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Romina
Créditos 19. Sonny
Aclaración 20. Corvin
Dedicatoria 21. Romina
Playlist 22. Felix
Advertencia sobre el contenido 23. Romina
Nota de la autora 24. Sonny
1. Romina 25. Romina
2. Felix 26. Felix
3. Sonny 27. Corvin
4. Romina 28. Sonny
5. Corvin 29. Romina
6. Felix 30. Romina
7. Sonny 31. Felix
8. Romina 32. Romina
9. Félix 33. Sonny
10. Romina 34. Romina
11. Corvin 35. Romina
12. Frollo 36. Corvin
13. Sonny 37. Romina
14. Romina 38. Sonny
15. Felix 39. Romina
16. Corvin 40. Felix
17. Romina 41. Romina
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la Autora
Hola,
por aquí.
No, mira arriba.
Sí, yo soy de quien hablan. La preciada posesión del director, encerrada en el
campanario del Colegio Parroquial Notredame. Para la mayoría de los estudiantes
yo era sólo un mito.
Una leyenda urbana.
La chica que toca las campanas en la torre, la que habla con las gárgolas.
El secreto de Frollo.
Entonces aparecieron ellos, esos paganos. Marginados, como yo. Pero estos
hombres no sólo son peligrosos, no tienen corazón. No acatarán ni se doblegarán
ante las reglas de esta escuela desquiciada y los secretos que oculta al mundo.
Ahora que me han encontrado, puede que nunca me dejen ir. Y quizá yo no quiera
que lo hagan...
HEARTLESS HEATHENS: Es oscuro ¿Por qué elegir Romance gótico vagamente
inspirado en los puntos principales de Notre Dame de París de Victor Hugo. Esto
NO es un retelling, NO es un cuento de hadas fracturado. En esta historia no
interviene ningún personaje de ascendencia romaní. La protagonista femenina no
elegirá entre los intereses amorosos de esta historia.
***Esta es una historia de corrupción, aquí no hay héroes. Tenga en cuenta la nota
de la autora y la advertencia sobre el contenido. Este libro es de naturaleza oscura y
gráfica, toca temas que pueden no ser adecuados para lectores menores de 18 años.
Este trabajo es de fans para fans, ningún participante de este proyecto ha recibido
remuneración alguna. Por favor comparte en privado y no acudas a las fuentes
oficiales de las autoras a solicitar las traducciones de fans, ni mucho menos nombres
a los foros, grupos o fuentes de donde provienen estos trabajos, y por favor no subas
capturas de pantalla en redes sociales.
1 FMC. abreviatura, sustantivo. Significa "personaje principal femenino". También puede denominarse "interés amoroso", "heroína" o
"protagonista". Por lo general, sólo se utiliza cuando una obra tiene varios personajes principales, en la mayoría de los casos una mujer y un
hombre que inevitablemente acaban enamorándose, sea cual sea el género.
―Y
si gritas el nombre de Dios una vez más mientras estoy entre tus
piernas, ni siquiera él podrá salvarte, corderito ―gruñó en mi oído.
Su ira era demasiado evidente para negarla, pero de algún modo
el miedo que invocaba en mí sólo forzaba el calor líquido a derramarse libremente
entre mis muslos.
Con una sola mano, me sujetaba las muñecas por encima de la cabeza mientras
introducía su grueso miembro en mi interior demasiado deprisa, a un ritmo casi de
castigo. Su ritmo era constante y mis pechos se agitaban con cada electrizante golpe
de sus caderas. Su mano libre los acariciaba con rudeza, provocándome escalofríos.
―Oh, G. ―grité, deteniéndome a tiempo para recordar su reciente amenaza.
Su boca encontró el otro pezón, su lengua se arremolinó salvajemente sobre las
perlas endurecidas, y una sensación desconocida empezó a crecer profundamente
dentro de mí.
―¿Te duele ese coño tan estrecho cuando mi gorda polla lo estira así? ―Me la
metió más adentro, obligándome a soltar otro grito, y yo asentí.
Pero dolía mucho, y eso era aún más aterrador.
―Sabía que eras una putilla ―dijo, bajando la mano hacia mi centro, rodeando
con los dedos el resbaladizo manojo de nervios contra el que presionaba.
La sensación en mi interior se intensificó, el calor me llenaba por dentro,
suplicando salir.
―No pensé que pudieran correrse en su primera vez ―dijo, mirando por encima
del hombro.
Jadeaba y jadeaba entre violentas embestidas, buscando algo que no podía agarrar
por mí misma.
―Mira qué bien me coges. ―Sonrió, observando los movimientos entre nosotros
con una mirada maravillada bailando en sus ojos.
Una risita oscura resonó en la habitación, pero no pude discernir de quién
procedía. Había demasiada niebla para distinguir dónde estábamos y quién estaba
allí.
―Mi sucia putita. ¿Qué diría tu Dios si supiera que le estás llamando por su
nombre mientras te retuerces así sobre mi polla? ―me ronroneó al oído, sus palabras
pretendían insultarme, pero de algún modo desataron lo que yo misma estaba
conteniendo.
Explotó como una onda expansiva, como la rotura de una presa. Gemí,
aferrándome a él, a las sábanas, a cualquier cosa que encontrara, mientras cabalgaba
sobre lo que sólo podía describir como una ola de placer en la que estaba
desesperada por ahogarme.
―Sucia, sucia, puta.
Su voz empezó a transformarse, desde el sedoso y profundo rumor que me
derretía por dentro hasta uno siniestro. Una llena de odio y desaprobación que
apagó mi fuego.
―Sabía que eras igual que la puta asquerosa de tu madre. ―Continuó, su rostro
se iba concentrando poco a poco mientras su voz se volvía más viscosa y despiadada
con cada palabra.
Su mano me rodeó la garganta. Sus ojos ardían con un odio salvaje y apretó,
cortándome la respiración. Por fin pude ver cómo sus rasgos se transformaban en los
de mi tutor, Claüde Frollo.
Me desperté frenética, empapada en sudor, de la confusa pesadilla. Llegué al sur
para sentir las secuelas de la fantasía demasiado realista. Separé los labios
conmocionado al descubrir lo resbaladiza que estaba ahí abajo.
Era la tercera vez este mes que tenía ese sueño. Era el único que parecía tener
nunca más. A veces había algo más, a veces me despertaba y ahí terminaba. Era una
historia a la que no encontraba el final.
Lo peor de preguntarte si habías empezado a perder el control de la realidad era
que nadie podía convencerte de lo contrario. Una vez que habías empezado a jugar
con el tejido mismo de tu propia cordura, lo único que podías hacer era coger un
trineo y deslizarte por esa empinada pendiente como si el mismísimo Diablo
estuviera a tus espaldas.
Cuando era más joven, solía pensar que todo el mundo vivía así. Que era normal.
Pero a medida que el velo frente a mis ojos se levantaba lentamente, la historia a la
que me aferraba se desmoronaba. Me volví hastiada, amargada.
Miré alrededor de la habitación, esas cuatro paredes eran todo mi mundo. No
conocía nada fuera de ellas. Excepto por esa semana. Mi iPad fallaba y el bloqueo
para niños no funcionaba. Navegué por YouTube durante horas hasta que sentí que
mi cerebro prácticamente se derretía dentro de mi cabeza. El padre Frollo casi pierde
la cabeza e intenta acusarme de brujería. Dijo que si volvía a mencionar el accidente
o alguna de las cosas que había visto, me lo haría pagar.
Pero el daño ya estaba hecho. Mi mente empezó a derrumbarse sobre sí misma.
Intenté concentrarme en otra cosa, en cualquier otra cosa. Pero sus palabras
siempre me encontraban.
Inútil.
Asquerosa.
Eso es lo que había dicho.
Cuando alguien te llena la mente con una idea todos los días, empiezas a
preguntarte si tal vez esté en lo cierto. ¿Y si te ven mejor de lo que tú te ves? Así que
te escondes, esperando que nadie se dé cuenta de quién eres realmente.
La realidad es que mi historia no tiene un comienzo impactante. Ningún suceso
que te haga hervir la sangre y te haga pensar que merece la pena escucharla.
O mucho menos que yo te lo cuente.
Sólo vale la pena contar una historia si vale la pena escuchar la mentira. Y eso es
lo que pasa conmigo. No merece la pena escucharme.
Eso dijo.
Director Frollo, el Arzobispo. Así es como la mayoría de la gente le llama por aquí.
Le llamo Padre, ya sabes, en plan líder sagrado.
No es mi verdadero padre y no pierde la oportunidad de recordármelo. Sólo soy
una carga que le han echado encima, un sucio secreto que tiene que ocultar al
mundo.
Verás, soy un mito por aquí.
Una leyenda urbana.
Creces encerrada en el campanario de una universidad religiosa y acabas siendo
el fantasma del que todo el mundo susurra. Pasan con el cuello tenso, mirando hacia
arriba en su búsqueda de mí.
La pupila secreta del director.
Están desesperados por ver a la niña nacida del pecado.
El padre Frollo dijo que mi madre era una puta que acudió a él en busca de ayuda
cuando le sobrevino la enfermedad. Estaba embarazada y no tenía a quién acudir.
Murió en el parto, y el piadoso Cläude Frollo era un hombre de virtud. Nunca
rechazaría a un inocente necesitado, sin importar lo que otros en su posición le
hubieran obligado a hacer en nombre de la pureza y de Dios.
Él me crió. Me mantuvo en secreto de la iglesia que ahora dirige y de la escuela
que gobierna. Le despreciarían por ayudar a alguien tan manchado de pecado como
mi madre y acoger a su vergonzosa descendencia.
Así que aquí me quedo, encerrada, donde nadie sabe que existo. Para proteger su
virtud y la mía propia.
Y así ha sido siempre, desde que tengo uso de razón. Pero ya no soy una niña
pequeña, y este es el año en que me prometí a mí misma que convencería al padre
Frollo para que me dejara unirme a los alumnos en clase. He destacado en todas mis
clases en casa, y estoy más que preparada para estar ahí afuera con ellos.
Estoy desesperada por saber cómo son realmente las personas. Todo lo que sé es
cómo se ven desde la distancia. El sonido lejano de sus risas y conversaciones
entrelazadas con la música del viento que roza la espesa cubierta de árboles que
rodea el campus.
Hasta que empiecen a caer las hojas.
El verano está terminando, y pronto todos volverán al campus para el curso, los
nuevos y los antiguos alumnos. No me molesto en conocerlos por sus caras. Ellos se
irán con el tiempo, y yo seguiré aquí, igual que Laverne. Envejeciendo como el reloj
del campanario de esta misma capilla.
Hace dos décadas, una enfermedad se propagó. Más de dos tercios de la población
mundial acabaron muriendo en los primeros cinco años a causa de ella, antes de que
pudieran producir una vacuna. Algunos pensaron que era la forma que tenía el
mundo de librarse de las mismas generaciones que estaban acabando con el planeta.
Pero los devotos, como el padre Frollo, estaban seguros de que era la voluntad de
Dios.
Una prueba de fe.
El Guantelete al Cielo.
Mi madre murió al darme a luz, así que, según su razonamiento, yo también
debería haber muerto. Por el mero hecho de existir, no había superado su santa
prueba. Era casi imposible sentir el impulso de redimir mi alma eterna, como la
llamaba el padre Frollo. Suspirando, sintonicé el señor Rogers por quinta vez en el día
en el único canal de televisión que tengo. En un par de horas se acabaría la restricción
de tiempo de pantalla de mi tableta y podría jugar a algunos juegos para mitigar el
dolor del aburrimiento. Nada más que los juegos funcionaban en ella, de todos
modos.
Todo lo que aprendo pasa primero por él, y es por algo. Sólo que aún no he
descubierto por qué.
sin hogar fueron desalojadas de las calles y las prisiones comenzaron a convertirse
en almacenes de mano de obra para apoyar a las grandes corporaciones.
3 El caso Roe contra Wade o Roe vs. Wade fue el litigio judicial ocurrido en 1973 en el que Corte Suprema de los Estados Unidos dictaminó
que la Constitución de Estados Unidos protege la libertad de una mujer embarazada para elegir abortar sin excesivas restricciones
gubernamentales.1 Anuló muchas leyes federales y estatales sobre el aborto.
por lo que ellos y sus antepasados habían luchado durante tanto tiempo.
Sonny no estaba muy contento de estar aquí. No podía culparlo. Se suponía que
íbamos a empezar Oxford en otoño, en vez de eso estábamos aquí atendiendo las
travesuras de Arlan.
Arlan Black era el Rey Mierda. Nuestras familias habían estado unidas durante
generaciones, y su hija se había criado con nuestras madres. Igual que nosotros nos
habíamos criado el uno con el otro. Excepto que ahora él era el único miembro vivo
de su linaje de dos mil años, y por lo que parecía, probablemente era demasiado viejo
para cualquier posibilidad de una nueva descendencia.
Se agarraba a un clavo ardiendo cada día que la parca se acercaba y ahora parecía
estar desesperado. Supongo que no importaba lo viejo que fuera tu dinero si no
tenías a nadie a quien dárselo. Si tu legado terminaba contigo y no había nadie
dispuesto a impulsarlo. Puede que nos criara, pero al fin y al cabo, yo no era un Black.
Yo era un Escura, y Sonny era un Santorini.
Todo lo que Arlan representaba moriría con él.
―No voy a dormir en habitaciones compartidas. ―Me reí del viejo antes de que
perdiera el tiempo haciéndonos recorrer medio campus.
―Lo siento, ¿prefieres mi habitación en la catedral? ―preguntó en tono sarcástico,
pero estuve tentado de decirle que sí para ver quién rompía primero.
Ya me daba cuenta de que nos esperaba un año infernal, destinado a chocar con
Frollo a cada paso. Este era su dominio, pero nuestro dinero era aún más fuerte.
―No es mala idea, tal vez podrías despejar algunas de esas dependencias privadas
para nosotros. Estoy seguro de que a nuestro benefactor le complacería saber lo bien
que nos alojas con todos los fondos que te ha proporcionado ―dijo Corvin sin pudor
y se me escapó una carcajada.
―No puedes hablar en serio, no voy a reubicar a los profesores... ―empezó
furioso, pero Sonny le interrumpió.
―Monjas ―corrigió Sonny―, los profesores van a la escuela a enseñar. Las
monjas sólo están casadas con tu Dios, ¿verdad? Salvo que tú les has dado un plan
de estudios. ―El labio superior de Frollo se crispó en una mueca de desprecio y
apretó con rabia la tela de su bata entre las manos.
―No puedes pretender que traslade a mi personal. ―Volvió a resoplar, tratando
de hacerse más alto, pero la estatura de Sonny era demasiado considerable para que
pudiera hacer valer su autoridad sobre él.
―Cálmate ―le hice un gesto con la mano―, nadie te va a obligar a moverte. ―Le
aseguré, y dejó escapar una exhalación ansiosa―. Aunque tiene que haber algún
edificio vacío en este campus. ―Le enarqué una ceja, y sus ojos se desviaron
rápidamente hacia la capilla en la distancia.
―Desgraciadamente no lo hay. ―Volvió a juguetear con las manos, lo que
delataba sus mentiras.
―Tomaremos la capilla. ―Sonny le sonrió como si también se hubiera contagiado
y vi cómo a Frollo se le iba el color de la cara.
―Absolutamente no, la capilla está condenada. No es habitable. ―Se irguió, una
vez más haciendo todo lo posible por recuperar algún tipo de control sobre nosotros.
―Eso no es problema, podemos arreglarlo. ―Sonny soltó una risita y el arzobispo
empezó a divagar rápidamente, moviendo la boca a millones de kilómetros por
segundo mientras se le ocurrían mil razones por las que no podíamos vivir en la vieja
capilla.
Sonny pulsó algunos botones de su teléfono antes de girar la pantalla hacia
nosotros:
―Ya está. Es nuestra. ―La media sonrisa que se dibujó en su rostro era
espeluznante, y era la razón por la que amaba tanto a aquel cabrón.
Nadie podía meter el miedo en el corazón con tanta facilidad como cuando Sonny
Santorini había decidido algo.
―Pueden mudarse con el comienzo de las clases el viernes ―anunció Frollo,
dándose la vuelta para caminar hacia la vieja capilla.
―Creo que no le has oído ―dijo Corvin, poniendo la mano en el pecho del
anciano―. Eso ya no es propiedad de la iglesia, es nuestra. ―Los ojos de Frollo se
abrieron de par en par, y su tartamudeo volvió a sacar lo mejor de él.
―Eso es absurdo. Tengo pertenencias que sacar de allí, no puedes esperar
irrumpir y...
―Eso es exactamente lo que estamos haciendo Claüde, ya has oído a mi hermano.
La capilla es nuestra, y todo lo que haya dentro también. Si encontramos tus
pertenencias y no queremos quedárnoslas, las pondremos delante con el resto de la
basura. ―Le guiñé un ojo al anciano antes de guiarnos a los tres hacia nuestro nuevo
hogar.
―Ah, y si te pillo en nuestra casa, serás recibido con algo más que el extremo
afilado de mi cuchillo, ¿me entiendes? ―dijo Corvin, levantándose la camisa para
dejar al descubierto la pistola que escondía en la cintura del pantalón.
―Eso es una amenaza ―dijo Sonny con cero inflexión antes de darle la espalda al
arzobispo.
―Al menos está lejos del campus. No se meterá en nuestros asuntos y podremos
verle venir. ―Les dije a ambos una vez que terminamos el largo camino hasta la vieja
capilla.
Por fuera parecía un infierno, y me preocupaba un poco que el hecho de demostrar
nuestro punto de vista aquí fuera a volverse en nuestra contra.
―¿Cómo conseguiste este lugar tan rápido? ―Corvin le preguntó a Sonny.
―Arlan se encargó de ello. Sólo le dije que había muchas posibilidades de que lo
que buscaba estuviera aquí dentro y que Frollo no nos dejaría entrar. ―Hojeó su
teléfono mientras subíamos las escaleras de la capilla y abríamos las puertas.
―Oh, joder, no. ―Corvin gimió y yo me reí a carcajadas cuando la realidad de la
capilla de mierda se nos vino encima en una nube polvorienta.
―Nuevo plan, destripar, limpiar y amueblar este lugar. Volveré el viernes para el
comienzo del curso. No pienso vivir en estas condiciones ―bromeé intentando fingir
mi marcha, pero Sonny me agarró por detrás del cuello y tiró de mí hacia dentro
antes de cerrar las puertas de la capilla.
―Este lugar... es donde tenemos que estar ―dijo con ese aire misterioso, con el
cabello negro cubriendo sus brillantes ojos azules―. ¿No puedes sentirlo?
―No te pongas siniestro conmigo, amigo. ―Me lo quité de encima―. Es sólo una
vieja capilla de mierda.
―Lo que necesitamos está aquí. Lo que significa que pronto saldremos de aquí.
―Sus dedos tatuados se golpeaban el labio inferior mientras paseaba por el espacio
vacío, examinando lo que sería nuestro nuevo hogar.
La sonrisa que Corvin le dedicó a Sonny parecía casi peligrosa. Eran parecidos en
ese sentido, la forma en que podían meter miedo a un extraño con sólo una mirada.
Ayudaba tener tatuajes desde la garganta hasta los dedos de los pies. Si no fuéramos
calcos el uno del otro, los habría tomado por hermanos.
Los dos tenían el cabello tan negro como la noche, aunque Sonny lo tenía más
corto y recogido sobre los ojos y Corvin lo llevaba recogido con un largo
pompadour4, peinado hacia atrás pero siempre recogido por el casco de la moto.
―Actúas como si lo espeluznante no fuera lo suyo ―se rió Corvin, dándole una
palmada en la espalda a Sonny y ganándose un ceño fruncido por su parte que sólo
le hizo reír más.
―Tiene algo que le importa aquí. Vamos a averiguar qué es ―dijo Sonny,
continuando su inspección―. No viste su cara cuando Felix mencionó esta capilla.
Bastaron unos pocos pasos en el pasillo para que nuestras sospechas se
confirmaran cuando la puerta de acero con cerrojo quedó a nuestra vista.
4El «pompadour», tal y como hoy lo conocemos, es un tipo de corte y peinado que concentra un gran volumen de cabello sobre la frente,
a modo de flequillo elevado, arrastrando las puntas hacia atrás y acabado con una suave onda.
todo lo que ocurría con los ojos entrecerrados, como si nada pudiera complacerle.
Era un trabajo costoso entre un lunes y un jueves micro gestionar algo sobre lo que
no tenías ningún control.
No era el epítome del lujo, pero nos ayudaría a pasar este año. El suelo de mármol
negro con vetas plateadas recorría toda la capilla, donde se habían retirado los
podridos suelos de roble. Todas las paredes estaban pintadas de negro, cubriendo
las imágenes pintadas de Cristo camino de su crucifixión.
La cantidad de energía que perduraba en una habitación sin paredes oscuras era
demasiado para soportarla. Elegimos un tono de negro y los contratistas parecían
aliviados. Sonny había traído unos lienzos de gran tamaño que representaban
distintas escenas del Infierno de Dante y que colgaban en lo alto de las paredes,
encima de las vidrieras. Probablemente, los cuadros habían estado en uno de los
muchos almacenes de Arlan, esperando a que reabrieran los museos para poder
venderlos.
Frollo se mantuvo a distancia, seguramente en un intento de preservar su
dignidad. En cambio, la hermana Agnes nos dejó nuestros horarios para el semestre
de otoño. Si el latín de las seis de la mañana no iba a matarme, entonces la clase de
historia religiosa de las cuatro de la tarde podría hacerlo. Pero si Frollo creía que me
iba a ganar cargando mi horario, lo tenía claro. Yo prosperaba en ese punto dulce
entre ocupado y abrumado.
Lo prefería a los gritos silenciosos que se producían en mi mente cuando me
quedaba solo. Nunca había sido buena compañía. No había nada peor que sentarme
con mis propios pensamientos.
Nadie podría odiarme tanto como yo.
Así que me aseguré de no estar nunca a solas con el bastardo. Si me reía lo bastante
alto, no podría oírle destrozarme.
Sonny, sin embargo, estaba empezando a perder la cabeza por la puerta de hierro.
Le había pedido la llave a Frollo varias veces a lo largo de la semana, pero sin éxito.
Frollo se negaba a desprenderse de ella, diciéndonos que si queríamos acceder al
almacén de la capilla en el desván, teníamos que concederle tiempo para vaciarlo.
Eso no iba a ocurrir.
Sonny se había pasado toda la semana utilizando el hombro como ariete contra la
barricada de acero sin que la puerta en sí sufriera ningún impacto. Frollo había
activado varias veces el sistema de seguridad que habíamos instalado intentando
colarse, pero el equipo de construcción había sido contratado para trabajar toda la
noche.
Pagarles extra para mantener alejado a Frollo no había sido un problema.
Aun así, los contratistas no pudieron abrir la puerta con las herramientas que
habían traído y dijeron que se necesitaría una herramienta especial para abrir la
puerta sin dañarla. Así que aquí estábamos, esperando a que volvieran para
arreglarlo.
―¿Y si la cagamos? ―Oí preguntar a Corvin.
―¿Puedes traerme los palos? ―Sonny le preguntó.
―Whoa, whoa, no vas a volarlo. Si pones dinamita contra esa pared
probablemente harás que el campanario se derrumbe sobre todas nuestras cabezas.
―Me apresuré a entrar en el vestíbulo para detener cualquier idea loca que
estuvieran empezando a urdir.
―¿Y? ―Sonny preguntó y yo puse los ojos en blanco.
―Entiendo que no quieras estar aquí hombre, pero eso no significa que nos saques
junto con la arquitectura. El curso ni siquiera ha empezado. Pronto conseguiremos
lo que sea que haya ahí arriba ―dije, dándole una palmada en el hombro antes de
que se volviera hacia el salón para desempaquetar nuestros nuevos muebles.
―¿Desde cuándo te importa un carajo la arquitectura? ―me preguntó con cara de
curiosidad y yo le dediqué media sonrisa.
―Alguien tiene que hacerlo, ya sabes que los libros mataron edificios, ¿no? ―Cité
mal algún clásico pasado de moda y me torció la cara como si no supiera de qué coño
estaba hablando.
Lo que significaba que probablemente estaba lejos porque Sonny había leído casi
todo.
―¿Conseguiste tu horario? Frollo me ha puesto cálculo a las cinco y media.
―Corvin cambió de tema.
―No deberías haber amenazado al hombre. ―Sonny le recordó lo que le valió sus
horas de clase para empezar, pero mi gemelo se limitó a encogerse de hombros.
―Sean cuales sean los documentos que tiene ahí arriba, ¿crees que valdrán la
pena? ―Le pregunté a Sonny.
―Creo que Arlan nos va a hacer revisar y leer cada pedacito de mierda que
descubramos allí antes de dejarnos volver a casa. Me han jodido, idiotas. ―Me lanzó
el cúter mientras empezaba a sacar el contenido de la caja, desvelando las piezas del
nuevo sofá que pronto llenaría el gigantesco espacio vacío en el que nos
encontrábamos.
―Al menos estamos jodidos todos juntos ―musitó Corvin desde atrás.
―Jodidos juntos ―murmuró Sonny.
―¿Q
ué estás haciendo? ―le pregunté a Corvin, que prácticamente
se había hecho fuerte al volver a la capilla.
―Volviendo a la casa. ―Se giró rápidamente como si quisiera
interrumpir la conversación.
―Sí, ahora va a casa a ducharse después de gimnasia. ―Félix se rió, burlándose
de las extrañas payasadas de su gemelo.
―Espera, ¿se está poniendo mal? Me dijiste que me avisarías si era así. ―Me
acerqué a él, tratando de mostrar más preocupación que asertividad en mi tono, pero
probablemente fallando―. ¿Está pasando otra vez? ―Le puse la mano en el pecho
para evitar que se marchara.
―No, es sólo que no me gusta que me cojan en lugares donde sería vulnerable si
lo hiciera. ―Apretó los dientes empujándome.
No luché contra ello, comprendiendo que a él no le gustaba sentirse fuera de
control. En eso nos parecíamos, pero la diferencia entre los dos era que yo exigía el
control. Corvin se convirtió en prisionero de ello. Aquí fuera no teníamos ninguno.
Estábamos a merced de otros hombres.
Arlan.
Frollo.
―Bueno, a pesar de todo, eso no es sostenible. No puedes estar caminando a una
milla del campus cada vez que te sientes raro. ―Félix intervino detrás de su
hermano.
―No estaremos aquí tanto tiempo. ―Le corregí.
―¿Estás tan seguro de que vamos a encontrar aquí lo que busca? ―Corvin cruzó
los brazos sobre el pecho, mientras yo abría la puerta de la capilla.
―Claüde Frollo es un mal mentiroso. Oculta algo, seguramente en ese
campanario. ―Le conté lo que me había estado rondando por la cabeza los últimos
días.
―¿Crees que realmente hay algo ahí arriba que podamos usar? ―Inclinó la
barbilla hacia el techo―. ¿Cómo subimos?
―Aún no me he dado cuenta. No viste su cara cuando le dijimos que no podía
vaciar el lugar primero. Dudo que le preocupara tanto salvar bancos y camas viejas.
Busque lo que busque Arlan, creo que empezaremos por buscar allí ―les dije a
ambos.
―Si ese es el caso, escalaré ese muro mañana. ―Corvin se ofreció voluntario.
Era el segundo día del trimestre y había pasado la mayor parte del día de ayer
incrédulo ante lo que consideraban material educativo.
―¿Adónde vas? ―le pregunté a Félix, que ya se había puesto unos pantalones
cortos verdes de gimnasia, calcetines hasta la rodilla y se estaba poniendo un maillot.
―Pruebas de fútbol ―dijo sin darle mucha energía.
―¿Qué coño? ¿Qué parte de, no estaremos aquí mucho tiempo, no estás
entendiendo? ―Apreté su camiseta con las manos, acercándolo a mí, pero él se
limitó a apartarme como si no me tuviera miedo.
No lo tenia, y era una de las tres personas vivas que podían decir eso. Cuando
crecías con alguien aprendías todos sus defectos y sus miedos. Sabías exactamente
cuáles eran sus debilidades, y sabías cómo derribarlas. Por eso nos criamos juntos.
Arlan manipuló nuestra amistad desde el principio. Nuestro vínculo. Nos unió
porque sabía que nuestra lealtad mutua nos convertiría en una fuerza poderosa o
sería nuestra perdición. Quería que fuéramos un arma contra la Iglesia, para derribar
el control que tenían sobre la vida de la gente.
Algo que había sido incapaz de hacer en vida.
Sus bolsillos eran tan profundos que la Iglesia no podía evitar su influencia. Pero
él pensaba que el crecimiento de su dinero se correlacionaba directamente con la
ignorancia del público sobre sus creencias. Por eso, tenía demasiado miedo de que
su conexión con el Santuario Satánico fuera revelada al público. Temía el impacto
que eso tendría en sus accionistas y en sus finanzas con el estado actual de la política.
Un concepto divertido porque ahora no había política, sólo estaba la iglesia.
Pero Arlan no sólo estaba relacionado con el Santuario Satánico, él era el Santuario
Satánico. Lo que él decía era ley y lo que quedaba de sus seguidores inclinaba la
cabeza y decía «gracias señor». Y por alguna razón hacían lo mismo por mí una vez
que él moría.
Él, sin embargo, estaba desesperado por hacerme pasar por el guante para darme
lo que ya era mío. Me importaba un carajo lo que era suyo, yo no era de su sangre.
Además, mi madre me había dejado mucho. Simplemente se negaba a dármelo.
Como un maldito niño con una rabieta, no podía aceptar su propia mortalidad.
Colgando lo que se nos prometió como una zanahoria, manipulándonos para sus
necesidades. Nos obligaba a todos a someternos a sus caprichos para asegurarse de
poder orquestar todo lo posible hasta su último aliento.
Quizá mis problemas de control no eran tan hereditarios como los que me inculcó
el hombre que me crió.
De cualquier forma, no obtendríamos nada hasta cumplir su pequeño encargo.
Más que nada, temía el daño que podríamos hacer con acceso a tanto dinero. En
cuanto a su parte, a veces me preguntaba si lo vería enterrado con él antes de
permitirnos alterar el equilibrio y distribuirlo por el mundo. El dinero era poder,
control. Si todo el mundo lo tenía, nadie tenía el poder.
No estaba en desacuerdo con el sentimiento, pero no entendía que el control ya se
había perdido. Todas las familias más ricas prometieron su dinero a la iglesia, y una
vez que el Papa murió, Frollo fue elegido arzobispo. Nunca se eligió un nuevo Papa.
Frollo prometió a los peces gordos que sus cómodas vidas seguirían siendo cómodas
y eso era todo lo que necesitaban.
El ciclo de pobreza que aplastaba a la mayoría de la población giraba sin cesar. Un
sistema infalible que no se podía romper.
―Esta mierda es aburridísima, déjame divertirme Sonny. No te gustará que me
aburra. ―Curvó medio labio en una mueca como de advertencia antes de darme la
espalda y salir corriendo hacia la cocina. Félix Escura era el tipo de persona que se
volvería loco si no tuviera algo que le obsesionara. Algo en lo que concentrar toda su
energía.
Lástima que no decidiera interesarse por acondicionar el resto de la maldita capilla
a nuestro gusto. El resto del mobiliario había llegado en algún momento del día, y
Corvin ya había hecho la mayor parte del montaje.
El lugar seguía siendo una basura.
Pero sabiendo lo mucho que le molestaba a Frollo, que estuviéramos aquí, en su
espacio sagrado, respirando el mismo aire que su santa justicia.
Era delicioso, el sabor de su miseria.
Los hombres débiles eran así, sus fracasos se convertían en algo tangible que
podías enrollar en la palma de tu mano y moldear como munición contra ellos.
―¿Te has comido mi helado? ―Gritó el más animado de los dos Escura.
―¿Cuándo fue la última vez que me viste comer helado? ―pregunté en tono
llano.
―¡CORVIN! ―Gritó Félix, condenando a su gemelo a sufrir su ira por la golosina
helada.
―Está en clase. ―Se lo recordé y cerró el congelador de golpe, resoplando y
murmurando algo sobre que era la segunda pinta que no se terminaba desde que
nos habíamos mudado.
Un flash me llamó la atención y miré justo a tiempo para ver a alguien haciendo
fotos con su teléfono a través de una de las vidrieras.
Desesperado.
Todos lo eran.
Nos tenían miedo, por todo el asunto del Santuario Satánico.
Pero estaban embelesados con nuestra presencia.
Por naturaleza humana, deseaban nuestra atención. Necesitaban saber lo que
significaba estar cerca del Diablo porque tenían demasiado miedo de averiguarlo por
sí mismos.
Me acerqué despacio a la ventana. Apenas se oía el rumor de los arbustos, pero lo
que llamó mi atención fue el chillido de una rubia que estaba delante de nuestra
nueva casa. Jadeó y dejó caer el teléfono antes de darse la vuelta y correr en dirección
contraria.
Podría ir a buscar su teléfono.
Podría devolverlo. Podía tirarlo. Quiero decir, las opciones eran infinitas. Pero la
realidad era que yo era demasiado apático acerca de toda mi situación a dar
suficiente de una mierda para hacer cualquier cosa que no termine de inmediato esta
misión para nosotros.
Mi futuro me esperaba en Oxford, lejos de este maldito país.
Arlan Black echó por tierra mis planes, mi vida entera, todo porque se estaba
descomponiendo ante nuestros ojos y la sola idea de que un Black no orquestara el
futuro del imperio era una blasfemia.
Así es como funcionaba.
Los Black estuvieron a cargo de todos los acontecimientos importantes de la
historia durante al menos los últimos mil años. Ellos fueron los encargados de sentar
en el poder a casi todas las personas en la cima de la cadena. Cosas como sindicatos,
funcionarios del gobierno, celebridades. Lo manipulaban todo. Después de todo, si
tenías suficiente dinero, podías comprar lo que quisieras. Para Arlan Black llegar a los
cien años y no tener ni un solo vástago que llevara a cabo sus deseos exactamente
como lo había planeado debía ser un pensamiento aterrador.
No fue culpa suya cuando se amañaron las elecciones y el pueblo estadounidense
enloqueció con ese bufón hace tantos años. Algunos dicen que desencadenó la
reacción en cadena que llevó a la caída de la democracia, otros dicen que no era más
que un reflejo de lo peor de nosotros mismos. En cualquier caso, no estaba destinado
a llegar al poder y después de eso todo se fue a la mierda.
Fue antes de mi tiempo.
Entonces llegó el virus y nacimos mis hermanos y yo.
Bueno, eran hermanos, y nunca lo oirían salir de mi boca, pero eran las únicas
personas en esta maldita Tierra a las que quería.
Así que sí, yo también los llamaba mis hermanos.
Eran todo lo que tenía.
Nunca me había acercado a nadie, y nunca tuve el deseo de hacerlo. Comprender
a los demás no era algo que se me diera bien, no era algo que quisiera que se me diera
bien. La gente no era para mí. Eran demasiado manipulables y no tenían ninguna
responsabilidad.
La mitad del tiempo pensaba en el aspecto que tendrían si les rallara la cara con
un rallador de queso. Aliviaba esa especie de picor profundo que no podía rascarme.
Pero me guardé esa mierda para mí.
H
abía pasado una semana entera desde la última vez que vi al padre
Frollo.
Me asomé al balcón del campanario y oí la conversación con los chicos
que ahora se instalaban justo debajo de mí. Sin previo aviso,
reclamaron mi casa como suya, y sabía que el padre Frollo diría que era imperativo
que permaneciera oculta. Era un pensamiento estimulante, petrificante, que me
aceleraba el corazón, saber que podía haber una aventura esperándome justo debajo
de mí.
No había vuelto, pero sabía que querría que le esperara, que me mantuviera oculta
de esos hombres. La mayor parte de la semana fue insoportablemente ruidosa. No
podía leer nada con tanto ruido y, sin poder tocar las campanas, mi melancolía
aumentaba cada día. Destrozaron la capilla por completo y la convirtieron en algo
irreconocible.
Era oscuro y lúgubre, nada que ver con el pedazo de historia que una vez fue.
Y me quedé sin comida hace dos días.
Ambos días me había colado por el balcón. Hacía tiempo que había memorizado
qué ladrillos faltaban en los muros exteriores para poder utilizarlos como asideros
para subir y bajar por la capilla por mi cuenta. Hasta ahora, sólo había tomado
helado y los gruñidos de mi estómago me avisaban de que era hora de comer algo
con verdadero sustento.
Rodé de mi espalda a mi costado, alcanzando desesperadamente a mi pétrea
amiga Laverne, que se burló de mí desde su percha antes de que el cuervo residente
encontrara el camino a su boca.
―Ayúdame ―le susurré, con la voz ronca y seca por no haber bebido agua en casi
un día. Me devolvió una mirada gris que decía que no debería haberle metido migas
de pan en la boca para los pájaros.
No me habría ayudado a pesar de todo. No era su estilo.
Hacía una semana que no tocaba las campanas.
Ni que hubiera un alma a la que le importara.
Dudo que nadie se diera cuenta.
―¿Te has comido mi helado? ―Oí una de las voces con las que empezaba a
familiarizarme, gritando desde debajo de las tablas del suelo del ático.
―¿Cuándo fue la última vez que me viste comer helado? ―Respondió la más fría
de las tres voces, envolviéndome el pecho con un abrazo helado.
Gritaron un poco más hasta que sentí que me iba a desmayar de hambre,
discutiendo una y otra vez hasta que finalmente salieron juntos de la capilla. Esperé
mis cinco o seis minutos habituales antes de coger mi bolsa de tela y colgármela del
pecho antes de bajar por el muro. Las crestas musgosas de cada ladrillo me
resultaban ahora suaves y familiares.
Me deslicé a través de la ventana que conducía al interior de una habitación con
cama, el fuerte aroma de algo amaderado pero especiado invadió mis fosas nasales.
Miré a mi alrededor, parecía tan acogedor ahora, había una lujosa cama con
almohadas de felpa y la manta negra más suave que había visto en toda mi vida.
Mucho mejor que los harapos con los que había dormido durante los últimos diez
años. En realidad, me la compré cuando la manta anterior se me quedó pequeña y
me quejé al padre Frollo de que me dolían los pies de frío en las noches de invierno.
Me dijo que el dolor debía acercarme a Dios, pero hace unos años el calor dejó de
funcionar del todo y a la semana siguiente me trajo una manta más grande. Más
grande pero no blanda.
Me dejé caer en la cama, acurrucándome encima de las sábanas e impregnándome
de aquel olor cálido y acogedor para poder disfrutarlo más tarde, cuando me viera
obligada a retirarme arriba a mi escondite. Era tan suave como parecía, y ahora temía
no volver a levantarme. Pero si algo me había enseñado la lectura era que a Ricitos
de Oro siempre la pillaban, y yo no iba a quedarme el tiempo suficiente para
averiguar lo que me harían esos paganos si me pillaban entre sus cosas.
Había oído sus amenazas a Frollo, advirtiéndole que se mantuviera alejado de la
capilla y que ahora le pertenecía junto con todo lo que hubiera en ella.
Bueno, yo estaba en ella.
¿Qué significaba eso para mí?
Me dirigí a la cocina, abrí los armarios y cogí cualquier cosa que pudiera reconocer
como comida fácil de comer, metiéndola en mi andrajosa bolsa de mano. Abrí el
frigorífico y se me saltaron las lágrimas al ver las botellas de agua. Llené la bolsa
hasta que pesó demasiado y me volví hacia el fregadero.
Eso fue más tarde agua.
Ahora necesitaba agua.
Abrí el fregadero y giré la cabeza hacia un lado antes de meter la boca bajo el grifo,
dejando que el agua me cayera directamente por la garganta hasta que prácticamente
me ahogué por la fuerza.
Estaba empapado, pero al menos ahora tenía mucho que beber.
Caminando de vuelta por el mismo dormitorio por el que había entrado, me tomé
mi tiempo para observar el espacio ahora que no me sentía como si estuviera a un
tiro de piedra de la puerta de la muerte. Fue entonces cuando me fijé en la pequeña
estantería que había junto a la cama, y la palabra MENTIRAS captó mi atención lo
bastante rápido como para obligarme a acercar los pies. Lo cogí y me lo metí bajo el
brazo antes de salir por la ventana y emprender el camino de vuelta a mi
campanario.
Me pasé las dos horas siguientes con cara de loco, parando a cualquier estudiante
con el que me cruzaba para preguntarle si había visto a la chica fantasma de cabello
plateado, pero lo único que conseguí fue una enorme pérdida de tiempo y diferentes
versiones de este mito.
Un estudiante dijo que era la hija muerta de Frollo, que rondaba por los terrenos
de la escuela después de que él la hubiera matado en sacrificio a su Dios. Otro afirmó
que era una chica borracha a la que empujaron desde el campanario hace un par de
veranos. Otra persona se rió y dijo que no era un fantasma en absoluto, sino que
Claüde Frollo tenía a una chica escondida en la torre a la que utilizaba como esclava
sexual.
En cualquier caso, al parecer éramos las únicas personas del colegio que no habían
oído hablar del misterio de este campanario.
Y ahora vivíamos en el.
Me di por vencido después de la puesta de sol, pero volví a comprobar con la chica
de los dormitorios que no se me había escapado mientras daba vueltas por el campus
como un perro rabioso. O bien iba a tener que conformarme con el hecho de que
realmente podría haber sido un fantasma, o tal vez ya había abandonado el recinto.
Si hubiera ido a Frollo lo sabríamos. El tipo estaba mendigando cualquier
oportunidad para echarnos que pudiera encontrar. Habría venido volando a lomos
de un crucifijo con una horda de monjas para ayudarnos a empaquetar nuestras
cosas si ya se hubiera enterado de lo que pasó en la habitación de Corvin.
Prácticamente había oscurecido tras el kilómetro y medio de camino de vuelta a
la capilla, el estómago me rugía horriblemente y sabía que no habría nada más que
pizza congelada esperándome a la vuelta. La comida de la cafetería era
absolutamente incomible aquí, y no era el hecho de haber crecido tan rico que podía
snob comida de mierda, era el hecho de que incluso con toda la financiación que
recibieron, estos hijos de puta estaban repartiendo comida caducada de las antiguas
prisiones.
Me abrí paso hasta la habitación de Corvin, sabiendo que era allí donde ambos
estarían todavía.
―¿Cómo está?― Prácticamente susurré y Sonny me miró desde un libro.
―Ha estado durmiendo. ¿La has encontrado? ¿Está arreglado?
―No ―respondí.
―Entonces, ¿por qué has vuelto? ―Preguntó en tono llano, volviendo la vista a
su lectura.
―Idiota. Busqué por todas partes. La mayoría de este campus también se rió en
mi cara cuando pregunté por ella ―le dije, cruzándome de brazos.
―¿De qué coño estás hablando? ―Por fin dejó su libro, como si la conversación
estuviera yendo a algún sitio que mereciera su atención.
―No lo sé, es sólo una leyenda urbana que la gente de aquí difundió. No llegó a
Frollo, y por lo que parece tampoco llegó a los dormitorios.
―Bueno, entonces sigue ahí fuera en alguna parte, ¿no? ―Volvió a enarcar una
ceja hacia mí e inclinó la cabeza hacia la ventana de Corvin por la que había saltado
la chica hacía unas horas.
Joder.
Sabía lo que insinuaba con sólo inclinar tres grados la cabeza.
―Está muy oscuro, hombre, no podré ver una mierda ―protesté.
―Tu teléfono tiene una linterna ―me dijo en tono inexpresivo.
―Ok, que tal esto, acabo de pasar las últimas tres horas ligeramente convencido
de que compramos una capilla embrujada y Corvin podría haber agredido a un
fantasma. Si quieres que salga, te vienes conmigo. ―Alcé ambas cejas y me crucé de
brazos mientras esperaba su decisión.
Miró a mi hermano y yo respondí a la pregunta que no había hecho:
―Estará bien. Probablemente estará fuera toda la noche después de esa.
Sonny suspiró dramáticamente y dejó el libro en la silla antes de remangarse la
camisa negra abotonada que llevaba. Se echó el cabello negro hacia atrás y se lo
apartó de la cara con los dedos antes de sacar una pierna por la ventana en un
movimiento demasiado incivilizado para él. Una vez que ambos estuvimos fuera,
encendimos las linternas de nuestros teléfonos y nos dirigimos hacia la oscura
espesura de árboles que llenaba este rincón del campus.
―Esto es estúpido, ¿por qué coño iba a estar en el bosque? Han pasado como tres
horas, hombre ―me quejé en voz alta después de quitarme de encima el
decimoquinto mosquito.
―¿Por qué coño estaba en la habitación de Corvin? ¿Por qué estaba aquí lejos del
campus? ¿Por qué tu hermano no está tomando sus medicinas? ―Estaba
preocupado.
De alguna manera se manifestaba como ira cada vez para él.
―¿Cómo coño voy a saberlo? ―Levanté las manos, molesto porque el problema
de Corvin era ahora más mío que suyo.
Pero siempre había sido así.
Nos protegíamos mutuamente.
Cuando mataron a nuestra madre, fui el último en enterarme.
Corvin pensó que me estaba haciendo un favor, preservándome de su brutalidad.
Pero Sonny no dudó, sabía que me abriría en canal y lo cambiaría todo. Sabía que
tenía que pasar. Si no me lo hubiera dicho, era muy probable que me hubiera
tropezado con el vídeo y, joder, habría sido una forma peor de enterarme. Sabía que
no podía escapar de la verdad.
Eso era cosa de Sonny.
Exigía honestidad a todo el mundo y él se la daba a cambio.
La omisión era tan mala como la mentira.
Apreciaba eso de él.
―¡Shh! ―Sonny me regañó con un silbido―. Baja la voz.
―aHombre, si esta chica ha estado aquí fuera tanto tiempo, se ha convertido en
una picadura de mosquito de verdad, como todo el cuerpo, sólo un bulto rojo
gigante. ―Me rasqué agresivamente mientras él se adentraba en el bosque.
―¿Has oído eso? ―Los dos nos quedamos callados y bajamos las linternas―. Por
aquí ―susurró Sonny, siguiendo el crujido apenas audible de unas ramitas no muy
lejos.
―Probablemente sea un animal ―le susurré en voz alta, y él me respondió con un
severo:
―Cállate la boca ―y señaló un árbol.
―Está despejado aquí fuera ―dijo Sonny en voz alta―. Volvamos a la capilla.
―exageró, trazando su plan para que yo lo siguiera mientras se acercaba cada vez
más al árbol.
Me señaló en una dirección y él caminó en la otra y en cuanto me giré, allí estaba
ella. Estaba oscuro, pero su cabello plateado estaba bañado por la luz de la luna y
prácticamente brillaba. Aquellos orbes azules que me devolvían el parpadeo eran
toda una constelación de universos que amenazaban con explotar dentro de sus ojos.
Parecía ruda, salvaje y sucia como la mierda.
Sin embargo, sigue siendo jodidamente impresionante.
Incluso en la oscuridad de la noche no podía negarlo.
Chocó contra mi cuerpo con un grito y se dio la vuelta para correr en dirección
contraria, pero Sonny ya estaba allí, bloqueándola con su estructura demasiado alta
y rígida. Él volvió a encender su luz y ella se volvió hacia mí, decidiendo entonces
que Sonny no era con quien quería luchar.
Una sabia elección.
―¿Cómo te llamas? ―volví a preguntarle, pero ella negó con la cabeza,
guardando silencio.
―Te hizo una pregunta ―Sonny habló en voz alta, la autoridad goteando de su
lengua.
―Yo-yo-yo ―tartamudeó y se le escapó un hipo. Llevaba horas aquí fuera y, por
lo que parecía, se había pasado cada segundo llorando.
―Necesitamos que vengas con nosotros ―hablé en voz baja, esperando poder
convencerla sin que Sonny recurriera a algún tipo de amenaza.
―¿Por qué? ―preguntó ella, sacudiendo la cabeza con miedo.
―Mi hermano, no quería hacerte daño ―empecé, pero mis palabras sólo hicieron
que sus ojos se abrieran de par en par y se apartara un paso de mí.
Como si reconociera su cara en la mía.
Sonny ya estaba allí, su pecho era un muro sólido que podría haberla roto sólo con
el impacto. Utilizó una mano para evitar que se cayera y la mantuvo en pie. Ambos
nos acercamos a ella, dejando un espacio casi inexistente entre nosotros para que no
pudiera intentar huir de nuevo.
―Por favor. Déjame ir ―suplicó débilmente.
―Sólo necesitamos tener una charla contigo, luego te dejaremos ir, ¿de acuerdo?
―Pregunté, pero ella no respondió―. En la capilla, te prometo que no te haremos
daño.
―Yo no ―añadió Sonny y volvió a acercarse a mí.
Inteligente.
Al menos tenía eso a su favor.
Sonny la agarró por la nuca como si fuera un puto siluro5 y hubiera metido el
brazo en un agujero de barro para sacarla. Ella jadeó y lanzó un grito de dolor, pero
no se resistió cuando sintió lo fuerte que era su agarre.
Luchar era inútil cuando se trataba de Sonny.
5Pez parecido a la anguila, con la boca muy grande y rodeada de seis u ocho apéndices como barbillas, de color verde oscuro, de unos c
inco metros de largo y muy voraz.
L
a tiré adentro cuando habíamos entrado en la capilla y cayó al suelo.
Había algo en esta chica que no estaba bien. Podía verlo. En cuanto la vi
lo sentí como un relámpago en mis entrañas. Simplemente no podía
averiguar lo que era.
Mi instinto nunca me llevó por mal camino. Arlan siempre decía que era lo más
fácil, y la mejor señal si prestabas suficiente atención. Así que si quería salir, si quería
encontrar los secretos de Frollo para él, entonces necesitaba investigar todas las
opciones. ¿Una chica misteriosa irrumpiendo en nuestra capilla y escondiéndose en
el bosque durante horas en lugar de volver al campus?
Eso estaba en lo alto de mi lista de cosas sospechosas.
―Joder, hombre, relájate ―me dijo Félix, sin molestarse en bajar la voz ni ocultar
el ceño fruncido que se le había formado en la cara―. Ella es la maldita víctima aquí,
recuerda.
―¿Lo es ahora? ―pregunté, mirándola directamente, cruzando los brazos sobre
el pecho―. ¿Cómo te llamas? ―Le pregunté a la chica de cabello plateado tirada en
mi suelo, pero ella no levantó la vista ni contestó―. No soy ninguno de mis
hermanos. No sé qué le hiciste a Corvin para que te hiciera eso, y no tengo la
paciencia que tiene Félix. Te lo preguntaré una vez más, y te arrepentirás si no me
respondes. ¿Cómo te llamas?
―Romina ―dijo en voz baja.
―¿Romina qué?
―Sólo Romina. ―Sacudió la cabeza, negándose a mirarme.
Era la clase de guapa sobre la que sólo había leído en los libros, la clase que nunca
podría trasladarse a la vida real. Era miserablemente asquerosa, repugnante.
Entonces, ¿cómo coño era tan despampanante? Era demasiado molesto.
El tipo de coincidencia que sólo podría ser planeada.
Una distracción.
Una trampa.
―Bueno Romina, ¿qué estabas haciendo en la habitación de mi hermano? ―le
preguntó Félix, arrodillándose frente a ella.
Joder.
Pude ver la mirada en sus ojos exactamente por lo que era.
Su próxima hiperfijación.
Me importaba un carajo lo que planeaba hacer con ella, siempre y cuando
tuviéramos nuestra mierda bajo control. Y ahora mismo, estaba lejos de eso. Si
Claüde Frollo encontraba pruebas suficientes para expulsarnos, se quedaría con su
financiación y nosotros perderíamos todo lo que debía ser nuestro.
No contestó ni se molestó en levantar la vista. Suspiré de nuevo, con el peso de
todo el día cayendo sobre mí.
―Romina ―le ordené en tono severo y ella levantó la cabeza para mirarme, con
los ojos muy abiertos y dispuesta a escuchar.
La comisura de mi labio se levantó involuntariamente.
Aprendía rápido.
―Yo-yo-yo no creía que hubiera nadie viviendo aquí ―dijo mirando hacia abajo
de nuevo.
―No acepto mentiras Romina, tienes una oportunidad más ―le advertí y ella
cruzó los brazos sobre las rodillas e inclinó la cabeza hacia abajo.
―¡Eh, eh, eh! ―dijo Félix en un tono bajo y suave, arrodillándose completamente
a su lado.
Le acarició el cabello con los dedos.
Al principio se estremeció al contacto, pero al final no se opuso a sus caricias. Ella
lloraba, él la calmaba. Así fue durante casi media hora.
El sonido de mis pies golpeando impacientemente el suelo de mármol resonó y
ella levantó la vista, con una expresión nerviosa pintada en el rostro.
―¿Quieres que Sonny se vaya, Romina? ¿Quieres hablar sólo conmigo? ―me
preguntó, haciéndome poner los ojos en blanco con fastidio, pero ella levantó la
cabeza y asintió.
Jodidamente genial.
―No me voy ―protesté y Félix me lanzó una mirada cortante―. Como mucho
me sentaré allí. ―Señalé el único banco que nos quedaba en la capilla.
Era la única que se podía salvar de antes de renovarla. Felix me suplicó que me lo
quedara. Al parecer, estaba teniendo una especie de momento acerca de la
preservación de la mierda de edad. Lo empujamos contra una pared y
sorprendentemente no se veía tan mal.
Le susurró algo al oído que no pude descifrar, y ella le dedicó una suave sonrisa
y asintió con la cabeza. Él le secó las lágrimas y la ayudó a levantarse antes de llevarla
a nuestro flamante sofá, sin reparar en que estaba literalmente sucia y cubierta de lo
que fuera que se hubiera revolcado en aquel bosque.
Hice un gesto de dolor cuando se sentó y me esforcé por contener el temblor de
mi labio superior.
―Pediré uno de esos pequeños limpiadores de vapor de El Nilo, llegará por la
mañana. ―Me guiñó un ojo.
―Te cortaré literalmente el puto cuello si no dejas de pedirles mierdas. ―Le fruncí
el ceño y se llevó los dedos a los labios para hacerme callar.
Volvió a centrar su atención en ella y murmuró en voz demasiado baja para que
yo pudiera oír nada. Ella no hablaba, parecía responder a sus preguntas asintiendo
o moviendo la cabeza. Tenía unos ojos gigantes, brillantes, azules, como los de un
anime, que lo miraban como si fuera una especie de protector que venía a salvarla.
No tenía por qué mirarle así.
Era lo bastante débil como para dejar que alguien como ella le hiciera perder el
corazón con unos cuantos movimientos de esas pestañas gigantes.
Félix era el más joven, pero debido a la condición médica de Corvin, se había
encontrado como el Escura más apto para encabezar su hogar. Eso ya no importaba.
La idea de que el Santuario Satánico volviera a ser lo que era, era risible. Un puñado
de putos huérfanos sin nadie más que un viejo sin lazos de sangre con nosotros que
decidió criarnos. Se suponía que debía moldearnos para convertirnos en los hombres
que él quería que fuéramos para llevar a cabo su legado. Mantener los rituales y
tradiciones para el resto de los seguidores.
Una puta broma.
No se podía negar que la magia era real, ni argumentar que no era poderosa y que
no nos controlaba. Nos controlaba. Pero pensar que decenas de miles de miembros
nos prestarían atención era una locura. Solo éramos unos jodidos críos.
