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El final del poema

Giorgio Agamben
Se puede decir que el himno -cuyo contenido es la celebración- y la elegía -cuyo
contenido es el lamento- son los polos opuestos que definen el campo de tensión de la
lengua de la poesía. Pero los dos polos deben estar presentes de alguna manera; so
pena de une reducción de campo de tensiones de la lengua. La gran poesía del siglo
XX se define ante rodo mediante una estrategia de contaminación entre ambas
polaridades. Se puede definir la lengua de la poesía moderna como un campo de
tensiones recorrido por las corrientes opuestas de la harmonía austera y de la
harmonía glaphyra y en cuyos polos están, por una parte, el himno que celebra y
aísla el nombre y, por otra, la elegía que, lamentando la imposibilidad del himno,
contiene los nombres del discurso significante. Lo que de hecho se da en la
contaminación de las dos tensiones es, por una parte, el intento de decir el lamento,
que termina en la charlatanería; y, por otra, el intento de lamentar el decir, que
termina en el silencio. Esta doble imposibilidad define la poesía del siglo XX.

El orfismo no es un contenido del poema, sino, como el hermetismo, es algo que se


juega internamente en. el tejido vivo de la forma poética, como un injerto que busca
dar nueva vida a ese polo nímnico que se había eclipsado con la modernidad.
Resurrección no sólo de la harmonía austera contra la harmonía glaphyra, de la
tensión hacia el nombre contra la llanura hipotáctica, sino también negación del
"presupuesto antropológico” de la poesía moderna a favor de la afirmación de un
“presupuesto teológico”, con todo lo que eso implica en cuanto a la “desaparición
elocutoria;” del yo del poeta. La estrategia expresiva del lenguaje poético no se mueve
aquí del yo hacia el mundo, sino del mundo hacia el yo.

La poesía no vive sino en la tensión y la escisión (y, por tanto, también en la virtual
interferencia) entre el sonido y el sentido, entre la serie semiótica y la semántica).
La conciencia de la importancia de esta oposición entre la segmentación métrica, y
la semántica ha conducido a algunos estudiosos a plantear la posibilidad de que el
encabalgamiento constituye el único criterio que permite distinguir 1a poesía de la
prosa. Así, se definirá como poético al discurso en el que esta oposición es, al menos
virtualmente, posible; y prosaico a aquel en que ella no puede tener lugar. Todas las

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instancias de la poesía participan de esta no-coincidencia, de este cisma entre el
sonido y el sentido: la rima no menos que la cesura. El poema es un organismo que
se funda sobre la percepción de límites y terminaciones que definen, sin coincidir
nunca completamente y casi en diálogo alterno, la unidad sonora (o gráfica) y la
unidad semántica.

¿Pero qué sucede en el punto en que el poema termina? Con toda evidencia, la
oposición entre un límite métrico y un límite semántico ya no es aquí posible en modo
alguno; lo que consta, sin refutación posible, por el hedió trivial de que es impensable
un encabalgamiento en el último verso de un poema, Es una trivialidad, pero no por
ello deja de implicar una consecuencia tan embarazosa como necesaria. Puesto que,
si el verso se define precisamente mediante la posibilidad del encabalgamiento, se
deduce que el último verso de un poema no es un verso. Lo esencial es que los poetas
parecen conscientes de que existe aquí, para el poema, algo como una crisis decisiva,
una verdadera crise de vers, en la que se pone en juego su propia consistencia.

Eli decaimiento del último verso es índice de la relevancia estructural y no


contingente con la economía poética del acontecimiento que he denominado “final del
poema”. Como si el poema, en cuan lo estructura formal, no pudiese, no debiese
terminar, como si la posibilidad del final le fuese radicalmente sustraída, pues lo que
ella implicaría ese imposible poético que es la coincidencia exacta entro el sonido y
el sentido. En el punto en el que el sonido está por precipitarse en el abismo del
sentido el poema busca salvarse suspendiendo, por así decir, su propio final en una
declaración de estado de emergencia poética.

Todo se complica aún más por el hedió de que no existen en el poema, para ser
exactos, dos series o dos líneas en fuga paralela, sino una sola, recorrida sí mismo
tiempo por la corriente semántica y la semiótica. El sonido y el sentado no son dos
sustancias, sino dos intensidades, dos tonos de una única sustancia lingüística. La
doble intensidad que anima la lengua no se aplaca en una comprensión última, sino
que se precipita, por así decir, en el silencio en una caída sin fin. De este modo el
poema desvela el objetivo de su orgullosa estrategia: que la lengua consiga al fin
comunicarse a sí misma, sin permanecer no dicha en aquello que dice. Quizás la
prosa filosófica, en cuanto hace como si el sonido y el sentido coincidiesen en su
discurso, corre el riesgo de caer en la banalidad, es decir de carecer de pensamiento.
En cuanto a la poesía, se podría decir, por el contrario, que está amenazada por un
es ceso de tensión y de pensamiento.

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¿Qué es lo contemporáneo?
Giorgio Agamben
Nietzsche sitúa su pretensión de "actualidad", su "contemporaneidad" respecto del
presente, en una desconexión y en un desfase. Pertenece en verdad a su tiempo, es
en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la perfección con este ni se adecua
a sus pretensiones, y entonces, en este sentido, es inactual; pero, justamente por esto,
a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir
y aferrar su tiempo. Esta no-coincidencia, esta discronía, no significa, como es
natural, que sea contemporáneo aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico; un
hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero sabe de rodos modos que le pertenece
irrevocablemente, sabe que no puede huir de su tiempo.

La contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que
adhiere a este y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es esa relación con el
tiempo que adhiere a este a través de un desfase y un anacronismo. Quienes
coinciden de una manera demasiado plena con la época, quienes concuerdan
perfectamente con ella, no son contemporáneos ya que, por esta precisa razón, no
consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella.

El poeta -el contemporáneo- debe tener fija la mirada en m tiempo. Segunda


definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que mantiene la mirada
fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad. Todos los tiempos
son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es,
justamente, aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está en condiciones de
escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente. Percibir esa oscuridad
no es una forma de inercia o de pasividad, sino que implica una actividad y una
habilidad particulares que, en nuestro caso, equivalen a neutralizar las luces
provenientes de la época para descubrir su tiniebla, su especial oscuridad, que no es,
sin embargo, separable de esas luces. Puede llamarse contemporáneo sólo aquel que
no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la
sombra, su íntima oscuridad. Contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de
su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que
cualquier luz, se dirige directa y singularmente a él.

Por eso los contemporáneos son raros; y por eso ser contemporáneos es, ante todo,
una cuestión de coraje: porque significa ser capaces, no sólo de mantener la mirada

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fija en la oscuridad de la época, sino también de percibir en esa oscuridad una luz
que, dirigida hacia nosotros, se nos aleja infinitamente. Nuestro tiempo, el presente,
no es sólo el más distante: no puede alcanzarnos de ninguna manera. Lo que define
a la moda es que introduce en el tiempo una peculiar discontinuidad, que lo divide
según su actualidad o inactualidad, su estar y su no-estar-más-a-la-moda (a la moda
y no simplemente de moda, que se refiere sólo a las cosas). Pese a ser sutil, esta
cesura es evidente, en el sentido de que quienes deben percibirla la perciban
infaliblemente y de esa precisa manera certifican su estar a la moda; pero si tratamos
de objetivarla y fijarla en el tiempo cronológico, esta se revela inasible. Sobre todo,
el "alma" de la moda, el instante en que comienza a ser, no es identificable a través
de ningún cronómetro. El tiempo de la moda está, por ende, constitutivamente
adelantado a sí mismo y, justamente por eso, también siempre retrasado, siempre
tiene la forma de un umbral inasible entre un "no todavía" y un "ya no". Por eso, el
estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta cierta "soltura", cierro desfase,
en el que su actualidad incluye dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un matiz
de démodé.

Pero la temporalidad de la moda tiene otro carácter que la emparienta con la


contemporaneidad. En el gesto mismo en que su presente divide el tiempo según un
"ya no" y un "no todavía", esta instituye con esos "otros tiempos" -ciertamente con el
pasado y, quizá, también con el futuro- una relación particular. Es decir, puede
"citar" y, de esa manera, reactualizar cualquier momento del pasado. Puede, por ello,
poner en relación lo que dividió inexorablemente, remitir, re-evocar y revitalizar lo
que incluso había declarado muerto. La contemporaneidad se inscribe, en efecto, en
el presente, signándolo sobre todo como arcaico, y sólo aquel que percibe en lo más
moderno y reciente los índices y las signaturas de lo arcaico puede ser su
contemporáneo. Arcaico significa: próximo a la arché, es decir, al origen. Pero el
origen no se sitúa solamente en un pasado cronológico: es contemporáneo al devenir
histórico y no cesa de operar en este, como el embrión continúa actuando en los
tejidos del organismo maduro, y el niño, en la vida psíquica del adulto. La distancia
y, a la vez, la cercanía que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en
esa proximidad con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el
presente.

