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Vivir incómodo: el infierno de dormir entre ruidos,


temblores y carteles luminosos
Por Verónica Dema | LA NACION

Historias de personas asediadas por un vecino invasor e insufrible;


las estrategias para sobrevivir mientras la Justicia mira para otro
lado
20.08.2013 | 04:11

Vivir pegado a una autopista, sentir el temblor de la casa por el


paso del tren, escuchar los llantos de la sala velatoria de al lado,
convivir con un taller de motos. La lista de lugares incómodos para
vivir podría seguir en una parrafada interminable.
Gloria, Camila y Mariana traen como ejemplos sus pequeños
infiernos cotidianos. A Gloria le instalaron frente a su casa un cartel
luminoso que funciona como un televisor gigante que no se apaga
nunca. Camila vive entre una estación de bomberos y una central
de policía; las sirenas, que se encienden hasta cinco veces por día,
la obligan a pausar su vida mientras el terror lo ocupa todo.
Mariana, que compró su casa en una zona tranquila de Palermo a
fines de los 90, hoy padece la música de multitud de bares, las
parvas de basura de restaurantes, los desechos de borrachos y la
imprudencia de automovilistas que estacionan frente a su garaje y la
dejan presa en su casa durante horas.

El cartel luminoso de Gloria

Gloria Slemenson compró la casa donde vive, en la avenida


Federico Lacroze 3472, en el barrio de Colegiales, en 2006. Estilo
antiguo, tres ventanales alargados, altísimos en el frente. El sol de
primera hora de la tarde, justo sobre el sofá donde dormiría su
siesta. Así lo hizo durante seis años. Su vida cambió cuando el
teatro que había frente a su casa se convirtió en la radio Vorterix y
se instaló un cartel luminoso que ocupa todo su frente y se refleja
con sus luces de colores hasta en el último rincón de su hogar,
hasta entonces, apacible.
"Nos pusieron esta especie de televisor que no se apaga nunca y
que pasa las mismas publicidades continuamente y no nos permite
decidir cuánta luz queremos tener, si queremos estar a oscuras. Es
un constante movimiento, un estímulo que no para de molestarte
los ojos", dice Gloria, y su voz es una mezcla de queja y bronca.
Ella lo llama impotencia. También dice que es un odio el que le
genera a veces. "Quilmes, Pepsi, Movistar, Samsung y Sion. Hace
poco agregaron una de Halls", recita de memoria el listado de
publicidades. "Después las caras de ellos, los de la radio; tengo
ganas de tirarles con dardos", se sincera.

"Para no tener el parpadeo del cartel tendríamos que vivir


con las persianas cerradas, herméticas y además colgar
frazadas negras para que no se filtre. Y la realidad es que
a mí me gusta vivir con las persianas abiertas"