Arlan estaba convencido de que no importaría y que después de realizar nuestros
rituales de ascensión, el Pacto sólo vería a su líder. Con su hija muerta y
desaparecida, estaba poniendo todas sus cartas en la misma cesta. Conocía sus
rituales como la palma de mi mano, para ser justos sabía más que sólo sus rituales.
Los había estudiado todos. Cada sigilo, cada tradición en ese grimorio.
Pero no sabía si lo quería.
Yo no quería nada.
A diferencia de Félix, yo no tenía ningún deseo, ningún impulso, ninguna
necesidad de reclamar nada para mí. No había nada que me mantuviera en pie
aparte de la pura necesidad de vivir a pesar de lo gilipollas que me había hecho. Hice
lo que tenía que hacer.
Me puse mi disfraz de humano.
Le seguí el juego.
―Ahora vuelvo ―le dijo, acercándose a mí.
Volvió a mirarla. Seguía encorvada, rodeando con los brazos las rodillas dobladas
y apretándolas contra el pecho.
No hablé, sólo esperé.
―Dice que no es estudiante ―me dijo en voz baja.
Interesante.
―O tal vez está tratando de no meterse en problemas... ―Entrecerré los ojos,
preguntándome qué demonios le pasaba a esta chica.
―Es imposible que haya venido aquí sola, nadie podría llegar a pie.
―A menos que ya estuviera aquí ―le dije.
―Reesa no sabía quién era ―mencionó.
―¿Quién?
―No importa. Nadie la había visto por aquí. ¿Y qué coño lleva puesto? Parece el
fantasma de las Navidades pasadas ―añadió.
―Ebenezer ―le corregí.
―¿Qué? ―Me preguntó.
―Ebenezer es el que lleva el camisón, no el fantasma. ―Le expliqué, y él me
sacudió la cabeza como si no pudiera creer que me estuviera metiendo ahora en la
semántica del asunto.
―A veces ni siquiera sé quién coño eres. ―Sacudió la cabeza y se dirigió hacia la
chica.
Romina.
Le susurró algo más al oído y ella volvió a asentir y una pequeña sonrisa se dibujó
en sus labios. Félix era así de bueno, bueno convenciendo a los demás de que no era
tan peligroso como realmente era. Pero una vez que te hincaba el diente, se acababa.
Éramos así de diferentes.
Cogí lo que quería.
Te hizo creer que tú también lo querías.
Se levantó y se acercó a la nevera y yo la miré de arriba abajo, estudiando a la
flamante criatura que tenía delante. Desabrochándome el cuello de la camisa, me
eché hacia atrás apoyando los brazos en el banco mientras veía a Félix volver del
congelador, con un litro de helado en la mano y dos cucharas.
Se sentaron en silencio a compartirlo, turnándose para hincar la cuchara en el
helado y llevárselo a la boca. Cada pocos minutos, más o menos, ella se derrumbaba,
gemía un poco y volvía a sollozar. Félix le apretaba la mano para consolarla y al cabo
de unos instantes ella se limitaba a coger la cuchara para continuar el ciclo. Una vez
que se levantó para tirarla, me puse de pie.
―Romina ―dije y ella giró el cuello hacia atrás para mirarme, con ese miedo
nervioso aún tan visiblemente impreso en su mirada.
―Arriba. ―Sus ojos buscaron a Félix, pero había desaparecido de la sala principal,
probablemente para ver a su hermano―. Está ocupado. Tú a mí. Ahora párate, estás
ensuciando mi casa.
No se movió.
Me acerqué hasta situarme justo encima de ella, con los ojos llenos de un extraño
desconcierto que nunca había visto en ningún otro sitio, hasta ahora. La agarré del
cabello con la mano y tiré de ella para ponerla en pie, ignorando sus gritos de dolor.
―¡Ah!
―No me gusta repetirme. ¿Entendido?
Era una cosita frágil.
Tímida y débil.
―S-sí ―dijo temblando, mirándome.
Podía estar sucia, pero su piel seguía pareciendo suave al tacto. Sus ojos azules
brillaban con el doble de vida que los míos, apagados y opacos. Su mirada delataba
su inocencia, revelando muchos más secretos de los que los míos jamás podrían.
Pensé que era miedo lo que veía, pero cuanto más la miraba de cerca más notaba
algo más, una curiosidad, un hambre en su interior. Le froté la mandíbula con el
pulgar y le levanté la barbilla para verle mejor la cara.
―¿Cuándo fue la última vez que te bañaste? ―Torcí la nariz.
Intentó apartarse de mi contacto, pero la sujeté con más fuerza por el pelo y la
obligué a soltar un gemido.
―No lo sé. ―Sacudió la cabeza y mi cara se torció de confusión aún más.
―¿Dónde necesitas que te llevemos Romina? ¿Hay alguien a quien quieras que
llamemos? ―e pregunté, tratando de ser tan gentil como Felix pero incapaz de quitar
el tono de mando de mi voz.
―No sé a qué te refieres ―tartamudeó y yo exhalé, perdiendo rápidamente la
paciencia.
―¿Qué haces aquí? ―le pregunté y ella volvió a negar con la cabeza―.
Contéstame.
―Me abrí paso.
―No. ¿Qué estás haciendo en mi casa? ―Volví a preguntar.
―¿Tu casa? ―preguntó con un tono dramático, como si no pudiera creer lo que
estaba diciendo.
―Ya no es la casa de Frollo. ―Aflojé el agarre de su cabello sin soltarlo, frotando
con los dedos los puntos doloridos donde había estado tirando demasiado fuerte.
Se relajó en mi mano, inclinándose hacia mi tacto.
Esta chica era flexible como el infierno.
Me encantó.
―Por favor, déjame ir ―dijo en un volumen apenas inaudible.
―¿Y adónde irás cuando lo haga? ―Acerqué mi cara lo más posible a la suya y
esperé su respuesta.
Sus ojos se arrugaron por lo fuerte que los forzó a cerrarse, como si fuera a
desaparecer si apretaba lo suficiente.
―Tsk. ―Una oportunidad más. ¿A dónde perteneces Romina? ―le pregunté. Sus
ojos se desviaron hacia abajo y se apartó de mi agarre, volviendo al sofá.
Felix apareció en la entrada del pasillo y cruzó los brazos sobre el pecho.
―Mina ―le hizo señas y su barbilla se volvió bruscamente hacia él.
Él inclinó la barbilla hacia el final del oscuro pasillo y ella corrió a su lado sin
volver a mirarme.
¿Mina?
Le indicó un taburete bajo la isla de mármol de la encimera y ella se sentó mientras
él rebuscaba en el frigorífico.
―¿La estás alimentando? ―pregunté y él frunció el ceño, mirándome desde el
sándwich que estaba preparando.
―Dijo que tenía hambre. ―Se encogió de hombros, caminando hacia mí―.
Entonces, estamos de acuerdo, ¿no? Ni un puto fantasma ―dijo con un tipo de
seriedad que sólo me hizo poner los ojos en blanco.
Así no funcionaban los espíritus, él sabía que no debía tener pensamientos tan
ridículos. Ya sabía que Frollo tenía algo que ver en esto. Tenía que ver en todo. No
bastaba con que se hubiera aprovechado de la persecución de Lolita Escura y fuera
personalmente responsable de su muerte. Sino que la había utilizado como insignia
para progresar.
Entonces sólo era un director, un clérigo, pero dirigió al pueblo en una santa
cruzada contra Lolita. La arrestaron, la juzgaron y la declararon culpable en seis días.
La ejecución llegó antes de que terminara la semana.
―¿Y si esos mitos tienen algo de verdad? ―me preguntó Félix, sacándome de mis
caóticos pensamientos.
―¡No es un puto fantasma! ―Solté un chasquido y él me negó con la cabeza.
―Quiero decir, ¿y si ella es... de Frollo? Sigue diciendo que no tiene adónde ir.
Algo no cuadra. ―Se frotó la barba incipiente de la barbilla mientras pensaba en lo
que había dicho.
No necesitaba pensar en ello.
Tenía mucho sentido.
Me dirigí al pasillo y abrí de un empujón la puerta de mi dormitorio, rebuscando
en mi armario entre las cajas sin desembalar para encontrar lo que sabía que
seguramente estaba allí, debajo de toda esa mierda. Saqué la larga cuerda y volví a
entrar en la sala de misa.
Antes de que pudiera darse la vuelta para mirarme, ya le había enrollado la cuerda
alrededor del pecho y los brazos, no sólo una vez, sino dos. Hice un nudo con la
cuerda y la tiré del taburete de un tirón. Chilló con fuerza y cayó de bruces al suelo.
―¿Qué estás haciendo? ―me preguntó Félix, con ese ceño fruncido grabado
profundamente en la frente cada vez que yo hacía algo poco delicado con esta chica.
La ayudó a levantarse, acariciándole suavemente la cara con el dorso de la mano.
―Obtener las respuestas que necesitamos para que podamos largarnos de aquí
―le dije, tirando de la cuerda una vez más―. Vamos, Romina. A ver si papi te
reclama.
―¿Qué? ―Preguntó con voz temblorosa.
―Miénteme, te reto. ―Mantuve mi cara a escasos centímetros de la suya.
No respondió, pero no apartó la mirada, una especie de semilla de valentía
creciendo en su espina dorsal. Fue suficiente para confirmar mis sospechas.
Ella no me desafió y caminó detrás unos pasos mientras yo la arrastraba con la
cuerda. Ignoré las protestas de Félix mientras me lanzaba las palabras salvaje y
monstruo por arrastrar a la chica un kilómetro y medio por el campus descalza.
Yo no era el monstruo aquí.
No, era otro hombre.
E
l enfadado tiraba de la cuerda cada vez que yo caminaba demasiado
despacio para su gusto. Me temblaban las piernas, no de cansancio, sino
de miedo e incertidumbre ante lo que me esperaba. ¿Cómo podía saber lo
que el padre Frollo era para mí? ¿Y qué significaría eso para mí ahora que los que él
llamaba paganos me tenían en sus garras?
Me ardía la garganta y me dolía el cuello al sentir el viento rozándolo. No me
molesté en suplicar a aquellos crueles hombres que me dejaran marchar. No sólo
porque no estaba segura de poder pronunciar las palabras, sino porque sabía que no
me escucharían. El que se presentó como Felix parecía amable, pero el padre Frollo
siempre había dicho que eran los amables los que te engañaban, te utilizaban para
poder cumplir sus propios oscuros propósitos.
Vi dulzura en sus ojos marrones.
¿Estaba contaminado con algo más siniestro?
De algún modo, eso me daba más miedo que el que no se molestaba en ocultarme
sus garras.
Uno era un lobo con piel de cordero.
El otro era un cuervo que esperaba para picotear la carne que colgaba de mis
huesos después de que el de dientes afilados terminara de despedazarme.
Tenía los pies doloridos y con ampollas, no sólo por este paseo, sino por correr sin
rumbo por el bosque sin preocuparme de las espinas y las pegatinas que se clavaban
con fuerza en mis talones a cada paso.
Me arrepentía de todas mis decisiones.
Una vez que nos detuvimos, me quedé de pie, el más pequeño que me había
sentido en toda mi existencia, abatido por el marco de la gigantesca catedral y toda
su dorada divinidad. Nunca había puesto un pie dentro, no estaba hecha para mí,
como diría el padre Frollo. No importaba que debiera permanecer oculto y sin ser
descubierta por el personal y los estudiantes de aquí, pero una criatura de pecado
como yo nunca estaba destinada a empañar los pasillos y suelos de esta
monstruosidad devota.
Había algo bastante obtuso en crear un único lugar donde encontrar a Dios. Según
él, yo nunca había estado destinado a entrar aquí. Nunca para encontrar a Dios. No
creo que Dios me hubiera estado buscando de todos modos.
Fue gloriosamente macabro.
Decorado con representaciones casi sin rostro de los hombres divinos
representados como santos en todos los libros sagrados del padre Frollo. Los santos
reyes medían más de seis metros, bañados en oro, y observaban el campus con sus
ojos críticos. Juzgaban a quien el director consideraba indigno del amor y el perdón
de Dios. Sus cuerpos esculpidos bordeaban el edificio hasta el centro, donde un gran
arco se abría a la catedral. Sobre el arco, en lo alto, había un balcón.
―¡ARZOBISPO!― El grito procede del que tiene dibujos que cubren toda su piel,
hasta la punta de los dedos.
Sentí que las piernas me flaqueaban y que el corazón me latía con fuerza en la
garganta. ¿Expondría el padre Frollo la verdad y arriesgaría todo lo que había
trabajado para construir manteniéndome oculta? ¿Era lo bastante digna para
protegerme? ¿Me salvaría de esos paganos?
―Ven a reclamar tu piedra de molino, hombre santo. ―El profundo estruendo de
su voz resonó en su pecho, y me encogí en la versión más pequeña de mí misma.
Entonces apareció, vestido con túnicas blancas, en el centro del balcón, muy por
encima de nosotros. Una representación de un salvador. Algo revoloteó en mi pecho,
alguna esperanza de que pudiera rescatarme de ellos.
―¿Qué significa esta locura Santorini? ―Aunque su voz no era ni mucho menos
autoritaria o tan fuerte como la del que me ató, no mostraba miedo.
―Dies Irae6, viejo. Es hora de que respondas por tus transgresiones ―gritó, tirando
de la cuerda con fuerza suficiente para arrastrarme hacia delante, haciéndome caer
sobre manos y rodillas.
Algunas monjas salieron para ver mejor el alboroto y los estudiantes se
congregaron lentamente en la entrada del dormitorio. Los ojos del padre Frollo se
abrieron de par en par al verme, pero rápidamente controló su expresión para
enmascarar cualquier tipo de reconocimiento que pudiera delatarlo.
Tuve mi respuesta sin pronunciar una sola palabra.
Los lobos estaban a su puerta, y él no sacrificaría ni un rasguño en su piel para
mantenerme a salvo.
―No sé de qué me hablas muchacho, termina ya con esta tontería. Vuelvan todos
a sus habitaciones ―gritó desde el balcón y el chico llamado Santorini me tiró la
cuerda al cuerpo.
6 «El día de la ira», primeras palabras de esta secuencia. 1. m. Secuencia latina que se recitaba en las misas de difuntos
―¿Te niegas a reclamarla? ―Se burló de él.
―¡Rídiculo! ¿Reclamarla como qué? ¡Vuelvan a sus habitaciones! ¡Todos ustedes!
Esta locura termina ahora, ¿cómo te atreves a llamarme así en mitad de la noche?
―Frollo negó cualquier conexión conmigo, cortando un dolor agudo en mi pecho
por su traición.
―¿No es tu mascota entonces? ¿Niegas haberla enviado a espiarnos a mis
hermanos y a mí? ¿Niegas haberla enviado a nuestra casa? ―La rabia en su voz me
hizo saber que no tenía reservas a la hora de maltratar a alguien que consideraba una
amenaza para él.
Eso estaba claro.
―Esta no es alumna mía. Llamemos a la policía y que se la lleven por
allanamiento. Esta callejera debe de estar muy lejos de casa. A la cama todo el
mundo, aquí no hay nada que ver ―volvió a gritar mientras sacaba un teléfono.
―Si crees que puedes hacer que esto desaparezca negando tus pecados, te espera
otra cosa, arzobispo. Voy a hacer que te confieses antes de enterrarte en una tumba
tan profunda que ni siquiera tu fantasma volverá para atormentarnos ―le espetó
antes de indicarle a Felix que se acercara a mí inclinando la barbilla.
―Te arrepentirás de haberme amenazado, muchacho ―gritó el padre Frollo, más
de su propio miedo deslizándose a través de su falsa bravuconería.
―Me encantaría verlo ―le retó desde muy abajo―. Retira a tus cerdos policías,
yo mismo me encargaré de la chica.
―¿Qué se supone que significa eso? ―preguntó Frollo indignado.
―Significa que si no la reclamas como tu mascota, entonces la haré mía. Espero
que no le hayas confiado demasiados secretos, los gritará todos con mi polla entre
las piernas. ―Sonrió satisfecho, dándole la espalda al padre Frollo y caminando en
la otra dirección.
―No permitiré que vagabundos ilegales ocupen espacio en mi campus. La enviaré
a los hospicios inmediatamente. ―Se me hundió el estómago y sentí que el mundo
giraba incontrolablemente debajo de mí.
Él lo haría. Me enviaría lejos para limpiar cualquier cosa que me relacionara con
él si eso mantenía su nombre impoluto.
―Ella ya no es tu problema, viejo. Si lo que quieres es legitimidad, haré que mi
gente te envíe sus papeles de registro por la mañana. Estoy seguro de que la junta
de la iglesia hará una excepción con ella una vez que vean quién pagará su matrícula.
Haré que te arrepientas de todas y cada una de las mentiras que has soltado por esa
venenosa boca tuya ―dijo el pagano de ojos azules sin mirar atrás.
La multitud de alumnos nos rodeaba y miraba confundida a su director. Felix me
miró compasivo antes de levantarme por las axilas, pero en un movimiento rápido
me echó sobre sus hombros. Recorrimos casi la mitad del camino de vuelta a la
capilla antes de que me dejara de nuevo en el suelo. Miré a mi alrededor y me di
cuenta de que el de cabello oscuro ya había desaparecido.
―Probablemente Sonny ya esté en la capilla ―me explicó, prácticamente
leyéndome el pensamiento antes de que pudiera formármelo―. ¿Has estado
llorando? ―me preguntó, mientras me rozaba con el pulgar las comisuras exteriores
de los ojos, donde las lágrimas se juntaban antes de que la gravedad me las quitara
de la cara.
―¿Por qué te importa? ―Volví la cara, sin saber por qué lo había dicho.
Me sentí vacía.
Tan vacía por dentro como sola aquí fuera en el mundo real.
¿Qué había en mí que me hacía tan antipática? ¿Por qué no había nadie que se
pusiera a mi lado y me reclamara como suya?
Suspiró, se arrodilló frente a mí y me secó los restos de lágrimas de los ojos antes
de apoyarme los labios en la cabeza. Me quitó las cuerdas, las desenrolló y las enrolló
alrededor de sus brazos.
―Puedo llevarte el resto del camino si te duelen los pies ―me ofreció, pero negué
con la cabeza, insegura de querer deberle algo.
Era lo único que realmente sabía sobre el funcionamiento del mundo.
Cada caridad tenía un precio, cada acción necesitaba un pago.
No había bondad que Claüde Frollo hubiera hecho que no requiriera algún tipo
de recompensa de mi parte. Si el director era un siervo de Dios, ¿qué significaría que
yo estuviera en deuda con hombres cuyas almas pertenecían al Diablo?
No, caminé el resto del kilómetro fingiendo a cada paso que las rocas no me
cortaban los talones o que la tierra no me quemaba las ampollas recién hechas. Él me
seguía, asegurándose de ir lo bastante despacio para que yo no tuviera que
apresurarme. Tal vez no fuera tan atento, tal vez sólo fuera su forma de andar.
No me di cuenta de que había estado llorando todo el tiempo hasta que llegamos
a la que había sido mi casa, pero que ahora era la suya. Miré hacia abajo y me encontré
el camisón manchado de lágrimas y la cara demasiado mojada.
Felix abrió la puerta de la capilla y Sonny estaba allí de pie, con los brazos
cruzados y una mirada que indicaba que estaba decepcionado por haberle hecho
esperar tanto. Di un paso atrás, pero él se adelantó, me rodeó el brazo con la mano y
me empujó hacia él.
―¿Vas a decirme la verdad? ―preguntó apretando los dientes.
―¿La verdad sobre qué? ―pregunté, haciendo todo lo posible por templar la voz
y encontrar algo de valentía dentro de mí.
―La verdad sobre ti y Frollo. ¿Qué eres para él? ―me preguntó, usando el dedo
para mantener mi mirada fija en él.
Examiné su rostro por primera vez, sus ojos eran de un azul brillante que
recordaba a un iceberg: afilados, fríos, pero llenos de profundidad. Su piel era pálida,
y su cabello negro caía sobre sus ojos casi como si cada mechón conociera de
memoria su lugar designado en la cabeza. Su mandíbula era fuerte, y resaltaba más
por las pinturas que cubrían su garganta. Sin embargo, había una que destacaba en
su rostro. Las palabras «Hijo de Satán» estaban tatuadas sobre la ceja izquierda, justo
a lo largo del hueso que se arqueaba junto a la sien.
Era aterradoramente hermoso.
―¿Ya tienes pensamientos sucios sobre mí, Mascota? ―Dijo en voz alta antes de
dejar que una sonrisa siniestra se dibujara en su rostro.
Me aparté el dedo de la barbilla y bajé la mirada, luchando contra el calor que me
subía a la cara y esperando por Dios que no pudiera leerme la mente.
―No me ha pedido que haga nada. ―Le dije la verdad, pero de algún modo su
expresión facial parecía menos contenta.
―Te preparé un baño, estás jodidamente sucia. ―Su tono volvió a ser más frío y
se alejó de la puerta hacia el oscuro pasillo―. Desvístela, no quiero que traiga
suciedad a la casa.
Miré a Félix, abriendo mucho los ojos y retrocediendo cuando me alcanzó.
―No voy a hacerte daño ―prometió.
¿Podría creerle?
Ya no tenía absolutamente nada, pero aparentemente, tenía la palabra de este
hombre que no había hecho más que darme de comer helado y un bocadillo sin saber
nada de mí.
―¿Por qué lloras otra vez? ―me preguntó―. ¿Es porque mi hermano te hizo
daño?
Sacudí la cabeza y luego asentí, confusa e insegura de lo que sentía. Estaba herida
de tantas maneras que parecía una cicatriz que se desgarraba desde dentro para
formar una herida completamente nueva.
―No puedo ayudarte si no hablas conmigo. ―Tiró de mí para acercarme y le miré,
en parte sorprendida por las palabras que había elegido,
―¿Quieres ayudarme? ―Le pregunté, con la voz todavía rasposa por mi
encuentro con su hermano.
―No dejamos que Frollo hiciera que te llevaran. ¿No significa eso algo? ―me
preguntó tirando suavemente de la parte inferior de mi camisón y yo relajé los brazos
alejándolos de mi pecho.
―¿Adónde iba a enviarme? ―e pregunté. Levantó el vestido y no tuve más
remedio que levantar los brazos para que se deslizara por mi cabeza.
―En algún lugar que no hubiera sido amable contigo.
―¿Y tú lo serás? ―pregunté.
Me miró con algo que me recordó al hambre. Bajó la mirada, examinó el resto de
mi cuerpo y se mordió los labios en una línea plana como si estuviera conteniendo
la risa.
―¿Qué? ―le pregunté, pero negó con la cabeza.
―Ve al baño, Sonny te está esperando. ―Señaló el pasillo y se marchó negando
con la cabeza.
Avancé lentamente por lo que antes era la sala de misas, donde decenas de bancos
se alineaban frente a un coro y un altar. Ahora era una cocina bien iluminada con
mucho acero y superficies negras brillantes.
―¿Qué coño es eso? ―Sonny escupió justo cuando entré en el baño.
Se sentó en el borde de una bañera dorada con patas casi llena hasta el borde.
Instintivamente me tapé el pecho, pero por alguna razón no me sentí tan incómoda
con él como las otras veces que el padre Frollo me había visto bañarme.
Me estremecí al pensarlo y miré para ver que señalaba mi ropa interior.
―¿Mi ropa interior? ―pregunté, sin saber a qué otra cosa podía referirse.
―Eso no es ropa interior ―la comisura de su labio se curvó y volvió a aplanarse
rápidamente―. Quítate eso ―señaló con las manos mi ropa interior―, sea lo que sea.
―Negué con la cabeza, se levantó demasiado deprisa y me eché hacia atrás.
―Mascota, no se me da bien repetirme, así que sé buena y escucha. ¿Puedes hacer
eso por mí? ―Había una pseudo dulzura en su voz que traicionaba todo lo que este
hombre exudaba.
No es una serpiente, sino un escorpión, que espera a que te acerques a él en lugar
de atacar a ciegas.
Tiré de la cintura de mis calzoncillos, saliéndome de la tela de algodón hasta la
rodilla antes de dejarla caer al suelo. Su rostro se torció mientras sus ojos
permanecían fijos en la visión de ellos en el suelo. Volvió a mirarme a los ojos, sin
detenerse tanto como su supuesto hermano.
―¿Por qué estás tan sucia?
―Yo-yo-yo estaba en el bosque.
Entrecerró los ojos como si pudiera ver a través de mi intento de ocultar la verdad,
pero era lo suficientemente creíble como para no llamar a mi farol.
―Entra ―dijo, inclinando la barbilla hacia la bañera.
Me acerqué a él, nerviosa, tomándome mi tiempo. Antes de que pudiera pasar
completamente la pierna por encima de la bañera, caí en el agua, salpicando gran
parte de ella fuera de la bañera y sobre él. Sus fosas nasales se encendieron, pero fue
el único signo de desaprobación que mostró.
―¿Te ha enviado aquí Frollo? ―preguntó, utilizando una colorida bola de malla
para restregarme la piel con un jabón espumoso que olía a frutas y a sol.
―No ―le dije, mirándole directamente a los ojos con la esperanza de que viera la
verdad.
Parecía apaciguado.
Los baños del padre Frollo siempre estaban fríos y el jabón no tenía olor. Era una
dura comparación con lo que yo estaba acostumbrado y, una vez que empezó a
restregarme las piernas, un ruido salió de lo más profundo de mi pecho y atravesó
mi garganta.
Nuestros ojos se encontraron.
Me mordí el labio entre los dientes, apretando las cejas. Dejó que ese rizo travieso
volviera a asomar por la comisura del labio. Era confuso. Hacía dos horas que lo
conocía y descubrí que podía estar enfadado, muy enfadado, y a veces divertido.
Sacó la mano de la bañera y se subió más las mangas hasta que le tocaron el codo.
―Si descubro que me estás mintiendo, Romina ―dijo metiendo de nuevo la mano
en la bañera y usando la bola de malla contra mi zona más íntima forzando un sonoro
jadeo de mis labios mientras intentaba retroceder.
Pero yo ya estaba apretada contra el fondo de la bañera, sin ningún lugar adonde
correr, y su mano estaba allí, usando la esponja para limpiarme demasiado
íntimamente.
―Te mataré yo mismo, ¿entiendes? ―me preguntó, moviendo los dedos en
círculo y enviando un torrente de calor a mi interior.
Volví a jadear en voz alta, confusa pero desesperada por saber más.
―He dicho, ¿lo entiendes? ―preguntó, pellizcando el amasijo de nervios en forma
de capullo de rosa que tenía entre las piernas, lo que hizo que otra oleada de placer
me recorriera el centro.
Grité un sí con el chisporroteo de otra onda expansiva, pero por un segundo no
supe si estaba respondiendo a su pregunta o a otra mía.
―Buena chica. Ahora de pie. ―A pesar de lo positivamente aterrador que era,
había algo en la forma en que me elogiaba que llenaba algo en mi pecho.
Me estremecí, apartando cada insulto vil que amenazaba con salir a la superficie.
El arzobispo los había grabado permanentemente en mi mente a lo largo de los años.
Sus esfuerzos por remangarse eran inútiles, estaban empapados casi hasta el
hombro, pero no parecía importarle. Sus pantalones gris oscuro estaban empapados
en varios puntos desde que me abrí paso chapoteando. Me tendió la mano y se la
cogí, a pesar de su última amenaza de acabar con mi vida.
Le creí.
Pero no había mentido, así que no tenía miedo.
Me sacó de la bañera y me envolvió en una toalla.
―Descansa un poco, Mascota. Mañana tenemos clase temprano ―dijo, sin ocultar
el resentimiento en su voz.
―¿Nosotros? ―pregunté, insegura de haberle oído bien.
―Sí, nosotros. No voy a dejar que husmees entre nuestras cosas. No sé cuál es tu
trato, pero no confío en ti. Puedes hacerte la inocente niña virginal que Frollo te
enseñó a ser antes de enviarte aquí a tentarnos, pero a mí no me sirve de nada. ―Sus
ojos se oscurecieron hasta adquirir un azul tormentoso y me encogí, envolviéndome
más con la toalla.
―El padre Frollo no me quiere en clase con los demás alumnos ―dije con voz
temblorosa.
Su rostro se iluminó al revelar que había una conexión entre nosotros, a pesar de
lo que Frollo le había dicho.
―El padre Frollo no tiene la autoridad que tú crees ―dijo inclinándose más hacia
mi oído y susurrando―. Y algún día tendrá aún menos. ―Cruzó los brazos sobre el
pecho y levantó las cejas hasta clavarlas en la frente, como si esperara mi reacción.
―Si no confías en mí, ¿por qué me cuentas esto? ―No me molesté en ocultar la
confusión de mi voz.
―Quizá sea una prueba. Quizá quiera saber si puedes ser mi buena mascota en
vez de la suya ―me dijo y yo me burlé de su atrevimiento.
―No te pertenezco.
―Compré esta capilla y todo lo que había dentro de ella. Lo que significa que me
perteneces ―dijo, encumbrándose sobre mí mientras me obligaba a encogerme.
―Así-así no es como funciona. No puedes poseer a una persona. ―Temblé y él se
rió.
―Entonces vete... ―Sonrió algo siniestro mientras cruzaba los brazos sobre el
pecho, esperando mi respuesta.
Ahora se estaba tirando un farol.
Estaba perdida, sola, sin ningún santuario al que acudir.
―¿Por qué me querrías siquiera? ―pregunté, sin molestarme en secarme las
lágrimas que corrían por mis mejillas, más por la rabia que por cualquier otra cosa
que fluyera a través de mí.
―Porque no confío en ti ―gritó―. Hay una razón por la que papá Frollo no te
quiere de vuelta, y estoy deseando averiguar cuál es. Y si te ha tirado como a la
basura y dice que no tiene ni idea de quién eres, me pregunto quién de los dos
miente. ―Se pasó la lengua por los bordes de los dientes superiores mientras me
miraba fijamente.
―No lo sé ―balbuceo nerviosa, demasiado asustada para decir la verdad.
¿Qué iba a hacer con él?
―¿Te duele? ¿Sentir que eres menos que basura? ―Se inclinó más hacia mí
mientras su voz adquiría un tono despiadado y las lágrimas se agolpaban en mis
ojos antes de gotear más allá del umbral de mis pestañas.
―Es todo lo que he conocido. ―Cerré los ojos y giré la barbilla.
Nunca había tenido la oportunidad de ser otra cosa que lo que Frollo exigía de mí.
Aunque estos paganos fueran monstruos crueles y brutales, yo fui criada por el
peor monstruo de todos ellos. Si pude entender y sobrevivir a la vileza del Pío
Claüde Frollo, entonces también podría sobrevivir a estos hombres.
Las lágrimas volvieron a rodar por mi cara y él me miró con sorna, moviendo la
cabeza de un lado a otro.
―Escogió una buena, ¿verdad? Ese es el tipo de mierda que haría que Felix
comiera de la palma de tu mano. Aunque no funciona conmigo. ―Salió del baño,
dejándome envuelta en la toalla, sin saber adónde ir o si debía seguirle.
Nunca me había sentido tan desorientada.
No tenía una brújula interna que me guiara o me dijera hacia dónde dirigirme.
E
staba sentado junto a la cama de mi hermano mientras dormía, cuando
Sonny irrumpió en la habitación de Corvin con el ceño fruncido.
―Ella es tu problema por esta noche, he terminado. ―Se acomodó tan
rápido que casi no se notó, pero no para mí.
―Oh sí, ¿te está causando problemas Santorini? ―Me reí entre dientes y él gruñó
en voz baja.
―No me fío de esa chica, está claro que Corvin tampoco. ―Señaló a mi hermano,
y sacudí la cabeza en señal de desaprobación.
―No lo metas en esto, ni siquiera estaba consciente cuando la conoció. ―Salí de
la habitación y me encontré con la puerta del baño abierta al otro lado del pasillo, su
diminuto cuerpo de pie frente a la bañera con una toalla envolviéndola.
―Mina ―la llamé usando el apodo con el que había decidido obsequiarla, y ella
desvió su mirada del suelo hacia mí―. Vamos.
Abrí la puerta de mi dormitorio y ella entró despacio, mirando a su alrededor y
observando todo lo que había en la habitación. Estaba relativamente vacía, la
mayoría de mis cosas seguían en cajas, aparte de la ropa y los útiles escolares. Sonny
tenia casi todo desempacado, pero sólo porque su tipo de personalidad simplemente
no soportaba vivir así. Sabía que mi capacidad de atención no me permitía creer que
estaría aquí mucho tiempo.
Saqué una camiseta y se la entregué, tomándome el tiempo de admirar el paisaje
de su cuerpo mientras ella se echaba la camiseta de gran tamaño por encima de la
cabeza. Estaba demasiado delgada, y con lo rápido que se había zampado el
bocadillo de antes tuve que preguntarme en el fondo de mi mente si había sido por
elección propia.
―¿Por qué eres tan amable conmigo? ―me preguntó con voz temblorosa.
―¿Preferirías que no lo fuera? Puedo hacer que Sonny vuelva aquí... ―Pregunté
y ella se tomó un momento para pensar, casi arrancándome una carcajada.
―La gente no es amable a menos que quiera algo ―dijo.
―Oh, definitivamente quiero algo de ti ―le aseguré con una sonrisa burlona y
ella levantó ambas cejas en alto―. Pero todavía no.
Me dejé caer en la cama, apoyándome en el cabecero con los brazos a la espalda.
―Ven aquí ―le hice señas―. No te morderé.
Exhaló con fuerza y se tomó su tiempo para acercarse a mí. Dudaba, así que le di
un golpecito amistoso en la cama.
―¿No me harás daño? ―preguntó ella, dejando caer el culo sobre la cama.
―¿Quién te ha hecho daño?
Dudó.
―¿Quién te ha hecho daño, Romina? ―Endurecí la voz pero ella mantuvo la
mirada baja.
Los segundos pasaban en mi reloj de pulsera. Se llevó la mano a la garganta y
pude ver las huellas dactilares de mi gemelo haciéndose notar en un hermoso tono
azul.
―No respondas a eso. ―Exhalé pesadamente.
―¿No me harás daño? ―volvió a preguntar, con los ojos brillosos al encontrarse
con los míos.
―¿Frollo te envió aquí por nosotros? ―Pregunté y ella negó con la cabeza―.
Entonces no. No te haré daño. ―Le pasé el brazo por la cintura y la atraje hacia mí
mientras me deslizaba y me tumbaba en la cama.
Respiró un poco nerviosa, pero acabó acomodándose en su sitio, con la espalda
pegada a mi pecho y exhalando al mismo tiempo.
Cuando abrí los ojos ya estaba despierta, tumbada boca arriba con la mirada fija
en el techo. Tenía las manos juntas junto al vientre, como una muñequita a la que
han vuelto a meter en su caja.
―¿Cuánto tiempo llevas despierta? ―le pregunté, y ella giró la cabeza hacia un
lado para mirarme.
―No creo que me haya dormido de verdad ―confesó y mis cejas se fruncieron
automáticamente.
―¿Me tienes miedo? No te habría hecho daño.
―Creo que ya nadie puede hacerme daño ―dijo con un suspiro y yo
inmediatamente necesité saber qué significaba eso.
―¿Frollo te estaba haciendo daño?
No contestó, pero el dolor la estaba destrozando de forma tan visible que
cualquiera podía ver lo que era. Estaba rota.
Y sus pedazos destrozados me llamaban como si supieran que encajábamos a la
perfección. Mi arrepentimiento se vino abajo con el fuerte rebuzno de mi alarma
recordándome que tenía veinte minutos para poner el culo en el campo o el padre
Thomas me haría correr vueltas todo el entrenamiento en su lugar.
―Tengo entrenamiento de fútbol. Tendrás que ir a clase con Sonny esta mañana.
Suspiré en cuanto dije las palabras, dándome cuenta de que no estaba segura de
confiar en que el sádico bastardo no le hiciera daño a esta chica, pero la única otra
opción era aún menos segura.
―¿No puedo quedarme aquí? Te prometo que no me iré.
Pero yo sabía la verdad... ella no tenía adónde ir.
―No, mi hermano no es de fiar ahora mismo. Si se despierta mientras alguno de
nosotros no está... no sé si confiar en él cerca de ti ―le dije antes de que registrara
por completo cada palabra que había dicho―. ¿Quieres decirme dónde vives y por
qué no quieres volver?
Se mordió los labios con ansiedad y decidí no presionarla. Ya se abriría cuando
estuviera preparada para contarme de qué infierno fresco había salido antes de
entrar por la ventana de Corvin.
―Puedes decírmelo cuando estés lista. ―Le di un beso en la frente antes de
levantarme de la cama y ella soltó un suspiro de alivio.
Abro el grifo y me meto las manos debajo para mojarme el cabello antes de
renunciar a arreglarme las ondas rebeldes. Me meto las espinilleras bajo los
calcetines hasta la rodilla de color verde jade antes de ponerme los pantalones cortos
de fútbol blancos y la camiseta verde jade a juego.
―Sé que te dije que te alejaras de él, pero parece que eso ya no es una opción. No
le mientas, ¿vale? Por lo demás, no debería ser muy difícil llevarse bien con él ―le
advertí, lanzándole una última mirada antes de calzarme las Chuck Taylor y salir
por la puerta con los botines de tacos.
Pensé que necesitaba un pasatiempo, algo que me mantuviera ocupado para que
toda esa energía maníaca tuviera algo en qué concentrarse que no fuera tan
destructivo y dañino como dejar que mis pensamientos intrusivos me consumieran.
Pero incluso mientras corría escaleras por aquel campo de fútbol sudando hasta la
ropa interior, no podía quitarme de la cabeza a la chica del cabello plateado.
Ocupaba mi mente a pesar de que el balón me llegaba y marcaba tres goles. El
padre Thomas gritaba y sonreía de oreja a oreja ante la idea de que los enviaría a los
regionales al final de la temporada.
Esperaba como el demonio no estar aquí tanto tiempo.
Incluso después del entrenamiento, mientras me lavaba el sudor en una ducha
fría, seguía pensando en ella. ¿Le habría dado Sonny de desayunar? ¿Cómo iba a
explicárselo hoy a las monjas de sus clases? ¿Qué tipo de pelea iba a dar el viejo saco
de huesos por esto?
Pensé en Frollo. La chica definitivamente lo conocía, la mirada en sus ojos me dijo
todo lo que necesitaba saber. Conocía al arzobispo, y parecía que le tenía más miedo
que Sonny.
Y eso decía mucho.
El arzobispo tenía influencia, pero no tenía poder. No a menos que pudiera
convencer a la gente de que lo que estaba presionando era el deseo de Dios. El truco
de su control era la lealtad eterna de las masas que le seguían sin rechistar.
Así es como pudo matar a nuestra madre.
Puso a todo el país en su contra en un abrir y cerrar de ojos.
Podía hacer todo lo posible por fingir que la existencia de Romina no le molestaba,
pero íbamos a asegurarnos de que reconociera su presencia. Él iba a confesar con el
tiempo, Sonny sólo tenía que hacerlo lento y doloroso primero.
Clava el cuchillo antes girarlo.
Le envié un mensaje de texto antes de dirigirme a la catedral para mi primera
conferencia del día.
―Necesito que me prestes algo de ropa, ¿puedes pasarte por la capilla con algunas
cosas?
―No vas a caber en mi ropa.
―No son para mí.
―¡Oh, mierda! ¿El fantasma? ―chilló.
―Si puedes traerle algunas cosas que pueda ponerse hasta que le consigamos ropa
adecuada, te lo agradecería.
―Claro, pero quiero conocerla ―dijo como si ella llevara la voz cantante.
YO: Mi nueva amiga vendrá después de clase para ayudarte con tu problema.
Podemos intercambiarnos después de esta clase y la traeré a la siguiente.
SONNY: No hay posibilidad. Tengo a Frollo en dos horas, voy a llevarla. Quiero
que tenga que mirarla a la cara y fingir que no tiene ni idea de quién es.
YO: No es una espía. Sé amable o iré por ella.
SONNY: Buena suerte, se ve mejor con mi correa alrededor de su cuello.
8 Memento mori es un dictum latino que significa literalmente “recuerda que morirás”.
palabras que mantuvieron a la humanidad en una falsa prisión. No se daban cuenta
de que la muerte era un regalo. El fin de todo su tormento y sufrimiento.
Todos los gilipollas del campus tenían un coche en este estacionamiento y el mío
estaba escondido en algún lugar de la confusión. Pulsé el botón de mi llavero para
activar la alarma del coche y Romina saltó hacia atrás golpeando mi pecho.
―Un corderito nervioso, ¿verdad? ―le pregunté, con una media sonrisa en los
labios, y sus ojos se abrieron de par en par antes de asentir nerviosamente―. Sube
―le ordené, haciendo un gesto hacia el coche antes de pulsar el botón de desbloqueo.
Se quedó parada delante de la puerta como si no supiera qué hacer con ella.
Realmente quería aplaudir todo el compromiso con este papel de «cautiva de Frollo»
que intentaba vender, pero era demasiado forzado como para quedarse. Puse los ojos
en blanco y agarré el picaporte, haciendo un alarde dramático de lo fácil que era abrir
la puerta mientras ella miraba dentro nerviosa.
―Entra ―repetí.
Dudó, pero Reesa subió por la puerta trasera con tantas ganas que no tuvo más
remedio que seguirla hasta el asiento del copiloto. Cerré la puerta antes de acercarme
al lado del conductor y exhalar mi fastidio ante la cara de tonta que ponía mientras
miraba por delante. Me incliné hacia ella, aspirando el embriagador aroma a vainilla
y miel de su cabello, antes de pasarle el cinturón de seguridad por el pecho y
abrochárselo.
Dejó escapar un chillido.
Me reí entre dientes y arranqué el motor.
Salí a toda velocidad y mantuve el coche en marcha atrás, haciendo una de las
cosas que más me gustaban. Atravesé el estacionamiento a toda velocidad,
esquivando los obstáculos y los coches que se cruzaban en mi camino, antes de
cambiar de marcha y salir a la carretera principal. Reesa chillaba como una banshee
todo el tiempo, pero cuando miré, Romina tenía una sonrisa dibujada en las mejillas.
Sus manos se aferraban con fuerza al asiento, pero su placer era demasiado evidente
como para negárselo.
Tiré del freno de emergencia y dejé que el coche diera dos vueltas antes de
enderezarlo en la dirección que debíamos tomar.
―¿Adónde, entonces? ―pregunté, volviéndome para mirar a Reesa, despatarrada
en el asiento trasero, con el terror y el pánico reflejados en sus facciones.
―La Corte de los Milagros, gilipollas ―gritó, pateando el respaldo de mi asiento.
―¿Qué coño sabes tú de la Corte de los Milagros? ―pregunté, mirándola por el
retrovisor.
―Es un centro comercial. ―Se cruzó de brazos y me miró con el ceño fruncido.
―Bien ―le dije, acelerando por las calles.
La primera tienda a la que nos llevó Reesa tenía sobre todo ropa de color amarillo
mostaza flotando alrededor de los maniquíes.
―No ―le dije antes de que intentara forzarnos a entrar, colocando mi mano sobre
el pecho de Romina para evitar que entrara.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Reesa.
―Ella no lleva esa mierda. ―Parecía el tipo de ropa que verías en una triste madre
de la Asociación de Padres de Alumnos a la que un marido que apenas podía ponerse
semiduro le riñera dos veces al año.
―Ah, ¿porque tienes mejor sentido de la moda? ―preguntó como si no llevara
unos pantalones de cuadros negros y amarillos que desentonaban terriblemente con
su camiseta verde.
Esta chica era un puto desastre.
Chupé algo imaginario de mis dientes mientras pensaba en mis opciones aquí. En
realidad, me importaba una mierda lo que llevara la chica, pero si dejaba que este
bufón la vistiera, era muy probable que tuviera que sufrir la ira de Sonny y me viera
obligado a volver a hacerlo.
Sea lo que sea ese maldito dicho sobre hacer bien un trabajo a la primera,
podríamos aplicarlo aquí.
―¿Quieres ver la auténtica Corte de los Milagros? ―le pregunté a Reesa y sus ojos
se abrieron de par en par al asentir.
―La jodida rodilla ―exclamó feliz como si todas sus posibles teorías conspirativas
estuvieran a punto de revelarse ante sus propios ojos.
―Ni que decir que si repites algo de lo que vas a ver, te arrancaré yo mismo los
putos ojos antes de metértelos por la garganta, ¿vale? ―Le pregunté, con las fosas
nasales encendidas mientras le proponía sus opciones.
―Supongo que entonces es bueno que lo digas. ―Se rió nerviosamente y
enganchó el brazo de Romina en el suyo.
Agarré la mano de Romina y tiré de las dos hacia el otro lado de la calle, a través
de la pequeña plaza comercial que llamaban La Corte de los Milagros. Era sólo una
distracción, una forma de ocultar lo que realmente había allí, si sabías dónde mirar.
La puerta negra del estrecho edificio gris estaba encajonada entre una librería y
una panadería. Apenas se notaba, tanto que en su lugar se fijó en la librería. No
echaba de menos la forma en que Romina miraba dentro del escaparate de cristal
para contemplar los libros con nostalgia.
Abrí la puerta sabiendo que cualquier transeúnte pensaría que era la entrada a un
piso superior para los comerciantes que tenían negocios en la planta baja. Había unos
seis o siete en total. Pagaban fuertes impuestos a la Iglesia para poder llevar sus
negocios sin la intromisión del Nilo. La mayoría eran tiendas familiares con
trabajadores que aún soñaban con poseer algo de verdad.
Los pobres imbéciles no sabían que a pocos metros por debajo de ellos había todo
un ecosistema de gente que tomaba las decisiones por sí misma. Gente que no
acataba las leyes de Frollo y se negaba a agachar la cabeza y dejar que un
conglomerado y un Dios inventado decidieran su destino.
Era el mercado ilegal para acabar con los mercados.
Reesa intentó adelantarse, pero le puse el brazo delante en señal de advertencia.
―No vuelvas aquí sin mí. No a menos que desees morir. ¿Entiendes?
Ella asintió temerosa.
Caminamos por el estrecho pasillo hasta que oscureció tanto que no podías ver
delante de tus manos. Llegamos a un callejón sin salida, y oí a Romina chillar cuando
su pecho golpeó mi espalda por detrás. Pronto siguió el «Uf» de Reesa haciendo lo
mismo.
Las paredes se estrechaban demasiado al final del pasillo, metí la mano en el
bolsillo para coger el móvil y encender una luz, olvidando siempre ese paso crucial
antes de adentrarme en el pasillo. No sirvió de mucho, pero al menos pude encontrar
el cuadro que colgaba de la pared sin tener que tantear para encontrarlo. Lo aparté
a un lado, sintiendo la brisa fresca que se filtraba por el agujero oculto en la pared.
―Entra ―le susurré a Romina, guiándola por el codo hacia el túnel excavado en
la pared.
Quería dejar el repuesto, aún no estaba del todo seguro de entender el propósito
de que ella estuviera aquí. No hubo suerte. Mientras seguía a las ovejas de Frollo
hacia el túnel, el agarre mortal de Reesa en mi bíceps casi me perfora la piel.
―Suéltame ―siseé.
―¡No puedo ver!
―Entonces da media vuelta y ve al coche a esperarnos si tienes miedo. No estoy
aquí para cogerte de la mano. ―Romina soltó al instante su agarre de mi antebrazo
con las palabras que iban dirigidas a la abrasiva rubia.
Alargué la mano para agarrarla de la muñeca antes de que desapareciera en la
oscuridad, sabiendo muy bien que había un montón de desvíos y pasadizos secretos
en esta caverna subterránea que podían hacer que alguien se perdiera durante días.
Y días aquí abajo sin ser descubierto podían costarte la vida.
Jadeó en el olvido cuando mi mano envolvió su huesuda carne, tomándola por
sorpresa.
―Tú no, corderito. No quiero que te pierdas aquí abajo ―dije, mi cara estaba cerca
de la suya pero había tan poca luz en el túnel que aún no podía distinguir su
expresión.
No me hizo falta. Podía sentir su pulso retumbando en mi agarre.
La guié por el tramo de escaleras que apareció sin previo aviso y descendimos bajo
tierra. Reesa se aferró a la parte trasera de mi camisa formando un hatillo con la
mano y me siguió molesta hasta que llegamos a la puerta de acero que daba a la
auténtica Corte de los Milagros.
Había varias entradas, pero ésta era la más accesible desde donde estábamos.
Ninguna de las dos pudo ocultar la cara de asombro que pusieron cuando abrí la
puerta que daba acceso a la majestuosidad subterránea del patio. Un brillante
despliegue de luces de colores colgaba del techo y cubría todos los canales de una
luz pseudoestelar. Por todas las cavernas de hormigón se habían levantado tiendas
y pabellones con gente que no sólo vendía sus propios artículos hechos a mano, sino
que podía conseguir casi cualquier cosa que quisieras evitando los centros de
distribución de El Nilo o utilizando sus propias existencias.
Para ellos era lo principal, la capacidad de tener control sobre lo que consumían.
Para no doblegarse ante la presión del capitalismo y las garras de la religión, que se
entrelazaban hasta que era imposible separarlas.
―¿Puedo echar un vistazo? ―preguntó Reesa, con los ojos cada vez más grandes.
―No me hago responsable de ti si te pierdes, vuelve aquí dentro de una hora o me
iré sin ti ―advertí.
Fue a coger la mano de Romina, pero la aparté de un manotazo.
―Se queda conmigo. ―No iba a lidiar con el golpe de perderla.
Hizo un mohín, pero al final se resignó y se fue haciendo cabriolas al barracón de
tatuajes más cercano. Llevé a Romina a la tienda de Dera.
―Corvy ―me arrulló y enseguida me arrepentí de mi decisión, pero me encontré
demasiado tarde para dar marcha atrás.
Dera era bastante decente. Había llegado hasta aquí y se había hecho un nombre
en la Corte. Se pasó el cabello castaño por detrás de los hombros y caminó hacia
nosotros. Era imposible que tuviese diecisiete años, pero la chica tenía agallas y eso
no se le podía negar.
―Dera ―dije rotundamente, tirando de Romina delante de mí casi como un
escudo.
―¿Quién es? ―dijo, con un tono de voz alto por la sorpresa, una vez que sus ojos
tuvieron la oportunidad de adaptarse a la singular apariencia de Romina.
Única realmente no le hacía justicia. Nunca había visto a nadie que se pareciera a
ella. Aquel conjunto de cabellos plateados que combinaban a la perfección con las
mechas negras que crecían directamente de su cuero cabelludo. Tenía que ser
natural, no porque creyera que la chica llevaba dieciocho años atrapada en aquel
campanario, sino porque hacía casi una década que no había nadie que se ganara la
vida tiñendo el pelo de la gente.
Ciertos trabajos se eliminaron rápidamente cuando la Iglesia los consideró
irrelevantes, innecesarios y posiblemente influidos por Satanás.
―No es asunto tuyo ―le dije a Dera, recordándole que si Sonny hubiera estado
aquí no sería tan valiente ni haría preguntas tan a la ligera.
―¡Perdón! ―Soltó una risita nerviosa, levantando las manos al aire sin dejar de
mirarme descaradamente de arriba abajo―. ¿Qué puedo hacer por usted hoy, señor
Escura? ―Volvió a poner un toque de profesionalismo en su tono mientras se alisaba
la falda lápiz.
―Consíguele algo de ropa que no la haga sobresalir tanto mientras está a mi lado.
―Empujé a Romina delante de mí y le lancé el fajo de billetes a Dera, los signos de
dólar en sus ojos brillaban lo suficiente como para mantenerla sorda, ciega y muda
ante lo que fuera a pasar hoy aquí.
Me senté en un sillón de terciopelo negro y me puse a mirar el móvil sin pensar
mientras ella ordenaba los percheros de ropa negra y elegía lo que creía que le
sentaría mejor a Romina. Oía sus silenciosos murmullos cada vez que Dera le
preguntaba algo sobre la ropa que le enseñaba, pero o bien no le importaba o a la
chica nunca antes en su vida le habían dado una opción sobre nada.
―¿Qué aspecto tiene? ―preguntó Dera, y yo no me molesté en levantar la cabeza
ni en apartar los ojos de la pantalla del móvil para contestar.
―Genial ―respondí rotundamente y ella se burló indignada.
―Si vas a hacerme perder el tiempo, al menos podrías fingir que me respetas un
ápice ―dijo con valentía, sin ocultar su fastidio.
Puse los ojos en blanco con una fuerte exhalación y levanté la mirada para
contemplar a Romina y su nuevo atuendo. Llevaba un leotardo negro brillante y una
túnica de malla negra que le llegaba hasta los muslos con un dobladillo irregular.
Unas medias de rejilla asomaban por la parte superior de unas Dr. Martens de la
vieja escuela que le llegaban hasta las rodillas y tenían hebillas hasta arriba. Una
cadena plateada le ceñía la cintura y otra similar le adornaba el cuello en forma de
collar.
Joder.
No parecía una ovejita, eso estaba claro.
Pero seguía llevando esa expresión inocente y la ilusión se rompía en cuanto
examinabas su rostro de cerca. Admiraba el trabajo de Dera. Le habían pintado los
ojos con una sombra oscura y sus labios lucían un carmín tan negro que brillaba con
un toque de azul.
―Tengo todas las bolsas con el resto de la ropa para ti, y algo de maquillaje y otras
cosas ahí para que ella no «sobresalga». ―Ella aireó con un guiño―. ¿De dónde has
sacado a ésta? ―preguntó, y yo la fulminé con una mirada que le recordaba que
debía quedarse en su sitio. No se opuso.
―Déjalos en la puerta, los cogeré cuando acabemos aquí abajo. ―Le dije.
―Vamos ―llamé a Romina y, como si hubiera elegido el apodo perfecto para ella,
se acercó tímidamente a mi lado antes de que saliéramos de la boutique de Dera.
Pasamos por delante de las siguientes tiendas y ella parecía desinteresada por
cualquiera de sus exteriores, todavía admirando la ropa que le habían puesto. Giré
bruscamente a la izquierda en la siguiente tienda y la arrastré dentro conmigo. Silver
tenía la mejor colección de cuchillos hechos a mano de nuestro lado del planeta.
Tenía la ligera sospecha de que él era el fabricante, pero en todos los años que llevaba
conociéndole se negaba a atribuirse el mérito.
―¡Corvin! ―Me saludó antes de que tuviera la oportunidad de entrar
completamente en el pequeño espacio que era su tienda.
Apenas tenía 30 metros cuadrados, pero no necesitaba más para conseguir su
objetivo. La vitrina mostraba una variedad de armas artesanales que harían sonreír
de alegría a cualquier cabrón violento. Nudillos de latón con diamantes recubriendo
los bordes del metal, asegurándose de que cada golpe no sólo rompiera, sino que
también cortara. Machetes con hojas tan afiladas que podrían cortar el aire si lo
intentaras.
Pero no era eso lo que buscaba.
―Silver ―le saludé en consecuencia.
Miró a Romina, pero a diferencia de Dera, sabía que no debía meterse en asuntos
que no le incumbían.
Era un hombre inteligente.
―¿Qué puedo hacer por ti, amigo mío? Siempre es un honor que un Escura elija
gastar su tiempo y su fortuna en mis colecciones. ―Sonrió, extendiendo la mano
sobre la vitrina.
Le eché un vistazo tratando de encontrar exactamente lo que buscaba, cuando de
repente me llamó la atención a simple vista. Fue entonces cuando me di cuenta de
que sus ojos también estaban fijos en él, y mi decisión estaba tomada.
