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3 | América latina: entre el impasse

y el nuevo conflicto social.


Notas para reabrir la discusión
Sandro Mezzadra, en colaboración con
Toni Negri y Michael Hardt

No fuimos los únicos, en los últimos diez años, que consideramos a


América latina como un formidable laboratorio político. A diferencia
de otros, sin embargo, no nos interesamos particularmente por
la retórica del “socialismo del siglo XXI”, por el retorno del “po-
pulismo” o por la celebración de las “nacionalizaciones”. El punto
de vista que guió nuestro interés por América latina, en la nutrida
red de relaciones que hemos trazado en esa zona del mundo, fue
el de las luchas y el de los movimientos que han atravesado la era
neoliberal (los años del “Consenso de Washington”) hasta decretar
su fin. Entre la gran insurrección de los pobres de Caracas en 1989
(el “Caracazo”) y la “huelga de ciudadanía” que en 2005 destituyó al
presidente Lucio Gutiérrez en Ecuador, un extraordinario ciclo de
luchas recorre subterráneamente todo el subcontinente.

El protagonismo de los indígenas (simbólicamente relanzado por


los zapatistas en 1994) reabre una historia –la de la conquista co-
lonial–, cuya continuidad se reprodujo durante siglos. Una nueva
cuestión agraria, después de la gran trasformación de la agricultura
determinada por la “revolución verde”, viene prepotentemente
puesta a la orden del día por las movilizaciones de los campesinos

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“sin tierra”. La tumultuosa conquista de espacios de acción y de
palabra, por parte de las multitudes de pobres urbanos, pone en dis-
cusión los códigos exclusivistas de los sistemas sociales y políticos.
Luchas obreras de nuevo tipo (por ejemplo, en el ABC paulista) se
juntan con las ocupaciones y la autogestión de fábricas recuperadas
y con grandes movilizaciones de trabajadores desocupados.

Cuando este conjunto profundamente heterogéneo de sujetos


–mencionados aquí solo muy brevemente– se encuentra (por ejem-
plo, en Cochabamba en 2000 o en el 19 y 20 de diciembre de 2001 en
la Argentina), se deriva una acción insurreccional de un nuevo tipo.
La caracterizada por el ejercicio de un radical poder destituyente,
que determina no sólo la caída de cada gobierno en particular, sino
también –multiplicado a escala regional– el fin de la legitimidad del
neoliberalismo. Los nuevos espacios políticos que así se abren son
ocupados por sujetos y gobiernos que sólo en parte (por ejemplo, con
Evo Morales en Bolivia y con Lula en el Brasil) pueden reclamar una
relación directa con los movimientos y con las luchas, mientras que
en otros casos (por ejemplo, con Correa en Ecuador y Kirchner en la
Argentina) esta relación está sobre todo construida a posteriori, con
la perspectiva de consolidar las bases de legitimidad de los gobiernos.
La acción destituyente de los movimientos fue seguida, en algunos
países, por la apertura de verdaderos procesos constituyentes,
dentro de los cuales (en particular, en Bolivia y en Ecuador) los
movimientos mismos se expresan con fuerza. Pero incluso donde
esto no sucede (por ejemplo, en el Brasil y en la Argentina), la inno-
vación que se produce sobre el terreno de la constitución material y
de la propia estructuración del espacio político en el período de los
considerados gobiernos “populares y progresistas” es extremada-
mente profunda.

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Sin embargo, es importante subrayar el desfasaje que existe en todos
los países mencionados entre la acción de los movimientos y de las
luchas, por una parte, y la formación y la acción de los gobiernos
“progresistas”, por la otra. Esto no significa asignar a los primeros la
función meramente “negativa” de la “destitución” de los gobiernos
neoliberales, reservando a los segundos las funciones “positivas”
de la propuesta y de la acción propiamente política. Al contrario, en
América latina la fuerza de los movimientos se expresó (y continúa
expresándose), antes que nada, en la continua generación de rela-
ciones, instituciones, redes en el plano político, cultural, social y
económico.

Registrar el desfasaje entre movimientos y gobiernos significa, para


nosotros, algo más que un ejercicio de realismo político en el plano
analítico. Significa, también, ganar un punto de vista que, exaltando
la autonomía de los movimientos, permite fotografiar bajo un perfil
teórico un momento histórico determinado, en el cual parece po-
sible una experimentación institucional radicalmente innovadora:
capaz de apuntar la transformación de la fuerza política de los mo-
vimientos en fuerza productiva, tanto bajo el perfil político como
bajo el perfil de la investigación de un nuevo modelo de desarrollo.

