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La vida cristiana

S. Angelo in Formis, Frescos del siglo XII, Capua (CE)


15 julio 2018
XV domingo del tiempo Ordinario
Mc 6,7-13
de ENZO BIANCHI

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en
dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que
llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja,
ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica
de repuesto. 
Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de
aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos
sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa».
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios,
ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

Cuando un profeta es rechazado en su casa, por los suyos, por su gente (cf.
Mc 6,4), puede solo irse a buscar a otros oyentes. Han hecho así los
profetas del Antiguo Testamento, yendo además a quedarse entre los
goyim, las gentes no hebreas, y dirigiéndoles la palabra y la acción
portadora de bien (piénsese solo en Elías y en Eliseo; cf. respectivamente 1
Re 17 y 2 Re 5). El mismo Jesús no puede hacer otra cosa, porque de todos
modos su misión de “ser voz” de la palabra de Dios debe ser cumplida
puntualmente, según la vocación recibida.
Rechazado y contestado por los suyos en Nazaret, Jesús recorre las aldeas
del entorno para predicar la buena noticia (cf. Mc 6,6) de modo incansable,
pero en un cierto momento decide alargar este su “servicio de la palabra”
también a los Doce, a su comunidad. ¿Por qué motivos? Ciertamente para
involucrarlos en su misión, de modo que sean capaces un día de proseguirla
ellos solos; pero también para tomarse un poco de tiempo en el que no
obrar, permanecer a parte y así poder pensar y releer lo que él suscita con
su hablar y con su obrar. Por esto los envía en misión a las aldeas de
Galilea, con la tarea de anunciar el mensaje por él inaugurado: “El tiempo
se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena
noticia” (Mc 1,15). Los envía “de dos en dos”, porque ni siquiera la misión
puede ser individual, sino que debe ser siempre desarrollada con el signo de
la compartición, de la corresponsabilidad, de la ayuda y de la vigilancia
recíproca. En particular, para los enviados ser dos significa fiarse se la
dimensión de la compartición de todo lo que se hace y se tiene, porque se
comparte todo lo que se es en referencia al único que manda, el Señor
Jesucristo.
Pero si la regla de la misión es la compartición, la comunión visible, que se
ha de experimentar y manifestar en el día a día, el estilo de la misión es
muy exigente. El mensaje, de hecho, no está aislado de quien lo dona y de
su modo de vivir. ¿Cómo, por otro lado, sería posible transmitir un
mensaje, una palabra que no es vivida por quien la pronuncia? ¿Qué
autoridad tendría una palabra dicha y predicada, también con hábil arte
oratorio, si no encontrase coherencia de vida en quien la proclama? La
autoridad de un profeta – reconocida a Jesús desde los comienzos de su
vida pública (cf. Mc 1,22.27) – depende de su coherencia entre lo que dice
y lo que vive: solo así es de fiar, de otro modo precisamente quien predica
se convierte en un obstáculo, un escándalo para el oyente. En este caso
sería mejor callar y di-misionar, es decir, ¡quitarse de la misión!
Por estas razones Jesús no se detiene sobre el contenido del mensaje que
hay que predicar, mientras que entra más bien en los detalles sobre el
“cómo” deben mostrarse los enviados y los anunciadores. Pobreza,
precariedad, humildad y sobriedad deben ser el estilo del enviado, porque
la misión no es conquistar almas, sino ser signo elocuente del reino de Dios
que viene, entrando en una relación con aquellos que son los primeros
destinatarios del Evangelio: pobres, necesitados, descartados, últimos,
pecadores… Para Jesús el testimonio de la vida es más decisivo que el
testimonio de la palabra, aunque esto no lo hayamos entendido todavía. En
estos últimos treinta años, pues, hemos hablado y hablado de
evangelización, de una nueva evangelización, de misión – ¡y no hay
convenio eclesial que no trate de estas temáticas! -, mientras que hemos
dedicado poca atención al “cómo” se vive lo que se predica. Siempre
empeñados en buscar cómo se predica, deteniéndonos en el estilo, en el
lenguaje, en elementos de comunicación (¡cuántos libros, artículos y
revistas “pastorales” multiplicadas inútilmente!), siempre empeñados en
