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ENTRECLÁSICOS POR RAFAEL NARBONA

A la sombra de Marcel
Proust: la gloria del
Goncourt
La candidatura del escritor a este galardón fue
problemática desde el principio. Su mundo Tribunas anteriores
literario parecía inadecuado para una posguerra
ensombrecida por las víctimas ' 'Las bodas de Fígaro' en el
Teatro Real: ¡Qué mal
por Rafael Narbona 3 diciembre, 2019 - 08:12 ( GUARDAR envejece lo que envejece mal!
23 abril, 2022 - 08:56

B
orges afirma que una página de Proust nos despierta la misma
' 'El ángel de fuego' de
resignación que una tarde fría y lluviosa, donde las horas pasan Prokófiev abrasa el Teatro
al compás del tedio. Borges era perspicaz y, a veces, cruel. Real
Estaba dispuesto a sacrificar la verdad y la objetividad en el 23 marzo, 2022 - 08:21
altar del ingenio. Esta peculiaridad de su carácter, que lo
emparentaba con los dandis aficionados a brillar en los salones mundanos, Los últimos
propicia la arbitrariedad y la injustica. Su opinión sobre Proust está más
Opinión
cerca de la ocurrencia que del juicio fundamentado con argumentos
Rafael Sánchez
consistentes. Lo cierto es que Marcel Proust fue uno de los grandes
Ferlosio, en el
renovadores de la novela. Ocupa un lugar destacado entre los
candelero
padres de la literatura contemporánea. Vulnerable, apasionado, cortés Ignacio Echevarría
y refinado, su vida frívola retrasó su reconocimiento literario. André Gide
Opinión
rechazó el manuscrito de Por el camino de Swann, sin prestarle mucha
atención. Su gesto puede compararse con la ceguera de Sainte-Beuve con Con esperanza y con
Balzac. Escritor tardío con una obra interrumpida por una muerte miedo
prematura, la vocación literaria de Proust no es un brote crepuscular en el
Javier Gomá
otoño de su breve vida, sino una necesidad que le acompañaba desde la
niñez. Desde muy temprano, sintió la urgencia de transformar sus Café Torino

impresiones en literatura. Minucioso observador, no podía contemplar Arte y artimaña del


un tejado o un reflejo de sol sobre una piedra, sin experimentar una punzada perfume navideño
interior que le demandaba emprender una búsqueda incansable de las
Manuel Hidalgo
palabras capaces de expresar su percepción. Sin embargo, las palabras se
resistían a fluir, ocultándose en la penumbra de una incipiente conciencia Opinión
artística. Sus primeros pasos como escritor consistirán en contener Vicente Zabala de la
la respiración para escuchar su propio pensamiento, intentando Serna: faro de la
atisbar ese más allá donde la realidad y el estilo se encuentran crítica taurina del
para alumbrar una voz jamás oída. Durante veinte años, Proust se tiempo presente
Luis María Anson
debatió con las palabras para liberar esa voz, que bullía en su mente,
anhelando la oportunidad de hablar con la exactitud de la intuición poética.
En la emoción estética, el olor de un camino o el matiz de una piedra dejan de
ser algo efímero para transformarse en un hallazgo artístico perdurable.

El largo camino hacia Swann


Marcel Proust no escribió para entretener. Su largo ciclo narrativo no
desdeña el humor, pero su sentido último no es seducir con sus destellos de
ingenio, verdaderamente notables, sino mostrar la felicidad de hallar una
forma para transmitir una vivencia. Cuando Proust entiende que ha logrado
su objetivo de trasladar al papel sus recuerdos y sensaciones, no puede
reprimir su alborozo. La certeza de haber logrado describir un campanario
con las palabras justas libera cualquier inhibición: “me puse a cantar a voz en
cuello, como si yo hubiese sido una gallina y acabase de poner un huevo”.
Proust descubre que el secreto del arte consiste en sobrevolar la propia
existencia con una perspectiva que funde el yo y el nosotros. El artista pulsa
la cuerda de lo subjetivo para extraer un sonido con la resonancia de lo
universal. No es un ejercicio sencillo, sino una forma de ascesis que implica el
sacrificio de la intimidad. El artista no puede ocultar nada. Debe
exponerse y sufrir los rigores de la intemperie. Nacido en París en
1871, Marcel Proust creció en un hogar privilegiado. Su padre, Adrien Proust,
era un prestigioso médico; su madre, Jeanne Weil, judía, era una mujer
delicada y culta, que inculcó en su hijo el amor a los clásicos y la delicadeza
en el trato. Generoso hasta la insensatez, Proust repartía propinas
principescas entre camareros y botones. En alguna ocasión, regresó a un
hotel o restaurante tras reparar que se había olvidado de gratificar a algún
empleado. Siempre utilizaba el mismo pretexto: “Debe ser tan triste sentir
que te dejan de lado”.

