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El mito de Svayambhu

En el inicio, nada existía; no había nada visible o invisible; no existía aire ni cielo; no había vida ni muerte. Nada
anunciaba el día ni la noche. No existían la aurora coloreada de nácar ni el crepúsculo dorado. Las tinieblas
estaban envueltas en más tinieblas, y de esa forma el mundo yacía envuelto en espesas brumas y sumergido en
sueño por todas partes. Todo era energía, pura energía que no formaba nada.

Entonces Svayambhu, el ser existente por sí mismo, hizo perceptible el Universo mediante los cinco elementos
primitivos, creadores de los conocidos, y al manifestarse el mundo éste resplandeció con la claridad más pura, y,
con ello, se disipó la oscuridad.

Y habiendo decidido él solo hacer que todas las cosas emanaran de su propia sustancia y existencia (de la
sustancia del Ser), hizo que surgieran las aguas y en ellas depositó un maravilloso germen fecundo. En los
mares, la inabarcable dimensión de las aguas y las profundidades, surgieron las primeras obras de vida.

Ese germen primario, una pequeña bola cargada de energía, se transformó en un huevo de oro, brillante como
astro de mil rayos luminosos, en el cual el ser supremo se reveló en la forma de Brahma, el Sol, con la fuerza
del fuego y la virtud de la luz. Después, por medio de todas las partículas sutiles que de allí salían, de la calidez
que entibiaba la crudeza, de la frescura de las aguas que fluían, se constituyeron los principios de todas las
cosas que formaron este mundo perecedero.

El Ser Supremo, Svayambhu, atribuyó a cada criatura que allí nació una especie, un nombre, sus actos, sus
funciones y sus deberes. Cada uno de todos los seres nacen entre los dioses, entre los hombres o entre los
animales, y constantemente experimentan sus transformaciones sin fin, a través del mundo que se destruye y
se renueva sin cesar.

Después de haber creado el Universo de esta manera, aquél, cuyo poder es incomprensible, desapareció
adentrándose en su propia alma, y desde ahí reemplaza el tiempo que pasa por el tiempo que viene. Cuando el
Dios vela, el Universo realiza sus actos; cuando duerme, su espíritu queda absorbido por un profundo letargo y
el Universo se destruye a sí mismo. Y así, vuelve a empezar.

Por fortuna para nosotros, el sueño de Svayambhu dura miles y miles de años.

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El mito de Pan Gu (Mito chino)


En el principio, el tiempo y el espacio estaban contenidos en un enorme huevo negro. Dentro de aquel huevo
originario que reunía el todo y la nada, también dormía Pan Gu, el gigante del hacha, el primero de la raza de
los Titanes que todo lo cuidaban. Pan Gu se creó sólo, en un vaivén de energía, tinieblas y tensión de las
fuerzas que allí, en ese huevo, se contenían.
Dieciocho mil años duró el sueño pesado del gigante. Cuando despertó, confundido y sofocado, miró a su
alrededor y notó que no había otra cosa que Wuji: caso indiferenciado, ser y no-ser, tinieblas sin forma ni
límites precisos. Pura potencia y energía.
Entonces, el Titán se puso en pie, aún nublado por la confusión, empuñó su hacha y golpeó el huevo con
fuerza de una vez, hasta que su cáscara se astilló en millones de pedazos.
Enseguida, aquella nebulosa que formaría el Universo empezó a girar y a girar. Pan Gu separó la materia más
clara y ligera de la más pesada y oscura. Con una formó el cielo y con la otra, la Tierra.
Desahogado, de mejor humor, el gigante dedicó toda su energía a separar cielo y tierra, todavía muy cerca uno
del otro: trazó una línea fina con su hacha, filtró sus dedos en aquella grieta y, con una fuerza descomunal,
separó de par en par aquel espacio, creando así el horizonte. Gracias a ello, la distancia entre ambos fue
creciendo por sí sola con el mismo impulso, lentamente pero sin pausa, y Pan Gu creció a la par de ella.
Pasaron otros dieciocho mil años. Recién entonces las tinieblas originarias se disiparon para siempre, y podían
ya visibilizarse el cielo azul y la tierra firme, aún secos y despejados pero claros a la vista. Al ver tamaña obra de
creación vasta y silenciosa, el gigante sintió cumplida su titánica tarea y entonces, exhausto y satisfecho, se
recostó, exhaló y murió.
Como la muerte engendra vida y la vida engendra muerte, y el mundo está en perpetuo cambio y
transformación, algo aún más extraordinario ocurrió. El cuerpo de Pan Gu, todavía tibio, sufrió una
metamorfosis y dio origen al mundo que nos rodea, tal y como lo conocemos:
De su último suspiro nacieron el viento y las nubes; su ojo izquierdo se transformó en el sol, y el derecho en la
luna. Las estrellas que pueblan el cielo nacieron de sus cabellos. Sus brazos, piernas y tronco dieron origen a
cinco altísimas montañas, mientras sus venas se convertían en caudalosos ríos y sus tendones, en valles y
caminos. Cada uno de sus músculos transmutó en tierras y campos fértiles. Las plantas, las flores y los árboles
se formaron a partir de su piel y del vello de su cuerpo. De su sudor nacieron la lluvia y el rocío; de sus dientes

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y huesos surgieron el oro, la plata, el jade, el marfil y la innumerable riqueza mineral.
En cuanto a los hombres y las mujeres, algunos dicen que nacieron del espíritu y el alma del gigante; otros
afirman que somos descendientes de los piojos que vivían entre sus pelos.
En cualquier caso, el universo y los seres que lo habitan existen gracias al gigante Pan Gu.
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Leyenda maya de la creación del mundo (Popol-Vuh)


