Está en la página 1de 17

JUAN DE MORGA Y GERTRUDIS DE ESCOBAR:

ESCLAVOS REBELDES
(NUEVA ESPAÑA, SIGLO XVII)

Caso 1. Juan de Morga

Solange Alberro
Juan de Morga y Gertrudis de Escobar eran dos jóvenes esclavos mulatos que
vivían en el México central, el corazón de la colonia de Nueva España, a mediados del
siglo XVII. Salieron de un pasado olvidado a un lugar donde podemos entreverlos, gracias
a la serie de documentos que contienen detalles sobre su experiencia (extremadamente
dura) en el sistema colonial de trabajo, y que se han preservado en los archivos de la
Inquisición mexicana.

Los documentos revelan dos personalidades indomables que emprendieron la


lucha por sobrevivir, entre las dificultades impuestas a los individuos en dos de los
sectores claves de la economía colonial; las minas de plata y las plantaciones de caña, en
las cuales el trabajo de los esclavos africanos y sus descendientes negros y mulatos
nacidos en América, ya fueran esclavos o “libres”, era un factor crucial de la producción.
También muestran de una manera interesante el papel contradictorio del Santo Oficio de
la Inquisición y otras instituciones públicas dentro del orden social de la Nueva España.
La fuente principal de la historia de Juan de Morga es una conmovedora carta que
escribió al abad del convento de Jilotepec, al norte de la ciudad de México, en el año
1650. Con mano temblorosa y sin noción de la ortografía o la puntuación más
elementales, Morga escribió, con la urgencia de quien sufre una profunda angustia, que
era culpable de muchos atroces pecados y en particular que había hecho un pacto con el
Diablo. Era blasfemo, no asistía a misa y lo que era más grave, no creía en Dios y no tenía
ninguna intención de creer en él a menos que antes se le diera la absolución por sus
muchos pecados. Finalmente, Morga advertía que si las autoridades la devolvían al cruel
amo de quien se había escapado en Zacatecas, renunciaba luego al abad que interviniera
para que su caso fuera examinado por el Tribunal de la Inquisición en la ciudad de
México, antes de que fuera demasiado tarde, y había al sacerdote y a cualesquiera otros
que leyeran su carta responsables por la salvación de su alma. Por medio de tales tácticas
Juan de Morga logró que lo transportaran a la ciudad capital más tarde, en ese mismo año
y finalmente logró la oportunidad de contar su lamentable historia a los temibles
sacerdotes que servían como árbitros oficiales del bien en la sociedad colonial española.
Juan había nacido esclavo en la ciudad de Oaxaca alrededor de 1627. Era hijo de
un sacerdote secular europeo, Atanasio de Morga, y de una esclava africana nacida en la
localidad y llamada Petrona, que presumiblemente vivía en casa del sacerdote. No se sabe
nada más sobre los primeros años de la vida de Morga, excepto que no parece haber tenido
hermanos o cualquier otro pariente salvo su abuela paterna y un tío que era un fraile
dominico; que a diferencia de la mayoría de los esclavos de su tiempo aprendió a leer,
escribir y trabajar con números al menos en una forma rudimentaria y que a la edad de
veintitrés años era soltero.
En 646, el joven Juan estaba sirviendo como esclavo y asistente de confianza con
un amable contador público de la ciudad de México, un tal Antonio Millán, cuando se
“porto mal” de alguna manera que no ha llegado hasta nosotros. En vez de encarar el
castigo, tuvo el atrevimiento de ir a ver a uno de los socios de su amo, que era vendedor
de papel membretado oficial y le pidió prestada en nombre de Millán la considerable
cantidad de 375 pesos (aproximadamente todo el precio de compra de un esclavo joven,
calificado y sano, en esa época). Luego pidió prestado a otro hombre un caballo con su
silla y bridas y huyó cruzando las montañas del sur hacia Oaxaca.

De regreso en su casa, Juan se hizo pasar por libre y entró al servicio secular.
Entonces unos meses más tarde se le acabó el dinero y resolvió intentar llegar a
Guatemala. Sin embargo, en el camino, justo antes de Tehuantepec, el desdichado
fugitivo fue aprehendido por un fraile dominico, amigo de su tío, en nombre de un colega
sacerdote del cercano convento de Nexapa que era hermano del dueño de Morga, el
contador Millán. Tan amplia y apretada era la red de los ciudadanos pudientes en el vasto
y escasamente poblado territorio de Nueva España en el siglo XVI que no era imposible
con sólo transmitir la descripción física de un fugitivo, fuera verbalmente o por los
precarios correos, lograr su captura en una población a muchas legua de la capital. Esta
serie de conexiones también sugiere la posibilidad de que la venta de Juan de Morga hacia
la ciudad de México, cuando era niño, hubiera estado arreglada a través de canales
familiares y por su padre. Pero sea como fuere, el concienzudo Fray Millán hizo
encadenar a Juan y lo secuestró en su propia celda de monje, en Nexapa, esperando
instrucciones de la capital.
Dos o tres meses más tarde, el contador mandó decir que había decidido perdonar
a su esclavo y que su hermano debía liberar a Juan de sus cadenas y escoltarlo de regresó
a su casa en Oaxaca. Esto se realizó sin incidentes, pero sólo dos semanas más tarde
Morga hubo de ser encadenado de nuevo, esta vez por haber salido una noche a dormir
con una muchacha a la que frecuentaba. Poco después, aún encadenado, fue enviado de
vuelta a su amo en la capital, para qué disponía éste. Millán le dijo que en prenda de su
afecto y de su aprecio por los anteriores servicios a Juan, no le haría azotar por sus
crímenes. Más bien, lo enviaría a cada de un conocido suyo en Zacatecas, en aquella
época centro principal de la minería de la plata en Nueva España, donde Morga podría
encontrar un amo más de su gusto que lo comprara.
Poco después Juan, nada arrepentido, fue enviado al norte de la capital para hacer
el largo comino por la accidentada carretera a través de Querétaro y el Bajío, hasta la gran
ciudad de las minas. En esa época había en el distrito minero varios cientos de esclavos
negros y mulatos y tal vez otros tantos hombres libres, empleados en su mayoría en el
proceso del mineral de plata que se llevaba a cabo en la superficie más que en las minas
mismas, porque se enfermaban y morían muy fácilmente en el frío y la humedad de los
socavones. Había varias formas en las que un esclavo emprendedor podía esperar juntar
el dinero necesario para comprar la libertad o adquirir un trozo de propiedad en Zacatecas.
Juan debe de haber pensado que iba hacia la tierra de las oportunidades, porque si hubiera
previsto algo de lo que le esperaba muy seguramente se habría fugado otra vez mientras
podía.
Poco después de llegar a Zacatecas, todavía exhausto y con los pies doloridos y
sangrantes del viaje, Juan de Morga sufrió el desagradable encuentro casual que selló su
destino. Caminando por la calle con el agente de Antonio Millán se encontró a un altivo
caballero mestizo de nombre Diego de Arratia, un pequeño empresario de industria
minera, vestido con ropas oscuras y sencillas y que a Juan le pareció el encargado de
algún terrateniente. Arratia observo que Juan era un esclavo excepcionalmente guapo y
ofreció comprarlo. Juan contestó con arrogancia que había muchos españoles en
Zacatecas y que le gustaría mucho más servir a uno de ellos.
Al hablar así, Morga expresaba la muy común adhesión de la gente de color, las
castas de la sociedad colonial mexicana, a los prejuicios raciales de la sociedad que les
rodeaba. Los negros y los mulatos generalmente tenían a los indios y los mestizos en poca
estima (aunque también intentaban infiltrarse en las comunidades indígenas, en las que
podían contar con alguna aceptación y podían aspirar a posiciones de influencia, y donde
de vez en cuando podían escaparse del sistema de esclavitud). También parecen haber
aceptado la norma colonial que elevaba a los blancos por encima de todos los demás
miembros de la sociedad y obligados a servir, preferían servir a los poderosos.

