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La cantidad de humedad en el planeta Tierra no ha cambiado.

El agua que bebían los


dinosaurios hace millones de años es la misma que hoy cae en forma de lluvia. Pero, ¿habrá
suficiente para un mundo mucho más poblado?
Por Barbara Kingsolver, Abril de 2010

Mi hija y yo estamos atentas a las maravillas que cada mañana nos salen al paso cuando bajamos
por el sendero de casa para ir a por el autobús escolar. Y todas son el reflejo de la magia del agua:
una telaraña cargada de rocío como un collar de brillantes, una garza del color de la lluvia que echa
a volar desde la orilla del riachuelo… Una mañana increíble nos visitaron las ranas. Decenas de
ellas irrumpieron a nuestros pies, brincando, describiendo arcos saltarines y mostrando sus barrigas
blancas, como si se hubiera desatado una lluvia de anfibios que marcara el inicio de una nueva era
acuática.
Otro día encontramos una tortuga mordedora, con su arcaico caparazón verde oliva. Normalmente
esta criatura no sale de las lagunas, pero alguna oscura ambición la había llevado a adentrarse en
nuestro sendero de grava, aprovechando la semana lluviosa como un trampolín para ir de nuestra
granja a algún otro sitio.
El pequeño riachuelo sin nombre que atraviesa nuestra finca nos tiene maravillados. Antes de
mudarnos al sur de la región de los Apalaches, vivimos durante años en Arizona, donde un curso
de agua permanente de este tamaño sería merecedor por sí solo de una reserva natural. En
Arizona, el estado del Gran Cañón, todo te recuerda que el agua puede cambiar la faz de la tierra,
pues es capaz de partir la roca del desierto y abrir un abismo de kilómetro y medio de profundidad
e infinidad de matices. Allí las ciudades son como bases espaciales, que importan cada mililitro de
agua dulce de ríos distantes o de acuíferos fósiles. Es tal la tendencia humana a considerar el agua
un derecho incuestionable que en las plazas de las ciudades de Arizona aún borbotean las fuentes,
los agricultores siguen con los cultivos de regadío y los jubilados riegan su césped porque les
recuerda los verdes prados del hogar que dejaron atrás. Pero la verdad acecha detrás de todas las
fantasías, y los habitantes del desierto cuentan meses entre una lluvia y otra, viendo cómo los
correcaminos se disputan las valiosas gotas que se escapan de un grifo en el jardín. El agua es
vida. Es el caldo salobre de nuestros orígenes, el palpitante sistema circulatorio del mundo.
Constituye las dos terceras partes de nuestro cuerpo, como el mapa del mundo; nuestros fluidos
vitales son salinos, como el océano.
Aunque a veces subestimamos a la Madre Agua, los humanos sabemos que es ella quien manda.
Levantamos nuestras civilizaciones en la costa y a orillas de ríos caudalosos. A nada tememos más
que a la falta de agua, o a su exceso. En los últimos tiempos hemos provocado un aumento de la
temperatura media de la Tierra de 0,74 °C, algo que podría parecer intrascendente. Pero estas
palabras no lo son: inundaciones, sequía, huracanes, nivel del mar en aumento, diques que no
resisten… El agua es la cara visible del clima, y por tanto, del cambio climático. Cuando varían los
regímenes de lluvias, algunas regiones se inundan y otras se secan. La naturaleza nos da así una
lección de física: el aire caliente retiene más moléculas de agua que el aire frío.
Los resultados están a la vista en las castigadas costas desde Luisiana hasta Filipinas, donde el
aire sobrecalentado del océano produce tormentas colosales como nunca habíamos conocido. En
los parajes áridos, la misma ley de la física amplifica la evaporación y la sequía, visible en las
granjas polvorientas de la cuenca del Murray-Darling, en Australia. En las cumbres del Himalaya
están retrocediendo los glaciares, cuya agua de fusión abastece a zonas muy pobladas. La tortuga
mordedora que encontré en el sendero de mi casa debía de estar buscando un terreno más
elevado. El verano pasado sufrimos una serie de inundaciones que pudrieron los tomates en las
plantas y obligaron a nuestros agricultores a acogerse por tercer año consecutivo a las ayudas para
zonas catastróficas. La década pasada nos dejó más lluvias torrenciales que nunca, con tormentas
