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«La Habitación Roja»: H. G. Wells; relato y análisis.

La Habitación Roja (The Red Room) es un relato de terror del escritor inglés H. G. Wells (1866-
1946), publicado originalmente en la edición de marzo de 1869 de la revista The Idler. Luego
aparecería en 65 grandes cuentos de lo sobrenatural (65 Great Tales Of The Supernatural),
Grandes cuentos de horror (Great Tales Of Horror), Un siglo de historias de terror (A Century
Of Horror Stories) y Escalofríos: una antología de misterio y horror (Spine Chillers: an
Anthology of Mystery and Horror), entre otras colecciones.

La Habitación Roja, uno de los grandes cuentos de H. G. Wells, relata la historia de un hombre
de veintiocho años [el Narrador], cuyo nombre no se divulga, que visita el Castillo Lorraine, el
cual se dice que está embrujado. El Narrador decide pasar la noche en la Habitación Roja con
la intención de refutar las leyendas que la rodean. Un año antes, otra persona, a la que se
refiere como «su predecesor», intentó llevar a cabo la misma proeza pero con resultados
trágicos. El Castillo Lorraine ha estado desocupado durante un año, desde que el duque perdió
la vida al caer de unas escaleras.

A pesar de las vagas advertencias de los tres ancianos que custodian el castillo, el Narrador
ingresa en la Habitación Roja para comenzar su vigilia. Su confianza inicial se derrumba a
medida que las velas que ha colocado en cada rincón estratégico de la Habitación Roja
comienzan a apagarse. Cada vez que se apaga una vela, el miedo y la paranoia se vuelven más
intensas. El Narrador intenta volver a encender las velas apagadas, pero una misteriosa ráfaga
de viento, que parece direccionada por una inteligencia malévola, hace que nunca llegue a
completar la tarea, de modo tal que la oscuridad comienza a cerrarse a su alrededor.

La premisa de La Habitación Roja influyó en muchos relatos de fantasmas posteriores: un


sujeto escéptico decide pernoctar en un lugar para probar que no está embrujado [ver: El ABC
de las historias de fantasmas]. De hecho, todos los elementos que llegarían a convertirse en
estereotipos del género están aquí: una mansión abandonada con una historia trágica de
fondo, personas espeluznantes que pronuncian terribles advertencias, un escéptico arrogante,
y la demostración final de que su escepticismo es la verdadera superstición, porque el lugar
realmente está embrujado. Sin embargo, H. G. Wells nos brinda una vuelta de tuerca sublime,
porque La Habitación Roja es menos una historia de fantasmas que una exploración de la
psicología humana en relación al miedo.

H. G. Wells era un escéptico [aunque más tarde en su vida cambiaría un poco]; en muchos
sentidos, él es como el Narrador, es decir, el tipo de persona que no se toma en serio las
historias de fantasmas. En este sentido, es lícito leer La Habitación Roja como un sutil trabajo
de demolición del género, incluso como una sátira. Sin embargo, hay una cosa que H. G. Wells
sí se toma muy en serio: el miedo, más precisamente el poder del miedo para aplastar la razón
y el autocontrol, sin importar cuán escépticos seamos e incluso prescindiendo de cualquier
fantasmas. Solo necesitamos una Habitación Roja para poner a prueba nuestro cinismo en
relación a lo paranormal, un lugar que no esté embrujado por espíritus o demonios, sino por el
miedo mismo [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

La Habitación Roja, entonces, es una historia sobre algo que todos hemos experimentado:
miedo: particularmente ese tipo de miedo del que no puedes deshacerte incluso cuando sabes
que [supuestamente] no hay nada que temer.

