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Giorgio Agamben
Se puede decir que el himno -cuyo contenido es la celebración- y la elegía -cuyo
contenido es el lamento- son los polos opuestos que definen el campo de tensión de la
lengua de la poesía. Pero los dos polos deben estar presentes de alguna manera; so
pena de une reducción de campo de tensiones de la lengua. La gran poesía del siglo
XX se define ante rodo mediante una estrategia de contaminación entre ambas
polaridades. Se puede definir la lengua de la poesía moderna como un campo de
tensiones recorrido por las corrientes opuestas de la harmonía austera y de la
harmonía glaphyra y en cuyos polos están, por una parte, el himno que celebra y
aísla el nombre y, por otra, la elegía que, lamentando la imposibilidad del himno,
contiene los nombres del discurso significante. Lo que de hecho se da en la
contaminación de las dos tensiones es, por una parte, el intento de decir el lamento,
que termina en la charlatanería; y, por otra, el intento de lamentar el decir, que
termina en el silencio. Esta doble imposibilidad define la poesía del siglo XX.
La poesía no vive sino en la tensión y la escisión (y, por tanto, también en la virtual
interferencia) entre el sonido y el sentido, entre la serie semiótica y la semántica).
La conciencia de la importancia de esta oposición entre la segmentación métrica, y
la semántica ha conducido a algunos estudiosos a plantear la posibilidad de que el
encabalgamiento constituye el único criterio que permite distinguir 1a poesía de la
prosa. Así, se definirá como poético al discurso en el que esta oposición es, al menos
virtualmente, posible; y prosaico a aquel en que ella no puede tener lugar. Todas las
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instancias de la poesía participan de esta no-coincidencia, de este cisma entre el
sonido y el sentido: la rima no menos que la cesura. El poema es un organismo que
se funda sobre la percepción de límites y terminaciones que definen, sin coincidir
nunca completamente y casi en diálogo alterno, la unidad sonora (o gráfica) y la
unidad semántica.
¿Pero qué sucede en el punto en que el poema termina? Con toda evidencia, la
oposición entre un límite métrico y un límite semántico ya no es aquí posible en modo
alguno; lo que consta, sin refutación posible, por el hedió trivial de que es impensable
un encabalgamiento en el último verso de un poema, Es una trivialidad, pero no por
ello deja de implicar una consecuencia tan embarazosa como necesaria. Puesto que,
si el verso se define precisamente mediante la posibilidad del encabalgamiento, se
deduce que el último verso de un poema no es un verso. Lo esencial es que los poetas
parecen conscientes de que existe aquí, para el poema, algo como una crisis decisiva,
una verdadera crise de vers, en la que se pone en juego su propia consistencia.
Todo se complica aún más por el hedió de que no existen en el poema, para ser
exactos, dos series o dos líneas en fuga paralela, sino una sola, recorrida sí mismo
tiempo por la corriente semántica y la semiótica. El sonido y el sentado no son dos
sustancias, sino dos intensidades, dos tonos de una única sustancia lingüística. La
doble intensidad que anima la lengua no se aplaca en una comprensión última, sino
que se precipita, por así decir, en el silencio en una caída sin fin. De este modo el
poema desvela el objetivo de su orgullosa estrategia: que la lengua consiga al fin
comunicarse a sí misma, sin permanecer no dicha en aquello que dice. Quizás la
prosa filosófica, en cuanto hace como si el sonido y el sentido coincidiesen en su
discurso, corre el riesgo de caer en la banalidad, es decir de carecer de pensamiento.
En cuanto a la poesía, se podría decir, por el contrario, que está amenazada por un
es ceso de tensión y de pensamiento.
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¿Qué es lo contemporáneo?
Giorgio Agamben
Nietzsche sitúa su pretensión de "actualidad", su "contemporaneidad" respecto del
presente, en una desconexión y en un desfase. Pertenece en verdad a su tiempo, es
en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la perfección con este ni se adecua
a sus pretensiones, y entonces, en este sentido, es inactual; pero, justamente por esto,
a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir
y aferrar su tiempo. Esta no-coincidencia, esta discronía, no significa, como es
natural, que sea contemporáneo aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico; un
hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero sabe de rodos modos que le pertenece
irrevocablemente, sabe que no puede huir de su tiempo.
La contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que
adhiere a este y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es esa relación con el
tiempo que adhiere a este a través de un desfase y un anacronismo. Quienes
coinciden de una manera demasiado plena con la época, quienes concuerdan
perfectamente con ella, no son contemporáneos ya que, por esta precisa razón, no
consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella.
Por eso los contemporáneos son raros; y por eso ser contemporáneos es, ante todo,
una cuestión de coraje: porque significa ser capaces, no sólo de mantener la mirada
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fija en la oscuridad de la época, sino también de percibir en esa oscuridad una luz
que, dirigida hacia nosotros, se nos aleja infinitamente. Nuestro tiempo, el presente,
no es sólo el más distante: no puede alcanzarnos de ninguna manera. Lo que define
a la moda es que introduce en el tiempo una peculiar discontinuidad, que lo divide
según su actualidad o inactualidad, su estar y su no-estar-más-a-la-moda (a la moda
y no simplemente de moda, que se refiere sólo a las cosas). Pese a ser sutil, esta
cesura es evidente, en el sentido de que quienes deben percibirla la perciban
infaliblemente y de esa precisa manera certifican su estar a la moda; pero si tratamos
de objetivarla y fijarla en el tiempo cronológico, esta se revela inasible. Sobre todo,
el "alma" de la moda, el instante en que comienza a ser, no es identificable a través
de ningún cronómetro. El tiempo de la moda está, por ende, constitutivamente
adelantado a sí mismo y, justamente por eso, también siempre retrasado, siempre
tiene la forma de un umbral inasible entre un "no todavía" y un "ya no". Por eso, el
estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta cierta "soltura", cierro desfase,
en el que su actualidad incluye dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un matiz
de démodé.
