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Sembia es una tierra de riqueza y poder, donde familias rivales compran y venden todo lo

imaginable, incluso la vida.


En este despiadado reino, la familia Uskevren debe mantener la más escasa mercancía de
todas: el honor.
Pero incluso ellos tienen secretos, al menos tantos como enemigos.
Esta antología formada por siete relatos no sólo introduce un reino donde habitan el bien y
el mal y a una familia de atribulados héroes, sino la totalidad del extraordinario mundo de
Reinos Olvidados. Sus aventuras, y las tuyas, comienzan aquí.
Ed Greenwood & Clayton Emery & Dave Gross & Lisa Smedman & Paul S.
Kemp & Richard Lee Byers

El palacio de las tempestades


Reinos olvidados: Saga de Sembia - 1

ePub r1.0
Etriol 18.05.14
Título original: The Halls of Stormweather. Sembia: Gateway to the Realms. Book 1
Ed Greenwood & Clayton Emery & Dave Gross & Lisa Smedman & Paul S. Kemp & Richard Lee Byers, 2000
Traducción: Ignasi Juliachs & Patricia Nunes
Ilustraciones: Raymond Swanland & Terese Nielsen
Retoque de cubierta: Piolin
Escaneo: maperusa

Editor digital: Etriol


ePub base r1.1
Una historia en siete partes acaecida entre los muros de la poderosa ciudad de Sélgont, situada en
la costa septentrional del mar de las Estrellas Fugaces, en el reino de Sembia.
Corre el invierno del año del Arpa sin Cuerdas, 1371 según el cálculo del Valle. Sembia
prospera gobernada por los muchos y opulentos príncipes comerciantes.
Conozcamos aquí a uno de los poderosos señores del comercio en Sembia, y a su familia, los
Uskevren.
EL PATRIARCA

EL CÁLIZ ARDIENTE
Ed Greenwood

—¿Algún otro asunto? —preguntó con calma el señor de la Casa Uskevren mientras miraba por
encima del borde de su copa.
La luz de la lámpara brilló sobre los últimos pedazos de hielo endulzado y los vinos servidos con
ellos. Sólo la leve tensión de su mandíbula tras la copa insinuaba el disgusto que Thamalon Uskevren
sentía por compartir cena, en su propio salón de fiestas, con sus dos rivales más odiados, además de
acreedores.
—Oh, sí, Uskevren —respondió con una indolencia que no engañaba a nadie el hombre del
cabello entrecano y ojos de color esmeralda, tan afilados que parecían lanzar destellos metálicos—,
hay otra cosa. —Presker Talendar sonreía melifluo—. He traído conmigo a alguien que arde en
deseos de conoceros.
Se inclinó hacia adelante uno de los cuatro hombres que hasta aquel momento habían
permanecido en silencio sentados entre Talendar y Saclath Soargyl, el obeso y sarcástico hijo de un
hombre que había tratado de asesinar a Thamalon en seis ocasiones y contratado, además, al menos a
una docena de sicarios para propiciar un súbito final a los días del señor de los Uskevren. Algo
parecido a una sonrisa afloró a su rostro. Ese hombre era un extranjero y vestía un jubón de paño
verde de Mostreviller con leones rampantes. Se parecía a Perivel, el hermano mayor de Thamalon,
desaparecido cuando era joven y vigoroso, hacía muchos años. ¿Había tenido tiempo Perivel
entonces para engendrar a un hijo en secreto?
Thamalon conocía de vista a los otros tres comensales sentados a su mesa. Uno era Iristar
Velvaunt, un frío mago cuya presencia allí, aquella noche, debía de costarle a los Talendar como
mínimo varios miles de fivestars. Era el encargado de impedir que los ánimos estallaran y fueran a
más… o de conjurar las muchas amenazas que un anfitrión pudiera esgrimir contra los invitados en su
propia casa.
El hombre al lado de Velvaunt era Ansible Loakrin, legislador de Sélgont. Loakrin era
propietario de un rostro tan cuidadosamente inexpresivo como el de Thamalon.
El tercer hombre, el de menor estatura y más grueso de todos los reunidos, era un sacerdote cuyas
prendas lo delataban como sirviente de Lathander, deidad de la creación y la renovación. Su nombre
había escapado a los oídos de Thamalon. Sin embargo, sí que había visto que varias fuentes de ganso
con nueces tostadas y tres jarras de buen vino habían caído en las manos de ese sujeto, lord Flame de
Lathander.
Aquellos tres estaban allí como testigos de las posibles estratagemas que el hombre de verde y
Talendar hubieran urdido, además de contribuir a evitar que se desenvainaran los aceros.
Thamalon arqueó las cejas fingiendo interés, lo cual distaba mucho de lo que realmente sentía.
—¿Y ahora que me conocéis…? —apuntó con tacto.
—…lamento la naturaleza tan distante y formal de mi recepción. —El hombre de verde acabó la
frase—. Al fin y al cabo, Thamalon, soy tu hermano.
Se detuvo para dar tiempo a que Thamalon jadeara y lanzara una exclamación de sorpresa. Pero
el señor de la Casa Uskevren sólo le ofreció un silencio calmo, acaso acompañado del leve arqueo
de una ceja.
Antes de que el silencio se extendiera por el salón, aquel hombre de verde se irguió, y en un tono
bajo, que no impidió que lo oyeran los inmóviles sirvientes distribuidos a lo largo de los muros e
incluso la criada que limpiaba el polvo del rincón más alejado de la estancia, dijo:
—«Que todos aquí sepan la verdad de mi legado. Yo soy Perivel Uskevren, el legítimo heredero
de mi señor padre, Aldimar, y amo de la Casa Uskevren. Esta casa está sujeta a mi legítimo derecho,
sus monedas fluyen según mi deseo, y como yo establezco, bajo este designio permanecerán los
Uskevren».
Aquellas palabras correspondían al antiguo ritual, establecido por las leyes de Sembia. El señor
de un linaje controlaba todas las inversiones y los acuerdos comerciales. Si en verdad aquel hombre
era Perivel, el Palacio de las Tempestades, la admirable residencia en la ciudad de los Uskevren,
tenía un nuevo dueño. En un instante, Thamalon perdería toda autoridad sobre la fortuna que tan
laboriosamente había recuperado, y aquel extranjero gobernaría de entonces en adelante.
No obstante, había un pequeño detalle que se interponía: Perivel Uskevren había fallecido hacía
más de cuarenta años.

El último recuerdo que Thamalon tenía de su hermano acudió a su mente, tan diáfano y horroroso
como siempre. El Palacio de las Tempestades ardía, y allí estaba Perivel gritando desafiante en el
centro de un verdadero infierno hecho de vigas que se venían abajo en medio de un fuego devorador;
su espada lanzaba destellos mientras se clavaba en tres —¡tres!— Talendar.
El caballo que montaba Thamalon, la crin chamuscada y las ijadas apestando, reculó de puro
horror. Con relinchos enloquecidos, se precipitó por las negras y gélidas calles, alejando a Thamalon
de las crepitantes llamas y de los gritos de los masacrados.
Cuando la volvió a ver, la casa no era más que un armazón ennegrecido. Sus cenizas sepultaban
los huesos de muchos. Ningún hombre con vida surgía de ellas, ningún cuerpo al que alguien pudiera
dar un nombre. Los sacerdotes interrogaron a algunos de los cráneos quemados mediante
sobrecogedores conjuros y, luego, con satisfacción cansina, se volvieron para nombrar heredero de
la casa a Thamalon Uskevren, y para presentarle la factura por sus sagradas labores. Estaban seguros
de que Perivel había muerto en el incendio. Obviamente, con el paso de los años, sus respectivos
dioses reclamaron a estos sacerdotes. Sólo quedaba Thamalon.
Así era y había sido siempre: Thamalon Uskevren resistiendo en solitario contra los enemigos de
su familia.
Otra vez solo. Estaba ya muy cansado de aquello. Puede que ya fuera tiempo de dejarse de
formalidades y de soltar al león. Quizá así pudiera llevarse consigo a las tinieblas a todas esas
serpientes que silbaban alrededor de la mansión de los Uskevren.
Pero ahí estaba el problema. Los dioses nunca habían puesto las cosas fáciles a los sembianos,
así que estos nunca podían estar seguros de nada.

—Me imagino, hermano —decía Perivel—, que te estarás preguntando por qué aparezco esta
noche en compañía de unos hombres cuyas familias se opusieron en el pasado a la nuestra.
Esperó a que Thamalon vociferara o protestara, pero el señor de la Casa Uskevren no hizo otra
cosa que un gesto con la mano para que continuara.
Los ojos del pretendiente relampaguearon. ¿Acaso estaba viendo la rendición en los ojos de
Thamalon? Perivel sacó de su jubón un documento sellado. Sostuvo el pergamino en alto para que lo
iluminara la luz de la lámpara y así todos pudieran comprobar que el sello estaba intacto. Miró a
Presker Talendar, y este le respondió con un solemne asentimiento de cabeza. Perivel rompió el sello
lentamente.
Iristar Velvaunt se movió con la celeridad de una serpiente, se precipitó hacia adelante para
coger con sus largos dedos el brazo del falso Perivel.
Cuando el pretendiente se detuvo, el mago murmuró algo y pasó la otra mano sobre el documento.
Aquella mano dejó una ligera estela azulada que se adhirió alrededor del pergamino. Todos cuantos
estaban en la mesa reconocieron qué era aquello: una protección para evitar que el pergamino
resultara rasgado, quemado o dañado por otros magos.
Luego Velvaunt hizo un gesto para dar a entender que se podía «proseguir», tras lo cual el
pretendiente acercó triunfalmente el documento a la nariz de Thamalon.
Thamalon lo leyó con calma, sin moverse, para no tocarlo. Al parecer, Perivel Uskevren debía a
la Casa Talendar mucho dinero, y había dado garantías si la deuda —setenta y nueve mil fivestars de
oro, ni más ni menos— no se satisfacía en dinero.
Las garantías eran el mismísimo Palacio de las Tempestades, la casa que Thamalon había
reconstruido, vitral a vitral, arco a arco. El señor de la Casa Uskevren no levantó la vista para ver
los pilares revestidos de mármol que se alzaban a su alrededor. Tampoco perdió un instante echando
un vistazo a las exquisitas lámparas de iridiscente vidrio soplado que pendían sobre la mesa, cuyo
coste sobrepasaba con creces incluso el de aquellos pilares. Sin embargo, la pregunta que formuló
mientras observaba el salón cavernoso parecía dirigirse más a todo aquello que a cualquiera de los
hombres sentados a la mesa a rebosar de jarras. Con tacto, preguntó:
—¿Y cómo es que un Uskevren ha llegado a estar en deuda con los Talendar sin que nadie en esta
casa tuviera noticia?
—Acabo de llegar a Sélgont —respondió el pretendiente—, tras años de cautiverio y luego como
fiel servidor de los Talendar en sus propiedades de la distante tierra de Amn. Llegué a deber a
Presker Talendar el valor de un navío que naufragó cerca de Westgate. Yo era el capitán y los
Talendar los propietarios.
Era hábil. Thamalon no permitió que su rostro trasluciera ni un ápice de la ira que iba gestándose
en él. En los días de su padre Aldimar, la ruina de los Uskevren había sido tener tratos comerciales
con los piratas, un delito considerado por las leyes de Sembia, entonces igual que ahora, como si de
abierta piratería se tratara. Cualquier pago que Thamalon efectuara a aquel hombre que aseguraba ser
su hermano podría ser proclamado a los cuatro vientos por los Talendar como retribución a un pirata,
y como prueba de que los Uskevren volvían a emplear sus viejos ardides. Fuera o no un pretendiente
falso, los Uskevren caerían igualmente en desgracia. Por ese motivo, aquel pretendiente, fuera o no
Perivel, podía ser tildado de pirata.
En Sélgont, los ciudadanos evitaban a los condenados por piratería, temerosos de correr la
misma suerte: un mes de trabajo duro (por lo común, buceando en el puerto para taponar filtraciones
en los cascos de los navíos, o tallando sillares para reparar las murallas de la ciudad), tras lo que se
amputaba una de las manos a los convictos. A menudo, también se sentenciaba a los condenados a
sufrir la fractura de otro miembro por parte de los oficiales de los tribunales, herida que se
abandonaba a su propia suerte para que, como rezaba el dicho, «el dolor sirviera de escarmiento».
Con más de sesenta años, Thamalon sufriría un mes de ese horrible trabajo mientras aquel
pretendiente saqueaba las bóvedas de la familia. Y a partir de entonces nadie se atrevería a hacer
negocios con ellos por miedo a que se les creyera piratas. Los Uskevren se hundirían, y los Talendar
se apoderarían de todo. Sin duda harían visitas a Thamalon Uskevren para atormentarlo con noticias
acerca de cuánto habían obtenido con sus dominios.
Acabaría sus días mutilado y consumido de dolor, atormentado por sirvientes y mercenarios de
los Talendar enviados para hostigarlo por las calles con el solo objeto de divertirse en sus banquetes
al contarlo. Ya había oído que esas prácticas se habían aplicado a la Casa Feltenent: habían roto, uno
a uno, los dedos de un anciano ciego durante varios meses, por pura y cruel diversión.
En Sembia era demasiado fácil hundir a un hombre.
No era mucho más difícil hacer pedazos a toda una familia; tanto daba lo rica, orgullosa y de
rancio abolengo que fuera.
Su padre había muerto combatiendo contra tal destino. Thamalon no podía permitirse hacer
menos, costara lo que le costase, sin importar que enfermara hasta lo indecible por ello. Se lo debía
a los fantasmas del Palacio de las Tempestades, y a su propia descendencia, cuyas vidas florecían
prometedoras.
Alzó los ojos casi con indolencia, el rostro inexpresivo. Setenta y nueve mil fivestars de oro era
una suma de la que no disponía. Ni tampoco se trataba de una cantidad que Thamalon deseara que un
Talendarle sustrajera de los cofres de los Uskevren, en caso de que hubiera dispuesto de ella. Sin
embargo, si perdía su preciada mansión, la flor y nata de Sélgont lo evitarían, y a los suyos también;
los considerarían pobres, pues cada una de sus monedas podía estar ya comprometida… y una vez
más los Uskevren se verían en la ruina.
La ruina… y extendiéndose por toda la mesa aquellas sonrisas siniestras de esos hombres que
esperaban verle caer en la fatal trampa que habían preparado.
Los Talendar eran la familia más antigua y arrogante de todo Sélgont. No se rechazaba a la ligera
la solicitud de visita por parte de alguno de ellos. Por muy antiguos enemigos o rivales que fueran —
y puede que tuvieran merecida la cruel insignia del cuervo del pico ensangrentado—, podían
alardear de tener contactos comerciales, agentes, e inversores casi en cada lugar a lo largo del
fecundo continente de Faerun. Sólo un idiota desairaría a los Talendar de Sélgont.
—Confío, hermano, en que me ahorrarás las groserías —dijo enérgicamente el falso Perivel,
rompiendo así el prolongado silencio—. Al fin y al cabo te apodan el Viejo Búho… y todo Sélgont
sabe que Thamalon Uskevren es un hombre de palabra, un hombre para quien lo prometido es deuda.
A Thamalon casi se le escapó la risa. Ese era su lema en los negocios desde que él mismo lo dijo
en un discurso. Ya en ese mismo momento, cuando pronunciaba esas palabras, sabía que un día se
tornaría contra él.
El hombre que siempre cumplía sus promesas paseó la mirada por la mesa y permitió que una
sonrisilla de suficiencia se le escapara entre los labios y le ahogara un gruñido, dejando a los
comensales preguntándose qué divertido secreto ocultaba. Pero aquellos eran un Talendar y un
Soargyl, se imaginarían que no se trataba más que de una argucia.
Después de todo, no se habían presentado desprevenidos. Llevaban escudos invisibles para
desviar toda arma que un Uskevren pudiera arrojar sobre ellos. La expectación brillaba en sus ojos.
Ansiaban la sangre de los Uskevren.
Thamalon volvió a mirar aquel pagaré, y dejó que todos aguardaran su suspiro antes de retirar
del pergamino sus destellantes ojos verdes, que clavó en el hombre que aseguraba ser su hermano.
—Nunca antes te había visto, ni tampoco este documento —dijo al pretendiente—, y tu firma no
se parece a ninguna otra que haya visto en nuestros registros. Demuéstrame que eres Perivel
Uskevren.
La última frase, rotunda, cayó en aquel tenso silencio como un guante arrojado en reto. Los
hombres alrededor de la mesa se inclinaron hacia adelante presos de excitación. Los ojos de Presker
Talendar y Saclath Soargyl brillaban complacidos.
Thamalon evitó mirarles en todo momento; los ojos del señor Uskevren estaban fijos en la mirada
del hombre que decía llamarse Perivel Uskevren. Thamalon no desvió la vista un ápice mientras con
sumo cuidado devolvía el documento al mago, no al pretendiente Velvaunt aceptó el pergamino con
una sonrisa sarcástica. Pero dada la atención que los otros le prestaban, bien pudiera haberse
ahorrado el esfuerzo.
La leve sonrisa que se le dibujó a Perivel en los labios se mantuvo mientras le devolvía la
mirada a Thamalon. Sus fornidos hombros se encogieron al tiempo que abría las manos y decía:
—Tráeme el cáliz.
El sarcasmo de los ojos de Perivel era una expresión de puro triunfo que informaba a Thamalon
de dos cosas: que aquel no podía ser su hermano —cuya sonrisa de regodeo era del todo distinta— y
que aquel impostor, quienquiera que fuera, estaba convencido de que podía demostrar que era
Perivel Uskevren. El hermano mayor de Thamalon, el señor de la Casa Uskevren, con poder para
comprar, vender, y perder los bienes muebles de esta, había muerto calcinado unos cuarenta veranos
atrás.
La mano de Thamalon no tembló mientras dejaba la copa sobre la mesa. Con la campanilla llamó
al mayordomo, quien se personó de inmediato.
—Cale —le dijo el patriarca con tranquilidad—, tráenos el cáliz.
Mientras el mayordomo inclinaba su calva y se daba la vuelta en silencio para cumplir lo
solicitado, el triunfo en los ojos de Perivel se tornó fuego. Las yemas de los dedos de Thamalon
palparon el familiar mango del puñal que llevaba sujeto a su antebrazo, bajo las mangas. Acarició
aquel duro y prometedor acero templado, un hábito adquirido mucho tiempo atrás. Había comenzado
la batalla.

No demostraba nada el hecho de que el hombre que decía llamarse


Perivel Uskevren supiera de la existencia del cáliz. La mitad de las más antiguas Casas de
Sélgont habían oído hablar del Trago de los Uskevren. Mucho tiempo atrás, el mago de Phaldinor
Uskevren, Helemgaularn de los Siete Rayos, había lanzado un hechizo para evitar que los jaraneros
se bebieran el aguamiel del señor. Más tarde, el conjuro fue alterado para que sólo los que llevaran
sangre Uskevren pudieran tocarlo con las manos desnudas, sin quemárselas al instante.
La primera vez que Thamalon vio la austera gran copa de metal, esta ardía, o quizá presentaba
combate escupiendo llamas. Allí, solo, oscuro y fantasmagórico, flotaba el cáliz en el aire entre los
rugientes fuegos que devoraban el Palacio de las Tempestades. Thamalon lo miraba preso de
asombro, antes de que su tío abuelo Roel irrumpiera entre el humo, furioso, para arrancarlo del
fuego, de la muerte y de los sueños hechos pedazos.
El cáliz había sido una de las pocas cosas que se habían rescatado de las cenizas. Como si tal
cosa, apareció encima de un montículo carbonizado en lo que una vez fueron las habitaciones de la
servidumbre y los propios criados.
Entonces, el Palacio de las Tempestades se había desplomado. No debía caer de nuevo.
De algún modo, la luz del sol que fluía por los ventanales del reconstruido gran salón pareció tan
dorada como cuando atravesaba los ventanales del palacio original. En aquel entonces, la luz bañaba
mapas, documentos y las laboriosas copias de Thamalon, mientras el anciano Nelember instruía a un
callado y escarmentado hijo de los Uskevren acerca de la historia de su familia.
Una historia que había empezado en algún otro lugar del que su anciano tutor daba noticia
precisa. Pero lo fundamental era que zarparon en barcos con dirección a Sélgont, para allí prosperar
y enriquecerse bajo Phaldinor Uskevren.
«Demasiado audaz para esconderse», aquel era el significado del nombre de la familia en algún
idioma olvidado. Ciertamente, Phaldinor era como un oso, un hombre de modales toscos que sólo
sabía ir de refriega en refriega, sin amedrentarse. Era un hombre que valía tanto como su palabra,
como muchos pudieron comprobar para bien, y algunos para su desgracia. Phaldinor el Oso había
empleado las monedas que depositaron en sus manos unos mercantes cuyos barcos navegaban por el
Mar de las Estrellas Fugaces para patrocinar expediciones armadas a los picos que rodean el Valle
Alto, y cavar minas bajo la amenaza de las mandíbulas y las garras de las bestias que hacían de los
Stormfangs un lugar tan peligroso. Aquellas minas produjeron suficiente oro y plata para hacer de los
Uskevren los propietarios de gran parte de Sélgont, y permitieron a Phaldinor construirse un palacio.
Hombre directo, le puso el nombre del aspecto que ofrecía: El Palacio Negro.
Thamalon nació en aquella mansión tan extensa como vulnerable, hecha de huertos y jardines, y
fue testigo de cómo Sélgont roía lentamente cada uno de los campos y sotos de sus terrenos, llenando
así las arcas de la familia, pero chamuscando pequeñas porciones de su corazón con cada árbol
caído y edificio nuevo. Por este motivo se desató su locura, producto de la rebeldía juvenil, de la que
se desprendió, apenas unos meses antes de que las llamas reclamaran la gran mansión de los
Uskevren.
El remilgado y prudente Nelember había penetrado en el caos en que se hallaban el corazón y la
mente de Thamalon, y le forjó, con tanto esmero como un buen albañil, una sólida base hecha de
orgullo.
Pero aquella familia también tenía defectos. El primogénito de Phaldinor, Thoebellon, era alto y
muy apuesto. En palabras del anciano Nelember, «se parecía más a un rey de lo que muchos de ellos
lo han aparentado nunca». Asimismo, practicaba la caza, era mujeriego y un borracho que
despilfarraba vastas sumas de la fortuna familiar en la caza del dragón, un deporte en el que los
mejores de los Uskevren (afortunadamente para él) fracasaban estrepitosamente.
Con mucho más éxito, daba caza a presas más tiernas, dejando un rastro de padres ultrajados y
madres escandalizadas a lo largo de toda la zona meridional de Sembia. Ese error muy bien pudo
acelerar su perdición.
Cierta noche, alguien a quien nunca pudieron encontrar, ni tan siquiera identificar, apuñaló a
Thoebellon en un bosque mientras cazaba un venado. Su hijo Aldimar se convirtió en el señor de la
Casa Uskevren.
Aldimar era el severo padre de Thamalon. Sus ojos eran tan duros e implacables como dos
puntas de espada, y hablaba a sus traviesos hijos si no era para tratarlos con desprecio mordaz.
Nelember había visto cómo se endurecía el rostro de Thamalon cuando hablaban de su padre y
había ido a por el cáliz, guardado con llave en una vitrina, al final de la estancia.
—Pensad en vuestro padre y tocadlo —había ordenado el anciano.
Nunca antes se le había permitido acercarse a la reliquia familiar, que la servidumbre llamaba El
Cáliz Ardiente. Más por curiosidad que por otra cosa, Thamalon lo tocó.

—Tío —dijo el joven tartamudeando y parpadeando—, ¿podéis contar monedas?


El gran oso que era aquel hombre eructó, agitó una mano peluda de toscos dedos y respondió con
voz resonante:
—A puñados… ¿por qué?
—Tío Roel —contestó Aldimar, exasperado—, este arcón estaba lleno ¡hace diez días!
Rebosante del dinero de Chassabra, la paga de la servidumbre de un año. ¿Dónde está ahora?
Roel eructó de nuevo, atronadoramente.
—Se ha ido —admitió con tristeza.
—¿Adónde?
Aquel hombre con aspecto de plantígrado levantó la copa, que nunca estaba lejos de su mano, y
le dio la vuelta ante Aldimar. No cayó nada. Estaba vacía.
Thamalon se vio de vuelta en el gran salón, otra vez joven y empapado de frío sudor,
parpadeando ante el cáliz, que reposaba en la mesa en lugar de estar en la mano de Roel.
Sin mediar palabra, Nelember le pasó una jarra con algo caliente, húmedo, y relajante —caldo de
faisán— y pronunció unas sencillas palabras:
—Los padres ricos siempre tienen que tomar estas decisiones sencillas, ¿no?
Thamalon miró fijamente a su maestro, y luego de nuevo al cáliz. Tras un largo silencio,
masculló:
—Explicádmelo. Seré todo oídos. No pienso tocar eso nunca más.
El viejo tutor sonrió sombríamente y dijo:
—Pensad en ello como si fuera la única verdad cuando todo sea incierto.
Thamalon escuchaba y aprendía. Aldimar había sido un joven sereno y estudioso que permitió
que sus ruidosos tíos Roel y Timavon, rudos jinetes, gobernaran los asuntos de los Uskevren, hasta
que Tivamon acabó asesinado en una taberna a manos de media docena de borrachos, ninguno
«noble». Al día siguiente de sellarse la cripta con el féretro del difunto, el hasta aquel momento
tranquilo Aldimar desposeyó a su tío Roel de toda responsabilidad y asumió el control de la familia.
Por aquel entonces, Aldimar era tan joven como inexperto, aunque con suficiente formación y
astucia como para dirigir una familia. Todo cuanto le aterraba era la venganza de Roel, pero el viejo
oso gruñó dos o tres veces y se lo tomó bien. Todas las horas que se mantenía despierto (en lugar de
tan sólo la mitad) las dedicó a perseguir a mozas, a beber, y a caerse, borracho, de la silla de montar
mientras cabalgaba de un pabellón de caza a otro.
A su debido tiempo, Aldimar tomó esposa, Balantra Toemalar, una muchacha de belleza
extraordinaria y de voz suave con un linaje tan antiguo como respetado, aunque de fortuna en
decadencia, el de los Saerlunan. Tuvieron dos hijos, Perivel y Thamalon, antes de que un tercer
alumbramiento la matara a ella y a la hija que venía. Thamalon recordaba sobre todo sus canturreos,
sus oscuros ojos brillando como estrellas, y su larga cabellera cayendo libre.
El hijo mayor, Perivel, era el favorito de su padre, un joven apuesto y fornido, una réplica exacta
del jinete que era su tío abuelo Roel, pero inteligente y sagaz como el propio Aldimar. Thamalon se
convirtió en el observador callado y estudioso a la sombra de su hermano… y, después de la
instrucción que recibió de Nelember, una vez que sus días desenfrenados llegaron a su fin, en el
administrador de las finanzas. Le tenía auténtico pavor a los arcones vacíos.
Bajo Aldimar, el clan de los Uskevren conoció una nueva prosperidad, que sobrepasaba incluso
la antigua grandeza alcanzada. Aldimar contrajo segundas nupcias y no dejaba de adelgazar ni de
irritarse cada vez más, al tiempo que su poder lo hacía el rey sin corona de Sélgont. Perivel
consideró muy seriamente conquistar Battleday. Este controvertido reino al noreste de Sembia sería
la provincia de Perivel, el «granero del reino» así como su fuente de inagotables riquezas.
Entonces, todo se desmoronó. Un pirata moribundo reveló el oscuro secreto de Aldimar. Pese a
todos los acuerdos sobre tierras y préstamos legales a comerciantes y vendedores ambulantes, la
fortuna de los Uskevren se basaba en la piratería. Si bien Aldimar y su familia poseían una flota, los
Uskevren compraban navíos para los piratas, protegían los bienes procedentes de los botines y, en
consecuencia, prosperaban gracias al contrabando y al oro pirata.
Como una bandada de lobos dando vueltas en torno a un venado herido, las familias rivales se
precipitaron para asestar el golpe mortal. Enemigos en los negocios como los Soargyl y los Talendar,
nuevos ricos como los Baerodreemer y los Ithivisk, contrataron a brujos para desvelar la verdad.
Cuando Aldimar ignoró sus visitas y se negó a presentarse ante los Probiters, a los que se quejaron,
se reunieron para planear la guerra; tras largos debates, se pusieron de acuerdo e inmediatamente
atacaron el Palacio de las Tempestades con el objetivo de atrapar o asesinar a Aldimar.
Por supuesto Aldimar Uskevren los desafió.

Con un fogonazo acompañado de un gran estruendo que hendió la noche, la guardia de los
portalones y su garita voló por los aires entre llamaradas azules.
—¿Qué es eso, por todos los dioses? —gritó Perivel, levantándose de la partida de
chethlachance y desperdigando las piezas del juego por todo el tablero, cosa que obligó al anciano
Nelember a huir agachado, temeroso de la peligrosa oscilación de la espada envainada del heredero.
—A menos que me equivoque —dijo el padre de Perivel mientras permanecía rígido ante los
ventanales—, son nuestros amigos de las Casas Soargyl y Talendar, que vienen a visitarme. Pero
parece que han olvidado llamar a la puerta.
—¡Esos pordioseros! —Preso de furia, a Perivel casi le faltaba el habla. Un sembiano no podía
proferir mayor insulto que la palabra escogida por él.
—Padre —urgió Thamalon, tras tirar su libro al suelo—, ¿qué vamos a hacer?
Aldimar Uskevren se encogió de hombros; el desánimo que el gesto evidenciaba hizo que ambos
hijos, boquiabiertos, se quedaran mirando al padre horrorizados.
—Sólo podemos luchar —respondió Aldimar—, y vender caras nuestras vidas. Si dos de
nosotros perecen, atended, el tercero debe huir para que el nombre de los Uskevren permanezca vivo
hasta el día en que podamos vengarnos de esta afrenta. Ya no tengo ni fuerza ni ganas para huir.
Hagamos que esto sea un desenlace para mí.
De una de sus mangas sacó una varita, y un gran puñal de la otra, y avanzó a zancadas sin ver las
aturdidas miradas que ambos hijos se intercambiaban a sus espaldas.
Hacía tan sólo un instante, ambos estaban pasando la tarde en espera de que su padre les confiara
los detalles de sus últimos planes. Esperaban a que les dijera a qué elevada cifra ascendían los
sobornos que tendría que pagar para evitar el encarcelamiento por el escándalo de los piratas.
Ahora, todo parecía indicar que se iban a enfrentar a un asedio fatídico, viendo muy de cerca la
tumba que esperaba a su padre… y acaso la de ellos mismos.
Abajo resonaban ahogados gritos y un gran estrépito. De súbito, el sonido de pies corriendo
frenéticamente castigó los oídos de los tres, al tiempo que la guardia de palacio se ponía a cubierto
con dificultades. Aquellos sonidos parecían recordarle algo a Aldimar.
—¡Nelember! —ordenó el señor de la Casa Uskevren sin girar la cabeza—, haced que lady
Ilrilteska y sus doncellas se pongan a buen recaudo tan rápido como podáis. Si es posible, lleváosla
a Storl Oak por la mañana, pero salid inmediatamente de la ciudad, con independencia de cuanto
ocurra aquí. ¿Habéis oído?
El anciano tutor, tan pálido como la cera de las velas cercanas, tuvo que tragar saliva dos veces
antes de poder jadear:
—Sí, señor. A Storl Oak.
Fuera lo que fuese lo que Aldimar dijo a continuación, se perdió en el estruendo ensordecedor
causado por el derrumbe del techo de la antesala, al que se sumaron los alaridos, provenientes de
abajo, de las sirvientas de la despensa. Escupiendo chispas, ascendieron rayos y relámpagos desde
los niveles inferiores dirigidos a los tres Uskevren.
El señor del Palacio de las Tempestades saltó hacia atrás y miró a un lado y a otro. Fijó sus ojos
centelleantes en lo que vio y chasqueó la lengua.
—Alejaos de mí, ¡los dos! ¡Qué futuro habrá para la Casa Uskevren si un rayo nos parte a todos!
¿Eh?
Perivel movió la cabeza, no daba crédito. Ambos hijos intercambiaron miradas de nuevo y,
obedientes, comenzaron a separarse. Thamalon, con la boca abierta y sin decir palabra, se limitó a
observar aquel horror que tan rápidamente aplastaba su mundo.
Unas cabezas se agitaban en medio de turbulentas nubes de polvo en la parte de abajo, cabezas
enfundadas en yelmos que subían resueltas por los anchos escalones.
—¡Aldimar Uskevren! —gritó un hombre—. ¡Villano y pirata! ¡Ríndete!
Aldimar alzó una mano ordenando silencio a sus hijos, y él se plantó en el arranque de las
escaleras al tiempo que enfundaba de nuevo el puñal y agitaba una segunda varita que había sacado
de una manga.
Igual que la varita que ya tenía a punto en la otra mano, se trataba de un arma que ninguno de sus
hijos había visto antes; ni siquiera tenían noticia de que su padre hiciera uso de ellas.
Una lanza hecha de mágico fuego negro ascendió desde abajo para ir a dar, acompañada de
chisporroteos, a la cabeza de Nelember, que desapareció entre sus hombros. Mientras su cuerpo
danzaba y se tambaleaba en medio de espasmos, otro grito proveniente de abajo se abrió camino. Los
tres Uskevren sabían muy bien de quién se trataba.
—¡Aldimar! —rugió Rildinel Soargyl, su voz tan profunda como los resoplidos del toro al que se
parecía—. ¡Eres hombre muerto! Eres demasiado cobarde para rendirte o luchar. Juro que vamos a
arrasar este lugar hasta que te encontremos o mueras aplastado bajo sus ruinas. Por todas las
monedas que Waukeen haya olvidado, ¿dónde estás?
—¡Aquí, Rildinel! —gritó Aldimar, con el mismo tono burlón de una muchacha que hace escarnio
de alguien que la busca—. ¡Aquí!
Cuando su viejo amigo Nelember se desplomó en el suelo tras él, cobraron vida las dos varitas
que obraban en las manos de Aldimar, inundando la escalera con un torrente de fuego.
Los hombres armados que subían por los escalones proferían desgarradores gritos mientras
morían abrasados, al igual que sus espadas y armaduras. Detrás de los guerreros, una figura de
ropajes oscuros se tambaleaba entre los fuegos y sus tinieblas, que ahora remitían. Un instante
después, lo que quedaba de la antesala estalló y salió proyectado hacia el cielo. La explosión lanzó
hacia atrás a los tres Uskevren, castigando sus oídos con un terrible zumbido. Al parecer, algún mago
no había contado con la magia de Aldimar.
Una cabeza greñuda, oscura y húmeda de sangre rebotó por los escalones hasta quedar al lado de
las botas de Perivel momentos después. Los tres hombres conocían aquel rostro de mirada fija. Daba
la impresión de que también Rildinel Soargyl había sido pillado por sorpresa.
Ya nada volvería a sorprenderle ni a inquietarle.
—Hijos míos, me parece que la Casa Soargyl ya tiene un nuevo dueño —murmuró Aldimar con
sarcasmo—. Veamos si podemos darles otro antes de que alumbre la mañana. La ambición bruta se
merece su justa recompensa.
Mientras Perivel reprimía una risa por la macabra ocurrencia, las varitas de su padre volvían a
escupir fuego.
Tras la segunda avalancha de llamas, tan sólo se oyeron algunos gruñidos. De más allá de las
estancias privadas destrozadas se acercó un renovado estallido de furia, y la delicada torrecilla de
Ladyspire se vino abajo lentamente ante la mirada de los Uskevren, mientras sus pequeñas ventanas
arqueadas escupían llamas.
Thamalon percibió el cambio en el rostro de Aldimar, y tragó saliva.
—Estoy seguro de que ella está en otro lugar, padre —dijo—. El…
Otra explosión sacudió los peldaños que pisaban, un instante antes de que se desplomara la
torrecilla. Y se vieron lanzados contra el muro más próximo. El polvo de las junturas de aquellos
pesados sillares se arremolinó mientras retrocedían trastabillando y se alejaban de aquellos muros
que se estremecían igual que si estuvieran vivos.
Perivel desenvainó la espada con un gruñido.
—¡Están destruyendo el palacio!
Aldimar asintió con tristeza mientras el atronador rechinar de la piedra se alzaba, y reverberaba
alrededor de los tres Uskevren. Estos lucharon por tenerse en pie y caminar una vez más.
—Los Talendar pagan bien a sus magos —observó el patriarca cuando fue de nuevo posible
hablar y oír—. Ese anhelo por usar toda esa brujería oculta debe consumirlos. Pero ¡mirad! ¡Aquí
estamos! ¡Somos unos villanos y unos traidores cuya presencia ya no es posible tolerar en Sélgont ni
un segundo más! —La sonrisa que cruzó su rostro era de lo más ominosa.
»¡Dad con ellos, hijos míos —ordenó—, y rajadme a algunos magos! ¡Que lamenten
encontrarnos!
A zancadas, Perivel se dirigió a las escaleras para descender, pero el señor de la Casa Uskevren
puso una mano en su codo y lo arrastró hacia atrás. El hijo quedó perplejo por la fuerza de la garra
de su padre.
—No vayas abajo, te están esperando —dijo Aldimar con brusquedad—. ¿De qué me sirve un
heredero muerto?
Durante un oscuro instante, pareció como si Perivel fuera a devolver a su padre el gruñido con
intereses, pero ese momento se desvaneció, y asintió lentamente.
—¿El pasadizo que lleva a las bóvedas? —preguntó Perivel con una feroz sonrisa—. ¿Salimos
hacia los establos y los rodeamos para sorprenderlos por detrás?
—Hermano —se apresuró a decir Thamalon, señalando un ventanal destrozado—, creo que ya
están merodeando por los establos. El…
Un destello azulado de luz mágica se enroscó casi con pereza, proveniente de las manos alzadas y
extendidas de una figura sombría que se hallaba en el patio de abajo. La luz se abrió camino a través
del polvoriento caos que eran los restos de la torrecilla de Ladyspire, hacia la enorme herida
causada en los muros de la casa debido a su derrumbe.
A través de aquel agujero podían verse ocho hombres de la guardia de la Casa de Aldimar con
espadas y lanzas en mano, quienes estaban inspeccionando en cada esquina y rincón de las estancias
destrozadas.
—¡No! —rugió Aldimar—. ¡Idiotas, os masacrarán! ¡Atrás! ¡Atra…!
Su voz se fue apagando por lo fútil del intento. No tenía artes mágicas con las que hacerles llegar
cuanto les decía, y ya no había modo de salvarlos. Las mortíferas llamaradas avanzaban por la sala
inexorablemente. Mientras los tres Uskevren las observaban con desaliento, el resplandor azul se
abrió paso por la sala como un oleaje causado por una tormenta. Barrió muebles y rígidos cuerpos
caídos, rompió en mil pedazos lámparas y espejos, y arrojó al suelo estatuillas.
—Las garras… airadas… de Tymora —jadeó Perivel, mientras los tres veían aquella luz mágica,
devoradora de todo, abrirse paso a través de la mansión, fundiendo los muros de piedra como si
fueran de mantequilla—. ¿Cómo vamos a luchar contra eso?
—Destruyendo su fuente —le respondió su padre secamente al tiempo que apuntaba a través de
un ventanal roto—. ¡Así!
El anillo de la mano con que señalaba cobró vida, y el mago responsable de la llama azul
comenzó a dar alaridos y a tambalearse agónico, su cabeza ardiendo como una tea. Los hijos de
Aldimar miraron a su progenitor con renovada sorpresa. A lo largo de los años, ¿qué más había
aprendido en secreto su padre, que decía rechazar la magia porque la consideraba un sinsentido?
—Padre —preguntó Thamalon—, ¿no es esta vuestra última oportunidad de enseñarnos algunos
conjuros de combate?
Aldimar se quedó mirándolo.
—Espero haber muerto antes de que la mañana apunte, pero que los dioses me confundan si tengo
intención alguna de ilustraros sobre tal particular.
—No nos deben quedar más que un puñado de hombres de la guardia —dijo Thamalon con
apremio—. ¡Puede que sólo quedemos nosotros tres!
Su padre se encogió de hombros.
—¿Y qué? Mientras estemos, lucharemos, hasta que no quede más que uno de vosotros dos para
escaparse. La Casa Talendar tiene tantos magos que lo último que deseo es que uno de vosotros huya
dejando unas huellas demasiado evidentes por haber usado la magia… Seríais rastreados mediante
conjuros y finalmente atrapados.
Se volvió hacia el ventanal en el preciso momento en que este estalló con una tormenta de
fragmentos de cristal igual que dagas y lenguas de fuego.
Aldimar se tiró al suelo, dejando que el estallido lo arrastrara dando vueltas a través de la
estancia al tiempo que gritaba:
—¡A tierra!
Perivel dudó apenas un instante antes de lanzarse al suelo siguiendo a Thamalon. Estaba a punto
de besar el pavimento cuando algo resplandeciente surgió sobre la terraza, igual que una enorme ola
impacta en la playa y se esparce tierra adentro. Hubo un gran estallido luminoso en la habitación.
El suelo se levantó para golpear el mentón de Perivel, haciendo que sus dientes castañetearan. El
aire estaba tan caliente que causó ampollas en sus mejillas y aulló en torno a él.
Cuando pudo ver de nuevo, un fuerte olor a chamuscado invadía el aire, y pequeños fuegos
danzaban a lo largo de los muros y el techo.
En algún lugar frente a él, su padre profirió un sonido quejoso.
—¿Padre? —llamó.
—Ese soy yo —dijo con una voz tan crispada que Perivel apenas la reconocía.
El primogénito se creció ante la situación. La habitación parecía inclinarse y girar en torno a él,
pero intentó avanzar. Era como ir tropezando a lo largo de la cubierta de un barco que diera rumbos
en la peor tormenta imaginable. Una neblina roja parecía formarse alrededor de los bordes de su
campo visual. Tras él, podía ver a Thamalon agarrarse al pavimento y, debilitado, reptar por encima
de los restos punzantes de lo que escasos momentos antes había sido una silla dorada. Había sangre
por toda la cara de su hermano.
—Perivel —exclamó el señor del Palacio de las Tempestades desde algún lugar en aquel caos
lleno de polvo irrespirable—. ¡No te acerques! —La voz de su padre era bronca y transida de dolor,
aunque por lo menos volvía a parecer la de Aldimar Uskevren.
—¿Padre? —llamó Perivel al tiempo que pasaba por encima de unos muebles destrozados y
buscaba la espada a tientas.
—¡Perivel, estate quieto!
La brusquedad de la orden hizo que Perivel se detuviera, parpadeara y tratara de ver. Y
distinguió cómo otra torreta, desgajada de su lugar por un conjuro, iniciaba su caída. Su
ensordecedor impacto causó un gran temblor. La hilera de ventanales había desaparecido, así como
el muro del jardín.
La mente de Perivel, aunque confusa, no dejaba de pensar. En algún momento, en el curso de sus
cavilaciones, cuando otro hechizo obligó a la noche a retirarse, cayó de espaldas y al darse la vuelta
se encontró con Thamalon, que se arrastraba hacia él. El más joven de los Uskevren parpadeaba ante
su hermano. Tenía el rostro empapado de sangre. En una de sus manos llevaba la espada que había
perdido Perivel.
—¡Hermano! —jadeó—. Y…
Lo que quiera que dijera a continuación se desvaneció. Su padre murmuró algo inaudible que fue
creciendo hasta convertirse en una explosión de profunda pena y furia, que pareció elevarse como
una ola que se precipitara hacia la orilla.
Ambos hermanos cayeron, para, a continuación, jadear debido al nuevo dolor que sentían
mientras se veían arrastrados por encima de tantos muebles astillados.
Fueron a parar contra una estatua caída, cuyos brazos se habían perdido, la cual representaba a
una mujer alada que siempre había desplegado más picardía que modestia, y se vieron de nuevo
frente al muro desaparecido y a su padre.
Aldimar Uskevren se hallaba a horcajadas sobre un creciente y ondulante montículo de piedra,
igual que un jinete apremiando al galope un caballo en una carrera. Se alejaba de ellos, curvado
sobre las baldosas del piso, que fluían como si estuvieran hechas de savia o jarabe y no de dura
piedra, elevándose como sobre una mágica cresta de agua.
Se dirigía hacia la gran abertura donde habían estado las ventanas de las estancias privadas,
hacia los patios de abajo donde estaban los magos de los Talendar y los Soargyl. Las piedras que
con él iban emitían terribles rechinares, cavernosos y chirriantes, que a punto estuvieron de ahogar la
inusual vocecita proveniente de Aldimar.
El señor de la Casa Uskevren canturreaba con satisfacción.
—¿Padre? —gritó Perivel—. ¿Qué estáis haciendo?
—Morir, hijo —dijo Aldimar mientras el flujo pétreo le llevaba hacia los cielos—. Estoy
ocupado en mi muerte. Por favor, ahora no me molestéis.
Los hijos del señor de los Uskevren se vieron agarrándose a los pilares y a los bordes de los
sillares quebrados que rodaban para no ser arrastrados por el alud de piedras que estaba cayendo. En
aquel momento, Aldimar estaba muy por encima de ellos; la trémula ola de piedra ocultaba la luz de
la luna.
Se oyeron gritos provenientes de los pisos inferiores, y se produjeron destellos y crepitaciones
por la acción de varios conjuros. Uno de ellos lanzó una maraña de rayos que se abrió camino
lentamente hacia la enorme lengua de piedra ascendente. Los hijos de Aldimar le vieron tambalearse
y retorcerse mientras aquellos dedos azulados le pasaban por encima.
—¡Padre! —gritó Perivel—. ¿Por qué hacéis eso?
El señor de la Casa Uskevren se giró para mirar abajo, hacia sus hijos.
—Al final, un hombre no es sino el recuerdo de cuanto ha hecho —gritó—. ¡Los hechos
derivados de sus promesas! No lo olvidéis ninguno de los dos. ¡Los Uskevren cumplen sus promesas!
Les hizo un gesto con la mano que se convirtió en una señal terminante de la magia que poseía, y
la lengua de piedra se desplomó con una velocidad tan súbita como terrible.
Cuando aquel puño de piedra golpeó el suelo, las ruinosas estancias privadas se estremecieron.
Perivel y Thamalon corrían y tropezaban con desesperada precipitación.
Alcanzaron a contemplar cómo aquel terrible impacto transformaba a Marmaeron Talendar, señor
del linaje, casi treinta hombres de armas y los magos contratados que lo rodeaban, en sangrantes
despojos. Pudieron ver el cuerpo contorsionado de su padre tambalearse sobre las ruinas, consumido
por la intensa y apresurada energía vertida en el hechizo que había desplegado. Oyeron el último y
atronador grito de Aldimar:
—¡Morid Soargyl! ¡Morid Talendar! Y enteraos bien: ¡los Uskevren cumplen sus promesas!
Aquellas palabras fueron como un rugido que se elevó por encima del creciente polvo, un alarido
magnificado por la magia después de que los labios que lo habían pronunciado ardieran hasta no
dejar rastro. Aldimar Uskevren había desaparecido para siempre.
Perivel y Thamalon, ahogados en lágrimas, clavaron la mirada en el patio lleno de escombros.
Nada se movía allá, a no ser el polvo enroscándose perezosamente y un pájaro herido que,
revoloteando, se alejó de una fuente destrozada. El ave se alzó con el abatimiento de los
consternados, hacia las estancias ruinosas donde la guardia había muerto, para desaparecer de la
vista.
—¡Padre! —suspiró Thamalon—. ¡Seréis vengado! ¡Lo juro!
—¡Lo juramos! —añadió Perivel con una voz que sonó como diamante cortando cristal. Elevó la
mano y saludó a su padre con la espada que sostenía. No era su acero, que Thamalon había vuelto a
perder en algún momento, sino una simple espada de combate que colgaba en una de las estancias
privadas desde hacía tanto tiempo que ninguno de los Uskevren era capaz de recordar.
Un destello azul recorrió toda la hoja para concentrarse en una nube de chisporroteos en la punta.
A continuación, lanzó un rayo que cruzó el patio. Perivel y Thamalon intercambiaron miradas
atónitas.
—Me pregunto qué otros secretos debe albergar esta mansión —dijo en susurros el menor de los
hermanos al tiempo que observaba las runas brillar a lo largo de la espada de Perivel.
Su hermano le dirigió una mirada lúgubre.
—No te preocupes —masculló Perivel—. Es poco probable que permanezcamos vivos lo
suficiente como para averiguarlo.
Dirigió la espada hacia la distante fuente, apretó la mandíbula y observó cómo se desmoronaba
en medio de rayos y destellos.
En otra parte del Palacio de las Tempestades, otro joven airado con espada observó enfurecido
los rayos y gruñó:
—Creí que dijiste que no quedaba nadie vivo ahí detrás.
El hombre barbudo jadeaba y sangraba; se había dejado caer, abatido, de espaldas contra un pilar
del portón. Se estremeció cuando su maltrecho brazo volvió a dolerle horriblemente; agachó la
cabeza, resistiendo el suplicio. Cuando el hombre con la espada lo pateó, impaciente, sollozó.
—Im… Imploro vuestro perdón, lord Talendar —masculló el herido—, pero dije la verdad. Allí
no había nadie más que yo y un buen montón de piedras cuando salí a todo correr.
—Entonces, eso es cosa de los Uskevren —gruñó otro de los hombres que se hallaba cerca,
blandiendo una espada—. Deben tener un mago dócil.
—Aldimar Uskevren siempre decía que no quería saber nada de la magia —terció un joven
noble, volteando una hacha doble enjoyada.
—Al parecer, Aldimar Uskevren decía muchas mentiras —dijo bruscamente lord Rajeldus
Talendar. Apenas hacía unos minutos que era el nuevo señor de su casa, pero su voz ya sonaba más
implacable, más grave. Era obvio que gobernar familias transformaba a la gente. Como mínimo,
aprendían a dar órdenes con rapidez—. Mejor nos vamos. No voy a avanzar de cualquier manera, en
la oscuridad, en una casa alzada contra nosotros, acaso con magos bien despiertos y esperándonos.
—Mañana será peor —bramó lord Loargon Soargyl. También él llevaba escasos minutos siendo
el señor de su clan, motivo por el cual, tal vez, había adoptado una actitud grave—. Estarán
esperándonos.
Un par de ballesteros serían suficientes para que el registro de la casa se convirtiera en una
experiencia muy desagradable.
Su hermano, Blester, reposó su hacha enjoyada sobre el hombro y asintió en silencio.
—No tengo la menor intención de poner los pies en ese lugar —sentenció Rajeldus mientras
miraba la oscura mole del Palacio de las Tempestades—. Con las primeras luces del alba,
rodearemos la mansión con nuestros arqueros, a distancia, y con flechas encendidas haremos que
ardan todos los Uskevren que queden dentro. Dispararemos a cualquiera que pretenda salir y
dejaremos que los demás se cuezan.
Sonrió lúgubremente a sus hermanos, Marklon y Ereldel, y estos le ofrecieron su asentimiento.
Entonces se giró de nuevo hacia los dos Soargyl que habían sobrevivido:
—¿Estáis conmigo? —preguntó—, ¿o aquí tomamos caminos distintos?
Loargon Soargyl echó una larga mirada a la mansión. Parecía darse cuenta de que tendría la
ocasión de saquear la legendaria fortuna que encerraba su interior. Sin embargo, si los Soargyl
estuvieran en cualquier otra parte, nada impediría a los Talendar irrumpir en masa en el Palacio de
las Tempestades para saquearlo. Luego no tendría sentido discutir acerca de tal proceder con aquel
joven señor de los Talendar de temple frío.
Ningún sembiano rico dudaba siquiera un instante en incrementar su patrimonio a costa de los
objetos de valor desprotegidos.
—Aquí estaremos —gruñó—. Nada de peleas entre nosotros. Haced saber a vuestros arqueros
que vamos a venir a las primeras luces del alba. Quemaremos el Palacio de las Tempestades y a
todos los Uskevren dentro. —Lanzó otra mirada a la mansión. El humo todavía salía entre aquellos
muros destruidos—. Que los dioses den a los Uskevren el destino que se merecen.
—No hará falta —rugió Marklon Talendar—. Nosotros los empujaremos a su destino mientras
los dioses lo miran todo desde lo alto. Y nos aseguraremos de ello. Esta casa debe caer de forma
estrepitosa y espectacular, para que todos aprendan la lección y nadie se atreva a desafiar de nuevo
nuestra legítima supremacía en Sélgont.
Lord Soargyl le dirigió una larga y oscura mirada de asentimiento, pero no respondió.

Aquella lisa y dura empuñadura negra guarnecida con una estrella, tan querida, transmitía una
sensación a la mano de Thamalon. Los dedos le ardían en deseos de sacar la daga y lanzarla
implacablemente contra algunos de aquellos inolvidables rostros furiosos.
Quemar el Palacio de las Tempestades y a todos los Uskevren dentro… Quizá se hubieran salido
con la suya de no ser por los flirteos de Roel, Evidentemente, había estado manteniendo una relación
con la segunda esposa de Aldimar, Teskra…
Thamalon se sorprendió negando con la cabeza, como siempre hacía cuando se enfrentaba a
aquella pequeña verdad. Ilrilteska, una delicada belleza de la Casa Baerent, era una sutil y soberbia
actriz, además de una seductora experimentada, pese a que Thamalon siempre había percibido en ella
cierta maldad. A él y a Perivel siempre los había intimidado. Aun ahora le costaba creer a Thamalon
que hubiera encontrado atractiva la brutalidad de Roel. Sin embargo, gracias a los dioses, así fue.
—¡Thamalon, despierta! ¡Maldito seas!
La voz era femenina, y denotaba tanto desespero como rabia. Thamalon retornaba lentamente,
parpadeando, a la luz, desde un infierno interminable hecho de Aldimars que morían y Palacios de
las Tempestades ardiendo, un infierno por el que corría y corría, mientras atravesaba estancias en las
que oía a los hombres morir gritando, sin dar nunca con una salida.
La luz provenía de una vela sostenida por la mano trémula y descubierta de lady Teskra
Uskevren, la cera caía sobre sus delicados dedos para salpicar el hombro desnudo de Thamalon.
Alguien, sin duda Teskra, le había vendado las peores heridas y lo había acostado en una de las
estancias para invitados, pero una espada y una armadura reposaban en unas mesitas que había junto
a él, dispuestas para su uso.
Sin decir palabra, Thamalon se incorporó y trató de quitarse los pantalones que aún llevaba
puestos, con el fin de calzarse la armadura.
—No hay tiempo para eso —gritó Teskra, los ojos como dos llamas cargadas de furia—. Ya
están aquí, he agotado todas mis flechas, y no tengo la fuerza para disparar una de esas ballestas.
¡Hazte con la espada y ven! Perivel no va a contenerlos solo eternamente.
Thamalon reparó en que todavía llevaba las botas en los pies. Recogió la espada y una correa
con dagas, y se precipitó hacia la puerta, con Teskra pegada a él. De sus caderas pendía una pequeña
espada, y en sus antebrazos llevaba dagas sujetas con correas. Un escudo de la guardia de su casa
rebotaba sobre el escote de su blusa de seda haciendo las veces de rudimentaria coraza pectoral, y
otro escudo iba atado precariamente a su costado derecho. Thamalon recordó con tristeza que
probablemente ningún hombre de la guardia estaría lo suficientemente vivo para necesitar de nuevo
un escudo.
—¿Cuántos? —preguntó, permitiendo que su madrastra fuera por delante para indicarle el
camino.
—Sesenta, más o menos, cuando empezaron —respondió Teskra, mientras con el hombro se
hacía paso a través de un tapiz y la portezuela de detrás, habitualmente cerrada, para acceder a uno
de los pasadizos secretos. Tuvo que reducir el paso y proteger la llama para que no se apagara
mientras descendían los altos y húmedos peldaños de piedra—. Estaba oscuro entonces, antes del
alba. Pero creo que hemos reducido a más de la mitad de sus hombres. Nos rodean, procurando
acumular suficiente coraje para cargar contra nosotros. Querían reducirnos a cenizas disparándonos a
distancia con sus arcos largos, pero ahora tendrán que apuntar sus flechas encendidas hacia donde
estamos nosotros. Blester Soargyl trató de dispararnos algunas flechas ardientes, pero es incapaz de
usar el arco. Una de las flechas casi se le clava en un pie.
Ante esa imagen, estallaron al unísono en carcajadas, tan sólo un instante antes de que Teskra y él
entraran en una estancia destrozada que se utilizaba para guardar la ropa blanca. Saltando por encima
de montones de escombros, Teskra encabezó la marcha a través de una brecha del muro para
dirigirse hacia donde Perivel permanecía agachado, tras los restos de una pared chamuscada por un
conjuro, mientras disparaba flechas con rostro adusto.
Cuando llegaron, les dirigió una mirada fiera.
—Vosotros dos, ¡vigilad! Se arrastran a lo largo de los muros, por donde no puedo verles.
Thamalon miró a la derecha obedientemente, pero no vio nada, y luego a la izquierda. Teskra,
bella y esbelta, todavía estaba agachada. Se asomó, apoyada en una rodilla, para mirar por una
esquina.
Thamalon vio el destello del acero caer sobre ella incluso antes de que Teskra diera un alarido.
Con su espada interceptó el golpe y apartó la espada enemiga, rechinando, hasta el muro, a escasos
centímetros de la cadera de la dama. Teskra se levantó de un salto para recular, todavía con la
trémula vela en su mano. Y la empotró en el rostro del guerrero barbudo.
La barba prendió con un chisporroteo. El hombre de armas emitió un alarido bronco al tiempo
que retrocedía tambaleándose y agitando la espada fieramente para mantenerlos a raya. Teskra se
lanzó a sus tobillos como una serpiente y tiró de ellos.
Mientras el hombre caía, relampagueó una de las dagas que la dama se disponía a clavar en el
cuerpo que se desplomaba, pero la cabeza del enemigo golpeó el muro, produciendo un sonido
húmedo y grave. Mientras el resto del cuerpo seguía su camino hacia las losas del suelo, el fláccido
cuello le hizo saber a Teskra que no había ya necesidad de clavarle ningún acero a aquel enemigo.
Thamalon ya estaba avanzando por el muro a zancadas, la ira lo ahogaba y con ella el deseo
voraz, la necesidad de atravesar a cualquiera de aquellos hombres responsables de haber asesinado a
su padre y haberlos desposeído de su hogar. No tardó mucho en ver satisfecho su anhelo. Frenó y
ladeó una lanza con la espada para, acto seguido, agarrar por el cuello a quien la blandía, darle la
vuelta y lanzarlo contra otro hombre de armas que iba detrás. Luego lo atravesó con la espada para
dejarlo allí ensartado. A continuación, se apoderó de la espada del enemigo mientras este,
atravesado, gritaba y se desgarraba. La usó para abrir la garganta de un segundo guerrero. Después
retrocedió precipitadamente a donde Perivel y Teskra impedían el paso a los hombres que arremetían
contra ellos desde el otro lado. Cuando Thamalon se les unió, emanaban rayos de la punta del acero
de Perivel, y allí donde daban perecían los hombres.
—Trato de localizar a Rajeldus o a Loargon, pero deben estar bien lejos, fuera de mi vista —
jadeó Perivel—. ¿Cómo pinta la cosa, hermano?
—Nada bien —respondió Thamalon con honestidad—. Hay muchísimo humo ahí detrás, y
también más allá. Deben haber dispuesto fuegos contra las murallas para quemar la casa mientras
nosotros les combatimos aquí.
—No me sorprende en absoluto —respondió Perivel, taciturno—. ¿Recuerdas lo que dijo nuestro
padre sobre vender cara nuestras vidas? Bien, pues ese es mi trabajo ahora. Tú serás quien huya, con
Teskra, para mantener el clan vivo.
—¡Huir! ¿Y dejarte morir solo? —exclamó Teskra con las mejillas encendidas. Arrojó una
piedra al rostro de un hombre de armas de Talendar, y luego le clavó la daga bajo el mentón. La
sangre del guerrero la empapó antes de que pudiera retirar el arma. Empleó el cuchillo a manera de
mango para arrastrar aquel cuerpo hasta situarlo delante del próximo agresor—. ¿De quién ha sido
esa idea?
—Señora, nos honráis —le respondió Perivel mientras cargaba con todo el poder de su acero
contra un enorme guerrero de los Soargyl, cuyo mostacho y nariz aguileña le hacían parecer una
morsa—, pero estamos obligados a obedecer la última orden que nos dio nuestro padre. Uno de
nosotros debe poneros a buen recaudo, y permanecer vivo para ser padre de otro Uskevren.
—Para morir en las batallas que vendrán —replicó con amargura su madrastra—. Mientras yo lo
observo sin mi Aldimar.
Teskra escupió en el rostro de otro guerrero y acto seguido le hendió la espada. Apoyándose
contra el muro lanzó las botas contra el pecho del sujeto. Este retrocedió tambaleándose con un
desgarrado grito de dolor. Una patada dela dama había hecho que el guerrero perdiera su arma.
Teskra rugió como cualquier hombre y, saltando por encima de los escombros, clavó su espada
ensangrentada en el cuello del hombre que estaba combatiendo con Perivel.
El humo se espesaba en torno a ellos. Y, entonces, un enorme rugido fue creciendo desde algún
lugar más allá de los tres esforzados Uskevren. Era el rugido hambriento de las llamas, que arrasaban
las estancias del Palacio de las Tempestades… el rugido de una familia que estaba siendo borrada
del mapa.
—Tendrías que ir pensando en escapar —gritó Perivel a Thamalon mientras este tosía a causa
del humo—. No me parece que les queden más magos o arqueros, pero no alcanzo a ver para
disparar más flechas.
Thamalon giró la cabeza para gritar una respuesta desafiante. Pese a que los combates lo
asustaban y asqueaban, no era aún el momento de partir y abandonar a Perivel a las espadas de una
veintena de hombres que anhelaban su sangre.
Nunca salió aquella negativa de su boca. Con un súbito estruendo, una viga se abrió paso desde
lo alto para desplomarse en medio de una lluvia de chispas. Se precipitaron en cascada escombros
ardientes, lo que obligó a que Teskra diera un salto desesperado para ponerse a salvo. Sus rodillas
golpearon la garganta del asustado Blester Soargyl, este todavía se ahogaba cuando ambos golpearon
el suelo al unísono. La daga de lady Uskevren se alzó enérgicamente para clavarse en el rostro y la
garganta del guerrero.
Tambaleándose, Thamalon emprendió su propia huida desesperada para alejarse del calor
abrasador. Apartó a un hombre que ni siquiera había visto debido al humo y desvió la espada de un
Soargyl antes de que pudiera atravesar a Teskra. Sin embargo, el acero hizo un corte en un costado
de la dama, que, entre lágrimas, se retorció de dolor. Thamalon descargó una ráfaga de puñetazos en
el rostro del hombre hasta que este cayó, lo que permitió al más joven apuñalarlo a placer.
El Palacio de las Tempestades se consumía rápidamente en llamas, las ondas trémulas de calor
señoreaban allá donde el humo no impedía del todo la visión, Las cenizas giraban en el aire caliente;
en algún lugar cercano, un guerrero, atrapado bajo una viga caída, gritaba mientras ardía hasta morir.
—Debería estar pensando en huir… —murmuró Thamalon mientras se movía torpemente entre
aquellos escombros humeantes. No acabó la frase, pues tuvo que librarse de la arremetida de otro
guerrero Soargyl.
Tras él, resonó un estruendo, y el fuego redobló su resplandor. El calor aumentó repentinamente.
Thamalon sintió que se ahogaba y, sin poder evitarlo, trastabilló hacia un lado, cosa que aprovechó
para ver fugazmente de dónde procedía la llamarada. Teskra se arrastró hacia él jadeando. El largo
cabello se le había soltado, la mujer lo notaba como si estuviera ardiendo, aunque no estaba en
llamas. Más allá de ella, Thamalon vio un muro de fuego: unas vigas que parecían teas
incandescentes ardían cuan largas eran y se habían combado. Algo oscuro flotaba en pleno centro de
aquellas llamas.
Era un gran cáliz de metal sin adorno alguno, negro, aunque al parecer invulnerable al fuego.
¿Sería… el Trago de los Uskevren? Su padre le había hablado de él, y había mencionado que todo
aquel que lo tocara sin ser de la familia se quemaría las manos.
Thamalon se dispuso a recibir la carga del guerrero Soargyl del que se había zafado. Con su
acero frenó el ataque conjunto de espada y de daga que el hombre se disponía a asestarle. Casi al
instante, se vio obligado a ceder terreno al resbalar y tropezar con los escombros. Ambos cuerpos
chocaron y el tamaño y el impulso del Soargyl hizo que Thamalon retrocediera.
Una inesperada quemadura, más dolorosa aún que las ampollas, hizo que el joven Uskevren
gruñera de dolor. La afilada hoja del enemigo le había abierto un gran corte en su descubierto bíceps.
Con rictus burlón y fiero, el Soargyl arremetió con toda su fuerza, logrando así acercar de nuevo el
acero a Thamalon más… y más…
Teskra se irguió tras el hombre de armas como si de una sombra vengativa se tratara y saltó para
alcanzar con la daga el cuello del guerrero. Le abrió la garganta.
El Soargyl se giró gorgoteando sangre, y la miró fijamente, incrédulo, sus ojos apagándose
lentamente. Se desplomó para morir. Teskra le dedicó una triste sonrisa, y luego alzó la vista hacia
Thamalon.
El joven estaba mirando de nuevo aquel oscuro y fantasmagórico cáliz flotante. La dama le siguió
la mirada, inspiró, dio un silbido de admiración y dijo:
—Había olvidado que fuera capaz de eso. Ald, tu padre, me lo mostró en cierta ocasión en que
habíamos bebido demasiado. —Una pena profunda se le dibujó en el rostro por un instante. Tragó
saliva y sacudió la cabeza mientras le temblaban los labios; luego exclamó—: ¡Basta! Ya va siendo
hora de que obedezcas las órdenes de tu padre y de tu hermano, y te alejes de aquí.
—Acompañado de vos, señora —le recordó Thamalon.
Teskra asintió con impaciencia, esforzándose por ver a través del humo que surgía en oleadas, y
entonces su rostro se tensó.
—¡Cuidado! —gritó—. Tienes la ropa destrozada y vienen hacia aquí muchos hombres con
armadura. ¡Allá!
Thamalon siguió la dirección que apuntaba el dedo de Teskra, y el humo, obediente, se replegó
por un instante para mostrar a media docena de guerreros de armadura reluciente que avanzaban con
cautela, los rostros adustos, la luz del fuego bailaba en las hojas de las largas espadas que portaban.
—Los tres hermanos Talendar —dijo Thamalon con rostro sombrío—, y unos siete de escolta.
No podemos hacerles frente y sobrevivir.
Teskra le lanzó una mirada, luego, con dedos hábiles y veloces, aflojó una correa de cuero de uno
de sus antebrazos.
Tan pronto como tuvo una de sus dagas libre, golpeó con ella un brazo de Thamalon. Acto
seguido, cruzó la mirada con la del atónito joven mientras le decía:
—Andas escaso de aceros, Tham. Nunca llevas los suficientes. Coge esta daga, y no dudes en
usarla.
Thamalon bajó la vista hacia el cuchillo, y reparó en que llevaba una estrella blanca grabada en
la lisa empuñadura negra. Y alzó la mirada para observar a los enemigos de nuevo.
Aquellos guerreros los habían visto y les habían tomado la medida. Empezaron a dibujarse frías
sonrisas en sus rostros mientras iban acercándose con movimientos cautos entre cuerpos
desmadejados, brasas menguantes, y escombros.
Teskra volvió a observarles detenidamente con ojos entrecerrados, analizando quién se movía
con habilidad y rapidez, y quién parecía descuidado o lento, o incluso torpe. Entonces, vio algo más
tras ellos. El rostro le cambió por un instante, antes de apartar la mirada.
Unos cascos resonaron sobre los guijarros al avanzar, mezclándose con el rugir de las llamas, de
las vigas que caían, y de los gritos de los hombres que morían allá donde la espada de Perivel
restallaba con brío. Entre el humo apareció un caballo encabritado; la emprendió a golpes con las
pezuñas, y cayó uno de los guerreros de rutilante armadura. Sobre el caballo había un jinete, quien
instó a su montura a derribar a golpes y a pisotear a otro soldado, al tiempo que él mismo le asestaba
un tajo a un Talendar.
—¡Roel! —gritó Teskra llena de júbilo mientras corría hacia él.
Thamalon tropezó. Y a él también lo embargó la alegría. Aquel hombre parecido a un oso perdió
el equilibrio mientras gritaba, a un tiempo divertido y furioso, y se deslizó fuera de su silla. Se
orientó de tal forma en el aire que acertó a caerle encima a otro más de aquellos enemigos protegidos
con armadura.
Roel Uskevren rebotó. El hombre de armas se convulsionó, se desplomó y quedó inerte. El tío
abuelo de Thamalon nunca perdía el control de las riendas, que ejercía con una mano. Era uno de los
pocos hombres en todo Sembia con la suficiente fuerza para evitar que un semental aterrorizado
acabara revolcándose por el suelo. Roel se levantó carcajeándose a mandíbula batiente, tiró con
fuerza de las riendas para obligar al caballo a regresar a su lado y, cuando oyó a su espalda el ruido
de un guerrero que cargaba hacia él, se giró a tiempo de apartar su lanza con un hábil golpe de una de
sus enormes manos. Sin perder un segundo, le arreó un puñetazo al guerrero en pleno rostro.
La cabeza con yelmo del guerrero se fue hacia atrás mientras su cuerpo, enfundado en la
armadura, siguió adelante durante unos pocos y desarticulados pasos para terminar por derrumbarse.
Roel vio a uno de los hombres que había derribado anteriormente esforzándose por darse la vuelta y
levantarse, por lo que empujó hacia atrás su caballo unos pasos, hasta que el animal propinó una
buena coz en el rostro del guerrero.
Aquel hombre perdió todo interés por alzarse o plantar batalla, ni siquiera sentía las brasas
crepitantes. Roel echó atrás la cabeza, sus carcajadas resonaron con estrépito. Corriendo a Zancadas,
Teskra cubrió la pequeña distancia que la separaba de él y, de un salto, se le aferró, rodeándole el
vientre con sus piernas a manera de tijeras, mientras le cubría el rostro de besos.
Durante un momento, Thamalon la estuvo observando con la boca abierta, hasta que Roel reparó
en su presencia y volvió a emitir sus estruendosas carcajadas.
—Por todos los dioses del cielo, muchacho, ¿no habías visto nunca a un par de amantes? ¡Qué
cara tienes!
Sin desprenderse de su abrazo, Teskra giró la cabeza y gritó:
—Thamalon, toma el caballo de Roel y ¡vete!
—No hace falta, Tessie —dijo Roel lentamente—. Hay caballos de sobras para todos por ahí
detrás.
—Los Soargyl y los Talendar… —se quejó Teskra.
—Todos cuantos cuidaban nuestros caballos han muerto. Vaciaron las cuadras antes de atacar,
supongo que para evitar que os escaparais a toda prisa una vez que empezara la fiesta. Rompí una
espada, pero más o menos hay una docena ahí detrás que no cocinarán ningún banquete matutino en
este fuego.
El mayor de los Uskevren, aquel que se parecía a un oso, movió bruscamente la cabeza hacia el
Palacio de las Tempestades. El estruendo se mantenía incesante, lenguas de fuego saltaban a mayor
altura que algunas de las torres.
—Thamalon, hazte con un caballo. Llevaremos a Tessie con su familia, a la Casa Sundolphin. No
sé cómo se tomarán esas brujas Baerent de nariz de cuero sus cuchillos, la sangre, y todo lo demás,
pero tampoco es que me preocupe mucho. No pararán de chismorrear, puedes estar seguro. Sé
amable con ellas, Tessie, ¿querrás? Ni siquiera los Talendar se atreverían a arremeter contra esa
casa espadas en mano. ¡Corre, muchacho, corre! ¡Veo a más escoria Soargyl encaminándose hacia
aquí!
—Por todos los dioses —exclamó Thamalon como para sí—. ¡Se diría que eso le hace feliz!
Al pasar corriendo junto a Teskra, la mujer le dirigió una sonrisa que indicaba que había oído sus
palabras. La dama retenía las riendas del caballo de su amante, de este modo Roel podía tener una
espada en una mano, mientras la otra se dedicaba a algo mucho más interesante. Lady Ilrilteska alzó
la cabeza y dirigió al cielo rebosante de humo un largo y estremecido jadeo, entre tanto Thamalon
seguía corriendo a través de la espesa humareda. El jadeo de la dama no se debía a ningún dolor.
El joven Uskevren halló los caballos resoplando y coceando, presos de pánico por el fuego y el
montón de cuerpos humanos ensangrentados que los rodeaban. Todos ensillados y con las bridas
puestas, permanecían atados a la verja del jardín. Eligió uno que ya había montado antes. Enojado,
reprimió el intento del equino por desembarazarse de él y, una vez en el lomo, regresó a la cortina de
humo. Para obligar al animal, tuvo que acicatearle las ancas con el plano de su espada y dirigirlo con
mano firme mediante las riendas. Difícilmente podía culpar al animal de su reticencia, y menos
cuando llegó a sus oídos el entrechocar de los aceros.
Una vez más, el humo se arremolinó, abriéndose una brecha en él como quien descorre un
cortinaje, para revelar a Roel y Teskra midiéndose con cinco, no, seis guerreros de los Soargyl.
Cuando Thamalon se acercó, uno de ellos alzó los brazos y luego se desplomó con el vientre abierto
en canal.
Aquello ya le pareció demasiado al caballo del joven Uskevren, hasta que le cayeron sobre su
cruz dorsal unas brasas ardientes.
La bestia relinchó y corcoveó desbocada, tropezó y casi decapitó a un Soargyl con las pezuñas.
Alguien gritó y blandió una espada hacia el caballo. Este se asustó y reaccionó con tanta violencia
que tropezó con unos cuerpos y cayó pesadamente. Thamalon saltó a tiempo.
Se agarró al borrén trasero de la silla de montar mientras el chamuscado animal rodaba,
emitiendo gritos de pánico y llevándose por delante cuanto había. Con toda la habilidad de que fue
capaz, el joven se montó de nuevo en la silla mientras su cabalgadura recuperaba el equilibrio. Y
ambos emprendieron un galope desenfrenado.
Salido de la nada, apareció ante la montura de Thamalon un Roel risueño que, con Teskra
aferrada a su espalda, lo saludó alegremente.
—¡Largo de aquí! —gritó—. ¡Por tiempos mejores y mayor gloria!
Con las botas, azuzó a su montura y se precipitó hacia el humo. El aterrorizado caballo de
Thamalon siguió al semental, que conocía, y juntos arremetieron contra la humareda y los escombros,
adentrándose entre cortinas de llamas para eludir lo peor de la furiosa pira que había sido el
orgulloso Palacio de las Tempestades.
Llegaron a un lugar donde vigas ardientes se desplomaban entre destellos como de relámpagos.
En una estancia rodeada de fuego, un Perivel empapado de sudor y sangrante rechazaba los embates
con una rapidez y destreza que lo dejaban sin resuello. En una mano sostenía una daga, y en la otra
una espada. Necesitaba de ambas para mantener a raya a Marklon, Ereldel y lord Rajeldus Talendar.
Roel desenvainó su espada y la lanzó con toda su fuerza. Emitió destellos mientras daba vueltas
en el aire, hasta que alcanzó a Ereldel Talendar en la cabeza, donde se clavó profundamente.
Ereldel se desplomó con lentitud, igual que un árbol que cae a su pesar, mientras Roel gritaba:
—¡Ahora voy, lord Uskevren! ¡No te acabes toda la diversión!
Perivel le ofreció una fiera sonrisa a modo de respuesta, sólo un instante antes de que Marklon
Talendar propinara con toda la fuerza de sus dos manos tal golpe que partió en dos la antigua espada
que Perivel sostenía. La profusión de resplandores azules obligó a todos los combatientes a
retroceder aturdidos.
—¡Aquí… estoy! —gritó Perivel, jadeando, al tiempo que se hacía con la espada de un cuerpo
abatido. La blandió al aire y gritó—: ¡Por los Uskevren, hasta el fin de los días!
Rajeldus y Marklon Talendar se repusieron, intercambiaron miradas y avanzaron al unísono
sobre el señor de la Casa Uskevren. En el mismo instante en que Thamalon, para advertir a Perivel,
se inclinó peligrosamente hacia atrás en la silla de su desbocada montura, las vigas que ardían sobre
lord Uskevren crujieron y empezaron a ceder. El estrépito que siguió, y el crepitar devorador de las
llamas que iban alzándose, fue lo último del Palacio de las Tempestades que el joven Uskevren vio
aquel día. El aterrorizado caballo lo condujo más allá de las asfixiantes nubes de humo.

