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Relato:

Lo primero que noto al abrir la puerta del coche es el calor húmedo y asfixiante que arropa
este lugar. Sí, dije húmedo, porque esa es la manera en la que se siente este lugar,
pegajoso y asquerosamente húmedo. Para completar el cuadro alentador una nube de
mosquitos me recibe en el momento en el que pongo un pie en la polvorosa tierra, todos
luchando por cual se lleva el pedazo más grande de mí.
Hogar, dulce, maldito y caluroso hogar.
Captiva Island. Sí que le queda el nombre.
Echo un vistazo alrededor, cielo de un azul infinito, mar de un azul espectacular, casa de
un azul más bien vulgar. Dios, ¿es que nadie entiende aquí el concepto de armonía del
color? Enserio, las casas están pintadas en distintas tonalidades de azul, todas ellas,
aunque bueno, no es como si fueran muchas tampoco, no cuando este lugar tiene el
tamaño de una caja de cerillos. Cualquiera diría que estaría acostumbrada al calor, siendo
una chica que nació y vivió la mayor parte de su vida en Florida, pero por desgracia no es
así, viví el ultimo años y medio en portland, estoy acostumbrada a algo totalmente
diferente. Aquí por el contrario nunca ha habido un invierno en condiciones.
Deja de pensar estupideces y entra de una jodida vez, te estás cocinando. Decido
obedecer a mi yo interior, tomo la vieja maleta del maletero de mi desvencijado Ford
Falcón del setenta y me dirijo hacia la puerta de la casa. Diría que está igual que siempre,
pero sería una mentira, la arena ha invadido el porche delantero, la pintura azul esta
descascarada y al parecer las arañas se han adueñado parcialmente de la casa. El
abandono es muy obvio, y aunque debería sentir nostalgia, tristeza o algo, no siento nada.
Es como si fuera un recipiente de lo que solía ser antes y este lugar solo es un
recordatorio de un tiempo no muy bueno.
Y así, inesperadamente las lágrimas empañan mi visión, con horas de retraso al parecer,
y el peso del dolor se asienta sobre mí de una manera tan física que tengo que
recostarme sobre la puerta porque siento que el suelo desaparece bajo mis pies.
No sé cuánto tiempo me quedo así, pero de repente puedo respirar de nuevo y mis ojos
se secan. Sin más. Una extraña oleada de dolor que viene y va como las olas del mar.
Que malditamente apropiado.
Limpio mis húmedas mejillas con la manga de la chaqueta vaquera, rebusco en el bolsillo
del short vaquero hasta que doy con la dichosa llave y la inserto en el cerrojo. Uno, dos,
tres, cuatro giros después y la estúpida cosa sigue sin abrirse. Lo intento de nuevo, nada,
igual de atascada.
—¡Joder! — maldigo entre dientes y le doy una patada a la puerta. Acto que me lastima
más a mí que a ella.
Calma, respira e intenta de nuevo.
Lo hago.
No pasa nada.
¡Maldita sea! Juro que si ese imbécil hizo cambiar las cerraduras lo voy a golpear en las…
—¿Necesitas ayuda? —susurra de repente una voz tras de mí, lo que me hace dar un
salto casi de categoría olímpico.
—¡Jesús! —gruño con una mano sobre el corazón. Luego levanto la mirada y lo veo. En
definitiva, dios.
No voy a decir que es el tipo más guapo que he visto en mi vida, pero no está nada mal
para este rincón del mundo olvidado. Es alto, con rebelde cabello negro que le cae sobre
los ojos, unos hermosos ojos negros, un rostro apuesto adornado con dos bonitos
hoyuelos, y un cuerpo musculoso muy bronceado, hecho que se puede observar ya que
va sin camiseta.
—¿Te asusté? —pregunta y trato de volver a la realidad y alejar la mirada de sus
pectorales. Asiento en confirmación—. Entonces, eres la hija de los Amarys—Eso me
saca de mi ensoñación sensual, levanto la cabeza y lo miro con desconfianza. Nunca lo
he visto aquí, aunque bueno, no estado en esta casa en casi cinco años, lo que hace aún
más extraño que sepa quién soy. Él alza las manos en un gesto conciliador—. Calma, no
soy un acosador, lo dice ahí—señala sobre mi cabeza, sigo la dirección de su dedo y en
efecto está el letrero de bronce que dice Familia Amarys—. A menos que seas alguien
totalmente diferente— dice enarcando una ceja. Siempre he querido hacer eso.
Asiento con la cabeza y después niego.
—Si soy yo. La hija. Soy la hija de los Amarys.
Él chico me extiende la mano.
—Soy Stephen Bellemore, mis padres compraron la casa de al lado hace unos años.
Bellemore, no sé qué significa, pero le queda. Volteo a ver la enorme y bonita casa de
estuco, a su lado esta cabaña parece una pieza de lego rota.
Tomo su mano extendida.
—Damara—murmuro—. Damara Amarys.
Ahora levanta las dos cejas y sonríe remarcando esos hoyuelos, hoyuelos a los que me
siento tentada a tocar.
—Vaya, ese si es un nombre. Parece un trabalenguas.
No me lo tomo personal, no es la primera vez que escucho eso.
—No es la primera vez que escucho eso—digo y me encojo de hombros.
Él, Stephen, suelta una risita lírica. Aparentemente divertido con mis palabras.
El silencio se asienta por un momento, o lo haría si no existiera el incesante graznido de
las gaviotas en la playa ni el murmullo del mar.
—Entonces, ¿necesitas ayuda? —pregunta él de nuevo y señala a la puerta con la
cabeza.
—Eh… sí —digo y por hacer algo sacudo el picaporte con fuerza—. No se abre. ¿No has
visto a alguien por aquí? ¿Quizás cambiando las cerraduras?
Por favor que no sea eso o estaré muy jodida.
Stephen niega.
—Eres la primera persona que se acerca a esta casa en años—el alivio me invade—.
Déjame —musita acercándose, me aparto para dejarle espacio —. La llave calza, es
simplemente que está oxidada, el salitre le hace eso al metal.
Eso tiene mucho más sentido.
No sé cómo lo hace, pero sus músculos bronceados se flexionan, suena un chasquido y
de repente la puerta se abre. Hace un gesto con la mano hacia el interior de la casa.
—Ya está, pero quizá te convendría cambiar las cerraduras, podría atascarse de nuevo—
murmura.
—Gracias—le digo.
Él asiente y se va, bajando los escalones de un salto. Lo veo marcharse hacia su casa,
pero antes de entrar se da la vuelta y me mira.
—Entonces, te veo luego—dice y guiña.
Sin razón aparente me encuentro sonriendo. Tal vez, solo tal vez, este verano no sea tan
aburrido.
No tenía ni idea.
***
Esto es un desastre.
Lo noté ayer en el momento de entrar, toda la suciedad y el mal estado de la cabaña, pero
no quise afrontar con eso de inmediato, preferí darme una ducha fría, tomar mi laptop y
ver series toda la tarde y parte de la noche, tratando de ignorar el desorden a mi
alrededor. No algo muy maduro de mi parte, pero no estaba lista para afrontarlo en ese
momento. Pero ahora otro dia ha empezado, el sol ha salido de nuevo y a menos que
quiera vivir durante las próximas semanas en este estado tan lamentable, tendré que
limpiar.
Así que allí estoy yo, fregando como loca una mancha en la pared de la única habitación
del lugar, mancha que temo no desaparezca, no sin una gran capa de pintura.
Desistiendo en el intento me doy la vuelta para ir a buscar un vaso de agua fría, pero en
cuanto lo hago pego un alarido.