El punto de H. G. Wells es que todos tenemos miedos «irracionales», miedos que la razón no
puede sofocar, y eso nos pone en el lugar del Narrador. Este sujeto decide pasar la noche en la
Habitación Roja porque «sabe» que los fantasmas no existen. En otras palabras, se mete en
una situación en la que su razón le dice que no hay nada que temer, como un padre que le
asegura a su hijo que no hay monstruos debajo de la cama; por lo tanto, cree que puede
dominar con confianza y autocontrol cualquier miedo irracional. Sin embargo, como todo chico
sabe, HAY monstruos debajo de la cama, tal vez no el tipo de monstruos que conjura papá con
sus explicaciones racionales, pero allí están, listos para manifestarse cuando las circunstancias
son apropiadas [ver: Esos monstruos debajo de la cama]

¿Realmente hay algo sobrenatural en la Habitación Roja? H. G. Wells está menos interesado en
esto que en hacernos reflexionar en lo que significa tener miedo, incluso un miedo irracional, y
cómo este no desaparecerá frente al razonamiento o la fuerza de voluntad. En este contexto,
el miedo no es tan diferente a un fantasma, cuya sola presencia es una amenaza a la
racionalidad.

Ahora bien, antes de entrar en la Habitación Roja, el Narrador conversa con los cuidadores del
castillo: un anciano con un brazo atrofiado y una anciana con ojos pálidos, quienes le advierten
que está siendo temerario. El anciano, además, insiste en que el Narrador está actuando por
«su propia elección». En este punto entra un tercer anciano; lleva una capucha y tose
repetidamente. Sigue un silencio tenso. Estas tres figuras arquetípicas y sus advertencias
establecen temprano en la historia el arco del protagonista: de escéptico a creyente, y además
deja en claro que sus opiniones sobre la vejez es un preludio de lo que experimentará más
adelante: «hay algo inhumano en la senilidad, algo agazapado y atávico; las cualidades
humanas parecen desvanecerse insensiblemente de las personas mayores». Si estos tres viejos
te parecen inquietantes, espera a ver lo que hay en la Habitación Roja.

Pronto, incluso antes de que entremos en la Habitación Roja con el Narrador, H. G. Wells deja
caer una imagen que impregnará el resto del relato: sombras danzantes, casi conscientes, que
reaccionan ante la luz de las velas y luchan contra ellas. Hay algo primitivo en esta oposición
luz-oscuridad, no tanto en términos de bien vs. mal, sino entre la luz de la racionalidad, del
intelecto y la civilización, en contraste con la oscuridad de la irracionalidad, de los actos
inhumanos que se cometen en las ella. «Mi vela se encendió e hizo que las sombras se
cubrieran y temblaran», dice el Narrador, y agrega: «llegaron detrás de mí, y otra huyó ante mí
hacia la oscuridad de arriba». Que las sombras estén antropomorfizadas es un lindo detalle,
pero las sombras en la Habitación Roja se retraen, se reorganizan y finalmente avanzan contra
la luz de forma sistemática.

La luz artificial tiene que ser controlada por el ser humano, depende de él, del mismo modo en
que la racionalidad supone un esfuerzo por reprimir los instintos atávicos; pero la oscuridad
puede moverse como quiera. Es como si H.G. Wells sugiriera que la oscuridad es el estado por
defecto de las cosas, y que la luz, en términos de racionalidad e intelecto, es el intruso. El
Narrador debe moverse en el reino de la oscuridad; su escepticismo es tan intrusivo e ineficaz
como la luz de sus velas.

Al principio, el Narrador intenta preservar una «actitud mental científica». Examina cada
centímetro de la Habitación Roja y enciende varias velas en puntos estratégicos, de manera tal
de cubrir con luz la mayor superficie posible. Sin embargo, «todavía encontraba la oscuridad
más remota del lugar y su perfecta quietud demasiado estimulantes para la imaginación». A
partir de aquí, H. G. Wells se divierte con el lector. En cada sombra, en cada vela que parpadea,
cediendo terreno a la oscuridad, esperamos la aparición de un fantasma o un demonio, pero
solo tenemos a un sujeto que intenta desesperadamente volver a encender las velas que se
apagan, yendo y viniendo por la Habitación Roja, dándose cuenta que está siendo tragado por
la oscuridad.