Enfermo desde niño, Proust desarrolló una exquisita sensibilidad para


comprender los sentimientos ajenos. Atento y desprendido, no quería
lastimar a nadie. La ternura de su madre educó sus sentimientos,
instigándole el deseo de agradar. Su niñez transcurrió entre lecturas y paseos
por los Campos Elíseos acompañado por una vieja criada. Pasaba sus
vacaciones en Illiers, cerca de Chartres. Su fascinación por los paisajes de la
Beauce y del Perche inspirarán el imaginario Combray. Estudiante del Liceo
Condorcet, destacará en filosofía por sus frases sinuosas y reflexivas. En los
últimos cursos, realizará sus primeros esbozos literarios. Poco después,
fundará la revista literaria El Banquete con varios de sus condiscípulos. A los
diecisiete años, se introducirá en los salones más elegantes de París, logrando
una rápida popularidad. Tras un fracaso sentimental, tomará
conciencia de su homosexualidad, que siempre ocultará con
extremo cuidado. Aún flotaba en el ambiente el trágico final de Oscar
Wilde, encarcelado por sodomía y expulsado de la sociedad galante que antes
le aplaudía. Valiente y con un creciente autodominio, Proust adquirirá la
manía de batirse en duelo por cualquier nimiedad. No esperará a ser llamado
a filas para realizar su servicio militar. Se presentará voluntario. El clima de
orden y camaradería del ejército, lejos de molestarle, le resultará muy
gratificante. Incluso intentará reengancharse, pero le rechazarán por su mala
salud. Una nueva herida en su corazón hiperestésico. Volverá a los salones
elegantes, conociendo a Anatole France y a Alexandre Dumas. Cursará
derecho para complacer a su padre, pero nunca ejercerá. Tildado de snob,
aprovechará su vida social para estudiar el comportamiento humano. En el
“gran mundo” del XIX, hay comedia y tragedia, ligereza y drama. Para su
mirada, nada es irrelevante. Un artista no es más interesante que
una costurera. Ambos poseen rasgos dignos de ser narrados. En busca del
tiempo perdido será la catedral que recoja todas las clases sociales,
mostrando sus complejas relaciones.

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Léon-Pierre Quint nos ha dejado un emotivo retrato del escritor: “Grandes


ojos negros, brillantes, mirada de extrema dulzura, voz más dulce aún, un
poco jadeante, indumento muy rebuscado, amplias pecheras de seda, una
rosa o una orquídea en el ojal de su levita, sombrero de copa de alas planas
que en aquel entonces se dejaba al lado del sillón; después, poco a poco, a
medida que la enfermedad le vencía y también que la familiaridad le daba
valor para vestir como le acomodaba, comenzó a aparecer en los salones,
incluso de noche, con su pelliza, que usaba tanto en verano como en invierno,
pues siempre tenía frío”. En 1896, con veinticinco años, costea la publicación
de su primer libro, Los placeres y los días, una colección de poemas en prosa
prologada por Anatole France. André Maurois señala que en la obra hay
“unos pocos gramos de metal precioso” escondidos entre las piedras. El libro
pasa relativamente desapercibido. La salud de Proust empeora. Ya no tolera
el campo ni la orilla del mar. En 1893, conoce al aristócrata Robert de
Montesquiou. De su brazo, traspasará el umbral de los salones más
exclusivos. La experiencia le sirve para escribir una novela que dejará
inacabada, Jean Santeuil. Publicada póstumamente, la obra contiene las
semillas que fructificarán en À la recherche du temps perdu, incluida su
fervorosa defensa del capitán Dreyfus. Proust empieza a sentir el
apremio de combatir el paso del tiempo, devastador e
inmisericorde, por medio del arte, la única eternidad al alcance
del hombre. El artista es el sacerdote de la belleza. La felicidad no
pertenece a este mundo, sino al dominio de la imaginación, donde hasta lo
más pequeño e insignificante se transforma en un milagro imperecedero.
Alumno de Henri Bergson, Proust asimiló que la palabra no es una
sucesión de instantes, sino un proceso cuya unidad solo puede
captarse mediante la experiencia interior. El tiempo real es “duración”
y solo se revela a la intuición.