—La puerta estaba abierta—murmura Stephen con un encogimiento de hombros, está
recostado sobre el marco.
—¡Eso no significa que es una invitación! —chillo y me paso una mano por mi rizado
cabello marrón—. Tienes que dejar de hacer eso.
Esos atractivos hoyuelos salen a relucir.
—Promesa de niño explorador—comenta haciendo una cruz sobre su corazón.
No puedo evitar rodar los ojos. Pero él no lo nota, echa un vistazo alrededor, y da un
silbido bajo.
—Sí que es un cambio impresionante—dice con aprobación—. ¿Desde qué horas estás
levantada?
Niego.
—Desde que salió el sol supongo.
Stephen hace una mueca.
—Eso es horrible. Ah, te traje esto—alza su mano en la que tiene un vaso de…
—¿Es un café de Starbucks? —pregunto ilusionada. La vida siempre es mejor con café.
—Capuchino—corrige—. Y si, es de Starbucks—le agradezco y lo tomo, el olor que me
asalta de repente amenaza con ponerme a babear.
Doy un sorbo a la delicia liquida.
—¿Desde cuándo hay un Starbucks en este lugar? —pregunto con curiosidad. La isla no
alberga más de seiscientas personas y la última vez que vine aquí no había uno.
Él ríe.
—Dios, sí que no has estado aquí en mucho tiempo.
No tiene ni idea.
Él posa sus oscuros ojos negros en mí y puedo jurar que me quedo sin respiración, no
puedo ser inmune al brillo intenso de esa mirada y la sonrisa ladeada. Y me mira durante
tanto tiempo que siento el rubor subiendo por mis mejillas. Cuando abre sus pincelados
labios mi mirada va allí de inmediato…
—¿Qué vas a hacer esta noche?
Diablos, lo que esa boca podría hacer, y claro, como no, mi mente va por esos derroteros
de inmediato.
Espera, ¿dijo algo?
—¿Qué? —digo parpadeando rápidamente, como si despertara de un sueño.
Su sonrisa se ensancha.
—Es una cita entonces—anuncia y sale de la habitación.
¿Qué? ¿De qué habla?
Suelto la sucia esponja que no me había dado cuenta que aun sostenía y lo sigo, pero
maldito sea, una zancada suya son por lo menos cuatro mías. Lo alcanzo en la puerta de
la cabaña.
—Aguarda, no dije que sí — balbuceo—. ¡Ni siquiera preguntaste!
Voltea a mirarme y se acerca, como mucho, invadiendo espantosamente, pero de una
forma deliciosa mi espacio personal. Se inclina hacia mi hasta que su rostro está muy
cerca del mio.
—Si lo hice, dos veces, pero estabas tan concentrada mirando mi boca que no
escuchaste — Mierda, notó eso—. Sí, note eso—dice leyéndome la mente—. Nos vemos
a las ocho.
Se va y me deja preguntándome si en algún momento de la conversación acepte a ir con
él. Lo peor es que no estoy segura de haberme negado con mucho ímpetu.
***
A pesar del conflicto interno en el que estuve todo el dia y a pesar de que me juré que no
iba a salir, a las siete y cuarenta y cinco me encuentro vestida con el único vestido
veraniego que traje en la maleta, mis zapatillas negras y mi cabello tiene ese estilo que
parece desordenado pero que me tomó una hora lograr.
Soy tan patética.
Y estúpida.
¡Ni siquiera lo conozco! Podría ser un psicópata por lo que yo sé. Creo que no debería ir,
solo me estoy dejando llevar porque es guapo y tiene una bonita sonrisa. Además
¿Cuándo fue la última vez que salí a divertirme? Ni siquiera lo recuerdo, ni siquiera
recuerdo cuando fui feliz por ultima vez. Y he estado tan sola. Estoy tan sola, no quiero
estarlo más, aunque sea por un momento efímero.
Divertirse no es un pecado, aunque se sienta como uno en este momento.
Unos toques en la puerta me sacan de mis cavilaciones. Tomo una respiración y la abro.
Me quedo de piedra, un Stephen sin camiseta es un espectáculo, pero ¿esto? Con su
camisa blanca y vaqueros gastados, es simplemente increíble.
—Hola —murmura y me da esa sonrisa ladeada que empiezo a pensar es su marca
personal —. Guau —da un silbido bajo y recorre mi cuerpo con su mirada oscura —.
Estás increíble.
Siento como mi rostro se acalora y una risa nerviosa sube por mi garganta, pero la
contengo.
—Gracias. Tú estás muy guapo también—murmuro mientras cuelgo mi bolsa en mi
hombro y cierro la puerta tras de mí —. ¿A dónde vamos?
—Pues, pensé que podríamos caminar, vamos al Cantina, pero podría sacar el auto si
quieres—dice rápidamente al ver que no respondí rápido.
—¡No! — exclamo—. No, caminar está bien— además tiene sentido, el lugar está a cinco
minutos de caminata.
Emprendo el camino y él se une a mí. Ese silencio incomodo propio de dos desconocidos
se instala entre ambos, lo soportó durante casi un minuto hasta que ya no puedo más, no
soy una persona que hable mucho, pero hay algo en él que me impulsa a hacerlo.
—¿Por qué te mudaste aquí?
—¿De dónde eres?
Ambos preguntamos al mismo tiempo y eso nos hace reír, rompiendo el enorme bloque
de hielo entre ambos.
—Las damas primero—dice con un ademán de su mano.
Pienso por un segundo antes de responder.
—Soy de Fort Myers, pero he vivido los últimos años en Portland.
—¿Portland? ¿No es un cambio muy drástico el venir a la isla después de vivir allí?
Me encojo de hombros. Si tan solo hubiera tenido opción.
—Lo es, pero es temporal—las farolas convenientemente ubicadas en el camino me
permiten ver su ceja enarcada—. Pasaré aquí lo que quede del verano, luego volveré, voy
a la universidad allí.
—¿Qué estudias? —inquiere con aparente curiosidad.
—Leyes—digo un poco cohibida.
Él sonríe.
—Eso es genial.
—No me quejo—digo inclinando un hombro—. Bueno, he respondido tres preguntas. Tu
turno—murmuro antes de que inquiera más en mi vida. Estoy aquí porque no quiero
pensar en ella.
Stephen pone la vista al frente y engancha los dedos en la cinturilla de sus vaqueros.
—Mi madre administra un hotel en Sanibel – Sanibel es la isla que conecta a Captiva con
el continente, sus playas son increíbles, pero suele estar atestada de turistas—. Su idea
era comprar una casa allí, de hecho, mi hermana también lo quería, pero mi padre, y yo
queríamos algo más tranquilo, y aquí estamos.
Bueno, en eso acertó. No puede haber nada más aburrido que este lugar.
—¿Y tu padre también trabaja en Sanibel? ¿Y tu hermana? — No he visto salir ni llegar
ningún auto a su casa, él parece ser el único que se encuentra allí.
Niega.
—No, mi padre trabaja en Miami, o al menos la mayor parte del tiempo. Suele viajar
mucho. Mi hermana, por otro lado, va y viene cuando quiere en este momento está en
París, ¿mañana? Solo Dios sabe, pero ya ha pasado mucho tiempo lejos de nosotros, en
cualquier momento aparecerá.
Asiento y el silencio se posa de nuevo sobre nosotros, sin embargo, este es un silencio
más cómodo, para nada forzado. El olor a océano se mete por mi nariz y escuchó el
oleaje golpear contra la playa a unos cuantos metros de aquí. Tan pacifico, tan
confortable. Hace mucho no tenía esto, lo único que conocía era olor a antiséptico y el
ruido escandaloso de una docena de máquinas.