La empuñadura guarnecida con la estrella, oculta en la manga, se ofrecía al tacto más tersa que
nunca. Thamalon se permitió una leve e irónica sonrisa, y una vez más se sumió en sus oscuros
pensamientos.
La montura, en su galope frenético, lo llevó a través de todo Sélgont. En un momento dado se
quedó inconsciente, y no despertó hasta que el sol del nuevo día estuvo bien alto. Roel regresó al
incendio en un intento vano de recuperar a cualquiera todavía con vida. Emergió de aquellas llamas
abrasadoras tan malherido que más parecía un monstruo que un hombre.
Aquel a quien los criados de los Uskevren llamaban el Gran Qso jamás se recuperó, y rara vez
abandonó el lecho durante aquel año, que pareció interminable. Fueron muchas las noches en que
Thamalon halló a la orgullosa Teskra llorando a solas en una de las estancias de la torre mientras,
como si tal cosa, vaciaba una jarra tras otra y miraba las iluminadas calles de la cruel Sélgont.
Jamás salió de la boca del joven Uskevren una palabra de reproche. En lugar de ello, se sentaba
a su lado. Habitualmente ella nunca decía nada, se limitaba a ofrecerle una jarra, de la que él bebía
uno o dos tragos. Permanecía allí sentado hasta la mañana siguiente, meciéndola contra su pecho si el
sueño la vencía. Por ese hecho, ahora la veía más como una hermana pequeña que como su
madrastra, aunque roncara como un caballo.
Después de que Roel se fuera a la tumba, no tardó mucho en seguirlo ella.
Thamalon procuraba no mirar a los ojos apenados de los pocos criados que permanecieron a su
lado mientras iniciaba, apesadumbrado, la larga labor de recomponer los pedazos. Abandonó Sélgont
durante algunos años, dejando el Palacio delas Tempestades reducido a cenizas, para comerciar en
los puertos de Sembia más humildes e incluso en el vecino reino de Cormyr. Lentamente rehízo la
fortuna familiar, una labor que muy bien hubiera podido abandonar, preso de desesperación, de no
haber contraído matrimonio con Shamur, cuyo fiero temperamento, sus ardides y coraje hicieron que
renaciera en él la vitalidad.
El comercio marítimo de los Uskevren era sinónimo de piratería a ojos de los selgontinos, por lo
que Thamalon evitó la actividad tradicional de la familia. En lugar de ello, compró y vendió tierras
hasta que adquirió gran astucia en tal negocio, sabiendo de antemano por dónde crecerían las
ciudades, y cuáles serían las rutas comerciales que resultarían beneficiadas. Dinero que ganaba,
dinero que invertía en el patrocinio de los artesanos que la mayoría de los clanes mercantiles de
Sembia prefería ignorar o despreciar: la gente llana que trabajaba como orfebres, tallistas, joyeros y
otros oficios por el estilo.
Estuvo con ellos en los tiempos difíciles, manteniendo honestas relaciones comerciales. Para
ellos, el nombre Uskevren no significaba «oscuro pirata» sino «amigo fiel». Vendía sus mercancías
en las ciudades, les hizo ricos, y al proceder así, volvió a llenar las arcas de los Uskevren. En
Sembia, rehacer la fortuna venía a ser lo mismo que restituir el nombre del clan. Una nueva
primavera floreció para los Uskevren cuando comenzaron a restaurar el Palacio de las Tempestades.
Los Uskevren habían vuelto a Sélgont como si, de hecho, se hubieran ido.
Por supuesto, los rumores se desataron por doquier, avivados por los clanes —Soargyl y
Talendar entre los más destacados—, que no se sentían nada complacidos al ver cómo regresaba un
enemigo derrotado. Pero Thamalon Uskevren se desenvolvía con gran equidad en los salones
comerciales de Sélgont. Eso era algo que rara vez hacían otros orgullosos clanes.
Cuando surgieron problemas, la guardia de la familia, que Shamur había creado, entrenado y
puesto secretamente a prueba para eliminar a los desleales, había demostrado su valía. Varios de los
más problemáticos Soargyl y Talendar «desaparecieron».
Se contrató a magos. La luz de las mañanas desvelaba más cuerpos tendidos por las calles, así
como almacenes y embarcaciones de los Soargyl y de los Talendar que habían ardido del mismo
modo que antes lo había hecho el Palacio de las Tempestades.
Cuando el coste resultaba muy elevado, los únicos fuegos que quedaban eran los que ardían
lentamente en los ojos de los Soargyl y los Talendar, pero las dos familias ya no se atrevieron a
atacar abiertamente a los Uskevren o a los criados del clan en plena calle.
Pasaron los años, el Palacio de las Tempestades renació de sus cenizas para desplegar su
opulenta gloria, y mucha gente de Sélgont acabó por respetar la honestidad de Thamalon, su atrevida
aunque honrada forma de hacer negocios, así como su rápido ingenio para los mismos. La familia de
los Uskevren disfrutaba de una auténtica prosperidad, se la admiraba ampliamente, y también volvía
a tener enemigos.
Un gran número de enemigos…

—Mayordomo —tronó el hombre que aseguraba ser Perivel Uskevren—, te ordeno que traigas
aquí a toda mi querida familia. Deseo que todos estén presentes para que sean testigos de cómo
reclamo el patrimonio que en justicia me pertenece.
El mayordomo, Erevis Cale, pareció dudar un instante. Ya había atravesado una arcada para
penetrar en la penumbra de un pasaje que se abría más allá, y era difícil saber con seguridad si había
oído plenamente la orden del pretendiente.
«Malditos sean todos los dioses danzantes —pensó Thamalon—, este hombre puede ser Perivel,
o alguien que ha tenido acceso a un Perivel cautivo y mucho tiempo para interrogarlo acerca de los
asuntos de la familia».
Alzó la vista hacia los murmullos procedentes de las galerías que daban al salón. Vislumbró una
manga que sabía que pertenecía al vestido de su hija Thazienne, y dejó caer de nuevo la mirada sobre
los enemigos que tenía sentados a su mesa. Sus hijos e hijas hubieran tenido que ser criaturas de una
increíble presteza para haber respondido tan rápidamente a una orden de Erevis Cale. Alguno de los
otros criados les debían de haber advertido de lo que se estaba cociendo en el salón.
El señor de la Casa Uskevren suspiró profundamente y pensó:
«Dioses todopoderosos, haced que mis hijos permanezcan callados al menos hasta que se haya
celebrado la prueba».
Con aquel mago a sueldo, henchido de orgullo por sus conjuros mortales, y el legislador presente,
haría falta poco más que unas palabras desde las galerías en voz demasiado alta, las armas aparte,
para darles una excusa suficiente a los Talendar y a los Soargyl y que estos empezaran un combate en
serio.
Thamalon no tuvo necesidad de mirar para saber cuándo entró su esposa en el salón. Podía sentir
la calidez de su mirada y, como siempre, se sintió más fuerte, como si su presencia fuera a un tiempo
un manto y una armadura que lo protegieran. Debía haber regresado pronto de esa fiesta que iba a
durar hasta altas horas de la madrugada. Con sólo un vistazo, Shamur fue consciente del peligro que
allí había, y mantuvo callados a los niños.
Por supuesto, un peligro siempre lleva a otro. Jamás hubo nadie en Sélgont, ni siquiera Thamalon,
capaz de mantener a Shamur callada.
Como para ocultar los oscuros pensamientos de Thamalon, el salón quedó súbitamente
paralizado, como si todo el mundo contuviera la respiración. Con solemnidad y pasos casi
inaudibles, el mayordomo se adentró en lo más profundo de aquel espeso silencio expectante
portando el Trago de los Uskevren en una bandeja de plata.
Allí estaba, bien visible, una enorme copa de aspecto humilde, vieja, aunque de algún modo
poderosa, tan firme como las viejas piedras de los cimientos del Palacio de las Tempestades. Erevis
Cale, consciente de la importancia de la ocasión, alzó lentamente la bandeja ante él para que todos
los ojos pudieran ver bien el Cáliz Ardiente.
Iristar Velvaunt señaló con un dedo la mesa, dando a entender que el mayordomo debía dejar la
copa ante él, pero Cale pasó ante el mago tranquilamente y llevó la bandeja hasta su señor.
Thamalon lo obsequió con una sonrisa de asentimiento, y con un ademán indicó que el
mayordomo debía llevar el cáliz al llamado Perivel Uskevren.
El pretendiente lo miró sorprendido. Thamalon le sonrió ampliamente, animándolo con un gesto a
que tomara en sus manos el cáliz.
El pretendiente miró receloso el interior del objeto. Estaba vacío y tenía algo de polvo. Como si
la aparición de la copa hubiera despertado súbitamente ala joven criada, quien había estado quitando
el polvo a todo el salón, esta se giró y avanzó discretamente, sosteniendo en su esbelta mano un trapo
a punto de entrar en acción. Thamalon le indicó con un movimiento que regresara a la penumbra. La
sirvienta inclinó la cabeza en callado acatamiento y regresó a su labor.
Perivel dudaba, y giró ligeramente la cabeza, como si esperara alguna señal del mago. Presker
Talendar sonrió ligeramente hacia las galerías, desde las que los callados Uskevren miraban hacia
abajo, pero si el mago Velvaunt hizo una señal al pretendiente, Thamalon no la vio.
Repentinamente, el hombre que aseguraba ser Perivel Uskevren alargó una mano hacia la bandeja
que Cale, inmóvil como una estatua, le tendía. El pretendiente estiró una mano, dudó, y luego aferró
la copa igual que el halcón arremete contra la presa. La agarró, la levantó… y la mantuvo en alto
para que todos la vieran: un cáliz que no ardía, que simplemente era un recipiente viejo y vacío.
—¿Y bien? —preguntó al salón un triunfante Perivel Uskevren.
Sin haberse quemado, pero tampoco esperando que nadie le respondiera, dejó la copa sobre la
mesa.
El legislador, mirando cautamente a lo largo de la mesa sin fijar su vista sobre nadie, preguntó
formalmente:
—Saer Velvaunt, ¿se trata efectivamente del auténtico Cáliz de los Uskevren?
El mago inclinó la cabeza, sonriendo con suficiencia, y pasó la mano ante la copa con una
complicada floritura.
—Sin duda—respondió con firmeza.
El legislador de Sélgont alzó la mirada para dirigirla hacia los ojos de Thamalon.
—Bien, parece suficientemente probado —dijo, haciendo acopio de determinación—. Este es
Per…
No pudo pronunciar el nombre, dio la impresión de que un hacha lo hubiera cortado cuando el
anfitrión del Palacio de las Tempestades alzó una mano y murmuró:
—¿Cordriwal?
Las cortinas tras él se abrieron y apareció un hombre demacrado de barba blanca, que avanzó
entre los presentes con el penoso arrastrar de pies propio de los ancianos.
—A vuestra disposición, señor —dijo.
—Mago, ante Saer Velvaunt, decidme, ¿ha podido lanzarse, hace tan sólo un instante, algún tipo
de sortilegio sobre el Cáliz Ardiente?
—Oh, sí —dijo con toda naturalidad, apuntando al hombre que aseguraba ser Perivel Uskevren
—. Saer ha lanzado un conjuro sobre él justo antes de que el caballero alargara la mano para tocarlo.
Velvaunt acaba de retirar el encantamiento hace tan sólo un instante, cuando pretendía identificar el
cáliz. Él…
Un espasmo sacudió al viejo mago, y una sombra pasó sobre su rostro.
—¡Señor! —exclamó con voz grave—. Él…
Seguramente, Cordriwal Imleth no había tenido la intención de acabar sus días derribado, igual
que un árbol caído, sobre una exótica alfombra de Tashlutan, que representaba dos dragones
enzarzados en combate mortal. Realmente era una alfombra espléndida. La había admirado en muchas
ocasiones, pues tenía un gusto exquisito. Tan gruesa y mullida era que su estrepitosa caída apenas se
oyó.
—Demasiadas mentiras pueden acabar con cualquiera —observó Saer Velvaunt en tono amable
—. Su corazón debe haberse debilitado. Quizá era mayor de lo que aparentaba. Espero que no os
debiera demasiadas monedas, lord Uskevren.
Cuando los ojos de Thamalon se cruzaron con la mirada burlona del brujo a sueldo, se mostraron
tan acerados y afilados como dos dagas desenvainadas.
—También he oído decir eso —respondió el señor de los Uskevren—. Que lanzar demasiados
sortilegios imprudentes puede matar a cualquiera. ¿Ha sido esa también vuestra experiencia, Saer?
El mago se encogió de hombros.
—En el pasado he visto que ambos errores resultaban mortales, pero espero no tener que verlo
de nuevo. —Alzó una mano mientras hablaba, y todos vieron que unas pequeñas estrellas
parpadeaban en torno de sus dedos.
—Me limitaré a solucionar las dudas de todos los aquí presentes mediante un sortilegio sobre el
cal…
Thamalon apenas movió el dedo meñique izquierdo, pero Cale estaba muy atento. El mayordomo
avanzó dos pasos. Y se agachó para tirar de una de las patas de la silla del brujo. El movimiento fue
tan rápido como el relámpago y derribó al espantado Velvaunt. Las motas de luz del conjuro se
diseminaron en todas direcciones, al tiempo que varios comensales quedaban inmóviles, a medio
levantarse, para volver a sentarse a renglón seguido. Media docena de hombres enfundados en
armaduras negras aparecieron entre los cortinajes. Sobre sus pechos llevaban la brillante cabeza
dorada de caballo que era el emblema de los Uskevren. Portaban espadas empapadas en vino
adormecedor. Al fin y al cabo, se le había pagado a Velvaunt para tenérselas precisamente con aquel
tipo de contrariedades.
El bien retribuido brujo se puso en pie mientras gruñía furioso. Levantó una mano para señalar al
mayordomo, pero se detuvo bruscamente cuando cuatro de aquellas espadas le rodearon con sus
brillantes puntas.
—¿Lanzando encantamientos indebidos en una casa privada? —murmuró Cale—. Estoy seguro de
que no estabais tratando de hacer nada parecido, señor. Al fin y al cabo, la pena por eso es de dos
años en los muelles con grilletes… y el señor legislador está sentado justo ahí.
Inclinó la cabeza y añadió en tono amable:
—Lamento lo de la silla. Repararé inmediatamente lo que quiera que sea que haya causado el
fallo en la pata y, mientras tanto, estaré encantado de proporcionaros otro asiento.
Iristar Velvaunt le gruñó sin decir palabra, el rostro negro de rabia.
En las caras de los otros comensales sólo podía leerse ira y miedo. Saclath Soargyl gruñía desde
lo más hondo de su garganta, los nudillos blancos, temblando sobre la empuñadura de su espada. El
legislador le lanzó una mirada reprobadora y preguntó en voz alta con voz glacial y firme:
—¿Está el cáliz sometido a un sortilegio?
—Muy bien pudiera ser así —respondió Thamalon—, y no aceptaré aquí los resultados de
cualquier encantamiento que haya lanzado este brujo a sue…
Lord Flame de Lathander alzó una mano rechoncha, y una sarta de anillos brillaron a la luz de las
velas.
—No necesitáis hacer eso, lord Uskevren. Mis habilidades pueden determinar lo que el señor
legislador quiere saber. ¿Me permitís?
Miró con cauta formalidad al legislador Loakrin y a Thamalon. Obtuvo el asentimiento de ambos
antes de girarse y lanzar una mirada significativa al mayordomo, quien permanecía junto a la guardia.
Cale asintió con un imperceptible movimiento de cabeza antes de, sin mediar palabra, ir a buscar
otra silla para Saer Velvaunt, quien se levantó con mucha gracia y en silencio.
Los ojos de Thamalon se entrecerraron ante la desconocida y enrevesada oración que emanaba de
los gruesos labios del sacerdote. No sonaba a ninguna súplica o reverencia conocida, sino a un lazo
entre alguna magia nueva y la antigua.
Antes de que nadie pudiera moverse o decir nada, la oración se acabó. El sacerdote alzó las
palmas de las manos hacia la bóveda. Todos lo miraron en expectante y ansioso silencio.
—No —les dijo, procurando no mirar a lord Uskevren—, no está encantado con recientes
sortilegios, sólo antiguos, y son increíblemente fuertes pese a su antigüedad.
—Hagamos que lo compruebe el Gran Loremaster Yannathar del Santuario —dijo Thamalon con
rotundidad, refiriéndose el Templo de Oghma, en Sélgont—, y permitamos que él decida. —Extendió
las manos para levantar el cáliz, sin dar tiempo a sus huéspedes a que objetaran nada.
Cuando los dedos se cerraron en torno a la copa de la familia, esta comenzó a escupir llamas.
El sorprendido señor de la Casa Uskevren retiró de inmediato sus manos quemadas con un grito
de dolor, y el hombre que decía llamarse Perivel Uskevren se levantó con una amplia sonrisa
dibujada en su rostro.
—Por fin sabemos quién es el impostor —dijo casi jovialmente—. No eres mi hermano. Tú y tus
mocosos no tenéis aquí derecho alguno. Esta casa es mía.
Lo que yacía en la cama resollando lastimeramente parecía más un lagarto que un hombre. Todo
su cabello había desaparecido, quemado, y pliegues de carne abrasada salpicados de verrugas
pendían allí donde debería esta la cara. Tan sólo el par de airados ojos castaños confirmaron a
Thamalon de que se trataba de su tío bisabuelo Roel.
La vibración que se percibía en aquella trabajosa respiración le decía algo más: Roel podía
morir en breve.
Los ojos de Roel se hincaron en Thamalon como si fueran dos puntas de espada que se clavaran
en sus tripas y lo alzaran sin poder evitarlo.
—Prométeme… —profirió con un tosco gruñido, que era todo cuanto Roel podía articular en
aquellos momentos. Se interrumpió, vacilante, ante la palabra que quería decir a continuación.
—Todo cuanto esté en mi mano, tío —respondió Thamalon rápidamente, inclinándose para estar
más cerca y que el moribundo supiera que lo estaba escuchando.
Quien ya no volvería a ser aquel afable oso rugiente, había regresado al Palacio de las
Tempestades para abrirse camino entre el fuego en busca de los que estuvieran vivos. Se esforzó en
vano y regresó con aquel aspecto.
Roel luchaba por incorporarse agarrándose a la pálida dama que se hallaba al lado de su lecho.
Sus enormes manos eran huesudas, unas garras nudosas con las que torpe y temblorosamente se asió
de Teskra, haciéndole probablemente daño. Pero no salió de la dama quejido alguno, y sacudió la
cabeza cuando Thamalon se apresuró a ayudar a Roel. Lágrimas calladas caían como lluvia sobre la
ropa blanca.
—Haz que los Uskevren vuelvan a ser grandes —gruñó Roel—. ¡Ricos… importantes…
respetados! —La tos le sobrevino por un instante, y sacudió la cabeza. El sudor provocado por su
esfuerzo le brillaba por toda aquella ruina de rostro—. No pierdas tu… tiempo…, como yo hice.
—Tío, haré que la familia recupere su orgullosa prominencia una vez más —respondió Thamalon
con fiereza—. Lo juro.
—¿Sobre el Cáliz Ardiente? —jadeó Roel.
Thamalon asintió enérgicamente, miró nerviosamente a los criados que estaban en la puerta y les
dijo:
—Id a por él…
La mano que cual garra se hincaba en el brazo del joven le estaba ocasionando un moretón.
—No hay… tiempo —gruñó Roel—. Deja que bese a… Tessie…
La dama se inclinó para acercar su cabeza a la del moribundo, pero la luz de aquellos ardientes
ojos se apagó antes de que ella llegara.
Cuando la cabeza de Roel cayó hacia atrás, Thamalon vio que aquellos labios destrozados
mantenían una última y fiera sonrisa.

—Dejad que me exprese con absoluta claridad acerca de esto —dijo el legislador de Sélgont con
sumo tacto, procurando no mirar a los airados rostros de los hombres de armas que se cernían sobre
la mesa—. ¿Este cáliz señala quién es y quién no un auténtico Uskevren?
—¡Así es! —tronó Perivel con actitud triunfante—. Esta copa se halla bajo un sortilegio más
antiguo que cualquiera de los aquí presentes, de modo que quema la piel de cualquiera que decida
tocarlo y no tenga auténtica sangre Uskevren. Mi antepasado Thoebellon dispuso el conjuro tras la
muerte del mago Helemgaularn. ¡Contemplad!
Todos los ojos en el salón siguieron el gesto de su mano en la copa, grande y sobria, que ahora ya
no llameaba.
—Ninguna mano falsa la toca ahora —dijo Perivel mientras lanzaba una mirada a Thamalon
cargada de significado—, por lo que así permanece tranquila, a la espera. Nadie sino aquellos con
sangre Uskevren pueden tocar el Cáliz Ardiente sin que se despierten sus llamas.
—¿Nadie sino aquellos de auténtica sangre Uskevren pueden tocar el Cáliz Ardiente sin que este
arda? —preguntó lentamente el legislador Loakrin, Lanzó una mirada a Perivel, quien, tras asentir,
giró la cabeza para observar a Thamalon.
Y el señor de la Casa Uskevren asintió con la suya.
El legislador se aclaró la garganta y se volvió para ver el cáliz.
—Bien —dijo—, entonces, parece que…
Su voz se fue apagando igual que el sonido de una gaita que alguien hubiera dejado de soplar,
pues se había quedado boquiabierto.
Todas las cabezas se giraron para seguir su atónita mirada; aquí y allá, a lo largo del oscuro
salón, se repitió la misma actitud boquiabierta.
La criada que había estado dando brillo a todo el salón avanzó hacia el cáliz de repente. Le
aplicó un trapo con concentrada atención, dándole vueltas sobre la mesa con sus manos
desprotegidas. De la copa no salió ni una llama.
Los hombres en torno a la mesa la miraron fijamente durante un largo y tenso rato, mientras ella
daba brillo al cáliz, aparentemente ajena al escrutinio al que estaba siendo sometida.
La mirada del legislador se dirigió directamente a los hombres que se sentaban a su alrededor, y
no era amistosa.
—Estamos sentados a la mesa de uno de los más poderosos mercaderes de nuestra ciudad —dijo
Loakrin—, y nosotros correspondemos a su hospitalidad tratando de arrebatarle su casa (esta casa de
la que lo he visto entrar y salir durante décadas de próspero comercio), declarando que no es quien
ha sido a los ojos de todo Sélgont desde hace años.
El legislador permitió que un instante de gélido silencio pendiera en el aire antes de añadir:
—Creo, y por la presente declaro con palabras que repetiré ante el Sabio Señor Probiter —lord
Sage Probiter— y el mismo Hulorn, que ante una acusación tan seria habrá que aportar más pruebas
que la de las llamas, las cuales pueden o no proceder de este cáliz. Sembia es tierra regida por la
ley, y siempre será así. He hablado.
Dejó caer una pesada mano sobre la mesa, y como si fuera una respuesta, el cáliz se elevó en el
aire para quedar majestuosamente por encima de las jarras, y se cubrió con un breve halo de llamas.
Mientras crecían los murmullos entre la servidumbre que presenciaba los hechos, Thamalon se
permitió una sonrisa de alivio. Al menos, aún funcionaban aquellos trucos de salón que Teskra le
había enseñado con la ayuda del anillo de su dedo meñique.
Así pues, los Uskevren aún morarían un tiempo en el Palacio de las Tempestades, por lo menos
hasta que aquel pretendiente, o cualquier otra conspiración, clavara sus garras en ellos de nuevo.
Thamalon Uskevren brindó a sus huéspedes una sonrisa insulsa. Descendió su vista hasta la
inmóvil y fría figura de Cordriwal Imleth, quien yacía en la alfombra (habría mandado llamar a los
sanadores, y pagado generosamente por su resurrección, pero sabía que ya era demasiado tarde y no
serviría de nada), y se hizo a sí mismo una callada promesa: ningún vástago de la Casa Talendar,
Soargyl, ni ningún otro que pretendiera ser Perivel Uskevren, podría dormir plácidamente de aquella
noche en adelante.
Y todo Sélgont sabía que Thamalon Uskevren era hombre de palabra, un hombre para quien lo
prometido era deuda.
LA MATRIARCA

LA CANCIÓN DEL CAOS


Richard Lee Byers

Tan pronto como se inició la primera escena, a Shamur Uskevren le comenzó a doler la cabeza.
La obertura, con inesperadas disonancias e irregulares tempos, había desgranado sus chirriantes
notas, pero ahora que los cantantes, enfundados en sus fantasiosos ropajes, habían comenzado a
cantar, la ópera se había tornado verdaderamente desagradable. Ni la letra de las arias, ni la acción
que se desplegaba frente al anfiteatro al aire libre guardaban coherencia alguna y, sin embargo, la
esbelta matrona de cabellos rubios y brillantes ojos grises no podía librarse de la humillante
sensación de que la historia tenía sentido, pero era como un chiste cuya gracia no pudiera captar.
«¡Fantástico!», pensó Shamur. Por fin había logrado arrastrar al demonio de su hija hacia un
espectáculo adecuado para una jovencita, y la circunstancia se estaba convirtiendo en una odiosa
experiencia. Miró a la izquierda. Desvergonzadamente, Thazienne estaba haciendo muecas y
removiéndose nerviosa sobre la losa de piedra de un banco.
Efectivamente, Tazi, una encantadora muchacha de increíbles ojos verdes, cabello corto y negro
como el azabache, peinado del modo menos atractivo posible, y con un estrafalario corpiño rojo y
traje largo de Cormyr, no ocultaba en absoluto su desagrado. Se ponía en evidencia, y también a su
familia, sin importarle nada. Shamur cogió aire para susurrar una reprimenda, pero entonces reparó
en el corpulento viudo de cabellos grises que se sentaba detrás de su hija.
Shamur conocía a Darvus Baerent, del mismo modo que conocía a todos los miembros de las
mejores familias de Sélgont. Hasta aquel momento, hubiera jurado que aquel noble mercader entrado
en años era tan flemático e inofensivo como cualquier viejo buey acostumbrado al yugo. Sin
embargo, en aquellos instantes, jadeaba pesadamente al tiempo que clavaba los ojos en la nuca de
Tazi. Pese al fresco de la tarde, el sudor perlaba su frente, y sus dedos rechonchos jugueteaban con la
empuñadura enjoyada de su daga. Molesta por sentirse ignorada, la compañera del mercader, una
damisela de pecho generoso suficientemente joven como para parecer su nieta, lo miró furiosa.
Aunque era difícil de creer, Shamur veía que algo malo le pasaba a Darvus. ¿Acaso tenía un
delirio febril? Aprovechó un momento de calma en la música para pronunciar el nombre del
caballero en tono frío y seco, lo que casi siempre sorprendía tanto a sus inferiores en la escala social
como a sus iguales. Cabe decir, sin embargo, que tal ardid había dejado de surtir efecto en Tazi hacía
tiempo.
Darvus se levantó de un salto y se cernió bruscamente sobre ella para encontrar su mirada, los
ojos como platos mientras su boca se movía sin emitir sonido alguno, como si Shamur lo hubiera
sorprendido cometiendo un crimen inconfesable. Salió a todo correr, pisoteando los pies de los otros
espectadores de su fila. Para sorpresa de ella, nadie reaccionó.
Shamur pensó en ir tras Darvus, pero tan sólo un instante después, un grito agudo recorrió el
anfiteatro. Sobresaltada, escrutó la sala en busca de su procedencia. Varias hileras de asientos por
debajo de ella, la bella y pelirroja Kenna Toemalar se levantó de un salto al tiempo que abría su
vestido violentamente. Sus ojos, incontrolados, daban vueltas en las órbitas, y su boca babeaba; la
joven noble hurgaba en sus expuestas carnes, que se arrancaba con extrema facilidad en pedazos
semilíquidos. Sorprendentemente, ninguno de sus vecinos dio un paso para evitar que hiciera tal
cosa, ni siquiera retrocedió o giró la cabeza para mirar con expresión estúpida.
Shamur comprobó que la mayoría del público permanecía sentado, boquiabierto, atontado y
estático. Algunos lloraban, gimoteaban, o parpadeaban como si estuvieran sufriendo los horrores de
una pesadilla de la que no pudieran despertarse. Mientras tanto, los cantantes y músicos seguían
interpretando la ópera, en apariencia tan indiferentes ante la falta de reacción de los espectadores
como estos ante los puntos de luz violeta que comenzaban a brillar alrededor de ellos.
Tazi tocó el brazo de su madre.
—Está pasando algo —dijo la joven. Como era de prever, su voz parecía más intrigada que
alarmada.
—Obviamente —respondió Shamur. Se levantó para gritar una advertencia, y entonces, al menos
para sus oídos, la música sonó con estrépito. Un fogonazo de luz violeta la cegó, y una fuerza
parecida a un viento huracanado la alzó y la lanzó lejos.

Shamur permitió a Harric, un sonriente y desdentado lacayo ataviado con la librea azul y dorada
de los Uskevren, que la ayudara a descender del carruaje. Impaciente, Tazi bajó sola.
Ante ellas, se erigía un gran salón cuyas líneas esenciales resultaban prácticamente
indistinguibles entre tantos pretiles, arcos, cornisas, frisos, entablamentos, torretas, minaretes,
pináculos, galerías, gabletes, gárgolas, vidrieras, y sólo los dioses sabían qué más. Por un momento,
la escena parecía equivocada, como si Shamur no debiera estar allí, o no debiera estar allí otra vez.
Pero aquella idea no tenía sentido, y cuando Tazi habló, se desvaneció de su mente.
—El Palacio de la Belleza, un bonito culo de color rosa —dijo la jovencita.
Con disimulo, Shamur se mostró de acuerdo. Aquel teatro recién construido, salón de conciertos
y galería de arte, encargo de Andeth Ilchammar, era toda una atrocidad arquitectónica. Pero no tenía
intención de decir tal cosa y aconsejó a su hija que no fuera irrespetuosa.
—Puedes burlarte aquí fuera —le dijo—, pero una vez crucemos esa puerta, espero de ti tu mejor
comportamiento. El mismísimo Hulorn nos ha invitado para participar en una «experiencia estética
única».
—¡Qué imbecilidad! ¡Ni siquiera sabes de qué se trata!
—Sé que la invitación dice que será extraordinario, y si careces del refinamiento necesario para
divertirte con ello, ten al menos el buen sentido de apreciar el honor que te han hecho invitándote.
Los ojos de Tazi dieron vueltas en sus órbitas.
—¡Vale! ¡Acabemos de una vez!
Al reconocer a las damas Uskevren, los guardias ceremoniales, enfundados en sus sobrevestes
negras y doradas, se apartaron para permitirles el paso. El alto y arqueado portal de la entrada
parecía abrirse ante ellas como unas fauces dispuestas a tragárselas. Contemplándolo, Shamur sintió
una punzada de desánimo.
Por un instante, era como si se le hubiera contagiado la obstinación de su hija y tampoco quisiera
entrar. No quería pasar otra velada escuchando árida y majestuosa música de cámara y charlando de
obras de beneficencia, cultura y de cualquier monótono chismorreo que hubieran descubierto las
otras esposas de los mercaderes. Había pasado demasiadas noches de ese modo. Lo que ella
quería…
Apretó la boca y dejó de darle vueltas a aquellos pensamientos tan inútiles. Ya no importaba lo
que ella quisiera; hacía mucho tiempo que era así. Ahora debía comportarse como la esposa seria y
correcta de un burgués y preparar a sus hijos para que desempeñaran sus obligaciones familiares
como cabía esperar. Lliira sabía que esto último no era fácil.
Oh, Tamlin había resultado un chico excelente, dijera lo que dijese su padre. Pero Tal, su
hermano menor, necesitaba aliento y guía. Ella tenía que supervisar todo movimiento que hiciera, y
no es que le pesara prestarle atención. Al menos, el chico hacía un esfuerzo de vez en cuando. Pero
Tazi, no. Tenía capacidad para aprender modos, música, costura, y las otras artes femeninas, todo lo
cual contribuiría a hacer de ella un buen partido, o alguien apta para los secretos de la contabilidad y
el comercio, lo que la capacitaría para tomar parte en los negocios de los Uskevren. Pero todo lo que
le interesaba era las relaciones sexuales, parrandear con gente poco aconsejable, de clase muy por
debajo de la suya, hacer travesuras y, por lo general, meterse en problemas.
«Pero esta noche, no —pensó Shamur mirándola torvamente—. Esta noche te comportarás como
una señorita discreta y refinada, te pongas como te pongas».
Acaso intuyendo sus pensamientos, Tazi le sacó la lengua.
Más allá de la entrada, había un vestíbulo de techo alto iluminado con magia, ricamente decorado
con pinturas, tapices y esculturas, incluso con una estatua ecuestre de mármol de gran altura en
medio. La pieza representaba a Rauthauvyr el Cuervo, fundador de Sembia, dando muerte a una
gorgona, una gesta que, hasta donde alcanzaba el saber de Shamur, el legendario guerrero
protagonizó. Alrededor del pedestal se arremolinaba un grupo de la aristocracia sembiana de lo más
selecto; el ronroneo de sus conversaciones, el frufrú de sus ropajes y el tintineo de sus abundantes
joyas se mezclaban con las armonías de los intérpretes del glaur, el zulkoon y el thelarr que sonaban
desde el triforio.
Un lacayo golpeó el pavimento con el extremo de su bastón y anunció a Shamur y a Tazi, tras lo
cual Dolera Milna Foxmantle corrió hacia ellas para saludarlas. Pese al malhumor que sentía,
Shamur se esforzó para dibujar una sonrisa.
Dolera era una hermosa cuarentona cuyo rostro en forma de corazón parecía, como siempre, una
paleta de cosméticos.
Usaba polvos de alabastro para blanquear su piel, fucus para enrojecer los labios, kohol para
enfatizar los ojos y tintura de belladona para engrandecer las pupilas. Aquella noche llevaba un
aterciopelado vestido naranja de amplio escote que apestaba a agua de rosas.
—Shamur —gorjeó—, qué maravilla verte, y también a la pequeña Thazienne. Por fin has
logrado arrancarla de las tabernas, y también que su aspecto haya mejorado. Por supuesto, hay gente
que no sabe apreciar ese… aspecto desaliñado. Dicen que hace que una chica parezca una
cualquiera, o una grosera y vulgar mujer proveniente de algún entorno poco civilizado. Pero a mí me
parece muy estimulante.
Shamur ni siquiera tenía que mirar a Tazi para percibir que su hija estaba a punto de estallar.
Disimuladamente, dio un golpecito con el codo a su hija en las costillas.
—Muy amable de tu parte decir eso —respondió a Dolera—. ¿Cómo te encuentras, querida?
Supongo que todavía das clases de danza con el Maestro Rolando. Estoy ansiosa por presenciar tu
primera exhibición.
La maliciosa sonrisa de Dolera languideció un tanto.
—De hecho, me he tomado un respiro de la danza para concentrarme en mis acuarelas.
Excusadme, ¿queréis? —Y se alejó de ellas.
—Según tengo entendido, Rolando decidió dar por finalizadas las clases con ella muy indignado
—murmuró Shamur a su hija—. Le dijo que tenía la gracia de una osa de tres patas.
—Así que le has preguntado eso para humillarla —dijo Tazi—. ¿Por qué no me has dejado
responderle lo que me hubiera gustado decirle?
—Porque seguro que hubiera sido algún insulto grosero que habrías dicho con toda la potencia de
tus pulmones, y no es así como se juega. Si Dolera te saca de quicio, es ella la que gana.
—Me parece un juego estúpido… —empezó a decir Tazi.
En aquel momento, la música de cámara cesó, y el intérprete del glaur sopló unas notas a modo
de fanfarria.
Una figura desgarbada, que avanzó a grandes pasos hasta el rellano de unas escaleras, extendió
los brazos en histriónico gesto de bienvenida. Le cubría de cabeza a pies una voluminosa toga con
capucha de terciopelo verde y paño de oro. Por la pomposidad de su entrada sólo podía tratarse de
Andeth Ilchammar, el Hulorn, un gobernante considerado excéntrico incluso por sus propios amigos,
y un loco rematado por sus adversarios.
Shamur se preguntó por qué había decidido aparecer con un vestido tan estrafalario. Desde hacía
días se cuchicheaba acerca de que el alcalde mercader, quien también resultaba una especie de mago,
aspiraba a transformarse en un titán o cualquier otra especie de criatura sobrehumana. Quizá sus
ropas ocultaban los estigmas de una metamorfosis fallida o en curso. Conociendo a Andeth, bien
pudiera ser que simplemente hubiera sucumbido al deseo infantil de disfrazarse.
—Damas y caballeros, ¡buenas noches! —gritó el Hulorn con voz de tenor, casi sin aliento—.
Confío en que estén preparados para asombrarse y exaltarse, pues tengo una sorpresa maravillosa
para ustedes. Como muchos saben, tengo algunos servidores que buscar tesoros artísticos de gran
antigüedad, y a lo largo de los años han realizado algunos descubrimientos admirables. —Apuntó
con el brazo hacia un ejemplo, un centauro tallado en ébano que permanecía encabritado en una
hornacina—. Pero recientemente han efectuado el más importante hallazgo de todos: Visiones del
caos, una ópera perdida escrita por ¡Guerren Bloodquill!
Los invitados de Andeth exclamaron y murmuraron entre sí, tan pasmados como verdaderamente
interesados. Los que sentían una sincera pasión por la música seria —y a lo largo de los años,
Shamur había fingido tanto aquella pasión que, aunque en modesta medida, había acabado por ser
sincera— sintieron, como correspondía, viva curiosidad por saber más de una nueva obra, cuyo
genio, tres siglos después de desaparecer, todavía era considerado uno de los más grandes
compositores de todos los tiempos. Aquellos que simplemente fingían interés por las artes para estar
a la moda, recordaron el lado siniestro de la reputación de Guerren. Según la leyenda, también había
sido un místico que se comunicaba con los poderes infernales. Tales habladurías sostenían incluso
que había trocado el alma a cambio de su talento musical.
El Hulorn hizo una breve pausa, para disfrutar con la sensación que había creado, y luego
prosiguió:
—Por supuesto, he optado por escenificar la pieza de Guerren para nuestro solaz. Desde hace
semanas, los cantantes y músicos más excelsos de Sélgont llevan ensayando en secreto.
—¡No! —gritó alguien—. ¡No debéis hacer eso!
Como todos los demás, Shamur se giró desconcertada, para ver a un hombre de corta estatura,
enorme nariz puntiaguda y melena enmarañada de cabellos grisáceos. Una brillante guata de color
granate sobresalía de los cortes de su andrajoso jubón de fustán, y unas joyas muy extravagantes
guarnecían su pecho. Shamur no lo conocía, pero todo en él indicaba que era miembro de la muy
nutrida comunidad artística de Sélgont.
Dos guardias situados en posiciones discretas del vestíbulo dieron un salto y agarraron al
hombrecillo por los brazos.
—Os pido perdón, Vuestra Gracia —dijo al Hulorn uno de los dos guardias—. Ignoro cómo ha
podido infiltrarse.
—¡Tened piedad! —gritó el detenido, retorciéndose impotente ante la inmovilización de que era
objeto—. Debéis oír…
—Maese Quyance —suspiró Andeth—, ya hemos mantenido esta conversación. —Hizo una señal
a los guardias—. Lleváoslo.
Así lo hicieron y, dado que Quyance seguía despotricando, lo silenciaron con un buen golpe en la
cabeza. Shamur hizo una mueca de dolor, pues le había caído bien aquel hombre, y Tazi masculló una
obscenidad.
—Por favor, disculpen la interrupción —dijo Andeth—. El infeliz es un desequilibrado que lleva
días siguiéndome. Creí que los guardias habían logrado desanimarlo, pero es evidente que no. Bueno,
basta de él. Vengan conmigo. La obra maestra de Guerren nos espera.
El alcalde mercader descendió las escaleras y condujo a sus invitados hacia el interior del
Palacio de la Belleza. Cuando Shamur comenzó a seguirle, tomó inmediata conciencia de lo que iba a
pasar a continuación. Por primera vez en aquella noche, su mirada repararía en Gundar, hijo de
Dorin. Su archienemigo, pese a que él lo ignoraba. El adinerado mercader enano llevaría un jubón de
tafetán rojizo y un cinturón ancho tachonado de ópalos. Cadenas de oro colgarían de su larga barba
blanca.
Cuando acabó de darse la vuelta, su premonición se hizo realidad. Gundar estaba allí, y su
apariencia era exactamente como ella la había imaginado. ¿Cómo podía suceder eso?
—He de admitirlo —dijo Tazi—, aún puede que esto sea tolerable.
—¿Qué? —le preguntó, distraída, Shamur, que trataba de deshacerse de aquella inquietante
sensación de presciencia. No había duda de que su mente jugaba con ella.
—Si un adorador del Diablo escribió la ópera, la historia quizá contendrá matanzas, torturas y
monstruos que violan a vírgenes.
—Lo importante —dijo Shamur con frialdad— es saborear la belleza de la música, y no
revolcarse en los momentos escabrosos y vulgares que la «historia» pueda contener. Allí está
Dolera. Entraremos y nos sentaremos con ella.
—¿Por qué?
—Porque es mi amiga, claro.
—Pero ¡cómo puedes decir eso! Si no hacíais más que lanzaros dardos envenenados…
—¡Y qué! Es el modo en que se comportan las damas de nuestro círculo. Algún día lo entenderás.
—Espero que no.
Para sorpresa de Shamur, Andeth llevó al grupo más allá del magnífico teatro. Recorrieron la
zona de bastidores, con sus estrechos laberintos de pasillos, las salas de ensayos, los almacenes y los
vestuarios. Por último, atravesaron una puerta y se encontraron con el frío aire de la noche.
Andeth había ordenado que el Palacio de la Belleza se construyera adosado al muro que rodeaba
el Jardín de Caza, su parque privado. Ante ellos, rodeado por robles y olmos, en lo que era un
cuenco natural en el terreno, se hallaba un anfiteatro antiguo, anterior a la mismísima ciudad. La
mayoría de la gente creía que los elfos lo habían construido, aunque nadie lo sabía con seguridad.
Luces mágicas brillaban dentro de lamparitas de papel coloreado que pendían aquí y allá, y una
orquesta permanecía sentada mientras afinaba sus instrumentos frente al escenario.
—Ojalá hubiera usado la obra de Guerren para inaugurar el nuevo teatro —comentó el Hulorn a
uno de sus amigos—. Pero el Maestro dejó instrucciones específicas. La pieza debía representarse en
un marco como este, y si queremos apreciar la obra completamente, es mejor que acatemos su
voluntad.
—Las gracias sean dadas a la Doncella Helada, pues hasta ahora hemos disfrutado de un invierno
benigno —murmuró Tazi—. Ya sabes qué arrebatos le cogen al Loco Andy cuando algo se le pone
entre ceja y ceja. Nos habría arrastrado hasta aquí para obligarnos a permanecer hasta el final de esta
melopea grandilocuente aunque estuviéramos en medio de una tormenta de nieve.
—No te refieras a él llamándolo «Loco Andy» —dijo Shamur apretando los dientes—, y menos
cuando camina tan sólo a unos metros de nosotras. —En aquel momento, empezó a jadear. La
embargaba otra premonición.
Y esta vez la premonición no tenía nada vago. Estaba del todo segura de haber vivido aquellos
minutos antes. Corrió hacia adelante con la intención de advertir al Hulorn, y…
Alguien estaba zarandeándole el hombro. Sobresaltada, se giró y vio que se trataba de Tazi.
—¿Madre? —preguntaba la joven con un deje de preocupación en su voz.
—Estoy bien —respondió Shamur, y parecía que aquello era más o menos cierto, pese a la
desorientación que la embargaba.
Miró en derredor y constató que tanto ella como Tazi se hallaban de nuevo en el vestíbulo, a los
pies de la estatua del cuervo. También estaban allí Dolera y su hermana Pelenza, igual de bella pero
más joven e insulsa. Y todos los centinelas y sirvientes habían desaparecido. Ambas hermanas
Foxmantle parecían incluso más desconcertadas que Shamur.
—¡Estupendo! —dijo Tazi—. Me temía que también estuvieras en trance. ¿Te acuerdas? Hace un
segundo estábamos en el anfiteatro. Algo nos ha agarrado y traído aquí.
—Sí —dijo Shamur.
Ella había sospechado que la fuerza se había concentrado en su persona, pero Tazi y las otras que
estaban sentadas a su lado también se habían visto atrapadas en esa circunstancia.
—Sin embargo… creo que estábamos primero en algún otro lugar o en otro tiempo… ¿No hemos
revivido algo de la última hora?
Tazi la miró con curiosidad.
—Yo no.
—¿Qué estáis farfullando? —estalló Pelenza—. ¿Qué está pasando aquí?
«Olvídalo», se dijo Shamur a sí misma. Evidentemente, su desplazamiento en el tiempo
únicamente había sido una especie de sueño, e incluso en el caso de que no fuera así, había asuntos
que eran más urgentes: evitar que las Foxmantle fueran presas del pánico.
—No estoy completamente segura —respondió a Pelenza—, pero la buena suerte nos ha situado
cerca de una salida, y lo mejor que podemos hacer es usarla para buscar ayuda.
—Yo no voy a ninguna parte. ¡Esto es muy interesante! —protestó Tazi.
Shamur la miró.
—Por una vez en tu corta vida, no seas idiota. Esto no es ningún juego. La gente que está en el
anfiteatro se halla en peligro, y nosotras tenemos la responsabilidad de socorrerla… —Iba a decir
algo más, pero en aquel momento tronó una voz profunda. Cuando se giró hacia el lugar de donde
provenía el vozarrón, un lacayo con librea del Hulorn irrumpió a través de una puerta, De unos
sangrantes huecos en su frente, habían brotado un par de brillantes cuernos negros, y sus ojos azules
ardían con ira de lunático. Con las dos manos, agarraba una ensangrentada espada, pero de un modo
torpe que evidenciaba inexperiencia. Shamur…

Shamur estaba agazapada entre las arcas de Gundar; llevaba en el rostro su característica
máscara a tiras rojas, y de su cuello pendía un amuleto de plata con una gran perla brillante. La
primera pieza del tesoro que había decidido llevarse. Sonreía triunfante, pero su expresión denotaba
cierta incomodidad. Esta vez, al menos de momento, había entendido que estaba reviviendo el
pasado y, por consiguiente, sabía qué estaba a punto de pasar.
La puerta de la bóveda del tesoro se abrió de par en par. Al otro lado estaban Gundar, ataviado
con una camisa de dormir y un gorro de noche, la barba aún negra aunque con alguna hebra blanca.
Lo acompañaban un par de sus guardias enanos y un humano, el mago de la casa.
Con excepción de aquella puerta, no había otra salida posible. De un salto, Shamur se puso en pie
y desenvainó Albruin, su espada encantada. El arma brilló con una espectral luz azul.
Los soldados, pertrechados con espadas en una mano y escudos en la otra, y enfundados en cotas
de malla, se abrieron en abanico para flanquearla. Gundar, que tenía una buena reputación como
guerrero, fue directo a ella. Su hacha de guerra, que susurraba y canturreaba gracias a un hechizo, se
balanceaba de un lado a otro.
Shamur se concentró tanto en los hombres armados que perdió de vista al mago, un hombre
raquítico escasamente más alto y ni de lejos tan fuerte como su patrono. La apuntó con su varita de
marfil. Súbitamente, su hombro izquierdo ardió, como si se cociera por el beso de un hierro al rojo
vivo, y su amplia blusa de seda negra prendió. Se tiró al suelo y rodó entre las monedas y alhajas,
consciente de que sólo tenía unos segundos para extinguir el fuego antes de que los guardias se le
echaran encima.
Frenéticamente, volvió a ponerse de pie. El hombro aún le dolía, y la parte de ella que ya había
vivido esos momentos sabía que saldría de aquella situación con una cicatriz en forma de estrella
para el resto de sus días. Daba igual. Lo que sí importaba era que, mientras trataba de sofocar las
llamas de su blusa, su máscara se había caído.
Perplejo, Gundar miró fijamente aquel rostro descubierto. No había esperanza alguna de que no
reconociera a ¡Shamur Karn! Tan sólo diez días antes, ella y su familia habían estado allí, en su
propia mansión, asistiendo a un banquete. Fue entonces cuando ella localizó el paradero secreto del
tesoro del anfitrión.
Aprovechándose de la sorpresa de Gundar, se escapó. De un golpe apartó de su camino al mago,
y se precipitó hacia la ventana por la que había entrado. Por una vez, no le pareció divertida la
emoción de escaparse por los pelos. ¿Y cómo podría? Ahora que se sabía que la hija adolescente de
Javis Karn y el ladrón más célebre de Sélgont eran la misma persona, tendría que huir de la ciudad
para siem…

Nuevamente se vio en el vestíbulo, de regreso al lugar donde un sirviente enloquecido estaba a


punto de agredirla. Se obligó a pensar en aquello única y exclusivamente.
De modo reflejo, su cuerpo había comenzado a adoptar una postura de combate, pero se reprimió.
Sus compañeras no tenían ni idea de que sabía conducirse en un combate, y era imperativo que ello
siguiera así. Afortunadamente para manejar a aquel zoquete no tendría que delatarse.
El hombre de la cornamenta alzó la espada y cargó contra ella. Shamur simuló que se quedaba
paralizada de miedo y, entonces, en el último instante, se hizo a un lado. Se arrojó al suelo, se apoyó
en las manos y estiró una pierna. El asaltante tropezó con el tobillo de Shamur. Su espada resonó
contra el pavimento.
Tazi agarró de su pedestal un busto de Sune en porcelana de valor casi incalculable y lo hizo
pedazos en la cabeza del loco. Quedó tendido en el suelo, inmóvil; pequeñas esquirlas de porcelana
quedaron sobre la cornamenta.
Las hermanas Foxmantle se agarraban la una a la otra.
—Bendito Ilmater, bendito Ilmater, bendito Ilmater… —gimoteaba Pelenza.
Dada la vida sobreprotegida que ambas hermanas llevaban, era del todo ilógico esperar de ellas
otra cosa, pero Shamur no pudo evitar una oleada de desprecio. La histeria de ambas contrastaba con
la serenidad de Tazi, que se hacía con la espada y la blandía en el aire para probar su manejo.
Y por supuesto, no es que Shamur pretendiera decir nada que animara las maneras varoniles de
su hija o que le diera ocasión alguna para usar su nuevo juguete.
—Dejad de lloriquear —amonestó Shamur a Dolera y Pelenza—. Ninguna de nosotras ha
resultado herida, y ahora, vámonos. Seguidme.
Las cuatro se dispusieron a salir. Tazi avanzaba de mal humor mientras lanzaba largas miradas
hacia atrás, hacia aquel escenario lleno de misterio y de atrayentes peligros.
Miraba con tal intensidad hacia allí que no percibió la araña de color azafrán y de aspecto
venenoso, con un abdomen bulboso tan grande como una nuez, acechando desde unas de las tallas de
la puerta. Tampoco las llorosas y estremecidas Foxmantle vieron a la criatura. La araña se preparó
para saltar.
Shamur aplastó el arácnido antes de que este pudiera brincar sobre cualquiera de ellas, y sintió
cómo se espachurraba el cuerpo del insecto bajo su palma. Dolera y Pelenza saltaron y gritaron. Tazi
se giró.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —dijo Shamur—. Perdí el equilibrio y tuve que agarrarme. Lamento haberte alarmado.
Ciertamente, había visto un espécimen como aquel, pese a sus numerosos viajes desde Sembia
hasta las costas meridionales del Mar de la Luna. Mientras se preguntaba de dónde podía haber
salido la araña, se limpió la mano en su falda azul oscuro.
Tazi abrió la puerta. Misterios menores, como el origen de la araña o incluso que un sirviente
perdiera la razón después de que le creciera una cornamenta, desaparecieron de la mente de Shamur
al instante.
La puerta hubiera tenido que dar acceso a una oscura placeta adoquinada, iluminada por
antorchas, donde el carruaje les había dejado. Más allá, hubieran debido ver las luces y torres de
Sélgont, y no una maraña de maleza y altos árboles cargados de lianas. Ningún rayo de luz solar
atravesaba las copas y aquel aire espeso.
Sin habla por una vez, Tazi cruzó el umbral, recogió el marchito pétalo caído de una orquídea y
lo examinó. Shamur supuso que era su modo de convencerse de que la jungla estaba allí.
—Todo está… confuso —dijo finalmente la joven—, cambia. La gente adopta nuevas formas o
enloquece. Te ves trasladado de un lugar a otro en lo que tarda un parpadeo. Espacios que estaban al
lado de otros… ya no lo están.
—Sí —dijo Shamur.
En silencio, se dijo que no se trataba tan sólo de que el espacio estuviera alterado, el tiempo
también parecía trastocado. Pensó que quizá estaba reviviendo momentos del pasado porque ya no
estaba aferrada del todo al presente.
—¿Cómo puede estar pasando esto? —gimoteó Dolera.
—No lo sé —respondió Shamur—, pero si mantenemos la calma…
—¡Callad y escuchad! —dijo Tazi.
Cuando Shamur lo hizo, oyó sollozos, rugidos de bestias y risas dementes que reverberaban
desde algún lugar del edificio. Pero los sonidos más siniestros de todos eran los acordes disonantes
y la cadencia escalofriante de la ópera de Guerren Bloodquill.
—¿No te parece raro que podamos oír la música —preguntó Tazi— con tantas paredes entre
nosotras y el anfiteatro?
—Sí que lo es —respondió Shamur—. Eso sugiere que esa ópera es mágica, y que genera los
fenómenos que estamos experimentando. Y puede que eso nos dé la solución. Ya que no podemos
abandonar el edificio, al menos por esta salida en particular, las tres os refugiaréis en una estancia
apropiada. Una que disponga de una puerta que podáis cerrar o bloquear. Entretanto, regresaré al
anfiteatro y persuadiré a Andeth, o a los mismos cantantes y músicos para que cesen la actuación,
para ver si así nuestro entorno revierte a la normalidad.
Tazi chasqueó la lengua.
—¿Tú también te has vuelto loca?
—Confío en que no —respondió Shamur.
—Puedo entender la razón por la que deseas deshacerte de esas dos —dijo Tazi mientras
señalaba a las hermanas Foxmantle con la espada—. Son unas inútiles. —Su tono era desdeñoso
pero, por el terror que sentía, Dolera tuvo que contenerse—. Pero de las dos, yo soy la que sabe
luchar. Me necesitas como protección.
—Tonterías. Puedo defenderme sola, y me resultará más fácil sabiendo que estás a salvo.
—Nadie estará verdaderamente a salvo hasta que se rompa el sortilegio —replicó Tazi—. De
todos modos, no voy a perderme la diversión. Voy a ir contigo, y no hay más que hablar.
Era evidente que no había modo de disuadirla. A Shamur no le quedaba sino confiar en que no les
surgieran más peligros.
—Muy bien —respondió, y se volvió hacia las Foxmantle—. Queridas, si nos acompañáis,
hallaremos algún refugio para vosotras.
Las cuatro damas comenzaron a caminar por un pasillo y no tardaron en hallar un pequeño
almacén con una puerta, donde dejaron a las hermanas. Entre gimoteos, Pelenza se agarró a Shamur
cuando se volvió para marcharse. La matriarca Uskevren se deshizo de ella con tanta amabilidad
como le permitió su impaciencia, para finalmente irse con Tazi.
—¿Así es como quieres que sea? —le dijo Tazi mientras ambas enfilaban hacia el vestíbulo de
nuevo—. ¿Cómo esas dos ocas estúpidas y lloronas?
—Admito que son muy nerviosas —le contestó Shamur, mientras escrutaba en derredor si había
amenazas. Hasta entonces no se había presentado ninguna más, aunque, extrañamente, la temperatura
del pasillo parecía fluctuar con cada zancada, frío un instante, y caliente al siguiente—. Aun así, han
desacreditado a sus familias bebiendo en exceso en los tugurios más pestilentes del puerto, ni se
levantan las faldas para cada estúpido lujurioso que pasa por casualidad.
—¿Qué te ha convertido en una mojigata tan árida? —replicó Tazi—. ¿Estás celosa por los
flirteos de papá? No acierto a ver el motivo. Parece que no das muestras de desearlo en tu lecho…
En aquel momento volvieron a entrar en el vestíbulo, donde el enloquecido todavía yacía
inconsciente en el suelo.
—No vamos a discutir en este momento mi relación con tu padre —respondió Shamur fríamente.
Un sonido chirriante fue haciéndose audible desde el centro del vestíbulo.
Shamur se giró. Brillantes tiras de color azul y negro emanaron de la estatua en mármol de
Rauthauvyr y la gorgona. En cuestión de segundos, se convirtió en una criatura viviente, un horror
escamoso parecido a un toro que abandonó el pedestal, se diría que casi delicadamente, con
incandescentes ojos escarlatas, agitando la cola y resoplando un vapor verdoso…

De repente, Shamur se vio afrontando una monstruosidad distinta, una enorme cosa que
vagamente recordaba una forma humana, al parecer hecha de oscuridad. La luz de las farolas tan sólo
iluminaba sus dientes y sus largas e irregulares garras.
Había aparecido de ninguna parte poco después de que los exploradores hubieran entrado en la
antigua cripta. Todos reaccionaron inmediatamente. Los guerreros aprestaron las armas, y los
sacerdotes y los magos lanzaron sortilegios.
Aquel espíritu guardián comenzó a matar. Ni los aceros ni los hechizos parecían surtir el menor
efecto. No obstante, alrededor de la cripta había unas construcciones hechas con varillas de bronce y
esferas de cristal. Nadie del grupo, ni siquiera el viejo y astuto Anax de Oghma, tenía idea alguna de
su función. Sin embargo, en aquel momento se hizo obvio que eran objetos cargados de energía. De
alguna manera, las brujerías de los aventureros las habían despertado. Crepitantes y cegadores rayos
de energía brotaron de las esferas arqueándose por toda la bóveda, sumándose así a la confusión
general.
Un tortazo de la mano negra de aquel demonio arrancó la cabeza de Sorn Espada Mellada.
Entonces, el horror se puso a cuatro patas y agarró a Kavith el Triste entre sus dientes. El monstruo
se irguió sobre las dos extremidades inferiores, y agitó la cabeza atrás y adelante: el mago cayó de su
mandíbula hecho pedazos. Entretanto, las crepitantes llamaradas de energía saltaban cada vez con
mayor brillo y rapidez. La cripta empezó a temblar.
En silencio, mientras deseaba no haber tenido que vender Albruin dos meses atrás para liberar a
sus compañeros de un apuro tan terrible como el que afrontaban en aquel momento, Shamur dio un
rodeo para sorprender por detrás a aquel coloso hecho de sombras. Sin embargo, el demonio hizo
inútiles sus esfuerzos al alejarse de ella de un salto y atravesar las filas de sus oponentes con el fin
de atacar a Eskander, quien estaba lanzándole flecha tras flecha. Shamur sabía que no era cobardía lo
que había impulsado al delgado y tranquilo bandido, ahora cazador de tesoros, a quedarse atrás y
usar su largo arco. Había procedido así porque su espada no era mágica, pero sí lo eran las puntas de
plata de los astiles de su carcaj.
Y también sabía qué iba a pasar a continuación, pues le vino a la mente que ya había vivido
aquella terrible experiencia. Quizá gritó incluso antes de que lo hiciera el monstruo.
Eskander trató de esquivar el demonio. Pero fue demasiado lento. El espíritu golpeó el torso del
arquero con su mano izquierda, y lo atravesó con tres de sus garras. Probablemente, aquello había
sido suficiente para matarlo pero, acaso preso de rabia por las flechas que le castigaban la cabeza y
los hombros, el gigante lo balanceó una y otra vez, destrozando contra el duro piso de piedra
arenisca al único hombre que Shamur había —o habría— amado verdaderamente.
Shamur cargó contra el gigante, percibiendo, presa de la inquietud, que la bóveda temblaba de
modo tan terrible. El amuleto de plata que había robado del tesoro de Gundar rebotaba contra sus
pechos. Con la sospecha de que era mágico, poco después de su precipitada huida, años ha, había
pagado a un vidente para que lo examinara. Este no había alcanzado a determinar su finalidad
concreta, pero en su opinión podía tratarse de algún tipo de objeto protector, razón por la que había
decidido aferrarse a él.
El demonio se giró para encararse con ella con una agilidad impropia de una criatura tan
voluminosa. La emprendió a golpes con sus oscuras manos. Shamur se lanzó hacia adelante tratando
de evitar el impacto. Logró eludir las garras del espíritu, pero una palma impactó en ella. Cayó y
salió disparada, dando vueltas, a lo largo del trémulo pavimento.
Por un instante, yació por los suelos aturdida, observando estúpidamente las grietas que iban
extendiéndose por las nervaduras de la bóveda; la mampostería gemía como un dios agónico. El
demonio se cernió sobre ella, sus garras dispuestas a desgarrarla. Entonces Shamur recordó que
debía seguir resistiendo. Sin embargo, cuando trató de alzar la espada, vio que no la tenía y que sus
piernas no le respondían plenamente debido al golpe y el dolor.
El demonio trataba de apresarla cuando comenzaron a caer del techo pedazos de piedra. Una de
las llamaradas de la energía proveniente de aquellos extraños mecanismos dio en la perla del centro
del amuleto. De súbito, todo fue distinto.
El demonio había desaparecido y había cesado el derrumbe, aunque ya había enterrado la mayor
parte de la bóveda y destruido aquellos artefactos de cristal y bronce. Evidentemente, también se
habían abierto algunas grietas que daban al exterior, pues una brizna de pálida luz se filtraba desde
alguna.
Aturdida y desconcertada, Shamur se puso en pie no sin esfuerzo y se puso a buscar a sus
compañeros. Y, excepto a aquellos que yacían bajo pilas de escombros, los halló.
Habían muerto todos. Eso la dejó desconsolada pero no sorprendida. El enigma, la grotesca
maravilla que le hizo pestañear y preguntarse si no estaría soñando, era el hecho de que parecía
como si todos ellos llevaran muertos hacía décadas. La carne que les restaba estaba marchita y
correosa, las cuencas oculares vacías, las ropas podridas, las armas y armaduras oxidadas. El polvo
lo cubría todo.
Aturdida por la pena y la impresión, ni siquiera podía deducir qué significaba el estado de
aquellos cuerpos. Se dirigió hacia el montículo de piedras que posiblemente sepultaba los restos de
Eskander, y permaneció allí con la cabeza gacha durante un tiempo. Luego, comenzó a caminar hacia
la luz del sol.

—¡Vuelve! —gritó Tazi.


Lentamente, Shamur retornó, lejos de la gorgona, sacudiendo la cabeza para aclararse la mente.
Revivir la muerte de Eskander y de sus amigos había sido atroz, pero en aquel momento había
regresado al presente, y se enfrentaba a una bestia que bien podría resultar tan formidable como el
guardián de la cripta. Mas, en esta ocasión, la vida que estaba en juego era la de su propia hija.
Aquella escamosa criatura taurina, cuya altura sobrepasaba en mucho la de un hombre, dio una
vuelta en derredor mientras observaba recelosamente.
«Quizá está tan perpleja —pensó Shamur— que permitirá que un par de mujeres se vayan sin ser
molestadas».
Pero entonces, aunque se movían con cautela, a hurtadillas, atrajeron la atención de la gorgona.
Las miró con llameantes ojos de intenso carmesí. Al abrir la boca, mostró los colmillos. Y dio una
patada en el suelo con una pezuña, que agrietó el pavimento.
Con una fiera sonrisa, la espada en una mano y el cuchillo que habitualmente llevaba consigo en
la otra, Tazi se interpuso entre aquel toro azul y su madre. Era obvio que la chica creía que de las
dos, ella era la única entrenada para el combate. Además, era la única que estaba armada.
Shamur buscó en derredor alguna arma. Había muchos objetos de arte que bien podrían servir
para aporrear a otro lacayo desquiciado, pero nada que pudiera dañar a un depredador tan alto y con
un pellejo de escamas naturales a modo de armadura.
La gorgona bramó, bajó la cabeza y arremetió contra ellas. Tazi se dispuso a recibirla. Aunque
era muy duro dejar a su hija sola ante aquel combate, Shamur se obligó a precipitarse por el pasillo
que llevaba al teatro.
Allí había habido guardias antes de que se iniciara la ópera. Seguramente, ellos y sus espadas
aún debían estar en alguna parte. Rezó para que Tazi pudiera aguantar hasta que ella encontrara una
arma.
Shamur escrutó en vano estancias y rincones, uno tras otro, hasta que un orco se plantó ante ella,
en el umbral de una puerta.
Aquella criatura de rostro porcino, vestida con harapos de color naranja y morado, era tan propia
de Sélgont como la araña de color azafrán. Acaso se trataba también de una obra de arte que cobraba
vida, o un merodeador semihumano de las zonas selváticas que rodeaban el palacio. En cualquier
caso, poco le importaba a Shamur el lugar de donde procedía el orco, pues en su verdosa mano de
uñas sucias sostenía una gran espada.
Sin tiempo para ponerse en guardia, Shamur saltó hacia él y le pateó en la entrepierna. Lo agarró
por la parte delantera de su inmunda túnica y le dio un golpe de cabeza en pleno rostro. El impacto le
hizo algo de daño a ella misma, pero las piernas del orco cedieron bajo él, y su sangrante y aplastado
hocico se torció hacia un lado, y sus ojos rojos bizquearon. De un tirón, Shamur se apoderó de su
espada, y dejó que el orco cayera a tierra.
Mientras se precipitaba por el pasillo de regreso al vestíbulo, no pudo evitar preguntarse si
realmente estaba preparada para enfrentarse a lo que allí la esperaba. Había sido un juego de niños
que el enloquecido con los cuernos perdiera el equilibrio, y podía considerarse bastante afortunada
por haber pillado al orco por sorpresa. Sin embargo, sólo un guerrero muy hábil albergaría la
esperanza de vencer a un adversario tan espantoso como una gorgona, y llevaba veintiséis años sin
tocar una espada.
¡Por todo lo sagrado! Oxidada o no, ¡vencería! Al menos sabía, por los sonidos que provenían
desde el pasillo abovedado —gruñidos y resoplidos, el estrépito de las pezuñas, la reverberación
metálica contra la armadura—, que Tazi todavía luchaba, por tanto aún vivía, y con el destino de su
hija en juego, fallar no era ni siquiera concebible.
Con la falda agitándose alrededor de sus piernas, y las resbaladizas suelas de sus zapatos de
salón patinando sobre el pulido pavimento, Shamur se adentró de nuevo en la estancia. En algún
momento del combate, la gorgona había derribado los restos de la escultura de la que había surgido.
Shamur se sorprendió por no haber oído el estrépito. En aquel momento, la criatura y Tazi estaban
luchando. El corpiño de la chica estaba desgarrado, mostrando un largo y sangrante rasguño a lo
largo de las costillas. La gorgona había recibido un par de cortes poco profundos, uno por encima de
la nariz y el otro en un flanco.
Al oír la llegada de Shamur, Tazi miró en derredor.
—¡No! —exclamó—Mantente alejada de…
La gorgona no desperdició la oportunidad que le brindaba la distracción de la chica. Avanzó y
con sus cuernos dibujó un arco asesino.
—¡Tazi! —gritó Shamur.
Tazi apenas tuvo tiempo de recuperar su posición para rechazar el envite, pero el impacto de un
cuerno contra la espada hizo que se tambaleara. Entonces la gorgona volvió hacia ella la cabeza para
arremeter contra su vientre.
Shamur se precipitó hacia la escena gritando con todas sus fuerzas con el fin de atraer la atención
de la bestia. Y gracias a los dioses, esta giró en dirección a ella. A partir de aquel momento, Shamur
sólo tenía que preocuparse por su propia vida.
El gigante se cernió sobre ella como una montaña. Esquivó su primera embestida con torpeza
pero después todo fue bien. En su interior se despertó algo: podía sentir el tempo delos movimientos
de la gorgona y anticiparse a lo que haría a continuación. Su mano recordó cómo tajear, empujar,
fingir y esquivar, y sus pies adquirieron los movimientos engañosos de una danza que ora avanzaba,
ora se hacía a un lado, ora se replegaba. Finalmente, logró arañar el cuello de su contrincante, y
cuando este por fin arremetió con todas sus fuerzas para derribarla, Shamur se hizo a un lado y lo
hirió de nuevo.
Tazi atacó a la gorgona desde el otro flanco. Las dos mujeres actuaron como un equipo, una
distraía al toro mientras la otra atacaba sigilosamente o reculaba para librarse del peligro.
Confundida, la bestia gruñía, y el repugnante hedor de su sudor y su sangre impregnaba el aire. El
gigantesco toro daba vueltas de un lado a otro. Y, de repente, con suma rapidez, se precipitó a través
de la estancia y se giró para mirar una vez más a sus enemigos humanos.
—¡Ja! —gritó Tazi—. ¡La hemos asustado! —El pecho de la gorgona se hinchó cuando aspiró
aire profundamente.
En el último instante, Shamur, quien nunca antes se había medido con una gorgona, recordó las
historias que había oído acerca de ellas. Se precipitó sobre su hija, la agarró y la hizo a un lado.
La gorgona resopló, y salió vapor verde a raudales de su boca y sus fosas nasales. Aquel humo
irritante no alcanzó por muy poco a Shamur y a Tazi. El hombre inconsciente tendido en el pavimento
tuvo peor suerte. Cuando el aliento del monstruo le pasó por encima, su carne se tornó de un gris
mortecino, En breves segundos, devino una figura de piedra inerte.
La gorgona bramó y arremetió de nuevo. A gatas, las Uskevren se apartaron del camino de la
bestia. De un salto se alzaron y volvieron al combate.
Al cabo de un minuto, el corazón de Shamur latía con fuerza, y la respiración le raspaba la
garganta. Estaba cansándose y comenzaba a moverse con mayor lentitud; no había duda de que lo
mismo le pasaba a Tazi, pese a su juventud. Su inmenso enemigo parecía no haber perdido un ápice
de fuerza y rapidez. Las damas tenían que acabar aquello inmediatamente, antes de que la suerte del
combate se les girara en contra.
El problema estaba en aquellas malditas escamas, que reducían la efectividad de cada golpe. El
único punto vulnerable de la criatura parecía ser sus ojos, pero la bestia los protegía tan bien que,
pese a los reiterados intentos, ninguna de las dos mujeres había logrado alcanzarlos.
«¿En dónde más puedo golpearle y lograr que ello le afecte?», se preguntaba Shamur mientras
saltaba hacia atrás, evitando por muy poco un golpe que le habría clavado un cuerno en el torso.
A su mente acudió la imagen de la escultura tal y como la había visto cuando empezó la velada.
El escultor había captado al jinete Rauthauvyr atravesando con su arma la espalda de la gorgona.
Si aquel punto no se había cicatrizado espontáneamente cuando la bestia cobró vida, podría haber
allí, en el lomo, una especie de surco libre de escamas.
—¡Mantenlo ocupado! —gritó.
Tazi se estaba dedicando a ello precisamente: asediaba a la criatura con tanta furia que no se
permitía el menor margen de error. Un desliz, y la gorgona le clavaría los cuernos en sus órganos
vitales.
Shamur sujetó la espada entre los dientes, corrió hacia el flanco de la criatura y saltó para
agarrarse de la cresta de su espina dorsal, como hiciera en días más felices al agarrarse a los
alféizares o a las hiedras que la ayudaban a escalar las paredes.
Montó sobre la gorgona a horcajadas, como si se tratara de un caballo. El toro profirió un
gruñido de sorpresa casi cómico y giró la cabeza para observarla.
Shamur buscaba una muesca que estuviera libre de escamas. Y no la halló. Incapaz de darle
alcance con sus cuernos, la gorgona aspiró aire. Un segundo más, y la bestia exhalaría sobre ella. Sin
embargo, Shamur no tenía intención alguna de abandonar su asidero. Dudaba de que la bestia le diera
una segunda oportunidad para saltar sobre su lomo.
Se giró y halló la muesca tras ella. Agarró la espada con ambas manos y la clavó.
El toro emitió un alarido y agitó la cabeza; el vapor verde fluía hacia el techo. Entonces, la bestia
se derrumbó. Shamur saltó y rodó por el suelo.
Giró inmediatamente sobre sí misma para observar a la gorgona. Yacía inerte. Tras unos
segundos, concluyó que había muerto.
En su rostro se dibujó una sonrisa. Era bueno saber que todavía podía blandir una espada. Hacía
tiempo que se preguntaba si sus habilidades de antaño la habían ya abandonado por falta de práctica.
Era evidente que no.
—¡Madre! —exclamó Tazi sin resuello, la perplejidad reflejada en su voz—. ¿Cómo… dónde,
cuándo aprendiste a luchar así?
La satisfacción de Shamur se trocó en consternación. Aunque se podía aplastar una araña y fingir
falta de habilidad a un tiempo, matar a una gorgona era un asunto bien distinto, y era un asunto que
hubiera preferido evitar.
—No sé luchar, por supuesto. Sencillamente, me he limitado a hacer lo que he podido en una
situación de emergencia. Me imagino que puedo considerarme afortunada de que mis lecciones de
equitación y danza me hayan mantenido ágil.
—Esa es la cosa más estúpida que he oído jamás —respondió Tazi al tiempo que recogía del
suelo el cuchillo—. Nadie maneja un arma como tú lo has hecho sin entrenamiento y experiencia.
—Bueno, he pasado tiempo observando cómo practican esgrima tu padre y tus hermanos —
replicó Shamur. Agarró la empuñadura envuelta en cuero dela espada y, con gran esfuerzo, la extrajo
del cuerpo de la gorgona—. Trataba de imitar lo que ellos hacían.
—Pues yo todavía digo que eso que dices es un montón de tonterías.
De súbito, Shamur percibió que algo había cambiado. Y lo había hecho a peor, aunque en aquel
momento estaba dispuesta a recibir con los brazos abiertos cualquier cosa que sirviera para distraer
la atención de Tazi.
—La música suena más alto —dijo.
Tazi frunció el ceño y ladeó la cabeza, tratando de oír mejor.
—Tienes razón. Me imagino que eso significa que la magia se está haciendo más fuerte.
—Sí. Lo que hace que sea urgente detener la ópera cuanto antes y, más importante aún, antes de
que llegue a su final. Si mis sospechas son ciertas, se está urdiendo algún tipo de sortilegio, hay
muchas probabilidades de que todas las rarezas con que nos hemos cruzado hasta ahora sean simples
preliminares. Los efectos verdaderamente potentes serán los que vengan al final.
Mientras enfilaban hacia la parte trasera del edificio y al anfiteatro de más allá, se cruzaron con
una serie de maravillas inquietantes. El orco que Shamur había dejado inconsciente había
desaparecido; en su lugar, se veía en el suelo una mancha alquitranada y pestilente, como si se
hubiera derretido. A lo lejos, proveniente de un pasillo, se oía un repicar de tambor. Pequeños pinos
emergían del techo en una estancia y, en otra, un grupo de diablillos moteados jugaba a la pelota con
una cabeza, El teatro de Andeth se había convertido en un reino de formaciones coralinas y agua
verde, donde incontables peces tornasolados nadaban. Con suma cautela, Tazi adelantó el índice y, al
retirarlo, el dedo estaba mojado.
Asimismo, las mujeres se encontraron con más criados del Hulorn, aunque jamás en condiciones
de ayudarlas. La mayor parte habían caído víctimas del mismo trance que afectaba a la mayoría de la
gente en el anfiteatro, y se hizo evidente que era imposible reanimarlos. Otros yacían desmembrados
por alguna bestia que ahora erraba por el edificio. A un hombre, o mujer, se hacía difícil precisarlo,
daba la impresión como si algo le hubiera agarrado la garganta y la hubiera girado del revés.
También los había que se habían convertido en figuras inertes de madera nudosa, arcilla roja, vidrio
y, en un caso concreto, la suma de los tres materiales.
Tazi estudió la carnicería con fascinación morbosa.
—Esto no es espectáculo que se haya escenificado para tu diversión —le dijo Shamur con
repugnancia—. Esta era gente inocente, asesinada absurdamente.
—Si sorbo por la nariz y me froto los ojos, ¿podré devolverles la vida? —respondió Tazi—. Y
si todo es tan trágico, ¿por qué miras con ojos tan brillantes y pareces tan alegre?
—No es cierto —dijo Shamur.
Sin embargo, Tazi la hizo reflexionar, Tuvo que preguntarse si su hija tenía razón. Le embargaban
todas las emociones que cualquier mujer experimentaría si se viera atrapada en una situación tan
horrorosa. Piedad para las víctimas de la magia de Bloodquill. Ansiedad por las vidas de Tazi y la
suya propia. No obstante, junto al miedo, también se manifestaba una deliciosa agudización de los
sentidos. Una tensión vivificante en busca de la cual una chica de una de las familias más ricas de
Sélgont había abrazado la vida peligrosa de una ladrona.
Todavía estaba intentando olvidar, o al menos disimular su regocijo, cuando ella y Tazi pasaron
ante un espejo. El reflejo estaba dispuesto en ángulo recto respecto a ellas, parecía que las dos
mujeres caminaran pared arrib…

No. Shamur no estaba mirando a su propia imagen yacente, ya no. Permanecía al lado de un lecho
con baldaquín en el que se hallaba una joven que era exactamente como ella y que incluso había
llevado su nombre. Era su sobrina nieta, de la que se había encariñado en la decena de días que
habían pasado desde su sigiloso retorno a Sélgont. Una noche, había muerto misteriosa y
inesperadamente.
Lindrian, de nariz aguileña y barba rizada, sobrino de Shamur y padre de la difunta, se golpeaba
las sienes con la palma de las manos.
—¿Por qué? —decía sollozando—. ¿Por qué, por qué, por qué?
—Para destruirnos —gruñó Fendo.
Era el hermano de Shamur, señor de la Casa Karn, quien por aquel entonces ofrecía la
desagradable imagen de un anciano hinchado y gotoso. Pese a la decadencia física, su ingenio se
mantenía tan agudo como siempre, y Shamur no dudaba de que su deducción era correcta. Habían
asesinado a su nieta.
En cuanto Shamur hubo aceptado el hecho de que la interacción de fuerzas mágicas en la cripta la
habían proyectado al futuro, decidió retornar a casa y saber qué había pasado con su familia. No
tenía por qué ser peligroso si procedía con tiento. Aun después de medio siglo, era improbable que
las otras familias mercantiles hubieran olvidado o perdonado sus robos, pero ahora muy bien podían
pensar que estaba muerta, o que, por el paso del tiempo, llevaba una vida oscura y anónima.
Cuando se presentó ante Fendo, este le acogió con los brazos abiertos. No obstante, todo distaba
de estar bien. Los Karn habían tenido recientemente una serie de desastrosos reveses en los negocios,
y en aquel momento estaban al borde de la quiebra. Fendo estaba seguro de que algún enemigo oculto
había fraguado la ruina de la familia, pero no había logrado identificar al culpable.
Shamur llegó a pensar en la posibilidad de llevar a cabo una nueva serie de robos, pero las
deudas de los Karn resultaban tan enormes que ni el total de sus botines hubiera sido suficiente. La
única esperanza residía en un matrimonio con alguna otra casa de nobles mercaderes dispuesta a
suministrar una inyección masiva de efectivo.
Afortunadamente, Thamalon Uskevren había pedido formalmente la mano de la hija de Lindrian,
la única descendiente casadera de la familia. Los Uskevren eran ricos, pero muchos de sus pares
todavía los despreciaban por haber traficado con piratas en el pasado. Quizá Thamalon estaba
dispuesto a pagar generosamente por una novia Karn porque albergaba la esperanza de que la unión
contribuyera a que su casa recuperara la respetabilidad. O quizá, como aseguraba, realmente amaba a
la chica. En cualquier caso, daba igual. Lo que importaba era que la salvación estaba al alcance de la
mano.
O había estado. Hasta que el desconocido enemigo de los Karn había aplicado veneno o magia
negra. Así las cosas…
Fendo agarró el brazo de Shamur con su débil y áspera mano con manchas de anciano.
Sorprendida, se giró para mirarlo, y quedó desconcertada ante el enfebrecido brillo de aquellos ojos
reumáticos.
—Eres igual a ella —dijo—, y nadie, fuera de esta casa, sabe que has regresado.

—¿Madre? —dijo Tazi.


—Sí —respondió Shamur, obligándose a apartar la mirada de aquel espejo—. Estoy bien.
Sigamos adelante Mientras se alejaban por el pasillo, Shamur se preguntaba por qué la magia la
estaba obligando a revivir todos aquellos malos momentos en que la vida tomó un giro a peor.
En todo caso, no tenía sentido darle vueltas. Sería mejor permanecer alerta y saborear aquella
sensación que provenía de saber que el peligro acechaba por doquier. Aquello y el grato peso de una
gran espada en su mano.
El vestíbulo presentaba un recodo que no existía antes del comienzo de la ópera, y que venía a
morir algo más allá. Aquella obstrucción parecía estar hecha de carne cruda y grasienta. Las dos
Uskevren retrocedieron y finalmente dieron con otra ruta.
—Confiemos en que esto todavía lleve al Jardín de Caza, y no al Gran Glaciar o a algún otro
lugar —comentó Tazi con sarcasmo. Abrió la puerta.
La música se intensificó y Shamur se sintió mareada. La sensación pasó en un instante, y entonces
comprobó que, efectivamente, la puerta todavía daba acceso al anfiteatro, pero el aspecto del lugar
seguía particularmente desagradable.
El cuenco en el terreno hervía de chispas de color violeta, como si millones de luciérnagas
estuvieran formando un enjambre allí. Aquella nube luminosa era tan espesa que se hacía difícil
adivinar las formas que se encerraban en su interior, pero Shamur estaba segura de que la mayoría
del público todavía permanecía sentado y extático. Una figura, cuyos brazos habían desaparecido y
cuyas piernas se habían fusionado, se arrastraba laboriosamente hacia algún pasillo superior,
mientras que en uno de los asientos más alejados de la escena, un hombre y una mujer se regalaban
con el cerebro procedente de un cuerpo cuyo cráneo estaba destrozado.
Algunos puntos de luz minúsculos también centelleaban más allá del teatro al aire libre, y aquí y
allí el paisaje ondeaba con imágenes que semejaban espejismos de la cumbre de una montaña
nevada, una ciudad de largas y estilizadas torres flotando entre nubes, o un flujo subterráneo de lava
incandescente, mientras la magia de Guerren trabajaba para abrir puertas entre el Jardín de Caza y
otros lugares.
—¡Vamos! —gritó Tazi.
Las dos mujeres avanzaron a grandes zancadas.
—Puede que tengamos que hacer uso de la fuerza para detener a la orquesta —dijo Shamur—,
pero no los mates. Ignoran lo que están haciendo.
—¿Qué tipo de imbécil sedienta de sangre crees que soy? —replicó Tazi.
Ante ellas, giraban en el aire remolinos de luces rojas y amarillas.
Aquellos colores fluían y se ordenaban en formas, convirtiéndose finalmente en un par de
criaturas medio humanas medio leopardos. Cada una de aquellas criaturas sostenía en cada mano una
corta espada curva. Rugieron y atacaron.
Cuando Shamur dio un paso atrás, la suela de su zapato patinó en el sendero, lo que casi hizo que
perdiera el equilibrio. Aun así, logró rechazar la primera estocada de su adversario y, acto seguido,
le partió el cráneo antes de que pudiera emprender una segunda. Giró a tiempo para ver a Tazi
ejecutar la arriesgada pero muy efectiva maniobra conocida como la Estocada del Verraco: se
agachó para esquivar el corte del otro hombre leopardo y luego le clavó su espada en el vientre. La
criatura boqueó y se derrumbó.
—¡Bien ejecutado! —le alabó Shamur.
Tazi la miró fijamente, como si el halago de su madre fuera el más insólito de los prodigios con
que se hubiera cruzado.
Tras un tenso instante de silencio, las dos mujeres partieron hacia el anfiteatro, las armas en
ristre. Shamur estaba furiosa.
«Enviadnos unos cuantos sirvientes encantados más —pensó—. Eliminaremos cualquier cosa que
nos echéis».
Sin embargo, tras fallar ya con aquella táctica, la magia de Bloodquill recurrió a su defensa más
efectiva. Una vez más, la música pareció atronar, y la brillante neblina en el cuenco del terreno ardió
con un resplandor cegador. Algo la levantó del suelo…

Shamur estaba sentada ante el tocador de su sobrina nieta sufriendo el maquillaje que le aplicaba
una criada. Habría preferido aplicarse ella misma los cosméticos, pero temía haber perdido la
habilidad. No se había preocupado de su aspecto desde que había huido de la ciudad.
Por las heridas sangrantes de Ilmater, ¡cómo le gustaría fugarse de nuevo!
Lindrian rondaba alrededor de ella para asegurarse de que la criada conseguía que Shamur
tuviera exactamente el aspecto que su pobre hija difunta hubiera elegido. Y para asaltarla con toda
suerte de consejos.
—Debes tener presente —decía, dando vueltas alrededor de ella— que la chica se parecía a ti,
pero interiormente era lo contrario a ti.
—Lo sé —suspiró Shamur—. Había congeniado con ella, ¿no recuerdas?
—Era refinada —proseguía el hombre barbudo como si no la hubiera oído—, delicada, dulce,
incluso tímida. No hubiera usado un lenguaje soez o pronunciado una palabra hiriente…
—O robado a Vilden Talendar a punta de espada —dijo Shamur entre dientes—. Entiendo.
—Así lo espero —respondió Lindrian con preocupación—. Si Thamalon llegara a sospechar que
le hemos endilgado a una impostora… y no simplemente una impostora sino ¡la bandida más terrible
de esta época!, probablemente anularía el matrimonio y exigiría que le devolvieran su oro. Puede que
incluso lanzara un ataque contra nuestra casa. Y a ti, te entregaría a la guardia de la ciudad.
Shamur le lanzó un botellín que lo golpeó en el pecho.
—He dicho que ¡ya lo he entendido! Vete ya de aquí, ¿quieres? ¡Vete y déjame prepararme en
paz!
Por un instante, Lindrian la miró fijamente, entonces asintió y se retiró.
Más tarde, cuando comenzó a descender las escaleras, se sintió desfallecer, y se cogió a la
barandilla para no caerse. Por todos los dioses, ¿cómo podría, ella, que hasta aquel momento había
seguido siempre el dictado de su corazón, afrontar aquella mascarada? ¿Cómo podría enterrar su
propia naturaleza y adoptar la de una mujer que no había compartido ningunas de sus inclinaciones?
¿Cómo le sería posible, a ella, que había conocido el auténtico amor, contraer nupcias con un
extraño?
Y sin embargo, ¿cómo no afrontarlo, cuando la alternativa era permanecer con los brazos
cruzados y ver cómo se arruinaba su familia? En aquel momento, muertos Eskander y sus
compañeros, los parientes eran la única gente que le importaba o que conocía. Además, tenía una
especie de fantasía, la de que su destino era sacrificarse de aquel modo. ¿Por qué, si no, aquella
combinación de circunstancias tan extraña? ¿Por qué el hado había decretado que ella y su sobrina
nieta tuvieran exactamente el mismo aspecto?
Pasó el mareo. Compuso una sonrisa que más bien era una insípida mueca afectada y, con el
frufrú de sus faldas y el cabello oliendo a espliego, acabó de descender las escaleras con paso corto
y afectado para saludar a su prometido.