Así, el mundo antiguo en su final se vuelve, para reencontrarse, hacia los orígenes:
la vanguardia, que se extravió en el tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico. En ese
sentido, justamente, puede decirse que la vía de acceso al presente necesariamente
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tiene la forma de una arqueología. Que no retrocede sin embargo a un pasado remoto,
sino a lo que en el presente no podemos en ningún caso vivir y, al permanecer no
vivido, es reabsorbido sin cesar hacia el origen, sin poder alcanzarlo jamás. Porque
el presente no es más que la parte de lo no-vivido en todo lo vivido, y lo que impide
el acceso al presente es precisamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter
traumático, su cercanía excesiva), no hemos logrado vivir en él. La atención a ese no-
vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en ese sentido,
volver a un presente en el que nunca estuvimos.
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Idea de la prosa
Giorgio Agamben
Ninguna definición del verso es totalmente satisfactoria, a excepción de la que
certifica su identidad respecto a la prosa a través de la posibilidad del
encabalgamiento. Ni la cantidad, ni el ritmo, ni el número de las sílabas —elementos
todos ellos que pueden incidir también en la prosa— proporcionan, desde este punto
de vista, una diferenciación suficiente: pero sin duda es poesía aquel desarrollo en el
que es posible oponer un límite métrico a un límite sintáctico.
El elemento que frena el empuje métrico del verso, la cesura del verso, es para el
poeta el pensamiento. En la sucesión rítmica de las representaciones, en las que se
expone el transporte, resulta necesario lo que en el metro se llama cesura, la pura
palabra, la interrupción antirrítmica, para contrastar, en su culminación, el suceso
encantador de las representaciones, de manera que resulte aparente no ya el
alternarse de las representaciones, sino la representación misma. El movimiento
rítmico que mueve el empuje del verso está vacío, tan sólo se mueve a sí mismo. Y
éste es el vacío que, como palabra pura, la cesura —por un instante— crea, mantiene
en vilo, mientras se detiene un poco el caballo de la poesía.
La fidelidad hacia aquello que no puede ser tematizado, pero tampoco simplemente
silenciado, es una traición de tipo sagrado, en la que la memoria, dándose la vuelta
de repente como un remolino de viento, descubre la frente nevada del olvido. Este
gesto, este invertido abrazo de memoria y olvido, que conserva intacta en su centro
la identidad de lo inmemorial y de lo imborrable, es la vocación.
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La poesía es la unicidad en cuanto destino del lenguaje; por tanto, no la duplicidad.
La lengua, para la que no tenemos palabras, que no finge, como lengua gramática,
estar aún antes de ser, pero que es la única primera en toda la mente, es nuestra
lengua, es decir, la lengua de la poesía. La lengua única no es una lengua. Lo único,
en que los hombres participan como la sola verdad materna posible, es decir común,
implica siempre un partido: en el momento en que alcanzan la única palabra, deben
tomar partido, escoger una lengua. De la misma manera nosotros podemos,
hablando, tan sólo decir algo —no podemos decir únicamente la verdad, no podemos
decir tan sólo que decimos. Pero que el contacto con esta única lengua, dividida e
imparticipable, constituya, en este sentido, un destino, es una admisión que el poeta
se ha dejado arrancar sólo en un momento de debilidad.
El destino concierne sólo a la lengua que, frente a la infancia del mundo, jura poder
salir a su encuentro, tener, de ella y sobre ella, desde siempre, además del nombre,
algo que decir. Esta vana promesa de un sentido de la lengua es su destino, es decir,
su gramática y su tradición.
Este monstruoso compromiso entre destino y memoria, en la que aquello que sólo
puede ser objeto de recuerdo (el retomo de lo idéntico) es tomado cada vez como un
destino, es la imagen desencajada de la verdad que nuestro tiempo no logra resolver.
Porque la apertura del alma —la verdad— no permanece abierta de par en par en
un destino infinito ni se cierra en la eterna repetición de un estado de cosas, sino que
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en su abrirse en un nombre, ilumina sólo la cosa y, al encerrarse en ella, estrecha sin
embargo la propia apariencia, se acuerda del nombre. Este complicado
entrecruzamiento entre don y memoria, entre una apertura sin objeto y aquello que
sólo puede ser objeto, es la verdad en la que, según el Zohar, el justo se detiene.
Que una latencia sea mantenida para que pueda existir una inlatencia, un olvido
custodiado para que pueda haber memoria: esto es la inspiración, el transporte
musaico que pone en armonía al hombre con la palabra y el pensamiento. El
pensamiento está cercano a su cosa tan sólo si se pierde en esta latencia, si ya no ve
su cosa. Es éste su carácter de dictado: debe existir la dialéctica latencia-inlatencia,
olvido-memoria, para que la palabra pueda acontecer, y no simplemente ser
manipulada por un sujeto. Lo que el maestro no ve en su misma verdad: su límite es
su principio. No vista, no expuesta, la verdad penetra en su occidente.