No, no pienses en eso, Damara.
Finalmente llegamos a nuestro destino y me quedo boquiabierta al entrar al lugar, no hay
una sola mesa ni silla igual en todo el lugar, todas tienen diferentes estilos y están hechas
de diferentes materiales y aunque parezca extraño se complementan armónicamente
dándole al lugar una pinta muy atractiva. Pero eso no es lo que me quita el aliento, lo que
lo hace son los miles de billetes de dólar que cubren todo el lugar, desde la barra pasando
por las columnas de madera tallada que sostienen el techo de teja y las paredes, incluso
las patas de las mesas.
—Deberías ver tu cara—comenta Stephen en mi oído.
Volteo a mirarlo y soy totalmente consiente de la sonrisa estúpida en mi rostro.
—Es increíble—respondo mientras avanzó y tomo asiento en la mesa más cercana a la
ventana, él me sigue.
—¿Nunca habías venido? —pregunta. Niego —. ¿Hace cuánto tu familia es dueña de la
cabaña?
Suelto un suspiro y poso mi barbilla en una mano.
—Desde que era niña, siempre veníamos en verano— antes de que todo se fuera el
infierno—. pero nunca tuve la oportunidad de venir antes era demasiado joven para entrar
a un sitio así— admito—. Pero había escuchado sobre el lugar.
El mesero llega a tomar nuestros pedidos, cuando se marcha regreso mi atención a la
pared frente a nosotros, ni siquiera podría decir de qué color es a causa de los billetes
que la cubren. Este sitio es uno de los mayores destinos turísticos del estado, durante
años las personas vienen aquí y escriben sus nombres y su mayor deseo sobre un billete
de dólar y lo ponen en la pared. Su propia manera de dejar huella en el mundo.
Este sitio da ese aspecto, de ser indestructible, un templo sagrado de deseos.
—Entonces te doy la bienvenida oficialmente—murmura y baja la voz—. Y esperemos
que a Sarah se le haya cumplido el sueño de perder la virtud con su profesor.
Debe ver el pasmo en mi rostro porque hace una seña con la cabeza señalando a la
pared, agudizo mi vista siguiendo su indicación y en efecto allí está escrito.
¿Qué le pasa a la gente?
—De acuerdo. Eso fue raro— murmuro con una risa y echo mi cabello hacia atrás—.
Pues espero que a Louisa se le cumpla el deseo de ser princesa de Disney por un día.
—¿Qué? Estás bromeando—declara, niego con la cabeza—. Mi pregunta es, ¿Cuántos
años tiene Louisa y cómo demonios la dejaron entrar aquí?
Nos pasamos un rato leyendo los deseos más ridículos y riéndonos de ellos, hasta que el
mesero regresa con la comida.
—Entonces, ¿cuál es tu deseo Damara Amarys? — pregunta Stephen mientras me
señala con una patata frita.
La sonrisa que tenía desde que llegamos desaparece de mi rostro. La suya también lo
hace.
—Lo siento, demasiado personal.
—No, no es eso— por supuesto que sí lo es. Intento sonreír de nuevo—. Es solo que no
lo sé, es bastante complicado pensar en algo ahora mismo.
Un brillo contemplativo aparece en su mirada.
—Dame un segundo—se levanta de la mesa y se dirige a la barra, lo observo conversar
animadamente con la bonita pelirroja de tez bronceada que atiende el bar. Con la
sensación de que estoy espiando algo vuelvo la mirada a mi burrito a medio comer. No
pasan muchos segundos hasta que vuelve a nuestra mesa—. Ten —dice entregándome
un rotulador y unas chinchetas, frunzo el ceño por un segundo, pero luego comprendo
cuando saca dos dólares de su billetera y los pone sobre la mesa.
—No, no, no, no—exclamo dejando caer el rotulador sobre la mesa como si quemara.
—¿Por qué?
—¡Te dije que no puedo pensar en algo ahora mismo!
Porque no creo en esto y no quiero poner mi más deseado sueño en un pedazo de papel.
—Exacto, dijiste que no podías pensarlo. Pues bien, no lo pienses, déjalo fluir, lo primero
que se te ocurra—y desliza uno de los billetes y el rotulador hacia mí. Me muerdo el labio
mientras debato si hacerlo o no—. No te gusta vivir la vida ¿verdad?
—¿Disculpa? —me cruzo de brazos a la defensiva.
Aunque tiene razón, no me gusta arriesgar. Nada. Ni siquiera en algo tan estúpido como
esto, me gusta mi vida gris y plana sin altos ni bajos. No me gusta lidiar con las tomas de
decisiones, no me gusta el estrés que eso conlleva. Me ahoga.
Él sonríe conocedor.
—La vida es solo una, no te la amargues pensando en pros ni contras para algo tan
simple, ni para las cosas complicadas—anuncia como si no lo supiera—. ¿Sabes que es
lo único que no tiene subidas y bajadas? La línea en el monitor de signos vitales cuando
mueres.
Un recuerdo doloroso aparece en mi mente: el pitido continuo de advertencia, esa línea
infinita verde que no cambia, el frio de la muerte.
Una especie de quejido sale de mi garganta.
—¿Estás bien? —pregunta Stephen envarándose.
—Le puse mucha salsa picante al burrito, eso es todo—miento y por su expresión sé que
no me cree.
¿Esa es la vida que estoy llevando? ¿Cómo si estuviera muerta? Y él, que es
prácticamente un desconocido lo notó, así de vacía me debo ver.
Tomo el billete y escribo en uno de los dorsos lo que más deseo en el mundo, luego lo
volteo y pongo mi nombre sobre él, tomo una chincheta y lo pego sobre otro billete en la
pared.
Stephen mira, no puede ver el deseo y temo que estire la mano para voltearlo y verlo,
pero no lo hace solo observa mi nombre por un largo rato.
—Mara —dice de repente—. Te queda.
Lo hace, lo que no le digo es que es lo único que me queda.
***
Debo admitir que echaba este lugar un poco de menos, a pesar de todo. Es totalmente
diferente a la ajetreada ciudad, aquí se respira paz. Se vive. Simplemente le tengo rencor
a todo lo que viví aquí, a los recuerdos que este lugar conserva. No al lugar en sí.
Recuerdos, la maldición de mi vida.
Veo por la ventana de la cabaña a los hijos de los vecinos jugando en la playa mientras
sus padres toman el sol y se relajan. Hoy es un día perfecto el sol brilla y le da al mar ese
bonito color verde azulado que destaca contra la blancura de la arena.
Escucho sus pasos venir antes de sentir su mano que se enreda en mi cabello y tira de él.
— ¡¿Qué estás haciendo?! — vocifera, saliva vuela de su boca. Me encojo por costumbre
—. ¡Responde! — me sacude y suelto un suspiro de dolor.
—Solo estaba viendo a los niños jugar — tartamudeo mientras el miedo paralizante me
embarga.
—¿A caso quieres ser como ellos? — niego de inmediato, aunque sea una mentira —.
¿Niños perdidos que no llegaran a ser hombres de bien gracias a que las rameras de sus
madres no les inculcan los valores sagrados? — no sé qué es una ramera, pero temo
preguntar —. Escucha, Damara Marie, tu nunca serás como ellos porque tuviste la
bendición de nacer en un hogar lleno de la gracia de Dios.
No puedo evitar preguntarme si en realidad Dios es un mal tipo. Pero no lo digo.