De pronto, Shamur y Tazi se vieron nuevamente en el vestíbulo. El tiempo que había pasado no
había contribuido en nada a aliviar el hedor del cuerpo muerto de la gorgona.
—¡Maldito sea! —escupió Tazi mientras daba un puntapié a la cabeza de Rauthauvyr. Aquel
rostro de mármol cincelado rodó por el pavimento repiqueteando.
—¡Lo mismo digo! —exclamó Shamur—. La primera vez que se nos expulsó del Jardín podía
haber sido fortuita pero, esta vez, no hay duda posible. De algún modo, la magia de Guerren es
consciente de nosotras, consciente de que intentamos detenerla, y nos ha distanciado de los músicos
anticipándose a nuestros esfuerzos.
—Así es como lo veo yo también —respondió Tazi. Avanzó con decisión hacia la puerta y la
abrió. No había jungla, la placeta y Sélgont habían regresado—. Aquí tenemos algo de buena suerte.
Todavía podrías ir a por ayuda, si eso es lo que deseas.
—Ni hablar —contestó Shamur—. Nos bastamos nosotras dos para acabar con esta cos… —Se
dio cuenta de que Tazi estaba mirándola fijamente y la embargó la sorpresa—. Lo que quiero decir
es que puede que no dispongamos de suficiente tiempo antes de que la ópera llegue a su final.
Además, el modo en que el espacio está retorciéndose y rasgándose pudiera hacer imposible que
esos hipotéticos rescatadores pudieran entrar en el palacio, o puede que los dominara el estupor o
que se convirtieran en caracoles si finalmente lo lograban.
—Está bien —concedió Tazi y cerró de un portazo—. Si no podemos llegar al anfiteatro, ¿qué
haremos?
—¿Recuerdas a Quyance, el hombre que interrumpió al Hulorn? Era consciente de que ocurrirían
cosas horrendas si se interpretaba la ópera. Si lo encontramos, acaso pueda decirnos algo útil.
Dubitativa, Tazi frunció el cejo.
—¿Crees que los guardias no lo encerraron en los calabozos?
—Es posible, pero parecía inofensivo. Con Andeth y media aristocracia para proteger, puede que
lo encerraran por aquí, en algún sitio. Echemos un vistazo.
Comenzaron a avanzar por un pasillo y, una vez más, Shamur sintió que las resbaladizas suelas de
sus zapatos no se adherían casi nada a la superficie que pisaban. Dudó por un segundo y entonces,
presa de impaciencia, tomó una decisión.
—Espera un momento —dijo.
Se descalzó, y a continuación usó el filo de su espada para cortar su farragosa falda por encima
de las rodillas y luego rajarla por en medio.
Tazi observó por un instante mientras agitaba la cabeza, luego hizo otro tanto con su propio
vestido, aunque se dejó el calzado puesto, pues las suelas eran rugosas.
—No es que me queje, pero algún día tendrás que explicarme quién eres y qué has hecho con mi
auténtica madre.
Shamur sonrió burlonamente.
—Me la comí.
Mientras buscaban, la música discordante aumentó de intensidad. Vieron brillar una chispa
violeta en el interior del edificio, por las pasillos se percibían extraños olores y un caudal de agua
manó en el aire para desaparecer antes de llegar al suelo. Ejércitos de sombras luchaban en una de
las galerías de estatuas, y el choque se resolvía en borbotones de sangre que bañaba el pavimento.
Pero lo más perturbador era otra versión de ella misma y de Tazi merodeando delante de ambas que
aparecían a intervalos. Aquella otra pareja se esfumaba por una esquina o al atravesar un portal,
siempre antes de que pudieran cerciorarse de la visión.
Procurando evitar que aquella fantasmagoría no la alterara, se mantenía atenta a los discretos
pasillos de servicio, dado que era poco probable que los guardianes hubieran confinado a un
supuesto demente en una estancia con valiosas piezas de arte o en cualquier otro lugar al que los
invitados del Hulorn pudieran acceder con facilidad.
Finalmente, la búsqueda las llevó a las bodegas. Allí, afortunadamente, las maravillas y
anomalías parecían menos abundantes, aunque la música se oía con igual intensidad que antes.
Tazi probó el picaporte de una puerta reforzada con bandas de hierro. La halló cerrada y llamó.
Al otro lado, alguien profirió un grito que más bien era un gorgoteo.
Ambas mujeres se miraron, y procedieron a patear la puerta al unísono. El bastidor retumbó
violentamente, pero resistió en su sitio. Shamur se dio cuenta de que podían estar aporreándola
durante horas sin resultado alguno.
Tazi miró a su madre de soslayo, sorprendentemente estaba cohibida.
—Yo… puede que sea capaz de hacer algo aquí —dijo.
Del perlado saquillo que pendía de su cinturón sacó una gamuza enrollada. Cuando lo desplegó,
resultó ser un brillante surtido de ganzúas sujetas por medio de lazos.
Aquel fue el turno de Shamur para mirar fijamente a su hija con asombro. Tenía alguna noción de
los descabellados y cuestionables métodos de su hija. Sin embargo, ¿era aquello posible? ¿Era Tazi
una ladrona, exactamente como ella misma lo había sido? Se suponía que tenía que sentir deshonra,
pero no era esa la emoción que experimentaba. Todo lo contrario, se sorprendió estallando en
carcajadas al unísono con Tazi.
—Por supuesto, haz que podamos entrar —respondió—. Que Mask bendiga tus dedos.
Shamur comprobó, no sin una punzada de añoranza y orgullo, que el toque de Tazi era tan diestro
como había sido el suyo. La cerradura, aunque relativamente sofisticada, emitió un chasquido y cedió
en un abrir y cerrar de ojos. La mujer de más edad dio a su hija tiempo para que se irguiera y tuviera
a punto el cuchillo y la espada. Y entonces abrió la puerta de par en par.
El interior presentaba un techo bajo, con grilletes para asegurar a un par de prisioneros a la pared
del fondo. Por desgracia, el poder de la música de Guerren Bloodquill había alterado la naturaleza
de las cadenas. Comenzaban desde sus engarces como extensiones de eslabones metálicos, pero tras
unos centímetros se tomaban gruesas y exuberantes parras verdes que se retorcían entre ellas. En el
centro de aquella intrincada maraña pendía la indefensa y contorsionada figura de Quyance; una
profusión de carnosas hojas serradas se adhería alrededor de sus extremidades como si fueran
mandíbulas. A juzgar por las zonas en carne viva y ampollas en el cuerpo del hombre, aquellas hojas
segregaban un jugo que, lentamente, estaba comiéndoselo vivo.
Tazi profirió un grito de asco y asestó un tajo la planta.
De inmediato, como accionados por un resorte, salieron disparados tres enormes conjuntos de
hojas hacia la chica como si se trataran de espectaculares víboras. Shamur blandió la espada y cortó
uno de ellos mientras la joven se encargaba de los otros dos.
Eliminar la planta no fue nada fácil. Tenía incontables bocas con las que atacar a sus adversarias
y no presentaba zonas frágiles a las que las mujeres pudieran dirigir sus golpes. Sin embargo, Shamur
estaba segura de que la vencerían a tiempo, pues daba por sentado que la planta no las podría
perseguir. Al fin y al cabo, estaba enraizada en el muro del fondo y probablemente también en el
pavimento.
Pero la planta la engañó al embestirla; sus raíces o bien se estiraban o bien se iban desgarrando y
separando de sus amarraderos. Shamur giró hacia la puerta, pero no pudo alcanzarla a tiempo. Una
oleada de veloz follaje se estrelló contra las dos mujeres, empujándolas contra el muro.
La masa de la planta ejerció presión contra Shamur, asfixiándola. Las hojas se acercaban a ella,
callada pero vorazmente, la aguijoneaban implacablemente y se afanaban por inmovilizarla.
Emitiendo gruñidos, Shamur daba tajos a la planta una y otra vez.
Por fin, la planta dejó de moverse.
—¿Madre? —gritó Tazi—. ¿Estás bien? —Por el sonido de su voz, apenas se hallaba a un metro
o dos de Shamur, aunque resultaba del todo invisible entre la maraña de hojas. Estas ya se estaban
tornando oscuras, y por el olor que desprendían, comenzaban a pudrirse.
—Estoy bien —respondió Shamur—. ¿Y tú?
—También. ¡Por los pelos!
—Librarse por los pelos sienta bien —ironizó Shamur. Era un comentario que a menudo dirigía a
otros ladrones y aventureros—. Hace que tu sangre circule.
—En ocasiones, fuera del cuerpo —respondió Tazi—, pero entiendo lo que quieres decir.
No sin considerable esfuerzo, las mujeres lucharon para desembarazarse de la planta, y luego
dirigieron la atención hacia Quyance, que estaba arrancándose las hojas y los tallos que lo mantenían
inmovilizado. Para alivio de Shamur, el hombrecillo no estaba tan maltrecho como había temido.
—Muchas gracias —susurró.
—No hay de qué —respondió Shamur—. Ojalá os pudiéramos llevar al sanador. Pero no
tenemos tiempo. Hemos de detener la ópera, y necesitamos vuestra ayuda. Exactamente, ¿quién sois,
maese Quyance, y qué sabéis de cuanto está ocurriendo?
—Toco el glaur —dijo Quyance—, y cuando el Hulorn estaba formando su orquesta, me contrató.
Me sentía muy halagado por tener la oportunidad de participar en una actuación tan histórica, aunque
no podía entender por qué un maestro como Guerren Bloodquill había decidido dedicar su talento a
una obra como esta. Su genio resplandecía con cada uno de los compases, pero los efectos eran
terriblemente desagradables.
—Lo hemos notado —intervino Tazi.
Pese al dolor de sus heridas, el músico le ofreció una leve sonrisa irónica.
—De hecho, durante los ensayos, no hubo objetos inanimados tomándose plantas devoradoras de
hombres. Sin embargo, ya ocurrieron cosas extrañas. Las cajas apiladas se caían. Un perchero con
vestidos se incendió. Una rata se puso a danzar sobre sus patas traseras. Una capa de escarcha
apareció en pleno vestíbulo. Y Bors, el percusionista, un joven fuerte y sano, cayó muerto en
redondo. Simplemente se le paró el corazón, sin motivo alguno.
»Dada la siniestra reputación de Given Guerren —siguió Quyance—, sospeché que la música era
la responsable. Le hablé al Hulorn acerca de mis temores, pero su respuesta no fue otra que ansiar
aún más que se representara la obra. No alcancé a comprenderlo plenamente, sin embargo daba la
impresión de estar convencido de que la ópera podía contener algún mensaje arcano que, a través del
tiempo, Bloodquill le enviaba específicamente a él. Una información que lo llevaría hasta algún
destino misterioso.
—Ah, sí. El destino de Andeth —dijo Shamur. Las dos mujeres levantaron a Quyance, y le
ayudaron a sentarse en un banco que había en una esquina—. Lleva años buscándolo sin obtener pista
sobre lo que implica. Aunque creo que podemos descartar las decisiones sabias y el gobierno
responsable.
—Bien, cuando insistí en mis objeciones, me despidió —continuó Quyance—, pero antes de
abandonar el palacio, robé una copia de la partitura. Veréis, no soy meramente un intérprete. —Se
irguió un poco—. También soy un iniciado de Milil y un erudito de la música tanto en su vertiente
exótica como en la esotérica. Confiaba en que al estudiar la ópera mediante la consulta de los libros
que he ido recopilando a lo largo de los años, descubriría de qué se trataba. Me sentí en la
obligación de llegar al fondo de la cuestión.
—¿Y a qué conclusiones llegasteis? —preguntó Tazi.
—A algo mucho más horrible de lo que hubiera podido imaginar. Guerren tejió una suerte de
ritual dentro de la composición que, una vez que llegue a su final, creará una región permanente de
caos fundamental, aquí, en el plano terrenal.
Como había sido una chica rebelde y aventurera, Shamur raramente se había preocupado de los
estudios. Sin embargo, como poseía inteligencia y buena memoria, a menudo había asimilado las
lecciones. En aquel momento, le vino a la mente su profesor de filosofía, quien le explicó que en
aquellos niveles de la realidad en que el caos, una fuerza fundamental del cosmos, reinaba sin tutela
del neutralizador principio de la ley, todo era posible y, en consecuencia, nada resultaba estable o
permanente. Bajo tales condiciones, el ser humano no podía resistir demasiado tiempo.
—Pero, en nombre de Abyss, ¿por qué querría hacer eso? —preguntó.
Con esfuerzo, Quyance fue capaz de esbozar una cansada sonrisa.
—Bien, las historias hablan de él como de un loco. Pero quizá pretendía usarlo como arma.
Obsequiáis a vuestro enemigo con una ópera, él se encarga de escenificarla, y la obra lo destruye. En
cualquier caso, hasta esta noche no alcancé a ver plenamente el propósito de la composición. Corrí
hacia aquí, me colé por una puerta lateral… y ya sabéis el resto.
—¿Y cómo de grande es la región de caos de la que hablamos? —preguntó Tazi mientras jugaba
con su cuchillo.
—No puedo estar del todo seguro —respondió Quyance—, pero creo que podría abarcar la
ciudad entera.
Un escalofrío recorrió la espalda de Shamur, y la disonante música que flotaba en el aire parecía
reírse de ella. Se deshizo del horror que sentía y se obligó a concentrarse en lo perentorio.
—Todavía hay algo que no entiendo. Durante los ensayos, los músicos debieron interpretar la
pieza de principio a fin. ¿Por qué no surtió efecto entonces?
—La obra obtiene poder de la luz de las estrellas —respondió el pequeño músico—. Por ese
motivo Guerren especificó que debía interpretarse al aire libre y de noche. Siempre ensayamos
dentro, para evitar el frío invernal.
—Lo que realmente importa —dijo Tazi— es cómo vamos a detenerla. La dificultad radica en
que percibe nuestra intención, y cada vez que nos acercamos a los músicos, la magia nos agarra y nos
lanza aquí una y otra vez.
Quyance sacudió la cabeza.
—Me temo que no tengo ni idea.
—Puede que yo sí —intervino Shamur—. Tazi, hemos visto que las chispas violetas invadían
todo el anfiteatro y que se extendían hacia el césped, igual que una neblina. Y cuando bajamos a la
bodega, percibimos que aquí no se producían tantas anomalías.
—La planta ha sido una anomalía bastante impresionante —repuso la joven de cabellos negros
—. Pero tienes razón.
—¿No te sugiere eso que la magia resulta más poderosa a nivel del suelo? ¿Que es más
consciente a nivel del suelo? Quizá, si pudiéramos avanzar desde muy arriba, podríamos acercarnos
a ella a hurtadillas…
Tazi frunció el ceño.
—Puede, pero no creo que tengamos mucho tiempo.
—¿Y qué te parece si usamos ese tiempo para reducir en alguna medida su poder? Puede que
entonces no tuviera la capacidad para expulsarnos.
Shamur explicó a la joven los pormenores de su plan.
Tazi sonrió abiertamente.
—Me parece una auténtica locura. ¡Vamos allá!
Apresuradamente, acomodaron a Quyance lo mejor que pudieron, y volvieron a la planta baja,
donde comprobaron que, en su ausencia, las estancias y pasillos se habían reorganizado en un
verdadero laberinto. Pese a todo, hallaron el camino del vestíbulo.
Allí, descolgaron uno de los tapices —un panorama de Sélgont, con mercaderes haciendo
negocios, barqueros transportando a pasajeros y cargamentos por el puerto, indigentes mendigando, y
cosas por el estilo—, y lo cortaron en pedazos, luego los enrollaron y los fijaron a sus espaldas con
tiras de tela. Shamur se preguntó fugazmente cuántos cientos o miles de fivestars habría costado aquel
tapiz.
Considerablemente menos que toda la ciudad, eso era seguro.
—Iba a buscar una de las escaleras que conducen al tejado —aclaró—, pero dadas las
alteraciones sufridas en el edificio, nos podría llevar horas dar con ellas, si todavía existen. Parece
más sensato ir subiendo por el exterior. —Sonrió a Tazi—. Teniendo en cuenta tus habilidades con
las ganzúas, creo que debes saber trepar.
La chica parpadeó.
—Ah… sí. Pero ¿tú sabes trepar?
—Te echo una carrera hasta arriba.
Las dos mujeres salieron por la puerta como alma que lleva el diablo, y comenzaron a subir por
el muro que había junto a la misma. Los rebordes de la cantería herían los pies desnudos de Shamur,
pero aquellas molestias eran un precio pequeño a cambio del placer de conquistar una superficie
vertical bien entrada la noche. Casi deseaba que la ascensión se presentara difícil. Gracias al
abominable gusto del Hulorn y al exceso de ornamentación, hallaba puntos de apoyo para manos y
pies cada dos por tres.
—He estado pensando en lo que dijiste —comentó Tazi con un leve indicio de esfuerzo en la voz,
mientras escalaba al lado de Shamur.
—¿Qué?
—Que no debíamos ir a buscar ayuda, pues la música bien podría adormecer a los recién
llegados, o convertirlos en caracoles. Entonces, ¿cómo podemos estar seguras de que no vaya a
convertirnos a nosotras también en caracoles?
—No podemos —respondió Shamur—. Eso forma parte de la diversión.
Se agarró a la balaustrada de mármol negro de un balcón. Durante un instante, le pareció de
piedra, pero, cuando confió a ella su peso, se convirtió en pasta entre sus dedos, y se precipitó.
Tazi profirió un alarido. Shamur vio el suelo, a cuatro pisos de distancia; sólo cabía esperar que
su cuerpo acabara estrellado contra él, convertido en un amasijo de carne. Pero alcanzó a agarrarse
al muro, y a una frágil moldura con forma de consuelda, que se desmenuzó. Y cayó de nuevo. Ya sólo
quedaba una última oportunidad: se aferró desesperadamente a la estrecha protuberancia de una
cornisa.
Para su sorpresa, logró asirse perfectamente a ella. La velocidad que llevaba la estrelló contra la
pared, y a ella se adhirió. El corazón le latía descontrolado, tenía las uñas rotas, y sus hombros y
brazos eran presa de un dolor punzante.
Tazi miró abajo y le preguntó:
—¿También es esto parte de la diversión?
Shamur sonrió, le hizo un gesto burlón y, en cuanto recuperó el aliento, volvió a subir.
Ambas mujeres alcanzaron el tejado sin más contratiempos. Allí, una extensión de tejas
dispuestas como escamas se veía salpicada de chimeneas y pináculos. La superficie subía y bajaba
en una confusión de cúpulas, gabletes y pendientes a dos y cuatro aguas.
Shamur movió los hombros y los brazos tratando de paliar el dolor. Las tejas crujieron y
temblaron. Se giró al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura de la espada. Un guerrero, cuyo
rostro inexpresivo, su cota de malla y su gran espada estaban hechos de pálida piedra, avanzó rígida
y pesadamente desde la oscuridad. Shamur hizo brillar su acero…

Mientras sostenía en alto el farol, Thamalon observaba el claro del bosque que la noche envolvía
con su manto. Tras él, estaba Shamur, que en silencio, se levantó las faldas y sacó la gran espada que
ocultaba debajo. Hubiera sido muy fácil clavarla entre los anchos hombros de su marido, pero ese no
era su estilo. Además, quería verle el rostro mientras exhalaba el último aliento.
—¿Y bien? —dijo Thamalon, con cierto desconcierto en la voz—. ¿Dónde está esa maravilla que
decías que debía ver?
—En mi mano —respondió ella.
Thamalon se giró, y sus cejas se fruncieron cuando vio el arma.
—¿Se trata de una broma? —preguntó.
—Nada más lejos —respondió ella—, te aconsejo que desenvaines y que te esmeres para
matarme, pues ten la certeza de que voy a intentar eliminarte.
—Sé que hace ya mucho que no me amas —dijo—, si es que me amaste alguna vez. Pero aun así,
¿por qué quieres verme muerto?
—Porque lo sé —replicó ella.
Thamalon agitó la cabeza.
—No lo comprendo, y tampoco me creo que quieras matarme, estás enferma y confundida.
Reflexiona. No tienes ni idea de manejar una espada. Incluso si entabláramos combate…
Hábilmente, la mujer le hizo un corte en la mejilla.
—¡Desenvaina, vieja serpiente! ¡Desenvaina o muere como un cordero ante el matarife!
Por un momento, Thamalon la miró perplejo. Luego retrocedió y agarró la empuñadura de su
acero.

Algo embistió a Shamur y la golpeó, haciendo que se tambaleara por el borde del tejado. Un
talón le quedó en el vacío; el peso de los rollos del tapiz quiso arrastrarla hacia abajo; pero se las
arregló para impulsarse hacia adelante y caer en las tejas.
Y entonces, paralizada por aquella visión, Tazi tuvo que empujarla para apartarla del guerrero de
piedra. De vuelta a la realidad, Shamur se giró y afrontó el combate.
Mientras sonreía, Tazi avanzaba y retrocedía con tal garbo y firmeza que casi se diría que estaba
practicando esgrima en un gimnasio en lugar de combatir en una pendiente donde cualquier pérdida
de equilibrio podía significar una caída fatal. Su adversario arrastraba torpemente su mole tras ella.
La música de Guerren Bloodquill le había conferido una suerte de vida, pero allí, a un nivel tan por
encima del suelo, no alcanzaba toda su fuerza… Por eso la criatura aún conservaba en cierta medida
su naturaleza pétrea.
Desafortunadamente, aquel hecho hacía que la espada de Tazi fuera cualquier cosa menos útil.
Repiqueteaba y rebotaba sin producir ningún rasguño, al menos eso parecía a la luz de la luna.
Mientras tanto, otras estatuas que habían adquirido vida, algunas con formas humanas y otras de
bestias, estaban convergiendo en la escena. En cuanto rodearon a la chica, su superior agilidad ya no
era una garantía de que pudiera salir de aquel lance indemne.
Shamur se precipitó sobre el guerrero de piedra, quien se giró e hizo un barrido con su arma.
Shamur se acuclilló para evitar el golpe y arremetió contra él, obligándole a retroceder, hasta que se
desplomó tejado abajo.
Shamur estuvo a punto de acompañarlo en la caída, pero se agarró a tiempo. Para satisfacción de
ambas mujeres, el guerrero se hizo pedazos en el suelo.
—No es necesario que niegues que, en esta ocasión, te he ayudado un poco —dijo Tazi entre
jadeos.
—Bueno, acaso por un instante —replica Shamur—. La verdad es que nuestro amigo de ahí abajo
avanzaba sobre mí tan lentamente que casi me estaba aburriendo.
Las dos mujeres treparon por el tejado. Mientras tanto, el cerco de las estatuas vivas iba
cerrándose, hasta que no quedó ningún hueco.
—¡Muy bien! Vamos a abrir una brecha —propuso Shamur—. Ayúdame a derribar al zorro. —La
estatua en cuestión caminaba erguida y vestía un jubón cursi y un sombrero con plumas. En su mano
llevaba un yaiting, un instrumento musical que blandía como si fuera un garrote de guerra.
Las dos Uskevren se precipitaron sobre el zorro. Esquivaron por poco un golpe del instrumento
musical y el ataque de las otras figuras por ambos flancos. Agarraron al zorro y lo abatieron, su largo
hocico dio contra el pavimento. Cuando Shamur miró atrás, vio que las estatuas se giraban con
torpeza con la intención de perseguirlas. Un par de ellas perdieron el equilibrio; cayeron y, entre
retumbos, rodaron tejado abajo.
Ahora que ya no se veía en peligro inminente, Shamur se preguntaba acerca de la última visión
que había tenido. Ciertamente, no se había tratado de un episodio del pasado. ¿Era posible que
hubiera vislumbrado el futuro?
No, por supuesto que no, porque el Thamalon del claro del bosque había dicho la verdad. Ella
nunca lo había amado. En ocasiones, Shamur había sentido desprecio por él, aunque el suficiente
como para asesinarlo: era el señor de su casa y el padre de sus hijos. Probablemente, lo que había
visto no había sido más que un espectro sin sentido.
En consecuencia, era mejor olvidarlo y concentrarse en la labor que tenían entre manos. La turba
de estatuas todavía las perseguía, y similares amenazas se arrastraban por la oscuridad. En silencio,
helándose de frío y corriendo como demonios, y aprovechándose de la protección que les ofrecía la
compleja topografía del tejado, madre e hija lograron abrirse paso hacia el oculto Jardín de Caza, si
bien pasaron tan cerca de sus enemigos que estos hubieran podido alargar los brazos y tocarlas.
Shamur sonrió. Siempre le había gustado jugar al corre que te pillo, y más si había peligro.
Su satisfacción se vio menguada cuando la música aumentó de volumen. Por estrambóticos que
fueran los acordes y el ritmo, Shamur, que había asistido a cientos de representaciones operísticas,
comprendió que la interpretación se estaba preparando para el clímax. A ella y a su hija no les
quedaba apenas tiempo.
—¡Vamos! —ordenó—. ¡Hemos de darnos prisa!
Avanzó a Zancadas. Hubo un siseo, y las tejas bajo sus pies cedieron creando un cráter de casi
tres metros de diámetro. Shamur cayó hacia adelante, hasta que Tazi la agarró. Con un gruñido, tiró
hacia arriba de ella, dejándola a salvo en el borde.
El siseo continuaba. Shamur miró en derredor y observó que se estaban abriendo agujeros por
todo el tejado, y en tal número que se veía venir la desintegración de toda la superficie en cuestión
de minutos.
—Nunca hubiera creído que iba a decir esto —subrayó Tazi—, pero quizá ya he tenido suficiente
excitación por esta noche. Ojalá a partir de ahora sea más fácil.
Si uno de los agujeros se abría directamente bajo los pies de las mujeres y caían por él, cómo
mínimo se iban a romper un montón de huesos. Antes de proseguir su avance, necesitaban dar con
alguna señal que las advirtiera de cuándo estaba a punto de desplomarse una determinada porción de
tejas. Por fin, tras varios segundos de observación, Shamur percibió un resplandor sutil, casi
invisible, procedente de la intensa luz de la luna, que parecía presagiar el derrumbe.
—¡Sígueme! —le dijo a su hija.
Saltando, zigzagueando y retrocediendo cuando se hacía necesario, ambas mujeres lograron
evitar los enormes cráteres, aunque era muy difícil hacer esto y permanecer a un tiempo lejos de las
estatuas. Tuvieron que confiar en la pura velocidad y su agilidad para pasar ante aquellos enemigos
sin resultar heridas. En ocasiones, aquello no bastaba. Una arpía de alabastro y con las alas doradas
propinó un zarpazo a Shamur que le rasgó su vestido y le abrió un surco en un hombro.
Finalmente, cuando gran parte del tejado ya se había desvanecido y el resto parecía una telaraña,
ambas mujeres alcanzaron el extremo oriental. Saltaron al vacío para agarrarse a las ramas de unos
árboles cercanos, luego se arrastraron hasta el tronco para estar más seguras.
Un guerrero de piedra armado con un hacha que iba tras ellas desapareció de la vista cuando las
tejas bajo sus pies se hundieron.
Shamur miró hacia abajo y profirió un grito ahogado de consternación. La nube de chispas
violetas brillaba más que nunca, y latía como un organismo vivo. Expulsaba amplios haces de luz que
luego succionaba. Shamur temía que en poco más de un minuto aquellos haces ya hubieran cumplido
su cometido. La nube se expandiría hasta sumir todo Sélgont en una desenfrenada locura mortal.
Forzadas a la temeridad, pues no había tiempo siquiera para un mínimo de cautela, Shamur y Tazi
se abrieron paso a través de las copas de los árboles como si fueran ardillas, tratando de alcanzar las
ramas que sobrepasaban la fachada del anfiteatro. Una vez allí, desataron los rollos del tapiz, los
desplegaron y los dejaron caer sobre algunos cantantes e instrumentistas de abajo. Si los dioses eran
propicios, aquellos fragmentos de tela, al privar a los intérpretes de la luz de las estrellas,
debilitarían la magia.
Tazi saltó para caer en medio de la orquesta, e inmediatamente comenzó a arrancar los
instrumentos de las manos de los músicos. Shamur hizo lo propio sobre el escenario y se dispuso a
golpear a los cantantes con el plano de su espada.
Silenció a un tenor, y luego a una mezzosoprano. Los sortilegios de Bloodquill todavía no podían
con ella.
«Tenía razón Tazi —pensó mientras sonreía—, es un plan de locos, pero por Mask que ¡está
funcionando!».
Entonces, una parte de la nube formó una espiral que se elevó en el aire, tomando a continuación
una vaga forma homínida. Aquel gigante alzó un enorme puño luminoso. Shamur permaneció inmóvil,
con expresión desdeñosa y desafiante. El puño cayó en picado pero ella se hizo a un lado de un salto.
Pese a la apariencia etérea de aquella criatura hecha de chispas, el golpe hizo temblar el suelo.
Shamur se mantuvo en pie y, antes de que el coloso estuviera preparado para atacar de nuevo, golpeó
a un miembro del coro que estaba intentando deshacerse de uno de los rollos.
Shamur repitió la misma maniobra varias veces, hasta que, finalmente, cuando ella y Tazi
hubieron enmudecido a la mayoría de los intérpretes, la figura del gigante se disolvió. Aunque
Shamur no sintió viento alguno, las chispas violetas se arremolinaron como el polvo absorbido por
un ciclón, y luego fueron apagándose. Los pocos músicos que todavía tocaban fueron deteniéndose de
un modo confuso e irregular. En aquel momento, desaparecida la nube brillante y enmudecida la
música, la noche parecía oscura y serena.
—¡Sí! —exclamó Shamur, mientras blandía la espada por encima de la cabeza—. ¡Sí, sí, sí!
Vio a la gente parpadeando, deambulando desorientada de un lado a otro, sacudiéndose el
estupor. Vislumbró a Gundar en la primera fila, y reparó en que su vieja cicatriz era visible a través
del desgarrón de la manga. De un momento a otro, el enano se daría cuenta, y entonces sabría que se
trataba de la misma mujer que le robó hacía ya tantos años.
Había que evitar a toda costa que lo descubriera, no obstante…
Llevaba un cuarto de siglo ocultando su auténtica identidad. ¿No era suficiente? Si el destino
había decidido liberarla en aquel momento de su mascarada, entonces, ¡adelante!
Quedó allí paralizada, suspendida entre el deber y el deseo. Gundar agitó la cabeza, se frotó los
ojos, y comenzó a girarse en dirección hacia donde se hallaba Shamur. Entonces, un rollo se posó
sobre sus hombros.
Sorprendida, miró en derredor y comprobó que Tazi la había cubierto con uno de aquellos
pedazos de tapiz.
—Me parece que prefieres que nadie vea esa cicatriz —susurró la joven.
Shamur aspiró profundamente, y se tranquilizó.
—De hecho, preferiría que nadie viera todas las carnes que asoman a través de los restos de mi
vestido —mintió—. Pero gracias.
En las horas que siguieron Shamur supo que la mayoría de los invitados habían sobrevivido a la
horrorosa experiencia con el cuerpo y la mente intactos. Muchos de los cambios inducidos por la
ópera habían revertido cuando la música se interrumpió. Mientras permanecía en el vestíbulo, que
ahora hacía las funciones de puesto de primeros auxilios, y se aseguraba de que Quyance era tratado
adecuadamente y se le reconocía su mérito, Shamur se dio cuenta de cuán afortunada había sido de
que Tazi le cubriera la cicatriz. Ebria con la victoria, no pensaba con claridad, pero en aquel
momento supo que no tenía otra opción que continuar con su impostura. Thamalon todavía podía
arruinar a los Karn. Además, si la repudiaba, también podía declarar a sus hijos ilegítimos, volver a
casarse y formar una nueva familia. Sabía muy bien que el viejo sátiro todavía era capaz de ello,
incluso en el invierno de su vida, y no ocultaba el hecho de que se sentía muy decepcionado con sus
herederos.
También fue una suerte que sus iguales hubieran permanecido estupefactos mientras ella y Tazi
combatían la magia de Guerren. Reconocían, de modo confuso, que ellas dos habían desbaratado el
hechizo, pero ignoraban que habían tenido que recurrir a sus aptitudes como espadachinas y ladronas
experimentadas para lograrlo.
Desde luego que sí, no podía haber sido más afortunada. ¿Por qué, entonces, se sentía tan vacía?
Tazi le trajo una copa de plata con pedrería llena de vino tibio.
—Muy bien —dijo la joven de cabello negro—. Las cosas se han calmado, y si hablamos en voz
baja, nadie que pase nos oirá. Ahora, cuéntamelo todo.
Shamur arqueó una ceja.
—No sé de qué estás hablando.
Tazi la miró boquiabierta.
—No pretenderás hacerme creer que nadie te ha enseñado a luchar, o a escalar, o…
—Te aseguro que nadie me ha enseñado. Como ya te dije, simplemente he hecho lo que he
podido en un momento de crisis.
—Madre, por favor, no me hagas esto. No vuelvas a ser esa estirada altiva que eras antes. No
puedo creerme que te guste ser así.
—Quiero comportarme como corresponde a mi edad. Eso es lo que debería hacer todo el mundo.
De hecho, me gustaría que olvidaras todo lo referente a mi indecoroso comportamiento. Y de la
misma manera, me imagino, tú preferirás que no te pregunte más acerca de esas habilidades tuyas con
las ganzúas. Por no hablar de comentárselo a tu padre.
Tazi parecía como si dudara entre reír o estallar en cólera.
—¡Eso es chantaje!
—Si quieres verlo de ese modo…
—Muy bien —replicó Tazi, ceñuda—. No hablaré nunca más de esta noche. Ni siquiera contigo,
si ese es tu deseo. Pero no la olvidaré. Esta noche, me has gustado, madre. Y me he sentido orgullosa
de ti.
Shamur sintió como si el hielo que envolvía su corazón se derritiera un poco.
—Yo también estoy orgullosa de ti, hija —respondió—, aun cuando no lo diga muy a menudo. —
Miró hacia el otro extremo de la estancia y vio al chambelán de Andeth dando a Quyance una bolsa
—. Vayamos a buscar nuestro carruaje y regresemos a casa.
EL HEREDERO

LA ESCUELA DE LA NOCHE
Clayton Emery

La primera advertencia fue un silbido.


Luego, se oyeron dos silbidos, uno por banda, desde los oscuros árboles.
Instantáneamente, Vox y Escevar flanquearon a Tamlin. Vox, de mayor edad que los otros,
enorme y oscuro como la noche, sopesó una hacha, mientras Escevar, joven y apuesto, desenvainó su
acero de hoja estrecha.
—¿Es eso una señal? —Tamlin buscó a tientas la empuñadura de su espada. Los tres hombres
podían ver luces a ambos extremos del sendero, pues el Parque de los Doce Robles coronaba una
pequeña colina en el corazón de la atareada Sélgont. Sin embargo, entre aquellos viejos robles
semejantes a enormes pilares de piedra, parecía que se hallaban atrapados en algún remoto paso
montañoso.
—Parece un silbido de pastor. —Escevar balanceó una espada y un cuchillo de hoja gruesa.
Aquellos tres jóvenes entornaron los ojos para escudriñar mejor en la oscura noche. Tamlin y
Escevar vestían llamativas sedas y lanas acolchadas a la moda, pero el veterano Vox llevaba ropas
humildes y una capa negra de piel de oso que se confundía con la noche. Con bocanadas heladas,
Escevar susurró:
—Podemos… ¡Cuidado!
El gigante Vox gru estó un golpe con su hacha. La hoja despellejó carne y se clavó en el suelo
mientras algún animal de corta altura, rápido y robusto, chocó contra la pierna del experimentado
guerrero, lo que le hizo tambalearse. El codo de Vox golpeó a Tamlin con tal fuerza que el heredero
estuvo a punto de apuñalar a Escevar.
A la vanguardia, Escevar oyó pasos o el ruido de unas pezuñas acercándose hacia él. Entonces,
recibió una embestida en la barriga, como si se tratara de la carga de un carnero. Unos dientes
feroces se enredaron entre los pliegues de su jubón y lo hicieron pedazos. El aliento de la bestia
apestaba como un pozo negro. El frío de la invernal noche se dejó notar sobre el estómago desnudo
de Escevar; tragó, se quedó sin aliento y tuvo su momento de pánico: iba a ser despellejado. El
gruñido de un perro le hizo brincar y precipitarse sobre Tamlin. Escevar movió una pierna
bruscamente más por instinto que por otra cosa, y oyó que unos dientes mordían el aire. Pensó que
necesitaban espacio para luchar, pese a que él y Vox tenían que proteger a Tamlin. El trabajo de un
guardaespaldas no siempre era fácil.
Enfurecido y asustado, el joven espadachín movió su acero a manera de las astas de un molino.
Un golpe a la izquierda con el cuchillo no halló nada, pero su espada rozó carne. Sin embargo,
Escevar se sentía desconcertado: aquel ser canino le había saltado encima y arrancado el jubón, para
acto seguido brincar lejos del alcance de su acero. ¿Qué tipo de perro era tan inteligente?
—¡Dejadme que pelee! —decía Tamlin, que, apretujado entre los dos, no podía siquiera alzar la
espada. Dio un paso, espada en ristre para esquivar un ataque, y entonces enrolló su capa alrededor
de su antebrazo izquierdo para protegerlo, sin recordar que tenía un cuchillo de monte, los cuales se
habían puesto de moda para duelos, escaramuzas y similares.
Tamlin sintió la enorme y callosa mano de Vox tratando de sujetarlo. La idea de «protección»
que tenía Vox significó tirar a Tamlin al suelo, montarse a horcajadas sobre él y voltear su gran
hacha con las dos manos ante todo aquel que se acercase. Tamlin se puso fuera del alcance de sus
guardaespaldas. Aquel tipo de protección ya se le había quedado pequeño, o eso creía.
Agachado, inseguro de qué hacer, esperaba a que un enemigo se tropezara con la punta de su
espada. En lugar de ello, silencioso y mortal como el cerrojo de una ballesta, un apestoso monstruo
canino se sujetó a su brazo izquierdo, envuelto con la capa. Tamlin dio un alarido, resbaló y cayó al
suelo. Pero incluso él, un luchador no del todo hábil, se dio cuenta de que el perro había saltado
desde una rama de árbol. Puede que no se tratara de perros, sino de gárgolas voladoras, gremlins,
algo así…
Sin resuello por el golpe recibido, Tamlin sintió que tiraban de su brazo. Instintivamente, volteó
la espada hacia su agresor, salvando así su vida por puro azar. El perro había soltado la capa para
morder el rostro de Tamlin. Pero a escasos centímetros del mentón del joven señor, los dientes del
can chocaron contra el frío acero. Los gruñidos se tomaron gemidos cuando su hocico recibió una
hendidura hasta el mismo hueso. Tamlin casi vomitó debido al fétido aliento, y el perro escapó. Su
propia espada lo golpeó como una barra de hierro en la cabeza. Comenzó a salirle sangre del mentón
herido.
Enojado por su propia ineptitud, Tamlin pateó fuera de sí. Su bota golpeó músculo, pero el perro
desapareció en la oscuridad. Mientras gateaba, la gran garra de Vox tiró de su hombro, y Tamlin
pudo ponerse de pie.
—¡Por las nueve puertas de la noche! Tenemos suerte.
—¡Nos están rodeando! —gritó Escevar—. ¡Permanezcamos espalda contra espalda!
Como piezas de dominó cayendo una tras otra, se sucedieron toda suerte de gruñidos y resoplidos
en torno a los tres. Entonces, los invisibles adiestradores de aquellos animales profirieron un silbido
agudo desde los ominosos árboles. Los monstruos caninos rugieron al unísono, y saltaron sobre ellos.
El veterano Vox efectuó con el hacha un barrido; rozó a media docena de perros con el frío
acero. Hizo retroceder el hacha y logró golpear un cráneo y rompió una mandíbula. Un perro
merodeaba por lo bajo; sus repugnantes dientes penetraron en la bota de cuero de Vox como clavos
martilleados. Vox tiró la pierna hacia atrás, y se arrodilló con todo su peso sobre la espalda del
animal. Con su mano libre agarró el hacha y dirigió esta directamente al vientre de la fiera; sintió
cómo la hoja de acero se hincaba bien dentro. El penetrante olor, a un tiempo salado y dulce, de la
sangre se mezcló con el hedor de las fauces de la bestia. Otro perro mordió un hombro de Vox, pero
el can sólo desgarró su capa. Vox lanzó el hacha a las tripas de la bestia, el arma fue a dar en la
espalda de aquel monstruo, que pateó y gimió débilmente.
A Escevar y Tamlin, con muy pocos combates a sus espaldas, no les fue tan bien. Un perro que
había saltado sobre el primero, estaba enredado con su capa de lana, y se quedó ahí colgando, como
un peso muerto, tirando del joven. Escevar se ahogaba por la acción de sus broches metálicos hasta
que se rompió el metal. El sorprendido can cayó hacia atrás con la capa enredada entre sus dientes.
El guardaespaldas acuchilló con fiereza, perforó la capa e hirió el pecho del animal. Otro perro
atenazó su antebrazo izquierdo. Unos dientes afilados como cuchillas cortaron un guante de piel de
Escevar y castigó los huesos de su muñeca, lo que hizo que gritara con desgarro. Frenéticamente,
martilleó la cabeza de la bestia con el pomo de la espada, una, dos, tres veces, pero la alimaña no
estaba dispuesta a soltar la presa. El can tiró de él hasta que le obligó a arrodillarse; Escevar era
consciente de que el perro iba a desgarrarle la garganta.
Tamlin se lamentaba de no haber prestado mayor atención a las lecciones de Vox sobre el manejo
de la espada. Había perdido la capa, que una de aquellas invisibles criaturas le había arrancado de
un tirón. Tardíamente, recordó que llevaba un cuchillo de monte y lo sacó de su cinturón. Al carecer
de dominio y presteza, temeroso de no cortarse la muñeca, hendió el aire con esa arma y la espada.
Cuando Escevar gritó, Tamlin estocó la enorme figura que colgaba del brazo de su amigo. El acero
se topó con una carne dura como el cuero curtido; por un instante, el joven Uskevren quedó inmóvil,
pero a renglón seguido empujó con fuerza, haciendo presión con su cuerpo sobre la estocada. La
espada rozó las costillas, y sólo entonces Tamlin recordó una lección: nunca hincar en las costillas,
pues la hoja del arma puede encallarse. Pero en el instante en que Tamlin recordó aquello, el
vapuleado perro se desprendió y cayó, la hoja se torció y quedó atrapada en el hueso. La espada se
había perdido.
—¡Por las barbas de Satanás! —estalló Tamlin—. ¡Vox me matará!
—Te sermoneará en voz tan alta que te dejará sordo, es lo más probable. —Escevar siseó por el
dolor que le atravesaba la muñeca. Su cuchillo pendía de una correa de la muñeca—. Tam, ¡me has
salvado la vida!
—¿Ah, sí? —Tamlin estaba asombrado—. Oh, no ha sido nada, viejo amigo, yo… ¡Ay!
Por segunda vez, Tamlin dio con sus nalgas en el suelo cuando el musculoso brazo de Vox lo
golpeó. Tamlin vislumbró que dos enormes formas descendían de lo alto como rocas catapultadas,
cuando un destello plateado hendió el invernal cielo estrellado. Tamlin profirió una exclamación al
presenciar la hazaña del maestro de armas, y pensó una vez más que Vox debía de tener sangre de
orco o de ogro para ser capaz de ver en la oscuridad como un gato. Las dos criaturas caninas
lanzadas desde los árboles fueron interceptadas por la hoja del hacha de plata de Vox. Ambos
animales fueron barridos en pleno aire por la pesada arma, que sajó la carne y provocó un surtidor
de sangre. Los cuerpos de los perros impactaron contra el suelo.
Tamlin y Escevar se vieron levantados y empujados por el sendero. Vox no podía hablar, pero su
empujón tenía un significado claro: «¡Corred todo lo que podáis!».
Apelotonados, el trío trotó por aquel resbaladizo camino. Cuando este se niveló, echaron a correr
como locos. Más adelante, el sendero se bifurcaba en torno a un estanque flanqueado por columnas,
bancos y parterres: un lugar de recreo para padres y niñeras donde sentarse en verano mientras los
niños chapoteaban. En invierno, el parque quedaba desierto, y la superficie del estanque permanecía
extrañamente helada y reluciente a la luz de las estrellas. Por encima de su propio jadeo y del
martilleo de los pasos, los tres alcanzaron a oír más silbidos siniestros detrás de ellos. Luego oyeron
el trote de las patas de los perros. Tamlin iba a preguntar qué camino iban a tomar cuando Vox
tropezó igual que un caballo desbocado.
Golpeados en la cabeza, Tamlin y Escever se cayeron sobre el borde de piedra del estanque.
Escevar profirió un largo siseo cuando su barriga desnuda se deslizó por la capa de hielo. Tamlin
dio un inútil manotazo para detenerse pero aún le quedaba el cuchillo. La hoja fue picando el hielo y
entonces se hincó, por lo que Tamlin efectuó un violento giro que le hizo dar bandazos. Atrapado
como un pez, Escevar rodó hasta que la empuñadura de la espada hizo un surco acompañado de un
sonido parejo al chirriar de dientes. Ambos hombres intentaban erguirse pero resbalaban y quedaban
despatarrados. Mientras gruñían y sentían el mordisco de la congelación, hincaban en el hielo las
armas a modo de crampones para arrastrarse hasta el borde del estanque.
Cual un ejército de un solo hombre, Vox se mantenía derecho; apoyado contra una fuente de
piedra, acabó con dos criaturas. Su destellante hacha golpeó con contundencia la espina dorsal de
otro perro. Este lloriqueó como un cachorro. El balanceo hacia atrás del hacha para coger impulso
golpeó a un can que volaba raso y el arco de retorno hundió el cráneo de otro animal. Entre gruñidos
y ladridos, más perros rodearon al coloso. Sin embargo, tenían la suficiente inteligencia para evitar
el ataque. Tamlin y Escevar agarraron el borde de piedra del estanque mientras Vox nuevamente
alzaba el hacha…
Unos silbidos paralizaron al luchador. Diferentes, aquellos tonos comenzaron altos y fueron
descendiendo de volumen. Al instante, los perros se fueron corriendo. Tamlin y Escevar forzaron la
vista pero no vieron a los misteriosos silbadores, tan sólo unas figuras encorvadas que desaparecían
al galope entre los árboles oscuros.
Los ojos de gato de Vox vieron más. Adelantó la pierna izquierda y balanceó el hacha tanto como
pudo, entonces arrojó el arma hacia una figura de color claro cuya silueta quedaba perfectamente
dibujada contra un tronco oscuro. Los compañeros de Vox oyeron el ruido sordo del acero
penetrando carne, y siguió un grito gutural. Vox ya corría. Tamlin y Escevar lo siguieron.
Vox se encorvó sobre un hombre abatido cuyo aliento se mezclaba con el gorgoteo de la sangre.
El gigantesco luchador chasqueó los dedos. Escevar extrajo de un bolsillo una lámpara mágica y tocó
la mecha con su cuchillo. El tubo envuelto en papel prendió, y Vox cogió la muñeca de Escevar para
acercar la luz.
—Un hombre de las montañas —dijo Escevar.
—¿Nos han atacado unos bárbaros? —preguntó Tamlin, absolutamente desconcertado—. Me
esperaba unos vulgares matones de ciudad.
La melena trasquilada, una barba espesa y la piel morena hablaban de toda una vida al aire libre.
El villano vestía una larga camisa rústica y un chaleco de un curioso marrón oscuro. Ese cuero
peludo se espesaba en los hombros, lo que otorgaba al hombre aspecto de jorobado. La cruel hacha
de Vox le había abierto el vientre. Doblado por el dolor, vertía litros de sangre en un charco negro.
Con los ojos entrecerrados debido a la luz de la lámpara, Vox buscó por la garganta del
moribundo pero no halló ningún silbato de madera o hueso, lo que venía a significar que el domador
de perros silbaba únicamente con sus labios. Aquel hombre de las montañas llevaba tan sólo un
garrote con púas y un cuchillo largo. De su cinturón colgaba una bolsa de piel de ardilla, y Vox
empleó su largo cuchillo para soltarla. Sin hallar nada más, el veterano pinchó la tráquea del
adiestrador de perros y dejó que muriera.
—No había necesidad de saquear al hombre. —La voz de Tamlin temblaba. No presenciaba muy
a menudo la muerte, y la simple brutalidad de sus guardaespaldas siempre lo sorprendía—. Dejad
algunas monedas al tipo para que los suyos lo entierren.
Mirándolo bajo sus oscuras cejas, Vox se llevó la mano a la frente, la retiró, señaló sus propios
ojos y luego al muerto, y extendió al máximo los dedos. Habituado al lenguaje de signos del mudo, el
joven Escevar tradujo:
—¿Has perdido la razón? En este intento de matarnos hay mucho más de lo que parece a simple
vista.
Vox examinó a un perro muerto, o quizá fuera un monstruo. Parecidos en la forma, esas criaturas
eran casi jorobadas y tenían piernas cortas y fuertes. Vox pellizcó la piel extremadamente peluda del
animal, acarició el pecho y entonces señaló al muerto. Escevar se dio cuenta de que el chaleco de
piel del hombre de las montañas en realidad estaba hecho con la piel de aquellos canes. Los cráneos
tenían diminutas orejas y dientes como púas irregulares. El olor rancio que desprendían procedía del
sudor reseco, residuos de excrementos, y sangre fétida en sus hocicos y bocas.
De un segundo cuerpo surgió una sorpresa. Vox se inclinó sobre el animal y desplegó una
membrana de piel que se extendía desde el corvejón hasta la joroba de la bestia: un pedazo de
músculo para dar fuerza a las alas. Escevar tiró del ala y de la pata muerta.
—¡Se parece al ala de un murciélago! Pero ¿son perros voladores? ¡Jamás oí hablar de tal cosa!
Vox tiró del ala nuevamente para evaluar el peso del animal, y le pareció pesado. Movió la mano
para dar a entender que planeaban. Una verificación rápida con la mortecina lámpara descubrió otro
perro con vestigios de alas no mayores que las de una paloma, y un tercero no las tenía. En aquel
momento la lámpara chisporroteó y se extinguió, dejándolos sumidos en la noche.
—No son perros diabólicos, ni sabuesos espectrales—dijo Escevar—. ¡Mil truenos!
Últimamente, esta ciudad se está haciendo más rara de lo habitual. ¡Súbitamente aparecen cosas de lo
más extravagante!
—Quéjate a los Soargyl y a sus nigromantes —repuso Tamlin—. ¿Deberíamos avisar a la guardia
del Hulorn?
—No. Nos harán un montón de preguntas y no tenemos respuestas. Y me estoy helando. —
Fatigado, con una muñeca herida, sin capa y las ropas rotas, Escevar temblaba incontrolablemente—.
Metámonos en algún lugar con techo.
—¿Y qué hay de mi espada?
Un codazo por detrás fue el modo de Vox de decir: «Olvidaos de ella».
Abandonaron a los perros muertos, al solitario adiestrador y a aquel parque aletargado por el
invierno, para encontrarse con las calles iluminadas, la sensación de seguridad y un ambiente cálido.

—¡Amo Tam! —exclamó la chica—. ¡Estáis herido!


—¿Eh? Oh, no, Dolly. —Tamlin quitó importancia a sus ropas rasgadas mientras la sirvienta le
atendía—. Es Escevar quien está herido. Yo estoy bien.
—No, no lo estáis. —Pese a lo tarde que era y a los desiertos salones, Dolly todavía vestía el
uniforme y, atenta, esperaba a su amo. En la Casa Uskevren, las sirvientas llevaban un vestido recto y
un chaleco y turbante dorados; este último resaltaba a Dolly su oscuro cabello corto. Olvidando las
ropas de Tamlin, la chica le tocó la mejilla. El heredero tuvo una punzada de dolor, y el dedo de
Dolly apareció rojo—. Este corte de espada debe atenderse inmediatamente.
Escevar y Vox pusieron los ojos en blanco.
—¿Un corte de espada? —Tamlin se emocionó ante tal insignia de honor—. Me, me… ¿Me
quedará una bonita cicatriz?
—Dolly, si no te es molestia… —susurró Escevar mientras se quitaba un guante. Le goteaba
sangre de una serie de pinchazos que se correspondían con la media luna de una mandíbula—,
¿podrías llamar a Cale para que traiga su lodo curativo? Parece que vas a tardar tanto en untar el
mentón de Deuce que daría tiempo a que me cercenaran la mano y cauterizaran el muñón con brea
caliente.
Thamalon Uskevren II, llamado Tamlin o Deuce, escrutaba la cicatriz del mentón en un espejo de
plata. Siete criados soñolientos arrastraron sus pies hasta el salón, llevando comida caliente, vino,
vendas y ropa limpia. Reconstruido enteramente, el Palacio de las Tempestades ya parecía antiguo,
con su laberíntica disposición de estancias, en cuyas paredes de piedra reverberaban toda tos y
murmullo. En torno a una chimenea lo suficientemente grande como para asar un buey se congregaron
los tres merodeadores nocturnos. Bebían jarras de excelente y añejo Usk, el especiado y ácido vino
que el padre de Tamlin cultivaba en sus viñedos.
A la luz del hogar, Tamlin se parecía a su padre; de estatura media, cabello negro ondulado e
intensos ojos verdes. Escevar era muy delgado, pelirrojo y tenía muchas pecas; su apariencia era la
de un desnutrido amasijo de nervios. Pero eso no respondía a la verdad. Vox era muy corpulento; sus
espesas cejas negras, que parecían una sola, y su fiera barba contribuían a ocultarle un rostro que
sugería algún linaje de orcos u ogros. Sobre su hombro izquierdo colgaba una trenza negra que
ocultaba la cicatriz de la herida que le había privado del habla. Antaño al servicio de Tamlin como
maestro de armas, Vox era ahora su guardaespaldas. Escevar fue abandonado de niño y los Uskevren
lo compraron a bajo precio en la calle, inicialmente con la intención de que fuera el amiguito de
Tamlin en la escuela y recibiera todos los tortazos destinados a él, pero después se convirtió en su
guardián, secretario y mejor amigo.
Una vez que el trío estuvo vendado y aseado, Escevar preguntó muy quedamente:
—¿Todavía está durmiendo el Viejo Búho?
Al oír el apodo de Thamalon Uskevren I, los sirvientes chasquearon la lengua con discreción en
señal de desaprobación. Dolly, quien sabía en todo momento qué ocurría en la mansión, dijo:
—El señor y la señora se han retirado. El amo Talbot está en una cacería por las colinas. Espera
traer un ciervo para el Festival de la Luna. La ama Tazi asiste a una partida en Quickley’s.
Escevar frunció el ceño.
—Deuce, quizá debiéramos quedarnos entre estas paredes hasta que la luz del día llegue, y ver
qué aconseja tu padre. Esas enloquecidas criaturas asesinas, sean lo que sean, fueron azuzadas contra
nosotros por humanos. Si viéramos a Zarrin…
—Nos encontraremos con ella. —Tamlin estiraba la pierna mientras un pinche de cocina lo
calzaba con una de sus botas altas tirando desde la rodilla—. Mi padre me ha confiado una misión, y
la llevaré a término contra viento y marea. ¡Maldita chusma!
Escevar y Vox suspiraron de pesar. El joven dijo:
—Maldecir a la chusma puede llevar a una pronta muerte, amigo. ¿Por qué no esperar al
amanecer para la reunión…?
—Mi padre insistió en mantener el secreto. —Tamlin se puso un acolchado jubón rojo con las
cabezas de caballo y el ancla, la insignia de los Uskevren. Sobre el mismo, ató un ancho cinturón
negro con vainas para una espada y un cuchillo. Un aprendiz de armero salido del lecho había traído
una nueva espada. Los sirvientes esperaron en silencio a que el amo se fuera, para regresar a la
cama. Dolly cepilló el rebelde cabello oscuro de Tamlin.
El joven amo siguió diciendo:
—Desde luego, en Sélgont todo se hace en secreto. Puesto que los Soargyl han desaparecido de
escena, es el momento de apropiarse inmediatamente de sus propiedades y contratos. Eso dice mi
padre. Y así lo haremos, una vez que lleguemos a los corrales. Y, por cierto, ¿dónde están los
corrales?
Escevar se rascó el rostro y masculló algo.
Vox alzó un dedo para dar una breve lección y tomó prestado el cuchillo de monte de Escevar.
Era de hoja gruesa, con empuñadura de teca y correa para atarlo a la muñeca. El plano de la hoja
tenía una ranura en medio. Como viejo maestro de armas, Vox odiaba las ranuras pues debilitaban el
arma, pero aquella ranura «rompe hojas» se había diseñado para enganchar el arma del enemigo en
la ranura. Al retorcer el cuchillo se bloqueaba o rompía la hoja del contrincante, dejando a este
expuesto a la espada que se esgrimía con la derecha. Escevar y Tamlin habían practicado la
maniobra, pero Vox había declarado que «hacer el payaso en un juego» no era lo mismo que una
lucha medio ebrio en un callejón oscuro como la boca de un lobo.
Vox demostró una vez más cómo apuntar aquel cuchillo de monte hacia arriba al tiempo que se
dirige la espada hacia abajo, y cómo crear un «círculo de acero» moviendo los brazos como astas de
molino, para así prescindir de un escudo. Escevar obedeció al experto combatiente y practicó un
poco: se puso a acuchillar el aire por el salón.
Tamlin manoseaba alfileres, insignias y medallones que reposaban sobre un cojín de terciopelo.
Al ser el objetivo frecuente de raptores y asesinos, su miedo lo empujaba a llevar amuletos de la
buena suerte. Uno de ellos representaba a un diablillo que sujetaba una moneda de oro. Era un
amuleto para los negocios que Tamlin prendió a la altura de su corazón. De la hebilla del cinturón,
colgó una diminuta cadena con un guante que simbolizaba el vigor, y en su sombrero prendió dos
corazones flechados, con la esperanza de que Zarrin sucumbiera a sus encantos. Tamlin se puso el
sombrero redondo de color azul con una pluma de faisán y colocó sobre sus hombros una capa azul
ribeteada de armiño, y entonces adoptó una pose gallarda con las manos en el cinto. Los sirvientes
aplaudieron ante la apuesta imagen, y Tamlin sonrió con un leve saludo de cabeza.
—¿Qué opinas?
Vox se pasó una mano por la frente, y luego puso los ojos en blanco. Escevar lo interpretó:
—Sí. Con la piel tan blanca estaréis de lo más radiante en la oscuridad.
Escevar ajustó su sombrero y capa. Sus ropas eran elegantes, pero más humildes que las de
Tamlin, en tanto que Vox vestía un sencillo blusón marrón y un chaleco bajo la capa, la cabeza
descubierta. Ambos llevaban insignias con las cabezas de caballo y las anclas de la Casa Uskevren.
Los dos esperaban ya en la puerta.
Mientras se acicalaba en el espejo, Tamlin habló en tono de burla:
—Tonterías. No tengo ningún enemigo. Sólo toneladas de amigos. Bueno, vayámonos ya. Ojalá
tengamos suerte en nuestra empresa en uh…
—El corral del ganado —remató Escevar.
—Así es. ¡Vamos!
Un lacayo abrió una gran puerta de doble hoja que dejó penetrar una ráfaga de aire gélido
procedente del mar, y luego la empujó hasta cerrarla, después de que el trío partiera. Los
estremecidos sirvientes regresaron a la cama en tropel. Dolly se llevó la capa desgarrada de Tamlin
para remendarla, consciente de que probablemente volvería a llevarla.

—¡Tamlin! ¡Joven amo! ¡Una palabra con vos, si tenéis a bien!


—¡Por los sortilegios de un mago! —gruñó Escevar.
El trío se movía con dificultad contra el implacable y aullante viento procedente del mar delas
Estrellas Caídas, cuya ira les calaba los huesos. Nightal era el mes más frío, y la gente resbalaba
sobre el hielo que se extendía por todas las calles, llenas de baches. Sin embargo, esas calles bullían
de gente, docenas de grupos iban y venían de una taberna a otra. La noche todavía era joven.
Muchos saludaban a Tamlin y a sus guardaespaldas.
Un hombre solo apareció al trote. Padrig Tuleburrow tenía el apodo de «el Palmas» porque
siempre estaba pidiendo. Aquel buscavidas siempre estaba tramando alguna intriga y sabía muy bien
que Tamlin resultaba fácil de persuadir, y que sus compañeros jamás podían disuadirlo.
—¡Amo Tamlin! —Padrig era alto pero escuálido, y se tocaba con un absurdo sombrero de alas
caídas hecho de piel, igual que su abrigo; sus ropas eran las propias de un próspero intermediario—.
Tenéis gallarda estampa esta noche, la de un verdadero heredero de Sélgont merecedor del trono de
vuestro padre.
—Oh, basta, Padrig. —Tamlin sonreía—. Difícilmente mi padre es rey, sólo un astuto mercader.
—¡Un brillante mercader! —lo corrigió Padrig dándole coba—, y es obvio que la astucia ha
pasado a su primogénito. Recordad mis palabras, amo Tamlin, ¡algún día vos llevaréis las riendas de
esta ciudad! Y yo sé cómo ayudaros a lograr esas celestiales cimas. Ha habido…
Escevar masculló entre dientes a Vox, quien siempre permanecía detrás de Tamlin:
—Primero, se unta con mantequilla el bollo, y luego se le echa el diente.
—… un negocio especial, únicamente para mis más estrechos amigos y mejores clientes, amo
Tamlin. No puedo filtrar más detalles. Todo es muy secreto, pero en este plan…
—¡Estafa! —murmuró Escevar.
—… plan —siguió Padrig como si nada—, están involucradas las mejores familias de Sélgont.
Amo Tamlin, si invirtierais tan sólo treinta monedas de plata…
—¿Treinta monedas de plata? —objetó Escevar—. Yo no cobro treinta monedas de plata ¡en
todo un año!
Padrig hizo caso omiso y siguió:
—Una suma ridícula, sin duda, pero con un gran potencial para crecer. Lamentaríais perder esta
oportunidad, amo Tamlin. Cuando esa cantidad revierta quintuplicada, todo el mundo sabrá quién es
el mejor y más hábil negociador de la ciudad…
—Nosotros ya sabemos quién es —gruñó Escevar—, y ojalá se hunda en la bahía para alimento
de los peces; por una vez en su vida, haría algo útil.
—Oh, págale, Escevar, y deja de preocuparte —dijo Tamlin—. Tan pronto como haya cerrado el
acuerdo de esta noche, nadaremos en la abundancia.
Refunfuñando, el guardaespaldas contó las treinta piezas de plata, pero las retuvo hasta que
Padrig firmó el recibo en un pequeño libro, bajo el concepto de «inversión». Cuando contó de nuevo
las monedas, los oídos de Padrig se agudizaron aún más.
—¿Y que misión os ocupa esta noche, amo Tamlin? Es muy inteligente, por parte de vuestro
padre, confiaros asuntos familiares.
—Vamos a los corrales. Tenemos un encuentro secreto con… ¡Ay! —Tamlin se estremeció
cuando el dedo de Vox se hincó en su espina dorsal igual que una daga—. Quiero decir que vamos a
ir de juerga por la calle Sarn. Tanta cerveza, ya tan poco tiempo ¡ya sabes! Ja, ja…
—¡No me digáis! ¡Ja, Ja! —Riendo, monedas en mano, Padrig se fundió en las sombras como un
geniecillo de la lámpara en el humo.
Mientras se frotaba la espalda, Tamlin gruñó:
—¡Las tinieblas te confundan, Vox! Voy a estar meando sangre durante una semana por el dedo
que me has clavado en el riñón.
—Si tu padre se entera de que te vas de la lengua contando sus planes secretos —le advirtió
Escevar—, acabarás magullado de arriba abajo, pues serás arrojado desde lo alto de cada una de las
escaleras del Palacio de las Tempestades.
Tamlin no replicó, por lo que prosiguieron su camino.
Situada en la costa de la región central, Sélgont era un mosaico de casas suntuosas, destellantes
parques, calles torcidas y gente ufana. Los tres amigos saludaron a los conocidos mientras paseaban
a lo largo de la calle Larawkan, ya que el Palacio de las Tempestades se cernía sobre el puerto
mientras los corrales se hallaban más allá de las puertas occidentales de la ciudad, que daban acceso
a las tierras de cultivo.
Con los dientes apretados contra aquel viento inclemente, Escevar se quejó:
—¡Vamos a apestar a estiércol durante un mes! ¿Por qué planearía alguien un encuentro secreto
en medio de un rebaño de vacas?
—El trato tiene que ver tanto con bestias de cuatro patas como con las de dos, según ha
establecido mi padre.
—¿Y qué otras instrucciones nos ha dado para estas negociaciones? ¿O es que Vox y yo debemos
sorprendernos tanto como el grupo de Zarrin cuando hagas tu oferta?
—Ten fe en mí.
Los guardaespaldas de Tamlin se limitaron a asentir.
Los corrales bullían de actividad incluso después de la medianoche. Muchos cuidadores de
ganado y pastores habían recluido a los animales antes de que se cerraran las puertas de la ciudad, a
fin de que se adaptaran a su nuevo emplazamiento. Los animales serenos se vendían mejor que los
nerviosos. Tamlin y su escolta rodearon el ganado, y observaron dónde ponían los pies, pues el
ganado había ido dejando su rastro. Sobre algunas reses pendían globos traslúcidos, igual que
luciérnagas. Se habían introducido unos tubos en los traseros de las vacas y unas ascuas quemaban el
gas liberado para obtener luz, una pieza práctica de magia que siempre divertía a los nuevos
visitantes del mercado de Sélgont.
En medio de un laberinto de corrales estaba el Mercado de Ganado. El enorme establo contenía,
entre otras dependencias, una pista con sillas para observar y juzgar a los animales que desfilaban
ante los licitadores. Al atravesar la alta puerta de doble hoja, los tres percibieron que el interior del
edificio estaba caliente como una panadería, vaporoso como un invernadero y fragante como un
prado. Granjeros y pastores hablaban o cantaban a sus bestias para calmarlas. Algunos ahorraban
dinero durmiendo en los mismos establos, junto a sus bestias, pues los animales apelotonados
proporcionaban más calor al lugar que las estufas de hierro.
La reunión secreta se celebraría en el segundo piso, que se había dividido en oficinas y salas
para reuniones. Cuando Tamlin iba a subir por la escalera, Escevar le barró el paso.
—Casi logramos que nos arranquen la cabeza en el Parque de los Doce Robles. Permíteme, por
favor, que sea el primero en mirar ahí dentro, mi señor.
Las anchas escaleras se desplegaban por encima de los establos, donde las reses rumiaban
satisfechas. Una matrona cepillaba una plácida res marrón y blanca. Mientras subía los escalones con
decisión, Tamlin susurró:
—Esta es una reunión secreta, así que esforzaos en parecer compradores de ganado. —Y alzó la
voz para decir—: Y digo yo, ¡no es esa una vaca de aspecto lozano! ¡Claro que sí! ¡Una vaca
magnífica, señora! Y también afortunada, ¡de dos colores! ¡Justo lo que necesito para alimentar a mis
becerros! Apostaría a que esa vaca produce ¡cubos y cubos de leche!
La matrona miró hacia arriba, desconcertada.
Vox inhaló: era su forma reír. Escevar sofocó la risa. Mientras cabeceaba ante el gran animal,
Vox se puso dos dedos en la frente y se clavó uno más en la ingle.
Tamlin sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero no te entiendo.
—Dice que vuestra vaca es un toro —le aclaró Escevar—. Y que tengáis buena suerte
ordeñándolo.
—Oh. —Tamlin siguió a su amigo y entró en el salón del segundo piso—. Probablemente eso se
enseña en la granja escuela. No es nada que los mercaderes necesitemos saber.
Detrás de él, Vox hizo un gesto como si se estrangulara a sí mismo. Escevar sonrió pero
desenvainó su cuchillo de monte.
Como consecuencia de las conversaciones que unos intermediarios habían mantenido con otros
intermediarios, Tamlin Uskevren avanzaba hacia su cita con Zarrin Foxmantle, que debía tener lugar
en el despacho del otro extremo, justo tras el tañido de las campanas. Tamlin oyó el repique de
campanas de la ciudad, lejanas pero nítidas en el momento en que Escevar giraba el picaporte y abría
la puerta.
Una daga pasó silbando y fue a clavarse en una de las jambas de la puerta. La voz de una mujer
chilló:
—¡Bastardos traidores! ¡Entrad para que podamos mataros!
Sumamente cautos, los tres hombres echaron un vistazo desde el umbral. La esquina izquierda
estaba iluminada por tres faroles que colgaban de unas vigas. Una mesa llena de marcas estaba
rodeada de bancos y taburetes desvencijados. Había notas muy manchadas enganchadas a las paredes
entre los colgadores para capas y abrigos. Ventanas con postigos cerrados en la pared opuesta a la
entrada se abrían a los corrales. En la mesa, rodeada de cuatro sirvientes, estaba una bella rubia,
bien provista de cuchillos, y armada con unos fulgurantes ojos marrones que parecían muy sagaces y
peligrosos.
El quinteto de los Foxmantle parecía venir de la guerra. El chaleco bordado de la líder carecía
de botones dorados, había perdido el sombrero y un guante, y su capa colgaba de lado porque se
había roto la cadena. Sus sirvientes, vestidos de morado y azul, dos mujeres y dos hombres, se
mostraban agrios y rudos. Una de las mujeres lucía un ojo amoratado, y uno de los hombres llevaba
un brazo en cabestrillo. Los cinco estaban con las armas en ristre.
Zarrin era una de las hijas de los Foxmantle. Las habladurías de taberna gustaban de comentar
larga y pormenorizadamente cual de los herederos de los Foxmantle era el más imparcial, el más
sorprendente, y el más divertido en la cama. Zarrin luchó lo indecible para ganar poder en el seno de
la familia, negándose al papel de «¡coneja de rapaces para que mis padres los tengan retozando en
sus rodillas!». Tamlin y Zarrin se conocían desde que ambos jugaban con arena en el parque, sólo
recientemente ambas familias competían entre sí. Los Foxmantle siempre se habían dedicado a la
labranza, al prensado de vino, al cultivo de pigmentos, ala salazón de carnes y al curtido de pieles,
en tanto que los Uskevren, antes del Gran Fuego, se dedicaban al comercio marítimo. Desde que
Thamalon I había comenzado a comprar y a alquilar granjas, se había impuesto negociar con los
Foxmantle para evitar que tuvieran que competir y que, de resultas, los precios bajaran en picado.
La encantadora Zarrin estaba furiosa, pero no los atacó de nuevo. Tamlin arrancó el cuchillo de
la jamba y, sonriendo, se lo devolvió.
—Diría, Zar, que tu bienvenida carece de la tradicional alegría de los Foxmantle. ¿Acaso has
sufrido algún contratiempo en las engalanadas calles de nuestra ciudad?
—¡Maldita la razón que tienes! Sí, ¡ha habido contratiempos! —Zarrin le arrebató el cuchillo sin
miramientos. Imprudentemente, Tamlin lo había sujetado por la hoja, y de inmediato comprobó que
podía verse los dedos a través de unos cortes en sus guantes—. ¿Por qué azuzasteis contra nosotros a
esas bestias?
—¿Bestias? ¿Esos perros endiablados?
Tamlin se rascó el mentón e hizo que se le saltara la costra. Escevar se quitó el guante izquierdo
para mostrar sus vendajes.
—También nos hemos topado con algunos, y con sus silbantes cuidadores —dijo Tamlin.
—¿Cuidadores? —preguntó Zarrin—. No oímos silbido alguno.
—Nosotros, sí. Vox mató a uno. —Y Tamlin le habló del hombre de las montañas con aquel
extraño chaleco, Zarrin arrugó el morro. Y frunció el ceño. Pese a tener su rubio cabello recogido
hacia atrás con alfileres, algunos mechones se habían escapado hacia adelante, hasta casi tocar su
ceño.
—Al doblar una esquina, nos cayó encima una horda aullante. Creímos que eran lobos
hambrientos a la caza de ganado. Atacaron a mis criados y nos machacaron. Uno de mis sirvientes
sufrió la amputación de una mano.
—¿Y dónde os atacaron, mi señora? ¿En qué parte de la ciudad? —preguntó Escevar—. ¿Y
cuándo?
—Cerca de los Jardines de Caza, no lejos de la casa principal. —La propiedad de los Foxmantle
guardaba las puertas septentrionales, donde el Camino de Galopar se convertía en la Vía de
Rauthauvyr—. No mucho después de la puesta de sol.
Vox alzó dos dedos, extendió los brazos, curvó las manos para imitar un árbol, mostró los diez
dedos y luego dos más, y después expresó la idea de un grupo moviéndose. Tamlin hizo de intérprete:
—Sí, eso cae a casi tres kilómetros del Parque de los Doce Robles. ¿Cómo pudieron sus amos
trasladar una manada de perros monstruosos a través de las calles sin ser vistos? ¿Observasteis si
algunos de ellos tenían alas?
Las dos partes compararon sus experiencias pero averiguaron poco. De vez en cuando, de abajo
llegaba el bramido de un toro o el berrear de un ternero.
—¿Quién sabe? —concluyó Zarrin—. Quizá esos hombres de las montañas están locos o son
unos fanáticos religiosos. O trabajan para alguien en Sélgont. Si cualquiera de nosotros fuera
raptado, el recate supondría un buen pellizco. Hemos de vigilar nuestras espaldas, como siempre. —
Para dar énfasis a sus palabras, resiguió el emblema familiar bordado en su pecho: tres ojos
vigilantes—. Dejemos eso de momento, y atendamos a nuestros negocios. Tú y yo debemos
repartirnos los aranceles de las puertas de entrada, de los buques de carga y de los ganaderos y
arrieros.
—Así me ha informado mi padre. —Tras pasarle la capa a Escevar, Tamlin se hizo con un
taburete y se frotó las manos como quizá haría su padre—. Los Soargyl —¡así los sumerjan siete
veces en agua hirviendo!— tenían a los carreteros bajo su yugo mediante la eliminación de los
agitadores y la extorsión. Pero últimamente, ninguno de sus matones ha pasado a recoger el dinero de
la protección… Perdón, el impuesto de supervisión. Así, el cobro de las puertas se efectúa de
cualquier modo. Nuestras respectivas casas quieren pujar por los contratos para los aranceles de las
puertas. En lugar de pelearnos por las calles, deberíamos llegar a un acuerdo.
—Tengo uno, y de lo más simple —ofreció Zarrin—. Consideradlo. Mi casa domina la Vía de
Rauthauvyr. Tu familia tiene una residencia cerca del Camino del Manticore. ¿Por qué no atender
nuestras respectivas puertas? Nosotros negociaremos con el senescal del Hulorn para los peajes de
la Puerta Norte y vosotros quedaos con la Puerta Occidental. Ya has visto cuánto ganado hay en estos
corrales. ¡Imagínate los ingresos que tendréis en un año! Perderemos parte de nuestro trabajo para
mantener el puente Elzimmer, pero valdrá la pena si así no hay que cruzar la ciudad para llenar
nuestros cofres.
Y siguieron hablando. Sonriente, presumido y cautivado por la belleza de Zarrin, Tamlin no vio
la señal de Escevar y Vox, en el fondo de la estancia. Antes de que pudieran advertirlo, Tamlin
escupió en su palma y estrechó la mano de Zarrin.
—Diría, Zar, que esto ¡es estupendo! No nos inmiscuimos en los asuntos del otro y ¡todos
prosperamos! Mi padre estará encantado, como el tuyo, ¡estoy convencido! Hemos de celebrarlo.
Escevar, ¿qué es todo ese ruido?
Los mugidos y balidos habían subido tanto de volumen que los negociadores tuvieron que alzar la
voz. Parecía que todos los animales encerrados en los corrales chillaran o berrearan. Los perros
ladraban y los granjeros gritaban. Escevar fue abajo y regresó corriendo.
—¡Hay algo que asusta al ganado! ¡Están a punto de romper los establos! ¡No he podido ver qué
los enerva de ese modo!
—Bueno, ¡averigüémoslo! —ordenó Tamlin.
Escevar salió al trote. La gente de Zarrin alzó sus armas. Hacha en mano, Vox abrió los postigos
de las ventanas.
Como si hubieran sido lanzados con catapulta, dos perros alados se precipitaron a través de la
ventana abierta para ir a chocar contra el maestro de armas.
En aquel mismo momento, Escevar irrumpió nuevamente en la estancia, agarró el picaporte y
trató de cerrar de un portazo. Tres bestias sin alas dieron un porrazo a la puerta y golpearon al
guardaespaldas, que quedó tendido en el suelo.
Cuatro más de aquellas bestias entraron a galope en la estancia, las uñas de sus garras se
deslizaban velozmente sobre el suelo. Dos más atravesaron la ventana volando.
Cada uno luchaba por su vida.
Tamlin vislumbró unos espinazos parduscos y unos dientes amarillentos, al tiempo que percibió
la fetidez de una alcantarilla. Entonces, una de aquellas bestias de aterradoras fauces atenazó con sus
mandíbulas una de sus botas altas. Otro saltó y estrelló a Tamlin contra la pared del fondo. Unos
feroces dientes desgarraron su jubón, y el peso del animal le obligó a doblarse. Un tercero dio la
vuelta a su compañero y chasqueó los dientes con idéntico sonido al de una trampa para osos que se
dispara. La mano derecha de Tamlin se salvó de milagro. Al tropezar con el perro que tiraba de una
de sus piernas, cayó con las dos manos y una rodilla al suelo, muy consciente de que su garganta
quedaba vulnerable ante un ataque.
Zarrin se hizo con un taburete y lo estrelló contra la cabeza de un perro. El taburete se hizo
añicos, pero el perro quedó inconsciente en el suelo. La joven agarró su espada y armándose de
valor ensartó a la bestia que magullaba la pierna de Tamlin. Con la garganta atravesada, la sangre
brotó a raudales. El joven Uskevren se desembarazó del animal de una patada. El otro perro esquivó
el acero de Zarrin entre gruñidos.
Libre por unos instantes, Tamlin vio que el lugar estaba infestado de aquellos asesinos rabiosos.
De espaldas en el suelo, Vox rechazó a una bestia abriéndole la garganta y empujó hacia atrás a
otro animal con el mango del hacha. Incapaz de maniobrar esta con libertad, golpeó con un puño a un
tercer monstruo. Escevar sobrevoló por encima de él, mientras repartía golpes y tajos a toda bestia
que saltaba. Un animal frustrado rodeó a Escevar para lanzarse a la cara de Vox. Este trató de rodar,
justo en el momento en que Escevar se caía por la acción de un perro que había arremetido contra su
vientre.
Escevar tenía un par de perros gruñones encima de él. Piernas y patas se agitaban alrededor de la
cabeza de Vox. Los aceros de Escevar se arremolinaron igual que astas de molino empujadas por el
viento. Los animales que Vox sujetaba se deshicieron de su garra y de aquel remolino de acero. El
espadachín se dio la vuelta y se quedó a gatas. Los perros saltaron sobre la espalda de Vox.
Mientras, preso de furia, Escevar maldecía y acuchillaba con desenfreno, hasta el punto de que se
pinchó el muslo. Sangrando, siguió acuchillando. Vox se colocó contra la cadera de Escevar, y
ambos pelearon espalda contra espalda.
—Por los siete pecados capitales, ¿dónde está Tamlin?
El heredero de los Uskevren se escondía tras una mesa que Zarrin había arrastrado contra una
pared. Era una barricada sólida, pero los flancos quedaban abiertos. Uno de los canes atenazó el
talón de la bota de Zarrin. Esta se deshizo del can pero se topó con Tamlin y se golpeó la nariz con la
pared. Saber que tenía la nariz hinchada y sangrando avivó su fiereza natural; prorrumpió en gritos
mientras atacaba con su acero a todo cuanto se movía.
Tamlin tenía un acero en cada mano, pero erróneamente sostenía el cuchillo apuntando hacia
abajo y la espada hacia arriba. Blandió ambas piezas, pero el acero chocó con el acero inútilmente.
Aún así, se esforzó por ver qué sucedía en otras partes. Fue consciente de que era preciso que todos
abandonaran el lugar.
Las sombras, oscilantes, se cernieron rápidamente cuando alguien golpeó un farol con la cabeza.
Con aquella luz oscilante, Zarrin profirió un grito de batalla y arremetió como un torbellino,
gruñendo y saltando por encima de aquellas alimañas hasta que la sangre salpicó todas las paredes y
el techo. Los cuatro sirvientes de Zarrin se acuclillaron en un rincón tras unos taburetes y bancos; por
los lados y por encima de la barricada, propinaban estocadas a los animales para mantenerlos a raya.
Escevar y Vox, ensangrentados, luchaban enloquecidos espalda contra espalda. Mientras Tamlin
observaba, Vox dirigió el hacha con tal fuerza contra la cabeza de un can que aquella se partió y la
hoja fue a clavarse profundamente en el suelo.
Mientras asestaba golpes allá donde podía, Tamlin trató de contar cuántos perros había, pero
estos habían invadido la estancia, acaso fueran más de una docena. A su izquierda, seis de aquellos
monstruos abrieron brecha en la barricada y atacaron salvajemente a los sirvientes de Zarrin. Dos,
no, cuatro perros más entraron en la habitación, sedientos de sangre.
Zarrin aulló y se aprestó a proteger a sus sirvientes. Tamlin se había quedado solo cuando siete
perros se dispusieron a atacarle.
—¡No podemos quedarnos aquí! —gritó el heredero.
Con sus aceros en abanico y los dientes apretados, dio la vuelta a la mesa y casi cayó sobre un
perro. Al instante, el animal atenazó con sus dientes a Tamlin. Una criatura alada saltó con la
intención de arrancarle la cabeza. Tamlin la esquivó, el perro fue a estrellarse contra sus
compañeros. Al tiempo que asestaba golpes en las cabezas con el pomo de la espada y hería con su
cuchillo, Tamlin corrió hacia Escevar y Vox. Su único plan consistía en morir junto a sus
compañeros como un héroe de leyenda, aunque morir devorado por unos perros repugnantes daba
toda la impresión de ser un final de lo más repugnante y absurdo.
—¡Vox! —dijo Tamlin jadeante, mientras pateaba a un can. El heredero gritó para que el
guerrero no lo aporreara al echar hacia atrás su hacha—. ¡Escevar! Larguémonos…
Vox descargó el hacha pero erró el golpe sobre un perro. La hoja mordió el suelo de madera, y
Vox soltó el mango. Sus ásperas manos agarraron a Tamlin y lo levantaron del suelo.
—¡Vox! ¿Qué estás hac…?
Sobre la cabeza de Vox, Tamlin vio las luces nocturnas del corral para el ganado y el cielo
estrellado. Y chilló cuando se vio arrojado contra la ventana.
—¡Vox! No…
Lanzado con los pies por delante, Tamlin profirió un gemido mientras volaba por los aires, pero
el viaje no duró mucho. El aullido pasó a ser un gruñido cuando su espalda fue a estrellarse contra
una pila misericordiosa. Y luego gritó cuando se mordió la lengua. Sin resuello y angustiado, Tamlin
aspiró aire junto con un poderoso aroma a estiércol. Vox le había lanzado sobre un montón de mierda
apilado al lado de las grandes puertas.
Entre quejidos, cojeando y empapado en estiércol, Tamlin se tambaleó. Con la cabeza dándole
vueltas, envainó sus armas y alzó la mirada hacia la ventana. Una cabeza asomó un instante y
desapareció. Tamlin oía alaridos, toda suerte de gritos e interminables y atroces gruñidos y ladridos.
Tenía que reincorporarse a la refriega. Lo suyo no era combatir, pero sus amigos y Zarrin
necesitaban toda la ayuda posible para rechazar a aquellos monstruos. Bestias mordientes, así los
había llamado Zarrin. Un nombre curioso.
Aturdido, Tamlin tropezó con las grandes puertas del establo. Dentro brillaban luces mortecinas,
o quizá centelleaban en su cabeza, ya que se sentía mareado. Un sonido lo detuvo. Era un silbido.
Este provenía de fuera del establo, por lo que el hombre de las montañas, el adiestrador de
perros, estaba allí fuera, con Tamlin. El heredero respiró dificultosamente.
—Eso no es una buena señal. —Y huyó hacia adentro.
Del interior provino un silbido de respuesta.
Rodeado, Tamlin se quedó petrificado en el marco de las puertas, y casi resultó arrollado por un
toro desbocado.

