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LA MUERTE MEXICA

D
esde siempre, la muerte ha representado para la humanidad una de las
incó gnitas má s grandes de su existencia, a la cual ha tratado de responder
mú ltiples y variadas formas. En todas y cada una de las culturas
desarrolladas en el mundo encontraremos ocupando un lugar central las reflexiones
en torno a nuestro paso efímero por la vida.

No siendo ajenas a estas cavilaciones, las comunidades que poblaban en la época


prehispá nica lo que hoy conocemos como territorio mexicano llegaron a desarrollar
complejas cosmovisiones que reflejan una particular mirada de la relació n vida-
muerte. Una de las culturas originarias de nuestro país que se caracteriza justamente
por su visió n al respecto es la mexica. Desde su perspectiva, la muerte y la vida forman
parte de un ciclo necesario y sustancial a la existencia humana.

Un aspecto importante de esta conceptualizació n tiene que ver con el destino final de
las almas de quienes han fallecido. Tal y como refiere Fray Bernardino de Sahagú n en
su obra "Historia General de las Cosas de la Nueva Españ a", los mexicas creían que
había varios lugares a los cuá les se podía llegar, dependiendo de la manera en que
haya muerto la persona.

Uno de estos sitios era conocido como la casa del sol, destinado para los guerreros
muertos en combate o capturados para sacrificio, así como para las mujeres muertas
durante el parto, a quienes se les consideraba como guerreras y a las que se les
llamaba mocihuaquetzqui, que quiere decir "mujer valiente". Se creía que los
guerreros acompañ aban al sol desde que este salía hasta el medio día, momento en
que su lugar era tomado por estas mujeres. Después de cuatro añ os, las almas de
todos estos difuntos regresaban a la tierra convertidas en diversas aves de ricos y
coloridos plumajes.

Otra de las direcciones que tomaban las almas era el Tlalocan o lugar donde mora
Tlaloc, deidad de la lluvia. A este llegaban quienes habían fallecido en circunstancias
relacionadas con el agua: ahogados y muertos por un rayo, así como aquellos que
hubieran padecido de enfermedades como la gota, la sarna o la lepra. Era un lugar de
abundancia, lleno de comida y de constante verano donde las plantas siempre está n
verdes y dó nde nunca faltan mazorcas de maíz verdes, calabazas, jitomates, frijoles y
flores.

Quienes fallecían por muerte natural, ya fueran personajes principales o gente del
pueblo, iban al Mictlan, donde se encontraban Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, señ or
y señ ora de la muerte. A quienes morían de esta manera se les dedicaban palabras
como las siguientes: "¡Oh, hijo! Ya habéis pasado y padecido los trabajos desta vida. Y
ya ha sido servido nuestro señ or de os llevar, porque no tenemos vida permanente en
este mundo, y brevemente, como quien se calienta al sol, es nuestra vida. Y hízonos
merced nuestro señ or que nos conociésemos y conversá semos los unos a los otros en
esta vida, y agora el presente ya os llevó el dios que se llama Mictlantecuhtli, y la diosa
que se dice Mictecacihuatl ya os puso por su asiento, porque todos nosotros iremos
allá , y aquel lugar es para todos, y es muy ancho, y no habrá má s memoria de vos".

Siendo un sitio oscuro que no tiene luz alguna y del cuá l ya no salían las almas de los
muertos, el camino para alcanzarlo era complejo y fatigoso, pues durante cuatro añ os
había que rondar por diferentes lugares antes de poder alcanzarlo. Durante ese
trance, el difunto llega a la orilla de un río de nombre Chicunahuapa, el cuá l só lo puede
atravesar con la ayuda de un perro de color cobrizo.

Finalmente estaba el Chichihuacuahco, un lugar especial para los niñ os muertos


prematuramente. Aquí había un á rbol nodriza, con senos maternos como frutos de los
que brota leche y en dó nde los pequeñ os esperaban volver a la tierra cuando se
destruyera la raza que la habitaba.

De esta manera, el pueblo mexica daba respuesta a una de las grandes interrogantes
que ha seguido al hombre durante toda su existencia: su destino después de la muerte.

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