Veo a mami venir hacia nosotros, sus ojos oscuros, como los míos, están muy abiertos.
—John, solo déjala, por favor — suplica —. Ella ya entendió la lección, ¿verdad que sí,
nena? – dice en mi dirección, yo asiento rápidamente. Él pasa su atención hacia ella y me
suelta tan rápido que caigo sobre mi cadera y un dolor se dispara de inmediato.
Lloró. No por el dolor.
Llo hago cuando el puño de papá impacta contra la mejilla de mami.
Soy sacada de mis pensamientos cuando Stephen se deja caer a mi lado sobre la arena.
No dice nada solo pone una hoja sobre mi mano. Lo miro con desconfianza antes de
leerla, mis cejas se van elevando con cada palabra que leo, hasta que podrían salir
volando de mi rostro.
—Estás loco – le digo—. ¿Qué es esto?
—Una lista de actividades.
De hecho, lo es y hay algo que me incomoda en esto.
—¿Me estás dando un itinerario de lo que debo hacer con mi propia vida? — mis palabras
salen con un poco de acidez.
Él se pone serio de repente, su sonrisa se opaca.
—No, solo son recomendaciones de cosas para hacer— parece avergonzado y eso me
hace sentir mal de repente—. Lo siento, no quería ser entrometido, solo quería ayudar,
fue una idea estúpida…— intenta tener la lista de vuelta, pero la aparto de su alcance.
Odio estar siempre a la defensiva, y él no lo merece ha sido demasiado amable.
—Lo lamento, no estoy en mis mejores días—me disculpo. Vuelvo a mirar la lista, a las
cosas en ella, cosas que nunca se me ocurriría hacer por mi cuenta, pero en el mismo
instante siento un estúpido deseo de hacer esas cosas, de dejar de pensar tanto y solo
actuar. Volteo a mirarlo y notó que él ya está observándome, sus ojos no se apartan de mí
y mi corazón se desboca. Dios, ¿qué me pasa? —. Lo pensaré— le digo.
Stephen asiente, y sin decir nada más se va.
La tarde da paso a la noche y la temperatura desciende. Pongo una película en la
computadora, pero es tan aburrida que los ojos se me empiezan a cerrar y la cabeza a
pesar... Un duro golpe me despierta de repente, doy un salto en la cama y tardo unos
cuantos segundos en ubicarme, notó que la película ya ha acabado y la pantalla está
oscura, a lo lejos se oye el rumor del viento y el mar revuelto, un relámpago destella y la
habitación se ilumina por un segundo, miro el reloj y noto que son más de las dos de la
madrugada. El sonido que me despertó debió haber sido un rayo. Cierro la laptop y me
revuelvo bajo la sábana intentando que el sueño me embargue de nuevo, el ruido vuelve
a repetirse y me doy cuenta de que proviene de la puerta.
¿A esta hora?
Me levanto, me pongo unas sandalias y me acerco a la puerta de la cabaña, pero no la
abro, he visto suficientes películas de terror como para suponer que pasaría si abro la
puerta.
—Soy yo— dice Stephen desde afuera haciéndome saltar en el sitio.
Abro la puerta y lo veo allí, demasiado despierto para la hora que es y con esa sonrisa tan
suya puesta en el rostro. No me da tiempo a decir nada solo me lanza una manta a la
cara y con ella una bufanda.
—Póntela sobre los ojos—dice. Y se queda esperando. Así, sin más. Solo dice eso y
espera que lo obedezca.
—¿Disculpa? —es lo único que acierto a decir.
Rueda los ojos y procede a hablar muy lentamente, como si fuera idiota.
—Cúbrete con la manta y ponte la bufanda sobre los ojos. Te voy a mostrar algo.
Solo puedo imaginar la expresión en mi rostro.
—¿Estás demente? ¡Viene una maldita tormenta!
—No tocara tierra —asegura. Abro la boca para refutar, pero, como no, me interrumpe —.
Confía en mí —susurra con seriedad.
Y debo ser la mayor estúpida que ha pisado este mundo, porque lo hago. Es irracional, ni
siquiera lo conozco bien, pero confío en él. Sigo sus indicaciones y me pongo la bufanda
sobre los ojos, el ata el nudo tras mi cabeza y me quedo a oscuras, luego toma mi mano y
empieza a arrastrarme por la playa, lo sé porque puedo sentir como la arena se me mete
entre los dedos. Caminamos durante varios minutos en aparente silencio, pero el ruido de
los relámpagos no disminuye, ni la fuerza del viento.
—De acuerdo. Aquí hay unos escalones, iremos despacio— indica.
— ¿Y si resbalo? —digo entrando en pánico.
—No te dejare caer—sus palabras suenan como una promesa. Asiento y empezamos a
subir lentamente, no me molesto en contar los escalones, eso me pondría más nerviosa.
Varios segundos o minutos después, no sabría decirlo, finalmente nos detenemos.
Él suelta mi mano y siento su ausencia de inmediato, lo siento rodearme y luego sus
manos retiran la venda improvisada de mi cabeza, cuando mis ojos se acostumbran a la
semioscuridad doy un paso atrás asustada, chocando contra su pecho. Estamos por lo
menos a diez metros del suelo en una de las plataformas que rodean las torres de agua,
este lugar está en el extremo más alejado de la isla. Miro hacia abajo cuando un rayo
centellea y veo que el suelo está demasiado lejos para mi comodidad. Todo empieza a
darme vueltas. No es solo que les tenga miedo a las alturas, es que esta maldita cosa es
de madera y ha estado a la intemperie por años, podría derrumbarse en segundos.
Un gemido se escapa de mi garganta.
—No tengas miedo—Stephen me rodea con sus brazos y pone su boca al lado de mi
oreja, sus labios me rozan la piel cuando habla —. No mires abajo, tranquila, estoy aquí—
quiero creerle, pero dudo que pueda hacer algo si esta cosa se cae —. Mira al frente —
¿Y aumentar mi vértigo? No gracias —. Hazlo, Mara—tomo una respiración y lo hago, es
entonces cuando veo lo más hermoso y alucinante que he visto alguna vez.
Algunos kilómetros mar adentro la tormenta está en su apogeo, haces brillantes de luz
azul plateado ocasionados por los rayos se reflejan sobre el furioso mar, y las nubes
tienen un espectacular tono violeta como si estuvieran iluminadas desde adentro. Violeta.
el color preferido de mi madre, es casi como una señal divina, como un mensaje que no
sabía que necesitaba. Gracias, mamá. Me quedo hipnotizada con la vista, tanto que me
relajo contra Stephen casi sin notarlo. Entiendo porque me trajo aquí. Su lista, la que hizo
para mí. Ve una tormenta en la madrugada. Era uno de los puntos en ella.
— ¿Te gusta? —musita en voz muy baja.
—Es lo más hermoso que he visto — susurro con el mismo tono de voz —. Es extraño
que justo el día que haces esa lista haya una tormenta.
Es como si lo que estamos viendo fuera una experiencia religiosa, y cualquier sonido alto
rompería un hechizo. Lo siento sonreír, no sé cómo, pero sé que sonríe.
—Bueno—su voz contiene humor —. Puede que ya supiera sobre eso antes de escribir la
lista —Jesús, lo planeó todo, pienso con diversión —. Me gusta observar las tormentas
trato de estar al tanto sobre ellas, además Stephanie ama esto— volteo a verlo de
inmediato, aunque no es que pueda ver mucho, solo en los momentos fugaces cuando un
rayo destella, antes de que pueda preguntarle quien es Stephanie, y después de
preguntarme porque me importa, él habla—. Es mi hermana, te hablé de ella.