En estos años (tanto en el Brasil como en la Argentina, en Ecuador


como en Bolivia) pudieron verse ejemplificaciones concretas de
esta nueva relación entre instituciones y movimientos, claro que
siempre más en formas “espurias” que con la pureza de un modelo. Y
hemos tratado de seguir los desarrollos latinoamericanos apostan-
do al carácter materialmente expansivo de sus experimentaciones
en acto (sin por esto, obviamente, dejar de poner en evidencia los
puntos problemáticos y los momentos de bloqueo que de principio

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a fin caracterizan el proceso). Al mismo tiempo, nos parece esencial
el aliento “regional” de estas mismas experimentaciones, el impul-
so de procesos de integración de tipo nuevo que parecen generar
las condiciones –dentro de la crisis de la hegemonía estadouni-
dense– para la conquista de nuevas bases sobre las que gestionar la
inserción en los mercados mundiales y las relaciones con el capital
financiero.

II

Un balance del ciclo político que en América latina ha sido definido


como “posneoliberal” requiere un análisis en profundidad de los
desarrollos dentro de cada país en particular. Reservando este aná-
lisis a sucesivas intervenciones (también por parte de compañeros
latinoamericanos), sin embargo, vale la pena evidenciar –sobre la
base de viajes recientes, discusiones y lecturas– algunas tendencias
generales. A nosotros nos parece que estas tendencias indican un
impasse respecto de las características de innovación que hemos
sumariamente señalado en el punto anterior. En este sentido, hay
que registrar una sustancial rigidización, una reorganización de
todo el proceso político en torno a la figura del Estado, del cual se
celebra en varias parte su “retorno” y la “recuperación de sobera-
nía”. Una tendencia que asume características extremas en el caso
de la Venezuela de Chávez, pero que se manifiesta claramente tam-
bién en el caso, muchas veces presentado como opuesto, del Brasil
de Dilma Rousseff. En muchos países esta centralidad del Estado
coincide con la posición de un único líder, identificado con la conti­-
nuidad del proceso de transformaciones: el conflicto en la Argentina
en torno a la hipótesis de reforma constitucional para permitir a

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Cristina Fernández de Kirchner presentarse para un tercer manda-
to en las próximas elecciones presidenciales es, en este sentido,
emblemático, pero no menos dominante –en una experiencia de
gobierno en la cual prevalecen las retóricas tecnocráticas y jacobi-
nas– es, por ejemplo, la posición de Correa en Ecuador, donde entre
otras cuestiones la Constitución de 2008 amplió mucho los poderes
presidenciales.

En este cuadro, si bien es cierto que las acusaciones de “autoritaris-


mo” por parte de la derecha son, la mayoría de las veces, puramente
instrumentales, se ubica un problema en cada caso con respecto a la
formación y renovación del liderazgo y, más importante, a los pro-
cesos de formación y a los criterios de legitimación de la decisión
política. Pero el tema del “retorno del Estado” debe ser abordado
en términos más generales, sin quedar “encantados” por las retóri-
cas de los gobiernos “progresistas” (que celebran la renovada capaci-
dad del Estado de controlar y “atemperar” el desarrollo capitalista),
aunque sin renunciar, tampoco, a un análisis atento de las nuevas
funciones sociales y económicas (aunque también de regulación,
como, por ejemplo, en un campo crucial como el de los medios)
que el Estado contradictoriamente viene asumiendo en muchos
países latinoamericanos. Sin duda, para retomar una expresión
del vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, el Estado es hoy
un “campo de lucha” en la ruptura de los dispositivos de exclusión
que históricamente –siguiendo líneas de raza, género y clase– han
organizado el espacio político asegurando la reproducción y la con-
tinuidad de la élite.

Aquí, sin embargo, se presenta un primer problema: la ruptura


de estos dispositivos de exclusión, radicados en profundidad en

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la historia y en la sociedad latinoamericana, no puede ser pensada
sino en términos procesuales, facilitando y exaltando la conti-
nuidad de la acción –necesariamente extrainstitucional– de los
sujetos que han sufrido y continúan sufriendo la acción de esos
dispositivos. Aquí el desfasaje entre movimientos y gobiernos de-
bería ser recualificado, apuntando a entrecruzar de modo virtuoso
las diversas temporalidades de la acción política que lo caracterizan.
Al contrario, el énfasis en el “retorno del Estado” se acompaña, a
menudo, de políticas de “inclusión social” que confían por com-
pleto en dinámicas de redistribución de la riqueza y de impul-
so de los consumos como modo de promover una nueva ciudadanía
democrática.