La frase de Juan fue de cualquier manera un hiriente insulto para Arritia, y aunque
el mestizo mantuvo su compostura, de ese momento en adelante se convirtió en el
furibundo enemigo y cruel torturador del infortunado Morga. Lo compró allí mismo,
diciendo que podría emplearlo como secretario y escribano, y lo llevó a su casa en su
propia mula. Pero en cuanto llegaron, hizo encadenar a Juan; lo marcó en la cara con
retorcido dibujo de la letra “s” y la figura de un esclavo para significar su permanente
condición de esclavo. Morga, hasta entonces poco habituado a tan duro trato, cayó en
estado de schock a causa del dolor y estuvo seriamente enfermo y deprimido durante
muchos días.
Una vez recuperado, suplicó a Arritia que le quitara las cadenas, jurando que le
serviría fielmente sin ellas, pero el nuevo amo replicó que no pensaba quitárselas nunca,
mientras Morga viviera, revelando así el odio implacable que sentía hacia el apuesto
esclavo que se había atrevido a humillarlo. Desesperado, Morga cogió un objeto punzante
y trató de escapar. Defendiéndose como podía intento huir hacia la casa del corregidor, el
principal funcionario real de la ciudad, para pedirle que por piedad interviniera. Pero
quiso la suerte de Morga que un funcionario amigo de Arritia llegara en ese momento con
un arcabuz y sujetara al mulato, mientras otro esclavo le lanzaba una piedra que golpeó
al fugitivo en plena cara. Los hombres pudieron amarrar a Juan, que luchaba por desasirse,
a una roca grande; entonces Arritia lo azotó tan despiadadamente con diversos objetos
que su víctima perdió el uso de la palabra durante varios días y quedó con grandes
cicatrices en todo el cuerpo, cicatrices que eran aun visibles meses después, cuando
contaba su historia a los inquisidores.
De nuevo Morga cayó gravemente enfermo. Pero ello no impidió a Arritia volver
cada día a golpearlo ni hacerle marcar de nuevo –esta vez con una horrorosa marca que
iba de oreja a oreja- y obligarlo a continuar trabajando sin descanso. Está claro que este
tratamiento estaba ideado no sólo para castigar a Morga por su insulto sino también para
privarlo, por medio de una desfiguración sistemática, de la belleza física que había atraído
a su torturador en el primer momento. Dos semanas más tarde, cuando el sádico Arritia
hizo quitar los vendajes de la cara de Juan para ver si sus heridas se habían curado, se
quejó de que las letras de la primera marca eran demasiado pequeñas y llamó a un barbero-
cirujano para que las ampliara con su bisturí mientras morga permanecía atado a una silla.
Después de este tormento, Juan siguió encadenado durante cinco meses hasta que
logró que le quitaran temporalmente los grilletes mediante la intercesión de personas
extrañas y compasivas. Otro día, en un ataque de depresión por la continuada crueldad de
su amo, logró por fin escaparse a la casa del corregidor. Allí suplicó que le ordenara a
Arritia que lo vendiera a otra persona, como una cosa de simple decencia cristiana; pero
el corregidor, deseoso de resolver el problema con el mínimo esfuerzo, prefirió encarcelar
a Morga para tenerlo a salvo. Arritia consiguió entonces recuperarlo mediante una simple
astucia. Envió a un sacerdote secular amigo suyo, el padre Juan de Lescano, quien le
asistía en el manejo de la mano de obra de las minas, a recoger a Morga a la cárcel
diciendo que se lo había comprado a Arritia. Una vez que llegaron a casa de Lescano, el
sacerdote ató a Morga y lo encerró en una habitación. Poco después apareció el terrible
Arritia para ponerle los grilletes de nuevo (mientras hacía lo cual le dio un pavoroso golpe
en la pierna con su martillo), mientras le juraba sin cesar que nunca lo vendería, aunque
le ofrecieran mil pesos.
Luego Arritia llevó a Morga a trabajar durante cinco meses en el bocarte de una
hacienda de minas, donde el mineral de plata era machacado en preparación para el
proceso de fundición. Al parecer el negocio de Arritia consistía en alquilar su grupo de
esclavos a otros, en vez de administrar su propio establecimiento. En el bocarte, Juan fue
destinado a las tareas más duras. Un día, mientras sacaba un cargamento de escoria,
apareció su amo súbitamente y le atacó sin que mediera provocación alguna, azotándolo
tan violentamente entre maldiciones y amenazas que le arrancó largas tiras de piel. Tras
esto, Morga se encontró en los límites de la desesperación y en varias ocasiones pensó en
suicidarse (como admitió más tarde) metiendo simplemente la cabeza bajo los enormes
martillos de hierro del bocarte, para que la hicieran pedazos junto con el mineral.

Sin embargo el desdichado Juan era todavía incapaz de cólera. Tal vez esto era lo
que lo mantenía a flote. Estaba particularmente resentido por la traición del padre
Lascano; de quien podía haberse esperado que consolaría a un hermano cristiano más que
colaborar en su persecución. Un día cuando Lescano visitaba el bocarte, Morga le
reprochó que hubiera tomado parte en el engaño de Arratia. El sacerdote replicó que
Arratia al principio había accedido y después, en efecto, se había negado a venderle a
Juan en el último minuto, pidiéndole una cantidad excesiva en pago por él. Era difícil
pensar que podría hacerse para aplacar la ciega hostilidad del amo por el esclavo. Si
Morga quería seguir su consejo simplemente podía prometer a Arritia servirle
humildemente y siempre con fidelidad, y esperar que con una demostración ejemplar de
mansedumbre se le pudiera convencer de contenerse. Pero los sufrimientos de Juan le
habían llevado al borde mismo de la muerte; era incapaz de contemporizar y por el
momento no veía la forma de escapar a su cruel destino.