Previamente el Narrador balbucea un comentario humorístico: «Se me ocurrió que cuando


viniera el fantasma podría advertirle que no tropezara con las velas». Aunque esta línea es una
broma para él mismo, el Narrador ha traído fantasmas a su vocabulario, pensando en ellos
como existentes en el mundo de su broma. Ha comenzado su camino desde la incredulidad
hacia el reconocimiento. Es entonces, inmediatamente después de este reconocimiento, que
las velas comienzan a apagarse.

El Narrador, histérico, comienza a luchar contra el continuo apagado de las velas. H. G. Wells
mantiene al lector en suspenso acerca de la posibilidad de algo sobrenatural en la Habitación
Roja, y al final saca una carta magistral. El Narrador, ya sin ninguna luz, escapa de la habitación
en una escena deliberadamente no sobrenatural, golpeándose, tropezando, cayéndose en su
propia desesperación. La revelación final sobre la naturaleza de la malevolencia en la
Habitación Roja es hermosa:

«¡Miedo! Miedo que no tiene luz ni sonido, que no soporta la razón, que ensordece y oscurece
y abruma. Me siguió por el pasillo, luchó contra mí en la habitación.»
Por supuesto, nada te impide pensar que hay una fuerza sobrenatural que infunde tal terror
que hace que las personas se maten accidentalmente; pero la sugerencia de H. G. Wells es que
la entidad de la Habitación Roja es simplemente MIEDO, un miedo que, como la oscuridad, tal
vez es el estado por default de la existencia humana.

La Habitación Roja.

The Red Room, H. G. Wells (1866-1946)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)

—Le puedo asegurar —dije— que se necesitará un fantasma muy tangible para asustarme.

Me paré frente al fuego con mi copa en la mano.

—Es su elección —dijo el hombre del brazo atrofiado, y me miró con recelo.

—Veintiocho años he vivido —dije—, y nunca he visto un fantasma.

La anciana se quedó sentada mirando fijamente el fuego, con los ojos claros muy abiertos.

—Ay —interrumpió ella—, veintiocho años has vivido pero nunca has visto una casa como
esta. Hay muchas cosas que ver cuando uno todavía tiene veintiocho años —movió la cabeza
lentamente de un lado a otro—. Muchas cosas que ver y por las que llorar.

Sospechaba que los ancianos estaban tratando de aumentar los terrores espirituales de su
casa con su monótona insistencia. Dejé mi vaso vacío sobre la mesa y miré alrededor de la
habitación. Me vi fugazmente, abreviado y ampliado hasta una solidez imposible en el viejo y
extraño espejo al final de la habitación.
—Bueno —dije—, si veo algo esta noche seré mucho más sabio. Tengo una mente abierta.

—Es su elección —dijo el hombre del brazo atrofiado una vez más.

Escuché el débil sonido de un palo y un paso arrastrado sobre las losas en el pasillo exterior. La
puerta crujió sobre sus goznes cuando entró un segundo anciano, más encorvado, más
arrugado, más envejecido incluso que el primero. Se sostenía con la ayuda de una muleta, sus
ojos estaban cubiertos por una capucha, y su labio inferior, medio desviado, colgaba pálido y
rosado de sus dientes amarillos y cariados.

Se dirigió directamente a un sillón en el lado opuesto de la mesa, se sentó torpemente y


comenzó a toser. El hombre del brazo atrofiado le dirigió al recién llegado una breve mirada de
desagrado; la anciana no se dio cuenta de su llegada, sino que permaneció con los ojos fijos en
el fuego.

—Dije que es su elección —dijo el hombre del brazo atrofiado cuando la tos cesó por un
momento.

—Es mi elección —respondí.

El hombre de la muleta se dio cuenta de mi presencia por primera vez y echó la cabeza hacia
atrás y hacia un lado para verme. Alcancé a ver momentáneamente sus ojos, pequeños,
brillantes e inflamados. Luego empezó a toser y a balbucear de nuevo.

—¿Por qué no bebes? —dijo el hombre del brazo atrofiado, empujando la cerveza hacia él.