Entendámonos: estamos frente a un tramo innegablemente


positivo del “retorno del Estado”. Nada puede estar más lejos de
nuestra perspectiva que los lamentos moralistas (difundidos tanto
en América latina como en otros lugares) con relación al “consu-
mismo popular”: innegable a consecuencia del impulso de políticas
redistributivas limitadas, el acceso a nuevos consumos por parte de
los pobres y de los subalternos en muchos países latinoamericanos
es, ante todo, conquista de poder social, que pone en discusión jerar-
quías y dispositivos de sujetamiento. Pero las retóricas y las políti-
cas que hacen referencia al “retorno del Estado” parecen promover,
a través de la expansión de los consumos, una integración social que
corre paralela a la despolitización de la sociedad.
La “política” aparece, así, enteramente reasumida dentro de un
Estado imaginado como “puro”; o, tal vez, como purificable respecto
de las incrustaciones “corporativas”, del condicionamiento de “inte-
reses” variadamente cualificados. Es inútil decir que los “intereses”
que cuentan –vinculados a las grandes multinacionales– fueron

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ampliamente reorganizados (muchas veces, sin duda, pagando sus
precios) para reconquistar poder de negociación e influencia den-
tro de las nuevas constelaciones políticas.

Pero, al mismo tiempo –y esto es lo que más cuenta– pareciera


que la evolución de las políticas sociales en los principales países
latinomericanos regidos por gobiernos “progresistas” se caracte-
rizó en los últimos años por un sustancial retraimiento respecto de
las características de innovación que habían emergido en la fase
precedente. Y que las retóricas de la expansión de los derechos y
de la inclusión social fueron perdiendo progresivamente espesor
material, con el riesgo de reducirse a la apología de una serie de
“concesiones” desde arriba.

III

El “retorno del Estado” se inscribe materialmente sobre un mo-


delo de desarrollo cuya continuidad no fue puesta en discusión en
los últimos diez años. En ese marco, nos parece fundamental el
debate crítico que en toda América latina se desarrolló en torno a
la categoría de neoextractivismo. Este término hace referencia a la
orientación de un modelo de desarrollo basado, esencialmente,
en la intensificación de la explotación de los recursos naturales,
tanto en lo que respecta a la apertura de nuevas minas y yacimientos
petrolíferos, como al cultivo extensivo de la soja, para obtener de la
creciente demanda internacional (sobre todo, asiática) los recursos
necesarios para el financiamiento de las políticas sociales y para
sostener dinámicas redistributivas.

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Incluso aquí no nos resultan productivas las tonalidades moralistas
que a menudo se encuentran en las discusiones que arriba reseña­
mos: no entendemos por qué negar, en principio, la posibilidad de
un uso de los recursos naturales como asset estratégico en vistas
de una gestión innovadora de las nuevas condiciones de inter-
dependencia y de la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo.
La impresión es, no obstante, que en los últimos años el “neoex-
tractivismo” tendió a endurecerse, situándose como un modelo de
desarrollo indiscutible, con graves consecuencias no sólo desde el
punto de vista ambiental, sino también social. Los enfrentamientos
violentos en varios países de América latina que han acompañado
a esta tendencia, con la convergencia de movimientos campesinos e
indígenas (como en la Argentina, Bolivia, Ecuador y Perú), parece
emblemático de la clausura de la dialéctica entre el desarrollo y
buen vivir que había encontrado reconocimiento constitucional, por
ejemplo, en Ecuador y en Bolivia.

La retórica “desarrollista” (para introducir otro término muy


utilizado en los debates latinoamericanos) de los gobiernos “pro-
gresistas” sigue presentando el extractivismo como base para un
desarrollo económico de tipo sustancialmente industrial (y, en
algunos casos, posindustrial, centrado en la promoción de la econo-
mía del conocimiento). Nos parece, sin embargo, lo que en realidad
es: meramente retórica. A la función de arrastre ejercida por la
exportación de materias primas no corresponden especialmente
dinámicas de expansión real del trabajo asalariado y formal, sino
más bien procesos generalizados de precarización (incluso en
Ecuador, donde el gobierno prohibió los contratos de trabajo, la
duración media de los nuevos contratos laborales es de tres meses).
Es un punto de vital importancia en lo que respecta a la “vuelta del