Más o menos por entonces, sin embargo, al parecer Arritia sufrió algún revés
financiero y se vio obligado a modificar su manera de llevar los negocios. Un dia anunció
que iba a alquilar la hacienda de minas y a operarla él mismo para no tener que vender
sus esclavos. Pocos días más tarde, al acercarse la Navidad, hizo quitar las cadenas de
Morga una vez más. Pero sólo era un respiro temporal. No paso mucho tiempo sin que
Arratia le hiciera encadenar de nuevo para castigar a Juan por haber salido de noche, sin
permiso, a pedir prestada una guitarra a un amigo indio y haberse ido de parranda, y
ordeno que le azotaran de nuevo. Luego, el mismo día, le destino a manejar la palanca de
una bomba de agua, a pesar de que no había comido y apenas podía tenerse en pie después
de una noche sin dormir y una mañana de sufrimientos. Poco después, el capataz encontró
en el socavón un poco de agua, que Juan no había bombeado y le hizo desnudar, atar y
azotar por segunda vez en el día. Luego le envió a hacerse cargo de otra bomba, con el
agua helada hasta las rodillas, en el fondo de un pozo. Allí estaba el esclavo logrando a
penas mantenerse consciente cuando un guardia de la mina paso por allí, vio su estado, le
tuvo lástima y lo trajo a la superficie. De nuevo, Morga pensó en poner fin a su
sufrimiento tirándose por un cañón de la mina. A estas alturas, incluso el implacable
Arratia se dio cuenta de lo pálido, exhausto y desesperado que estaba su esclavo tras tanto
trabajo, hambre y castigos físicos, y decidió que era mejor suspender su trabajo y quitarle
las cadenas.
Morga entendió entonces que no tenía esperanza de salvación mientras
permanecía en Zacatecas. Así que decidió escaparse, y en la primera oportunidad robó un
caballo y huyó hacia la ciudad de México. Allí se refugió en la casa de un noble influyente
a quien le suplicó que lo comprara a Arritia, o hiciera que lo volviera a una plantación de
azúcar, donde con seguridad las condiciones serían mejores que las de su vida en
Zacatecas. Cuando esto falló, Morga llevó su caso al vicario general de los Mercedarios,
que accedió a comprarlo y enviarlo a las minas de Zacualpan, operadas por su orden. Pero
cuando Morga salía del convento de los Mercedarios para volver a la casa de un amigo
mulato donde había estado viviendo, fue aprehendido por los hombres que Arritia había
enviado tras él. Estos lo llevaron ante Florián de Espina, el propietario de un obraje o
fábrica de textiles de lana en el cercano San Pablo, para que lo hicieran trabajar duro y le
impidieran escapar mientras esperaban ordenes de Zacatecas.
Con intrepidez escribió al alcalde de San Pablo en un intento por persuadir a las
autoridades civiles para que intervinieran en su caso. El alcalde envió a un policía y un
escribano al taller textil a tomarle testimonio, y después dio orden a Espina de no entregar
al esclavo a los representantes de Arritia hasta que el caso se hubiera resuelto. Entre tanto
algunos amigos de Morga habían arreglado su compromiso con una mujer negra llamada
Micaela, esclava de un vendedor de cacahuates local; cosa que también tendría el efecto
legal de inmovilizar a Juan hasta que la boda se hubiese celebrado.
Arratia no desistió. Sus hombres consiguieron primero asustar a Micaela
amenazando con comprarla y llevarla a la temida Zacatecas junto a su nuevo marido.
Cuando ello hubo roto el compromiso, quedaron libres para sobornos y usar sus
influencias, a pesar de la obvia justicia de lo que Morga alegaba, y lo sacaron del taller
textil. Luego, partieron con él de regreso a Zacatecas. En este punto, cuando era llevado
de vuelta al escenario de sus tormentos, Juan llegó a tal grado de desesperación que
renunció a Dios en su corazón y pidió ayuda al Diablo. Una noche, sus captores lo
amarraron estrechamente a un gran saco de mercancías para que no pudiera escapar. Juan
llamó a Satanás y se sorprendió de descubrir que en ese momento el saco podía fácilmente
reventarse. Una vez libre, empezó a hacer un nudo con sus cuerdas para colgarse,
sintiendo que ya no podía soportar los sufrimientos que le esperaban. Pero sus captores
se movieron, y asustado huyó a esconderse entre los magueyes desperdigados por el llano.
Los guardias salieron a buscarlo empeñosamente y lo capturaron sin dificultad, y mientras
uno rompía su espada contra la cabeza de Juan los demás lo golpearon sin piedad. Luego
lo arrastraron al campamento, lo azotaron y lo dejaron atado hasta que pudieron
remprender el viaje por la mañana. En otro lugar donde pararon, Morga intentó suicidarse
pidiendo un vaso de vino para calmar el dolor de estómago y bebiéndolo luego con un
puñado de sal, con la ingenua esperanza de que esta mezcla resultaría venenosa.
Cuando el grupo llegó a Zacatecas, Arratia recibió a Morga con el tratamiento que
para entonces ya cabía esperar: lo golpeó en la boca con un martillo, rompiéndole un
diente; le puso grilletes en mano y pies, lo ridiculizó por haber intentado presentar su caso
ante las autoridades y lo envió de vuelta al bocarte. Después de un tiempo lo sacó de ese
trabajo y aprovechó la oportunidad para informar a Juan que sería inútil intentar más
escapatorias dado que estaba dispuesto a gastar todo su dinero si fuera necesario para traer
de vuelta al odiado esclavo de cualquier lugar a donde fuera, así estuviera bajo la
protección de Dios. Luego mandó a Juan a trabajar en la mina de la Quebradilla.
Una mañana, cuando Morga salía a trabajar con retraso, Arratia lo ató a su caballo
y lo arrastró alrededor del campamento sobre las piedras, las zanjas y las plantas espinosas
hasta que quedo horriblemente herido, y luego lo envió a cumplir con sus deberes
normales. Esa tarde, después del trabajo, Morga se detuvo un momento junto a una pared,
en estado de profunda desesperación, y entre lágrimas llamó una vez más al Diablo para
que lo ayudara a escapar de aquella vida de torturas. Un minero indígena se acercó y le
tuvo lástima, viendo sus heridas abiertas, y cuando escuchó los detalles de la desolación
de Morga, le dijo que había una hierba que le impediría a su amo hacerle más daño, y que
se le daría si accedía en cambio a servir para siempre al Diablo; Juan aceptó el pacto y
prometió hacer lo que se esperaba de él, que consistía en dejar de asistir a misa y de
rezarles a los santos, no mencionar una palabra de su decisión a nadie y, en adelante, en
vez de invocar la asistencia de Dios en sus dificultades, invocara la de Satán. El indio
entonces le dio un amuleto con algunos granos de mostaza.