El hombre de la capucha se sirvió un vaso con mano temblorosa, derramando la mitad sobre la
mesa de madera. Su monstruosa sombra se agazapó sobre la pared y se burló de su acción
mientras servía y bebía. Debo confesar que apenas esperaba estos grotescos custodios. En mi
opinión, hay algo inhumano en la senilidad, algo agazapado y atávico; las cualidades humanas
parecen desvanecerse insensiblemente de las personas mayores. Los tres me hicieron sentir
incómodo con sus demacrados silencios, su porte encorvado, su evidente hostilidad hacia mí y
entre ellos. Y esa noche, tal vez, estaba de humor para impresiones incómodas. Decidí
alejarme de sus vagos presagios sobre las cosas malvadas de arriba.

—Si —dije—, lléveme a esa habitación embrujada suya, me pondré cómodo allí.
El anciano con tos echó la cabeza hacia atrás tan repentinamente que me sobresaltó. Me lanzó
otra mirada con sus ojos rojos desde la oscuridad bajo la sombra, pero nadie me respondió.
Esperé un minuto, mirando de uno a otro. La anciana, como un cadáver, miraba fijamente al
fuego con ojos sin brillo.

—Si —dije un poco más alto—, si me lleva a esa habitación embrujada suya lo relevaré de la
tarea de entretenerme.

—Hay una vela en la losa afuera de la puerta —dijo el hombre del brazo atrofiado, mirándome
los pies mientras se dirigía a mí. Pero si va a la Habitación Roja esta noche...

—¡Esta noche de todas las noches! —dijo suavemente la anciana.

—Vaya sólo.

—Muy bien —respondí, brevemente—, ¿y por dónde voy?

—Camine por el pasillo —dijo, señalando la puerta con la cabeza apoyada en el hombro—
hasta la escalera de caracol; en el segundo rellano hay una puerta cubierta con paño verde.
Pase por ahí y siga por el largo corredor hasta el final. La Habitación Roja está a su izquierda
subiendo los escalones.

—He entendido bien —dije, y repetí sus instrucciones.

Me corrigió en un particular.

—¿Y realmente vas a ir? —dijo el hombre, mirándome por tercera vez con esa extraña y
antinatural inclinación del rostro.

—¡Esta noche de todas las noches! —susurró la anciana.

—Es a lo que vine —dije, y me dirigí hacia la puerta. Al hacerlo, el anciano de la capucha se
levantó y se tambaleó alrededor de la mesa, para estar más cerca de los demás y del fuego. En
la puerta me volví y los miré, estaban todos muy juntos, oscuros contra la luz del fuego,
mirándome por encima del hombro con una expresión atenta en sus rostros ancianos.
—Buenas noches —dije, dejando la puerta abierta.

—Es su elección —dijo el hombre del brazo atrofiado.

Dejé la puerta abierta de par en par hasta que la vela estuvo bien encendida, luego la cerré y
caminé por el pasillo frío y resonante.

Debo confesar que la rareza de estos tres ancianos pensionistas a cuyo cargo la Señora había
dejado el castillo, y los muebles antiguos y de tonos profundos de la habitación del ama de
llaves en la que se reunían, me habían afectado a pesar de mi esfuerzo. Parecían pertenecer a
otra era, una era más antigua, una era en la que las cosas espirituales eran verdaderamente
temibles, en la que el sentido común era poco común, una era en la que los presagios y las
brujas eran creíbles, y los fantasmas eran innegables. Su misma existencia, pensé, es espectral;
el corte de sus vestidos, modas nacidas de cerebros muertos; los adornos y las comodidades
en la habitación que los rodea incluso son fantasmales: los pensamientos de hombres
desaparecidos, que todavía rondan en lugar de participar en el mundo de hoy.