de las que descargan cientos de milímetros en un solo día, echan a perder las cosechas y tumban
postes telefónicos y grandes árboles cuyas raíces no tienen suficiente agarre en la tierra saturada
de agua. Calificar hoy esos desastres de «situaciones excepcionales» parece una broma. Cuando
el tiempo meteorológico nos ha dado ya suficientes sorpresas, es imposible permanecer
indefinidamente sorprendidos.
¿Cómo es posible que el mundo cambie tanto ante nuestros ojos? Todo lo que sabemos se basa
en los ritmos del planeta: el agua fluye desde las cumbres nevadas, la lluvia y el sol llegan en sus
respectivas estaciones. El lenguaje humano apareció seguramente para que los mayores
explicaran a sus hijos esas constantes. ¿Qué deberíamos decirles ahora? ¿Que a la certeza de las
cosas se la llevó la riada, que la mató la sequía?
El valle del Bajo Piura, un mundo a años luz de mi húmedo hogar, es una gran cuenca con las
arenas del holoceno más secas que jamás se me han metido en los zapatos. El desierto de Piura,
que ocupa 36.000 kilómetros cuadrados desde el litoral noroccidental de Perú hasta el sur de
Ecuador, alberga gran cantidad de especies espinosas endémicas. Los manuales describen esta
ecorregión como «seca» o «muy seca», y el extremo sur del Bajo Piura es lo más seco de todo.
Entre enero y marzo puede recibir unos 25 milímetros de lluvia, dependiendo de los caprichos de
El Niño, según me explicó mi chófer mientras avanzábamos dando tumbos por el lecho seco del río
Piura, «pero algunos años no llueve nada». Atravesamos durante horas campos incrustados de sal,
arruinados por años de regadío, y valles castigados por un sol cegador donde no vive nada, excepto
grupos diseminados de Prosopis pallida de raíces profundas, probablemente el árbol mejor
adaptado a la sequía, y, extraordinariamente, algunas familias dispersas de Homo sapiens.
Son refugiados económicos en busca de tierra gratis. En el Bajo Piura la encuentran, pero allí la
vida tiene otros costes, y los frágiles ecosistemas áridos también pagan su precio, porque la gente
acelera la desertización al talar todo lo que pueden para obtener leña. Lo que me llevó allí como
periodista fue un innovador proyecto de reforestación. Un grupo de conservacionistas peruanos, en
colaboración con la ONG Heifer International, estaba asesorando a la población en la cría de
cabras, que comen el fruto del mezquite autóctono, rico en proteínas, y dispersan sus semillas por
el desierto. A la sombra de un refugio construido con ramas, una joven madre colocó una olla sobre
un fuego alimentado con estiércol y me enseñó a hacer queso fresco con leche de cabra. Pero no
le resultaba fácil encontrar tiempo para ordeñar las cabras cuando ella y todas las mujeres que
conocía tenían que caminar unas ocho horas al día para ir a buscar agua.
Los maridos estaban perforando un pozo cerca. Trabajaban con palas, encofrado de madera
contrachapada para revestir el pozo de hormigón, centímetro a centímetro, y un cabrestante hecho
a mano para bajar a un hombre hasta el fondo y sacar a la superficie cubos de arena. Una docena
de trabajadores con sombreros de paja se apartaron del pozo para dejarme inspeccionar su obra,
de la que hasta ese momento sólo habían extraído una montaña de arena, seca como el polvo. Me
asomé al fondo de ese agujero negro, y no pude reprimir las lágrimas. No podía entender tanta
perseverancia y me preguntaba cuánto tiempo más resistiría aquella gente acorralada antes de que
la falta de agua pudiera con ellos y los obligara a marcharse a otro lugar.
Cinco años después siguen sacando arena seca, y su difícil situación es como un microcosmos de
la vida en este planeta. No hay otro sitio adonde ir. El 40 % de los hogares del África subsahariana
está a más de media hora del suministro de agua más próximo, y la distancia va en aumento. Los
agricultores australianos no pueden seguir a las lluvias, que se han desplazado hacia el sur y ahora
caen en el mar. Un salmón que se topa con una presa cuando intenta regresar a su torrente natal
no puede cambiar de planes. Tenemos que cavar ese pozo todos juntos, y emplearnos a fondo.
Desde niña he oído que si levantas la vista desde el fondo de un pozo ves las estrellas, incluso de
