tratos afectuo-
sos con la amiga.
En la segunda o tercera semana de agosto,
Galvão se hizo socio del Cassino Fluminen-
se. Era uno de los sueños de su mujer. El 6 de
septiembre la viuda cumplía años, como
sabemos. La víspera, Maria Olímpia fue (con
una tía venida de afuera) a comprarle un
regalo; era una costumbre entre ellas. Le
compró un anillo. En la misma tienda vio
una joya bien bonita, una media luna de dia-
mantes para el pelo, emblema de Diana, que
le hubiera quedado muy bien en su cabeza.
Aunque fuera de Mahoma, toda insignia de
diamantes es cristiana. Maria Olímpia pensó
naturalmente en la primera noche del casino,
y la tía, viéndole el deseo, quiso comprarle la
joya; pero era tarde, ya estaba vendida.

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Llegó la noche del baile. Maria Olímpia


subió emocionada las escaleras del casino.
Las personas que en aquel tiempo la conocie-
ron dicen que lo que ella sentía en la vida
exterior era la sensación de una gran caricia
pública, a distancia; era su manera de ser
amada. Al entrar en el casino, iba a recoger
una nueva cantidad de admiradores, y no se
engañó, porque estos llegaron, y de fina casta.
Fue a las diez y media que se presentó la viu-
da. Estaba realmente bella, primorosamente
vestida, llevaba en la cabeza la media luna de
diamantes. Emergiendo del cabello negro, le
quedaba muy bien aquel diablo de joya, con las
dos puntas hacia arriba. Toda la gente en aquel
salón admiró siempre a la viuda. Tenía muchas
amigas, más o menos íntimas, no pocos ad-
miradores, y era dueña de un género de espí-
ritu que se realzaba con las grandes luminarias.
Un secretario de legación no cesaba de reco-
mendarla a los nuevos diplomáticos: «Causez
avec Mme. Tavares; c’est adorable!».1 Así era en
otras noches; así fue en ésta.

1 «Converse con madame Tavares; ¡ella es adorable!»

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—Hoy casi no he tenido tiempo de estar


contigo —le dijo la viuda a Maria Olímpia,
cerca de la medianoche.
—Naturalmente —dijo la otra, abriendo y
cerrando el abanico; y continuó, luego de
humedecer los labios, como para poner en
ellos todo el veneno que tenía en el cora-
zón—: Ipiranga, estás hoy hecha una viuda
deliciosa… ¿Vienes a seducir a algún otro
marido?
La viuda palideció y no pudo decir nada.
Maria Olímpia añadió, con los ojos, algo más
que bien la humilló, que salpicó de lodo su
triunfo. El resto de la noche hablaron poco; tres
días después rompieron para siempre jamás.

Publicado en la Gazeta de Notícias (1884),


y en el libro Histórias sem data (1884).

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EL CASO DE LA VARA
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Damião huyó del seminario a las once de


la mañana de un viernes de agosto. No sé
bien el año; pero fue antes de 1850. Al cabo
de algunos minutos se detuvo avergonzado;
no había reparado en el efecto que producía
ante los ojos de la gente aquel seminarista
que iba espantado, miedoso, fugitivo. Desco-
nocía las calles, andaba y desandaba; final-
mente se detuvo. ¿Hacia adónde iría? A casa,
no; allá estaba el papá que lo devolvería al
seminario, después de un buen castigo. No
había decidido cuál era el lugar de refugio,
porque la salida estaba señalada para más
tarde; una circunstancia fortuita la apresuró.
¿Hacia dónde iría? Se acordó del padrino,
João Carneiro, pero el padrino era un flojo
sin voluntad que por sí solo no haría nada

