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Nunca le gusto ese color negro azabache y esa mañana parecía arder con más

fuerza ese odio añejo mientras despedazaba a mordidas una hogaza de pan.

Incrustados los codos en la mesa de madera, hundía su mirada impaciente en el

fondo de un tazón de té de hoja y canela. El aroma de la tierra húmeda calmaba el

hervor de su sangre evocando recuerdos de una infancia de cerros y praderas.

Pero el galope afuera de la ventana lo anclaba de vuelta a la realidad, y el destello

de la crin como una sombra luminosa, junto a la ventana de la cocina, el vendaval

del diablo.

El paso rítmico emulaba los latidos de un corazón intranquilo, ansioso. Ambos

estaban envueltos en el vértigo de la expectativa. Juan, esperando enfrentar en

aquel encuentro, un dolor que lo descolocaba. Diablo, convertido en un regalo

obligado, mientras amansado a la fuerza, batallaba con aquellas riendas. Ambos

en sus condenas se aprestaban al sendero. El hombre se levantó de la mesa

encorvado sin sacar sus ojos del fondo del tazón, como temeroso de enfrentar la

altiva figura del corcel, y los recuerdos. Se sumergió en el mar de polvo que se

elevaba en el patio, resignado. El sol pegaba duro y paso su palma abierta por los

surcos de su cara trabajada, sintió el reptar áspero de su trabajo y se sintió de

pronto tan pobre, tan triste. Y la recordó.

Isabel era una niña de ojos vivaces, de negra cabellera ondulada y rebelde.

Siempre sonreía con ojos cerrados. Siempre con una fruta fresca en su mano, la

que mordía con voracidad atropellando las palabras de alguna idea rebuscada. Se

sentaba a la sombra del naranjo, a mirar la cosecha de la estación. Su voz era

dulcemente grave, se calaba en el tímpano, como un acento pegadizo. Siempre se


tomaba del brazo de Juan y le hacía preguntas incomodas, para soltar una

carcajada al verlo sonrojarse. Esa incomodidad fue la que nunca le permitió decirle

que le quitaba el sueño, por temor a escuchar esa carcajada devorando el poco

valor que le quedaba. El silencio lo devoro más lento, llevándolo de una tímida

juventud a una amarga adultez. Ahora emprendía rumbo a dejar el obsequio. Un

largo viaje para entregar a su mejor potro, un lindo regalo de su patrón a su yerno.

Las sierras se abrían al paso del binomio. Hombre y bestia marchando a su

destino, ambos resignados. Diablo parecía notar la tristeza de su cuidador, y a

cada tanto relinchaba tirando las riendas hacia el poniente, a lo alto de la sierra.

Juan miraba como escudriñando una guarida y después volvía sus ojos al

polvoriento sendero. El mediodía golpeaba su nuca sin sombrero, el pelo de

Diablo hervía, y no parecía haber tregua entre el sol y los viajeros. Diablo dio un

tirón brusco y acelero el paso hacia los pastizales. Juan lo miro, ajeno, y después

de un respiro reaccionó. Corría con inusitada fuerza tratando de no perder al

animal mientras el sendero a su espalda se desvanecía. Las sombras

comenzaban a engullir el paisaje cuando lo encontró pastando en una explanación

desconocida donde la sombra era contenida en una forma curiosa que dejaba solo

iluminado al corcel frente a sus ojos, casi como una imagen onírica. Se sintió

mareado y extasiado de la figura épica, parecía casi un cuadro. Mientras se

encontraba absorto en aquel fresco, el grito de una bandada lo alcanzó de golpe y

un destello dio paso a un cielo estrellado. Tocó su sien con la mano húmeda y

sintió el fuerte olor a hierro. Una caída inesperada lo condenaba a la fría noche.
Sobre su rostro vio el rostro de Isabel en las estrellas, lo último tibio que sintió

fueron sus lágrimas, pensando en su amada. Sintió su cuerpo enfriarse en la

gélida noche precordillerana, hasta que sus latidos se convertían en suaves

galopes. Trato de gritar y aferrarse a la vida, y sintió su voz como un relincho

desesperado.

Cuando Juan notó que había muerto, miraba de frente su cadáver azul. Respiro

profundo mientras los vapores abandonaban su boca. Se sintió tranquilo,

extrañamente. Logro levantar su cadáver y ponerlo sobre su lomo, y galopo

lentamente.

Isabel lloro desconsoladamente al ver el triste espectáculo llegar al portal de la

hacienda. Abrazo el cuerpo inerte que se recostaba sobre el negro pelaje de la

bestia. Lo beso como quien besa la oportunidad de detener el tiempo, con

desesperación. El patrón la tomo del brazo y la forzó a avanzar hacia la casona.

Juan sintió que su corazón se aceleraba y galopo fuerte hacia ella, empujando con

su costado al patrón. Isabel miro sus ojos equinos profundos y comprendió lo

sucedido con extraña intuición. Acomodo el cuerpo inerte y subió sobre el potro

para avanzar hacia las sierras y perderse en el gris espesor de la tarde. Juan

galopo con fuerza salvaje, por colinas y arroyos y recordó aquella ensenada donde

vio la imagen tan hermosa de Diablo antes que el le diera ese gran obsequio. Juan

sacudió su crin y sintió las tibias manos de su amada Isabel y se perdieron en el

destello de aquella sombra de forma desconocida.

A veces los arrieros llegan a la hacienda, y preguntan por la mujer en el caballo

negro que corre libre por los campos. Algunos incluso dicen haber escuchado una
risa que es como un acento pegadizo. Alguna vez ellos le han regalado una

manzana a la mujer y su caballo y ella ha sonreído con ojos cerrados.

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