Ciertamente, al día siguiente, para gran sorpresa de Morga, la actitud de Arratia


hacia él cambió como por milagro. Su amo le habló amablemente, encargó que le hicieran
dos trajes de tela e insistió en llevarlo con él donde quiera que iba. Esta situación continuó
sin alteraciones durante más de un año. Pero al acercarse la Cuaresma de 1650, Morga se
arrepintió de haber hecho pacto con el Diablo. Se sintió sumido en la más profunda
tristeza cuando comprendió que no podría acompañar a los demás sirvientes a recibir los
sacramentos de la confesión y la comunión, y una tarde, llorando, tiró al fuego su amuleto
de semillas de mostaza, jurando a Dios que se arrojaría a merced de la Inquisición si
alguna vez volvía al pecado. Pero este arrepentimiento no sirvió de nada, porque llegado
el momento Arratia dijo que había demasiado trabajo en la mina y se negó a permitir a
sus esclavos que fueran a cumplir con sus obligaciones con la Iglesia, y a Morga que fuera
a reconciliarse con Dios.
Dos meses más tarde estalló una pelea entre dos muchachas de la hacienda de
minas de Arratia, sobre el aparentemente irresistible Morga. Aprovechando el escándalo
y tal vez temiendo que la pelea serviría de pretexto para futuros tormentos, Juan montó
en un caballo, robó un arcabuz y una espada de donde estaban colgados y galopó por el
llano a medianoche, decidido esta vez a volver a la capital y entregarse a la Inquisición.
Al llegar el amanecer en el Camino Real, sin embargo, se encontró con un hombre que lo
reconoció y fue a informar a su amo dónde estaba el fugitivo. Gritando una oración a San
Antonio de Padua, Morga cambió de dirección hacia el norte, a Parral, intentando
confundir a sus perseguidores. Pero después de dos horas de galopar, vio a otro sirviente
mulato de Arratia, armado con una lanza que lo venía persiguiendo y le daba alcance. Así
que salió del camino para esconderse, rezó de nuevo a San Antonio y fue favorecido por
un milagro; el perseguidor pasó a una corta distancia de él, sin verlo. Rehaciéndose de
valor, Juan se paró en un pequeño rancho, cuyos dueños le dieron un lugar donde quedarse
por tres días. Su suerte había cambiado por fin. En cierto momento Arratia, acompañado
de cuatro hombres armados, llegó al rancho a preguntar si nadie lo había visto. Sus
amables huéspedes dijeron que no, y después incluso le dieron un caballo en el que
pudiera llegar hasta la ciudad de México.
Morga cabalgó furiosamente hacia la capital, escapando por poco a su captura en
San Miguel. En San Juan del Rio cambió su exhausta cabalgadura por una mula y con la
nueva montura llegó hasta Jilotepec. Allí fue arrestado y detenido por un comisionado de
la Santa Hermandad, la fuerza de policía voluntaria famosa por sus métodos arbitrarios,
creada para poner fin al vandalismo endémico del campo mexicano. Pidió que lo llevaran
ante la Inquisición, pero el representante local del Santo Oficio se negó, pensando que la
súplica no era más que una maniobra de Juan para escapar a un amo un tanto duro.
Entonces fue cuando Morga se las arregló para conseguir papel y pluma y dirigir su
conmovedora petición al abad de Jilotepec, exagerando algunos de sus pecados e
inventando otros, para obligar al sacerdote a enviarlo al tribunal. Esta carta, según resultó,
fue interceptada por la Hermandad y nunca llegó a su destino, entre tanto, Morga había
promovido su causa por otros medios. Fingió padecer terribles visiones de que era
perseguido por el Diablo, lo que causó tal impresión en los crédulos habitantes de
Jilotepec que, bajo su presión, las autoridades decidieron entregarlo a la Inquisición.
El Santo Oficio se encontró frente a un caso delicado. En un principio, con la
probable intención de lograr que Juan no mintiera, los jueces le advirtieron que no había
posibilidad de arrebatarlo al poder de Arratia, ya que esa función era de los tribunales
civiles. Sin embargo, ordenarían una investigación de sus cargos con referencia al
comportamiento de Arratia como base necesaria para el examen de su conducta, aberrante
para un católico. Todos los testigos llamados coincidieron en describir al vengativo
minero como de un carácter odioso. Un carpintero que conocía la situación reinante en la
hacienda de minas de Arratia. Observó que los esclavos que allí había estaban tan mal
tratados que todos estaban desesperados y hablaban de matar a su amo. Atestiguo además
que consideraban a Morga mejor que la mayoría de los esclavos –un hombre razonable,
capaz de leer, escribir y contar- y que por ello había intentado en varias ocasiones
intervenir en su favor cuando había visto a Arratia descargando su frenético odio sobre
su esclavo.
En agosto de 1650, Arratia envió a su agente a la capital para traer de regreso a
Juan de Morga. Pero a pesar de la advertencia que le había hecho a Morga, la Inquisición
se negó a entregarlo, y meses después fue hasta el punto de prohibir que fuera vendido a
nadie que estuviera empleado con Arratia. Un año más tarde, el desdichado Morga fue
entregado a un tal Mateo Dias de la Madrid, que presentó papeles para probar que se lo
había comprado a Arratia por 400 pesos. No hay manera de saber si esto liberó a Juan de
Morga para que terminara sus días en circunstancias tolerables (tal vez sirviendo como
esclavo en una casa ordinaria de la ciudad de México) o si “la Madrid” tenía también
parte en las maquinaciones de Arratia. La considerable publicidad que se había dado al
caso, la leve sentencia que dio la Inquisición (que se había contentado con una reprimenda
en juicio público por la relación y los coqueteos con Satán cometidos por Morga), y el
decreto según el cual no sería devuelto a su amo pueden muy bien haber convencido a
Arratia de no continuar más con el asunto. Sin embargo, dada la vastedad de la Nueva
España, la relativa debilidad de sus instituciones y la gran dificultad de ejecutar las
órdenes gubernamentales en los lugares remotos, es enteramente posible que el calvario
de Juan de Morga no hubiera llegado aún a su fin.
Caso 2. Gertrudis de Escobar

Cuando Gertrudis de Escobar se presentó ante el tribunal de la Inquisición en


1650, era una muchacha mulata libre, con sólo catorce años. Su padre había sido Juan de
Garibay, un esclavo negro nacido y criado en la capital pero Gertrudis nunca había
conocido a sus abuelos paternos. Su madre había sido Beatriz Domínguez, la hija mulata
de una negra libre de la ciudad llamada Ana de Escobar. Beatriz había servido como
esclava en la casa del capitán Antonio “Chayde” (Echaide), donde había nacido Gertrudis.
No está claro cómo su madre, que había nacido libre, había ingresado en el estamento de
los esclavos, ni como Gertrudis, hija de esclavos, se había hecho libre.

Los dos padres al parecer habían muerto o habían perdido todo contactado con la
hija cuando ella era niña. Además, tenía cinco hermanos y hermanas, acerca de los cuales
no ha quedado ninguna información, y conocía dos tías suyas, un tío y varios primos –
todos ellos mulatos libres-. De niña la habían llevado a trabajar en los conventos de la
ciudad de México como sirvienta de las acomodadas monjas enclaustradas, y en el
momento de su primer arresto estaba empleada con la Madre Juana de la Cruz en el
Convento de la Reina del Cielo.