Su hermana. Habla de su hermana. Eso calma el malestar que estaba asomando su
cabeza en mi interior. Dios estoy loca.
No lo conozco.
Y aun así estas sola con él en el lugar más desolado de la isla y en medio de una
tormenta a causa de la cual nadie escucharía tus gritos de ayuda. Silencio a la pequeña
voz en mi cabeza.
—¿Stephanie? —pregunto con sorna.
Él ríe.
—Sí, mis padres no tienen mucha imaginación.
Dejo salir una carcajada, y luego otra y otra, hasta que mis ojos lloran y mi nariz gotea. Ni
siquiera fue tan gracioso, pero no había reído así desde hace muchísimo tiempo. Él mi
imita y no podemos dejar de reír durante un largo rato. Luego de nuestro ataque mutuo de
risas nos sentamos en el último escalón y observamos la tormenta que se aleja cada vez
más.
—Gracias— susurro en la oscuridad.
Gracias por hacerme reír, por hacerme sentir más viva de lo que me he sentido en mucho
tiempo. Gracias por mostrarme que puedo salir de esta, que mi vida continua y que hay
cosas maravillosas que aún no he visto y gracias por mostrarme una de ellas. Gracias por
estar aquí, por no dejarme sola.
Su única respuesta es entrelazar nuestras manos y no soltarme en un largo tiempo.
***
El tan ansiado toque en mi puerta resuena el fin, como lo ha hecho durante la última
semana, y esa sonrisa optimista a la que me estoy acostumbrando tuerce mis labios.
Pongo la bonita concha que estaba contemplando de vuelta en el recipiente, me levanto
de un salto y corro a la puerta. Cuando la abro, Stephen está allí en toda su magnífica
gloria, un vaso de café en su mano y la sonrisa ladeada en sus labios perfectos.
Entra con confianza y se deja caer sobre el raído sofá.
Hemos afianzado una especie de amistad durante estos últimos días, después de la
noche de la tormenta. Pasamos todo el día juntos, y lo agradezco. Este tiempo junto a él
es lo único que me mantiene a flote. Y es raro que me sienta más libre cuando estoy con
Stephen, casi un desconocido, pero la única persona que en realidad me conoce o cree a
hacerlo no es bueno para mí, nunca lo ha sido, no me quiere en su vida, ni yo lo quiero en
la mía.
En cambio, aquí, ahora, me siento libre.
—¿Qué tenemos en la lista hoy? — pregunto y le doy un sorbo al café. Entonces noto la
forma en la que está vestido, vaqueros desteñidos, una bonita camisa blanca que le hace
maravillas a su torso y una chaqueta vaquera sobre ella —. ¿Vas a algún lado? — trato
que la decepción no se note en mi tono.
Obviamente esto iba a pasar, tienen una vida, no puede estar a mi lado cada segundo de
cada día.
—Vamos— corrige —. Tu y yo, así que date una ducha y ponte algo bonito.
—¿Qué? — inquiero. Aunque lo escuché perfectamente.
Se encoje de hombros
—Pensé que podríamos salir de esta isla para variar.
Eso me deja paralizada. Hemos hecho muchas cosas últimamente, las cosas de su lista,
fuimos a ver los delfines, estuvimos en el faro en Sanibel, recogimos conchas marinas (al
parecer en la isla y sus alrededores hay más de cuatro mil especies) e incluso hicimos sky
acuático, suceso del que casi no salgo viva. Y me he acostumbrado a ese tipo de
actividades, ahora son como una zona de confort, pero ¿salir de la isla? Vine
precisamente para alejarme del mundo del continente.
—Vamos a Jacksonville—agrega.
—Son cinco horas de viaje—replico.
—¿Y eso que? —se inclina hacia delante y descansa los codos sobre sus muslos—.
¿Acaso prefieres quedarte cautiva en Captiva?
—No es gracioso—le gruño.
—Sí lo es.
Enredo los dedos en mi cabello y lo meso. Lo conozco lo suficiente para saber que
cuando se le mete algo en la cabeza nada podrá detenerlo. Estos últimos días me han
enseñado eso.
—Miami está más cerca—rato de apelar.
Su sonrisa se borra.
—¡No! —gruñe vehemente. Doy un paso atrás asustada, él relaja su expresión de
inmediato y sonríe otra vez —. Lo siento, pero soy de allí ya lo he visto todo, en cambio
nunca he estado en Jacksonville, ¿y tú? –—niego aun un poco pasmada por su
reacción—. Bien, decidido.
Suelto un suspiro, pero empiezo a caminar hacia el baño.
—No sé cómo me convences de estas cosas, te conozco hace como cinco minutos.
Escucho su repuesta después de cerrar la puerta.
—¡Es porque soy irresistible! —grita
Temo que eso sea a verdad.
Media hora después salgo, él está esperando junto a su Camaro color blanco.
—Su carruaje está listo, su alteza— dice con una venia.
Rio.
—Gracias, mi leal caballero.
El sonido de un auto acercándose llaman nuestra atención, entra a nuestro camino y se
detiene junto al auto de Stephen. Una bonita mujer con el cabello color miel baja de él.
—Mamá— murmura Stephen, ya no sonríe. Me cohíbo de inmediato, no he conocido a
sus padres. La mujer se quita las gafas de sol, me mira y me sonríe —. Ella es Damara—
agrega él—. Es la vecina.
La vecina. Algo en esa palabra me molesta.
—Mucho gusto, señora Bellemore.
—Llámame, Maia— declara y mira a Stephen—. ¿Vas a salir?
—Voy a acompañar a Damara al continente, tiene unos asuntos que resolver y su auto
está descompuesto—miente él con facilidad. Me sorprendo, pero no lo miro, no quiero
que la mujer note que está mintiendo.
—De acuerdo, iré a dormir, este verano hay demasiados problemas en el hotel, necesito
descansar. Un placer conocerte —dice en mi dirección y se interna en su casa.
Stephen no me mira y se sube al auto, lo sigo, enciende el radio y le sube el volumen
cortando toda oportunidad de conversación. Casi una hora después no puedo morderme
la lengua más y apago el radio.
—¿Por qué le mentiste?
Él no me mira y se toma su tiempo para responder.
—Mi madre es anticuada, si le hubiera dicho que iría a un viaje largo por carretera solo,
con una chica, bueno, no habríamos salido de allí.
—¿Y no va a notar cuando, no sé, no llegues en las próximas doce horas?
—Dormirá por lo menos dieciséis horas seguidas. Toma pastillas.
Con esas últimas palabras vuelve a encender la radio. Volteo el rostro en dirección a la
ventana y sin darme cuenta me quedo dormida. Me despierto cuando Stephen me sacude
anunciando que ya hemos llegado a Jacksonville. Y empieza a arrastrarme de un lugar a
otro fuimos al zoológico de la ciudad, al museo Cummer e incluso al Fuerte Clinch, pero
no lo disfrute como debería, tenía cierto malestar y una voz en mi cabeza que me decía
que algo estaba mal. Todo empeoró cuando Stephen me dejo en una heladería y se
marchó por lo menos veinte minutos.
Cuando apareció de nuevo a mi lado tenía esa sonrisa traviesa, pero se le borró al ver mi
mirada furiosa.
—Antes de que me mates—dijo sentándose frente a mí. Apreté los dientes con fuerza —.
Sé que estás molesta por la forma en la que le mentí a mi madre, pero no la conoces, no
sabes cómo se puede poner cuando algo se le mete en la cabeza, y la verdad no quería
generar un problema de ello, lo siento—niego, si solo fuera eso —. Y, sé que estas
molesta por haberme ido durante diez minutos.