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útil. Fue él quien lo llevó al seminario y lo


presentó al rector:
—Le traigo al gran hombre que habrá de
ser este muchacho —le dijo al rector.
—Venga —replicó—, venga el gran hom-
bre, con tal que sea también humilde y bueno.
La verdadera grandeza es llana. Joven…
Así fue el ingreso. Poco tiempo después, el
joven huyó del seminario. Y aquí lo tenemos
ahora, en la calle, espantado, inseguro, sin
atinar con refugio ni consejo; recorrió de
memoria las casas de parientes y amigos, sin
fijarse en ninguna. De repente, exclamó:
—¡Me voy a valer de sinhá Rita! Ella
puede llamar a mi padrino, decirle que quie-
re que yo salga del seminario… Tal vez así…
Sinhá Rita era una viuda, querida de João
Carneiro; Damião tenía una vaga idea de esa
situación y trató de aprovecharla. ¿Dónde
vivía? Estaba tan aturdido que sólo después
de algunos minutos se acordó de la casa; era
en el Largo do Capim.
—¡Santo nombre de Jesús! ¡Qué es esto!
—exclamó sinhá Rita, sentándose en el cana-
pé, donde estaba reclinada.

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Damião acababa de entrar despavorido;


en el momento de llegar a la casa, había visto
pasar a un sacerdote, y le dio un empujón a
la puerta que, por suerte, no estaba cerrada
con llave ni con cerrojo. Después de entrar,
espió por la celosía para ver al sacerdote. Éste
no lo percibió y siguió de largo.
—Pero, ¿qué es esto, señor Damião? —excla-
mó nuevamente la dueña de la casa, que sólo
ahora lo reconocía—. ¿Qué viene hacer aquí?
Damião, trémulo, sin poder hablar, dijo
que no tuviese miedo, que no era nada; que
le iba a explicar todo.
—Descanse, y explíquese.
—Ya le digo; no cometí ningún crimen,
eso lo juro; espere.
Sinhá Rita lo miraba asombrada, y todas
las criadas, de casa y de afuera, que estaban
sentadas alrededor de la sala, frente a sus
almohadas de encaje, todas detuvieron los
bolillos y las manos. Sinhá Rita vivía prácti-
camente de enseñar a hacer encaje, tejido y
bordado. Mientras el muchacho tomaba
aliento, ordenó a las pequeñas que trabaja-
ran, y esperó. Finalmente, Damião le contó

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todo, del disgusto que le daba el seminario;


que estaba seguro de que no podría ser un
buen sacerdote; habló con pasión, le pidió
que lo salvase.
—¿Cómo así? No puedo hacer nada.
—Si quiere, puede.
—No —replicó ella, sacudiendo la cabe-
za—; no me meto en asuntos de su familia,
que mal conozco; ¡y aun más con su papá,
que dicen que es bravo!
Damião se vio perdido. Se arrodilló a los
pies de ella, le besó las manos, desesperado.
—Puede hacer mucho, sinhá Rita: le pido
por el amor de Dios, por lo que usted tenga
de más sagrado, por el alma de su marido,
sálveme de la muerte, porque yo me mato si
tengo que volver a aquella casa.
Sinhá Rita, lisonjeada con las súplicas del
muchacho, intentó apelar a otros sentimientos.
—La vida de sacerdote era santa y bella
—le dijo ella—; el tiempo le mostraría que
era mejor vencer las repugnancias y un día…
—¡No, nada, nunca! —replicaba Damião,
sacudiendo la cabeza y besándole las manos;
y repetía que eso sería su muerte. Sinhá titu-

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beó aún por mucho tiempo; por fin, le pre-


guntó por qué no iba a ver al padrino.
—¿Mi padrino? Ése es todavía peor que
mi papá; no me atiende; dudo que atienda a
alguien…
—¿Que no atiende? —interrumpió sinhá
Rita, herida en sus bríos—. Yo le muestro si
atiende o no…
Llamó a un muleque y le gritó que fuese a
la casa del señor João Carneiro a llamarlo,
ahora mismo; y que, si no estaba en casa,
preguntase dónde podía ser encontrado, y
que corriera a decirle que precisaba mucho
hablarle inmediatamente.
—Anda, muleque.
Damião suspiró profundo y triste. Ella,
para enmascarar la autoridad con que dio
aquellas órdenes, le explicó al joven que el
señor João Carneiro había sido amigo del
marido y que le había conseguido algunas
crías para enseñar. Después, como él siguie-
ra triste, recostado a un portal, le jaló la
nariz, riendo:
—Vamos, señor curita, descanse que todo
se ha de solucionar.