―Ese ―le dije y soltó una carcajada golosa que me hizo saber que había cogido
algo que le alimentaría durante mucho tiempo.
Era un hermoso cuchillo con el mango tallado en el ópalo negro más puro que
jamás había visto. Brillaba con motas de rojo y azul a través de su oscuro reflejo de
la forma más deslumbrante y la propia hoja hablaba de cientos de horas de trabajo
bajo el calor de la forja. La sostuvo bajo la tenue luz de la tienda, retorciéndola
mientras cada destello carmesí del ópalo se reflejaba en la bombilla.
―Este es mi avatar. ¿Sabes a qué me refiero? ―me explicó mientras apartaba el
cuchillo de mi alcance antes de que pudiera cogerlo para admirarlo.
―No, no quiero ―dije, sin molestarme en ocultar el tono molesto de mi voz.
―Pasé mucho tiempo perfeccionando ésta. Es especial para mí ―dijo, casi
rompiéndose el brazo al intentar mantenerlo lo más lejos posible de mí.
―Creía que no los hacías tú. ―pregunté con una sonrisa que él devolvió por
partida doble.
―Corvy baby, vamos. ―Me guiñó un ojo y le entregué un buen fajo de billetes
para pagar el cuchillo.
―Hoy no me has visto. ―Asintió con la cabeza.
―Nunca te veo hermano. De hecho, no recuerdo haberte visto ni una sola vez en
mi vida. ―Se rió y me dio una fuerte palmada en el hombro.
―Avísame si tienes problemas con algo. ―le recordé como hacía siempre que
venía por aquí.
Podría repetirlo un millón de veces, pero daría igual, la gente de por aquí era
demasiado orgullosa para cualquier tipo de limosna o caridad. Querían pasar por la
vida sabiendo que podían hacer frente a todo lo que se les pusiera por delante, a
pesar de los obstáculos que tuvieran que superar.
―Ya eres demasiado bueno con nosotros, Escura. La esposa quiere agradecértelo
con una comida pronto ―dijo Silver y yo asentí con la cabeza aunque todavía no me
había dado una fecha para su invitación.
Había estado viniendo a comprarle algún tipo de hoja o arma unas cuantas veces
al mes desde que le conocí. Sabía que no quería mi dinero a menos que se tratara de
una transacción, así que empecé a cobrarle su colección. Era lo único que podía hacer
para ayudar a alguien que me importaba.
Hasta ahora no me había rechazado.
Romina y yo salimos de la tienda hacia el callejón, y yo me giré rápidamente para
atraparla entre mis brazos.
S
alí de la extraña tienda y en cuestión de segundos me encontré aprisionada
bajo el agarre de Corvin. Estaba enjaulada entre sus dos brazos, con nada
más que una pared de ladrillos detrás de mí y su cuerpo delante.
―¿Qué estás haciendo? ―le pregunté, haciendo todo lo posible por mantener el
miedo fuera de mi voz, pero fracasando miserablemente.
―Anoche te oí gritar. A través de las paredes ―dijo con tono ronco, entrecerrando
los ojos hacia mí.
No respondí, pero mi exhalación tartamudeó nerviosa.
―Sonny ―dijo, haciendo que mis ojos se abrieran de par en par con sólo oír su
nombre―. No tiene límites. ―Sacó de la bolsa de papel marrón el metal bellamente
adornado en forma de luna creciente―. Esto es para ti ―me explicó,
entregándomelo.
―¿Por qué? ―le pregunté, sin saber para qué servía.
―Por protección. En caso de que... ―Le corté antes de que pudiera terminar.
―¿Quieres decir, en caso de que Sonny trate de hacer lo que ya me has hecho?
―Le pregunté y su labio superior se crispó y su ceño se frunció.
―Joder ―susurró, girando la cabeza hacia otro lado―. Aléjate de Sonny, ¿vale?
Puede dejarse llevar un poco.
Era la segunda persona que me decía eso en las últimas veinticuatro horas y, por
alguna razón, lo único que hizo fue darme más ganas de acercarme a él. Parecía a
punto de marcharse, pero entonces se volvió hacia mí.
―Coge el puto cuchillo, ¿vale? ―Me lo puso en la mano y cerré los dedos en torno
al afilado filo de la hoja, sintiendo su escozor contra la piel. El líquido carmesí
atravesó mi carne y cubrió la hermosa gema negra que formaba la otra mitad.
―No lo sujetes así, joder ―gritó, abriéndome los dedos y dejando que el cuchillo
cayera al suelo sin cuidado―. ¡Joder! ¿Nunca habías visto un cuchillo? ―preguntó
y yo negué con la cabeza.
Había visto cuchillos que eran utensilios, utilizados para cortar y comer alimentos.
Era una maravilla en forma de media luna con colores que pertenecían fuera de
este mundo. Causaba dolor igual que cualquier otra cosa de nuestro universo.
Suspiró pesadamente, rasgó el borde de su camisa antes de envolver la tela
alrededor de la palma de mi mano y luego apretar un nudo sobre ella para
mantenerla en su sitio.
―La actuación que estás haciendo, sólo favorece a Frollo, Romina. Sea lo que sea
lo que tiene contra ti, no necesitas fingir por él. Podemos ayudarte ―dijo, casi
pareciendo que sentía lástima por mí.
Pero eso sería imposible.
Para arrepentirse necesitaría tener alma, y los paganos no tienen alma.
Corvin era igual que Felix, un poco más alto, pero lo que a Félix le faltaba en
estatura lo compensaba en encanto. Se me revolvió el estómago sólo de pensar en él.
Los dos tenían los mismos ojos oscuros, el mismo cabello oscuro. Pero Corvin estaba
cubierto de pinturas igual que Sonny. Incluso sus caras tenían palabras en el mismo
lugar.
Donde la ceja de Sonny tenía las palabras «Hijo de Satán» encima, en la de Corvin
se leía Memento Mori. Conocía bien el latín de mis lecciones semanales con el padre
Frollo.
Acuérdate que morirás.
Recuerda la muerte.
Recuerda que todos morimos.
Dos palabras que encierran tanto significado y mantienen a la humanidad en una
falsa prisión. ¿Quién podría vivir libremente con la amenaza de la muerte
cerniéndose constantemente sobre su cabeza como un oscuro nubarrón que promete
estallar?
Tenía una flor geométrica al otro lado de la cara y otros símbolos que no pude
reconocer tatuados en la sien. Su garganta estaba cubierta con una imagen oscura de
la cara de una cabra, sus cuernos curvados hacia abajo a un lado de su cuello y
mezclados con una multitud de patrones geométricos que asomaban de su camiseta
negra.
Los tres tenían eso en común.
Siempre negro.
Cualquier control que tuvieran sobre Frollo, lo utilizaban incluso para ejercer la
habilidad de evitar los uniformes verde jade que todos los demás se veían obligados
a ponerse.
―¿Qué quieres que haga con esto? ―volví a preguntarle mientras cogía el cuchillo
con la mano ilesa, tratando de revestir mi voz con lo más parecido a la valentía que
podía sacar de algún lugar oculto dentro de mí.
―Si alguien se acerca demasiado, y no lo quieres allí. Sólo tienes que hundir eso
en sus entrañas, ¿de acuerdo? ―Levantó las cejas y no esperó a que yo acusara recibo
antes de alejarse.
Rodeé con los dedos el extremo liso de piedra negra de la hoja y la aferré con
fuerza contra mí antes de seguir a Corvin fuera del callejón.
Nunca nadie me había hecho un regalo.
Aunque no entendía el propósito de su regalo, ni por qué le importaba si gritaba
o si alguien intentaba hacerme daño.
¿No hizo lo mismo?
¿No era el mismo pagano que ni siquiera toleraba mi presencia?
La chica del cabello corto se paró delante de la tienda como si nos hubiera estado
esperando, una sonrisa gigante pintó su cara y saludó a Corvin como si la hubiera
estado buscando.
No lo había hecho.
―Me he hecho un tatuaje ―chilló, subiéndose los bajos de los pantalones para
mostrar una pequeña mancha rosa con cicatrices en la piel.
―¿Qué es un tatuaje? ―Pregunté y Corvin gruñó como si mis preguntas se
estuvieran volviendo cansinas.
―Las mismas cosas que nos ves a Sonny y a mí por todas partes ―me dijo,
estirando el cuello de la camisa como si su cara no estuviera también cubierta de
ellas―. Eso. ―Señaló su tobillo―. Pero no es un tatuaje. ¿Qué coño es eso? ―le
preguntó y ella sonrió.
―¡Es una fresa! ―exclamó.
―¿Has probado alguna vez una fresa? ―le preguntó cruzando los brazos sobre el
pecho y ella se burló.
―Claro que no. Sin embargo, mis padres siempre decían que a mi hermana mayor
le encantaba la mermelada sintética ―dijo, y una oleada de tristeza se reflejó en su
expresión.
―¿Dónde está tu hermana ahora? ―le pregunté.
―Murió a causa del virus. ―Sus labios hicieron una línea plana y miró hacia otro
lado, una extraña conducta que no esperaba de alguien tan burbujeante como ella.
―Culpa mía ―refunfuñó Corvin, rascándose la nuca, y ella respondió
encogiéndose de hombros.
Quería decirle algo, pero no estaba segura de lo que había que decir a la gente
triste. Nunca había visto una con mis ojos, excepto en los programas de televisión y
en las películas. Sólo había conseguido hacerme sentir mejor, e incluso eso era una
causa perdida.
―Siento que estés triste ―solté y Corvin se mordió los labios como si estuviera
ahogando la risa―. ¿Qué? ―pregunté y él negó con la cabeza, pero me dedicó una
sonrisa de lado.
―Ya no estoy triste, pero gracias ―dijo, y yo me encogí de hombros―.
¿Conseguiste todo lo que necesitabas? ―preguntó y yo me encogí de hombros antes
de mirar a Corvin en busca de una respuesta.
―Sí, no gracias a tu pésimo gusto ―dijo con un tono condescendiente que a ella
no pareció disgustarle lo más mínimo.
―No me di cuenta de que ibas por el look de Barbie Nigromante.
Pasamos por delante de la primera tienda y Corvin recogió todas las bolsas,
empujando la mitad de ellas hacia Reesa y llevando la otra mitad él mismo mientras
seguía debatiendo sobre algo. Sus voces bajaron a un volumen apagado y dejé que
mis ojos vagaran por las falsas calles subterráneas que conformaban lo que Corvin
llamaba La Corte de los Milagros. Era hermoso, algo que no tenía palabras
suficientes para describir por completo, pero cuanto más te acercabas, más fácil era
ver la suciedad que cubría el suelo y la falta de cualquier cosa orgánica que creciera
aquí abajo.
Pero no importaba.
Aquí eran libres.
Podría apreciarlo.
Algo de lo que empezaba a darme cuenta no era posible allí arriba, no sólo para
mí. Había niveles de libertad, y no era algo por lo que se pudiera trocar tan
fácilmente como la bonita espada de Corvin.
―Ay, control de tierra al comandante Tom ―gritó Reesa, chasqueando los dedos
delante de mi cara.
―No hagas esa mierda. A algunas personas no les gusta eso. ―Me apartó la mano
de la cara de un manotazo antes de levantarme la barbilla con un solo dedo.
―¿Estás bien? ―preguntó, y yo asentí, cogiéndole la mano y entrelazando mis
dedos con los suyos.
Me miró sorprendido y se apartó. Sus párpados empezaron a agitarse
rápidamente y luego se llevó los dedos a la sien.
―¿Estás bien? ―Pregunté en voz tan baja que ni siquiera estaba segura de
haberme oído a mí misma entre el bullicio del mercado subterráneo.
―¿Sabes conducir? ―le preguntó a Reesa y ella asintió, con los ojos brillantes ante
su pregunta.
Le tiró las llaves y apoyó la mano en la pared para sostenerse mientras seguía
caminando. Los tres nos encaminamos de nuevo hacia la puerta de acero por la que
habíamos entrado hacía apenas unas horas, Corvin hacía muecas de dolor y
respiraba con dificultad.
En la oscuridad del túnel, tardamos más en salir que en entrar. Corvin parecía no
estar seguro de por dónde habíamos entrado e incluso usando la luz que brillaba
intensamente desde su teléfono no ayudaba lo inseguro e incómodo que parecía.
Después de encontrar la salida del túnel de vuelta al pasillo escondido por el que
habíamos entrado, volvimos a entrar por el agujero oculto por el cuadro.
Tropezamos de nuevo por el estrecho y oscuro pasillo, avanzando con cuidado hacia
la puerta principal en dirección a la luz que se filtraba por las rendijas.
Corvin me agarró con fuerza del brazo cuando la luz nos dio en la cara y su
respiración se volvió superficial y errática.
Como aquella noche.
―¿Estás bien? ―Volví a preguntarle, esta vez asegurándome de hablar lo
suficientemente alto para que me oyera.
―Necesito llegar al coche, rápido. ―Inspiró y espiró con fuerza y Reesa se metió
por debajo de su brazo derecho y yo le seguí por debajo del izquierdo.
Era gigante.
Demasiado grande para aguantar su peso aunque lo hiciéramos juntos.
Luchaba por recobrar la conciencia y por mantenerse lúcido.
Pude ver fácilmente el dolor en su cara.
Fue algo que eché de menos la primera vez que ocurrió, cuando me sujetó la
garganta con la mano y apretó lo suficiente como para hacerme creer que moriría.
Reesa abrió el coche y conseguimos meterle en la parte de atrás. Estaba tumbado,
con la cara empapada de sudor y los párpados agitándose tan deprisa que parecía
estar soñando.
Me pareció aterrador.
Alguien a quien temer.
Pero ahora, en este momento, podía ver que era más que eso. También era frágil...
vulnerable.
Alguien a quien había que cuidar.
Me metí en la parte de atrás con él y cerré la puerta.
―¿Qué haces? Sube delante ―gruñó y Reesa metió la llave en el contacto,
arrancando el coche.
―Necesitas ayuda ―le dije, colocando mi mano sobre la suya, pero él retrocedió,
retirándola.
―Ponte delante. No quiero hacerte daño. ―Habló entre dientes como si estuviera
conteniendo a un monstruo que no podía controlar.
Tal vez lo era.
―¿Qué necesitas? ― le pregunté, su mano se aferró a la mía y apretó su agarre
mientras luchaba con su propio cuerpo por el dominio.
―Hay una botella naranja en la guantera ―dijo, e inmediatamente se corrigió al
ver la expresión de confusión que puse―. La puertecita que hay delante del asiento.
Ábrela. ―Señaló entre respiraciones profundas.
Me arrastré hasta el asiento delantero junto a Reesa y abrí la puertecita que
mencionó, encontrando la botella naranja con unas palabras que sonaban graciosas
escritas en ella. La llevé a la parte trasera y la agité junto a su oreja.
―¿Es esto? ―pregunté, intentando girar el tapón de la botella pero descubriendo
que no se me abría.
―Empuja hacia abajo primero, saca uno por favor. ―Sus palabras eran cada vez
más entrecortadas mientras luchaba por respirar de manera uniforme entre ellas.
Siguiendo sus instrucciones, pude abrir el frasco y sacarle una de las pastillas antes
de metérsela en la boca. La aplastó entre los dientes y puso cara de extrañeza al
intentar tragarla.
―Joder, eso es horrible.
―Aquí hay una vieja botella de agua al azar ―gritó Reesa desde delante y yo se
la cogí, desenroscando el tapón y colocándosela bajo la boca para que bebiera.
Se bebió toda la botella y Reesa puso el coche en marcha. Los ojos de Corvin se
cerraron del todo y su respiración se hizo más lenta, aunque no menos agitada.
―¿Qué ha pasado? ―Le pregunté―. ¿Adónde vas?
―No lo sé. Un lugar del que es difícil volver. Cada vez es un poco más difícil
encontrar algo que me haga volver ―dijo sin abrir los ojos.
―¿Es eso lo que te pasó la otra noche? ―le pregunté, insegura de si estaba bien
sacar el tema.
No contestó. Me pregunté si no debería haberme sentado delante, como me pidió.
Estaba prácticamente sentada encima de él, tenía que estar incómodamente apretado
en el diminuto asiento trasero de su coche. Alargué la mano para subirme delante,
pero antes de que pudiera arrodillarme en el asiento junto a Reesa, sentí que su mano
me rodeaba el tobillo con fuerza.
Miré hacia atrás, él no abrió los ojos, pero su mano permaneció firme a mi
alrededor. Volví a sentarme en el asiento, intentando acomodarme y hacerme un
hueco. No era posible, él era grande y no había forma de sentarse atrás sin estar en
su regazo. A él no parecía importarle, tenía problemas mayores de los que ocuparse.
Sus ojos permanecieron cerrados durante el resto del trayecto. Saqué la navaja
envainada del bolsillo del pantalón para admirar la hermosa piedra preciosa que
adornaba el mango.
―¿Te gusta? ―preguntó, aunque no abrió los ojos.
―No lo entiendo ―dije sinceramente―. Pero es hermoso.
―Así es exactamente como deben ser las cosas bellas. Pero ten cuidado, porque
son las que más duelen. ―Sus cejas formaron una profunda V.
Reesa se topó con demasiados baches, pero al final nos encontramos de nuevo
frente a la capilla, aunque no era allí donde habíamos encontrado el coche en primer
lugar.
―Iré a buscar a los otros chicos ―dijo antes de salir corriendo del coche.
―¿Estás despierto? ―Susurré y él gruñó una respuesta ininteligible―. Estamos
en casa.
―Esto no es mi casa ―soltó bruscamente.
―Es mi casa. ―Le corregí, encontrándome lo suficientemente valiente con él en
este estado debilitado como para recordarle que esta capilla era mía primero antes
de que ellos invadieran mi espacio.
―Imbécil... te dijimos que te tomaras las pastillas ―gritó Felix, golpeando con la
mano la ventanilla de cristal del coche antes de abrir de un tirón la puerta del lado
de Corvin.
Estuvo a punto de caerse, pero supuse que eso había sido parte de lo que Felix
intentaba decir aquí.
―¿Qué ha pasado? ―Sonny me preguntó, abriendo la puerta de mi lado.
―No lo sé. ―Me encogí de hombros.
―Despídete Reesa. Ya te has divertido por hoy ―le dijo Sonny justo cuando los
dos hombres empezaban a arrastrar a Corvin hacia el interior.
―¿Me dejaran verla otra vez? ―les gritó Reesa.
―Eso depende de ella ―respondió Felix y sus ojos se abrieron de par en par y una
sonrisa cubrió su rostro.
―Bueno, si quieres una amiga. Yo estoy allí. ―Ella señaló a los dormitorios en la
distancia.
Conocía bien el edificio, aunque nunca había entrado en él. Había que ser
estudiante para poder acceder a la mayoría de los edificios del campus, aparte de la
biblioteca. Al final, la biblioteca era el único lugar en el que me molestaba en entrar.
Se inclinó hacia delante y me rodeó con los brazos, apretándome con fuerza.
Una vez que su abrazo se aflojó, deslicé la mano por la parte superior de sus
pantalones de la misma forma que Felix y Sonny me habían hecho antes. Ella me
apartó de un manotazo y me empujó con fuerza contra las paredes exteriores de la
capilla.
―¿Qué coño estás haciendo? ―preguntó, la alarma en su voz enviando un sudor
frío sobre mí y cubriéndome de ansiedad.
Odiaba cometer errores.
El padre Frollo siempre castigaba los errores.
Hazlo bien a la primera, desgraciada, o haré que te arrepientas.
―Creía que la gente no debía tocarse. ―pregunté, dándome cuenta de que algo
había salido terriblemente mal.
―Uh, quiero decir, sí. Las personas que realmente, realmente, REALMENTE se
gustan lo hacen. Pero esto no es Romina. La gente que se gusta suele hablar primero
de tocarse ―dijo, con una expresión de terror en su cara que no pude comprender.
―Entonces, ¿no todo el mundo? ―pregunté.
―¿Qué cojones, hombre? ―preguntó ella, pasándose las manos por la cara de la
misma manera que había hecho Corvin cuando parecía estar más allá de su límite―.
¿Esos gilipollas han estado poniendo sus sucias zarpas sobre ti?
No me dio tiempo a contestar. Irrumpió por la puerta de la capilla mientras los
chicos acomodaban a Corvin en el sofá. Se volvieron hacia ella, con el ceño fruncido
por su intrusión.
―Eh, zorras ―gritó, manteniendo su ya cautivado interés―. ¿Qué coño creen que
le estan haciendo a esta pobre chica? ―les preguntó.
―¿Qué cosa? Tendrás que ser más específica ―dijo Sonny, sin que su voz sonara
alarmada cuando cruzó los brazos sobre el pecho y esperó su respuesta.
―¿Qué tal eso de que la agredes sexualmente cuando te da la gana? No es tu puto
juguete sexual ―les espetó enfadada.
―No es agresión. Ella lo quiere. ―Sonny sonrió con esa expresión que le hacía
parecer el doble de aterrador.
―Te das cuenta de cómo suena eso, ¿verdad? ―preguntó, mirando sobre todo a
Felix esta vez. ―Romina dile a estos cabrones que no pueden tocarte más, puedes
venir a quedarte en mi dormitorio.
―Espera, ¿qué? ―pregunté, sin saber cómo la conversación había dado un giro
así.
―Diles que no quieres que te toquen más ―dijo ella y Sonny rió divertido.
―¿Por qué iba a hacer eso? ―le pregunté a la chica que hacía un momento se había
hecho llamar mi amiga.
―¿Ves? ―dijo Sonny, levantando las cejas.
―Joder. Ustedes, monstruos, ya le han lavado el cerebro. ―Exhaló algo que
parecía una derrota.
―Claro. Si llamas a ser adorado sexualmente una forma de lavado de cerebro.
―Felix se rió en voz baja.
―Probablemente lo sea. Esto parece mal. Es tan ingenua e inocente. ―Finalmente
me miró como si no hubiera pasado todo este tiempo hablando de mí como si ni
siquiera fuera una persona en la habitación.
―No la infantilices. Es adulta. Y tampoco hables de ella como si no estuviera aquí
―Felix la empujó para acercarse a mí―. ¿Quieres que dejemos de tocarte, Mina?
―Me rozó la mejilla con el pulgar y esperó una respuesta.
Sacudí la cabeza.
Porque Corvin tenía razón.
Las cosas bellas sí dolían. Y tal vez me gustaba el dolor, porque no estaba
preparada para descubrir qué pasaría si dejara de doler.
Si se fueran.
Si me dejaran aquí.
Creo que eso sería lo que más dolería, más que no haber salido nunca del
campanario.
R
eesa se fue después de la milésima vez que me hizo repetir que estaba
bien y que no quería irme. Tal vez estaba cometiendo un error al
quedarme. Tal vez debería haber tomado la salida cuando me la dieron.
Me había sentido prisionera toda mi vida bajo la vigilancia del padre Frollo.
Esto no parecía lo mismo.
―¿Qué quería Arlan? ―Felix le preguntó a Sonny.
―Quería una actualización de nuestro progreso. Le dije que no habíamos hecho
ninguno. ―Se cruzó de brazos.
Estábamos todos de pie junto a Corvin tumbado en el sofá mientras sus ojos
volvían a hacer ese extraño aleteo.
―¿Quién es Arlan? ―Les pregunté.
―Es como un abuelo para nosotros ―explicó Felix y Sonny se burló.
―Es el jefe de nuestra organización. Se está preparando para morir ―corrigió
Sonny.
―¿Está despierto? ―pregunté finalmente después de haber estado de pie junto a
Corvin durante unos veinte minutos.
―Esto no suele pasar tan a menudo. Algo lo está poniendo nervioso. ―Sonny se
burló, y yo no estaba segura de si estaba insinuando que tal vez era yo.
Reesa había dicho que las personas que se tocaban se gustaban, pero con Sonny
no estaba segura de si lo que sentía por mí no estaba demasiado lejos del odio. A
diferencia de Felix, yo no sentía esa misma calidez que me atraía hacia él.
Con Sonny sentí que me atraía un frío vacío. Lo que imaginaba que sería el espacio
exterior, seduciéndome con su oscuridad envolvente como nada en el mundo podría
hacerlo.
―¿Mi estúpido hermano te dio de comer, Mina? ―Felix preguntó y yo negué con
la cabeza―. Vamos entonces.
Me cogió de la mano y abrió una caja de cartón que había en la isla de la cocina.
―Es pizza. ―Levantó un trozo como ofrenda.
―Toma. ―Sonny se acercó y sacó de su bolsillo una versión más pequeña de mi
tableta―. Esto es para ti. Funciona igual que el iPad, pero también puedes llamarnos
y hablar con nosotros desde ella.
Fue otro regalo, y de Sonny no obstante.
No sabía cómo responder.
―Cógelo. ―Lo agitó delante de mí.
―Puedes escribir aquí cada vez que oigas una palabra de la que no sepas el
significado o hacer una foto de algo con esto y te dirá lo que estás viendo. ―Felix
vino a mi lado y empezó a mostrarmelo.
―Y ésta no se limita a la muerte, así que puedes aprender cosas importantes
―añade Sonny.
―¿No puedo aprender en la escuela? ―les pregunté a los dos, con la esperanza
llenándome las venas.
―Esto no es un colegio ―dijo Sonny antes de coger un trozo del pan de queso
derretido y alejarse.
―No se equivoca. ―Felix se encogió de hombros siguiendo las acciones de Sonny,
pero en su lugar se sentó en un taburete.
Cogí un trozo de pizza, me lo llevé a la boca y le di un mordisco al queso caliente.
Gemí lo bastante fuerte como para obligar a Felix a dejar de masticar y mirarme. Bajé
la mirada, con las mejillas sonrojadas por la vergüenza de que los mismos ruidos que
salían de mí durante los momentos de placer con ellos pudieran salir con la comida.
Pero esto era lo mejor que había comido en mi vida.
Había visto pizza en algunos dibujos animados y películas, pero en persona todo
te cogía por sorpresa. La mitad del tiempo me sentía insegura por equivocarme en
algo y que me penalizaran por ello.
―¿De verdad has estado ahí arriba toda tu vida? ―preguntó Félix, limpiándose
la boca y las manos con una toalla mientras terminaba su comida.
―Sí ―respondí, levantando la vista para prestarle la atención que merecía.
―¿Cómo... cómo es que hablas tan bien? ―preguntó y no me molesté en ocultar
la expresión ofendida de mi cara―. Lo que quiero decir es. Conoces muchas
palabras. ―Se rascó la cabeza como si se hubiera arrepentido inmediatamente de su
elección de vocabulario.
―Porque soy lista ―le dije, molesta, insultada y un poco frustrada―. Leí el
diccionario quince veces antes de cumplir los doce.
―Quiero ayudarte. No quiero hacerte sentir que eres tonta ni tratarte como a una
niña cuando te explico cosas que quizá no entiendas. ¿Puedes trabajar conmigo aquí?
Asentí con la cabeza, sabiendo que había un gran mundo de primeras veces ahí
fuera que tendría que explorar algún día.
¿Tendría esa oportunidad?
―Bien. Vamos a la cama. ―Inclinó la barbilla hacia el pasillo antes de levantarse
y tenderme la mano.
Lo cogí, pero al bajarme del taburete miré a su hermano, que seguía tumbado en
el sofá.
―Creo que debería quedarme con él ―le dije a Felix, que entrecerró los ojos como
si estuviera confuso.
―No. ―Su voz pasó del tono dulce y cálido al que me tenía acostumbrada a uno
frío―. ¿Quién te alejará de él si se despierta y vuelve a ocurrir? No es seguro.
―Sacudió la cabeza y me atrajo hacia sí.
―¿Pero quién lo mantiene a salvo? ―pregunté y él me acomodó un mechón de
cabello detrás de la oreja.
―Sí, quiero. ―Su dedo índice levantó mi barbilla y apretó su frente contra la mía
antes de inhalar profundamente―. Ven. ―Me instó de nuevo y volví a mirar a
Corvin por última vez.
Su pecho subía y bajaba a un ritmo acelerado, pero sus ojos se habían calmado y
permanecían cerrados.
―¿Te he dicho lo guapísima que estás? ―Tarareó en mi oído, guiándome a su
habitación―. Llevo todo el día pensando en tu sabor. ―Hizo un ruido desesperado
que me hizo desear sentir algún tipo de fricción entre mis piernas.
Se apretó a mi espalda, y al igual que Sonny, pude sentir un grosor duro contra
mi trasero. Se le escapó un zumbido de la garganta y me subió las manos por la
cintura, tocándome los pechos con ambas manos. Me mordí el labio para contener
un gemido y dejé caer la cabeza contra su pecho mientras sus caricias seguían
recorriendo mi cuerpo.
―Le dijiste que no quieres que dejemos de tocarte. ―Preguntó, contuve la
respiración.
Sus manos se congelaron.
―S-sí. ―Le di lo que quería.
Sus pulgares apenas rozaron los picos endurecidos de mis pezones,
provocándome una descarga de placer. Fui a quitarme algo de ropa, pero me apartó
las manos y negó con la cabeza.
―No, déjatelo puesto.
Me dejó caer en la cama de un salto y yo me apoyé en los codos. Se desabrochó la
camisa. La forma en que tiraba lentamente de las mangas antes de quitársela era casi
una forma de tortura. La anticipación que crecía en el fondo de mi estómago me
estaba convirtiendo en masilla. Cada uno de sus músculos estaba bien esculpido y
una dura V se abría paso en sus pantalones. Se cernía sobre mí hambriento, con una
mirada lo bastante fuerte como para matar.
Me tragué un nudo.
―Abre las piernas ―dijo en ese tono ronco. Obedecí, separé las rodillas y separé
los pies―. Quiero probarte.
Mis rodillas se doblaron con sus palabras, pero él se arrastró sobre mí y las separó.
Sus dedos jugueteaban con el body que llevaba puesto, rozando la fina tela y
volviéndome loca de necesidad. Por fin desabrochó el cierre y metió sus dedos en mi
interior.
Jadeé, cerrando los muslos.
―¿Qué pasa? ―preguntó frunciendo el ceño.
―Está mal, ¿verdad? ¿Por eso se enfadó tanto Reesa? ―me temblaba la voz
esperando la verdad.
―Tú eres la única que puede decidir eso. ¿Por qué no me lo dices? ―Desapareció
entre mis piernas.
Solté un chillido agudo cuando su lengua entró en contacto con mi sexo, lamiendo
generosamente mis partes más íntimas. Hizo círculos lentos y metódicos antes de
cerrar los labios y chupar.
―¡Ahh! ―grité, tirándole del cabello con las manos y atrayéndolo cada vez más
hacia mí.
―¿Te parece mal, guapa? ―me preguntó, pero no supe qué contestar.
Hundió sus dedos dentro de mí y gemí. Ya no me dolía y podía apreciar la
sensación ahora que no había un dolor ardiente de por medio. Los húmedos sonidos
de sus dedos entrando y saliendo de mí llenaron la habitación.
Masculló un sonido primitivo y gutural como si mi placer estuviera causando su
perdición.
―Me estás volviendo jodidamente salvaje. ¿Qué demonios se supone que tengo
que hacer contigo, niña bonita?
Mi cabeza rebotaba con cada embestida y cada vez me golpeaba contra el cabecero
de su cama. No importaba. La sensación de tensión que había comenzado en lo más
profundo de mi ser empezaba a crecer de nuevo. Le arañé la espalda y él bajó la cara,
respirando caliente contra mi centro.
―Este es el puto coño más bonito del mundo. Ojalá pudieras ver lo bien que me
follas los dedos. ―Presionó su lengua contra mí y yo jadeé ruidosamente, girando la
cabeza de lado a lado.
Me había pasado la mayor parte de mi vida diciéndome que cualquier cosa que
diera placer era pecado, pero nunca había sentido nada en este mundo que se
comparara con las cosas que podían hacerme. Era como si mi cuerpo se hubiera
liberado pero mi mente siguiera atrapada en el confinamiento de la prisión mental
que Frollo había construido especialmente para mí.
¿Por qué?
¿Por qué me había hecho esto?
¿Para deshacerse de mí a la primera oportunidad?
No, había algo que me faltaba.
Porque los mismos hombres que me habían hecho creer que serían mi ruina, se
estaban convirtiendo de algún modo en mi salvación. Chupó con más fuerza y solo
soltó la lengua para moverla con movimientos salvajes y frenéticos que obligaron a
mis piernas a temblar bajo su agarre.
―¿Te gusta cuando bebo directamente de tu coño chorreante?
―¡Ah! ―grité mientras la sensación me taladraba cada vez más profundamente,
sus sucias palabras bañándome como un maremoto que se ahogaba en mis pulmones
con un violento estruendo.
Me mordí el labio con toda la fuerza que pude, saboreando el metal de la sangre
como única forma de evitar que mi boca me traicionara y alejara a Felix con falsas
mentiras. Gemí desde lo más profundo de mi garganta mientras mi clímax se
estrellaba a mi alrededor en una ola ensordecedora. Me estremecí bajo sus caricias
mientras él seguía metiendo y sacando los dedos de mí tan despacio que se me hacía
la boca agua.
Volvió a sumergirse, lamiendo y deslizando su lengua hasta que mis caderas se
agitaron y yo perseguí una sensación más fuerte que no podía definir como otra cosa
que puro deseo. Era salvaje e incontrolable, como si algo se hubiera apoderado de
mí. Dejé que la sensación me inundara como una corriente y apreté sus sábanas entre
las manos mientras una oleada tras otra de placer entraba y salía de mí.
―¡Oh Dios! ―Grité mientras me hundía, dejándome sin aliento.
A la deriva, desnudos y vulnerables.
―Ahora mismo no está aquí. ―Su rostro se alzó a mi vista con una sonrisa
siniestra.
Sus ojos parecían más oscuros de lo que recordaba, pero mi visión apenas era
fiable, mi mente aún daba vueltas por el vórtice de placer que había sacado de mi
interior.
Retiró los dedos, dejándome con un vacío estremecedor mientras volvía a caer a
tierra, jadeando pesadamente y tratando de recuperar la compostura. Me ayudó a
quitarme la ropa de red y los leotardos y, antes de que me diera cuenta, me había
puesto una suave camiseta sobre el cuerpo desnudo.
Me atrajo hacia su pecho como había hecho la otra noche y enterró su nariz en mi
cuello.
―Buenas noches, dulce Mina ―susurró.
Respiré con dificultad, mis pensamientos se negaban a dejar que mi cerebro se
apagara. Él también podía sentirlo.
―¿Qué pasa? ―preguntó.
―Esto. ―Ustedes. Todo tú. ―Exhalé―. ¿Y si me condena?
―¿Y si te cura?
Medité las palabras durante tanto tiempo que no estaba seguro de si ya se había
dormido.
―Tengo que hacer pis ―susurré y Felix aflojó su agarre sobre mí lo suficiente
como para dejarme salir de la cama.
Cogí el cuchillo que Corvin me había regalado de la mesilla de noche y me
enfundé la funda en el muslo, abrochándola antes de introducir la hoja. Fue un
pensamiento reconfortante, al recordar lo que me dijo sobre usarlo para mantenerme
a salvo. Nunca había tenido la oportunidad de protegerme. Quería tener siempre esa
opción cerca.
Giré el pomo de la puerta, entré en el húmedo cuarto de baño y sentí el calor en la
piel. Sonny salió de la ducha, las gotas de agua resbalaban por sus músculos pintados
y rodaban por las crestas de su firme abdomen. Tenía una cicatriz en el centro del
pecho, casi invisible a primera vista por las imágenes que la cubrían, pero si enfocaba
lo suficiente podía ver el tejido levantado.
Había olvidado cómo parpadear y mi mirada siguió una gota que se dirigía hacia
el sur. Era el reflejo de una estatua griega, todo cincelado y duro desde todos los
ángulos. Excepto que lo que colgaba entre sus piernas no se parecía en nada a lo que
había visto antes en un libro de anatomía o en un cuadro, y recordé cómo se veía de
cerca, cuando estaba despierto.
―Estás babeando. ―La voz de Sonny me recorrió la espina dorsal como un
escalofrío a través de una ventana abierta, devolviéndome la atención a su cara.
―N-no lo estoy.
Cogió la toalla que colgaba del gancho junto a la pared y me miró con los ojos
entrecerrados. Soltó la mano y decidió no usarla antes de acercarse a mí.
El sacrilegio goteaba de cada uno de sus poros.
―¿Has venido a buscarme, Mascota? ―Sonrió satisfecho y di un paso atrás.
―N-no. ―Negué con la cabeza y él ladeó la barbilla como si no estuviera seguro
de creerme.
Una parte de mí tampoco estaba tan segura.
Sentía que de alguna manera siempre buscaba a Sonny si no estaba en la
habitación.
Se acercó con la palma de la mano y cerró la puerta tras de mí, de modo que
cuando retrocedí de nuevo me topé con una pared sólida. Deslicé la mano sobre la
funda que me dio Corvin y sentí la suave superficie del mango de ópalo negro. La
levanté en señal de amenaza, pero no pareció inmutarle. Sus cejas se arrugaron en el
centro, pero su boca parecía encontrar diversión.
―Si intentas parecerme poco atractiva, Mascota, lo estás haciendo fatal.
―No te acerques, Sonny. No estoy de humor para tus locuras esta noche.
Dio un paso más y yo levanté la mano hacia su pecho, cortando profundamente
su carne antes de que me cogiera la muñeca y tirara de ella. Me agarró con más fuerza
hasta que el cuchillo se soltó de mi mano y grité de dolor por el apretón.
―Sólo haces que te desee más, Romina. ―Llevó mis dedos a la herida fresca,
empujándolos y abriendo más el corte para forzar a la sangre a salir más rápido.
―Estás hecho un desastre, Sonny ―susurré, casi esperando que no pudiera oírme.
―¿Lo soy? ―me preguntó.
―Por eso te gusta hacerme daño ―dije asintiendo.
―¿Te hago daño? ―No estaba preparada para la pregunta. No estaba segura de
tener la respuesta correcta.
―Es complicado ―balbuceé, insegura de mí misma.
―¿Y qué dice eso de ti? ¿Disfrutas con el dolor? ―Sonrió casi siniestro, como si
pudiera ver a través de mí de una forma en la que yo misma me negaba a ver.
Me retiró los dedos ensangrentados y me los pasó por los labios, esparciendo el
sabor del metal líquido sobre mi lengua. Cogió el pulgar y me lo pasó por el labio,
tirando bruscamente de él hacia abajo antes de manipularme la barbilla y
levantármela hasta el ángulo al que me había acostumbrado por su altura.
Inclinó el cuello hacia abajo, presionando su frente contra la mía antes de subirme
la barbilla con un tirón agresivo. Sus labios estaban sobre los míos antes de que
pudiera exhalar el aliento que había estado reteniendo en mis pulmones. Mi lengua
rozó el interior de mis labios saboreando de nuevo su sangre justo antes de que su
lengua invadiera mi boca.
Esa misma hostilidad que mostraba en todo lo demás que hacía, le seguía aquí,
incluso en lo que parecía ser un momento casi tierno. Aparte de la sangre. Había
leído muchos libros en los que las princesas eran obsequiadas con un beso tras ser
rescatadas por sus príncipes. Pero estos hombres no eran héroes y no me habían
salvado. Se abrió paso hasta mi boca sin abandono, paseando su lengua por la mía y
dejando que la presión de sus dedos se suavizara alrededor de mi mandíbula.
Mis manos lo alcanzaron, necesitando tocar, sentir algo real antes de perder la
cabeza en el vacío de oscuridad que había en su interior y que seguía llamándome.
Debería haber tenido miedo, pero cada vez que me acercaba a Sonny, cada miedo,
cada incertidumbre se quedaba congelada en lo más profundo de mí.
Se apartó, rompiendo nuestra conexión con una mirada de complicidad en sus
ojos.
―Ven a buscarme cuando te apetezca mi locura. ―Se echó hacia atrás, cogiendo
finalmente la toalla del gancho antes de envolverla alrededor de su cintura.
Se puso a mi lado y abrió la puerta una vez más antes de atravesarla, dejándome
aturdida y sin aliento. Un estado en el que los tres hombres eran capaces de dejarme
sin apenas esfuerzo. Volví a tocarme los labios con los dedos, sintiendo aún la
presión de la boca de Sonny contra la mía.
En mi sueño, la serpiente se enroscó en mi brazo momentos antes que me
despertara en medio de la noche, sintiendo un tirón en el pecho como si me
estuvieran llamando desde otro lugar. El brazo de Felix seguía cubriéndome con
pesadez y lo vi profundamente dormido, con una expresión de indiferencia en el
rostro. Le quité el brazo de encima y me levanté de la cama, la sensación magnética
se hacía más fuerte cuanto más decidía seguirla.
Di un paso adelante, sintiendo el frío mordisco del suelo contra la planta de mis
pies mientras me impulsaba a acercarme a lo que fuera que llamara al dolor
palpitante de mi interior.
Era casi doloroso intentar ignorarlo.
Mis dedos encontraron el picaporte de la puerta y con un fuerte crujido tiré de ella
para abrirla.
―Cuidado con lo que buscas, guapa ―murmuró Felix somnoliento.
Una parte de mí suplicaba que hiciera caso a su advertencia, mientras que la otra
no quería escucharle.
¿Había sido siempre tan autodestructiva? ¿Fue algo que desbloquearon en alguna
parte de mí? ¿O siempre había estado ahí, reprimido, como todo lo que Frollo
intentaba ocultar dentro de mí? Mis pies golpearon lentamente el suelo de madera,
y la llamada en mi interior creció con una fuerza que parecía que me iba a salir del
pecho. Mis miembros temblaban mientras permanecía de pie frente a su puerta.
Me había encontrado en la boca del lobo.
Yo era Daniel, y él me destrozaría con nada más que sus garras y dientes. Yo no
estaba libre de culpa. Vine aquí por mi propia voluntad. Ansiaba sentir algo que
fuera real, aunque fuera terror puro y duro.
Me ofrecía como un cordero al matadero. Mi carnicero me esperaba con un
cuchillo afilado. Era un alivio saber que, por una vez, había alguien que quería
tenerme cerca, aunque fuera porque disfrutaba con mi dolor.
Me quedé allí, respirando agitadamente en su puerta.
―Entra. ―Su voz me llamó desde dentro y empujé la puerta.
Dejó el libro en su regazo y me miró enarcando una ceja.
―Te he llamado ―me dijo y torcí la cara confundida.
Sonrió, no pertenecía a su cara.
―Lo sentiste. ―Sonrió satisfecho y yo asentí.
―Sí. ―Me corregí y sus ojos se suavizaron de un modo que me demostró que le
había complacido.
―¿A qué has venido, Mascota? ―Estaba apoyando la espalda en el cabecero, con
una rodilla doblada mientras su brazo descansaba encima, y la otra pierna apoyada
en la cama.
Seguía sin camiseta, la herida fresca del cuchillo en el pecho estaba roja e hinchada.
Descubierta y expuesta.
―Tú me llamaste ―respondí repitiendo sus propias palabras y él dejó entrever
una sonrisa torcida.
―Podrías haberlo ignorado. Si hubieras querido ―dijo, mirándome a través de
sus ojos encapuchados.
―No parecía que pudiera ―le dije, acercándome a la habitación.
―Eso es porque no querías. No puedes mentirte a ti misma. ―Di otro paso―. Más
rápido ―susurró y casi me lanzo sobre la cama por el tirón de su orden.
Mi pecho subía y bajaba con mi respiración en dramáticas ráfagas mientras le
miraba, aquella marea azul brillante que me arrastraba hacia abajo. Era difícil
respirar cerca de Sonny. Me costaba acordarme de respirar, me costaba querer
respirar y, más aún, me resultaba imposible averiguar qué significaba que siguiera
volviendo a por él.
―Me besaste ―le dije y él ladeó la cabeza con curiosidad.
―¿Quieres que lo haga otra vez? ―me preguntó y supe que no debía contestar en
silencio.
―Sí. ―Su boca estaba instantáneamente en la mía, esta vez sin tanta presión, tanta
necesidad.
Fue lento, como si quisiera saborearlo. Su lengua se abrió paso, tomando el control
mientras exploraba mi boca, y succionó el oxígeno de mis pulmones. Sentía un gran
calor en mi interior y la necesidad de tocarlo me apremiaba. Mis dedos rozaron
suavemente el corte que me había hecho. Me rodeó la muñeca con la mano,
apretándola con fuerza para impedir que siguiera tocándole.
Rompió el beso.
―Tú también tienes que hacerlo ―gruñó, echándose hacia atrás y mirándome.
―¿Hacer qué? ―le pregunté.
―Mueve la lengua, los labios. No puedes quedarte ahí con la boca abierta. ―Su
mano llegó hasta detrás de mi cabeza y me tiró del cabello con fuerza.
―¡Ahh! ―grité, y él aprovechó la oportunidad para fijar sus labios en los míos
una vez más.
Esta vez le seguí la corriente, intentando no luchar con los movimientos de su
lengua, sino utilizarlos para guiar la mía contra la suya. Le rodeé el cuello con los
brazos. Tiró de mí para sentarme en su regazo y continuamos besándonos, con esa
sensación familiar creciendo lentamente en mi interior a medida que cada sensación
aumentaba con su contacto.
Un gemido salió de mi pecho y su mano se metió en mi cabello. Me masajeó el
pecho con la palma de la mano mientras acompasaba el ritmo de su lengua con el
mío. Fue casi suficiente para hacerme olvidar los pensamientos caóticos que se
arremolinaban en mi cabeza.
Casi.
Me aparté y me miró inquisitivamente.
―Di lo que estás pensando.
―¿Qué quieres de mí? ―Pregunté, sin saber de dónde había sacado la fuerza para
encontrar las palabras dentro de mí.
―Todo ―dijo, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer que no me hubiera
dado cuenta ya―. Quiero todo lo que puedas darme, incluido el aire de tus
pulmones. Quiero tu sangre. Quiero tu vida. Quiero tu puta muerte Romina.
―Volvió a apretar mi pecho bajo su mano antes de presionar sus labios contra los
míos una vez más―. ¿Me la darás?
―Sí ―susurré la palabra, sellando un acuerdo más pesado que un pacto con el
mismísimo Diablo.
N
unca había besado a nadie antes que a ella.
Romina era la canción más triste que jamás había escuchado, y su
melodía llamaba a las partes más retorcidas de mi alma.
Ella era una lista de todas las cosas que nunca había tenido antes,
aunque estoy seguro de que era más larga de lo que podía imaginar. Romina era un
anhelo. Un deseo de vivir al máximo a pesar de la suerte que le había tocado. Quería
saciarme de ella hasta que mis propios deseos egoístas desaparecieran.
Ya no podía fingir que la chica que tenía delante era el enemigo o que no era de
fiar, porque cuando la miraba, podía ver la verdad tan clara como el día. Ella era sólo
otra víctima en el libro de pecados de Frollo. Otro nombre más que su Diablo leería
en voz alta al hacer recuento de sus fechorías antes de repartir el castigo que
considerara adecuado para alguien tan corrupto como él.
No podía permitir que la suma de su valor fuera totalizada por eso.
Cuando la miré, vi todo lo que no era, todo lo que no podía ser.
Ansiaba en lo más profundo de mi alma moldearla en lo que necesitaba que se
convirtiera. Algo más fuerte, algo que no pudiera ser penetrado por el agudo odio
del Dios de Frollo.
―No prometas lo que no puedes darme, Mascota. ―Le advertí―. Porque lo
cobraré. ―Le acaricié la mandíbula con el pulgar y sus ojos brillaron con un destello
salvaje.
―Me dijiste que no te dijera que no. ―La miré con los ojos entrecerrados.
No temblaba bajo mi abrazo, no era la misma cosa temerosa que había presenciado
hacía tan solo unos días.
Ella ya me conocía.
Sabía lo que necesitaba, aunque no supiera por qué.
―Porque sé que no lo dices en serio ―le dije y ella se mordió el labio
nerviosamente―. ¿Lo dices en serio? ―pregunté y ella bajó la mirada.
Tenía barreras.
Muros que había levantado para proteger su mente de la jodienda de Frollo.
Los reconocí con facilidad porque había estado parcheando los agujeros que ella
creó en mis propias paredes. Fue una suerte que fuera un ser humano funcional y
que probablemente tuviera algo que ver con todos los libros que leía.
―¿Por qué me has dado esto? ―preguntó, levantando el teléfono.
―Fue un regalo ―respondí.
Sacó un navegador, tecleó en la búsqueda
―¿Por qué la gente hace regalos? ―y me mostró los resultados.
―Sí, sólo ten cuidado donde miras. Cualquiera puede poner cualquier cosa
online. Incluso los mentirosos. ―Me miró perpleja.
―¿Por qué alguien haría eso? ―Era tan genuina e inocente.
El tipo de cosa que hace unas horas habría pensado que era una actuación.
Y ahora sólo podía pensar en que Arlan se la llevara lejos de mí.
Pero tal vez tendría suerte y él moriría primero.
―Algunas personas disfrutan de la locura. Se deleitan en el caos. ―La agarré por
la nuca para atraerla y besarla una vez más.
Cuando dijo que sentía una atracción hacia mí, supe que estaba jodido. Porque yo
también había sentido esa misma atracción y me había cortado la mano para apostar
a que los Escuras sabían exactamente de qué estaba hablando. Era embriagador estar
cerca de ella, y cuando no estaba, seguía ocupando cada pensamiento de mi cabeza.
No tenía ningún puto sentido.
Tiré de su cabello con más fuerza y un gemido salió de su garganta directo a la
mía, mientras nuestras lenguas seguían chocando salvajemente. Seguía cogiéndole
el pecho con la mano y le frotaba el pezón con el pulgar. Jadeó en mi boca.
Permaneció con los ojos cerrados, pero sus caderas empezaron a moverse con deseo,
luchando por la ficción mientras su cuerpo le pedía que se liberara.
Rompí nuestro beso para susurrarle al oído:
―Pídeme que te toque.
Exhaló con fuerza y abrió los ojos.
―No puedo. ―Sacudió la cabeza nerviosamente.
―Tsk. Qué pena entonces, no puedo darte lo que quieres. ―Le pasé un mechón
de cabello por detrás de la oreja y gimió cuando le sujeté las caderas, impidiéndole
que me follara la pierna.
La puse boca arriba. Me acerqué a ella y miré hacia abajo para ver la necesidad
que sentía. Bajó la mano, pero antes de que pudiera introducirla en las bragas, se la
aparté.
―No te toques. Si quieres placer lo pedirás. ―Le puse nuevas reglas―.
¿Entiendes?
Asintió durante un breve segundo y se corrigió.
―Sí.
―Ahora dime lo que quieres, Mascota. ―Me agaché para rozar con mis dedos la
mancha húmeda de sus bragas, y ella levantó las caderas reaccionando
automáticamente―. Quiero palabras. ―Puse autoridad en mi voz.
―Por favor ―gimoteó tan bellamente―. Hazme sentir bien. ―Era tan mansa y
patética.
Pero para mí era suficiente.
Le bajé las bragas hasta las rodillas. Estaba absolutamente empapada, un hilo de
su excitación se estiraba al conectarse con su ropa interior, y no pude resistirme a
deslizar los dedos en su interior.
―Oh ―soltó un gemido por el rápido contacto.
Saqué los dedos y los froté de un lado a otro sobre su clítoris, observando cómo
echaba la cabeza hacia atrás. Sus dedos agarraban las sábanas de la cama como si ya
estuviera a punto. Su respiración se había vuelto entrecortada, como si ni siquiera
pudiera concentrarse en seguir viva.
No pude resistirme a volver a rodear su hermoso cuello con la mano. Sus ojos
parpadearon, con la mitad de miedo que la primera vez. No apreté, sino que hice
círculos con los dedos sobre su clítoris, aprovechando su excitación para recubrirla
hasta que estuvo tan resbaladiza que prácticamente lloraba pidiendo ser liberada.
Se corrió con un chillido agudo, sacudiendo la cabeza y susurrando «no» una y
otra vez, a pesar de que sus paredes palpitaban ávidamente alrededor de mis dedos.
Se mentía a sí misma, pero no podía mentirme a mí.
―Voy a meterle toda la mano ―le dije, introduciendo un tercer dedo y estirándola
más de lo que probablemente podría soportar.
Sus ojos se llenaron de pánico.
―¿Es eso un problema? ―Pregunté, metiendo y sacando lentamente los tres
dedos mientras sus caderas seguían mi ritmo.
―¡No me cabe! ―Se cubrió la cara con las manos como si estuviera avergonzada.
―Creo que lo quieres. ―Sonreí satisfecho, mientras intentaba meter un cuarto
dedo―. ¿Tú no?
―¡Sí! ―gritó y yo le sonreí con una confianza viciosa―. No. No. ―Volvió a
corregirse.
Le aparté las manos de la cara, revelando demasiada vergüenza que enrojecía su
piel.
―¿Qué dije de decirme que no? ―Pregunté, apretando más mi cuello.
―No te digo que no ―ronroneó.
Enarqué una ceja mientras trataba de entenderla.
―¿Entonces por qué lo haces? ―le pregunté, pero se quedó callada, como si ella
misma no supiera la respuesta.
―Elige una palabra segura ―le dije, pero me miró confundida.
―¿Eh? ―preguntó, inclinándose hacia delante para coger su teléfono, pero la
detuve.
―Dices que no demasiado. Los dos sabemos que no lo dices en serio Romina,
dejémonos de juegos.
Empezó a decir algo, pero la interrumpí.
―Olvídalo. Elige una palabra que no uses a menudo. Algo que nunca dirías a
menos que quisieras que parara de verdad.
―¿Y realmente pararás si lo digo? ―me preguntó.
―Si tú lo dices, sí.
―Safeword9. ―Exhaló sin pensárselo dos veces.
―¿Safeword? ―pregunté.
―Safeword. ―Confirmó con un movimiento de cabeza.
Con su garganta aún en mis garras, apreté más fuerte, moviendo lentamente mis
dedos dentro y fuera de ella de nuevo, renunciando a mi plan del cuarto dedo.
De todos modos, las expectativas eran muy altas.
Curvé los dedos, enganchándolos hacia arriba y encontrando su punto G con
facilidad, el ligero contacto fue suficiente para arrancarle un gemido de lo más
profundo de su pecho. Aceleré el ritmo, usando la palma de la mano contra el manojo
de nervios entre sus piernas mientras introducía y sacaba los dedos de su interior.
Sus dos manos encontraron mis antebrazos y se aferró a ellos, agitando de nuevo la
cabeza de un lado a otro con los ojos cerrados.
―¡No! ¡No! ¡Para! ¡Para!
―Recuerda tu palabra de seguridad ―le susurré al oído y su mirada se clavó en
la mía con comprensión.
Ella asintió con la cabeza, y yo empujé con más fuerza, los gritos suplicantes para
que me detuviera nunca cambiaron.
Tal vez necesitaba esto.
Quizá Frollo le había jodido tanto la cabeza que sólo podía aceptar ese tipo de
placer si se mentía a sí misma y fingía que no lo deseaba.
Tal vez necesitaba que yo fuera el villano.
―
Algo confuso, ya que la última vez que recordé haber
estado en la Corte de los Milagros...
En cuanto abrí los ojos, pude ver a la chica dormida en el
extremo opuesto del sofá, acurrucada todo lo posible como si intentara evitar
estorbarme. No era necesario, el sofá era gigantesco, así que a pesar de que yo medía
1,80, había espacio de sobra. Estaba dormida sentada, pero sus pies se entrelazaban
entre mis piernas como si hubiera estado buscando calor durante toda la noche.