El pasaje en el que me encontraba, largo y sombrío, con una película de humedad que brillaba
en la pared, era tan desolado y frío como algo muerto y rígido. Con un esfuerzo sofoqué esos
pensamientos. El largo pasaje subterráneo con corrientes de aire era frío y polvoriento, y mi
vela hizo que las sombras se encogieran y temblaran. Ecos resonaron arriba y abajo de la
escalera de caracol, y una sombra vino detrás de mí, y otra huyó ante mí hacia la oscuridad de
arriba. Llegué al amplio rellano y me detuve por un momento, escuchando un crujido que me
pareció oír arrastrándose detrás de mí, y luego, satisfecho del silencio absoluto, abrí la puerta
forrada con paño y me quedé en el pasillo silencioso.

El efecto no fue el que esperaba, ya que la luz de la luna, que entraba por la gran ventana de la
gran escalera, lo iluminaba todo con una vívida iluminación plateada. Todo parecía estar en su
debido lugar; la casa podría haber estado desierta ayer en lugar de hace doce meses. Había
velas en los portalámparas de los candelabros, y el polvo que se había acumulado en las
alfombras o en el piso pulido se distribuía tan uniformemente que era invisible a la luz de las
velas. Una quietud expectante lo dominaba todo.

Estaba a punto de avanzar pero me detuve bruscamente. Un grupo de bronces estaba de pie
en el rellano, escondido de mí por una esquina de la pared; pero su sombra caía con
maravillosa nitidez sobre el blanco artesonado, y me dio la impresión de que alguien se
agachaba para acecharme. La cosa saltó a mi atención de repente. Me quedé rígido durante
medio segundo, tal vez. Luego, con la mano en el bolsillo, en el revólver, avancé, solo para
descubrir un Ganímedes y un Águila brillando a la luz de la luna. Ese incidente me devolvió los
nervios durante un tiempo, y un chino de porcelana deslucido sobre una mesa de buhl, cuya
cabeza se balanceaba cuando pasaba, apenas me sobresaltó.

La puerta de la Habitación Roja y los escalones que conducían a ella estaban en un rincón
oscuro. Moví mi vela de un lado a otro para ver claramente la naturaleza del hueco en el que
me encontraba antes de abrir la puerta. Aquí fue, pensé, donde se encontró a mi predecesor, y
el recuerdo de esa historia me dio una súbita punzada de aprensión. Miré por encima del
hombro al Ganímedes negro a la luz de la luna y abrí la puerta de la Habitación Roja con
bastante prisa, con el rostro medio vuelto hacia el pálido silencio del pasillo.

Entré, cerré la puerta detrás de mí de inmediato, giré la llave que encontré en la cerradura
interior y me quedé con la vela en alto contemplando el escenario de mi vigilia, la gran
Habitación Roja del Castillo Lorraine en la que había muerto el joven Duque ; o más bien en el
que había comenzado su muerte, porque abrió la puerta y cayó de cabeza por los escalones
que yo acababa de subir. Ese había sido el final de su vigilia, de su valiente intento de
conquistar la tradición fantasmal del lugar, y nunca, pensé, había servido mejor la apoplejía a
los fines de la superstición.

Había otras historias más antiguas que se aferraban a la habitación: la historia de una esposa
tímida y el final trágico que tuvo la broma de su marido, que quiso asustarla. Y mirando
alrededor de esa enorme habitación sombría con sus negros ventanales, sus huecos y nichos,
sus tapices polvorientos de color marrón rojizo y sus muebles oscuros y gigantescos, uno podía
entender bien las leyendas que habían brotado en sus rincones negros, en sus tinieblas
germinantes. Mi vela era una pequeña lengua de luz en la inmensidad de la cámara; sus rayos
no lograron penetrar hasta el extremo opuesto de la habitación y dejaron un océano de
misterio y sugestión de color rojo opaco, sombras centinelas y oscuridades vigilantes más allá
de su isla de luz. Y la quietud de la desolación se cernía sobre todo.

Debo confesar que alguna cualidad impalpable de esa antigua habitación me inquietó. Traté de
luchar contra este sentimiento. Decidí hacer un examen sistemático del lugar y así, sin dejar
nada a la imaginación, disipar las fantasiosas sugestiones de la oscuridad antes de que se
apoderaran de mí.