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Estado”: contrariamente a lo que a menudo se afirma, este “retor-
no” no parecen preludiar una “inclusión social” y una ciudadanía
democrática centrada en el trabajo, según el modelo de estado de
bienestar vigente en la Europa occidental posterior a la Segunda
Guerra Mundial.
Aquí tenemos un primer elemento de sustancial fragilidad, tanto del
neoextractivismo como del “regreso del Estado” (incluso de su pro-
pia trampa en la presente coyuntura latinoamericana). Nos parece
que la importancia del consumo en el nuevo modelo de “inclusión
social”, con la presencia de generalizadas condiciones de precari-
zación, habilita la apertura de espacios para una nueva intervención
(precisamente en relación con la financiación de consumo) de una
potencia otra que funciona bajo una lógica fundamentalmente ex-
tractiva: es decir, la del capital financiero.

Y en muchas ciudades de América latina (el ejemplo de Río de


Janeiro, con la excusa de la Copa del Mundo en 2014 y los Juegos
Olímpicos en 2016, es especialmente instructivo) se expresa en
términos particularmente agresivos la alianza entre el capital fi-
nanciero y el capital inmobiliario, con violentos ataques contra los
habitantes de villas y favelas con el objetivo de “liberar” espacios
para la valorización del capital.
Se trata, evidentemente, de partes en conflicto, sobre las que ya se
expresan prácticas de resistencia y de autoorganización. En muy
raras ocasiones, sin embargo, los gobiernos “progresistas” están
tratando hoy de ponerse en sintonía con estas prácticas, de las que
podría emerger una renovación democrática de su acción.
Un segundo elemento de sustancial fragilidad del modelo que en
América latina se está definiendo en torno al “neoextractivismo” y al
“retorno del Estado” consiste en el hecho de que, mientras muchos

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países libran sacrosantas batallas contra el capital financiero por
el tema de la deuda (como la que libró la Argentina estas últimas
semanas contra los denominados “fondos buitre”), los precios de
los commodities son, en buena medida, fijados por los mercados
financieros mundiales. Las dinámicas financieras juegan, así, un
papel esencial desde el punto de vista de la estabilidad económi-
ca del modelo, que depende, por otra parte, también de la calidad de
la demanda global de los recursos exportables.

La desaceleración de la demanda en Asia (especialmente en China)


inaugura un momento de crecimiento lento, de disminución de
los salarios reales y de significativas tensiones sociales en muchos
países de América latina, especialmente en la Argentina, donde
la alta inflación multiplica estos procesos. La crisis mundial está
comenzando a afectar incluso a América latina, luego de que por
varios años fuera eficazmente gestionada como una extraordinaria
oportunidad para el desarrollo.

IV

Bajo esta semblanza, sería hoy particularmente importante una


profundización de los procesos de integración a escala “regional”,
a través de la multiplicación de las asociaciones, los acuerdos de
cooperación, los proyectos compartidos. Nos parece, sin embargo,
que también en este terreno se ha registrado un retroceso, ante
todo en lo que respecta a la “opinión pública” y el “debate político”.
En los primeros años del nuevo siglo, la dimensión “regional” fue
impuesta con gran fuerza precisamente en este sentido, obligando
a reformular la discusión de los problemas y de los desarrollos

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“internos” de cada país en el interior de un espacio supranacional
que volvía a ser denominado con la fórmula de José Martí, nuestra
América. Este nuevo “sentido común” había sido una vez más en
buena medida anticipado por los movimientos en los años prece-
dentes, y ha servido de marco de procesos concretos de integración.
La “vuelta del Estado” parece, sin embargo, haber coincidido, de un
modo que en el fondo no sorprende, con la vuelta de la “nación” y de la
prioridad de sus intereses como criterio esencial de orientación de
la política exterior de los gobiernos. No faltan, por cierto, las decla-
raciones –no necesariamente “rituales”– de solidaridad en ocasión
de conflictos que involucran a un país en particular (por ejemplo,
la Argentina sobre la cuestión de Malvinas o Ecuador sobre el otor-
gamiento de asilo a Assange). Pero en términos generales, se asiste
hoy en América latina a una vuelta de las relaciones “bilaterales”
entre Estados, mientras que en el plano económico los gobiernos
juegan un rol de sustentadores de “sus” empresas en el proceso
de proyección de las actividades y de los intereses en el interior de
otros países latinoamericanos. Colosos como la PDVSA venezolana
y la Petrobras brasileña combinan así lógicas capitalistas y lógicas
nacionales en su protagonismo en el sector extractivo.