Sonny insistía en llamarla su mascota, pero hasta ahora no le había visto
responsabilizarse de ella y una gran parte de mí seguía preguntándose por qué
demonios nos sentíamos obligados a hacer algo que no fuera enviar a esta chica a los
asilos de pobres.
Puede que no fuera lujoso, pero al menos allí la gente comía caliente todos los días.
¿Podría haberse dicho lo mismo de ella si hubiera estado encerrada en ese
campanario toda la semana antes de que la encontráramos?
O mejor dicho, ¿antes de que entrara a trompicones en mi habitación?
Mi cuerpo seguía dolorido. Aunque no hubiera sido muy largo.
Le daban crédito a los medicamentos, por supuesto, reforzando la necesidad de
que los tomara. Felix pensaba que yo estaba demasiado anclado en mí mismo, que
no quería tomarlos porque creía que afectaban a cómo me veían los demás.
Me importaba una mierda lo que los demás pensaran de mí, si creían que era una
minusvalía o si me hacía menos que ellos de alguna manera. No, odiaba los
medicamentos por cómo me hacían sentir. Un puto zombi atontado que no podía
mantener la memoria en orden y al que le costaba empalmarse de tanto tomar
benzodiacepinas.
No es que impidiera que me apagara o que necesitara pasar tres días en una cripta
después de un episodio. Simplemente bloqueaba mi cuerpo, me mantenía sedado y
dócil.
No fue por mi bien.
Era para los demás.
―¿Qué coño haces aquí fuera? ―pregunté, con la voz rasposa por haber dormido
entre catorce y quince horas.
Abrió los ojos como si no hubiera dormido.
―Uh... Felix estaba dormido, no quise molestarlo después...
―Después de correrse en la habitación de Sonny. ―Felix entró en la habitación,
cogió una manzana de la cesta de fruta y le dio un mordisco antes de guiñarle un
ojo―. Deberías haber entrado de todos modos. Duermo mejor cuando me aferro a
algo bonito.
Ella esbozó una sonrisa tímida, como si no tuviera motivos para discutir nada de
lo que él había dicho.
―¿Qué coño está pasando aquí? ―pregunté, bostezando y estirándome por
primera vez en mucho tiempo.
Joder, odiaba perdérmelo.
―Creo que nos la quedamos ―dijo Felix con la boca llena de manzana antes de
sentarse en el brazo del sofá y pasarle el suyo por encima del hombro y acercarla
más a él―. ¿Has dormido bien o este cabrón gigante ha ocupado todo el sofá?
―Él estaba aquí primero ―dijo, como si su brújula moral la hiciera de alguna
manera salir en mi defensa en todo este asunto.
―No guapa, técnicamente tú estabas aquí primero. ―Se rió antes de depositar un
beso en su mejilla.
―¿Qué hay en la agenda para hoy? ―pregunté, ignorando cualquier intento de
hablar de esta chica o de lo que su presencia significaba para nosotros.
―Vamos a hablar de por qué te desmayas tan a menudo. ―Sonny entró en la
habitación, doblándose meticulosamente las mangas sobre los antebrazos, con el
ceño ya fruncido para todo el día.
―O, no lo haremos. Tal vez es el hecho de que me enviaste con dos perras rancias.
―¿Ah, sí? ¿Eres una puta rancia, Mascota? ―le preguntó Sonny al pasar a su lado,
pasándole un dedo por debajo de la barbilla para que levantara la mirada hacia él.
Sacó un teléfono y tecleó algunas cosas en él antes de volver la vista hacia Sonny
para sacudir la cabeza.
―No ―respondió ella en voz alta, arrancándole una sonrisa torcida que ella no
pudo ver porque volvió a bajar la mirada demasiado pronto.
Él se dio cuenta y entrecerró los ojos mirándola.
Me reí entre dientes.
Me di cuenta de todo.
Ambos me miraron, pero no se molestaron en devolverse la mirada.
―Entonces, ¿qué, mientras yo estaba fuera, los dos le dio la vuelta a la narrativa,
decidiendo que ella no está trabajando para Frollo, no es el enemigo, y es de alguna
manera lo suficientemente digna de confianza para quedarse aquí. ¿En nuestra casa?
―Pregunté.
―Es su casa ―respondieron ambos simultáneamente.
Previsible para Felix, y probablemente perdería el interés en un mes.
¿Pero Sonny? Nunca lo había visto prestar tanta atención a algo que no tuviera
páginas encuadernadas.
―Por primera vez en su vida, Sonny Santorini tiene un puto flechazo. ¿Podrías
mirar a esa Fe? ―Crucé los brazos sobre el pecho sabiendo que Sonny no me jodería
después de un episodio.
Pero si sus ojos me hubieran atravesado, el hijo de puta me habría ahumado vivo.
Su mirada estaba llena de puro desprecio.
―¡Shh! ―Felix siseó dramáticamente―. No arruines algo bueno, estoy
literalmente disfrutando de esto. Ya sabes cómo se pone cuando le señalas lo bien
que se porta como humano. ―Felix se rió, se dirigió a la cocina y sacó cosas al azar
de la nevera.
Sonny actuó como si no estuviéramos hablando de él, se acercó a la isla y se sentó
como si estuviera esperando a que Felix le dejara una comida caliente delante. Miré
a la chica y tenía la cabeza gacha como si fuera jodidamente tímida o algo así.
―¿Me estás diciendo que dejaste que Sonny te follara los sesos pero que eres
demasiado tímida para que hablemos de ello delante de ti? ―Señalé con crudeza.
―¿Quién dijo que le dejé hacer algo? ―Preguntó en voz baja.
―Ella no lo detiene. ―Felix resopló, encogiéndose de hombros cuando ella lo
miró, con la cara enrojecida por la vergüenza.
―Así es, ¿verdad Mascota? Te lo tomas como una buena chica, ¿verdad? ―La
miró, con los ojos entrecerrados como si hubiera un secreto entre ellos.
Se mordió el labio como si estuviera reteniendo una respuesta.
Curioso.
―¿Quieres aprender a darle donde más le duele? ―le pregunté y ella levantó la
cabeza para mirarme, los ojos muy abiertos como si hubiera captado su interés.
―Tómate las pastillas ―dijo Sonny secamente sin molestarse en girar la cabeza
para mirarme.
Apreté las muelas con tanta fuerza que pude oír el chirrido de los huesos en mi
boca. Me levanté demasiado deprisa y seguí intentando fingir que no estaba a un
giro equivocado de la cabeza de que mi visión se volviera blanca.
Ponerse de pie por primera vez en más de medio día fue una putada.
Se levantó para salir a mi encuentro, agarrándose a la parte inferior de mis
antebrazos mientras parpadeaba mirándome como si fuera capaz de aguantar mi
talla si yo cayera. Me orienté bien, respiré hondo y devolví el oxígeno a mi cuerpo
antes de rodear su muñeca con la mano mientras ella seguía aferrada a mí.
La arrastré detrás de mí, arrancándole un grito ahogado pero ninguna otra señal
de protesta mientras sus pies se deslizaban detrás de mí.
―¿Adónde vamos? ―preguntó en voz baja, pero no me molesté en contestar, ya
lo vería.
Me detuve en mi habitación, cogí la bolsa de lona y me la eché al hombro antes de
arrastrarla a través de la puerta de acero reventada y subir los escalones del ático.
Sus hombros se relajaron cuando cruzamos el umbral. Como si se sintiera segura
aquí arriba.
Cómoda.
Dejé caer la bolsa con un fuerte golpe, pero ella apenas giró el cuello para acusar
recibo, caminando delante de mí como si me guiara. Me senté en la pequeña cama de
mierda que ya había acumulado una impresionante cantidad de polvo en su
ausencia. O quizá siempre había estado así de polvorienta.
Hmm.
Se dio la vuelta para mirarme de nuevo y cuando volví a mirarla, bajó
rápidamente la mirada como si hubiera estado leyendo los pensamientos de mi
cabeza. Si lo que decía Felix era cierto, aquella chica era una puta tragedia.
Era la clase de belleza que te rompía el puto corazón y ahora sabía por qué.
Una chica como ella era el tipo de luz que el mundo apagaba a la primera
oportunidad que tenía.
Por eso preferíamos la oscuridad.
No discriminaba.
No rechazó a nadie.
Las mejores cosas crecen en la oscuridad.
―¿Por qué no te tomas la medicina? ―me preguntó y mi labio superior se curvó
instintivamente.
―No empieces con esa mierda conmigo. ―Acaricié mis fosas nasales y ella se
encogió un poco de tamaño.
Arranqué una diana de papel del bloc de la bolsa y la clavé contra una pared
desnuda antes de sacar la caja de cuchillos. Sus ojos se agrandaron al ver el tamaño
de mi colección. Elegí una hoja táctica con mango de roble y, sin perder demasiado
tiempo mirando el papel, la lancé a la diana.
Se inclinaba a la izquierda, pero seguía muy cerca del centro.
―¿Tienes el cuchillo que te regalé? ―Le pregunté y ella asintió, sacándolo de la
funda.
Ella asentía mucho, a menos que Sonny estuviera cerca. Parecía guardar la
mayoría de sus palabras para él. No me importaba.
No parecía tan asustada del bastardo como yo pensaba que debería estarlo. De
hecho, casi diría que parecía cautivada por él, lo que me hizo preguntarme qué coño
le pasaba a ese psicópata con el que, al parecer, compartíamos casa.
Me entregó el cuchillo y lo examiné.
―Esto está sucio. ―La miré interrogante, reconociendo la sangre seca que
manchaba la hoja.
―Sonny... en el baño... ayer... ―Ella tropezó con sus palabras, y yo sonreí ante su
patético intento de explicarse.
―¿A quién le gustó más? ¿Tú cortándole, o él siendo cortado por ti? ―Alcé las
cejas, esperando su respuesta.
Se quedó boquiabierta mientras los engranajes de su cerebro trabajaban a toda
velocidad para que se diera cuenta de que le había tendido una trampa y de que el
cuchillo no iba a protegerla de Sonny. Se puso roja e intentó morderse los labios para
ocultar su expresión.
No funcionó.
―¿Lo sabías? ―susurró como si no pudiera creerlo.
―¿Que Sonny estaba metido en alguna mierda rara? Sí. Y ahora sé que a ti
también. ―Señalé y ella abrió más la boca como si fuera a rebatir de alguna manera,
pero no encontró argumento.
Me arrancó el cuchillo de la mano y sus fosas nasales se encendieron con rabia. No
rompió el contacto visual y lanzó el cuchillo contra la pared con toda la rabia que su
pequeño cuerpo podía contener sin estallar. Habría sido épico, pero el cuchillo
rebotó en la pared y cayó al suelo.
Lancé una carcajada y sus cejas se fruncieron con fuerza en su rostro.
―Entonces, ¿qué pasa, corderito? ¿Te da vergüenza que te guste lo que te gusta, o
es que la culpa católica te corroe? ¿El Dios del arzobispo te ha puesto las bragas de
punta? ―pregunté, cogiendo otro cuchillo y lanzándolo a la diana, esta vez
consiguiendo el punto rojo del centro.
Le di otro cuchillo.
Ella lo cogió, sus labios apretados en una línea plana como si no estuviera
impresionada por mi lanzamiento anterior y estuviera de alguna manera molesta
conmigo.
Fue algo jodidamente lindo, no una reacción que había visto de ella antes y por
alguna razón se sentía más genuino que su pequeño acto inocente. Bueno, tal vez
ella era bastante inocente, pero no se podía llamar así a una chica que, cuando la
encuentras cortando a tu amigo, mientras follaban.
Estaba bastante seguro de que Felix también se la estaba follando.
Lo que me devolvió a ese mismo odio profundo dentro de mí.
Joder, odiaba perdérmelo.
Quedarse fuera.
Estar siempre unos pasos por detrás.
Se giró hacia el objetivo y movió el brazo hacia atrás antes de clavar la hoja en el
papel; esta vez sí dio en el blanco, pero rebotó sin pegarse a la pared. Era una
caricatura de un dibujo animado antiguo con vapor saliendo de sus orejas mientras
abría aún más sus fosas nasales y dejaba escapar un agudo gruñido de frustración
sin llegar a abrir la boca.
Intenté disimular mi diversión, pero cuando levantó la vista hacia mí, eso no hizo
más que avivar la pequeña bola de rabia de cabello plateado. Agarró otro cuchillo,
pero esta vez me interpuse, dispuesto a darle algunos consejos.
―¿Quieres ayuda? ―pregunté, sujetándole el brazo antes de que lanzara uno de
mis cuchillos favoritos contra las paredes plagadas de termitas.
―Sí. ―Entrecerró los ojos como si no estuviera contenta.
―Echa los hombros hacia atrás ―le pasé los dedos por encima y le ajusté la
postura―. Mantén la muñeca firme y sujétala así. ―Cambié la posición de su mano
para que agarrara el mango como un martillo, con la punta de la hoja hacia atrás.
―Ahora, mantén el codo bien metido y respira hondo. ―Siguió cada indicación
como si viviera para recibir instrucciones―. Concéntrate en dónde quieres que vaya
la hoja, y trata de imaginar que quieres que atraviese la diana, no sólo que la golpee.
Me miró con los ojos muy abiertos, como si estuviera tratando de asimilar toda la
información. Me aparté para dejar que lo intentara de nuevo y ella volvió la mirada
hacia el objetivo. Enderezó los hombros y, con un fuerte tirón, el cuchillo voló y
aterrizó en la pared, a unos centímetros del papel. Giró bruscamente la cabeza hacia
mí en busca de aprobación y una sonrisa de zorro se dibujó en su rostro.
―¿Por qué no te tomas la medicina? ―volvió a preguntar y yo me contuve para
no poner los ojos en blanco.
―Porque no me gusta lo que me hace. ―Miré a todas partes menos a ella―. Es
como estar atrapado dentro de ti mismo. Como ver a otra persona sacar el coche de
la carretera.
―Comprendo.
No esperó más, cogió otra hoja y volvió a intentarlo, esta vez acertando en el papel
y sin alejarse demasiado de la diana. Lanzó un chillido de orgullo y volvió a meter
la mano en la caja. Lanzó un cuchillo tras otro hasta que, finalmente, volvió a mirar
hacia mí y, enarcando una ceja, me tendió un cuchillo.
Una ofrenda.
Pateé el poste de madera y me acerqué a ella. Le quité la espada de la mano,
encarándola de la misma manera que ella había hecho conmigo, de modo que el
blanco estaba a mi lado. Sin atreverme a apartar la mirada de las constelaciones que
brillaban a través de la suya, eché el codo hacia atrás y lo lancé contra la pared. Ella
giró la cabeza, sus ojos me dijeron que la había impresionado sin que yo tuviera que
comprobar el blanco de mi obra.
―¿Cómo aprendo a hacer eso?
―Primero se te da bien, luego se te da mejor ―le dije y ella frunció las cejas como
si no estuviera contenta con esa respuesta―. Como pasa con todas las cosas en la
vida.
―No lo sé ―dijo secamente encogiéndose de hombros.
―Bueno, ahora puedes. Si quieres practicar, dímelo. ―Cogí la caja vacía y me
acerqué a la pared para sacar los cuchillos.
―Esto... esto no va a alejar a Sonny, ¿verdad? ―preguntó como si ya supiera la
respuesta.
Pensó que era otra trampa.
―¿De verdad quieres que lo haga? ―Le pregunté y ella se mordió el labio,
desviando la mirada al suelo―. Bueno... no dejes que lo sepa.
Arrugó las cejas como si no lo entendiera.
―Sonny tiene esta forma de ser, en la que puede hacer que la gente haga lo que él
quiera y tal vez es porque sabe lo que quieren antes de que puedan admitirlo por sí
mismos. Pero no dejes que sepa que tiene la sartén por el mango. Haz que él también
lo necesite.
―¿Por qué me cuentas esto? ―preguntó tan inocentemente.
―Porque nunca he visto a ninguno de ellos obsesionarse tanto con alguien como
lo han hecho contigo. Se arrastrarán dentro de ti, y no reconocerás a la persona en la
que te has convertido hasta que hayan hecho lo que querían contigo. Así que debes
saber que tú también tienes poder. Haz que lo deseen tanto como tú.
Parecía que se lo estaba pensando, pero sacudió la cabeza y empezó a caminar en
dirección contraria.
―No quiere nada de mí. Excepto quizá hacerme daño. ―Subió por la escalera de
caracol y yo la seguí hasta el viejo campanario.
No creía que nada de aquello siguiera funcionando de ninguna manera, y olía
como si hubieran pasado por aquí generaciones enteras de colonias de ratas. Parecía
inmune a ello.
―Puede ser, pero si te gusta el dolor, ¿entonces eso no los convierte en la pareja
perfecta? ―Me miró como si estuviera horrorizada de que pudiera hacer semejante
observación.
Agarró un palo de escoba que estaba apoyado en un poste de madera y lo utilizó
para tirar de la cuerda que colgaba del centro de la campana hacia ella, sin que cayera
cuatro metros hasta el desván. Me ofreció la cuerda y levantó una ceja en señal de
desafío.
―¿Qué? ¿Quieres que toque el timbre? ―le pregunté.
―Agárrate fuerte ―me susurró al oído y, con un empujón forzado, me sacó de la
plataforma.
―¡Oh, mierda! ―Envolví mi muñeca con la cuerda, el tintineo de la campana
reverberando a través de cada centímetro de mi cuerpo.
Era una sensación de zumbido que despertaba cada terminación nerviosa de mi
carne y resonaba en lo más profundo de mi ser cada vez que iba y venía y la campana
repicaba cada vez más fuerte. El estruendo de mi risa rebotaba sobre las paredes del
campanario junto con la música de la vieja reliquia de hierro fundido.
Utilicé las caderas para impulsarme con más fuerza sobre la cuerda y aproveché
el impulso para balancearme más alto y soltarme, aterrizando de costado junto a ella,
agarrándome el estómago con retortijones de risa por la emoción de la experiencia.
Ella me miró, encorvada a la altura de las caderas y con la cara demasiado cerca de
la mía para sentirse cómoda si se tratara de una persona con algún tipo de decoro
social.
Pero no tenía ninguna, y aquella sonrisa de zorro volvió a dibujarse en su rostro
con picardía. Tal vez no era tan mala después de todo.
―¿Qué coño está pasando aquí? ―El sonido de Sonny subiendo por la escalera
de caracol, saltándose tres escalones cada vez nos alertó de su presencia antes que
su voz.
Seguí riendo a carcajadas, con los abdominales doloridos por la salvaje sensación
de libertad que me había concedido momentáneamente. Ignoré a Sonny, pero su
ceño se frunció más y pronto Felix le siguió. El silencio llenó la habitación
incómodamente mientras mi risa se disolvía y su clara desaprobación se cernía sobre
mí como una aleccionadora nube de humo que amenazaba con estallar y disiparse.
―¿Qué coño creen que están haciendo? ―Felix gritó, armando el rompecabezas
para tratar de averiguar lo que habíamos estado haciendo.
Romina se apartó de mí, con una sombra de miedo pintada en el rostro mientras
se distanciaba de mí y de los hombres furiosos que se fijaban en nosotros.
―Cálmate, estoy bien. ―Traté de disipar su ira, poniéndome de pie y
colocándome entre ella y ellos.
―Has estado inconsciente más tiempo del que has estado lúcido los últimos tres
días. ―Felix tomó el relevo, sabiendo que Sonny lo prefería así cuando se trataba de
asuntos relacionados con mi salud o mi capacidad para mantener el control sobre mi
conciencia.
―Estoy jodidamente bien, ¿verdad? ―Enderecé mi postura, llegando a mi altura
completa.
No era una gran diferencia de tamaño, pero la aprovechaba cuando podía o
cuando la ocasión lo requería. La línea de la mandíbula de Sonny se endureció y
prácticamente pude oír el chirrido de sus dientes cuando el hueso rechinó sobre sí
mismo.
―Esto podría haber salido mal de muchas maneras hermano. ―Félix adoptó un
tono más suave, pero yo volví mi rostro hacia el otro lado.
Estaba cansado de que me trataran como a un niño.
A la gente normal le encantaba hacer eso a cualquiera que no funcionara al mismo
nivel que ellos. Pero no podía resentirme con mis hermanos por preocuparse.
Al final, ya no tenía cucharas para eso.
Puede que no fuera la idea más brillante, pero tampoco había sido idea mía.
Pero ella no tenía ni puta idea.
Así que no necesitaban saberlo.
―Lo entiendo hombre. Podría haber sido malo. No sé en qué estaba pensando.
No volverá a pasar. ―Miré entre los dos, Sonny se cruzó de brazos y entrecerró la
mirada hacia mí pero miraba detrás de mí cada pocos segundos para centrarse en
Romina.
Felix y Sonny se comunicaron en silencio antes de girar sobre sus talones y bajar
la escalera. Me acerqué a la chica, que seguía encorvada en un rincón alejado y
temerosa. Le tendí la mano. Me miró, parpadeó un par de veces antes de estirar
ambas manos para rodearme el brazo.
―Les has mentido ―susurró y yo le guiñé un ojo con una sonrisa torcida.
―A veces la verdad hace más mal que bien. ¿Sabes?
La sonrisa llegó hasta sus ojos, estrechándolos y haciéndola parecer mucho más
dulce de lo que permitía aquel cabello plateado y negro como ala de cuervo. Algo les
pasaba a las chicas morenas: por muy dulces que se presentaran, siempre tendían a
lanzarse de cabeza al olvido cuando se les presentaba la oportunidad.
Como si la llamada del vacío fuera simplemente demasiado fuerte para ignorarla,
demasiado magnetizadora para no sumergirse en lo más profundo de la locura y
reclamarla para sí. Romina llevaba piel de cordero, pero también había un lobo en
su interior.
Sólo que ella aún no lo sabía.
M
e desperté con un fuerte jadeo, la parte del sueño en la que me
ahogaba otra vez. Empecé a darme cuenta de que no eran varios
sueños, sino uno largo. Se desarrollaba como una historia y algunas
noches sólo veía diferentes trozos de ella, casi parecía episódica. Por mucho que
intentara pensar en otra cosa antes de acostarme, siempre era lo mismo. Me agaché
y sentí el líquido pegajoso entre las piernas, y el dolor de espalda me dijo que había
llegado mi visita mensual. Gemí y me quedé paralizada al recordar dónde estaba.
―Oh, mierda. ―Felix miró hacia su cama y yo salí corriendo presa del pánico.
―Lo siento mucho ―grité, intentando frenéticamente apartar las sábanas
empapadas de sangre de la cama en un ataque de miedo.
Me había vuelto muy buena siguiendo la hora exacta a la que siempre llegaba para
que el padre Frollo supiera que tenía que traerme provisiones antes de lo previsto.
Venía con pañales desechables para un par de meses y me duraban hasta que se
agotaban, obligándome a andar a tientas para pedírselos de nuevo. «Los horrores
del cuerpo femenino», lo llamaba, cada vez que le incomodaba.
―Oye, está bien, está bien. ―Me hizo un gesto con las manos como si intentara
calmar a un oso, pero yo había manchado su cama por completo y la vergüenza me
estaba destrozando por dentro.
―Lo siento ―volví a decir, esta vez sin poder contener las lágrimas que salían de
mí.
Levantó los brazos y me estremecí, esperando que el dolor del golpe me llegara
por este descuidado error. En lugar de eso, me cogió los hombros con las manos y,
al abrir los ojos, exhalé un suspiro entrecortado y lo vi mirándome con preocupación.
―No pasa nada. ―Volvió a tranquilizarme―. ¿Necesitas... cosas? ―preguntó y
yo asentí.
Sacó el teléfono y su pulgar se movió a la velocidad del rayo antes de volver a
guardárselo en el bolsillo.
―¿Quieres darte un baño? Puede que te ayude a sentirte mejor ―preguntó en voz
baja, como si quisiera ser lo más amable posible.
Volví a asentir, apretando las sábanas sucias contra mi cuerpo, avergonzada.
―Lo siento ―susurré, y él me estrechó en su abrazo, besándome la parte superior
de la cabeza.
―Realmente te hizo un número, ¿eh? ―preguntó.
Felix rechazó mi ayuda cuando me ofrecí a intentar limpiar su cama, y en su lugar
me llenó la bañera de agua caliente. Me hundí, sintiendo cómo se me aflojaban la
espalda y el estómago del dolor ardiente que me asolaba todos los meses. Con el
tiempo, el agua se volvió tibia y se me erizó la piel.
Entonces llamaron a la puerta.
―Reesa está aquí ―dijo Felix desde el otro lado.
―¿Por qué? ―pregunté.
―Estoy aquí para ayudarte con tu «frustración menstrual» ―dijo en tono alegre
y yo gemí, sumergiéndome hasta el fondo en el agua para sumergirme antes de
recordar que probablemente ahora estaba llena de sangre uterina.
Esperó a que terminara y, una vez que me sequé y envolví con una toalla, le abrí
la puerta para que entrara.
―¿Qué es lo que te gusta? Puedo ser la maldita Willy Wonka de los periodos perra
―dijo, dejando caer una mochila al suelo como si fuera un cofre del tesoro.
―No sé lo que significa ―le dije sinceramente, y ella me dedicó una gran sonrisa
blanca.
―¿Qué usas? ¿Tampones? ¿Tampón? ¿Copas? ―me preguntó.
―¿No? ―Dije casi como una pregunta, llevándome los dedos a los labios y
mordiéndome las cutículas nerviosamente.
No quería contestar mal.
―Bueno, si usaras una taza lo sabrías. Es lo que prefiero, ¿quieres probar una?
Tengo un par de cajas sin abrir. Mi madre compró un montón en liquidación antes
de que esta marca fuera comprada por el Nilo.
―¿Una taza entera? ―exclamé―. No creo que quepa ahí arriba.
―Es más pequeño de lo que piensas. Pero tal vez deberíamos probar algo más
fácil primero. ―Se rió―. Normalmente no soy fan de los tampones, pero estos son
orgánicos. Empecemos con algo sencillo.
Me entregó un paquetito verde envuelto y lo miré estupefacta.
―Er- Ok, aquí está la caja. Te daré algo de privacidad pero estaré justo detrás de
esa puerta si me necesitas.
Quería decirle que parara, que se quedara, porque no tenía ni idea de lo que debía
hacer con este paquete. Estaba abrumada y el estómago me dolía más que nunca.
Me senté en el váter y respiré hondo, abrí el envoltorio verde y me puse aún más
nerviosa intentando averiguar cómo se suponía que esto iba a evitar que me
desangrara.
―No lo entiendo ―le grité a Reesa.
―¡Extiéndelo! Primero tienes que alargarlo.
―¿Por qué? ―Murmuré, no lo suficientemente alto como para que me oyera―.
¿Y ahora qué? ¿Qué se supone que tengo que hacer con él? ―Grité y ella soltó una
risita.
―Hay un diagrama, abre el papel de la caja. ―Resoplé frustrada pero saqué el
papel.
El diagrama no alivió mi ansiedad en absoluto.
―¿Y si se pierde dentro de mí? ―Grité y ella se carcajeó demasiado alto para mi
comodidad.
―No lo hará.
Iba por el tercer intento pero cada vez que intentaba empujarlo dentro de mí se
atascaba y luego, justo cuando lo sacaba de mí, salía del aplicador de plástico sin
problemas. Me rodeaba un cementerio de ratones de algodón y empezaba a gotear
sangre sobre el suelo de baldosas.
―¡Necesito ayuda Reesa! ―Supliqué con un grito frustrado.
―Lo siento, amiga, es un viaje que cada persona que menstrúa debe afrontar sola
―dijo con un suspiro de lamento.
―¿Como Bilbo? ―pregunté y ella se rió.
―Sí, como el puto Bilbo, pero nuestro dragón es nuestro útero. ―Se rió desde
fuera del baño.
―¿Nadie te lo ha enseñado? ―le pregunté.
―Creo que mi madre se habría cortado la mano antes de enseñarme. ―Se rió―.
¿Quieres probar con una compresa? O tal vez apoyar una pierna en el inodoro, a
veces eso ayuda.
Respiré hondo y volví a concentrarme en el diagrama. Puse un pie en la taza del
váter e introduje el tubo de plástico en mi interior. Hice una mueca ante la extraña
sensación, pero no me dolió como esperaba. Empujé el plástico y, una vez que sentí
que hacía clic, lo saqué para mi sorpresa al comprobar que esta vez estaba vacío.
―¡Lo he conseguido! ―Grité con éxito.
Volví a envolverme en la toalla y salí del baño gritando feliz, Reesa me abrazó
como si estuviera realmente orgullosa de mi logro. Un extraño tipo de satisfacción
que no conocía.
―Esto es una victoria total ―gritó.
―Menos mal, esto se estaba poniendo raro ―murmuró Corvin saliendo de su
habitación, rascándose un lado de la cabeza sin hacer contacto visual.
―La sangre es la esencia de tu vida, pequeño. No puedes con la sangre, no puedes
con el coño ―dijo Reesa y él puso los ojos en blanco mientras seguía caminando
hacia el salón.
―Gracias por tu ayuda, ya puedes largarte. ―Sonny fulminó a Reesa con la
mirada y ella le frunció el ceño.
―Um, ¿perdón? Está con la regla, debería estar con otras menstruantes, haciendo
cosas de menstruantes. No andando por ahí con ustedes, fenómenos medio
demonios. ―Cruzó los brazos sobre el pecho como si no tuviera miedo de Sonny.
―¿Cómo qué? ―le preguntó Felix.
―Um, como comer chocolate hasta que vomite, ver The Notebook hasta que tenga
que beber un galón de agua para rehidratarse. Masturbarse hasta que le paren los
calambres. ―Se llevó los dedos a los labios como si estuviera pensando qué más
añadir a su lista.
―Bueno, todo eso suena como cosas que podemos manejar. ―Felix comenzó a
empujarla fuera del pasillo como si la estuviera guiando fuera de la capilla.
―Son unos putos capullos, ¿lo sabían? No me llames sólo para usarme. ―Empujó
las manos de Felix fuera de ella antes de caminar el resto del camino hasta la puerta.
―Gracias, Reesa ―dijo Corvin desde la nevera con un gesto de la mano y una
sonrisa arrogante.
Me miró con los labios apretados en una línea plana, como si estuviera enfadada,
y yo también la saludé con la mano, con una suave sonrisa en la cara que ella me
devolvió con la suya.
―¿Así que todos se toman el día libre porque le ha venido la regla? ―preguntó,
pero nadie respondió―. De acuerdo. Qué bien. Sólo lo comprobaba. ―Cerró la
puerta, llevándose consigo un aura de fastidio.
―Es lunes ―jadeé y todos se encogieron de hombros, sin que pareciera
importarles en absoluto.
10 El Gran Pez.
nuevo, lo suficientemente alto como para que Sonny lo oyera y cerrara la puerta de
golpe.
―¿Por qué es...? ―Empecé una pregunta que no estaba segura de cómo terminar.
―¿Cómo es? ―Felix terminó por mí como si entendiera lo complejo de la
pregunta que estaba haciendo.
Porque Sonny Santorini no era ni una cosa ni la otra. No era nada y a la vez lo era
todo. Como una montaña bien tallada que mostraba orgullosa sus cicatrices porque
sabía que eran trofeos.
Asentí y Felix soltó una profunda exhalación como si se estuviera preparando para
una historia. Corvin puso la mano en el pecho de su hermano como para advertirle.
―Esa no es nuestra historia, corderito. ―Sacudió la cabeza y Felix se encogió de
hombros mirándome.
―¿Por qué eres como eres? ―preguntó Felix―. Todos somos producto de nuestro
entorno, intentamos salirnos de los moldes en los que nos han metido. No somos
más que conjuntos de contradicciones creadas por padres que ellos mismos eran
niños.
―Sólo quiero entenderte. Entenderlos.
―Pero nos entiendes, ¿verdad? ―Frunció las cejas.
―Es extraño que pueda sentir que no te conozco de nada, pero también sentir que
te conozco desde siempre. ―Me encogí de hombros, sabiendo que no tenía ningún
sentido.
―Así se siente. ―Me tiró de las caderas, presionando donde sus pulgares tocaban
mi cintura―. ¿Cómo te sientes?
―Lo mismo de siempre, pero de alguna manera hoy he hablado con más gente
sobre mi menstruación que en toda mi vida. ―Me llevé un dedo al labio mientras
pensaba en eso.
―¿Es eso un problema? ―Me acercó más.
Mis ojos bajaron hasta el punto en que se soltó de mí y sus caricias se aventuraron
a subir y bajar por mi costado. Me eché hacia atrás, incómoda, y mis ojos se desviaron
hacia Corvin, que estaba sentado en el sofá, mirando algo en la televisión.
―¿Qué?
―Um... ―Aparté la mirada, sintiéndome incómoda y avergonzada.
―¿Esto es alguna mierda de Frollo? No me asusta un poco de sangre. ―Su mano
me cogió por detrás y apretó con fuerza.
―Está... sucio. ―Bajé la mirada, con las mejillas enrojecidas por el calor, sabiendo
que no lo entendería.
Soltó una carcajada y yo me estremecí.
―Oh, sí. Lo de ser impuro. Creo que es el Levítico, ¿verdad? ―Él levantó su mano
en un puño y profundizó su voz―. ¡Si ella se siente, impura! Si él se sienta, impuro.
Quemadlo todo, todo es impuro. Impuro!!!!! ―gritó al cielo y yo solté una risita.
―Entonces, de algún modo, la magia de la noche borra todo eso, ¿verdad?
―Corvin añadió y yo abrí la boca para contestar pero no salió nada, dándome cuenta
de lo ridículos que eran los versos grabados a fuego en mi memoria.
―No es verdad. Nada de eso es verdad. Te llenó la cabeza con las mentiras que
necesitaba que creyeras para mantenerte bajo su control. El miedo te mantuvo
prisionera. No ese campanario, Mina.
―No tenía mucho futuro si me hubiera ido, ¿verdad? ―Pregunté y Felix apretó
los labios en una línea plana.
―Podría no haberte encontrado. ―Me acarició la cara con el dorso de la mano―.
Así que quizá sea egoísta al pensar que todo esto ha sido para mejor. ―Fruncí el
ceño, insegura de cómo los últimos dieciocho años podían haber sido para bien, pero
sabiendo que la alternativa habría sido una vida llena de penurias.
Una en la que no tendría esperanzas de conocer a esos hombres por los que
gravitaba sin remedio.
N
o fue una actuación.
A pesar de que las dos únicas personas en las que confiaba en este
mundo tenían sus propias sospechas, en el fondo sabía que Romina
no era el enemigo. Sólo había sido atrapada en la red de Frollo. Mi
madre siempre había dicho que de los dos, yo tenía la mejor intuición. Sabía que
eventualmente Corvin también lo vería. En cuanto a Sonny...
Lo tenía mal.
El truco estaba en no reconocerlo.
Porque si supiera lo obvio que es, se retiraría por completo.
Nunca había visto a Sonny Santorini tan encaprichado con algo en toda su vida.
Tenía dos modos en su programación. Completa obsesión, o absoluta indiferencia.
El hecho de que la llamara a su habitación por la noche me hizo saber todo lo que
necesitaba. Pero no era el único.
Yo también lo pasé mal.
Cierro los ojos, Romina. En la ducha, Romina. En mis sueños, Romina. Empezaba
a volverme loco hasta el punto de plantearme meterla en el coche y marcharme. Tal
vez robar suficiente dinero para comprar tierras y comenzar una granja en Canadá.
Pero no podía dejar atrás a mis hermanos. Ninguno de nosotros podía.
―Entonces... ¿clases? ―volvió a preguntar por tercera vez esta semana.
No tratábamos de mantenerla enjaulada, pero hasta que averiguáramos adónde
podía ir, estaba más segura con nosotros.
―No vas a volver a clases. Sonny nunca debió llevarte. Fue estúpido e imprudente
de su parte. ―No conseguí decírselo con delicadeza, pero tenía que entender que ahí
fuera corría peligro.
―Reesa va a clase. ―Cruzó los brazos sobre el pecho de forma malcriada y yo me
rasqué la cara para ocultar la sonrisa divertida que se me dibujó.
Cada día revelaba más de su personalidad, haciéndonos saber quién era en
realidad.
―Reesa está... ella está tomando un gran riesgo, es su riesgo a tomar y no voy a
decir nada más al respecto. No es mi trabajo mantenerla a salvo. Sal ahí fuera y te
comerán viva. El hecho de que incluso sepan que existes ahora es un problema. Están
constantemente al acecho, trotando por el lago. Nadie vino aquí antes. ¿Me
equivoco?
Sacudió la cabeza.
―¿Es tu trabajo mantenerme a salvo? ―Preguntó ella.
―Sí. Lo he decidido. ―Le pasé el pulgar por el labio y sonrió.
―Ya tuve que meterle el puño en la boca a Lincoln Rugsley después de clase.
―Santorini entró en la habitación con cara de descontento.
―Eso es perfil bajo. ―Puse los ojos en blanco y su expresión se volvió fría.
―¿Por qué? ―Enderezó los hombros como si tuviera que armarse de valor para
preguntar.
―No me gustó cómo te miraba. ―Entrecerró los ojos, desafiándola a preguntar
más.
Mordió el anzuelo como la cosita dulce que era.
―¿Por qué?
―Tal vez no me gusta que otras personas miren lo que es mío.
―No soy tuya ―murmuró.
―Dilo otra vez, Mascota. Te reto. ―Le cogió la barbilla con la mano.
―No soy tuya. ―Ella contuvo la respiración, él estaba tan cerca que sus narices se
tocaron.
―Al menos estás mejorando mintiendo. Ahora di la verdad. ―Le echó la barbilla
hacia atrás, casi obligándola a perder el equilibrio.
Sacudió la cabeza y se mordió los labios como para no soltar sus propios secretos.
―Eres mía hasta el tejido mismo de tu ser. Lo que decida hacer contigo aún está
por debatir.
Sus ojos se abrieron de par en par, pero no de rabia ni de miedo.
Esa misma necesidad de emoción que vi tan vívidamente en los ojos de mi propio
gemelo. Ese deseo de sentir algo más que el aburrido dolor de vivir.
―Pero si ya saben que estoy aquí, ¿no estoy más segura contigo que sola en la
capilla? ―Ella era inteligente, renunciando a la pelea con Sonny y centrándose en lo
que quería en su lugar.
Tenía razón y pude ver en la cara de Santorini que estaba a punto de ceder. Le
daría un codazo en la dirección correcta para ella.
―Bueno, nuestros horarios se solapan bastante bien, así que, en su mayor parte,
aparte de este trozo entre las doce y las dos, siempre habrá alguien en casa. ―señalé.
―Bien. Entonces vendrá a clase conmigo a las doce. ―Sonny decidió y giró sobre
sus talones de vuelta a las profundidades del pasillo como un demonio que regresa
de su invocación.
―Felicidades corderito, parece que has ganado una. ―Corvin sonrió satisfecho.
―¿Por qué tienes tantas ganas de volver allí? ―le pregunté, sin entender por qué
estaba tan desesperada por probar su adoctrinamiento.
―Al principio quería la oportunidad de aprender, como todo el mundo. Ahora
sólo quiero que me mire a la cara e intentar fingir que no estoy marcada en su vida
como él lo está en la mía. ―Era un resquicio de una chica que aún no había visto,
aunque sólo fuera un destello momentáneo de ella.
―¿Está mal? ―preguntó cuando no respondí.
―No guapa, no está mal en absoluto. ―Le alisé el cabello y me senté, tirando de
ella hacia mi regazo.
Pusimos otra película y se durmió a los veinte minutos. Lo único que quería era
quedarme allí, entrelazado con ella, respirando su aroma en mi alma y llevándolo
como una marca. Pero los demás estaban esperando a que empezara y no podía
garantizar cuánto tiempo se quedaría dormida. La tapé con la manta y subí las
escaleras del ático, sabiendo que allí encontraría a mis hermanos.
Ya estaban empezando, con los límites trazados a su alrededor y los sigilos
demoníacos grabados con sangre en sus pechos.
Era el símbolo de los Desordenados. Un triángulo con bordes superpuestos.
El Digdin.
Era la única manera de encontrar claridad, de asegurarnos de que íbamos por el
buen camino.
Me quité la camisa y la tiré a un lado en el suelo del desván, uniéndome a ellos en
el centro del círculo forrado de sal. Corvin encendió una a una las velas,
asegurándose de que estuvieran bien cubiertas por el fino polvo de hierbas molidas.
Sonny se acercó a mí y sumergió los dedos en el cuenco de madera, cubriéndolos
con la poca sangre que quedaba antes de hacer el triángulo superpuesto en mi pecho.
Nos dimos la mano y comenzamos el trabajo, llamando con la lengua muerta creada
desde las profundidades del abismo para invocar al antiguo y ayudarnos a definir
nuestro viaje.
―Norai Savac Arimalus, Dynosi chassis orecai. ―Repetimos el cántico en la lengua
muerta.
El cuenco ensangrentado se llenó de fuego, abrasando los restos de la esencia vital
de Sonny y convirtiendo la llama de un brillante azul parpadeante, en una llama
negra. El sigilo pintado en mi pecho ardía como una marca, pero sabía que no debía
concentrarme en él. Así se perdía en el caos. Llevábamos demasiado tiempo
haciendo esto; sabíamos que el Diablo tomaba con la misma mano que daba. Era un
hermoso intercambio de poder, de entrega. El truco consistía en alejar el miedo y
mantener el control.
Un chasquido llenó el aire, como un metrónomo sin ritmo, poniéndose en marcha
sin ton ni son. Los vellos de mi brazo se erizaron y los ojos de Sonny se oscurecieron
por completo, consumiendo el blanco de su esclerótica. No parpadeó. Una
reconfortante sensación de temor y pesadez llenó la habitación como una espesa
niebla, nublándome la vista, llenándome la cabeza de presión. Sonny abrió la boca
para hablar, pero en su lugar salió otra voz.
―Black ―siseó como una serpiente.
―¿Qué haces? ―Su voz mansa irrumpió desde el hueco de la escalera.
Mi visión se aclaró con el siguiente parpadeo y los ojos de Sonny volvieron a ser
de un azul brillante. El sigilo de nuestros pechos estaba manchado, como si alguien
hubiera pasado las manos por encima para romper los triángulos. Sonny respiraba
agitadamente por las fosas nasales, cerrando los ojos y haciendo todo lo posible por
disipar la energía caótica que fluía a través de él.
―No deberías estar aquí arriba. ―Me acerqué a ella, cogí su mejilla con la mano
y la alejé del ritual.
―¿De quién es esa sangre? ―Preguntó y sus ojos se desviaron hacia Santorini y el
vendaje de su brazo le delató.
Jadeó y se zafó de mi agarre, corriendo hacia él. Gruñó y Corvin la apartó de él,
levantándola en el aire, con la espalda pegada a su pecho, mientras la sacaba del
ático. Sus piernas golpeaban contra él mientras ella se debatía en su agarre,
protestando y gritando el nombre de Sonny.
―¿Estás bien? ―Me giré para ver a Sonny doblado, con una rodilla en el suelo
mientras su mano lo sostenía.
Asintió con la cabeza y me hizo un gesto con la mano para que me fuera,
respirando agitadamente mientras intentaba recuperar la compostura.
―Mejor ve a responder las preguntas de tu noviecita antes de que se asuste y salga
corriendo.
Lo dejé, inseguro de lo que le diría, de cómo le explicaría lo que estaba viendo.
Bajé las escaleras y me detuve en el vestíbulo al oír la voz de Corvin.
―Fue un hechizo. ―Oí decir a Corvin con facilidad.
Seguí caminando y giré la cabeza para verlo entre sus piernas mientras ella estaba
sentada en la isla de la cocina.
―¿Como la magia? ―preguntó.
―Sí.
―¿Y qué intentabas hacer? ―volvió a preguntarle.
―Sólo me aseguraba de que estábamos en el buen camino. A veces el destino te
desvía de su curso para ver si puedes volver por tus propios medios.
―¿Y si no lo consigues? ―preguntó―. ¿Si no consigues volver a tu destino?
―Entonces se crea una nueva, más mierda para ti ―dijo y noté cómo fruncía las
cejas.
―No le hagas caso ―le dije, entrando por detrás de ella.
―Es creíble ―susurró―. No puedo imaginar que hubiera estado peor si mi madre
no hubiera muerto.
―No podemos pensar en el pasado, Mina ―le dije al oído antes de plantarle un
beso en la mejilla.
―¿Sonny no está herido? ―preguntó.
―Sabes que nada puede hacerle daño a ese imbécil. ―Corvin negó con la cabeza,
y ella ocultó una pequeña media sonrisa y bajó la barbilla―. No tienes miedo,
¿verdad, corderito? ―le preguntó, levantándole la barbilla con los dedos.
Sacudió la cabeza con demasiada fuerza, difuminando la línea entre exagerar y
convencer.
―Yo... leí tu libro ―dijo ella, haciendo que las cejas de Corvin se alzaran en lo alto
de su cara.
―¿Qué libro?
Saltó de la encimera y salió corriendo al pasillo, corriendo de vuelta con el
grimorio del Santuario Satánico en la mano. Dios de la Mentira.
―Lo tomé, antes de conocerlos a ustedes tres ―dijo mirando hacia abajo como si
se avergonzara de quién era ante nosotros.
―¿Lo has leído? ―pregunté.
Ella asintió.
―¿Y lo has entendido? ―preguntó Corvin.
―Hacia la décima vez dejó de parecerme otro idioma. Ahora hace más.
―¿Y no te asustó? ―volví a preguntar.
―¿Debería tener miedo? ―Su cara se torció de confusión.
―Alguien racional lo tendría. ―Sonny nos sobresaltó a todos desde la oscuridad
del pasillo.
―¿Se supone que debo ser racional? ―preguntó ella, levantando el tatuaje para
observarlo.
―Se supone que el cielo es azul, que la noche es oscura... tú Romina... no se supone
que seas nada. Eres perfecta tal y como eres ―le susurré al oído, lo suficientemente
bajo como para que sólo ella lo oyera.
Mis dedos recorrieron su nuca, provocándole un estremecimiento al rozar su
sensible piel.
―¿Me hablarás del ritual de enlazamiento del libro? ―preguntó inocentemente y
todos nos quedamos helados.
―No ―le dijo Sonny y yo exhalé un suspiro de alivio cuando ella no se opuso.
Los rituales de atadura no se podían retirar. Si te atabas a alguien, o a alguien, era
para siempre. Condenado a pasar toda la vida sin poder separarte de la persona a la
que te unes. Revelaba el más verdadero de los amores o el más verdadero de los
odios, dependiendo de lo que sintieras por la persona a la que te unías.
―Vamos a dar un paseo. ―Sugerí, redirigiendo de la decepción de la negación de
Sonny y viendo sus ojos brillar una vez más.
Se fue a su habitación a cambiarse de ropa y Corvin me miró enarcando una ceja,
dispuesto a juzgarme.
―¿Qué? ―pregunté y él se encogió de hombros, cogiendo un vaso cercano.
―Se está acercando demasiado a todo ―dijo, dando un trago sin mirar hacia mí.
―Me preocuparía si Santorini sintiera lo mismo. No lo hace. ―Me encogí de
hombros, viendo cómo Sonny cogía una botella de agua de la nevera y se retiraba a
su habitación para, más que probablemente, pasar lo que quedaba de día leyendo.
―¿No crees que eso le hace aún menos fiable?
―No, me hace preguntarme por qué estás luchando tanto contra esto. Has pasado
tanto o más tiempo con ella que cualquiera de nosotros. No puedo creer que no veas
lo que yo veo. ―Desafié, señalando las diferencias obvias en nuestra dinámica con
Romina.
―¿Quién dice que me resisto? Tal vez sólo sabe cuál de nosotros es el mejor
gemelo. ―Siempre hacía esa mierda.
Encontró una razón para sentirse mal consigo mismo. Encontró una manera de
sentirse menos que nadie.
―Eres un puto idiota ―le dije justo cuando volvía a entrar en la habitación.
Iba vestida con unos leggings negros, aquella maldita funda siempre sujeta a su
muslo con la hoja de mango opalino brillando desde el lateral. Llevaba una camiseta
de tirantes negra suelta sin sujetador y los labios a juego con un acabado oscuro y
brillante.
―Si así es como sales a pasear, quizá tenga que plantearme comprarte un puto
perro grande y que asuste para que se quede a tu lado ―le dije y ella se rió.
―No necesita un perro, te tiene a ti ―dijo Corvin sin mucha gracia y la cogí de la
mano para acompañarla fuera de la capilla.
―¿Adónde vamos? ―preguntó, siguiéndome de cerca.
―Dímelo tú, que conoces este campus mejor que yo. ―Se tomó un momento para
pensar antes de señalar una zona detrás de la capilla.
―Por ahí. ―Comenzamos un tranquilo paseo hacia la parte trasera de nuestra
casa―. ¿Pensé que tenías práctica de fútbol hoy?
―Estoy perdiendo interés. Era de esperar. ―Me encogí de hombros―. Todo el
mundo tiene algo que le hace seguir adelante, alguna pasión, o afición, o algo que le
gusta y que le hace ilusión. La razón para no volarse los sesos.
―¿Cómo qué?
―Corvin tiene sus cuchillos, y… bueno, Sonny tiene su locura. ―Me dio un
codazo en las costillas juguetonamente―. Vale, Sonny tiene El Señor de los Anillos.―
Los dos nos reímos.
―¿Qué tienes? ―me preguntó, con los ojos brillantes como si no lo supiera.
―Nunca he podido centrarme en una sola cosa. Ha sido así toda mi vida. Iba de
un lado para otro coleccionando aficiones, ideas, versiones de mí que quería ser en
ese momento. Nada de eso duró nunca.
―¿Qué coleccionas ahora?
―Tú, creo. Me consume sólo pensar en ti. ―Sacudió la cabeza como si no se
creyera digna.
―Entonces, ¿el fútbol ya no es para ti?
―Nunca lo fue. Yo quería que lo fuera.
―Quizás no todo el mundo tiene algo... ―Se lamentó, haciéndome preguntar si
sentía en su interior el mismo vacío que yo.
―Hostia puta ―dije después de que hubiéramos atravesado la alta espesura de
hierba, casi media milla detrás de la capilla.
Unas vallas de metal oxidado delimitaban una pequeña zona como si hubiera sido
hecha para un jardín, pero a medida que nos acercábamos, pude ver lo que realmente
era. Un cementerio. Casi cincuenta lápidas emergían del suelo, con las inscripciones
desgastadas y desaparecidas.
―Malvado. No sabía que este lugar estaba aquí.
―Ha estado aquí mucho antes que cualquiera de nosotros. Dudo que incluso el
padre Frollo lo sepa. Se mantiene ciego a todo lo que le rodea y no le sirve para nada
―dijo.
―Pero tú, lo valiente que eres, ¿por casualidad vagaste un día hasta que lo
encontraste? ―le pregunté, y ella negó con la cabeza.
―No. Me llamaba ―respondió y fruncí el ceño―. Como si el silencio fuera más
fuerte que todo lo demás hasta que me acerqué lo suficiente para sentirlo. Hay una
especie de zumbido en mi cabeza que desaparece cuando estoy aquí.
―Eso es porque los muertos no hablan a menos que se lo pidas. ―La atraje hacia
mi pecho.
Levantó la barbilla para mirarme y me rodeó la cintura con los brazos.
―Aunque a veces el silencio también me asusta ―susurró contra mi ropa.
―¿Y cuando estás con nosotros? ―Tarareé la pregunta, haciéndola retroceder
hasta que se vio obligada a sentarse en una lápida.
Parecía de mármol blanco y surgía del suelo. Era lo bastante grande como para
albergar un cuerpo en su interior. Un ángel decapitado estaba sentado en su borde,
al menos sin ojos no podía juzgarnos.
―Hay tanto ruido que no puedo pensar ―susurró―. Como un millón de voces
gritando unas sobre otras para intentar llegar a mí primero.
―¿Qué dicen?
―¡Salta! ―dijo, apenas audible.
―Entonces salta. ―Le pasé los dedos por el cabello y presioné sus labios con los
míos.
Se apretó contra mí, agarró mi camiseta con las manos y tiró de mí aún más.
―¿Y si no hay nadie que me atrape? ―preguntó con cara de dolor.
―Si no hay nadie que te atrape, eso me daría por muerto. ―Le dirigí una mirada
seria y ella me devolvió una media sonrisa.
―Si tú estás muerto, entonces yo también podría estarlo.
―Qué romántica eres, guapa. ―Aspiré su aroma, algo cálido como la vainilla,
pero aquí fuera, mezclado con todas las flores silvestres, olía aún más dulce.
―¿Qué haces? ―preguntó nerviosa mientras yo levantaba la rodilla entre sus
muslos, presionaba suavemente contra su centro y pasaba las manos por sus
costados.
―Quiero marcar esta tumba con tu sangre, para que la próxima persona que la
encuentre piense que aquí puede haber muerto alguien. ―Aspiró agitadamente y
deslicé las manos por sus piernas, primero desabrochando la funda y luego
agarrándola por la cintura de los leggings―. Muerte sobre muerte ―susurré.
Se las bajé por las caderas y ella se levantó del mármol para que yo se las pasara
por los muslos. No iba a haber mucho espacio para trabajar aquí, pero no lo
necesitaba. Sólo necesitaba mis dedos. La empujé lentamente hacia abajo, hasta que
su espalda quedó apoyada contra la piedra.
Respiraba agitadamente.
Me incliné sobre ella, pasé la mano por debajo de su camiseta de tirantes y
pellizqué sus pezones entre mis dedos.
Un chillido de placer como el de un ratón salió de sus labios.
Con la otra mano metí la mano entre sus piernas y tiré del cordón, sus ojos se
abrieron de golpe cuando saqué el tampón de su interior. Intentó cerrar las rodillas,
pero yo las apreté, negando con la cabeza.
―Tsk, tsk, tsk, te lo dije. ―Presioné mi pulgar contra su clítoris y lo froté arriba y
abajo―. Voy a convertir esta tumba en la escena de un crimen. ―Me reí entre
dientes, inclinándome para besarla.
Sus caderas empezaron a moverse contra mi mano, como si quisiera pedir más
pero no pudiera sacarlo, así que su cuerpo hizo el trabajo por ella.
―Mmm ―gimoteó, buscándome desesperadamente con las manos.
Me jaló hacia abajo hasta que quedé prácticamente encima de ella, y dejé caer la
rodilla sobre la cama de piedra para hacer palanca. Me cerní sobre ella, metiendo los
dedos en sus paredes demasiado húmedas y cálidas. Me estremecí al pensar en cómo
se habría sentido mi polla allí dentro, y gruñí para mis adentros, decepcionado, antes
de hundir más los dedos.
Dejó caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y disfrutando del momento.
Saqué los dedos de su interior y volví a levantarle la cabeza, obligándola a
apoyarse en los antebrazos para ver lo que le hacía.
―¿Esto te parece sucio? ―pregunté, entrecerrando los ojos antes de soltar su
mejilla.
Mis huellas ensangrentadas mancharon un lado de su cara, no respondió a mi
pregunta. Respiró agitadamente y miró mis dedos ensangrentados. Utilicé el resto
del líquido que aún cubría mi piel para presionar con fuerza su clítoris antes de
volver a penetrarla.
―Quiero este bonito coño chorreando, Mina. ―Le dije, curvando mis dedos y
moviéndome dentro y fuera de ella.