día. Aristóteles escribió al respecto, y también Charles Dickens. La imaginaria visión de ese círculo
de cielo cuajado de estrellas me ha servido de consuelo en muchas noches oscuras. El problema
es que no es verdad. La civilización occidental no ha tenido prisa en renunciar a ese mito. Los
astrónomos lo creyeron durante siglos, pero al final algunos lo pusieron a prueba y la simple
observación les demostró que era una ilusión.
Tampoco ha tenido prisa la civilización en renunciar al mito de la infinita generosidad de la Tierra.
Convencidos de que ésa era la realidad, nos negamos a ver las pruebas en su contra. Explotamos
los acuíferos y desviamos los ríos. Ahora está cayendo en picado el nivel freático en países que
sostienen a la mitad de la población mundial. Con nuestros dispendios, hemos excedido nuestro
crédito. En 1968 el ecólogo Garrett Hardin escribió un ensayo titulado La tragedia de los bienes
comunes, desde entonces lectura obligada para los estudiantes de biología. Trata de problemas
que sólo se pueden solucionar mediante «un cambio en los valores humanos o las ideas sobre
moral» en situaciones en que la búsqueda racional del interés personal conduce a la ruina colectiva.
Los pastores que comparten unos prados de propiedad común, por ejemplo, incrementarán poco a
poco los rebaños hasta destruir el recurso por sobrepastoreo. En lugar de eso, lo correcto es llegar
a un acuerdo para la autoimposición de unos límites, algo que desde el punto de vista del interés
personal sería impensable en un principio. A pesar de que nuestras leyes llevan implícita la
invariabilidad de la moral, Hardin sostuvo que «la moralidad de una acción depende del estado del
sistema en el momento en que dicha acción se lleva a cabo». Seguramente no era pecado cazar
alguna paloma migratoria norteamericana para hacerse un pastel de carne cuando esta ave, hoy
extinguida, abundaba en el continente.
El agua es el bien común fundamental. Hubo un tiempo en que los ríos parecían tan ilimitados como
aquellas palomas que, por su número, oscurecían el cielo, y la idea de proteger el agua parecía tan
ridícula como la de embotellarla. Pero las reglas cambian. En repetidas ocasiones las sociedades
han estudiado los sistemas hidrológicos y han redefinido lo que consideraban un uso racional.
Ahora Ecuador se ha convertido en el primer país del mundo en consagrar en su Constitución los
derechos de la naturaleza, de tal modo que los ríos y los bosques no son simples propiedades sino
que mantienen su derecho a prosperar y florecer. Bajo esa legislación, un ciudadano puede acudir
a los tribunales en nombre de una cuenca fluvial degradada, porque la sociedad reconoce que su
salud es de vital importancia para el bien común. Es posible que otros países sigan el ejemplo de
Ecuador. Las facultades de derecho están ahora reformando sus programas de estudios para
comprender y reconocer los derechos de la naturaleza.
Sobre mi escritorio, un vaso de agua capta la luz de la tarde, y yo sigo en busca de maravillas. ¿De
quién es esta agua? ¿Cómo puedo decir que es mía si su destino es pasar por los ríos y los seres
vivos, en un ciclo eterno? Es una reliquia antigua y resplandeciente, temporalmente confinada en
mi vaso, lista para reunirse otra vez con el resto del agua y mover montañas. Es la moneda de
cambio de la biología, y lo bueno es que podemos conservarla de innumerables maneras. A
diferencia del petróleo, el agua siempre estará con nosotros. Nuestra confianza en la infinita
generosidad de la Tierra era hasta cierto punto fundada, pues cada gota de lluvia volverá tarde o
temprano al océano, y éste ascenderá al firmamento en forma de nubes. Pero hasta cierto punto
era también infundada, porque nosotros no somos importantes para el agua, sino a la inversa.
Nuestra misión consiste en encontrar maneras razonables de sobrevivir dentro de sus límites. El
impulso de los hechos demostrados, la guía de la ciencia y el empeño por proteger los bienes
comunes serán las herramientas de un nuevo siglo. Si contemplamos nuestro planeta de agua con
los ojos abiertos a la maravilla y el asombro, sabremos mejor lo que está en juego, y
comprenderemos cuál es nuestro lugar.

Tomado de: http://www.nationalgeographic.com.es/

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