Las circunstancias en que comenzó el periodo de juicios para Gertrudis fueron


éstas: un día, para castigar a la muchacha por alguna falta, la monja se quitó una zapatilla
y sin asomo de bondad cristiana empezó a golpear a Gertrudis mientras que, al mismo
tiempo, una sirvienta indígena la golpeaba con un puñado de pesadas llaves. En tan
desagradable trance, la niña negó a Dios varias veces repitiendo ciertas palabras
blasfemas que había aprendido de un vago negro del vecindario, conocido como Alacrán.

Horrorizada, la monja pronto informó de esta poca cristiana conducta al Santo


Oficio (sin por cierto confesar su propia falta) y esto dio lugar al arresto y al interrogatorio
de rutina, como resultado del cual Gertrudis fue considerada culpable de blasfemia y tras
un auto de fe, condenada al castigo normal de ser exhibida por la ciudad en pública
humillación. Su detención en el calabozo de la Inquisición había originado entre tanto
costos que se elevaban a diecinueve pesos, que ella no podía pagar y que volverían a
perseguirla más tarde.

En la noche siguiente a su pública vergüenza, Gertrudis fue recogida del patio del
cuartel general del Santo Oficio por un sacerdote llamado Martín de la Estera y Echaide
(tal vez un pariente del ciudadano en cuya casa había nacido Gertrudis). Estera se condujo
como un hombre que tiene miedo de ser visto. La llevó primero a la casa de un platero.
Luego, transcurrida media hora aproximadamente, la llevó a su propia casa, donde la tía
de Gertrudis, María Pérez, servía como ama de llaves asistida por su hija Brianda, de
veinte años y otros hijos. Gertrudis fue conducida a escondidas al interior de la casa y
llevada a la habitación del sacerdote, donde ya la esperaban su tía y sus primos. Al iniciar
la conversación, María y Brianda le aconsejaron que hiciera todo lo que el sacerdote
pidiera.

El sacerdote dijo entonces que necesitaba que Gertrudis fuera a trabajar a la


plantación de cañas de Zacatepec, cerca de Cuernavaca, que pertenecía a don Mateo de
Lizama. La naturaleza de su relación con Lizama no está clara. Gertrudis se negó de
inmediato, diciendo que Lizama y su esposa eran conocidos por los crueles castigos a que
sometían a sus trabajadores, e informó al grupo que prefería ir a trabajar en un conocido
obraje de Cardoso, en la ciudad de México. Brinda replicó que el taller textil estaba en el
corazón de la capital, y que si Gertrudis iba allí, después de la humillación del auto de fe,
todos la verían en camino a la misa del domingo, lo que deshonrarían a toda la familia.
La plantación, en cambio, estaba en el campo, donde nadie la conocía. Gertrudis replicó
que ya la habían visto todos durante su penitencia, y que no sería ninguna verdad que la
vieran camino a la iglesia. Se negó a ir a la hacienda azucarera pero observó amargamente
que empezaba a tener la impresión que sus parientes la querían vender quisiera ella o no.
Ante esto, la tía se enfureció y empezó a abofetearla entre amenazas y obscenidades.

Brinda continuó argumentando, insistiendo que a Gertrudis le convenía no


quedarse en la ciudad, y pronto otro prima, Juliana, de unos treinta años, llegó para ayudar
a su madre y a su hermana en su tarea de persuasión. Juliana le preguntó crudamente a su
madre, señalando a Gertrudis: “¿Qué tiene que opinar esta estúpida de todos modos?” La
respuesta fue que el problema se había resuelto y que la muchacha estaba lista para ir a la
terrible plantación. El sacerdote le había asegurado a Gertrudis, con tono paternal, que
Mateo de Lizama era muy conocido suyo y la trataría bien, y le pagaría un real (¿por día?)
como sueldo además de su comida, y que no la forzaría a trabajar en día de fiesta. Al final,
viendo que había tanta presión para que aceptara, Gertrudis preguntó si era decisión de
los inquisidores que ella fuera a la plantación, y cuando el cura le aseguró que así era,
abandonó su oposición a la idea. Pero se dio cuenta de que después de la conversación, el
curo le dio a su tía, como precio de compra por la muchacha, una considerable cantidad
de dinero (un “bulto más grande que un melón”) y de dio diez pesos más para comprarle
algunas ropas a la muchacha.

La tía de Gertrudis la vistió con algunas de colores como las que normalmente
llevaban las mulatas de la ciudad, un jubón entallado sin mangas y una blusa que había
pertenecido a su prima Brida. Dos días más tarde, cuando un mulero de la plantación de
don Mateo llegó a la ciudad con una carga de azúcar, se detuvo a su regreso en casa del
padre Estera y Echaide para recoger a Gertrudis. La muchacha fue montada sobre una
mula y la cubrieron con un mantel azul para que no la reconocieran, y su primo Pancho
fue con ellos ver que saliera bien de la ciudad. Una vez que la recua de mulas salió su
camino por Churubusco, Coajomulco y Tachuloaya, y cuatro días después, el día de la
fiesta de la Inmaculada Concepción, llegó al trapiche de Zacatepec.

No bien llegado, Gertrudis fue enviada a ayudar en el durísimo trabajo de cortar


caña en los campos. Cada trabajador adulto debía cortar veinticinco filas de cañas en los
campos en una larga jornada; la joven e inexperta Gertrudis debía hacer otro tanto.
Después de dos semanas, una tarde, fue castigada con cincuenta azotes por no haber
cumplido su cuota. Luego la mandaron por un tiempo a que siguiera en la zafra y más
tarde la pusieron a echar caña en los rodillos del trapiche. Este era un trabajo nocturno
duro y peligroso, que comenzaba a las ocho de la noche y terminaba en la mañana, y
exigía que ella cargara la enorme cantidad de cañas cortadas necesarias para llenar quince
grandes tinas en que hervía el dulce jugo. Muchas de las que se encargaban de ese trabajo,
reservado para las mujeres, perdían manos o brazos al ser atrapadas por los rodillos. Todo
ello, hemos de recordar, se le exigía a una niña que sólo tenía catorce años. En una
ocasión, Gertrudis fue castigada con veinticinco azotes por haberse detenido a comer un
bocado fuera del tiempo indicado. Entonces le encomendaron una tarea de hombre:
conducir a los animales de carga que caminaban en vueltas para producir la fuerza motriz
del trapiche.

