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Luciana camina todos los días por la misma calle, por donde todos los de su barrio salen a

vivir sus días, todos caminan pero nadie nota una ventana un tanto vieja y sin vidrio,
pequeña, de donde a veces se escuchan gritos y carcajadas y donde algunas noches el
silencio absoluto abruma a quien le pone atención, casi nadie la determina, casi nadie
siente interés, pero Luciana ha sentido una atracción, tal vez porque sus padres siempre le
decían que no husmeara, que no fuera chismosa, porque una señorita jamás sale de su
papel, de damita, conservada y delicada, no mete la cabeza donde no la llaman y mucho
menos ensucia sus manos tocando los bordes de paredes grises, polvorientas, que recogen
los trajines de todos los que las rozan cuando caminan.

Si la curiosidad mató al gato, Luciana quería tener siete vidas, las suficientes para poner
sus ojos sobre todo lo que se encontrará, y así fué, una noche, sin temor alguno y sin
pensar más, empino sus pies, dejando caer los cordones de sus tenis limpios, relucientes
sobre el asfalto abrasador, las luces de neón, las sonrisas, la sonrisa del joven con barba y
tatuajes, el típico “Ese joven no, uno bien vestido por favor” de su familia, se asomaban por
la pequeña ventana, sus ojos, como si fueran acuarelas por las luces, parpadeaban
buscando la puerta, buscando cómo encontrarla, solo bastaron unos segundos, para que
sonara un fuerte estruendo al otro lado de la calle y Luciana saliera corriendo, fue un
choque leve, aun así acabo con el momento mágico que sentía, miró su reloj y siguió el
camino a su casa.

Al llegar comenzó a dibujar las calles, trataba de buscarle sentido al salón que se encontró,
inventaba puertas, se imaginaba recorridos, aún asi sabía que al día siguiente pasaría,
miraría de nuevo, esperaba al muchacho, esperaba sonreirle y picarle el ojo.

Mañana no tardó mucho y la parada se volvió una rutina, empinarse y poner sus manos
sobre el borde sucio, cada día encontraba un escenario diferente, las luces ya no eran
neón, a veces eran blancas, tenues, sobre personas compartiendo whiskey y discutiendo,
mujeres que abrazaban los cigarrillos con su boca, de la misma forma en la que buscaban
abrazar hombres que veían con dinero, el joven de la barba, siempre con un gesto diferente,
después de algunos días noto sus ojos sobresalir por la ventana, le sonreía, le picaba el ojo.

Luciana estaba desesperada, la intriga le carcomía las entrañas, corría alrededor de la


manzana, entraba por la puerta, subía escaleras y bajaba por el viejo ascensor, todavía no
sabía cuál puerta golpear, veía rostros demacrados y burdos por la desdicha y la suciedad,
otros enorgullecidos y brillantes, que asimilaba el dinero que podrían tener en sus cuentas,
jóvenes, ancianos, mujeres que hasta embarazadas brindaban sollozos de tristeza o dicha,
nunca los entendía bien, pero jamás veía donde entraban, jamás veía fuera del lugar al
joven.

Tal frustración la llevó a crear un plan: una hoja con un mensaje, con su número, con su
nombre, con un saludo cálido, la lanzaría por la ventana esperando a que este joven la
recibiera mientras le sonreía y brindaba con cerveza, y asi fue, miercoles a las 10:04 pm,
luciana en tenis blancos, medias veladas y jardinera negra, se empina, lo mira fuertemente
a sus ojos, como si con ellos lo llamará, el sin pensarlo, le sonríe de nuevo, mientras
Luciana deja caer el papel frío, húmedo por el sudor de sus manos que lo apretaban
fuertemente, el camina rápido, pero sin hacerse notar entre la gente, recoge el papel y lo
guarda en su chaqueta, de cuero, roída, helada y con hedor a cigarrillo de varios meses
encima, para su desdicha se pierde de la vista de Luciana, y ella sale a su búsqueda al otro
lado de la manzana.

Camina rápido, no quita los ojos de la puerta, con su pulgar toca cada uno de sus dedos
como si contara rápidamente segundos que aún no han pasado, la ansiedad la invita a un
cigarro y se lo fuma, rápido, como si hiperventilara, pasan 15 minutos, aunque los sintió
como horas, y nadie sale, vuelve a correr a la ventana , pero esta vez no hay nadie, no hay
luces, no hay brillo del polvo en el aire, no hay olor a cigarrillo, no hay brindis ni mujeres
llorando tragedias.

Desilusionada camina a su casa, lentamente escurre los pies por la calle, suenan sus pasos
como un niño chiquito cuando ha perdido un juguete y cansado de llorar va a su cama, así
se sentía, vacía, sin terminar la cuadra de la ventana, siente como le tapan la boca y la
arrastran hacia atrás, no puede emitir un solo sonido y en cuestión de segundos se
encuentra en un cuarto con luces de neón, amarrada, con un trapo en la boca, mirando al
joven de la sonrisa, los ojos y la barba, el olor a cigarrillo, tenía manos finas, como las que
le gustaban, el le sonrie y le cuenta sobre el, se llama Julian y tiene 26, la mira con amor,
le recuerda que esos son los ojos que siempre la miraban, le baja la mordaza y le da una
cachetada su mirada dulce se convierte en la mirada de un demonio, la deja y tira la puerta,
Luciana aun sin entender nada, lanzando gritos que se ahogan en el vacío el cuarto,
encuentra la ventana por la que entra la luz de la calle, distingue caras y sonidos, pero
pareciera que nadie puede escucharla, nota el vidrio que la divide, pero no se rinde.

De un solo golpe se abre la puerta, y sin ver quien es, corren su silla hacia la ventana,
permitiendo que la tenue brisa que entra la acaricie, en ese momento sus padres entran,
fríos, en una calle de honor, con una pistola apuntando en su cabeza, le cuentan que aquel
lugar era lo que los hacía ser la familia de honor que eran, este cuarto, el de la mafia, de la
familia rodeada de la mafia, no podía ser conocido por nadie más que sus dos padres y el
hermano, el joven de la barba y los tatuajes.

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