Después de convencerme de que la puerta estaba cerrada con llave, comencé a caminar por la
habitación, mirando alrededor de cada mueble, remangando los faldones de la cama y
abriendo las cortinas de par en par. En un lugar había un claro eco de mis pasos, los ruidos que
hacía parecían tan pequeños que realzaban el silencio del lugar. Subí las persianas y examiné
los cierres de varias ventanas. Atraído por la caída de una partícula de polvo, me incliné hacia
adelante y miré hacia la negrura de la ancha chimenea. Luego, tratando de conservar mi
actitud mental científica, di la vuelta y comencé a golpear los paneles de roble en busca de
alguna abertura secreta, pero desistí antes de llegar a la alcoba. Vi mi rostro en un espejo:
blanco.
Había dos grandes espejos en la habitación, cada uno con un par de candelabros con velas, y
en la repisa de la chimenea también había velas en candelabros de porcelana. Los encendí uno
tras otro. El fuego también estaba encendido —una consideración inesperada por parte del
anciano— y lo avivé para evitar cualquier disposición a temblar, y cuando ardía bien me quedé
de espaldas a él y miré la habitación de nuevo.

Había levantado un sillón tapizado en cretona y una mesa para formar una especie de
barricada ante mí. Sobre esto yacía mi revólver, a mano. Mi examen preciso me había hecho
bien, pero aún encontraba la oscuridad más remota del lugar y su perfecta quietud demasiado
estimulantes para la imaginación. El eco de la agitación y el crepitar del fuego no fue ningún
consuelo. La sombra en la alcoba al final de la habitación comenzó a mostrar esa cualidad
indefinible de una presencia, esa extraña sugerencia de un ser vivo al acecho que aparece tan
fácilmente en el silencio y la soledad. Para tranquilizarme entré con una vela y me convencí de
que no había nada tangible allí. Coloqué esa vela en el suelo de la alcoba y la dejé en esa
posición.

En ese momento yo estaba en un estado de considerable tensión nerviosa, aunque a mi juicio


no había una causa adecuada para mi condición. Mi mente, sin embargo, estaba
perfectamente clara. Postulé sin reservas que nada sobrenatural podía suceder, y para pasar el
tiempo comencé a hilvanar algunas rimas, al estilo de Ingoldsby, sobre la leyenda del lugar.
Algunas las dije en voz alta, pero los ecos no eran agradables. Por la misma razón también
abandoné, después de un tiempo, una conversación conmigo mismo sobre la imposibilidad de
los fantasmas y las apariciones. Mi mente volvió a las tres personas viejas y distorsionadas de
abajo, y traté de mantenerme en ese tema.

Los sombríos rojos y grises de la habitación me inquietaban; incluso con las siete velas el lugar
estaba oscuro. La luz de la alcoba resplandeciendo en una corriente de aire y el fuego
mantuvieron las sombras y la penumbra cambiando y moviéndose en una danza silenciosa.
Recordé las velas de cera que había visto en el corredor y, con un ligero esfuerzo, llevando una
vela y dejando la puerta abierta, salí a la luz de la luna y regresé con diez. Las puse en las
diversas chucherías de porcelana con las que la habitación estaba escasamente adornada, y las
encendí y las coloqué donde las sombras eran más profundas, algunas en el suelo, otras en los
huecos de las ventanas, ordenándolas hasta que por fin quedaron diecisiete velas, de modo
que ni un centímetro de la habitación dejara de tener la luz directa de al menos una de ellas.

Se me ocurrió que cuando viniera el fantasma podría advertirle que no tropezara con las velas.

La habitación estaba ahora muy iluminada. Había algo alentador y tranquilizador en estas
pequeñas llamas silenciosas que fluían, y notar su constante disminución de longitud me
ofreció una ocupación y me dio una sensación tranquilizadora del paso del tiempo. Incluso con
eso la inquietante expectativa de la vigilia pesaba sobre mí. Me quedé mirando cómo el
minutero de mi reloj avanzaba lentamente hacia la medianoche.