Así, el mundo antiguo en su final se vuelve, para reencontrarse, hacia los orígenes:
la vanguardia, que se extravió en el tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico. En ese
sentido, justamente, puede decirse que la vía de acceso al presente necesariamente

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tiene la forma de una arqueología. Que no retrocede sin embargo a un pasado remoto,
sino a lo que en el presente no podemos en ningún caso vivir y, al permanecer no
vivido, es reabsorbido sin cesar hacia el origen, sin poder alcanzarlo jamás. Porque
el presente no es más que la parte de lo no-vivido en todo lo vivido, y lo que impide
el acceso al presente es precisamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter
traumático, su cercanía excesiva), no hemos logrado vivir en él. La atención a ese no-
vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en ese sentido,
volver a un presente en el que nunca estuvimos.

El contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, aferra


su luz que no llega a destino; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo,
está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, de
leer en él de manera inédita la historia, de "citarla" según una necesidad que no
proviene en modo alguno de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede
dejar de responder.

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Idea de la prosa
Giorgio Agamben
Ninguna definición del verso es totalmente satisfactoria, a excepción de la que
certifica su identidad respecto a la prosa a través de la posibilidad del
encabalgamiento. Ni la cantidad, ni el ritmo, ni el número de las sílabas —elementos
todos ellos que pueden incidir también en la prosa— proporcionan, desde este punto
de vista, una diferenciación suficiente: pero sin duda es poesía aquel desarrollo en el
que es posible oponer un límite métrico a un límite sintáctico.

El verso, en el momento mismo en que, rompiendo un nexo sintáctico, afirma su


propia identidad, se ve irresistiblemente atraído a inclinarse sobre el siguiente verso,
para aferrar aquello que ha arrojado fuera de sí: esboza un paso de prosa con el
mismo gesto con que da testimonio de su propia versatilidad. En este lanzarse de
cabeza al abismo del sentido, la unidad puramente sonora del verso quebranta, con
su propia medida, también la propia identidad. El encabalgamiento saca de este
modo a la luz el camino originario, ni poético ni prosaico, sino, por decirlo de alguna
manera, bustrofédico de la poesía, la esencial prosimetricidad de todo discurso
humano.

El elemento que frena el empuje métrico del verso, la cesura del verso, es para el
poeta el pensamiento. En la sucesión rítmica de las representaciones, en las que se
expone el transporte, resulta necesario lo que en el metro se llama cesura, la pura
palabra, la interrupción antirrítmica, para contrastar, en su culminación, el suceso
encantador de las representaciones, de manera que resulte aparente no ya el
alternarse de las representaciones, sino la representación misma. El movimiento
rítmico que mueve el empuje del verso está vacío, tan sólo se mueve a sí mismo. Y
éste es el vacío que, como palabra pura, la cesura —por un instante— crea, mantiene
en vilo, mientras se detiene un poco el caballo de la poesía.

La fidelidad hacia aquello que no puede ser tematizado, pero tampoco simplemente
silenciado, es una traición de tipo sagrado, en la que la memoria, dándose la vuelta
de repente como un remolino de viento, descubre la frente nevada del olvido. Este
gesto, este invertido abrazo de memoria y olvido, que conserva intacta en su centro
la identidad de lo inmemorial y de lo imborrable, es la vocación.

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La poesía es la unicidad en cuanto destino del lenguaje; por tanto, no la duplicidad.
La lengua, para la que no tenemos palabras, que no finge, como lengua gramática,
estar aún antes de ser, pero que es la única primera en toda la mente, es nuestra
lengua, es decir, la lengua de la poesía. La lengua única no es una lengua. Lo único,
en que los hombres participan como la sola verdad materna posible, es decir común,
implica siempre un partido: en el momento en que alcanzan la única palabra, deben
tomar partido, escoger una lengua. De la misma manera nosotros podemos,
hablando, tan sólo decir algo —no podemos decir únicamente la verdad, no podemos
decir tan sólo que decimos. Pero que el contacto con esta única lengua, dividida e
imparticipable, constituya, en este sentido, un destino, es una admisión que el poeta
se ha dejado arrancar sólo en un momento de debilidad.

El destino concierne sólo a la lengua que, frente a la infancia del mundo, jura poder
salir a su encuentro, tener, de ella y sobre ella, desde siempre, además del nombre,
algo que decir. Esta vana promesa de un sentido de la lengua es su destino, es decir,
su gramática y su tradición.

Toda verdad última formulable en una argumentación objetivizante, que fuese


incluso tan sólo en apariencia feliz, estaría necesariamente marcada con carácter de
condena, de ser condenados a la verdad. La deriva hacia este definitivo cierre de la
verdad es una tendencia presente en todas las lenguas históricas, tendencia que
poesía y filosofía contrastan obstinadamente, y en la que en cambio encuentran
alimento tanto el poder significativo de los lenguajes humanos como su ineluctable
muerte. La verdad, la apertura que, según un oros platónico, es propia del alma, se
fija, a través del lenguaje y en el lenguaje, en un último, inmutable estado de las
cosas, en un destino. El eterno regreso es de hecho una última cosa, pero al mismo
tiempo también la imposibilidad de una última cosa: la repetición eterna del
encerrarse de la verdad en un estado de cosas es, en cuanto repetición, también la
imposibilidad de este cierre. En la suprema formulación de Nietzsche: el amor del
sino.

Este monstruoso compromiso entre destino y memoria, en la que aquello que sólo
puede ser objeto de recuerdo (el retomo de lo idéntico) es tomado cada vez como un
destino, es la imagen desencajada de la verdad que nuestro tiempo no logra resolver.
Porque la apertura del alma —la verdad— no permanece abierta de par en par en
un destino infinito ni se cierra en la eterna repetición de un estado de cosas, sino que

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en su abrirse en un nombre, ilumina sólo la cosa y, al encerrarse en ella, estrecha sin
embargo la propia apariencia, se acuerda del nombre. Este complicado
entrecruzamiento entre don y memoria, entre una apertura sin objeto y aquello que
sólo puede ser objeto, es la verdad en la que, según el Zohar, el justo se detiene.

Que una latencia sea mantenida para que pueda existir una inlatencia, un olvido
custodiado para que pueda haber memoria: esto es la inspiración, el transporte
musaico que pone en armonía al hombre con la palabra y el pensamiento. El
pensamiento está cercano a su cosa tan sólo si se pierde en esta latencia, si ya no ve
su cosa. Es éste su carácter de dictado: debe existir la dialéctica latencia-inlatencia,
olvido-memoria, para que la palabra pueda acontecer, y no simplemente ser
manipulada por un sujeto. Lo que el maestro no ve en su misma verdad: su límite es
su principio. No vista, no expuesta, la verdad penetra en su occidente.

Para poder escribir, para poder convertirse también para nosotros en inspiración, el
maestro ha debido apagar su inspiración, acabar con ella: el poeta inspirado está sin
obra. Esta extinción de la inspiración, que saca al pensamiento de la sombra de su
occidente, es la exposición de la Musa: la idea.

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La poesía como acto
Jorge Monteleone
Desde el descubrimiento freudiano que modifica para siempre la noción misma de
subjetividad hasta las pluralidades, las heteronimias, los apócrifos o el arte baldío
de la impersonalidad en el arte, la escisión del yo ha condicionado toda la poesía del
siglo XX. No se trata de aquello que parece obvio: que esa voz extraña y que esos
nombres múltiples y que ese yo duplicado o triplicado no parecen encarnarse sino
más bien transformar al sujeto, vaciarlo del sí mismo, convertirlo en una irrealidad
que se sustenta más allá de la figura que la sostiene como un hecho de lenguaje. Se
trataría de una “de-subjetivación” o, dicho de otro modo, de una objetivación del yo.
El yo no sería un sujeto sino un objeto en la lengua. Jacques Lacan sostiene que el
descubrimiento freudiano del inconsciente quitó al yo del lugar central que la
filosofía occidental le había asignado desde Descartes. Lacan afirma, como señala
Dylan Evans, que “el yo no está en el centro, que el yo es en realidad un objeto”.

Entonces, en el pasaje de la poesía subjetiva a la objetiva habría un pasaje del yo al


no-yo, pero tal vez no como posición sino como superación hacia una –como la
llamaría Georges Bataille– “continuidad en el ser”. Es decir, a la ruptura del
principio de individuación para sumergirse en una especie de totalidad que
podríamos llamar la lengua, pero también podemos llamar “el ser” o “el ser
lingüístico” o la “exterioridad”. Se trataría, entonces, de una consciencia de lo
objetivo en una obra materialista. Así lo más íntimo se revelaría como lo objetivo y
exterior, y se vaciaría la interioridad subjetiva hacia una otredad. De allí entonces
esa disociación del yo hacia una palabra que lo objetiva, que es como el pasaje de una
voz que fue propia hacia una voz que habla al sujeto en su devenir otredad.

El poeta hace, no solo cosas con palabras, sino algo con su cuerpo. La obra del
espíritu, es decir, el poema –dice Valéry– no existe sino en acto e implica una relación
continuada entre la voz que es y la voz que viene y que debe venir. Valéry se adelanta
a su tiempo: asume que la obra es performativa, existe precisamente en su devenir.
El poema es ante todo ritmo, en el cual se articula una especie de oralidad segunda,
el grano de una voz. Esa inscripción también es corporal, al menos la huella de lo
corporal, la voz en sombras de un cuerpo. Ese sujeto, el productor, se halla en una
situación liminar, digamos, entre la vida sensible, el campo de la experiencia vivida
y el abismo de la inexistencia. Por eso la propia lógica del poema requiere de un acto

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igualmente liminar, una experiencia del límite: un acto en el que el propio cuerpo se
halle en juego, o en estado de riesgo.