—Veinte—corrijo.
Hace una mueca.
—Veinte— dice reticente—. Pero, tengo una buena razón—pone sobre la mesa una cajita
pequeña y alargada. La miro con desconfianza—Ábrela— anima. La tomo con cuidado y
la sacudo algo tintinea en su interior, cuando la abro todo el aire sale de mis pulmones.
De una cadena de plata cuelga una pequeña concha marina, una de las que recogimos
hace unos días, la que estaba contemplando esta mañana—. ¿Te gusta?
—¿Cómo…? —no soy capaz de articular nada más.
—Te he visto mirarla durante estos últimos días.
—¿Es para mí? —pregunto con un hilo de voz.
—No, es para mi madre— dice y gira los ojos—. Por supuesto que es para ti.
Algo se atasca en mi garganta, pero lo contengo. Me lo pongo, la concha descasando
sobre mis pechos.
—Gracias.
Después de eso volvemos a nuestro trato fácil y disfruto muchísimo más de nuestro
recorrido, hasta que la noche cae y es hora de volver a casa. Cenamos y después nos
dirigimos al auto, él no arranca de inmediato, solo me mira.
—¿Qué? —pregunto, pensando que quizá tenga un poco de mostaza en la barbilla.
Todo pasa muy rápido, de un momento al siguiente él se acerca a mí y estrella sus labios
contra los míos, me paralizo al principio, entonces él empieza a alejarse y reaccionó, lo
tomo por la chaqueta, lo acerco a mí lo más que puedo en el reducido espacio y le doy
acceso a mi boca. Es el beso más increíble de mi vida, hace que cada milímetro de mi
cuerpo se encienda. Creí que todo lo que he hecho estas semanas eran lo más
maravilloso que me ha pasado en la vida.
Hasta este momento.
—Moría por a hacer esto— dice entre beso y beso. No puedo detenerme, no quiero que
se detenga, quiero fundirme en él, no lo detengo cuando su mano se interna bajo mi falda,
ni cuando asciende por mi muslo y mucho menos cuando acaricia aquel lugar en donde
tanto lo necesito. Somos un revoltijo de bocas, gemidos y manos ansiosas.
Un golpe en la ventana del auto nos hace saltar. Tardo unos segundos en notar al oficial
fuera del auto que nos mira con desaprobación.
Mierda.
Stephen imita mis pensamientos y maldice, luego toma una respiración y baja la
ventanilla.
—-El exhibicionismo es un delito en este país —dice el escueto hombre.
Maldición.
—Disculpe oficial, nos ganó la emoción —dice Stephen sonriendo y quiero darle una
patada en la espinilla—. Nos acabamos de enterar que vamos a hacer padres y nos
emocionamos y una cosa llevo a otra. Verá, yo creía que no podía tener hijos, desde
pequeño tuve un problema en mi…
Bajo la mirada, Dios que vergüenza.
—Solo váyanse, y que no se vuelva a repetir – dice el oficial al parecer tan incómodo
como yo.
—Muchas gracias.
Stephen enciende él auto y arranca de inmediato.
—Me da miedo lo bueno que eres para mentir—señalo—. Eres un sinvergüenza
Él suelta una carcajada.
—La vergüenza es para las personas sin personalidad.
—Y tú tienes varias, ¿no?
—Auch, me hieres.
No dice nada más y no paso por alto que no dijo nada sobre el beso.
Entonces la sensación de que algo va mal vuelve, pero sigo sin entender que es.
***
Cuando volvemos a la isla es pasada la medianoche, pero ninguno de los dos está
cansado así que decidimos dar un paseo por la playa. Me dejo caer sobre la arena que
aún conserva el calor del día, Stephen me imita.
Y algo se apodera de mí, no sé qué es o porque ahora, tal vez el casi ser arrestada, o la
forma en que nos acercamos hoy, pero mis labios se abren y todo empieza a salir.
Quiere salir.
—El día que llegue aquí, venia del sepelio de mi madre —oigo su jadeo, pero no lo miro,
mis ojos están sobre la luna que se refleja en el mar que hoy está quieto, como un espejo
—. Había muerto el día anterior.
—Ella… Qué…— trastabilla con las palabras, pero se lo que quiere preguntar.
—Leucemia —digo y la voz se me rompe, tomo un puñado de arena y lo dejo deslizarse
entre mis dedos —. Le habían diagnosticado leucemia un par de años atrás, pero ello
nunca me lo dijo, hasta que fue demasiado tarde.
Siento su mano sobre la mía, sus dedos se entrelazan con loa míos.
—Lo siento mucho— susurra.
Una risa nerviosa sube por mi garganta, no sabe cuánto odio esas palabras, cuanto las
escuche de labios de personas a las que nunca les importó.
—¿Sabes que es lo peor? Me fui, la abandoné, y la deje sola. Escapé y ella nunca me lo
dijo porque no quería que volviera, porque quería que fuera libre. Me fui y dejé la pieza
más importante de mi atrás, y cuando regresé, ya era tarde—las lágrimas corren por mis
mejillas, pero no las contengo.
Cuando supe lo de la enfermedad de mi madre no pude tener el lujo de venirme abajo ella
me necesitaba. Tuve que pasar seis meses a la expectativa del maldito dia en que me la
arrebataran, hasta que sucedió.
—¿Quería que fueras libre? ¿De qué? — pregunta, lo volteo a mirar, pero las lágrimas
emborronan mi visión.
—-Mi padre es un reverendo, para él Dios y su justicia es una obsesión, cree que toda
maldita cosa es un pecado. Solía golpear a mi madre, a mí también por las cosas más
estúpidas… Y cuando se medió la oportunidad, corrí lo más rápido que pude.
—Ella se quedó, y te sientes culpable por eso—dice con convicción.
Niego.
—Cuando me fui, se estaban separando. Creí que por fin éramos libres ambas.
—¿Qué pasó?
—El cáncer atacó, y mi madre no tenía el dinero para costear los gastos del tratamiento,
porque él la dejó sin nada. Sin un solo dólar, eso tampoco me lo dijo —digo con rencor-—.
¿Y sabes por qué? Porque él gran reverendo Amarys, un enviado del señor tenía una
puta amante que mantener, mucho más joven que mi madre, mucho más guapa. Y el
bastardo no quiso ayudar cuando mi madre le rogó su ayuda.
Ella le rogó, cuando siempre debió ser él quien rogara por algo.
Stephen toma mi rostro en sus manos y me sostiene como si fuera valiosa. No lo soy,
nunca lo he sido. Solo soy una estúpida cosa rota.
—No puedes culparte— declara —. No puedes tomar la responsabilidad de las decisiones
de tu padre, ni las de tu madre. No es tu culpa.
Es lo que ella diría, pero no puedo verlo así.
—Ni siquiera pude estar en su sepelio— digo con un sollozo.
—Dijiste que venias de su sepelio…
Eso es lo que me carcome por dentro, que en realidad nunca pude despedir a mi madre, a
la persona más importante en mi vida. Lo único que tenía.
-—Él fue —cuento—. Él se atrevió a ir al sepelio, y no solo eso, llevo a su nueva mujer.
Se atrevió a llorar e incluso se atrevió a abrazarme, a lamentarse como si le importara, no
pude soportarlo, llamé puta a su nueva esposa, aunque se metió en una relación que ya
estaba destruida, aun así, no tenía derecho estar ahí y a él le dije cada cosa que se me
ocurrió, revente la burbuja de perfección en la que lo tenían todos los que creían
conocerlo… entonces, me sacó de allí, nadie hizo nada y no me permitieron volver a
entrar.