Entonces algo sucedió en la alcoba. No vi que la vela se apagara, simplemente volteé y vi que
la oscuridad estaba allí, como la presencia inesperada de un extraño. La sombra negra había
vuelto a su lugar.

—Por Júpiter —dije en voz alta, recuperándome de mi sorpresa.

Tomando la caja de fósforos de la mesa, caminé por la habitación de manera pausada para
volver a iluminar el rincón. Mi primer fósforo no encendió y, cuando lo hice con el segundo,
algo pareció parpadear en la pared frente a mí. Giré la cabeza y vi que las dos velas de la
mesita junto a la chimenea se habían apagado. Me puse de pie de inmediato.

—Qué extraño —dije—. ¿Las apagué yo mismo en un destello de distracción?

Regresé, volví a encender una y, al hacerlo, vi que la vela del candelabro derecho de uno de los
espejos parpadeaba y se apagaba, y casi de inmediato su compañera la siguió. Las llamas se
desvanecieron como si la mecha hubiera sido cortada repentinamente, dejándola ni brillante
ni humeante, sino negra. Mientras permanecía boquiabierto, la vela a los pies de la cama se
apagó y las sombras parecieron dar otro paso hacia mí.

—¡Esto no servirá! —dije, y primero una y luego otra vela en la repisa de la chimenea se fueron
apagando—. ¿Qué pasa? —exclamé con una extraña nota alta en mi voz.

Entonces se apagó la vela del rincón del armario y siguió la que había vuelto a encender en la
alcoba.

—¿Qué sucede con esas velas? —dije con una jocosidad medio histérica mientras raspaba una
cerilla.

Mis manos temblaban tanto que fallé dos veces el papel rugoso de la caja de fósforos. Cuando
la repisa de la chimenea emergió de la oscuridad nuevamente, dos velas en el extremo más
remoto de la habitación se eclipsaron. Pero con la misma cerilla volví a encender las velas de
los espejos más grandes, y las que estaban en el suelo cerca de la puerta, de modo que por el
momento parecía ganar sobre las extinciones. Pero luego, en una andanada silenciosa,
desaparecieron cuatro luces a la vez en diferentes rincones de la habitación. Encendí otra
cerilla con temblorosa prisa y me quedé dudando sobre dónde llevarla.
Mientras estaba indeciso una mano invisible pareció apagar las dos velas de la mesa.

Con un grito de terror me lancé hacia la alcoba, luego hacia la esquina y luego hacia la ventana,
encendiendo de nuevo tres velas cuando dos más desaparecieron junto a la chimenea, y
entonces, percibiendo una mejor manera, arrojé fósforos en la caja de seguridad forrada de
hierro y tomé el candelero del dormitorio. Con esto evité la demora de encender fósforos,
pero a pesar de todo, el proceso constante de extinción continuó, y las sombras regresaron y
se deslizaron sobre mí. Ahora estaba casi frenético con el horror de la oscuridad que se
acercaba, y mi autocontrol me abandonó. Salté, jadeante, de vela en vela en una vana lucha
contra ese avance despiadado.

Me golpeé en el muslo contra la mesa, tiré una silla, tropecé y caí y sacudí el mantel de la mesa
en mi caída. Mi vela rodó lejos de mí y agarré otra mientras me levantaba. De repente, esta se
apagó cuando la tiré de la mesa por mi movimiento repentino, e inmediatamente siguieron las
dos velas restantes. Pero todavía había luz en la habitación, una luz roja que se filtraba por el
techo y alejaba las sombras de mí. ¡El fuego! Por supuesto, todavía podía empujar mi vela
entre las barras y volver a encenderla.

Me volví hacia donde las llamas todavía bailaban entre los carbones encendidos y salpicaban
reflejos rojos sobre los muebles. Di dos pasos hacia la chimenea, e incontinentemente las
llamas se extinguieron y desaparecieron, el resplandor se desvaneció, los reflejos se juntaron y
desaparecieron, y mientras empujaba la vela entre los barrotes, la oscuridad se cerró sobre mí
como el cerrar de un ojo, envolviéndome en un abrazo sofocante, aplastando los últimos
vestigios de autocontrol.