Gemía en voz alta, sin importarle que estuviéramos a la intemperie o que alguien
pudiera oírnos. Sólo los poderosos muertos estaban aquí, y les importaba una mierda
lo que hiciéramos.
―Por favor, Felix. Necesito más. Necesito... ―Ella no sabía cómo pedirlo, pero yo
sabía lo que estaba pidiendo. Sabía a dónde quería llegar. ―Te necesito.
―Me tienes a mí, guapa. ―Fingí ignorancia e introduje otro dedo en su interior,
arrancándole un gemido gutural.
Se corrió alrededor de mis dedos y sus muslos se apretaron y temblaron. La besé,
tragándome sus gritos hasta que saqué los dedos de su interior. Volvió a
incorporarse, con las mejillas enrojecidas por el calor y la vergüenza.
Sonreí, me metí los dos dedos en la boca y me lamí la sangre. Ella volvió a abrir
los ojos, esta vez de horror, y yo me eché a reír. Bajé la mirada entre sus piernas para
ver el desastre que habíamos hecho y pasé las manos por su coño ensangrentado
para luego dibujar con ellas una cruz invertida sobre el mármol. Ella se tapó los
dientes con los labios y mordió, como si eso fuera a disipar su vergüenza.
―Vamos ―le dije, tendiéndole la mano mientras saltaba de la tumba y se subía la
ropa interior y los leggings antes de recoger la funda y el cuchillo de la lápida.
―Ya no tengo tampón ―siseó incómoda y yo me reí.
La cogí en brazos y me la eché al hombro para que su culo saludara al sol durante
el resto del camino. Pensé que si desafiaba la gravedad por ella no tendría que
preocuparse por dejar un rastro de sangre. No es que me preocupara.
Era un privilegio llevar su sangre sobre mí como una insignia de honor.
N
o podía salir de mi propia cabeza. Cada segundo del día que pasaba
sola, lo pasaba torturándome, intentando encontrar una razón de por
qué mi vida había sido así. No me dolía tanto cuando era ignorante,
cuando no conocía nada mejor. Pero ahora que saboreaba la libertad, lo que era la
vida en realidad, sólo podía pensar en por qué me había sucedido así. Me asomé a
la puerta de su habitación como una sombra nerviosa, esperando una invitación.
―¿Qué quieres, Romina? ―me preguntó secamente cuando entré.
―Necesito hablar con Frollo, Carmine. ―Usé el nombre que había encontrado
escrito en la mayoría de sus documentos importantes.
―¿Cómo coño me has llamado? ―Siseó, ignorando la primera parte de mi
petición mientras se acercaba a mí y me obligaba a retroceder contra la pared.
Sonny tenía esa forma de ser y yo siempre me encontraba acorralada como un
animal, siempre atrapada sin otro camino que roer a la bestia que se interponía en
mi camino. Había algo en él que me hacía querer izar mis banderas e ir a la batalla,
algo dentro de mí me picaba para luchar cuando venía a por mí.
―Ese es tu verdadero nombre, ¿no? ―Exhalé ansiosa, su cara rozaba la mía pero
su expresión era demasiado enfadada para que me sintiera algo más que
aterrorizada, haciéndome saber que podría haber cruzado una línea.
Y esta vez no en el buen sentido.
―¿Cuál de esos malditos imbéciles te dijo mi nombre? ―Su antebrazo me
presionó la garganta, empujándome contra la pared y cortándome el oxígeno.
―Ninguno de ellos. Busqué entre tus cosas y lo vi.
Se pasó los dedos por el cabello como si estuviera más allá de su límite y le crujió
la mandíbula por la evidente rabia que le recorría el cuerpo.
―Se supone que no debes hacer ese tipo de gilipolleces. ―Negó con la cabeza y
yo me desinflé, ocultándole la mirada en cuanto noté la gravedad de su decepción.
―Lo siento ―dije en voz baja y él exhaló pesadamente, retirando su antebrazo de
mi cuello.
―No lo sabías, joder. ―Se apartó el cabello de los ojos, pero aún tenía los orificios
nasales encendidos por la rabia.
―Lo siento ―volví a susurrar.
―Pero no me llames así, ¿me oyes? ―Me rodeó la garganta con los dedos,
manteniéndome aún inmovilizada contra la pared y esperando mi comprensión.
―Sí, señor ―resollé con el mismo tono que empleaba con el padre Frollo cuando
se negaba a ver nada más que a su manera.
Sonny no se parecía en nada a Frollo, pero en momentos como aquel, en el que se
negaba a decirme nada real y se esperaba de mí que obedeciera ciegamente, no podía
evitar sentir el amargo escozor de sus similitudes, aunque fueran pequeñas. Dejó
escapar una carcajada en voz baja antes de retirar el brazo de mi cuello.
―Mira eso, creo que podría gustarme ese apodo. ―Me cogió la mano y la envolvió
sobre su erección, gruesa e hinchada, bajo la tela de sus pantalones.
Me soltó y giró sobre sus talones, alejándose de mí.
―¿Me hablarás del libro? ―Volví a preguntar, esperando que me diera algo si le
molestaba lo suficiente.
―No ―dijo, entrecerrando los ojos hacia mí.
―¿Por qué no?
―¿Quieres atarte a tres agentes del infierno, Romina? ¿Quieres arrodillarte todos
los días y dejar que te use hasta que no quede nada de ti? ―preguntó y yo me
encogí―. No estás lista para atarte a mí ―dijo mientras salía al pasillo, hacia su
habitación.
Me dolió casi tanto como la mano del director en la cara.
―¿Es porque no te gusto? ―pregunté, con la voz temblorosa mientras me
maldecía internamente un millón de veces por volver a preguntarlo.
No se volvió para mirarme, pero se quedó inmóvil una fracción de segundo.
Al mismo tiempo, Corvin salió de su habitación y yo hundí la cara entre las manos
para ocultar mi vergüenza y contener las lágrimas. Últimamente Sonny sólo me
rechazaba y, por alguna razón, eso me hacía sentir aún más desesperada por él.
Saqué mi teléfono y envié un mensaje a Reesa.
Parecía que el único lugar que existía fuera de la escuela era la Corte de los
Milagros y lo que yo había aprendido que era la «cubierta» que existía en la
superficie. Habíamos conducido por la ciudad y Corvin me había mostrado que
todos los barrios y todas las casas llevaban años desocupados.
Casi todo el mundo había sido trasladado a los asilos de pobres que habían sido
reestructurados para alojar a los trabajadores. No entendía cómo la gente podía vivir
así, por qué nadie intentaba levantarse y luchar por más.
―¿Te levantaste y luchaste por más? ―me preguntó Corvin, y yo bajé la mirada
para ocultar mi vergüenza. Me levantó la barbilla y negó con la cabeza―. Cuando
alguien tiene poder sobre los demás, mantendrá a los que están por debajo de él en
una posición en la que no pueden hacer otra cosa que estar agradecidos con lo que
tienen. Los que denuncian, los que luchan... Al final son los que más tienen que
perder. ¿Hablarías si te costara la comida del día de tu hijo? ¿Arriesgarías eso?
―¿Cómo termina? ―le pregunté, las lágrimas brotando de mis ojos y su expresión
más suave de lo que jamás había visto, más suave de lo que esperaba que fuera capaz.
―No lo hace, a menos que luchemos por ello ―dijo.
―Creía que habías dicho que los que luchan son los que más tienen que perder.
―No me molesté en ocultar mi confusión.
―No tengo nada que perder, ya lo he perdido todo. Así que lucharé por ellos para
que no tengan que hacerlo. ―Sonaba como un noble caballero de un cuento de
hadas.
Pero la realidad era que era un pagano tatuado con al menos cinco cuchillos
encima en ese mismo momento, y era muy probable que alguno de ellos estuviera
manchado de sangre. De algún modo, me asustaba menos que la idea de que el padre
Frollo me pillara con la sonrisa que había tenido en la cara durante todo el viaje.
―Pero eso no es cierto, ¿verdad? ―pregunté, y él ladeó la cabeza con curiosidad.
―Tienes a Felix, y tienes a Sonny ―dije―. Se enfadarían si te perdieran.
―Hay cosas por las que merece la pena luchar, independientemente de lo que
pierdas en el proceso. Mi madre me lo enseñó. De todos modos corderito, sólo quiero
decir que, la gente como yo, la gente que está en posición de poder hacer más, que
sufriría menos consecuencias, que tiene más recursos. Debería depender de nosotros
proteger a los que no tienen los mismos privilegios. Aunque nos cueste, aunque haya
mucho en juego. ―Realmente sonaba como una especie de héroe, y yo quería
presionarle más, preguntarle qué le hacía ser así.
―¿Así que me protegerás? ―Pregunté en su lugar.
―¿No lo he hecho? ―Me dio un suave puñetazo en el hombro y me reí.
―Creo que me has estado enseñando a usar un cuchillo.
―¿Por qué necesitas un escudo, cuando puedes ser una espada en su lugar? ―Me
desafió con una mirada arrogante.
Me di cuenta de que no tenía contrapuntos a su argumento.
―¿Te gusto? ―Le pregunté y me lanzó una mirada demasiado sarcástica.
A diferencia de Felix, Corvin era imposible de leer.
―Me caes muy bien corderito, ¿por qué lo preguntas? ―Enarcó ambas cejas
mientras esperaba su respuesta, pero yo me limité a responder encogiéndome de
hombros.
―Por nada. ―Me metí mis inseguridades en el bolsillo trasero, contenta con la
validación.
Esta vez nos adentramos más rápido en los túneles subterráneos y me di cuenta
de que tal vez tenía razón, tal vez Reesa hablaba demasiado. Pero era amable, y no
era algo a lo que estuviera acostumbrado, así que me alegré de tenerla cerca, en
pequeñas dosis.
―Regla número uno. ―Empezó sin mirarme, con el brazo echado sobre mi
hombro una vez más mientras caminábamos por la enorme cámara subterránea.
Era una locura pensar que a cualquier hora del día éste era un lugar en
funcionamiento, operativo, lleno de gente que sabía y guardaba secretos más allá de
mi comprensión. Me hizo darme cuenta de que Corvin tenía razón. Esta gente tenía
mucho que perder, pero aún así lo arriesgaban todo para luchar por una forma de
vida que era importante para ellos.
Me estaba dando cuenta de que la iglesia no dejaba espacio para nada más. No le
daba a la gente espacio, libertad o tiempo para ser otra cosa que... devotos. Dedicados
a un Dios que ni siquiera les daría una segunda oportunidad. En estos días, mis
pensamientos por sí solos serían suficiente duda para condenarme al infierno.
―No te alejes. No te alejes demasiado. Y quédate en mi vista.
―Parecen tres reglas, y de alguna manera parecen la misma regla ―le dije
mirándole de reojo.
―Bien, entonces no necesitas que te diga las reglas dos, tres o cuatro. ―Dijo con
una sonrisa.
―¿Ah, sí? ¿Cuáles serían? ―Le di un codazo en el costado y me revolvió el cabello
bajo su gran mano.
―La paliza que te daría si no me hicieras caso. ―Volvió a tirarme de la mano,
ignorando a las docenas de personas que había en la improvisada calle adoquinada.
Era enorme. Costaba creer que estuviéramos tan bajo tierra como para que un
lugar así pudiera albergar un edificio tan grande. Tenía casi nueve metros de altura,
era gigantesco y estaba cubierto de una arquitectura que recordaba a la misma
catedral en la que se escondió el arzobispo.
―Tal vez cerrar los ojos ―dijo con una sonrisa traviesa y yo levanté una ceja con
suspicacia―. Será mejor así, no me obligues a vendarte los ojos. ―Me ayudó a subir
los escalones y me guió al interior.
Apreté con fuerza su antebrazo mientras me hacía entrar, respirando nerviosa ante
la angustiosa idea de lo que me esperaría dentro.
―¿Puedo abrir? ―Susurré.
―Sólo un segundo más. ―Tiró de mí unos pasos más―. Vale ―susurró y dejé
que mis párpados se levantaran.
―¿Qué? ―No pude ocultar la maravilla en mi voz.
Aquí había cientos, no miles, quizá incluso millones de libros. Cada centímetro de
cada pared estaba cubierto de libros del suelo al techo. Había estrechas filas de
estanterías por todas partes. Era un sueño.
Un lugar así no podía existir, porque significaba que todos esos libros eran reales.
―Te dije que la biblioteca del campus era una mierda. ―Asimiló la expresión de
mi cara y la sumó a una de sus victorias―. Y aquí, nadie controla lo que lees
―Abanicó su brazo como si estuviera mostrando el lugar en su totalidad.
Era una maravilla contemplarla en su magnánima totalidad.
―¿Cómo funciona? ―le pregunté.
―Elige lo que quieras. Todo lo que quieras. Pero no te alejes demasiado, ¿vale?
―Asentí y me alejé con un chillido, mirando las categorías que colgaban de los
carteles en los techos.
Ya estaba harta de la no ficción. Harta de las falsas historias recreadas por hombres
que sólo se preocupaban de diluir la verdad. Quería zambullirme de cabeza en
mundos de fantasía, historias de lo desconocido, lo mágico y lo valiente.
Quería vivir sus historias para olvidarme de la mía. Leer su dolor, hurgar en sus
heridas para aliviar el picor que me producían las mías. Había perdido la noción del
tiempo cuando me adentré en un oscuro rincón y me encontré leyendo un libro de
bolsillo sobre un vertido tóxico en una pequeña ciudad.
―¿Romance? ―La voz ronca de Corvin me susurró al oído desde atrás. Se me
puso la carne de gallina en la nuca y los brazos al sentir el calor de su cuerpo detrás
de mí.
Podía oler el cuero de la chaqueta que llevaba mezclado con el aroma a tabaco
viejo de su colonia.
―Quiero perderme en la felicidad de alguien. ―Giré ligeramente el cuello para
devolverle la mirada, su cabeza se alzaba sobre mí mientras me miraba a los ojos.
―Corderito, el amor no te hará feliz. ―Dejó caer ambos brazos sobre mí,
entrelazando sus manos y usándolo para acercarme aún más a él―. El amor deja
cicatrices. El amor te deja la mitad de la persona que eras antes y el doble de ganas
de quitarte la vida cuando todo acaba.
―¿Tiene que terminar? ―Exhalé un suspiro tembloroso, sintiendo el peso de sus
manos aún tirando con fuerza contra mi corazón.
―Todo termina, Romi. El sol lo garantiza. ―Fruncí el ceño y volví a mirar hacia
abajo, observando la pila de libros que tenía en el brazo y luego echando un vistazo
a la segunda pila apilada en una mesa cercana.
―Estoy lista ―le dije, soltándome de su agarre y caminando hacia el resto de los
libros que había elegido.
―No tienes que aprovisionarte para todo el año, puedo traerte la semana que
viene. ―Se rió entre dientes, y mis ojos se abrieron de par en par ante su oferta.
―Estaré lista para más entonces. ―Sonreí y empujé la primera pila hacia él, que
me miró con cara de asombro.
―¿Leerás todos estos libros en una semana? Eres igual que Santorini. ―Hizo la
comparación y mi sonrisa se desvaneció.
Se dio cuenta, sacudió la cabeza y asintió hacia la señora mayor que estaba detrás
de un mostrador. Parecía conocer a Corvin, charlaba y le preguntaba por Felix. En
realidad, parecía que en todas partes la gente conocía a Corvin.
Le dio algo de dinero y le dijo que volveríamos la semana que viene, y ella apretó
sus manos tatuadas entre las suyas arrugadas y manchadas.
―Eres un buen chico, Corvy. ―Sus manos temblaron un poco antes de soltarlo y
salimos del enorme edificio.
―¿Cómo conoces a tanta gente? ―le pregunté.
―No conozco a tanta gente. Aunque me conocen a mí. ―Se rascó la nuca mientras
bajábamos los escalones―. Mi madre era muy conocida. La gente la respetaba, y aún
la respeta. Allá arriba no tanto, pero aquí abajo saben la verdad. ―Su rostro se tornó
triste, y mi corazón se encogió dentro de mí.
―¿Por las mentiras de Frollo? ―Pregunté, él asintió.
―¿Qué quieres hacer ahora corderito? ―Sacó su teléfono para comprobar la
hora―. Todavía tenemos algo de tiempo antes de que termine la clase de Sonny y se
dé cuenta de que hemos sacado la Ducati.
―¿Se enfadará mucho? ―Me pregunté en voz alta, sabiendo la respuesta.
Corvin negó con la cabeza.
―Será mejor que hagamos que merezca la pena, ¿no crees? ―Señaló la heladería.
E
staba perdiendo control sobre lo que importaba.
Desviar las llamadas de Arlan casi todos los días y fingir que no habría
consecuencias. Masturbarme furiosamente en la ducha por una chica que
no debería haber sido más que un bache en mi camino para reclamar lo
que era mío. Ahora me había dado cuenta de que ese bache se estaba convirtiendo
en una colina, y de alguna manera las colinas siempre se convertían en putas
montañas, ¿no?
Ya era bastante malo que Corvin nos mintiera ahora y se pusiera a sí mismo y a
ella en peligro ahí fuera. Llevaba en la Corte de los Milagros dos minutos antes de
que Dera me enviara un mensaje para avisarme, pero yo estaba demasiado ocupado
en clase para salir. Estaba esperando a que Felix volviera de su clase y me paseaba
de un lado a otro delante del banco, preguntándome si debía dejarlo atrás e ir a
recogerlos a los dos yo solo.
Se oyó un débil golpe en la puerta, y pude ver a la molesta amiga merodeando a
través de la vidriera que decoraba la puerta principal.
―¿Qué? ―Abrí la puerta unos centímetros y esperé a que contestara.
―He traído unos libros para Mina. ―Acarició la bolsa que colgaba de su brazo.
―No la llames así. ―Le advertí. Se metió en la abertura y me empujó hacia la
capilla.
―¿Qué? ¿Sonny Santorini es demasiado bueno para los apodos? ―Se burló de mí
y entrecerré los ojos, preguntándome hasta qué punto era tonta.
―Obviamente no. ―No oculté mi enfado.
―¡ESPERA! ¿No te llamas Sonny? ―Parecía tan sorprendida que tuve que luchar
contra el impulso de no desgarrar su ignorancia.
Era amiga de Romina.
Yo sería tolerante.
―¿Crees que mis padres llamaron Sonny a su único hijo? ―le pregunté y soltó
una carcajada.
―Bueno, ¿cuál es tu verdadero nombre entonces? ―Preguntó pero la ignoré,
esperando a que revelara la verdadera razón por la que estaba aquí―. De alguna
manera te hace menos malo sabiendo que no es tu verdadero nombre y dejas que la
gente te llame así.
―Deja de hablar, Reesa.
―Bueno, sólo vine a dejar algunos libros para Romina, ¿está por aquí? ―Extendió
el cuello para ver mejor el interior de la casa, como si de alguna manera le estuviera
ocultando a la chica.
―No está ―respondí.
―Bueno, ¿puedo dejar esto en su habitación? ―Empezó a caminar hacia el interior
de la casa, pero la agarré del brazo para que se detuviera.
―Ella no tiene una habitación. Puedes dejármelos, me aseguraré de que los reciba.
―Le dije, pero ella me frunció el ceño.
―¿No tiene su propia habitación? Cada vez que pienso que no pueden ser más
jodidos se superan. ¿También la haces limpiar y cocinar para ti? ¿Te lleva los libros a
clase? ―Cruzó los brazos sobre el pecho como si fuéramos monstruos.
Bueno, puede que sí.
Pero no de ese tipo.
―Escucha, aparte de la extraña situación del baño que tuvo en el campanario, de
la que ni siquiera vamos a hablar... estoy bastante seguro de que Romina nunca ha
limpiado una maldita cosa en su vida.
Tragó saliva con dificultad mientras yo me cernía sobre ella amenazadoramente.
―¿A qué te refieres con situación en el baño? ―Preguntó nerviosa, no era mi lugar
ni mi trauma revelarlo.
―Tal vez te parezca que nosotros somos de alguna manera los malos aquí, pero
déjame recordarte al monstruo que la mantuvo encerrada allí durante casi dos
décadas. ―Mi labio superior se levantó involuntariamente―. Sal Reesa, le diré que
has venido cuando la encuentre.
Abrí la puerta de un tirón y le tendí la mano para que me diera la bolsa con los
libros. Parecía insegura, pero me la entregó de todos modos antes de salir de la
capilla. Me dirigí a mi dormitorio y arrojé la bolsa sobre la cama, pasándome los
dedos por la cara mientras intentaba decidir qué hacer.
No disfrutaba cortándole las alas, pero no podía dejar que siguiera haciendo algo
que podría significar dejar a Felix solo en este mundo. Yo era hijo único y, sin
embargo, me había pasado toda la vida preocupándome por esos dos malditos.
Entraron antes de que Felix volviera. Todo sonrisas y risas como si fueran los
mejores amigos y no dos idiotas tomando decisiones terribles, animándose
mutuamente a ser la peor versión de sí mismos. Su risa se cortó en el momento en
que sus ojos se encontraron con los míos.
―¿En qué estabas pensando? ―pregunté, esperando a ver quién contestaba
primero.
―Que soy un adulto al que le gusta tomar decisiones por sí mismo. ¿Y tú, Romina?
¿Eres una adulta que disfruta tomando decisiones por sí misma? ―Me incitó
mirándola y ella se encogió de hombros.
Sus ojos iban y venían entre nosotros como si no supiera cuál sería la respuesta
correcta. Era muy probable que aquí no hubiera respuestas correctas.
―No la engañes. ¿Por qué actúas de forma tan autodestructiva? Eres mejor que
esto. ―Intenté bajar el tono de mi rabia.
―¿Querer tener el control de mi vida es autodestructivo? Eso está muy bien,
viniendo de ti. ―Se burló―. Estamos bien, no pasó nada. ¿No estamos bien,
Romina? ―Él gritó y ella asintió con la cabeza como un personaje de dibujos
animados, demasiado dramática y demasiado ansiosa por salir en su defensa.
―Porque tienes suerte. ¿Cómo voy a confiar en ti si siempre tomas decisiones
arriesgadas, no te tomas la medicación ni piensas en las consecuencias? ―Levanté la
voz, sintiendo ese impulso sobreprotector de noquearlo sólo para mantenerlo a
salvo.
―Se tomó su medicina ―murmuró en voz baja, pero lo bastante alta como para
que yo la oyera.
―¿Qué? ―Dije mirándola primero a ella y luego a él.
Puso los ojos en blanco y dejó caer la bolsa que llevaba al suelo antes de meterse
las dos manos en los bolsillos y alejarse de mí por el pasillo.
―¿Has conseguido que se tome la medicina? ―le pregunté con los ojos
entrecerrados y totalmente fijos en ella. Ella no apartó la mirada y yo no estaba
seguro de si era porque sabía que eso me complacía o si lo hacía para irritarme, como
un desafío.
Ambas opciones me pusieron más duro que el infierno.
―Sí. ―Una fracción de sonrisa se curvó en un lado de su labio, como si hubiera
aprendido a reflejarme demasiado bien.
Mi polla estaba prácticamente palpitando.
―Hmm. Ve a esperarme a mi habitación. ―Le indiqué y me alejé, sin una pizca
de miedo de ella.
―¿No pensabas decirme que te habías tomado la medicación? ―pregunté, de pie
en el umbral de su dormitorio.
―Eres tan sexy cuando te enfadas, Santorini. ¿Cómo puedo resistirme? ―Sonrió,
entrelazando los dedos detrás de la cabeza e inclinándose hacia atrás.
―Eres un cabrón de mierda, ¿lo sabías? ―Me alejé de su habitación, ignorando
los sonidos de su risa y preparándome para el tormento de la sirena de pelo plateado
que sofocaba todos mis pensamientos últimamente.
―Ambos lo tratan como niños. ―Dijo, siempre demasiado valiente cuando
pasaba tiempo con Corvin.
―Le mantenemos a salvo. Te mantenemos a salvo. Que es menos de lo que puedo
decir que ambos son capaces de hacer el uno por el otro. ―Mi labio superior se torció
ante la idea de que ambos se fueran por su cuenta y en qué lío impulsivo se
convertirían.
―Tu idea de seguro es mi idea de atrapado. ―Cruzó los brazos sobre el pecho,
desafiante.
―Eso es porque no has visto bien a todos los monstruos que hay ahí fuera,
Mascota. Si crees que Frollo es lo más malo que hay, estás muy equivocado. ―Pero
ella levantó la barbilla en señal de desafío.
―Tal vez me gustaría averiguarlo por mí misma. ―Ella se mantuvo firme―. ¿Por
qué te importa si estoy a salvo? ―añadió.
―¿Por qué insistes en tocarme las narices? ―le pregunté, no muy seguro de que
me gustara la nueva sensación de valentía que Corvin había cultivado en ella.
―¿Por qué no contestas a mi pregunta? ―preguntó, levantando la barbilla hacia
mí como si no fuera a echarse atrás.
―¿Qué pregunta? ―Sabía a qué pregunta se refería, la que se cernía sobre los dos
como una maldición del destino que no podíamos evitar.
Pero quería oírla decirlo otra vez, para poder destrozarla un poco más, alejarla
porque era lo único que sabía hacer bien. Quería romper esa necesidad en ella, esa
parte de ella que estaba tan desesperada por aprobación.
No lo necesitaba.
―¿Por qué no me dices si te gusto?
Me quité la camisa por encima de la cabeza y la tiré al suelo. Sus ojos me
recorrieron de inmediato, deteniéndose en las partes que le gustaban antes de echar
un vistazo a la cicatriz que me había causado en el pecho. Se levantó de la cama como
si quisiera hacerse cargo de la situación. Me acerqué a ella para recordarle que no
era así.
Tal vez con Felix, tal vez incluso con Corvin.
Pero no conmigo.
―Contéstame. ―Su voz vaciló, su ira la volvía poco emocional, y sacó la hoja de
ópalo negro y la apuntó amenazadoramente.
―¿Corvin te enseñó a usar eso, Mascota? ―pregunté, levantando una ceja.
―Sí ―balbuceó, con la mano tan temblorosa como su voz.
―Entonces debe haberte dicho la regla número uno. No se amenaza a nadie con
un arma, a menos que tengas intención de usarla. ―Me acerqué un paso más y ella
volvió a asestarme un tajo en el pecho, cruzando la herida anterior y creando una X
en el espacio sobre mi corazón.
No me perdí el puto matiz de todo.
Le arranqué el cuchillo de la empuñadura y la obligué a soltar un grito ahogado
antes de ponérselo en el cuello.
―¿Te hago sangrar por mí como ya me has hecho dos veces, Romina? ―La
fulminé con la mirada, esperando su respuesta.
―¿No lo has hecho ya? ―Todavía podía saborear su virginidad en mis labios.
―No lo suficiente. ―Exhalé, tirando de ella por la nuca y cerrando los labios en
torno a los suyos.
Ella empujó contra mi pecho durante unos segundos, pero sus labios no me lo
negaron. Se abrieron y permitieron que mi lengua se deslizara y chocara con la suya.
Todavía podía sentir el dulce sabor del helado de mango en su lengua y ella gimió
antes de rascarme el corte con sus afiladas uñas.
La empujé hacia la cama y aterrizó rebotando, ayudándose de los codos. Llevaba
un vestido negro con una falda corta de malla y un corsé de cuero rojo. Le levantaba
tanto las tetas que desde ese ángulo parecía que podían asfixiarla.
―Dijiste que estaba hecho un desastre, que me gustaba hacerte daño. ¿No es
cierto? ―Le pregunté y tragó saliva.
―Sí. Exhaló mientras yo me cernía sobre ella, recorriendo su suave piel con la
afilada punta del cuchillo, no con la fuerza suficiente para cortar pero sí con la
presión suficiente para dejar una marca roja.
―¿Qué hay de ti, Romina? ¿Te gusta hacer daño? ―Apreté de nuevo la hoja contra
su cuello, obligándola a levantar la barbilla para mirarme.
―Sí, quiero.
Pasé la cuchilla por el corsé, cortando la cinta que lo unía por delante, sin
detenerme en la falda. La tela se partió por la mitad y pasé las manos por su suave
piel, saboreando la sensación de su calor contra mi frío tacto.
―¿Ya estás mojada por mí? ―le susurré al oído antes de frotar el suave mango
opalino de la daga contra el manojo de nervios de su centro.
―Ah, sí ―gimió seductoramente.
―¿Estás mojada por mí, o estás mojada por Corvin? ―Le pregunté y sus ojos se
abrieron de golpe ante mi pregunta.
―No lo sé ―respondió sinceramente como la buena chica que era.
Seguí frotando arriba y abajo su clítoris, ella echó la cabeza hacia atrás en señal de
agradecimiento mientras yo seguía trabajándola con una mano en la navaja y la otra
tocando cada centímetro de su piel expuesta. Pasé la lengua por las líneas rojas que
le había marcado con la parte puntiaguda de la hoja y ella soltó un jadeo.
―¿Por qué estás tan desesperada por gustar a los hombres que tu propio padre
considera malvados? ―le pregunté, empujando lentamente el mango del cuchillo
dentro de ella y forzando un gemido de placer desde lo más profundo de su pecho.
―No es mi padre. ―Protestó con otro gemido cuando penetré más y más fuerte,
teniendo que sujetar el extremo afilado del cuchillo con la mano para llegar tan
dentro de ella como quería.
Se retorció contra el mango, moviendo las caderas como si estuviera desesperada
por más. Me moví más deprisa, apretando la hoja lo suficiente como para saber que
pronto gotearía sangre de mi mano sobre ella. Jadeaba con cada embestida, arañando
las sábanas y suplicando que la liberara.
―¿Es porque eres una guarrilla? ―Le pregunté y su cara se torció.
―¡No! ―Sacudió la cabeza.
Empujó sus manos contra mí como si intentara apartarme de ella, pero la
inmovilicé con una mano y me la follé con el mango del cuchillo tan fuerte como
pude. Ignoré el ardor que sentía en la palma de la mano, viendo cómo gotitas de mi
sangre cubrían su bonito coño mientras ella gemía y gritaba.
―Sólo alguien tan jodido como tú disfrutaría con esto Romina ―le dije, bajando
la cabeza para que me lamiera.
―¡No-No! ¡No! ¡Para! ―Suplicó.
―¿Te gusta esto porque eres una sucia putita? ―Espeté, con la mano ardiendo
contra el afilado acero que me cortaba la carne.
Se corrió con fuerza, retorciéndose contra el mango y con los ojos en blanco
mientras su boca dejaba escapar sollozos salvajes. La sangre se agolpó alrededor de
mi empuñadura y se extendió por el interior de sus muslos.
―¡Contéstame! ―Grité.
―¡Safeword! Safeword! ―Gritó entre respiraciones y me levanté de ella, tirando
de la manivela.
―¿Qué te pasa? ¿Qué necesitas? ―Me eché hacia atrás, dándole el espacio que
pensé que podría querer.
Arrojé el cuchillo sobre el colchón junto a ella, con la parte plateada reluciente de
mi sangre. Ella lo cogió para inspeccionarlo, mirando primero la hoja y luego mi
mano. Las lágrimas corrían libremente por su rostro, como si no pudiera controlar si
se derramaban o no. Inspiró entrecortadamente antes de intentar hablar.
―Yo no soy esas cosas. No estoy sucia. ―Dejó caer la cabeza entre las manos y
empezó a sollozar un sonido casi demasiado doloroso para que yo lo ignorara.
―No, no lo estás. ―La tranquilicé, acercándome un paso―. ¿Puedo tocarte?
Sacudió la cabeza, aún demasiado herida por mis palabras. Debería haberme
dolido, pero mi corazón se había convertido en piedra hacía demasiado tiempo. Ella
no me quería y yo no sabía cómo mejorarlo. Sólo sabía cómo empeorarlo.
Así que lo hice.
―¿Quieres la respuesta a tu pregunta? ―pregunté y ella asintió dócilmente.
―No Romina, no me gustas. ―Dije mi verdad demasiado secamente.
―Oh. ―Bajó la mirada, su confianza disolviéndose y su vergüenza evidente.
Parecía insegura de sí misma, pero no se atrevió a volver a mirarme a los ojos.
Recogió los restos de su ropa antes de salir corriendo de mi habitación,
prácticamente desnuda.
Me alegré de que se fuera.
Los ojos de cachorrito no funcionaron conmigo, pero si se hubiera quedado un
momento más me habría visto obligado a decirle que no me gustaba, porque gustar
era una emoción para niños en el patio de recreo.
Me gustaba una buena taza de café. Me gustaban las noches oscuras y
tormentosas. Me gustaba ver cómo Frodo era apuñalado por el Señor Nazgûl con el
cuchillo de Morgul en la Cima del Clima. Joder, hasta me gustaba cuando me
llamaba señor, aunque fuera para contrariarme.
¿Pero esta chica?
Eso no podía reducirse a una puta palabra tan voluble.
Era adicto a ella. Hipnotizado. Estaba jodidamente obsesionado y sabía que estaba
innegablemente jodido cuando se trataba de ella.
Pero no fui lo suficientemente valiente para hacérselo saber.
Porque yo no era lo suficientemente fuerte como para mantenerla una vez que
todo esto explotara.
Y explotaría. Era sólo cuestión de tiempo.
E
ntablar un ritmo con los hombres que habían irrumpido en mi vida se
sentía mucho más fácil que cualquier momento anterior que hubiera
estado gobernado por el padre Frollo. Felix era un sueño que mi corazón
había conjurado hacía mucho tiempo, cuando había estado en busca de un caballero,
era difícil creer que fuera real, que algo tan bueno pudiera durar.
Corvin era la persona con la que era más fácil hablar. Siempre estaba ansioso por
descubrir qué tipo de pensamientos había en mi cabeza y compartía partes iguales
de sí mismo sin contenerse. Estaba decidido a hacerme fuerte, para que nadie más
pudiera romperme de nuevo.
Sonny estaba...
Sonny eran los cuatro jinetes enviados para someterme en su cruzada infernal.
Excepto que descubrí que me gustaba estar de rodillas y no era por reverencia. Pero
Sonny estaba lleno de complejidades que yo no entendía, y descubrí que el muro que
había levantado era uno que yo no podía romper por mí misma.
Hacía poco más de un mes que me habían encontrado y habíamos seguido
viviendo así, sin que ninguno de nosotros se cuestionara realmente lo que
significaba. Una inminente sensación de fatalidad me aplastaba el corazón
constantemente. Pensaba que Frollo vendría y lo echaría todo abajo. Me paralizaba
la idea de que me alejara de ellos. Empezaba a creer que mis miedos eran la razón
por la que los sueños se repetían casi todas las noches. El ahogamiento, la serpiente,
el crucifijo. Pero no le encontraba sentido a todo.
Con los Escuras aprendí de dónde venía la raíz del desprecio. Felix me contó su
historia con la iglesia y cómo la enfermedad de Corvin comenzó poco después de
que Frollo asesinara a su madre. Al principio no les creí, que el hombre que me había
criado y mantenido con vida todos estos años pudiera hacer algo tan horrendo.
Pero a medida que pasaba el tiempo y las semanas de compartir nuestras vidas,
descubrí que tal vez no eran los monstruos que Frollo había pintado. Que tal vez yo
había sido la tonta todo el tiempo.
Un experimento científico.
Un juguete para su diversión.
Cualesquiera que fueran sus razones para retenerme todo este tiempo, no había
nada genuino o decente en sus motivos. Eso lo sabía. Pero me roía algo terrible por
dentro no entender por qué había vivido como había vivido durante tanto tiempo.
Casi siempre dormía en la cama de Felix. Los tres habían acordado juntos, sin mí,
que no se podía confiar en que Corvin no me hiciera daño. Era raro el tiempo que
pasábamos juntos sin supervisión, ya fuera con uno de los chicos o con Reesa
rondando por allí.
Sonny me llamó casi todas las noches hasta que terminó de leerme El Hobbit. No
tuve valor para decirle que lo había terminado yo sola casi dos semanas antes. Como
una adicta, volvía a él por mucho que me doliera. Quizá porque parecía que sufría
lo mismo y eso me reconfortaba. Tal vez fuera porque El Señor de los Anillos me había
parecido aún más interesante que el primer libro.
Corvin me había dicho que hiciera que Sonny lo deseara, fuera lo que fuera. Tenía
la sensación de que estaba haciendo exactamente lo contrario. Encerrándome
lentamente en mi interior con los mismos sentimientos de vergüenza e inadecuación
que el arzobispo tan amablemente me había otorgado. Todo porque estaba
obsesionada con una frase que Reesa me había metido una vez en la cabeza. Cada
noche, cuando terminábamos, abandonaba la habitación y él no discutía, no se
molestaba en usar cualquier magia que pudiera para obligarme a volver con él.
Siempre me dejaba ir.
Y me dolió mucho porque deseaba tanto que me pidiera que me quedara. Nada se
comparaba con dormir en la seguridad de sus brazos, pero él había decidido que yo
ya no lo merecía. No me pediría que me quedara, o tal vez no podría.
Quizá no eran palabras que Sonny Santorini fuera capaz de lanzar al mundo.
Había aprendido lo suficiente con estos hombres en las últimas semanas, lo
suficiente para saber que la magia existía en todas partes y que las palabras eran
hechizos. Una vez que salían de nuestra boca, podían conjurar todo tipo de infiernos
o bendiciones para el mundo.
¿Y el universo?
No había karma.
Lo sabía de primera mano.
Porque si el karma existía, hacía tiempo que se había olvidado de comprobar si las
transgresiones de Claüde Frollo se repartían equitativamente. Aquí no había
intercambio equivalente. Mantenía sus oraciones en voz alta, pero cuando confesaba,
lo hacía en voz baja. No, el karma o cualquier fuerza parecida, hacía tiempo que
había desaparecido de este planeta. Teníamos que crear nuestro propio destino.
Forjarlo con nuestras propias manos y defenderlo con nuestras bocas como si
nuestras lenguas fueran armas contra el engaño.
Nunca había sabido la verdad.
Tal vez eso es lo que me había estado perdiendo todo este tiempo.
―Respira ―me exigió Sonny desde detrás de mí, apenas dándome tiempo a
obedecer antes de introducir algo resbaladizo y frío dentro de mí y estirar mis
paredes hasta el borde.
Jadeé. Apreté las sábanas bajo mis puños y giré la cabeza hacia un lado para volver
a mirarle e intentar averiguar qué acababa de meterme.
Normalmente eran juguetes de colores, pero esto no se parecía a nada con lo que
hubiéramos jugado antes. Oí la botella de lubricante, y él exprimió el líquido y lo
goteó sobre mi culo. Me mordí el labio con anticipación, sabiendo lo que estaba a
punto de ocurrir y preparándome para ello. Reesa me había regalado un libro
obsceno sobre criaturas míticas, que tenía trescientas páginas de sexo en su mayor
parte. Después de leerlo por quinta vez en un día, me embarqué en una misión
personal para obtener la misma cantidad de placer para mí.
Sonny introdujo un dedo resbaladizo en mi orificio fruncido, empujando
lentamente antes de meterlo y sacarlo. Gemí entre las sábanas, oyendo sus risitas de
satisfacción consigo mismo mientras movía el objeto dentro y fuera al mismo ritmo
que su dedo me daba placer en mi estrella fruncida.
―Quiero oírte, Romina.
―¡Oh, Dios! ―gemí mientras él aumentaba la velocidad y clavaba el objeto más
adentro de mí―. Me voy a correr Sonny.
Introdujo un segundo dedo lubricado y lo metió y sacó de mi apretadísimo
agujero, empujando hacia abajo para que prácticamente pudiera sentir sus dedos a
través de la fina piel que lo separaba de cualquier otra cosa que hubiera dentro de
mi coño.
―¿Puedes sentirlo? ―Preguntó y yo asentí, antagonizándolo a propósito sin mis
palabras para que lo hiciera más fuerte.
Me la metió de golpe, y las estrellas se deslizaron por mis párpados mientras yo
me corría en rápidos temblores, con el cuerpo temblando y sus dedos aún dentro de
mí. No paró hasta que se calmó la última réplica, antes de sacarlo todo lentamente y
dirigirse al baño. Me quedé allí, con las piernas hechas gelatina y la columna
convertida en hilo mientras respiraba profundamente y recuperaba la calma.
Mi mente funcionaba a toda velocidad, como casi siempre. Sonny era confuso, era
el tipo de desconocido que imaginaba que se sentiría al mirar un agujero negro.
Demasiado grande, aterrador y destructor. Nunca habíamos reparado del todo la
costura que desgarré en el tejido de nuestra relación, pero seguíamos adelante como
si nada hubiera pasado, siempre y cuando yo no volviera a intentar husmear en sus
sentimientos. Como si ya pudiera leerme mejor que yo misma, se sacudió las manos,
volviendo a entrar desde el baño, con el tatuaje sobre el ojo ya levantado en
interrogación.
―¿Qué tienes en mente? ―preguntó, dando un mordisco al mismo pepino que
ahora podía ver tan claramente habia estado dentro de mí.
Parecía más pequeño de lo que parecía.
Lo que sólo me hizo pensar cuánto más grande se sentiría dentro de mí.
―Bueno, es sólo eso. Cuando me haces cosas, siempre es con las manos o con otra
cosa. ―Dije, mirando el pepino y él me lo señaló ofreciéndomelo como si estuviera
sugiriendo que quería un bocado.
Negué con la cabeza, bajando la mirada avergonzada, sin poder creer que las
palabras estuvieran saliendo realmente de mi boca.
¿En quién me estaba convirtiendo gracias a ellos?
―Te preguntarás por qué aún no he metido mi gran polla gigante dentro de tu
apretado coñito. ―No preguntó nada, ya me había leído el pensamiento. Me mordí
el labio, intentando combatir el calor que me abrasaba las mejillas, y él se rió.
―¿Ya te ha follado Felix? ―preguntó y yo negué con la cabeza.
―Vuelve a mí cuando lo haga. ―Dijo, y fruncí el ceño ante sus palabras, no estaba
segura de cómo un pepino era de alguna manera diferente a tenerlo dentro de mí.
―Puedes hacerme todo lo demás, ¿pero no harás eso? ―me burlé―. ¿Es una
especie de broma entre ustedes? Félix me lame hasta la muerte mientras tú metes
todo lo que puedes dentro de cualquier agujero mío que te parezca, ¿pero no vas a
tener sexo conmigo? ―Me crucé de brazos, un poco furiosa por la situación.
―¿Te dijo Felix que no lo haría? ―Parecía divertido al saberlo, pero con Sonny era
difícil distinguir entre divertido y completamente cabreado.
―Quiero decir, básicamente. ―Desvié la mirada, pensando en todas las veces que
mis intentos no fueron reconocidos o fueron redirigidos.
―Te he corrompido lo suficiente Mascota. No quiero tomar parte en la eliminación
de la última pizca de tu inocencia. Cuando vengas a mí, la quiero totalmente
despojada, te quiero desnuda y cubierta de pecado.
―¿Y que alguien que no eres tú se haya acostado conmigo? ―aclaré en forma de
pregunta.
―¿Alguien más? Déjame encontrar a otro hombre entre tus piernas que no sea
uno de nosotros y yo mismo te entregaré su polla cortada. ―La seriedad de su tono
fue suficiente para erizarme los pelos de los brazos.
―Eso no suena justo.
―La vida no es justa, ¿no te has dado cuenta? ―Se mofó y yo resoplé molesta.
―Sí. No me perdí esa parte. ―Mostré los dientes antes de vestirme y salir de su
habitación.
Mi enfado se desvanecía con mi capacidad de atención. Esta era la rutina y yo
estaba bastante acostumbrada. Nos despertábamos juntos, comíamos juntos y, a
pesar de que ellos pensaban que no era verdadera educación, al menos podía ir a
clase una vez al día. Aunque fuera con Sonny. Todas las miradas estaban siempre
clavadas en mí, de modo que tenía que luchar contra esa sensación de náuseas en el
estómago cuando su atención me asfixiaba. Mi mirada siempre permanecía clavada
en la de Sonny o en mis libros.
No tenía por qué pedirlo así.
Lo sabía.
Quizá por eso el padre Frollo había abandonado la enseñanza de cualquier clase
a la que asistieran los hombres que él llamaba paganos. Sonny había ganado y el
director no tenía fuerzas para enfrentarse a la ira de sus pecados. Tal vez en realidad
no había sido nada todo este tiempo, fácil de olvidar, fácil de pasar página.
Sonny dijo que era un cobarde que no podía afrontar sus transgresiones de frente,
pero las monjas insistieron en que le habían llamado para supervisar problemas
mayores durante esas clases. Esto sólo irritó aún más a Sonny, que insistió en que «si
el cabrón ni siquiera iba a dar la cara, ¿para qué estaban aquí?» ―La idea de que
hicieran las maletas y se marcharan un día como si nunca hubieran estado aquí me
hizo sentir una especie de vacío interior.
Como si alguien me hubiera sacado una cucharada del pecho.
Me enfurecía que pudieran venir aquí y alterar el orden de todo, prenderle fuego
a todo, y simplemente marcharse y dejarme con las ruinas.
No. Me dejarían en las ruinas.
―¿Estás bien? ―preguntó Felix, enarcando una ceja desde detrás de la isla de la
cocina mientras nos preparaba el desayuno.
―¿Hmm? ―Volví al momento presente.
―Estás haciendo esa cosa tan mona de cerrar los puños con fuerza y fruncir las
cejas como si estuvieras pensando en algo que te enfada. ―Soltó una suave
carcajada, como si ya hubiera visto esa expresión un millón de veces, y yo me quedé
boquiabierta.
Tuve la mala suerte de encontrarme con su mirada antes de apartar la vista. Bajé
la mirada para ver mis dos puños apoyados en el mostrador de mármol, el blanco
de mis nudillos empujando con fuerza a través de la piel. Tenía razón.
Estaba enfadada.
Y de algún modo me enfureció aún más la idea de que me tuviera calada. Todos
lo sabían. A su manera, habían descifrado partes de mí, pero ninguno tenía el
rompecabezas completo. Porque sólo podía revelar partes de mí a cada uno de ellos.
Sacaron a la luz facetas de mí que ni siquiera sabía que existían porque nunca había
tenido la oportunidad de explorarlas por mí misma.
Fragmentos de mí que había olvidado hacía tiempo, o que habían sido
mancillados y encogidos por la perdición de Frollo hasta que ya no los reconocía
como partes de mí.
―Quiero hablar con él ―dije en voz baja, esperando que sólo F3lix me oyera.
Era un deseo esperanzador teniendo en cuenta que Corvin estaba a mi derecha y
Sonny a mi izquierda.
―No ―dijo Sonny, hojeando su teléfono, sin apartar la vista de la pantalla.
No tuve que decir quién. Él lo sabía.
―Tengo que hablar con él ―miré sólo a Felix, con la esperanza de poder dirigirle
el tipo de mirada que le ablandaría para que me dejara salirme con la mía.
―No creo que sea una buena idea Mina. ―Negó con la cabeza, pero sus ojos se
desviaron hacia Sonny.
―No ―volvió a decir Sonny, más seco que la primera vez.
Resoplé en voz baja y Corvin me dio una patada en la espinilla sin siquiera girar
la cabeza hacia mí. Era su forma de decirme que me aguantara y luchara por lo que
quería. Pero Sonny era implacable cuando se trataba de Frollo. Llevábamos así desde
la segunda semana del semestre. Yo intentaba razonar y convencerle de que me
dejara ir a ver a Frollo, Felix se desviaba hacia Sonny y Sonny siempre me rechazaba.
El equilibrio de poder entre los tres tampoco tenía sentido. Ninguno de los Escuras
se molestaba en tomar demasiadas decisiones si Sonny estaba cerca. Si eso era por
elección, hábito, o algo más que no podía discernir.
―¿Por qué Sonny decide todo? ―pregunté, haciendo acopio de todo el coraje que
tenía almacenado en las venas por haber sido un cobarde durante tanto tiempo.
Eso no le gustó.
―Yo decido todo porque soy el que siempre acaba limpiando los desastres. Yo
decido porque soy quien te mantiene a salvo. ¿Quieres tirar todo eso por la borda
para que te llene la mente de más mentiras? Vete. Pero no vuelvas aquí si lo haces.
―Lo dijo como si le diera igual, empujando el taburete con un sonido rasposo contra
el suelo.
Se levantó, cogió su plato y lo llevó al fregadero antes de salir de la cocina, sin
dedicarme una segunda mirada.
Podía sentir cómo se ensanchaba la distancia entre nosotros.
―Esa patada era yo diciéndote que lo dejaras mientras ibas por delante, que no
azuzaras aún más al oso ―murmuró Corvin lo suficientemente bajo como para que
Felix no le oyera.
―Juraría que fue la misma patada que usaste la semana pasada cuando me dijo
que no podía comer helado. ―Puse los ojos en blanco, sin molestarme en contestarle
en voz tan baja como había iniciado.
―Eres un puto idiota, ¿intentas que la mate? ―preguntó Felix a su hermano,
sacando todos nuestros platos y enjuagándolos bajo el grifo uno a uno―. Y tú, no
presiones a Sonny. No en esto, y tal vez no en nada por un tiempo. Está... bajo mucho
estrés.
No me perdí la forma en que se cruzaron las miradas de los gemelos y la forma en
que se comunicaban en silencio, como si yo ni siquiera estuviera allí, ocupando
espacio justo a su lado.
―Estás siendo grosero. ―Me levanté del taburete.
Corvin se aclaró la garganta.
―Arlan Black fue llevado al hospital a principios de esta semana con un ataque al
corazón. ―explicó Felix, aunque tengo la sensación de que iba dirigido a su hermano
y no a mí.
―¿Por qué estan hablando de esto? ―Sonny volvió a entrar en la habitación,
mirando con cuchillos afilados a los dos Escuras como si no estuviera impresionado
con el rumbo que había tomado la conversación.
―Sigues sin confiar en mí, por eso no me dejas ir con Frollo. Por eso no me dices
nada. ―Le grité y su mirada se volvió algo siniestra hacia mí.
―¿Y por qué eres tan valiente ahora mismo? ―Hizo una pausa, mordiéndose el
labio como si se estuviera impidiendo usar mi apodo, como si no estuviera seguro
de si me lo merecía.
―No lo soy. ―Retrocedí un paso cuando cerró la distancia entre nosotros
demasiado rápido, con el cuello doblado mientras me miraba.
―Bien. Porque lo peor que podrías hacer es intentar arrancar la verdad de la
miserable lengua de Claüde Frollo.
―¿Ni siquiera me dejas intentarlo? ―Pregunté, ambos hermanos parecían
incómodos como si no quisieran estar en la habitación cuando volví a sacar lo peor
de Sonny.
―Eres lo más cercano que tenemos a una prueba de las transgresiones de Frollo.
No es un hombre estúpido, si te dejo ir con él borrará todo rastro de sus malas
acciones. No puedo correr ese riesgo.
―Así que no se trata de mantenerme a salvo ―resoplé, cruzando los brazos sobre
el pecho―. Se trata de mantenerme viva para que puedas usarme.
Me agarró por los hombros, con el labio curvado por la rabia que le recorría
febrilmente. Su mano me apretó con fuerza y me sacudió.
―Escucha niña estúpida. No me jodas esto. Aléjate de Frollo. No me hagas
encerrarte aquí.
―No eres muy diferente a él, ¿verdad? ―Siseé, nuestras narices prácticamente se
tocaban. Pasé corriendo junto a él, irrumpiendo en la habitación de Felix en busca de
un lugar donde esconderme.
Era un punto discutible. Aquí no había dónde esconderse de ellos.
Estaban por todas partes, rodeándome, sofocándome como una nube de veneno.
Enterré la cara en la almohada de Felix, las lágrimas salían de mí libremente y
empapaban la almohada que olía tanto a fuego y canela. Era su olor, era amaderado
y especiado, todo en uno, y de algún modo empezaba a oler a...
Casa.
―¿Estás bien? ―Su voz ronca me arrulló el oído y sentí que sus dedos fríos me
acomodaban suavemente un mechón de cabello detrás de la oreja.
El colchón se hundió con su peso detrás de mí, pero no se agolpó en mi espacio.
―Estoy harta de que los demás decidan cómo tengo que vivir ―dije sin volverme
hacia él, haciendo lo posible por ocultar las lágrimas.
―Apuesto a que sí ―dijo, subiendo las piernas a la cama y acercándose a mí.
―¿Pero aún así me dices que no le presione? Quieres que yo también sea igual de
complaciente como él me quiere de mí.
―Te equivocas. ―Su voz se ensombreció.
Era el tipo de tono frío que rara vez oía de él, e instintivamente me volví para
prestarle atención.
―Me encanta descubrir nuevas partes de ti. Cada vez que te sientes lo
suficientemente cómoda para mostrarnos estos nuevos lados tuyos, estoy listo para
conocerlos. No me englobes con él, con cualquier idea que tengas en la cabeza de lo
que siento por ti, Mina. ―El dorso de su mano rozó suavemente un lado de mi cara
antes de pasar por debajo de mi barbilla y levantarme la cabeza.
―No soy tan cobarde. No tengo miedo de decirte lo que significas para mí. ―Sus
labios se clavaron en los míos, suaves, pero necesitados de una historia que no podría
escribir él mismo.
Hablaba de un chico con demasiadas cosas sobre sus hombros. Demasiado amor,
demasiada tristeza, demasiada esperanza. Y todas esas cosas que él sentía dentro de
sí, también las sentía en mí. Por eso nuestras almas se cantaban, y por eso yo no
sentía la brutal punzada de la soledad a su lado.
No como me sentía cuando estaba sola.
Su lengua empujó mis labios y los separé para dejarle entrar. Los besos de Felix
no eran exigentes como los de Sonny, no, los suyos eran una generosa recompensa
que yo podía robar sin reparar ni un segundo en lo que él pudiera perder por ello.
Y yo quería tomar tanto como él me dejara.
―Dime entonces. ―Pregunté, necesitando saber que yo era más que nada para
alguien, cualquiera―. Lo que sientes.
―Sonny, creo que te ve como algo que corromper, algo que moldear como él
desea, para su propio propósito. Y eso no es culpa suya, es el único tipo de amor que
conoce, es el único tipo de amor que le enseñaron. No te veo como una pizarra en
blanco. No eres un lienzo que no ha sido manchado por la idea del artista de lo que
es la belleza. No estás hecha para ser esculpida en una imagen de mi agrado, eres
exactamente lo que necesitas ser. Creo que cuanto más tiempo estoy a tu lado, más
me doy cuenta de que la imagen ha estado ahí todo el tiempo, tal vez un poco
desvaída, tal vez olvidada. Pero está ahí y creo que siempre ha estado. ―Me tembló
el labio inferior, pero contuve las ganas de llorar.
―Verte experimentar algo por primera vez, ver cómo tus ojos se abren de par en
par por el desconcierto, esa es la mejor oportunidad que he tenido de experimentar
algo sagrado. Es lo más parecido a la Iglesia que he conocido. ―Sentía que el corazón
me retumbaba cuando pronunciaba cada palabra y las ganas de llorar me
dominaban.
Tiré de él hacia abajo y se rió en mi boca mientras bajaba encima de mí.
―¿No te he hecho correrte lo suficiente esta mañana? ―Sus dedos recorrieron la
tela húmeda de la entrepierna de mis bragas.
Nunca tuve las palabras adecuadas cuando Felix pasó de la dulzura al descaro,
pero me dio más vueltas en la cabeza de las que creía que podría acostumbrarme.
Volví a apretarme contra él a propósito, sintiendo su erección endurecida sobre mí,
y él levantó una ceja.
―Quiero sentirte dentro de mí ―susurré, pero él negó con la cabeza.