Al principio, todo era silencio y oscuridad, se decía que solo el cielo y el mar existían pero las aguas eran
calmas por no haber viento y los días no existían, pues el sol no tenía nadie que le rinda tributo para que salga
y bendijera con su luz y su calor. Dos de los dioses, llamados Tepeu (Dios de los cielos) y Kukulkán (Dios del
agua y los mares), eran los encargados de velar por esa inmutable creación, aún sin forma ni límites precisos.
Vestían plumas verdes y eran largos, inmensos y elegantes, por eso se les conocían como Serpientes
emplumadas.
Los dioses tuvieron una reunión y se pusieron de acuerdo para realizar la creación. El Corazón del Cielo, un
tercer Dios llamado Huracán (encargado del fuego, el viento y las tormentas), llevaría a cabo los planes para
darle energía a esa quietud. Tepeu y Kukulkán, que no eran de hablar demasiado, conspiraron para mencionar
al unísono la palabra creadora: “¡Tierra!”, dijeron, y se sumergieron en las tranquilas aguas para llegar hasta lo
más recóndito de sus profundidades y comenzar a levantar enormes plataformas de piedra, barro, minerales y
arcilla con formas aleatorias, que podrían caminarse y sobre las cuales podrían levantarse enormes
construcciones. Algunas de ellas fueron elevadas más allá de lo normal como muros de protección, y fueron
llamadas “montañas”.
Tepeu, observando a los otros dos, dio aviso a Kinich Ahau (Dios y Patrón del Ojo Solar, el que todo lo ve) de
que algo bueno estaba al llegar, pero que precisaba de su ayuda. Entonces, el guardián de la luz alumbró la
creación aún en proceso con la fuerza refulgente del Sol, que al deslumbrar en las quietas aguas y entibiar las
frescas tierras hizo germinar pequeños tallos que, ayudados por el viento de Huracán, fueron creciendo hasta
convertirse en árboles frondosos que cubrirían grandísimos sectores de la creación.
Luego, de las selvas y las montañas nacieron, casi sin esfuerzo, los insectos y los animales: venados, pájaros,
pumas, jaguares, vacas, serpientes. A cada uno le dieron su hogar, su nombre y su función. Y, luego, se les
indicó que invocasen y adorasen a los dioses. Pero no podían hablar, solo cacarear, mugir y graznar. No tenían
lenguaje, no eran capaces de comunicar nada: ¿Cómo iban a rendirle tributo al sol, al cielo, a la lluvia? ¿Cómo
podría seguir funcionando la Tierra sin esa energía?
Entonces, los dioses formaron una especie superadora: unieron tierra con agua, tomaron ramas de los árboles y
crearon una forma erguida, esbelta, con dos brazos y dos piernas: los humanos de barro. Pero este material se
caía, se mojaba y cambiaba de forma. La cabeza no se movía y no podían ver. Al principio hablaban pero con
muchísima incoherencia, por lo que decidieron destruirlos y comenzar de nuevo.
Los dioses de nuevo hicieron reunión y acordaron crear formas de hombres con madera. Así se hizo: tomaron
troncos enteros, tallaron sobre ellos y procuraron que ya no se deformasen ni perdieran estabilidad. ¡Y estos
hombres fueron un éxito! podían hablar, podían mantenerse, podían procrear y reproducirse. De esta forma
vivieron un tiempo pero les faltaba algo: no tenían ingenio, les faltaba inteligencia para tomar decisiones,
evolucionar y, además, saber cuándo era conveniente adorar a los dioses. Con el tiempo, los dioses se
olvidaron de ellos, y se secaron bajo el sofocante sol.
Entonces los creadores mandaron una inundación para arrasar con esa creación y se deshicieron de ellos. Los
que lograron sobrevivir y huir se convirtieron en monos en las selvas.
Ya casi resignados, los dioses creadores se reunieron para buscar el material definitivo para darle forma a los
hombres. Mientras sucedía esto, de entre los verdes campos nacían mazorcas amarillas y mazorcas blancas de
maíz, hijas directas de la tierra, el agua y el sol, que fueron llevadas ante ellos por un zorro, un coyote, una
cotorra y un cuervo. Notaron que el maíz nutría a todas las especies, les daba energía, tenía múltiples usos y
crecía con facilidad en cualquier parte. Decidieron usar la mazorca como forma y esta se volvió la carne, sangre
y músculo de los hombres.
Ahora sí, ¡Los humanos tenían forma, fuerza, inteligencia y energía! Los primeros seres humanos recibieron un
nombre e identidad: se llamaron Balam-Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah e Iqui-Balam. Estos cuatro
hombres dieron gracias a los creadores. Podían ver y oír, eran muy sabios y conocían todo, podían verlo todo
por ser descendietes del maíz, hijo del sol. A los dioses no les convenció esto, no querían que los hombres
conocieran todo y turbaron sus ojos para limitar su vista. Ahora solo podían ver lo que estaba cerca.
Fue entonces cuando decidieron crear a las mujeres, esposas de estos cuatro hombres. Los nombres de las
mujeres eran: Cahá-Paluna, mujer de Balam-Quitzé; Chomihá, mujer de Balam-Acab; Tzununihá, mujer de
Mahucutah; y Caquixahá, mujer de Iqui-Balam.
Así, se reprodujeron, adoraron y rezaron a los dioses.
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