La rutina de la familia, que también integran sus dos hijas


adolescentes, cambió con este artefacto inmenso que parpadea
incansable. "Si querés ver televisión en el living tenés que cerrar las
persianas, si querés leer tranquila o usar la computadora, también.
Es todo un preparativo cada vez", dice Milena, una de las hijas,
instalada en la sala de estar, el lugar donde "ya no se puede estar".
Irrita, estresa estar en ese pseudo boliche bailable.
Es de noche, el momento en que el cartel no tiene nada que
envidiarle al que aparece en el capítulo del negocio de pollos en la
serie Seinfeld. Mientras madre e hija hablan de espaldas a los
ventanales sus caras se vuelven rojas, blancas, rojas otra vez. En
los cuadros también rebota la luz del armatoste. Cuentan que el
espacio central de la casa ahora se usa menos. A veces, prefieren
comer en la cocina para no recibir de lleno el impacto del "nuevo
integrante de la familia", como le dicen. En la cocina no se escapan
por completo, sólo se reduce el efecto. En la ventana que da al
patio, ya no se ve el jardín: también se dibuja el cartel. Publicidades,
recitales, las caras de los locutores tamaño gigante.
"Cuando hice una reunión por mi cumpleaños, las primeras dos
horas toda la gente estaba hablando del cartel, porque es el nuevo
protagonista de la casa. Es una invasión total", se lamenta Gloria,
que es arquitecta y cuenta lo mucho que le costó conseguir una
casa que le gustara. Su casa le encanta, a no ser, claro, por el
detalle del cartel. "Cuando mi otra hija festejó su cumpleaños los
amigos le decían: 'Qué linda tu casa, lástima el cartel', lo dice con
pena. Se toma la cabeza. Estar un rato en su casa produce dolor
de cabeza.
Recuerda que cuando eligió vivir en esta casona dedicó tiempo a la
iluminación. Dicroicas en ambos extremos de la biblioteca; lámparas
focalizadas sobre los cuadros, la luz principal más potente, una más
tenue en la zona del sillón. Todo quedó anulado. Aún cuando todas
las luces de la casa de Gloria estén apagadas, parece que el
televisor no cesara nunca.
"Para no tener el parpadeo tendríamos que vivir con las persianas
cerradas, herméticas y además colgar frazadas negras para que no
se filtre. Y la realidad es que a mí me gusta vivir con las persianas
abiertas y me gusta ver la calle y me gusta el barrio y el edificio
donde está el cartel, que es un edificio antiguo que tenía un frente
que estaba bien. Y me molesta esta situación: que de golpe y
porrazo estemos destinados a soportar esto porque alguien decidió
hacer un negocio y no hace otra cosa que pasar publicidades que
genera ingresos a su empresa y no genera nada que valga la pena",
protesta, se enoja cada vez más. Hace un año y el enojo no pasa.
Agotó varias instancias de diálogo: intentó que la atendieran en el
edificio de enfrente, trató de conversar con vecinos -como no les da
de lleno el cartel, dijeron que en sus departamentos viven como si
todas las noches hubiera relámpagos-, hizo al menos siete
denuncias en el CGP de su barrio, en el gobierno porteño, una
presentación en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, participó de
una mediación, pero no tuvo suerte. "Ahí está", dice, señala hacia la
luz roja, blanca, roja otra vez.
Gloria pensó en mudarse, pero no le parece justo. "Me gusta
mucho mi casa. Me da bronca que me la arruinen", dice. "¡Esa
propaganda es la peor!", interrumpe Milena. El cartel es la atención
de las miradas. "Cartel luminoso, es una trampa, es una publicidad
de Sion", lee en voz alta. "Parece una cargada".

Camila y los ruidos molestos

Ver Vivir entre sirenas en un mapa ampliado


Cuando Camila alquiló un departamento en un noveno piso de la
calle Camargo 673, en el barrio de Villa Crespo, no prestó atención
a sus vecinos. De un lado, un cuartel de bomberos, del otro, una
sede de la policía federal, en el contrafrente un colegio, con jardín
de infantes incluido. Las tres veces que fue a verlo no vio
autobombas, ni patrulleros, ni chicos. Ningún sonido extraño que la
alertara.
Pero esa primera noche en su nueva casa, cuando todavía tenía la
mayoría de sus cosas en cajas, empezó a sonar una sirena que la
paralizó. "Estaba cenando tranquila después de un día de ir y venir
con cosas cuando arrancó una alarma muy fuerte, muy chillona. Me
cuesta describirla", dice. "Me asusté, no sabía qué pasaba. Parecía
que sonaba adentro de mi casa", cuenta a LA NACION ahora, casi
un año después del episodio imborrable.
Se asomó al balcón de su pequeño departamento y los vio. "Los
bomberos se movían rápido, con gracia; cada uno parecía saber
qué hacer. Algunos se iban poniendo sus trajes por el camino.
Deben haber sido pocos minutos pero para mí, fueron eternos",
dice. Ella los miraba. No podía hacer otra cosa más que quedarse
ahí esperando que el autobomba se llevara ese agudo total. Esa
noche no ocurrió, pero a veces se unen los patrulleros de la
comisaría. Camila ahora ya sabe eso y sabe también que la sirena
de los bomberos puede sonar hasta cinco veces por día.

"Mientras suena la sirena es una invasión total, olvidate de


hacer nada"

"Mientras suena es una invasión total, olvidate de hacer nada", dice.


La vida se pone en pausa. Si Camila estaba cocinando, tiene que
dejar de hacerlo. Si escuchaba música, debe apagarla. Si hablaba
por teléfono, se ve obligada a cortar. Si miraba una película, pone
stop. Si dormía, se desvela. Incluso en la pileta de la terraza se
paralizan todos.
"A la gente que me conoce no le digo de este problema. A veces
tengo visitas y si se lo encuentran, se lo encuentran. ¿Qué pasa?,
me dicen. Todos se quedan paralizados, no entienden nada",
cuenta. En sus caras revive sus primeras veces. "Se nota que el
sonido los altera".
Con la policía es menos grave, admite. Los escucha menos porque
están en el contrafrente. "La sirena de la policía se suma cuando
hay algo muy importante y entonces sí salen varios patrulleros
juntos. Ahí se escuchan". Nada comparable con la sirena de los
ágiles hombres de mamelucos y cascos.
"El recreo, quiera o no, es mi despertador"