Por otro lado, si la poesía es un acto y para realizarse consiste, como afirma Valéry,
en ese pasaje de una voz que es y la voz que viene y debe venir –digamos el pasaje
de la poesía subjetiva a la poesía objetiva en Rimbaud– hay un punto en el cual el
poema debe ofrecer la propia interrupción de la poesía. Puesto que el poema se vuelve
acto en la desaparición elocutoria del poeta, la poesía misma se interrumpe bajo la
forma de un abandono, de una desaparición, de una locura, de un silencio.
Precisamente como acto entra a la vida y se vuelve acción pura, extrema, extremada,
a tal punto que incluso puede arrancar al propio sujeto de la vida. El poeta no es solo
un organismo en el aire, sino también una voluntad. Otro modo de decir: una acción
desde el cuerpo y más allá de él.

La voz trabaja, la voz es nombrada, repetida, citada, traducida. La poesía como teatro
de la muerte: allí donde el poema no existe sino en acto, el poema nacido del pavor y
en estado de riesgo, el poema situado entre la voz que es y la voz que viene y la que
debe venir incluso cuando se nos borre el mundo y quede aquí, temblando.

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Anotaciones sobre Kafka
Theodor Adorno
Poco cuenta de lo que se ha escrito sobre Kafka; la mayor parte de lo escrito es
existencialismo. Se le coloca limpiamente catalogado en una tendencia de
pensamiento, en vez de quedarse fijos ante aquello suyo que dificulta la clasificación
y exige precisamente por ello la interpretación.

Si el concepto de símbolo quiere decir algo adecuado en estética — ámbito en el cual


no se encuentra demasiado a gusto— es que los diversos elementos individuales de
la obra de arte aluden, por la fuerza de su conexión, a más allá de sí mismos: que su
totalidad pasa sin ruptura a un sentido. Ahora bien: ninguna afirmación más
injustificada podría hacerse sobre la obra de Kafka. Incluso en configuraciones como
aquella goethiana, que juega tan profundamente con los momentos alegóricos, éstos,
sin significación al impulso del todo. En Kafka, en cambio, todo está tan dura y
determinadamente suelto como es posible. En ningún momento se enciende en Kafka
el aura de la idea infinita, y en ninguna parte se abre el horizonte. Cada frase vale
literalmente, y cada una de ellas significa de por sí. No hay, como exigiría el símbolo,
una fusión de ambas cosas, sino la plena separación de ambas, y del abismo entre
ellas sale el violento rayo de la fascinación.

La prosa de Kafka está del lado del proscrito también por el hecho de buscar la
alegoría más que el símbolo. Es una prosa que no se expresa por lo que expresa, sino
por la negativa a la expresión, por la ruptura. Kafka elimina distancia estética;
impone al supuestamente desinteresado contemplador de otro tiempo un esfuerzo
desesperado, le asalta y le sugiere que de su acertada comprensión depende mucho
más que su equilibrio espiritual, a saber: la vida o la muerte. Entre los presupuestos
de Kafka no es el menor la fundamental perturbación de la relación contemplativa
entre el texto y el lector. Sus textos pretenden que no exista entre ellos y su víctima
una distancia constante; agitan de tal modo la afectividad del lector que éste tiene
que temer que lo narrado se le eche encima como las locomotoras al público en los
comienzos de la técnica cinematográfica tridimensional. Tal agresiva proximidad
física coarta la costumbre del lector de identificarse con figuras de la novela. En
razón de ese principio, el superrealismo puede con justicia reivindicar a Kafka como
a uno de los suyos. Mientras no se halla la palabra, el lector sigue en deuda.

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El artista no tiene obligación de entender su propia obra, y hay motivo especial para
dudar de que Kafka entendiera la suya. Las formaciones de Kafka se defendieron del
asesino error de artista que consiste en creer que el contenido metafísico de aquellas
formaciones sea la filosofía que el autor les inyecta. Si así fuera, la obra nacería ya
muerta, se agotaría en lo que dice y no se desarrollaría con el tiempo. Como defensa
para no caer en la indiferencia precipitada que consiste en considerar sólo las
significaciones demasiado inmediatas, ya explícitamente pensadas en la obra, puede
servir la siguiente regla: tomarlo todo literalmente, sin recubrirlo desde arriba con
conceptos. La autoridad de Kafka es autoridad de textos. Sólo la fidelidad a la letra,
no la comprensión orientada, podrá ayudar a entender. En esta obra que
constantemente se oscurece y retira a sí misma, cada proposición determinada
contrapesa la cláusula general de la indeterminación.

El principio de literalidad encuentra apoyo y confirmación en muchos textos de


Kafka. A veces las palabras, especialmente las metáforas, se segregan del resto y
cobran existencia propia. A veces la literalidad llega a extremos de chiste por
asociación. Kafka, que despreciaba la psicología, es riquísimo en comprensiones
psicológicas, como la de la relación entre instinto y compulsión. El principio de
literalidad, sin cuya medida lo multívoco se desdibujaría en indiferente, prohibe
seguir el frecuentísimo intento de unir en las concepciones de Kafka profundidad con
arbitrariedad.

El lector tiene que comportarse con Kafka como éste se comporta con el sueño, a
saber, fijándose sin moverse en los detalles inconmensurables e impenetrables, en
los puntos ciegos. Esto vale tanto del modo de exponer cuanto del lenguaje.
Frecuentemente hay gestos que ponen un contrapunto a las palabras: lo
prelingüístico, sustraído a intenciones, está al servicio de la multivocidad, que corroe
en Kafka, como una enfermedad, todo significar. Esos gestos son los restos de las
experiencias recubiertas por el significar. El último estadio de una lengua que se
cuaja en la boca de los que la hablan; la segunda confusión babilónica, a la que por
lo demás se resiste incansablemente la intimidada dicción de Kafka, le obliga a
invertir especularmente la relación histórica concepto-gesto. El gesto es el "así es";
la lengua, cuya configuración debe ser la verdad, es, como rota, la no-verdad. A las
experiencias sedimentadas en los gestos seguirá la interpretación, la cual tendrá que
reconocer en su mimesis una generalidad desplazada por el sano sentido común.

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Poco clara estaría esa profundidad que se celebra en Kafka si se negara en ella lo
que hay debajo. Kafka sustrae el psicoanálisis a la psicología. Esta misma, al derivar
el individuo a partir de impulsos amorfos y difusos, al derivar el Yo del Ello, se
enfrenta ya en cierto sentido con lo específicamente psicológico. De entidad
sustancial la persona se convierte en mero principio de organización de impulsos
somáticos. En Freud como en Kafka queda eliminada la vigencia de lo animado; al
principio y desde él Kafka no ha tomado apenas noticia de ello. Se distingue del más
viejo Freud, de mentalidad más científico-natural, no por una espiritualidad más
tierna, sino porque aún le rebasa, si ello es posible, en la skepsis sobre el Yo. Paro
esto sirve la literalidad de Kafka. Como en una serie experimental estudia Kafka lo
que ocurriría si los hallazgos del psicoanálisis fueran ciertos no metafórica y
mentalmente, sino materialmente. Kafka se adhiere así al psicoanálisis en la medida
en que éste prueba a la cultura y a la individuación burguesa su mera apariencia;
pero revienta el psicoanálisis en cuanto lo toma más al pie de la letra que él mismo
a sí mismo.

Kafka peca contra una vieja regla al producir arte tomando como material único la
basura de la realidad. Kafka no esboza directamente la imagen de la sociedad
naciente — pues, como en todo gran arte, también en el suyo domina la ascesis frente
al futuro —, sino que la monta con productos de desecho separados de la sociedad
muriente por lo nuevo que se forma. En vez de sanar la neurosis, Kafka busca en ella
misma la fuerza salvadora, que es la del conocimiento: las heridas que la sociedad
infiere al individuo son leídas por éste como cifras de la no-verdad social, como
negativo de la verdad. Su potencia es potencia de descomposición. Kafka arranca la
fachada conciliatoria que recubre la desmesura del sufrimiento, cada vez más
sometido a los controles racionales. En la descomposición que desmantela — esta
palabra no fue jamás tan popular como en el año de la muerte de Kafka — el artista
no se queda, como la psicología, junto al sujeto, sino que, sin detenerse, penetra hasta
lo material, hasta lo meramente existente que se ofrece sobre el fondo subjetivo en
la irrefrenada caída de la conciencia que cede, perdida toda autoafirmación. La huida
a través del hombre hasta lo no-humano es la trayectoria épica de Kafka.

