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|“Un hombre no es desdichado a causa de la ambición, sino porque ésta lo

devora”, Montesquieu
La ambición está hecha del mismo material con el que se tejen los sueños. Nos
impulsa a fijarnos metas que nos ilusionan y retos que, a priori,
parecen imposibles de alcanzar. Es un poderoso motor que desafía la lógica y la
razón. Quienes se atreven a darle rienda suelta, son capaces de cambiar su
realidad y sus circunstancias. No en vano, es un poderoso agente de
transformación. Y nos puede aportar muchas cosas positivas. Alimenta nuestro
espíritu de superación, el inconformismo y la capacidad de soñar a lo grande. Nos
invita a ir más allá de nosotros mismos, despertando nuestro afán competitivo.
Incluso puede enseñarnos a ser más humildes. Sin embargo, por lo general goza
de una dudosa reputación. Especialmente debido a las compañías que frecuenta.
Entre sus relaciones habituales se encuentran la codicia, la insatisfacción y el
propio interés; cuyos venenosos consejos nos pueden arrastrar a lugares
sombríos.
Sin duda, podemos afirmar que la ambición tiene dos caras. Su rostro luminoso
nos lleva a brillar, y su lado oscuro nos conduce al más profundo de los infiernos.
De ahí la importancia de aprender a gestionarla lo mejor posible. Todos
conocemos sus cantos de sirena, y dependiendo de cómo la interpretamos,
cedemos a sus impulsos o nos resistimos estoicamente a su sugerente canción.
En cualquier caso, es innegable que tiene un importante impacto en nuestra vida,
ya sea por exceso o por defecto. No en vano, su talón de Aquiles es la medida, y
todo aquello que está dispuesta a sacrificar para lograr sus objetivos. Pero,
¿dónde se esconde el punto de equilibrio? ¿En qué momento la sana ambición se
convierte en tóxica codicia?
Cada caso es diferente, pero la ambición siempre crece y se desarrolla una vez se
marca un objetivo. Nos empuja y nos alienta hasta que lo alcanzamos, y es
precisamente en ese momento en el que llega el punto clave. Al cruzar la meta,
toda esa ilusión se difumina. Sí, tal vez nos dure unos minutos, horas o días. Pero
termina por desaparecer. Y de repente se despierta una oscura necesidad en
nuestro interior, un monstruo con voz angelical que nos convence de que si damos
unos pasitos más conseguiremos lo que de verdad anhela nuestro corazón. Ese
venenoso discurso nos ciega con fantasías de alegría perenne, reconocimiento y
satisfacción absoluta. ‘Un poquito más’, nos susurra en el oído. Y a menudo
caemos en su trampa sin cuestionarnos si el camino que nos propone es el que
realmente nos acerca más a nuestro objetivo final. Por lo general, decidimos
seguir adelante. Pero pocas veces nos tomamos el tiempo necesario para
cuestionarnos: ¿qué nos lleva a siempre querer más? ¿Desde cuándo más es
sinónimo de mejor? ¿Qué nos falta en este preciso instante? ¿Cuándo será
‘suficiente’? ¿Qué es lo que verdaderamente estamos buscando? Y ¿a dónde nos
conduce esa carrera sin fin pilotada por la ambición?
Abundancia y carencia
“La ambición no se detiene, ni siquiera en la cima de la grandeza”, Napoleón
Bonaparte
Marcarnos metas y trabajar para conseguirlas forma parte de nuestro ADN. Es lo
que nos permite evolucionar como seres humanos en particular y
como especie en general. Resulta tan necesario como saludable, y la ambición
tiene una función básica en este proceso. Sin embargo, la ambición no
siempre cumple lo que nos promete. Según un estudio de la Universidad de Notre
Dame, liderado por el profesor Timothy Judge, la ambición puede ayudarnos a
conseguir mayor prestigio y éxito profesional, pero no ofrece ninguna garantía
de felicidad en el largo plazo. Este estudio comprende datos de seguimiento de
las vidas de más de 700 personas durante más de siete décadas, en un intento
por comprender a un nivel más profundo de qué manera la
ambición moldea nuestras vidas.
Algunos de los participantes tuvieron carreras impresionantes, mientras que otros
tuvieron logros modestos. Los participantes ‘ambiciosos’ —a juzgar por las
descripciones proporcionadas durante su juventud por los propios sujetos y por
sus familiares— eran claramente más exitosos en lo material, asistieron a
universidades destacadas, trabajaban en ocupaciones más prestigiosas y
ganaban salarios más altos. Pero a pesar de que parecían “tenerlo todo”, no
tuvieron éxito en las que podrían considerarse dos variables clave: la felicidad y
la longevidad. La investigación, publicada en el Journal of Applied Psychology,
bajo el título On the value of aiming high: The causes and consequences of
ambition (Sobre el valor de apuntar alto: Las causas y consecuencias de la
ambición) concluye que existe una correlación directa entre la ambición y el éxito
educativo y profesional. Pero también que a pesar de la percepción externa, las
personas ambiciosas no viven necesariamente vidas más felices, más sanas ni
más longevas que aquellas menos ambiciosas.