Cuando Gertrudis se escapó por primera vez, se quedó escondida en un cañaveral


durante tres días y luego regresó porque una negra libre ofreció interceder para que no la
castigaran. El capataz del trapiche le perdonó como ella había prometido, pero entonces
don Mateo se enteró de lo que había hecho y ordenó que le dieran 300 azotes y amenazó
con que la azotarían aún más si volvía a escaparse. Este castigo se volvió especialmente
terrible cuando Lizama se dio cuenta de que el esclavo encargado de azotarla lo hacía
suavemente y envió a buscar a otro que le diera los últimos cincuenta latigazos con
especial intensidad. Luego le pusieron grilletes y cadenas y la enviaron a los cañaverales
con una cuota aumentada a treinta filas por día en vez de veinticinco.

Un día, un fraile dominico del cercano convento de Tlaquiltenango, que conocía


a Gertrudis del tiempo en que había visto en la ciudad de México, la vio cortando caña
con sus grilletes. El fraile fue a ver a Lizama para pedirle que le quitara las cadenas, y el
dueño accedió. Pero tan pronto como se fue, don Mateo hizo azotar a Gertrudis de nuevo
las cadenas y la dejó con la intervención de un extraño. Le puso de nuevo las cadenas y
la dejó con ellas por otros cinco meses, hasta que un primo de Gertrudis, llamado Felipe
(el hijo de su tía María Pérez), bajó al trapiche a informar a Lizama de la muerte de uno
de sus parientes en la capital. Felipe consiguió convencer al amo de que le permitiera a
su prima caminar sin cadenas.

Uno domingo se celebraba la boda de dos esclavos negros en el trapiche. Después


de la ceremonia religiosa, a la que asistieron todos los trabajadores, sonó la campana del
mediodía para enviar a casi todos a trabajar de nuevo en los campos. Gertrudis se fue con
los demás. Pero, repentinamente, dejó caer todo y corrió de regreso a la fiesta, en un
estallido de rebeldía y con el deseo espontáneo de divertirse un poco. Esto bastó para
hacerla poner de nuevo las cadenas por otros dos meses, hasta que el otro fraile visitante,
un cuñado del dueño de la plantación, consiguió que le quitaran de nuevo los grilletes.

Tres meses más tarde, Gertrudis fue de nuevo azotada con gran crueldad por no
haber cumplido su cuota diaria. Esta vez decidió aprovechar que no estaba encadenada
para tratar de escapar. En la primera oportunidad huyó por los cañaverales y se refugió
en la plantación vecina de Santa Inés, donde creyó que nadie la reconociera. Pero la mano
de obra de los valles azucareros de Cautla y Cuernavaca era muy inestable, y los
trabajadores libres se movían de un trapiche a otro de modo que casi todos conocían a
todos. Así que un día, en el patio de Santa Inés, Gertrudis se encontró a Diego García, un
liberto que había trabajado hacía poco como capataz de la zafra para Mateo de Lizama.
García exclamó, ante muchos testigos, que Gertrudis era una mentirosa y que él sabía que
ella era una esclava que había sido vendida por los inquisidores a don Mateo por la suma
de 300 pesos.
Gertrudis había empezado a trabajar en cuanto llegó a Santa Inés, y resultó que
había encontrado allí, entre los trabajadores, a varias personas que habían sido
sentenciadas por el Santo Oficio en el mismo auto de fe que ella. Entre ellos estaba el
mulato Alacrán, de quien había aprendido las blasfemias que le habían causado sus
primeras dificultades. En la subsecuente discusión sobre la condición legal de su joven
amiga, Alacrán recordó haberla conocido como mujer libre en la capital y expresó su
sorpresa al verla convertida en esclava. García dijo que Alacrán era también un mentiroso
y se fue, tras poner a Gertrudis en una celda para evitar que escapara otra vez.

Don Andrés, el operador del trapiche de Santa Inés, acudió atraído por el
escándalo y se enteró de lo que pasaba. Con él estaba un joven barbero cirujano que
también había conocido a Gertrudis y a su familia en México, y cuando Andrés estaba
haciendo encadenar a la muchacha, objetó que la había conocido como persona de “libre
condición”. La discusión se hizo más viva, y los que habían conocido a Gertrudis como
persona libre confrontaban a los que la habían conocido como esclava. Alacrán sugirió
que tal vez había sido vendida por los propios inquisidores, como parece el tribunal
resultaban incapaces de pagar los gastos. Ciertamente, hay algunas pruebas de que el
Santo Oficio vendía personas libres ocasionalmente con ese propósito.

Gertrudis, por su parte, exclamó que era imposible que los inquisidores la hubieran
vendido, porque de ser así, ella habría sido informada del hecho cuando fue sentenciada
y puesta en subasta. Con estas observaciones reveló su considerable inteligencia, sentido
común y familiaridad con las normas de la vida religiosa y social de la colonia. Nada de
ello había ocurrido, dijo. Más bien, había sido llevada de noche a casa de su tía María
Pérez. El barbero opinó que lo que los inquisidores no se habían atrevido a hacer, lo había
hecho su tía: había vendido como esclava a su joven sobrina sin atender a su condición
de persona libre. Ofreció viajar a México, descubrir los hechos del caso, y con ello
restaurar a Gertrudis en la libertad.
Después de esa discusión, Gertrudis esperó en Santa Inés durante un mes para ver
qué pasaba, trabajando en distintas tareas para pagar por su manutención. Pero don Mateo
estaba decidido a recuperarla, y mandó al hijo de su supervisora a recogerla. Al llegar al
trapiche, el joven se arregló para hablar privadamente con don Andrés acerca del caso,
pero Gertrudis irrumpió presentándose ante los dos hombres, y declaró en términos hada
inciertos que ella era una persona libre, que quería que la Inquisición fuera informada de
lo que le había ocurrido, y que esperaría su decisión en Santa Inés. Prefería trabajar
encadenada en Santa Inés, dijo, que trabajar sin cadenas en Zacatepec. Don Andrés,
impresionado por la fiera determinación de la joven, decidió no devolvérsela a su vecino.
Pero don Mateo no quedó satisfecho con esta decisión, y dos días después volvió a mandar
a buscarla.

Cuando Gertrudis, que estaba trabajando en la caña en ese momento, oyó que otro
agente de don Mateo estaba en el trapiche preguntando por ella, empezó a gritar y a
amenazar con matarse si la mandaban de vuelta con el odiado Lizama. Era una explosión
de desesperación, cosa no muy fuera de lo común entre los esclavos de la sociedad
colonial, y que con frecuencia los llevaba, en efecto, al suicidio. El suicidio era un medio
no sólo de poner fin a una vida difícil de tolerar sino también de vengarse del amo,
destruyendo la valiosa mercancía en la que había invertido dinero y manutención, y
frustrado sus expectativas de futura productividad y nacimientos de hijos. Era un domingo
y más tarde, Gertrudis aprovechó la reunión de la gente para repetir su afirmación de que
ella era una persona libre y de que no había sido vendida por los inquisidores a nadie. A
estas alturas de sus dificultades, está claro que Gertrudis había llegado a entender
claramente la situación en que había caído y los medios para salvarse. Tenía fuertes
sospechas, confirmadas por las conversaciones en Santa Inés, de cómo había sido
esclavizada, y de allí en adelante su determinación de liberarse no cedió. Su principal
objetivo era ponerse en contacto de alguna manera con un representante de la Inquisición,
a quien estaba segura de poder persuadir para que la sacara de las garras de su dueño.