Su primera mañana en el nuevo hogar también fue memorable. Se


despertó cerca de las nueve cuando sonó el primer timbre del
recreo. Desde la ventana de su cuarto subían los gritos de los
chicos que corrían por el patio, cantaban, jugaban. "A la mañana
me despiertan ellos sí o sí; quiera o no son mi despertador", dice.
Camila cuenta que hay días en que le resulta alegre mirarlos
divertirse y se los queda mirando, aún somnolienta. "Otras veces
me dan ganas de que se callen y dejen de gritar. Porque tienen
cantitos grupales, también a veces se cargan entre sí a los gritos",
explica.
Un universo nuevo de voces agudas. Nada comparable con la
sirena de los ágiles hombres de mamelucos y cascos.

Mariana y el caos de vivir en Palermo


Hollywood

Esa noche a mitad de semana, cerca de las once, Mariana se pasó


un buen rato estacionada frente a la casa de Honduras, en el barrio
de Palermo, que luego se decidió a comprar. No se veía un alma
por la calle, tanto que pensó que la tranquilidad le daba un poco de
miedo. Hace quince años de esto. Ahora el barrio que ella describe
está en las antípodas: se convirtió en Palermo Hollywood, una zona
de Buenos Aires donde bares, restaurantes y boliches ocuparon los
lugares de las casas de familia, los vecinos históricos que, de a
poco, se fueron yendo.
Mariana también quiere irse y esa es la razón por la que no quiere
dar su apellido, ni permitir fotos en el frente de su casa. "Tengo que
vender. Hace años que quiero vender", dice, varias veces en la
entrevista con LA NACION. Son las seis de la tarde, el living de su
casa aún no recibe la música tipo marcha del bar contiguo, que se
transforma en boliche con DJ en vivo.
Cuenta que en estos años ya padecieron los más variados
problemas con los nuevos inquilinos: ruidos molestos, humedad,
extractores que no funcionan, bolsas de basura frente a su casa,
tránsito imposible. "Era un barrio de familias. Durante el día había
más o menos movimiento porque estaba el canal América; pero en
los últimos años explotó de día y de noche. Abrieron muchas
productoras y no tenés nunca lugar para estacionar; además están
los restaurantes que funcionan al medio día y a la noche. Después,
tenés los bares/boliche que empezaron a brotar", relata Mariana.
El cambio de entorno empezó a complicar su vida. Con el primer
restaurante que se instaló al lado de su casa el grave problema fue
un extractor que funcionaba en la terraza vecina, pegada a la suya,
y que desparramaba grasa al punto que la familia la clausuró. "No
se usó más ni para tender ropa, ni para estar. Porque subía la grasa
y en la terraza salía algo que giraba, como un dispersor de grasa,
entonces ensuciaba el piso, la ropa, todo", recuerda. Habla de una
"pelea a muerte" con los vecinos. Dos años vivieron así hasta que
los inquilinos se terminaron yendo porque al parecer no les iba bien.
Luego vino otro restaurante. "Cambió el extractor", aclara, como si
fuera un hito en su vida. Mariana pensó que todo iría mejor esta vez.
Pero habilitaron la terraza en verano y la alquilaban para fiestas de
quince. "Ponían karaoke. Era como tener el karaoke acá adentro",
se toma la cabeza de sólo pensar en esas épocas. Hizo tantas
denuncias que logró que suspendieran el servicio de fiestas. En esa
época, frente a ese restaurante abrió otro, tipo parrilla. Fue un caos
de gente. "Se puso de moda, servían bien, barato, no sé. Para
nosotros eran un infierno esos dos locales juntos", dice.
Ahora no la pasan mucho mejor. El bar que se instaló hace casi un
año varias veces por semana contrata a un DJ y pone música en un
local que no tiene aislamiento acústico. "Sigue siendo la misma
casa del 1800 con puertas de vidrio, pero lo usan como un boliche.
No sólo eso sino que habilitaron la terraza y ponen parlantes, con lo
cual es como tener un boliche ahí pegado, al aire libre", relata. Las
terrazas están separadas por una medianera. Incluso Mariana
construyó su habitación allí para escapar a los ruidos de la calle.
Pese a estar preparada con vidrios dobles la música le resulta
"enloquecedora".