El éxito de Kafka viene de que no se hace traición más que cuando lo general se
destila de sus escritos para ahorrar el esfuerzo de la mortal cerrazón críptica. Acaso
es el fin oculto de su arte la disponibilidad, la tecnificación y la colectivización del
déjà vu. Lo mejor, lo que se olvida, se recuerda y encierra en la botella

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Gestos eternizados son en Kafka momentaneidad congelada. Como el superrealista,
el shock kafkiano es organización de lo que las viejas fotografías dan al
contemplador. El gesto de la propia obra de Kafka consta en que se aleja de lo más
extremo visto, como sí ningún ojo pudiera soportar su visión y sobrevivir. En esa
visión se interpenetran lo siempre igual y lo efímero. La igualdad, o la intrigante
semejanza de una pluralidad, son de los motivos más tenaces de Kafka; todas las
semicriaturas posibles se presentan por parejas, a menudo con la signatura de lo
infantil y estúpido, oscilando entre la bondad y la crueldad como los salvajes de los
libros infantiles. Tan difícil se ha hecho para los hombres la individuación, y tan
oscilante ha sido para ellos hasta el día de hoy, que sienten mortal terror cuando se
le levanta un ángulo a su velo.

No es que en la obra de Kafka no haya nada que criticar. Entre las deficiencias
evidentes de las grandes novelas, la más sensible es la monotonía. La representación
de lo multívoco, incierto, cerrado, se repite infinitamente, a menudo a costa de la
intuibilidad buscada, sin embargo, en todas las páginas. La mala infinitud de lo
representado se comunica a la obra de arte que lo representa. Es posible que en esa
deficiencia se manifieste una del contenido, un predominio de la idea abstracta que
es el propio mito combatido por Kafka. La potencia de las imágenes conjuradas por
Kafka ha desgarrado a veces su capa aislante. Algunas de esas imágenes ponen a
dura prueba la meditación del lector, por no hablar ya del autor. Si la obra de Kafka
conoce la esperanza, es más en aquellos extremos que en las fases mitigadas: en la
capacidad de resistir incluso a lo último haciéndose lengua. La vida entera no basta
en Kafka para llegar al pueblo inmediato.

La técnica literaria que se fija a las palabras por vía de asociación, como la de Proust
al involuntario recuerdo sensible, produce su contrario: en lugar de la reflexión sobre
el hombre y su recuerdo, la prueba por ejemplo de deshumanización. Su presión
impone a los sujetos una involución casi biológica, del tipo de la preparada por las
parábolas animales de Kafka. El momento de la respuesta, al que todo apunta en
Kafka, es aquel en que los hombres se dan cuenta de que no son una mismidad, sino
cosas.

Los héroes de Kafka se arrastran por entre requisitos tiempo ha amortizados y que
les conceden su existencia como limosna, existiendo más allá de su propia duración
vital. El desplazamiento imita la costumbre ideológica que trasfigura la mera

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reproducción de la vida en acto de gracia del que dispone y manda, del "dador de
trabajo". Pero lo sórdico en Kafka no se agota con esto. Lo que evita es el criptograma
de la fase capitalista tardía, pulimentada hasta el brillo; pero lo evita para
determinarlo tanto más precisamente en su negativo. Kafka pone bajo la lupa los
indicios de porquería que dejan los dedos del poder en la edición de lujo del libro de
la vida. Pues ningún mundo podría ser tan unitario como el mundo paralizador que
condensa en totalidad gracias al miedo del pequeño burgués, mundo lógicamente
cerrado por los cuatro costados y tan desprovisto de sentido como cualquier sistema.
Todo lo que narra pertenece al mismo orden. Todas sus historias se desarrollan en
el mismo espacio inespacial, espacio tan cerrado y tan articulado que el lector siente
escalofríos cuando la novela cita algo que no tiene su lugar en aquel ámbito.

Las laberínticas descripciones de Kafka dependen unas de otras como ocurre a las
mitologías. Pero lo inferior, lo abstruso y buscado es tan esencial a su continuo como
la corrupción y la asocialidad criminal son esenciales al dominio totalitario, o como
el amor a la porquería lo es al culto de la higiene. Los sistemas de pensamiento y de
política no desean nada que no sea igual que ellos; pero cuanto más se robustecen,
cuanto más unifican el nombre de lo que existe, tanto más lo oprimen y tanto más se
alejan de ello. Precisamente por eso les resulta insoportable la menor "desviación",
como amenaza al principio entero, como a las potencias y a los poderes los extraños
y solitarios en la obra de Kafka. Integración es desintegración, y en ella el lazo mítico
coincide con la racionalidad del dominio. El llamado problema de la casualidad o del
azar, tortura de los sistemas filosóficos, es producido por ellos mismos: por la propia
inexorabilidad de los sistemas, todo lo que se cuela por las mallas de sus redes se les
convierte en mortal enemigo.

No hay sistema sin posos. Contemplándolos profetiza Kafka. En su necesitado


mundo, todo lo que ocurre reúne en sí la expresión de lo absolutamente necesario con
la de lo absolutamente casual y sórdido: así descifra Kafka la ley infame, como en
escritura reflejada por un espejo. La plena no-verdad es contradicción de sí misma:
por eso no es necesario contradecirla explícitamente. Con su mirada descubre Kafka
el monopolismo en los productos de desecho de la era liberal liquidada por aquel. La
cristalización de la metafísica es este histórico instante, y no una supuesta entidad
supratemporal que atravesara toda la historia; y la eternidad no es en él sino la del
sacrificio eternamente repetido y que se disipa en la imagen del último. El sacrificio
último es siempre el de ayer. Precisamente por eso evita Kafka toda o casi toda
alusión histórica concreta. Su obra se comporta herméticamente también respecto

15
de la historia: hay un tabú sobre el concepto de ésta. A la eternidad del momento
histórico corresponde la idea de naturalidad impura e invariancia del decurso del
mundo. El instante, lo perecedero absoluto, es parábola de la eternidad de la
caducidad, de la condenación. El hombre de la historia queda prohibido porque lo
otro, lo que sería historia, no ha empezado aún. En medio de relaciones
aparentemente estáticas, frecuentemente artesanas o campesinas, circunstancias de
la economía mercante simple, Kafka no aduce lo histórico sino como aquello que ya
está juzgado, igual que están juzgadas ya aquellas circunstancias. Lo anticuado es
el estigma de lo presente; Kafka ha levantado todo un inventario de tales estigmas.

El método de Kafka se verificó cuando los viejos rasgos liberales de la anarquía de la


producción mercante, agudizados por Kafka, resurgieron en la forma de organización
política de la trasmutada economía. Detención es asalto, juicio es acto de violencia.
Las víctimas potenciales tenían siempre la posibilidad de un trato discutible y
corrupto con el partido, como con los encerrados funcionarios de Kafka; éste habría
podido inventar la expresión "detención protectora", si no lo hubiera sido ya durante
la primera guerra. Como en la época del capitalismo defectuoso, el peso de la culpa
se carga a los agentes de la circulación o de servicios, viajantes, empleados de banca,
camareros, descargando de ella a la esfera de la producción. Las tendencias
económicas cuyos restos representan esas personas ya antes de imponerse las
tendencias mismas, no eran tan extrañas a Kafka como puede hacer suponer el
procedimiento hermético.

Las quiebras y deformaciones de la modernidad son para Kafka huellas de la edad


de piedra, y las figuras de tiza de las pizarras de ayer, que nadie borró, son las
verdaderas pinturas rupestres. La atrevida abreviatura en que presenta esas
involuciones alcanza al mismo tiempo a la tendencia social. El burgués agoniza con
su traducción a arquetipos. El abandono de sus rasgos individuales, el
descubrimiento del confuso terror de hormiguero bajo la piedra de la cultura, marca
la decadencia de la individualidad misma. La historia se hace infierno en Kafka
porque se perdió lo salvador. La burguesía tardía ha abierto ella misma el infierno.

El cuño hermético de los escritos de Kafka tienta a contraponer su idea a la historia


tan abstractamente como en él mismo ocurre durante largas páginas y, además, a
segregar la obra misma de la historia con ayuda de barata meditabunda

16
profundidad. Pero precisamente su hermetismo es lo que pone a esa obra en el curso
del movimiento literario del decenio de la primera guerra. La actitud épica de Kafka
ha intentado evitar el gesto lingüístico del expresionismo, aunque quedan en su obra
frases que muestran de qué modo extraordinario dominaba aquel lenguaje.

No es raro que la lengua de Kafka contradiga el contenido tan audazmente como en


aquella embriagadora descripción de la muchachita de la fonda: el ímpetu del retrato
arranca en este punto el discurso, con amplio gesto, al desesperanzado estanque de
la narración. Con la liquidación del sueño mediante su omnipresencia, el épico Kafka
obedecía al impulso expresionista tan radicalmente como los líricos más extremados.
Su obra tiene el tono del ultraizquierdismo: el que nivela todo, tomando como
horizonte lo humano general, falsea ya todo conformísticamente. El principio
hermético es el principio de la subjetividad alienada consumada.

