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Cuenta la leyenda que existió un Inca que -como todos los gobernantes del Imperio Quechua- cada tres

meses vivía en diferentes lugares.

Primero, vivía tres meses en el palacio del valle, luego en el Altiplano, después en la entrada de la selva y,
finalmente, en las montañas. El Inca viajaba de región en región con toda su familia y guerreros. Tenía
muchos hijos y también varias esposas.

Su palacio, siempre estaba ubicado cerca del patio de viudas y huérfanos porque de este modo podía
estar próximo a ellos para así protegerlos. Cada día se dejaba tiempo para ver a sus hijos y huérfanos de la
región. Un día encontró, entre los huérfanos del valle, un niño vivísimo y cariñoso que dejaba atrás en
cada juego a todos los niños, a pesar de no ser el más grande.

Este pequeño se llamaba Locoto. Por su forma tan especial de ser conquistó el cariño del Inca y fue traído
a la corte para que lo acompañara en sus comidas y paseos. Las esposas del Inca sentían muchos celos
porque nunca el emperador había prestado tanta atención a sus hijos y ahora que la tenía, era por un
extraño.

Por eso, planearon deshacerse de él antes de que fuera nombrado heredero o se le regalará algún lugar
del Imperio que era destinado para sus hijos.

Barranco

Un día que el Inca fue a la Montaña Sagrada sin el niño, las esposas pagaron a un arriero aymará para que
haga desaparecer al pequeño Locoto. Para poder cumplir este propósito le dieron una bebida para
dormir.

Cuando el Inca regresó y preguntó por el niño, las esposas llorando le dijeron que el niño había caído a un
barranco y que todavía se podían ver las ropas y huesos al fondo del abismo.

Desesperado, fue con sus exploradores hasta el lugar del falso accidente y ordenó a estos que bajaran
hasta el fondo del barranco y le trajeran lo que hallaran del niño.

Bajando con las sogas hechas de tripas secas y cueros trenzados, los exploradores volvieron después de
mucho tiempo con ropas del niño enredadas en una planta con frutitos brillantes rojos, amarillos y
verdes.

Locoto

Sin darse cuenta del engaño, el Inca dolido y triste se encerró en su habitación. Sin querer comer ni beber,
lo único que hacía era mirar la planta y sus frutos. Entonces, pensó que tal vez los frutos serían dulces y
agarró uno y lo mascó.

Poco a poco un ardor que lo reventaba creció en su boca y sintió como si su lengua fuera cortada por
cuchillos. Para calmar ese sabor, agarró la jarra con chicha y se la bebió completa. Sudando, sintió un gran
alivio y empezó a tener un apetito feroz que le hizo acabar con varias fuentes de comida.

Fue así que los exploradores tuvieron que ir a traer más plantas con frutitos para plantarlas en el jardín
del Inca, quién no comía sino tenía a la mano los frutitos que llamaba Locoto, pensando en el amiguito
muerto.
Pasaron los años y el Inca dejó su Imperio al hijo mayor y a sus demás hijos les dio el gobierno de cada
región. Entonces se retiró a su palacio del valle para esperar la muerte en completa tranquilidad.

Llegan los chasquis

Un día llegaron chasquis que traían noticias que avisaban que un poderoso ejército estaba venciendo a
todos sus hijos en las diversas regiones y que el poderoso general, quien dirigía estos ejércitos, era
invencible.

A los pocos días, otro chasqui llegó herido para decir que todos debían escapar porque el guerrero ya
estaba cerca.

Un último chasqui llegó con los ejércitos invasores que rodearon todas las entradas del valle y pidieron la
presencia del viejo Inca porque era costumbre que al atacar un Imperio, se debía matar a su emperador y
luego adueñarse todo. El Inca se vistió con sus mejores galas y adornos como se hacía con los muertos y
una vez que se despidió de su familia y fieles servidores fue al encuentro del jefe vencedor que ya se
acercaba.

Cuando el anciano pudo verlo, se dispuso a morir. Pero en eso, unas manos fuertes lo sostuvieron y una
sonrisa amable y cariñosa lo envolvió. El guerrero se hincó a los pies del anciano y entonces éste le dijo
«Locoto». En efecto, el invencible guerrero era el niño que al Inca tenía tanto cariño.

Cuenta la leyenda que ambos gobernaron el imperio por muchos años hasta que sus descendientes
fueran vencidos por los españoles.
La leyenda del Locoto
Se dice que un gobernante del Imperio Quechua tenía su palacio cerca del patio de viudas, ya
que deseaba proteger a todos los huérfanos de su reino. Un día encontró a un alegre y vivaz niño
llamado Locoto que robó el corazón del Inca y lo invitó a vivir con él, desencadenando la envidia
de las esposas ya que veían que el rey nunca trataba con tanto amor y devoción a sus propios
hijos.
Por ello idearon un plan para deshacerse del niño antes de que lo declararan como heredero. Un
día, cuando el Inca salió sin el niño, las esposas encargaron a un arriero aymará que
desapareciera a Locoto. Cuando el Inca volvió y no encontró al niño, las esposas en llanto fingido
le dijeron que este se había caído por un barranco donde aún se podía ver sus ropas y huesos.
Desesperado, el rey ordena que traigan sus restos y al verlos no se percata del engaño sino que
se sume en el lamento y se encierra en su habitación sin comer y beber, hasta que un día observa
a la planta que estaba enredada en las ropas del niño y decide comer sus frutos que desata en él
un ardor incontrolable que solo calma con chicha pero que después desencadena una necesidad
inhumana por comer.
Así los súbditos siembran esta misteriosa planta, pues el rey no quería comer otra cosa que no
fuese sus frutos a los que llamaba Locoto en honor a su hijo muerto. Con el tiempo, se retiró y
dejó el reino en manos de su hijo mayor para esperar la muerte. Sin embargo, un día llegan los
chasquis con noticias terribles sobre un poderoso ejército comandado por un feroz guerrero
dispuesto a conquistar el imperio.
Dicho y hecho, se exigió luego la presencia del rey pues era la tradición el asesinar al Inca cuando
éste perdía su territorio. Él mismo se vistió con la típica vestimenta elegante para los muertos
dispuesto a aceptar su destino. Sin embargo, la muerte no llegó. En su lugar, el guerrero tomó las
manos del rey y se hincó a sus pies diciendo que él era Locoto. Así ambos lograron gobernar el
Imperio Inca hasta su desaparición por los españoles.

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