De dentro salió un enorme toro pinto que, entre mugidos de pavor, se llevaba todo por delante
con su maciza cabeza encornada. Un cuerno parecido a una daga casi se le clavó en el esternón. Con
bramidos semejantes a trompetas de guerra, el aterrorizado animal golpeó los portalones de entrada,
que se abrieron de par en par, y tronó al pasar como un elefante. Vacas y ovejas brincaron detrás,
mugían y balaban como si huyeran de un fuego.
Incapaz de entrar, y viéndose en peligro, Tamlin divisó una escalera exterior y corrió hacia ella.
Esperaba que no le siguiera ningún animal, pero con la suerte que tenía, pensó, seguro que treparían
hasta allí simios gigantes o cabras descomunales en busca de un refugio elevado, por lo que lo
echarían escaleras abajo.
Arriba, había una puerta tosca que resultó estar cerrada. Tamlin se preguntó adónde ir a
continuación cuando la puerta se abrió con tal brusquedad que casi lo golpeó en la mandíbula.
Escevar y Vox, sudorosos y ensangrentados, se detuvieron justo antes de hacer que Tamlin cayera
rodando escaleras abajo.
—¡Ojo! ¡Deteneos!
—¡Tened cuidado! ¿Estáis bien?
—¿Qué pasa ahí dentro?
—¡Sí! ¿Dónde está Zarrin?
—¡Ni idea!
Tamlin y Escevar farfullaban atropelladamente mientras Vox señalaba frenéticamente. Abajo, el
ganado todavía seguía saliendo en estampida. Y a continuación, como un río marrón, el grueso de las
jadeantes bestias mordientes salió en tromba por las puertas. Unos silbidos agudos, tres o más,
desgarraron los tímpanos de todo el mundo. La manada se separó, volvió a dividirse y los perros
desaparecieron entre las sombras.
En el súbito silencio que siguió, los hombres cogieron aliento. Tamlin preguntó:
—Vox. ¿Por qué me lanzaste por la ventana?
—¡Aggg! —olfateó Escevar—. ¡Deuce, apesta!
—Gracias, mi querido amigo, por tu amabilidad en detallar mi negligencia en lo que atañe a mi
higiene personal. ¿Vox?
Las manos del veterano mudo hicieron unos gestos en el aire. Y Tamlin interpretó:
—¿Que esas bestias mordientes iban a por mis huesos y los de Zarrin exclusivamente? ¿Y cómo
sabes eso? ¿Que una vez que desaparecí de escena y Zarrin salió precipitadamente, abandonaron el
ataque? Ah, eso explica… nada. No lo pillo.
—Nadie entiende mucho —suspiró Escevar. Apoyó una pierna en un peldaño, pues la herida de
su muslo le provocaba un dolor punzante—. Esos hombres de las montañas deben haber lanzado sus
bestias contra ti y Zarrin. ¿Recuerdas que ella también fue atacada previamente, como nosotros? Esta
era una oportunidad de oro, pues ambos os hallabais en una misma estancia. ¿Por qué quieren
capturaros o asesinaros a los dos…?
Tamlin movió la mano derecha. Aplastada antes por una mesa, se había hinchado de tal modo que
el guante le apretaba como un torniquete.
—¡Vaya, vaya! ¡Qué noche! Hubiéramos debido ir a tomar unas copas en lugar de venir aquí. Oh,
bueno, vayámonos a casa a cambiarnos las ropas… otra vez. Por lo menos, mi padre se sentirá
satisfecho de que haya negociado los aranceles de las puertas antes de que Zarrin desapareciera.

—… actos con la inteligencia de un cordero cabezón, de un cerebro averiado, propios de bizcos


estúpidos, de anonadados, de gente con piedras por cráneos, actos de depravada locura y de absoluta
y sorprendente imbecilidad que antes tuve la desgracia de presenciar y mucho menos de ¡participar
en ellos!
Thamalon Uskevren I tan sólo se estaba calentando, alterado más allá de lo imaginable, caminaba
de un lado a otro ante el fuego de su despacho. Tamlin se contorneaba en una silla de madera de alto
respaldo mientras Vox y Escevar permanecían callados detrás.
—¿Por qué regalar únicamente los aranceles de las puertas? —dijo el patriarca, airado—. ¿Y
por qué no regalar todos nuestros contratos? ¿Por qué no arrebatarme la llave de los cofres de la
familia de mi anciana y paralizada mano y abrir las puertas de par en par de la miserable choza de
nuestra hacienda, y usar ambas manos para esparcir nuestro oro y plata por las calles para que todos
y cada uno de los pordioseros pueda recogerlo a puñados? ¿Qué habré hecho en esta vida para que
los dioses me castiguen con un hijo que tiene adoquines en su cráneo hueco? ¿Por qué los hados no
me enviaron un baboso y farfullador retrasado mental que pudiera tener entrenado, a fuerza de largas
horas de extenuante labor, para que hiciera un trabajo útil como ir a buscar leña o dar de comer a los
cerdos? En lugar de ello, sufro los más punzantes tormentos presenciando cómo esta persona
insignificante con cabeza de melón destruye todo mi trabajo y arroja al viento mi fortuna desde las
más altas torres del Palacio de las Tempestades, nuestra ancestral hacienda, de momento, pues no me
cabe duda de que, cuando llegue la hora de los impuestos, se empobrecerá y quedará relegada a las
alcantarillas debido a la patente ineptitud chapucera de mi hijo…
Hubo mucho más, hasta que el patriarca se quedó sin resuello. Se desplomó en una silla y se
bebió su excelente y añejo Usk. Thamalon Uskevren, el Viejo Búho, se parecía a su hijo. El cabello
se le había vuelto gris, y había envejecido, pero se encorvaba, y los oscuros ojos verdes y las cejas
todavía negras podían dibujar un ceño fruncido capaz de acobardar a un príncipe, por no mencionar a
alguien que despilfarrara su dinero. La estancia reflejaba al hombre: ordenado, con buen gusto,
intelectual, convencional. Sobre la mesa había una cena ligera, un juego de ajedrez con una partida a
medias y un montón de libros abiertos. Era un lugar de solaz callado, lujoso, con aroma a dinero
viejo y a secretos.
Cuando los ecos del acalorado discurso se desvanecieron, Tamlin se aclaró la garganta
suavemente.
—Si no estoy errado, parecéis molesto, padre. ¿Sería posible que, sin la intención de abundar en
un tema desagradable, considerarais oportuno decirme el motivo?
—¿Por qué? —El patriarca lo miró encolerizadamente hasta que Tamlin se sintió como una
ardilla mirando a un lobo. Thamalon mordía cada palabra—: Porque no has obtenido un acuerdo
ventajoso para la familia, hijo. He ahí el porqué.
—Ah. —Tamlin digirió la información, pero concentrarse no era una actividad habitual en él—.
Eh, ¿os importaría explicaros? Aseguró los derechos de paso de la, eh, Puerta Oeste, por la que
entran los granjeros. Ello nos permitirá ingresar bastante dinero.
Thamalon pareció ahogarse en su propia indignación, e ingirió vino como si tragara veneno. Tras
lanzar un inmenso suspiro, repuso:
—Sí. La puerta nos dará un céntimo o dos. Con eso hacen negocios los granjeros, con céntimos.
No tienen mucho que ahorrar, como verás, después de que los recaudadores de impuestos del Hulorn
pasen por las granjas y les cobren los tributos. Todo lo que nuestra familia puede recoger en la
Puerta Oeste es un peaje sobre el ganado: un céntimo por cabeza. En un buen día, podríamos
recaudar unos cien céntimos.
—Ah. —Tamlin fingía reflexionar—. Cien céntimos. Con eso se compraría…
—Mi hijo, el ministro de Hacienda, quien no sabe lo que cuesta nada, se pone a calcular. —El
patriarca chasqueó los dedos—. Con cien céntimos te puedes comprar un par de guantes, Tamlin. No
es mucho, teniendo en cuenta que has perdido doce pares en lo que llevamos de invierno. Tu
presupuesto para la ropa, por cierto, es el triple de lo que gastan los niños más pequeños, pero ya
gritaremos al respecto más tarde. De momento, permíteme que te explique por qué desearía que
Zarrin Foxmantle fuera mi hija y tú, Tamlin Uskevren II, un cortador de pescado perdido en una
tormenta sobre un bote que hace aguas ¡en pleno Lago de los Dragones!
El señor se levantó, como así su voz:
—¡Por supuesto que Zarrin quería quedarse con los aranceles de la Puerta Norte! Pero no porque
la heredad de su familia se halle cerca. ¿Qué tipo de excusa idiota es esa? Todo el tráfico desde
Órdulin, Surkh y Tulmon pasa por la Puerta Norte, y contrariamente a los mulhessenes, que usan la
Puerta Oeste y envían sus impuestos por adelantado, el tráfico del norte está exonerado de estos, lo
cual significa que los aranceles se cobran ¡en las mismas puertas! Es más, la Puerta Norte domina el
puente Elzimmer, lo que implica el pago de impuestos por el tráfico de alimentos y cobro de
aranceles para ¡todos los cargamentos de navíos entrantes! Así que mientras tú te estás en la Puerta
Oeste cobrando moneditas y llenándote de polvo los ojos, mi lamentable cabeza hueca de hijo, ¡los
Foxmantles se llevarán a espuertas todo ese dinero de los aranceles! No puedo creerlo. ¡Cómo has
podido llegar a un acuerdo tan desastroso! ¿Cómo ha podido Zarrin Foxmantle evitar que no le
explotara un vaso sanguíneo por aguantarse la risa? Cuando se extienda la noticia, ¡voy a ser el
hazmerreír de todo Sélgont!
Tras unos instantes de silencio, Tamlin dijo:
—Quizá, adorado padre, si me hubierais explicado todo esto de antemano, hubiera pod…
Tamlin se quedó inmóvil cuando el Viejo Búho plantó su cara a escasos centímetros de su nariz.
Fulminándolo con los ojos, el patriarca susurró en un tono aterradoramente gélido:
—Si-que-te-lo-expliqué. Pero-no-escuchas.
—Oh —dijo Tamlin en un tono agudo—, absolutamente de acuerdo. Sin embargo, era muy
complicado. Con todas esas variaciones… Si esto, entonces aquello, a menos que esto otro, en cuyo
caso lo de más allá. Lo lamento. Si hay algún modo de enderezar el entuerto…
—Lo hay —amenazador, plantado ante Tamlin imponente pese a su estatura media, el patriarca
apuntó con un dedo huesudo hacia la puerta—. Recoge a tu guardia de deshonor y vete. Encuentra a
Zarrin y deshaz ese miserable acuerdo.
—Eh, ¿ahora? —Tamlin simuló un bostezo—. Ha sido una noche muy dura, padre. Por dos veces,
nos han atacado unos perros diabólicos, hemos caído sobre hielo y sido lanzados a través de
ventanas…
—¡Que os vayáis!
Los tres se levantaron y salieron disparados por la puerta. Mientras bajaban las anchas escaleras
de caracol al trote, oyeron que el patriarca arrastraba sonoramente sus suaves zapatillas tras ellos.
Para cuando alcanzaron la puerta, que se mantenía cortésmente abierta por un soñoliento lacayo,
Thamalon aún tenía unas últimas órdenes que dar.
—Vete —le dijo a su hijo—. Fuera de aquí, encuentra a Zarrin y soluciona el desastre que has
acordado. De lo contrario, dejarás de recibir tu asignación, quemaré tus ropas, venderé tus bienes,
despediré a tus criados, borraré tu nombre del registro civil, y ¡te herviré en aceite con guindillas!
Los tres salieron a la fría noche, pero Tamlin miró a través de una rendija de la puerta.
—Eh, padre, sé que no he procedido a vuestra entera satisfacción pero, sólo por curiosidad,
veréis, no habláis en serio en lo que atañe a vuestra última intención ¿verdad? Quiero decir todo eso
del aceite con guindillas y tal.
Lentamente, la puerta se fue cerrando con un chirrido. Tamlin vio que el rostro tenebroso de su
padre se hacía todavía más siniestro. Con la boca apenas entreabierta, el patriarca gruñó:
—Hijo, mucho me temo que sería capaz.
La puerta se cerró con un portazo.
Allí fuera, en los altos peldaños de piedra, en aquella negra noche azotada por un viento invernal,
Tamlin se estuvo mirando la puerta un rato, y luego, Con una amplia sonrisa, aseguró a sus amigos:
—No lo piensa de verdad.
Mordiéndose la lengua, Vox y Escevar descendieron las escaleras con paso cansino.

—Es curioso, estaba convencido de que mi padre se sentiría satisfecho. —Los tres caminaban
abatidos por la calle Sarn, provisionalmente sin techo, si se exceptuaba las dos residencias y los tres
apartamentos para invitados que Tamlin tenía en la ciudad. El heredero siguió divagando—: Debería
estar contento de que lograra el acuerdo tan rápidamente. Cuando me veo obligado a asistir a sus
reuniones de negocios, estas duran horas. Todo ese parloteo sobre dinero… ¡qué lata!
—Si no fuera por esas reuniones de negocios —refunfuñó Escevar, encogido por el frío, y
odiándolo—, dormirías.
—Eso es cierto —admitió Tamlin—. Pero, a pesar de todo, Zarrin se avino de inmediato,
mostrándose de acuerdo en cada cosa que yo proponía. Creí que se derretía por mi encanto.
Vox caminaba detrás, vigilando ambos lados de la calle sin expresar nada por señas. Escevar
renqueaba al lado de Tamlin mientras mascullaba:
—No soy hombre ducho en negocios, Deuce, pero incluso en el regateo de la plaza del mercado
se paga el primer precio propuesto. Estuviste de acuerdo con la propuesta de Zarrin en un abrir y
cerrar de ojos, y a renglón seguido ¡procedisteis a celebrarlo!
—Cierto, cierto. Todavía soy nuevo en este tipo de trabajos. Y por lo que he visto, me parece
mortalmente aburrido. Por cierto, ¿ahora qué hacemos?
—Encontrar a Zarrin, según deseo de tu padre. —La voz de Escevar rezumaba acidez—. En
ocasiones, se hace difícil creer que seas su hijo. En la mayoría de las ocasiones, más bien.
—Encontrar a Zarrin… Uhmm… —La capa de Tamlin le azotaba los hombros mientras la helada
nieve le golpeaba las mejillas. La piel de oso de Vox había comenzado a cubrirse de escarcha.
Escevar maldijo a los dioses de la nieve, del invierno, de las tormentas, y a algunos más—. ¿Dónde
creéis que puede hallarse?
Escevar contó a veinte antes de aporrear la cabeza de Tamlin. El trío fue a buscarla a casa de los
Foxmantle. El vigilante de las puertas no los admitió, pero una criada les confió que Zarrin se había
ido a los corrales hacía ya tiempo y que todavía no había regresado.
—Si Zarrin no se halla en casa —comentó Escevar con soma—, probablemente estará de juerga
en una taberna, los pies bien acomodados cerca del fuego y con un brebaje caliente en las manos,
brindando por ¡haberte engañado!
—De acuerdo —asintió Tamlin, y se giró con tal brusquedad que chocó con Escevar—. Perdona,
viejo amigo. Probemos en algunas tabernas. De todos modos estoy seco. Toda esta negociación le
hace a uno tener más sed que eso de manejar la espada.
Escevar parpadeó para quitarse la nieve de los párpados mientras Tamlin buscaba una puerta
iluminada.
—Eh, ¡estaba bromeando!
De detrás, provino un gruñido de Vox que, más o menos, venía a decir: «La última vez que
vosotros dos manejasteis una espada, hasta las ovejas se aburrieron».
A la calle Sarn se la llamaba más comúnmente la calle del Remojón. Dieciséis tabernas se
alineaban en el lado norte y, a medida que fueron pasando las horas, los tres entraron en cada una de
ellas. En cada taberna, Tamlin saludó a amigos y extraños, pagó rondas, narró historias graciosas,
abrazó a mujeres risueñas y, cuando Escevar se lo recordaba, preguntó si alguien había visto a
Zarrin. A medida que la noche avanzaba y el gasto en las tabernas subía, Tamlin hacía más amigos,
tanteaba a más mujeres, y narraba historias más largas; incluso Escevar se había olvidado de Zarrin.
Obediente, Vox los siguió a cada tugurio, bebió poco y observó en todas partes, mientras golpeaba el
suelo con el pie en señal de desaprobación.
Finalmente, Tamlin y Escevar fueron a parar a El Ciervo Negro, el último local de la calle,
donde se derrumbaron en unos bancos. A diferencia de la mayoría de las tabernas, en las que el
mobiliario era demasiado pesado para tirarlo a la cabeza, y el espacio no tenía obstrucciones a la
vista para que los posaderos pudieran observar todo cuanto pasaba, El Ciervo Negro tenía sus
reservados de altas paredes, oscuros rincones e iluminación atenuada, lo que lo convertía en el lugar
de encuentro favorito para proxenetas, deudores, compradores de mercancías robadas, boticarios
expertos en venenos, esclavistas, contrabandistas, ladrones y otras joyas de la vida marginal. Con
todo, frecuentar un lugar tan peligroso como aquel hacía que los visitantes creyeran que vivían una
aventura, de tal manera que todos los jóvenes dandis, petimetres y disolutos se congregaban allí.
Obviamente, muchos eran amigos de Tamlin, o cuando menos se mostraban cordiales. Apenas se
había desplomado en un asiento el heredero de los Uskevren que ya pidió una ronda de cerveza negra
del local para sus mejores amigos, a algunos de los cuales incluso podía llamarles por su nombre.
—Este es un buen lugar para preguntar por lo que sea que estemos buscando —balbuceó Tamlin
—. El Ciervo Negro es célebre por sus riñas y por sus extraños parroquianos. El mejor lugar para
las peores cosas. ¿Qué? ¡Posadero! ¿Dónde está esa cerveza?
—Quizá debieras reducir tu ritmo de gasto, Deuce. Incluso tu asignación tiene un límite.
Con gesto de cansancio, Escevar, quien siempre manejaba el dinero, levantó la bolsa. Unas
monedas de plata y cobre cayeron con ruido seco por toda la mesa y el suelo. Los ebrios
parroquianos aplaudieron y vitorearon. Escevar se inclinó para recoger las monedas y se cayó del
banco, en medio de más vítores. Algunos ayudaron a recoger las monedas, mientras otros se las
metían en los bolsillos. Mareado, Escevar contaba, y cada vez obtenía una cantidad distinta.
—No te preocupes, Escevar. ¡Tengo crédito! —Tamlin pidió más cerveza, aunque ni siquiera
había probado la primera jarra. Mientras bebía y derramaba el líquido sobre su jubón, Tamlin trataba
de centrarse en Vox, quien hacía un gesto de lado a lado de su garganta—. ¿Corte? ¿Garganta?
¿Cómo? ¿Hay un degollador detrás de mí? Oh, ¡corte! ¿Quieres decir que mi padre me cortará la
asignación? Oh, no creo que quieras decir eso. ¡Eh!, ¿adónde se va la gente?
Cuando se oyeron aquellas fulminantes palabras, «cortar mi asignación», los nuevos amigos del
heredero se desvanecieron en busca de otras perspectivas. En cuestión de segundos, Tamlin, Escevar
y Vox se quedaron sin compañía. Nadie en la taberna, ni siquiera los paleadores de estiércol y los
ladrones de tumbas se sentarían más a su mesa.
—¡El Diablo los confunda! —Tamlin dio un trago a su cerveza y eructó—— Perdón. Quería
preguntarles a esos tipos algo, pero no puedo acordarme qué. Asignación… ¡Oh! ¡Eh! ¿Alguien ha
visto a Zarrin’Foxmantle? Es rubia, más o menos así de alta… ¡Ay! —Al agitar un brazo, Tamlin
estuvo a punto de caer del banco, con lo que olvidó lo que había preguntado. Escevar roncaba de
bruces en el banco de enfrente. Vox escuchaba a un par de hermanas cantantes. Crecientemente
melancólico debido al rechazo de sus amigos, Tamlin ingería enfurruñado largos tragos de cerveza,
mientras las dos chicas cantaban bien alto y dulcemente:

Os prohíbo a todas, doncellas,


vosotras, con oro en vuestro cabello,
que vayáis al Salón de Stillstone,
pues el joven Tam Lin allí está.

Las orejas de Tamlin se alzaron. La canción era Tam Lin, una tonada tan vieja como las
montañas, sobre alguien que se llamaba como él. Siguió las palabras, que a menudo había oído pero
en las que nunca había reparado. Tam Lin, el apuesto caballero, caído de su corcel en un accidente
de caza, fue capturado por la reina de las hadas y esclavizado. Se le obligó a servir en su corte de la
medianoche, que únicamente se unía a este mundo bajo la luna llena, y luego se le cebó para ser
sacrificado a un dios de manos ensangrentadas. Hasta que la doncella Lyndelle, con más valentía que
la mayoría, entró en el sagrado salón para encontrar al etéreo Tam Lin. Su única esperanza de
libertad, le comunicó a la doncella, era que ella alcanzara a agarrarlo mientras caía de un caballo. Y
de este modo lo dispusieron: en una noche infernal, Lyndelle dio un gran asalto para agarrar a su
nuevo amor. Y así Tam Lin quedaba libre, la joven pareja se unía y la canción terminaba.
—Sin embargo, el mal siempre está a la vuelta de la esquina. ¿Y si la doncella lo perdió? La
buena suerte y los años felices no duran…
Mientras mascullaba para sí, Tamlin temblaba. Filtrada a través del tamiz brumoso del alcohol,
la siniestra canción seguía resonando en su cerebro igual que un canto fúnebre. Maldiciones
fantásticas, un joven señor atrapado por la mala suerte y el destino, una fantasmal vida sin vida, y una
sentencia a morir sacrificado; y él mismo, Tamlin, un joven señor, desterrado de su propia casa. ¿Era
su única esperanza que lo rescatara una doncella inocente? Nadie en Sélgont era inocente…
—¿Señor Uskevren?
Tamlin dio un salto al oír su nombre. Sacó la nariz de una gran jarra para ver a una joven delgada
y pálida como un elfo. Debajo de una capa harapienta, una manta más bien, tan sólo vestía un
guardapolvo con manchas de pintura y unos desgastados zuecos en los pies. Bajo el brazo, llevaba un
abultado haz de pergaminos atados con una cinta descolorida. Sus ojos estaban enrojecidos por el
frío, o acaso el llanto.
Agarrotado por la superstición, Tamlin balbuceó:
—Eh, sí, soy el señor Uskevren, o algún día lo seré, si mi padre se muere alguna vez y yo no,
quizá… a menos que realmente cumpla su amenaza, que podría, pero que dudo, o espero… Uhmm,
¿por dónde iba?
—Mi señor… —La chica se lamió unos labios agrietados y prosiguió—: Me preguntaba, señor,
si os agradaría que os hiciera vuestro retrato. Me llamo Symbaline…
—¡Symbaline! —la interrumpió Tamlin—. ¡Como la chica de la canción! ¡Otro augurio! Oh, no,
un momento, su nombre era Lyndelle…
—¿S…Señor? —La chica no había oído la canción, por lo que continuó—: Soy una de las
mejores artistas de la ciudad. Os puedo mostrar ejemplos. Los nobles más perspicaces convienen que
son extraordinarios. Cada señor y señora debería tener su retrato, y además, dado que sois tan
elegante y apuesto…
—No, no, no. No, muchas gracias. —Tamlin tragó cerveza para calmar sus nervios—. No
necesito un retrato. Nadie quiere que mi rostro cuelgue de una pared, aunque mi padre bien querría
ver mi cadáver pendiendo de un farol. No puedo creerme que me haya tirado igual que si fuera
basura…
Dejó de hablar porque la joven se puso a llorar. Trato de reprimir su pena, pero las lágrimas
caían por sus pálidas mejillas. Estremecida, no podía detener los sollozos. Confundido, Tamlin la
miraba con cara de estúpido. Incluso Vox, quien tenía por costumbre mirar hacia otro lugar,
observaba.
Un posadero apareció a toda prisa junto a la mesa. De su muñeca colgaba una porra sujeta por
una correa. Agarró el brazo sumamente delgado de la chica.
—Aquí estás, basurilla, ¡no acoses a los clientes! Lo siento, señor, echaré a esta impertinente…
—¡No! —Tamlin sacudió la cabeza en un esfuerzo inútil por aclararse la mente—. ¡Hay
demasiada gente ahí fuera, en la fría noche! Estamos… negociando. Sentadla aquí. Chica, siéntate.
Symbaline se sentó lentamente, como si se quebrara. El estómago le rugió. Tamlin arrugó el
entrecejo.
—¿Qué ha sido eso?
Echando chispas por los ojos, Vox tiró al suelo la jarra de Tamlin de un leve golpe. Chasqueó los
dedos y con gestos pidió comida al posadero, la suficiente para cubrir toda la mesa. Rápidamente,
una camarera dejó sobre ella una bandeja con empanadas de venado, huevos en vinagre, pechugas de
pato, pedazos de sandía, pan blanco y negro, mantequilla, queso verde y blanco, higos, pasas y una
paletilla fría de cerdo. Con brusquedad, Vox señaló a la huesuda joven, quien atacó la comida con
inusitada fiereza.
—Oh, está hambrienta. —Tamlin miró sus prendas harapientas—. También ella es pobre.
Una mano de Vox sujetó la cabeza de Tamlin, aunque el indigno señor apenas la sintió. El
maestro de armas frunció el ceño, luego se abofeteó el rostro y se pasó los dedos por las mejillas.
—Mi padre. Su cara. Pintada. —Tamlin se esforzaba en pensar—. No, a él no le gustaría eso.
Madre se pinta la cara, pero a las mujeres les gusta… —Tras esquivar otro golpe, se le aclaró la
cabeza a Tamlin—. Oh, sí. ¡Lo veo! Chica, ¿cuál es tu nombre? ¿Symbaline? Déjame ver tu obra, si
eres tan amable.
La artista tragaba con una mano, y con la otra deshacía la cinta. Tamlin examinó los retratos de
caballeros y damas de Sélgont, y luego, unos paisajes a acuarela.
—Encantador, intenso. Lleno de… colores y cosas. Pues sí, te contrataré para que pintes el
retrato de mi padre. Ya ha llovido lo suyo desde que se hizo un retrato, y no vivirá para siempre, si
tengo suerte. Se lo daré como regalo para el Año Nuevo, si es que me deja entrar por la puerta. Y
pintaremos otro para mi madre con ocasión del festival de la luna. Y para Tazi, si logramos quitarle
de un manotazo esa sorna de su cara. Y también para Tal. Colgaremos su retrato en la puerta para
espantar a los ladrones… al
—¡Gracias, mi señor, gracias! —Symbaline se limpió la boca con una servilleta y sollozó de
nuevo—. Lamento llorar, mi señor, pero este invierno está siendo muy duro. Tenía el encargo de
pintar al señor y a la señora Soargyl, y estuve haciendo bocetos durante días tratando de hallar una
postura que fuera de su agrado, pero el señor Soargyl cambió de idea y me echó a empujones por la
puerta; se me pagó un céntimo por todo mi duro trabajo…
—No te apures, querida. Nosotros no somos esos lamentables Soargyl. Los Uskevren siempre
cumplen con su palabra. Pase lo que pase. Te instalaremos en la casa principal como pintora de
cámara. Podrás dormir allá también. Nuestras estancias para invitados podrían albergar un ejército.
Y podrás comer en la cocina, si es que el presupuesto lo permite, teniendo en cuenta el modo en que
devoras.
—Oh, ¡mil gracias, mi señor! —dijo la chica mientras tragaba saliva—. ¡Puedo pintar más que
simples retratos! Me encanta pintar paisajes y marinas…
—¡Ah! Eso es admirable, supongo. Puedes decorar el salón principal con un mural. Necesita algo
de color ese sombrío lugar de mala muerte. O te enviaremos a lo alto de la torre norte para pintar un
paisaje del puerto, y luego de las colinas del oeste…
—Señor, sois tan amable… —Symbaline se esforzaba por contener las lágrimas—. Todos dicen
que sois el señor más considerado y generoso de Sélgont, y compruebo que así es. Ese es el motivo
por el que me acerqué a vos. Erais mi última oportunidad. Habéis salvado mi vida. No tengo lugar
donde pasar la noche ni esperanza alguna para el futuro…
—No sigas, querida, no hay necesidad de esto. Así rescato a una inocente doncella, y no al revés,
y olvido algunas malas bestias de lo más agoreras que merodean alrededor. —Aquello confundió a la
chica, por lo que Tamlin cubrió su fría mano con una gentileza asombrosa—. De todos modos, no he
sido yo quien ha pensado en ello, sino Vox, aquí al lado. Tiene todo el aspecto de comerse a los
niños crudos, pero en realidad es el mejor compañero que uno podría desear. Con Vox a mi lado, no
temo aventurarme en cualquier parte de Sélgont. Es el luchador más diestro ¡en todo el mar de las
Estrellas Fugaces!
Tamlin fue a alzar su jarra, pero entonces recordó que su guardaespaldas lo había reprendido,
conminándole a que refrenara el gasto.
—¡Ah! Vox ¿No puedo beber una pequeña gota de algo sólo para brindar a tu salud? Te lo
agradecería mucho…
Por toda respuesta, el maestro de armas le ofreció inocentemente un huevo y una pechuga de pato
fría.
Al bobalicón noble se le revolvió el estómago y su rostro empalideció.
—Perdonadme un momento. —Tambaleándose, Tamlin se fue hacia la puerta.
Por fin, regresó a la mesa dando tumbos mientras se enjuagaba la boca. Symbaline continuaba
dando cuenta de la comida igual que un ejército de orcos.
—Mi señor, odio tener que suplicarlo pero necesito unas pocas monedas para comprar pinturas y
lienzos…
—Nada más fácil. —Tamlin frunció el ceño ante la imagen de Escevar plácidamente dormido
sobre el banco. Agarró una de las botas de su sirviente y la giró, lo que provocó la caída al sucio
suelo del guardaespaldas—. Escevar, ¡dale algunas monedas!
Escevar se levantó y regresó arrastrándose a la mesa.
—Os dije que estamos en banca rota. Todo esto es a crédito.
Con un suspiro de enojo, Vox llevó la mano hacia su camisa y extrajo una bolsa de piel, para acto
seguido echar unas monedas de plata sobre la mesa. De esas, Tamlin deslizó unas hacia Symbaline,
pero apartó siete para la buena suerte.
La esbelta mano de Escevar dio un manotazo sobre el dinero. Tamlin objetó:
—¡No es momento de ser avaro!
—¡No es eso, mira! —Quitándose el sueño de encima, Escevar era todo concentración. Sostenía
una gran moneda de plata desgastada y reluciente, en la que había extraños sellos. La pieza era
redonda pero agujereada en el centro con un triángulo—. Nunca antes había visto monedas
perforadas en triángulo. Y aquí hay, umh, dieciséis. ¿Dónde las obtuviste, Vox?
Vox imitó un silbido, y luego la acción de cortar una garganta.
Tamlin tradujo:
—La bolsa del silbador muerto, ¡el adiestrador de las bestias mordientes!
—Escuchadme —Escevar arrugó la frente—, si los hombres de las montañas han traído esas
monedas de su país… y las han empleado en tabernas o almacenes… donde quiera que encontremos
un puñado de ese dinero, puede que ¡demos con la guarida de esos hombres por los alrededores!
—¿Qué motivo hay para encontrar a los hombres de las montañas? —preguntó Tamlin—.
Trataron de asesinarnos. ¿No deberíamos evitarles?
—No trates de pensar cuando has vomitado, Deuce —disparó Escevar—. No es que queramos a
esos hombres, pero trataron de raptarte o asesinarte, a ti y a Zarrin. Quizá sepan dónde se halla ella.
Los perros adiestrados, o las bestias mordientes, pueden encontrar a la gente husmeando, ¿no es así?
Aturdido, perplejo, Tamlin respondió:
—¿Te estás inventando todo esto para impresionar a la chica?
—¿Qué chica? —preguntó Escevar—. Oh, ella. ¡No! ¿Quieres pensar por un momento, por el
amor de Selúne? Todo cuanto has hecho esta noche se reduce a despilfarrar dinero y lograr que nos
echen de casa… —Vox dobló el cuerpo e imitó la acción de vomitar—… y vomitar en la calle —
añadió Escevar—. Vamos, lo que caracteriza a los héroes.
—Oh, ¿sí? Yo… yo… —Indignado pero embotado, Tamlin se calló.
De pronto, Symbaline dijo:
—Se cómo podríais encontrar más monedas.
—Ah ¿sí? —preguntaron ambos hombres—. ¿Cómo?
—Mediante la magia.

—¡Eh! ¡Señor Tamlin! Una palabra con vos, ¡si tenéis a bien!
—¡Por las tripas del Olimpo! —gruñó Escevar—. ¿Por qué no hay nadie que se decida a
destripar a esa sanguijuela?
Una vez se detuvieron en aquella calle barrida por un viento invernal, Tamlin, Escevar y Vox
buscaron la procedencia de la voz. Venía de arriba. La Focha Azul era una taberna de tres pisos
hecha de piedra y madera. En la fachada había balcones dispuestos escalonadamente que se
inclinaban de manera alarmante sobre la calle. En verano, los profesionales de la prostitución,
hombres o mujeres, se apoyaban en las barandillas para atraer, desde lo alto, a los clientes
potenciales. Pero en invierno, los balcones quedaban cubiertos de hielo. Padrig el Palmas estaba
recostado en un balcón del segundo piso, enfundado en su abrigo de piel y con un sombrero de ala
ancha. En el anterior encuentro, había mostrado una sonrisa aduladora, pero en aquel momento su
sonrisa era como la de un zorro. Al lado de Padrig había un joven desabrido y un viejo, ambos
parecían perfectamente capaces de cortar la garganta de un inválido por un céntimo. Los balcones del
tercer piso estaban a oscuras y desocupados.
—¡Amo Tamlin! Vuestro plan avanza ¡a gran velocidad! —Padrig hizo una reverencia teatral—.
Dentro de poco, ¡os sentaréis en la más alta silla del Palacio de las Tempestades!
—¿Qué? —Abajo, en la calle, Tamlin se echó hacia atrás y casi se dio de bruces en el suelo,
pues el alcohol todavía hacía mella en él—. ¿M… Me he perdido algo, Padrig? ¿Qué farfullas?
—Vuestras treinta monedas, señor, ¡se han invertido a tiempo! Toda la ciudad sabe que se os ha
retirado la asignación. Ratigan el Verde elabora veneno, y habéis contratado los servicios de una
pintora retratista con miras a acercaros a vuestro padre. No podéis entrar en el Palacio de las
Tempestades, ¡pero ella sí! De tal modo que mientras pasáis la noche en el callejón de la Linterna,
vuestros servidores ¡harán vuestro trabajo sucio!
Detrás de Tamlin, Vox apartó su capa para tener a mano el hacha. El maestro de combate apuntó
hacia las puertas de La Focha Azul y por señas insinuó la posibilidad de hacerla pedazos. Tamlin lo
refrenó, y preguntó a ambos compañeros:
—¿De qué va todo esto? ¿Quién es Ratigan? ¿Cómo es que Padrig sabe lo de la chica? ¡Creí que
era inocente! ¿Y mi residencia en el callejón de la Linterna? ¡Esperad! Si la chica es parte de algún
complot de los Soargyl…
—¡Detente, Deuce! ¡Es una encerrona! —Escevar escupió—. Se trata de otra de sus estafas. Teje
una tela de araña a partir de las habladurías. ¡Te está incriminando en un intento de asesinar a tu
padre!
—¿Hay alguien que planee asesinar a mi padre? —Tamlin abrió la boca horrorizado, y deseó con
toda su alma no estar ebrio—. Lo que quiero decir es que se ha intentando anteriormente, ¡pero no
estoy implicado! ¿Qué pensará mi padre?
—¡Creerá que organizasteis el complot! —A salvo, en las alturas, Padrig reía—. Tengo testigos
¡y un recibo por treinta monedas de plata! Ese dinero comprará suficientes asesinos… digo…
Súbitamente, Vox, quien estaba mirando arriba, tiró de Tamlin hacia atrás al tiempo que Escevar
gritaba:
—¡Muévete!
En el balcón del segundo piso, Padrig miró atónito hacia arriba, gimoteó y se metió en la taberna,
al igual que el matón veterano. El joven se demoró demasiado tiempo. Una enorme cómoda cayó en
picado, precipitada desde uno de los balcones del tercer piso, y fue a chocar en el balcón del
segundo para hacerse añicos. El joven rufián quedó reducido a pulpa y el balcón se desgajó del
edificio. Madera, roble, hielo y un cuerpo aplastado se estrellaron en la calle.
Tamlin y sus guardaespaldas se asomaron a observar desde el portal de enfrente. Los clientes de
La Focha Azul salieron en tropel para mirar bobaliconamente los sangrientos escombros. Arriba,
Padrig ya no estaba. Pero en el balcón del tercer piso…
—¡Tamlin, nos debéis una! —Con una sonrisa de oreja a oreja, Garth Gumble, llamado la
Serpiente de Sélgont, debido a su escamosa túnica verde, y Flame, siempre de rojo, saludaban desde
el tercer balcón. Aquellos notorios elementos del mundo más turbio de Sélgont habían compartido
una o dos jarras con Tamlin en el pasado. Garth añadió—: ¡No os preocupéis por Padrig! ¡Quién
sabe! Por cierto, ¿cuánto pagaríais por su cabeza, o por cualquier otra parte de su cuerpo?
—Hum… Ya he visto demasiado esta noche. —Tamlin medía las palabras—. Eh, eso no será
necesario. Pero gracias, ¡Garth, Flame! Os debo un… algo.
Con reverencias burlonas, el par entró en el oscuro tercer piso; desaparecieron igual que los
espíritus con el alba.
Los acontecimientos iban demasiado rápido para que Tamlin los asimilara, pero al menos se le
había despejado la mente. Mientras contemplaba el balcón hecho pedazos por la calle, se dijo:
—Me pregunto quién es el que ha resultado aplastado.
—Una cucaracha, si andaba con Padrig. —Arrebujado en su capa, Escevar señaló calle arriba—.
Vamos. Hemos de ir al gremio de los magos. Se van a la cama al alba, como los vampiros.

—¿Tenéis unas monedas extrañas y queréis hallar más?


—Así es, supongo —respondió Tamlin, todavía confundido con los detalles. Vox le dio un
codazo en el riñón, y el noble Uskevren dijo—: Sí, es eso exactamente. Si tenéis la merced.
Helara era una mujer de una altura extraordinaria con una rubia melena que atusaba
repetidamente, como si presumiera de ella. Ceñía su vestido de color carmesí con una triple cadena
dorada de la que pendían amuletos de todos los tamaños y formas. El gremio de los magos era un
caserón laberíntico encajonado en el sudeste de Sélgont. Los pisos superiores dominaban la muralla
de la ciudad y el mar. El sombrío salón estaba adornado con un mobiliario de formas extrañas y
bagatelas brillantes; olía a sustancias químicas, cenizas e incienso. Una niña de diez años esperaba a
un lado para lo que le mandaran mientras se esforzaba para no bostezar.
—Ojalá algún día nos pidan algo realmente difícil… —soltó Helara.
Hablaba rápido aunque con indolencia, pues era tan dada a los ardides como Padrig el Palmas,
con la excepción de que los de ella tenían éxito habitualmente.
—Este es un sortilegio demasiado sencillo. Los iguales se atraen, ya se trate de dinero o amor.
Los enanos que buscan oro en las montañas saben que la aguja de plata de una brújula siempre apunta
hacia la plata, más o menos.
—Así lo ha dicho Symbaline —explicó Tamlin—, aunque no comprendo cómo es que una artista
sabe de magia. ¿Podéis hacer el conjuro esta noche? Necesitamos encontrar a esos hombres de las
montañas.
—¿Y? —preguntó Helara oportunamente—. ¿Qué haréis cuando los encontréis?
—¿Eh? —Tamlin parpadeó. Aquella atmósfera cargada de humo, debido a la mala ventilación, lo
estaba marcando. Además, el salón del gremio permanecía silencioso como una biblioteca. Los
magos acostumbraban a ser ruidosos, pero puede que en su casa fueran discretos—. Me sería difícil
decíroslo…
—Cuando encontremos a los hombres de las montañas —intervino Escevar—, y siempre que
podamos esquivar a sus sanguinarios perros, quizá podamos saber el motivo por el que tratan de
atrapar a mi señor, y si han visto a Zarrin.
—¿Zarrin Foxmantle? —La maga enarcó las cejas—. ¿Ha desaparecido?
Vox le dio un codazo a Tamlin para que no respondiera. Escevar contestó con evasivas:
—No la hemos visto últimamente, pero Sélgont es una ciudad muy grande. Esos hombres de las
montañas y sus perros son muy peligrosos. ¿Podéis hallarlos?
—¿Podéis pagar? —repuso Helara—. Corre por las calles que se le ha retirado a Tamlin la
asignación.
—Ese rumor se está extendiendo como la pólvora —se quejó Tamlin—. ¿Es que nadie tiene nada
mejor que hacer que chismorrear sobre mi dinero?
—Podemos pagaros más tarde —dijo Escevar—. Haced un pagaré y él lo firmará.
Con sus labios pintados de carmín, Helara hizo pucheros, pero se avino.
—Dadme esas extrañas monedas.
»Llama a Magdon —ordenó a la niña—. Y despierta a Ofelia. Puede que la necesitemos.
Los tres hombres parpadearon cuando llegaron las dos mujeres solicitadas. Eran mellizas. Ambas
tenían el cabello y la piel blancos, y los ojos de color rosa. También eran achaparradas; de hecho,
parecían unas granjeras capaces de pelearse con un buey. Como los hombres se quedaron mirándolas
como unos estúpidos, Magdon habló:
—No, no estamos maldecidas, sólo somos albinas. ¿Qué se os ofrece?
La túnica azul de Magdon estaba ceñida con un cinturón negro, y sus huesudos dedos estaban
manchados de extraños colores. La túnica amarilla de Ofelia carecía de cinturón y estaba bordada
con llamas en los dobladillos y mangas. Ofelia bostezó y se sentó en un banco, tras lo que se rascó el
cabello. Helara le pasó a Magdon las monedas de plata con el orificio en forma de triángulo y
algunas instrucciones, y abandonó el salón. Magdon dijo a los hombres que aguardaran y se fue tras
Helara. Ofelia bostezaba y se rascaba. Cuando Tamlin le preguntó cuáles eran sus poderes, la mujer
le respondió:
—Tengo talentos ocultos.
Sin nada que ver ni hacer, los invitados se desplomaron en unos largos bancos de madera.
Escevar llamó a la niña que estaba plantada allí. Le dio una moneda y un mensaje para Cale, el
mayordomo del Palacio de la Tempestades, y le hizo hincapié en que no había que molestar al señor
Uskevren. En menos de una hora, llegaron tres hombres corpulentos con el uniforme de los Uskevren.
Los tres, integrantes de la guardia de los Uskevren, se presentaron con unas lanzas tan altas que no
las pudieron mantener erguidas en el salón.
Magdon regresó. En su mano llevaba un objeto ruidoso. Las dieciséis monedas de plata se habían
enhebrado en una cadena, también de plata, entre un abalorio negro, un cráneo de búho, una concha,
tres plumas azules, un pedazo de corcho, una piedra gris y otras cosas. En un extremo pendía una fina
lámina dorada que temblaba sin necesidad de la más mínima brisa. El objeto tenía toda la apariencia
de esas campanillas de viento que se ponen a la entrada de las casas y que tanto gustan a los niños.
—¿Qué es eso? —preguntó Escevar.
—Una brújula. —Magdon alzó la cadena y sopló en la fina lámina dorada. Mientras esta
oscilaba, comenzaron a brotar chispas azules por toda la cadena. De modo gradual, la lámina dorada
se estabilizó y apuntó fijamente—. Pero esta brújula no señala al norte, señala las monedas con el
triángulo.
—Ah, ¿sí? —Renovado por el sueñecito que se había echado, Tamlin alargó la mano para tocar
aquello, pero Magdon lo apartó de él.
—La magia es frágil como la tela de una araña. Yo lo sostendré.
—¿Vais a venir con nosotros?
—Vamos a ir todos. Los legos necesitan orientación. —Helara entró en la estancia como si fuera
una reina que desfilara. Una túnica roja tan larga que barría el suelo, ribeteada con piel de tigre,
resaltaba su leonina melena. Magdon y Ofelia lucían sencillas capas grises con capuchas que
prácticamente les cubrían toda la cabeza. Escevar movió la suya al verlas. En Sembia, a las
campesinas que iban a servir en la ciudad se les daba aquel tipo de capas antes de su partida. No
cabía duda de que se descubrió el talento de las chicas en algún pueblo y fueron enviadas al gremio
de magos. Escevar creía que Magdon era «una maga de artefactos», pero no dejaba de preguntarse
cuáles eran los «talentos ocultos» de Ofelia, y acerca de aquel bordado con llamas.
Mientras se enfrentaban a un duro viento invernal, un punto marino, los tres amigos, las tres
mujeres y los tres miembros de la guardia de los Uskevren constataron que el artefacto de Magdon,
aquella mezcla de brújula y campanilla de viento, tintineaba en todas direcciones. Las tres magas,
con ayuda de las capas, protegieron aquel frágil objeto. Finalmente, el aparato apuntó hacia la calle
Rampart y luego a la calle Rose.
Azotados por el viento invernal, caminaban, se apiñaban, esperaban y seguían adelante.
Lentamente, les aseguraron las mujeres, la brújula los conducía hacia un tesoro de monedas con el
triángulo. Los tres amigos no estaban tan seguros, y Escevar dio a entender que no iban a pagar si la
brújula mágica erraba su rastreo.
De tanto en tanto, divisaban a conocidos de la noche que, huyendo del frío, corrían a toda prisa
de taberna en taberna. En la calle Ironmonger, se le pegó a Tamlin una mujer pequeña y ágil. El joven
Uskevren se había entretenido con Iris una o dos ocasiones, y sonrió cuando se arrimó a él. Iris era
muy delgada, vestía únicamente una chaqueta y unos pantalones de piel de conejo. Y se abrió la
chaqueta para demostrar que no llevaba nada debajo.
—Estás preciosa, querida, incluso con piel de gallina. Tenemos prisa, pero pasaré a verte más
tarde. Espero. —Mientras avanzaba dificultosamente, Tamlin dijo—: Por algún motivo, Iris me
recuerda a Longjaw. ¿Por dónde debe andar ahora?
—No la he visto desde las Guerras Sahuagin —intervino Escevar—. Pero los piratas y los
contrabandistas no viven mucho, ni siquiera en tiempos de paz. ¿Cómo se llamaba aquella artista? Se
ha pegado un buen festín a tu salud.
Los dos jóvenes empezaron a especular acerca de varias mujeres que conocían, olvidándose de
las mellizas albinas y de la leonina Helana, quien sorbía la nariz, no se sabe si por indignación o por
el viento invernal.
El quejumbroso viento aminoró a la sombra del Jardín de Caza del Hulorn. En una peña no
demasiado alta colgaba el palacio del Hulorn igual que una aljaba de flechas erguidas, y a sus pies
corría un alto muro de piedra que delimitaba un bosque de caza de unas cinco hectáreas. Nadie sabía
si ahí dentro merodeaba algún animal y si realmente el Hulorn los cazaba. Hacía mucho tiempo que
nadie había visto al antiguo gobernador, y circulaban las extrañas historias habituales. La calle de la
Caza se extendía a lo largo de todo el muro; estaba iluminada por globos incandescentes para
desanimar a los cazadores furtivos. En los alrededores, se alzaban casas estrafalarias, incluso para
los patrones delos selgontinos. Los edificios lucían torres mal pareadas, pasajes abovedados,
escalinatas curvas, jardines cercados por arbustos, torretas, chimeneas tricolor, frontis falsos y otros
trucos esnobs y ridículos.
—¡Aquí está! —Helara apuntaba a una casa de dos pisos hecha de ladrillo y madera tras un
muro. El edificio estaba rodeado por un jardín. La maga vestida de rojo y las albinas protegieron la
brújula mágica. Mirando por encima de sus hombros con la ayuda de los globos incandescentes, los
hombres vieron que la fina lámina dorada apuntaba firmemente hacia la casa—. Es el único lugar de
la ciudad donde esas monedas con el triángulo pueden estar.
—¡Magnífico! —Tamlin se quedó mirando la casa en sombras—. Humm. ¿Y ahora qué?
Nadie respondió.
—A lo mejor, si le decimos a la guardia del Hulorn que el propietario de esa casa… puede que
sepa algo de unos hombres de las montañas con perros con alas… No, mejor que no —dijo
finalmente Escevar.
—¿Y por qué no llamar a la puerta y esperar a ver quién responde? —propuso la escultural
Helara mientras temblaba y se sorbía la nariz.
A falta de un plan mejor, los nueve avanzaron, atravesaron un pasaje abovedado y fueron a parar
ante unas puertas de hierro ornamentadas que estaban cerradas. Vox utilizó su hacha y las puertas se
abrieron. Sin mediar palabra, los nueve ascendieron hasta el porche de la silenciosa mansión. Los
postigos de las ventanas tenían fieltro en los bordes para evitar que desde el exterior se percibiera
luz o sonido. La puerta principal era roja y tenía un simple pestillo de hierro. Sin signo de vida
alguno, los nueve comenzaron a sentirse estúpidos, igual que unos niños pillados mirando unas
enaguas. Todos miraron a Helara.
—De acuerdo, voy a llamar. Pero si nadie… —La maga soltó un alarido.
Un solo golpe provocó una ducha de chispas que crepitaron por toda la puerta. Catapultada hacia
atrás, Helara casi se cae del porche, de no ser por Vox, que la sujetó. El rojo de la puerta quedó
afeado por una mancha entre negra y ahumada. Helara emitió un silbido y vio que tenía ampollas en
las manos y que las mangas de su elegante traje se habían quemado más allá de las muñecas.
—¡Bastardos! —exclamó—. ¡Ya os enseñaré!
Sus compañeros retrocedieron expectantes mientras Helara se escupía en las palmas de las
manos y pronunciaba en voz baja un sortilegio como si lanzara una maldición. La maga afianzó los
pies y apoyó las manos en la puerta. Brotaron destellos de luz amarilla que iluminaron el porche,
encresparon el cabello de Helara e hicieron que su vestido humeara. Imponiéndose al chisporroteo,
la maga gritó con voz grave:
—¡Ras-pal sky-y! ¡Ras-pantle a-too! ¡Ras-pah sen ma-nan-tal!
O bien su hechizo surtió efecto, o su poder se mezcló con los embrujos de la puerta, o la suma de
ambos factores se duplicaron o triplicaron, no se sabe, pero el hecho fue que Helara obtuvo
resultados.
La puerta y la mayor parte del muro frontal explotaron.
Salieron disparados en todas direcciones ladrillos rotos y pedazos de madera como si se tratara
de proyectiles. Únicamente el escudo personal de Helara, el primer sortilegio que susurró, evitó que
Tamlin y el resto de sus compañeros resultaran muertos por la acción de los fragmentos que volaban,
pues aquella mortal lluvia no atravesaba la burbuja invisible que protegía a la maga. Hubo pedazos
del muro que cayeron hacia dentro de la casa y en el porche, aunque nadie vio mucho debido al
polvo, el humo y los escombros, Partes del segundo piso se vinieron abajo, y una esquina de la casa
se derrumbó, Todos gritaron cuando el porche cedió, y patinaron pendiente abajo. Aterrizaron y se
movieron a ciegas entre los pedazos de una pared de ladrillo cuyo polvo les enturbió más la visión y
les hizo toser y ahogarse.
Tamlin y las albinas se vieron atrapados en una estrecha cueva formada por los cascotes. Vox
logró ponerse derecho y tiró de ellos hasta sacarlos. Dos hombres de armas de los Uskevren se
cayeron entre unos matorrales, pero lograron ponerse en pie. Helara pateaba, maldecía y se
desgarraba la túnica roja en los clavos de hierro que sobresalían del umbral de la puerta, a la cual le
faltaba ahora un buen pedazo.
Por encima del fragor y los quejidos, Escevar impuso su voz:
—¿Hay alguien en la casa?
El vestíbulo y la escalinata estaban cubiertos de trozos de madera, polvo de yeso, fragmentos de
mortero y tejas rotas. En el suelo había agujeros que parecían abrirse a un vacío de lo más negro. Un
hombre de piel oscura y barba negra, vestido con una túnica verde, había descendido por las
escaleras sigilosamente para entrever al enemigo. Sorprendido por la destrucción, permaneció allí
demasiado tiempo.
Con la ayuda de Vox, Helara puso un pie en el suelo cubierto de escombros. La maga echó hacia
atrás su roja, y entonces vio al hombre de la túnica verde.
—¿Ratigan? ¡Ladrón de pacotilla con la destreza de un imbécil! ¡Palurdo con ojos de serpiente!
Te advertí que no reptaras de vuelta a mi ciudad ¡nunca más!
Helara pronunció a gritos una maldición arcana al tiempo que cruzaba los brazos. Atrapado en
las escaleras, Ratigan se tambaleó cuando una granizada de carámbanos fue a hacerse pedazos contra
su escudo personal al tiempo que acuchillaba las paredes, desgarraba los retratos y hacía pedazos la
barandilla. Todo se congeló al instante y cada superficie se cubrió de hielo.
Ratigan logró mantener el equilibrio, dobló tres dedos y provocó una descarga de calor del
desierto que convirtió el hielo en nubes. Pero no pudo evitar resbalarse escaleras abajo.
Helara apuntó sus dedos hacia abajo mientras lanzaba un segundo hechizo. Del techo comenzó a
precipitarse lluvia ácida. Ratigan se contorsionaba mientras su carne se corroía. Por puro coraje,
trató de lanzar un nuevo conjuro. La niebla brotó alrededor de los pies de Helara, y se tornó cabezas
de serpiente de largos dientes. La maga, sin detener su conjuro, dio un pisotón en el suelo, y las
cabezas de los ofidios desaparecieron.
Sobreponiéndose un instante a los hechizos de los magos y a los chirridos y gemidos de la casa,
Tamlin llamó a Escevar:
—¡Claro! ¡Padrig mencionó a un tal Ratigan el Verde! ¿Deberíamos habérselo dicho a Helara?
Escevar nunca logró responder, pues de detrás de la casa provinieron unos familiares silbidos.
En cuestión de segundos, las espantosas bestias mordientes se hicieron legión. Ávidos por desgarrar
a los intrusos, ladraban y gruñían frenéticamente mientras cerraban el cerco sobre ellos. Tras los
canes corrían los hombres de las montañas, enfundados en sus chalecos.
A modo de mudo grito de guerra, Vox alzó el hacha y saltó para repeler el ataque. Escevar,
espada y cuchillo de monte en ristre, sajó al primer perro que aterrizó en el desmoronado porche.
Tamlin desenvainó su acero pero a punto estuvo de ensartar a Magdon. Visto lo cual, y al no ser ella
una guerrera, con ojos como platos, se precipitó tras el joven para protegerse. Los hombres de armas
gritaron: «¡Uskevren!», mientras, inmisericordes, acuchillaban por igual a bestias y adiestradores.
Entretanto, en el vestíbulo destruido, Helara concentraba sobre Ratigan toda suerte de improperios y
sortilegios.
En medio de todo aquel caos desquiciante, la albina Ofelia mostró sus «talentos ocultos».
Al irritante chillido de «¡Al-scara-tway!», una de sus manos rechonchas cortó el aire. Cinco
lenguas de fuego se tornaron ruedas incandescentes que avanzaron en la noche. Por todas partes
golpearon y quemaron. Las bestias mordientes que se acercaban se vieron súbitamente con los
morros ardiendo y los lomos en llamas. La capa de Vox se chamuscó y despidió un hedor
nauseabundo. La túnica de un hombre de armas ardió por completo. Pinturas, ladrillos, maderas,
matorrales y árboles sin hojas llameaban igual que la cera de una vela.
Ofelia movió su mano izquierda, gritó y golpeó de nuevo. Otras cinco lenguas de fuego, una por
dedo, alcanzaron a personas y bestias. Dispuesta a más, los dedos de su mano derecha
resplandecieron.
—¿Y no tiene más trucos? —dijo Tamlin.
—¡Somos nuevas en esto de la magia! —le confesó Magdon. Su hermana iba arrojando fuego a
los cuatro vientos, chamuscando tanto a amigos como enemigos.
Agazapado, Tamlin observó detenidamente los hechizos lanzados, el griterío, las estocadas, los
apuñalamientos y la acción de los canes. Y gritó:
—¡Diría, Magdon, que todo parece estar bajo control! ¡Voy a explorar un poco!
—¡No me dejéis! —gritó la maga. Se agarró de la capa de Tamlin, pero se le escapó. Resbaló
hacia atrás y cayó sobre porche.
Espada en mano, Tamlin brincó por encima de la puerta destrozada, esquivó a la iracunda
Helara, patinó, se apartó de un tapiz que ardía y echó a correr por un oscuro pasillo.
Bueno, no era tan oscuro, según comprobó. El hechizo de Ofelia había arraigado en el piso
superior. Las llamas lamían el techo sobre la cabeza de Ratigan mientras este se agarraba con
desespero alas ruinosas escaleras.
—Esta vieja casa va arder como la yesca —previó Tamlin—, a menos que se venga abajo
primero. El suelo osciló al tiempo que el humo se espesaba. El joven señor se preguntó si no sería
mejor huir.
Un grito proveniente del segundo piso le resultó familiar.
Al ser imposible subir por la escalinata principal, Tamlin se precipitó hacia la parte trasera de la
casa. Mientras abría puertas, dio con unas dependencias donde era evidente que los hombres de las
montañas pernoctaban; había un comedor, una despensa, una cocina sucia y una escalera de servicio.
Tamlin enfundó la espada y subió la escalera. El fuego se había extendido por todo el techo.
Sobreponiéndose a los chillidos de Helara y a los bramidos de Ratigan, Tamlin volvió a oír el grito;
provenía de una estancia frente a él. El suelo estaba revestido con baldosas rojas y amarillas.
Supersticioso, Tamlin saltó de baldosa amarilla en baldosa amarilla hasta alcanzar la puerta.
Cuando Tamlin agarró el pomo, una chispa le hizo un agujero en un guante. El joven, sin dejar de
proferir imprecaciones, estudió la puerta. Estaba cerrada. Y protegida por magia, que supuso que era
la misma que la de la entrada principal, aunque el hechizo no era tan potente. La protección se
limitaba probablemente a mantener alejados a los hombres de las montañas. No sería capaz de
impedir que entrase alguien verdaderamente decidido. Y Tamlin lo estaba, quizá por primera vez en
su vida.
Se envolvió en la capa y arremetió contra la puerta. Volvieron a brotar chispas que quemaban y
cegaban. Su capa ardió, se chamuscó. Resopló, apretó los dientes y cargo de nuevo con más fuerza.
Para su sorpresa, esta vez la puerta cedió. El joven Uskevren tropezó en el umbral y cayó sobre un
suelo lleno de polvo.
—¡Tamlin! ¡Gracias a los dioses! ¡Libérame, por favor!
Al ponerse derecho, Tamlin sonrió de oreja a oreja. Zarrin estaba desgreñada y ojerosa. Pero
viva. Los grilletes en torno a sus muñecas estaban sujetos a un poste. También había un banco de
madera y un cubo. A todo esto, la ruinosa casa se movía igual que si se reajustara, o como la cubierta
de un barco en alta mar.
—¡Tamlin! —Abundantes lágrimas brotaban y bañaban las sucias mejillas de Zarrin. Le habían
robado los botones de oro de su chaleco púrpura—. Oh, ¡Qué contenta estoy de que hayas venido!
Estaba oliendo el humo y temía morir quemada…
—Sí, sí, no temas. Al fin y al cabo, lo de salvar vidas lo llevo en la sangre, como el heroísmo. Y
nosotros, los Uskevren, siempre cumplimos con nuestra palabra —dijo Tamlin mientras trajinaba en
los grilletes de Zarrin, sintiéndose inmensamente orgulloso de sí mismo por haber logrado
encontrarla. Pese a ello, se daba prisa, pues las llamas lamían ya el umbral de la puerta y el humo se
concentraba en el techo—. ¡Qué historia esta! ¡La contarán en todas las tabernas! Lo contento que se
sentirá Vox, y mi padre… ¡Oh, no! ¡Espera! —Tamlin apartó las manos de los grilletes—. Primero
hemos de renegociar nuestro acuerdo.
Zarrin lo miró pasmada:
—¡No bromees, Tamlin! ¡Libérame! El fuego…
—No, lo siento. Los negocios antes que el placer, como a mi padre le encanta decir para
fastidiar. He de renegociar los aranceles de las puertas. —Tamlin elevó la voz para que Zarrin lo
oyera por encima del crepitar de las llamas, los crujidos de la casa y el choque de hechizos y armas.
El humo le hizo toser—. Mi padre no se ha mostrado satisfecho con el acuerdo al que llegamos. ¡No
te imaginas ni remotamente las obscenas palabras que he tenido que oír, Zar! Entonces, veamos… Si
no me equivoco, vosotros habíais logrado la recaudación de la Puerta Norte, y nosotros nos
habíamos quedado con la Puerta Oeste. ¿O era al revés? No, es eso. De tal modo, lo que
necesitamos…
—¿Has perdido la cabeza? ¿Has bebido o te has vuelto loco de remate? —Zarrin tiraba de sus
grilletes—. ¡Quítame de inmediato estas cadenas! ¡Sácame de aquí o te mato!
—No, me temo que… ¡Ay! —Al rascarse el mentón, Tamlin volvió a arrancarse la costra de su
herida—. ¡Por los sortilegios de un mago! ¡Esta noche me toca sufrir!
—Está bien, ¡puedes quedarte la Puerta Norte! —Fuera por el miedo o el humo, brotaron las
lágrimas de los ojos de Zarrin—. ¡Quédate con la Puerta Norte, yo me quedaré con la Puerta Oeste!
Pero, por favor…
—No. —Tamlin se esforzaba en pensar. Había sido una larga noche—. Escevar dice que no hay
que aceptar la primera oferta.
Pero, y si…
—Vale, vale, ¡quédate las dos malditas puertas! —chilló la mujer—. ¡Cógelas! Yo, Zarrin
Foxmantle, formalmente te cedo, Tamlin Uskevren, Monstruo Despiadado y Sangriento, ¡todos los
impuestos y aranceles de ambas puertas! ¡Los Foxmantle renuncian voluntariamente a cualquiera de
las susodichas puertas! ¡De todas las puertas de la ciudad! ¡Libérame de una vez o juro que te
despellejaré vivo!
—Supongo que con eso bastará. —Tamlin tosió mientras manoseaba los grilletes. Los cierres
eran nuevos pero las cadenas eran antiguas. Tamlin sacó su cuchillo de monte y con él golpeó los
grilletes contra el poste de madera. El cuchillo, por efecto de la ranura para atrapar las hojas de las
armas enemigas, se partió de inmediato.
—¡Maldita sea! ¡Con lo que Vox odia que pasen estas cosas! —Tamlin desenvainó la espada y
empuñándola con ambas manos dio golpes a las cadenas. Finalmente las rompió y Zarrin saltó como
un cohete para precipitarse hacia la puerta con las cadenas retiñendo tras de sí.
Tamlim, de lo más mosqueado, dejó la espada clavada en el poste y la siguió.
El fuego escupía llamaradas por todas partes. Los magos no se peleaban en las escaleras, pues la
parte frontal de la casa se había desplomado. Zarrin y Tamlin se deslizaron por lo que quedaba de la
escalinata, serpentearon a través del vestíbulo derrumbado, se abrieron camino agarrándose con las
manos a través del desmoronado porche, para finalmente lanzarse a todo correr hacia la seguridad
que ofrecía la calle.
Jadeante, con el aliento helándosele, Tamlin abrigó con su capa a Zarrin, que temblaba de frío.
Acurrucados, con la mirada atónita, contemplaron el caos que se desplegaba ante sus ojos.
La casa ardía como una tea. Caían cascotes en llamas en los jardines vecinos. Los árboles, cual
teas, lanzaban chispas que la brisa extendía por el vecindario. Los ciudadanos acarreaban cubos
mientras la guardia del Hulorn daba fin a las últimas bestias mordientes. Otros guardianes combatían
el fuego o atendían a los vecinos. Dos hombres de las montañas yacían muertos y dos más estaban
arrodillados y fuertemente atados. Los bienes de la casa se habían desperdigado por la calle. La
orgullosa Helara contemplaba el incendio con una sonrisa en el rostro. Magdon y Ofelia miraban con
sobrecogimiento. Los selgontinos se aglomeraban, formulaban preguntas y se metían en medio
entorpeciendo el paso.
De entre aquella locura, Escevar surgió a la carrera y dio una palmada al hombro de Tamlin.
Estaba todo manchado de sangre pero sonreía.
—¡Deuce! ¡Gracias a los dioses que estás vivo! ¡Y has encontrado a Zarrin! ¡Bravo! ¡Un triunfo
completo! Ratigan, ese mago de verde, salió corriendo y chillando medio convertido en piedra y el
cabello ardiéndole. Y no adivinarías nunca ¡quién apareció! ¡Padrig el Palmas! Se acercó corriendo
y agitando las manos porque ¡su casa estaba ardiendo! ¡La había alquilado al mago! ¡Eso explica el
motivo por el que conocía a Ratigan!
—Y responde a unas cuantas preguntas —dijo Tamlin por encima de la cabeza rubia de Zarrin—.
Y ante eso, ¿qué hiciste tú?
—Oh, nada —respondió Escevar evasivamente—. Debido a todas esas espadas agitándose en el
aire, a Padrig le golpearon en la cabeza y se cayó en el sótano, pobre tipo.
Con una súbita explosión, la casa se desplomó sobre sus cimientos. Remolinos de centellas
salieron disparados hacia el cielo. Los árboles crepitaban como fuegos artificiales. La gente
chillaba. Escevar divisó a alguien y se fue corriendo mientras reía.
—No puedo creerme que te aprovecharas de mi desventura. —Zarrin lo miraba fijamente tras los
pliegues de la capa del joven Uskevren—. No ha sido justo, Tamlin. Ha sido un golpe muy bajo y
rastrero. Mantener a alguien con el agua al cuello para conseguir un acuerdo mejor es algo vil,
ilícito, falaz y cruel.
La chica tiritó y se acurrucó entre los brazos de Tamlin.
—Tengo frío, nada más. No vayas a hacerte una idea equivocada. Aunque admitiría que has sido
inteligente. Yo hubiera hecho lo mismo. Puede que aún haya esperanza para ti, Tamlin. Con todas las
maquinaciones que siempre hay en esta ciudad, quizá mi familia no te considere un inútil si
finalmente decides dedicarte en serio a los negocios.
—Oh, no lo sé. —Tamlin miraba el embravecido caos ardiente que engullía la calle a las
primeras horas de la madrugada—. Los negocios me aburren tanto…
LA HIJA