Lo apresado por la esfera de vidrio kafkiana es más unitario —y, por eso, más
espantoso — que el sistema que queda fuera, porque en el espacio absolutamente
subjetivo y en el tiempo absolutamente subjetivo no cabe nada que pueda perturbar
su principio, el principio de la alienación inalienable. El continuo espaciotemporal
del "realismo empírico" es objeto de constantes lesiones en Kafka, como la
perspectiva en la pintura contemporánea. Lo indiferente de la subjetividad
autárquica robustece el sentimiento de incerteza y monotonía, propio de la
constrictiva repetición. La interioridad que, sin resistencia, gira en torno de sí
misma, se ve privada de lo que podría detener el movimiento de mala infinitud. Y el
descanso se hace enigma. El espacio de Kafka está sometido a maldición y
proscripción; el sujeto, encerrado en sí mismo, se aguanta la respiración, como si no
debiera entrar en contacto con nada que fuera diverso de él mismo. Bajo esa
maldición la pura subjetividad se trasmuta en mitología, y el espiritualismo
consecuente se hace decadencia sumisa a la naturaleza. La subjetividad absoluta
carece de sujeto. La mismidad no vive sino en la exteriorización; como resto seguro
del sujeto que se enquista ante lo extraño, es la subjetividad ciego resto del mundo.
Cuanto más se retrotrae sobre sí mismo el yo del expresionismo, tanto más se
asemeja al excluido mundo cósico.

Lo cósico se hace signo gráfico, los hombres proscritos no obran por sí mismos, sino
como si cada uno de ellos hubiera caído en un campo magnético. Precisamente esta
determinación externa de figuras tan interiores da a la prosa de Kafka esa tremenda
apariencia de sobria objetividad. La zona del no-poder-morir es al mismo tiempo la

17
tierra de nadie entre hombre y cosa. Probablemente depende el todo de la
comprensión de estas producciones extremas e inconmensurables y de algunas otras
que se sustraen igualmente a la corriente imagen de Kafka. Pero a través de toda la
obra discurre el tema de la despersonalización en el ámbito de lo sexual. Kafka ha
convertido su propio sentimiento neurótico de culpa, su sexualidad infantil y su
obsesión de "pureza", en un instrumento que corroe el concepto admitido de erótica.

Al igual que en Brecht, en Kafka la lengua del éxtasis está lejos de la expresionista.
Kafka ha dominado ingeniosamente mediante el elemento visual la contradicción
que ha hecho fracasar toda poesía expresionista: el problema de la cuadratura del
círculo que consiste en hallar las palabras para el espacio de la interioridad sin
objeto, siendo así que la extensión de cada palabra rebasa el absoluto "ahí" que hay
que mentar en cada caso. El elemento visual se coloca en primera línea como
predominio del gesto. Sólo es posible narrar a partir de lo visible, mientras al mismo
tiempo lo visible se enajena totalmente la imagen. Imagen en sentido literal. Kafka
salva la idea expresionista traspasando a la creación literaria el habitus de la pintura
expresionista, en vez de ponerse a escuchar en vano sonidos originarios. Para la
mirada pánica que ha perdido toda ocupación afectiva de los objetos, éstos cristalizan
en una tercera cosa, ni sueño falsificador ni simiesca imitación de la realidad, sino
imagen enigmática de ésta, compuesta de sus dispersos fragmentos. Muchos trozos
decisivos de Kafka pueden leerse como si fueran literalización de pinturas
expresionistas que habría habido que pintar. Al despreciar todo efecto musical su
bronca prosa procede como la música misma. Esa prosa interrumpe sus
significaciones quebrándolas como se quiebran las columnas de la vida en los
cementerios ochocentistas, y las líneas de su rotura son sus cifras.

Épica expresionista es una idea paradójica. Es una épica que narra aquello que no
se puede narrar, lo totalmente encerrado en sí mismo y por ello y al mismo tiempo
encadenado, el sujeto, en definitiva, que ni siquiera es propiamente. Disociado en los
necesitarios momentos de la propia prisión, privado de la identidad consigo mismo,
ese sujeto no tiene vida temporal; la interioridad sin objeto es espacio en el preciso
sentido de que todo lo que funda obedece a la ley de la repetición atemporal. Esta ley
es uno de los elementos que relacionan la obra de Kafka con la ahistoricidad. No le
es posible a esa obra ninguna forma constituida a través del tiempo como unidad del
sentido interno. La dialéctica del expresionismo tiene como resultado en Kafka la

18
analogía con las narraciones de aventuras hechas por sucesión de episodios. Kafka
era aficionado a esas novelas de aventuras, y al adoptar su técnica reniega de la
cultura literaria establecida. Kafka cuenta cómo van propiamente las cosas, pero sin
ilusiones sobre el sujeto que, en extrema conciencia de sí mismo — de su nulidad —
se arroja al montón de basura, como la máquina de los muertos procede con los que
se le confían.

El obscurecimiento, la ruptura de la parabólica intención, son consecuencias de la


Ilustración. Cuanta más cosa objetiva reduce al hombre, tanto más desesperada e
impenetrablemente yacen ante éste los contornos del ente mero que jamás consigue
disolver en la subjetividad y del que sorbió ya todo lo familiar. Kafka reacciona según
el espíritu de la Ilustración a su involución en mitología. Se le ha comparado
frecuentemente con la cábala. Sólo los conocedores del texto podrán decir si con
razón. Pero si efectivamente la mística judía desaparece finalmente en Ilustración,
se tendrá con esa comparación comprensión de la afinidad del tardío ilustrado Kafka
con la mística antinómica.

Antinómica es la teología de Kafka — si realmente se puede hablar de tal teología —


frente al mismo Dios cuyo concepto defiende Lessing contra la ortodoxia: el Dios de
la Ilustración. Kafka es un acusador de la teología dialéctica en la que erróneamente
se le quiere alinear. Su diversidad absoluta converge con las potencias míticas. El
Dios plenamente abstracto, indeterminado, limpio de toda cualidad antropomórfico-
mitológica, se transforma en el Dios ambiguo y amenazador que no suscita más que
temor y temblor. Su "pureza", imitada del espíritu, instaurado en Kafka por la
absoluta interioridad expresionista, restablece, en el terror ante el Desconocido
radical, el arcaico de la humanidad presa en la naturaleza. La obra de Kafka apresa
la hora que suena cuando la fe purificada es desenmascarada como impura y la
desmitologización como demonología. Pero sigue siendo un ilustrado en el intento de
rectificar el mito que así irrumpe, en el intento de repetir, más severo, el proceso
contra él como ante una cámara de revisión.

La catalogación de Kafka entre los pesimistas, entre los existencialistas de la


desesperación, [290] es tan errónea como la que lo pone entre los maestros de
salvación. Kafka ha hecho honor a las palabras de Nietzsche acerca del optimismo y
el pesimismo. La fuente luminosa que da brasa infernal a la fisura del mundo es la
luz óptima. Pero aquí se invierte lo que para la teología dialéctica es luz y sombra

19
respectivamente. No se trata de que lo Absoluto exhiba a la condicionada criatura su
parte absurda; doctrina que ya en Kierkegaard llevaría a consecuencia más
escandalosa que la mera paradoja, y que en Kafka significaría la entronización de la
locura; sino que el mundo se descubre como absurdo, tan absurdo como lo sería para
el intellectus archetypus. El reino intermedio de lo condicionado se hace infernal bajo
los artificiales ojos de ángel. Hasta este extremo pone Kafka en tensión al
expresionismo. El sujeto se objetiva al denunciar el último acuerdo. A esto
contradicen sin duda los elementos doctrinales que pueden leerse en Kafka, así como
las informaciones que hablan del bizantino respeto que tributaba como persona a
poderes extraños. Pero la ironía de esos rasgos, frecuentemente observada, cuenta
también como contenido de la doctrina. Kafka no ha predicado humildad, sino que
ha recomendado el comportamiento de más garantía contra el mito: la astucia. Para
él, la única, débil, mínima posibilidad de impedir que el mundo tenga al final razón
consiste en dársela.

El humor de Kafka aspira a la reconciliación del mito mediante una especie de


mimetismo. También en esto sigue Kafka aquella tradición ilustrada según la cual,
desde el mito homérico hasta Hegel y Marx, el acto espontáneo, el acto de la libertad,
equivale al cumplimiento de la tendencia objetiva. Pero desde entonces la gravosa
pesadez de la existencia ha crecido más allá de toda proporción con el sujeto, y con
ella la "no verdad" de la utopía abstracta. Como hace milenios, busca Kafka la
salvación mediante la incorporación de la fuerza del enemigo. Pretende romper la
maldición de la cosificación por el procedimiento de que el mismo sujeto se cosifique.
El sujeto debe realizar lo que le ocurre. Las figuras de Kafka reciben la orden de
dejar el alma en guardarropía, en un momento de la lucha social en el que la única
posibilidad del individuo burgués está en la negación de su propia composición y en
la negación de la situación clasista que le ha condenado a ser lo que es.

En lugar de la dignidad del hombre, supremo concepto burgués, aparece en él la


salvadora meditación y recuerdo de la semejanza con el animal, semejanza de la que
se nutre todo un estrato de su narrativa. La inmersión en el ámbito interno de la
individuación, que se cumple en tal autorreflexión, tropieza con el principio de la
individuación, con aquel ponerse a sí mismo sancionado por la filosofía: con la
resistencia mítica. La reparación se intenta haciendo que el sujeto abandone esa
resistencia. Kafka no glorifica el mundo sometiéndose a él, sino que resiste a él
mediante la no-violencia. Ante ésta, el poder tiene que confesar ser lo que es; en esto
se basa Kafka. El mito tiene que sucumbir a su propia especular imagen. Mediante

20
la cosificación del sujeto, impuesta ya por el mundo, Kafka quiere aún superar a éste,
si posible fuera. Mientras que en los interiores en que habitan los hombres habita la
desgraciada, los rincones de la infancia, lugares abandonados como la caja de la
escalera, son rincones de esperanza.