―No necesito mi polla para que te corras.
―¿Me dejas tocarte? ―Le pregunté y sus ojos se abrieron de par en par como si
no esperara que le preguntara eso.
Lo había tenido en la cabeza desde que Reesa me había colado aquellos libros.
Algunos eran antiguos, portadas con hombres sin camisa y cosas consideradas
depravadas en toda intención y propósito por la iglesia y Dios.
Un libro en particular se abrió camino en mi mente, las descripciones de la
protagonista femenina manejando las partes íntimas de su pareja con tanta confianza
y facilidad. Los gemidos de placer que salían de su boca y cómo su tacto podía
desentrañar hasta al más estoico de los hombres.
Quería sentir ese tipo de poder.
Sentía algo de eso cuando obtenía placer de ellos, pero también quería el tipo de
poder que se obtiene al repartirlo.
Con valentía, pasé la mano por encima de sus pantalones y sentí cómo la gruesa
circunferencia de su miembro se endurecía aún más bajo mi contacto. Gruñó un
sonido grave en mi oído que me puso la carne de gallina y me animó a seguir. No
luché contra el impulso de apretarlo a través de la tela.
―¿Dime qué tengo que hacer? ―Volví a mirarle y vi que había echado la cabeza
hacia atrás y tenía los ojos cerrados.
―¿De verdad quieres? ―me preguntó y yo asentí.
―Quiero hacerte sentir tan bien como tú me haces sentir. ―Porque no podía
explicarle con palabras que no se trataba sólo de las cosas que me hacía, sino de cómo
me hacía sentir.
Que él me quisiera era lo único que me había pasado que no estuviera maldito de
alguna manera. Que no me sintiera tan vacía por dentro gracias a él y eso era
suficiente para que quisiera darle todo lo que tenía.
Incluso si todo lo que tenía para dar era yo.
―De rodillas entonces. ―Su voz adoptó un tono asertivo y se quitó la camisa
mientras yo me revolvía en el suelo.
Se paró frente a mí antes de bajarse los pantalones, su tamaño empujando contra
sus ajustados calzoncillos bóxer antes de bajárselos también. Se quitó los pantalones
de un salto, su erección golpeó las duras crestas de sus abdominales esculpidos y me
lamí los labios instintivamente mientras se me llenaba la boca de saliva.
―Empieza usando sólo la lengua. Usa una de tus manos para sostenerla en la
base. ―Agarré con fuerza su mando, y jadeó por mi tacto.
―¿Así? ―Pregunté, pasando la lengua por la cabeza como había leído en un libro.
―Oh, joder, sí. ―Me agarró la nuca y me tiró suavemente del cabello.
Envolví mi boca sobre la cabeza hinchada, arremolinando mi lengua sobre ella
salvajemente dentro de mi boca.
―Así, Mina. ―Me tiró del cabello y le miré.
Era guapísimo, irremediablemente de una forma que te dejaba herida cuando salía
de una habitación. No podía imaginar el tipo de daño que causaba cuando se iba de
tu vida. Sus ojos se encontraron con los míos y me dedicó una sonrisa torcida, con
un hoyuelo esculpido en la mejilla por la expresión.
―Lo estás haciendo muy bien. Muy bien. Ahora más profundo. ―Me instó a
seguir, y yo envolví mis labios sobre su grueso eje, haciendo círculos con mi lengua
lentamente mientras lo tomaba en la parte posterior de mi garganta.
Ahuecé las mejillas, haciendo todo lo posible por recibirlo por completo, pero era
demasiado grueso y demasiado largo. Me dio en la garganta y me eché hacia atrás
con una tos forzada.
―Relaja la garganta, respira por la nariz. ―Asentí con la cabeza antes de que me
sujetara el cabello de la nuca.
Hice todo lo posible por recordar todas las instrucciones, moviendo la lengua
vorazmente sobre su erección imposiblemente dura y relajando la garganta cada vez
que movía más la cabeza por su longitud. O era el final de la lección o se había
olvidado de que me estaba enseñando. Su pecho retumbó con un profundo
estruendo y gimió incoherentemente. Aceleró el ritmo y se me humedecieron los ojos
cada vez que estaba más cerca de tocar fondo en mi boca.
Apreté los muslos para aliviar la presión que se acumulaba en mi interior. Era yo
la que repartía todo el placer, hasta el punto de que, de algún modo, me lo estaba
regalando a mí misma.
―¿Estás mojada? ―me preguntó como si percibiera el fuego que crecía en mi
interior―. Enséñame.
Dejé que mi mano libre se introdujera en mis bragas y acaricié el líquido que me
goteaba. Me detuve en mi clítoris, frotándolo arriba y abajo de la misma forma que
Félix, que podía llevarme al clímax en un santiamén.
―He dicho que me enseñes. ―Me interrumpió, adoptando un tono severo que
nunca usaba conmigo.
Saqué los dedos y los levanté por encima de mi cabeza para mostrárselos. Siguió
guiando mi cabeza arriba y abajo, aumentando la velocidad aún más, de modo que
tuve que agarrarme a su cadera con la otra mano para sostenerme. Entre sus gemidos
y los sonidos descuidados de mi boca extrayendo placer de él, me estaba perdiendo
en el trance de todo aquello. Sentí su boca en mis dedos, chupando mi excitación
antes de soltarlos.
―Estoy cerca. Abre la boca, saca la lengua. ―Obedecí, siguiendo cada paso en
orden.
Me agarró más fuerte del cabello, tiró con más fuerza y me golpeó la garganta con
una rudeza que me arrancó más lágrimas. Hilos calientes y salados de líquido
pegajoso cayeron sobre mi lengua, mi mejilla y mi pecho.
―Traga. ―Lo hice, tragándome su esencia de golpe.
Volvió a ponerse los calzoncillos y se subió los pantalones antes de coger un vaso
de agua de la mesilla y dármelo. Salió de la habitación un instante y volvió con una
toalla en la mano. Estaba caliente y húmeda contra mi cara cuando me limpió el resto
de su liberación.
Las ganas de sentirlo eran insoportables ahora.
―Tócame, por favor. ―Exhalé y él me rodeó la cintura con el brazo y me atrajo
hacia sí.
―Ya te lo he dicho, ahora dime tú lo que significo para ti ―me pidió, ignorando
mi súplica.
―No lo sé ―balbuceé, sin saber cómo expresarlo con pensamientos y mucho
menos con palabras―. Todo lo que sé es que no quiero pasar un día sin ti.
Su cabeza se inclinó hacia un lado y una suave sonrisa se abrió paso a duras penas.
Sus labios se cerraron sobre los míos como si no le importara que el sabor de su
semen aún manchara mi lengua.
―S
uena a amor Mina. ―Me encantó cómo sus ojos se tornaron de un
azul más claro al oír la palabra amor.
―No sé lo que es el amor. Pero sé que te quiero a mi lado ―dijo
con tanta sinceridad que sólo pude apreciar la forma en que su falta de palabras a
veces lo decía todo, incluso cuando no era su intención.
La tumbé de nuevo en la cama, deslicé la mano por el vestido negro que llevaba y
le bajé la ropa interior hasta los tobillos. Jadeó, como hacía siempre que tocaba por
primera vez su coño perfecto, y luego gimió cuando deslicé los dedos por su clítoris.
―Ehem. ―Oí a Sonny aclararse la garganta y giré la cabeza para encontrarlo de
pie en mi puerta abierta. Una mirada molesta cubría su rostro, pero yo estaba
empezando a ver las grietas en su máscara por lo que eran.
Estaba perdiendo el control.
―Tenemos que irnos pronto. ―Sus ojos bajaron hasta donde mi mano amenazaba
con ser engullida por ella y su labio se crispó involuntariamente.
―Tengo que terminar algo aquí, está toda herida. Sería descortés no cuidar de
nuestra mascota. ―Le provoqué, usando el apodo que él mismo había creado para
ella.
Hacía tiempo que no se lo oía decir, y empezaba a entender por qué había abierto
una brecha tan grande entre ellos.
―Puedes ayudarme si tienes prisa. ―Le invité, sus ojos volvieron a brillar ante mi
sugerencia y sus mejillas se inundaron de rojo carmesí.
Era casi como ver a un robot fallar. Observar cómo su cerebro intentaba procesar
y analizar los dieciocho millones de formas en que esto podía salir mal o bien antes
de actuar según sus impulsos. Ya habían llegado tan lejos, así que fingir que no había
nada entre ellos era una estupidez por su parte.
Y ese era realmente el problema.
Ninguno de los dos sabía amar, ni lo que era el amor. Así que ambos lo
confundieron con el odio.
Respiraba entrecortadamente mientras yo seguía jugueteando con ella,
levantándole el vestido para dejarla totalmente expuesta ante él. Tenía los ojos
clavados en él, y su mirada era casi depredadora, clavada en ella mientras se contenía
con más moderación que nunca. Le introduje dos dedos hasta el fondo y sentí cómo
sus suaves paredes se cerraban en torno a mis dedos.
Se mordió el labio.
No pretendía ser seductora, pero con sus piernas abiertas y su coño goteando
sobre mis sábanas, no había otro remedio.
―¿Te vas a quedar ahí parado o vas a ayudar? ―pregunté de la forma más
antagonista posible, y él resopló una respuesta que sonó más como un gruñido que
otra cosa.
―Lo estás haciendo jodidamente mal ―dijo entrando en la habitación, con el ceño
más fruncido que nunca. ―Date la vuelta, Romina ―le ordenó, pero ella entrecerró
los ojos y utilizó los antebrazos para pedalear hacia atrás en la cama, más cerca de la
cabecera y lejos de él.
―¿Tienes miedo de que te guste más cuando me odies? ―dijo con sorna, cruzando
los brazos sobre el pecho.
―Quizá no me guste nada. ―Levantó las cejas en señal de desafío.
Sonny tenía razón.
Se estaba volviendo valiente.
La chica tímida que habíamos encontrado se estaba convirtiendo poco a poco en
un petardo, explotando en cada oportunidad que tenía para recordarnos que no era
algo que se pudiera despreciar tan fácilmente.
―Oh, lo dudo mucho, Romina. ―Entrecerró los ojos, ignorando su tono
combativo―. Ahora date la vuelta. ―Su voz se oscureció y ella se puso boca abajo,
abrazando la almohada contra su pecho.
―¡Ah! ―gritó cuando Sonny le hundió tres dedos sin previo aviso, haciendo un
movimiento hacia dentro y hacia abajo a la vez.
―¿Te gusta, Mina? ―le pregunté, pero ella enterró la cara en la almohada, como
si responder fuera de algún modo demasiado.
―Respóndele. ―Sonny sacó los dedos y se los pasó por el clítoris, obligándola a
mover las caderas involuntariamente.
―¡Sí! ―gritó, como si estuviera más que acostumbrada a las exigencias de Sonny.
Volvió a meterle los dedos, acentuando el movimiento descendente y usando la
palma de la mano contra su clítoris. Un chillido agudo salió de su garganta y ella
apretó los puños contra las sábanas, con la cara aún pegada a la almohada.
―¿Debería poner un cuarto dedo?
―Sí. ―Sonreí satisfecho.
―No ―dijo con un gemido ahogado sacudiendo la cabeza contra la almohada.
Lo hizo de todos modos.
―¡Para! ¡Por favor! ―gritó ella, agitando las caderas contra sus dedos mientras él
los hundía en su interior sin piedad.
No se detuvo. En lugar de eso fue más rápido, más fuerte que antes.
―Oye... ―Le agarré del brazo―. Te está diciendo que pares. ―Intenté apartarle,
pero me empujó.
―Tiene una palabra de seguridad. ―Me miró con el ceño fruncido―. Parar no es.
Me crucé de brazos y di un paso atrás, viéndola deshacerse en sus dedos mientras
su boca delataba su cuerpo.
Se inclinó hacia delante para susurrarle algo al oído y ella movió la cabeza de un
lado a otro. Aceleró el ritmo, cuatro dedos dentro de ella, el pulgar rodeando su
clítoris mientras la otra mano sujetaba su cadera contra él. La sacó de la cama y la
colocó a horcajadas sobre su muslo. La estrechó contra su erección, bañando sus
pantalones con su excitación.
―¡Ahh! ¡Ahh! Ahh! ―gritó.
Su cuerpo temblaba por las oleadas de placer que se abatían sobre ella.
Sonny sacó la mano de forma espectacular, apartándose mientras ella chorreaba
su clímax sobre mi cama.
―¿Qué? ―grité emocionado―. No sabía que podía hacer eso. No sabía que podía
hacer eso. ―Me eché a reír, mucho más impresionado de lo que probablemente
debería haber estado.
―No se trata de si ella puede hacerlo, sino de si tú puedes obligarla ―dijo Sonny,
limpiándose los dedos en la camisa y saliendo de la habitación.
Le miré de reojo antes de elevarme sobre Mina y cogerla en brazos.
―Eres tan guapa cuando te corres. ―La besé, mordisqueando suavemente su
labio inferior antes de soltarla.
―Quiero hacer algo más que esto ―dijo con un quejido, mordiéndose el labio por
el nerviosismo.
―¿No es suficiente? ―Intenté desviarme de nuevo, había estado soltando
indirectas y preguntando más a menudo.
No podía hacerle saber que lo estaba evitando porque no quería acercarme más.
Estaba obsesionado con esta chica.
Enterrar mi polla dentro de ella era lo único en lo que pensaba. Pero ella tenía esta
cosa con Sonny y al final del día, yo sería ciego si tratara de fingir que ella no tenía
algo más con Corvin también. ¿Dónde nos dejaba eso a todos nosotros? Sentía como
si hubiéramos llegado a un punto muerto tácito.
No nos la follamos.
No iba a ser yo quien rompiera el equilibrio. Sabía que mi corazón no podría
soportar las consecuencias.
―Por favor ―suplicó, sus manos recorriendo mi polla a través de mis pantalones.
―Prefiero sólo darte placer, piensa en mí como tu sirviente. ―Cogí una toalla para
ayudarla a limpiarse y le guiñé un ojo.
Me descubrió, frunció el ceño y me arrancó la toalla de las manos para limpiarse.
Se subió la ropa interior y se ajustó antes de salir por la puerta.
―¿Me dejan contigo? ―Entró en la habitación de Corvin como si estuviera más
que acostumbrada a cómo funcionaban las cosas por aquí.
―¿Quieres un helado? ―le preguntó, sus ojos se abrieron de par en par y sonrió
más que cuando Sonny le metió el dedo en la boca.
Ella asintió dramáticamente y él se levantó de la cama, cogiendo el frasco de
pastillas que había sobre la mesilla.
―Llama a tu amiguita estúpida ―le dijo y ella chilló antes de sacar el teléfono del
bolsillo para llamar a Reesa.
Me sentía mal porque mi hermano necesitara ahora algún tipo de jodida carabina
para cada momento de su vida. Pero, ¿qué coño pasaría si se desmayaba en medio
de no se sabe dónde y la única persona que podía ayudarle era Mina?
Odio decirlo, pero probablemente estarían jodidos.
Jodido.
―Hola preciosa. ―Aspiré su dulce aroma y ella me rodeó la cintura con los
brazos para saludarme como solía hacer cuando entraba por la puerta.
Llevaba una falda negra plisada que le llegaba hasta la cintura y una camisa de
malla ceñida con un sujetador negro fibroso debajo. Llevaba un collar de plata de ley
con una gran araña colgando de la cadena, con unas patas tan intrincadamente reales
que no pude evitar alargar la mano para cogerla.
Me pesaba en las manos.
―¿De dónde ha salido esto? ―Dije, alisando mis dedos sobre la araña ritualmente
mientras desencadenaba algo más profundo dentro de mí.
Un recuerdo que había enterrado hacía tiempo.
Ladeó la cabeza hacia Corvin, que se encogió de hombros.
―Le queda bien, mejor que acumular polvo en una caja. ―Tenía razón.
Le quedaba bien, le daba brillo a los ojos y doraba la piel. Llamaba a la luz que
llevaba dentro sin disolver la oscuridad que también había en ella. Tiré de la cadena
y la acerqué a mí.
―¿Por qué siento que últimamente has estado en todas partes menos conmigo?
¿Estás haciendo que te extrañe a propósito Mina? ―Respiré en voz baja en su oído y
ella no se molestó en ocultar la suave sonrisa que crecía en su rostro.
―¿Por qué iba a hacer yo eso? ―dijo con una cara de vergüenza que me dieron
ganas de comérmela allí mismo.
―Hmm. ―Me acerqué más a ella―. Porque eres tan retorcida como pareces, por
mucho que intentes ocultarlo. ―Pasé mis manos por su cuerpo, forzando un gemido
silencioso de ella―. ¿Tú también me has echado de menos? ―Susurré y ella se
mordió el labio en respuesta, luchando contra la sonrisa que podía ver que deseaba
tanto mostrarse ante mí.
―Tenemos que hablar. ―Sonny interrumpió detrás de mí como un disco rayando
en la distancia.
Su humor cambió radicalmente y su expresión se volvió sobria. Le miró con los
cuchillos, pero él hizo caso omiso de su actitud y continuó.
―Siéntate. ―Le indicó el sofá y ella se sentó junto a Corvin.
Él la rodeó con un brazo de una forma protectora que parecía demasiado natural
para ellos, y ella se apoyó en él. Confiaba en él más que en nosotros, a pesar de que
casi la mata la primera vez que se vieron. Nunca lo mencionó, nunca se lo reprochó.
Romina era así, había un pozo de comprensión, perdón y compasión dentro de ella
que no se agotaba. A pesar de lo mucho que el viejo saco de huesos había intentado
moldearla a su imagen.
De algún modo, Sonny se las había arreglado para cavar debajo del pozo y, en su
lugar, había encontrado una sequía. Era culpa suya que nunca se permitiera sentir
nada por nadie más que la pura codependencia que nos unía.
Ella sería su final.
Compré entradas para el espectáculo.
―Nuestras familias existen desde hace mucho tiempo. Somos el centro de nuestra
propia... religión. Si así quieres llamarla. ―Empezó a explicarle la historia del
Santuario Satánico tan claramente como pudo y ella asentía con la cabeza cada vez
que él se detenía para comprobar si la entendía.
Me senté a su lado, apoyé la palma de la mano en el interior de su muslo y me
relajé en el sofá. Sonny divagaba y yo lo ahogaba trazando círculos en su piel sensible
con la punta de los dedos. Su cabeza se inclinó ligeramente y apretó los labios en una
línea plana, haciéndome saber que estaba más concentrada en mis manos que en la
boca de Sonny.
Le rastrillé los dedos hacia el norte, sus muslos se apretaron instintivamente y su
respiración se entrecortó por el movimiento.
―Con el virus, perdimos mucho poder, mucho de nuestro control. Perdimos
demasiados miembros. ¿Entiendes? ―preguntó él y ella no contestó―. ¿Estás
escuchando, Romina? ―Levantó la voz y ella salió del trance en el que se encontraba.
―¿Hmm? Sí. Mucho poder. ―Ella repitió lo mejor que pudo y Corvin ahogó una
carcajada.
Sonny entrecerró los ojos, pero siguió explicando nuestra función, nuestra ética y
nuestros objetivos mientras yo llevaba suavemente los dedos a su centro. Al sentir el
calor que emanaba de su centro a través de la tela de su ropa interior, presioné su
clítoris, ya hinchado. Ella gimió y su mano se apretó contra el músculo de mi muslo.
Los ojos de Sonny se desviaron hacia mi mano, pero no detuvo su larga
disertación, pasando de la historia de cómo empezamos a cómo parecía que el fin de
nuestra sociedad era inevitable con la pérdida del heredero de Arlan Black, sin
decirle ni una sola vez la verdad de quién era en realidad. Metí los dedos dentro de
su ropa interior y Corvin carraspeó, con el brazo apretado alrededor de su hombro.
Era como un juego, Sonny deteniéndose a interrogarla cada pocas palabras para
asegurarse de que prestaba atención y yo haciendo todo lo posible por distraerla.
Mis dedos se deslizaban por sus pliegues resbaladizos, subiendo y bajando lo más
despacio posible para prolongar su placer.
―Y cuando Arlan diga que quiere algo, no nos corresponde a nosotros decirle que
no. ¿De acuerdo? ―le preguntó justo cuando ella dejaba caer la cabeza hacia atrás
para deleitarse con el placer que se hundía.
―S-sí ―jadeó y yo me reí entre dientes.
Enganché mi pie dentro del suyo y tiré de su pierna hacia la mía. Como si me
conociera demasiado bien, mi hermano ya había hecho lo mismo, entendiendo mi
juego y anclando su pie en el interior de su otra pierna, haciéndole imposible cerrar
los muslos. Los ojos de Sonny no pudieron evitar mirar hacia abajo mientras le
exponíamos su coño, y perdió momentáneamente el hilo de sus pensamientos.
Le metí dos dedos y perdió la compostura.
―Ohhh ―gimió ella, sin pudor.
Su mano derecha se posó en la pierna de Corvin y apretó en el momento en que
entré en ella, él carraspeó y se ajustó torpemente. Ella se corrió ruidosamente
mientras yo seguía metiendo y sacando los dedos de ella, sin intentar ser discreto,
mientras Sonny terminaba su resumen de lo que representaban nuestras familias.
Sus uñas se clavaron en mis piernas a través de la tela de mis pantalones y miré hacia
Corvin para encontrarlo sufriendo el extremo receptor de su placer.
―El liderazgo siempre se ha transmitido a través de los Black. Siempre ha sido
así. Durante generaciones sólo tuvieron un único heredero para que no hubiera
motivos para el juego sucio. Cuando Arlan Black falte, el liderazgo probablemente
pasará a mí. ―Añadió la parte más importante para llamar su atención.
―¿Por qué? ―preguntó jadeando.
Le acaricié el clítoris con el pulgar, sin dejar de meter y sacar dos dedos con un
ritmo embriagador.
―Porque la única hija de Arlan murió. Al igual que la nuestra ―frunció el ceño,
respirando con dificultad al bajar del clímax―. Tu presencia es requerida, no
opcional. ―Sus ojos bajaron una vez más antes de respirar hondo y girar sobre sus
talones para salir de la habitación y entrar en la ducha.
Para masturbarse, estaba seguro.
―Hermano, a menos que planees acompañarme, yo también me largaría de aquí
si fuera tú. Estoy a punto de cenar en este sofá ―dije sin mirarlo, enganchando mi
brazo alrededor de la cintura de Romina y robándosela.
La dejé caer de bruces en el sofá con un chillido.
Vi cómo sus ojos se desviaban hacia él con mi propuesta, pero él se limitó a
rascarse la cabeza torpemente antes de levantarse y salir de la habitación. Ya se le
pasaría el complejo, cuando se diera cuenta de que era el único que veía sus propios
defectos.
―¿Aquí? ―susurró y yo me reí.
―¿Aquí, allí, en cualquier sitio, en todas partes? ¿Acaso importa? Te tendré donde
quiera y como quiera. ¿No te lo acabo de demostrar, guapa? ―le pregunté con una
sonrisa.
―Creo que hiciste que Sonny se enojara aún más conmigo. ―Ella suspiró y yo
solté una carcajada aún más fuerte.
―Oh Mina, puedo decirte una cosa que sé con certeza. No está enfadado contigo.
―Me miró con el ceño fruncido―. Está enfadado consigo mismo, porque nadie le
enseñó nunca a amar, y ahora que le está golpeando justo en la cara, cree que es
culpa tuya por hacérselo sentir.
Asimiló mis palabras como si realmente las estuviera procesando y descifrando lo
que significaban para ella.
―No lo es. ―Aclaré y ella dejó escapar una pequeña fracción de sonrisa.
Me arrastré por su cuerpo, deteniéndome donde el dobladillo de su falda se
asentaba sobre sus muslos.
―Quiero hacer que te corras hasta que te mueras de gusto o hasta que mi lengua
deje de funcionar. ―Bajé mi cara a su coño, tirando de su ropa interior hacia abajo
para exponerla a mí por completo.
No paré hasta que sus gritos de placer resonaron a través de los altos techos de las
capillas, casi lo bastante fuertes como para oírse chocar con el cobre de la campana
de la torre. Sentirla retorcerse y temblar entre mis brazos se había convertido en una
parte adictiva de mi día sin la que no podía vivir.
Había algo tan bueno en que se deshiciera ante mis caricias y, aunque no había
sido mi intención, estaba decidida a repartir placer igual que lo recibía. Yo tampoco
estaba aquí para negarlo, porque cada vez que tomaba mi polla entre sus manos o
su boca, yo moría mejor que la última vez.
―Oh, joder. ―Respiré hondo y empujé dentro de su boca―. Es como si estuvieras
hecha para mí.
Le acaricié el cabello con los dedos y ella tarareó agradecida mis elogios,
hundiendo las mejillas y relajando la garganta mientras se metía casi toda mi polla
en la boca. Se apartó con una fuerte inhalación, con lágrimas cayéndole por los lados
de la cara de casi atragantarse con mi polla.
―Podría ver cómo te atragantas conmigo todo el día. ―La animé pero en vez de
eso se retiró completamente, soltándome de su boca.
―Quiero más ―dijo y yo la miré enarcando una ceja.
―Ven a sentarte en mi cara. ―Le hice señas desde sus rodillas hasta donde yo
estaba sentado en el sofá, pero ella me negó con la cabeza.
―No me refiero a eso. ―Exhalé pesadamente, no quería pasar por esto otra vez.
―No es tan sencillo. ―Tiré de ella hacia mí, pero me empujó hacia atrás con el
ceño fruncido.
―Entonces explícamelo, porque empieza a parecer que es muy sencillo, pero
esperas que sea demasiado estúpida para entenderlo.
―Eso no es verdad, así que ni se te ocurra decirlo. ―La fulminé con la mirada de
una forma de la que no me creía capaz, pero sentía cierta rabia ante la idea de que
pensara que era así como me sentía.
Ya había demostrado mis sentimientos.
―Entonces, ¿por qué no me quieres? ―preguntó ella, la desesperación en su voz
casi demasiado dolorosa para ignorarla.
Le cogí la cara con las manos y tiré de ella hacia mí.
―No hay nada que desee más que a ti, preciosa. Pero las cosas están complicadas
ahora mismo y el sexo... es sólo una cosa más que va a complicarlas aún más. Viene
con un montón de responsabilidades y obstáculos que no puedo saltar. Ahora mismo
no. ―Tarareé suavemente en su oído con la esperanza de que fuera suficiente, pero
ella me apartó, con el ceño aún profundamente grabado en la frente.
―Tú y Sonny son iguales, ambos disfrutan verme quebrarme de cualquier manera
que puedan. Al menos Sonny no encubre lo que piensa con palabras dulces y caricias
suaves. ―Se alejó furiosa y desapareció en el oscuro pasillo.
Oí el portazo de una puerta y pensé que era mejor darle tiempo para que se
calmara. Dormiría aquí esta noche y tal vez mañana estaría menos enfadada. Ahora
que sabía quién era, meterle la polla me parecía la mayor mentira de todas. ¿Cómo
podía follármela sabiendo quién era si ella misma no lo sabía?
Más aún, ¿cómo coño iba a explicarle que vivíamos en un mundo en el que la gente
como nosotros, la gente que veía las cosas como realmente eran, era la que más
miedo tenía de traer niños a él? ¿Cómo iba a decirle que no iba a dejar que el azar, o
unos condones caducados, dictaran cómo iba a ser el resto de nuestras vidas porque
ella quería sentir mi polla dentro de ella?
Y joder, yo también lo quería.
Pero tras la sentencia Roe contra Wade, todos los métodos anticonceptivos
quedaron prohibidos. Teníamos que viajar muy lejos para encontrar un médico que
estuviera dispuesto a arriesgar su licencia y las sanciones de su iglesia sólo para
suministrarnos algo que o bien había caducado, o no estaba aprobado por la FDA, y
procedía de otro país. Aunque proporcionaban cierta tranquilidad, nada reducía
realmente el inquietante riesgo que te nublaba la polla ante la idea de criar a tu hijo
en un mundo así.
Y así es como mi erección moría cada vez.
Volví a meterme en los pantalones con una exhalación dramática y crucé los
brazos detrás de la cabeza, buscando una postura más cómoda para dormir.
E
ntró en mi habitación empujando la puerta sin miramientos y dejando que
chocara contra la pared antes de que se cerrara sola. Tenía los ojos rojos e
hinchados como si hubiera estado llorando pero la expresión de su cara
decía que estaba llena de rabia. Sus fosas nasales se encendieron y su pecho subió y
bajó como si estuviera luchando por recuperar el aliento.
Se agachó y agarró el dobladillo del vestido antes de sacarselo por la cabeza y
tirarlo al suelo. Llevaba ropa interior negra a juego y la tela era transparente, no
dejaba nada a la imaginación. El sujetador le subía aún más las pequeñas tetas, y la
malla negra le apretaba la carne.
Le ordené a mi polla que se hiciera la muerta, pero por primera vez desde que
tengo memoria no me hizo caso. Hacía tiempo que los medicamentos habían
desaparecido de mi organismo.
Lo que también significaba que era peligroso.
Se paseó en mi dirección sin intentar ser sexy, pero lo consiguió. En mis oídos aún
resonaban los gemidos de mi hermano mientras se la follaba con los dedos en el sofá.
Era difícil negar lo mucho que deseaba a esta chica, pero sabía que no había un
futuro así para alguien como yo.
―¿Qué coño estás haciendo? ―Dije, apoyando la espalda contra el marco de mi
cama.
―Me has dicho que te gusto. ¿Verdad? ―preguntó ella, con un manierismo
nervioso que se desvanecía con el paso de los días.
―Lo hice. Somos amigos. ―recalqué, alzando una ceja hacia ella mientras seguía
avanzando lentamente hacia mí.
―Todos son terriblemente irritantes ―dijo en tono sarcástico.
―¿Cómo es eso, corderito?
―Tu hermano dice que le gusto demasiado, y es bastante obvio que a Sonny no le
gusto nada. ¿Ahora me dices que te puede gustar alguien como amigo? ¿De cuántas
maneras pueden evitar esto?
―¿Demasiado? ¿Nada de nada? ¿Qué les pides? ―Intenté unir sus pensamientos
inconexos.
―Nada que no puedan darme. Pero no lo harán. ―Exhaló por las fosas nasales
aún inflamadas, estaba cabreada―. Sólo quiero tener el control de lo que le pasa a
mi cuerpo. Quiero poder elegir.
Era una petición con la que podía simpatizar.
―¿Qué me estás pidiendo? ―Entrecerré los ojos, aunque con ella desnuda en mi
habitación era difícil fingir que no lo sabía ya.
―Sabes lo que quiero ―dijo sin rodeos.
―No soy yo, corderito. ―Le negué con la cabeza, aunque con su regalo envuelto
delante de mí era difícil creer que las palabras estuvieran saliendo de mi boca.
―Alguien tiene que serlo, ¿por qué no tú? ―Sus ojos brillaron mientras se paraba
sobre mi cama.
―Porque no quiero ser responsable de romperte el corazón, Romi. Tú me das tu
cuerpo y yo me quedo con todo lo que conlleva. Pero soy un bastardo egoísta. Sólo
me gustarás siempre; no puedo hacer más que eso. ¿Lo entiendes? ―pregunté, pero
ella negó con la cabeza.
―Significa que no puedo quererte porque no me quiero a mí mismo. ―Esperaba
que se apartara, pero mis palabras la iluminaron como un faro y pasó su pierna por
encima de la mía, acomodándose en mi regazo.
―No sé lo que es el amor Corvin. No te pido nada que no entienda. Bésame por
favor. ―Estaba a centímetros de mi cara.
―No quiero hacerte daño. ―Le recordé a ella y a mí mismo, ya que mi cuerpo ya
estaba tratando de convencer a mi mente de que estábamos a bordo.
―No lo harás ―dijo como si tuviera toda la puta confianza del mundo cuando se
trataba de mí.
Me incliné hacia delante, le agarré la cara con las dos manos y sellé mis labios
alrededor de los suyos. Llevaba semanas luchando contra cada parte de mí que
deseaba esto, intentando encontrar alguna razón por la que no pudiera confiar en
ella, por la que no pudiera dejarla entrar.
Estaba jodido de la mente y eventualmente ella lo vería, como el resto de ellos.
Después de tomar lo que quería, seguiría su camino, de vuelta a las camas de los
demás. Probablemente era lo mejor.
―Lo dices como si ya hubieras olvidado lo que te hice. ―Le rodeé suavemente la
garganta con ambas manos, no era una amenaza, sólo un recordatorio.
―No fue culpa tuya ―dijo, su voz recubierta de una capa de seducción que me
hizo preguntarme si quería que apretara.
―No confío en mí mismo ―le dije con sinceridad y ella se hincó sobre mi erección,
el calor que salía de su centro era suficiente para volverme loco―. Oh, joder.
Cedí, enredando los dedos en su cabello y atrayéndola hacia mí, dándome cuenta
de que hacía demasiado tiempo que no sentía unos labios tan suaves contra los míos
y saboreando el dulce aroma que desprendía. Volvió a apretarme y dejé escapar un
gruñido bajo y dolorido. Se apartó del beso con ojos sorprendidos y una mirada
insegura.
―¿He hecho algo mal? ―preguntó.
―No podrías aunque lo intentaras. Soy un puto idiota. ―La acerqué de nuevo a
mí, palmeando su pecho a través del sujetador y escuchando los suaves gemidos que
salían de lo más profundo de su pecho.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó ella, rompiendo de nuevo el beso y yo gemí de
frustración.
―Porque me he pasado todo este tiempo luchando contra esto, fingiendo que tú
no me lo habías hecho. No hay nadie como tú Romina. No dejes que ninguno de
estos imbéciles te cambie, ni siquiera yo. ¿De acuerdo? ―Ella asintió―. ¿Realmente
quieres hacer esto? ―Volví a preguntar.
―Por favor. ―Volvió a asentir, su mano encontró el bulto de mi polla a través de
la tela de mis bóxers.
Con un suave movimiento, la agarré por las caderas y tiré de ella hacia abajo, de
modo que quedé suspendido sobre ella, con la espalda apoyada en el colchón y las
piernas enganchadas alrededor de mis caderas. Le desgarré las bragas por el lateral,
arrancándole un chillido inesperado cuando le arranqué lo que quedaba de tela.
―¿Sabes en cuántos problemas me voy a meter por esto? ―le pregunté,
deslizando la cabeza de mi polla sobre su coño, arriba y abajo pero nunca dentro,
cubriéndola de su excitación.
Jadeó por la fricción contra sus partes más sensibles.
―No tienen por qué saberlo ―susurró, como si a estas alturas fuera a hacer
cualquier tipo de trato para salirse con la suya.
―¿Y cuánto tiempo crees que podríamos mantener este pequeño secreto? ―le
pregunté y ella dejó escapar una pequeña sonrisa burlona, como si ella misma ya
conociera lo suficiente a los hombres con los que vivía como para saber que aquí no
había secretos.
―Por favor ―volvió a gemir, bajó la mano y apretó suavemente mi polla.
Gemí ante sus caricias y se me escapó otro leve zumbido de la garganta mientras
ella jugueteaba con la cabeza de mi polla. Sus dedos danzaban alrededor de la punta
como si lo hubiera hecho antes, pero no supiera muy bien qué estaba haciendo.
―¿Quién te enseñó a hacer eso? ―le pregunté.
―Lo leí en un libro. ―Miró hacia abajo como si estuviera avergonzada―.
Entonces Felix, algo así. ―Ella arrugó la nariz de una manera linda como si estuviera
pensando en ello―. ¿Está bien?
―Joder, sí, corderito―. Eché la cabeza hacia atrás y disfruté de la sensación de su
mano acariciándome arriba y abajo, utilizando su propia excitación como lubricante.
―Para ―dije y sus manos se detuvieron bruscamente.
Me miró con el ceño fruncido y pude ver sus inseguridades flotando en su cabeza.
Llevaba bien sus emociones y, aunque a mí me servía, a ella no le hacía ningún favor.
Necesitaba que le enseñaran que el hecho de que sus enemigos no supieran lo que
pensaba era la herramienta más importante que podía tener.
Levanté su barbilla y apenas rocé nuestros labios antes de hundir mi lengua en el
interior de su boca. Sus gemidos brotaron de su pecho, subiendo hasta su garganta
cuando reclamé su beso para mí. Nuestras lenguas chocaron, acariciándose en una
armonía que envió un rayo directo a mi polla.
―Si sigues así, me correré antes de que empecemos. Quiero disfrutar de esto. Hace
tiempo que no hago esto. ―Me arrastré por su cuerpo y enterré mi cara en su coño.
Bajé la lengua, la metí en su coño y volví a subir para girar sobre su clítoris.
―Oh, Dios ―gimió.
―Joder, sabes tan dulce corderito. Podría comerte viva. ―Lamí cada gota del
néctar que goteaba por sus muslos.
―¡Corvin! ―Ella sacudió sus caderas en el aire.
La había estado escuchando casi todas las noches. Sus suaves gemidos de placer
provenían de la habitación de mi hermano. Luego, a la una de la madrugada, sin
falta, cada noche, oía el golpeteo de sus pies cuando se dirigía a la habitación de
Sonny. Una rutina que, de algún modo, habían conseguido que pareciera tan normal
aunque ella gritara sonidos salvajes que yo no podía discernir si eran de dolor o de
felicidad.
Pero aun así fue.
Todas las noches, al menos hasta hace poco.
Ahora estaba tranquilo.
Bueno, ahora no. Me reí para mis adentros.
Le metí dos dedos sin previo aviso, enganchándolos con los nudillos en su punto
G mientras mi lengua seguía dejándola sin sentido. Echó la cabeza hacia atrás y se
llevó las manos a la boca como si quisiera evitar gritar algo.
Su orgasmo fue rápido, pero lo bastante potente como para dejarla temblando
mientras sus caderas se movían en sincronía con el empuje de mis dedos.
―¿Ya has tenido bastante?― pregunté con tono serio, ladeando la cabeza mientras
me levantaba de nuevo sobre ella para examinarla.
Negó con la cabeza, con el pecho más agitado que antes, mientras sus ojos bajaban
hasta mi polla. Dejé que una sonrisa torcida se apoderara de mi rostro.
―Vas a tener que ser un poco más vocal que eso, Romi―. Alineé mi polla en su
entrada y ella se retorció bajo mi agarre.
―Corvin, necesito esto ―susurró tan suavemente que apenas era audible―. Por
favor.
―¿Estás lista? ―le pregunté, esperando su luz verde.
Levanté una de sus piernas sobre mi cadera y empujé dentro de sus paredes
aterciopeladas, empapadas por su excitación pero aún tan apretadas a pesar de que
acababa de correrse.
―Estás demasiado apretada. Joder ―siseé, casi volviéndome loco de lo que sentía
y aún no había llegado ni a la mitad.
Se retorcía contra mí, con el pecho subiendo y bajando y los ojos demasiado
brillantes de lujuria. Le froté suavemente el clítoris en círculos, untándolo con la
suciedad que tenía entre las piernas. Suspiró, relajándose de nuevo ante mis caricias.
La introduje otro centímetro más, empapando toda mi polla con su humedad antes
de volver a sacarla.
―Oh Dios ―gimió.
Mantuve el ritmo. Me enterraba unos centímetros cada vez y volvía a salir,
volviéndola loca de necesidad sin hacerle daño.
―Por favor ―suplicó, tirando de mí más cerca y rastrillando sus uñas contra mi
pecho.
―Te sientes tan jodidamente bien―, susurré empujando otro centímetro más
adentro.
Soltó un gemido gutural y esta vez seguí.
―¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!― Gritaba con cada centímetro que me hundía más dentro de ella.
―Lo estás haciendo muy bien, corderito. Estoy casi hasta el fondo―. Agarré su
barbilla con el índice y el pulgar y le planté un beso húmedo en la boca abierta,
tocando fondo dentro de ella.
―Oh, Dios―, sollozó.
Tiré de ella y esta vez penetré más profundamente, con la polla resbaladiza por su
excitación y su boca invocando a una deidad en la que yo sabía muy bien que ya no
creía.
―Si vuelves a gritar el nombre de Dios mientras estoy entre tus piernas, ni
siquiera él podrá salvarte, corderita―. Me retiré casi por completo antes de
embestirla con un golpe de castigo.
Parpadeó hacia mí, algo parecido a estrellas en sus ojos brillaron por mi amenaza.
Estaba tan jodidamente mojada que a mi alrededor se oía el sonido de nuestro
placer, al borde de lo odioso y cada colisión una canción diferente. Le sujeté las
muñecas por encima de la cabeza y entré y salí de ella, primero despacio, pero una
vez que demostró que no se sentía incómoda, perdí la necesidad de contenerme. Bajé
la boca hasta su sujetador, dejé al descubierto su pezón y lo chupé. Pasé la lengua
por la perla endurecida y ella gimió salvajemente en mi oído.
―Oh D...― Se detuvo.
―¿Te duele ese coño tan estrecho cuando mi gorda polla te lo estira así? ―Le
pregunté y ella se tapó los labios con los dientes, mordiéndose para contener sus
gemidos.
―Oh, joder Romina, mira qué bien me estás tomando. ―La elogié, mirando hacia
abajo para ver dónde conectaban nuestros cuerpos mientras me deslizaba dentro y
fuera de ella.
Empezó a gritar y esta vez sellé mis labios sobre los suyos, tragándome los sonidos
de su clímax para evitar que mis hermanos la oyeran.
Por ahora, eran todos míos.
Sus uñas se clavaron profundamente en mi brazo y sus paredes palpitaron
alrededor de mi polla, empujándome más profundamente dentro de ella mientras
sus músculos se contraían por el orgasmo. Rompí el beso y ella jadeó con fuerza
mientras yo seguía moviéndome lentamente dentro de ella.
―Agárrate ―le dije, volteándola sobre mí para que yo me tumbara en la cama y
ella se sentara a horcajadas sobre mi regazo, con la polla aún enterrada en su interior.
―¡Oh! ―Ella jadeó―. Es como si ahora fueras más grande. ―Me miró con los ojos
muy abiertos y yo me reí entre dientes.
―Del mismo tamaño, corderita. ―Le guiñé un ojo, agarrándola de las caderas
para hacer palanca y entrando y saliendo de ella con un nuevo ritmo, más rápido.
―Oh, Corvin ―gritó, llevándome las manos al pecho mientras buscaba algo a lo
que agarrarse.
El sonido de sus gemidos se hizo distante y el zumbido en mi oído se hizo más
fuerte. Mi respiración se aceleró y sacudí la cabeza de un lado a otro mientras hacía
todo lo posible por concentrarme ante lo inevitable que sabía que se avecinaba.
―No. No ―susurré para mis adentros esperando que no me oyera.
Pero me estaba resbalando, los avisos eran demasiado obvios para que los
ignorara.
―Hey. Vuelve. ―Su voz sonó un poco más fuerte.
Luego fueron sus labios los que me acariciaron, dulces como la madreselva,
mientras su lengua se enredaba en la mía, sacándome de mis casillas como si fuera
una nublada ensoñación que no podía recordar. Lo único que oía era el fuerte
bombeo de mi propia sangre recorriendo las cavidades de mi corazón. Golpe. Golpe.
Se canalizaba directamente hacia ella, como si estuviéramos conectados por algo más
que por estar empalada en mi polla.
―Joder ―susurré, abriendo los párpados para encontrarla a un palmo de mi cara,
todavía rechinando y rebotando sobre mi polla como si no le importara que me
hubiera quedado catatónico durante una fracción de segundo.
―Aquí estás. ―Sonrió, golpeando suavemente mi mejilla con la mano.
―Abre ese cajón. ―Le dije, dirigiendo mi barbilla hacia la mesita de noche.
Sacó un par de esposas plateadas con una larga cadena negra entre los dos
extremos. No lo cuestionó, como si pudiera leer mis pensamientos. La ayudé a
sujetarlas al cabecero, asegurando mi muñeca izquierda a él.
―Es más seguro así. Por si vuelve a ocurrir ―le dije.
―Pero volviste ―me dijo en voz baja, como si creyera de verdad que podía volver
a hacerlo.
No lo hice.
Me cerró la muñeca derecha, sonriendo satisfecha de sí misma.
Subí las caderas de un tirón y le arranqué un grito inesperado, distrayéndola de la
conversación y devolviéndola a lo que importaba.
―Móntame ―le ordené y ella rebotó torpemente arriba y abajo―. Baja un poco,
como si fueras a tumbarte encima de mí. ―La guié más abajo―. Agárrate a mí para
hacer palanca y mueve las caderas.
Siguió las instrucciones como una puta estrella, machacando y envainando mi
polla con su coño caliente y fundido a cada movimiento de su culo. Sus manos se
apretaban contra mis pectorales cada vez que se hundía y yo levantaba las caderas
para profundizar la sensación en su interior.
―Tócate ―le ordené y ella negó con la cabeza, apartando la mirada avergonzada
como si le hubiera pedido lo imposible―. Tócate hasta que te corras, corderita
―volví a decirle, imprimiendo a mi voz un tono severo, y ella bajó la mano.
Nuestros ojos se encontraron y le sostuve la mirada, sintiendo cada oleada de
placer que ella me transmitía mientras se ponía frenética.
Gemía cada vez que yo la empujaba hacia arriba, pero no disminuía la velocidad
de sus movimientos, volviéndome loco mientras se aferraba a mí con fuerza. Sus
paredes aterciopeladas estaban resbaladizas de deseo, ordeñándome mientras otro
orgasmo se desataba en su interior, casi hundiéndome con ella. Gritó «no» repetidas
veces cuando se corrió, pero ella estaba encima y yo esposado, así que no le di
demasiada importancia. Yo no le estaba quitando nada, ella me lo estaba dando
voluntariamente.
Antes de darme cuenta, estaba maldiciendo su nombre con gruñidos bajos
mientras mi liberación la llenaba. Jadeé con fuerza y, al abrir los ojos, la vi
mirándome con una sonrisa de oreja a oreja.
―Coge las llaves, ¿quieres? ―Incliné la cabeza hacia la mesita de noche.
―No sé, me gustas así. ―Se burló, levantándose lentamente antes de bajar de
nuevo sobre mi polla.
Gemí, saboreando la forma en que su coño se aferraba a mí tan perfectamente,
pero ahora me sentía frustrado y deseoso de alcanzarla y tocarla. Cerró los ojos y
echó la cabeza hacia atrás mientras me utilizaba para darse placer.
Era un puto espectáculo.
Hice una foto mental por si se trataba de un largo sueño sin sentido.
―Romi. ―Adelantó lentamente la cabeza, con una sonrisa casi siniestra dibujada
en el rostro.
Estaba borracha de lujuria y nunca le había sentado tan bien a nadie. Se estrechó
contra mí, estremeciéndose de placer por la fricción.
―Linerame ―le advertí.
Se inclinó hacia delante como si estuviera a punto de soltarme la mano derecha,
pero en lugar de eso volvió a estrellarse contra mi polla, gimiendo los dos al unísono.
―Desátame corderito ―gruñí y ella me dedicó una sonrisa tímida, haciendo
honor a su apodo.
―¿Y si me haces daño? ―Mordisqueó su sonrisa y metió la llave en el puño
derecho.
En cuanto solté la muñeca, estiré la mano hacia ella. Una necesidad feroz y
posesiva de agarrarla y retenerla se apoderó de mí y le sujeté la mano izquierda con
el brazalete ahora libre, uniéndola a mí. Me miró con esos ojos grandes y
desorbitados y le pasé la mano libre por el torso, rozando con los dedos la sensible
piel de sus pechos antes de pellizcarle los pezones.
―¿Quieres que te haga daño? ―Le pregunté, empujándome hacia arriba en una
posición sentada con mi polla todavía metida profundamente dentro de ella.
―A veces. ―Exhaló en voz baja.
―Dejaré que Santorini se encargue de eso. Nunca te haré daño Romina. No otra
vez. ―Parecía decepcionada, pero era la verdad. Acabaría con mi propia vida antes
de volver a hacerle daño.
Agarré la llave y me quité las esposas, la rodeé con los brazos y apreté los labios
contra los suyos con la siguiente embestida.
―Más ―gimió en mi boca.
Le di la vuelta con un movimiento rápido y la tumbé boca abajo. Giró la cabeza
hacia un lado para mirarme, justo a tiempo para que yo viera cómo ponía los ojos en
blanco mientras la llenaba desde aquella posición. Tenía las piernas muy cerradas,
así que apenas había espacio para mi polla.
―Oh, joder ―susurré, pensando en todas las cosas raras posibles para no
correrme otra vez.
Pies de hobbit. La Comarca. Sauron haciéndose pasar por elfo.
Todas las cosas por las que Santorini se atragantaría.
Casi se me escapa una carcajada al pensar en ello.
―Por favor ―gimoteó y metí la mano debajo de ella, deslizando los dedos entre
sus muslos para atormentar su clítoris.
―Necesito que te corras por mí una vez más, corderito. No voy a aguantar mucho
más.
Me concentré en su clítoris, hinchado y palpitante, pero prestándole toda la
atención que merecía mientras hundía mi polla en su interior con movimientos
lentos y deliberados. Apoyé la mano libre en su espalda, empujándola aún más hacia
el colchón cuando sentí que sus paredes se tensaban a mi alrededor como si se
aferrara al orgasmo como si fuera a matarla.
―Hazlo Romina.
Gritó confusas súplicas para que parara, pero sus gemidos de desesperación eran
más fuertes y convincentes. Temblaba, y los temblores seguían recorriendo su cuerpo
debajo de mí. Llevé ambas manos a sus caderas, levantándola ligeramente para
poder hacer más palanca. Parecía haberse corrido, pero seguía gimiendo cada vez
que mi polla se hundía un poco más.
Así que fui por ello.
Taladrándola con tanta fuerza que no tuvo más remedio que agarrarse a los bordes
del colchón para evitar ser zarandeada. Enterró la cara entre las sábanas y gritó una
especie de canción carnal. Mantuve el ritmo, implacable, hasta que volví a correrme,
esta vez sacándola y cubriéndole el culo con gruesas hileras de esperma caliente.
Me desplomé a su lado, respirando trabajosamente de forma sincronizada
mientras estaba pegajoso por el sudor. Después de recuperar el aliento, me levanté
y fui al baño, cogí una toallita y la empapé con agua caliente. Le limpié el semen
antes de volver a tumbarme.
La atraje hacia mi pecho y nos giré a los dos hacia un lado, de modo que
quedáramos uno frente al otro.
―¿Ya estás satisfecha? ¿O debo seguir follándote hasta dejarte sin cerebro?
―pregunté, presionando mi erección aún dura en el espacio donde se tocaban sus
muslos.
Miraba hacia abajo como si le ardieran las mejillas y no soportaba levantarme la
vista, a pesar de todas las guarradas que acababa de hacerle.
―Mírame. ―Puse mi dedo índice bajo su barbilla y la levanté para que su mirada
no pudiera apartarse de la mía―. No hay nadie como tú.
―No sé si eso es bueno ―susurró.
Volví a besarla, esta vez con suavidad y lleno de todo lo que sentía pero no sabía
cómo decir. No sabía si podía decirlas. Su mano estaba caliente contra mi pecho
mientras nuestras lenguas se apretaban con ternura. Me separé y dejé caer la frente
sobre la suya antes de decidirme a hablar de nuevo.
―Tú me sacaste ―le dije.
―¿Qué?
―Me estaba desmayando. Oí tu voz. Me sacó ―le dije y ella sonrió.
―Soñé esto ―dijo, y la miré con curiosidad―. No exactamente así, pero bastante
parecido. Algunas cosas eran diferentes. Creo que por eso supe que tenías que ser
tú. Ya lo había hecho una vez.
―Hmm. ―Pensé en lo que decía.
―¿No me crees? ―preguntó ella, con un tono dolido en la voz.
―¿Por qué demonios piensas eso? ―Pregunté y ella se encogió de hombros―.
¿Tienes sueños así a menudo?
―Nunca había recordado mis sueños... antes de ustedes tres ―dijo, como si
aquello fuera un hito en su vida―. Siempre es el mismo sueño.
―¿Qué pasa? ―pregunté.
―Son diferentes trozos, me estoy ahogando, algo me impide salir a tomar aire y
me hunde. ―Me miró con una mirada temerosa.
―Bueno, no te preocupes por eso, corderito. Te mantendré lejos de ese lago.
―Besé la parte superior de su cabeza, tranquilizándola―. Ahora deberías volver a
la habitación de Felix. A ninguno de los dos les gustará que te encuentren aquí. ―Le
acomodé un cabello detrás de la oreja y ella asintió.
Más que eso, necesitaba tiempo para asimilar el caótico cúmulo de pensamientos
que rebotan en mi cerebro. Literalmente, acababa de prometerle que nunca sería
capaz de amarla y de sentir por ella algo más que amistad.
Ya sabía que era un maldito mentiroso.
La amaba mucho más de lo que jamás sería capaz de amarme a mí mismo.
Quizá eso también estaba bien.
El trayecto hasta lo que quedaba de Grimm's Reach era intolerable, pero era la
única ciudad de la zona con un médico que aún tenía acceso a métodos
anticonceptivos. La mayoría de los profesionales de la medicina lucharon contra
todos los cambios en los derechos de las mujeres en lo que respecta a la autonomía
corporal, pero una vez que la iglesia tomó el control se enfrentaron a perder su
licencia, o cumplir con los cambios.
Sin embargo, Lolita Escura había sido el ejemplo, y nadie quería acabar como ella.
Los pocos que querían hacerlo mejor, asumían los riesgos.
En secreto.
Me había pasado el viaje explicándole lo que íbamos a hacer para que no se llevara
ninguna sorpresa. Aparte de responder a sus preguntas sobre por qué a la Iglesia le
importaba si las mujeres querían o no tener hijos, viajamos casi siempre en silencio.
La abrumadora presión de las cosas no dichas entre nosotros sólo creaba más y más
tensión a medida que el viaje se hacía más largo.
El GPS no tuvo problemas para encontrar la carretera en medio de la nada que
Dera había escrito. Sólo tenía que esperar que el resto de las indicaciones escritas
fueran correctas, de lo contrario estaría jodido si nos perdíamos hasta aquí.
Justo cuando empezaba a preguntarme si iba a tener que llamarla, apareció a lo
lejos una serie de alambradas de espino. La carretera de grava se convirtió en un
camino de tierra y empezaron a aparecer varias casas dentro de lo que parecía una
prisión. Me detuve en la entrada y la primera verja se abrió automáticamente. Los
recintos de los clubes de motoristas me picaron.
Cayó con fuerza detrás del coche, impidiéndonos avanzar y sin poder salir. La caja
acústica zumbó fuera de mi ventanilla y se oyó una voz.
―Expón tus asuntos ―me dijeron.
―Venimos a ver al Dr. Emory O'Connor ―respondí en la caja.
―Aquí no hay nadie con ese nombre, da la vuelta. ―La caja se cortó y la puerta
trasera empezó a enrollarse de nuevo.
―Me envía su hija ―dije y la puerta se congeló.
Volvió a bajar con fuerza antes de que sonara otro timbre de forma odiosa y la
verja que teníamos delante se deslizara automáticamente hacia un lado.
Me acerqué ansioso a la casa más grande del complejo y estacioné junto a la fila
de motos. Se suponía que no debía decir su nombre, a menos que las cosas se
pusieran feas, pero esperaba que a ella no le importara. No parecía que me fueran a
dar otra oportunidad, ni siquiera para alegar que podía entrar si no la nombraba.