EL PRECIO DE LAS COSAS


Voronica Whitney-Robinson

—¿Quién sois? —preguntó el hombre de rostro de león alzando la voz por encima de la música.
—Ni yo misma estoy segura —respondió con una risilla nerviosa su compañera de danza, de
cabello negro como el azabache— y aunque lo supiera, ¿por qué tendría que decíroslo?
Y dicho aquello, echó hacia atrás la cabeza y rio a carcajadas mientras su pareja de baile la
hacía girar como una peonza. El sonido de sus risas atrajo algunas miradas de las parejas vecinas,
pero la mayoría sonrió con indulgencia. Thazienne Uskevren era célebre por su desenfado.
Aquella noche se celebraría una de las fiestas de Lliira, y aquel atardecer los Uskevren habían
abierto las puertas del Palacio de las Tempestades para los aficionados a tales acontecimientos. El
salón principal estaba atestado de miembros de la élite de Sélgont.
Para el evento, los invitados lucían un variado abanico de prendas. Algunos llevaban únicamente
máscaras y trajes de noche, mientras que otros habían optado por disfraces muy sorprendentes para
ajustarse al aspecto que querían asumir esa velada. Los músicos no cesaban de interpretar su música,
y el aroma de los manjares se extendía por doquier.
—¿Me permitís? —le preguntó un hombre al compañero de Thazienne mientras, amablemente, lo
hacía a un lado.
—Un instante —rugió el león a la alta figura encapuchada y con capa—, la pieza no ha acabado
todavía.
El encapuchado pasó la mano por delante del rostro del león. Toda protesta se desvaneció. La
pareja de baile de Thazienne la miró y se retiró con la mayor cortesía. El encapuchado ladeó la
cabeza y tendió la mano a Thazienne. Sin embargo, esta desenvainó una daga que era más que una
simple ornamentación. El encapuchado no se movió. Había algo en la actitud del extraño que le
resultaba familiar, por lo que usó de la punta de la daga para retirar la capucha. Unos ojos grises, con
una intensidad de halcón, la estaban mirando fijamente. Situó la daga bajo el mentón de aquel
hombre, quien seguía inmóvil, fija su mirada en ella, mientras los que bailaban, demasiado absortos
en la música para percibir lo que se fraguaba, pasaban veloces por el lado.
—Te quedaría de lo más reconocido —dijo finalmente el hombre— si tuvieras la amabilidad de
apuntar tu daga hacia cualquier otro lugar. —Y dirigió una mirada muy significativa a la daga, que
todavía se hallaba bajo su mentón.
—Oh, ten la gentileza de perdonarme —replicó Thazienne en tono burlón.
Y le dio la vuelta a la daga para que reposara con la punta hacia abajo, entre los dedos de una de
sus enguantadas manos. Con el arma allí, hizo una reverencia tan exagerada como la de un mimo.
Retornó la daga a su escondite y aceptó la mano del caballero.
Tras unas cuantas vueltas, amonestó a aquel hombre rubio y musculoso:
—Steorf, te he dicho que no emplees conmigo ese tipo de jueguecitos.
—El hechizo ha sido instintivo y en absoluto intencionado —respondió él—, no quería causar
agitación esta noche. Me pareció el modo más sencillo.
En el rostro de la joven, la tensión se mezcló con una sonrisa burlona. Sus intensos ojos verdes
perdieron su rudo brillo mientras se le escapaba una risilla.
—Para ser sincera —admitió en voz baja—, estoy un poco celosa, pues ni siquiera yo soy capaz
de deshacerme de los hombres con tanta rapidez. Quizá puedas enseñarme ese truco cuando tengas
tiempo —bromeó.
—Sabes que no revelo secretos profesionales, Tazi —contestó Steorf, llamándola por el apodo
que sólo unos pocos usaban—. Mi madre no me lo perdonaría —añadió con seriedad.
Siempre alerta a lo sombrío que podía mostrarse Steorf en público, Tazi trató de alegrar su
humor.
—Y ¿qué vas a ser esta noche, vestido totalmente de negro? —le preguntó.
—Sencillamente, soy parte de las sombras. —Y no dijo más.
Viendo que no estaba llegando a ninguna parte, Tazi se deshizo de los brazos de Steorf y se dio la
vuelta ante él.
—¿Y qué crees que soy yo?
Steorf escoltó a Tazi fuera de la pista de baile y la miró fijamente durante un minuto. El tipo de
vestido que lucía no estaba precisamente en boga. Seorf no entendía que Tazi se vistiera, a estas
alturas, a la moda de Cormyr. El vestido color sangre estaba hecho de un material suntuoso y
aterciopelado y se le ajustaba al cuerpo sugestivamente. Sus bailarinas se entreveían bajo la holgada
falda. Las ajustadas mangas acentuaban sus fuertes y esbeltos brazos, y el perfecto corpiño dorado
hacía otro tanto. Su delicado rostro se ocultaba tras una máscara de largas plumas negras que se
confundían con su corto cabello negro.
—Diría que eres alguna especie de pájaro exótico que se ha escapado del jardín de Caza del
Hulorn —opinó, y tras un nuevo vistazo, añadió—: O el flagelo de tu madre. —Steorf saludó con la
cabeza a la furiosa matriarca de los Uskevren, quien se hallaba a unos pasos, vigilándolos.
Tazi echó una mirada a su madre y la desvió rápidamente.
—Oh, siempre está disgustada. Nunca cree que haga nada a derechas.
—¿Todavía está enfadada por lo de tu cabello? —preguntó.
—Bueno —dijo Tazi—, este corte me queda mejor, y no hay duda de que el cabello largo no
encaja con la ropa de Cormyr. —Dio un paso atrás e hizo de nuevo una reverencia, esta vez leve.
—Ni te conviene para algunas de tus otras actividades —observó Steorf taimadamente.
Tazi iba a devolverle la pulla pero se calló, pues su madre se acercaba.
—Buenas noches, joven mago —saludó a Steorf la matriarca—. ¿Estáis disfrutando de esta
fiesta?
Steorf hizo una gran reverencia y respondió:
—Así es, madame Shamur. Una vez más, los Uskevren son los anfitriones de un festejo
excepcional. Me siento honrado de estar entre vuestros invitados.
—Al parecer, vuestra madre, Elaine, no ha podido venir. —Lo había percibido con tristeza tras
escrutar el salón.
—Ciertamente, milady. Mi madre me pidió que os transmitiera su pesar.
—Bueno —respondió Shamur con gentileza—, estoy convencida de que la más excelsa maga de
Sélgont no siempre dispone de un bien tan preciado como es el tiempo libre. —Y, tras este
comentario, dirigió sus acerados ojos grises hacia su hija—. Y hablando de tiempo libre, Thazienne,
¿has visto a Talbot esta noche?
—No creo que mi gran hermano «pequeño» haya regresado todavía de su partida de caza.
¿Ocurre algo, madre? ¿Ha arruinado alguno de tus planes secretos? ¿Tienes un puñado de esposas
potenciales para hacer desfilar ante él en esta velada, y se está perdiendo el espectáculo?
Shamur no picó el anzuelo.
—Empiezo a estar algo preocupada —respondió con serenidad. Antes de que Tazi pudiera
añadir nada, Shamur prosiguió con voz más firme—: No quisiera preocupar a tu preciosa cabecita
con esto. —Se acercó más a su hija y de modo ostensible enderezó una parte del vestido de Tazi—.
Aunque no creo que ello te inquiete demasiado. Al fin y al cabo, no tienes por qué. —Retrocedió
unos pasos acompañados por el frufrú del satén azul plateado—. Pasadlo bien esta noche, y procura
repartir tus atenciones entre nuestros invitados, querida Thazienne. —Y comenzó a alejarse de ellos.
Molesta por el aguijonazo de su madre, Tazi le dijo gritando:
—Madre, me encanta tu vestido. La verdad es que el color plateado realza la calidez de tus ojos.
—Shamur le sonrió con rigidez antes de seguir alejándose.
—¿Es necesario hacer esto? —le preguntó Steorf tan pronto como la matriarca ya no podía oírlos
—. Creo que estaba realmente preocupada por tu hermano.
Tazi quitó importancia a la preocupación de Steorf.
—Estoy segura de que Talbot ha alargado su partida de caza para evitar esta velada. Es un tipo
con suerte. Y, sí, mi madre consigue sacar lo peor de mí. Compréndelo. Así podría ser yo dentro de
unos años.
Steorf se acercó más a ella.
—Ni en mil años serías así —suspiró.
Ella alzó la cabeza para sonreírle, él se acercó más.
—¿Se trata de una conversación privada o puede sumarse cualquiera? —los interrumpió un elfo
pelirrojo vestido casi con cursilería.
Su jubón de terciopelo de color magenta estaba cubierto de bordados dorados y las mangas
acuchilladas mostraban un fino tejido de seda de color lavanda. Sus botas de piel eran nuevas y así
lo decían con cada chirriante paso que daban. A diferencia de la mayoría de los invitados, no llevaba
máscara.
Steorf se puso tenso, pero Tazi sólo pudo reírse con disimulo.
—Al parecer —repuso Tazi—, esta noche no voy a disponer de privacidad. Por favor, únete a
nosotros.
Inmediatamente, el elfo pasó por delante de Steorf como si no existiera y se colocó cerca de Tazi.
Cogió la mano de la joven y galantemente la besó.
—Ah, Ebeian, siempre serás un caballero. —Tazi hizo una gran reverencia al tiempo que
percibía la incomodidad de Steorf. No quería que aquellos dos discutieran por una tontería aquella
noche, así que trató de quitarle hierro a la situación.
»Steorf, ¿te importaría traerme algo de vino? —le pidió inocentemente—. Con todo lo que hemos
bailado, tengo una sed terrible.
—Sí, querido muchacho —despachó Ebeian a Steorf—, ve a buscarnos unos refrescos. —Y tras
ignorar la rabia del mago, Ebeian depositó toda su atención en Tazi.
Ella miró por encima del hombro del elfo y sonrió a Steorf articulando en silencio un «por
favor».
—Estaré más que encantado de traerle a Ebeian una cuba entera, y de ayudarle a meter la cabeza
dentro —murmuró para sí el mago. Casi se le escapó una sonrisa ante la imagen, y se fue en busca de
algo para beber.
—¡Estás radiante enfundada en ese traje largo y rojo que te cubre hasta los tobillos! —Ebeian
aprovechó el comentario como excusa para apresar las manos de Tazi en las suyas, totalmente
enjoyadas—. Esas mangas estrechas enfatizan tus esbeltos brazos y, bueno, ese corpiño dorado en tu
pecho… —Su voz se fue apagando sugestivamente—. De todos los presentes en este salón, creo que
tu madre es la única que no valora tu gusto por la moda de Cormyr.
—Hay más cosas que mi madre no valora —respondió Tazi, permitiendo que sus manos
reposaran en las de Ebeian—. Pero no me visto para complacerla.
—Y bueno es que así sea, pues resultarías un triste fracaso —repuso el elfo riendo.
Con dificultad, Tazi logró desasir sus enguantadas manos de las del elfo.
—¿Y qué te ha traído aquí esta noche? Cuando hablamos por última vez, me dijiste que tenías
otros planes.
—Los planes cambian, querida —respondió—. Ya sabes cómo son las cosas. —Se inclinó hacia
adelante y deslizó la mano a lo largo del corpiño de Tazi. Al instante, esta agarró la fina mano del
elfo y la apartó.
—Esta noche estás olvidando tus buenos modales, Ebeian —le advirtió Tazi.
—¿De verdad? —le dijo mirándola con toda la intención.
—Un día, tus familiaridades te costarán caro —lo amenazó Tazi.
—Más tarde o más temprano —le contestó—, todos pagamos por algo, Thazienne.
Antes de que Tazi pudiera decir nada más, Steorf regresó, cual esforzado sirviente, con una
bandeja de bebidas y aperitivos. No se le escapó que Tazi había agarrado a Ebeian por la muñeca,
pero no dijo nada. Los tres tomaron sendos vasos de vino, y Tazi y Steorf esperaron a que Ebeian
escogiera entre la comida, hasta que dio con un bocado que le pareció aceptable.
—Me sorprende —comenzó a decir Ebeian, tras darse unos toquecitos en una comisura de la
boca con un pañuelo de seda—, constatar que esta noche aún no te has ido, Thazienne.
Habitualmente, no sueles honrar con tu presencia estos eventos durante mucho tiempo.
—Muy observador, Ebeian. De hecho, estoy buscando a alguien.
—¿Y ese no soy yo? —preguntó Ebeian mientras hacía el gesto de agarrarse el corazón—. Estoy
deshecho.
El truco funcionó.
Tazi estalló en risitas ahogadas y golpeó ligeramente con la mano el brazo del elfo.
—¿Recuerdas la pequeña fiesta que mi familia celebró hace unas noches? —preguntó.
—¿Cómo podría olvidarla? —Ebeian comenzó a ensalzar las virtudes del traje que Tazi llevaba
en aquella ocasión. Esta lo interrumpió antes de que el comentario se hiciera demasiado largo. La
torpeza con que el elfo siempre la piropeaba estaba empezando a sacarla de quicio.
—No es por ahí por donde voy. ¿Reparaste en el hombre que mi madre estuvo tratando de
endilgarme toda la noche?
—Alto, un tipo melancólico, muy parecido a nuestro amigo halcón de aquí al lado —apuntó con
un frágil dedo a Steorf—, con un tatuaje en el cuello del todo insólito, según creo recordar. —Pese a
toda su pomposidad, a Ebeian muy pocas cosas se le escapaban.
—Ese mismo. Como siempre, flirteé un poco con él para seguirle la corriente a mi madre.
—Un poco —masculló Steorf.
—En el transcurso de la velada —prosiguió Tazi, tratando de ignorar la observación de Steorf—,
le entregué una prenda para que me recordara. Al fin y al cabo, era apuesto. Habitualmente, las
elecciones de mi madre no resultan tan agradables. Aquel tatuaje que tenía le hacía exótico.
Ebeian extendió las manos para frotar los enguantados dedos de Tazi. Su propósito no era
insinuarse otra vez.
—No le diste el anillo con esmeralda que siempre llevas —observó astutamente—. Todavía lo
noto en tu dedo. ¿Es que no te lo quitas nunca?
—Siempre va conmigo. Fue el regalo de un mago, hace mucho tiempo. —Ebeian soltó una sonora
risilla.
—Con veintiún años, no se puede hablar de «hace mucho tiempo».
—Bien, como iba diciendo —prosiguió la joven algo malhumorada, mientras liberaba sus manos
de un tirón—, le insinué cierto afecto. —Se detuvo y retiró un mechón de cabello que tapaba su oreja
izquierda con el fin de mostrar un diamante—. Él tiene el otro —confesó—, y, en algún momento de
la velada, le pediré que me lo muestre, como prueba de cuánto le importo. Si no puede enseñármelo,
puedo reprocharle que no es sincero conmigo, y entonces, ¡seré otra vez libre! —Abrió mucho los
ojos para expresar su alegría.
—¿Y cómo puedes estar segura de que no se ha quedado en su casa o, en caso de que haya
venido, de que no ha traído ese pendiente? —preguntó Steorf—. Puede que sea un pretendiente
atento, ¿sabes?
—¡Hombre de poca fe! ¿Dudas de cuanto digo? ¿Te he fallado alguna vez? No me contestes —
añadió Tazi inmediatamente.
—¿Qué harás si te descubre? —le preguntó Steorf.
—Tú deberías saber mejor que nadie de lo que soy capaz. Recuérdame, Ebeian, que te cuente la
vez que le saqué las castañas del fuego. —Y apuntó con el dedo a Steorf—. Hace casi siete años, y
todavía me sigue allá adonde vaya, por gratitud —rio escandalosamente.
—Después de que haga eso, Ebeian, permíteme que te cuente la verdadera historia —replicó
Steorf, dispuesto a bromear como no tenía por costumbre. El vino lo había ablandado.
—No se habrá quedado en casa —siguió Tazi, confiada—. Todo el que es alguien estará aquí
esta noche. Y —añadió— de nuestra conversación de la otra velada deduje que Ciredor desea ver y
ser visto. No estará en casa. Aunque —hizo una pausa para escrutar entre los reunidos— he de
admitir que no he sido capaz de distinguirlo entre tanto disfraz.
—Espero que tengas razón y que se halle entre los presentes —respondió Steorf con seriedad.
—Y yo espero que no te quedes tan sorprendida como cuando trataste de robarme —le deseó
Ebeian amablemente.
Con la máscara, era casi imposible que ninguno de los dos hombres pudiera decir si Tazi se
ruborizó al oír aquella observación. Por debajo de ella, frunció el ceño cuando recordó esa noche no
demasiada lejana. Tras serle presentado por su madre, Tazi intentó sustraer a Ebeian algunas
pertenencias que guardaba en su habitación de la posada Los Muslos de la Dama. Por muy poco, no
calculó bien el tiempo, y Ebeian regresó antes de que Tazi se saliera con la suya. Ambos discutieron,
y Ebeian descubrió mucho sobre Tazi aquella noche.
El elfo percibió la incomodidad de la joven y le guiñó un ojo.
Tazi no necesitó mirar para saber que, justo en esos instantes, Steorf estaba a punto de explotar.
Era consciente de lo mucho que odiaba ese modo familiar en que Ebeian hablaba de sus encuentros
con ella. Lo último que esa noche quería era dar una escena o enojar a Steorf. Lo tenía en demasiada
estima para eso.
Fue suficiente que su mano tocara el antebrazo del mago para que sus músculos se relajaran. Sin
embargo, su aspecto sombrío siguió siendo el de siempre. Fingiendo que no se enteraba de nada,
Ebeian prosiguió despreocupadamente:
—Deberíamos repetirlo alguna vez, querida, cuando creas que estás lista para la revancha.
—Tienes razón. —Tazi devolvió la burla—. Así comprobaremos si ya estás en forma para
vértelas conmigo. Pero ya habrá tiempo.
Desde que Ebeian descubrió de un modo tan agradable los muchos encantos de Tazi, a menudo
mantenían aquel tipo de conversaciones en público. Ebeian tenía la precaución de no revelar nunca
demasiado; también tenía sus trapos sucios, y Tazi tampoco los traicionaba. Sin embargo, en
ocasiones danzaban peligrosamente cerca de la verdad.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Steorf incapaz ya de contener su furia.
—No sabía que habías estado tanto tiempo ausente de la ciudad. —dijo Ebeian riéndose.
—¡Ya está bien! ¡Los dos! —los regañó Tazi, y se los llevó aparte—. Me gustaría desaparecer
tranquilamente, sin que nadie lo advirtiera, y vosotros dos, si montáis una bronca, me vais a
estropear los planes.
Steorf se refrenó.
—Siendo una de las pocas mujeres que esta noche viste de rojo, me temo que vas a tener muchos
problemas para pasar inadvertida —y movió la cabeza en dirección a Shamur.
Tazi estuvo pensando unos momentos antes de decir:
—Entonces, obviamente, atraigo la atención de muchos hombres, ¿no, caballeros? —Hizo una
última reverencia a los hombres y se alejó a buen paso en busca de un nuevo compañero. Steorf no
dijo nada y dejó solo a un Ebeian de lo más divertido.
Tazi eligió a un hombre con máscara de dominó y le permitió que la llevara a la pista de baile.
Sonrió de vez en cuando a la conversación banal del caballero y rio en los momentos adecuados.
Cuando el ritmo cambió, permitió que otro caballero los interrumpiera. Con esos cambios de pareja,
Tazi olvidó rápidamente a los dos hombres. Otros eran sus planes para la velada y necesitaba estar
muy alerta.
Cuando le pareció que era el momento, Tazi dio las gracias a su última pareja de baile y se
escabulló del salón discretamente. Desde la pared opuesta del salón, dos pares de ojos espiaban su
partida.
La joven no pudo esperar más para deshacerse de su disfraz. Aunque había elegido aquel vestido
para enfurecer a su madre, a Tazi apenas le gustaba más que sus habituales trajes sembianos. Para
ella, todos los vestidos hacían más lenta a la chica que los llevaba y atraían la atención de todo el
mundo. Todavía tenía que descubrir uno que fuera discreto.
Mientras se dirigía a sus habitaciones, vio que Larajin, una de las sirvientas de la familia,
merodeaba al final del vestíbulo. De súbito, le vino una idea.
—Larajin —llamó a la sorprendida criada—, necesito que me ayudes. —Y entró en sus estancias
con la desconcertada Larajin tras ella.
Tazi se dirigió hacia su armario y abrió de par en par las puertas. Con destreza, sacó un pequeño
paquete que estaba apretujado en una esquina y lo arrojó sobre un canapé. Luego, se giró hacia su
sirvienta.
—Desnúdate, por favor —le ordenó Tazi—. Necesito que interpretes un papel esta noche. —
Ante la expresión de desconcierto de la criada, sonrió.
—Creí que necesitabais algo de ayuda con vuestro traje —balbuceó Larajin, sin hacer mucho
hincapié en la palabra «vuestro».
—No podrías tener más razón —le confirmó Tazi, controlándose la risa mientras comenzaba a
quitarse el vestido rojo—, necesito ayuda con esta cosa. Y eres la adecuada para atenderme. —
Rechazó las manos de Larajin y liberó sus brazos de aquellas mangas que tanto se le ajustaban.
—Empieza a desnudarte tú también —dijo Tazi, casi arrancando los botones de su vestido con
las prisas—, no tengo toda la noche. Ya he invertido bastante tiempo aquí.
Larajin comenzó a quitarse su uniforme blanco y dorado de criada, todavía insegura de qué
estaba planeando su ama, aunque secretamente encantada de deshacerse de sus ropas.
Tazi se quitó las bailarinas y salió de en medio de la maraña de terciopelo rojo que había
quedado a sus pies. Sin perder ni un segundo y con pasos ágiles, avanzó desenfadadamente hacia el
canapé y comenzó a deshacer el paquete. Cuando quedó a la vista la ropa que iba a ponerse, Tazi vio
que la comprensión iluminaba los bellos rasgos de la criada. Tazi sólo necesitó unos pocos
movimientos expertos para vestirse. Y entonces volcó su atención hacia su sirvienta, ya casi desnuda.
—Ven aquí. —Tazi le indicó que se acercara al vestido rojo—. Deja que te ayude. —No se le
escapó la vacilación que acompañaba a Larajin en cada paso que daba.
—Oh, no actúes de ese modo —amonestó Tazi con amabilidad a la criada—. No es la primera
vez que haces esto.
Larajin se la quedó mirando algo sorprendida.
—¿Qué queréis decir, señorita? —preguntó quedamente.
—Ya te he visto antes aquí dentro probándote algunas de mis prendas más personales. Al fin y al
cabo, tenemos la misma talla. —Al percibir la alarma en el rostro de Larajin, Tazi añadió
inmediatamente—: Oh, no me importa. De hecho, puedes ponerte siempre que quieras cualquier
vestido que te guste. Pero necesito que me hagas un favor esta noche aprovechando que tienes mi
talla. Necesito que te hagas pasar por mí el resto dela noche. —La empujó hacia el centro de su
vestido, abandonado en el suelo, y comenzó a ayudarle a ponérselo.
—Señorita, esto no va a funcionar —le imploró Larajin, mientras extendía las manos suplicante.
Casi como si estuviera vistiendo a un niño, Tazi agarró los brazos de su criada y comenzó a
deslizar por ellos las ceñidas mangas.
—No te preocupes por nada —la tranquilizó—. Sólo tienes que hacerte pasar por mí unas horas.
Tazi se puso detrás de su criada y comenzó a abrocharle el vestido. Larajin intentó protestar otra
vez, pero Tazi apretó el corsé con un poco de rudeza, y las quejas de la criada acabaron en un grito
ahogado. Tazi la hizo girar para verla bien.
—Esto va a quedar perfecto… —sentenció Tazi. Nuevamente con una sonrisa, comenzó a
arreglar el cabello de color rubio de la sirvienta de modo que quedara en mechones cortos. Tras unos
momentos, Larajin hizo acopio de todo su coraje y volvió a rogarle a su ama que reparara en cierta
cuestión, pese a la primera y dolorosa reprimenda.
—Señorita, sólo quería decir que puede que sea difícil que pase por vos dada las diferencias de
nuestro cabello y ojos.
Tazi acabó con el cabello de Larajin y fue a donde había dejado su máscara de plumas. Se la
puso a la criada y retrocedió un paso para admirar su obra.
—Nadie observará tan de cerca tus ojos amarillos con esto, pero tienes razón en lo del pelo —
dijo, dándose golpecitos en el mentón con uno de sus enguantados dedos—. El tuyo es como si el
mismo sol lo bañara y el mío es como la noche. —Inconscientemente, se puso a darle vueltas a una
hebra de color negro y pensó: «Negro… como el carbón… o el hollín».
Con una repentina risa, se precipitó sobre la chimenea y hundió las manos en las cenizas frías.
Llamó por señas a Larajin con un dedo sucio.
—Estoy convencida de que esto va a ser bastante sencillo —tranquilizó a su criada mientras
empolvaba el cabello de la mujer con carbonilla y hollín—, y nos va a solucionar el problema del
color muy bien.
Tazi acabó con el improvisado tinte y palmeó la cabeza de Larajin para que levantara la mirada.
—Sólo queda —la amonestó— que dejes de morderte el labio, que te pongas recta y que dibujes
una sonrisa en tu cara. —La rodeó para situarse detrás de ella, puso las manos sobre sus hombros y
se inclinó hacia su oreja derecha.
»Puedes hacerlo —la alentó—. Y puede que hasta te diviertas. —La rodeó otra vez para mirarla
de frente, y añadió unas pocas instrucciones más—: Todo cuanto has de hacer es bailar con una
media docena de mis pretendientes. Ello no debería requerir más de unas pocas horas. No les mires
demasiado a los ojos —siguió con la lista mientras daba vueltas en torno a una Larajin inmóvil,
como un sargento de reclutas—, y no respondas a ninguna de sus preguntas. Yo nunca lo hago. En
estos momentos, mi madre está demasiado enfadada conmigo para que me dirija la palabra en lo que
queda de noche, y mi padre estará absorto en sus negocios. No tendrá tiempo para intercambiar ni
una palabra contigo. Lo que quiero decir es —sonrió— que no deberías necesitar nada más.
Algo de la incomodidad de Larajin se había desvanecido cuando mencionó lo de divertirse. Tazi
pudo percibir que se estaba animando ante el desafío.
«Aún puede haber esperanzas para la chica», pensó Tazi. Y si las cosas iban mal y descubrían a
Larajin, la verdad es que a Tazi le importaba bien poco. Se había dado cuenta que aquella criada
nunca había sido objeto de castigos, a diferencia de las otras sirvientas.
«Debe haber algún tipo de acuerdo entre ella y mi hermano pequeño —caviló Tazi—. Seguro que
Larajin sale bien librada».
—¡Vamos allá! —dijo Tazi mientras empujaba a la chica hacia la puerta.
Muy en su papel de compañera de conspiraciones, Larajin miró detenidamente hacia el otro
extremo del vestíbulo, y constató que no había moros en la costa. Las dos mujeres, tan distintamente
vestidas, entraron en el pasillo sin mediar palabra y enfilaron como una sola hacia la escalinata. Sin
embargo, Tazi se detuvo a muy poca distancia de la misma, y Larajin se giró hacia ella.
—¿Qué pasa? —murmuró la criada.
—Nada. —Tazi se tranquilizó—. Sencillamente que nuestros caminos se separan aquí. Voy a
escaparme por la ventana del fondo del vestíbulo.
Pero para sorpresa de Tazi, Larajin le repuso:
—No os preocupéis. Nadie os reconocerá. Yo casi no os reconozco. Con una sonrisa, Tazi le
explicó:
—En realidad, hay uno o dos invitados que me reconocerían, pero a mí no me apetece hablar más
esta noche. Y ahora, vete —le ordenó en tono maternal a aquella chica dos años mayor que ella—. Y
no te diviertas demasiado. Tengo una reputación que mantener. —Sólo logró mantener la expresión
severa lo que dura un suspiro, antes de liberar una risa ahogada.
Larajin se le unió, y ambas se desearon buena suerte.
Durante unos instantes, Tazi se quedó observando a Larajin mientras esta, dubitativamente al
principio, descendía por la escalinata. Abajo, Tazi, de lo más divertida, vio que sus pretendientes se
apiñaban en torno a Larajin, todos ofreciéndole el brazo e implorándole un baile. Observó cómo la
criada elegía con cuidado a uno y que el afortunado se la llevaba en volandas hacia la pista de baile.
Confiando en su argucia, Tazi se giró para emprender la huida.
El mismo par de ojos que la había visto abandonar el salón, no se perdía detalle del retorno «de
Tazi». No eran fáciles de engañar.
Una vez en el exterior, en el frío aire nocturno, Tazi respiró con mayor facilidad. Aquel fue el
momento en que se sintió más intensamente libre. Sus días estaban llenos de obligaciones familiares
y miradas acechantes, pero había hecho suyas las noches, y paladeaba cada una de sus horas. Su
primera parada sería en el Barrio Sangriento, para recabar alguna información y tomar una o dos
copas. Se movía por las calles con suma facilidad, tan contenta con su huida que no se dio cuenta de
la figura oscura que, a prudente distancia, la seguía. Al cabo de poco tiempo cierto asunto la distrajo.
Unos gritos más terribles que los que se oían habitualmente en aquella parte de la ciudad
atrajeron la atención de Tazi. Evitó la calle principal y agudizó el oído en busca del origen de
aquellos plañidos hirientes. Tazi no necesitó más que un momento para dar con la callejuela donde
estaba la causa.
Al fondo del callejón, Tazi pudo distinguir a tres personas. Dos hombres corpulentos habían
arrimado contra la pared a una mujer. Ella debía ser la que gritaba.
Aquellos hombres vestían el Capote propio dela gente de mar. Era obvio que aquellos marineros
estaban muy lejos de la bahía de Sélgont, pero a Tazi no le sorprendía que hubieran elegido esa
distracción para aquella noche. Incluso bajo aquella luz mortecina, pudo apreciar la belleza de
aquella mujer, y de que los hombres también la apreciaban.
Uno de ellos tocó el rostro de la mujer con una mano que carecía de algunos dedos.
«No debe de ser muy apto para el manejo de cuerdas y redes», pensó Tazi divertida.
El compañero de Sin Dedos, de menor estatura, esperaba unos pocos pasos detrás de él, contento
ante la perspectiva de su turno y de otro trago de la jarra que obviamente compartían. La mujer no
participaba de la alegría de aquellos dos, y la emprendió a golpes.
«Estos tipos sólo saben hacer esto —se dijo Tazi—, o tomarse unas copas en el Zorro
Vapuleado».
Sin pensárselo una segunda vez se lanzó hacia el fondo del callejón.
La mujer, con la ropa hecha jirones y sucia, había logrado acuchillar a Sin Dedos, más por pura
suerte que por habilidad. Este soltó un bufido y retiró el brazo. La vista de su propia sangre lo
enfureció. Tazi imaginó que la confusión de la borrachera alimentaba su furia. Lanzó una dura mirada
a la mujer. El juego había dejado de divertirle.
—Vas a pagar por esto —gruñó, blandiendo un puño.
Cuando el agresor alzó su cerrada manaza, Tazi surgió de detrás y clavó su espada en su
antebrazo. El dolor y la sorpresa hicieron que Sin Dedos cayera de rodillas. Tazi dedicó a la mujer
una rápida sonrisa pero la víctima no reaccionó.
«Es probable que tema que yo aún le complique más la vida», se dijo la joven Uskevren, quien,
vestida con pieles negras y armada con una espada, no ofrecía una apariencia de mucha
respetabilidad.
Tazi puso los pies en los omóplatos de Sin Dedos e hizo palanca para liberar la espada. El
bajito, ligeramente menos embriagado que su amigo, se quedó boquiabierto durante un instante, antes
de tirar la jarra y lanzarse en ayuda de su colega. Se había olvidado de la mujer que acosaban en el
callejón, al tiempo que tomaba conciencia de que aquello estaba tomando un cariz muy diferente y
peligroso.
Tazi vislumbró la determinación en su rostro. Tuvo la corazonada de que a Bajito no le gustaba
perder. Y que en aquel momento sólo tenía ojos para ella.
Bajito apartó a la mujer haciendo que esta cayera de rodillas sobre el adoquinado del callejón. A
Tazi se le escapó una risilla cuando el hombre estuvo a punto de tropezar con su pretendida víctima.
La mujer no mostró ninguna intención de apartarse. Tazi se preguntó por un instante si estaba
conmocionada o si era algo lenta de entendederas.
«En su lugar —pensó—, me hubiera ido tan rápido como el rayo».
Pero no había tiempo para más cavilaciones, pues el segundo hombre había desenvainado un
cuchillo. Se abalanzó hacia la cara de Tazi, pero a ella le fue muy sencillo apartarse de su ataque
brutal. Con la inercia, Bajito fue a parar sobre Sin Dedos, quien, tras levantarse, estaba dando
rumbos.
—Venid aquí, vamos —les decía Tazi—. He visto a trolls con más estilo que vosotros.
Bajito se liberó del lío de las piernas de Sin Dedos y, trastabillando, se puso de pie.
—¡No juegues conmigo, muchacho! —Una lluvia de escupitajos acompañó sus palabras.
Tazi se rio ante la amenaza de Bajito. Una vez más, su chaleco, sus pantalones de piel, el cabello
corto y su habilidad con la espada, por no mencionar la pobre iluminación del callejón, habían hecho
su trabajo.
«Qué fácil es —concluyó Tazi desdeñosamente— engañar a la gente».
—Yo soy un hombre y me basto y me sobro para enseñarte modales —la amenazó Bajito.
Tazi apoyó la punta de su espada en el pavimento a modo de bastón, y se apoyó confiada en el
mismo con su mano izquierda.
—¿Y qué tipo de modales podrías enseñarme tú, vieja sanguijuela? —preguntó—. ¿Y qué tipo de
modales estabas tratando de enseñarle a ella? —Señaló con la cabeza hacia la mujer, todavía
arrodillada en la calle—. Creo que tú y tu amigo deberíais regresar a la bahía —sugirió—. Aquí
estáis fuera del agua.
El hombre no dijo nada, y cargó de nuevo contra ella. Con un movimiento, Tazi puso la espada
hacia arriba, ante su propio rostro, y con suma facilidad frenó la arremetida del marinero.
Permanecieron mirándose mutuamente, tan cerca como dos bailarines. Ella lo miró directamente a los
ojos y dibujó una forzada sonrisa angelical en sus labios, alzó su mano derecha y atravesó el muslo
del hombre con su daga. El rostro de Bajito se retorció de dolor, y se derrumbó en el suelo,
intentando frenar la sangre de la herida.
Una rápida mirada a su compañero le dejó bien claro que Sin Dedos tenía suficiente con su
brazo, por lo que aquella noche ya no representaba ninguna amenaza ni para ella ni para cualquier
otra mujer. Se dirigió a la mujer agredida, quien finalmente había dejado de temblar y se había
levantado.
—Vamos —le ordenó Tazi con rudeza—. Es hora de irse.
En la oscuridad del callejón le había parecido a Tazi que la mujer estaba conmocionada. Esta
miraba con fijeza ausente a su rescatadora. Si ambas se demoraban allí, cabía la posibilidad de que
los dos marineros recuperaran algo de su bravuconería. Tazi agarró el brazo de la mujer y empezó a
tirar de ella fuera del callejón. Y dado que le encantaba epatar al personal, se detuvo el tiempo
suficiente para coger el pañuelo negro que llevaba al cuello y lanzárselo al hombre con la pierna
herida.
—Cógelo —le dijo con aversión— antes que te desangres hasta morir en este callejón. Aquí ya
hay suficiente basura. —Y tras decir esto, la joven Uskevren arrastró a la mujer hacia una vía
pública más transitada.
Caminaron un trecho antes de hablarse. Por fin, la mujer colocó la otra mano sobre su salvadora y
le dio un leve tirón. Tazi detuvo la marcha y se giró para mirar a la mujer que acababa de salvar. Las
teas de la calle no brillaban mucho, pero pudo comprobar que la mujer no era de Sélgont. El
resplandor de la débil luz hacía parecer azul el negro cabello de esta, e iluminaba el tono moreno de
su piel. Sus ropas también la delataban como extranjera. El remolino de sedas, aunque desgarradas y
sucias, parecía propio del desierto. Pero los viajeros de lejanos países no eran insólitos en esta
ciudad dedicada al comercio.
—Quisiera agradecéroslo —comenzó a decir la extrajera con voz serena aunque intensa—. Me
temo que estoy en deuda con vos, señora.
Tazi quedó sorprendida de que la mujer descubriera su condición pese al disfraz. Nadie la había
descubierto antes con tanta rapidez.
—¿Cómo lo habéis sabido? —se le escapó de la boca—. ¿No os han engañado ni un poco mi
cabello o mis ropas? —Tazi tiró de sus cortos mechones negros.
Tazi vio sonreír a aquella mujer por primera vez.
—Sería imposible que esas cosas me engañaran —respondió con voz suave y melódica—, estoy
completamente ciega.
Tazi estaba atónita. Acercó a la mujer a una luz y enderezó su rostro. Al suave resplandor de la
antorcha pudo ver que los ojos de la mujer presentaban una blancura gélida. No reconocían nada.
—Eso explica por qué peleáis tan mal —dijo Tazi con una risa ahogada—. No podíais verlos
venir.
—Si bien eso puede ser cierto, también lo es que podía olerles. —La mujer le devolvió una
amplia sonrisa.
En el rostro de Tazi se dibujó una sonrisa sincera. Le gustó aquella mujer. La hija de Thamalon
Uskevren se tenía por una buena juez de las personas y actuaba según sus instintos.
—Bien, si vamos a caminar juntas, aunque sea a lo largo de una distancia tan corta como la de
esta calle, sería mejor que conociéramos nuestros nombres —comentó Tazi.
—Me llamo Fannah il’Qun —respondió la mujer con gravedad.
—Y yo —dijo con un orgullo ligeramente mayor— me llamo Tazi. Cuando estoy en este barrio,
vestida de este modo —añadió—, es el único nombre que tengo.
—Entonces, tendré que ver qué es lo que lleváis —le dijo Fannah.
A Tazi la dejó perpleja lo que la mujer quería decir con «ver», habida cuenta de su condición.
Jamás se había cruzado con un invidente. La curiosidad le pudo. Tazi dobló la esquina, lejos de
fisgones y entrometidos, y le dijo a Fannah que siguiera adelante y «viera» aquello a lo que se
refería.
La extranjera alzó las manos y tocó el espeso cabello de Tazi. Con delicadeza, paseó sus
sensibles dedos por aquella densa mata y luego dirigió las manos hacia los rasgos de su rescatadora.
Pudo percibir la suave piel de la joven, unos pómulos elevados y una boca delicada. Había restos de
maquillaje, y una reminiscencia de perfume que daba idea de una vida muelle. Lo que las yemas de
los dedos no podían revelar era el verde mar de los ojos de Tazi. No obstante, la extranjera supo que
la joven era ligeramente más alta que ella. Cuando sus manos descendieron por los esbeltos aunque
musculosos brazos de su salvadora, Fannah pudo «ver» que Tazi vestía unas prendas atípicas en una
dama. De hecho, la extranjera se percató de que para nada eran prendas de mujer. Sus hábiles dedos
reconocieron la textura de la piel y la seda. El corte de la ropa de la joven se ajustaba más al estilo
de las actividades encubiertas, que en su gran mayoría eran llevadas a cabo por hombres. En la boca
de Fannah se dibujó una sonrisa.
—Deduzco que estáis «viendo» —comentó Tazi.
—Sí —respondió Fannah con su intensa voz—. Creo que comienzo a entender. No sois
plenamente quien parecéis ser.
—Bueno, sí y no. Ya se verá —añadió Tazi, a quien de súbito le incomodó que la extranjera
supiera tanto—. ¡Basta! Este juego me ha dado una sed terrible. ¿Os importaría acompañarme a
tomar unas copas?
Fannah se quedó por unos instantes sin habla. Era evidente su confusión.
—Bueno, al herir a vuestros compañeros, es evidente que he arruinado vuestros planes para esta
noche. Lo mínimo que puedo hacer —le dijo Tazi solemne—, es ofreceros mis servicios en lugar de
ellos.
La extranjera de cabello negro como el azabache necesitó tan sólo un instante para ordenar su
mente. Hacía mucho que la vida le había enseñado a aceptar lo que se le ofreciera. Amablemente le
dio el brazo. En él, Tazi observó un extraño dibujo, pero no dijo nada. Cogió a Fannah como lo haría
un amable acompañante, y ambas enfilaron hacia la calle Larawkan. Tazi llevó la mano que tenía
libre hacia su boca, en un vano intento de reprimir la risilla que se le escapaba. Para cuando abrió
bruscamente la maltrecha puerta de El Zorro Vapuleado, ambas mujeres estaban riendo a mandíbula
batiente. Puesto que aquel no era precisamente el más respetable de los lugares, ninguno delos
clientes prestó el mínimo caso a aquel joven y su novia.
Tazi y Fannah se sentaron a una mesa en un rincón discreto de la taberna. Una camarera rolliza
encendió la vela adherida a la mesa debido a toda la cera desprendida, y les tomó nota. Era nueva y
no reconoció a Tazi. Aquello le vino bien a la distinguida Uskevren, pues tenía la sensación de que
aquella noche había demasiada gente que sabía quién era. El único en reconocerla cuando ella y su
compañera entraron en aquella taberna llena de humo fue Alall Ulol, uno de los propietarios. Y por
fuerza había de reconocerla, ya que recibía pagos mensuales de ella. La propiedad de la familia, el
Palacio de las Tempestades, era una mansión imponente, pero Tazi sentía la necesidad de disponer
de estancias que fueran absolutamente suyas, sin contacto alguno con su vida más «respetable». El
Zorro Vapuleado era de lo más conveniente.
Como desconocía con quien estaba Tazi, Alall se quedó inmóvil detrás de la barra. Sus mejillas,
prominentes por efecto de unas espesas patillas grises que las cubrían, se tensaron, y la joven supo
que el posadero estaba a punto para socorrerla si lo precisaba. La Uskevren le dirigió un rápido
asentimiento con la cabeza, ante lo que él se relajó. Después de tres años, Alall tenía más que un
interés efímero en su bienestar. A su vez, ella había llegado a tener confianza en Alall y su esposa,
Kalakalan, Kalli, quien sabía más de Tazi que ninguna otra persona.
Cuando llegaron las bebidas, Tazi empezó a sonsacar a Fannah acerca de su difícil situación.
Pese a que rara vez estaba dispuesta a hablar de asuntos personales con nadie, salvo con Kalli y,
ocasionalmente, con el mayordomo de la familia, Erevis Cale, Tazi se proponía averiguar tanto como
le fuera posible acerca de todos cuantos la rodeaban. Cale le había enseñado que la información era
un bien muy preciado. Además de que la historia de una ciega que rondaba sola por un barrio de
mala nota tenía que ser muy interesante. Sin embargo, antes de que Fannah pudiera decirle mucho,
Tazi presintió una presencia. Fannah también notó a alguien y se calló.
La Uskevren se inclinó discretamente hacia adelante, como si estuviera ebria, y sacó la daga de
su bota derecha. En el instante en que la persona le dio un golpecito en el hombro, ella se dio la
vuelta, daga en mano. El harapiento mendigo se sobresaltó pero se mantuvo en su sitio.
—Disculpad —sonrió Tazi burlonamente al tiempo que reconocía al anciano. Tenía una red de
informadores, y se trataba de uno de los más fiables—. ¿Tenéis lo que quiero?
—De otro modo, no me hallaría aquí —dijo jadeando. Sacó un pedazo de papel donde había unas
líneas garabateadas—. Se trata de cierta residencia que andabais buscando.
Tazi enfundó el arma y le arrebató el papel. Le dio un breve vistazo mientras Fannah sorbía su
bebida con calma. Cuando Tazi estuvo segura de que los garabatos del viejo merecían la pena, le
pasó su jarra, todavía intacta, y le deslizó una moneda, A uzgar por su expresión, no estaba segura de
cuál de las dos cosas complacía más al mendigo.
Tazi lanzó la daga a una viga próxima a la barra con el fin de llamar la atención de Alall.
Haciendo caso omiso a su fiera mirada, le sonrió dulcemente y por señas le pidió una segunda ronda.
—Me temo que todavía no comprendo —dijo Tazi, volviendo a la conversación que mantenía
con Fannah como si no hubiera habido interrupción alguna—. Lo que decís es que ¿vuestra madre os
vendió porque sois ciega?
Tazi se obligó a mirar fijamente los gélidos ojos sin vida de Fannah. Lentamente, fue tomando
conciencia de cuán inquietantes podían llegar a ser. Le costaba asimilar que Fannah no pudiera verla
con ellos. También le costaba asociar lo que sabía de aquella mujer con la serena extranjera que en
aquel momento tenía delante. La peculiar relación que mantenía con su madre le dio a Tazi qué
pensar. Si bien ella y su madre, Shamur, se peleaban amargamente en ocasiones, Tazi sabía en lo más
hondo de sí misma que a su madre se le pasaría por la cabeza algo tan cruel.
Fannah inclinó la cabeza como un pájaro, y retiró de su cara un mechón de cabello.
—Deseó asesinarme cuando nací —le respondió con toda tranquilidad—, pero su religión se lo
prohibía. Tuve suerte de que fuera tan devota, por no mencionar lo de su belleza. Los hombres
pagaban grandes sumas de dinero por la compañía de Ibina il’Qun. Debido a ello, un salón de fiestas
de Calimport pagó muy bien por mí. Estaban convencidos de que llegaría a ser tan bella como mi
madre y de que, con suerte, seguiría sus pasos.
Ante aquel comentario, Tazi chasqueó la lengua, dando a entender: «¡Eso es obvio!».
—Pero ¿qué podía ofrecer a un salón de fiestas una joven ciega? —preguntó.
—No tardé mucho en aprenderme el trazado de El Límite del Desierto Desert’s End —explicó
Fannah—. Una vez que estuve habituada al lugar, fui tan competente como cualquier otra camarera.
Había clientes dispuestos a pagar un dinero extra para mantener sus identidades en secreto. Una ciega
parecía una opción obvia para satisfacerlos. Lo que muchos no tienen en cuenta es que no es tan sólo
el rostro el factor que delata a la gente, sino también la voz, e incluso —arrugó la nariz— los olores.
—¿Alguna vez tuvisteis que tomar el oficio de vuestra madre? —preguntó Tazi con calma.
—Fui afortunada —respondió Fannah sin dudar—. Eso fue algo que no tuve que vender a nadie.
Cuando mi tiempo en El Límite tocó a su fin, otro compró mi contrato. Nunca me dio su nombre, ni
una sola vez en todo el largo viaje hasta aquí. Lo único que me pidió fue que me hiciera una marca en
el brazo. Fannah extendió su antebrazo derecho para que Tazi la viera.
Se trataba del tatuaje que ya había percibido en la calle. Trató de ubicar aquel dibujo que le
resultaba tan familiar. Sabía que había visto uno igual recientemente. En un destello de la memoria,
recordó la exótica marca que Ciredor llevaba en el cuello.
—Cuando llegamos —continuó Fannah, ignorante del descubrimiento de Tazi—, me abandonó
inmediatamente sin explicación alguna.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —la interrumpió Tazi con excitación.
—Hace sólo unos días, es todo cuanto puedo decir —respondió la extranjera—. Me dijo que me
encontraría en cuanto me necesitara. Me he topado con vos no mucho después de eso, lord Tazi.
La curiosidad de la joven se estaba desbocando. ¿Qué relación había entre Ciredor y aquella
mujer? Razonó que si tenía un secreto, probablemente tendría más. Ansiosa por ponerse en marcha,
aprovechó la pausa.
—Por aleccionador que esto sea, tengo otros planes para esta noche —informó a Fannah—.
Vuelvo en seguida.
Mientras Alall acababa de servir a un cliente, Tazi recuperó la daga de la viga próxima a la
barra. Se inclinó contra el borde de esta despreocupadamente e inspeccionó la punta de la hoja. Al
comprobar que había quedado un poco desafilada, sacó una piedra de un bolsillo de su atuendo y
comenzó a afilarla.
—Vas a ser la causa de mi muerte, criatura ociosa nocturna —Alall la regañaba mientras sus
mejillas, redondas como manzanas, enrojecían de indignación—. ¡Uno de estos días tu puntería va a
fallar, y voy a ser el único que pague por ello!
Tazi se apoyó sobre la barra le plantó un beso en una de aquellas mejillas encarnadas.
—Venga, venga —lo calmaba la joven—, sabes que nunca fallo. Y en caso de que lo imposible
ocurriera —sonrió—, tu espíritu podría descansar tranquilo sabiendo que tu esposa me zurraría
debidamente. Al fin y al cabo, sirvió en el ejército del Reino de Sembia durante más de diez años.
—¿Y por qué será que eso no hace que me sienta mejor? —suspiró Alall mirando al techo. Pero
el beso había surtido ya su efecto mágico. Su expresión malhumorada se suavizó, como siempre
ocurría.
Tazi metió la mano en un bolsillo oculto y sacó varias monedas. Le pasó unos cuantas y, tras
pensarlo un poco, deslizó algunas más.
—Por las bebidas. El extra es para que me hagas otra llave de mi habitación.
—No me digas que has perdido la tuya, chiquilla —le susurró Alall.
—No. ¿Ves a la mujer de cabello negro de mi mesa? —le respondió bajando la voz y señalando
con discreción a Fannah. Alall asintió—. Va a estarse en mi habitación durante un tiempo, y quiero
que pueda ir y venir a su voluntad.
Alall logró ocultar buena parte de su sorpresa. Hacía varios años que Tazi tenía una habitación
en su posada, y sólo podía recordar otras dos personas que hubieran estado alguna vez en la estancia
después de que la joven comenzara a alquilársela. Jamás se demoraron lo suficiente para justificar
una segunda llave.
—Así se hará —prometió—. E informará a Kalli sobre tu invitada, así no creerá que la chica es
un pretendiente despechado y no la tirará escalera abajo sin pensárselo dos veces.
Tazi volvió a sonreír al recordar. No hacía mucho, había sido objeto de desmedidas atenciones
por parte de un cliente de El Zorro Vapuleado a quien el «chico» que aparentaba ser había golpeado.
Tazi había procurado retirarse a su cuarto con discreción, pero el caballero tenía otras ideas más
amistosas. Sin embargo, Kalli se aseguró de que permaneciera sola. El hombre se vio levantado en
peso por la esposa de Alall, de más de metro ochenta de estatura, y lanzado ignominiosamente por la
desvencijada escalera, que describía una curva. En aquel momento, Tazi se dio cuenta de que había
encontrado un refugio seguro y otro par de padres.
Cuando se giró para irse, Alall le devolvió algunas monedas. Tazi sonrió un instante ante su
superstición. No había muchos comerciantes en Sélgont que todavía creyeran que devolviendo al
cliente un poco de lo cobrado, este volvería a hacer negocios con ellos. Alall era de esos.
Al regresar a la mesa, Tazi le dijo a Fannah:
—Me temo que tendré que irme a otro lugar esta noche. —Fannah sonrió y asintió, pero la
Uskevren percibió la preocupación en su rostro. Sin perder un segundo, Tazi continuó—: ¿Por qué no
cogéis vuestra bebida y os acompaño a mi habitación, arriba? Quizá incluso podamos convencer a
Kalli para que os prepare algo sustancioso que comer. —Rodeó la silla de Fannah y la ayudó a
orientarse.
Con sus perturbadores ojos puestos en Tazi, Fannah le preguntó en un tono perplejo:
—¿Qué queréis decir por «vuestra habitación»? —Al parecer, la gente todavía podía sorprender
a la extranjera.
Mientras dirigía a Fannah hacia la escalera a lo largo de la barra, Tazi comentó:
—Como dije antes, soy consciente de que arruiné vuestros planes para la noche. Quisiera
resarciros.
Fannah se detuvo ante la escalera y se quedó allí clavada. Agarró el brazo de Tazi con ambas
manos y se quedó mirándola fijamente con sus ojos ciegos.
—No me conocéis, ni me debéis nada. Ya me las arreglaré por mi cuenta. —La determinación en
su voz era de hierro. Esta vez fue Tazi quien inclinó la cabeza hacia Fannah.
—Ya se que podéis —la tranquilizó—, pero ¿por qué no consideráis mi oferta? No tenéis sitio
alguno en el que pasar la noche, y no os pido nada a cambio. ¿Por qué no decir sí?
Tras un momento de silencio, Fannah susurró:
—¿Por qué hacéis esto por mí?
Con su mano libre, Tazi dio unos golpecitos en las de Fannah.
—Me gustáis. Así de simple. Me apetece hacerlo. ¿Es que no podéis aceptarlo?
La única respuesta de Fannah fue apretar su mano y girar la cabeza en dirección a la escalera.
Cautamente, las dos se dirigieron hacia la habitación de Tazi, en el piso superior. Era bastante
sencilla, con una cama, una mesa de madera y algunas sillas. Bajo el lecho, había unos arcones, pero
a Tazi no le preocupaba la presencia de Fannah en su habitación de los secretos. Cuando permitía
que alguien entrara en su vida, las pocas veces que lo hacía, era sin reservas.
—Permitidme que encienda esta lámpara de aceite… —comenzó a decir Tazi antes de que se
diera cuenta de que la luz no era algo que importara a Fannah.
La extranjera le quitó importancia a la torpeza al tiempo que le daba las gracias a Tazi.
—Dejadla. Procuro estar en el mundo, y vivir, tanto como me sea posible, igual que los que ven
—explicó con una breve y cálida sonrisa—. Ayuda a que la gente se sienta menos incómoda
conmigo.
—Bueno, creo que de momento ya estáis acomodada. Haré que os suban algo de comer. No os
preocupéis por pagar nada.
Cuando Tazi iba a salir, Fannah la detuvo. Temiéndose un diluvio de gratitud, levantó las manos
en señal de protesta. Pero las siguientes palabras de Fannah la cogieron por sorpresa.
—Tened cuidado esta noche. No todo lo que veis es lo que parece.
Con aquellas extrañas palabras resonando en su cabeza, Tazi descendió la escalera. Volvió a
saludar con la cabeza a Alall y salió a la noche. Allí, lejos de las miradas curiosas de la clientela de
El Zorro Vapuleado, sacó el trozo de pergamino que el anciano le había dado y comprobó la
dirección una vez más. Según los amigos de su informante, fueran quienes fuesen, la casa donde vivía
Ciredor no estaba lejos.
«Todo está yendo exactamente como quiero —se dijo Tazi mientras avanzaba por la calle
Larawkan—. En primer lugar, le quito a Ciredor la baratija que le di y, al hacer eso, me libero de su
compañía. Luego, averiguo qué le une a Fannah. No quiero que tenga nada que ver con ella».
Descubrió en ella algo parecido a un sentimiento de protección para con su nueva amiga. Sin
embargo, Tazi no soportaba mucho tiempo los pensamientos serios, y pronto se imaginó a su madre
buscándole un nuevo pretendiente. La imagen de su madre exasperada le provocó unas risillas. Como
siempre, no duraron mucho.
De súbito, un grupo de juerguistas ostentosamente disfrazados dobló la esquina y se aproximó a
Tazi. Esta buscó su daga al instante pero, cuando comprobó que no significaban ninguna amenaza, se
calmó y los saludó con la cabeza. Aquel encuentro todavía la convenció más de que todo aquel con
notoriedad en la ciudad de Sélgont se hallaba fuera de casa aquella noche, acogido en una u otra
fiesta.
A medida que iba abandonando la protectora sordidez del Barrio Sangriento, Tazi caminaba cada
vez más silenciosamente. Para los pocos que aún vagaban por las calles, no había duda ninguna de
que era un joven en busca de juerga. Tazi dominaba el arte de desaparecer confundiéndose con el
entorno. Sin embargo, aquella noche no era la única persona con tales habilidades, y la sombra que la
había seguido desde el Palacio de la Tempestades no se encontraba muy lejos.
No era un paseo demasiado largo, pero sí lo suficiente como para que Tazi aprovechara para
prepararse mentalmente. El penetrante olor a sal significaba que la Bahía de Sélgont estaba cerca.
Aunque era reacia a admitirlo, al principio de cada una de sus aventuras la boca se le secaba, y el
corazón le latía algo más rápido. Sin embargo, sus correrías le resultaban de lo más gratificantes. Las
palabras no alcanzaban a expresar la sorpresa y satisfacción que sentía una vez que finalizaban y ella
salía otra vez triunfante. Tenía que admitir que la complacía haber encontrado a alguien con quien
compartirlas, alguien que las disfrutara tanto como ella. Pero aunque Steorf era un compañero
maravilloso en noches como aquella, últimamente, a Tazi le gustaba más tener aquella correrías por
su cuenta.
Sumida en sus pensamientos, la experimentada ladrona enfiló una calle. Todavía había algunas
tiendas abiertas. Al fin y al cabo, aquello era Sélgont, y los negocios eran los negocios, la hora no
contaba. Unos pocos clientes rezagados estaban absortos en sus compras y no prestaron demasiada
atención al joven de negro que pasaba rápidamente por la calle. No tardó en vislumbrar la panadería
de Habrith.
A la vista del establecimiento, Tazi asintió con la cabeza y giró a la derecha a la altura del
negocio, que en aquel momento estaba cerrado pero que tan pronto como amaneciera herviría de
gente. Tras unos pocos pasos por la calle Sarn, apareció un parque. En Sélgont había algunas islas
verdes como aquella, siendo la mayor los Jardines de Caza. La que en aquel momento estaba ante
Tazi era mucho menor, pero, al parecer, el domicilio temporal de Ciredor estaba pegado a ese
parque. Tazi atravesó la arboleda, camino de su objetivo.
Se movía en total silencio mientras cruzaba los arbustos adyacentes al jardín tapiado de Ciredor,
satisfecha por haber engrasado antes sus pieles para que no chirriaran. No tenía la fortuna de Steorf,
quien había aprendido a lanzar hechizos para moverse en silencio, independientemente de lo que
vistiera o llevara. Cuando estaban juntos, Tazi tenía que admitir que sus habilidades la
impresionaban. Estaba logrando la misma excelencia que su madre, y no cabía duda de que algún día
sería un digno sucesor de Elaine, pensó Tazi, suponiendo que se olvidara de sus travesuras a cambio
de una vida respetable.
Con cuidado, se acercó a la pared del jardín, que ofrecía una vista limitada de la parte trasera de
la residencia que Ciredor había alquilado. La mayoría de los edificios del entorno eran tan iguales
entre sí que costaba diferenciarlos. Tazi confiaba en que la información de que disponía fuera la
correcta, en que tenía aquello por lo que había pagado. De lo contrario, aprovecharía para hacerse
con varios objetos de quienquiera que viviera allí. Más tarde, estrangularía al anciano, ya en El
Zorro Vapuleado.
El muro del jardín, en buen estado tras una reparación, medía el doble de su altura. El jardín
tenía muchos árboles, y poco más. A través de sus hojas, Tazi podía ver un poco de la casa. Dos de
las habitaciones superiores disponían de balcones que se asomaban a la zona verde. Varias otras
parecían estar débilmente iluminadas, probablemente por algún tipo de hechizo. Tazi estuvo
vigilando esas habitaciones durante varios minutos. Al ver que ninguna sombra se movía en su
interior, dedujo que el dueño no estaba en la casa. En aquel momento de la noche, los pocos
sirvientes que Ciredor debía de tener estarían en la cocina o en la despensa, bebiendo cerveza. La
joven sabía que hasta el mayordomo de la familia, Erevis Cale, tenía reservas particulares de brandy,
un brandy con el que ella misma se había reconfortado en su compañía en más ocasiones de las que
era capaz de recordar.
Dejó de perder tiempo con recuerdos. Con habilidad y sin hacer el menor ruido, comenzó a trepar
el muro. Eligió un lugar cubierto por las ramas de los árboles y, cuando llegó arriba del todo, se
estuvo durante un tiempo agazapada allí, sin moverse. Con sus ropas y su cabello negro, era otra
sombra. El jardín parecía estar vacío, pero era mejor ser cauto. Algunos de aquellos propietarios
tenían enormes sabuesos, y Tazi había aprendido con rapidez que los perros no eran criaturas con las
que quisiera líos. En su muñeca derecha todavía llevaba las cicatrices de su primer encuentro con
una bestia así. Pero este jardín sólo tenía árboles. Al otro lado de la calle, una oscura figura espiaba
a Tazi y esperaba.
Ignorante de que la observaban, descendió y se deslizó por el jardín. Captó algo de movimiento
en una de las habitaciones del primer piso, hacia el ala oeste de la casa. Sin duda era la servidumbre,
reunida en la despensa. Tazi se dirigió a hurtadillas al este, hacia unas puertas dobles, las cuales
probablemente daban acceso a un salón. Extrajo sus delgadas ganzúas y punzones, que llevaba
sujetos al antebrazo, bajo la camisa. La acompañaban en sus aventuras desde los quince años. Con un
rápido giro de muñeca, escuchó el gratificante clic de la cerradura al ceder. Sonrió y añadió otro
número a su cuenta mental de éxitos.
Dado el buen mantenimiento de la casa, la puerta se abrió lenta y suavemente, sin el menor ruido.
A partir de entonces, el tiempo contaba. Tazi comenzó su búsqueda.
Desde la planta baja, con sus salas de recepción, se deslizó escaleras arriba, hasta el primer
piso, con suma facilidad, evitando la cocina y la despensa. Apenas había muebles en las
habitaciones; daba la impresión de que Ciredor viajaba con pocas pertenencias. Eso incrementaba el
misterio. Los mercaderes con los que Tazi estaba familiarizada nunca viajaban tan ligeros. Las
paredes estaban desnudas, excepción hecha de las suntuosas cortinas que colgaban en las ventanas.
En ninguna parte había adornos u objetos personales.
Hábilmente, Tazi se deslizó de una estancia a la siguiente, buscando una caja fuerte o un joyero.
Ya había penetrado en residencias de ricos mercaderes para robarles, y se conocía todos los trucos:
las alcobas secretas, los falsos sillares que se deslizan a un lado, las puertas huecas y las inevitables
trampas. Pero cada uno de los lugares en los que esperaba encontrar tales cosas estaba vacío.
Frustrada, siguió la búsqueda.
Mientras indagaba por el dormitorio, hubo algo que atrajo la atención de Tazi: las abundantes
tallas y estatuas obscenas.
«Interesante», pensó, no sin algo de desagrado. Un vistazo superficial no reparó en nada de valor.
Tazi comenzó a preguntarse qué tipo de hombre era Ciredor.
Sus agudos ojos percibieron un destello de plata en su mesita de noche. Deslizó hacia afuera el
brillante objeto que estaba debajo de una de aquellas vergonzosas tallas. Era una insignia con cisnes
de plata contra un fondo verde. Tazi conocía demasiado bien aquel escudo de armas.
—¡Los Soargyl! —susurró amargamente—. ¿Qué tendrá que ver Ciredor con ellos?
Consciente de que cuanto más se entretuviera, mayor sería la posibilidad de que la descubrieran,
la joven abandonó el dormitorio frustrada. Su mente se aceleraba por instantes. Ciredor debía de
tener un estudio en alguna parte. Quizá allí podría descubrir qué tipo de relación existía entre
Ciredor y el enemigo más odiado de su familia, un enemigo cuyo lema rezaba «Siempre hasta el
último aliento». Ciredor lamentaría cualquier asociación entre él y aquella abominable estirpe, ya se
aseguraría Tazi de ello. Nadie amenazaba a su familia y se salía con la suya.
El único lugar en el que no había buscado era la bodega. La joven las odiaba; resultaban
auténticas ratoneras. Llegar hasta la bodega también significaba tener que pasar; sin ser vista, al lado
de la despensa, donde se hallaba la servidumbre, pero que la partiera un rayo si se iba de allí con las
manos vacías.
Serpenteando, bajó a la planta baja y se acercó a la cocina: estaba a oscuras. Alcanzó a ver
cazuelas, ollas y sartenes colgando cerca de las ventanas. Era evidente que los criados habían
limpiado y disfrutaban a sus anchas de la casa. Al pasar por una ventana, Tazi dio un vistazo afuera
por si las moscas. Que ella supiera, el único motivo para preocuparse era la presencia de aquellos
hombres en la otra habitación. Con aquella oscuridad, no se percató de la figura agazapada en el
muro del jardín. Pero la figura sí la vio.
Cuando estuvo cerca de la despensa, se apretó contra la pared. Oyó las voces quedas de unos
cuantos hombres. Una vez en el borde de la puerta, echó un vistazo dentro. Una simple y vieja
lámpara de aceite proyectaba una luz débil en la habitación. Era evidente que los criados de Ciredor
no contaban con los mismos hechizos luminosos del resto de la casa. En un rincón de la despensa,
tres de ellos estaban sentados en torno a una mesa, sumidos en una conversación susurrada. Había
algo furtivo, casi secreto en el modo en que hablaban.
«Quizá —pensó, en un intento de animarse— están planeando robar a su eventual amo. ¿No sería
terriblemente paradójico?».
Aquella iluminación y la ubicación de la mesa hacían su siguiente movimiento mucho más
sencillo de lo que había esperado. La mayor parte de la despensa se hallaba en sombras, y Tazi se
deslizó lentamente por la pared. Ya había hecho esto anteriormente, pero la proximidad de los
hombres y la posibilidad de ser descubierta hicieron que su corazón latiera con mayor intensidad. Le
parecía como si el corazón fuera a salirle del pecho en cualquier momento.
Cuatro pasos más y estaría en la escalera. Parte de ella todavía era reticente a buscar en la
bodega, pero ya no había vuelta atrás. Tenía que proteger a su familia. Evitando con sumo cuidado el
desgastado centro de cada escalón, Tazi descendió casi sin producir ruido alguno. Complacida con
su habilidad, continuó algunos peldaños y, súbitamente, se vio impelida a no respirar. La estancia
estaba invadida por un fuerte hedor a moho y putrefacción. Casi podía saborear la humedad, pues la
habitación apestaba. El olor era tan intenso que casi hizo que cambiara de idea. Pero el desafío era
irresistible. Decidida, se tapó la boca y la nariz con una mano.
La joven reparó en las muchas huellas que había en la mugre de las losas del suelo. Pensó que
eran demasiadas para el tráfico normal de los sirvientes yendo y viniendo a por licor. Y Ciredor no
llevaba tanto tiempo en la ciudad, ni había sido el anfitrión de ninguna gran fiesta, por lo que ella
sabía, para que se explicara tal suministro de alcohol. Allí había algo más. Comenzó un cauto examen
del lugar.
En el muro del fondo, Tazi halló lo que estaba buscando: una puerta cerca de unas barricas de
cerveza. Por experiencia procuraba no dar pasos en falso. A la derecha de la puerta, estaban apiladas
varias cajas de mercancías. Se encaramó hasta la última, la cabeza le quedó prácticamente pegada al
techo. Desde aquel ángulo, podía inspeccionar mejor las posibles trampas o defensas de la puerta.
Extrañamente, no había nada.
—¿Es tan arrogante —suspiró con incredulidad— como para pensar que nadie se atreverá a
venir aquí? Vaya, vaya. Tiene mucho que aprender de la vida.
La cerradura era pan comido, y la puerta pronto se abrió para revelar una habitación limpia y
seca. Unos hechizos que se activaron por el movimiento de la puerta desterraron la oscuridad pero
revelaron algo tan nauseabundo que la bilis se agolpó en la garganta de Tazi. Mucho había visto en
los años que llevaba visitando el Barrio Sangriento, e incluso en otros lugares, pero algo como
aquella atrocidad.
La habitación era una antecámara con dos puertas. En el fondo, contra la pared, había un diván
atiborrado de almohadas. A su lado, había un escritorio cubierto de rollos de papel y pergaminos, y
en la esquina reposaba una caja fuerte. El suelo estaba embaldosado con dos tipos de losas, unas más
oscuras y las otras más claras. Las oscuras dibujaban un círculo enorme, con un diámetro que medía
poco más que una persona de talla media. Sin embargo, era lo que reposaba dentro de él lo que
conmocionó a Tazi.
En el centro del círculo se hallaba lo que debía de haber sido un adolescente. Los harapientos
restos de sus ropas lo delataban como un habitante de los barcos, una de las muchas almas que vivían
en navíos amarrados en la Bahía de Sélgont. Uno más entre aquellas hordas de gente anónima, uno al
que nadie echaría en falta, uno del que nadie denunciaría su desaparición. Precisamente como podría
ser el caso de una extranjera recién llegada. El chico yacía con los miembros demencialmente
estirados. Sus ataduras no tenían ningún sentido.
Lo habían rajado de arriba a abajo. La piel de su torso estaba abierta de par en par como las
páginas de un libro. Cada uno de sus principales órganos se había colocado cerca de su cuerpo. Con
ojos horrorizados, Tazi vio que los vasos sanguíneos y el tejido conjuntivo todavía mantenían unidos
esos órganos con su cuerpo. Le habían cortado los músculos de los huesos y los habían dejado a su
lado. Casi contra su voluntad, se acercó a él. El olor metálico de la sangre estaba por doquier.
Tazi pudo ver que le habían extraído los intestinos, los cuales se habían dispuesto siguiendo
extrañas pautas. Parecía que constituían mensajes, pero para la atónita ladrona no significaban nada.
Salvo por un signo que había visto antes, aquella misma noche: el tatuaje en el brazo de Fannah. Una
marca que llevaban tanto la extranjera como Ciredor.
«¿Planea esto para Fannah?», se preguntó. Sin embargo, lo que en el aquel momento Tazi tuvo
que aceptar era que el muchacho ¡todavía respiraba! Algún abyecto sortilegio hacía que sus pulmones
respiraran y su corazón latiera. Sus labios se movían sin decir nada y de cuencas vacías de sus ojos
fluían lágrimas de sangre. Con el corazón roto, Tazi comprendió que ya nada se podía hacer por él, y
que debía librarle de su agonía. Cualquier médico llegaría tarde. Estaba más allá de toda curación.
—Pero ¿cómo? —se preguntaba—. ¿Cómo ha sido capaz de hacer esto? —Lentamente, la joven
avanzó sobre la postrada figura.
Una fría mano agarró su hombro y un grito desgarró su garganta. Como un torbellino, Tazi se giró
al instante al tiempo que desenvainaba la daga. Plantado allí, con una sonrisa que iba extendiéndose
de oreja a oreja, estaba Ciredor. Todavía vestía su disfraz; parecía una salamandra maligna. La
máscara le colgaba a la altura de los hombros. Pese a sacarle una cabeza a Tazi, su apuesta
corpulencia hacía que pareciera incluso más alto. Su cabello negro era muy espeso, aunque lo
llevaba cortado a cepillo. Y el gran bigote y la perilla acentuaban la delgadez de su rostro. Pero tras
lo que acababa de ver Tazi, ya no le parecía tan atractivo.
—Qué encantadora sorpresa encontrarte aquí, Thazienne Uskevren. Me sentí defraudado cuando
vi aparecer a tu torpe sustituta en la fiesta. Creí que ya no tendría la fortuna de verte esta noche —
dijo Ciredor mientras, poco a poco, caminaba en torno a ella—. No habría tardado en traerte aquí
pero, al parecer, no podías esperar.
Bajo la luz tenue, presa de horror, Tazi contempló cómo su diamante destellaba en la oreja
izquierda de Ciredor.
La puerta se cerró de un portazo tras ella. La joven saltó y alzó la espada. Ciredor no prestó la
menor atención al arma. Pasó ante ella, camino de su escritorio. Despreocupadamente, comenzó a
clasificar algunos de los rollos de papel y pergaminos que había allí, de un modo tan absorto que
parecía ignorar la presencia de la joven. El corazón de Tazi le martilleaba en el pecho. Y volvía a
tener la boca seca.
—¿Qué eres? —alcanzó a decir casi sin voz—. ¿Cómo eres capaz de una cosa así? —dijo
señalando al chico con una mano temblorosa.
Ciredor apenas apartó la vista de sus papeles.
—Oh, ¡vamos! Thazienne. Eres una chica brillante. ¿Por qué haces preguntas tan tontas? —Dejó
el escritorio y avanzó hacia ella—. Soy mago, por supuesto, y algunos sortilegios exigen un alto
coste. Esto —señaló con la cabeza al chico— no es nada, en absoluto. Dispongo de muchos que,
como él, llevan mi signo repartidos por todas partes. Cuando uno se apaga, siempre hay otro que
ocupa su lugar. —Con una simple oscilación de su mano, Tazi perdió la espada, que dio vueltas en el
aire hasta aterrizar con un hueco sonido metálico en el suelo. Con su dedo índice levantó el pálido
rostro de la joven para encontrarse con su mirada—. Todo exige un precio, bella Thazienne.
De un manotazo, la joven apartó el dedo de Ciredor y con torpeza retrocedió un poco.
—¿Qué negocios te traes con los Soargyl? —preguntó para hacer tiempo, y hallar un modo de
huir. Era muy consciente, pese al horror que sentía, de que la muerte, o algo peor, la esperaba a la
vuelta de la esquina. Tenía que haber un modo de salir de allí.
Ciredor respondió:
—He sido contratado por, cómo lo diría, esas «amistades» de tu familia para que lleve a término
ciertas tareas. Aunque ellos no preguntan tanto, a pesar de lo mucho que pagan. —Se acercó a ella—.
Y, sí, preguntan por ti, entre otras cosas —susurró mientras caminaba en torno a ella—. Pero tú
puedes hacerme una oferta mejor. Al fin y al cabo, ellos sólo tienen mi lealtad temporalmente.
De súbito, la entrada a la habitación se vino abajo. Tanto Tazi como Ciredor perdieron el
equilibrio al tiempo que hasta los cimientos temblaban y los escombros volaban en todas
direcciones. Steorf irrumpió en la estancia con los ojos llameantes, igual que un espíritu vengativo.
Había dejado de ser una sombra. Mientras se quitaba el polvo de los ojos, Tazi pensó que no
recordaba haber visto al joven mago de aquel modo. Sin dudarlo un instante, Stcorf agarró por los
hombros a Ciredor y lo estrelló contra la pared más próxima, proporcionando al mago el mismo
castigo que habían recibido sus tres sirvientes en el piso superior. Steorf hubiera debido rematar su
tarea, pero se detuvo un momento para mirar, dibujándosele la preocupación en el rostro, cómo Tazi
se ponía de pie tambaleándose. Aquella preocupación fue su perdición.
Ciredor reaccionó. Unas sutiles chispas verdosas surgieron de sus manos e hicieron volar al
joven mago en medio de un estallido. La musculosa espalda de Steorf absorbió lo peor de la
explosión. Sin embargo, la fuerza del estallido lo aturdió y se desplomó sobre el suelo.
Tazi aprovechó la distracción para ir a recuperar la espada, pero no llegó lejos. Ciredor susurró
unas palabras y la joven se vio lanzada contra el suelo, quedando la espada a sólo unos
atormentadores centímetros de su alcance. El dolor la atenazó. Se replegó como un ovillo. Tenía la
boca espesa por el sabor de la sangre y el miedo.
—Querida, querida Thazienne, da la impresión de que nunca madurarás —dijo Ciredor riéndose
entre dientes—. Has dedicado demasiado tiempo de tu corta vida a las diversiones. —Mientras
hablaba, comenzó a rodear su maltrecho cuerpo—. Mírate —continuó, saboreando el momento—,
todavía te disfrazas como los niños pequeños. ¿No te parece que ya va siendo tiempo de que
crezcas? —Hizo otro gesto, y Tazi percibió que la luz en la estancia se hacía más tenue, antes de que
un dolor ardiente y cegador le enturbiara la visión.
De algún modo, rodó y pudo ponerse de rodillas, con la frente contra las frías losas. Tenía la
sensación de que el cerebro le ardía. Mil dagas le acuchillaban la cabeza. Gotas de sangre
empezaron a rezumar en su cabeza al tiempo que el cabello le crecía a una velocidad increíble.
Combatió aquella agonía apretando los puños. A pesar de todo aquel sufrimiento, sintió cómo su
anillo con esmeralda le mordía el dedo. Confusamente, en su enfebrecida cabeza resonaron las
palabras que le dijo un mago con quien se cruzó hacía ya años, cuando era una niña.
—Eso está mejor —dijo Ciredor en tono conciliador—. Ahora te pareces más al viejo retrato
que los Soargyl me enviaron. Ese cabello corto no te favorece. ¿Sabes?, puede que incluso os
mantenga con vida durante un rato.
Obcecadamente, Tazi alargó la mano para coger la espada. Ciredor la alejó de un puntapié.
—Me cuesta creer que hayas conseguido sobrevivir durante tanto tiempo, pequeña —le reprendió
Ciredor—. No estás preparada para esta vida.
—Puede que te sorprenda de lo que soy capaz —le escupió Tazi como respuesta, obligándose a
mirarle fijamente a través de la sangre y del cabello, que ahora le llegaba a la cintura. Steorf se había
levantado y avanzó a tumbos hasta quedar de pie tras ella.
Con una risilla socarrona, Ciredor movió la cabeza hacia Steorf y comentó:
—Ni tu protector a sueldo será capaz de salvarte de este fuego.
—Yo no le pago ningún sueldo —gimió Tazi, todavía doblada de dolor.
—Oh, perdóname —respondió4Ciredor con una reverencia burlona—, quería decir el protector a
sueldo de tu padre.
Aquellas palabras se filtraron hasta su mente a través de la agonía de su cuerpo. Y olvidando su
inmediato peligro, Tazi le preguntó:
—¿Qué quieres decir?
Ciredor sonrió y cruzó los brazos sobre el pecho. Difícilmente un gato podría obtener mayor
placer jugando con un ratón. Tazi notaba que aquel juego le divertía a Ciredor, que todo el dolor que
aquella estancia rezumaba era delicioso y adictivo para él.
—¿Tratas de decirme, Thazienne Uskevren, que desconoces las maquinaciones de tu padre? ¿De
verdad que no sabías que durante estos últimos siete años ese aprendiz de mago —se detuvo un
momento para señalar a Steorf— ha estado al servicio de tu padre? Únicamente estaba a tu lado
porque tu padre ¡le pagaba!
Tazi, vacilante, logró ponerse en pie, y lentamente se giró hacia Steorf. En el rostro de la joven
las emociones se dibujaban como la cera se deshace en una vela. Acabó por arder en ella una furia
oscura. Por primera vez en su vida, Tazi daba una imagen espantosa. Steorf dio un paso atrás.
—¿De que está hablando? —dijo entre dientes.
—No es lo que parece —se apresuró a responder Steorf.
—Entonces, sencillamente esta serpiente está destilando veneno para ponerme contra ti. ¿Es eso
lo que quieres decirme? —gruñó. En su voz no había compasión.
—Soy tu amigo —respondió Steorf—. Siempre lo he sido.
Tazi no cedió:
—¿Aceptas dinero de mi padre?
Steorf bajó la cabeza, incapaz de sostener la incendiada mirada de Tazi.
—Me temo —siguió, apretando los dientes— que me está costando oírte.
Ciredor se apoyó en una pared sonriendo ampliamente ante la escena que estaba desarrollándose.
Era evidente su predisposición a dejar que aquello siguiera su curso un poco más.
—Sí. Acepto dinero de tu padre —susurró Steorf.
El mundo de Tazi se vino abajo. Se frotó los ojos para evitar que manaran unas lágrimas que
pugnaban por salir. Su rabia se desbordó y su mano derecha se cerró en un puño. Levantó el brazo
con ánimo de asestarle un buen golpe.
Ciredor ya no podía contenerse más. Aplaudió con gran placer aquella patética escena que
estaban ofreciendo. Antes de que Tazi pudiera propinarle el puñetazo a su fracasado rescatador, el
mago masculló una palabra y una luz verde brotó de sus manos extendidas. La luz se dividió y se
transformó en cuatro bolas fulgurantes, cada una de ellas encontró el camino hacia los tobillos y
muñecas de Steorf. El joven mago se vio elevado y sujeto contra la pared con la misma eficacia que
si lo agarraran unas esposas de hierro. El joven se resistió, pero nada de su arsenal mágico podía
oponerse a la fuerza arcana de Ciredor. Este, en medio de la creciente oscuridad, se giró para
enfrentarse a Tazi una vez más.
La sangre le caía por la cara y el cuello. El largo cabello que le había crecido se había
apelmazado en algunas partes. Sus prendas colgaban a jirones. Apenas podía mantenerse de pie. Pero
una leve y sombría sonrisa se dibujó en sus labios.
—Ya es suficiente, pequeña. Es hora de que nos vayamos —sentenció Ciredor. Apretó sus manos
y brotó de ellas una intensa luz verde.
«Este anillo no es algo que pueda tomarse a la ligera —la advertencia de Durlan, un elfo lunar,
resonó en la cabeza de Tazi—. Ese hechizo tiene un precio —le había informado hacía muchísimo
tiempo—. Sentiréis un enorme dolor, más intenso que nada que podáis imaginar, y os dejará
exhausta. Sin embargo, ese mismo anillo os mantendrá a salvo de cualquier magia diabólica».
Mientras aquel rayo mortal volaba hacia ella, Tazi extendió su mano izquierda y pronunció una
palabra antigua. El dolor sentido en el primer ataque de Ciredor no fue nada comparado con los
cuchillos al rojo que se le clavaron en el cuerpo. Se formó un escudo grisáceo ante ella que repelió
el ataque del mago.
Ciredor se quedó sorprendido. Su magia no le había fallado jamás.
Tazi percibió su vacilación. Casi cegada por el dolor, deslizó su mano derecha dentro de una
bota y agarró su daga. No se trataba de lanzar la daga por diversión en El Zorro Vapuleado. En aquel
momento, su vida dependía de su habilidad. Y lanzó el arma.
La daga se clavó en Ciredor debajo de su corazón. En su rostro se dibujó una mezcla de sorpresa
y consternación; se dobló hacia adelante y cayó de rodillas. Tazi no perdió la oportunidad. Había
notado que las luces titilaban y perdían intensidad en el curso de la pelea, y sospechaba que el
combate estaba agotando a Ciredor, aunque a este todavía le quedaba una reserva. La única
posibilidad era el chico. De algún modo, aquella vida que se apagaba alimentaba a Ciredor.
Mientras el mago trataba de sacarse la daga, Tazi atravesó corriendo la estancia para llegar al
diván. Agarró un almohadón y, tambaleándose, fue hacia donde el chico yacía. Sólo podía hacerse
una cosa. La joven se arrodilló, ya sin sentir dolor, y se inclinó sobre el muchacho.
—Lo siento en el alma —susurró vertiendo unas lágrimas—, jamás tuviste una oportunidad. —
Puso la almohada sobre la cara del desafortunado y apretó con todo el peso de su cuerpo.
El muchacho apenas duró. A Tazi no le llevó mucho quitar su primera vida.
La habitación casi estaba ya a oscuras. Los grilletes que sujetaban a Steorf comenzaron a
parpadear. Ciredor, que había logrado extraerse la daga, trató desesperadamente de frenar la pérdida
de sangre con parte de su ropa. Las cosas no estaban yendo como había planeado. Herido y casi sin
energía, cedió.
—Apenas he empezado contigo, Thazienne Uskevren —la amenazó sombríamente—. Tú y yo
estamos unidos, y el final aún no se ha escrito.
Y dicho aquello, tiró a un lado la daga e hizo acopio de sus últimas energías mágicas. Un gran
resplandor llenó la oscura estancia. Cuando finalmente se desvaneció y las estrellas danzantes
abandonaron los ojos de Tazi, Ciredor no estaba. En la habitación sólo quedaban Tazi, Steorf y un
montón de cenizas que había sido el cuerpo del chico.
Durante un tiempo, no hubo sonido alguno en el lugar. Tazi se había limitado a arrodillarse al
lado de las cenizas del chico y se mecía de atrás adelante con las manos sobre las rodillas. Al poco,
sintió una mano en su hombro.
De un manotazo se deshizo de ella y se puso en pie de un salto.
—No se te ocurra tocarme —le advirtió a Steorf con los dientes apretados. Este la miró con una
mezcla de asombro y fatiga—. No tienes derecho, estoy segura —añadió con una risa amarga— de
que mi padre no te paga para eso.
—Tazi. —Steorf comenzó a hablarle débilmente, pero ella no le dio la oportunidad de seguir.
—Dime, ¿cuánto te está pagando? ¿Cuánto vale tu lealtad?
Steorf parecía destrozado. A pesar de ella misma, la joven vio que lo que dijo a continuación el
joven mago aún lo envilecía más.
—Por favor, no hagas que suene tan horrible, Tazi. Todo el mundo tiene un precio. Deberías
tenerlo presente. En esta ciudad todo se compra y se vende. No te horrorices. Incluso tú tienes un
precio. —Y tras un instante, añadió—: Te he sido siempre fiel.
—¿Y cuántas monedas harían falta para que fueras leal a alguien más? —La joven se alejó de él.
No le permitió que la viera así. Sería la más amarga de las derrotas, y aquella noche no quería
perder nada más. Al mirar hacia abajo, a lo que quedaba del chico, cambió de tema—: Ocúpate de
esto.
Aferrándose a aquella oportunidad, Steorf dijo precipitadamente:
—No te preocupes, me encargaré de que sus restos tengan un lugar de descanso. —Avanzó un
paso hacia Tazi, pero ella no quería saber nada de sus intenciones.
—Al fin y al cabo, para eso se te paga, ¿no? ¿No es para cuidar y limpiarlo todo detrás de mí? —
Sin esperar su respuesta, ausente, recogió la daga y cogió la mayoría de aquellos rollos de papel y
pergaminos que parecían tener tanta importancia para Ciredor. No tenía las ideas claras, pero era
consciente de que en los próximos días necesitaría toda la información que pudiera reunir acerca de
él. Avanzó hacia la puerta a grandes pasos.
—Espera —le gritó Steorf—. Permite que te acompañe a casa.
—No te preocupes —gruñó, sin darse la vuelta—. De lo único que debes protegerme a partir de
este momento, es de mi rabia contra ti. —Tras lo cual, se marchó.
Una vez en la calle, Tazi se apoyó contra una pared y se llevó una mano a la boca. Las lágrimas
estaban apunto de manar. Un caudal de recuerdos empezó a desfilar por su mente: las ocasiones que
ella y Steorf habían pasado juntos, las huidas por los pelos, las aventuras y las bromas. Todo aquello
parecía quedar muy lejos en aquel instante, como si fueran los recuerdos de otra persona. Todo
cuanto había considerado cierto se desvanecía en aquellos momentos. Estaba más sola que nunca.
Dificultosamente, recorrió el corto trecho que iba de la calle Sarn hasta el Palacio de las
Tempestades sin ser vista por nadie. Habría sido muy complicado, sino imposible, explicar su
aspecto, pues parecía a un tiempo una noble y una ladrona. Se movía automáticamente. Cuando entró
en la casa de su familia, la fiesta ya hacía horas que había acabado; se dejó caer en la primera silla
que encontró en el penumbroso salón de la planta noble. Mientras reposaba en aquel estado, Cale,
que todavía estaba limpiando tras la partida de los invitados, la descubrió. El aspecto que ofrecía lo
dejó atónito.
—Thazienne —se le escapó entre los labios—, ¿qué te ha ocurrido? —La imagen de la chica,
con la ropa a jirones y ensangrentada, y con los cabellos largos de nuevo, lo impresionó de tal modo
que la tuteó.
Tazi levantó sus vidriosos ojos hacia la tez pálida del mayordomo.
—Oh, Erevis… —dijo casi sin aliento.
La cara demacrada y pálida de Cale no le había parecido jamás tan entrañable como en aquel
momento. Sin embargo, la sombra de una duda se apoderó de ella. Se contuvo antes de abrir la boca
y, tras un momento, le preguntó
—¿Tienes un precio, Cale? Es decir, aparte de lo que mi padre te pague por tu lealtad y
servicios, ¿tienes un precio?
Cale se quedó callado. Aquella noche, algo había cambiado en aquella niña que siempre estaba
sonriendo. No estaba seguro de cómo proceder.
—No importa, Cale —siguió diciendo Thazienne fatigadamente—, sé que nos eres leal. Pero
supongo que debo ser cauta. Algún día, también podrías ser leal a alguien más.
Dejó al perplejo Cale y se giró para subir con sumo cuidado la escalinata, en dirección a sus
habitaciones del primer piso. Aquella noche, le dolían el cuerpo y el alma. No le habría importado si
alguien de la casa la hubiera descubierto con aquel aspecto aquella noche, pero nadie lo hizo. Era ya
demasiado tarde para su familia y la servidumbre. Llegó a sus aposentos sin cruzarse con nadie.
Una vez en ellos, se dirigió a su tocador para hundirse en la butaca que había al lado. Una parte
de su mente sabía que tenía que asearse, librarse de la sangre y la suciedad, y cortarse aquellos
largos mechones. Pero estaba exhausta. Se descubrió mirándose en el espejo, no reconoció a la mujer
que la estaba mirando. El cambio iba más allá de la sangre y el cabello; estaba teniendo lugar a un
nivel más profundo. Y entonces, se sorprendió recordando al chico y el modo en que ella acabó con
su vida.
Con movimientos lentos, como si estuviera bajo el agua, alargó una mano ensangrentada para
tocar el rostro del espejo. «¿Qué precio tiene —se preguntó— mi vida?».
La mujer del espejo permaneció en silencio.
EL SEGUNDO HIJO

TREINTA DÍAS
Dave Gross

A través del Bosque del Arco, Talbot Uskevren huía para salvarse.
Oscuras ramas le azotaban el rostro mientas los matojos se le aferraban a la capa. Una horrenda
fuerza tiraba de ella, empujándole la cabeza hacia atrás dolorosamente. El cierre se le clavó en el
cuello antes de romperse y caer con la capa. Tal estuvo a punto de tropezar pero las botas se le
clavaron en el resbaladizo suelo y de nuevo echó a correr. No se atrevió a mirar atrás.
La criatura estaba casi sobre él, Tal oyó su trabajosa respiración, notó el gran calor que
emanaba. Se imaginó la espantosa dentellada de sus fauces en su cuello, pero apartó la idea de su
mente y concentró todas sus fuerzas en sus cansadas piernas.
Corrió hacia el único faro que podía ver, unas nubes iluminadas por la luna. Si recordaba
correctamente, por ahí había un claro. Confiaba en que algunos de los demás hubieran escapado y
esperaran allí con las lanzas.
Justo cuando renacía su esperanza, Tal chocó con una rama. El golpe lo lanzó al suelo y lo dejó
sin aliento. Su perseguidor voló sobre él, y no le alcanzó por poco mientras eclipsaba brevemente las
nubes iluminadas. La rama que había golpeado a Tal se partió bajo el peso de la criatura, y la bestia
cayó pesadamente al suelo, bloqueando el camino de Tal.
Tal no podía distinguir la forma del animal, pero notó su energía cuando se tensó para atacarlo.
Con el miedo atenazándole el cuerpo, Tal se apartó rodando justo cuando la criatura saltaba sobre él.
Fue demasiado lento, y lanzó un grito cuando unas garras le arañaron la espalda.
Tal trató de tirarse hacia la derecha, pero unas fauces rugientes se cerraron sobre su brazo. Tal se
agitó tan impotente como una muñeca de trapo entre los dientes de un perro rabioso. Voló por los
aires y de nuevo se estrelló dolorosamente contra el frío suelo.
Mientras trataba de ponerse de rodillas, otro golpe le sacudió la cabeza. Sintió como si le
saltaran chispas del cráneo y notó una fría humedad bajo el cabello. La imagen de su cerebro al
descubierto le cruzó por la cabeza, y abrió la boca para gritar, pero ya estaba corriendo de nuevo,
ahorrando el aliento para la huida.
Ya no sentía las piernas, y el brazo izquierdo le colgaba inútil. Corrió por pura fuerza de
voluntad, por puro terror. Sabía que la bestia sólo estaba a unos centímetros a su espalda, pero mirar
hacia atrás era la muerte. Lo sería mientras siguiera dentro del mortal Bosque del Arco, donde los
osos lechuza, por lo visto, no invernaban.
Tymora, la diosa conocida como Señora de la Suerte, debió de oír una de sus incompletas
plegarias, porque Tal no se dio con más árboles hasta salir como una exhalación del sofocante
bosque.
Saltó al claro, henchido de esperanza, pero se dio cuenta de que Beshaba, la Doncella de la
Desgracia, también debía de haber oído alguna de esas plegarias, porque aquello no era un claro.
Era un precipicio.
Tal giró el cuerpo mientas se despeñaba, y el breve instante de su caída se convirtió en un
larguísimo momento de absoluta claridad. Vio la enorme silueta de su perseguidor, recortada contra
las nubes teñidas de luz de luna. Se hallaba en el borde del abismo hacia el que Tal había corrido, y
parecía plantearse si saltar detrás de él.
—¡Rusk! —llamó una áspera voz desde detrás de la bestia. Antes de que Talbot pudiera ver si el
animal retrocedía o saltaba tras él, la oscura tierra se alzó hacia él y el golpe le privó de los
sentidos.

Un duendecillo le golpeaba la cabeza con un minúsculo garrote, así que Tal abrió reacio un
pegajoso ojo. Trató de alejar la molestia de un manotazo, pero sólo consiguió darse en el ojo. Tenía
el brazo débil, y notaba los dedos hinchados y dormidos, como salchichas frías.
Esa idea hizo que los cómplices del duendecillo prorrumpieran en risas en su madriguera, dentro
del estómago de Tal. Este se volvió de lado y vomitó sobre el suelo.
Miró parpadeando la fina masa amarillenta, casi esperando ver a esos pequeños incordios
empapados escurriendo sus gorras y maldiciéndolo. Quizá pudiera chafar a uno.
No había duendecillos en su vómito, y Tal empezó a darse cuenta de que el rítmico golpeteo
venía de fuera.
Tragó saliva dolorosamente. El asqueroso sabor que tenía en la boca le resultaba conocido. ¿Qué
desagradable medicina le habrían dado? ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo? Haciendo un esfuerzo,
volvió a tumbarse y miró parpadeando lo que lo rodeaba.
Estaba en una cabaña desconocida. Claro que cualquier cabaña le era desconocida a un vástago
de los Uskevren, cuyo palacio se contaba entre los más elegantes de Sélgont. En vez del cálido aroma
del incienso, Tal percibió el terroso olor del humo de leña. En lugar de los elaborados tapices, vio
manojos de hierbas secándose y ristras de ajos, cebollas y una confusa mezcla de raíces colgando de
unas vigas. Y en medio de todo, un hogar de piedra donde danzaban las llamas entre leños
requemados.
Un aire frío y unos delgados rayos de luz se colaban por debajo de la rosca puerta de madera y
los listones de los sencillos postigos. Tal tomó una profunda bocanada de aire. A pesar de
encontrarse enfermo, era magnífico estar vivo, y mejor aún que alguien que no fuera su padre lo
hubiera rescatado después de la desastrosa cacería. Recuperarse en el hogar de un habitante de los
bosques le daría el tiempo suficiente para poner buena cara ante el fracaso.
Tal dejó de engañarse. Eso era mucho más serio que pasar la noche en prisión por una pelea de
taberna. Por lo que sabía, era el único que había sobrevivido de todo el grupo que había salido de
caza.
Tal intentó sentarse, pero la cabeza le dio vueltas. Sólo entonces comenzó a sentir el penetrante
dolor de sus heridas. Con cuidado, alzó la manta de lana y comprobó sus heridas.
Tenía el brazo derecho pulcramente vendado y sujeto al pecho, también cubierto por vendajes. Le
picaba el cuero cabelludo, y notó más vendas en la cabeza. Tal se tanteó el cráneo con cuidado y, por
suerte, no encontró que le faltara ningún trozo de hueso. Quien fuera que lo había encontrado debía de
ser un hábil curandero, quizá incluso un sacerdote. Tal no prestaba demasiada atención a los dioses,
pero se prometió acordarse de donar su presupuesto para cerveza del mes siguiente al santuario de
Tymora, en Sélgont. Sin duda, le había concedido suficiente buena suerte como para compensar el
lamentable error del precipicio.
Tal intentó incorporarse de nuevo. Consiguió apoyarse en el codo sano y llevar los pies al suelo.
La espalda le dolía y le picaba por estar demasiado tiempo tumbado en un colchón de paja; Se dio
cuenta de que el rítmico sonido de los hachazos había sido reemplazado por unas voces
amortiguadas.
Se levantó de la cama, pero no pudo erguirse completamente. Encorvado, arrastró los pies hasta
la ventana y miró a través de una rendija de los postigos. El resplandor de la nieve lo deslumbró al
principio, pero luego vio un pulcro montón de leña y el tocón sobre el que cortaban los maderos.
Sobre el tocón se hallaba sentada una persona tan envuelta en chales y abrigos que Tal supo que se
trataba de una mujer sólo por la voz. Estaba hablando con alguien que Tal no podía ver.
—… ido ya. Coge un poco para Abell. Date prisa y estarás de vuelta antes de la noche.
—¿Y si no funciona? —replicó otra voz de mujer, más joven. Tal trató de correr el cierre del
postigo para ver mejor, pero la joven añadió—: Tendremos que matarlo, ¿no?
Tal dejó los postigos cerrados. Se acuclilló, por si alguna de las mujeres miraba en su dirección.
—Si podemos hacerle dormir durante otros diez días —contestó la anciana—, y si Dhauna
Myritar lo aprueba, y si él se somete a la voluntad de Ella…
—Y si el grupo de búsqueda no regresa… —concluyó la joven—. Incluso con la nieve fresca, no
pienso que se creyeran…
—Feena —la interrumpió la anciana—. Ninguno de esos síes importará a no ser que hagas tu
recado bien pronto.
—Sí, madre —replicó Feena, resignada. Tal oyó los reacios pasos crujiendo sobre la nieve al
alejarse la mujer.
—No te entretengas —le gritó su madre. El ruido de los hachazos empezó de nuevo—. Es un
chico robusto y está recuperando la fuerza.
Un estremecimiento recorrió las venas de Tal. No tenía ni idea de por qué esas mujeres querían
matarle, pero debía de tener algo que ver con el ataque que había sufrido su partida de caza. ¿Habría
ordenado ella a los osos lechuza que cargaran contra el campamento? Y de ser así, ¿por qué no lo
habían matado ya?
La respuesta más evidente era: por un rescate.
El padre de Tal había puesto objeciones a esa partida de caza por muchas razones. Entre ellas, la
constante amenaza de que raptaran al hijo de uno de los hombres más ricos e influyentes de Sélgont.
En la ciudad, Tal estaba casi siempre bajo el escrutinio público, y él siempre había sospechado que
su padre enviaba a guardaespaldas para que lo siguieran a él y a sus hermanos. Tal intentaba que no
le importase, mientras nunca los viera y no se metieran en sus asuntos.
Pero un rapto no parecía la respuesta correcta. Cierto, la partida de caza estaba formada casi por
completo por vástagos de familias adineradas, pero los ruidos que Tal había oído la noche que los
atacaron no eran los que uno podría esperar si sus amigos estuvieran siendo apresados. Era el de
estar haciéndolos pedazos.
Tal sintió un escalofrío. El fuego estaba bajo. Sabía que, pronto, la madre de Feena regresaría
con más leña.
Pensó en volver a la cama, fingir que estaba dormido y esperar la ocasión para escapar, pero se
dio cuenta de que esa podía ser su única oportunidad. Calculó la posición de la puerta respecto de la
anciana. Sí, lo vería si trataba de salir por ahí. Pensando de prisa, Tal buscó su ropa. No vio su
camisa por ninguna parte, pero encontró las botas bajo la cama. Trató de ponérselas con sólo una
mano y a punto estuvo de perder el equilibrio. A toda prisa, buscó algo semejante a un cuchillo en los
cajones de un mueble, y finalmente encontró un corto cuchillo de cocina.
Cortó la tira que le sujetaba el brazo al pecho, y luego lo extendió con cautela, haciendo una
mueca en espera del dolor. Sorprendentemente, el brazo parecía sano, si bien algo entumecido por la
larga inmovilidad. Cortó los vendajes. Debajo, las cicatrices eran rosadas y tenues. Aunque alguien
hubiera empleado algún tipo de curación mágica, lo lógico es que tuviera algunas costras.
¿Cuanto tiempo había estado dormido?
Con el cuchillo, Tal hizo unos cortes en dos mantas de lana para confeccionarse un rudimentario
tabardo, y luego se hizo un cinturón de cáñamo para asegurarlo. Finalmente, se puso las botas con
ambas manos. No sólo no le dolía el brazo herido, sino que sintió un arrebato de estimulante energía.
Sabía que era la tensión del miedo, pero le aclaró la cabeza y le dio fuerza en los miembros.
Se acercó sigilosamente a la puerta y se puso a escuchar. No oyó ruidos de hachazos, sólo un
gruñido apagado y un crujido cuando agarraron la puerta por el otro lado. Tal tuvo un instante de
indecisión. No estaba seguro de ser capaz de pegar a una anciana. Por otra parte, tampoco estaba muy
seguro de no ser capaz de matarla. Sin pensar, agarró un saco de arpillera de la pared, se lo envolvió
en la mano, cerró el puño y esperó.
La puerta se abrió, y Tal vio a un bajo bulto cargando un enorme fardo de leña. El puñetazo de
Tal dio justo en el centro del fardo. Los leños salieron volando en todas las direcciones y la anciana
cayó al suelo, atontada.
—¡Perdón! —soltó Tal.
Sintió una aguda punzada de culpa cuando vio la sorpresa en el rostro de la anciana, un rostro
ovalado, matronal e incluso amable, pero recordó que ella podía ser la hechicera que lo había
curado. Una sola palabra de ella podía ser suficiente para derrotarlo.
—Perdón —repitió y la golpeó contra el suelo.
Esta vez los ojos de la anciana se quedaron en blanco y luego se cerraron. Con una mueca de
apuro, Tal le puso la oreja sobre la boca. Para su alivio, la oyó respirar.
Cogió en brazos ala mujer y la llevó a la cama. Pesaba mucho menos de lo que él se había
esperado, o él estaba más fuerte de lo que creía.
—Feena volverá antes de la noche —dijo a la anciana.
Se sintió tonto consolando a una mujer inconsciente que quería matarlo, pero aun así le acarició
la enrojecida mejilla antes de empezar a irse, deseando saber exactamente por qué la mujer planeaba
mantenerlo escondido.
Fuera, Tal entrecerró los ojos antes el blanco paisaje. En la distancia estaba lo que supuso que
era el linde del Bosque del Arco. A juzgar por eso y por la posición del sol, calculó cuál sería la
dirección hacia Sélgont. Sería un largo camino a pie, pero al final se hallaba el hogar y la seguridad,
y quizá unas cuantas respuestas.