El descubrimiento de John Ruskin proporcionó las claves que


completaron el orbe proustiano. El escritor reunió las pocas fuerzas que
le quedaban para viajar a Amiens y Venecia, embriagándose con el paisaje
arquitectónico. Ruskin sostiene que la naturaleza y el arte deben fundirse,
mostrando la armonía del cosmos. El gótico logró esa hazaña, levantando
edificios que mezclaban sofisticación y sencillez. Ruskin educó la mirada de
Proust. Le enseñó a mirar las flores, las nubes, las olas. Le reveló la pureza
, de  Fra Angélico, la delicadeza de las estampas japonesas y el detallismo de -
Holbein. Con ayuda de su madre, Proust tradujo Sésamo y lirios (1865) y La
Biblia de Amiens (1880-1885). Los elogios de Bergson no evitaron el fracaso
editorial de sus traducciones.

En 1903 muere el padre de Proust; en 1905, su madre. Ninguno llegará a


conocer el éxito de su hijo. El sentimiento de duelo se alía con el naufragio de
su salud. El escritor se recluye en el 102 del bulevar Haussmann de París.
Tapiza de corcho su dormitorio y mantiene las ventanas cerradas para
protegerse de un exterior cada vez más hostil con su asma. Afectado por un
frío crónico, Proust solo usa prendas de lana que calienta en un brasero. Se
pasa la mayor parte del tiempo en la cama. Apenas come. Sostiene su cuerpo
y su mente con grandes dosis de café. Solo sale de noche. Se acerca al Ritz y a
los jardines de su niñez para buscar ideas. Habla con los camareros para que
le informen sobre esa vida social donde ya solo es un extraño. Entre 1910 y
1922 escribe En busca del tiempo perdido. La Nouvelle Revue Française
rechaza Por el camino de Swann. En 1913, Proust consigue que Bernard
Grasset publique la obra, pero costea la edición. El estallido de la Gran
Guerra aplaza hasta 1919 la publicación de A la sombra de las muchachas en
flor, que saldrá a la luz con el aval de la prestigiosa Gallimard. La obra
obtendrá el Premio Goncourt. Por fin, la gloria llama a la puerta, pero
no lo hará con dulzura y serenidad, sino con verdadero estruendo,
desatando una campaña contra Proust, ese petimetre que escribe
desde su estrafalaria guarida, lejos de las cruces sembradas por las
tempestades de acero del mayor conflicto bélico de la historia.

Proust, Premio Goncourt 1919


El escritor y crítico literario Thierry Laget ha escrito un peculiar ensayo sobre
el galardón que consagró a Marcel Proust. Con una espléndida traducción de
Laura Claravall, Proust, Premio Goncourt. Un motín literario (Ediciones del
Subsuelo) no es un tedioso y pulcro estudio académico, sino un texto muy
proustiano que oscila entre el humor, el análisis psicológico y el apunte
nostálgico. Autores de un Diario que ha sobrevivido a los cambios estéticos y
sociales, y de un puñado de novelas de corte naturalista, los Goncourt
establecieron en su testamento la creación de un premio de novela que
dignificara un género menospreciado por la Academia Francesa. El galardón
comenzó a concederse en 1903 y su intención inicial era estimular a los
jóvenes novelistas, proporcionándoles los medios necesarios para escribir sin
agobios materiales durante un tiempo. Diez críticos o escritores compondrán
la Academia Goncourt, que otorgará un premio anual dotado con cinco mil
francos. Una cantidad insignificante para un autor que deja propinas de
cincuenta francos. La candidatura de Proust fue problemática desde
el principio. Nadie podía acusarle de cobardía, pues su enfermedad le había
impedido combatir en las trincheras, pero su orbe literario parecía
inadecuado para una posguerra ensombrecida por el llanto de las
viudas y el desamparo de los huérfanos.