Según el testimonio de la obra de Kafka, en el confuso mundo todo lo positivo, toda


aportación, el trabajo mismo, podría casi decirse, que reproduce la vida, no hace más
que promover la confusión. La única medicina contra la semi-inutilidad de la vida
que no vive sería la inutilidad plena. Así se hermana Kafka con la muerte. La
creación cobra supremacía sobre lo vivo. Se destruye la mismidad, última posición
del mito, y se rechaza la falsedad de la mera naturaleza. Sólo el nombre, manifiesto
en la muerte natural, sólo el nombre, y no el alma viva, constituye la parte inmortal.

21
K.
Giorgio Agamben
La letra K, sugiere Stimilli, recordando que Kafka mientras se preparaba para la
profesión legal había estudiado historia del derecho romano, no se refiere a Kafka,
según la opinión común que se remonta a Max Brod, sino a la calumnia.

Que la calumnia represente la clave de la novela -y, quizá, de todo el universo


kafkiano, tan fuertemente signado por las potencias míticas del derecho- se vuelve
sin embargo aún más iluminador si se observa que, puesto que la letra K no reenvía
simplemente a kalumnia sino que se refiere al kalumniator, es decir, al falso
acusador, esto sólo puede significar que el falso acusador es el propio protagonista
de la novela, que, por así decirlo, ha intentado un proceso calumnioso contra sí
mismo.

Todo hombre entabla un proceso calumnioso contra sí mismo. Este es el punto de


partida de Kafka. Por ello su universo no puede ser trágico, sino sólo cómico: la culpa
no existe o, más bien, la única culpa es la aurocalumnia, que consiste en acusarse de
una culpa inexistente (es decir, de la propia inocencia, y este es el gesto cómico por
excelencia). La culpa no es la causa de la acusación, sino que se identifica con ella.
Hay calumnia, en efecto, sólo si el acusador está convencido de la inocencia del
acusado, si acusa sin que haya culpa alguna que verificar. En el caso de la
autocalumnia, esta convicción se vuelve al mismo tiempo necesaria e imposible. El
acusado, en cuanto se autocalumnia, sabe perfectamente que es inocente; pero, en
cuanto se acusa, sabe igualmente que es culpable de calumnia, que merece su marca.
Esta es la situación kafkiana por excelencia.

La gravedad de la calumnia está entonces en función del hecho de que vuelve a poner
en cuestión el principio mismo del proceso: el momento de la acusación. Porque ni la
culpa (que no es necesaria en el derecho arcaico) ni la pena definen el proceso, sino
la acusación. Es más, la acusación es quizá la "categoría" jurídica por excelencia
(kategoría significa en griego "acusación"), sin la cual todo el edificio del derecho se
derrumbaría: el poner en causa al ser en el derecho. El derecho es, entonces, en su
esencia, acusación, "categoría". Y el ser, puesto en causa, "acusado" en el derecho,

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pierde su inocencia, deviene "cosa", es decir, causa, objeto de litigio (para los
romanos, causa, res y lis [pleito] eran, en este sentido, sinónimos).

La autocalumnia forma parte de la estrategia de Kafka en su incesante cuerpo a


cuerpo con la ley. Esta pone en cuestión en primer lugar a la culpa, al principio por
el cual no hay pena sin culpa. Y, con ella, también a la acusación, que se funda en la
culpa. El proceso calumnioso es una causa en la que no hay nada en causa, en la que
lo que se pone en causa es la propia puesta en causa, es decir, la acusación como tal.
Y allí donde la culpa consiste en dar inicio al proceso, la sentencia sólo puede ser el
proceso mismo.

Josef K. es culpable de tres formas: porque se calumnia, porque, en cuanto se auto-


calumnia, colude consigo mismo y porque no es solidario con la propia acusación (en
este sentido, "tergiversa", busca escapatorias y exige tiempo).

Se comprende, entonces, la sutileza de la autocalumnia como estrategia que tiende


a desactivar y a volver inoperosa la acusación, la puesta en causa que el derecho le
hace al ser. Porque si la acusación es falsa y si, por otro lado, el acusador y el acusado
coinciden, entonces es la propia implicación fundamental del hombre en el derecho
la que se vuelve a poner en cuestión. El único modo de afirmar la propia inocencia
frente a la ley (y a las potencias que la representan: el padre, el matrimonio) es, en
este sentido, acusarse falsamente.

No sólo el derecho pronuncia la condena en el momento mismo en que reconoce la


falta de fundamento de la acusación, sino que además transforma el subterfugio del
autocalumniador en su eterna justificación. En la medida en que los hombres no
dejan de calumniarse a sí mismos y a los otros, el derecho (es decir, el proceso) es
necesario para decidir cuáles acusaciones están fundadas y cuáles no. De este modo,
el derecho puede justificarse a sí mismo, presentándose como un baluarte contra el
delirio autoacusatorio de los hombres (y, en alguna medida, este realmente ha
actuado como tal, por ejemplo, respecto a la religión). Y aunque el hombre siempre
fuera inocente, si ningún hombre puede decirse culpable en general, siempre
quedaría como pecado original la autocalumnia, la acusación sin fundamento que el
hombre formula contra sí mismo.

23
Aquel que se ha acusado falsamente, como acusado, se encuentra en la imposibilidad
de confesar, y el tribunal puede condenarlo como acusador sólo si se le reconoce la
inocencia como acusado. Kafka parece inscribirse, entonces, en una tradición que, en
contra del favor del que goza la confesión en la cultura judeocristiana, rechaza
decididamente toda confesión.

A medida que se difunde la práctica de la tortura, la confesión se interioriza y, de ser


una verdad arrancada a la fuerza por el verdugo, se transforma en algo que el sujeto
está obligado, desde su conciencia, a declarar espontáneamente. Las fuentes
registran con sorpresa los casos de personas que confiesan sin ser acusadas o después
de haber sido absueltas en un proceso; incluso en estos casos, sin embargo, la
confesión, como "voz de la conciencia'' (confessio conscientiae vox), tiene valor
probatorio e implica la condena de aquel que confiesa. La relación esencial entre la
tortura y la verdad parece atraer la atención de Kafka de manera casi morbosa.

K. (todo hombre) se autocalumnia para sustraerse a la ley, a la acusación que ella


parece dirigirle inevitablemente y a la que es imposible sustraerse. Pero, al actuar
de este modo, termina por parecerse al prisionero al que se refiere Kafka en un
fragmento, que "ve levantarse una horca en el patio de la cárcel, cree por error que
le está destinada, de noche se escapa de su celda, baja hasta allí y se cuelga". De aquí
la ambigüedad del derecho, que tiene su raíz en la autocalumnia de los individuos y
se presenta sin embargo como una potencia extraña y superior a ellos.

La puerta de la ley es la acusación, a través de la cual el individuo es implicado en


el derecho. Pero la primera y suprema acusación es pronunciada por el propio
acusado (aunque sea en la forma de una autocalumnia). Por ello la estrategia de la
ley consiste en hacerle creer al acusado que la acusación (la puerta) le está destinada
(quizá) justo a él, que (quizás) el tribunal exija algo de él, que (quizás) está en curso
un proceso que lo implica. En realidad no hay ninguna acusación ni ningún proceso,
al menos hasta el momento en que aquel que se cree acusado no se acusa a sí mismo.

El problema no es tanto saber, como cree K., quién engaña (el guardián) y quién es
engañado (el campesino). Ni si las dos afirmaciones del guardián (“Ahora no puedes
entrar" y "esta entrada estaba destinada sólo a ti") son contradictorias o no. Estas
significan en todo caso "tú no estás acusado" y "la acusación te concierne sólo a ti,

24
sólo tú puedes acusarte y ser acusado". Son, pues, una invitación a la autoacusación,
a dejarse capturar en el proceso. El verdadero engaño es justamente la existencia de
los guardianes, de hombres (o ángeles: custodiar la puerta es, en la tradición hebrea,
una de las funciones de los ángeles) -desde el último funcionario hasta los abogados
y el juez más alto-, cuyo fin es inducir a los otros hombres a acusarse, a hacerlos
pasar a través de la puerta que no conduce a ninguna parte, sino sólo al proceso.

Puesto que la vida en el pueblo está, en realidad, completamente determinada por


las fronteras que lo separan del castillo y, a la vez, lo mantienen unido a él, son ante
todo esos límites los que la llegada del agrimensor viene a poner en cuestión. El
"asalto al último límite" es un asalto contra los límites que separan el castillo (lo alto)
del pueblo (lo bajo).

Una vez más, la lucha no se lleva a cabo contra Dios o la soberanía suprema, sino
contra los ángeles, los mensajeros y los funcionarios que parecen representarlos. Una
lista de las personalidades del castillo con las que K. de algún modo tiene que ver es,
en este sentido, instructiva. No se trata, pues, sin intención de contrariar a los
intérpretes teológicos -tanto judíos como cristianos-, de un conflicto con lo divino,
sino de un cuerpo a cuerpo con las mentiras de los hombres (o de los ángeles) sobre
lo divino (principalmente aquellas corrientes del entorno de los intelectuales
judíooccidentales al que K.afka pertenece) . Lo que el agrimensor quiere poner en
cuestión son sus fronteras, las separaciones y las barreras que estas han establecido
entre los hombres, y entre los hombres y lo divino.