Un tipo corpulento, con aspecto de rondar los cincuenta años, entró por la puerta
doble de la casa de estilo granjero. Sus pesadas botas crujían a cada paso mientras
bajaba por el porche.
―No sé por qué estás aquí pendejo, pero las reglas son diferentes por estos lares.
No puedes irrumpir en nuestro muy, muy delicado ecosistema y venir a jodernos la
vida con cualquier mierda de puto rico que tengas entre manos ―me dijo
mirándome de arriba abajo mientras jugueteaba con la pistola que llevaba en la mano
como si mi atuendo fuera una pista falsa.
―No estoy aquí para causar problemas. ―Levanté las manos en el aire como
muestra de buena fe y Romina me imitó nerviosa.
―Si no estabas aquí para causar problemas, entonces la primera palabra que salió
de tu boca no debería haber sido el nombre de Desidera. ―Frunció el ceño―. Mete
el culo dentro, y no vuelvas a mencionar a la hija del presidente a menos que quieras
perder la lengua.
―Calaveras ―una voz femenina llamó desde dentro―. Deja entrar a los niños.
Ella cortó su diversión y yo contuve una sonrisa. Me gustaba jugar con el peligro,
pero aquel tipo medía por lo menos 1,80 m y no había venido hasta aquí para que
me diera una paliza. La seguimos y nos condujo por unas escaleras hasta una réplica
a tamaño real de una habitación de hospital. Desde los relucientes suelos blancos
hasta el olor a lejía recién rociada que flotaba en el aire, podría haberla confundido
con una de verdad... si no hubiera entrado por las puertas dobles de estilo salón,
Se oyó el leve pitido de un monitor cardíaco y se corrió una cortina alrededor de
una de las camas, lo que me hizo saber que había otro paciente aquí con nosotros. La
doctora giró rápidamente sobre sus talones para mirarnos.
―Entonces, ¿qué necesitas, Hijo de Satán? ―Leyó mi ceja como si fuera una broma
entre nosotros dos.
―Anticonceptivos. ―Entrecerré los ojos y empujé a Romina hacia delante.
La médico pelirroja enarcó una ceja antes de hablar.
―Debe ser bonito. No es barato ―murmuró, metiendo la mano en un armario.
―Debe ser. No puedo imaginar cómo era la vida antes de que todo esto se fuera
a la mierda. ―Le recordé que vivíamos en la inmundicia de su generación.
Tiré el sobre, con un buen montón de dinero dentro, sobre la cama del hospital.
Me miraba con ojos juzgadores, como si lo que creía saber de mí por mi aspecto le
dejara mal sabor de boca. No importaba. No hería mis sentimientos. Nada de esto
era culpa mía, la gente sólo quería culpar a otra persona.
―Subanse a la cama para que pueda sacarlos de aquí ―dijo con un mordaz
sarcasmo.
―¿Lo harás? ―Romina habló por primera vez, su voz tan dulce como el pétalo de
una flor soplando en el viento.
―No niego a las mujeres la capacidad de elegir lo que hacen con su cuerpo.
Independientemente de si llaman o no a mi puerta con un imbécil que lleva ese
tatuaje en la cara y el nombre de mi hija en la boca.
―Supongo que no están en buenos términos.
―Dile a Desidera que su padre la está buscando. Todavía. ―Llenó una jeringuilla
y golpeó el recipiente con las uñas―. Esto escocerá un poco.
―¿Quiere saber dónde está? ―pregunté, pero la doctora negó con la cabeza.
―No. Déjame fuera de esto. Ya me ha roto bastante el corazón. ―Agarró el bíceps
de Romina y le clavó la aguja en el interior del brazo.
―¡Ah! ―Romina jadeó e instintivamente retrocedió un segundo, pero se relajó
para que el médico terminara.
―Esto es para adormecerte el brazo ―me explicó―. Ahora voy a insertar el
dispositivo bajo la piel. Puedes distraerla para que sea más fácil. ―Me miró de reojo
como si mi mera existencia le molestara.
―¿Qué problema tienes conmigo? Si no me quieres aquí, ¿por qué me ayudas?
―le pregunté, sin luchar contra el ceño fruncido que se estaba formando en mi
rostro.
―No me gustan los niñatos con derechos que tienen el dinero de papá y lo
malgastan como pueden en vez de dedicarlo a arreglar el mundo de mierda en el
que vivimos. Pero si puedo evitar que procrees, me lo tomaré como una victoria
―dijo, como si fuera mucho mejor que yo.
―No tengo el dinero de papá. Era de mi madre. Y es el mundo que tú creaste. ―Le
recordé y ella se burló.
―He tenido tanto que decir en esto como tú, Santorini. ―Escupió mi nombre,
sorprendiéndome que supiera exactamente quién era―. No voy a rechazar sus
cuidados sólo porque piense que eres una mierdecilla asquerosa.
Apretó un gatillo en la máquina que había estado sujetando y Romina soltó un
gruñido de sorpresa.
―No me conoces, joder ―refunfuñé y ella soltó una carcajada.
―Sé exactamente quién eres. Los niños como tú crecen para ser la misma clase de
hombres que destruyeron nuestro futuro. ―Envolvió el brazo de Romina con una
venda, cubriendo bien la gasa.
―No sabes una mierda. No me parezco en nada a ellos. ―Aparté la mirada,
enfadado ante la idea de que algún día pudiera acabar exactamente igual que el
hombre que me crió―. Tus manos tampoco están muy limpias. Un lugar como éste
requiere mucho dinero para mantenerse. Me pregunto cómo lo hacen todos ―dije
amenazadoramente, pero a ella no le importó mi mierda, ignorándome como si
nunca hubiera hablado.
―¿Alguna pregunta? ―preguntó a Romina, que negó con la cabeza, así que me
lancé a por ella.
―¿Cómo sigues consiguiendo esto de todos modos? ―No podía negar que tenía
una curiosidad tremenda.
―Tengo un colega en Canadá que me envía las caducadas que ya no pueden
administrar. Por eso sólo dos años, no puedo garantizar que funcione igual de bien
después del segundo año, después el riesgo corre de tu cuenta. Ven a buscarme de
nuevo entonces. ―Se lo decía a Romina, no a mí.
―¿Y si no estás aquí? ―pregunté.
―Bueno, si estoy muerta entonces supongo que tendrás que YouTube cómo
sacarlo. ―Se encogió de hombros como si no le importara―. Por eso ya no hago DIU.
―Se quitó los guantes y le dio una pastilla a Romina.
―Eso es sólo en caso de que se ponga doloroso, usted debe estar bien sin embargo.
Espere algunos moretones. Tus periodos pueden ser un poco irregulares, incluso
pueden desaparecer. ―Le dijo en tono profesional antes de volver a fulminarme con
la mirada―. Ahora coge tu juguete y vete de mi casa antes de que mi marido vuelva.
―No estoy aquí para cabrear a ningún Diablos―. Mi labio superior se curvó
involuntariamente―. Y estoy agradecido, a pesar de lo insufrible...
―Gracias. ―Romina le dijo, agarrando su mano con las dos suyas.
La doctora sonrió, suavizando su mirada mientras la dirigía a mi mascota.
El viaje de vuelta a casa fue el doble de largo, con más cosas entre nosotros que
nunca.
―¿Por qué te odiaba tanto ese médico? ―preguntó sin volver la cabeza para
mirarme.
Le di la misma cortesía.
―Probablemente por las mismas razones que tú, Mascota. ―Suspiré, sin ocultar
mi cansancio por el tema.
―No te odio ―murmuró, bajando la mirada como si no estuviera segura de
querer que yo oyera las palabras.
―Bueno, tal vez sea culpa tuya entonces. ―Le dije, esta vez clavando mi mirada
en ella hasta que casi destrozo el coche y se vio obligada a mirarme.
―¿Preferirías que lo hiciera? ―Preguntó frotándose la venda del brazo.
―Sería más fácil, ¿no? ―gruñí con los dientes apretados y ella lo meditó como si
se lo estuviera pensando.
Dejé caer mi mano sobre su muslo sin pensarlo, el suave tacto de su piel bajo mi
palma me recordó que todo estaba mal entre nosotros. Me arrepentí
inmediatamente. Querer tocarla, acercarme a ella en todo momento me consumía y
ahora no podía retractarme, de lo contrario ella sabría que había cometido un error.
Yo no cometía errores.
Joder.
Joder.
Joder.
Estábamos a mitad de camino cuando me suplicó que parara. Abrió la puerta a
toda prisa y vomitó el desayuno en el arcén. Saqué mi teléfono para buscar en Google
los efectos secundarios de la píldora del plan B y... mierda. Ahí estaban. A veces
podía ser tan imbécil.
―¿Estás bien, Mascota?
―No me siento bien.
―Ven y acuéstate atrás. ―Abrí la puerta y la ayudé a entrar.
Paré en una gasolinera cercana para darle una botella de agua. No volvió a vomitar
cuando regresamos a la capilla, pero su aspecto no disminuyó durante el resto del
trayecto.
―Lo siento ―le dije, ayudándola a salir y dejando el coche aparcado delante de la
capilla y preparándome para el contragolpe de sus dos perros guardianes que
esperaban dentro.
Al día siguiente, Arlan había decidido que yo ya lo había aplazado bastante y por
fin nos enfrentábamos a la reunión que había exigido. Estaba harto de mis excusas.
―Te dije que tu presencia era requerida. Arlan ha decidido que hoy es el día.
Quiere conocerte. ―Le dije a Romina.
―¿No entiendo por qué? ―preguntó desconfiada.
―Prácticamente nos ha criado, te puedes imaginar que tiene curiosidad por
conocer a la persona con la que pasamos todo el tiempo ―dije sin levantar la vista
del ordenador mientras terminaba de escribir un correo electrónico.
―¿Cuándo?
―Ahora. ¿Estás vestida? ―volví a preguntar sin levantar la vista.
Hacía días que lo sabía, pero me preocupaba que al decírselo surgieran más
preguntas que yo no pudiera responder. Se ponía nerviosa con la gente nueva y no
quería que la expectación la abrumara. Pensé que tal vez sería mejor así.
―No lo sé, ¿puedes mirarme y verlo por ti mismo? ―Me desafió y luché contra el
impulso de sonreír.
Quizá me había preocupado en vano. Ahora que se sentía cómoda entre nosotros,
¿quién sabía lo que podría soportar?
Se había vuelto valiente.
Y nos destrozaría a todos en el momento en que él le diera todo lo que se le debe
porque ella nos dejaría. ¿Por qué no lo haría? ¿Por qué se quedaría aquí cuando
podría tener dinero, la vida que quisiera, con quien quisiera?
¿De qué le serviríamos entonces?
Levanté la vista y tuve que apretar los dientes más fuerte que en toda mi vida para
no delatarme con una expresión pícara.
Al diablo con todo.
Era impresionante.
Era datura12, floreciendo en la más absoluta oscuridad mientras sus enredaderas
se enroscaban a nuestro alrededor, ahogándonos con su invasión.
Llevaba puesto el equipo protector de motociclismo que Corvin le había
comprado, lo que significaba que habían planeado montar en moto. Los pantalones
eran ajustados y se ceñían a sus caderas, realzando cada curva de su ya hermoso
cuerpo ahora que se estaba llenando de comer tres veces al día. Se subió la cremallera
de la chaqueta de cuero y me miró con una ceja levantada, como si esperara que le
dijera que no podía montar con él.
No le daría esa satisfacción.
Ella no sabría cuánto me quemaba querer mantenerla a salvo, sin asfixiarla y
tenerla prisionera como aquel maldito santón. Nada me había dolido tanto como
cuando me comparó con él. Volví a bajar la vista hacia mi portátil, prácticamente
sintiendo cómo su aura se desinflaba ante mi falta de respuesta.
―Oh bien, Sonny ya te ha dicho a dónde vamos. Ven a ser mi mochilita ―le hizo
señas Corvin y ella se puso en su camino.
―¿Mochila? ―preguntó ella y él dejó caer el brazo sobre ella mientras caminaban
hacia la puerta.
Era difícil luchar contra los celos que me subían al pecho. Me costaba luchar contra
los sentimientos que me producía saber que hacía apenas unas semanas ella le tenía
más miedo a él que a mí, y ahora todo había cambiado por completo.
Tal y como debería haber sido.
Ella no me conocía entonces y ahora me veía exactamente como era.
12 Datura es un género de plantas herbáceas perteneciente a la familia de las solanáceas. Cuenta con 12 especies y un híbrido aceptados.
Alguien que destruye.
Que mutila.
Que marte.
Cerré el portátil y cogí las llaves, silbando lo bastante alto para avisar a Felix de
que me iba.
―Pareces más tenso de lo habitual ―dijo, subiéndose al asiento del copiloto del
Audi.
Refunfuñé algo mientras subía el volumen de la música y salía del aparcamiento
del campus. Mi mente era un amasijo de pensamientos caóticos que giraban en torno
a la misma maldita cosa.
A ella.
No podía dejar que fuera él quien se lo dijera. Me parecía demasiado mal.
―¡Joder! ―Golpeé las manos contra el volante y llamé a Corvin.
―Aparca ―le dije y colgué.
―¿Qué estás haciendo? ―Felix me preguntó.
―Se lo va a decir. No puedo dejar que se entere de esta manera ―le dije, viendo
donde Corvin había parado y ambos esperaban a un lado de la carretera.
Estaba encaramada a su bicicleta, sonriéndole. Parecía tan despreocupada. Tan
natural en su rostro y no me sentí mejor por el hecho de que yo sería el que lo
arruinaría. Apenas apagué el coche antes de desabrocharme el cinturón y saltar de
él.
―No puedo dejar que sea él quien te lo diga. Ni siquiera le conoce, joder ―le dije
y me miró con el ceño fruncido.
―¿Quién? ¿Decirme qué?
―Arlan Black ―le dije, Felix salió también del coche y Corvin se rascó la nuca y
se apartó de la moto a patadas―. Te lo va a decir, y te mereces oírlo de alguien que
conoces.
―¿Decirme qué? ―volvió a preguntar, la V arrugándose aún más en medio de su
frente.
―Arlan. Es tu abuelo.
Parecía estupefacta. Como si le hubiera sacado todo el aire de los pulmones.
―¿Cómo es posible? ―Nos miró a los tres, esperando a ver quién contestaba
primero.
―Tu madre, se llamaba Korina Black. Desapareció hace diecinueve años. Era la
hija de Arlan Black. El mismo hombre que me crió.
Podía ver la destrucción que se estaba produciendo en su interior.
―Llévame a casa, Corvin. ―Su voz estaba tan desprovista de emoción que apenas
la reconocí.
Me miró, pero cuando observé la expresión inexpresiva de su rostro, supe que no
tenía derecho a pedirle nada, y mucho menos a exigírselo. Arlan tendría que esperar.
Le hice un gesto con la cabeza y ambos volvieron a subirse a la moto.
Pateé un montón de tierra antes de agacharme en el suelo y soltar un grito gutural.
E
l ahogamiento estaba ocurriendo dentro de mi propia mente. No sabría
decir cuánto tardé en volver a la capilla. De repente estaba allí, sentada de
nuevo en el sofá con tres hombres mirándome.
Me estaban esperando.
Esperando que dijera algo, que les dijera que estaba bien.
Pero no lo estaba.
No creí que volvería a estar bien.
Esto era lo más cerca que había estado de saber quién era, de dónde venía. Y al
final los únicos hombres en los que confiaba lo habían sabido todo el tiempo. ¿Era
yo una broma de mal gusto para todos los que me hacían pasar? ¿Habían planeado
esto con Frollo desde el principio?
―N-necesito aire. ―Me levanté y me rodearon―. Necesito estar sola... creo. ―Me
negué a encontrarme con ninguna de sus miradas.
El oxígeno se sentía espeso rodeándonos y no podía enfrentarme a ninguno de
ellos. Ahora mismo no. Sabía que mirarlos sólo haría que mi determinación se
resquebrajara y me desmoronaría. Sabía que no podría enfrentarme a ninguno de
ellos, y mucho menos a los tres.
Necesitaba sentir mi rabia y necesitaba pasar por ella sin que ninguno de ellos
intentara hacerme entrar en razón. No necesitaba una razón.
¿Qué ha hecho por mí antes?
Los dejé discutiendo sobre si debía o no salir sola y cogí mi chaqueta de cuero
antes de salir silenciosamente de la capilla. Sabía que no tardarían en darse cuenta
de mi ausencia, así que salí corriendo lo más rápido que pude, con la esperanza de
que tal vez Corvin luchara para que tuviera este tiempo para mí sola.
Me decía mentalmente que necesitaba estar sola, pero mis pies me llevaron en una
dirección espantosa. Arrastré pesadas bocanadas de aire, con las manos en las
rodillas, mientras me paraba frente a la gran catedral.
Miré hacia atrás antes de entrar, aún sin ver a ninguno de los chicos y por alguna
razón sintiéndolo como una cuchilla caliente contra mi pecho. Atravesé los grandes
pasillos dorados y subí por la gran escalera de caracol que conducía al ala este.
―P-padre Frollo ―dije en voz baja ante la puerta abierta de sus aposentos.
Me miró con odio, demasiado visible para fingir que no le escocía.
De repente ya no sabía por qué estaba aquí.
En mi cabeza, cada razón, cada pensamiento, había tenido sentido anteriormente,
pero ahora que estaba frente a él, por primera vez en meses, mirando fijamente al
hombre que tanto deseaba que fuera mi padre de alguna manera. Todo lo que podía
sentir era un profundo vacío donde las semillas del resentimiento amenazaban con
crecer.
¿Por qué me había traído aquí? ¿A este hombre egoísta que decía ser justo pero
que me dejó pudrirme en aquella torre? Había estado buscando respuestas, pero
ahora que estaba cerca de la fuente de todo mi dolor y odio, lo único que sentía eran
las cicatrices de mi pasado.
―Sucia, puta pagana. ¿Por qué estás aquí? ¿No es suficiente que te exhibas por
todo el campus como un vil súcubo?
―He venido porque hay cosas que necesito saber, padre Frollo. ―Hablé en voz
baja, sin molestarme en levantar la cabeza para mirarle a los ojos.
Hacía tiempo que me había quitado la confianza para hacerlo.
―Padre. ―Escupió con desagrado―. He malgastado años contigo, niña. ¿Y para
qué? ―Vertió la sangre de Cristo en un cáliz dorado y se lo bebió descuidadamente,
manchándose la barbilla con el líquido rojo que goteaba sobre su túnica sacerdotal.
―No lo entiendo. ―Sacudí la cabeza.
―Por supuesto que no. Eres demasiado estúpida para entender nada. No es culpa
mía, desde luego, hice todo lo que pude por ti. ―Miré hacia arriba para captar la
mueca de desprecio que se mostraba en su rostro, como si mi existencia le hubiera
resultado realmente tan intolerable.
―Hermana Sophia ―gritó hacia el pasillo y yo retrocedí lentamente alejándome
de él.
―¿Q-qué estás haciendo? ―le pregunté nerviosa.
―Lo que viniste a buscar querida niña. Voy a librarte de tus costumbres paganas.
Limpiar la impureza de tu sucia alma.
―No he venido por eso ―dije, retrocediendo justo cuando la hermana Sophia
aparecía detrás de mí.
―Hermana Sofía, la puta pagana acaba de confesar que teme haber sucumbido a
una posesión demoníaca. Debemos actuar y liberar a esta pobre desgraciada.
―¡No lo hice! ―grité justo cuando el padre Frollo se alzaba sobre mí,
agarrándome las muñecas con las manos y dominándome.
―No haga caso hermana, es el demonio el que habla. Prepara la bodega. No se lo
digas a nadie.
Le di una patada, gritando a pleno pulmón y maldiciendo su nombre con todas
las palabrotas que había aprendido de los hombres que habían estado viviendo
conmigo. Sonrió con satisfacción, señalando con la cabeza a la hermana Sophia como
si yo no hiciera más que confirmar sus acusaciones.
Giró sobre sus talones para obedecer, ignorando mis súplicas de ayuda.
―¿Qué vas a hacer? ―Grité.
―Salva tu alma mortal, niña tonta. ―Me agarró un mechón de pelo de la cabeza
y me lanzó de cabeza contra la pared.
Y entonces todo se oscureció.
Primero sentí la superficie fría y áspera contra mi espalda, antes incluso de abrir
los ojos. El dolor que me palpitaba en un lado de la cabeza era lo bastante fuerte
como para hacerme saber que no era agua lo que sentía goteando lentamente por el
cuero cabelludo. Gemí, deseando estirarme, antes de darme cuenta de que tenía los
pies y las manos atados. Tenía las piernas atadas y algo las mantenía sujetas a la roca.
Abrí los ojos, siseando por el dolor de cabeza. Las paredes estaban recubiertas de
velas, que no iluminaban mucho la enorme habitación, aunque probablemente
hubiera cientos de ellas. Tenía las manos atadas por encima de la cabeza y no podía
ver qué me mantenía sujeta. Estaba encima de una enorme piedra, cubierta de lo que
parecía un espeso musgo. De hecho, parecía que todo a mi alrededor era roca, incluso
las paredes de dondequiera que estuviéramos.
―Exorcizamus te, immundissime spiritus. ―Le oí cantar no muy lejos de mí―.
Satanicae potestatis. Vade, satana, creator et magister deceptionis.
Gemí, contoneándome contra la piedra y sintiendo el musgo viscoso debajo de mí.
―Sub magna Dei potentia opprimitur; contremiscite et flete. Ab insidiis diaboli, libera
nos, Domine. ―Pude oír la voz de una mujer mayor que se unía a sus cánticos,
agravando aún más el dolor de mi cabeza.
Era anciana, sus canas asomaban a través del hábito mientras me rodeaba,
rociándome con agua bendita a pesar de mis gritos para que me soltara. Era la
hermana Sofía.
―¿Por qué hacen esto? ―Supliqué, pero no pararon.
―Exorcizamus te, immundissime spiritus. ―Comenzó de nuevo sin descanso―.
Satanicae potestatis. Vade, satana, creator et magister deceptionis. ―Tiré de las
cuerdas sin éxito, sintiéndome más furioso cada segundo.
Enfadada conmigo misma por pensar que algo bueno podría haber salido de esto.
Enfadada porque este era el hombre que era mi padre. Independientemente de lo
que dijera al respecto. Ninguno de nosotros eligió a nuestros padres, pero mi padre
tampoco me eligió a mí.
Aún llevaba puesta mi ropa, lo que significaba que era muy probable que mi
cuchillo siguiera en su funda, bajo la falda. Sólo que no sabía cómo iba a llegar a ella.
―Sub magna Dei potentia opprimitur; contremiscite et flete. Ab insidiis diaboli,
libera nos, Domine. ―Se estaba convirtiendo en una estridente molestia cuanto más
me ardían las muñecas contra las cuerdas por mis contoneos en los intentos de
soltarme―. Exorcizamus te, immundissime spiritus.
―¡AHH! ―Grité, retorciéndome contra mis ataduras.
―¿Lo ves ahora, hermana? No debemos parar hasta que esté limpia ―le dijo y
ella asintió ciegamente, incapaz de ver que el único mal en la habitación eran ellos―.
Satanicae potestatis. Vade, satana, creator et magister deceptionis.
A la séptima u octava repetición empecé a cacarear, riéndome de la hipocresía de
sus propias palabras. El ceño se le frunció profundamente entre las cejas.
―¿Aplastado bajo el poderoso poder de DIOS? ―Me reí a carcajadas después de
traducirle sus oraciones en latín y me tiró el agua bendita directamente a la cara.
Me reí aún más fuerte.
―¿Qué Dios? ¿Qué Dios permite que ocurra algo así? ¿Qué Dios decidió que tú
vivieras y yo sufriera? ―La comprensión fue más para mí que para él.
Continuaron, ignorándome y repitiendo los versos más alto, como si quisieran
ahogar el sonido de mi colapso mental.
¿O era claridad mental?
―Sub magna Dei potentia opprimitur; contremiscite et flete. Ab insidiis diaboli, libera
nos, Domine. ―La hermana Sophia terminó por él, comenzando otra ronda sin tomar
aliento―. Exorcizamus te, immundissime spiritus.
―Te sacaré este demonio si tengo que hacerlo, niña. Luché demasiado para
mantenerte pura como para desperdiciarlo todo.
Volví a cacarear salvajemente, sabiendo que eso le provocaría.
Su palma golpeó mi cara, el sabor metálico de mi sangre se deslizó por mi lengua,
pero le enseñé los dientes después de lamérmela.
―Satanicae potestatis. Vade, satana, creator et magister deceptionis. Sub magna Dei
potentia opprimitur; contremiscite et flete. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine.
Exorcizamus te, immundissime spiritus.
―¿Por qué me mantuvieron encerrada? ―Se me quitó la curiosidad de preguntar,
la verdadera razón por la que había venido aquí para empezar, al menos obtendría
las respuestas que había venido a buscar si iba a sufrir por ellas a pesar de todo.
―Exorcizamus te, immundissime spiritus. Satanicae potestatis. Vade, satana, creator et
magister deceptionis. Sub magna Dei potentia opprimitur; contremiscite et flete. Ab insidiis
diaboli, libera nos, Domine. ―Volvió a reunirse con Sor Sofía.
―¡RESPÓNDEME! ―Grité, sacudiendo las ataduras y provocándome más
dolor―. ¡AHH! ―Grité desde lo alto de mis pulmones, pero ambos continuaron
como si yo fuera la trastornada aquí.
Con el tiempo, mis gritos se convirtieron en lágrimas, y luego mis sollozos en
llantos silenciosos.
―Cuatro horas más, hermana Sofía, todos los días hasta que el demonio
desaparezca. Nada más que agua hasta entonces ―le dijo antes de darme la espalda
y encaminarse hacia la salida de... donde quiera que estuviéramos.
―Padre Frollo ―grité, pero no respondió y acabó desapareciendo.
La hermana Sofía se acercó lentamente. Hundió los dedos en el cuenco de madera
y volvió a rociarme con agua bendita. Le gruñí, enfadada porque aquella mujer
seguía al arzobispo sin rechistar.
―Suéltame. ―Intenté razonar con ella.
―Demonio silencio.
―No hay ningún demonio.
―Te he visto, con todos esos hombres. Demonio. Puta de Babilonia. Súcubo.
―Frunció el ceño, rociándome con el agua bendita una vez más.
―Exorcizamus te, immundissime spiritus ―comenzó de nuevo.
Respiré hondo, intentando encontrar un lugar feliz al que ir mientras aceptaba el
hecho de que podría estar sufriendo durante mucho más tiempo del mentalmente
posible. Ella siguió, y siguió, y... siguió. Repitió la oración hasta que pensé que se le
iba a apagar la voz.
Pero la vieja bruja era resistente. Cerré los ojos, con recuerdos de las últimas
semanas en mi memoria que me recordaban que todo había sido culpa mía. Había
habido no sólo una, sino tres personas que se preocupaban por mí y yo las abandoné
para caminar directamente hacia la boca del fuego.
―Exorcizamus te, immundissime spiritus. Satanicae potestatis. Vade, satana, creator et
magister deceptionis. Sub magna Dei potentia opprimitur; contremiscite et flete. Ab insidiis
diaboli, libera nos, Domine. ¿Cómo has bajado hasta aquí? ―Gritó sorprendida y abrí
los ojos de golpe.
―A través de la fuerza bruta. ―Aún no podía verle en la oscuridad, estaba
demasiado lejos.
Pero el sonido suave y meloso de su voz era inconfundible.
―Sr. Escura, retírese inmediatamente. ―Su voz era chillona e impregnada de ira,
como si supiera que no tenía autoridad sobre él.
―¿Dónde está Frollo? ―le preguntó Felix.
―Han llamado al director.
―Apártese, hermana―dijo con tono de advertencia.
―Está interrumpiendo los asuntos oficiales de la iglesia, Sr. Escura, podría hacer
que le echaran del recinto por esto e incluso que le expulsaran. ―Se acercó, con el
rostro aún cubierto de sombras.
―Hermana, no voy a advertirte de nuevo, hazte a un lado. Tengo una política
estricta contra el daño a las mujeres, pero usted se interpone entre mí y lo único que
me importa en todo este mundo.
La hermana Sofía retrocedió temerosa. Cada vez que Felix se acercaba, ella se
alejaba más, hasta que finalmente puso suficiente distancia entre todos nosotros
como para escabullirse por donde había venido el padre Frollo, como la rata que era.
―Tenemos que irnos. ―Me miró con lástima en los ojos antes de cortar mis
ataduras.
Felix siempre me había mirado con admiración y asombro.
Ahora la magia se había roto, y él vio que yo era patética, cubierta de debilidad.
Alguien que podría ser fácilmente desgarrado por las zarpas furiosas de este mundo.
Siempre había estado cubierta de las cicatrices que Frollo me había tallado, pero
ahora por fin podía verlas. Bajó las cejas y me cogió en brazos llevándome escaleras
arriba y fuera de la catedral.
―¿Cómo me encontraste tan rápido? ―Carraspeé, apretándome la garganta. Los
gritos habían hecho mella en mi voz.
Sus cejas se fruncieron en el centro.
―Han pasado malditas horas, Romina. He mirado en todas las puertas de esta
maldita iglesia. ―Me hundí en su cuello.
Dejé de llorar en algún momento del camino de vuelta a través de la capilla. Mi
cuerpo se volvió frío y me castañetearon los dientes cuando la brisa nocturna
envolvió mis huesos con sus zarcillos. Felix me acercó más a él, pero aún no había
bajado la mirada para encontrar la mía.
No me bajó al suelo hasta que volvimos a la capilla, hasta que entramos y me sentó
en el cómodo sofá. Sonny estaba allí, paseándose febrilmente de un lado a otro,
deteniéndose sólo para mirarme con el ceño fruncido.
Parecía más enfadado de lo que recordaba haberle visto nunca.
―¿Dónde estaba? ―Se quejó, sin preguntarme ni molestarse en mirarme.
―Se fue con Frollo. ―Felix no se molestó en mentirle a Sonny, sabiendo que
tendría la verdad de un modo u otro.
―¿Entonces por qué ha vuelto aquí? ―Finalmente volvió su expresión de odio
hacia mí.
Me hice más pequeña, rodeando con los brazos las rodillas que me oprimían el
pecho mientras me acurrucaba en un rincón del sofá. Si Sonny estaba enfadado o
cansado de mí, lo más probable era que las amenazas de Frollo no tardaran en
cumplirse.
Lo único que se había interpuesto entre yo y las insensibles maneras de Frollo era
Sonny, pero ahora, mientras me miraba fijamente, lo único que mostraba su
expresión era una generosa cantidad de desprecio.
Todo dirigido a mí.
―Yo te cuidé. Te di refugio a pesar de que él quería tirarte como a la basura. Te di
lo que necesitabas, pero aun así acudiste a él. A pesar de que te pedí que no lo
hicieras. Si no puedes confiar en mí entonces vete, Romina.
Me tapé los oídos y enterré la cara entre los muslos para ocultarme de él.
―Eso no funciona conmigo ―dijo, pero no pude hacer fuerza en mi interior para
volver mi mirada al encuentro de la suya.
―Oye, relájate, no lo está haciendo muy bien. ―Felix lo intentó pero fue
interrumpido por la respuesta de Sonny.
―Ella confió en él por encima de nosotros.
Pero no era cierto.
¿Ah, sí?
―¡Eso no es lo que pasó! ―Grité, atrayendo de nuevo la atención de Sonny hacia
mí.
―¿No? ¿No me preguntaste específicamente si podías hablar con él? ¿No te dije
yo mismo que nada bueno saldría de que Claüde Frollo se acercara a ti? ―Su voz se
alzaba con cada palabra que pronunciaba―. Pero no confiaste en mí. Tenías que
verlo por ti misma. ―Prácticamente estaba gritando, aunque su comportamiento no
se lo permitía―. ¿No es eso lo que pasó, Romina?
―Sonny, me estás asustando. ―Me encogí.
Solté un sollozo sincero y me dejé derrumbar bajo el peso de la verdad. Tenía
razón, Frollo me dominaba y me impedía vivir y pensar por mí misma. Seguía
anhelando en secreto la crueldad que él me infligía porque era lo más parecido al
amor que había conocido. Incluso ahora, después de todo, seguía desesperada por
una palabra amable de él, por algo que hiciera que todo el dolor mereciera la pena.
―Necesitaba saberlo. ―Sollocé entre jadeos―. Necesitaba saber por qué era
desechable. Para qué había servido todo.
Sus dientes tintinearon con un chasquido.
―Fuera ―dijo, haciendo que se me helara la sangre.
Había roto lo que ya estaba roto.
―¿Qué? ―Dijo Félix.
―Sal, Romina. ―Me señaló la puerta y me tembló el labio inferior mientras hacía
lo posible por contener las lágrimas.
Un partido perdido.
El mismo silencio ensordecedor lo enmudeció todo igual que antes. Sentí que las
paredes se cerraban sobre mí y que mi universo empezaba a encogerse a mi
alrededor con la contundencia de las palabras de Sonny.
―No quiere decir eso Sonny. No lo dice en serio, Mina ―me tranquilizó Felix en
voz baja, pero Sonny curvó el labio superior ante el intento de su amigo de
tranquilizarme.
―No hables por mí. Tú también puedes irte si crees que merece un segundo más
de nuestra protección. Si te vuelvo a ver, te arrepentirás. ―Soltó el ultimátum como
una pesada ancla, la expresión en la cara de Felix fue lo suficientemente dolorosa
como para romper mi corazón en pedazos.
Yo no le pediría eso.
Empezaron a discutir y yo me quedé sola, sin molestarme en mirar atrás mientras
salía de la capilla. La lluvia comenzó a caer lentamente al principio y aceleré el paso
una vez que el agua bajó más rápido. No entendía cómo en cuestión de horas todo
había podido salir tan mal. Sólo necesitaba llegar a los dormitorios, encontrar a
Reesa.
Ella me ayudaría.
C
uando llegué a los dormitorios, la lluvia caía en una violenta cascada que
casi me magullaba con cada gota que caía sobre mi piel. La puerta estaba
cerrada y Reesa estaba sentada detrás de un escritorio, con la cabeza
recostada y los ojos cerrados. No sabía dónde estaba mi teléfono, era muy probable
que estuviera en la capilla o que se hubiera quedado olvidado en la catedral.
Ni siquiera sabía qué hora era.
Era tarde, eso es todo lo que sabía.
Golpeé el cristal de la puerta con el dorso del puño. Me costó varios intentos, pero
al final levantó la cabeza y sus ojos se abrieron de par en par al reconocerme. Reesa
corrió hacia mí, abrió la puerta y me metió dentro.
―¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes una pinta horrible? ―me preguntó, pero no le
contesté.
Me desplomé en sus brazos e hice lo único que sabía hacer ya estos días.
Dejo que mis lágrimas se apoderen de mí.
No era suficiente. Quería ahogarme en ellas. Necesitaba llenar mis pulmones con
su sal hasta que me ahogara, mis músculos cedieran y me hundiera silenciosamente
en la oscuridad.
Las ganas de dejar de existir me arrastraban a un pozo de desesperanza del que
sabía que no era lo bastante fuerte para salir. Así que me aferré a la única persona
que sabía que no me haría daño en todo el mundo.
―Eh, eh, eh. ―Me alisó el pelo y se aferró a mí, el sonido de mis lamentos la ahogó
hasta que apenas pude oírla―. ¿Qué pasó, Mina? ―Utilizó el apodo de Felix para
mí, y un sollozo salvaje salió de mi garganta.
―Vale, vale. ―Intentó calmarme, miró nerviosa a su alrededor antes de tirar de
mí hasta el interior―. Vamos a llevarte a mi habitación, ¿vale? ―dijo suavemente y
yo asentí, hipando entre llantos que salían de mi pecho sin control.
Pasó su tarjeta por el ascensor y me abrazó con fuerza mientras los números
bajaban lentamente y se abrían las puertas. Dentro, los números tardaron el doble en
subir antes de llegar al número cuatro. Me hizo salir y tiró de mí hasta que se quedó
en la puerta.
―Está desordenado ahí dentro, y tengo unas horas más abajo en mi puesto antes
de cambiar turnos con la otra AR, pero estarás bien aquí dentro. Tengo bebidas en la
nevera y aperitivos en el cajón junto a la cama. ―Me puse de pie torpemente
mientras ella me mostraba dónde estaba todo―. Aquí está el mando, no abras la
puerta a nadie a menos que sea yo. ¿Vale? ―Esperó mi respuesta, apenas debí de
mover la cabeza con mi asentimiento, pero parecía lo bastante satisfecha como para
aceptarla.
Era diminuta, una cama más pequeña que la que cualquiera de los chicos tenía en
sus habitaciones estaba elevada y debajo de ella había un escritorio. Había un sofá
en el lado opuesto y una pantalla colgada en la pared encima del escritorio. Le cogí
el mando a distancia, pero ella me miró con desconfianza.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó.
―No lo sé. ―Sacudí la cabeza, aún sin estar segura de si yo misma sabía lo que
había pasado―. Sonny me dijo que me fuera. ―Mis frases aún estaban entrecortadas
por el hipo que no podía combatir.
―Déjame ver si puedo conseguir a alguien que me cubra ahora mismo. No te
muevas ―me dijo, mirándome con compasión antes de darse la vuelta y salir de la
habitación.
Conocía bien el sonido de la llave girando la cerradura antes de que sus pasos se
desvanecieran. No me moví, sólo esperé.
Se me daba bien esperar.
―¡Oh Dios, Romina! ―Oí a Reesa, insegura de cómo me perdí el sonido de ella
desbloqueando la puerta antes de entrar―. Tienes los labios morados. Quítate esa
ropa mojada, voy a prepararte un baño. ―Me empujó hacia el baño y abrió la bañera.
―¿Quieres contarme lo que ha pasado? ―dijo Reesa suavemente desde la puerta,
y yo negué con la cabeza, sin saber qué había que decir.
―Quizá actuar como una persona normal por una noche te ayude a despejar la
mente ―dijo y fruncí el ceño―. No te ofendas. Esos tipos te tratan como si fueras de
cristal.
No respondí, nos quedamos calladas un rato y su nerviosismo se hizo notar. Se
mordió la piel alrededor de la uña y sólo paró cuando sonó el teléfono. Lo cogió y
movió el pulgar rápidamente antes de que se le iluminara la cara.
―Hay una fiesta en el segundo piso. ―Levantó las cejas como si estuviera
tramando algo.
Conocía el look. Corvin lo llevaba bien.
Cuando salí de la bañera, lo único que quería era quedarme tumbada en la cama
durante los próximos seis mil años, pero ella insistió en vestirme. Me puso un vestido
rojo brillante con tirantes finos que me ceñía el cuerpo de arriba abajo, aunque la
parte inferior terminaba justo debajo del trasero.
―¿Estás segura de que es una buena idea? ―le pregunté, mirándome en el espejo,
ligeramente horrorizada por lo rara que me veía con un color tan contrastado.
El negro era mucho más adecuado para mí.
―Te acaban de vestir como a Wednesday Adams en la Met Gala de allí, algo de
color viene bien.
―Realmente no creo que me guste ―le dije sinceramente con un tono agrio en mi
voz―. ¿Quizá podría quedarme aquí y tú irte? ―Apretó los labios en señal de
desaprobación.
―Mira, esos tipos ya se han meado encima de ti delante de todo el campus. Nadie
se va a meter contigo. Vamos a divertirnos, a ser normal por una noche antes de que
vuelvas a convertirte en calabaza a medianoche.
―No creo que la historia sea así.
―Espera. ―Rebuscó en su armario sacando el mismo vestido, pero en negro―.
Aquí lo tienes. Sin excusas.
―¿Adónde vamos? ―pregunté mientras ella me agarraba de la mano antes de que
pudiera terminar de ponerme las botas.
―"Sólo hay que bajar dos pisos. Suelen ser un puñado de ateos cachondos, a veces
se cuelan uno o dos católicos harnoy, pero al menos es entretenido"..
Dejé que me sacara de su habitación y me llevara al ascensor, dando golpecitos
nerviosos con los pies mientras subíamos a la segunda planta demasiado despacio
para mi gusto. Reconocí algunas de las caras de inmediato mientras caminábamos
por la sala oscura con luces de neón brillando por todas partes. La música sonaba
desde todos los ángulos, como si diferentes canciones sonaran en diferentes
habitaciones y yo no pudiera reconocer de dónde procedía.
―¿No es esta la «mascota' de Santorini»? ¿A la que se supone que todos debemos
quitarle las manos de encima o si no…? ―Oí una voz y me giré para ver al mismo
tipo al que Sonny había odiado lo suficiente como para enviarle un mensaje más de
una vez.
Lincoln Rugsley.
―Es mi amiga ―gritó Reesa por encima de la música y él clavó sus ojos en mí,
mirándome de arriba abajo como si no supiera qué pensar.
―Bueno, bueno, te sujetaré la correa esta noche si lo necesitas. ―Me guiñó un ojo
y se acercó.
Me quedé inmóvil, pero Reesa intervino.
―Vete a la mierda, Lincoln. ―Lo apartó de un empujón y volvió a agarrarme por
la muñeca, tirando de mí hacia una mesa con cuencos de líquido y vasos rojos de
plástico.
Vertió el contenido del cuenco en un vaso de plástico con un cucharón antes de
pasármelo.
―Ten cuidado. ―Levantó las cejas, esperando a que bebiera un sorbo.
Mis ojos se abrieron de golpe ante el dulce sabor.
―Sí, esa mierda es mortal. No bebas más de tres ―dijo y se echó atrás―. En
realidad, tal vez no bebas más de dos. Eres muy pequeña. ―Se rió y me llevó de la
mano a un grupo de gente que parecía estar bailando.
La bebida era dulce y cítrica y no pude evitar tragármela de un trago, dándome
cuenta de la sed que tenía de tanto llorar. La música estaba demasiado alta y habría
preferido quedarme en su habitación, donde reinaba el silencio, pero al menos ahora
no podía oír mis propios pensamientos. Eran tan autodespreciativos que lo único
que quería era asfixiar a la pequeña versión de mí que vivía en mi cerebro. Tal vez
ponerle una almohada gigante en la cara hasta que dejara de agitarse.
Tal vez entonces por fin sería libre.
―¿Estás bien? ―Reesa agitó la mano delante de mi cara, obligándome a
retroceder.
―S-sí ―respondí en voz baja, sin molestarme en gritar por encima de la música
como había hecho ella.
―¡Vamos a bailar! ―Me arrastró hacia una multitud de chicas que giraban y
movían las caderas al ritmo de la música.
Nunca me había sentido tan fuera de lugar y humillada. Me entraron ganas de
vomitar la bebida que me había bebido. Todos me miraban con ojos hostiles y oía a
Reesa decirme que me moviera a lo lejos, pero yo solo quería irme a casa, a mi casa,
con ellos.
Donde no sentí que me miraban embobados y nunca emitieron juicios ni falsas
ideas sobre quién era yo. Me quedé de pie en medio de unos cuantos cuerpos
mientras se apretaban contra mí y bailaban al ritmo machacón de la música. Después
de unas cuantas canciones que empezaron y terminaron sin interrupción, no pude
soportar más el dolor de mi pecho. Las lágrimas me punzaron los ojos y me abrí paso
entre la multitud de chicas.
―¿Mina? ―Reesa me llamó, pero le hice un gesto para que se fuera.
―Necesito aire ―grité tan alto como pude.
Me sequé las lágrimas que rodaban por mis mejillas y me alejé todo lo que pude
del ruido. Me detuve frente al ascensor, dándome cuenta de que no tenía adónde ir
sin Reesa. Ni siquiera sabía en qué planta estaba su habitación, y mucho menos su
número de habitación.
―Parece que necesitas un trago. ―Una voz masculina me lo dijo en la parte
sensible del cuello, como si intentara susurrármelo al oído por detrás.
―O-oh, estoy bien. Necesito un poco de aire. ―Miré hacia abajo, apartando sus
ojos.
La habitación era inestable y me sentía perezosa y pesada.
―Vaya ―dijo, sujetándome los antebrazos y manteniéndome erguida.
Parpadeé al verlo, ahora que lo veía a la luz era bastante guapo. Todavía tenía un
moratón en la cara de la última vez que Sonny le dijo que se alejara de mí. Tenía el
pelo rojo dorado y los ojos verde jade. Pero sonreía demasiado, e hizo que se me
erizara el vello de los brazos.
En ese momento no recordaba por qué debía mantenerse alejado de mí. Su voz era
amable y sus ojos tenían la misma dulzura que Felix me mostraba a mí.
―Quizá no necesites más. ―Se rió―. ¿Quieres que te ayude a salir? ―preguntó y
yo asentí, dándome cuenta de que no tenía ni idea de cómo salir de este edificio.
El estómago me daba vueltas mientras el ascensor descendía lentamente, y me
preguntaba cómo Reesa podía beberse tres de estos sin vomitar por todas partes. El
ascensor se abrió y él hizo un gesto con la mano.
―Después de ti ―dijo.
Atravesé la puerta, esperando quedarme sola, pero él me siguió, acelerando
lentamente el paso a cada paso, así que yo apuré el mío. Se me erizaron los pelos de
la nuca y me di la vuelta en el momento perfecto para chocar contra su pecho.
Retrocedí nerviosa.
―Ya estoy bien. Puedes volver. ―Le aseguré, pero él se burló, me agarró de la
muñeca y me atrajo hacia sí.
―Suéltame. ―Volví a tirar de él.
―No puedo, en conciencia, dejar que deambules por aquí sola, que te pierdas.
¿Qué me haría Santorini si se enterara de que no cuido bien de su mascota?
―preguntó, con una sonrisa siniestra formándose en su rostro.
―No me llames así. ―Le fruncí el ceño―. No estoy perdida.
―Oh, vamos pequeño fantasma. Chupas las pollas de esos satanistas día sí y día
también. Déjame enseñarte a qué sabe Dios. ―Me rodeó el cuello con la mano y me
levantó, obligándome a retroceder, con los dedos de los pies apenas rozando el suelo
hasta que mi espalda encontró la áspera superficie de un árbol.
Me aplastó con su peso y apretó su nariz contra mi mejilla. Mantuve la cabeza
girada hacia un lado, haciendo muecas de dolor mientras él me arrastraba la lengua
por la cara.
―¡Aléjate de mí! ―Me agité, pero me sujetó las manos a los costados―. Para ―le
supliqué.
Respiró agitadamente antes de deslizar mis dos muñecas en una mano.
―Si te quedas quieta, no te haré mucho daño. ―Arrastró el lateral de su mano
contra mi cara e hice una mueca ante su contacto―. ¿Entendido? ―preguntó,
agarrándome la barbilla y obligándome a mirarle.
Temblaba incontrolablemente de frío, de miedo, de rabia y de asco.
Pero de alguna manera asentí con la cabeza.
Dejó caer mis manos a los lados y rasgó la parte superior de mi vestido,
exponiendo mis pechos al frío viento. Volví a apartarle con un grito:
―¡No!
Corrí tan rápido como pude, poniendo distancia entre mí y los dormitorios, y con
suerte... él. Podía oír sus pasos golpeando contra el camino de tierra detrás de mí.
Me servía de combustible para seguir adelante, pero no podía ignorar los agudos
dolores de estómago que me producía correr.
Me agarró del hombro por detrás y me estampó contra el suelo. Un sonido agudo
y agudo resonó entre mis oídos y mi visión, ya nublada, se duplicó. Gritaba algo
sobre que yo era una zorra, pero lo oía demasiado bajo para poder entenderlo.
Me tiró al suelo y se me echó encima, su peso casi me asfixiaba a pesar de lo mucho
que intenté apartarlo. El dolor sordo repiqueteaba en mi cráneo como la campana de
cobre.
―Por favor... para ―volví a suplicar.
―No me culpes a mí, culpa a Santorini por hacerte desfilar por aquí como un
maldito postre, vestida con ropa de puta. ―Se burló antes de meterme las manos
entre los muslos, intentando separármelos a pesar de lo mucho que apreté las
rodillas.
Se encaramó sobre mí y recordé el cuchillo. Sólo necesitaba llegar a mi funda.
Envié mi pierna volando alto entre sus piernas y él se dobló de dolor, tosiendo y
escupiendo sangre entre gemidos de agonía. Metí la mano bajo el vestido y rodeé
con ella el mango de ópalo negro antes de salir corriendo de nuevo.
Pero un fuerte pinchazo en el cuero cabelludo me hizo retroceder y me estrellé
contra su pecho. Volvió a tirarme del cabello, esta vez haciéndome caer al suelo de
rodillas.
―Ahora voy a hacerte daño. ―Envió su pie a mi estómago.
Me rodeé el vientre con los brazos, aferrando aún con fuerza el cuchillo y luchando
por respirar. El ardiente dolor de estómago se intensificaba cada vez que intentaba
llenar los pulmones de aire. Me tiró del cabello y volvió a ponerme en pie. Apretó su
cara contra mí con fuerza, mordiéndome el labio y aplastándome la nariz con la suya
en un beso cargado de rabia que me dio ganas de vomitar. Intenté apartarlo con la
palma de la mano, pero no cedió.
Levanté mi espada en el aire y corté hacia abajo, saboreando la sangre que goteaba
de su cara antes de que se apartara del todo para chillar de horror.
―¡Mi puta cara! ¡Zorra! Mi puta cara ―rugió, no tuve tiempo de ver lo que había
hecho, me di la vuelta como una loca lo más rápido posible.
Pero era más rápido y estaba más enfadado que antes. Tiró con fuerza de mí y caí
al suelo, raspándome dolorosamente la piel contra el asfalto. Se agarraba la cara con
la mano, pero yo podía ver el tajo que le había hecho desde la mejilla hasta la
mandíbula. Los colgajos de piel se desgarraron salvajemente por mi inexperiencia
con el cuchillo y su sangre goteó sobre mí mientras gritaba de rabia.
―Lo siento ―dije. Fue todo lo que pude gritar.
Su puño pesaba contra mi cara, un dolor sordo y agonizante comparado con la
fuerza punzante de la mano abierta del padre Frollo contra mi piel. Su mano
izquierda me oprimió el hombro con firmeza para mantenerme en el sitio y no pude
evitar preguntarme si moriría así. Me atraganté con la sangre que me goteaba de la
nariz a la garganta y abrí los ojos para verlo furioso sobre mí, como si aún no hubiera
decidido qué hacer.
Me ardía la mano y entonces me di cuenta de que seguía aferrada al cuchillo que
me había dado Corvin. Mi palma rodeaba con fuerza el filo y aflojé el agarre para
poder agarrar de nuevo el mango. Sus ojos se desviaron hacia él, pero antes de que
pudiera reaccionar ya había levantado la muñeca, clavándole el cuchillo en el
hombro.
Lanzó un chillido detestable y me lo quité de encima de una patada con todas mis
fuerzas antes de correr lo más rápido que pude por el camino asfaltado que llevaba
de vuelta a la capilla. Mi corazón martilleaba dentro de mi pecho y las campanas de
mi cabeza repiqueteaban dolorosamente. Cuando dejé de sentir el taconeo de mis
pies, me volví para comprobar que no me seguía.
Ya no había nadie detrás de mí.
Me desplomé en el suelo, ignorando el dolor de mis rodillas destrozadas por los
pequeños guijarros que se clavaban en mi piel. Con un fuerte sollozo, la adrenalina
me abandonó en oleadas y me quedé allí sentada, intentando recomponer mi alma
durante lo que me pareció una eternidad. Mi teléfono había desaparecido, así que no
podía llamar a Reesa. Estaba a medio camino entre ninguna parte y la capilla y
parecía que a mi alrededor sólo había hecho enemigos.
Me levanté a trompicones y me palpé el punto sensible de la nuca. Sentí la
humedad del líquido pegajoso que se filtraba en mis dedos desde un pequeño corte
y me estremecí al tacto. Solté un suspiro, me rodeé con los brazos y caminé,
guardando la dignidad que me quedaba en un pequeño rincón de mi mente con la
versión recientemente muerta de mí misma que vivía allí.
C
orvin y yo nos habíamos separado y destrozado la catedral para
encontrarla, él se quedó atrás a la caza de Frollo, ese maldito chupapollas.
Perdí demasiado tiempo comprobando lugares irrelevantes como la
tumba o el bosque antes de darnos cuenta de adónde había ido.
Me costó mucho no asesinar a esa maldita monja esta noche, pero teniendo en
cuenta que acabábamos de dejar plantado a Arlan Black otra vez, tenía la sensación
de que le iba a costar encontrar una razón para darnos lo que quisiéramos. Un equipo
de defensa para cargos de asesinato probablemente no iba a volar bien con él.
Y ahora se había alejado mientras discutíamos.
Calmar a Sonny cuando estaba tan visiblemente herido e inseguro sería un
maldito milagro.
Ojalá hubiera podido culpar a los desmayos de mi hermano por la forma en que
le propiné los puñetazos. Casi una experiencia extracorpórea mientras observaba
con cada pedrada que lanzaba mis propios puños contra su cara sin que él se
defendiera. Sabía que se lo merecía y también buscó la penitencia. No la habría
echado, pero ella no lo sabía, y ahora estaba ahí fuera otra vez.
Molesta, asustada y traumatizada por toda la mierda que Frollo no paraba de
soltarle. Desistí de intentar llamar a Reesa después de la milésima vez y, sin noticias
de Corvin, no tenía ni idea de lo que estaba pasando.
Y entonces la sentí.
Como un tirón en mi corazón, tirando de mi alma, arrastrándome hacia la puerta.
Sonny levantó la cabeza de entre las manos y me siguió como si también lo
sintiera. Abrí las puertas de la capilla y allí estaba ella, empapada por la lluvia, toda
desdichada y rota. Estaba demasiado lejos para siquiera estirar la mano y llamar.
Parecía que llevaba allí un rato, congelada en su sitio.
―No sabía adónde más ir ―sollozó, sacudiendo la cabeza, con el maquillaje
chorreándole por la cara como tinta mezclada.
Tiré de ella en mis brazos y la levanté hacia la capilla, sintiendo su pecho vibrar a
través de sus gritos. Apenas la había puesto en el suelo, Sonny ya la había soltado de
mis brazos y la examinaba con el ceño fruncido.
Fue entonces cuando realmente me fijé en ella.
Magullada y maltrecha, con el vestido roto y la cara cortada y enrojecida. Su mano
goteaba sangre sin cesar sobre el suelo. Sonny le rodeó la mandíbula con los dedos
y le arrancó un grito ahogado cuando la acercó a él.
―¿Quién te hizo esto, Mascota? ―Se le hinchó la mandíbula. Podía oír el rechinar
de sus dientes.
Para un tipo que sólo vacilaba entre la apatía y la ira, era sorprendente cuántos
niveles de rabia podía llegar a sentir.
Murmuró incoherencias entre sollozos mientras temblaba entre sus manos como
si no hubiera olvidado que él era la razón por la que había estado allí de todos
modos.
―¿Quién te ha puesto las manos encima? ―volvió a preguntar, sacando su
teléfono.
―El tipo del pelo rojizo, el de clase. ―Ella se estremeció y él se quitó la chaqueta
y se la puso por encima.
Ella lo miró con ojos grandes y redondos antes de deslizar los brazos en el interior,
cerrándolo por la mitad para cubrirse. Rasgué la parte inferior de la camisa y se la
envolví alrededor de la palma de la mano como si fuera una venda y la até. Sonny
se acercó a la chimenea y encendió el fuego. Quería atraerla al calor de mi abrazo,
envolverla con mis brazos y hacerle olvidar las últimas horas. Quería decirle que
todo iba a salir bien y que cualquiera que le hiciera daño sangraría en venganza.