En última instancia, todo radica en lo que nos mueve a lograr los objetivos que
nos marcamos. ¿Para qué lo hacemos? Resulta clave de vez en cuando tomar
perspectiva y revisar nuestras motivaciones. Hay dos maneras muy distintas de
vivir la ambición. Una nos acerca a su cara luminosa y otra nos condena a su cara
oscura. La primera se centra en el aprendizaje que sacamos durante el camino, y
parte de la abundancia. La segunda nos ciega con el resultado final que
queremos obtener, y nace de la carencia.
Vivir desde la abundancia significa valorar todo aquello que forma parte de
nuestra existencia, lo que supone que nos marcamos retos para mejorar nuestras
circunstancias sin olvidar que la auténtica felicidad no se esconde en lo que
podemos lograr, sino en la persona en la que nos convertimos en el proceso. Así,
la abundancia nos lleva a movernos desde la no necesidad. Cuando vivimos
desde la carencia, partimos de la base de que nos falta algo sin lo que no
podemos ser felices. Algo que tenemos que conseguir en el mundo exterior, y que
a menudo tiene que ver con la reputación, el reconocimiento, el triunfo, los logros
materiales o la abundancia económica. Es precisamente esa carencia la
que alimenta la ambición desmedida, ese agujero negro de insatisfacción que no
se llena por muchas metas que alcancemos, aunque sean las que todo el mundo
nos prometía que nos traerían felicidad y plenitud. Es una sed imposible de
saciar. Y termina por secarnos por dentro.
La misma moneda
“La ambición es el último refugio del fracaso”, Oscar Wilde
La cara oscura de la ambición tiene como efecto secundario una profunda
insatisfacción crónica, que a menudo nos lleva a cruzar la fina línea que separa la
ambición de la codicia. Quienes viven bajo su sombra terminan por traicionar sus
valores y principios en su afán por lograr las metas que se han marcado. Así,
dejan a un lado la integridad, la honestidad, la generosidad y el altruismo en
beneficio de su propio interés. Esta actitud vital termina por pasarles factura. Y a
todos quienes se relacionan con ellos también. De ahí la mala fama que con los
años ha ido cosechando la ambición. No en vano, la ambición
se corrompe cuando entra en la ecuación la creencia de que ‘nada va a ser nunca
suficiente’. Para algunos, incluso la certeza de que ‘nunca vamos a
ser suficiente’. De ahí la tendencia a acumular, ya sea logros o bienes materiales.
Paradójicamente, esta inercia nos llena de miedos, pues cada vez tenemos ‘más’
que perder. Lamentablemente, en este proceso pocas veces nos hacemos
conscientes de que ya nos hemos perdido a nosotros mismos.
Subir a lomos de la ambición es como cabalgar sobre una yegua salvaje. Al
principio creemos que llevamos las riendas, pero si nos despistamos,
terminaremos con el trasero en el suelo y todo el cuerpo dolorido. La clave está
en atrevernos a domarla. Si prestamos suficiente atención, podremos disfrutar de
la carrera sin hacernos adictos a la sensación de velocidad y al desenfreno. No se
trata de renunciar a ella, pues en el camino también estaríamos renunciando a la
posibilidad de convertirnos en la persona que podemos llegar a ser. Pero
sí cuestionarnos a menudo cuál es el objetivo que verdaderamente estamos
persiguiendo, y la medida del mismo.
Una valiosa lección que se desprende de la ambición es que todo es posible con
la dosis suficiente de determinación, dedicación y esfuerzo. Podemos transformar
el impulso de ser más y mejores a los ojos de los demás por el propósito de
acercarnos cada día a la persona que nos gustaría ser. Y dejar a un lado por un
momento los resultados materiales y comenzar a medir nuestros éxitos en base a
nuestros propios resultados internos de bienestar y satisfacción. Para muchos, la
ambición es un requisito previo para el triunfo. Depende únicamente de nosotros
convertirla en un vicio… o en una virtud.
En clave de coaching
¿Qué ganamos cuando nos abandonamos a la ambición?
¿Cómo cambiaría nuestra vida si sintiéramos que tenemos todo lo que
necesitamos?
¿Qué le falta a este preciso momento para ser ‘suficiente’?
Libro recomendado
‘Los miserables’, de Victor Hugo (Planeta)
© Extracto del artículo publicado en el suplemento de La Vanguardia ‘Estilos de
Vida’ (ES)
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