El primer día fue el peor. Tal estaba mucho más hambriento de lo que había pensado cuando
escapó de la cabaña, y no tenía ni idea de cazar sin una lanza y una docena de sirvientes para
levantarle la presa. Dio gritos de alegría cuando llegó al camino de caravanas entre Daerloon y
Ordulin, justo cuando le empezaban a flaquear las fuerzas.
Al oscurecer, el viento arreció, y Tal se refugió junto a un banco de nieve para protegerse. No
podía dormir; ya había dormido demasiado. En vez de eso, escuchó el cortante viento hasta que
amainó, y luego continuó hacia el este en medio de la noche.
Unas horas antes del amanecer, la perseverancia de Tal fue recompensada con la aparición del
carro de un chamarilero. En otras circunstancias, Tal hubiera hecho valer la promesa de un Uskevren
para agradecer debidamente los servicios prestados pero, considerando los recientes
acontecimientos, prefirió omitir su apellido al pedir que lo llevara. Por suerte, el chamarilero se
sentía lo suficientemente solo como para recibir alegremente a un pasajero desarmado. Cuatro días
después, dejó a un Tal más delgado y hambriento a las afueras de la ciudad más cercana, Ordulin,
mientras él continuaba hacia el puerto de Yhaunn.
Tymora continuaba sonriendo a Tal, quizá disfrutando de la ironía de ver al hijo de un noble
vestido con harapos y mendigando comida y transporte. Justo cuando comenzaba a arrepentirse de la
decisión de dirigirse hacia el sur, alejándose de los malcarados guardias de la puerta de Ordulin,
pidió a un granjero, que se dirigía en esa dirección, que lo llevara. El amable tipo no sólo se ofreció
a llevarlo en su carro de heno, sino que también le dio una comida caliente todos los días. Tal
decidió que compensaría a ese hombre con generosidad.
Nueve días después de la huida de Tal, el carro del granjero atravesaba las calles de la ciudad
de Overwater, parada obligada de todas las caravanas que se dirigían a Sélgont o procedían de ella.
Durante el verano, el lugar estaría rebosante de viajeros y mercaderes. Incluso en pleno invierno
había bastantes tiendas desperdigadas, carros y animales de carga lanzando resoplidos de vaho. Tal
actividad comercial basada en caballerías y bestias de carga suponía una gran cantidad de
excrementos chafados que acababan mezclándose con el barro, formando así una acre y pringosa
plasta que, en los días más cálidos, amenazaba con tragárselo todo. El olfato de Tal agradeció ese
hedor. Estaba llegando a casa.
Salieron de Overwater para cruzar el Puente Alto. Bautizado con acierto, la estructura de siete
plantas estaba flanqueada por tiendas, tenderetes, tabernas y suficientes guardias como para
mantenerlos a todos a raya. Al llegar al final, Tal vio la Puerta Klaroun. En su frontal tenía tallados
unos colosales caballitos de mar, que parecían saltar del río para formar el arco central del puente.
Después de una larga ausencia, Tal fue muy consciente del pulso de la ciudad. Lo percibía en el
parloteo del puente, en el irregular taconeo de los cascos sobre los adoquines. Olió el almizcle
humano del lugar, disminuido pero no anulado por los perfumes mulhorandios y las especias
zhayvanas.
Miró hacia todos lados buscando a algún amigo, alguien a quien pudiera sorprender con su
milagroso regreso. Los ciudadanos de Sélgont vivían pendientes de la moda, y miles de colores y
estilos de prendas de vestir se mostraban en las calles todos los días. El granjero había conducido su
carro casi hasta el final del puente antes de que Tal divisara un rostro conocido.
Tambaleándose fuera de una taberna, un hombre de cabello rubio casi chocó contra una patrulla
de Cetros, los guardias de la ciudad.
Con ebria gracilidad, el hombre esquivó a los cinco Cetros, tan sólo rozándoles las capas de
color verde. Los guardias lucían formidables en sus petos de cuero negro con herrajes de plata. Uno
de ellos agitó una mano ante su rostro e hizo una mueca a la nube invisible de alcohol que rodeaba al
borracho.
—Vete a casa, Chaney —le advirtió el Cetro con voz cansina. Era evidente que ya había
mantenido esa conversación con el borracho otras veces—. Sal de las calles antes de que te arrolle
un carro.
Tal puso una mano sobre el hombro del granjero.
—Espera un momento —dijo.
Adecuadamente contrito, Chaney envolvió su capa en el brazo e hizo una elaborada reverencia
inestable.
—Os lo agradezco —balbuceó, y el alborotado cabello le cayó sobre los ojos—, y así lo haré.
Tan pronto como compre una jarra para ahogar… —Se le iluminaron los ojos al ver a Tal. Y se lo
quedó mirando, atónito.
Los Cetros también miraron a Tal, luego volvieron con Chaney, frunciendo el ceño. Uno cogió a
Chaney del brazo.
—Vamos a buscarte un bonito catre en…
—Esperad —exclamó Tal mientras bajaba del carro. Los Cetros lo miraron dubitativos, mientras
Chaney seguía clavándole la mirada, incrédulo—. Yo me aseguraré de que llegue a casa a salvo.
El Cetro que sujetaba a Chaney miró a Tal de arriba abajo con evidente disgusto ante su
improvisado atuendo. Uno de sus compañeros lo tocó con el codo, impaciente, y el Cetro lo dejó
correr.
Chaney siguió mirando embobado a Tal incluso después de que los Cetros se alejaran. Tal le
sonrió divertido.
—¿Eres Tal? —preguntó Chaney, observando la nueva barba de su amigo. Le había crecido
espesa, negra y rizada.
—Más o menos.
—¡No te cogieron! —balbuceó Chaney. Tocó con cuidado la tosca imitación de tabardo que lucía
Tal, luego se agarró a él para mantener el equilibrio—. Sólo te robaron la ropa.
Chaney parecía minúsculo junto a su enorme amigo. Tal era corpulento, Chaney pequeño y
delgado. Sus inteligentes ojos brillaban incluso a través de la niebla de la cerveza, y su fina nariz y
afilada barbilla le daban un perpetuo aire travieso. Las suaves mejillas suavizaban su pícara
apariencia y mantenían una ilusión de juventud que le hacía parecer el más joven de los dos, aunque
en realidad, con sus veinte años, era uno mayor.
—¿Cuánto dinero llevas encima? —preguntó Tal.
Chaney iba a coger su bolsa pero Tal se le adelantó. Miró dentro, frunció el ceño y le lanzó la
bolsa al granjero del carro.
—Si te quedas en La Posada del Mirador esta noche —dijo Tal—, haré que te envíen algo más.
—¡Ese es mi dinero! —protestó Chaney, justo cuando el granjero ya la había cogido. Las espesas
cejas del granjero se alzaron con sorpresa ante el peso de la bolsa.
—Es más que suficiente por lo que he hecho —repuso.
—Está bien así —dijo Tal. Tenía la intención de recompensar al granjero con más dinero del que
el hombre veía en una década, eso no haría mella en la asignación mensual de Tal.
—No diré que no —accedió el granjero con un gesto amistoso. Sacudió las riendas y continuó su
camino.
Tal puso un brazo sobre los hombros de Chaney y lo hizo volverse hacia la Puerta Klaroun.
—Vamos a despabilarte un poco.

Chaney necesitaba dormir para recuperar la sobriedad, así que Tal lo dejó al cuidado de una
casera de ceño fruncido en su piso. Poco después, Tal se hallaba ante su casa.
Era un edificio estrecho construido en piedra gris y recubierto de parras que en primavera
cubrían los muros de un verde vibrante. Se hallaba entre otros edificios similares, todos separados
de sus vecinos por un callejón.
Tal ascendió el corto tramo de la escalera y golpeó alegremente la puerta. Estaba impaciente por
ver la expresión de Eckart, su remilgado sirviente, cuando lo viera vestido con un par de mantas y
una cuerda de cáñamo.
Pasado un momento, Tal volvió a llamar a la puerta, pero sin resultado. Claro, Tal se dio cuenta
de que Eckart debía de estar en el Palacio de las Tempestades. Se metió por el callejón, donde unos
escalones descendían hasta otra entrada. Allí, Tal había escondido una llave detrás de una piedra
suelta, a pesar de las protestas de Eckart sobre los ladrones. Se alegró de ver que la llave seguía en
su sitio.
Al ir a abrir la puerta, Tal oyó un siseó. Vio sobre el alero al gordo gato atigrado del vecino. Era
uno de la docena de gatos que merodeaban por allí, y Tal lo solía ver a menudo por los escalones,
donde Eckart dejaba restos de comida o un platito de leche por las mañanas.
—Hola, gatito —lo saludó Tal. Alzó la mano para que el animalito lo oliera, pero el gato escupió
furiosamente y desapareció.
Tal se olió y frunció el ceño ante su acre olor.
—No te culpo —murmuró—. Necesito un baño.
Ya dentro, Tal se sorprendió al encontrar la bodega iluminada por dos lámparas. Más alarmante
fue ver los estantes sin botellas de vino y una pila de cajas. Una estaba abierta, rebosando de paja de
embalar.
—No me digas que han vendido la casa —masculló para sí. Sabía que llevaba mucho tiempo
ausente, pero su familia no debía haber abandonado tan pronto la esperanza. Metió la mano en la caja
y sacó una botella de Thamalon’s Own, el caro aguardiente de pera que su padre le había regalado
ese año por su cumpleaños.
—Debo advertirte —dijo una voz remilgada y trémula desde la escalera— que estoy armado y no
tengo ningún reparo en disparar a un ladrón.
Tal borró su sonrisa antes de volverse e imitar la voz de su padre:
—¡Deja ese juguete y dime dónde infiernos has metido el resto de mi vino!
—¡Señorito Talbot! —chillo Eckart, bajó su ballesta con tanta rapidez que disparó el dardo
contra la escalera. Miró hacia abajo y palideció al ver el dardo vibrando entre sus pies. Al volver a
mirar a Tal, palideció aún más—. Pe… pe… pero pensábamos que habíais…
—¡Aún estoy esperando una respuesta sobre el vino! —aulló Tal.
Hizo lo que pudo por no echarse a reír. Pocas veces empleaba la voz de su padre para poner
nervioso a Eckart, pero siempre funcionaba. Chaney decía que era porque Eckart recibía las mismas
broncas de su padre siempre que lo informaba sobre su hijo díscolo.
—Está en el Palacio de las Tempestades, señorito, junto con el resto de vuestras pertenencias. —
Eckart tragó saliva al ver a Tal fruncir el ceño en una perfecta imitación de su padre—. El señor
pensó que era mejor trasladarlo toda a vuestras habitaciones en la mansión.
Las palabras de Eckart por fin tuvieron sentido.
—Porque pensó que yo había muerto —dijo Tal con su propia voz.
—Oh, no, señorito —repuso Eckart en un tono de auténtica preocupación—. Vuestro padre, todos
nosotros, nunca perdimos la esperanza. Vuestro padre pensó que, cuando regresarais, preferiríais la
seguridad de…
—Del confinamiento… —lo interrumpió Tal, auténticamente enfadado. Su repentina rabia lo
sorprendió, porque por mucho que le molestaran los continuos mimos de sus padres, también
apreciaba su preocupación, sobre todo después de su reciente calvario.
Tal se fijó en que Eckart movía los labios en silencio; parecía un pez fuera del agua.
—No pasa nada, Eckart —repuso Tal más amable—. Me doy cuenta de que he estado fuera una
temporada muy larga.
Eckart se tragó su inquietud lo mejor que pudo, pero Tal sabía que tenía que asegurarse de que el
criado no tuviera tiempo de informar de su regreso antes de que él pudiera presentarse en el Palacio
de las Tempestades.
—Sólo ocúpate de que todo esté de nuevo en orden para mañana temprano —dijo Tal con un
brillo travieso en los ojos.
—¡Mañana! —farfulló Eckart—. Pero…
—Pero, primero, prepárame un baño caliente. ¿Sigue aquí la bañera?
—Sí, pero…
—Y llama al barbero.
—Sí, pero…
—Y tráeme ropa limpia, pero no del Palacio de las Tempestades. Compra nueva.
—Sí, pero,
—¿Tienes algo de dinero a mano?
—Sí, pero…
—Bien. Una vez que me hayas preparado el baño, llama al barbero y tráeme ropa limpia; luego
lleva cien monedas de oro a La Posada del Mirador y dáselas a un granjero llamado Mott.
—¡Un granjero! Pero, señorito.
—Gracias, Eckart. Eso será todo.
Con una mirada de auténtico dolor, Eckart asintió. Por un breve instante, Tal se sintió culpable
por agobiarlo así.
—Oh, y ¿Eckart?
—¿Sí, señorito Talbot?
—Me alegro de verte de nuevo.

Antes de acercarse al Palacio de las Tempestades, Tal se detuvo para observar su reflejo en las
heladas aguas de una fuente pública.
Los ojos grises le brillaban bajo el cabello negro, que estaba pulcramente cortado a la altura de
sus hombros. Eckart le había conseguido unas cálidas calzas de lana, cuyo tono gris combinaba con
los acuchillados de las mangas de su jubón azul. El conjunto lo completaban las botas altas favoritas
de Tal. En una de ellas llevaba una daga. Era su concesión a la defensa personal. Por mucho que
disfrutara practicando con la espada, odiaba enfrentarse con los bravucones de la ciudad que querían
demostrar algo. A veces, ser un hombre alto y corpulento traía más problemas que ser pequeño.
Se enderezó la capa, se alejó de la fuente y llegó al Palacio de las Tempestades.
La mansión era una de las más nuevas de Sélgont, pero a primera vista parecía como la
acumulación de fallos de una docena de arquitectos. La casa en sí era una colección de torretas de
piedra, cada una con su propio carácter. Hacía falta una detallada observación para darse cuenta de
que el aleatorio conjunto de estructuras formaban un todo unificado, si bien bastante complejo.
Los establos y la dependencia de los guardianes formaban una doble «L» que protegía el patio
interior de la mansión, ajardinado y rodeado de árboles frutales.
Las únicas personas que permanecían en el exterior bajo el frío viento de la tarde eran cuatro
guardias de la familia. El que estaba al mando le hizo un guiño a Tal que le dijo que esperaban su
llegada. Con un suspiro, Tal le sonrió y fue hacia la puerta. Esta se abrió ante él, y allí estaba Erevis
Cale, el mayordomo de la familia.
—Me alegro de que hayáis regresado a casa, señorito Talbot —dijo el enjuto hombre. Llevaba la
cabeza y el rostro inmaculadamente afeitados, pero la ropa le colgaba sobre el anguloso cuerpo.
Curiosamente, Cale siempre parecía más alto que Tal, aunque este le pasaba unos centímetros.
—No te sorprende verme, ¿verdad, Cale? —Tal sonrió para suavizar su decepción. Le caía bien
el mayordomo, pues tenía una extraña capacidad para saber lo que iba a suceder antes de que pasara.
Tal nunca había acabado de decidir si ese talento era sobrenatural o simplemente instinto
criminal.
Cale sonrió levemente, una expresión rara en sus labios, una que podría resultar inquietante para
cualquiera que no lo conociera bien. A veces, la hermana mayor de Tal lo llamaba en broma «Señor
Pálido», aunque Tal nunca se atrevería a decir algo así. No tenía ninguna duda de que Cale se
enteraría, y Tal se encogía con sólo imaginarse a ese hombre enfadado.
—No sé cómo lo haces —comentó Tal, meneando la cabeza—. ¿Sigue sin haber ninguna
posibilidad de que reemplaces a Eckart?
La sonrisa de Cale se volvió casi cálida.
—Me temo que el señor no estaría de acuerdo, señorito.
—Sí —coincidió Tal—. Sospecho que no lo estaría.
—Vuestro padre os aguarda en la biblioteca.
—Gracias, Cale —repuso Tal mientras entraba en el vestíbulo—. ¿Todos saben…?
La pregunta de Tal quedó apagada por un bólido que chocó contra él. Lo único que pudo ver
antes de que unos fuertes brazos se le echaran al cuello fue un destello de tela escarlata y una
cabellera azabache.
—¡Tazi! —dijo antes de quedarse sin aliento.
—¡Estúpido! Deberías haber venido aquí en cuanto llegaste a la ciudad. ¿Es que no sabes lo
preocupados que estábamos?
Tal le devolvió el abrazo, lo suficientemente fuerte como para que ella le aflojara la presión y él
pudiera volver a respirar. Tazi era mucho más baja que él, pero tenía carácter.
—Pensarías diferente si hubieras podido olerme cuando llegué.
Thazienne, a menudo llamada Tazi, se apartó y miró a su hermano sujetándolo con los brazos. Tal
pensó que a su hermanita se le saltarían las lágrimas, pero Tazi supo contenerse.
—Te buscaron por todas partes, y no encontraron ni rastro de ti.
—Lo sé —repuso Tal—. He vuelto en cuanto he podido. —Y miró por encima de su hombro
como si se examinara la espalda.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Tazi.
—Me aseguro de que no me hayas pegado una cola de burro.
Se echaron a reír mientras Cale los observaba con su inescrutable flema. Por muy bien que
conociera a los hijos de los Uskevren, no conocía las muchas bromas infantiles que Tazi le había
gastado a Tal. Una vez lo convenció de que bebiera una poción que lo dejó de color verde durante
casi diez días. Leal, Tal se echó la culpa, y recibió el castigo cuando su madre tuvo que soportar la
vergüenza de verlo aparecer de tal guisa en el Festival de la Hierba, que resultó estar programado en
el momento justo.
Esa fue de las bromas menos pesadas de Tazi. La que más alcance tuvo ocurrió cuando Tazi
bordó conejitos y corderitos en toda la ropa interior de Tal, justo antes de que este fuera a bañarse
con media docena de hijos de otras familias acaudaladas. Lo bueno fue que Tal aprendió a pelear con
los puños, y volvió convertido en el luchador más formidable de todo el grupo. Además, se hizo muy
amigo de Chaney Foxmantle, que hasta ese momento había sido la víctima preferida de los otros
chicos.
—Es tan propio de ti tenernos a todos esperando… —dijo otra voz conocida desde un corredor.
Tal vio a su hermano mayor.
Thamalon Uskevren II era más conocido como Tamlin. Pese a ser seis años mayor que Tal, era
mucho más pequeño, pero se mostraba como el mayor en todo lo demás. Estaba indolentemente
apoyado en el marco de la puerta, mirándose las uñas, como si observara en ellas su reflejo. Su
elegante atuendo hacía que la ropa nueva de Tal pareciera tan rosca como sus ropas del día anterior.
—Me alegro de que no estés muerto, hermanito.
Tazi miró a Tamlin con el ceño fruncido, quizá esperando que fuera más amable tras el milagroso
regreso de su hermano menor. Sin embargo, si le hubiera mostrado la más mínima simpatía, Tal
hubiera sospechado que se hallaba ante un impostor.
—Y yo también me alegro de que tú tampoco estés muerto.
—Ah, por fin tenemos algo en común —observó Tamlin. Le dedicó una sonrisa encantadora, y de
nuevo Tal comprendió qué veían en él sus amigos. Podría ser un tipo encantador, siempre y cuando
no fuera tu hermano.
Antes de que Tal pudiera darle una réplica adecuada, una enorme forma surgió de detrás de
Tamlin. Era Vox, el guardaespaldas mudo de Tamlin. Se alzaba por encima de Tamlin como una
montaña, con el negro cabello cayéndole sobre la cuadrada cabeza, que se recogía en una trenza
sobre el hombro izquierdo. Su tamaño y sus rasgos sugerían que tenía sangre de ogro, y Tal lo
despreciaba en secreto.
Cuando eran pequeños, Tamlin y Vox habían tirado a Tazi, que si duda estaba chinchando más de
la cuenta, por una ventana. Tras dudar entre correr para ayudar a su hermana o darle una paliza a su
hermano, Tal había ido con Tazi en vez de enfrentarse al monstruoso Vox. Se enfureció al descubrir
que le habían roto el brazo a Tazi. Tamlin había insistido en que nadie dijera la verdad para evitar
que los castigaran. Tazi perdonaba pronto, pero desde aquel día, a Tal le había resultado imposible
confiar en Tamlin, y había empezado a odiar para siempre al bruto que le había impedido castigar
como se merecía al arrogante de su hermano mayor.
—Debo ir a ver a madre antes de presentarme ante padre —dijo Tal.
—Está en el salón pequeño —le indicó Tazi—. Acabábamos de regresar de la ópera cuando nos
hemos enterado de que habías vuelto.
—Le apretó el brazo e hizo una mueca. Sabía lo poco que le apetecía a Tal enfrentarse a su padre
después de un desastre. Él se lo agradeció con una sonrisa.
—Luego hablamos —prometió. Y se encaminó al ala oeste, evitando a Tamlin y Vox. A Tamlin
no se le escapó eso y, antes de alejarse, Tal vio que su hermano sonreía.
Shamur Uskevren se hallaba en su salón preferido. La habitación reflejaba su personalidad,
porque era femenina sin resultar delicada, lujosa pero no ostentosa. Estaba decorada con cortinajes
de color morado y media docena de cuadros, que iban desde un sereno paisaje a una gloriosa escena
de los sucesos del Tiempo de la Confusión, cuando los dioses caminaron sobre Faerun, se hicieron la
guerra unos a otros y murieron.
Tal temía que su madre aprovechara su última irresponsabilidad para soltarle otro sermón sobre
la equivocada vida que llevaba. ¿Por qué tenía que relacionarse con esos rufianes del teatro, podría
preguntar, cuando la ópera era un lugar respetable? ¿Por qué no intentaba esculpir o pintar o
componer? Al menos, ella no insistiría en que siguiera los pasos de su padre y se encargara de los
negocios familiares. Esa suerte le estaba reservada a Tamlin, o más probablemente, a Tazi, una vez
que Tamlin demostrara ser un inepto.
Sin embargo, al llegar al salón, Tal encontró a su madre con pocas ganas de discutir.
Cuando Tal entró, Shamur siguió sentada en un elegante sofá, y lo saludó con la estudiada sonrisa
reservada a los invitados de honor. A Tal se le cayó el alma a los pies, realmente estaba muy
enfadada.
—Madre —comenzó—, perdóname por toda la preocu…
—Ven aquí, Talbot —dijo ella.
Tal se arrodilló junto al sofá. Ella le miró el rostro durante un largo momento, luego le puso la
cabeza en su hombro y se la sujetó ahí.
—Madre…
—Shhh —le cortó ella, y él obedeció. Lo tuvo cogido así durante un cuarto de hora, sin decir
nada. Al final, le acarició el cabello unas cuantas veces, le alzó la cabeza para mirarle el rostro y le
dijo—: Ahora, ve a ver a tu padre.

Mientras Tal caminaba lentamente hacia el estudio de su padre, oyó el susurro de unas zapatillas
y un suave tintineo de Campanillas de plata. Una sirvienta se había retirado a un pasillo de servicio
que estaba por delante de él.
Sin embargo, cuando Tal llegó al estrecho pasillo, Tal vio que la sirvienta lo estaba esperando,
con las manos recatadamente unidas sobre la falda. Tenía la mirada clavada respetuosamente en la
alfombra.
Llevaba el vestido blanco del servicio doméstico de los Uskevren, y los colores de la familia se
veían en las aberturas de las mangas y en un chaleco ajustado dorado. De un turbante del mismo
dorado colgaban las campanillas que Tal había oído, un sistema para avisar a los miembros de la
familia de la proximidad de un sirviente.
—Señorito Talbot —dijo ella mirándolo. Sus pálidos ojos de color avellana se veían amarillos
bajo la luz de los apliques encantados del pasillo.
Tal puso su mejor cara de decepción exagerada, luego miró teatralmente a un lado y al otro del
vacío corredor.
—¿Dónde está el público que me hace ser el «señorito Talbot»? —preguntó—. ¿Has olvidado tu
promesa?
Larajin, cuatro años mayor que él, había estado con los Uskevren desde que Tal podía recordar.
De niños, a menudo jugaban juntos. Una noche de verano, después de escaparse de los criados
durante una picnic familiar, corrieron por los campos cercanos hasta que, agotados, se tumbaron
sobre el brezo y contemplaron las estrellas. Después de un largo silencio, Larajin le dijo a Tal que
esa era su última noche juntos. Al regresar al Palacio de las Tempestades, ella debía asumir el
comportamiento respetuoso de los criados.
—Pero somos amigos —protestó Tal, a sus seis años—. Eso no es justo.
—Siempre seré tu amiga, aquí —contestó Larajin indicando su corazón—. Pero ahora debo
llamarte «señorito» y contestarte sólo cuando me hables.
—Eso es una tontería —replicó Tal enfadado. Arrugó la frente y consideró las posibles
opciones.
—Si no lo hago, me castigarán —dijo ella muy sensatamente.
—Si nadie te oye, no —refutó Tal—. Cuando estemos solos, me puedes llamar Tal, y seremos
amigos y nadie lo sabrá.
Larajin parecía a punto de protestar, pero luego aceptó.
—Entonces, seremos amigos secretos.
Tal le cogió la mano con el saludo pirata secreto. Era secreto porque jugar a los piratas le
valdría una azotaina si lo descubrían. Su padre odiaba a los piratas.
—Promételo —le pidió Tal—. Siempre seremos amigos, aunque tenga que ser un secreto.
—Lo prometo —aceptó Larajin, y le devolvió el saludo secreto, cogiendo la muñeca de Tal, y
luego cerrando el otro puño dentro de la mano de él, ya casi tan grande como la suya—. Para
siempre.
Trece años después, Tal recordaba aquella promesa.
—No lo he olvidado —repuso Larajin—, pero ya no somos niños. —Un instante después añadió
—: Tal.
—No, ya no somos niños —convino Tal—, pero una promesa es una promesa. —Le cubrió
suavemente los hombros con sus enormes manos, con intención de abrazarla como había hecho con su
hermana. Sin embargo, antes de poder hacerlo, notó una sensación nada filial y no se atrevió a
acercarla más a él.
Larajin debió de ver algo en su rostro, porque le apartó las manos de sus hombros.
—Señorito Talbot, vuestro padre os espera —le recordó en tono formal pero, acto seguido, le
apretó una mano
Tal sonrió, respiró hondo y se dispuso a entrar en la biblioteca.

La biblioteca de la familia Uskevren no era ni de lejos la más completa de Sélgont, pero lo que le
faltaba en volúmenes lo suplía en comodidad y belleza.
Aparte de las inevitables estanterías de pergaminos y libros, contenía una fantástica colección de
arte. Lo que la distinguía de otras muchas colecciones de la ciudad era que todas las piezas eran
élficas.
La mayoría de los ciudadanos de Sélgont se tratarían antes con los Hechiceros Rojos o los
bárbaros tiugan que con los elfos de los grandes bosques al norte de Sembia. Siglos de rivalidad y
conflictos habían grabado a fuego lento un profundo resentimiento en el corazón de los sembianos,
tanto que su desprecio no se limitaba a los elfos del reino de Cormanthor. Muy pocos elfos de ningún
tipo vivían en Sembia, y cualquier relación con su raza estaba muy mal considerada.
Aunque Thamalon no compartía la estrechez de miras de sus conciudadanos, era los
suficientemente listo para limitar a la intimidad de su biblioteca su amor por todo lo élfico. A Tal no
le sorprendió encontrarlo allí, rodeado de las fabulosas máscaras de los elfos verdes, los
asombrosos cazasueños de los elfos dorados y los cristales extremadamente bellos de los elfos de la
luna.
Entre todas esas bellezas, el patriarca de los Uskevren se hallaba sentado junto a una mesa de
ajedrez. Sobre ella estaban colocadas unas exquisitas piezas de marfil y jade, sin duda talladas por
artesanos elfos.
Por la expresión de su padre, Tal vio que no pensaba ir directo al grano.
—Empieza por el principio —le indicó.
El canoso patriarca ya había hecho su apertura habitual, peón a reina cuatro. Frunció el ceño
mirando fijamente las piezas que tenía ante sí, y sus espesas cejas formaron una muralla sobre sus
profundos ojos grises.
Tal se sentó en la silla que había al otro lado y abrió con el caballo, un movimiento que siempre
irritaba al viejo, por considerarlo imprudente.
—Después de una corta discusión decidimos que los osos lechuza estarían invernando —
comenzó Tal.
El patriarca protegió su peón sin vacilar. Tal supo inmediatamente que iba a ser una partida de
movimientos rápidos, que era lo que prefería. Durante las partidas lentas y pensadas solía aburrirse.
Avanzó el otro caballo, un dragón rampante.
—Decidimos ir a cazar osos normales. Tienen poco que comer durante el invierno, así que
buscan ñames.
Su padre avanzó un peón, amenazando al caballo de Tal. Seguía sin hablar.
—En cuanto matas al oso, le sacas los intestinos y haces salchichas. Están llenos de ñame dulce,
sabes, y los asas sobre un fuego. —Tal avanzó el caballo de nuevo, y miró el rostro de su padre en
busca de su reacción—. Los abres en canal cuando aún están calientes.
Finalmente, la paciencia de su padre se acabó.
—A no ser que hayas estado desaparecido durante casi un mes debido a una intoxicación por lo
que comiste, no consigo entender qué pretendes decirme. —Reforzó el ataque al caballo de Tal con
otro peón.
—Matamos a un oso el primer día —continuó Tal. Retrocedió el caballo—. En un momento dado
me alejé del campamento para aliviarme con tu Usk añejo y nos atacaron.
—Así que estabas borracho —concluyó el patriarca. Movía las piezas de forma implacable,
decidido a demostrarle a Tal la estupidez de un ataque con dos caballos, como había hecho tantas
otras veces.
—No estaba borracho —replicó Tal con un deje de indignación. Con el caballo por fin a salvo,
avanzó un peón—. No estar en el campamento fue probablemente lo que me salvó la vida. Oí gritos,
y no todos eran de los otros cazadores. Ya había caído la noche. Corrí hacia la hoguera del
campamento. Antes de que pudiera llegar, una bestia comenzó a perseguirme.
—¿Un oso lechuza? —Thamalon abrió camino al alfil avanzando otro peón.
—Eso creo. —Tal también salió con su alfil.
—¿Viste a un oso lechuza?
—No, no lo vi. Quizá fuera otra cosa. Pero fuera lo que fuera, yo no tenía una lanza, así que eché
a correr. —Tal describió su aterrorizada huida por el Bosque del Arco sin adornarla, y sólo se
detuvo brevemente para responder a la cambiante situación del tablero—. Finalmente, conseguí
escapar.
—¿Y cómo lo conseguiste? —preguntó su padre.
—Tirándome astutamente por un barranco —contestó Tal.
Por primera vez, los ojos de su padre se encontraron con los de Tal, al sospechar una broma.
—De verdad —aseguró Tal—. No podía ver por dónde iba, pero probablemente eso me salvó la
vida.
Thamalon atacó el caballo de Tal por el flanco, y amenazó al segundo caballo con peones,
mientras avanzaba su propio caballo, un unicornio de marfil.
—Cuéntame el resto.
El resto de la historia se desarrolló igual que la partida de ajedrez, rápidamente. Tal contó la
historia, y su padre lo interrumpió con una pregunta aquí, otra allí. El patriarca lo informó de que
Chaney y los otros supervivientes ya habían dado sus versiones a los guardias de la ciudad, y que él
los había entrevistado después, aunque poco más pudo sacar en claro.
—Fui ante el Alto Maestro del Saber Yannathar —le dijo Thamalon—. Sus acólitos realizaron
sus adivinaciones inmediatamente, pero nada.
—Estoy convencido de que la vieja era una hechicera —repuso Tal—, o quizá una sacerdotisa.
Debe de haberme ocultado con magia.
—La encontraremos —aseguró su padre—. Entonces, sabremos toda la verdad.
—Mencionó un nombre… Dhauna Myritar.
—Hummm. —El viejo se llevó un índice a la barbilla, mientras daba vueltas a ese nombre, y
durante ese momento se distrajo del juego—. Me suena vagamente de algo. —Dejó sus cavilaciones
y continuó el ataque sobre las piezas de Tal—. Continúa.
Tal siguió con su relato, y finalmente llegó a cuando le había ordenado a Eckart que volviera a
llevar sus pertenencias a su casa en la ciudad.
—¡De ningún modo! —exclamó su padre—. Vas a quedarte aquí hasta que se aclare este asunto.
—Jaque —anunció Talbot.
—¿Qué? —El viejo observó el tablero. Se había comido uno de los caballos y dos peones de su
hijo a cambio de sólo tres de sus peones. Pero no se había fijado en lo expuesto que había quedado el
flanco de su rey durante la jugada. Por suerte para él, no era jaque mate, y movió rápidamente un
protector alfil.
—Me quedaré en la casa de la ciudad —insistió Tal—. No he vuelto porque me hayan rescatado
tus hombres, pero gracias por enviarlos.
Su padre tensó el mentón, pero controló su voz.
—Hijo —dijo—, es una locura quedarte tan expuesto después de un intento de matarte tan
evidente.
—¿Quién sabe si yo era su objetivo? Había diez hijos de otras familias igual de acaudaladas.
—No tan acaudaladas —puntualizó el patriarca—. Y no son hijos míos.
—Padre —repuso Tal sin perder la calma—, no voy a volver aquí.
—Puedo dejar de pagar tu alquiler —le advirtió el viejo.
—Sí, y también puedes quitarme la asignación. Me mudaré con Chaney y empezare a trabajar en
el teatro.
—¡No harás tal cosa! —aulló Thamalon.
Tal tuvo que reprimir una sonrisa al pensar en que había estado haciendo de su padre hacía sólo
unas horas. ¿Le habría parecido a Eckart tan furioso?
—Ese sinvergüenza de Chaney es la peor influencia posible.
—Jaque —avisó Tal, mirando directamente a los furiosos ojos de su padre. Ni siquiera estaba
seguro de que fuera cierto hasta que Thamalon miró al tablero y bufó.
»Hablando de Chaney —continuó Tal, tratando de no sonar demasiado cortante, pero sin lograrlo
—, seguramente ahora me está esperando. Me alegro de verte. Y gracias por buscarme. Pronto
vendré a visitaros. —Se puso en pie antes de perder el valor, pero vaciló mientras se dirigía a la
puerta.
—Tal —dijo Thamalon. Casi nunca lo llamaba así—. Sólo quiero lo mejor para ti, hijo mío. Me
gustaría que pudieras ser…
—Más parecido a ti —dijo Talbot con una sonrisa de medio lado, concluyendo la frase
proverbial que definía su relación. Abrió la puerta y salió de la biblioteca.
—No tienes que ser exactamente como yo —dijo Thamalon—. Bastaría con que fueras algo. Que
te dedicaras a algo. Que hicieras algo con tu vida.
—Lo haré, algún día —prometió Tal desde el otro lado de la puerta—. Ya lo verás.

Chaney dormía tan profundamente en su piso que Tal decidió dejarle dormir. Sabía que Eckart
seguiría ocupado supervisando el regreso de los muebles y enseres de la casa para no arriesgarse a
la cólera de su señorito. Con algo de malicia y un poco de culpa, Tal había logrado que el sirviente
lo temiera como temía a su padre. Si conseguía imitar su porte tan bien como su voz, quizá pudiera
convencer a la señora Quickly de que le diera un papel mejor que el de soldado en su próximo
montaje.
Pensar en el teatro le recordó que la compañía aún no conocía la noticia de su regreso. La última
función del día habría empezado haría como una hora, pero le daba tiempo de ir antes de que acabara
la obra.
Salió a la calle y miró a un lado y otro buscando a los guardias de su padre. Sonrió cuando captó
la punta de una capa azul desapareciendo en un callejón cercano. A veces jugaba con los hombres
contratados por su padre; se ocultaba en un callejón o salía de alguna taberna por la puerta trasera
para darles esquinazo. Pero después de sus últimas experiencias, esa noche no le importaba tener
unos cuantos guardias cubriéndole las espaldas.
—¡Me voy al teatro! —gritó Tal haciendo bocina con las manos.
Uno de los hombres sacó la cabeza por una esquina. Se tocó el ala del sombrero con una
expresión compuesta a panes iguales de culpa y gratitud. Tal le devolvió la cortesía no mirando hacia
atrás en ningún momento.
El Teatro del Reino era una sencilla sala descubierta, con unos cuantos encantamientos
permanentes para protegerla de la lluvia y el frío. La señora Quickly había invertido una fortuna en
construir el edificio con esas comodidades, así que ninguno de los actores objetaba su generosa parte
en las ganancias de cada montaje. Incluso había pagado un caro encantamiento que mantenía en
silencio al público. Pero en vez de mejorar la concentración de los actores, eso los hacía sentirse
constantemente nerviosos por no provocar suficientes risas, sollozos o, lo más importante, aplausos.
Tal sabía que la función de esa noche debía de estar a punto de acabar, así que fue directamente a
la entrada de actores. Tuvo que repetir tres veces la llamada de los integrantes de la compañía antes
de que se abriera la puerta, aparentemente por sí sola. Tal vio el familiar caos de tramoyas y demás
utillería teatral.
—¡Tal! —chilló una voz aguda a sus pies. Una pequeña criatura verde con brillantes ojos felinos
se le subió por el pecho y se le agarró afectuosamente.
—¡Lommy! —exclamó Tal. Cuando el pequeño tasloi no estaba por el escenario haciendo de
payaso, solía estar en lo alto, haciendo funcionar los mecanismos con su hermano, Otter. Tal dio un
cariñoso abrazo a la diminuta criatura antes de tratar de quitárselo de encima. Lommy se negó a
moverse, y apretó su frente contra la barbilla de Tal. Este nunca le había visto hacer ese gesto íntimo
con nadie que no fuera su hermano o la señora Quickly, su madre adoptiva.
El tasloi medía poco más de sesenta centímetros. Parecía incluso más bajo cuando saltaba por el
suelo o colgaba de las cuerdas de las tramoyas, con su fino cabello negro ondeando tras él. A
menudo, Lommy y Otter pasaban desapercibidos a los espectadores, ya que solían merodear por las
sombras del teatro.
—Lommy está muy contento —susurró el tasloi—. Lommy tenía miedo de que Tal muerto, pero
Otter dijo que Tal volvería.
—Tal contento de que Otter tuviera razón —contestó Tal sonriendo.
La incapacidad de los taslois para emplear los pronombres resultaba contagiosa y muchas veces
las criaturas tenían que soportar los exabruptos de los actores después de que estos se hubieran
equivocado en escena al hablar como ellos. Tal estaba medio convencido de que esa particularidad
no era una característica cultural sino algo que las señora Quickly fomentaba por su curioso efecto.
—¡Ssshhh! —advirtió una actriz que se hallaba cerca de una de las entradas al escenario.
Entonces la joven reconoció a Tal y le lanzó un amistoso saludo. Con Lommy alegremente colgado
del hombro, Tal se acercó a ella y ambos miraron a través de una cortina las escenas finales de la
obra.
Mallion Fary estaba haciendo el papel que Tal hubiera representado de no haber desaparecido.
Como el díscolo hijo de un rey usurpador, estaba a punto de hallar la muerte a manos del príncipe
legítimo, interpretado por Sivana Alasper, una mujer de una belleza tan andrógina que a menudo
hacía papeles de chicos. Esa confusión entre géneros era una de las características distintivas de la
compañía de la señora Quickly, y a menudo escribía comedias basadas en ese viejo truco.
En su papel de héroe, Silvana se hallaba ante el objeto más preciado del atrezo de la compañía,
una espada larga, encantada para producir luz, llamas y una variedad de emocionantes sonidos en
respuesta a una orden. Muy conveniente para las actuaciones. Mientras Tal la observaba, Silvana
cogió el arma y dijo una frase con la orden hábilmente disimulada. La espada brilló con una luz azul,
demostrando de esa manera el derecho al trono del joven héroe.
Tal había colaborado en la creación de esa escena unos meses antes, encantado con la idea de
interpretar al príncipe oscuro. Trató de no sentir celos cuando Mallion saltó al ataque con la ayuda
de un muelle oculto detrás de unas piedras de cartón. El delgado actor voló grácilmente por encima
de su oponente, y cayó a su espalda para atacar.
La lucha se apartaba del guión que conocía Tal en un par de momentos, en general para
aprovechar mejor el menor tamaño de Mallion. Tal se disgustó un poco al ver que la escena de la
muerte había cambiado y que ahora intervenía una de las cuatro trampas ocultas que tenía el
escenario. Pensaba que Quickly empleaba excesivamente esos trucos, pero tenía que admitir que el
público disfrutaba viendo cómo los Nueve Infiernos se tragaban al derrotado pretendiente cuando el
príncipe triunfante le asestaba el golpe mortal.
Cuando los aplausos se apagaron y los actores salieron del escenario, Tal se convirtió en el
centro de atención. Todos los actores de la compañía estaban asombrados de verlo en carne y hueso.
Tal estaba medio mareado de tanto beso, abrazos y toqueteos amistosos.
—No creas que esto significa que vas a recuperar tu papel —le advirtió Mallion.
—¿Cómo podría superar tu actuación? —repuso Tal—. Pero la próxima vez me toca a mí usar la
espada.
—Primero me la tendrás que arrebatar —afirmó Silvana, e hizo una floritura con el arma antes de
saltar para cogerse a una barra de una jaula de acero que colgaba detrás del escenario. La compañía
aún no le había encontrado ningún uso a aquel enorme objeto metálico que la señora Quickly había
comprado para El prisionero real en la pasada primavera.
Tal sonrió ante el desafío y fue hacia ella, pero antes de que hubiera dado dos pasos, unos
poderosos brazos le rodearon la cintura y lo alzaron en el aire.
—¡Hijo mío! —exclamó una voz ronca. La señora Quickly lo dejó en el suelo justo el tiempo
suficiente para besarlo en la boca. Como de costumbre, el aliento le olía a ajo y a tabaco de pipa.
Quickly era una mujer grande, de casi dos metros de altura y fuertes músculos. Era la única de la
compañía que podría haber levantado a Tal del suelo, y cuando lo sujetó con los brazos estirados
para echarle una ojeada, Tal no tuvo muy claro que alguna vez pudiera soltarse de sus fuertes manos.
—No tienes tan mal aspecto —comentó—. Tan sabroso como siempre —añadió con un guiño
pícaro, que mostró una considerable separación que se le abría entre los dos incisivos superiores.
Tenía unos rasgos grandes, casi cómicos, incluso sin el llamativo maquillaje que llevaba tanto en el
escenario como fuera de él. Nadie osaba aventurar su edad, aunque teniendo en cuenta las miles de
historias que contaba de sus cinco difuntos maridos, debía de tener como cien años.
—Oigamos toda la historia —retumbó la voz de Quickly—, y no en cualquier taberna llena de
orejas indiscretas. ¿Quién será tan amable de ir a buscar un barril?
El largo viaje y los muchos encuentros desde su regreso finalmente pudieron con Tal poco
después de oscurecer. Con cierta dificultad, consiguió escaparse de sus amigos con la promesa de
que pronto regresaría.
Su casa no estaba lejos del teatro, así que fue caminando. Llegó antes de darse cuenta de que se
había olvidado de avisar a los guardias de su padre. Sin que se le escapara la ironía, esperaba no
haberlos perdido por accidente.
También había olvidado pedirle a Eckart otra llave de la puerta principal, así que fue de nuevo a
la entrada del sótano. Mientras bajaba la escalera, golpeó algo con la bota, y se oyó un ruido como
de cerámica cayendo. Se inclinó y recogió el objeto. Un cuenco de la cocina.
Se sobresaltó al oír un chillido, y un furioso animal le saltó a la cara. Unas garras afiladas le
rasgaron la piel antes de que la criatura saltara al suelo. Tal vio al gato atigrado alejándose por la
calle, encrespado y aullando por haber sido expulsado de su territorio.
—¡Maldita sea! —siseó Tal. Se tocó la mejilla y la notó húmeda. Su cariño por los gatos del
vecindario disminuía día a día.

—¡Toma eso, canalla! —gritó Tal. Su espada era una rápida sombra contra la debilitada barrera
de aquellas paradas defensivas. Entre los rápidos golpes de las hojas, podía oír la respiración
trabajosa de su oponente. Tal aún no había ni empezado a sudar, a pesar de haber pasado la noche
entre pesadillas—. ¿Ya tienes bastante?
—¡Nun…! —resopló el adversario de Tal—. ¡Nunca! —Se retiró de prisa, y rápidamente se
volvió sin bajar la guardia.
—¡Entonces, aquí tienes! —gritó Tal.
Agarró la espada con las dos manos, y lanzó una serie de duros golpes hacia el cuello y la
cabeza. Carecían de estilo, pero su mayor fuerza consiguió hacer bajar el arma de su oponente.
Cuando Tal vio que había obligado al hombre a bajar la guardia, lanzó un tajo hacia la izquierda.
Como esperaba, su oponente abrió demasiado su defensa.
En vez de atacar hacia la descubierta derecha, Tal giró agachado y le lanzó una patada a las
piernas. Su ingenioso oponente convirtió su parada en una estocada directa hacia la cadera de Tal.
Un espadachín más rápido podría haber tenido éxito. Pero este cayó estrepitosamente al suelo. Antes
de que pudiera moverse, ya tenía la hoja de Tal en el cuello.
—¡Me rindo! —gritó el hombre caído. Y tiró su espada, que resonó contra el suelo.
—Deberías haber saltado —le aconsejó Tal. Se quitó la careta con una sola mano y lo dejó en el
suelo—. Eso hubiera quedado muy bien.
—Dios sabe que ya he sufrido suficiente humillación de ti. Realmente eres un maestro.
Tal le ofreció a Chaney la mano que tenía libre y lo ayudó a levantarse del suelo.
—Soy un espada sobrio, como mínimo —replicó Tal—. Me vencerás cuando hayas tenido unos
cuantos días más para recuperarte del alcohol.
—No lo permitan los dioses —exclamó Chaney. Incluso entre la familia Foxmantle, notoriamente
hedonista, se le conocía por sus excesos. Incluso en las raras ocasiones en que estaba
momentáneamente sobrio, Chaney no podía superara Tal con la espada. Chaney era sin duda el peor
de los treinta y dos estudiantes del maestro Ferrick.
Tal empleaba esos combates con su amigo a fin de idear maniobras para las escenas de lucha del
teatro. Por lo general, eso suponía recibir un buen golpe o dos de la espada de madera con la que
practicaban mientras Tal probaba algún ataque tonto pero espectacular.
—Necesito una botella o dos para matar el dolor de esta resaca —añadió Chaney, tratando de
quitarse la careta—. Espero…
El sonido de unos aplausos lentos y fuertes interrumpió su conversación. Chaney y Tal volvieron
el rostro y vieron que otros dos hombres habían entrado en la sala de prácticas del maestro Ferrick.
Uno de ellos avanzó muy seguro de sí mientras continuaba con su burlón aplauso. Era estrecho de
caderas y ancho de hombros, con un largo cabello rubio sujeto con prendedores de marfil, a juego
con los ribetes de su jubón color borgoña. Lucía un elegante bigotito sobre la fina línea roja que tenía
por boca. Alale Soargyl se consideraba el mejor espada de la escuela del maestro Ferrick.
—Bravo —dijo Alale—. Intentaré recordar esa inspirada maniobra. Sin duda me será de utilidad
cuando me enfrente cara a cara con un marinero bien borracho.
—Dudo que nunca haya estado de cara con los marineros borrachos que se ha encontrado —
comentó Chaney en un susurro demasiado alto. Tal no pudo reprimir una sonrisa.
—Si tu adulador desea una lección de modales o de esgrima, Talbot Uskevren —replicó Alale
—, puede dirigirse directamente a mí.
Tal notó que se le erizaba el vello de la nuca. No era la primera vez que Chaney había insultado a
Alale de ese modo, pero seguía causando efecto. Siempre, desde que se hicieron amigos, sus
compañeros habían considerado a Chaney como poco más que el secuaz de Tal. Chaney procedía de
una rama de los Foxmantle con mala reputación y casi arruinada. No se paraba de murmurar que
buscaba la amistad de Tal para mejorar su situación social.
Chaney no era de los que dejaban pasar una pulla, así que abrió la boca para replicar, pero Tal lo
interrumpió.
—A mí no me importaría recibir una lección.
El bigotín de Alale aleteó. Tal no podría haber dicho si de irritación o de placer. Tal era un
luchador mucho mejor que Chaney, y también lo suficientemente corpulento para no temer los
rumores de que Alale pagaba a estibadores para que sacudieran a aquellos que lo superaban en las
prácticas.
—Muy bien —repuso Alale después unos momentos—. Supongo que uno debe cuidar de sus
animalitos de compañía.
—¿A tres asaltos? —preguntó Tal.
—Que sea a tres. —Con una última sonrisa de desprecio dedicada a Chaney, Alale se quitó los
guantes y fue a buscar sus cosas. Necesitaría unos momentos para calentar.
Tal sonrió por dentro. Consideraba a Alale un mal espadachín y confiaba en ganar. Le
preocupaba más Chaney. Esperaba no haber herido su orgullo al intervenir. Se volvió para verla
expresión de su amigo, pero Chaney seguía con los ojos clavados en Alale mientas este se
desanudaba el jubón.
Tal miró al hombre que había entrado con Alale. Era Radu Malveen, el segundo hijo de una de
las familias mercantes menores de Sélgont. Radu era casi tan alto como Tal, y tenía el cabello igual
de negro. Ahí acababa el parecido, porque mientras que Tal era recio, Radu era delgado como una
cuerda. Sus negros ojos eran fríos como los de una serpiente, y Tal sabía por experiencia que era tan
rápido como esa serpiente. Estaba convencido de que Radu era el mejor espada de toda la escuela.
Radu le devolvió la mirada a Tal, pero no dijo nada. Había acabado de abrocharse el peto
acolchado y apoyó un talón sobre la barra de ejercicios. Se dobló con la misma gracia que un cisne,
y se tocó la espinilla con la frente.
—Ten cuidado —dijo Chaney—. Si le das una buena paliza tendrás que andar vigilando todo un
mes.
—Ese será tu trabajo —replicó Tal—. Lo que significa que tendrás que dejar de beber los caldos
locales durante un tiempo.
—¡Maldición! —escupió Chaney. Le lanzó a Tal una sonrisa de auténtico agradecimiento—. Es
lo mínimo que puedo hacer por mi leal guardaespaldas.
—Lo mínimo —convino Tal.
Alale anunció que estaba listo con un imperioso resoplido. Se colocó en medio del círculo
central de prácticas, de color negro. Este estaba rodeado por un círculo verde de más tamaño,
inscrito a su vez en uno rojo. El círculo negro central representaba el equilibrio, el espacio ideal
para mantener una oposición igualada.
Tal se colocó frente a Alale y miró a su oponente a los ojos, como siempre insistía el maestro
Ferrick. Se pusieron las caretas protectoras. Sin mediar palabra, los dos espadachines se saludaron.
Alale hizo una delicada floritura tezhyriana al final. El gesto pareció torpe y ridículo con una espada
de madera.
—Ten cuidado, Tal —avisó Chaney—. Pretende hacerte cosquillas hasta que te rindas.
Alale no apartó la mirada de Tal, pero frunció el ceño al oír la broma. Tal sonrió de medio lado.
Le encantaba la esgrima, y tenía toda la intención de hacer unas cuantas cosquillas por su parte.
—Al centro… —dijo Chaney—. ¡Atacad!
Al principio, Tal se mantuvo en su sitio, observando a Alale ir hacia la izquierda, luego hacia
adelante, después hacia atrás. En vez de aceptar la invitación de su oponente para bailar, Tal se lanzó
hacia adelante pisando fuerte y sorprendió a Alale, que tuvo que hacer una parada precipitada. El
ataque de Tal, un instante después, alcanzó a Alale en los nudillos. Alale no soltó la espada pero, al
bajar la guardia, Tal embistió y lo golpeó en lo alto de la careta.
—Uno —dijo Tal mientras regresaba a su posición en el centro del círculo. Casi pudo ver el
brillo rojo de las mejillas de Alale bajo la rejilla de la careta.
—Uno —concedió Alale secamente. Sonaba como si quisiera quejarse del innoble ataque, pero
sabía que era completamente aceptable. Debería haber tenido más cuidado.
—En posición… —indicó Chaney—. ¡Atacad!
Esta vez, Alale comenzó con un ataque cauto. Primero exploró la guardia exterior de Tal, siempre
alerta por si este lanzaba una respuesta. Al principio, Tal no contraatacó, y esperó la oportunidad de
lanzarle algún golpe especialmente humillante en vez de ir directo a por una estocada.
Las fintas de Alale eran buenas, y pronto le lanzó un golpe de filo seguido de una estocada. El
primero casi logró su objetivo, y Tal se dio cuenta de que quedarse a la defensiva iba a ser más
difícil de lo que se había esperado.
Sin embargo, antes de que pudiera cambiar de táctica, Tal se retrasó una fracción de segundo al
defender un golpe con el filo y notó un agudo dolor en el muslo.
—Uno a uno —dijo Alale triunfal.
Tal se encogió de hombros como pidiendo disculpas a Chaney y volvió a su posición inicial.
En el siguiente asalto, Tal trató de volver a la ofensiva. Apartó la espada de Alale de un
cimbronazo. En vez de lanzarse a fondo en busca del punto, Tal dio la vuelta y se pasó la espada de
la mano derecha a la izquierda para lanzar un atrevido golpe de revés al hombro de Alale.
Hubiera sido espectacular, si le hubiera dado.
Pero en vez de eso, Tal casi se dislocó el brazo mientras Alale le alcanzaba en el hombro con
una estocada.
—Supongo que este tipo de cosas le agrada a la chusma de los teatros —observó Alale burlón.
Normalmente, Tal era inmune a ese tipo de pullas, pero sintió que se le enrojecían las mejillas.
Había sido un ataque estúpido, pero podría convertirlo en algo bueno para la próxima función. Si lo
hubiera alcanzado, ¡cómo se habría puesto Alale!
Tal igualó el tanteo en el siguiente asalto presionando con su mayor fuerza y forzando a Alale a
un contraataque apresurado. Con habilidad, Tal desvió el golpe dirigido a su cabeza y lanzó una
estocada con ambas manos bajo la hoja de Alale, que alcanzó a este en el bíceps. Molesto, Alale
apartó la hoja de madera antes de que Tal la retirara.
Mientras se ponía en posición para el asalto final, Tal se fijó en que Radu Malveen estaba a unos
pasos del círculo de lucha. Incluso cuando volvió a mirar a Alale, Tal notó la intensa mirada de Radu
en la espalda.
—¡… atacad!
Tal se dio cuenta de que había perdido la concentración casi demasiado tarde para parar la
rápida estocada de Alale. ¿Se había movido Alale antes de tiempo? Tal se volvió de lado para
esquivarlo, luego alzó rápidamente la espada para bloquear un rápido tajo, por suerte débil, que le
lanzó Alale mientras volvía a su posición. Antes de que Tal pudiera recuperarse, Alale le dio una
patada en un lado de la rodilla avanzada, que lanzó a Tal hacia la derecha y le dejó todo el flanco
izquierdo al descubierto.
Sin prestar atención al dolor en la rodilla, Tal se tiró hacia la derecha y rodó para esquivar el
ataque. Alale lo siguió, y por tres veces se oyó el resonante golpe de la espada contra el suelo casi
rozando la careta de Tal antes de que este se volviera a poner en pie y asumiera una posición de
guardia baja. Tal temió haberse salido de los límites del círculo, pero no oyó decir nada a Radu o a
Chaney.
Sin mirar abajo, Tal supo que se hallaba justo en la línea roja externa. Si daba un paso atrás, el
punto sería para Alale, que en ese momento lanzaba un furioso ataque pensado para hacer retroceder
a Tal. Pero Tal estaba decidido a no moverse.
Mientras dejaba al lado su vergüenza por haberse colocado en una posición tan expuesta. Tal
notó que una extraña calma lo envolvía.
La hoja de Tal se movió con mayor rapidez, al tiempo que su corazón se calmaba. Dejó de notar
el arma en sus manos, y sus brazos pasaron a ser más un recuerdo que una presencia tangible. La hoja
ya no era su defensa consciente. Se había convertido en el espejo del arma de Alale, y se movía
donde lo hacía la otra, no por voluntad sino simplemente porque era lo que debía hacer.
El rostro de Alale comenzó a mostrar su frustración, y Tal no fue consciente, como luego
recordaría, del momento en que la furia de Alale lo llevó a un ataque desesperado. En vez de otro
golpe de espada, Alale lanzó todo su peso contra el pecho de Tal.
Tal movió los hombros con tanta suavidad como si se estuviera poniendo una capa y se apartó de
Alale, mientras, a este, su propio impulso lo sacaba del círculo.
Alale se estrelló contra el suelo, mascullando una maldición.
—¡Bien! —gritó Chaney.
Tal parpadeó como si saliera de un trance. Luego sonrió satisfecho y fue hacia Chaney.
—Creí que me ganaba —dijo mientras se quitaba la careta.
Chaney no tuvo tiempo de gritar, pero la expresión de su rostro fue suficiente aviso. Tal se
agachó y se volvió hacia la derecha, justo a tiempo de ver la espada de Alale describir un arco justo
donde su desprotegida cabeza había estado un segundo antes.
Sin dar tiempo a Alale a recuperarse, Tal le agarró la muñeca y se la apretó con fuerza.
—Ya basta —dijo Tal.
Alale tenía el rostro blanco de odio. Tal vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas contenidas
mientras él le apretaba con más fuerza la muñeca, y notó cómo le crujían los huesos antes de que
Alale lanzara un grito ahogado. La espada de madera repiqueteó contra el suelo.
Alale se tragó las lágrimas de rabia mientras Tal lo soltaba.
—Te arrepentirás de esto, Uskevren.
Tal lanzó un gruñido. Ese sonido inhumano dejó parado a Alale. Durante unos largos segundos se
quedó mirando a Tal con los ojos cargados de terror.
El instante pasó, y Alale torció los labios en una breve y fea mueca de desprecio. Pero no dijo
nada mientras volvía junto a Radu Malveen.
Radu miró al asustado joven con la expresión de alguien que se ha dado cuenta de que está junto
a montón de estiércol. Movió las aletas de su nariz muy ligeramente y se alejó grácilmente, dando la
espalda a Alale.
El abandonado Alale corrió a recoger sus cosas y se marchó, frotándose la muñeca.

Fuera de la escuela de esgrima, Tal y Chaney parpadearon al encontrarse de cara con la fuerte
brisa marina del barrio de los almacenes. Se detuvieron para dejar pasar un carromato antes de
enfilar la calle. Entonces, Radu Malveen apareció junto a ellos. Tal se fijó en que el viento no le
alborotaba el cabello o la ropa, y se preguntó con qué clase de encantamiento lo lograba.
Tal casi no conocía al joven, pero el hermano pequeño de Radu, Pietro, había estado en la
desafortunada partida de caza. Por suerte para los Malveen, Pietro fue uno de los pocos que pudieron
escapar a caballo cuando se inició el ataque. Al igual que Chaney, había salido ileso.
—Mis disculpas por interferir en sus prácticas, señor Malveen —dijo Tal.
Radu hizo una ligera inclinación de cabeza.
—Quizá pueda compensarle por dejarlo sin oponente. ¿Practicamos juntos mañana?
—No —contestó Radu.
—Tal vez en otro momento…
—No.
—¿Por qué no? —preguntó Chaney, inclinando la cabeza como si detectara un sonido que no le
gustara—. Viniste aquí con el idiota de Alale.
—Ya está bien, Chaney —repuso Tal—. Vamos a ver quién anda por El Guantelete Verde.
—No, no está bien —insistió Chaney—. ¿Qué pasa con Tal, Malveen? Es el doble de bueno que
Alale, y tú sueles practicar con él, ¿no?
—¡Chaney! —protestó Tal.
En vez de soltar un par de tortazos a Chaney, como era lo normal entre los de su círculo de
amistades, Radu se limitó a asentir con la cabeza, como si aceptara lo que Chaney le decía.
—Es cierto. El señor Uskevren tiene un gran dominio mecánico de la espada.
Chaney meneó la cabeza como si acabara de marcarse un punto, sin hacer caso del «mecánico».
—Entonces, ¿qué problema hay?
Tal deseó que Chaney se callara.
—Me enfrentaré a ti en el círculo —contestó Radu dirigiendo sus opacos ojos hacia Tal—,
cuando comiences a tratarlo con respeto.
Chaney abrió la boca para replicar, pero Tal le hizo callar alzando la mano.
—Esto no es un ensayo teatral —prosiguió Radu. La mayoría de los jóvenes de la posición de
Tal no valoraban el teatro, pero Radu parecía despreciarlo especialmente.
—Sólo me estaba divirtiendo con Alale —repuso Tal—. No pretendía ser irrespetuoso.
—No lo entiendes —replicó Radu con frialdad—. Nunca deberías haber permitido que Soargyl
te tocara. Tus tonterías son una ofensa al círculo, a tu espada y a ti mismo.
Dicho esto, Radu hizo una mínima inclinación y se marchó.
Chaney resopló despectivo, pero Tal se fijó en que no soltaba ninguna pulla contra Radu.
—No sabe de qué está hablando —dijo Chaney—. Eres uno de los mejores espadas de Sélgont.
—No —repuso Tal—. No lo soy. —Las palabras de Radu lo habían afectado más de lo que se
esperaba—. Pero quizá debería serlo.

Esa noche, Tal regresó a su casa de la ciudad. El sol se acababa de poner, y la sombra de Tal se
alargaba sobre los adoquines bajo el engañosamente cálido brillo de las luces de la calle.
Se había tomado unas cuantas jarras de más durante la tarde, pero seguía lo suficientemente alerta
como para vigilar las sombras. La silueta que lo estaba siguiendo desde hacía unas calles
seguramente era uno de los hombres de su padre. Al menos, el tipo hacía el esfuerzo de mantenerse
fuera de su vista.
Durante todo el día, Tal y Chaney se habían contado cotilleos y habían cantado canciones con los
estibadores y las chicas del mercado en El Guantelete Verde. Cuando los clientes ricos comenzaron a
llegar, Tal y Chaney se fueron al menos elegante El Ciervo Negro, donde compartieron bromas
obscenas y flirtearon con las descaradas mujeres de esa guarida de contrabandistas.
Chaney se largó con una atractiva sirvienta del palacio del Hulorn. Al igual que Tal, Chaney
prefería la compañía de las mujeres corrientes a la de las de la nobleza mercante. Chaney las
encontraba excitantes y peligrosas, mejor cuanto más desvergonzadas. A diferencia de su amigo, Tal
sólo las encontraba más accesibles, libres de las inevitables pretensiones de las mujeres ricas.
Por desgracia, incluso las mujeres corrientes que se enteraban de la posición de Tal a menudo se
volvían ambiciosas. A la menor señal de una segunda intención en su interés, el de Tal se evaporaba.
Por lo tanto, sus experiencias era muchísimo menos apasionadas que las de Chaney.
Eso le hizo enfadar, con nadie en particular. No le gustaba pensar que su atributo más valorado
era el accidente de su nacimiento.
Esos pensamientos amargos lo distrajeron de tal modo que se pasó de largo su casa. Al volver,
vio de refilón a una silueta encapuchada que lo observaba desde la esquina. El rostro de una mujer
enmarcado por un cabello castaño, con unos brillantes ojos, quizá azules o verdes, fue todo lo que
distinguió antes de que la mujer se metiera en un oscuro callejón.
Lo había estado vigilando. Tal estaba seguro de ello.
Corrió hasta donde la había visto. En el oscuro callejón sólo se veían destellos de los hierros de
los estrechos balcones y las retorcidas escaleras. Tal deseó que la luna se alzara e iluminara esa
oscuridad. La mujer podría esconderse en cualquier lugar entre esas tinieblas.
Tal abrió mucho los ojos, tratando de ver en la oscuridad y avanzó con cautela. Pensó en llamar a
la mujer. Pero ¿qué iba a decir?
Antes de que encontrara el rastro de esa misteriosa mujer, una luz se encendió en la casa que le
quedaba al lado. Una barriguda mujer salió al balcón del segundo piso con una lámpara en la mano.
Llevaba una bata chillona y bordada sobre el camisón.
—¿Precioso? —llamó—. ¿Eres tú?
—Soy yo, señora Dunnett —contestó Tal. Salió de las sombras y se colocó bajo el tenue círculo
de luz que proyectaba la lámpara.
—Oh —exclamó ella decepcionada—. Me alegro de verle de vuelta en casa, señorito Talbot.
¿Ha visto a mi precioso Calabaza?
—Me temo que no. —Por un instante, Tal se preguntó si la misteriosa mujer habría matado al
gato, pero no se le ocurrió ninguna razón para ello. Después del arañazo que el cabroncete le había
dado el día anterior, Tal no se hubiera conmovido por el prematuro fallecimiento de Calabaza.
Dio las buenas noches a la señora Dunnett y entró en su casa para acostarse.

En sueños, Tal revivió el terror del Bosque del Arco, sólo que en esta ocasión la bestia lo
torturaba, pero sin darle el golpe de gracia.
Una luz grisácea se filtró por las cortinas del dormitorio de Tal, pero fue el ruido lo que despertó
al joven de su pesadilla. Tal se despertó con la cabeza lo suficientemente clara como para darse
cuenta de que alguien estaba golpeando en la puerta de su dormitorio. Y también golpeaban la puerta
de su armario, ¡desde dentro!
—¡Señorito Talbot! —gritó Eckart desde el pasillo.
—¡Socorro! —chilló una voz desconocida desde el armario—. ¡Siguen ahí fuera!
Tal comenzó a levantarse, pero se detuvo porque notó algo raro en la habitación. Las cortinas
brincaban ante la ventana abierta, y el viento le puso la piel de gallina, toda, pues estaba desnudo.
Era raro, porque nunca dormía sin ropa.
Tal levantó las piernas de la cama. Al ponerse en pie resbaló sobre algo pringoso que había en el
suelo y cayó de golpe.
Se dio con la cabeza en el suelo, junto al rostro destrozado y ensangrentado de Alale Soargyl.
Había resbalado sobre las vísceras esparcidas del joven.
Tal gritó, la voz que salía del armario gritó y Eckart gritó desde el pasillo. Tal fue el primero en
parar, y fue hacia la puerta del pasillo, resbalando un poco en el asqueroso revoltijo. Encontró la
puerta bloqueada por un pesado arcón que había sido arrastrado desde los pies de la cama de Tal.
Detrás del arcón, encajonado en una esquina, había otro cadáver, o la mayor parte de uno,
irreconocible por lo que le quedaba de rostro.
Tal volvió gritar. También el hombre del armario. Eckart todavía no había parado.
Tal se tragó la bilis que le subía por la garganta y apartó el arcón de la puerta para que pudiera
entrar Eckart. Su criado echó una mirada a Tal y comenzó a gritar otra vez, pero Tal le tapó la boca
con la mano. Sus brazos estaban cubiertos de sangre, también las piernas, el pecho e incluso el
rostro.
—Déjame pensar —dijo Tal, pero su cabeza ya había llegado a una horrible conclusión. Por fin
sabía qué había sido de su misterioso atacante en el Bosque del Arco. Ya entendía por qué lo habían
seguido por la ciudad—. Tráeme a Chaney —ordenó, y le apartó la mano de la boca a Eckart—. No
traigas a nadie más, lo digo en serio. No querrás ser tú quien describa esto a mi padre, ¿verdad?
Eckart demostró tener algo de sangre en las venas, pues consiguió calmarse. Sacó un pañuelo del
chaleco y se limpió rápidamente la sangre que la mano de Tal le había dejado en la boca.
—No, señor —respondió con énfasis—. No lo deseo en absoluto.

—Conozco a unos hombres de El Ciervo Negro que se encargarán de los cuerpos a cambio de
unas cuantas monedas —propuso Chaney.
—Sí —contestó Tal—, pero ¿cuánto me costará su silencio? ¿Y durante cuánto tiempo?
—Cierto —convino Chaney—. En cuanto sepan quién eres, nunca tendrán bastante.
—Cale sabría qué hacer.
—Lo que Cale sabe, lo acaba sabiendo tu padre.
—A veces no estoy tan seguro —repuso Tal—. Pero en algún momento, mi padre tendrá que
enterarse. No tengo dinero para pagarme una cura. Incluso si lo tuviera, no hay ni un solo sacerdote
en Sélgont que, después, no se lo contara a mi padre.
—Pensaba que la cura sólo funcionaba antes de que hubieras… bueno, ya sabes, cambiado.
—Eso no lo sé —suspiró Tal—. No sé nada sobre lo que implica ser un hombre lobo. —Se había
bañado en cuanto Eckart salió a buscar a Chaney, pero aún se sentía sucio—. Quizá simplemente
debería entregarme.
—¡No seas estúpido! —exclamó Chaney—. Si no en ti, piensa en el daño que causarías a tu
familia.
—¡Acabo de matar a dos hombres! —replicó Tal—. El tercero aún sigue encerrado en el armario
de mi cuarto. ¿Cuánto más daño puedo causar?
El único superviviente de la matanza nocturna se mostró muy dispuesto a contar la historia,
aunque resultó difícil entender los detalles entre sus balbuceos aterrorizados. Era un ganzúa que se
preciaba de trabajar sólo para los más ricos.
Alale Soargyl le había ofrecido a él y a su corpulento compañero cinco monedas de plata por
barba para que le dieran una buena paliza a Tal, y luego lo sujetaran mientras el propio Alale le daba
un par de puñetazos.
Habían entrado en la casa y habían encontrado el dormitorio de Tal, donde tenían planeado
esperarle. Pero se habían encontrado a un monstruo.
—¿Y si no fuera tu culpa?
—¿Qué quieres decir?
—¿Y si alguien te hubiera hecho esto a propósito? —sugirió Chaney.
Tal le dio vueltas a esa idea.
—Eso es demasiado fantasioso —respondió finalmente—. Incluso si el ataque que sufrimos
estuviera planeado, ¿cómo podían saber quién iba a sobrevivir?
—Igual no les importaba quién de nosotros fuera —aventuró Chaney—. O quizá se suponía que
debíamos morir todos…
—La anciana sabía que me había atacado un hombre lobo —repuso Tal—. Pero ¿estaba ella
implicada en el plan? ¿O sólo estaba tratando de ayudarme?
—Tenía que estar metida en el ajo —dijo Chaney—. Sería demasiada coincidencia que sólo te
hubiera encontrado en el bosque.
Tal asintió con la cabeza. Sí que hubiera sido demasiada casualidad.
—Lo importante es que te metamos en algún sitio seguro. Es una pena que el armario ya esté
ocupado.
—De todas formas, no sería suficiente —replicó Tal—. Hace falta una sólida celda. Y si me
escapo…
—Hace falta una espada encantada para matar a un hombre lobo —apuntó Chaney—. Estarás a
salvo mientras no te topes con un hechicero o con alguien con un arma mágica.
—Hay una jaula grande en el teatro… —apuntó Tal.
—Y puedes confiar en que Quickly lo mantendrá todo en secreto. —Chaney se estaba animando,
aunque Tal se sentía desesperado.
—También hay una espada, por si consigo salir.
—No saldrás —replicó Chaney—. Quiero decir, no saldrá. Ya has dicho que no recuerdas nada
de lo que pasó anoche. Eso prueba que no eras tú. Es… ya sabes. La cosa. El lobo. Eso.
—Pero si eso se escapa —insistió Tal—, necesito confiar en que alguien se encargue de eso.
Necesito que estés ahí con la espada.
—Escucha —dijo Chaney—. Eckart y yo podemos arreglárnoslas aquí. Tú ve a hablar con
Quickly.
—Lo digo en serio, Chaney. Necesito que estés ahí esta noche, y necesito que me prometas que
me matarás si eso sale de la jaula.
Chaney suspiró.
—Allí estaré.
—¿Prometido?
—Prometido.

—¿Eres un qué?
—Un lican…
—No, no. Ya te he oído la primera vez —dijo Quickly. Se mordió la punta del pulgar y se puso a
dar vueltas delante de la gran jaula de acero—. ¿Crees que lo podríamos incorporar a una obra?
Claro, nos veremos limitados a hacer sólo unas cuantas representaciones al mes…
—¡Quickly! —exclamó Tal—. Es un problema serio, no una oportunidad para… —Vio por la
mirada de Quickly que le había estado tomando el pelo—. ¿Puedo confiar en que lo mantendrás en
secreto?
—Ya sabes que sí, chaval. Puedo cancelar los pases de hoy y hacer correr el rumor de que la
mitad de la compañía tiene la fiebre del río. Eso hará que la otra mitad no meta las narices por aquí
esta noche. —Le dio un abrazo—. Superaremos esto, tú y yo solos.
—¡Y Lommy! —gritó una vocecita desde las oscuras vigas del techo. Tal alzó la vista y se
encontró con dos pares de ojillos amarillos que lo miraban—. ¡Y Otter!
—¡Metomentodos! —les riñó Quickly.
Tal dudó un momento.
—Chaney también está en esto —añadió—. Estará aquí antes de que caiga la noche. Lo
necesitaremos por si la jaula no aguanta.
—¿Y qué crees que podrá hacer si eso pasa?
—Necesitamos la espada, Quickly.
El falso ánimo acabó por desaparecerle del rostro.
—No puedes decirlo en serio, Tal. Tiene que haber otra forma.
Tal negó con la cabeza.
—Prefiero morir que volver a matar. Incluso Alale no se merecía lo que recibió. Imagínate si me
despierto en el Palacio de las Tempestades mañana por la mañana.
—La jaula aguantará —afirmó Quickly, mientras agarraba uno de los barrotes y tiraba de él. No
se movió.
—Esperemos.