Para poder escribir, para poder convertirse también para nosotros en inspiración, el
maestro ha debido apagar su inspiración, acabar con ella: el poeta inspirado está sin
obra. Esta extinción de la inspiración, que saca al pensamiento de la sombra de su
occidente, es la exposición de la Musa: la idea.
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La poesía como acto
Jorge Monteleone
Desde el descubrimiento freudiano que modifica para siempre la noción misma de
subjetividad hasta las pluralidades, las heteronimias, los apócrifos o el arte baldío
de la impersonalidad en el arte, la escisión del yo ha condicionado toda la poesía del
siglo XX. No se trata de aquello que parece obvio: que esa voz extraña y que esos
nombres múltiples y que ese yo duplicado o triplicado no parecen encarnarse sino
más bien transformar al sujeto, vaciarlo del sí mismo, convertirlo en una irrealidad
que se sustenta más allá de la figura que la sostiene como un hecho de lenguaje. Se
trataría de una “de-subjetivación” o, dicho de otro modo, de una objetivación del yo.
El yo no sería un sujeto sino un objeto en la lengua. Jacques Lacan sostiene que el
descubrimiento freudiano del inconsciente quitó al yo del lugar central que la
filosofía occidental le había asignado desde Descartes. Lacan afirma, como señala
Dylan Evans, que “el yo no está en el centro, que el yo es en realidad un objeto”.
El poeta hace, no solo cosas con palabras, sino algo con su cuerpo. La obra del
espíritu, es decir, el poema –dice Valéry– no existe sino en acto e implica una relación
continuada entre la voz que es y la voz que viene y que debe venir. Valéry se adelanta
a su tiempo: asume que la obra es performativa, existe precisamente en su devenir.
El poema es ante todo ritmo, en el cual se articula una especie de oralidad segunda,
el grano de una voz. Esa inscripción también es corporal, al menos la huella de lo
corporal, la voz en sombras de un cuerpo. Ese sujeto, el productor, se halla en una
situación liminar, digamos, entre la vida sensible, el campo de la experiencia vivida
y el abismo de la inexistencia. Por eso la propia lógica del poema requiere de un acto
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igualmente liminar, una experiencia del límite: un acto en el que el propio cuerpo se
halle en juego, o en estado de riesgo.
Por otro lado, si la poesía es un acto y para realizarse consiste, como afirma Valéry,
en ese pasaje de una voz que es y la voz que viene y debe venir –digamos el pasaje
de la poesía subjetiva a la poesía objetiva en Rimbaud– hay un punto en el cual el
poema debe ofrecer la propia interrupción de la poesía. Puesto que el poema se vuelve
acto en la desaparición elocutoria del poeta, la poesía misma se interrumpe bajo la
forma de un abandono, de una desaparición, de una locura, de un silencio.
Precisamente como acto entra a la vida y se vuelve acción pura, extrema, extremada,
a tal punto que incluso puede arrancar al propio sujeto de la vida. El poeta no es solo
un organismo en el aire, sino también una voluntad. Otro modo de decir: una acción
desde el cuerpo y más allá de él.
La voz trabaja, la voz es nombrada, repetida, citada, traducida. La poesía como teatro
de la muerte: allí donde el poema no existe sino en acto, el poema nacido del pavor y
en estado de riesgo, el poema situado entre la voz que es y la voz que viene y la que
debe venir incluso cuando se nos borre el mundo y quede aquí, temblando.
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Anotaciones sobre Kafka
Theodor Adorno
Poco cuenta de lo que se ha escrito sobre Kafka; la mayor parte de lo escrito es
existencialismo. Se le coloca limpiamente catalogado en una tendencia de
pensamiento, en vez de quedarse fijos ante aquello suyo que dificulta la clasificación
y exige precisamente por ello la interpretación.
La prosa de Kafka está del lado del proscrito también por el hecho de buscar la
alegoría más que el símbolo. Es una prosa que no se expresa por lo que expresa, sino
por la negativa a la expresión, por la ruptura. Kafka elimina distancia estética;
impone al supuestamente desinteresado contemplador de otro tiempo un esfuerzo
desesperado, le asalta y le sugiere que de su acertada comprensión depende mucho
más que su equilibrio espiritual, a saber: la vida o la muerte. Entre los presupuestos
de Kafka no es el menor la fundamental perturbación de la relación contemplativa
entre el texto y el lector. Sus textos pretenden que no exista entre ellos y su víctima
una distancia constante; agitan de tal modo la afectividad del lector que éste tiene
que temer que lo narrado se le eche encima como las locomotoras al público en los
comienzos de la técnica cinematográfica tridimensional. Tal agresiva proximidad
física coarta la costumbre del lector de identificarse con figuras de la novela. En
razón de ese principio, el superrealismo puede con justicia reivindicar a Kafka como
a uno de los suyos. Mientras no se halla la palabra, el lector sigue en deuda.
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El artista no tiene obligación de entender su propia obra, y hay motivo especial para
dudar de que Kafka entendiera la suya. Las formaciones de Kafka se defendieron del
asesino error de artista que consiste en creer que el contenido metafísico de aquellas
formaciones sea la filosofía que el autor les inyecta. Si así fuera, la obra nacería ya
muerta, se agotaría en lo que dice y no se desarrollaría con el tiempo. Como defensa
para no caer en la indiferencia precipitada que consiste en considerar sólo las
significaciones demasiado inmediatas, ya explícitamente pensadas en la obra, puede
servir la siguiente regla: tomarlo todo literalmente, sin recubrirlo desde arriba con
conceptos. La autoridad de Kafka es autoridad de textos. Sólo la fidelidad a la letra,
no la comprensión orientada, podrá ayudar a entender. En esta obra que
constantemente se oscurece y retira a sí misma, cada proposición determinada
contrapesa la cláusula general de la indeterminación.