Tanto más errada parece, entonces, la interpretación por la cual K. querría ser
aceptado en el castillo y establecerse en el pueblo. El pueblo, en sí mismo, a K. no le
interesa en absoluto. Y menos aún el castillo. Lo que le interesa al agrimensor es el
límite que los divide y une, y que él quiere abolir o, más bien, volver inoperoso. Ya
que nadie parece saber por dónde pasa materialmente este Hmite, quizás en realidad
no existe; sin embargo pasa, como una puerta invisible, dentro de cada hombre. Qué
serían lo alto y lo bajo, lo divino y lo humano, lo puro y lo impuro una vez que la
entrada (es decir, el sistema de las leyes, escritas y no escritas, que regulan sus
relaciones) haya sido neutralizada, qué sería finalmente de aquel "mundo de la
verdad" al que le dedica sus investigaciones el protagonista canino del relato que
Kafka escribe cuando interrumpe definitivamente la redacción de la novela: esto es
lo que el agrimensor apenas podrá entrever.

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¿A quién le pertenece Kafka?
Judith Butler
Debemos entender que la obra de Kafka es un "activo" del pueblo judío, aunque no
un activo restrictivamente financiero. Si Kafka es reclamado en primera instancia
como escritor judío, ha de pertenecer primeramente al pueblo judío, y su escritura a
los activos culturales del pueblo judío. Este reclamo, de por sí controversial (ya que
oblitera otros modos de pertenencia o, también, no-pertenencia), lo es aún más
cuando comprendemos que el caso legal descansa en la presunci6n de que el Estado
de Israel representa al pueblo judío. Esto podría parecer una pretensi6n meramente
descriptiva, pero conlleva consecuencias extraordinarias y contradictorias.

La aserción de que Israel representa al pueblo judío niega la gran cantidad de judíos
fuera de Israel que no son representados por él, legal o políticamente, pero también
los palestinos y otros ciudadanos no-judíos de ese Estado. La posición de la Biblioteca
Nacional se apoya en una concepción de la nación de Israel que presenta a la
población judía fuera de su territorio como viviendo en el Galut, en un estado de
exilio y desesperanza que debiera ser revertido, y que sólo puede ser revertido
mediante un retorno a Israel. La idea implícita es que todos los judíos y los activos
culturales judíos lo que sea que esto pueda significar- que se hallen fuera de Israel
eventualmente y propiamente le pertenecen a Israel, ya que éste representa no sólo
a todos los judíos, sino además a toda la producción cultural judía significativa.

Lo exílico es propio del judaísmo e incluso de la judaicidad, y el sionismo yerra al


pensar que el exilio debe ser superado mediante la invocación de la Ley del Retorno,
o en efecto, de la popular noción de "derecho de nacimiento". El exilio puede ser, de
hecho, un punto de partida para pensar sobre la coexistencia y para devolver los
valores diaspóricos a esa región. De tal modo que no es suficiente que una persona o
una obra sean judías; tienen que ser judías de tal forma que puedan ser capitalizadas
por el Estado israelí en sus actuales luchas en muchos frentes contra la
deslegitimación cultural. Un activo, uno se imagina, es algo que mejora la reputación
mundial de Israel, que muchos considerarían que necesita ser reparada: la apuesta
es que la reputación mundial de Kafka se volverá la reputación mundial de Israel.

El proceso sobre Kafka no s6lo tiene lugar en contra de este trasfondo político, sino
que interviene activamente en su reconfiguraci6n: si la Biblioteca Nacional en
Jerusalén gana el caso, para tener acceso a los materiales inédito y nunca antes

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vistos de Franz Kafka uno tendrá que atentar contra el boicot y tendrá que reconocer
implícitamente el derecho del estado de Israel de apropiarse de bienes culturales
cuyo alto valor se asume que se convierte contagiosamente en el alto valor del mismo
Israel. La búsqueda de un resultado lucrativo parece no conocer fronteras nacionales
y no respetar ningún reclamo de pertenencia nacional -precisamente como el
capitalismo.

El argumento del Archivo Alemán de Literatura suprime la importancia del


multilingüismo en la formación de Kafka y en su escritura. Al enfatizar en cuán
perfectamente alemán es su lenguaje, el archivo se une a una larga y curiosa
tradición de elogio al alemán "puro" de Kafka. De tal modo que aunque Kafka era
checo, parece que este hecho es superado por su alemán escrito, que es
aparentemente el más puro. Dada la historia de la valoración de la "pureza'' en el
nacionalismo alemán, incluyendo el nacionalsocialismo, es curioso que Kafka sea
erigido como símbolo de esta norma rigurosa y excluyente. La inclusión de Kafka
tiene lugar por la misma razón por la que los inmigrantes que no hablan tan bien
son denunciados y resistidos.

No importa si Kafka era o no un sionista o si acaso planificó seriamente mudarse a


Palestina. El hecho es que Brod era sionista y se llevó la obra de Kafka con él, aún
cuando Kafka nunca fue, ni tuvo la intención de hacerlo. Una poética de la no-llegada
invade su obra y afecta, cuando no aflige, sus cartas de amor, sus parábolas sobre
viajes, y sus reflexiones explícitas tanto sobre el sionismo como sobre la lengua
alemana.

La pregunta misma por la pertenencia de Kafka ya es algo escandaloso dado el hecho


de que la escritura traza las vicisitudes de no pertenecer o de pertenecer demasiado.
Recordemos: él rompió todos los compromisos que tuvo alguna vez, nunca fue dueño
de un departamento, y le pidió a su ejecutor literario que destruyera sus papeles,
después de lo cual esa relación contractual había de terminar. Dichos acuerdos
sobrevivieron a sus propósitos originales y la extensión de tiempo que se esperaba
que tuvieran. Su obra nos da una idea de los límites de la ley, incluso de la extraña
forma en la que la ley da pie a la ausencia de ley que no puede controlar.

La escritura abre efectivamente la separación entre la claridad -incluso, podríamos


decir, una cierta lucidez y pureza en la prosa- y el horror que es normalizado
precisamente como consecuencia de esa lucidez. Nadie puede culpar a la gramática
y la sintaxis de la escritura de Kafka, y nunca se ha encontrado un exceso emocional

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en su tono; pero precisamente por este modo de escritura aparentemente objetivo y
riguroso, un cierto horror se abre en medio de lo cotidiano, quizá también un pesar
inefable. Sintaxis y tema están efectivamente en guerra, lo que significa que
podríamos pensarlo dos veces antes de alabar a Kafka s6lo por su lucidez. Después
de todo, lo lúcido opera como estilo sólo en la medida en que traiciona su propia
pretensión de autosuficiencia. Algo oscuro, si no inefable, se ofrece en la sintaxis
perfecta. De hecho, si consideramos que acusaciones recurrentes y difamatorias
acechan en el fondo de sus muchos procesos, podemos leer la voz narrativa como una
neutralización de la indignación, un ocultamiento lingüístico de la amargura que
paradójicamente la saca a relucir.

La no-llegada describe el aprieto lingüístico de escribir en un contexto multilingüe,


explotando las reglas sintácticas del alemán formal para producir un efecto ominoso,
pero también escribir en una Babel contemporánea donde los fallos del lenguaje
llegan a caracterizar la situación diaria del habla, ya sea amorosa o política. La
pregunta que vuelve a surgir en parábolas como "Un mensaje imperial" es si acaso
un mensaje puede enviarse de un lugar a otro, o si acaso alguien puede viajar de un
lugar a otro, o en efecto "a ese lugar" -si acaso un arribo esperado es realmente
posible.

Podemos volver a encontrar la poética de la no-llegada en la parábola de Kafka "La


Venida del Mesías", donde una voz aparentemente autorizada nos dice que el Mesías
"llegará ... cuando no haya nadie que destruya esta posibilidad y nadie que sufra su
destrucción". Aparentemente, nadie hará que esto acontezca, y pareciera que el
Mesías no tomará una forma antropomórfica: el Mesías vendrá sólo cuando no haya
"nadie" que destruya la posibilidad o sufra la destrucción, lo que significa que el
Mesías no vendrá si hay alguien, sólo si no hay nadie, y eso significa también que el
Mesías no será alguien, no será un individuo. Éste debe ser el resultado de un cierto
individualismo que destruye a todos y cada uno de los individuos. Ese Mesías llega
no como un individuo, y ciertamente no dentro de alguna secuencia temporal que
consideramos que organiza el mundo de los seres vivientes. Si viene el día
verdaderamente último, pero no el último, viene un "día'' -ahora hiperfigurativo--
que está más allá de cualquier día del calendario, y más allá de la cronología misma.
La parábola postula una temporalidad en la que nadie sobrevivirá. Si la parábola de
Kafka traza de algún modo la salida de una idea común de lugar hacia una noción
de no-llegada perpetua, entonces no conduce a una meta común o a la realización
progresiva de una meta social en un lugar específico.