—Pero eras su hija, alguien tuvo que decir algo.
—Mi padre es muy respetado por la comunidad— le confieso—. Y para ellos yo siempre
fui la oveja descarriada, fue una de las razones por las que me marché en primer lugar.
Bajo la cabeza avergonzada, jamás le había contado esa historia a nadie, nunca había
confiado tanto. Me siento libre pero también cohibida.
Stephen toma mi barbilla y levanta mi rostro.
—Eres maravillosa—lleva su boca a mi rostro y limpia mis lágrimas con sus labios—. No
estás sola, me tienes. Siempre—susurra y me besa con fuerza.
Y no lo detengo, no lo detengo cuando sus manos empiezan a vagar por mi cuerpo, ni
cuando se deshace de nuestras ropas, no lo detengo cuando, con la luna como testigo, le
doy lo único que me queda.
***
Luego de un chapuzón en las heladas aguas del océano vuelvo a casa con deseo de
darme una ducha y luego ir a ver a mi impertinente y totalmente sexy vecino, nos
separamos justo cuando el sol salió, en este momento debe estar en su camino a la
tienda por el añorado café.
Cuando llego a la puerta trasera de mi cabaña me doy cuenta de que está cerrada
probablemente por culpa del viento que sopla del mar, así que no me queda más opción
que rodear la cabaña y entrar por la puerta principal, la cual siempre dejo abierta. Al llegar
frente a la casa noto un auto en el camino de entrada de los Bellemore, uno que nunca
había visto y que se ve a leguas que es costoso, hay una chica apoyada sobre el costado
de él tecleando en su móvil.
—Hola—digo.
La chica levanta la mirada y sonríe, tiene unos hermosos ojos verde bosque y un cabello
oscuro que cae más alla de su cintura perfecta, y su ropa luce cara. Soy consiente
inmediatamente de que debo parecer una rata medio ahogada.
—Hola—-responde amablemente.
Y entonces recuerdo algo. Mi hermana va y viene cuando quiere en este momento está
en París, ¿mañana? Solo Dios sabe, pero ya ha pasado mucho tiempo lejos de nosotros
en cualquier momento aparecerá.
¿Puede ser ella? ¿Y si es ella? Claro que es ella, ¿quién más sería?
—¿No hay nadie en casa? —inquiero señalando hacia el lugar. Aunque ya sé la
respuesta a eso. Tal vez perdió su llave, o no tiene una.
Ella niega y su cabello se mueve como una cortina de tinta negra.
—No, al parecer Stephen no está.
Definitivamente es Stephanie Bellemore.
—Creo que está en la tienda, siempre suele ir a estas horas a comprar café.
Las palabras no han terminado de salir cuando el auto de Stephen sale del camino
principal y se interna en nuestra calle. Deteniéndolo a unos pasos de mí, una sonrisa se
forma en mis labios.
Él sale del auto y me mira de arriba abajo, haciendo que mis mejillas se calienten y que
los recuerdos de la noche anterior destellen en mi cabeza. Él lo nota y sonríe como un
demonio. No se ha dado cuenta de que no estamos solos, da un paso hacia mí, pero de
inmediato se detiene ante el chillido que deja salir la chica cuando corre hacia sus brazos,
él la atrapa en el último momento y por poco se caen. Veo como él abre los ojos
enormemente y me mira un segundo antes de que la chica presioné su boca contra la
suya.
¿Pero qué diablos?
No se detiene, el beso dura una hora o por lo menos así se siente, hasta que finalmente él
la aparta con suavidad.
—Britt —dice él sin aliento y su mirada va a la mía de inmediato.
Britt.
—Bebé —dice ella sonriéndole —. Te extrañé.
Doy un paso atrás como si me hubiesen empujado. Y lo miro a él, a la persona que me ha
hecho sentir más viva durante estas semanas de lo que me he sentido en mucho tiempo,
lo miro en busca de respuestas, porque no entiendo nada, no entiendo qué carajo está
pasando, y vaya que obtengo una respuesta, la obtengo cuando su mirada esquiva la
mía, pero un segundo demasiado tarde porque puede ver la culpabilidad antes de que
quisiera ocultarla.
De inmediato lo entiendo.
—No me dijiste que venias—comenta él, y lo escucho como si estuviera a kilómetros,
como si mi cuerpo estuviera levitando.
—Claro que no, quería sorprendente. No entiendo porque no quisiste ir a Miami a verme –
dice ella con un puchero.
Miami.
Miami está más cerca, vamos allí.
¡No!
No quería ir a Miami porque… Porque ya tenía a alguien allí. La tenía a ella. Siempre la
ha tenido.
Estúpida Mara, estúpida, estúpida.
Él pone sus ojos en mí y sé que ve todos los pensamientos que están pasando por mi
cabeza, la chica nota su mirada y la sigue, parece despertar de un sueño. La entiendo, he
estado justo en su lugar.
—Oh, lo siento, no me presente, Soy Brittany— y extiende su mano hacia mí.
La odio por un segundo, por un estúpido e irracional momento la odio. Porque por su
culpa he perdido otra cosa.
Stephen parece no respirar mientras me mira y sus ojos suplican. ¿Qué cree que haré?
¿Qué delataré todo lo que ha pasado entre nosotros? Podría, por supuesto que podría,
devolverle toda está mierda, darle una probada de su propio veneno. Sin embargo, ¿Qué
me haría eso? ¿Qué cambiaría? Miro a la chica, a Brittany, se ve demasiado amable,
decente. Y yo me acosté con su novio.
No, yo no sabía que él era su novio, no sabía que tenía novia. Esto es culpa de Stephen.
Esta es su maldita culpa.
Y aun así no puedo delatarlo, no está en mi hacer sufrir a las personas que me importan.
Dios, él me importa.
Pongo la sonrisa más falsa que he puesto en mi vida, incluso más que la que puse en el
funeral de mi madre ante todas las condolencias de mierda.
—Soy Damara—digo y tomo su mano. Unas lágrimas traidoras me ruedan por las
mejillas.
—Oh, Dios—murmura ella abriendo sus bonitos ojos—. ¿Estás bien?
No.
—Sí— susurro limpiándome los ojos furiosamente —. Es la sal del mar, cometí el error de
abrir los ojos bajo el agua.
Les doy la espalda y camino rápidamente hacía la cabaña, abro de un empujón la puerta,
pero la cierro tras de mí suavemente.
Entonces me desplomo sobre mis rodillas, caigo sobre el duro y frio suelo y me convierto
en un mar de sollozos y lágrimas.
***
La noche ha caído.
No puedo pensar, no puedo respirar. Es como si esta diminuta isla se encogiera cada
segundo un poco más, atrapándome y asfixiándome. Lanzo prenda tras prenda en la
maleta, ni siquiera me fijo que empaco, solo sé que tengo que salir de aquí. Ahora.
Después de cinco malditos intentos logro cerrar la estúpida cremallera. Tomo la maleta y
salgo de la cabaña rápidamente.
Odio este lugar maldito.
Azoto el baúl del auto hasta que por fin el seguro engancha y se cierra.
—Mara— esa voz. Esa estúpida voz que amenaza con ponerme de rodillas, hace acelerar
mi corazón. Él no te vera llorar de nuevo, no lo hará. No le hago caso y abro la puerta del
conductor, entonces siento su mano posada sobre mi brazo.
-—¡No me toques! —le grito, apartándome de su agarre, y me importa una mierda si los
vecinos o su jodida novia me escuchan.