El lector tiene que comportarse con Kafka como éste se comporta con el sueño, a
saber, fijándose sin moverse en los detalles inconmensurables e impenetrables, en
los puntos ciegos. Esto vale tanto del modo de exponer cuanto del lenguaje.
Frecuentemente hay gestos que ponen un contrapunto a las palabras: lo
prelingüístico, sustraído a intenciones, está al servicio de la multivocidad, que corroe
en Kafka, como una enfermedad, todo significar. Esos gestos son los restos de las
experiencias recubiertas por el significar. El último estadio de una lengua que se
cuaja en la boca de los que la hablan; la segunda confusión babilónica, a la que por
lo demás se resiste incansablemente la intimidada dicción de Kafka, le obliga a
invertir especularmente la relación histórica concepto-gesto. El gesto es el "así es";
la lengua, cuya configuración debe ser la verdad, es, como rota, la no-verdad. A las
experiencias sedimentadas en los gestos seguirá la interpretación, la cual tendrá que
reconocer en su mimesis una generalidad desplazada por el sano sentido común.
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Poco clara estaría esa profundidad que se celebra en Kafka si se negara en ella lo
que hay debajo. Kafka sustrae el psicoanálisis a la psicología. Esta misma, al derivar
el individuo a partir de impulsos amorfos y difusos, al derivar el Yo del Ello, se
enfrenta ya en cierto sentido con lo específicamente psicológico. De entidad
sustancial la persona se convierte en mero principio de organización de impulsos
somáticos. En Freud como en Kafka queda eliminada la vigencia de lo animado; al
principio y desde él Kafka no ha tomado apenas noticia de ello. Se distingue del más
viejo Freud, de mentalidad más científico-natural, no por una espiritualidad más
tierna, sino porque aún le rebasa, si ello es posible, en la skepsis sobre el Yo. Paro
esto sirve la literalidad de Kafka. Como en una serie experimental estudia Kafka lo
que ocurriría si los hallazgos del psicoanálisis fueran ciertos no metafórica y
mentalmente, sino materialmente. Kafka se adhiere así al psicoanálisis en la medida
en que éste prueba a la cultura y a la individuación burguesa su mera apariencia;
pero revienta el psicoanálisis en cuanto lo toma más al pie de la letra que él mismo
a sí mismo.
Kafka peca contra una vieja regla al producir arte tomando como material único la
basura de la realidad. Kafka no esboza directamente la imagen de la sociedad
naciente — pues, como en todo gran arte, también en el suyo domina la ascesis frente
al futuro —, sino que la monta con productos de desecho separados de la sociedad
muriente por lo nuevo que se forma. En vez de sanar la neurosis, Kafka busca en ella
misma la fuerza salvadora, que es la del conocimiento: las heridas que la sociedad
infiere al individuo son leídas por éste como cifras de la no-verdad social, como
negativo de la verdad. Su potencia es potencia de descomposición. Kafka arranca la
fachada conciliatoria que recubre la desmesura del sufrimiento, cada vez más
sometido a los controles racionales. En la descomposición que desmantela — esta
palabra no fue jamás tan popular como en el año de la muerte de Kafka — el artista
no se queda, como la psicología, junto al sujeto, sino que, sin detenerse, penetra hasta
lo material, hasta lo meramente existente que se ofrece sobre el fondo subjetivo en
la irrefrenada caída de la conciencia que cede, perdida toda autoafirmación. La huida
a través del hombre hasta lo no-humano es la trayectoria épica de Kafka.
El éxito de Kafka viene de que no se hace traición más que cuando lo general se
destila de sus escritos para ahorrar el esfuerzo de la mortal cerrazón críptica. Acaso
es el fin oculto de su arte la disponibilidad, la tecnificación y la colectivización del
déjà vu. Lo mejor, lo que se olvida, se recuerda y encierra en la botella
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Gestos eternizados son en Kafka momentaneidad congelada. Como el superrealista,
el shock kafkiano es organización de lo que las viejas fotografías dan al
contemplador. El gesto de la propia obra de Kafka consta en que se aleja de lo más
extremo visto, como sí ningún ojo pudiera soportar su visión y sobrevivir. En esa
visión se interpenetran lo siempre igual y lo efímero. La igualdad, o la intrigante
semejanza de una pluralidad, son de los motivos más tenaces de Kafka; todas las
semicriaturas posibles se presentan por parejas, a menudo con la signatura de lo
infantil y estúpido, oscilando entre la bondad y la crueldad como los salvajes de los
libros infantiles. Tan difícil se ha hecho para los hombres la individuación, y tan
oscilante ha sido para ellos hasta el día de hoy, que sienten mortal terror cuando se
le levanta un ángulo a su velo.
No es que en la obra de Kafka no haya nada que criticar. Entre las deficiencias
evidentes de las grandes novelas, la más sensible es la monotonía. La representación
de lo multívoco, incierto, cerrado, se repite infinitamente, a menudo a costa de la
intuibilidad buscada, sin embargo, en todas las páginas. La mala infinitud de lo
representado se comunica a la obra de arte que lo representa. Es posible que en esa
deficiencia se manifieste una del contenido, un predominio de la idea abstracta que
es el propio mito combatido por Kafka. La potencia de las imágenes conjuradas por
Kafka ha desgarrado a veces su capa aislante. Algunas de esas imágenes ponen a
dura prueba la meditación del lector, por no hablar ya del autor. Si la obra de Kafka
conoce la esperanza, es más en aquellos extremos que en las fases mitigadas: en la
capacidad de resistir incluso a lo último haciéndose lengua. La vida entera no basta
en Kafka para llegar al pueblo inmediato.