La crítica había destacado la prosa minuciosa y ondulante de Proust, un


extraordinario cauce para el despliegue de la memoria. Robert Dreyfus
describe al escritor como un “pintor del mundo” con la rutina de un
ermitaño. Denys Amiel explica que “Marcel Proust ejerce el arte de escribir
como un vicio por el que lo sacrifica todo; da la sensación de que prepara su
escritorio como el bambú para el opio”. Proust es una leyenda, una especie de
vampiro con una pluma sublime capaz de describir con inigualable
inspiración “la forma del tragaluz por donde la claridad llega hasta su cueva”
(Binet-Valmer). Léon Daudet será el principal valedor de Proust para el
Goncourt. A la sombra de las muchachas en flor compite con Las cruces de
madera, de Roland Dorgelès, un excombatiente que narra con hondo
patetismo sus experiencias en las trincheras. Casi todo el mundo considera
que Dorgelès se llevará el premio, pero seis votos contra cuatro entregarán el
Goncourt a Proust. Las reacciones no se hacen esperar. Se dice que Proust es
“un Balzac degenerado”. Es rico y no es joven. El jurado ha incumplido las
condiciones establecidas. Furioso, Daudet, primer presidente de la
Academia Goncourt, replica que se premia al talento, no a la
juventud, y que Proust “se adelanta a su tiempo en más de cien
años”. Sus argumentos no aplacan los ánimos. Proust recibe la noticia con
serenidad. Cuando su criada Céleste interrumpe su descanso anunciándole
que ha sido premiado con el Goncourt, responde: “¿Ah?”. Posteriormente,
Céleste evocará su reacción, comentando: “siempre era así, dueño de sus
emociones en cualquier circunstancia, nunca rompía su armonía”.

La comitiva de Gallimard, que ha acudido a felicitarlo, se queda


desconcertada con el aspecto del apartamento 102 del bulevar Haussmann:
un frío glacial, penumbra en pleno día, olor a rancio. El escritor, muy pálido,
emerge de un dormitorio espartano, con una cama con barrotes de hierro y
pocos muebles. Solo tres mesas de trabajo llenas de papeles testimonian el
esfuerzo titánico de un escritor al que la muerte ya le pisa los talones. Proust
da instrucciones a Céleste. No quiere recibir a los periodistas ni a los
fotógrafos. No piensa alterar su rutina. Eso sí, transmite su gratitud a Léon
Daudet. En los días siguientes, la izquierda y la derecha colman de insultos a
Proust, acusándole de ser rebuscado, insulso e insano. Su obra es un obsceno
ejercicio de “onanismo sentimental”. Solo unas pocas voces salen en defensa
del escritor. René Clair, futuro cineasta, escribe que las Muchachas de Proust
“despiertan, en nuestra memoria, una multitud de fantasmas íntimos
persistentes o ligeros”. Léon Daudet augura un largo porvenir a la literatura
de Proust: “Vincula la literatura y la poesía con la alucinación y la ciencia.
Abre el camino a todos los descubrimientos, en todos los ámbitos”. Los
detractores de Proust continúan con su labor de desprestigio, ridiculizando al
escritor. Solo bebe leche, desayuna por la noche, vive rodeado de bibelots, no
soporta el ruido, enferma con el olor de las flores, vive cómodamente
desconectado del mundo hasta el extremo de ofrecer cien francos por una
botella de agua. A la sombra de las muchachas en flor es el fiel reflejo de ese
mundo enfermizo. Hasta la edición de la obra es desagradable: más de
cuatrocientas páginas en una letra minúscula. Párrafos interminables, sin un
punto. El perfecto lecho para mortificar al lector. El motín indica
claramente que Proust es un gran innovador, pues solo los
visionarios concitan tanta enemistad.