Mientras tanto, se acordó que Gertrudis sería devuelta a don Mateo. Antes de dejar
Santa Inés, el capataz la llevó a la herrería a que le quitaran los grilletes, y cuando estuvo
libre, el capataz le dijo: “¡Mulata! Te he quitado las cadenas. No te quedes ahí parada.
¡Corre! ¡Vete a donde quieras!” Él pensaba que el mejor plan era que ella buscara la
protección del anciano fraile dominico que acababa de decir misa en el trapiche, y que
tenía familiaridad con el Santo Oficio. Gertrudis corrió a abrazarse al fraile y apenas había
empezado a contarle su historia cuando la gente de don Mateo entró, negando todo y
asegurándole al dominico que la muchacha había sido en realidad comprada por su amo
a la Inquisición. El sacerdote se negó a interceder, y Gertrudis fue llevada en estado de
desesperación. Viendo que no había manera de evitar el regreso a Zacatepec, se dejó
poner en una mula tras obtener la promesa de que no sería azotada cuando llegara allá.

La promesa se cumplió, pero poco después don Mateo escribió desde la


capital que el capataz debía volver a encadenarla, y así permaneció durante muchos
meses. Con la complicidad de un capataz de cuadrilla y de una vieja esclava del estado,
los administradores decidieron casar a Gertrudis con un esclavo negro y ciego llamado
Hipólito, de unos veinte años de edad, que estaba encargado de operar los fuelles de la
herrería. Gertrudis se negó a aceptarlo y también se negó a casarse con un esclavo llamado
Domingo, que pidió su mano a don Mateo, sabiendo que si se casaba con un esclavo ella
se volvería esclava también y estaría irremediablemente perdida. Pero Hipólito, para
obligarla a aceptar, persuadió a la muchacha de que había oído que si no se casaba con él
la tendrían encadenada el resto de su vida. Esta era una alternativa terrible, porque ella
sabía que era peor estar encadenada que casarse. Por esa razón decidió aceptar la boda,
que debía celebrar el capellán dominico de la plantación en la primera oportunidad.

La iglesia católica requería que los esclavos, como todos, quedaran en


libertad para escoger a sus compañeros y estaba siempre dispuesta a reñir a los dueños de
esclavos que arreglaban matrimonios entre sus sirvientes para sus propios intereses de
propietarios. Pero la Iglesia no tenía forma de impedir que los dueños presionaran a los
esclavos antes de la ceremonia o tomaran represalias contra ellos después, si no hacían lo
que se les decía. El dominico sabía sin duda cuales eran las verdaderas circunstancias de
esta extraña decisión de casarse para ser esclava, pero o bien era impotente o no quiso
evitar el matrimonio. Se publicaron los bandos, y en esos días Gertrudis se enteró de que
don Mateo la había comprado en efecto como esclava y se convenció finalmente de que
la traición había sido perpetrada por su tía, sus primas y el cura Estera y Echaide. Esta era
la dura realidad para mucha gente de color en la Colonia. Con los padres a menudo
muertos o separados de sus hijos, o no casados legalmente, con los abuelos en África y
los demás parientes diezmados por la enfermedad o encadenados en servidumbre, ni
siquiera podían confiar en los mecanismos protectores de la familia. E incluso cuando
quedaba algún vínculo afectivo, había el peligro de que fuera sacrificado en cualquier
momento por algún temporal alivio de las condiciones de pobreza crónica. Gertrudis
había sido vendida como esclava a los catorce años por los únicos parientes que le
quedaban.
El día de esta triste farsa de boda, y a petición del fraile que debía realizar
la ceremonia, don Mateo accedió magnánimamente a quilarle los grilletes a la novia.
Después de la ceremonia, Gertrudis, que nunca consideró a Hipólito su esposo, trabajó
sin cadenas durante unos cuatro meses. Un día, habiendo recibido de nuevo una terrible
tanda de azotes, decidió intentar de nuevo fugarse. Tras estar escondida dos días en los
cañaverales, volvió al trapiche bajo la protección de un guardia del campo y de alguna
manera evitó ser castigada. Pero unos días después, tras otro castigo, se escapó de nuevo.
Esta vez llegó hasta el pueblo de Techuloaya, en el camino de la ciudad de
México, donde cometió el error de entrar en una iglesia porque se celebraba una fiesta
religiosa. Allí encontró al fraile, cuñado de don Mateo, que una vez intervino para que le
quitaran los grilletes en Zacatepec. Tales encuentros no eran sorprendentes en un país con
muy pequeña población, pocas ciudades y familias muy extensas. El fraile se sorprendió
de verla libres, pero Gertrudis le explicó con seriedad que ella era una mujer libre que
simplemente estaba de asueto. También recordó que todos sus problemas tenían su origen
en el incidente con la Madre Juana del Convento de la Reina del Cielo, que resultó ser la
hermana del buen fraile. El fraile entonces le ofreció su protección si accedía a volver a
Zacatepec, y le prometió persuadir a don Mateo de que le diera algunas ropas y mejor
tratamiento. Gertrudis aceptó, volvió y sorprendentemente, fue en verdad perdonada por
Lizama sin nada más que un reproche por haber ido diciendo que era una mujer libre
cuando en realidad era una esclava.
De vuelta al trabajo en el trapiche, Gertrudis fue asignada al cuarto de
hervido y le iba tolerablemente bien hasta que un día un poco de melaza cayó de una batea
al suelo mientras ella estaba a cargo. Los administradores la hicieron azotar otra vez y
esto la indujo a volverse a escapar. Esta vez se encontró a algunos hombres que la dejaron
viajar con ellos a través de las montañas, hasta la ciudad de México, donde esperaba
encontrar al hombre que había conocido mientras estaba en la cárcel de la Inquisición, de
quien ella esperaba que la ayudaría a ponerse en contacto con los inquisidores como su
única y última esperanza. En el camino, sin embargo, visitó la hacienda azucarera que
poseía y operaba el Santo Oficio en Santa Ana de Amanalco, cerca de Cuernavaca, y le
suplicó a su administrador, el cura secular Andrés Gamero de León, que llevara su historia
ante el tribunal.

Gamero la recibió y la puso a trabajar por un sueldo; escuchó su historia,


y en febrero de 1662 envió a la ciudad de México el largo informe en el que se basa,
principalmente, esta reconstrucción de las experiencias de Gertrudis. Al pasar, señaló que
la joven parecía ser una persona desviada, de carácter violento, pero que el ingeniero de
Zacatepec era ciertamente famoso en toda la región por la excesiva crueldad con que eran
castigados allí los esclavos y las muchas muertes que de ello resultaban. Durante los dos
meses siguientes, el sacerdote tuvo muchos problemas con Gertrudis, porque resultó que
era muy dada a la bebida y escandalizaba a sus compañeros de trabajo con su tosco
lenguaje y sus licenciosas costumbres, se escapaba continuamente y vendía o empeñaba
la ropa que le habían dado para pagar bebidas alcohólicas. Pero la conservó a pesar de
todo, y al final llegó de la Inquisición de México la esperada resolución del caso. Sería
necesario “moderar a la muchacha” encadenándola una vez más y obligándola a trabajar
durante un tiempo. Luego había que dejarla libre.