La técnica literaria que se fija a las palabras por vía de asociación, como la de Proust
al involuntario recuerdo sensible, produce su contrario: en lugar de la reflexión sobre
el hombre y su recuerdo, la prueba por ejemplo de deshumanización. Su presión
impone a los sujetos una involución casi biológica, del tipo de la preparada por las
parábolas animales de Kafka. El momento de la respuesta, al que todo apunta en
Kafka, es aquel en que los hombres se dan cuenta de que no son una mismidad, sino
cosas.
Los héroes de Kafka se arrastran por entre requisitos tiempo ha amortizados y que
les conceden su existencia como limosna, existiendo más allá de su propia duración
vital. El desplazamiento imita la costumbre ideológica que trasfigura la mera
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reproducción de la vida en acto de gracia del que dispone y manda, del "dador de
trabajo". Pero lo sórdico en Kafka no se agota con esto. Lo que evita es el criptograma
de la fase capitalista tardía, pulimentada hasta el brillo; pero lo evita para
determinarlo tanto más precisamente en su negativo. Kafka pone bajo la lupa los
indicios de porquería que dejan los dedos del poder en la edición de lujo del libro de
la vida. Pues ningún mundo podría ser tan unitario como el mundo paralizador que
condensa en totalidad gracias al miedo del pequeño burgués, mundo lógicamente
cerrado por los cuatro costados y tan desprovisto de sentido como cualquier sistema.
Todo lo que narra pertenece al mismo orden. Todas sus historias se desarrollan en
el mismo espacio inespacial, espacio tan cerrado y tan articulado que el lector siente
escalofríos cuando la novela cita algo que no tiene su lugar en aquel ámbito.
Las laberínticas descripciones de Kafka dependen unas de otras como ocurre a las
mitologías. Pero lo inferior, lo abstruso y buscado es tan esencial a su continuo como
la corrupción y la asocialidad criminal son esenciales al dominio totalitario, o como
el amor a la porquería lo es al culto de la higiene. Los sistemas de pensamiento y de
política no desean nada que no sea igual que ellos; pero cuanto más se robustecen,
cuanto más unifican el nombre de lo que existe, tanto más lo oprimen y tanto más se
alejan de ello. Precisamente por eso les resulta insoportable la menor "desviación",
como amenaza al principio entero, como a las potencias y a los poderes los extraños
y solitarios en la obra de Kafka. Integración es desintegración, y en ella el lazo mítico
coincide con la racionalidad del dominio. El llamado problema de la casualidad o del
azar, tortura de los sistemas filosóficos, es producido por ellos mismos: por la propia
inexorabilidad de los sistemas, todo lo que se cuela por las mallas de sus redes se les
convierte en mortal enemigo.
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de la historia: hay un tabú sobre el concepto de ésta. A la eternidad del momento
histórico corresponde la idea de naturalidad impura e invariancia del decurso del
mundo. El instante, lo perecedero absoluto, es parábola de la eternidad de la
caducidad, de la condenación. El hombre de la historia queda prohibido porque lo
otro, lo que sería historia, no ha empezado aún. En medio de relaciones
aparentemente estáticas, frecuentemente artesanas o campesinas, circunstancias de
la economía mercante simple, Kafka no aduce lo histórico sino como aquello que ya
está juzgado, igual que están juzgadas ya aquellas circunstancias. Lo anticuado es
el estigma de lo presente; Kafka ha levantado todo un inventario de tales estigmas.
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profundidad. Pero precisamente su hermetismo es lo que pone a esa obra en el curso
del movimiento literario del decenio de la primera guerra. La actitud épica de Kafka
ha intentado evitar el gesto lingüístico del expresionismo, aunque quedan en su obra
frases que muestran de qué modo extraordinario dominaba aquel lenguaje.
Lo apresado por la esfera de vidrio kafkiana es más unitario —y, por eso, más
espantoso — que el sistema que queda fuera, porque en el espacio absolutamente
subjetivo y en el tiempo absolutamente subjetivo no cabe nada que pueda perturbar
su principio, el principio de la alienación inalienable. El continuo espaciotemporal
del "realismo empírico" es objeto de constantes lesiones en Kafka, como la
perspectiva en la pintura contemporánea. Lo indiferente de la subjetividad
autárquica robustece el sentimiento de incerteza y monotonía, propio de la
constrictiva repetición. La interioridad que, sin resistencia, gira en torno de sí
misma, se ve privada de lo que podría detener el movimiento de mala infinitud. Y el
descanso se hace enigma. El espacio de Kafka está sometido a maldición y
proscripción; el sujeto, encerrado en sí mismo, se aguanta la respiración, como si no
debiera entrar en contacto con nada que fuera diverso de él mismo. Bajo esa
maldición la pura subjetividad se trasmuta en mitología, y el espiritualismo
consecuente se hace decadencia sumisa a la naturaleza. La subjetividad absoluta
carece de sujeto. La mismidad no vive sino en la exteriorización; como resto seguro
del sujeto que se enquista ante lo extraño, es la subjetividad ciego resto del mundo.