Los defensores de Proust surgen a veces por el lado más inesperado. Jacques
Riviére sentirá nostalgia de su literatura durante su estancia en un campo de
prisioneros alemán. En un ambiente tan sombrío, la prosa de Proust es un
soplo de belleza que apela a los impulsos más nobles del alma humana.
Robert Proust, cirujano del Estado Mayor del general Charles Mangin,
descubre que el militar aprecia los libros de su hermano Marcel. Más
adelante, supervivientes de los campos del Lager nazi y del Gulag
soviético, confesarán que el recuerdo de la literatura de Proust fue
“alimento para el espíritu”. El deseo de volver a Combray o Balbec, dos
lugares imaginarios, les ayudará a soportar las penalidades de infiernos
tristemente reales. Se acusa a Proust de reaccionario y clerical, sin reparar en
que es un hombre de izquierdas, judío y nada religioso. Léon Daudet, un
conservador a machamartillo, recuerda que no se debe mezclar moral y
creación artística. La patria es sagrada, pero se debe mandar a la mierda
cuando se trata de juzgar el arte o la literatura. El mundo de Guermantes,
siguiente novela de À la recherche, no decepciona a Daudet: “Cuando pienso
que observa todo esto desde su cama –ya que prácticamente no se levanta
usted casi nunca, ¿verdad?- me pregunto para qué sirve estar de pie”. Como
apunta Thierry Laget, el tiempo le dio la razón a Daudet. Proust abrió
caminos, trascendiendo su siglo. Su labor creativa nos enseñó a mirar el
pasado con una nueva perspectiva. La “memoria involuntaria” abre
brechas en el aquí y ahora, devolviéndonos lo que quedó atrás. El
tiempo vuelto a encontrar no es un simple vestigio del ayer, sino
una vivencia nueva que enriquece el presente, evidenciando la íntima
unidad del tiempo.

Proust quizás podría haber vivido unos años más. Abusaba de los somníferos,
no cuidaba la higiene, apenas se alimentaba y su ánimo rozaba la depresión.
Pese a todo, no cesa de escribir y corregir. A veces se levanta de la cama
penosamente para hacer una acotación. Aún le da tiempo de ver la
publicación de Sodoma y Gomorra, y llega a escribir la palabra “Fin” en el
último de sus cuadernos. Ha cumplido su misión. No ha sido feliz, pero su
vida está justificada. Cuando contrae una pulmonía, se niega a recibir la visita
de un médico. Fallece el 18 de noviembre de 1922. Fue enterrado en el
cementerio de Père-Lachaise, donde descansa junto a los restos de su padre y
de su hermano. Aún transcurrirían cinco años antes de que se terminaran de
publicar las últimas novelas de À la recherche: La prisionera (1923), La
fugitiva (1925) y El tiempo recobrado (1927). Es inevitable recurrir a las
palabras que escribió Proust para comentar la muerte de Bergotte, el gran
escritor que concibió a partir de Anatole France y, en menor medida, de Paul
Bourget: “Estaba muerto, ¿muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo?
Ciertamente, ni las experiencias espiritistas ni los dogmas religiosos aportan
la prueba de que el alma subsista. Lo que puede decirse es que todo sucede en
la vida como si nosotros entrásemos en ella con la carga de obligaciones
contraídas en una existencia anterior”. ¿Descarta Proust completamente la
idea de la resurrección? Nos da él mismo la respuesta: “Lo enterraron, pero
toda la noche fúnebre, en las vitrinas iluminadas, sus libros expuestos de tres
en tres, mezclados como ángeles de alas desplegadas, semejaban para aquel
que ya no existía el símbolo de su resurrección…”. Si la eternidad es triunfo
sobre el tiempo, Proust es inmortal. Su obra flamea como una llama
perpetua.

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) MARCEL PROUST

R E G A L O D I R E C TO D E B I E N V E N I D A

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