¿Qué pudo haber pasado con Gertrudis de Escobar? Es razonable suponer


que a su tiempo ingresó en la casta de ciudadanos marginales de la colonia, víctimas
amargadas de la incesante violencia social, que se movían sin cesar por el amplio y
peligroso submundo de la colonia, viviendo de “duros trabajos y milagros”. Es posible
que volviera a la capital para obtener pruebas definitivas de su condición de libre y para
molestar a su odiosa familia con su presencia. Tal vez don Mateo se las arreglará para
recuperarla, si decidió no perder su inversión y aprovechar sus buenas relaciones.
Tanto Juan como Gertrudis pudieron superar las circunstancias increíblemente
difíciles de estos periodos relativamente cortos de sus vidas, gracias a una extraordinaria
vitalidad, fuerza de carácter, vivaz inteligencia y sobre todo, un conocimiento de las
normas de la vida urbana e institucional de la colonia. Aunque hoy pueda parecer
paradójico, para la gente de color la sociedad mexicana del siglo XVII, totalmente carente
de poder, la principal esperanza de protección contra la ilimitada autoridad de un dueño
o patrón en una mina, hacienda o plantación era la serie de instituciones civiles y
religiosas que existían, a pesar de su integración al sistema colonial de explotación, para
imponer alguna forma de regulación a la desordenada sociedad. Lo que contribuía más
que ninguna otra cosa a destruir las oportunidades de vida en la sociedad colonial era el
ejercicio arbitrario de la autoridad, y lo que más contribuía a proteger a los individuos era
el sistema para la regulación de la sociedad, desafortunadamente débil y distante y en su
mayor parte ineficaz, que estaba representado por los organismos burocráticos de la
capital. La Inquisición misma, que nunca fue en realidad una organización filantrópica,
estaba obligada a veces a intervenir a pesar suyo en defensa de los impotentes, por la
simple razón de que tenía que mantener ciertas normas de conducta para la sociedad y
hacer todo lo posible para que se respetaran.
Juan y Gertrudis son excelentes ejemplos de individuos dotados, inteligentes y
animosos, tan mal empleados por una sociedad cuyas fuerzas productivas no estaban aún
lo suficientemente desarrolladas para absorber los recursos humanos de que disponía. La
gente como ellos tuvieron un papel importante en la lucha armada para destruir el orden
social respectivo de la colonia, lucha que empezó un siglo y medio más tarde, bajo la
dirección de Hidalgo y Morelos. Ambos fueron rebeldes indómitos contra las
circunstancias opresivas en las que habían sido colocados. Gertrudis, lejos de ser un
modelo de “feminidad” se convirtió en una mujer violenta, insolente, ebria y
desvergonzada y por ese medio logró triunfar sobre su mala fortuna. Pero ambos
entendían que para lograr sus fines estaban obligados a canalizar su rebeldía en una
paciente y decidida utilización de las instituciones de la sociedad, provocando las
discusiones en que podían argumentar en su favor, despertando el interés público e
incluso fabricando escándalos en torno a ellos mismos. Esta combinación de rebeldía y
adaptación a las normas sociales era el único medio de supervivencia para la mayoría de
los habitantes africanos y de razas mixtas, en la América colonial española.

FUENTES
Los materiales para historia de Juan de Morga se encontraron en el Archivo
General de la Nación en la ciudad de México, Ramo Inquisición, tomo 454, ff. 253 ss. La
historia de Gertrudis de Escobar se ha reconstruido a partir de documentos en el mismo
Archivo, tomo 446, ff. 161 ss.
INSTRUCCIONES

― Lea detenidamente los dos casos que se presentan


― Escoja el que más le llame la atención y elabore un resumen con sus propias palabras y
elabora una historieta (si no puedes dibujar no importa, puedes utilizar imágenes que tu
consideres se adaptan a tu historia)
― Se extiende la fecha de entrega del trabajo para el viernes 10 de marzo. El mismo debe
de ser presentado en un documento en pdf. No se dará más prorroga para la entrega.
― Para elaborar una historieta se te brindan los siguientes pasos:

Una historieta es, según la Universidad Tecnológica de Pereira, una narración de una historia a
través de una sucesión de ilustraciones que se complementan con un texto escrito. Aunque
también hay historietas mudas, sin texto.

1. Escribe el guion: Este es el primer paso para descubrir cómo hacer una historieta. Es
importante, primero, tener la idea clara sobre qué queremos escribir y con qué fin. si lo
que buscas es aprender cómo hacer una historieta para un público específico, es
importante tener presente la edad, intereses, nivel intelectual, entre otros detalles.
2. Debes tener en cuenta cada uno de los personajes de la historieta. Necesitas ser bastante
específico con los rasgos de su personalidad y sus características más resaltantes. Esto te
ayudará más adelante en el proceso de conceptualización e ilustración de tus propios
personajes.
3. En cuanto al diálogo de la historieta, este debe ser lo más breve posible. es recomendable
hacer anotaciones respecto a cómo deben lucir las ilustraciones al lado de cada página a
medida que hagas la revisión. es muy importante que, cuando el guion de la historieta
esté terminado, puedas leerlo 2 o 3 veces para pulir los detalles y perfeccionar tus ideas.
4. Una vez que tenemos los personajes diseñados, es importante empezar a dibujar el
espacio o los espacios en los que se va a desarrollar la historia que hemos creado. Los
escenarios de la historieta deben ser bien detallados, ya que eso llamará mucho más la
atención del lector.
5. Debemos distribuir cuantas viñetas queremos tener en una hoja. Esto depende de cada
artista y de los tipos de viñetas, aunque también influye la cantidad de información y el
énfasis que le quieras dar a una escena de la historieta en particular. Por ejemplo, si
tenemos una escena donde el protagonista explota por los aires por una bomba lanzada
por su enemigo, lo recomendable sería que esa viñeta ocupe gran parte de la hoja para
resaltar los efectos de la explosión.
6. Como paso final se deben incorporar los globos de diálogo. En todo el proceso para
aprender cómo hacer una historieta, se le debe dar una especial importancia a lo que los
personajes van a comunicar, ya que será lo que mantenga a la audiencia interesada en la
lectura. Procura que estos globos de diálogo no sean muy extensos, pues esto le quitaría
espacio a las ilustraciones de la historieta.

Para mayor información puede consultar en el siguiente enlace:


https://www.crehana.com/blog/estilo-vida/como-hacer-una-historieta/

También podría gustarte