Cuanto más se retrotrae sobre sí mismo el yo del expresionismo, tanto más se
asemeja al excluido mundo cósico.
Lo cósico se hace signo gráfico, los hombres proscritos no obran por sí mismos, sino
como si cada uno de ellos hubiera caído en un campo magnético. Precisamente esta
determinación externa de figuras tan interiores da a la prosa de Kafka esa tremenda
apariencia de sobria objetividad. La zona del no-poder-morir es al mismo tiempo la
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tierra de nadie entre hombre y cosa. Probablemente depende el todo de la
comprensión de estas producciones extremas e inconmensurables y de algunas otras
que se sustraen igualmente a la corriente imagen de Kafka. Pero a través de toda la
obra discurre el tema de la despersonalización en el ámbito de lo sexual. Kafka ha
convertido su propio sentimiento neurótico de culpa, su sexualidad infantil y su
obsesión de "pureza", en un instrumento que corroe el concepto admitido de erótica.
Al igual que en Brecht, en Kafka la lengua del éxtasis está lejos de la expresionista.
Kafka ha dominado ingeniosamente mediante el elemento visual la contradicción
que ha hecho fracasar toda poesía expresionista: el problema de la cuadratura del
círculo que consiste en hallar las palabras para el espacio de la interioridad sin
objeto, siendo así que la extensión de cada palabra rebasa el absoluto "ahí" que hay
que mentar en cada caso. El elemento visual se coloca en primera línea como
predominio del gesto. Sólo es posible narrar a partir de lo visible, mientras al mismo
tiempo lo visible se enajena totalmente la imagen. Imagen en sentido literal. Kafka
salva la idea expresionista traspasando a la creación literaria el habitus de la pintura
expresionista, en vez de ponerse a escuchar en vano sonidos originarios. Para la
mirada pánica que ha perdido toda ocupación afectiva de los objetos, éstos cristalizan
en una tercera cosa, ni sueño falsificador ni simiesca imitación de la realidad, sino
imagen enigmática de ésta, compuesta de sus dispersos fragmentos. Muchos trozos
decisivos de Kafka pueden leerse como si fueran literalización de pinturas
expresionistas que habría habido que pintar. Al despreciar todo efecto musical su
bronca prosa procede como la música misma. Esa prosa interrumpe sus
significaciones quebrándolas como se quiebran las columnas de la vida en los
cementerios ochocentistas, y las líneas de su rotura son sus cifras.
Épica expresionista es una idea paradójica. Es una épica que narra aquello que no
se puede narrar, lo totalmente encerrado en sí mismo y por ello y al mismo tiempo
encadenado, el sujeto, en definitiva, que ni siquiera es propiamente. Disociado en los
necesitarios momentos de la propia prisión, privado de la identidad consigo mismo,
ese sujeto no tiene vida temporal; la interioridad sin objeto es espacio en el preciso
sentido de que todo lo que funda obedece a la ley de la repetición atemporal. Esta ley
es uno de los elementos que relacionan la obra de Kafka con la ahistoricidad. No le
es posible a esa obra ninguna forma constituida a través del tiempo como unidad del
sentido interno. La dialéctica del expresionismo tiene como resultado en Kafka la
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analogía con las narraciones de aventuras hechas por sucesión de episodios. Kafka
era aficionado a esas novelas de aventuras, y al adoptar su técnica reniega de la
cultura literaria establecida. Kafka cuenta cómo van propiamente las cosas, pero sin
ilusiones sobre el sujeto que, en extrema conciencia de sí mismo — de su nulidad —
se arroja al montón de basura, como la máquina de los muertos procede con los que
se le confían.
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respectivamente. No se trata de que lo Absoluto exhiba a la condicionada criatura su
parte absurda; doctrina que ya en Kierkegaard llevaría a consecuencia más
escandalosa que la mera paradoja, y que en Kafka significaría la entronización de la
locura; sino que el mundo se descubre como absurdo, tan absurdo como lo sería para
el intellectus archetypus. El reino intermedio de lo condicionado se hace infernal bajo
los artificiales ojos de ángel. Hasta este extremo pone Kafka en tensión al
expresionismo. El sujeto se objetiva al denunciar el último acuerdo. A esto
contradicen sin duda los elementos doctrinales que pueden leerse en Kafka, así como
las informaciones que hablan del bizantino respeto que tributaba como persona a
poderes extraños. Pero la ironía de esos rasgos, frecuentemente observada, cuenta
también como contenido de la doctrina. Kafka no ha predicado humildad, sino que
ha recomendado el comportamiento de más garantía contra el mito: la astucia. Para
él, la única, débil, mínima posibilidad de impedir que el mundo tenga al final razón
consiste en dársela.
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la cosificación del sujeto, impuesta ya por el mundo, Kafka quiere aún superar a éste,
si posible fuera. Mientras que en los interiores en que habitan los hombres habita la
desgraciada, los rincones de la infancia, lugares abandonados como la caja de la
escalera, son rincones de esperanza.
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K.
Giorgio Agamben
La letra K, sugiere Stimilli, recordando que Kafka mientras se preparaba para la
profesión legal había estudiado historia del derecho romano, no se refiere a Kafka,
según la opinión común que se remonta a Max Brod, sino a la calumnia.