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Sinhá Rita tenía cuarenta años en la parti-


da de bautismo y veintisiete en los ojos. Era
de buena apariencia, viva, alegre, amiga de
reír; pero, cuando le convenía, brava como el
diablo. Quiso alegrar al muchacho, y, a pesar
de la situación, no le costó mucho. En poco
tiempo ambos reían, ella le contaba anécdo-
tas y le pedía otras, que él refería con gracia
singular. Una de éstas, insensata, que lo obli-
gó a hacer muecas, hizo reír a una de las cria-
das de sinhá Rita, que se olvidó del trabajo
para mirar y escuchar al muchacho. Sinhá
Rita cogió una vara que estaba al pie del
canapé, y la amenazó:
—¡Lucrécia, mira la vara!
La pequeña bajó la cabeza, como para
aguantar el golpe, pero éste no llegó. Era una
advertencia; si a la nochecita la tarea no esta-
ba terminada, Lucrécia recibiría el castigo de
costumbre. Damião miró a la pequeña; era
una negrita, delgaducha, un andrajo de nada,
con una cicatriz en la frente y una quemadu-
ra en la mano izquierda. Tenía once años.
Damião reparó que tosía, pero hacia adentro,
sordamente, para no interrumpir la conver-

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sación. Tuvo pena de la negrita, y resolvió


apadrinarla si no concluía la tarea. Sinhá Rita
no le negaría el perdón… Además, ella se
había reído al encontrarlo gracioso; la culpa
era suya, si hay culpa en contar chistes.
En eso llegó João Carneiro. Palideció al ver
allí a su ahijado y miró a sinhá Rita, que no
perdió tiempo con preámbulos. Le dijo que
era preciso sacar al muchacho del seminario,
que él no tenía vocación para la vida eclesiás-
tica: antes un sacerdote de menos, que un
sacerdote ruin. Aquí afuera también se podía
amar y servir a Nuestro Señor. João Carneiro,
asombrado, no encontró qué replicar durante
los primeros minutos; por fin, abrió la boca y
reprehendió al ahijado por haber venido a
incomodar a «personas extrañas», y, ensegui-
da, afirmó que lo castigaría.
—¡Qué castigar ni qué nada! —interrum-
pió sinhá Rita—. ¿Por qué castigar? Vaya,
vaya a hablar con su compadre.
—No le garantizo nada, no creo que sea
posible…
—Ha de ser posible, lo garantizo yo. Si
usted quiere —continuó ella con cierto tono

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insinuante—, todo se ha de arreglar. Pídale


mucho, que él va a ceder. Vaya, señor João
Carneiro, su ahijado no vuelve al seminario;
le digo que no vuelve…
—Pero, mi señora…
—Vaya, vaya.
João Carneiro no se animaba a salir ni
tampoco podía quedarse. Estaba entre un
tironeo de fuerzas opuestas. No le importa-
ba, en suma, que el muchacho terminara de
clérigo, abogado, médico o cualquier otra
cosa, o que fuese vago; pero lo peor era que
le provocaba una tremenda lucha en contra
los sentimientos más íntimos del compadre,
sin seguridad del resultado; y si éste era
negativo, otra lucha con sinhá Rita, cuya últi-
ma palabra era amenazadora: «le digo que él
no vuelve». Tenía que ocurrir, por fuerza, un
escándalo. João Carneiro estaba con la pupi-
la desvariada, los párpados trémulos, el
pecho jadeante. Las miradas de sinhá Rita
eran de súplica, mezcladas con un tenue rayo
de censura. ¿Por qué no le pedía otra cosa?
¿Por qué no le ordenaba que fuese a pie, bajo
la lluvia, a Tijuca o Jacarepaguá? Mas, luego