buscar nuevos contenidos de la palabra, hemos descuidado el testimonio de
la vida: ¡y los resultados son legibles, bajo el signo de la esterilidad!
Sin embargo, atención: Jesús no da directrices para que las reproduzcamos
tal cual son. Prueba de ellos es el hecho de que en los evangelios sinópticos
estas directrices cambian según el lugar geográfico, el clima y la cultura en
que los misioneros están inmersos. Ningún idealismo romántico, ningún
pauperismo legendario, ya demasiado aplicado al “semejantísimo a Cristo”
Francisco de Asís, sino un estilo que permita mirar no tanto a uno mismo
como a modelos que deben desfilar y atraer la atención, sino que seamos
signo del único Señor, Jesús. Es un estilo que debe expresar ante todo
descentramiento: no da testimonio sobre el misionero, sobre su vida, sobre
su obrar, sobre su comunidad, sobre su movimiento, sino que testimonia la
gratuidad del Evangelio, a gloria de Cristo. Un estilo que no se fía de los
medios que posee, sino que más bien los reduce al mínimo, para que éstos,
con su fuerza, no oscurezcan la fuerza de la palabra del “Evangelio,
potencia de Dios” (Rom 1,16). Un estilo que hace entrever la voluntad de
despojo, de una misión aligerada de demasiados pesos y maletas inútiles,
que vive de pobreza como capacidad de compartición de lo que se tiene y
de lo que viene donado, de modo que no parezca como acumulación,
reserva previsora, seguridad. Un estilo que no confía en la propia palabra
seductora, que atrae y maravilla, pero no convierte a ninguno, porque
satisface los oídos, pero no penetra hasta el corazón. Un estilo que acepta
aquella que quizás es la prueba más grande para el misionero: el fracaso.
Tanto esfuerzo, tantos esfuerzos, tanta dedicación, tanta convicción,… y al
final el fracaso. Y lo que Jesús ha experimentado en la hora de la pasión:
solo, abandonado, sin ya los discípulos y sin ninguno que tuviera cuidado
de él. Y si la Palabra de Dios venida al mundo ha conocido rechazo,
oposición y también fracaso (cf. Jn 1,11), ¿la palabra del misionero
predicador podría tener un destino diferente?
Precisamente por esta conciencia, el enviado sabe que aquí y allí no será
aceptado, sino rechazado, así como en algún lugar tendrá éxito. No hay
nada que temer; rechazados se dirige a otros, se va a otro lugar y se sacude
el polvo de los pies para decir: “Nos vamos, pero no queremos ni siquiera
llevarnos el polvo que se ha pegado a nuestros pies. ¡No queremos
precisamente nada! Y así se sigue predicando aquí y allá, hasta los confines
del mundo, haciendo así que la iglesia nazca y renazca siempre. Y esto
sucede si los cristianos saben vivir, no si solamente saben anunciar el
Evangelio con las palabras… Lo que es determinante, hoy más que nunca,
no es un discurso, también hecho sobre Dios; no es la construcción de una
doctrina refinada y expresada razonablemente; no es un esforzarse por
convertir en cristiana la cultura, como muchos se han ilusionado.
No, lo que es determinante es vivir, simplemente vivir con el estilo de
Jesús, como él ha vivido: sencillamente ser hombres como Jesús ha sido
hombre entre nosotros, dando confianza y poniendo esperanza, ayudando a
los hombres y las mujeres a caminar, a levantarse, a sanar de sus males,
pidiendo a todos comprender que solo el amor salva y que la muerte no es
ya la última palabra. Así Jesús quita terreno al demonio (“expulsa a los
demonios”) y hacía reinar a Dios sobre hombres y mujeres que gracias a él
conocían la extraordinaria fuerza de volver a comenzar, de vivir, de
esperar, de amar y, por tanto, vivir todavía… El envío a misión por parte de
Jesús no crea militantes y ni siquiera propagandistas, sino que forja testigos
del Evangelio, hombres y mujeres capaces de hacer reinar el Evangelio
sobre ellos mismos hasta tal punto de ser presencia y narración de aquel
que los ha enviado. Testimonia un escrito cristiano de los orígenes, la
Didajé: “El enviado del Señor no es tanto aquel que dice palabras
inspiradas sino aquel que tien los modos del Señor” (11,8).
Nosotros los cristianos debemos siempre preguntarnos: ¿vivimos el
Evangelio o bien lo proclamamos con palabras sin darnos cuenta de nuestra
esquizofrenia entre palabra y vida? ¡La vida cristiana es una vida humana
conforme a la vida de Jesús, no ante todo una doctrina, no una idea, no una
espiritualidad terapéutica, no una religión que persigue el cuidado del
propio yo!

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