La gravedad de la calumnia está entonces en función del hecho de que vuelve a poner
en cuestión el principio mismo del proceso: el momento de la acusación. Porque ni la
culpa (que no es necesaria en el derecho arcaico) ni la pena definen el proceso, sino
la acusación. Es más, la acusación es quizá la "categoría" jurídica por excelencia
(kategoría significa en griego "acusación"), sin la cual todo el edificio del derecho se
derrumbaría: el poner en causa al ser en el derecho. El derecho es, entonces, en su
esencia, acusación, "categoría". Y el ser, puesto en causa, "acusado" en el derecho,
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pierde su inocencia, deviene "cosa", es decir, causa, objeto de litigio (para los
romanos, causa, res y lis [pleito] eran, en este sentido, sinónimos).
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Aquel que se ha acusado falsamente, como acusado, se encuentra en la imposibilidad
de confesar, y el tribunal puede condenarlo como acusador sólo si se le reconoce la
inocencia como acusado. Kafka parece inscribirse, entonces, en una tradición que, en
contra del favor del que goza la confesión en la cultura judeocristiana, rechaza
decididamente toda confesión.
El problema no es tanto saber, como cree K., quién engaña (el guardián) y quién es
engañado (el campesino). Ni si las dos afirmaciones del guardián (“Ahora no puedes
entrar" y "esta entrada estaba destinada sólo a ti") son contradictorias o no. Estas
significan en todo caso "tú no estás acusado" y "la acusación te concierne sólo a ti,
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sólo tú puedes acusarte y ser acusado". Son, pues, una invitación a la autoacusación,
a dejarse capturar en el proceso. El verdadero engaño es justamente la existencia de
los guardianes, de hombres (o ángeles: custodiar la puerta es, en la tradición hebrea,
una de las funciones de los ángeles) -desde el último funcionario hasta los abogados
y el juez más alto-, cuyo fin es inducir a los otros hombres a acusarse, a hacerlos
pasar a través de la puerta que no conduce a ninguna parte, sino sólo al proceso.
Una vez más, la lucha no se lleva a cabo contra Dios o la soberanía suprema, sino
contra los ángeles, los mensajeros y los funcionarios que parecen representarlos. Una
lista de las personalidades del castillo con las que K. de algún modo tiene que ver es,
en este sentido, instructiva. No se trata, pues, sin intención de contrariar a los
intérpretes teológicos -tanto judíos como cristianos-, de un conflicto con lo divino,
sino de un cuerpo a cuerpo con las mentiras de los hombres (o de los ángeles) sobre
lo divino (principalmente aquellas corrientes del entorno de los intelectuales
judíooccidentales al que K.afka pertenece) . Lo que el agrimensor quiere poner en
cuestión son sus fronteras, las separaciones y las barreras que estas han establecido
entre los hombres, y entre los hombres y lo divino.
Tanto más errada parece, entonces, la interpretación por la cual K. querría ser
aceptado en el castillo y establecerse en el pueblo. El pueblo, en sí mismo, a K. no le
interesa en absoluto. Y menos aún el castillo. Lo que le interesa al agrimensor es el
límite que los divide y une, y que él quiere abolir o, más bien, volver inoperoso. Ya
que nadie parece saber por dónde pasa materialmente este Hmite, quizás en realidad
no existe; sin embargo pasa, como una puerta invisible, dentro de cada hombre. Qué
serían lo alto y lo bajo, lo divino y lo humano, lo puro y lo impuro una vez que la
entrada (es decir, el sistema de las leyes, escritas y no escritas, que regulan sus
relaciones) haya sido neutralizada, qué sería finalmente de aquel "mundo de la
verdad" al que le dedica sus investigaciones el protagonista canino del relato que
Kafka escribe cuando interrumpe definitivamente la redacción de la novela: esto es
lo que el agrimensor apenas podrá entrever.
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¿A quién le pertenece Kafka?
Judith Butler
Debemos entender que la obra de Kafka es un "activo" del pueblo judío, aunque no
un activo restrictivamente financiero. Si Kafka es reclamado en primera instancia
como escritor judío, ha de pertenecer primeramente al pueblo judío, y su escritura a
los activos culturales del pueblo judío. Este reclamo, de por sí controversial (ya que
oblitera otros modos de pertenencia o, también, no-pertenencia), lo es aún más
cuando comprendemos que el caso legal descansa en la presunci6n de que el Estado
de Israel representa al pueblo judío. Esto podría parecer una pretensi6n meramente
descriptiva, pero conlleva consecuencias extraordinarias y contradictorias.
La aserción de que Israel representa al pueblo judío niega la gran cantidad de judíos
fuera de Israel que no son representados por él, legal o políticamente, pero también
los palestinos y otros ciudadanos no-judíos de ese Estado. La posición de la Biblioteca
Nacional se apoya en una concepción de la nación de Israel que presenta a la
población judía fuera de su territorio como viviendo en el Galut, en un estado de
exilio y desesperanza que debiera ser revertido, y que sólo puede ser revertido
mediante un retorno a Israel. La idea implícita es que todos los judíos y los activos
culturales judíos lo que sea que esto pueda significar- que se hallen fuera de Israel
eventualmente y propiamente le pertenecen a Israel, ya que éste representa no sólo
a todos los judíos, sino además a toda la producción cultural judía significativa.
El proceso sobre Kafka no s6lo tiene lugar en contra de este trasfondo político, sino
que interviene activamente en su reconfiguraci6n: si la Biblioteca Nacional en
Jerusalén gana el caso, para tener acceso a los materiales inédito y nunca antes
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vistos de Franz Kafka uno tendrá que atentar contra el boicot y tendrá que reconocer
implícitamente el derecho del estado de Israel de apropiarse de bienes culturales
cuyo alto valor se asume que se convierte contagiosamente en el alto valor del mismo
Israel. La búsqueda de un resultado lucrativo parece no conocer fronteras nacionales
y no respetar ningún reclamo de pertenencia nacional -precisamente como el
capitalismo.