Al mismo tiempo, resurgen con la fuerza de los hechos, en ausencia


de una fuerte voluntad política de signo opuesto, lógicas hegemó-
nicas que condicionan sobre todo el comportamiento de los dos
mayores países latinoamericanos: el Brasil y la Argentina. El pri-
mero, arrastrado por la potencia de sus dimensiones geográficas y
económicas, parece apuntar hoy esencialmente a la consolidación
del eje BRIC (o bien a la cooperación “sur-sur” con otras “poten-
cias emergentes”), subordinando a este objetivo las relaciones
internas con América latina. La segunda se repliega sobre sí misma

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adoptando políticas proteccionistas. En estas condiciones, es
abandonada fundamentalmente a cada país no sólo la gestión de
las relaciones con las multinacionales (en particular con aquellas
activas en los sectores “extractivos”), sino también las relaciones
con China, cada vez más presente en América latina no sólo desde
el punto de vista financiero, sino también, por ejemplo, desde el
de la construcción de infraestructuras y comercios (con relación
que involucra al mismo sector informal). Nos parece evidente que
una mayor integración en la gestión de estas relaciones colocaría
las bases para imponer no sólo “términos de intercambio” más fa-
vorables, sino también condiciones cualitativas y estándares más
coherentes con los proyectos de profundización de la democracia
a la que los gobiernos “progresistas” continúan remitiéndose. Un
ámbito particularmente delicado para verificar la importancia de
los procesos de integración es, por otra parte, el de la moneda. En
Ecuador, uno de los países en los que se habla de “vuelta del Estado”
y de “recuperación de la soberanía”, la única moneda en circulación
es desde el año 2000 el dólar. No sólo el gobierno de Correa no ha
puesto en discusión esta circunstancia, difícilmente conciliable con
la “recuperación de soberanía”, sino que también sus opositores de
izquierda la consideran un “tabú político” (por vía de la asociación
entre dólar y estabilidad económica difundida en particular en el
interior de la “clase media” luego de la devastadora crisis bancaria
de 1999). El hecho es que, sin embargo, los economistas más saga-
ces sostienen que las bases macroeconómicas de la “dolarización”
ya han decaído, y que en el giro de un par de años deberá hallarse
una alternativa. El “contraejemplo” argentino, con políticas que sí
han apuntado a la recuperación de la plena soberanía monetaria y a
la “pesificación” de la economía, pero pagando el precio de una alta
inflación y de una pesadísima devaluación, muestra claramente que

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el camino de la integración regional sería también el que habría que
recorrer desde este punto de vista.

El impasse que hemos intentado poner de relieve con estas notas


no nos induce de ningún modo al pesimismo. En estos años, en
América latina, tanto la acción de los movimientos como la de los
gobiernos han construido materialmente un nuevo terreno de de-
sarrollo político y una nueva dinámica de fuerzas. Algunas rupturas,
la nueva legitimidad de sujetos surgidos de la “subalternidad”, la
profundización del propio concepto de democracia nos parece
que también estarían perfilando un dispositivo de contención de
nuevas fuerzas surgidas en la escena latinoamericana, en la que la
“vuelta del Estado”, en la continuidad de un modelo de desarrollo
“neoextractivista”, se traduciría esencialmente en (más o menos
moderadas) dinámicas redistributivas en base a la capacidad de
cada gobierno específico de gestionar la inserción en el mercado
mundial. Hemos indicado lo que nos parecen algunos elementos
esenciales de fragilidad de este dispositivo. Pero más en general
estamos convencidos de que en América latina tenemos hoy las
condiciones para forzar sus rigideces, para reabrir la dinámica po-
lítica en dirección de la conquista de bases más sólidas de libertad
e igualdad. Estamos además convencidos de que esta reapertura
podrá venir solamente de un relanzamiento de los movimientos y
de su autonomía, aun si la propia referencia a los movimientos deba
ser recalificada –para no permanecer en el plano de lo meramente
retórico– sobre las nuevas condiciones determinadas por los desa-
rrollos de la última década. Dentro del nuevo conflicto social del que
se comienza a hablar en América latina, nuevas contradicciones y
nuevos sujetos se expresan al lado de líneas de antagonismo here-
dadas del pasado. Estructuras institucionales específicas aparecen

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con frecuencia totalmente inmersas en constelaciones conflictivas
emergentes, y sin duda es posible imaginar alianzas y convergen-
cias tácticas entre ellas y los movimientos. Es sobre el conjunto de
estas cuestiones que vemos que el debate se reabrirá, también en el
“dossier América latina” que hemos ya hace un tiempo abierto en
el sitio de UniNomade.

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