"He tenido que bajar en pijama a las tres de la mañana un


miércoles, pararme en el medio del boliche y, hecha una
loca a los gritos pelados, pedir que bajen la música"

A sus hijos adolescentes también les molesta. A veces, en


solidaridad con su madre, van a mitad de la noche a pedir si
pueden bajar la música. "Por el ruido del boliche de al lado he
tenido episodios de bajar en pijama a las tres de la mañana de un
miércoles, pararme en el medio del boliche con toda esa gente
tomando tragos de no sé qué cuernos y yo, hecha una loca a los
gritos pelados, pedir que bajen la música. En el medio, sacada, no
era yo. Y salía y revoleaba sillas", dice, la misma mujer que conversa
amable desde hace una hora en su living. "Como una cosa de
bronca. Porque no podés creer que nadie pueda hacer nada con
esto. Yo quiero dormir no estoy pidiendo nada de otro mundo". La
respuesta que recibe de los dueños de la noche es que ni sueñe
con que bajen la música: la música aumenta el consumo de alcohol
y ese es el negocio.
Al ruido lo sufren todos en la casa. "Como la habitación de mi hija
Vicky da a la calle ella además padece a los que toman en la
vereda. Cuando se levanta su frase es: 'No sabés lo que fue
anoche'. Lo que pasa es que salen borrachos a cualquier hora de
los boliches de por acá. Estacionaron los autos, ni se acuerdan
dónde y gritan, andan de acá para allá, prenden los autos con
música y no se van. Se quedan, se quedan, se quedan", repite
Mariana. Suena cansada.
No son sólo gritos. Encuentran botellas, también orinan en el frente
de la casa. "A veces, hemos encontrado a alguno muy borracho
tirado acá. En ese caso no podemos hacer más que llamar a la
policía, pero si no hizo ningún destrozo no lo pueden venir a
buscar", comenta. Además de personas, también se encuentra con
autos frente a su garaje. No respetan ni el cartel de no estacionar, ni
la línea amarilla; ni los trapitos los intimidan. "Tenemos trapitos, que
todo el mundo los odia pero yo los amo porque evitan que me
estacionen en el garaje", dice. Aunque admite que no siempre da
resultado. A veces ellos se distraen o directamente no les hacen
caso y estacionan frente al garaje.

"Tenemos trapitos, que todo el mundo los odia pero yo


los amo porque evitan que me estacionen en el garaje"

Ya sabe que si llama a la policía le hacen la multa pero no llevan el


auto. Recuerda, no sin pudor, las miles de veces que se metió al
restaurante del lado a buscar al dueño del vehículo. "Entraba, me
paraba en la mitad del lugar y empezaba a gritar: ¿Quién estacionó
en mi garaje? Entonces por ahí se levantaba uno y decía: ¡Ay,
perdón! Otras veces no aparecía nadie, pese a que iba mesa por
mesa", cuenta. Ella se paraba indignada frente a su casa esperando
al infractor. La mayoría de las veces se cansaba antes y se iba.
Cuando volvía, la entrada ya estaba libre.
Casi en la despedida, cuando empieza a cansarse de repasar los
temas por los que quiere vender a toda costa, se acuerda: "¡La
basura! Es un tema porque hay muchos restaurantes. Ninguno
quiere tener su basura en la entrada. Los del frente me ponen el
carrito en la puerta del garaje, imposible de mover lleno de basura.
Entonces salgo con el auto y lo tiro a la mitad de la calle. Ahí lo
dejo", dice. Como no alcanzan los contenedores empiezan a dejar
cosas en la calle. "Más de una vez me encontré con bolsas negras
llenas de carcasas de pollos puestas debajo de mi árbol", dice.
Todo esto está registrado en una veintena de denuncias. "Estamos
con presentaciones judiciales y mediaciones a pleno. Pero cuando
te hacen ver que eso se vuelve el centro de tu vida te das cuenta de
que no vale la pena. Por eso me quiero ir de acá", dice. Hace el
esfuerzo de minimizar su fastidio cotidiano, pero no le resulta fácil.
Muestra, como evidencia de su karma, el cuaderno que tiene con
denuncias -más de catorce- y sus respectivos días y horarios
-miércoles, jueves, viernes; 2, 3, 4 de la madrugada- y el estado en
que están -la mayoría no prospera. "Si no las seguís de cerca, te
archivan las causas. Mañana tengo que llamar por una a ver qué
pasó que nunca vino el inspector a constatar", dice, como para sí.

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