Chaney llegó una hora antes de que saliera la luna, anunciándole que se había encargado del
problema de la casa. También le aseguró que había hecho algo que mantendría a Eckart callado
durante un tiempo, pero se negó a decirle qué.
—Para adentro —dijo Quickly. Lommy y Otter habían bajado la jaula al suelo, y Tal se metió en
ella. Quickly cerró la puerta y dejó la llave sobre una mesa, bien lejos de la jaula.
—¿Quieres que volvamos la cabeza o algo así? —preguntó Chaney.
—¿Lo harías si te dijera que sí? —respondió Tal.
—Bueno, no —admitió Chaney.
Quickly se echó a reír; pero Tal notaba la tensión en sus rostros. Pensó en los taslois, que estaban
allá arriba mirando.
—Pase lo que pase —gritó hacia el oscuro techo—, vosotros dos os quedáis ahí arriba.
Lommy y Otter chillaron su asentimiento.
—Bien —dijo Chaney—. No pienso quedarme de pie todo el rato. —Buscó un par de sillas para
él y para Quickly, y luego se puso lo más cómodo que pudo en una de ellas.
—¡La espada! —recordó Tal de repente—. No te olvides de la espada.
—Vale, vale —contestó Chaney en un tono que convenció a Tal de que se había olvidado de ella.
—Nunca la encontrarás tú solo —indicó Quickly—. Te enseñaré dónde está. —Lo guio bajando
una estrecha escalera hasta un pequeño cuarto de material que se hallaba bajo el escenario.
Tal se encontró deseando que uno de ellos se hubiera quedado.
Miró hacia el techo, pero no se veía ni a Lommy ni a Otter. Estuvo a punto de llamarlos.
Seguramente estarían más asustados que él, y se habrían marchado para no presenciar su horrible
transformación.
Un golpe apagado le llegó desde el cuarto del material.
—¿Chaney? —llamó Tal—. No habrás estado bebiendo ya, ¿verdad? —Trató de mantener un
tono ligero, pero un nuevo miedo se estaba instilando en su corazón—. ¿Chaney? ¿Quickly?
Nadie respondió.
Lo intentó de nuevo. Cuando no hubo respuesta, se quedó callado, agarrando los barrotes de la
jaula. El tiempo transcurría como si se hubiera congelado.
Tal oyó que unas pisadas subían del cuarto de material.
—Va —dijo—, dejad de hacer el tonto. —El eco de su voz le hizo callarse, y vio a dos personas
subir las escaleras. No eran ni Chaney ni Quickly.
Los intrusos llevaban largas capas grises con la capucha hacia atrás, mostrando el rostro.
Inmediatamente, Tal notó el parecido de familia. Feena tenía la mandíbula decidida y la nariz
ligeramente respingona de su madre.
—¿Qué habéis hecho con mis amigos? —exigió saber Tal. Intentaba poner voz intimidante, pero
no consiguió que le saliera la de su padre.
—Están bien —le aseguró la anciana con la voz que Tal recordaba. Se volvió hacia su hija e hizo
un gesto señalando a Tal—. ¿La jaula te hace sentir más segura?
—Sí, madre. Quizá me precipité.
—Aún hay esperanza para ti, joven Uskevren —dijo la anciana—, pero sólo si tu fe es firme.
—¿De qué hablas? —preguntó Tal—. ¿Quiénes sois?
—Me llamo Maleva. Soy una servidora de Selûne.
—¡La diosa de la luna! —exclamó Tal.
Maleva asintió, luego hizo un gesto hacia la joven que tenía al lado.
—Ella es Feena, mi hija y acólita. Te sacamos de los matorrales del Bosque del Arco y tratamos
de curarte tu mal. Ahora te ofrecemos una última oportunidad de librarte de la maldición de la bestia.
—Pero hay un precio —repuso Tal, suspicaz.
—Claro que hay un precio —afirmó Maleva. Sacó un vial de debajo de la capa. Un líquido
espeso y perlado brillaba en su interior. El líquido parecía ondear como una medusa—. Esto es fuego
lunar. Tuve que hacer un viaje para tener el privilegio de ofrecértelo.
—Te permitirá controlar a la bestia —explicó Feena—, pero sólo si no has perseguido y
devorado a otros hombres.
Tal notó que se le escapaba un profundo suspiro.
—Bueno, pues ahí es donde está el problema. Verás…
—Ya lo he visto —le interrumpió Feena—. Mientras madre iba a la ciudad de Ordulin para
rogarle un vial de fuego lunar a Dhauna
Myritar, yo te seguí aquí, a Sélgont. Durante las dos últimas noches, no has matado a nadie.
—Debes de haberte dormido —replicó Tal—. Esta mañana había dos cadáveres en mi
dormitorio.
De repente, se dio cuenta de lo fácil que hubiera sido mentir, pero algo en la extraña mujer le
hizo decir la verdad.
La ligera sonrisa de Maleva le dijo que había pasado la prueba.
—No hemos sido las únicas que te han seguido —explicó Maleva—. Rusk mató a los hombres
que te vigilaban, y luego siguió tu pista hasta la casa.
—Rusk… —repitió Tal despacio—. Ese es el nombre que oí la noche que me atacaron.
—Rusk es un sirviente de la Bestia —dijo Maleva—, un sacerdote del dios Malar. Nosotras, las
hijas de Selúne, somos las encargadas de controlar las atrocidades de los de su clase. Fue él quien
dirigió el ataque contra tu partida de caza. Ahora te reclama como discípulo.
—¿Es el licántropo que me hirió? —aventuró Tal.
La mujer asintió.
—Pocas veces sale del bosque —continuó Maleva—, pero algo le hizo…
Una viga crujió ruidosamente en el techo. Al oírlo, Maleva y Feena se apartaron al unísono,
aferrando los talismanes que les colgaban del cuello, mientras canturreaban dos hechizos diferentes.
Una risa áspera resonó entre las vigas. No era un sonido que Lommy pudiera haber articulado.
Feena alzó el talismán como un escudo. Un par de ojos rodeados de estrellas brillaron sobre el
amuleto. Antes de que Feena pudiera acabar de recitar el encantamiento, un enorme cuerpo negro la
aplastó contra el suelo.
Era un hombre enorme, mucho más que Tal. Su jubón de cuero estaba abierto y dejaba ver un
espeso vello gris sobre un pecho y unos brazos musculosos. Una bandana con una garra estampada y
unas cuentas le recogía los alborotados rizos. El bigote le colgaba por ambos lados de la amplia
boca, y una rizada barba corta le cubría las mejillas.
Se agachó gruñendo sobre Feena, que gimió y movió la cabeza, atontada. Rusk clavó sus
brillantes ojos azules en Tal y esbozó una sonrisa salvaje.
Con un destello, una hoja blanquiazul apareció en manos de Maleva. Sin hablar, alzó el arma.
Rusk se volvió rápidamente para mirarla y le lanzó una sola palabra:
—Detente.
Tal vio que a Maleva comenzaban a temblarle los brazos, pero su hoja conjurada seguía inmóvil
sobre su cabeza. Rusk se puso en pie. Sobrepasaba en mucho a la mujer.
—Tus poderes son débiles —afirmó y cerró el puño a sólo unos centímetros del contorsionado
rostro de la anciana—. La fuerza sólo se halla en el corazón de la Bestia.
Rusk le clavó un puñetazo a Maleva en el estómago con tanta fuerza que la alzó del suelo. Maleva
cayó pesadamente al suelo. Tal oyó el crujido de su cráneo contra el suelo de madera.
—¡Déjala! —gritó desde dentro de la jaula. Una auténtica rabia dio fuerza a su voz,
convirtiéndola en un arma.
Rusk se volvió hacia él.
—No te preocupes, hermano lobo. Te la reservo para tu primera cacería de verdad.
—Déjalas marchar —ordenó Tal. Se sentía impotente dentro de la jaula, pero no iba a quedarse
callado observando cómo Rusk asesinaba a las mujeres. Esperaba poder ganar el tiempo suficiente
para que Chaney se recuperara de lo que fuera que Maleva y Feena le habían hecho.
—Oh, sí, las dejaré marchar —repuso Rusk ominosamente. Se volvió hacia Feena, que estaba
arrastrándose por el suelo, hacia Maleva. De nuevo rezó una oración a Malar, la Bestia, dios de los
cazadores. Y le dijo a Feena—: Coge a tu madre y huye.
Feena obedeció con tal rapidez que Tal supo que las palabras de Rusk estaban cargadas con el
poder de la Bestia. Feena arrastró a Maleva hacia la puerta trasera.
—Tú, mi cachorro —dijo Rusk, volviéndose hacia Tal de nuevo—, me has decepcionado. La
pasada luna corriste como una liebre, pero debes aprender a ser el cazador y no sólo la presa.
—Entonces, enséñame —replicó Tal, que trataba de ganar unos cuantos minutos más. Sin
embargo, si pasaban demasiados, la luna estaría sobre él. Esperaba ser mejor actor de lo que
pensaba, y rogó para que Rusk no fuera un público muy exigente.
La semisonrisa de Rusk le dijo que el hombre aún no confiaba en él.
—Esta es tu última oportunidad, hermanito.
Tal hizo una mueca al oír que lo llamaba así. No quería tener ninguna relación con ese monstruo.
—Debes hacer algo mejor que matar a un miserable gato antes de poder unirte a la gran caza —
gruñó Rusk—. Esta es la última vez que te lo enseñaré.
—¿Y qué pasa con el fuego lunar? —preguntó Tal—. ¿No deberíamos cogerlo? La anciana dijo
que nos permitiría controlar a…
—¡Mentira! —escupió Rusk—. Es un truco para hacerte esclavo de su débil diosa. El fuego lunar
absorbe el poder de la Bestia y somete tu voluntad a la de ellas. Esta noche serán nuestra presa.
—Debería haberlo sabido. —Tal cerró el puño y endureció el rostro. Hizo una pausa tan larga
como se atrevió en busca del efecto dramático—. Nunca confié en ellas.
Rusk miró a Tal de reojo.
Tal apretó los dientes y pensó en todos los que intentaban controlarle la vida: su madre, su padre,
incluso Maleva y Feena. Puso la voz de su padre.
—Primero me encargaré de la vieja bruja —atronó—. Ha intentado amansarme con sus pociones,
pero ahora sentirá mis fauces en el cuello.
Rusk esbozó una sonrisa desagradable y observó a Tal.
—Pongámonos bajo el cielo —bramó Tal—. Dejemos que salga la luna. La regaremos con
sangre.
Tal hizo un gesto hacia la mesa, y Rusk encontró la llave. La metió en la cerradura de la jaula,
pero se detuvo.
—Te arrancaré el corazón si te escapas —le advirtió.
—Ya no voy a escapar —repuso Tal—. Es hora de cazar.
Satisfecho, Rusk abrió la jaula. Tal pasó ante él y salió al escenario. Rusk lo siguió de cerca,
buscando cualquier señal de debilidad. Las lámparas del suelo proyectaban inquietantes sombras
sobre el rostro de los dos hombres.
Tal recorrió toda la longitud del escenario; su inquietud le hacía más fácil fingir impaciencia y
ansiedad. Al pasar por encima de una de las trampillas, se le comenzó a formar un plan en la cabeza.
—La luna está saliendo —masculló Rusk—. ¿No la notas?
Tal notó una presión en los oídos y los ojos.
—Sí —contestó—, es como una tormenta.
—¡Eso es! —lo animó Rusk—. Abre tu corazón. La Bestia te envía fuerza y valor.
Tal se quedó sobre la trampilla. No podía abrirla por sí solo. Miró hacia la galería y buscó algún
indicio de la presencia de Lommy y Otter.
—¡Ábrete, corazón! —gritó Tal—. ¡Abre tus abismos a la Bestia! —Esperó que los taslois lo
entendieran.
Rusk alzó los brazos hacia el cielo.
—Malar, la Bestia, Señor de la Caza, oye mis plegarias y concede tus bendiciones a mi acólito.
Danos…
La trampilla se abrió, y Tal desapareció del escenario.
—¡No! —gritó Rusk. Corrió hacia la trampilla, que se cerraba. Metió los dedos por una rendija e
impidió que se cerrara del todo—. ¡Estúpido! ¡Débil! ¡Te mataré!
Tal oyó cómo empezaba a crujir la madera. Rusk estaba machacando la trampilla. Encontró lo
que buscaba, y corrió hacia otra trampilla a través del oscuro cuarto del material. Apretó una palanca
y volvió a subir al escenario.
—¡Aquí estoy! —gritó Tal a la espalda de Rusk. Alzó la espada encantada y dijo las palabras.
Llamas ardientes surgieron por toda la hoja.
Rusk comenzó a salmodiar otro hechizo. Tal fue a traspasarlo con la espada antes de que lo
completara, pero vio su efecto antes de alcanzar a su enemigo. Los dedos de Rusk comenzaron a
crecer y engordar. Las uñas se alargaron en afilados cuchillos. La espada de Tal resbaló sobre las
terribles garras de Rusk. La vibración hizo que le dolieran los dientes. En su prisa por alcanzarlo,
Tal dejó demasiado abierta la guardia.
Rusk le lanzó un tajo de revés hacia el estómago, que desgarró la ropa y la piel de Tal, y le hizo
soltar un grito ahogado de dolor y cerrar la guardia.
El hombre bestia siguió atacando, lanzando furiosos zarpazos con ambas manazas. Tal sintió un
horrible desgarro en su abdomen mientras trataba de mantener la defensa, y detenía golpes a derecha
e izquierda, obligado a retroceder sobre el escenario. Incluso a través del dolor, Tal notó otra
punzante sensación. Se le erizaba el vello de todo el cuerpo y le dolían las articulaciones. Estaba
comenzando la transformación.
Rusk también lo notó, y se detuvo para aullarle al cielo. Tal sintió que un salvaje grito también se
le elevaba en el pecho, pero trató de contenerlo. Rusk bajó los ojos hacia Tal. Se le acercó
lentamente, saboreando el miedo que notaba en su presa.
Tal retrocedió hasta que se quedó sin espacio para recular. El dolor en su abdomen se
recrudeció. Por un instante se preguntó si viviría lo suficiente para morir con la apariencia de un
lobo. Una parte de él esperaba morir antes.
Entonces se fijó en el trampolín.
Una sonrisa enloquecida le partió el rostro. Ganara o perdiera, acabaría esa pelea a su manera.
Aferró la llameante espada con ambas manos y corrió hacia su enemigo.
Rusk se preparó para un ataque directo, y extendió antes sí las garras concedidas por su dios,
como un escudo de afiladas cuchillas. Tal saltó sobre el trampolín con ambos pies, voló por encima
de las garras de Rusk y dio una vuelta en el aire mientras describía un gran arco con la espada.
Rusk se movió justo a tiempo de salvar la cabeza. La espada pasó rozando la mejilla del hombre
lobo y le atravesó la carne y el hueso del hombro.
Tal se derrumbó pesadamente delante de su enemigo, vencido.
Notaba que se le salían las entrañas por las heridas que le habían abierto las garras de Rusk, pero
ni siquiera tenía fuerza para sujetárselas. Alzó el rostro para ver venir la muerte.
Y lo hizo justo a tiempo de ver caer el brazo de Rusk, seccionado del resto de su cuerpo. El
chorro de sangre era negro bajo la luz amarilla.
El agonizante aullido de Rusk fue ensordecedor. Tal cayó de espaldas sobre el escenario, y sus
sangres se mezclaron en un charco cada vez mayor.

La segunda convalecencia de Tal fue mucho más dolorosa que la primera. Maleva y Feena
regresaron a tiempo de salvarle la vida, pero tenían que emplear todo el poder de Selûne para
sanarlo. Cuando volvieron a su casa de la ciudad al día siguiente, encontraron a Chaney y Eckart a su
lado.
Después de limpiarle las heridas, Maleva sacó el fuego lunar. Tal ya les había contado a Chaney
y Eckart la historia. El sirviente estaba sorprendentemente callado esa mañana, aún enfadado por
haber pasado toda la noche encerrado en un armario junto a la ganzúa. Su fría mirada seguía a
Chaney, que no se arrepentía en absoluto de su acción, allí adonde este iba.
—Por fin —exclamó Chaney admirando el vial de fuego lunar—. Aquí está la solución a todos
tus problemas.
—No —dijo Tal—. No lo quiero.
Las cejas de Feena pegaron un salto, pero Maleva no parecía impresionada.
—Pero, señor —dijo Eckart, rompiendo su silencio—, ¿cómo, si no, podéis acabar con esta
maldición?
—Esa cosa no funcionará a no ser que prometa fidelidad a Selûne, ¿verdad?
—Es cierto —contestó Maleva sin inmutarse.
—No te veo como un sacerdote —soltó Chaney con cierta ironía.
—Yo tampoco —convino Tal.
—Hay muchas maneras de servir a Selúne —indicó Maleva—. Lo único que hace falta es
devoción.
—Quieres decir obediencia.
Maleva inclinó la cabeza con una pequeña sonrisa.
—No hay mucha diferencia entre tú y Rusk. Ambos me exigís obediencia.
—Rusk pretendía transformarte en una bestia como él —dijo Feena.
—He estado pensando en eso —intervino Chaney—. Éramos más de una docena en la partida de
caza. Nadie vino tras de mí o tras ninguno delos otros que escapamos. ¿Por qué ese interés en Tal?
—Es raro que Rusk te siguiera a la ciudad —concedió Maleva. Miró a Tal al rostro como si lo
viera por primera vez—. Tiene un interés especial en ti, Talbot Uskevren.
—Y no está acabado—añadió Feena. Habían encontrado un rastro de sangre que llevaba a la
entrada del teatro, Rusk había escapado—. Sería más inteligente por tu parte confiar en Selûne. Te
ofrece el poder de oponerte a los de su especie.
—Agradezco lo que habéis hecho —dijo Tal—. Eckart se encargará de que os recompensen bien
por curarme. Pero necesito algo de tiempo para pensarme este asunto del fuego lunar y de Selúne.
—Si dejas que la bestia te gobierne el corazón —le advirtió Feena con voz enardecida—, habrá
que destruirte.
—Encontraré la manera —prometió Tal—. Mi manera.
—A veces, ese es el mejor camino —asintió Maleva—. Permaneceremos en Sélgont hasta que
hayas encontrado la manera.
Feena lanzó una larga mirada a Tal para reforzar las palabras de su madre, una amenaza
mezclada con otras emociones.
—Estaremos vigilándote —le advirtió.
—Lo entiendo —repuso Tal. Sabía que Maleva y Feena se ocuparían de él sin miramientos si se
rendía ante el monstruo que Rusk había puesto en su interior—. Tengo treinta días.
EL MAYORDOMO

HAY MUERTOS QUE RESUCITAN


Paul S. Kemp

Cale corrió por el callejón, se pegó al muro y lanzó una nerviosa mirada hacia atrás. Nadie. Sólo
la oscuridad y los adoquines. La carrera lo había dejado sin resuello, y los pulmones le trabajaban
como fuelles. Aspiró el hedor del callejón, un ácido tufo a orina y vómito, y lo expulsó en forma de
niebla helada.
«Tranquilo», se ordenó. Pero era más fácil pensarlo que hacerlo. Alguien lo estaba siguiendo
desde que salió del Palacio de las Tempestades. Pero ¿quién? ¿Y por qué?
Se deslizó pegado al muro hasta que llegó a un estrecho hueco entre los ladrillos, lleno de basura.
Se cubrió con las sombras y se concentró en frenar el ritmo de su corazón y normalizar su
respiración. Sabía que el vaho formado por su aliento revelaría su posición con la misma seguridad
que un grito. Por pura fuerza de voluntad, se calmó.
La irregularidad de los ladrillos que tenía a la espalda le tentó a probar a escalarlos, pero
rápidamente rechazó la idea por ser demasiado arriesgada. Si su perseguidor lo alcanzaba mientras
él colgaba indefenso de una pared…
Con un suspiro tenso, llevó la mano a la daga de la funda que le colgaba del cinturón y miró hacia
atrás en la oscuridad. Nadie aún. Quizá había dado esquinazo…
De repente, una silueta se recortó contra la entrada del callejón; un cuerpo bajo y fibroso
enmarcado por la luz de un farol de la calle. Cale se quedó inmóvil y contuvo la respiración. La
silueta se movió indecisa durante un momento, como si estuviera olfateando en busca de una trampa,
luego comenzó a avanzar por el callejón. El susurro de una hoja al deslizarse de su vaina se oyó con
toda claridad. Aferró su propia daga en un puño sudoroso y trató de hundirse aún más en las sombras.
La silueta fue recorriendo el callejón con una espada corta en la mano. Su inquieta mirada pasó
sobre el hueco donde Cale se escondía, pero sin detenerse. Las sombras le ocultaban las facciones.
De todas formas, Cale reconoció los ágiles movimientos y la forma de empuñar la espada de un
asesino profesional. Un viejo dicho que había aprendido en la ciudad pirata de Puerta del Oeste le
pasó por la cabeza: «Un asesino sabe reconocer a otro».
El hombre se detuvo a un par de palmos del hueco de Cale y miró hacia adelante. Pareció
satisfecho. Murmuró algo entre dientes y comenzó a adentrarse más en el callejón.
Cale salió de un salto y le estrelló el puño en la mandíbula. El impacto hizo que al hombre se le
saltaran varios dientes y lo lanzó al otro lado del callejón.
Con facilidad, Cale esquivó la aturdida estocada del asesino y le asestó otro despiadado
puñetazo, este en la nariz. El hueso se quebró como una cáscara de huevo, y la sangre saltó del rostro
del asesino en un chorro de color carmesí. Atontado, el asesino dejó caer la espada y se desplomó en
la calle con un gemido. En cuanto tocó el suelo, Cale le puso la rodilla sobre el pecho y la daga al
cuello.
—Un movimiento y eres hombre muerto —siseó Cale.
Sin poder respirar a través de la destrozada nariz, el asesino resolló por una boca que se le
estaba llenando de mocos y sangre.
—De acuerdo. Vale. No me muevo.
Ni tan de cerca, Cale sabía quién era, aunque conocía el rostro de casi todos los profesionales de
Sélgont.
—Habla —ordenó Cale—. Todo. Y si creo que mientes… —Pinchó al asesino en el cuello con
la daga.
El miedo aclaró los ojos llorosos del hombre.
—Claro. Claro. Ya que más me da, ¿no? —Trató de soltar una carcajada, pero se atragantó con
su propia sangre.
Cale esperó a que se le pasara la tos.
—¿Quién te ha contratado? —preguntó.
El asesino sólo vaciló un instante.
—La casa… Malveen. Pietro Malveen.
Cal asintió. Eso parecía cierto. Lanzar a un asesino contra los Uskevren era muy propio de Pietro
Malveen. Chapucero asqueroso. Cale apretó más la rodilla contra el pecho del asesino.
—¿Quién era tu objetivo?
—Nadie —consiguió decir el asesino entre resuellos, y luego se apresuró a añadir—: Quiero
decir… cualquiera… cualquier Uskevren. Pensé que eras uno de los hijos. —Volvió la cabeza y
escupió sangre—. ¿Quién, en los Nueve Infiernos, eres tú?
Cale contestó con un frío silencio y una dura mirada.
«Una pregunta estúpida —pensó—. Si supieras la respuesta, ya estarías muerto».
Mantuvo la daga sobre el cuello del hombre mientras decidía qué hacer. No podía entregar al
asesino a los Cerros, la guardia de la ciudad de Sélgont. Demasiadas preguntas. Pero tenía que llegar
a El Ciervo en seguida. Riven estaría esperando. Quizá…
—Eres el mayordomo —soltó el asesino con convencimiento en la voz—. Mierda, no he visto a
ningún mayordomo pelear como tú.
Cale hizo una mueca. Aquel hombre era muy estúpido.
—¿Qué? —La voz del asesino subió una octava. Supo que había cometido un error—. Eres el
mayordomo, ¿no?
Cale miró al asustado hombre con ojos fríos. Aunque ya sabía lo que debía hacer, no le resultaba
agradable. Al parecer, el asesino se dio cuenta del peligro que corría y comenzó a debatirse. Cale lo
agarró como una tenaza.
—Eh, espera, espera…
Cale cubrió la boca del asesino con una fuerte mano y se le acercó más.
—Tienes razón —le susurró al oído—. Soy el mayordomo.
De un rápido tajo, le cortó el cuello. El moribundo gritó contra la palma de Cale mientras la
sangre caliente humeaba al caer sobre los helados adoquines. Cale lo observó, inmutable. Todo
acabó en segundos.
Cale limpió la daga en la capa del hombre y se levantó. No sentía placer por lo que había hecho,
pero tenía que hacerlo. Si hubiera permitido que el asesino hablara de sus habilidades a los Malveen,
alguien podría haber comenzado a sospechar, tal vez Radu Malveen, o el idiota de Pietro. Cale no
podía permitir eso.
Algunos secretos deben seguir siéndolo, pensó, costara lo que costase.
Sin volver la vista atrás, Cale dejó el cadáver a su espalda y se dirigió a El Ciervo Negro.

La chimenea estaba apagada; los carbones, fríos. Sólo la tenue luz de una lámpara de aceite
iluminaba El Ciervo Negro. Colgaba torcida detrás de la barra, y su mecha oscilante lanzaba volutas
de aceitoso humo negro que ascendía retorciéndose para mezclarse con el humo de las pipas de los
parroquianos. La débil llama bailoteante creaba un confuso claroscuro de sombras que se revolvían
inquietantes ante los muertos ojos y duros rostros de la silenciosa clientela de El Ciervo. Parecían
las almas perdidas que se decía que vagaban en los Nueve Infiernos en busca de paz.
Cale se quedó un instante en la puerta de El Ciervo, azotado por el viento, e hizo una mueca.
Almas perdidas, sin duda.
Acababa de matar a un hombre a sólo tres manzanas.
Unos veinte clientes se sentaban apiñados en pares y tríos ante las grasientas mesas de El Ciervo.
Sus siseos resultaban indescifrables incluso para el agudo oído de Cale, pero no costaba imaginar el
contenido de las conversaciones. Hubo un tiempo en el que él había participado en muchas de ellas:
contrabando, sobornos, asesinatos…
Vio que Drasek Riven aún no había llegado. Irritado, Cale se fue hasta la barra y cambió cuatro
monedas de cobre por una jarra de cerveza. Se sentó en una mesa lejos de la única entrada pública
de El Ciervo, en un rincón desde donde veía toda la sala. El pestazo a sudor, a cerveza derramada y
a aceite de pescado de la lámpara le resultaba desagradablemente familiar. Ese olor le recordaba al
hombre que había sido, un hombre que cometía actos oscuros amparado en la noche. Volvió a pensar
en el cadáver del callejón, y supo que el fantasma de ese hombre le atormentaría el alma. Aún
cometía actos oscuros.
Con un trago de la agria cerveza, Cale trató de borrar la imagen de la mirada aterrorizada del
asesino, y luego dejó la jarra sobre la mesa con un fuerte golpe. Unos cuantos rostros rapaces se
volvieron hacia él al oír el ruido, pero la fría mirada de Cale los hizo regresar en seguida a sus
propios asuntos. Se enjugó la calva con una mano repentinamente sudorosa. Una mano que acababa
de cortar un cuello hacía sólo unos minutos.
—Ya no eres ese hombre —se dijo como si estuviera recitando un conjuro—. Ya no eres ese
hombre…
El cadáver que había dejado en el callejón era una burla a esa afirmación, y él lo sabía. No
importaba que hubiera jugado a ser el leal sirviente de Thamalon Uskevren durante los últimos nueve
años. Seguía siendo un asesino. Lo demás, por muy bien que hiciera su papel, era una farsa. Si
Thazienne alguna vez se enterara de su engaño…
Sacudió la cabeza, enfadado, para dejar de pensar en Thazienne. No era el momento para
distracciones. No podía permitirse mostrar ninguna debilidad ante Riven. Ese cabronazo de negro
corazón olía la debilidad como un tiburón gris olfateaba la sangre en el agua. Cale necesitaba estar
centrado.
Interminables minutos fueron pasando, y Riven no aparecía. Cale se fue poniendo cada vez más
tenso. Sus largos dedos tamborilearon impacientes sobre el brazo de la silla. ¿Por qué se habría
puesto Riven en contacto con él? Para su encuentro habitual aún faltaba diez días. ¿Dónde en los
Nueve Infiernos estaba Riven?
La puerta de El Ciervo se abrió de golpe, y Drasek Riven entró en la sala como si fuera el amo.
Sin siquiera una mirada a los lados, fue directamente a la barra, con su capa escarlata ondeando tras
él como un charco de sangre. Aceptó sin decir palabra la jarra de cerveza que le tendía el flacucho
posadero de pelo grasiento, y se volvió para observar el local con una mueca de desprecio. Su mano
derecha descansaba sobre la empuñadura de uno de sus dos sables.
Las miradas que habían seguido nerviosas el trayecto del asesino hasta la barra se apresuraron a
retomar sus asuntos y no osaron alzarse. Drasek Riven olía a asesinato. Tenía la reputación entre Los
Cuchillos de la Noche de ser un hombre que disfrutaba al matar. Nadie en El Ciervo se arriesgaba a
encontrarse con su mirada. Excepto Cale.
Cale respondió a la dura mirada de Riven clavándole sus fríos ojos. Las pupilas del asesino
destellaron al reconocerlo, y avanzó con chulería hasta la mesa. Cale se lamió los labios y notó el
sabor salado del sudor. Riven le recordaba a un gato cazador: compacto, poderoso y depredador.
«Cálmate», se ordenó.
Aunque era bastante más alto que Riven, Cale sabía que su habilidad con la espada no era rival
para los sables del temperamental asesino. Transformó su rostro en una máscara sin emociones
mientras Riven se sentaba en la silla frente a él.
—Llegas tarde —dijo Cale como si nada.
Riven lo observó por encima del borde de su jarra mientras se tomaba un trago. Dejó lentamente
la jarra.
—¿Y? —replicó con desdén. Era evidente que el asesino buscaba un enfrentamiento.
Cale no cedió terreno, aunque eso significara arriesgarse a notar su frío acero. Apuntó con un
dedo a la cara marcada de viruela del asesino.
—Pues que la próxima vez que me hagas esperar —masculló entre dientes—, me marcho.
¿Entendido? Dejaremos que el Hombre Justo decida quién tiene razón.
Eso causó su efecto. Cale era el único rival de Riven cuando se trataba de aconsejar al maestro
de la cofradía. Mientras Cale instaba al Hombre Justo a la cautela y la paciencia, Riven lo instaba a
la violencia inmediata. La mayoría de las veces, los acontecimientos habían demostrado que el
consejo de Cale había sido el mejor. Riven no querría hacer que el Hombre Justo tuviera que elegir
entre los dos. Aún no.
Cale vio con satisfacción que la petulante mueca de desdén de Riven se convertía en un ceño
fruncido. Con los labios apretados, el asesino le lanzó una mirada amenazadora.
—No me aprietes mucho, Cale, o te destriparé como a un pez. El Hombre Justo puede irse a la
mierda.
Cale aún no quería ceder, así que se inclinó hacia adelante y miró fijamente el rostro marcado de
Riven. El asesino había perdido el ojo durante un trabajo hacía años, pero no quería usar un parche.
La cuenca vacía y desfigurada proporcionaba una ventana a un alma igual de vacía y desfigurada.
—Ya sabes dónde encontrarme —replicó Cale sin perder la calma.
Riven tampoco quería ceder.
—Cierto —repuso el asesino en voz baja—. Lo sé. —Mostró unos manchados dientes
enmarcados por un bigote y una perilla bien cuidados—. El Hombre Justo no podrá protegerte
siempre, Cale. Cuando ya no esté, yo seguiré aquí. Entonces volveremos a tener esta conversación.
—La dura mirada de Riven prometía sangre.
Cale se recostó en la silla y trató de mostrar indiferencia.
—Aquí dentro empieza a apestar. A ver, ¿de qué va el asunto, chico de los recados?
Riven se puso en pie de un salto y sacó un sable de la vaina antes de que Cale pudiera tocar su
daga. De repente, Cale se encontró ante la punta del sable de Riven, y fue apartando lentamente la
mano de la empuñadura de la daga. El corazón le latía acelerado. Riven lo miró durante un largo
momento, moviendo el sable bajo la barbilla de Cale. Este no dijo nada, sólo le clavó la mirada.
Finalmente, el asesino enfundó el sable y volvió a sentarse lentamente. Su acostumbrada mueca de
desprecio regresó multiplicada por diez.
—Eres lento, Cale —se burló—. Muy lento. Eres como un perrito… mucho ladridito… —Se
inclinó hacia adelante y rechinó los dientes; su único ojo abrió un ardiente agujero de odio en la
conciencia de Cale—… pero no sabes morder. —Se echó hacia atrás y se cruzó de brazos,
satisfecho.
«Ya veremos, cabrón —pensó Cale—. Tú dame la espalda y yo te llevaré a tu tumba».
Aunque se moría de ganas de decir esas palabras en alto, Cale conservó la calma.
—La información, Riven —fue lo que dijo.
El asesino bebió de su jarra con deliberada lentitud antes de contestar:
—La información es esta, Cale: Naglatha nos ha pagado…
—¡Naglatha! ¿Desde cuándo trabajamos para una agente del reino de Zhay?
—Desde que empezaron a pagar en soles de platino —contestó Riven—. Ahora cállate y
escucha. —El asesino se inclinó hacia adelante y habló en un susurro. Su aliento hizo que Cale
sintiera náuseas—. Pronto, cierto tema va a estar ante el Hulorn, y Naglatha desea verlo resuelto a
favor de Zhay. El Hombre Justo le aseguró qué él se encargaría de ello.
—¿Qué tema?
—No es asunto mío —respondió Riven—. Ni tampoco tuyo. Nosotros sólo inclinamos la
balanza.
Cale vio inmediatamente hacia dónde iba la conversación. Negó con la cabeza y habló
apresuradamente, tratando de zanjar aquello.
—Ya le he dicho al Hombre Justo que no tengo nada sobre Thamalon Uskevren. Estoy trabajando
en ello, pero ese hombre está limpio.
—Eso dices tú —replicó Riven—. Pero llevas «trabajando en ello» hace años. El Hombre Justo
se está impacientando, y yo también. Nadie está tan limpio, Cale. Tu incapacidad para encontrarle
algún trapo sucio hace que uno se haga preguntas.
Cale se inclinó hacia adelante con los ojos entrecerrados. Ese comentario había dado muy cerca
de la diana.
—¿Qué preguntas? —Bajo la mesa, con la mano izquierda toqueteaba la empuñadura de la daga.
Riven le devolvió su fría mirada, sin inmutarse.
—Sobre con quién está tu lealtad.
Cale resopló despectivo, y se echó atrás en la silla, como si no le preocupara el asunto.
—No me sorprende que sólo seas un lacayo. ¿No ves lo útil que es tener a un agente de Los
Cuchillos de la Noche en la casa de los Uskevren? Le he probado lo que valgo al Hombre Justo
cientos de veces, pero no puedo encontrar algo que no existe. Tendremos que emplear a otro.
Riven se echó a reír, el sonido que profería era como una tos rasposa.
—Ya está decidido. Emplearemos a Uskevren. Es la voz más influyente en el Consistorio
Antiguo. Como has sido incapaz de sacar nada, he convencido al Hombre Justo para tomar un
enfoque más directo.
Al oír las palabras «más directo», a Cale se le removió el estómago. El Consistorio Antiguo así
se llamaba al pequeño grupo de familias acaudaladas que detentaban el poder en la ciudad de
Sélgont. Pocos estaban tan «limpios» como los Uskevren, y menos aún merecían la atención de Los
Cuchillos de la Noche. Los Uskevren tenían a Thamalon al frente, y Thamalon era respetado. Cale
sabía qué iba a ser lo siguiente.
Riven continuó con una sonriente mueca:
—Vas a organizar el secuestro del hijo menor. ¿Cómo se llama… Talbot? Mientras tengamos al
cabronzuelo, su padre hará exactamente lo que le digamos. Si no lo hace, abriré en canal al pequeño
Talbot y pasaremos al siguiente hijo.
A Cale le costó mucho contener la tormenta que se desató en su alma y mantener la calma.
¡Raptar a Talbot! El chico acababa de regresar a Sélgont después de un accidente de caza en los
bosques a las afueras de la ciudad. Ni siquiera vivía en la mansión familiar. Desde el accidente,
había estado residiendo en una de las casas que los Uskevren tenían por la ciudad. Donde resultaba
un blanco fácil, pensó Cale. Era evidente que Riven no sabía nada de eso, o ya habrían cogido a
Talbot sin involucrar a Cale.
Cale respiró hondo y trató de improvisar una excusa.
—Raptar al chico no es buena idea Después, Thamalon se vengará. Todos los Cetros de la
ciudad caerán sobre la cofradía.
Los Cetros de Sélgont podían complicarles los negocios si un noble como Thamalon los obligaba
a entrar en acción. Cale negó con la cabeza.
—No, sin duda es una mala idea. Dile al Hombre Justo que no se puede hacer.
—No voy a decirle nada. —Riven escupió y golpeó la mesa con el puño—. Y tú harás
exactamente lo que se te dice. El Hombre Justo comprende los riesgos. Tú descubre en qué momento
el chico es más vulnerable y me dejas la información aquí, con Jelkins. —Sacudió el pulgar hacia
atrás para señalar al flacucho posadero—. Yo reuniré al equipo. Tienes dos días.
A pesar de su aturdimiento, Cale consiguió asentir. Apartó la silla y se levantó sobre unas
piernas que le flaqueaban. ¡Dos días! ¡Sólo dos días! Debía traicionar a Thamalon, desobedecer al
Hombre Justo o confesar su pasado y perder todo lo que le importaba. De una forma u otra, nada
seguiría siendo lo mismo. Si traicionaba a su señor, no se lo perdonaría. Si desobedecía al Hombre
Justo, estaría muerto en diez días. Si confesaba su pasado, Thamalon lo echaría y Thazienne lo
odiaría. Y eso no podría soportarlo.
En un destello de desesperada inspiración, vio una salida: hundir su daga en el cuello de Riven
en ese mismo momento. Nadie en El Ciervo alzaría una ceja, y después ya se le ocurriría alguna
explicación para el Hombre Justo. Demonios, eso era exactamente lo que llevaba haciendo los
últimos nueve años. Todo podía seguir igual.
La mano se le fue a la empuñadura de la daga. Riven se inclinó sobre la mesa para acabar la
cerveza, sin sospechar nada. Cale miró fijamente la nuca del asesino, la piel expuesta le tentaba. Un
pinchazo en el cuello, un borboteo y todo acabaría, igual que con el hombre del callejón.
—Mala idea —dijo Riven sin mirarlo—. Eso, Cale, sería una mala idea.
Cale captó el burlón desafío que había en las palabras del asesino. Sin decir nada, dio media
vuelta y salió de El Ciervo. Necesitaba pensar.

Cuando llegó a la calle, estuvo a punto de derrumbarse. Lo desesperado de la situación le pesaba


como un saco de piedras. Amargamente, recordó un concepto de la filosofía de los enanos y lo
masculló como una maldición:
—Korvikoum.
Se solía traducir ese término como «el destino» o «el hado», pero Cale sabía que su significado
era un poco diferente, algo así como «la consecuencia inevitable de las decisiones tomadas».
En ese instante, odió la filosofía de los enanos. «Hado» ponía la responsabilidad en una especie
de fuerza cósmica, con designios propios. «Korvikoum» la ponía sobre tus hombros.
—No traicionaré a los Uskevren —juró a la noche—. No lo haré. Moriré antes de permitir que
hagan daño a Talbot. —La resolución que había tomado le resultó inesperadamente liberadora—.
Antes moriré —se volvió a jurar a sí mismo, esta vez con una triste sonrisa.
Respiró profundamente el frío aire invernal, notó el penetrante sabor a sal del viento que soplaba
desde la bahía de Sélgont y comenzó a caminar. Y a pensar. Tenía que encontrar una solución.
Las cuidadas calles que atravesó apestaban a dinero. Tienda tras tienda se sucedían en las
amplias avenidas, e incluso las más sencillas mostraban al menos un colorido toldo y pintura fresca
en las persianas. Muchas tenían canalones labrados en piedra como desagües para la lluvia o marcos
tallados en madera exótica en los escaparates. Esculturas de las criaturas más extrañas, centauros,
quimeras e incluso sátiros, se encontraban en casi todas las plazas, encargadas por el ridículo
gobernador de la ciudad, el Hulorn. Cal consideraba Sélgont ridícula. La ciudad se esforzaba mucho
en parecer el centro de la sofisticación y la nobleza, pero sólo conseguía igualar a una puta callejera
con demasiadas pretensiones y un exceso de maquillaje. La pátina de riqueza ocultaba una ciudad
llena de nobles decadentes y traicioneros, poco más que granujas bien educados. Excepto por su
propio señor, claro.
Trabajando en el Palacio de las Tempestades, Cale había llegado a respetar a Thamalon
Uskevren, por ser justo, honesto y haberse ganado a pulso su posición; un hombre raro entre la
decadente nobleza que formaba el Consistorio Antiguo de Sélgont. Cale admiraba el temple del Viejo
Búho. Durante esos años, él y Thamalon habían llegado a ser amigos en cierto modo, incluso colegas,
y si Cale quería mantener esa relación, tenía que impedir que raptaran a Talbot sin que se
descubriera que había sido un espía de Los Cuchillos de la Noche, la cofradía de asesinos y ladrones
de Sélgont. Sólo parecía haber una opción, y era desesperada. Y peligrosa.
No tenía nada más.
Fue tejiendo un plan mientras caminaba, luego se volvió hacia el este y se dirigió hacia los antros
de juego que había a lo largo del muelle. Para que su plan tuviera éxito, necesitaría ayuda. Y sólo
podía confiar en una persona que no levantaba más de un metro del suelo.

Buscó a Jak por tres garitos antes de localizar al mediano ante una partida de cartas en La Sota
Escarlata. A pesar de ser un establecimiento de mala nota con un bar mediocre, desde hacía poco, La
Sota se había vuelto popular entre la baja nobleza de Sélgont. El lugar atraía a aburridos hijos
segundones, ansiosos por jugarse las monedas de su familia, igual que un traicionero vendedor de
caramelos atraía a los niños. Sin embargo, esos nobles sólo eran una parte de la clientela. En las
salas de placer y en las mesas de juego se apiñaba de todo, desde aventureros itinerantes y
mercaderes más o menos honrados hasta delincuentes declarados y proxenetas. En lugares como La
Sota el auténtico carácter de Sélgont surgía a la superficie. Las claras fronteras que en otros
momentos separaban la jerarquía social, daban paso a la hermandad universal del vicio.
Antes de acercarse a la mesa de Jak, Cale se mezcló entre la gente y se deshizo de suficientes
monedas para asegurarse una de las muchas salas privadas del segundo piso. Por lo general, esas
salas se empleaban para partidas exclusivas, negocios secretos o relaciones ilícitas. Cale quería una
para un propósito bien sencillo: nadie más debía oír lo que tenía que decirle a Jak.
Después de observar la puerta durante un rato para asegurarse de que Riven no lo había seguido,
se fue abriendo paso, como cualquier otro cliente, hasta quedar frente a la mesa de Jak, a cierta
distancia. A través de la cambiante multitud, vio el mar de monedas que brillaba sobre la mesa frente
al elegante mediano. La mata de cabello pelirrojo del hombrecillo iba de arriba abajo mientras
charlaba de buen humor con los seis contrariados nobles que compartían su mesa, pero no su buena
fortuna. Jugaban a Espadas y Balanzas, un juego que requería habilidad y suerte en partes iguales.
Cale sabía que Jak tenía ambas en gran cantidad, a pesar de que tuviera más el aspecto de un
chavalillo que de un jugador profesional. Aquellos petimetres no tenían ninguna oportunidad.
Con su gorra de ante, su jubón azul y las botas altas sembianas, Jak era como la miniatura de sí
mismo. Sólo sus largas y puntiagudas patillas y los astutos ojos verdes indicaban su madurez. Lo
cierto era que el hombrecillo era tanto un sacerdote de Brandobaris, el dios mediano de los ladrones,
como un delincuente de lo más hábil. También era el único amigo de Cale en Sélgont.
Pasados unos minutos, Jak vio a Cale. La expresión de alegre sorpresa del hombrecillo se
desvaneció en cuanto Cale le hizo una señal con la cabeza para indicarle que tuviera cuidado. Jak
volvió a prestar atención al juego y sólo de vez en cuando lanzaba una cauta mirada hacia Cale.
Aunque Jak iba de por libre en el submundo de Sélgont, dominado por las bandas —una situación
que Cal consideraba comparable a nadar en un mar infestado de tiburones con la única protección de
un cuchillo de postre—. El hombrecillo conocía el lenguaje de signos de la cofradía. Así que,
mientras parecía que Jak tenía toda su atención puesta en el juego, Cale, mediante disimulados
gestos, le comunicó un mensaje: «Arriba. Número siete. Urgente».
Jak asintió levemente mientras se reía de la broma de un noble, y Cale iba hacia arriba. El
mediano subiría en cuanto pudiera.
Cale no tuvo que esperar mucho. En menos de un cuarto de hora, la puerta de la sala se abrió, y
Jak entró con una gran sonrisa y la bolsa tintineante.
—Esto debe de ser muy importante si me interrumpes en medio de esta racha del favor de
Tymora —observó, invocando a la diosa de la fortuna—. ¿Qué pasa, Cale? ¿Ya he vuelto a molestar
al Hombre Justo? —A menudo, Jak interfería sin darse cuenta en las operaciones de Los Cuchillos de
la Noche. Que siguiera vivo demostraba que sí era cierto que contaba con el favor de Tymora.
—No, no es nada de eso. —Cale dejó escapar un suspiro y se pasó la mano por la cabeza—.
Tengo un problema, Necesito ayuda.
Jak se puso serio. Se sentó en la silla frente a Cale y colocó sus pequeñas manos sobre la mesa.
—Cuéntame.
—Los Cuchillos quieren que prepare el secuestro de Talbot Uskevren. —No era necesario que
explicara más. Jak sabía la posición de Cale en Los Cuchillos y que durante los últimos años había
estado protegiendo secretamente a los Uskevren del Hombre Justo, en vez de contarle las debilidades
de la familia.
El hombrecillo se echó atrás en la silla y pegó un silbido.
—Eso es como la gota que colma el vaso, ¿no? ¡Feo, Cale! Hace años que te dije que te salieras
de Los Cuchillos de la Noche.
Cale sonrió con cansancio.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. El Hombre Justo no me permitiría marcharme. Valgo
demasiado para él. Si lo intentara, o me mataría o le contaría mi pasado a Thamalon, y… —Meneó la
cabeza, reacio a expresar en voz alta lo que pensaba.
—Y eso sería el fin —acabó Jak por él. Los verdes ojos le destellaron con furia—. ¡El Hombre
Justo! ¡Y una mierda! Es un asesino sacerdote de Mâskhara, ¡por los peludos dedos del Embustero!
—Tamborileó sobre la mesa con sus peludos dedos y miró expectante a Cale—. ¿Qué vas a hacer?
Cale miró a Jak a los ojos. Había decidido no morderse la lengua.
—Voy a emboscar al equipo que vaya a raptarlo y matarlos a todos. Después le diré al Hombre
Justo que una banda rival nos tendió una emboscada y que sólo yo conseguí escapar.
Cale se esperaba que Jak le dijera que estaba loco, pero asintió con la cabeza.
—Eso podría funcionar, suponiendo que nadie escape. ¿Quién dirige el equipo?
—Drasek Riven.
—Riven —masculló Jak—. Pues vaya. —Se recostó en la silla y se mesó la barbilla,
reflexionando. Cale esperó en silencio. Le estaba pidiendo mucho al hombrecillo.
Cale se sorprendió al ver que Jak sólo tardaba unos instantes en sonreír siniestramente.
—Hace mucho que somos amigos, Erevis —dijo el mediano—. Si me necesitas, estoy contigo.
Cale miró solemnemente a su amigo. Aunque agradecía el ofrecimiento de Jak, aún no podía
aceptarlo. No antes de explicárselo todo. Cale no podía pedirle a Jak que arriesgara su vida sin
saber a qué tipo de hombre iba a ayudar.
—Jak, necesito… —Se detuvo, carraspeó y comenzó de nuevo—: No sabes mucho de mí, sobre
mi pasado, me refiero, antes de que viniera a Sélgont.
Jak alzó una mano y meneó la cabeza.
—Eso es cierto, pero es asunto tuyo, Cale. No me debes ninguna explicación.
—Lo sé, pero en estas circunstancias… creo que debes saber a quién estás ayudando.
Jak lo observó fijamente, tratando de interpretar su rostro. Finalmente, el mediano suspiró y se
hundió en la silla. Cruzó los brazos sobre el pecho. Parecía un hombrecillo preparándose para una
tormenta.
—Muy bien. Si insistes.
Cale vaciló. De repente, no sabía muy bien por dónde empezar.
Ansiaba sacarse el secreto de su alma, pero temía la reacción de Jak. Si el hombrecillo decidía
abandonarle, no tenía a nadie más a quien acudir. Se obligó a comenzar.
—¿Sabes que vine a Sélgont desde Puerta del Oeste?
Jak asintió. Puerta del Oeste se hallaba en la ruta comercial entre el Mar Interior y la Costa de la
Espada. Era una ciudad grande y rica, repleta de mercaderes y ladrones, piratas y asesinos.
—Vine aquí porque estaba huyendo.
Jak se inclinó hacia adelante al oír esto, y sus ojos verdes brillaron de curiosidad.
—¿De qué?
Cale se miró las manos mientras hablaba, avergonzado de su pasado.
—Cuando era un niño, me reclutaron Los Máscaras Nocturnas.
Jak soltó un débil silbido al oír mencionar la famosa, y ya extinta, cofradía de ladrones de Puerta
del Oeste.
—Eso es feo —dijo.
Cale no le hizo caso y continuó con la historia:
—Recibí todo el entrenamiento habitual… —Vaciló al ver las cejas alzadas de Era evidente que
el mediano tenía cierta idea de lo que significaba el «entrenamiento habitual» de Los Máscaras
Nocturnas. Cale se apresuró a continuar—: Pero en seguida me pusieron a trabajar juntando letras.
Jak se sorprendió.
—¿Tú? ¿Un hombre de letras? ¿Traducciones y cosas así? —Rio por lo bajo al ver que Cale
asentía—. Siempre he sabido que eras demasiado listo para tu propio bien, Cale. ¿Cuantos idiomas
hablas?
—Nueve.
—¡Nueve!
Cale lanzó un suspiro de exasperación.
—Si paras de interrumpirme —le soltó—, quizá pueda contarte el resto antes de que llegue el
alba.
Jak fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y cerró la boca. Volvió a hundirse en la silla,
enfurruñado.
Cale contuvo una sonrisa. El hombrecillo parecía un niño enfurruñado al que han castigado de
cara a la pared. Cale siguió hablando en voz baja y tensa:
—Durante muchos años hice lo que los cofrades hacían: robar, matar, intimidar. Me cansé de
todo eso, incluso de hacer de secretario con idiomas, así que comencé a desviar dinero. Cuando la
cosa se puso demasiado caliente, huí… aquí. —Hizo un gesto abarcándolo todo y sonrió a Jak—. Ya
sabes el resto.
Jak se quedó en silencio durante un momento, mirando fijamente a Cale, como si se preguntara si
podía o no podía hablar. Cuando Cale asintió, Jak se echó para adelante en la silla y se puso muy
serio.
—Sí, sé el resto de tu triste historia, mi calvo amigo. Es más o menos así: a pesar del consejo de
tu intrépido y valiente amigo mediano, Jak Fleet, te liaste estúpidamente con el Hombre Justo y su
banda de matones. Con la cofradía llena de incompetentes, subiste rápidamente. Hasta que al final se
te ocurrió ese enloquecido plan de colocar a miembros de la cofradía en las casas nobles. —Lo miró
con cara seria y los verdes ojos cargados de inocencia—. ¿Hasta aquí voy bien?
Cale no pudo evitar sonreír. Jak hizo una mueca simpática y continuó:
—Por desgracia para ti, Thamalon comenzó a caerte bien, y su hija aún más. Los has protegido
durante años pasando información inofensiva al Hombre Justo. Oh, de vez en cuando le tirabas algo
jugoso que perjudicara a esta o aquella familia noble, pero nunca nada que comprometiera
seriamente a los Uskevren. Ahora tu plan se ha vuelto en tu contra y peligra tu culo.
«Korvikoum», pensó Cale.
—Y los carroñeros quieren su parte.
Cale asintió.
—Y…
—Ya lo pillo —replicó Cale.
—Muy bien. —Jak calló por un momento. Meneó la cabeza y se puso serio—. Te has metido en
un buen jardín, amigo mío. Demasiado jardín para un hombre solo. No sé cómo has podido hacerlo.
Cale se mordió la lengua. De repente se sintió muy cansado.
—Erevis Cale ni siquiera es tu nombre auténtico, ¿verdad? —dijo el mediano—. ¿Me lo puedes
decir?
—No quieras saberlo.
Jak aceptó la respuesta con un lento gesto de cabeza.
—Supongo que no importa cómo te llames. Ya sé de qué estás hecho. —Pensativo, el mediano
sacó su pipa de marfil de la bolsa de su cinturón.
Cale lo observó en silencio mientras su amigo la cargaba de hierba y la encendía. Todo su futuro
dependía de las siguientes palabras de Jak.
—Nada de eso cambia nada, Cale —dijo Jak al cabo de un momento—. Sigo estando contigo. —
Lanzó una nube de humo aromático.
Cale asintió, emocionado, demasiado agradecido para expresarlo con palabras. Tenía una
oportunidad.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó Jak con la pipa en la boca.
Cale sonrió.
—¿Alguna vez has conducido el carruaje de un noble?

Al filo de la medianoche, Cale regresó a las melancólicas torretas del Palacio de las
Tempestades y encontró la mansión a oscuras. Entró silenciosamente por una puerta de servicio y
subió por la escalera de caracol hasta su espartana habitación. Tenía que hablar con Thamalon
inmediatamente, así que se cambió y se puso su atuendo de mayordomo: unos pantalones negros que
no le caían bien, una camisa blanca con un lazo morado y negro. Después, recorrió silenciosamente
la gran casa quizá por última vez.
«Después de mañana por la noche —pensó con tristeza— quizá no pueda volver a poner un pie
aquí».
El plan para emboscar al equipo de Los Cuchillos de la Noche era muy arriesgado. Jak y él iban
a necesitar toda la suerte de Tymora para salir con vida.
«No tengo elección», se recordó.
Decirle la verdad a Thamalon acabaría con todo. El Viejo Búho no volvería a confiar en él, y
Thazienne nunca le perdonaría esa traición. Podía huir, claro, igual que había hecho en Puerta del
Oeste.
Pero en Puerta del Oeste no había tenido amigos, ni hogar, ni lealtades, nada que le impidiera
darle la espalda. Pero ahora tenía una familia, tenía un amigo, había gente a la que quería.
«No voy a huir», decidió. Fortalecido, bajó en busca del señor Uskevren.
Lo encontró en la biblioteca, en medio de las paredes forradas de libros, su retiro habitual por
las noches. Thamalon se hallaba sentado en su lugar favorito, una silla de respaldo alto tallada en
nogal del Valle de Arkhen, y analizaba una partida de ajedrez sin terminar, colocada sobre una
mesita baja ante él. En el suelo, junto a la silla, descansaban un par de copas de plata y una botella
de Rubí Tempestoso, medio vacía. El resplandor del fuego del hogar remarcaba las tensas líneas del
rostro de Thamalon.
En silencio, Cale se detuvo en la puerta, incapaz, de repente, de molestar a su señor. Al ver el
vino y la colocación de las piezas, supo que otra partida entre Talbot y Thamalon había acabado a
gritos. Quizá no fuera el mejor momento…
—¡Erevis! —Thamalon lo vio, y le dedicó una cansada sonrisa—. Me alegro de verte de vuelta.
¿Cómo ha ido el asunto con tu primo?
Cale se encogió por dentro. Años atrás, cuando había descubierto que la información sobre lo
que se cocía en los bajos mundos de Sélgont podía resultar útil a Thamalon, Cale se había inventado
un primo, un hombre de mala vida que se movía en los círculos más oscuros y con el que Cale
mantenía un reticente contacto. Aunque la información que Cale le había ofrecido gracias a ese
supuesto primo había demostrado ser útil a Thamalon en múltiples ocasiones para desmantelar
planes de las casas rivales, la mención de ese primo sólo servía para recordarle a Cale que su vida
era una mentira.
—Ha ido bien, señor. Ha dado un giro inesperado, pero todo va bien. O lo irá. El asunto aún no
ha finalizado, y debo pediros un favor.
—Claro. —Thamalon hizo un gesto hacia la silla acolchada que había al otro lado del tablero—.
Ven y siéntate, viejo amigo.
Cale cruzó lentamente el suelo de madera y se sentó muy rígido.
—¿Vino? —preguntó Thamalon mientras volvía a llenar su propia copa.
—No, gracias, señor.
—¿Te apetece acabarla? —Thamalon indicó el tablero de ajedrez, con el inicio de una sonrisa en
las comisuras de la boca.
Cale le devolvió la sonrisa sin mucho entusiasmo y observó la situación de las piezas de jade de
Talbot. Thamalon siempre jugaba con las de marfil. Pasado un momento, Cale meneó la cabeza.
—Mi señor pretende hacerme caer en una trampa. Las blancas tienen jaque mate en cuatro.
Thamalon rio con su profunda voz y alzó la copa en un brindis. Cale se sintió complacido al ver
que su señor se animaba.
—Excelente, Erevis, excelente. ¿Cómo es que nunca hemos jugado?
Cale sonrió levemente.
—Porque no tengo ningún deseo de desafiar la habilidad de mi señor. Un hombre sabio sabe lo
que le conviene.
Con un gesto de cansancio, Thamalon rechazó el cumplido.
—De ser cierto eso, viejo amigo, habría que concluir que Sélgont está lleno de idiotas, porque
me desafían constantemente. Sin tu ayuda… —Dejó la frase colgando y bajó la cabeza fatigado.
Cuando alzó los ojos, de nuevo mostraba una cansada sonrisa—. Me voy por la tangente. ¿Has
hablado de un favor?
En ese momento, Cale estuvo a punto de confesarlo todo. Al ver a su señor mantenerse en pie a
pesar tener unos hijos decepcionantes, una esposa distante y las constantes maquinaciones de las
casas rivales, sintió una gran admiración. ¿Cómo podía tener secretos para ese hombre que se lo
había confiado todo?
Su pasado se le subió a la garganta, quería contarle toda su historia. Sería tan fácil…
«¡No! —pensó—. Ni siquiera Thamalon podría perdonarme».
Con gran esfuerzo, se tragó la tentación.
—Sí, señor —dijo finalmente—. Disculpad mi petición, pero mi primo sigue en un pequeño
bache. Me pregunto si me permitiríais usar uno de los viejos carruajes y la casa de la calle Lurvin
durante los próximos dos días.
Al oír eso, Thamalon se inclinó hacia adelante. Lo miró interesado y frunció las espesas cejas,
pensativo.
—Debe de ser un asunto serio para que te involucres así, Erevis. Quizá yo podría ayudar.
—No, señor —repuso Cale en seguida, al mismo tiempo que su cariño por Thamalon creía al
escuchar esa oferta—. Debo hacerlo solo. No puedo arriesgar la reputación de los Uskevren
permitiendo que se relacionen los asuntos de mi primo con la familia. Es algo que debe quedar entre
él y yo.
—Hummm.
Cale vio algo en la mirada de Thamalon y supo que el Viejo Búho sospechaba que esa historia
era falsa. Pero su señor respetaba su intimidad y no preguntó más. Cale lo apreció aún más por eso.
—Muy bien, Erevis. El carruaje es tuyo, igual que la casa.
—Muchas gracias, señor. —Cale desplegó su largo cuerpo y se alzó de la silla—. Señor
Uskevren, no sé cómo acabará este asunto, pero…
—Erevis —lo interrumpió Thamalon con una mirada de preocupación—, ¿no me permitirás
ayudarte? Veo que estás preocupado. Tú no necesitas tener secretos conmigo. Hace años que confío
plenamente en ti. ¿No vas a confiar en mí en esto?
Cale se atragantó con el amargo regusto de sus mentiras. Inclinó la cabeza para ocultar los ojos,
que se le habían llenado de lágrimas.
«Confío plenamente en ti». Él ni siquiera confiaba en sí mismo lo suficiente como para contestar.
Después de un largo e incómodo silencio, Thamalon suspiró y movió la cabeza asintiendo.
—Lo entiendo. Todos tenemos secretos. Cuídate mucho, Erevis.
—Sí, señor —consiguió murmurar Cale, y salió de la biblioteca a toda prisa.
Se dirigió a su habitación embargado por la culpa. Después de encender una vela, se dejó caer
sobre el sillón y puso la cabeza entre las manos. Permaneció así durante un largo rato, inhalando el
olor de sus engaños. Había sido idea suya colocar un espía de la cofradía en la casa de los Uskevren.
Había sido él quien lo había arreglado para que el anterior mayordomo muriera durante un robo en la
calle. Todo lo había hecho él.
«Eso fue antes de conocerlos —trató de justificarse—, antes de cambiar…».
Había dejado la puerta entreabierta, y una suave llamada le hizo alzar la cabeza.
Iluminada por la suave luz de la vela, la belleza de Thazienne lo dejó sin aliento. Unos
pantalones ajustados de cuero y un jubón de lazo remarcaban las delicadas curvas de su figura.
Llevaba el negro cabello muy corto, al estilo cormyreano, y le acentuaba sus suaves rasgos y sus
brillantes ojos verdes. De algún modo conseguía parecer ingenua a la vez que muy segura de sí
misma. Esa belleza, esa intrépida inocencia, atraía a Cale como un imán al hierro.
—He oído que habías vuelto —dijo ella con una sonrisa picara—, y he visto que tenías la puerta
abierta… —Al ver el rostro de Cale, su sonrisa se trasformó en una expresión preocupada—. Erevis,
¿qué pasa? —Se apresuró a cruzar la habitación y se sentó en el brazo del sillón.
El ligero roce que Cale notó en el antebrazo hizo que la cabeza le diera vueltas. El olor de
Thazienne, una esencia de lavanda y rosas, lo embriagaba.
«No está a tu alcance, imbécil —se reprendió Cale—. Es diez años más joven y la hija de tu
señor. ¿Qué iba a hacer ella con un fraude y un mentiroso como tú?».
Sus protestas internas se derritieron bajo el calor que emanaba del cuerpo de ella.
—Erevis, ¿qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
Él hizo un esfuerzo por controlarse antes de mirarla a los ojos.
—¿Vas a salir? —Señaló sus pantalones de cuero.
Ella le lanzó una mirada que hubiera hecho que su madre se sintiera orgullosa.
—No cambies de tema, Erevis Cale. Te he preguntado si ha ocurrido algo. —A pesar del duro
tono, sus ojos estaban cargados de preocupación. Cale se deshizo.
—Sí, Thazienne. Algo ha ocurrido. Algo… terrible. Tengo que irme durante unos días. Espero…
espero volver pronto.
Ella se puso tensa.
—¿Esperas? ¿Qué quieres decir? ¿Adónde vas?
Cale negó con la cabeza.
—No puedo decírtelo, Thazienne…
—¿Es algo que te ha encargado mi padre? Si te está poniendo en peligro… —Se puso en pie de
un salto y pareció estar a punto de salir a toda prisa para ir en busca de Thamalon.
—No, no, no es nada de eso. —Él le rozó el brazo con los dedos para que ella se volviera. Su
piel era tan suave…—. No es nada de eso —repitió Cale, con la sensación de la piel de Thazienne
aún en los dedos—. Es un asunto personal.
—¿Personal? Entonces, dime qué es. Quizá pueda ayudarte. —Se levantó un poco el jubón para
mostrar la daga que llevaba en el cinturón, y Cale vio una excitante franja de su piel—. Sabes que no
soy novata en esos trabajos.
«Esos trabajos». Thazienne sabía que él se manejaba bien entre las sombras, pero nada sobre su
pasado. Él había disimulado sus verdaderas habilidades y las había explicado como el resultado de
una juventud difícil.
—No —aceptó él—, no eres una novata. —Le observó los ojos, buscándole el alma. Ella le
devolvió la mirada durante un instante, antes de apartarla tímidamente. A pesar de su «temeridad»,
Cale estaba seguro de que tenía las manos limpias de sangre. Y quería que eso siguiera siendo así—.
Pero este es un trabajo diferente.
—¿Crees que no puedo hacerlo? —Su postura y la dura expresión de su mentón dijeron a Cale
que sólo había una respuesta,
—No, no es eso. Pero tengo que hacerlo solo.
—¿Por qué?
—¡Maldita sea, Tazi! ¡No puedo decirte por qué!
Ella se sorprendió. Él nunca la llamaba Tazi, sólo «señorita Uskevren» si había gente presente, o
Thazienne si estaban solos.
—O sea, que no quieres decírmelo —replicó ella, recuperada de su sorpresa.
Cale dejó caer la cabeza, frustrado, pero sin querer enfadarse. Esa podía ser la última vez que la
veía.
—No puedo, Thazienne. Por favor… No puedo;
Ella resopló y lo miró durante un largo instante.
—Muy bien, Erevis Cale. Como tú quieras. —Dio media vuelta y empezó a dirigirse a la puerta
con fuertes pasos ofendidos. Pero estos se fueron haciendo más lentos mientras cruzaba la sala, como
si con cada uno se le fuera yendo el enfado que sentía. Al llegar a la puerta, se detuvo, temblando,
dando la espalda a Cale.
—Ten mucho cuidado, Erevis —dijo sin volverse—. Sea lo que sea, ten mucho cuidado. Te
ocuparás de eso igual que te ocupas de todo, ¿vale? Y luego… vuelve.
Cale notó las lágrimas en la voz de Thazienne, pero antes de que pudiera decir algo, ella cerró la
puerta y corrió por el pasillo.
—Adiós, Tazi —murmuró con los ojos llorosos.
Le costó conciliar el sueño y se levantó antes del alba.

La cera roja goteaba como sangre sobre el pergamino, sellando la carta y, posiblemente, su
destino. Cale la había escrito con una brevedad que se contraponía al peso que sentía en el alma.
«Esta noche —decía la carta—. Hora décima. Plaza Drover. Guardia mínima».
Una carta sencilla con un mensaje que sólo tendría sentido para Riven pero que, al entregarla,
cambiaría la vida de Cale. O le pondría fin. Esa carta pondría las cosas en marcha, y haría que su
elección fuera irrevocable.
«Todas las elecciones son irrevocables —se dijo—. Por eso te encuentras ahora en este lío».
Había realizado la mayoría de los preparativos necesarios antes del alba, mientras los Uskevren
aún dormían. Había pensado que lo mejor era actuar de prisa, así Riven no tendría mucho tiempo
para formar su equipo. Sin dar ninguna explicación, había informado al servicio de su inminente
ausencia y había puesto en orden los asuntos domésticos. Había preparado personalmente el carruaje
y lo había cargado con un arcón cerrado con llave, que había cogido de su cuarto.
Como un ataúd con un cadáver largo tiempo muerto, ese baúl contenía los restos de su vida
pasada: un peto de cuero encantado que había arrebatado al cadáver de un rival, Selbrin Del, en un
muelle de Puerta del Oeste; las hojas, aún afiladas, con las que hacía su trabajo, y el letal collar
mágico y la poción sanadora que le había dado Amaunt Corellin, un mago agradecido. Había
esperado dejar ese baúl cerrado para siempre, pero las circunstancias lo habían hecho imposible. El
antiguo Cale debía resucitar.
Con una sonrisa carente de alegría, se levantó del escritorio de nogal y fue hasta el mensajero de
uniforme naranja que esperaba en la puerta.
—Lleva esto a El Ciervo Negro —dijo mientras le tendía la carta. El muchacho se quedó a medio
bostezo, y los ojos se le abrieron como platos. Cale evitó sonreír—. ¿Lo conoces?
—Sí, señor —contestó el muchacho, no del todo capaz de disimular un temblor de nerviosismo.
—Bien. Entrégalo en mano al posadero. Se llama Jelkins. Dile que es para Riven. ¿Lo entiendes?
—Jelkins, el posadero de El Ciervo Negro. Para Riven. Sí, señor.
Cale sacó una brillante moneda de oro del bolsillo de su chaleco y se la puso en la mano al
mensajero. El chico ahogó un grito sorprendido; los mensajeros sólo solían recibir una moneda de
plata.
—¡Muchas gracias, señor!
—De nada. Esto es todo.
—Buenos días, señor. —Sonriendo, el chico se abotonó el abrigo, se puso unos mitones de lana y
salió corriendo. Cale supuso que esa sonrisa le iba a durar sólo hasta que olvidara la moneda de oro
y recordara adónde se dirigía. Pero no tenía de qué asustarse. El Ciervo no era peligroso durante el
día. Las alimañas sólo salen de noche.

Cale se movía por la oscuridad como un fantasma. Mientras escrutaba las sombrías calles del
distrito de los almacenes, con una espada y unas dagas colgando del cinturón, se sintió sorprendente
y horriblemente normal. Aunque solía reprimir su lado oscuro, esa noche se permitió darle rienda
suelta. Si quería tener éxito, necesitaría al antiguo Cale: Cale el asesino y el ladrón, no el
mayordomo renacido. Sólo confiaba en poder volver a separar a los dos una vez que acabara la
noche.
Se aproximó a la plaza Drover desde el sur, se detuvo a una manzana y se metió entre las
sombras de un taller de ruedas. Ante él se alzaban los altos almacenes típicos de ese barrio. Las
amplias calles por las que tendría que pasar para acercarse se hallaban vacías, excepto por algún que
otro remolino de nieve que levantaba el cortante viento. Cale frunció el ceño. Aunque el frío mes de
Noctal no era temporada de caravanas, parecía raro que las calles estuvieran tan vacías. El comercio
nunca paraba del todo en Sélgont, incluso en pleno invierno, incluso a esa hora. Aquellas calles
extrañamente desiertas lo inquietaban.
«Tranquilízate —se ordenó—. No hay nadie porque a los guardias que no se han ido por el frío,
Riven les ha pagado para que se esfumen. Lo habitual cuando Los Cuchillos de la Noche van a dar un
golpe».
Aun así, Cale no había sobrevivido durante años en el submundo de Puerta del Oeste y Sélgont
siendo un incauto. Observó en silencio el camino hacia la plaza durante un rato más, preocupado.
Nadie. Su agudo oído no captó ningún sonido. Incluso el constante murmullo de los carros por la
calle Rauncel se lo tragaba el aullido del viento. Finalmente satisfecho, avanzó sigilosamente entre
las sombras hacia un almacén de tres pisos, que era su primer objetivo.
Tenía poco más de un cuarto de hora para hacer su trabajo; un estrecho margen. Cuando las
campanas de Templo del Canto dieran la décima hora, un disfrazado Jak avanzaría con el carruaje
desde el oeste, y entonces, se abrirían los Nueve Infiernos.
Cale sabía qué esperar de un equipo de Los Cuchillos de la Noche. Como en su carta a Riven
había especificado sólo una pequeña guardia, no se esperaba más de doce hombres. El Hombre justo
no podía dedicar más; después de todo, la cofradía sólo contaba con treinta o cuarenta elementos en
total. Seis o siete hombres del equipo de Riven se apostarían en la plaza, con redes y lanzas cortas.
Otros cuatro o seis tiradores estarían en los tejados, pensó tristemente, mientras se apretaba contra la
parte trasera del almacén y miraba su alta fachada. Para proteger al equipo si algo iba mal.
Esos serían los primeros en morir.
Satisfecho de haber recuperado su instinto de asesino con tanta facilidad, observó con cuidado.
Había avanzado en silencio de sombra en sombra. Se sentía más cómodo con su peto de cuero que
con su jubón de mayordomo. La espada y las dagas le colgaban cómodamente del cinturón. Los
Cuchillos de la Noche estaban a punto de morir.
«Este eres realmente tú —le susurró una voz interior. Como era una idea incómoda se apresuró a
añadir—: Al menos por esta noche».
Pasó la mano por la pared. Los ladrillos eran irregulares, gastados por el tiempo, agrietados. Los
podía escalar fácilmente, incluso con los guantes de cuero. Inició el ascenso.
En unos minutos había escalado los doce metros hasta el tejado. Seguía sin oír nada, y seguía sin
ver a nadie en la calle. Lentamente, miró hacia adelante, procurando mantener la boca tras el reborde
del tejado para que su aliento helado no revelara su presencia.
Los vio a poco más de cuatro metros, en el lado opuesto del tejado; dos asesinos con hondas se
recortaban contra la pálida luz de Selûne. Estaban mirando hacia la plaza, de espaldas a Cale, con
las capas ondeando al viento. Sin hacer el menor ruido, Cale pasó por encima del pretil del tejado y
se agachó. Aquellos dos ni se movieron. Lentamente, fue sacando la espada de la lubricada vaina, sin
apartar los ojos de los asesinos. Estos siguieron sin moverse. Cale se permitió una fría sonrisa de
satisfacción.
Debía acercarse sin cometer el menor fallo. Excepto por un gran barril para recoger el agua de
lluvia y algunas cajas desechadas, el tejado no ofrecía ninguna protección. Sin vacilar, avanzó,
evitando que le alcanzara la luz de la luna. Cuando estaba a cinco pasos, cerró los ojos durante un
instante, reunió valor y se lanzó hacia adelante.
Antes de dar tres pasos, resbaló en un charco. Los pies se le fueron hacia arriba y cayó de
espaldas sobre el tejado.
—¡Ayyy! —El impacto lo dejó sin aliento. Jadeando, trató de levantarse y empuñar la espada,
convencido de que los asesinos estarían corriendo hacia él, convencido de que sólo le quedaban unos
segundos de vida.
No ocurrió nada.
Aún sin aliento, se sentó y recuperó la orientación. Inexplicablemente, los asesinos no se habían
movido. El líquido del charco en el que había resbalado aún le empapaba la capa… y estaba
caliente.
Sangre. El suelo junto a los asesinos estaba cubierto de sangre. Anonadado, se miró los dedos
ensangrentados, y un estremecimiento le recorrió la espalda. Se puso en pie de un salto y apartó a los
dos asesinos del borde. Un cuello cortado y una puñalada en el pecho. Y los habían vuelto a colocar
en posición. Un trabajo de profesional.
—Feo… —masculló.
Miró hacia la plaza y no vio nada. ¿Qué demonios…?
Las campanas de la Casa del Canto comenzaron a dar la décima hora. Jak estaría llegando.
Una terrible idea fue tomando forma en su cabeza. Corrió hasta el borde este del tejado y miró al
almacén que se hallaba al otro lado del callejón. No pudo ver nada en medio de la oscuridad. Sin
vacilar, saltó el vacío de dos metros y aterrizó sobre el otro tejado. Se puso en pie, olvidándose de
la cautela, y corrió hasta el extremo que daba a la plaza. Otros dos cadáveres yacían en un charco de
sangre, con las hondas a los pies.
Las campanas dejaron de sonar, y el repentino silencio fue como un mal presagio. La plaza aún
seguía desierta.
—Oscura y vacía —masculló Cale—. Jak va a caer en una emboscada.

Jak hizo avanzar los caballos a un trote constante. El carruaje botaba sobre la amplia calle como
una piedra lanzada sobre el agua, pero el mediano pensaba que era mejor acercarse a la plaza Drover
con algo de velocidad.
«No hace falta ponérselo más fácil», pensó irónico.
Cale era la única persona por la que habría hecho ese trabajo. Aunque a menudo corría riesgos
increíbles por su dios, Jak prefería las apuestas calculadas que los saltos al vacío. El propio Maestro
del Sigilo podía acabar en el infinito infierno de Baator por un simple capricho, pero Jak sólo lo
haría después de una larga deliberación y por una buena causa. Una buena causa como un amigo con
problemas. Quizá no era así como Brandobaris hacía las cosas, pero…
—Tú eres un dios —murmuró Jak hacia el cielo mientras metía la mano bajo su enorme capa y
tocaba dos veces el símbolo sagrado que le colgaba del cinturón—. Y yo un hombre. Tu margen de
error es mayor. —Sonriendo, se apresuró a añadir—: Sin ofender, claro.
Esa noche no era la más adecuada para ofender al Señor del Sigilo con una impertinencia. Jak y
Cale necesitarían toda la astucia del Embustero para salir indemnes de aquel lío.
Al acercarse a la plaza Drover, revisó rápidamente su «disfraz». Se mantenía precariamente en
pie en el asiento del cochero, con un enorme abrigo gris que iba más allá de sus pies y con un par de
botas de tamaño humano. Cale había insistido en ese disfraz. Todo debía parecer normal, había
dicho, o Los Cuchillos de la Noche se olerían una emboscada. Un mediano conduciendo el carruaje
de un noble en Sélgont no era una cosa muy normal.
«Así que a mí me toca disfrazarme —pensó Jak— mientras Cale hace el trabajo de verdad».
Una vez comprobado que tenía un aspecto suficientemente humano, giró hacia el este y se dirigió
hacia la plaza. El continuo tableteo de los cascos sobre los adoquines resonaba en los muros. La
calle salpicada de nieve se hallaba vacía. Hizo pasar a los caballos bajo el arco que cubría la
entrada oeste a la plaza Drover, frenó un poco al tiro y dirigió el carruaje hacia el campo de batalla.
Si Cale había escogido aquella plaza —un sitio de manual para tender emboscadas— con la
intención de no levantar las sospechas de nadie, lo había hecho muy bien. La plaza Drover ofrecía un
campo de fuego sin igual. Era una amplia extensión de adoquines bordeada por edificios: ideal para
francotiradores. La plaza estaba salpicada de carros y de montones de cajas desechadas: perfecto
para esconder a la infantería. La luz de la luna formaba un irregular manto de sombras. Jak se sentía
totalmente expuesto. Los Cuchillos podían hallarse en cualquier parte.
«No se arriesgarán con arcos —se convenció—. Quieren al chico vivo, y no querrán que alguna
flecha perdida los deje sin premio».
Aun así, el corazón le iba a toda velocidad. Mientras mascullaba una plegaria a Brandobaris,
condujo el carruaje por el centro de la plaza Drover.
Un repentino sonido le hizo alzar la cabeza. La voz de Cale, gritando en lurienal, el idioma de los
medianos, desde un tejado cercano.
«¡Sal de aquí, Jak! ¡No es una operación de Los Cuchillos de…!».
Gritos salidos de todos lados ahogaron las advertencias de Cale; hombres armados surgieron de
los edificios que rodeaban la plaza y avanzaron hacia el carruaje con espadas y ballestas preparadas.
—¡Por los peludos dedos del Embustero! —gruñó Jak, y luego dijo—: ¡Deben de ser treinta o
más!
Corrían hacia el carruaje desde todas partes, gritándole que se detuviera. Los caballos se
encabritaron y resoplaron nerviosos cuando los hombres comenzaron a cerrarse sobre ellos.
Jak se quitó la enorme capa y murmuró una rápida plegaria al Señor del Sigilo. Al instante,
desapareció de la vista. Invisible, saltó del carruaje y fustigó a los ya nerviosos caballos en el lomo.
—¡Jia!
Los caballos se desbocaron y se llevaron el carruaje botando tras ellos. Dos de los emboscados
trataron de detener el carruaje, y los asustados caballos los derribaron. Se oyó el crujido de unos
huesos bajo una lluvia de despiadados cascos. El resto de los hombres corrió tras el carruaje,
chillando a un inexistente cochero que se detuviera. Las ballestas restallaron y los dardos se clavaron
en la madera. Otro de los gritos monumentales de Cale consiguió imponerse al estruendo.
—¡Cúbrete, Jak! —le dijo en lurienal.
—Esto se está poniendo feo —susurró Jak, y corrió hacia el almacén más cercano.