Él alza las manos en un gesto conciliatorio, el mismo gesto que hizo el día que nos
conocimos. Con su expresión de ángel abatido, esa expresión manipuladora que aparece
cuando la necesita, ¿cómo no me di cuenta antes?
—Solo hablemos, ¿vale?
Una risa maniaca sale de mi boca.
-—¿Hablar? Por supuesto Stephen. Hablemos de cómo cada cosa que sale de tu boca es
una maldita mentira, o, mejor, hablemos de cómo te acostaste conmigo teniendo novia –
vocifero.
Su mirada oscura se dispara hacia la casa un segundo.
—-Estás haciendo un drama, cálmate.
¿Se está escuchando?
—Escucha—continua —. Lo siento, enserio, pero no sabía cómo decir, como explicar…
—No me jodas, son dos palabras muy sencillas: Tengo. Novia. ¡Ves, no es tan
complicado!
—Sé que en este momento estás dolida, solo entra a la casa y mañana hablaremos vale –
otra risa sale de mi garganta —. Mara, por favor, no estás en estado de conducir, podrías
hacer una locura…
—Que ego más grande tienes, hablas como si fuera a suicidarme por ti – él hace una
mueca —. Solo vete, no quiero escuchar tus excusas ni tus disculpas de mierda.
Suelta un bufido y una sombra oscura pasa por su mirada.
—¿Quién dijo que me estoy disculpando?
Me quedo sin palabras. Como pude estar así de ciega, como no vi esta faceta de él.
—Eres un imbécil.
—¿Yo? ¿Y tú qué? ¡No te prometí nada en ningún momento! ¡No te obligue a nada! –—
su voz tambien sube.
—¡Pero me dejaste en la oscuridad! No dijiste nada, solo me usaste — me limpio una
lagrima traidora y lo miro con asco—. Sabía que eras un problema — algo de mí me lo
decía, pero no quise escuchar. Estaba tan atemorizada por la soledad, que no quise ver.
Avanza hasta cernirse sobre mí.
—Mientes, no sabías nada. Solo quería ayudarte. Estabas tan sola y triste, y necesitada
de afecto, y yo fui tu capsula de escape. Así que dime, Mara ¿Quién uso a quién?
Eso logra romper la calma en mí. Porque tiene razón, la tiene, yo también lo use, pero no
tiene derecho a lanzar esto ahora sobre mí. No es el héroe en esta historia.
—Oh, disculpa. Estoy siendo tan malagradecida—digo con sarcasmo y pongo una mano
sobe mi dolido corazón—. Nunca te pedí que me salvaras—digo acercándome y
señalándolo con un dedo acusador —. ¡Nunca pedí que vinieras con tu bonito caballo
blanco en mi rescate!
Se encoje de hombros simplemente.
—No lo hiciste, pero lo vi en tu mirada. Estabas muriendo por dentro. Yo te ayude a vivir
de nuevo, la lista…
—¡Que te jodan a ti y tu puta lista! ¡Solo fui una muesca más que agregar en tu cinturón,
¿no es así?!
—No tienes derecho a definir lo que significas para mí— dice furioso.
—¡Por que no significo nada para ti! ¡Ni ella! —digo señalando hacia su casa—. ¡Ni nada!
Abre la boca, pero la cierra inmediatamente. Sabe que no hay nada que pueda decir ante
eso.
Siento como el peso de todo esto intenta aplastarme.
Tengo. Que. Salir. De. Aquí.
Ahora.
—Me voy— declaro. Aunque sé que no le importa en lo más mínimo.
Le doy la espalda y entro al auto.
—Vete si quieres—lo oigo decir, necesito toda mi fuerza de voluntad para no voltear a
mirar—. Pero estaré aquí el próximo verano… y tu también.
Su cinismo no tiene límites. Me niego a darle respuesta a eso, así que enciendo el auto y
pongo el motor al ralentí. Justo antes de arrancar veo por el retrovisor a Brittany salir de la
casa y decirle algo a Stephen, y aunque no puede escuchar su respuesta la siento en los
huesos, la siento en el aire: No importa, ya se va.
Conduzco más rápido lo legalmente permitido en este lugar, los lugares van pasando uno
a uno, todos borrosos, cuando paso por el Cantina el recuerdo de nuestra primera noche
allí viene de repente, y aunque quiero acelerar hay algo que de bo a hacer primero. No
tardo mucho allí dentro y en segundos salgo de nuevo, emprendiendo el camino de nuevo
y no me detengo hasta llegar a mi destino.
Ahora estoy aquí, con mi cabello al viento helado de la madrugada, con la marea
lamiendo mis pies y el oscuro, amenazante y revuelto mar ante mí. Es increíble como en
menos de un mes tengo que empezar de nuevo, como en menos de treinta días un
corazón que no estaba ni de cerca sanando vuelve a romperse de nuevo. Mi madre
siempre creía en los nuevos comienzos, en las buenas oportunidades, pero cada
momento en nuestras vidas ha sido un golpe tras otro, un dolor tras el siguiente. Un
cumulo de esperanzas rotas con bordes afilados que me empeño en escalar una y otra
vez. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué sentido tiene el continuar y continuar solo para
seguir caminando sobre cuchillos afilados? ¿Cómo podía mi madre creer en lago hasta el
final? No lo entiendo. Y nunca lo haré…porque no soy ella.
Entonces me doy cuenta, de que la culpa siempre ha sido mía, de que todo esto lo cause
yo. Todo el dolor en mí, todas las espinas alrededor de mi corazón. No soy ella, pero
quise serlo una y otra vez, y estaba tan preocupada por convertirme en ella que no
disfrute quien era, ni nuestros últimos días juntas. Tampoco soy él, Stephen, pero quería
serlo porque él me hacía convertirme en otra persona, más valiente más atrevida, y solo
me dedique a complacerlo como estúpida solo para que el diera un paso atrás a último
momento.
Sin mí.
Debí saberlo, pero no lo hice porque estaba buscando su aprobación en vez de la mía.
Porque siempre estoy buscando alguien que me complete, al parecer yo misma no soy
suficiente. Porque me perdí a misma cada vez un poco más solo por tenerlo a él. Porque
estaba buscando un príncipe sin percatarme de que esto no es cuento de hadas ni yo una
princesa encantada. Y todo ese tiempo no debí buscar un héroe en él sino la heroína en
mí, porque soy la única que puedo salvarme.
Nadie más lo hará.
No quiero que nadie más lo haga.
Porque siempre estaré sola si sigo huyendo de mi misma. Yo soy eso que necesito.
Llevo mis manos al collar en mi garganta y tiro hasta que los eslabones de plata se
rompen, lo sostengo en una mano y paso el pulgar sobre la bonita concha blanca. En mi
otra mano sostengo e billete de dólar con mi deseo. Leo la inscripción de nuevo.
“Solo deseo no estar sola”
Ahora lo entiendo.
Pongo el collar sobre el billete y luego los envuelvo en mi puño, lanzo mi brazo hacia atrás
y con toda la fuerza que poseo los arrojo al mar, ni siquiera los veo desaparecer en la
oscuridad de la noche. Me doy la vuelta de regreso al auto y mientras cruzo el ultimo
puente de regreso al continente solo doy un vistazo por el espejo retrovisor hacia la isla
de Sanibel que desaparece tras de mí. Solo me permito ese gesto, el ultimo vistazo al
pasado.
Pongo la vista al frente, acelero el auto y voy en busca de un mundo más grande, de la
salvación que solo yo puedo darme.
FIN.

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