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de persuadir al compadre para cambiar la


carrera del hijo… Conocía al viejo; era capaz
de quebrarle una jarra en la cara. ¡Ah! ¡Si el
muchacho cayera allí, de repente, apopléjico,
muerto! Era una solución, cruel, es verdad,
pero definitiva.
—¿Entonces? —insistió sinhá Rita.
Él le hizo un gesto con la mano para que
esperase. Se rascaba la barba y buscaba una
salida. ¡Dios de los cielos! Un decreto del
Papa que disolviera la Iglesia, o, por lo menos,
que extinguiera los seminarios, haría acabar
todo bien. João Carneiro volvería a casa y
podría jugar al tres-siete. Imaginad al barbero
de Napoleón encargado de comandar la bata-
lla de Austerlitz… Pero la Iglesia continuaba,
los seminarios continuaban, el ahijado conti-
nuaba, cosido a la pared, con los ojos gachos,
esperando, sin solución apopléjica.
—Vaya, vaya —dijo sinhá Rita, entregán-
dole el sombrero y el bastón.
No tuvo más remedio. El barbero metió la
navaja en el estuche, empuñó la espada y se
fue para la batalla. Damião respiró; exterior-
mente se dejó estar en la misma posición,

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ojos hincados en el suelo, entristecido. Esta


vez sinhá Rita le jaló el mentón.
—Venga a cenar, déjese de tristezas.
—¿Usted cree que él consiga algo?
—Ha de alcanzar todo —replicó sinhá
Rita, llena de sí—. Venga, que la sopa se
enfría.
A pesar del genio bromista de sinhá Rita,
y de su natural espíritu ligero, Damião estu-
vo menos alegre en la cena que en la prime-
ra parte del día. No confiaba en el carácter
flojo del padrino. Sin embargo, comió bien;
y, al final, volvió a los chistes de la mañana.
En el postre, oyó un rumor de gente en la
sala, y preguntó si venían a arrestarlo.
—Deben de ser las chicas.
Se levantaron y pasaron a la sala. Las
muchachas eran cinco vecinas que iban
todas las tardes a tomar café con sinhá Rita,
y allí se estaban hasta caer la noche.
Terminado el refrigerio, las discípulas vol-
vieron a las almohadas del trabajo. Sinhá
Rita presidía todo ese mujerío de la casa y de
afuera. El susurro de los bolillos y el palabre-
ar de las muchachas eran ecos tan munda-

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nos, tan ajenos a la teología y al latín, que el


muchacho se dejó llevar por ellos y se olvidó
del resto. Durante los primeros minutos,
todavía hubo cierta timidez de parte de las
vecinas; pero pasó rápidamente. Una de ellas
cantó una modinha al son de la guitarra,
tocada por sinhá Rita, y la tarde fue pasando
deprisa. Antes de finalizar la jornada, sinhá
Rita le solicitó a Damián que contara una de
las anécdotas que le había agradado mucho.
Era ésa que había hecho reír a Lucrécia.
—Vamos, señor Damião, no se haga de
rogar, que las muchachas quieren irse. A
ustedes les va a gustar mucho.
Damião no tuvo más remedio que acce-
der. No obstante el anuncio, que servía para
reducir la expectativa de la broma y su efec-
to, el chiste acabó entre risas de las mucha-
chas. Damião, satisfecho, no se olvidó de
Lucrécia y la miró, para ver si ella también se
había reído. La vio con la cabeza metida en la
almohada terminando su tarea. No reía; o se
habría reído para adentro, como tosiendo.
Las vecinas salieron y la tarde cayó del
todo. El alma de Damião se fue cubriendo de

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tinieblas, antes de la noche. ¿Qué estaría


sucediendo? De instante en instante, iba a
espiar por la celosía, y volvía toda vez más
desanimado. Ni sombra del padrino. Con
certeza, el papá lo hizo callar, mandó llamar
a dos negros, fue a la policía a buscar a un
agente, y ahí venía a prenderlo por la fuerza
y a llevarlo al seminario. Damião preguntó a
sinhá Rita si la casa tenía una salida poste-
rior; corrió hacia la huerta y calculó que
podía saltar el muro. Quiso saber también si
habría manera de huir para la Rua da Vala, o
si era mejor hablar con algún vecino que
hiciera el favor de recibirlo. Lo peor era la
sotana; si sinhá Rita pudiera conseguirle un
chaleco, una levita vieja… Sinhá Rita dispo-
nía justamente de un chaleco, recuerdo u
olvido de João Carneiro.
—Tengo un chaleco de mi difunto —dijo
ella, riendo—, pero, ¿por qué está con esos
sustos? Todo se ha de arreglar, descanse.
Por fin, en la boca de la noche, apareció
un esclavo del padrino, con una misiva para
sinhá Rita. Las cosas aún no se habían arre-
glado; el papá se quedó furioso y quiso rom-