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Lo que queda claro es que cualquier temporalidad marcada por lo mesiánico no es
realizable en el espacio y el tiempo. Es un momento contra-kantiano, quizá, o una
forma de interrogar al judaísmo en los límites de una noción kantiana de apariencia
y sobre y contra una noción progresiva de historia cuyo fin ha de realizarse en un
territorio poblado. Las parábolas y otros escritos de Kafka encontramos breves
meditaciones sobre la cuestión de ir a algún otro lado, de ir al otro lado, de la
imposibilidad de la llegada y la irrealizabilidad de la meta.

Finalmente, podríamos revisar su poética de la no-llegada en la medida en que es


aplicable a la última voluntad de Kafka. Como debiera ser claro ya, muchas de las
obras de Kafka son sobre mensajes escritos y enviados donde la llegada es incierta o
imposible, acerca de mandatos dados e incomprendidos y entonces obedecidos en el
incumplimiento o simplemente no obedecidos. "Un mensaje imperial" traza los viajes
de un mensajero a través de varias capas de arquitectura, cuando se encuentra
atrapado en una densa e infinita red de personas: una barrera infinita surge entre
el mensaje y su destino. Entonces, ¿qué decimos acerca de la petición que le hizo
Kafka a Brod antes de morir? La voluntad de Kafka es un mensaje enviado, sin duda,
pero no se convierte en la voluntad de Brod; en efecto, la voluntad de Brod, figurativa
y literalmente, obedece y rechaza la voluntad de Kafka (parte de la obra quedará sin
leer, pero nada de ella será quemada, al menos no por Brod). De modo que en el acto
de morir, Kafka escribe que quiere que la obra sea destruida después de su muerte.
¿Significa esto que la escritura está atada al vivir, y que con su propio fallecimiento,
debiera fallecer la obra?

Está Odradek, una criatura, una bobina, una estrella, cuya risa suena como el
murmurar de las hojas, revoloteando en o debajo o cerca de la escalera de una casa.
Quizá es un hijo, o lo que queda de un hijo; en cualquier caso, es parte objeto y parte
eco de una presencia humana. Es s6lo al final de la parábola que la voz
rigurosamente neutral que describe a este Odradek parece tener una relaci6n
generacional con él. Este Odradek no vive exactamente en el tiempo, ya que es
descrito como cayendo por las escaleras perpetuamente, es decir, en perpetuidad. Así
el narrador que parece estar en la posici6n del padre señala: "Casi me duele pensar
que podría sobrevivirme". ¿Podemos leer esto como una alegoría no sólo de Kafka en
la casa de su padre, sino de la escritura de Kafka, las hojas murmurantes, las formas
en que Kafka mismo se volvi6 en parte humano, en parte objeto, sin progenie, o más
bien con una progenie literaria que encontr6 casi demasiado doloroso que lo
sobreviviera? El gran valor de Odradek para Adorno es que él era absolutamente

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inútil en un mundo capitalista que buscaba instrumentalizar todos los objetos para
su ganancia. Era, sin embargo, no s6lo el espectro de la tecnología lo que se
alimentaría afanosamente de la obra de Kafka, sino también esas formas de lucro
que explotan incluso las formas de arte más anti-instrumentales, y aquellas formas
de nacionalismo que buscan apropiarse incluso de los modos de escritura que las
resisten de la manera más rigurosa.

Es una ironía, ciertamente, que los escritos de Kafka se vuelvan finalmente las cosas
de alguien más, apilados en un ropero o una b6veda, convertidos en valor de cambio,
a la espera de una vida después de la muerte como ícono de pertenencia nacional o,
simplemente, como dinero.

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El tiempo que pasa, el tiempo que hace
Juliana Regis
Nuevas literaturas como las de Kafka y Joyce lograron problematizar y hasta
destruir el concepto de totalidad, no sólo rompiendo con la ilusión de realismo sino
también sometiendo a esa literatura previa a lecturas nuevas, que permitieron
vislumbrar incluso allí la discontinuidad, la farsa de la pretensión realista,
exponiendo su carácter intrínseco de interrupción. La conexión entre lenguaje y
realidad se pierde para siempre, bajo la sospecha de que en realidad nunca existió.

Es probable que la sensación de interrupción en Al faro esté causada por el cambio


de registro que se produce en la narración. El inicio de toda obra, el íncipit, nos
propone un pacto de lectura en el que las primeras palabras marcarán el tono en
términos de Blanchot, el estilo y la estructura que regirá la narración. La segunda
parte aparece como un vuelco rotundo, casi total, desde “lo interno”, lo psicológico,
las conciencias; hacia “lo externo”, sin que se pueda advertir el cruce de la barrera
entre ambos modos narrativos. Impera la sensación de que la segunda parte es un
espejo que invierte la narración, desplazando el foco de profundidad desde los
personajes hacia lo que está fuera de ellos, el mundo físico, la naturaleza, lo
naturalmente inanimado o desprovisto de conciencia. La narración cambia, las
subjetividades se apagan, y lo que termina por contarse es la mudanza del tiempo
desde una perspectiva externa a esas subjetividades que habíamos conocido desde la
primera página.

Ya no hay personajes cuyos pensamientos discurran y se entrelacen, sino la


descripción de cambios físicos que ejercen su poder sobre la casa de veraneo, tiempo
que pasa pero que también hace, no tanto en el sentido que le ha otorgado Barthes
al referirse al tiempo meteorológico en los haikus, que hace sobre el lector, sino más
bien en un sentido interno, que hace sobre la trama. A medida que ese tiempo físico
va avanzando, el clima mismo de la novela se intensifica, de un modo que difiere
mucho del inicial. Un efecto directo de esta intensificación poética en la segunda
parte de Al faro es la condensación de eventos “reales”, provenientes de la realidad,
que vuelven a la narración más imposible de lo que ya parecía en un principio. Esta
intención de condensar eventos es evidente por la utilización nada ingenua de
corchetes, un extraño artefacto, raramente elegido para las narraciones, que
constituye una evidencia material, visual (al igual que la materialidad de los versos
impresos en poesía) de esa imposibilidad de narrarlo todo con la misma intensidad

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que como se ha narrado un día en la playa. La experiencia es tan intensa que
desborda, por lo cual se la intenta “contener” dentro de un grafema visual, cuya sola
presencia es capaz de dar cuenta de la complejidad de lo que implica (y sólo implica,
no describe) lo que se narra dentro.

Otra posible interpretación del fenómeno de la interrupción en esta segunda parte


tiene que ver con una asociación directa de la mente como faro, luz, que se prende y
se apaga. El narrador extraño e indefinible obliga al lector a despertar, a volver a la
historia, a salir del ensueño. Le remueve la venda de la inconciencia. Desde el inicio
del libro el faro está representando a esa conciencia, que se apaga en la segunda
parte del libro; el faro es aquello que aparece de manera intermitente, una luz
discontinua, interrumpida, ya que no es capaz de abarcar el Todo que lo rodea de
una misma vez, a un mismo tiempo. Además, no es casual que el faro aparezca tan
poco en la segunda parte, que haya perdido su anterior importancia, y que luego la
recupere. Parece una clara referencia a la conciencia y su modo de obrar. Lo dado en
un principio, el íncipit, el tono, se sustrae, se desfasa, y se produce una brecha o
fisura imposible de pasar por alto. El narrador interrumpe el curso de la narración,
lo cambia. O se interrumpe. O interrumpe la lectura. O interrumpe el matiz de su
voz narrativa. Lo evidente es que la operación que se efectúa ya es diferente a la
anterior.

Además, esta detención, suspensión narrativa, no sólo roza lo poético sino que está
empapada de ello. Musicalmente hablando, se produce un “crescendo” de la sinfonía
poética. Esa es la interrupción más radical del libro. La segunda parte es un
apagamiento de las conciencias (del faro), que nos muestra que algo pasa. Es el
tiempo el que pasa, pero que a su paso modifica el orden humano. Un tiempo que
hace, que no es mero accidente de la existencia sino que tiene una autonomía y la
ejerce sobre lo humano mediante los cambios físicos. Es la evidencia de que aún
cuando la conciencia humana no se encuentra presente para confirmarlos, los
cambios suceden y son la evidencia de ese tiempo que transcurre, son lo innegable.

Resulta también interesante observar que en esta segunda parte del libro se lleva a
cabo una especie de proceso de teatralización, una puesta en escena que resulta
significativa a los usos de este cese de las conciencias. Es decir, el “adormecimiento”
se da, además de en un sentido narrativo, en forma literal, con un inicio y un cierre.
Esta operación evidencia, una vez más, la resistencia de la literatura a ser leída, a

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ser teorizada, así como el fracaso y el vacío que genera cualquier intento de
construcción de sentido.

Toda manifestación literaria es una manifestación de discontinuidad. Algunas veces,


ésta es más sutil e indetectable que otras. La prosa de Woolf, en cambio, constituye
una gran expresión discontinuista, una revelación del resto en su mayor intensidad.
Hay algo, sin embargo, que permite al mismo tiempo la fluidez, la conexión, la unión
con esa prosa. La intención de “Pasa el tiempo”, después de todo, es narrar lo que
está contenido en diez años. La literatura ha fracasado y es así como ha logrado
triunfar.

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