Ella nos hizo daño, pero nosotros también se lo hicimos a ella.
―Siéntate junto al fuego ―le dijo Sonny, pero ella no se movió.
Soltó un fuerte suspiro y la levantó, colocándose directamente frente a las llamas
y sentándola en su regazo.
―¿Todavía estás enfadado conmigo? ―preguntó, con lágrimas visibles cayendo
por su rostro.
―Sí ―le dijo, acomodándole un mechón de cabello detrás de la oreja y sin
molestarse en secarle la pena.
La peinó con los dedos con delicadeza y, aunque era el cabrón más enfermo que
había conocido, ella se derritió ante su contacto. Me agaché frente a ella, levanté su
barbilla y examiné su mejilla magullada y su labio sangrante. La sangre de la nariz
se había secado, pero la palma de la mano seguía sangrando. Su vestido estaba roto
por varios sitios y fruncí el ceño, cerrando la chaqueta por la mitad.
―¿Qué ha pasado?
―Estaba con Reesa. Necesitaba aire y él estaba allí. Al principio fue amable, pero
luego intentó tocarme... yo no quería. Dijo que quería que probara a Dios. ―Sacudió
la cabeza y empezó a llorar―. Lo siento. No quería que me tocara. Y siento haber ido
a Frollo. ―Se cubrió la cara con las manos y mis ojos se encontraron con los de Sonny.
―¿Intentó tocarte? ―Le pregunté.
Las manos de Sonny se posaron en sus hombros, firmes pero tranquilizadoras.
―No paraba, así que le di una patada y entonces se enfadó y me pegó. Tenía mi
cuchillo, así que lo usé contra él y huí. ―Sus ojos se abrieron de par en par―. Mi
cuchillo... no está. ―Sollozó con más fuerza.
―Está bien, Mascota. Hiciste lo que tenías que hacer. Podemos conseguirte otro
cuchillo ―le dijo Sonny.
Sonny marcó a Corvin repetidamente hasta que por fin obtuvo respuesta.
―No encuentro a Frollo, pero creo que he encontrado algo más ―gritó enfadado.
―Vuelve, ya está en casa. ―Sonny le informó y con la palabra «casa» sus hombros
se hundieron, como si se hubiera quitado un peso de encima.
―¿Ella está bien? ¿Estás bien Romi? ―preguntó, su tono cambió a uno lleno de
preocupación.
―¿Qué has encontrado? ―Levanté la voz para que pudiera oírme, ya que Sonny
no sentía inclinación por el suspense ni los misterios.
―Encontré su cuchillo, y algún imbécil en el que estaba alojado. Me ocuparé de
ello ―dijo.
―No. Tráelo aquí ―le dijo Sonny antes de apagar el teléfono.
No tardé en oír el claxon de la Ducati justo delante de la capilla. Sonny me miró
con complicidad y saqué a Romina de su regazo.
―¿Adónde vas? ―le preguntó mientras se alejaba.
―Tráela ― me dijo―. Tiene que verlo. ―Cogió la Glock que tenía en la isla de la
cocina y se la metió en los pantalones antes de dirigirse a la puerta.
Giró la cabeza para mirarme, con el miedo escrito claramente en mi cara.
―Vamos guapa. ―Tiré de ella hacia arriba, envolviendo mi brazo alrededor de
ella.
Sonny se quedó en la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho mientras
observaba cómo Corvin arrastraba al desgraciado por el pie desde una cuerda atada
a la parte trasera de su moto. Había ido tan despacio que, como mucho, el chaval
tendría alguna erupción en la carretera, pero no iba a matarlo.
No, lo haría yo mismo.
Corvin cortó la cuerda y entré por la puerta sólo para que el brazo de Sonny me
bloqueara el paso.
―Quédate con ella ―dijo.
Mis fosas nasales se encendieron, descontento con su decisión, pero tenía razón,
no necesitaba que la dejaran sola. Volví a entrar en la capilla y la estreché entre mis
brazos, hundiendo la nariz en su cuello e inhalando profundamente.
―No hueles como tú ―le dije.
Giró el cuello hacia arriba para mirarme y le tembló el labio cuando la miré.
Exhalé, sintiendo el peso de demasiadas cargas que no podía solucionar por mí
mismo. El sonido de carne golpeando sobre carne interrumpió nuestra mirada y
cambiamos nuestra atención hacia Corvin y Sonny, golpeando sin piedad al pedazo
de mierda que había puesto sus manos sobre nuestra chica.
Gritó con fuerza, pero no importó. Estábamos demasiado lejos de la Gran Catedral
para que nadie se diera cuenta de nada de lo que pasaba por aquí.
―Ahora discúlpate. ―Corvin empujó al gilipollas hacia delante y Sonny le dio
una fuerte patada en el culo haciéndole caer de bruces delante de Romina.
―Me cortó la puta cara ―gritó, aún goteaba sangre constante, un colgajo de piel
se desprendió.
Nudoso como el infierno. Eso iba a dejar cicatrices.
―Y tienes suerte porque le enseñé a cortar mucho más que eso. ―Tiró de Rugsley
por detrás de la camisa.
Tiró de la hoja que aún tenía clavada en el hombro y el tipo gritó algo feroz, con
los ojos en blanco durante unos segundos antes de agitarse en la mano de Corvin.
―¡Joder! ¡Joder! Son todos unos putos psicópatas ―gritó agarrándose el hombro
sangrante.
―Vuelve a acercarte a nuestra chica y será lo último que hagas ―le dijo Sonny
antes de sacar la pistola de sus pantalones y apuntarle a la cabeza―. Ve a la
enfermería. Cuéntales lo descuidado que estabas siendo, cuéntales cómo te caíste
sobre tu cuchillo.
Salió corriendo maldiciendo y cojeando a cada paso. Con suerte llegaría a la
enfermería antes de desmayarse por la pérdida de sangre o el dolor. No es que
realmente me importara.
―Quería cortarle las manos, pero Santorini no me dejó ―le dijo Corvin mientras
la levantaba de mis brazos y la metía en los suyos.
―Eso habría sido un desastre. ―Dejó escapar una sonrisa de Satán y casi se me
rompe el corazón.
No la merecíamos.
―¿Ibas a dejarme con estos gilipollas, corderito? ―le preguntó, cogiéndole la cara
entre las manos.
Sus labios volvieron a temblar y él no dudó en rodearlos con los suyos. Le pasó la
mano por el pelo y ella le rodeó el cuello con los brazos, pero él interrumpió el beso.
―Prométeme que no lo harás ―exigió.
―Lo prometo. ―Ella asintió con la cabeza, los ojos brillando en la noche.
M
ientras Félix sujetaba el delicado tejido de mi cordura, curándome
lentamente y convirtiéndome en algo completo. Corvin podía
hacerme sentir invencible. Aunque no podía dejar de temblar en sus
brazos, era algo más que miedo recorriendo mi cuerpo. Era una sensación de
victoria, una que él había creado en mí. Había algo en verlo a él y a Sonny romper
los huesos de alguien con sus propias manos que descubría algo oculto dentro de
mí.
La piel de sus nudillos estaba herida.
Para mí.
Rodeé su cuello con más fuerza, con la adrenalina aún bombeando violentamente
dentro de mi corazón. Me acarició las nalgas, me levantó y yo le rodeé la cintura con
las piernas, respirando su reconfortante aroma mientras nos acompañaba de vuelta
a casa.
―Mentí, Romina ―dijo, quitándose los zapatos y besándome.
―¿Sobre qué? ―Exhalé, rompiendo nuestro beso.
―Sobre no poder amarte. Sería imposible que alguien no te quisiera ―dijo antes
de volver a presionar sus labios contra los míos y guiarnos al cuarto de baño.
Sus manos me apretaban y subían y bajaban por mi cuerpo; mis piernas seguían
rodeando su cintura para sostenerme. La dureza de su erección me oprimía el centro
y, cuando su mano encontró mi pecho, gemí en su boca.
―¿Te ha tocado? ―preguntó, con la mandíbula endurecida de tanto apretar los
molares.
―No. ―Sacudí la cabeza.
―Lo has hecho muy bien, corderito. ―Me aseguró―. Pero aún así lo mataré si
quieres. ―Sus fosas nasales se ensancharon y apretó la frente contra la mía.
Lo habría hecho.
Lo sabía.
Sólo tenía que decir las palabras.
¿Lo haría?
¿Tenía yo la capacidad de quitarle la vida a alguien? ¿Aunque sólo fuera con mis
palabras?
¿Y si me condenara?
¿Y si me curara?
―Lo que quiero eres tú ―le dije, repitiéndome su confesión en silencio.
Me dijo que me quería.
Ni siquiera estaba segura de saber lo que significaba, pero cuando le miré, supe
que yo también lo sentía, igual que con Félix.
―Me tienes a mí ―dijo, y miré detrás de él para ver a Felix en la puerta, Sonny
detrás de él, mirando desde el pasillo.
Corvin se rió como si pudiera leerme la mente.
―Tú también los tienes, corderito. Sólo di las palabras.
Me puso en pie y me acompañó hasta la ducha, paso a paso, casi como un
depredador a la caza de su próxima presa. Retrocedí lentamente, mordiéndome el
labio por la expectación e ignorando el frío que me producía la ropa aún húmeda.
Corvin giró la manivela de la ducha y pronto el chorro de agua caliente cayó sobre
los dos. Me tiró de los tirantes del vestido y me los pasó por los hombros para que
pudiera quitármelo. Aparté el montón de tela mojada con el pie mientras él se
quitaba la camisa salpicada de sangre. De su pecho salía un zumbido bajo que le
subía por la garganta, pero que nunca salía de su boca.
―No quiero hacerte daño ―dijo y yo negué con la cabeza.
―No puedes hacerme daño. ―Busqué su cinturón con mi mano ilesa y se lo quité
antes de desabrocharle los pantalones con su ayuda.
Apenas pude esperar a que se quitara el bulto húmedo y enredado de los tobillos
para arrodillarme y pasarle la lengua por la palpitante longitud de su pene.
―Joder. ―Respiró hondo y apoyó el antebrazo en la pared de la ducha.
Sus ojos marrones se clavaron en los míos e inspiré profundamente antes de
ahuecar las mejillas y llevármelo a la boca. Gimió, me apretó el cabello con las manos
y entró y salió a su ritmo. Era lento, pero profundo, y con cada embestida casi me
atraganto al sentirlo tan dentro de mi garganta.
Pero sus gemidos de placer ardían en lo más profundo de mi ser, instándome a
continuar, porque con cada estremecimiento que arrancaba de su cuerpo recuperaba
una parte de mí misma que había desechado a lo largo de los años. Si yo fuera la
nieta de Arlan Black...
Significaba que yo era uno de ellos.
Nunca había sido la representación de santidad que Frollo exigía de mí.
Era una mentira imposible.
―Lávala y sécala ―dijo Sonny enfadado desde el pasillo antes de desaparecer,
haciendo que Corvin soltara una risita.
―Creo que está celoso de no haber estado donde yo ―me dijo, levantándome de
las rodillas y metiendo los dedos entre mis muslos―. Mira qué mojada estás para
mí, corderita ―susurró, metiéndome dos dedos hasta el fondo.
Justo cuando iba a bajar la cabeza y apreciar la sensación de sus dedos dentro de
mí, un fuerte apretón me levantó la barbilla. Los ojos de Felix encontraron los míos.
Ya estaba desnuda y el agua se deslizaba por su piel morena y dorada. Sus
semejanzas eran inconfundibles cuando estaban uno al lado del otro.
Había algo tan malo en tener a Corvin dándome placer mientras Felix no hacía
más que mirar, manteniendo cautivos mis ojos y mi atención.
Enjabonó el estropajo y, sin soltarme la barbilla, empezó a frotarme el cuerpo con
la esponja, con mucho cuidado y suavidad en las zonas que ya estaban magulladas
o raspadas. Los dedos de Corvin no dejaban de moverse dentro y fuera de mí a un
ritmo lento y deliberado, mientras su pulgar hacía círculos sobre mi clítoris.
―Oh ―gemí entre dientes, agarrándome a sus brazos con cada mano mientras
me preparaba para el orgasmo que se avecinaba.
Felix aprovechó su agarre para meterme la lengua en la boca y acallar los sonidos
de mi placer, que se redujeron a un gemido ahogado entre sus labios y el estruendo
del agua. Cuando dejé de temblar, ambos se retiraron, cerraron el grifo y se
apartaron de mí.
―Quiero oírtelo decir otra vez ―dijo Felix, su pecho subiendo y bajando con su
respiración.
Ya sabía exactamente lo que quería, había querido las palabras que le había dado
a su hermano, pero también las quería para él.
―No me iré. ―Le miré primero a él y luego a Corvin―. Te lo prometo.
―Di que perteneces a nosotros ―dijo.
―Les pertenezco. ―Lo dije e inmediatamente sentí el peso de mis palabras contra
el universo.
Se me puso la piel de gallina.
―¿Sentiste eso? ―Corvin dijo con una sonrisa y yo asentí―. Si te entregas a
nosotros, también te entregas al Diablo. Es él llamando a la puerta, rogándote que le
dejes entrar. ―Mi corazón latía con fuerza ante la idea de lo que estaba sugiriendo.
No estaba segura de si era metafórico, pero reconocí ese destello de oscuridad que
inundó sus ojos durante un breve segundo.
―No quiero el Cielo si es sin ti.
―Esa es mi chica ―dijo Corvin con voz ronca.
Felix seguía de pie, con el dolor escrito en la cara. Había demasiado espacio entre
nosotros y me estaba volviendo loca.
―El orgullo de mi hermano está herido, Romi ―explicó Corvin, leyendo mi mente
de nuevo―. Yo no tengo orgullo. ―Me guiñó un ojo antes de cogerme en brazos y
llevarme a su habitación.
Giré la cabeza para ver que Felix nos seguía. Aunque su expresión seguía siendo
la misma, vi el dolor que describía Corvin. Yo siempre había sido nada, ¿cómo iba a
saber que era capaz de dejar una marca en él? ¿En cualquiera de ellos?
Corvin me dejó en el suelo y se cernió sobre mí, Felix se quedó en la puerta. Fue
entonces cuando me di cuenta. Estaba allí para vigilar, para asegurarse de que su
hermano no me hiciera daño accidentalmente a mí o a sí mismo. A pesar de lo herido
que se sentía.
―A mí también me haces daño... ¿sabes? ―Le dije y Corvin giró la cabeza hacia
atrás para ver la reacción de su gemelo.
―Debería habértelo dicho en cuanto lo supe. Me arrepiento. Pero ahora no puedo
retractarme. ¿Puedes perdonarme? ―Sus ojos brillaron con algo doloroso que tiró
de mi corazón.
―Sí. ―Exhalé sabiendo que ya lo había hecho.
Corvin quería que yo fuera un cuchillo: implacable, afilado y conciso. Pero yo no
era un cuchillo, era la vaina, desgastada y curtida por el constante deterioro de la
hoja. Y lo aceptaría una y otra vez si eso significara que el cuchillo siempre volvería
a mí. Porque ellos eran el arma, y yo estaba hecha para perdonar su dolor.
Tal vez al final, eso era el amor. El perdón. Innegable, no solicitado y, a veces, no
correspondido. Era la capacidad de mirar más allá del dolor a pesar de todo el daño
que podía causarte porque al final sabías que ellos podían hacer lo mismo por ti.
Si eso no era amor, tal vez esto era lo mejor para alguien como yo.
Félix entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Seguían desnudos y era un hecho evidente que no se me había pasado por alto
cuando ambos merodearon hacia mí.
―E-espera ―dije, dándome cuenta de que Félix no tenía intención de seguir
vigilando―. ¿Los dos?
―Será el doble de bueno ―dijo Corvin con una sonrisa oscura.
―Te haremos sentir muy bien, niña bonita. ―Se acercaron a mí, rodeándome por
ambos lados.
Inspiré entrecortadamente. Corvin se arrodilló y me pasó la lengua por el interior
del muslo mientras me levantaba el pie y se lo colocaba sobre el hombro. Lo utilizó
como palanca para acercarse más a mí, enterrar la cara entre mis piernas y presionar
con la punta de la lengua mi inflamado manojo de nervios.
Felix me rodeó la cintura con los brazos por detrás y clavó su erección en mi
espalda. Expuso mi garganta, levantando mi mandíbula. Sus labios se movieron
deliberadamente por mi cuello, salpicando besos a medida que bajaba. Sus manos
vagaban acariciando mi piel con toques firmes. Una especie de comunicación
silenciosa flotó en el aire entre los gemelos, Corvin se apartó y dejó que me pasara
los dedos entre las piernas y recogiera para sí mi excitación.
Me llevó los dedos a los labios.
―Abre.
Envolví sus dedos con mis labios, lamí el sabor de mi clímax de su piel y pasé la
lengua hasta limpiarlo.
Corvin me agarró de las caderas con ambas manos y prácticamente se zambulló
de bruces en mi centro, esta vez utilizando los dedos y la boca para ponerme a cien.
Hizo círculos con la lengua y rastrilló con los dedos el punto de mi interior que
parecía contener una inundación.
Me corrí con un temblor de todo el cuerpo, agradeciendo que hubiera dos hombres
sujetándome porque pensé que mis piernas cederían y me convertirían en líquido.
Corvin no se detuvo a pesar de las protestas que pugnaban por escapar de mis labios.
Hundí los dientes en mi carne, sabiendo que era la única forma de impedir que las
palabras traicioneras salieran de mi boca. El sabor de la sangre era mucho mejor que
el de mis propias mentiras.
Se habrían detenido si lo hubiera dicho.
No lo entenderían.
Sólo Sonny lo entendía.
Corvin me colocó sobre la cama, girándome hacia él. Estaba de rodillas, aún
recuperando el aliento, cuando sentí el cuerpo de Felix apretado con fuerza contra
mí desde atrás.
―Abajo las manos, Mina ―me susurró al oído, erizandome los pelos de la nuca.
―¿Qué vas a hacer? ―pregunté, girando la cabeza para mirarle mientras me cogía
todo el cabello con las manos, usándolo como una correa.
Corvin tiró de mi barbilla hacia delante, subiéndose a la cama de rodillas frente a
mí y susurrándome al oído.
―Vas a ser el plato principal de nuestro asado, corderito. ―Iba a preguntarle qué
quería decir, pero antes de que pudiera abrir la boca, sentí la punta de Felix
empujando contra mi humedad y hundiéndose lentamente dentro de mí.
Bajé la cabeza, pero me agarró el cabello con fuerza y tiró de él, obligándome a
levantar la mirada para ver la palpitante erección de Corvin a escasos centímetros de
mi cara. Me lamí los labios instintivamente antes de separarlos para dejar que se
deslizara dentro de mí. Los dos tocaron fondo dentro de mí simultáneamente y los
tres gemimos de placer al unísono.
Sonaba bárbaro.
Asqueroso.
Impío.
Quería empaparme de él y perderme con ellos en las sombras.
―Estás tan jodidamente apretada ―dijo Félix con voz entrecortada y tensa, y su
mano libre bajó para cubrirse de mi excitación antes de moverse contra mi clítoris.
Se movían desincronizados, entrando y saliendo de mí, mientras yo me apoyaba
sobre las manos y las rodillas, agarrando las sábanas con las palmas de las manos.
Cada vez que Felix se introducía, me tiraba del cabello y me arrancaba un gemido
de lo más profundo de la garganta. Las grandes manos de Corvin me sujetaban la
cara mientras usaba mi boca para terminar lo que habíamos empezado en la ducha.
Las yemas de sus dedos se clavaban más en mi carne cuanto más se acercaba a
desentrañarme. Cada sonido que salía de mí era un catalizador para el siguiente,
mientras todos nos acercábamos a nuestra perdición.
Movía la lengua cada vez que él entraba y salía de mi boca, intentando cubrir cada
centímetro que podía. Una vez que pasaba mi lengua, mis ojos lloraban y me
ahogaba al respirar. No era una forma tan terrible de morir. Felix aceleró el ritmo,
golpeando sus caderas contra las mías y llegando a un punto dentro de mí que me
hizo sentir que iba a explotar.
Lo sentí crecer dentro de mí, como el lento golpeteo de una gota de lluvia que se
convierte en un violento aguacero. Rompí en pedazos con el clímax, con la
mandíbula congelada y abierta mientras Corvin penetraba en mi interior sin
importarle si mis dientes se deslizaban a lo largo de su cuerpo.
No podía gritar bien con él metido en mi boca, mis músculos se contraían mientras
bajaba la ola final de mi orgasmo.
Félix se encorvó sobre mí, su grueso eje palpitaba dentro de mí, haciéndome saber
que también lo había llevado conmigo.
―Me voy a correr, corderito. ―Corvin dijo y su gemelo volvió a tirar de mi cabello
como para prepararme.
Chorros calientes de su salada liberación se deslizaban por mi lengua y se
disparaban hasta el fondo de mi garganta. Era perverso. Todo. Pero era mío. Porque
yo era suya.
Y fue lo más acertado que había sentido en toda mi existencia.
Nos tumbamos en un montón de cuerpos sudorosos, jadeando fuertemente en
busca de oxígeno.
―Quiero saber lo de la atadura ―les dije a ambos, desviando la mirada a uno y
otro lado para calibrar sus reacciones.
―Corderito, ¿qué sabes tú de estar atado a alguien? ―preguntó Corvin,
apoyándose en el codo para mirarme.
―¿Qué quieres? ―le pregunté, enarcando una ceja.
―Todo corderito. No te atas a alguien a menos que sepas, sin lugar a dudas, que
no querrás pasar un día de tu vida sin él nunca más.
―Eso es lo que quiero. ―No pestañeé, esperando que se tomaran en serio mi
súplica.
Felix me apartó el cabello de la cara y me besó la mejilla. Me dedicó una leve
sonrisa, como diciendo que todos sabíamos a quién pertenecía esa decisión.
Iba a tener que armarme de valor para subir a Orodruin y arrojar yo mismo el
anillo al fuego.
L
os dos Escuras estaban en clase. Para que todo quedara bien escondido, era
mejor que siguiéramos el juego como si no hubiera pasado nada. Era su
palabra contra la de los tres.
Idiota. Volví a guardar el teléfono en el bolsillo y puse los ojos en blanco. Pronto
volvería de su paseo con Reesa. No tenía motivos para mantenerla encerrada.
Habíamos hecho papilla a la niña Rugsley. Que además del daño que le había hecho,
habría sido estúpido si hubiera vuelto por más. Pidió pasar tiempo con su amiga y
ninguno de nosotros se sintió bien diciéndole lo contrario, a pesar de que su amiga
era una idiota enorme que la había puesto en esa situación.
Yo tampoco era inocente. Lo sabía.
Llené la bañera, vertiendo algunos aceites, pétalos y mierda en el agua antes de
encender una vela. Escribí la nota y sonreí para mis adentros antes de salir del baño.
Mi teléfono volvió a sonar, esta vez una llamada. Lo cogí, molesto porque los
gilipollas de mis hermanos sabían que no me gustaba perder el tiempo al teléfono.
―¿Qué?
―¿Carmine Santorini? ―Una voz femenina dijo en el otro extremo.
―Yo soy.
―Soy la doctora Fields, la doctora de Arlan Black ―dijo con voz firme.
―¿Sí? ―La insté a seguir, sabiendo ya hacia dónde se dirigía esta llamada.
―Usted figuraba como su pariente más cercano... ―empezó a decir, pero la
interrumpí.
―¿Está muerto? ―pregunté, sabiendo ya la respuesta.
Había demasiadas cosas sin resolver, demasiadas incógnitas. Si estaba muerto,
todo quedaba abierto y no había garantía para ninguno de nosotros de cómo se
desarrollaría el futuro. Y sobre todo significaba que ya no estábamos a salvo aquí.
―Sí ―dijo en la línea.
Colgué el teléfono y exhalé. Me quité un gran peso de encima, pero al mismo
tiempo me arrastró hacia abajo como un ancla. Ya no era la única persona a la que le
importaba su muerte. No era la única a la que afectaba. Aunque fuera yo quien
sintiera las afiladas garras de su paternidad.
Crecer bajo el frío abrazo de Arlan era el tipo de educación que te hacía o te
deshacía. Hasta hace poco, me había convencido de que Korina Black había huido,
incapaz de lidiar con la crueldad de su padre. Pero ahora que sabía que Frollo había
sido aprendiz de Arlan, nada tenía sentido.
Tenía diez años cuando el viejo decidió que había demasiado caos en mí como
para desperdiciarlo. No me contó nada del ritual hasta que me encadenó a una losa
de hormigón y sus seguidores le observaron atentamente mientras me clavaba el
athame directamente en el corazón. En lugar de la muerte, me recibió el
Desordenado, a quien juré servir sin rechistar. Me drenó la sangre de los pulmones
y volvió a llenarlos de aire antes de sellar la herida y formar la cicatriz en el centro
de mi pecho.
Era la única vez que había visto miedo en la cara de Arlan. Pero no era sólo miedo
lo que había allí, era envidia. Por mucho que lo intentara, y por mucho que se
esforzara, nunca había estado tan cerca de la fuente de la magia que tan
desesperadamente ansiaba controlar.
Lo llevaba conmigo.
Era la verdadera razón por la que me había aceptado como su sucesor, porque
sabía que las sombras corrían por mis venas de una forma que nunca tocarían las
suyas. Sus seguidores también lo habían visto y, por voluntad propia, se convirtieron
en los míos.
Crucé el umbral de mi habitación, sentí un fuerte pinchazo y me agarré con el
brazo lo que creí que era un insecto. Se me nubló la vista y traté de parpadear, la
sombra de mi habitación se alejó de mi periferia justo cuando caí al suelo.
Sentí un dolor agudo en las tripas, que recordaba a una bota, pero ni siquiera
estaba segura de poder gemir. No podía emitir ningún sonido. Intenté abrir los ojos,
pero me pesaban demasiado. Sentí que la presencia abandonaba la habitación, pero
sólo podía pensar en ella.
Indefenso otra vez.
A
travesé la capilla vacía después de despedir a Reesa. Me sorprendió que me
perdieran de vista, pero el equilibrio de las cosas había cambiado al salir a
la luz la verdad sobre mí. No era su decisión y lo sabían, a pesar de lo
enfadados que estaban con ella por ser tan imprudente. Necesitaba a mi única amiga,
y no me lo negarían. Aún quería que su presencia despreocupada me alejara de los
destellos de violencia que seguían pintando mi memoria.
Nos alejamos del campus, vagando por los bosques que rodeaban la propiedad.
Le conté lo sucedido a pesar de que los chicos pensaban que no debía confiar en ella.
Ella tenía esa mirada en los ojos cuando vio mi cara magullada y yo no podía ni por
un momento dejar que sospechara que uno de ellos me había hecho eso.
No eran capaces de eso, y yo confiaba en ella para guardar mis secretos. La culpa
era casi demasiado para ella una vez que se lo conté. No era su carga soportar que
hubiera monstruos en este mundo, pero pensaba que era culpa suya que llegaran a
mí.
Cerré la puerta y percibí en el aire el aroma de algo dulce y relajante. Siguiéndolo
hasta el cuarto de baño, había una vela perfumada encendida sobre el lavabo de
porcelana. Una nota con la letra de Sonny garabateada en ella. Póntelas. Miré a un
lado y encontré un par de cubreojos de satén negro. Pétalos de flores cubrían el suelo
que conducía a la bañera.
Estaba llena y el agua estaba lo bastante caliente para que pudiera ver el vapor
que salía de ella. Respiré hondo. Sonny y yo seguíamos en terreno pedregoso y sólo
de pensar en su nombre se me hacía un nudo en el estómago.
Era una rama de olivo.
Una rama de olivo al estilo de Sonny Santorini.
Dejé caer la ropa al suelo, dejé el cuchillo sobre la encimera y recogí las persianas
antes de sumergir los dedos de los pies en el agua caliente. Bajé a la bañera cubierta
de pétalos de rosa estirando las piernas, gimiendo al sentir cómo el baño caliente
aflojaba mis músculos. Finalmente, después de relajarme un poco, me hundí por
completo en el agua, dejando que mi pelo flotara en la superficie antes de deslizar
las vendas sobre mis ojos.
La habitación estaba en silencio. Aparte de la llama parpadeante y el sonido de la
mecha quemándose, no había nada más que el chapoteo del agua con mis
movimientos. Con la vista disminuida, prácticamente podía sentir mi pulso
haciendo ondas con cada bombeo de mi corazón.
Sentí una presencia en la sala y mi corazón se aceleró de expectación.
―¿Sonny?
No hay respuesta.
Levanté las manos para subirme las anteojeras, pero una gran mano me detuvo el
brazo, agarrándomelo con fuerza hasta que me resigné a dejarlas caer de nuevo al
agua. Entonces, de repente, una mano me agarró por debajo de la superficie,
ahuecando mi sexo y arrancándome un grito ahogado. Otra mano empujó mi pecho
contra la pared de la bañera justo cuando sus dedos encontraban su camino dentro
de mí.
―Ohh ―gemí, dejando caer la cabeza hacia atrás para relajarme.
―Sabía que eras una sucia puta. ―Mis ojos se abrieron de golpe por la conmoción
de la voz que reconocí débilmente―. Frollo prometió que te entregarías a mí
fácilmente.
Le arañé los brazos, haciendo todo lo posible por apartarle. Antes de que pudiera
levantar las anteojeras, dos manos pesadas me empujaron hacia abajo. Grité, pero
mis pulmones se llenaron de agua y ardieron con saña dentro de mi pecho. Arañé y
desgarré lo que pude, sintiendo cómo se acumulaban trozos de piel bajo mis uñas,
pero sabiendo que estaba peligrosamente cerca de perder el conocimiento.
Justo cuando sentía la cabeza más ligera que nunca, el peso del desconocido sobre
mí desapareció y me levanté de la bañera con un grito ahogado, tragando aire y
ahogándome con el agua a la vez. El ardor en la garganta no cedía, pero me apresuré
a quitarme los cubreojos justo a tiempo para ver cómo Sonny pasaba una cuchilla
por la garganta de Lincoln Rugsley. Su sangre brotaba a borbotones por la raja del
cuello y se derramó aún más deprisa cuando Sonny le echó la cabeza hacia atrás,
tirándole del cabello y obligándole a apagar la luz de sus ojos.
El líquido carmesí se derramó sobre mí, llenando la bañera y empapando los
azulejos blancos mientras su cuerpo se desplomaba a medio camino de la bañera.
Sonny se hundió en el suelo, con un aspecto más pálido de lo que jamás creí posible.
Ni siquiera sus ojos azules tenían rastro de vida.
Su mano se abrió y el cuchillo cayó al suelo. Lo cogí, levanté los brazos por encima
de la cabeza y clavé el cuchillo en la espalda del intruso. Sus músculos se agitaron,
pero cuando saqué el cuchillo y lo clavé por segunda vez, no hubo respuesta. Ni a la
tercera, ni a la quinta. Jadeaba con fuerza cuando la mano de Sonny se alargó para
agarrarme la muñeca y evitar que sacara el cuchillo de nuevo.
Tenía un aspecto horrible. Su piel era prácticamente gris, todo el color se había
drenado de su cara.
Miré hacia el espejo que colgaba en la parte trasera de la puerta para ver el amasijo
sanguinolento que goteaba de mí. Ya no había distinción entre lo que era agua y lo
que había dentro del cuerpo de mi atacante y la bañera rebosaba de ella,
derramándose por el borde y sobre el suelo.
Sonny estaba empapado, sentado junto a la bañera con la espalda apoyada en la
pared, los hombros muy caídos y los ojos encapuchados. Su cabeza cayó
pesadamente y yo jadeé, dándome cuenta de que algo iba mal.
―¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ―Salí gateando de la bañera y me subí a su
regazo, con el agua por todas partes.
―Sólo... cansado ―balbuceó antes de cerrar los ojos.
―¿Sonny? ―Grité, sacudiendo sus hombros―. ¡Sonny! ―Volví a rogarle que
abriera los ojos, pero no respondió.
Se me saltaron las lágrimas y no pude evitarlo. La sensación de estrellarme contra
un muro de ladrillos me golpeó mientras me asentaba en la conciencia de lo que
acababa de ocurrir. Sollocé sobre el pecho de Sonny lastimosamente, mi cuerpo débil
e incapaz de hacer nada más que fallarme. Me quedé tumbada, desnuda y
ensangrentada en su regazo durante lo que me pareció toda una vida. Sólo yo, el
sonido del corazón de Sonny latiendo demasiado despacio y el chisporroteo eléctrico
del frigorífico a lo lejos.
Me desperté con una nube de confusión sobre mí.
Ya no estaba desnuda, sino vestida con una de las camisas de Felix, hecha un ovillo
sobre su regazo en el sofá. Levanté la vista hacia él y, como si percibiera mi mirada,
sus brazos me rodearon con más fuerza, envolviéndome con su reconfortante abrazo
antes incluso de que hubiera inclinado la barbilla para mirarme.
Respiró entrecortadamente antes de hundir la cara en mi pelo.
―Me alegro mucho de que estés bien. ―Inhaló profundamente antes de continuar
con voz entrecortada―. Había tanta sangre que no sabía qué pensar.
Tardé un rato en comprender lo que intentaba explicarme, antes de darme cuenta
del tipo de escena en la que se había metido al encontrarme.
―¿Sonny? ―Le pregunté, la preocupación volviendo a mi cuerpo una vez que
recordé el estado en el que se encontraba.
―Estará bien. El imbécil lo drogó. Está durmiendo la mona. ―Me apretó más
fuerte y me derretí en su abrazo.
―Me salvó ―le dije a Felix, aunque sabía que él ya lo sabía, pero por alguna razón
necesitaba oírlo con mi propia voz.
―Mhm. Lo hizo.
―D-dónde está... ―empecé a preguntar, pero me falló la voz al intentar preguntar
por el intruso.
―Corvin se está ocupando de ello ―dijo en tono tranquilizador al reconocer mi
pánico.
―¿Qué quieres decir con lidiar con ello?― le pregunté.
―Él y la chica están cavando un hoyo atrás para él. ―Su voz se volvió fría y me
apartó el cabello de los ojos―. No pierdas ni un momento pensando en él, ¿vale?
―¿Reesa? ―Pregunté, las lágrimas volviendo a salir a la superficie.
―Sí, ella los encontró primero. Vino chillando por el campo de fútbol como una
banshee lloriqueando por la sangre. ―Se rió un poco antes de aclararse la
garganta―. Es una idiota, y posiblemente tenga algunos tornillos sueltos, pero
podría ser una amiga decente. La culpa podría estar matándola.
―No entiendo por qué me odiaba... ―Lo dije con una respiración exaltada y Felix
tardó un minuto en responder, el silencio era casi abrumador.
―Porque sabía que nunca serías suya. ―Bajó la mirada, sus ojos oscuros me
atravesaban―. La mayor debilidad de un hombre es saber que nunca tendrá algo
que desea.
―¿Por qué me querría? ―Le pregunté.
―Oh, Romina. ¿Quién coño no lo haría? ―Volvió a apretarme y, aunque sus
palabras pretendían reconfortarme, me tensé en cuanto respiraron aire―. No dejaré
que nadie te lastime, nunca más.
Me desperté todavía en el regazo de Felix, con la cabeza tan inclinada hacia atrás
en el sofá que era imposible ignorar sus ronquidos. Me separé de él y caminé de
puntillas por el pasillo. La luz de la habitación de Corvin seguía encendida, pero ni
siquiera estaba segura de la hora que era. Si había estado toda la noche cavando una
tumba, era probable que estuviera agotado.
No había forma de que Reesa le ayudara a cavar.
Probablemente se quejó e hizo bromas todo el tiempo.
Acerqué la mano a la puerta, como si fuera a llamar, pero algo me detuvo. Me di
la vuelta para mirar hacia el cuarto de baño, jadeando en voz alta una vez que empujé
la puerta para abrirla. No había ni rastro de lo que había pasado en la habitación. En
todo caso, estaba más limpio que nunca y olía a productos químicos picantes, lo que
me hizo llorar.
Retrocedí por el pasillo, un pie detrás del otro, hasta que mi espalda chocó con
una pared de piedra. No tuve que girarme para saber quién era.
―¿Por qué estás haciendo cabriolas fuera de mi habitación, corderito? Es tarde.
―¿Lo has limpiado todo? ―le pregunté, girando la cabeza hacia un lado para
poder verlo mejor.
―¿Limpiar qué? ―Frunció el ceño, pero una leve curva en el labio le delató.
―¿No se darán cuenta de que se ha ido? ―pregunté.
―Eso parece más un problema de ellos y no de nosotros. No pueden probar nada
aunque encontraran su cuerpo. ―Me abrazó y me acercó aún más a él.
―¿Dónde está tu guardián? ―se burló en mi oído.
Sonreí satisfecha.
―¿Dónde está la tuya? ―Me di la vuelta, apretando las manos contra su pecho y
mirándole.
La sonrisa de su rostro era genuina.
―Touché, mocosa. ¿Quieres arriesgarlo todo esta noche? ―preguntó, señalando
su puerta abierta, y me mordí el labio, volviendo la vista hacia Escura, que dormía
en el sofá.
Eran idénticos, pero tan diferentes. Dos piezas de un puzzle cortadas con la misma
forma que servían para dos imágenes distintas. Se podía hacer que encajaran, pero
no funcionaba. Sin embargo, de algún modo, sus piezas encajaban en las mías, y
quizá ese era el objetivo.
Asentí, le cogí de la mano y entré con él.
Apenas cerró la puerta, me hizo girar en sus brazos, deslizó la mano por mi torso
y me tocó el pecho.
―Mmm ―gemí, la sensación de su tacto áspero contra mi piel era demasiado
electrizante para fingir lo contrario.
Su mano me agarró por detrás y me acercó aún más. Le rodeé la cintura con la
rodilla y él aprovechó para dejarme caer sobre la cama.
―¿Estás bien? ―susurró.
Me tomé un momento para apreciar la totalidad de la pregunta antes de asentir
con la cabeza. Era un abanico de posibilidades demasiado amplio al que no podía
responder con total sinceridad. No con palabras.
Porque no estaba bien.
No a menos que hubiera uno de ellos cerca de mí, sofocándome con su presencia
y manteniéndome a salvo. El corazón me estallaba cada vez que pensaba que algo
podría alejarme de ellos, o a ellos de mí.
―Podemos dormir si quieres. ―Me metió bajo las mantas cuando no respondí.
No me di cuenta de que estaba llorando hasta que me secó una lágrima con el
dorso del dedo. Me abrazó con más fuerza, me dio la espalda y me rodeó con su
cuerpo como si fuera una armadura protectora. Solté un suspiro que no sabía que
había estado conteniendo y me quedé dormida.
Me desperté con el calor abrasador de dos cuerpos apretados contra mí, abrí los
ojos y vi la cabeza de Felix sobre mi pecho y su pierna sobre mi cadera. A mi
izquierda, Corvin me acariciaba el cuello y sus pies se enredaban en los míos.
―Mmm ―gruñí, volviéndome hacia Felix.
Oí un gruñido bajo detrás de mí. Se me erizó el vello de la nuca y me quedé helada.
Los ojos de Felix se abrieron de golpe y una sonrisa pintó su rostro con picardía.
―Me abandonaste ―dijo acusadoramente, pero sólo pude oír el tono seductor
que se escondía tras las palabras.
―Parecías tan tranquilo durmiendo. ―Puse mi mano en su barbilla y al mismo
tiempo sentí los dedos de Corvin deslizarse sobre mi cadera.
―Dile la verdad, has venido buscando una polla satisfactoria ―me gruñó Corvin
al oído y mi cara debió de ponerse roja como la remolacha, porque sentí como si me
estuviera quemando.
―Si ese fuera el caso, se habría quedado conmigo ―argumentó Félix, su tono aún
juguetón mientras deslizaba su muslo entre mis piernas.
El agarre de Corvin en la cadera se hizo más fuerte y su mano se dirigió de nuevo
a mi pecho, o tal vez había estado allí toda la noche y yo no me había dado cuenta.
Me frotó el pezón con los dedos y dejé caer la cabeza contra su pecho, mientras sus
manos dirigían mis caderas hacia la pierna de su hermano. Su erección era dura, un
grueso acero plantado contra mi trasero.
―Por favor ―exhalé justo cuando un dedo encontró el camino hacia mi clítoris.
Gemí ante la electrizante sensación, los dedos continuaron acariciándome,
encendiendo el placer por todo mi cuerpo.
Unas manos fuertes seguían inmovilizando mis caderas, moviéndome a su ritmo,
machacando mi liberación fuera de mi cuerpo y utilizando el muslo de Felix como
instrumento. Cerré los ojos para perderme en la sensación.
―¿Qué tal los dos a la vez esta vez? ―Felix me susurró la pregunta al oído y
Corvin soltó una risita sombría.
―Estás goteando por toda su pierna sólo por la sugerencia ―dijo Corvin cuando
Felix apartó los dedos.
Gemí desesperadamente y una sonrisa con hoyuelos decoró su rostro. Se lamió los
dedos mientras yo seguía frotándome contra su pierna, desesperada por subir más
alto antes de la caída libre.
―No sé hermano, creo que ni siquiera nos necesita ―se burló Félix y yo gemí,
acercándolo más a mí y pegando mis labios contra los suyos.
―Por favor ―le susurré, esperando que las palabras llegaran a sus oídos.
La mano de Corvin soltó mi pecho y se dirigió a mi garganta. Me tensé, no me
apretó, pero sus dedos me rodearon el cuello posesivamente.
―¿Confías en mí, corderito? ―preguntó.
―Sí. ―Me relajé y me fundí con su cuerpo antes de sentir la intrusión de su
erección imposiblemente gruesa entrando en mí.
―Bien. Tómalo todo de mí entonces. ―Gimió mientras tocaba fondo,
envainándose dentro de mí completamente.
Era innegable cómo mejoraba cada vez que se abrían paso dentro de mí.
―¡Ahh! ―grité, agarrando con fuerza el hombro de Felix mientras sus dedos
encontraban de nuevo el camino hacia mi clítoris.
―Ven por nosotros Mina ―dijo Felix dulcemente.
Trabajaban juntos, frotándome con los dedos y acariciándome con las manos,
enloqueciéndome con la necesidad de explotar y romperme en mil pedazos. Jadeé,
incapaz de respirar con calma antes de que el primer orgasmo me recorriera como
una ola.
―Qué buena chica, eso hará que la siguiente parte sea más fácil. ―Felix animó.
Todavía estaba ensartada en Corvin cuando me levantó y me sacó de su cama. Se
tumbó en el sillón de cuero que había junto a la cama antes de salir de mí. Me
estremecí ante la sensación de vacío que me produjo, pero antes de que pudiera
echarlo demasiado de menos, Felix ya estaba arrodillado frente a nosotros, con dos
dedos metiéndome y sacándome metódicamente.
Volví a dejar caer la cabeza sobre el pecho de Corvin, saboreando el interminable
placer que parecían no cansarse nunca de repartir. Y entonces sentí la punta de la
virilidad de Corvin contra mi agujero más estrecho y volví a tensarme.
―No te preocupes corderito, me aseguraré de que estés lista para mí antes de
llenarte aquí. ―Me tiró contra él de modo que la presión de su erección contra mi
centro era casi insoportable.
Estaba deseando sentirlos dentro de mí.
Los dos.
Como si leyera la mente, los dedos de Corvin también encontraron su camino
dentro de mí, luchando con su hermano por el dominio sobre quién podía hacerme
deshacerme más rápido. Apreté los brazos del sillón de cuero y lancé un grito gutural
directamente desde mi garganta mientras me deshacía con sus dedos estirando mis
paredes internas.
―Ya son dos. ―Felix sonrió como si hubiera ganado algún tipo de premio.
Justo cuando me sacó los dedos, me los metió en la boca, sorprendiéndome con el
sabor ácido de mi propia excitación cubriendo su piel. Era tan sucio, tan
imposiblemente pecaminoso, pero lo único en lo que podía pensar era en que quería
más y en que esto no podía ser el final.
Felix retrocedió y buscó en la mesilla de noche de su gemelo, sacando una botella
de plástico. Se la tiró a Corvin, que se la echó generosamente en los dedos antes de
apretarme el agujero fruncido. No me avisó antes de empujar contra la apretada
banda y abrirse paso hacia dentro. La sensación me hizo poner los ojos en blanco y
gemí, apoyándome más en su mano para que me diera más.
―Oh Sonny realmente te ha corrompido, ¿verdad corderito? ―Corvin me susurró
al oído, y yo asentí, mordiéndome la lengua para no pedir más.
Felix se puso de rodillas y su boca estaba sobre mí. Caliente, húmeda y encerrada
alrededor de mi clítoris mientras sus dedos entraban y salían de mí. Corvin retiró
sus dedos lentamente.
―Respira. Tienes que relajarte ―me dijo al oído y yo asentí, prestando atención a
la sensación de la boca de Felix contra mí.
Sólo podía concentrarme en el odioso sonido de su lameteo salvaje en mi centro.
Pero entonces el ardor que me produjo Corvin al abrirme fue demasiado para
ignorarlo.
―¡Ahh! ―grité―. Eres demasiado grande. ―Tiró de la camiseta por encima de
mi cabeza, dejándome completamente desnuda ante su gemelo.
―Puedes guiarme Romi. ¿puedes? ―dijo con mucha más suavidad de la que yo
creía que era capaz.
Asentí, concentrándome de nuevo en Felix que me devoraba como un hambriento
al que por fin le hubieran dado de comer.
―Inclínate hacia delante ―susurró Corvin y así lo hice, apoyándome contra Felix
mientras la mano de Corvin empujaba contra mi espalda baja y él se hundía
lentamente a través de la estrecha barrera.
―Ahh ―grité de nuevo, pero la sensación del lubricante frío deslizándose entre
mis mejillas me cogió desprevenida, haciéndome callar.
Tiró de mí hacia atrás y me agarró los pechos con firmeza mientras me bajaba
sobre él lentamente, llenándome por completo por detrás. Jadeaba con fuerza y el
sudor se me agolpaba en la sien mientras luchaba por contener la respiración.
―Necesito un minuto. ―Exhalé y Corvin tiró de mí hacia atrás, la piel de mi
espalda pegada a su pecho tatuado.
―Tómate todo el tiempo que necesites ―dijo mirándome, apretándome los
pechos con fuerza entre las manos y arrancándome un gemido.
―Habla por ti. Cada minuto que no estoy dentro de ella es una agonía. ―Felix
retumbó desde abajo antes de limpiarse la boca con el dorso del brazo.
Se levantó sobre mí como si no le molestara el hecho de estar desnudo y a cinco
centímetros de su hermano. Pero supongo que eso no era lo más salvaje que estaba
pasando en esta habitación ahora mismo. Corvin me pasó cada brazo por debajo de
la rodilla y me abrió las piernas hasta dejarme completamente vulnerable y a su
merced.
Mis mejillas se sonrojaron con tanto calor que pensé que me quemaría. Mis rodillas
se doblaron instintivamente para cerrarse, pero Corvin soltó una risita divertida
como respuesta.
―Ah, Ah, Ah, corderito ―me advirtió, levantándome de él sólo un poco para
poder hundirse más y yo jadeé, apretando más fuerte los brazos de la silla.
―¿Estás lista para mí, Mina? ―preguntó Felix, con su mano alrededor de mi
barbilla para mantener mi mirada fija en la suya.
Asentí, murmurando algo incoherente cuando me aplastó con su cuerpo y su
monstruosamente gruesa cabeza presionó mi entrada. Gemí, sintiendo la confusa
necesidad de que me llenaran por detrás cuando aún me sentía tan vacía por dentro.
Y luego me empaló de un solo empujón.
―Mira qué bien nos llevas a los dos ―me susurró Felix el elogio al oído y la mano
de Corvin volvió a agarrarme el cuello por detrás.
Sostener, nunca apretar.
―Estás hecha para nosotros, corderito, ―dijo con voz entrecortada.
Cada momento que siguió fue como una experiencia extracorpórea. Una colección
de sonidos que amplificaban las sensaciones que recorrían cada centímetro de mi
cuerpo. Desde sus dolorosos gruñidos de placer, como si cada golpe, cada
embestida, los estuviera matando tanto como me estaba devolviendo la vida, hasta
los sonidos húmedos y carnales de su penetración y sus embestidas contra mí sin
abandono.
Olvidé quién era.
Yo era un instrumento para recibir placer y ellos eran los demonios que me habían
encontrado, que me habían abierto para revelar todos mis secretos, mis fantasías,
antes incluso de que yo misma supiera lo que eran.
Cada sueño, cada extraña imagen en mi cabeza era de ellos.
De esos hombres que irrumpieron en mi vida y la desgarraron como la piel de un
animal desollado para obtener cuero.
Se movían el uno contra el otro, sacando y empujando a diferentes velocidades y
enrollando la bobina enterrada en lo más profundo de mi núcleo.
―Bésame ―le rogué a Felix mientras apretaba mi agarre alrededor de sus
antebrazos, mis uñas cortando su piel mientras me preparaba para el clímax que se
avecinaba.
Se tragó mis gritos mientras un orgasmo estremecedor estallaba en mí.
Me estremecí en sus brazos y siguieron llenándome, moviéndose a su propio
ritmo y utilizando mi cuerpo para sus propias necesidades hasta que cada uno
encontró su orgasmo. Félix se sacó primero y temblé cuando se deslizó fuera de mí
mientras los brazos de Corvin aún me ataban las piernas y me dejaban expuesta.
A continuación, salió de mí y me estremecí ante la extraña e incómoda sensación
de vacío después de estar tan inexplicablemente llena. Felix lanzó una toalla por
debajo de la mano a Corvin, que la cogió antes de que pudiera darme una bofetada.
Me la metió entre los muslos y me limpió suavemente el semen que había salido.
―Ahora vete a la mierda Felix. Tú siempre te llevas los mimos mañaneros ―dijo
Corvin, estrechándome entre sus brazos y tirándome a la cama con él con un chillido.
Felix no discutió ni reprendió, y yo no tuve energía para mantener los ojos abiertos
para averiguar quién ganaría. El fuerte abrazo de Corvin era demasiado
reconfortante y pronto volví a caer en un profundo sueño.
M
e desperté con la boca seca y la garganta irritada.
Una tos áspera salió de mi pecho y rodé por debajo del brazo de
Corvin antes de dirigirme a la cocina y coger un vaso de agua. Me
lo tragué demasiado rápido, haciendo que me doliera el estómago
y teniendo que contener la oleada de náuseas que me sobrevino.
Volví a llenar el vaso y caminé por el pasillo.
No llamé a la puerta.
No me hacía falta.
Cuando te ofreciste al Diablo voluntariamente, no hubo necesidad de invitación.
Giré el pomo y entré. El aroma de su colonia permanecía en el aire, invadiendo
mis sentidos. Me produjo una especie de nostalgia que me llenó el corazón y lo hizo
más pesado. Alejarme de Sonny era un tipo de dolor que no sabía que me marcaría
por dentro.
Pero no tenía ni idea de lo que había hecho para crear la brecha entre nosotros, y
mucho menos de cómo podía curarla. Puse el vaso de agua junto a su cama, más alto
de lo que pretendía. Lo miré fijamente, siempre tan tranquilo, pero nadie podía verlo.
Era como si toda la dureza desapareciera de sus rasgos. Quería aportarle ese tipo de
serenidad, pero parecía que todo lo que hacía ahora era profundizar el ceño fruncido
que tenía permanentemente fijado en su estado despierto.
Él seguía alejándome y yo, como una idiota, seguía volviendo.
¿Me gustaba el dolor o simplemente no tenía ni idea de cómo vivir sin él?
No pude discernir la diferencia.
Quizá no lo necesitaba.
―Apestas a sexo ―dijo sin abrir los ojos.
Enrojecí de vergüenza y me di la vuelta para salir de la habitación sin decir una
palabra. En cambio, sentí su mano alrededor de mi muñeca y me quedé inmóvil.
―No he dicho que te vayas ―dijo con voz ronca.
Me volví hacia él, sus brillantes ojos azules fijos en el lugar donde su mano me
agarraba con fuerza antes de subirlos a mi cara.
―¿Cómo te sientes? ―pregunté, sentándome en el borde de la cama junto a él.
―Como la muerte. ¿Estás bien? ―preguntó.
―Lo estoy. Gracias a ti. ―Me apretó un poco más la muñeca y contuve la
respiración.
Me tiró hacia abajo, envolviéndome el pecho con los brazos y tirando de mí hacia
él. Sus exhalaciones eran profundas y largas y se sentían calientes contra mi hombro.
Sonny Santorini era enorme comparado con mi pequeño cuerpo. Había algo
increíblemente aterrador y a la vez completamente tranquilizador en estar atrapada
bajo su abrazo. Era el dragón Smaug, todo lo que antes le había hecho parecer
malvado desde fuera era obvio ahora que no era más que producto de su propio
aislamiento.
―Hay un problema con nosotros, ¿verdad? ―susurré tras unos minutos
tumbado, sin saber si ya estaba despierto.
―Mascota, el único problema entre nosotros es que no sé si quiero matarte o matar
por ti. ―Su voz profunda retumbó en mi oído.
Se lo había hecho a sí mismo, mantenía a los demás a distancia porque era la única
forma que tenía de controlar lo que sentía. Era igual que el dragón y me guardaba
como si fuera su tesoro. Tal vez, después de toda una vida en la que se me había
descartado como si no fuera nada, era una especie de terror refrescante sentirse
abrumado por sus codiciosas garras.
Tan terriblemente seguro.
―Creo que lo has decidido tú ―susurré con una sonrisa.
―Eso parece.
Permaneció en silencio durante un minuto más o menos y pensé que tal vez se
había vuelto a dormir, pero entonces volvió a hablar. Casi demasiado bajo para oírlo,
pero imposible de ignorar.
―Mi padre mató a mi madre cuando yo tenía ocho años. ―Contuve la respiración,
sin saber qué podía decir en ese momento.
No podía imaginarme a la versión endurecida del chico que conocía hoy como un
niño inocente, pero aquí estaba, finalmente dejando caer sus muros y rellenando las
piezas para hacerme saber por qué. Por qué esa inocencia había desaparecido hacía
tiempo, por qué sus ojos eran tan fríos, por qué se movía en espiral sin control.
―Llegó a casa borracho y ella le amenazó con cortarle la paga o algo así. ―Se rió,
pero fue un sonido lastimero―. ¿Te lo puedes creer? ¿Por dinero? ―Exhalé, negando
con la cabeza y él continuó de nuevo.
―Me desperté con el sonido de su puño golpeándola, pero para cuando salí de mi
dormitorio su cara ni siquiera era reconocible. Todo lo que pudo hacer fue murmurar
algo sobre el dinero. Ni siquiera recuerdo lo que dijo en realidad.
―¿Qué pasó entonces? ―le pregunté, y su abrazo se hizo más fuerte.
Dudó antes de volver a respirar hondo.
―Entonces cogí su pistola del lado de la cama, le apunté a la cabeza y le disparé
hasta arrancarle la cara.
Le abracé con más fuerza, como si eso fuera a reconfortarle, aunque estaba claro
que era él quien me calmaba a mí. Sentí cómo inhalaba, cómo hundía la nariz en mi
cabello revuelto, pero no dijo nada más.
Yo tampoco me atrevía.
FIN
UN AÑO DESPUÉS
C
uántas veces vas a volver a ver esta escena? ―le pregunté a
Sonny con una risita.