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per todo, gritó que no, señor, que el travieso


tenía que volver al seminario o que entonces
lo encarcelaba en el Aljube o en el Presigan-
ga. João Carneiro luchó mucho para conse-
guir que el compadre no decidiera de inme-
diato, que durmiera y que meditara bien si
era conveniente dar a la religión un sujeto
tan rebelde y vicioso. Explicaba en la carta
que había hablado así para mejor ganar la
causa. No la tenía por ganada; pero al día
siguiente allá iría a ver el hombre para insis-
tirle una vez más. Terminaba diciendo que el
muchacho se fuera a la casa de él.
Damião acabó de leer la carta y miró a
sinhá Rita. «No tengo otra tabla de salva-
ción», pensó él. Sinhá Rita mandó traer un
tintero hecho de cuerno, y, en la mitad de la
hoja de la misma carta, escribió esta respues-
ta: «Joãozinho, o tú salvas al muchacho o
nunca más nos vemos». Cerró con lacre la
carta y se la dio al esclavo, para que la llevase
rápidamente. Volvió a reanimar al seminaris-
ta, que estaba otra vez en actitud de humildad
y de consternación. Le dijo que se tranquili-
zara, que ahora este asunto era de ella.

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—¡Ya verán cuánto valgo! ¡No, que yo no


estoy para bromas!
Era hora de recoger los trabajos. Sinhá
Rita los examinó; todas las discípulas tenían
la tarea concluida. Sólo Lucrécia aún estaba
en la almohada, meneando los bolillos, ya sin
ver; sinhá Rita se llegó a ella, vio que la tarea
no estaba acabada, se quedó furiosa y la aga-
rró por la oreja.
—¡Ah, perezosa!
—¡Nhanhã, nhanhã! ¡Por amor de Dios!
¡Por Nuestra Señora que está en el cielo!
—¡Perezosa! ¡Nuestra Señora no protege a
las vagas!
Lucrécia hizo un esfuerzo, se soltó de las
manos de la señora y huyó hacia adentro; la
señora fue detrás y la agarró.
—¡Anda!
—¡Mi señora, perdóneme! —tosía la
negrita.
—No te perdono, no. ¿Dónde está la vara?
Y volvieron ambas a la sala, una presa por
la oreja, debatiéndose, llorando e imploran-
do; la otra diciendo que no, que la tenía que
castigar.

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—¿Dónde está la vara?


La vara estaba en la cabecera del canapé,
al otro lado de la sala. Al no querer soltar a la
pequeña, sinhá Rita le gritó al seminarista:
—Señor Damião, páseme aquella vara,
¿me hace el favor?
Damião se quedó frío… ¡Cruel instante!
Una nube le cruzó por los ojos. Sí, había
jurado proteger a la pequeña que por su
culpa se había retrasado en el trabajo…
—¡Deme la vara, señor Damião!
Damião caminó en dirección del canapé.
La negrita le pidió por todo lo más sagrado
que hubiese, por la madre, por el padre, por
Nuestro Señor…
—¡Me ayude, mi sinhô mozo!
Sinhá Rita, con la cara encendida y los ojos
saltones, exigía la vara, sin soltar a la negrita,
ahora presa de un acceso de tos. Damião se
sintió compungido; ¡pero él necesitaba tanto
salir del seminario! Se acercó al canapé, cogió
la vara y se la entregó a sinhá Rita.

Publicado en la Gazeta de Notícias (1891),


y en el libro Páginas recolhidas (1899).

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Este libro, El alienista,


de la colección Luna de bolsillo,
se terminó de imprimir
en junio de 2011.
Quito-Ecuador
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