Y no sólo era una oscuridad palpable, sino un terror intolerable. La vela se me cayó de las
manos. Extendí los brazos en un vano esfuerzo por alejar de mí esa pesada negrura y, alzando
la voz, grité con todas mis fuerzas, una, dos, tres veces. Entonces creo que debo haberme
puesto en pie, tambaleándome De repente pensé en el pasillo iluminado por la luna, y con la
cabeza gacha y los brazos sobre la cara corrí a hacia la puerta.

Pero había olvidado la posición exacta de la puerta y me golpeé fuertemente contra la esquina
de la cama. Retrocedí tambaleándome, me di la vuelta y me golpeé contra algún otro mueble
voluminoso. Tengo un vago recuerdo de haberme golpeado de un lado a otro en la oscuridad,
de un fuerte golpe finalmente en mi frente, de una horrible sensación de caída que duró una
eternidad, de mi último esfuerzo frenético para mantener el equilibrio y luego el olvido.

Abrí los ojos a la luz del día.


Tenía la cabeza toscamente vendada y el hombre del brazo atrofiado me observaba. Miré a mi
alrededor tratando de recordar lo que había sucedido. Giré los ojos hacia un rincón y vi a la
anciana, ya no abstraída, vertiendo algunas gotas de medicina de un pequeño frasco azul en un
vaso.

—¿Dónde estoy? —dije—. No puedo recordar quién eres.

Me lo dijeron entonces, y oí hablar de la Habitación Roja embrujada como quien escucha un


cuento.

—Lo encontramos al amanecer —dijo—, tenía sangre en la frente y en los labios.

Me preguntaba si alguna vez me habían disgustado. Los tres, a la luz del día, parecían viejos
comunes y corrientes. El hombre de la capucha tenía la cabeza inclinada como quien duerme.

Fue muy lentamente que recuperé el recuerdo de mi experiencia.

—¿Cree ahora —dijo el anciano del brazo atrofiado— que la habitación está embrujada?

Ya no hablaba como quien saluda a un intruso sino como quien se compadece de un amigo.

—Sí —dije—, la habitación está embrujada.

—Y lo has visto. Nosotros que hemos estado aquí toda nuestra vida nunca lo hemos visto.
Porque nunca nos hemos atrevido. Díganos, ¿es realmente el viejo conde quien… ?

—No —dije—, no lo es.

—Te lo dije —dijo la anciana con el vaso en la mano—. Es su pobre y joven condesa...

—No lo es —dije—. No es el fantasma del conde ni el de la condesa lo que está en esa


habitación; allí no hay ningún fantasma, sino algo peor, mucho peor, algo impalpable...

—¿Bien? ¿Qué es? —dijeron.


—Lo peor de todas las cosas que acechan a los pobres mortales —dije—; eso es, en toda su
desnudez: ¡Miedo! Miedo que no tiene luz ni sonido, que no tolera la razón, que ensordece y
oscurece y abruma. Me siguió por el pasillo, luchó contra mí en la habitación...

Me detuve abruptamente. Hubo un intervalo de silencio. Mi mano subió a mis vendajes.

—Las velas se apagaron una tras otra, y yo huí…

Entonces el hombre de la capucha levantó la cara hacia un lado para verme y habló.

—Eso es todo —dijo—. Sabía que eso era todo. Un poder de la oscuridad. Se esconde allí,
siempre. Puedes sentirlo incluso durante el día, incluso en un brillante día de verano, en los
tapices, en las cortinas, manteniéndose detrás de ti sin importar hacia dónde mires. En la
oscuridad se arrastra por el pasillo y te sigue para que no te atrevas a girar. Es como dices, el
miedo mismo está en esa habitación. Miedo negro... Y allí estará... mientras perdure esta casa
de pecado.

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