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en su tono; pero precisamente por este modo de escritura aparentemente objetivo y
riguroso, un cierto horror se abre en medio de lo cotidiano, quizá también un pesar
inefable. Sintaxis y tema están efectivamente en guerra, lo que significa que
podríamos pensarlo dos veces antes de alabar a Kafka s6lo por su lucidez. Después
de todo, lo lúcido opera como estilo sólo en la medida en que traiciona su propia
pretensión de autosuficiencia. Algo oscuro, si no inefable, se ofrece en la sintaxis
perfecta. De hecho, si consideramos que acusaciones recurrentes y difamatorias
acechan en el fondo de sus muchos procesos, podemos leer la voz narrativa como una
neutralización de la indignación, un ocultamiento lingüístico de la amargura que
paradójicamente la saca a relucir.
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Lo que queda claro es que cualquier temporalidad marcada por lo mesiánico no es
realizable en el espacio y el tiempo. Es un momento contra-kantiano, quizá, o una
forma de interrogar al judaísmo en los límites de una noción kantiana de apariencia
y sobre y contra una noción progresiva de historia cuyo fin ha de realizarse en un
territorio poblado. Las parábolas y otros escritos de Kafka encontramos breves
meditaciones sobre la cuestión de ir a algún otro lado, de ir al otro lado, de la
imposibilidad de la llegada y la irrealizabilidad de la meta.
Está Odradek, una criatura, una bobina, una estrella, cuya risa suena como el
murmurar de las hojas, revoloteando en o debajo o cerca de la escalera de una casa.
Quizá es un hijo, o lo que queda de un hijo; en cualquier caso, es parte objeto y parte
eco de una presencia humana. Es s6lo al final de la parábola que la voz
rigurosamente neutral que describe a este Odradek parece tener una relaci6n
generacional con él. Este Odradek no vive exactamente en el tiempo, ya que es
descrito como cayendo por las escaleras perpetuamente, es decir, en perpetuidad. Así
el narrador que parece estar en la posici6n del padre señala: "Casi me duele pensar
que podría sobrevivirme". ¿Podemos leer esto como una alegoría no sólo de Kafka en
la casa de su padre, sino de la escritura de Kafka, las hojas murmurantes, las formas
en que Kafka mismo se volvi6 en parte humano, en parte objeto, sin progenie, o más
bien con una progenie literaria que encontr6 casi demasiado doloroso que lo
sobreviviera? El gran valor de Odradek para Adorno es que él era absolutamente
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inútil en un mundo capitalista que buscaba instrumentalizar todos los objetos para
su ganancia. Era, sin embargo, no s6lo el espectro de la tecnología lo que se
alimentaría afanosamente de la obra de Kafka, sino también esas formas de lucro
que explotan incluso las formas de arte más anti-instrumentales, y aquellas formas
de nacionalismo que buscan apropiarse incluso de los modos de escritura que las
resisten de la manera más rigurosa.
Es una ironía, ciertamente, que los escritos de Kafka se vuelvan finalmente las cosas
de alguien más, apilados en un ropero o una b6veda, convertidos en valor de cambio,
a la espera de una vida después de la muerte como ícono de pertenencia nacional o,
simplemente, como dinero.
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El tiempo que pasa, el tiempo que hace
Juliana Regis
Nuevas literaturas como las de Kafka y Joyce lograron problematizar y hasta
destruir el concepto de totalidad, no sólo rompiendo con la ilusión de realismo sino
también sometiendo a esa literatura previa a lecturas nuevas, que permitieron
vislumbrar incluso allí la discontinuidad, la farsa de la pretensión realista,
exponiendo su carácter intrínseco de interrupción. La conexión entre lenguaje y
realidad se pierde para siempre, bajo la sospecha de que en realidad nunca existió.
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que como se ha narrado un día en la playa. La experiencia es tan intensa que
desborda, por lo cual se la intenta “contener” dentro de un grafema visual, cuya sola
presencia es capaz de dar cuenta de la complejidad de lo que implica (y sólo implica,
no describe) lo que se narra dentro.
Además, esta detención, suspensión narrativa, no sólo roza lo poético sino que está
empapada de ello. Musicalmente hablando, se produce un “crescendo” de la sinfonía
poética. Esa es la interrupción más radical del libro. La segunda parte es un
apagamiento de las conciencias (del faro), que nos muestra que algo pasa. Es el
tiempo el que pasa, pero que a su paso modifica el orden humano. Un tiempo que
hace, que no es mero accidente de la existencia sino que tiene una autonomía y la
ejerce sobre lo humano mediante los cambios físicos. Es la evidencia de que aún
cuando la conciencia humana no se encuentra presente para confirmarlos, los
cambios suceden y son la evidencia de ese tiempo que transcurre, son lo innegable.
Resulta también interesante observar que en esta segunda parte del libro se lleva a
cabo una especie de proceso de teatralización, una puesta en escena que resulta
significativa a los usos de este cese de las conciencias. Es decir, el “adormecimiento”
se da, además de en un sentido narrativo, en forma literal, con un inicio y un cierre.
Esta operación evidencia, una vez más, la resistencia de la literatura a ser leída, a
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ser teorizada, así como el fracaso y el vacío que genera cualquier intento de
construcción de sentido.
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