A toda prisa, Cale enganchó el garfio a una gárgola y dejó caer la cuerda por la pared del
edificio.
—Feo —murmuró mientras trabajaba—. Feo y vacío.
Sí, las cosas se estaban poniendo muy feas rápidamente. Jak iba a necesitar ayuda. Esperaba que
el hombrecillo hubiera oído su aviso.
«Deben de haber unos treinta hombres ahí abajo —pensó—, ¿quiénes son, por los Nueve
Infiernos?».
Un grupo de hombres intentaba acorralar a los asustados caballos. Varios de los emboscados ya
habían sido pisoteados. Sus cuerpos arrollados cubrían los adoquines, con los miembros doblados en
ángulos grotescos. Sólo era cuestión de tiempo que el resto o calmara a los caballos o acabara con
ellos. Cale tenía que actuar al instante.
Seleccionó el grupo a su alcance donde los hombres estaban más apiñados, se arrancó una bola
de cristal del collar y la lanzó hacia el suelo. Cuando la bola se estrelló contra los adoquines en
medio de los hombres, la plaza Drover estalló en llamas. La fuerza de la explosión despedazó
cuerpos y lanzó restos humanos por los aires como hojas muertas en una galerna. La plaza se llenó de
gritos y del hedor de la carne quemada. Muchos de los hombres iban de un lado a otro, sin saber
dónde se escondía su atacante, mientas que otros seguían persiguiendo el carruaje. Cale sólo lanzó
una rápida ojeada a la matanza antes de deslizarse por el borde del tejado y comenzar a descender
por la cuerda.
A medio camino echó una mirada hacia abajo, eligió otro grupo y lanzó una segunda bola del
collar. De nuevo surgió un fuego naranja, y de nuevo los hombres ardieron y murieron. Las bolas de
fuego atraerían a los guardias de la ciudad, Cale lo sabía, pero tenía intención de haber desaparecido
de allí antes de que llegaran. Cogería a Jak y saldría zumbando.
Bajó hasta el ardiente caos de humo espeso, hombres gritando, carromatos ardiendo y caballos
encabritados. Nadie lo había visto aún. Saltó los últimos tres metros hasta el suelo, se volvió y
desenvainó la espada.
Y se encontró cara a cara con Drasek Riven.
—¿Riven? ¡Por los Nueve…!
El asesino lo atacó con sus dos sables. Cale saltó hacia atrás como un gato, pero notó que los
sables de Riven le rasgaban la capa. Paró con dificultad uno de los tajos del asesino, pero se llevó
un corte superficial en el antebrazo. Una herida menor. Con una mueca despectiva.
Riven retrocedió.
—¿Qué estás haciendo, Riven? Tú… —En ese momento se le hizo la luz. Riven había sido quien
había traicionado al Hombre Justo. Pero ¿por qué?, se preguntó Cale. ¿A quién estaba sirviendo?
—Llevo mucho tiempo esperando este momento, Cale —masculló Riven—. Así que te voy a ir
despedazando lentamente. Un pequeño corte cada vez. —Ondeó los sables, amenazador. Su único ojo
refulgió con un destello maligno.
Jadeando, Cale retrocedió contra la pared del almacén. Durante un instante consideró la
posibilidad de subir por la cuerda, pero rápidamente rechazó la idea. El asesino era demasiado
rápido. Riven podría ensartarle en cuanto él se diera la vuelta. Cale sabía que tenía que salir de ahí.
Aunque era hábil con la espada, no podía compararse con Drasek Riven.
«¿Dónde infiernos está la guardia? —pensó—. Deben de haber oído las explosiones».
—¿Qué? ¿No tienes nada que decir? —se burló el asesino.
A la espalda de Riven, entre el humo y las llamas, Cale vio que los hombres que perseguían el
carruaje finalmente se habían hartado y habían abatido a los caballos. En un momento abrirían la
portezuela. El resto de los hombres, aún sin saber de dónde habían salido las bolas de fuego,
comenzó a reagruparse cautelosamente. Riven siguió recreándose.
—¿Cale el Listo no tiene nada que decir? Te ha comido la lengua el miedo, ¿eh? —se regodeó el
asesino—. Siempre he sabido que eras un cobarde.
Fue a atacar, pero los gritos de los hombres que habían abierto el carruaje lo hicieron volverse y
quedarse parado.
—¡Está vacío! —informaron desde el otro lado de la plaza—. ¡El carruaje está vacío!
Riven se volvió hacia Cale. Su sonrisa de triunfo era ahora una mueca cargada de odio.
—¿D…dónde está el chico, Cale? —farfulló—. ¿Dónde?
Cale le dedicó una sonrisa satisfecha.
—Siempre he sabido que eras un idiota, Riven.
Con un grito de furia, el asesino cargó contra él.
Los sables de Riven cortaban serpenteantes cintas en el humo, y parecía haber olvidado su
promesa de matar a Cale lentamente. Este esquivó una estocada en sus partes más nobles y lanzó un
tajo directo. Riven le desvió la espada con uno de los sables, se volvió en redondo y lanzó un tajo de
revés hacia el cuello de Cale. Este se lanzó al suelo y rodó para evitar el golpe mortal, pero no pudo
evitar un doloroso rasguño en la cabeza; luego se puso en pie de un salto. Entonces, Riven le lanzó
una sonrisa de odio y le clavó un sable en el hombro.
Desesperado, Cale se liberó del sable, desvió la otra hoja de Riven con la espada y le clavó una
feroz patada en el pecho. El impacto dejó a Riven sin aliento y le hizo retroceder unos pasos.
Mientras la sangre y el sudor le cubrían los ojos, Cale aprovechó para beberse la poción sanadora.
La piel se le juntó rápida y dolorosamente. Al instante, las heridas de la cabeza y el hombro dejaron
de sangrar.
—Eres… hombre… muerto —consiguió decir Riven entre boqueadas.
Detrás del asesino, Cale pudo ver a los otros hombres corriendo por la plaza, hacia ellos. Se
pasó la mano por la cara para limpiarse el resto de la sangre y decidió que no iba a tener ningún
miramiento.
«Nos iremos todos juntos —pensó mientras toqueteaba otra de las bolas del collar—, hijos de
putas».
—Vamos —le dijo a Riven, y lo llamó con un gesto de la espada.
La mueca desdeñosa de siempre regresó al rostro de Riven junto con el aliento.
—Cale, te… ¡aaaaggg! —Las palabras del asesino se convirtieron en un aullido de dolor
mientras la punta del espadín de Jak le salía por el estómago y Riven arrojaba una lluvia de sangre.
El mediano, ya visible, se hallaba detrás del asesino, tirando de su espada para liberarla. Riven
cayó de rodillas con la sangre burbujeándole en la boca y se desplomó entre gemidos.
—Hablas demasiado, Drasek Riven —le soltó Jak mientras pasaba sobre el cuerpo caído del
asesino. El mediano saltó ante Cale y lo obsequió con una gran sonrisa—. Apuesto a que te alegras
de verme, ¿eh? Vamos, dejemos…
—Voy a acabar esto —anunció Cale, y pasó ante Jak para ir junto a Riven, que se retorcía en el
suelo. La pequeña mano de Jak se cerró en su muñeca para detenerlo.
—Olvídate de él, Cale. ¡Erevis! Olvídalo. Tenemos que salir de aquí.
Cale dirigió la mirada hacia donde apuntaba el dedo de Jak y vio que el resto de los emboscados
se lanzaba contra ellos. La plaza, cubierta de llamas y humo, rebosaba de hombres que gritaban. El
dardo de una ballesta le zumbó junto al oído y se estrelló contra la pared del almacén. Otro lo siguió,
luego otro más. Jak tenía razón.
—Vámonos —dijo Cale.
—¿Por dónde? —preguntó Jak, y en su voz se notaba su nerviosismo—. Están por todas partes.
—Arriba. —Cale cogió al mediano y agarró el extremo de la cuerda—. Tú primero. La iré
recogiendo detrás de mí mientras subimos. —Volvió a mirar hacia la plaza. Sus enemigos sólo
estaban a un tiro largo de lanza—. ¡Venga!
Sin decir más, Jak saltó y comenzó a escalar. Rápidamente, Cale se ató el extremo de la cuerda a
la cintura y lo siguió. A medio camino, lanzó una mirada hacia abajo y vio a ocho o nueve ballesteros
apuntándoles.
—¡Ballestas, Jak! —gritó al hombrecillo. Para ofrecer menos blanco, Cale se sujetó a la cuerda
sólo con las manos y dobló las piernas sobre el pecho. Las cuerdas de las ballestas chasquearon, y
una lluvia de flechas salpicó la pared a su alrededor. Dos de los espinosos dardos le dieron en la
espalda, pero rebotaron en la coraza encantada. Aun así, el golpe fue suficiente para que casi soltara
la cuerda. Miró hacia arriba y vio que Jak seguía ileso. Brandobaris cuidaba a los suyos.
—¡Sigue, Jak! ¡Ahora, mientras recargan!
El mediano subió por la cuerda como una araña de cabeza roja, pero antes de que pudieran
ascender otro metro, el agudo oído de Cale captó la inconfundible entonación de un hechizo.
«¡Mierda! —soltó para sí—. ¿Quién, por los Nueve Infiernos, son esos hombres?».
—¡Aguanta! —gritó Cale—. ¡Un hechizo!
En ese instante, un abrasador rayo se alzó desde el suelo y estalló en el edificio. La fuerza de la
explosión destrozó los ladrillos y regó la piel expuesta de Cale con miles de punzantes fragmentos de
piedra. La cuerda se balanceó como un péndulo por la pared del edificio. Cale apretó los dientes y se
sujetó con más fuerza. Jak también aguantó, pero apenas. Agarraba la cuerda sólo con las manos, y
los pies le colgaban en el vacío. Parecía aturdido.
«No soportaremos otro de esos», pensó Cale.
Miró hacia abajo a través del humo y vio que el grupo de ballesteros estaba preparando otra
andanada. En medio de ellos se hallaba un mago de túnica gris, que movía los dedos tejiendo un
nuevo conjuro explosivo. Sin pensarlo dos veces, Cale arrancó otra de sus preciosas bolas del collar
y la tiró abajo.
—¡Tragaos esto! —gritó.
El mago y los ballesteros corrieron a cubrirse demasiado tarde. Con un ensordecedor rugido, la
bola estalló formando un infierno que dejó a los hombres convertidos en un montón de carne
requemada y huesos retorcidos. A diez metros del suelo, la onda de aire abrasador le chamuscó las
cejas a Cale. Esa bola era la más potente de las que tenía.
Sin la amenaza de los ballesteros, él y Jak escalaron rápidamente el resto del muro. Cuando
llegaron arriba, Cale corrió hacia la trampilla que daba al interior del almacén, la abrió, y ya al otro
lado, metió la daga en el pestillo, atrancándolo.
—Aún quedan cabrones de esos —explicó a Jak—. Tratarán de llegar hasta el tejado para
cortarnos la retirada. Tenemos un par de minutos como mucho.
Inquieto, Jak asintió sin prestar demasiada atención.
Cale se apresuró a cogerle suavemente por los hombros.
—¿Estás bien? ¿Te ha alcanzado el rayo?
Jak le devolvió la mirada a Cale con unos ojos verdes que sólo en ese momento empezaron a
fijar su mirada.
—Sí… un poco. Pero me recuperaré.
Terco como siempre, el mediano se soltó de Cale y sacudió la cabeza como para aclarársela.
Después sacó su símbolo sagrado, una caja de platino de rapé que le había robado a algún mago, y
masculló las palabras de un conjuro curativo. Recuperado, el mediano parpadeó y miró alrededor
como si no supiera dónde estaba.
—¡Por los dedos del Embaucador, Cale! —maldijo el mediano—. ¿Magos y Drasek Riven? ¿Qué
está pasando aquí?
Antes de que Cale pudiera responder, el pasador de la trampilla comenzó a sacudirse. Sin mediar
palabra, él y Jak corrieron hasta una ventana baja. Unos dos metros y medio de vacío se interponían
entre ellos y el tejado más cercano.
—¿Puedes? —preguntó Cale al mediano.
Jak echó una mirada hacia la trampilla, a su espalda, justo cuando un cuerpo la golpeaba con un
fuerte ruido. La daga resistió, pero no lo haría mucho rato.
—Lo conseguiré —prometió Jak.
Retrocedieron para coger impulso, luego corrieron a toda velocidad y saltaron a través del vacío.
Cale lo consiguió fácilmente. Jak, justo.
Sin parar de correr, Cale sacó su última daga y se dirigió a la trampilla de ese tejado. Antes de
alcanzarla, se abrió de golpe y apareció una cabeza rubia, mirando para el otro lado. Sin dudarlo,
Cale corrió hacia allí, agarró al hombre por el cabello y lo alzó por la trampilla. El sorprendido tipo
graznó una protesta y movió torpemente la espada.
—¡Joder! Eh… ¿qué…?
Las protestas del hombre acabaron en un gemido cuando Cale le hundió la daga en la espalda
hasta la empuñadura. Sujetándolo como una marioneta macabra, Cale lo dejó sangrar y sacudirse
durante los últimos segundos de su vida. Procedentes del interior del almacén, oyó los gritos de más
hombres. Tiró el cadáver a un lado. Entonces vio a Jak.
El hombrecillo lo miraba fijamente, con el rostro ceniciento y los ojos horrorizados. Cale miró el
cadáver, luego otra vez a Jak. Señaló el cadáver con la daga.
—Era o esto o no salir vivos de aquí —dijo.
Jak asintió, pero sus ojos no perdieron la mirada asustada.
«Nunca ha visto esta parte de mí —se dio cuenta Cale—. Hombrecillo, espero que vivamos lo
suficiente como para que puedas decidir si seguimos siendo amigos».
Los gritos y las fuertes pisadas de botas en la escalera le devolvieron a la realidad. Agarró la
trampilla, lanzó una bola dentro del almacén y cerró la puertecilla. La explosión sacudió todo el
edificio. El humo se alzó por las rendijas de alrededor de la trampilla. Cale oyó los gritos de los
hombres abrasándose a través de la madera y la piedra.
Sin mirar a Jak, se inclinó sobre el cadáver. No tardó en hallar lo que buscaba.
—¡Joder! —dijo entre dientes.
Del forro de la capa del cadáver sacó una insignia. Era un triángulo negro con un círculo amarillo
insertado y una «Z» superpuesta. La insignia le dijo todo lo que necesitaba saber.
—Zhentárims —susurró. Claro que había habido tantos hombres. Los zhentárims, una
organización compuesta por guerreros, magos y sacerdotes del dios loco Cyric, pretendían dominar
el comercio y la política en todo Faerun. Sus métodos iban desde los acuerdos legales hasta los
asesinatos.
Jak inhaló con fuerza.
—¡Zhents! ¡Dioses, Cale! ¿Qué está pasando aquí?
Cale miró la insignia que tenía en la mano mientras trataba de anudar cabos: zhayvianos,
zhentárims, Riven, Los Cuchillos de la Noche… Aquello era demasiado y ese no era el momento.
—No lo sé —contestó Cale finalmente—. Tendremos que averiguarlo más tarde. Debemos salir
de aquí en seguida. —Lo que sí sabía era que los zhentárims rara vez dejaban supervivientes. Eran
meticulosos. Muy meticulosos. Sin duda, más hombres armados ya habrían rodeado el edificio. Salir
de ahí iba a ser complicado.
—La Guardia no nos ayudará —le dijo a Jak—. Los zhents deben de haberlos comprado. Así que
iremos por los tejados. Cuando lleguemos a la altura de la calle Rauncel, bajamos y corremos hacia
el centro. ¿Serás capaz?
Jak asintió, con la daga en el puño y la caja de rapé, su reliquia sagrada, en la otra.
—Soy capaz, pero…
—Pero ¿qué?
Jak meneó la cabeza.
—Nada.
Comenzaron a moverse, pero Jak se detuvo de golpe.
—Espera, Cale. Hay… hay una manera mejor. —El mediano parecía curiosamente reacio—. Hay
una talabartería abandonada en la calle Stevedore. El callejón que está junto a la tienda tiene un
pasaje secreto que conduce al sistema de alcantarillas. La marea está baja, así que podremos ir por
las cloacas. Nos quitaríamos de en medio.
Cale lo pensó, sopesando las opciones. Ambas eran arriesgadas, pero la calle Stevedore estaba
más cerca.
—¿Estás convencido de que es seguro? Si los zhents nos pillan en las cloacas… —No quiso
mencionar el resultado.
Jak vaciló sólo un instante.
—Estoy seguro —respondió finalmente—. Los zhents no conocen ese pasaje.
—Muy bien —accedió Cale—. Vamos, entonces.
Corrieron por los tejados, sin preocuparse de nada excepto de escapar. De edificio en edificio,
fueron saltando por encima de una infinita serie de callejones, de vacíos que prometían la muerte ante
el menor error de cálculo, todo el rato azuzados por los gritos de los hombres que tenían debajo y
detrás. Finalmente, jadeantes y sudorosos a pesar del frío, descendieron por la fachada de un
almacén y se encontraron entre las sombras de la calle Stevedore.
—Allí —susurró Jak. El grueso dedo del mediano señalaba un callejón que se abría a unos diez
pasos.
Dos hombres envueltos en capas negras se hallaban en la boca del callejón con las espadas
desenvainadas. Su postura y su mirada alerta indicaban que eran zhentárirns. En silencio, Cale
deslizó la espada fuera de su vaina. La oscuridad lo cubriría mientras se acercaba. Los zhents
estarían muertos incluso antes de verlo.
—Quédate aquí —le susurró a Jak—. Ya me ocupo yo.
Jak lo sujetó suavemente por el brazo.
—Espera, Cale. Espera. —La voz del mediano era tensa—. No más… no más sangre por hoy,
¿vale? Usaré un hechizo para inmovilizarlos.
La suplicante mirada del mediano hizo aflorar lo suficiente al nuevo Cale para se impusiera al
antiguo. El mayordomo asintió, aún un poco reacio. Jak dejó escapar un suspiro y le palmeó el brazo.
Rápidamente, como si temiera que Cale fuera a cambiar de opinión, Jak cerró los ojos y rezó una
plegaria para invocar el poder de Brandobaris. Señaló con un dedo a los zhents, y ambos soltaron un
grito ahogado de sorpresa. Después de eso, no se movieron. El poder del hechizo los mantenía
rígidos.
—No ha estado mal —reconoció Cale.
Jak asintió, y ambos corrieron hacia adelante. En el momento que salían de las sombras, oyeron
gritos en la calle a sus espaldas. Cale lanzó una mirada hacia atrás y vio a cuatro hombres armados
que corrían hacia ellos. Estaban a dos manzanas, pero se acercaban de prisa.
—Vamos, Jak. Tenemos compañía.
—Sígueme —repuso el mediano, y corrió por el callejón.
Al pasar, Cale empujó a los rígidos zhents y los tiró al suelo, sólo por si acaso, se dijo, y corrió
detrás de Pilas de cajas, ladrillos y trozos de madera cubrían el suelo y dificultaban el paso. Jak fue
sorteando la basura con la habilidad de aquel que sabe dónde están los obstáculos. A unos cuarenta
pasos, el hombrecillo se detuvo delante de una pila de madera que estaba apoyado contra la pared.
Metió la mano entre los listones y tanteó en busca de algo, mascullando. Al cabo de unos instantes,
Cale oyó un clic.
—Lo tengo —exclamó Jak, satisfecho. Giró el palé como si fuera una puerta.
«Ingenioso», pensó Cale. Más allá había una pequeña habitación de ladrillo con un pozo
excavado en el centro.
—Cuidado con el agujero —advirtió Jak.
Entraron los dos apretándose y cerraron la puerta tras ellos. En la oscuridad, Cale oyó a Jak
cerrar el mecanismo. Se quedaron en silencio mientras los pasos de sus seguidores resonaban por
fuera y se perdían en la distancia. Después, Jak alzó una pequeña barra de metal que emitía un
resplandor azul por la punta. Su nerviosa sonrisa brillaba más que la luz de la barra mágica.
—Por los pelos, ¿eh?
Cale no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Y que lo digas —convino, y ambos se permitieron unas risas contenidas para aliviar la tensión.
—El pozo desciende unos veinticinco metros antes de llegar a las cloacas —explicó Jak—. Hay
una escalerilla. Yo iré primero.
El mediano se acercó al borde del pozo y comenzó a descender por los travesaños de hierro.
Cale lo siguió y pronto se hallaron en las cloacas de Sélgont, hundidos medio palmo en un barro
apestoso. Cale tenía que inclinarse para no chocar contra el bajo techo. El estrecho corredor partía
en tres direcciones.
—¿Por dónde? —preguntó Cale.
—Por aquí. —Jak tomó el corredor de la izquierda.
Curiosamente, la cloaca no apestaba tanto como Cale se había temido. Aun así trató de no pensar
en la composición exacta del barro que se le pegaba a las botas. Para mantener la mente ocupada,
repasó lo ocurrido esa noche.
Riven, evidentemente un agente doble de los zhentárims, debía de haber pasado a sus auténticos
amos la información de la emboscada que preparaban Los Cuchillos de la Noche. Los zhents y él
habían asesinado al equipo de los Cuchillos y habían esperado a que Cale los llevara a Talbot. ¿Por
qué? Porque si Los Cuchillos hubieran tenido éxito y hubieran entregado a Talbot a los zhayvianos,
Naglatha podría haber obligado a Thamalon a defender los intereses de Zhay ante el Hulorn. Los
zhents, enemigos acérrimos del reino de Zhay, querrían evitar eso. Deshacerse de unos cuantos
Cuchillos y de paso fastidiar al Hombre Justo habría sido un beneficio extra. Después dela
emboscada fracasada, Drasek Riven, el único «superviviente» de Los Cuchillos, podría haberse
inventado cualquier historia. Con Cale muerto, aquel cabrón tuerto se habría convertido en el
principal asesor del Hombre Justo. Los zhents hubieran logrado el control real de Los Cuchillos de la
Noche y a Talbot para presionar a Thamalon.
Pero los secretos de Cale habían desmontado toda la trama.
Movió la cabeza sin poder creérselo, riendo, sorprendido de que un cafre como Riven pudiera
haber sido tan sutil. Si Jak no hubiera sabido de la puerta secreta en el callejón y cómo abrirla…
Si Jak no hubiera sabido…
Cale sintió que un estremecimiento le recorría la espalda.
—¿Jak?
El mediano se detuvo y se volvió con el rostro siniestramente iluminado por la luz de la barra.
—¿Qué?
—¿Cómo sabías abrir ese cierre? —La mano de Cale se cerró cerca de la empuñadura de su
espada.
El mediano vaciló un instante demasiado largo.
—¿Y ahora me preguntas por el cierre? Vamos, Cale. Ya falta poco. —Jak se volvió y siguió
caminando.
Cale lo agarró por el hombro y lo obligó a volverse.
—¿Ya falta poco para qué?
El mediano abrió mucho los ojos.
—¡Eh! ¡Tranquilo, Erevis!
—El mecanismo del callejón… ¿Cómo lo abriste? No lo forzaste, y seguro que tú no lo
instalaste…
—No te muevas —dijo una voz en la oscuridad, al frente.
Cale apartó a Jak y se dispuso a pelear.
—¿Para quién trabajas, Fleet? —gruñó rabioso.
Jak dio un paso atrás y alzó las manos.
—Tranquilo, Cale —repuso con voz suave—. Ahora estamos a salvo. Tranquilo.
—¿Qué? —Cale aún no podía ver el origen de la voz—. ¿A salvo? ¿De qué estás hablando?
Jak hizo un gesto indicando la oscuridad que tenían enfrente.
—Son Arpistas. —Se calló un instante antes de añadir—. Y yo también lo soy.
Cale bajó su arma. Se quedó boquiabierto cuando tres hombres salieron de la oscuridad, cada
uno de ellos armado con una espada y una ballesta.
Jak era un Arpista.
Los Arpistas trabajaban encubiertos por todo Faerun para contener el mal y promover el bien.
Estaban en todas partes y en ninguna. Cale siempre los había considerado irrelevantes, poco
decididos para hacerse con el poder y poco organizados para evitar que otro se hiciera con él. En
vista de esa noche, tendría que revisar esa opinión.
Que Jak fuera un Arpista ponía toda su amistad en entredicho. El mediano podía haber estado
usándolo como una fuente de información sobre Los Cuchillos de la Noche.
El más alto de los Arpistas, rubio y con barba, evaluó a Cale con la mirada antes de volverse
hacia
—No deberías haberlo traído aquí, Fleet.
El hombrecillo fue hasta el gigante rubio y se le encaró como un tejón rabioso.
—¡Cierra la boca, Brelgin! Era venir aquí o morir. La emboscada ha resultado ser una operación
zhent.
—¿Zhents? Ummm… —Brelgin hizo como si se lo pensara mucho—. Aun así, se te ha advertido
que no traigas a nadie de fuera de la organi…
—Bueno, pues ya lo he hecho. Ahora ve a despejar el piso franco. Sólo nos ha visto a nosotros
cuatro y sé que no se lo dirá a nadie. —Jak se volvió para encogerse de hombros, como
disculpándose con Cale—. Conocemos sus secretos como él conoce los nuestros. Podemos confiar
en que no hablará.
Brelgin aún dudaba. Cale, todavía demasiado sorprendido para hablar, siguió en silencio.
—Así va a ser —dijo Jak con firmeza—. No puede volver atrás.
Brelgin bajó los ojos para mirar a Jak, luego los alzó y dedicó una mirada muy significativa a
Cale.
—Será mejor que tenga la boca cerrada. —Brelgin y los otros Arpistas se volvieron y regresaron
a la oscuridad. Jak miró a Cale.
—Era inevitable, Erevis. Lo siento. —Jak le palmeó el bazo—. Les daremos unos minutos para
que salgan todos del piso franco, y luego iremos allí. ¿Estás bien?
—Estoy bien. —Miró al mediano como si lo viera por primera vez—. Pero a ti no te conozco,
Jak.
El mediano dio un paso atrás con una mirada herida en el rostro.
—Tonterías, Cale. Ya sabías todo lo importante que hay que saber de mí antes de esta noche.
Como yo también sabía todo lo importante de ti antes de que me hablaras dela Puerta del Oeste.
Somos amigos. ¿Por qué crees que he ido contigo esta noche? Eso… —Hizo un gesto con su manita
para indicar el piso franco de los Arpistas—… es sólo lo que hago. No lo que soy. ¿Lo entiendes?
Cale se lo pensó un momento y asintió lentamente. «Esto es lo que hago, no lo que soy». Esperaba
que eso fuera cierto, por Jak y por sí mismo.
—Lo entiendo.
—Bien. —Jak sonrió y le hizo un gesto para que siguiera adelante—. Ya hemos esperado
suficiente. Vamos, salgamos de las cloacas y vayamos a casa.
Cale asintió, aunque sabía que no iba al Palacio de las Tempestades. Aún no. Tenía que acabar el
asunto con Riven. Si el asesino aún vivía, Cale sabía dónde encontrarlo.
Era tarde, y aparte de Cale y Jelkins, el posadero, sólo había unos cuantos borrachos roncando en
las apestosas tinieblas de El Ciervo. Cale se hallaba sentado con la espalda apoyada en la pared, de
cara a la puerta. Sobre la mesa ante él había una cerveza que no había tocado. Respiró hondo para
tranquilizarse.
«Vendrá —pensó Cale—. Si está vivo, tiene que venir».
—Cierro en quince minutos —anunció Jelkins desde detrás de la barra.
Cale asintió y siguió esperando. Los borrachos seguían roncando, ignorantes del mundo.
Cuando finalmente se abrió la puerta de El Ciervo, Cale tuvo que recordarse que debía respirar.
Drasek Riven entró tambaleándose, se apoyó en la puerta para no caer y recorrió la sala con la
mirada. Al ver a Cale, la boca del asesino se contrajo en un rictus cargado de odio. Impasible, Cale
le devolvió la mirada sin parpadear. Se miraron durante unos interminables segundos: dos
depredadores valorando su presa.
Finalmente, Riven cerró la puerta y avanzó inseguro hasta la mesa. Al ver los dolorosos pasos
del asesino, Cale tuvo que reprimir una sonrisa de triunfo. Riven había podido pagar a un médico lo
suficientemente bueno para seguir con vida, pero no para quitarle el dolor de la estocada de Jak.
—Cale —dijo Riven con una inclinación de cabeza, mientras se sentaba penosamente en la silla
frente a él. Cale notó la tensión en el rostro de Riven, la rabia que le costaba controlar. Riven era
como una olla que comenzaría a hervir a la más mínima llama. Y Cale decidió avivar esa llama.
—Bien, ¿y ahora qué? —preguntó sonriendo.
—¿Ahora qué? —La voz de Riven fue como el rugido de un animal herido—. Yo te diré ahora
qué, ahora viene cuando lloras.
Se lanzó por encima de la mesa, gruñendo, pero se detuvo a medio camino. Resopló de dolor y se
llevó la mano a la herida de la espalda. Cale aprovechó la oportunidad para agarrarlo de la capa y
tirar de él hasta que quedaron cara a cara. El asesino movió la boca tratando de no gritar de dolor.
—Tú no me harás nada, cabrón traidor —le espetó Cale. Dejó que su furia le diera fuerzas.
Meneó a Riven como si fuera una muñeca de trapo. El asesino apretó los dientes de dolor—. ¡Eres un
maldito zhent! Debería llevar a rastras tu herido pellejo hasta el Hombre Justo. O quizá mejor te
degüello aquí y ya está. —Sacó la daga y se la puso a Riven en el cuello.
—Adelante —replicó Riven, salpicando de saliva el rostro de Cale—. ¿Crees que no he contado
a nadie tu pequeña traición de esta noche? Si no salgo de aquí de una pieza, el Hombre Justo lo sabrá
todo sobre tu traición. Cualquier cosa que digas sobre mí sonará a las excusas de un hombre
desesperado. Morirás mal, Cale.
Cale miró a Riven a la cara y trató de decidir si el asesino se estaba marcando un farol.
«No puedo arriesgarme», decidió.
Soltó a Riven, y el asesino cayó en la silla con un suspiro que era de dolor y satisfacción al
mismo tiempo.
—Ha sido un buen montaje, Cale —dijo Riven—. Tú y tu chico habéis hecho un buen trabajo. He
perdido a diecisiete hombres. —Soltó una risita, un gorgoteo que hizo que Cale sintiera ganas de
vomitar—. Un buen trabajo, sin duda. Lo que no se me ocurre es por qué. ¿Te cae bien el chico
Uskevren?
—No es asunto tuyo —replicó Cale tenso.
Riven sonrió con complicidad, gruñó y alargó la mano para tomar un trago de la cerveza de Cale.
—Mi pregunta aún sigue en pie —dijo Cale, esta vez menos seguro de sí mismo—. ¿Y ahora
qué?
—Ahora nada —contestó Riven tranquilamente—. Seguimos como antes. Yo he traicionado al
Hombre Justo, y tú también. Nos guardamos entre los dos ese pequeño detalle y justificamos el
fracaso de la emboscada diciendo que el chico tenía más guardaespaldas de los que esperábamos. Se
lo creerá si se lo decimos los dos. Sabiendo lo mucho que… nos aborrecemos, nunca pensará que
estemos compinchados. —Sonrió con maldad—. ¿Te sirve?
Cale se recostó en la silla y pensó en la oferta. Significaba que tendría que seguir en la cofradía,
cosa que no le gustaba, pero también que podría continuar siendo el mayordomo de los Uskevren,
pasando información inútil al Hombre Justo y protegiendo a su familia de adopción. Dados los
rocambolescos sucesos de esa noche, no podía esperar nada mucho mejor. Además, ¿qué era un
secreto más para un hombre que vivía una mentira?
—Me sirve —aceptó finalmente—. Pero nada más contra los Uskevren. Entre ambos apartaremos
a la cofradía de ellos. ¿De acuerdo?
Riven frunció el ceño, pero asintió.
—De acuerdo.
Cale apartó la silla y se puso en pie.
—Antes de irme, Riven, dime por qué lo hicieron los zhents. ¿Cuál era su verdadero interés en
todo esto?
—No es asunto tuyo, Cale —replicó Riven, y tomó otro trago de cerveza.
Cale asintió. Era la respuesta que se esperaba.
—Guárdame las espaldas, Riven —dijo. Mientras pasaba a su lado, le dio al asesino una
palmada entre los omóplatos. Riven escupió cerveza y soltó un agradable siseo de dolor.
—Eres un cabrón, Cale.
Cale sonrió, salió de El Ciervo y, en la fría noche, enfiló el camino a casa.
«Quizá yo sea un cabrón —pensó—, pero sigo teniendo una familia».
LA DONCELLA

LAS COSAS NO SON SIEMPRE LO QUE PARECEN


Lisa Smedman

Larajin se arrancó el turbante dorado de la cabeza y, enfadada, lo tiró. Las campanillas de plata
cosidas a él fueron tintineando hasta que el turbante paró de dar vueltas en una esquina del taller.
—¡Estoy harta! —exclamó mientras sacudía su larga cabellera cobriza—. Parece que no hago
nada bien.
Kremlar alzó la mirada desde su prensa de aceite.
—¿Qué pasa? —preguntó el enano en voz baja—. ¿Has tenido otra discusión con Erevis Cale?
Larajin lanzó un suspiro exasperado.
—No ha sido culpa mía que la copa de vino cayera sobre la mesa —explicó. Metió un dedo en
uno de los acuchillados de color azul marino de la manga de su vestido—. ¿Cómo pueden esperar
que alguien sirva la mesa con un uniforme así? Las mangas se enganchan en todo.
—Entonces, eso explica la mancha —dijo Kremlar señalando la falda con un gesto de la cabeza.
Apretó la barra de la prensa, y el aceite goteó en un cuenco.
Larajin se miró la falda. La tela blanca del vestido tenía una mancha roja alargada en el frente.
Miró al enano mientras este se sentaba en su mesa de trabajo, que estaba hecha a medida de su
cuerpo, fornido y bajo. El enano estaba rodeado de los elementos de su profesión: morteros de
piedra llenos de especias pulverizadas; botes de tintes rojos, azules y lilas; bandejas llenas de
fragantes pétalos de flores y cuencos de savia de árboles, pegajosa y de olor penetrante. Un montón
de ingredientes pringosos participaban en la manufactura de los perfumes. Aun así, no sé sabe cómo,
Kremlar siempre estaba inmaculado. Su cabello y barba grises estaban pulcramente trenzados, y en
su jubón de mangas de gruesos bordados no había ni una mancha. Incluso las manos —con un anillo
de oro en cada dedo, los de los pulgares se abrían como relicarios— las tenía limpias y rosadas, sin
una mota de polvo o un pegote de savia.
—¿Cómo lo consigues? —preguntó Larajin mientras se desabrochaba los lazos delanteros del
apretado corpiño.
—¿Eh? —Kremlar la miró de nuevo—. ¿Conseguir qué?
—Estar tan limpio —contestó Larajin—. El señor Cale siempre me está sermoneando sobre mi
uniforme y sobre lo de estar a la altura de la Casa Uskevren. Espera que cargue carbón sin que me
manche de carbonilla, y que friegue los cacharros sin mojarme las mangas. Se pasa el día
murmurando cosas a la señora, y estoy segura de que son sobre mí. La señora me lanzó una mirada
más fría que el invierno esta mañana, cuando entré a avivar el fuego de su alcoba, y siempre está
observándome. Estoy segura de que el señor Cale le ha dicho que fui yo la que dejó en el pasillo
aquel plumero que hizo tropezar a su invitado, y que yo chamusqué el disfraz de Tazi con la plancha.
Si no fuera por mis padres, ya me habría echado; lo que no es justo, porque yo lo intento. Pero es
que…
Kremlar acabó por ella.
—Eres como un pez fuera del agua Por mucho que lo intentes, no eres capaz de respirar bien.
Larajin frunció el ceño.
—¿Estás diciendo que no me esfuerzo lo suficiente?
Kremlar negó con la cabeza.
—No. Algún día encontrarás tu lugar, igual que me pasó a mí. —Alzó unos dedos con una pulcra
manicura—. ¿Puedes imaginarte estas manos con un pico o una pala? Me sentí igual que tú cuando mi
padre trató de convertirme en un minero. Me encantaban las gemas relucientes, pero el polvo y el
sudor… ¡aggg!
—Al menos me dejan salir para hacer la compra —repuso Larajin—. El señor Cale nunca se
queja de lo que tardo. Creo que se alegra de librarse de mí.
Larajin empezó a pasarse el vestido por la cabeza. Educadamente, Kremlar no volvió a mirarla
hasta que ella se hubo puesto la ropa más cómoda que guardaba en el fondo del almacén del enano:
una falda pantalón de color marrón y una camisa con mangas que se abotonaban ajustadas desde la
muñeca hasta el codo. Larajin se quitó las zapatillas de terciopelo negro y se puso unas botas de
cuero impermeabilizado forradas de pelo. Como el resto de su vestimenta, eran útiles: le mantenían
los pies secos, incluso cuando estaba metida en un palmo de agua en una cloaca.
Era agradable librarse de ese estúpido uniforme de doncella elegante. Larajin se pasó los dedos
por el cabello, apartándoselo de los ojos. Cogió la capa.
—¿Vas al jardín? —le preguntó Kremlar. Era más una afirmación que una pregunta. Larajin
siempre se colaba en el Jardín de Caza cuando quería aclararse las ideas.
Larajin asintió.
—¿Me traerás una cosa? —continuó Kremlar—. Haré que te valga la pena: treinta monedas de
plata si puedes encontrarla.
—¿Encontrar qué? —inquirió Larajin. Se lo suponía. No era la primera vez que había sacado
partido de una intrusión en las tierras del Hulorn.
El enano se levantó de su mesa. Sólo le llegaba a Larajin a la cintura, y tuvo que ponerse de
puntillas para coger un grueso libro de un estante. Pasó las páginas y luego tamborileó con el dedo
sobre la ilustración pintada a mano de una brillante flor roja cuyos pétalos gemelos se asemejaban a
unos labios de mujer.
—Se llama Besos de Sune —explicó—. También tiene un nombre élfico, que ni siquiera voy a
tratar de pronunciar. Plorece sólo en pleno invierno, y las hojas están salpicadas de motas doradas.
El nombre es poético: se dice que esa planta nació después de que la diosa besase la tierra yerma en
lo más crudo de un invierno extraordinariamente frío. Las flores tienen una fragancia exquisita. Es
una planta muy difícil de encontrar, pero se dice que el Hulorn tiene un espécimen o dos en su jardín.
Es decir, si no la ha pisoteado con su caballo en alguna partida de caza o ha dejado que las malas
hierbas la estrangulen.
—Mejor que tenga esa planta alguien que sabe valorarla —convino Larajin—, y que la convierta
en un maravilloso perfume, digno de la propia Sune.
—Sin duda —dijo Kremlar con reverencia. Alzó la mirada—. Nuestro acuerdo de siempre, ¿sí?
Larajin le pasó al enano su lista de la compra y el pañuelo anudado que contenía las monedas de
plata que el señor Cale le había dado.
—Hecho —repuso ella—. Si la Besos de Sune está en el Jardín de Caza, la tendrás esta noche.

Larajin frotó las bisagras de la reja del colector con grasa, esperó un momento y luego la abrió
con cuidado. El metal estaba lo suficientemente frío como para pegársele a los dedos, y una nevisca
había comenzado a caer. La nieve significaba huellas: tendría que quedarse en las partes más
frondosas del jardín, para que nadie viera sus pisadas.
Entró en el colector que la llevaría a la fuente que decoraba el centro del jardín. La habían
secado para el invierno. El horroroso conjunto de lascivas sirenas de su centro, talladas en mármol
rosa, ya no arrojaba agua por los pezones.
Larajin se adentró en el Jardín de Caza. Cuando fue creado, hacía más de un siglo, el jardín lucía
parterres de flores y sólo algún que otro árbol, pero en ese momento tenía una apariencia más natural,
más de bosque. Los árboles se cerraban en lo alto, y el suelo estaba cubierto de suave musgo. No
hacía mucho, cuando el padre del Hulorn gobernaba Sélgont, el jardín había estado cuidadosamente
atendido. Pero Andeth Ilchammar lo había dejado abandonado durante más de una década, ya que
prefería derrochar en ropajes y fiestas. Ahora, los senderos de gravilla estaban salpicados de
hierbas, y las flores y los arbustos habían crecido más allá de sus parterres, entreverados de malas
hierbas.
Larajin pensaba que el Jardín de Caza era muy bonito, incluso en invierno, con las flores
marchitas y las hojas llevadas por el viento. La escarcha salpicaba las ramas desnudas de los
árboles, y las bayas de invierno añadían puntos de un frío azul brillante a los matojos. El jardín la
atraía como ningún otro lugar de la ciudad, ni siquiera el templo de Sune. Sus silencios y sombras
intermitentes apelaban a una parte de ella que ansiaba la belleza de la naturaleza salvaje. Nada más
entrar en el jardín, ya comenzaba a notar que se le relajaba el nudo que tenía entre los hombros.
Mientras caminaba, Larajin mantenía la vista en el suelo, buscando diligentemente puntos rojos.
La capa de nieve haría que la Besos de Sune fuera más fácil de detectar. Se detuvo para enderezar un
arbusto al que algún descuidado paseante había roto las ramas de un pisotón, y oyó el ruido de algún
animalillo corriendo entre los matojos. ¿Una ardilla? La llamó con un sonido gutural, pero no tuvo
ninguna respuesta.
De repente vio una hilera de huellas sobre la nieve. Por el tamaño de las almohadillas y la falta
de marcas de garras dedujo que debía de haberlas hecho un gato, seguramente una de las muchas
mascotas del Hulorn.
Las huellas eran muy recientes. Y había una marca de algo que se arrastraba junto a ellas. ¿Se
habría enredado el gato con algo?
Larajin se frotó los dedos.
—Gatito, aquí, gatito —llamó—. Ven, gatito.
Los arbustos a su izquierda se movieron, y Larajin vio un destello de color. Se le cortó la
respiración.
El que salió cautelosamente de entre las ramas no era ningún gato corriente, sino un tréssym: un
gato con grandes alas. El fino pelaje de la criatura era de un gris azulado y las plumas de las alas tan
coloridas como las de un pavo real, con pinceladas de un turquesa brillante, rojo intenso y amarillo
vibrante, con un ribete negro.
Una de las alas estaba doblada sobre la espalda de la criatura. La otra se arrastraba por la nieve,
las plumas mojadas y alborotadas. Larajin no sólo vio que el ala estaba rota, sino también la causa.
Alguien, seguramente uno de los mimados hijos del Hulorn, había tratado de ponerle una camisa de
niño. Los jirones de la camisa colgaban del ala rota. El gato maullaba de dolor y se detuvo de golpe
cuando la ropa se enganchó en una rama.
Larajin apretó los puños con rabia. Los tréssym eran criaturas de Sune, mágicas y sagradas.
¿Cómo osaba el Hulorn darle uno a sus hijos como si fuera un juguete?
Lentamente, murmurando para calmarlo, dejó que el gato alado le oliera la mano.
—Ven, bendito animal —dijo—. Permíteme ayudarte.
El tréssym gruñó suavemente y sacudió la cola cuando la yema de los dedos de Larajin le tocaron
el ala. Intentó marcharse, pero la camisa estaba muy enganchada en la rama. Silbando, el gato lanzó
un zarpazo a la ropa. Larajin oyó un crujido, como si algo en el ala se hubiera quebrado aún más. El
silbido del tréssym se convirtió en un aullido.
Peor aún, Larajin oyó que alguien se acercaba por el bosque. No podía ser uno de los pocos
jardineros que quedaban. Ya trabajaban bien poco en verano, y en invierno se olvidaban del jardín.
Tenía que ser un miembro de la familia del Hulorn, o uno de sus invitados. Fuera quien fuese, si la
descubrían en el jardín, se metería en un buen lío. Sin embargo, no podía dejar sufriendo al tréssym.
Mientras las pisadas se aproximaban, Larajin rezó a Sune. Durante su oración, el gato estuvo en
silencio. La miró con unos luminosos ojos amarillos, como si hubiera comprendido lo que ella
pretendía hacer. Esta vez, cuando la muchacha se inclinó para quitarle con cuidado la camisa del ala,
el animal sólo lanzó un leve gruñido de protesta. Se quedó totalmente quieto hasta que Larajin le
quitó el último jirón de ropa, luego corrió saltando hacia el bosque, arrastrando el ala rota.
De repente, Larajin olió una fragancia dulce. Miró hacia abajo y vio que estaba arrodillada junto
a una planta con unas minúsculas flores rojas y hojas salpicadas de oro. ¡Besos de Sune! Estaba
segura de que esa planta no había estado allí un minuto antes, pero quizá, sin darse cuenta, ella había
apartado con la rodilla la nieve que la cubría. Daba igual de dónde hubiera venido, en ese momento
no tenía tiempo de sacarla de la tierra. Larajin se escondió detrás del tronco de un grueso árbol, justo
cuando el origen de las pisadas saltó a la vista.
Se había escondido justo a tiempo. El que caminaba por el bosque no era otro que el propio
Hulorn. Larajin lo reconoció al instante por la insignia en el pecho de su jubón de terciopelo negro, y
su cabello, negro como el azabache y cuidadosamente peinado. Llevaba unas mallas y una coquilla
de púrpura real, y se envolvía los anchos hombros con una estola de armiño. La nieve la cubría como
suaves plumas blancas. El Hulorn iba mascullando para sí mientras caminaba, y con los dedos de la
otra mano daba vueltas a un pesado anillo de oro que llevaba en el índice de la mano derecha.
Cuando el Hulorn pasó, Larajin notó que no tenía dedos en la mano izquierda sino unas garras
como de pájaro. Su rostro era incluso más horrible. El lado que veía Larajin estaba cubierto de
brillantes escamas negras, y su ojo saltón era como el de un reptil. Por segunda vez en esa tarde,
Larajin tuvo que ahogar un grito. Los rumores eran ciertos: ¡el Hulorn había alterado su cuerpo con
malas artes mágicas!
El Hulorn redujo el paso. Larajin se quedó helada de terror, convencida de que la había oído o
había visto sus pisadas en la nieve. Los desiguales ojos del Hulorn recorrieron el bosque como si
estuviera buscando algo. Un momento después, se volvió y siguió caminando. Al marchar, su pie
cayó sobre las Besos de Sune y chafó las minúsculas florecillas rojas.
Cuando el sonido de los pasos se perdió, Larajin salió de su escondite y, con gran cuidado, sacó
la aplastada planta de la tierra. Miró alrededor buscando al tréssym. Quería llevarlo al templo de
Sune y pedir a los sacerdotes que le curaran el ala, pero las pisadas del tréssym acababan junto a un
árbol, al que seguramente se habría subido. Larajin miró hacia las altas ramas, pero no vio ni rastro
de la criatura.
Estaba oscureciendo. Ya no podría encontrar al tréssym. Tendría que regresar al día siguiente y
buscarlo.

Ya era de noche cuando Larajin se cambió de ropa en el taller de Kremlar y recogió la cesta con
la compra que él había hecho por ella. Al enano no le había gustado el estado de la planta que ella le
había entregado, pero después de oír cómo casi la habían pillado, y el propio Hulorn, nada menos, le
dio las diez monedas de plata. No pareció sorprendido cuando oyó que el Hulorn tenía un aspecto
extraño, pero sí que le dio un consejo.
—Más vale que eso te lo guardes para ti, Larajin. A los ricos y poderosos no les gusta que la
gente común sepa sus secretos.
Larajin se apresuró por las calles, bajo las lámparas que estaban encendiendo los faroleros con
largos palos con una vela en la punta. La nieve se le acumulaba sobre las empapadas zapatillas, y
tenía los pies tiesos de frío.
Sumida en sus pensamientos, le costó unos instantes darse cuenta de que alguien la estaba
siguiendo, escondido entre las sombras. La silueta corría de una zona a oscuras a la siguiente, tan
silenciosa como la nieve que caía. ¿Sería un cortabolsas… o algo peor? Sólo cuando, durante un
segundo, pasó bajo una luz, pudo verlo mejor.
Era un hombrecillo de rostro chupado, cubierto por una capa verde pasada de moda y con la
capucha sobre la cabeza. El cabello le colgaba a un lado recogido en una larga trenza atada con una
pluma, y calzaba unas botas altas y suaves. Al darse cuenta de que Larajin lo había visto, se refugió
en las sombras, pero no antes de que ella se fijara en sus ojos almendrados. Bajo ellos, el rostro
tenía extrañas marcas dibujadas.
Larajin estaba asustada. El tipo era un elfo. No sólo eso, sino uno de los elfos salvajes de las
tierras del norte de Sembia. El señor Thamalon el Viejo podía considerar a los elfos como salvajes
nobles, pero para Larajin, y para la mayoría de los sembianos, sólo eran un poco mejor que animales,
incapaces de sentir compasión o piedad, según se decía.
Durante un breve instante o dos, Larajin se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Si volvía al
Palacio de las Tempestades por su ruta normal, su perseguidor la atraparía fácilmente. No se veía a
ningún guardia de la ciudad. Estaba sola.
Se metió en un callejón, que era un atajo, y echó a correr. Su súbito cambio de rumbo pilló
desprevenido a su perseguidor, pero el tipo era tan rápido como un tigre. Corrió tras ella y la cogió
por la muñeca. Mientras ella trataba de soltarse, la capa del tipo se abrió. Larajin vio la daga de
empuñadura de hueso que le colgaba de la cadera, al lado de la bolsa de dinero.
Larajin dejó caer la cesta sobre la nieve. Abrió la boca para gritar, pero el elfo se la cubrió con
la mano libre. Sus dedos eran largos y finos, tan marrones y duros como las raíces de un árbol. Olían
a cuero y tierra.
Él le susurró fieramente algo en una lengua extranjera, tan sibilante como el murmullo de las
hojas de un árbol. Luego la acercó más a sí. Larajin trató de apartarse, pero los delgados brazos del
elfo eran fuertes como troncos. Él separó unos milímetros la mano con la que le tapaba la boca.
El corazón de Larajin le latía desbocado. ¿Debería gritar? La nieve caía espesa, apagando los
sonidos. Comenzó a mover los labios en una susurrada plegaria.
—Por favor —rogó—. Por favor, no…
De repente, Larajin olió a flores. La nariz del elfo se movió. Estaba olfateando… entonces, sus
ojos se abrieron como platos.
El elfo volvió a cerrarle la boca con la mano. Se llevó la otra mano a la cintura, donde tenía
enfundada la daga. Larajin se dio cuenta de que él podía sacarla y cortarle el cuello en un instante,
así que se echó hacia atrás con toda su fuerza y consiguió ladear la cabeza.
—¡Déjame en paz! —gritó—. ¡Socorro, guardia!
Curiosamente, la fragancia de los Besos de Sune se había intensificado, como si Larajin estuviera
sobre un campo de flores aplastadas, en vez de estar sobre la nieve. Y aún fue más extraño que el
elfo le soltara la muñeca. Luego se le tensó el cuerpo y frunció el ceño, como si estuviera luchando
contra algún demonio interior. Entonces, se dio media vuelta y se alejó rápidamente, con las suaves
botas de cuero casi sin hundirse en la nieve.
Larajin se dejó caer contra el muro, temblando de alivio al ver a un miembro de la guardia de
Sélgont torcer la esquina a la carrera. Cuando este llegó hasta ella, el elfo había desaparecido,
tragado por las sombras. La única ayuda que le pudo prestar el guardia fue recoger con ella el
empapado pan de la nieve, y luego escoltarla hasta el Palacio de las Tempestades.

—¿Estás segura de que era el Hulorn?


La voz de Tal resonó en la oscuridad, a la espalda de Larajin. Avanzaba levantando salpicaduras
de agua por el colector detrás de ella, en el límite de la luz amarilla que proyectaba el farol que ella
llevaba en la mano. En cuanto hubo hablado, Tal se cubrió la nariz y la boca con el pañuelo
perfumado que Kremlar le había dado. Los túneles apestaban, incluso después de que la marea, al
retirarse, se hubiera llevado la mayor parte de los vertidos.
—¿No me crees? —preguntó Larajin.
—Te creo —contestó Tal.
Seguramente lo decía en serio. Tal tenía diecinueve años y era cuatro años más joven que
Larajin. Siempre había escuchado con mucho respeto todo lo que ella decía, incluso aunque ella sólo
fuera una doncella y él el segundo hijo de la noble Casa Uskevren, a la que Larajin servía.
La noche anterior, cuando Larajin le había contado lo del Hulorn y que se metía en el colector
para colarse en el Jardín de Caza, Tal había insistido en acompañarla en su próxima excursión.
Había tratado de convencerla de que esperara un día o dos, con el argumento de que tenía que
memorizar su papel en la nueva obra de la señora Quickly, pero Larajin había insistido en que tenía
que rescatar al tréssym herido lo antes posible. Al final, Tal cedió después de que ella le asegurara
que estarían de vuelta antes del anochecer.
—La persona que viste en el Jardín de Caza podría ser alguien que sólo se parecía al Hulorn —
continuó Tal—. O si era el Hulorn, quizá llevara parte de un disfraz. He oído que el Hulorn se quemó
el rostro y la mano cuando se le derramó encima el aceite ardiendo de un farol. Quizá llevara una
máscara y un guante para cubrir la piel quemada. Los artilugios teatrales pueden resultar muy
realistas…
—Las escamas y las garras eran parte de su cuerpo —aseguró Larajin—. Era magia… Estoy
segura. Y ahora calla, o nos descubrirán.
Estaban acercándose a una de las rejillas del colector que daban a la calle. La luz del pálido sol
de la mañana caía desde lo alto, y los vendedores callejeros anunciaban ruidosamente su mercancía.
El cielo se había aclarado durante la noche, y un hilillo de agua derretida caía de los largos témpanos
que colgaban dela rejilla. Las últimas nubes se estaban deshaciendo, y Larajin pudo ver la luna llena
en el cielo azul.
Pasaron bajo la rejilla y torcieron hacia un túnel lateral, luego hacia otro. El ruido de las
salpicaduras de Tal era irregular, y Larajin se detuvo para esperarlo. Cuando él la alcanzó, su rostro
parecía sombrío. Ella vio que eso sólo se debía a que no se había afeitado, en contra de su
costumbre. Qué raro que le hubiera salido tan rápido. Tal sudaba, a pesar de que el aire en el túnel
era lo suficientemente frío como para que Larajin pudiera ver la condensación de su aliento.
—¿Estás bien, Tal? —le preguntó.
—¿Cuánto falta? —inquirió él.
Larajin observó el túnel. Habían llegado a un punto en el que estaba reforzado; los altos muros de
piedra que rodeaban el Jardín de Caza debían de estar justo encima.
—Ya casi estamos —contestó Larajin.
Tal asintió e hizo un gesto a Larajin para que continuara andando.
Ella avanzó por el túnel unos cuantos pasos más, pero se detuvo cuando vio un par de ojillos
brillantes parpadeando ante ella en la oscuridad. Al cabo de un momento, el dueño de los ojillos
apareció correteando: una enorme rata marrón.
Larajin se apartó para dejarla pasar. La rata se detuvo de golpe cuando llegó bajo la luz. Esa no
era una rata corriente. Sus patas delanteras no eran iguales, una parecía un ala y la otra estaba
cubierta de un espeso pelo blanco. Las patas traseras repiqueteaban sobre la piedra como si fueran
pequeños cascos. Su cara…
Larajin alzó el farol.
—¡Por todo lo que es maldito! Tal, no te vas a creer esto —dijo en un susurro tembloroso—. Esa
rata tiene un rostro humano.
En ese mismo instante, Tal, que de nuevo se hallaba fuera del círculo de luz del farol, se dio la
vuelta y salió corriendo. Sus pasos lanzaron ecos de salpicaduras al doblar el recodo del túnel.
—¡Tal! —gritó Larajin—. ¿Adónde vas?
Se volvió para seguir a Tal, y con el movimiento, la luz del farol iluminó docenas de pares de
ojillos. El túnel resonó con el susurro, el cliqueo y el ruido de docenas de patas correteando. Con
leves chapoteos, las ratas comenzaron a saltar. Avanzaron en masa hacia Larajin, y sus deformes
cuerpos fueron dejando ondas sobre las aguas lodosas.
Una de las ratas se le subió a Larajin por la pierna. Ella sintió el agudo dolor de las garras en el
muslo y el caliente goteo de la sangre. Se sacudió de encima a la frenética criatura, pero notó que
otra le aterrizaba en el hombro. Tenía el pico de un ave, y se lo clavó en la oreja. Gritando, Larajin
se dio la vuelta, y se le cayó el farol. Aterrizó en el agua sucia, y la mecha del farol se apagó con un
siseo.
Larajin tuvo la sensación de que tenía ratas por todas partes. Los dientes se le hundían en la piel;
las patas le tiraban como manos de la tela de la camisa. Manoteó con furia y consiguió quitarse
varias de encima, pero otras las reemplazaron. Una se le metió por el cabello.
Larajin echó a correr. Aunque el túnel estaba casi totalmente oscuro, ella conocía cada paso. Su
vista era más aguda que la de la mayoría, incluso con una luz muy tenue. Por eso lograba distinguir el
tono marrón rojizo de las ratas que le cubrían el cuerpo. Torció a la derecha, luego a la izquierda,
regresando por donde había venido, apartando ratas a cada paso. Varias aún seguían aferradas a ella,
con los dientes clavados en su piel.
Rogó para no resbalarse y caer de plano en los desechos para que se la comieran viva las ratas
mientras se agitaba inútilmente, y siguió corriendo. Casi lloró cuando finalmente vio la mancha de luz
ante ella. Cuando estuvo cerca de la luz, tropezó y sus manos rompieron uno de los témpanos.
Aterrizó milagrosamente de pie, agarró el témpano mientras caía y empleó su afilada punta para
atravesar la media docena de ratas que aún tenía en el cuerpo. Se pinchó a sí misma por error una
vez, y después de matar a sólo dos ratas, el témpano se rompió. Larajin saltó para evitar otras ratas,
falló y acabó en las aguas negras. Saltó a la orilla elevada y rompió otro témpano. Lo sujetó con
dedos helados y continuó clavándolo furiosamente. Una a una, las ratas fueron cayendo de ella, o
bien acabaron flotando en las turbias aguas o bien se alejaron correteando.

Al principio, Larajin no se dio cuenta de que hubiera alguien en la biblioteca. El chisporroteo de


las llamas en la chimenea apagó el suave crujido del cuero, y el alto respaldo y las orejas del sillón
ocultaban a la persona que se hallaba allí. Fue quitando el polvo de las estanterías, demasiado
enfrascada en sus pensamientos para volver a poner los libros exactamente en el mismo orden,
incluso sabiendo que más tarde eso le valdría una reprimenda del señor Cale por su descuido. Para
ella, todos los libros eran iguales; tomos polvorientos encuadernados en cuero llenos de historias de
gente muerta hacía mucho. Cuentos de elfos. Después de que el día anterior la acosara el elfo salvaje,
los elfos eran en lo último en que Larajin quería pensar.
Cuando se acercó al fuego para limpiar el tablero de ajedrez y recoger las copas de vino vacías
que había unto a él, captó un ligerísimo olor a cloaca que el perfume del jabón no cubría totalmente.
Miró por el borde de la oreja del sillón y vio a la persona que había estado buscando toda la tarde:
Tal.
Miraba el fuego con expresión preocupada. Tenía las manos sobre el rostro y apoyaba la barbilla
en ellas. Estaba recién afeitado, y se había cambiado de ropa.
Larajin pasó el plumero por la mesa. Un peón se volcó y rodó por el tablero, luego cayó al suelo
ruidosamente.
Tal alzó la mirada y vio a Larajin. Toda una serie de emociones le cruzó el rostro: sorpresa,
alivio, culpa. Se puso en pie y fue a darle uno de sus grandes abrazos, pero Larajin se echó atrás.
Chocó contra la mesa y tiró el resto delas piezas de ajedrez. Ni siquiera se preocupó por haber
desbaratado una partida en marcha; otra competición de astucia entre el señor Cale y el viejo señor.
En esos momentos, la furia del señor Cale no parecía importante.
—Larajin, yo… —Tal bajó los brazos—. Gracias a los dioses que estás bien. Aquellas ratas…
—¿Por qué saliste corriendo? —preguntó Larajin.
Quería gritarle, golpearle el amplio pecho con las manos, y decirle lo aterrorizada que había
estado, decirle que casi la habían matado. Había recibido casi una docena de mordiscos, y aunque
sólo eran heridas superficiales, picaban mucho.
—Tuve que irme —respondió Tal con una mirada de desesperación—. No podía arriesgarme a
que… Podría haber…
Larajin se sentó sobre la mesa, junto a las caídas piezas de ajedrez. Cara a cara con Tal, el dolor
que sentía por dentro era frio y agudo como la punta del témpano que había empleado para matar las
ratas. Sin decir palabra, se alzó la falda para mostrarle los mordiscos de la pierna. La piel que se
veía entre las vendas estaba roja e hinchada.
—¿Te las han curado? —preguntó Tal con preocupación—. Las ratas son portadoras de muchas
enfermedades. Su mordedura…
—Sabes usar un cuchillo —lo interrumpió Larajin—. Eres uno de los mejores alumnos del
maestro Ferrick. Si te hubieras quedado para protegerme, no tendría ningún mordisco. Sólo quiero
saber por qué huiste, Tal. ¿Por qué?
Tal se hundió en el sillón y suspiró profundamente. Miró la venda que Larajin llevaba en la
muñeca. Esta vez, cuando fue a cogerla, Larajin le dejó que le tomara la mano. Durante un largo
momento, permanecieron en silencio, escuchando el crepitar del fuego mientras una lucha interna se
reflejaba en los ojos de Tal.
—Larajin —comenzó a decir, acercándose más a ella—. Hay algo que debo decirte sobre mí.
Soy…
Justo en ese momento, se abrió la puerta de la biblioteca. El señor Thamalon el Viejo entró; se
detuvo al ver a Larajin y Tal sentados ante el fuego. Las oscuras cejas se le juntaron mientras sus
penetrantes ojos registraban la mano de Larajin en la de Tal. El viejo señor frunció el ceño. Cuando
Larajin comprendió qué debía de estar pensando, se sonrojó.
Mientras Tal se levantaba para hablar con su padre, Larajin hizo una inclinación de cabeza y
comenzó a recolocar las piezas sobre el tablero. No paraban de caérsele, y las blancas y las negras
no tardaron en mezclarse.
Tal entendió al instante la severa mirada de su padre.
—Padre, puedo explicártelo. Larajin estab… Nosotros…
—Tal, quiero hablar contigo —dijo el patriarca. Empleó su voz calmada, la que siempre usaba
cuando Larajin y Tal eran niños, y corrían juntos por los pasillos chocándose contra dignatarios e
invitados.
Por el rabillo del ojo, Larajin vio que Tal hundía los hombros. De nuevo, el segundo hijo había
decepcionado a su padre. Pero esa vez, no tenía la culpa, no podía explicar por qué… no si quería
mantener en secreto las visitas de Larajin al Jardín de Caza.
Larajin sabía exactamente cómo se sentía Tal. Reunió valor, se irguió y miró directamente al
viejo señor a los ojos, pero una mirada la silenció.
—Déjanos, Larajin —dijo él—. Es hora de que mi hijo y yo tengamos una pequeña charla sobre
el autocontrol.
La expresión de Tal era una mezcla de frustración y temor. Larajin le echó una última mirada y se
marchó de la biblioteca a toda prisa.

—¡Tal y yo no hemos hecho nada malo! —exclamó Larajin de mal humor—. El señor miente si
dice que lo hemos hecho.
Mientras su padre le alzaba la mano, Larajin se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.
Defenderse era una cosa, pero cuestionar al viejo señor era otra muy distinta. Hizo una mueca, pero
no se movió y esperó el impacto de la bofetada en su mejilla.
Su padre estaba con la mano abierta, temblando, luchando por contener su furia. Thalit Wellrun
era un hombre amable que ni siguiera había usado la fusta con los caballos a su cargo durante las
cuatro décadas que llevaba al servicio de los Uskevren. Aunque él y su esposa se discutían con
frecuencia, Larajin nunca le había visto pegarla. Pero en ese momento, mientras miraba a Larajin, le
saltaban chispas de los ojos.
Thalit se miró la mano como si lo hubiera traicionado, y luego se pasó la callosa palma por la
rasurada cabeza. Echando humo, se puso a caminar entre los montones de ropa blanca, cojeando
ligeramente de la pierna que se había fracturado años atrás. La vieja herida sólo lo molestaba cuando
el tiempo iba a cambiar a peor. Al otro lado de la cerrada ventana, el aire de la noche seguía inmóvil
y frío, pero Larajin notaba que se avecinaba una tormenta de emociones.
Se hallaban en la sala de secado, entre los humeantes braseros y las cuerdas de tender, donde
Larajin estaba doblando la ropa seca. Thalit había ido directo desde los establos y aún llevaba su
mandil de cuero. La camisa blanca con las cintas doradas y azules estaba manchada de polvo y olía a
caballos y heno. A diferencia de los criados de la casa, su trabajo acababa a media tarde, después de
alimentar a los caballos. Sin embargo, a menudo trabajaba hasta entrada la noche. Larajin hacía lo
mismo, excepto que sus tareas extras eran castigos impuestos por el señor Cale, y los realizaba en
silenciosa protesta, no por gusto.
—Tienes que entender las consecuencias —dijo su padre con voz tensa. Ni una sola vez miró a
Larajin a los ojos—. El afecto entre señores y criados siempre acaba mal. El joven señor Talbot
estará obligado por su honor a mantener a cualquier niño resultante de esa unión, pero un hijo
ilegítimo sería una vergüenza para la Casa Uskevren. Y tú no podrías seguir cumpliendo con tu deber
mientras estuvieras embarazada o amamantando a ese niño y…
—¿Eso es lo que más te importa? —lo interrumpió Larajin—. ¿La vergüenza del señor? ¿Y mi
deber? ¿Y qué pasa con la verdad?
Su padre se volvió hacia ella con una expresión de dolor.
—A veces, el deber es más importante que la verdad —repuso con gesto huraño—. El deber es
lo que mantiene unidas a las casas, y a las familias. Si no fuera por mi deber hacia tu madre, tú… —
Y se calló, como si ya hubiera dicho demasiado.
—Te importan más los caballos que madre —murmuró Larajin—, o yo.
No había pretendido que su padre oyera ese comentario. Se había medio vuelto para retirar una
sábana de una cuerda de tender, pero su padre la apartó bruscamente.
—Me importas tú —dijo con una voz temblorosa de emoción—. Incluso si a menudo me
decepcionas. Incluso aunque no seas mi hija.
Larajin se quedó parada por la sorpresa. Abrió la boca para preguntar a su padre si había oído
bien, si realmente él había dicho esas palabras. Todo le salió concentrado en un breve susurró:
—¿Qué?
—Pregúntaselo a tu madre —le contestó su padre.
Y la sábana cayó como una cortina entre los dos.
Larajin se lo quedó mirando anonadada mientras su padre salía de la sala cojeando. Para cuando
pensó en correr tras él, ya se había ido.
Caminó lentamente por el pasillo, con la cabeza dándole vueltas. De repente, la continua rabia de
su padre contra su madre tenía sentido. Si Larajin era hija de otro hombre, era lógico que los celos
de Thalit se hubieran ido convirtiendo en amargura y rabia. Larajin veía que su padre aún amaba a su
madre, pero hasta ese momento no había entendido por qué él disimulaba su afecto, o por qué, a
veces, la miraba a ella como si se preguntara quién era.
Larajin ya sabía que no se parecía a su padre en absoluto, y que tampoco compartía ningún rasgo
de su carácter. Mientras su padre cumplía sus obligaciones sin decir nunca nada, a Larajin le
molestaba hasta tocar el uniforme de criada. Eran tan diferentes como la noche y el día.
Larajin se encontró de repente ante la puerta de una de las cocinas más pequeñas. Su madre era la
única que servía allí. Shonri Wellrun estaba inclinada sobre una recia mesa de madera, amasando. A
su espalda estaba el horno, encendido, y el aire oía a levadura y a nata. Con las manos llenas de
harina, Shonri enrolló la masa en largas tiras, luego las trenzó con soltura. Vertió sobre la masa el
jugo de una fruta de aroma ácido y la salpicó con una pizca de una especia marrón.
Larajin miró a su madre, tratando de verla a través de los ojos de su padre. Shonri acababa de
cumplir los sesenta años. Su cabello pelirrojo se había vuelto del color de la ceniza, y tenía las
manos surcadas de arrugas. Aunque había sido sirvienta toda su vida, la madre de Larajin tenía cierto
orgullo en sus maneras y una agradable belleza que los años de trabajo no habían podido borrar. Era
una de las sirvientas favoritas del viejo señor y a menudo la llamaban a la mesa grande para
felicitarla por sus delicados bollos, hechos con raras especias traídas de los cuatro confines de
Faerun.
¿Alguno de los invitados del señor habría hecho llamar a Shonri para tributarle otro tipo de
atención? ¿Sería Larajin la hija ilegítima de una unión como la que su padre pensaba estar evitando?
Como si hubiera notado la intensa mirada de Larajin, Shonri alzó la mirada. Sonrió a su hija y
con un gesto le indicó un mortero que contenía unos frutos secos de color verdoso.
—Larajin, si has acabado con la ropa, ¿me machacarías eso?
—Madre, tengo que saber… —La pregunta no acabó de salir de los labios de Larajin. Pero su
expresión la formuló en silencio.
Su madre cubrió la masa trenzada con un trapo húmedo.
—Algo te preocupa —dijo, e hizo un gesto a Larajin para que se acercara—. Ven y dime qué es.
Larajin era incapaz de moverse de la puerta. Se sujetó al marco y habló rápidamente:
—Padre dice que no soy su hija. Le creo. Quiero saber quién es mi verdadero padre.
Un destello de furia cruzó el rostro de Shonri. Pero al instante lo reemplazó una expresión
decidida. Palmeó un taburete que tenía al lado.
—Siéntate. Ya es hora de que sepas la verdad.
Como sonámbula, Larajin cruzó lentamente la cocina. Se sentó junto a su madre y esperó a que
esta se limpiara las manos en un trapo.
Luego Shonri también se sentó.
—Eres como una hija para tu padre —empezó con voz cautelosa— tanto como lo eres para mí.
No lo olvides nunca.
Larajin asintió con la cabeza. Ya sabía que su padre y su madre la querían. Consideraba que ella
y su madre tenían una relación muy íntima, aunque era a la tía Habrith a quien Larajin acudía cuando
quería confiar algún secreto.
Shonri miró al horno, pero sin verlo realimente.
—Hace veintitrés años perdí un hijo.
Larajin estaba confusa. Eso no era lo que había esperado oír.
—No lo entiendo.
—Lo harás —repuso Shonri. Y continuó—: Acompañaba al señor Thamalon en un viaje al norte
de los valles, una expedición comercial. Me había pedido que fuera con él para evaluar la calidad de
los frutos secos y las frutas del bosque que pretendía comprar. Era un viaje muy importante, clave
para el bienestar económico de la familia, y la reunión se había concertado con un año de tiempo.
Para mí, era un honor muy especial. Así que acepté acompañar al señor aunque estaba embarazada y
me faltaba poco para el parto. —Los ojos de Shonri se entristecieron—. Tu padre no quería que
fuera. Hacía mucho que estábamos buscando un hijo…
»Perdí el niño en ese viaje. —Suspiró profundamente—. Cuando llegó la hora del parto,
estábamos en medio de los bosques, lejos de cualquier médico. El niño murió.
Larajin tocó a su madre en la mano.
—¿Cómo…?
—La expedición comercial no fue ningún éxito —continuó Shonri—. Más de la mitad de los
frutos secos se habían estropeado durante la recolección, y las frutas no habían madurado bien.
Estuvimos poco tiempo, pero el suficiente para que el señor decidiera que no darían suficientes
ingresos.
»Mientras estábamos allí, la gente del palacio en el que nos alojábamos se enteraron de que yo
acababa de perder a un hijo y fueron a pedirle un favor al señor. Una de sus mujeres había muerto al
dar a luz, y ninguna otra tenía leche para amamantar al bebé. Preguntaron al señor si su sirvienta lo
querría. Miré una vez esos ojos color avellana que tienes y acepté al instante.
Larajin había escuchado atentamente cada una de las palabras que había dicho su madre, pero aún
le resultaba difícil creerlo.
—¿Tam… tampoco soy tu hija? —preguntó—. Y entonces, ¿quién soy?
Shonri se encogió de hombros.
—Una huérfana. Tu madre no estaba casada, nadie sabía quién era tu padre.
Larajin quería saber más.
—¿Mi madre era una mujer de los valles? —preguntó—. ¿De qué ciudad?
—No lo sé —contestó Shonri—. Estábamos metidos en la Maraña, lejos de cualquier ciudad. La
reunión se realizó en un lugar donde los frutos secos y las frutas crecían salvajes. El señor nunca
preguntó el nombre de la mujer.
Aunque estaba firmemente sentada en un taburete, Larajin se sintió como si flotase. Su mente
buscaba algo, algún detalle aún no explicado, a lo que aferrarse.
—Nunca le dijiste a padre que habías perdido el niño, ¿verdad? —dijo Larajin—. Cuando ha
dicho que yo no era su hija, sólo me dijo lo que sospecha. No sabía la razón que tenía…
Shonri se levantó cogió una bandeja de metal. Quitó el trapo de la masa trenzada y la colocó con
cuidado en la bandeja, luego abrió el horno y la metió.
—¿Has acabado de doblar la ropa? —le preguntó en un tono de trabajo.
Larajin se dio cuenta de que su madre no iba a contarle nada más. El momento de las
confidencias había pasado.
—Aún no —contestó Larajin.
—Entonces, ve a doblarla antes de que se entere el señor Cale.

Larajin se quedó en silencio, con el agua contra sus tobillos. El Templo de Sune estaba muy
tranquilo a esa temprana hora. Sus sacerdotes solían servir a la Señora del Amor con deleites
nocturnos, y luego dormían hasta tarde. Sólo en las mañanas en que el amanecer era especialmente
bello se levantaban para saludarlo.
Volvía a nevar, y soplaba un frío viento, pero las aguas de los estanques de la gran fuente que se
alzaba en el patio del templo eran tan cálidas como las de un torrente en un día de verano. Una
poderosa magia de los clérigos mantenía la temperatura templada en el recinto. Los copos de nieve
que caían sobre el patio central, con sus hermosas formaciones naturales de rocas y sus fuentes
mágicas, se fundían suavemente antes de llegar al suelo. Globos de luz flotaban sobre la superficie
del estanque principal y iluminaban el templo con un brillo de tonos suaves.
A esa hora sólo se veía allí a una niña de once años que llevaba la característica túnica de color
carmesí del templo. Era una criatura de pelo castaño, una de esas cuyos altos pómulos y largas
pestañas presagiaban que llegaría a ser una mujer de gran belleza. Al igual que Larajin, era de origen
incierto. Los sacerdotes la habían hallado un día en su puerta y la habían acogido.
Larajin llevaba suficiente tiempo acudiendo a ese templo como para saber el nombre de la joven:
Jeina. Pero poco más sabía de ella. ¿Tenía Jeina las mismas preocupaciones que Larajin? ¿O había
sabido desde el principio que era una niña abandonada y había llegado a aceptar que nunca sabría
quienes habían sido sus padres?
Larajin observó que Jeina volcaba un cuenco de pétalos amarillos en el agua. Por un momento,
sus miradas se encontraron. Jeina sonrió, luego se volvió tímidamente.
Con el agua hasta los tobillos, Larajin se acercó a uno de los estanques del centro de la fuente. El
fondo estaba lleno de guijarros que cubrían el cuenco del estanque, que era uno de los que usaban los
adoradores que querían preguntar algo a la diosa. La piedra tenía venas de oro y la cubrían hebras de
musgos aterciopelados que florecían a su calor.
Larajin miró hacia las claras aguas que llenaban el estanque, y observó los guijarros bajo las
ondas de la superficie. Distorsionaban su reflejo: le suavizaban el cabello rojizo que se le escapaba
por debajo del turbante, y desdibujaban un rostro demasiado largo y anguloso para considerarlo
hermoso. Por lo general, un peticionario le pedía al estanque que le mostrara el rostro de su futuro
amado. Larajin tenía otras preguntas que hacer.
—¿Quién soy? —preguntó. Hundió un dedo en el agua, luego se lo llevó sobre el corazón; una
mancha húmeda le quedó en el corpiño de su uniforme de criada.
Larajin notó un cosquilleo en la nuca, como el aliento de un amante, y olió la inconfundible
fragancia de la Besos de Sune. Un instante después, una minúscula flor roja descendió por el hilillo
de agua que caía en el estanque, y luego otra. Aunque seguía cayendo agua en el estanque, la
superficie se quedó inmóvil.
Larajin vio un reflejo que sólo reconoció a medias. Era su rostro, pero el turbante había
desaparecido. El cabello estaba recogido tras las orejas. Las orejas eran…
—Qué tengas una dorada mañana, Larajin.
Larajin se sobresaltó, y la mano se le resbaló hasta el agua. De nuevo, las ondas cubrieron la
superficie, distorsionando su reflejo. Se volvió y vio a la persona que menos esperaba encontrarse en
todo Sélgont. Diurgo Karn, un noble de su edad, era sacerdote de Sune. Llevaba las vestimentas
sagradas. Era tan apuesto como Larajin recordaba, con el cabello de color azafranado peinado hacia
atrás, y los ojos de un verde bosque. No hacía mucho, Larajin había creído estar enamorada de él y
había soñado con que la diosa bendecía esa relación imposible entre un noble y una criada.
—Una dorada mañana para ti también, Diurgo —repuso ella con voz ahogada—. ¿Cuándo…
cuándo has vuelto?
—Hace diez días.
Hacía diez días, y él no había pensado ni una sola vez en interesarse por Larajin o incluso
informarla de su regreso. Larajin tenía la intención de no decirle nada más, pero la curiosidad se la
comía por dentro.
—¿Es el lago Sember tan hermoso como dicen? ¿Has visto las torres de cristal?
Diurgo hizo un gesto despreciativo con la mano.
—Se me obligó a regresar antes de que pudiera llegar al lago. Los elfos me hubieran matado de
haber continuado.
—Eso ya lo sabías antes de partir.
—Saberlo y verlo son cosas diferentes.
—Sí, es cierto —repuso Larajin.
Hacía varios meses, en el ardor de la primavera, ella se había dejado cautivar por el viaje que él
quería realizar: un peregrinaje al famoso lago Sember, una extensión de agua sagrada tanto para Sune
como para la diosa élfica Hanali, la rival de Sune para los adoradores de la belleza. Larajin se había
escapado del Palacio de las Tempestades para seguir a Diurgo, pero no pudo alejarse mucho. Los
hombres enviados por el señor Thamalon el Viejo la obligaron a regresar al Palacio de las
Tempestades. Había rogado a Diurgo que los convenciera para que la dejaran acompañarle, pero él
se había negado a hablar a su favor, y le había recordado que ella sólo era una sirvienta y un estorbo
en su camino.
Larajin miró fijamente a Diurgo, sin molestarse en ocultar el dolor que sentía.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—He visto una tenue aura rosada a tu alrededor mientras mirabas en el estanque —contestó
Diurgo—. Estoy seguro de que era una manifestación de la diosa. He pensado que te podría ayudar a
canalizarlo hacia…
—Una manifestación. —Larajin repitió la palabra con rabia—. ¿Cómo el color rojo de mi
cabello? Tus mentiras funcionaron conmigo una vez, Diurgo, pero no volveré a escucharlas. Puedes
buscarte otra joven ingenua a la que dirigir tus «santos deleites».
El joven sacerdote tuvo el detalle de parecer incómodo. Aun así, insistió.
—No miento, Larajin. He visto el aura con toda claridad.
—Igual que yo te veo a ti con toda claridad, Diurgo. —Larajin cruzó los brazos sobre el pecho
—. Y no me gusta lo que veo.
Un altivo enfado cruzó el rostro del joven sacerdote. Movió un dedo ante ella.
—No deberías hablar así al hijo de una casa noble, muchacha. —Sin más palabas, se alejó
enfadado.
Furiosa consigo misma, Larajin volvió al borde del estanque principal. Sin prestar atención a la
toalla que le tendía Jeina, se puso las zapatillas, recogió su capa y salió a grandes zancadas por la
puerta principal del templo.
Había recorrido casi dos manzanas antes de darse cuenta de que los brazos y las piernas ya no le
picaban. Se detuvo para quitarse el vendaje de la muñeca, y para su sorpresa, vio que la mordedura
estaba completamente curada.
Caminó hacia la tienda de perfumes de Kremlar con la capa bien apretada contra el cuerpo. El
sol se estaba alzando sobre la muralla este de Sélgont, y la nieve caía de un cielo plomizo. Larajin
trató de no pensar en Diurgo. Al contrario de él, ella terminaría su viaje. Ese día, sin importar que
asquerosas criaturas la esperaran en el colector, se colaría en el Jardín de Caza y rescataría al
tréssym herido.
Estaba cerca de la tienda cuando alguien la llamó en voz baja desde un callejón. Al instante se
puso alerta, y dio un paso para salir corriendo. Pero cuando la persona que la había llamado salió de
entre las sombras, Larajin se detuvo.
Era como si Larajin se estuviera mirando en un espejo. La mujer tenía veintipocos años, llevaba
el turbante y el uniforme del servicio de la Casa Uskevren. Era de la misma altura que Larajin y tenía
sus mismos rasgos angulosos. Incluso estaba parada en la misma extraña postura, para mayor
sorpresa de Larajin. Cuando le guiñó el ojo y se quitó el turbante, mostró un cabello corto y oscuro.
—Soy yo, Tazi —dijo su doble—. Un buen disfraz, ¿no crees?
—Señorita Thazienne. —Larajin tragó saliva—. ¿Por qué vais vestida con el uniforme de una
sirvienta?
—Llámame Tazi —repuso la señorita como tenía por costumbre decirle. Se rio—. Sólo estaba
divirtiéndome un rato. ¿Recuerdas el día que te pillé en tu habitación, vestida con una coraza de
cuero delante del espejo? Te parecías tanto a mí, aparte de la torpeza con que sujetabas la espada,
que me dio una idea. Quería ver si podía pasar por ti.
Larajin se sonrojó, avergonzada de que le recordara su transgresión. Siempre había admirado a la
señorita Thazienne por su atrevimiento, y cuando Larajin se había escapado para ir tras Diurgo, se
había imaginado que era como su aventurera señorita. El desastroso final de su aventura sólo la había
hecho más consciente del gran abismo que las separaba. Estaba segura de que Thazienne ni siquiera
habría parpadeado antes las ratas deformes del colector.
Lo que le recordó a Larajin el tréssym herido.
—Tengo que irme —dijo mirando por la calle en dirección a la tienda de Kremlar.
La divertida expresión de Thazienne se ensombreció al instante. Cogió a Larajin por el brazo.
—Por ahí no —la advirtió—. Hay tres caballeros elfos un poco más adelante que no creo que te
quieras encontrar. Aunque parece que a ellos les encantaría conocerte.
Larajin la miró con ojos muy abiertos.
—¿Uno de ellos es un elfo salvaje?
Thazienne alzó las cejas, sorprendida.
—¿Te los has encontrado antes? —preguntó—. Parecen unos tipos duros. Casi consiguen
cogerme, y soy tan escurridiza como una anguila. ¿Qué quieren de ti?
—No lo sé —contestó Larajin estremeciéndose—. Quizá sean miembros de una casa rival que
pretende raptar a un criado de los Uskevren.
Thazienne negó lentamente con la cabeza, y los ojos le brillaron.
—No lo creo —repuso—. Entiendo un poco de lengua élfica, lo suficiente para haber oído decir
a uno: «¿Es ella?», y al otro responder:
«Es ella. He podido olerlo». Te buscan a ti, Larajin.
Larajin lanzó una temerosa mirada alrededor.
—¿Dónde están ahora?
—He fingido escaparme, pero luego los he seguido. Están esperando en la entrada de la tienda de
perfumes de tu amigo.
Larajin no supo decir qué la sorprendía más, si que su joven señora conociera su relación con
Kremlar o que los elfos salvajes supieran sus movimientos.
—Tampoco deberías volver al Palacio de las Tempestades —la advirtió Thazienne—. ¿Hay
algún otro lugar donde puedas esconderte?
Larajin se lo pensó durante un momento y luego asintió.
—Podría ir a casa de Habrith —contestó—. ¿O cree que también me estarán esperando allí?
Una extraña expresión cruzó el rostro de Thazienne, como si ella supiera algo que Larajin
ignoraba.
—La panadería de Habrith parece lo suficiente segura —repuso—. Ve allí ahora. Yo distraeré a
los elfos y los llevaré al Palacio de las Tempestades, para que piensen que estás allí.
Larajin sintió un gran alivio.
—Es muy amable de vuestra parte, señorita Thazienne.
—Quita, quita. Hacía tiempo que no me divertía tanto —respondió Thazienne—. ¡Y por el amor
de los dioses, llámame Tazi! ¿Lo harás?

Larajin miró por la ventana de la tienda de Habrith al concurrido cruce. Los carromatos pasaban,
los compradores se encorvaban al caminar bajo la nieve, los nobles, con toda su elegancia,
avanzaban en carruajes cerrados con cristales, por encima del barro lleno de suciedad. Vio que
Kremlar pasaba caminando bajo un paranieves multicolor, seguido por un sirviente de la familia
Soargul, que iba cargado con las cajas que contenían las muestras de perfumes de Kremlar. Pero no
reconoció a nadie más; se sintió muy aliviada al ver que no había elfos de capa verde a la vista.
—No entiendo nada, Habrith —dijo Larajin mientras dejaba caer la cortina—. No soy la hija de
mis padres, y ahora hay unos elfos que intentan raptarme. Elfos salvajes.
Habrith captó la nota de disgusto en la voz de Larajin.
—Los elfos tienen su lugar en el mundo, igual que los humanos y los enanos —la regañó con
amabilidad. Se despidió de un cliente que había entrado a comprar pan y colgó el cartel de
«Cerrado» en la puerta de la tienda.
Larajin no la escuchaba.
—Y de todas formas, ¿qué están haciendo en Sélgont? Los elfos salvajes son demasiado simples
y tímidos para aguantar la vida en la ciudad. Por eso se ocultan en el bosque. No les importa el
dinero, dice el viejo señor. No tienen nada en qué gastarlo. ¿No querrán un rescate a cambio de mí?
—No les interesa el dinero de ningún rescate.
El tono de seguridad de Habrith no pasó inadvertido a Larajin.
Miró a Habrith. La panadera tenía sesenta y muchos; era mayor que la madre de Larajin, pero su
cabello seguía siendo de un castaño intenso. Lo llevaba en una sencilla trenza a la espalda. Vestía a
la moda, pero tirando a sencillo. En una ciudad donde los campesinos se adornaban con suficientes
abalorios como para atraer a una bandada de urracas ladronas, el único complemento de Habrith era
un medallón de una luna creciente, que llevaba colgado al cuello con un cordón de cuero.
La filosofía de Habrith —«Lo sencillo es lo mejor, y todo debe estar en equilibrio»— se
reflejaba en su tienda. Su pan era famoso en toda la ciudad. Mientras que otros panaderos y los
cocineros de las casas, incluida la madre de Larajin, cortaban y daban formas extrañas a sus panes,
Habrith hacía panes de hogaza sencillos y robustos. Pero su sabor… ahí era donde sobresalía
Habrith. En sus panes de hogaza ponía ingredientes de los que ni siquiera la madre la Larajin había
oído hablar.
Shonri y Habrith habían sido rivales, antes de que Larajin naciera, y durante un tiempo había
habido una guerra de panes de hogaza en la Casa Uskevren. Pero durante los años siguientes, habían
desarrollado un estrecho lazo a partir del amor que compartían por su labor. Habrith, que parecía
compartir las ideas de Larajin sobre la estupidez de la moda, se había convertido en una especie de
tía para la joven.
En esos momentos, Larajin se estaba preguntando cuánto sabría realmente Habrith sobre ella. La
panadera no había parecido sorprenderse en absoluto cuando Larajin le había contado que Shonri y
Thalit no eran sus padres.
Habrith pareció leerle el pensamiento a Larajin.
—Sé quién es tu madre —le dijo.
—¿De verdad? —repuso Larajin, asombrada.
Habrith asintió con la cabeza.
—He estado esperando al momento adecuado para decírtelo. Ojalá estés preparada para
escucharlo.
—Lo estoy —contestó Larajin y saltó del mostrador, donde se había sentado—. ¡Dímelo!
Habrith toqueteó pensativamente el colgante que llevaba al cuello.
—Has preguntado sobre los elfos salvajes. Ese es un tema del que sé una cosa o dos. Yo fui una
de las que organizaron la misión comercial de la que te ha hablado tu madre. Thamalon Uskevren
esperaba que las frutas silvestres de la Maraña pudieran ser un buen negocio, y que eso animara a
conservar ese bosque.
—¿Y qué tiene que ver la Maraña conmigo? —preguntó Larajin—. Aparte de que una mujer de
los valles me diera a luz.
—Tu madre no era una mujer de los valles —contestó Habrith—— Era una elfa salvaje.
Durante un momento, Larajin se quedó en silencio, anonadada. Después se negó a creerlo. Su
madre no podía haber sido una de esas criaturas salvajes y tatuadas. Negó con la cabeza.
—Mi madre no puede haber sido una elfa —dijo finalmente—. Yo soy humana.
—Medio humana —replicó Habrith.
—Pero no tengo las orejas… —Larajin se quedó parada al recordar su reflejo en el estanque del
Templo de Sune. Había visto su propio rostro, pero con las delicadas orejas puntiagudas de los elfos
—. Así que eso es lo que la diosa trataba de decirme —concluyó Larajin en un susurro. Se miró los
largos dedos huesudos como si los viera por primera vez, luego se los pasó por su estrecho rostro y
su puntiaguda barbilla.
Habrith la miró a los ojos.
—¿La diosa? —inquirió.
Eso fue todo lo que Larajin necesitó. Relató a Habrith lo que había pasado en el Templo de Sune;
la curación mágica de sus heridas y el reflejo que había visto en el estanque. También le contó lo de
las mordeduras de las ratas del colector y de su encuentro con el tréssym. Incluso le habló de la
extraña apariencia del Hulorn y de la mágica aparición de la Besos de Sune, cuya fragancia parecía
interesar mucho a los elfos salvajes. Cuando acabó, Habrith temblaba de emoción.
—¿Sabes cómo se llama esa planta en élfico? —preguntó Habrith.
Larajin negó con la cabeza.
Habrith dijo dos palabras con un acento fluido, y luego las tradujo:
—El nombre en la Lengua Común es Corazón de Hanali. También es sagrada para la diosa élfica
de la belleza: Hanali Celanil. Las motas doradas de sus hojas son su símbolo. Se dice que su
fragancia emana de los sacerdotes de Hanali cuando están haciendo su magia.
—Yo no soy ningún sacerdote —protestó Larajin—, y acudo al Templo de Sune.
—Sune y Hanali son rivales en el amor de los mortales, pero comparten una cosa: el estanque
sagrado de Eteraüreo. Aunque las diosas se peleen sobre si son más hermosos los humanos o los
elfos, y a menudo tratan de robarse adoradores la una a la otra, sobre todo si se es medio elfo, ambas
mantienen una amistad. A un mortal le es posible adorar a las dos, y recibir la bendición de las dos.
A Larajin le daba vueltas la cabeza.
—¿Estás diciendo… que yo estoy bendecida? ¿Por una diosa elfa?
Habrith asintió.
—Y por una diosa humana. Y eso nos lleva a otra cuestión: tu padre humano.
—¿Quién… era?
—Quién es, querrás decir —la corrigió Habrith—. No otro que tu señor, Thamalon Uskevren.
Larajin tuvo que agarrarse al mostrador para no caer.
—¿Mi señor? —susurró.
Las palabras de Habrith tenían sentido. Por eso Thamalon el Viejo se había enfurecido tanto al
pensar que había un romance entre Tal y Larajin. Tal era su hermano, o su medio hermano. Y también
el joven Thamalon. Y la señorita Thazienne era su medio hermana. ¡Por eso se parecían tanto!
También entendió por qué nunca la habían echado de su puesto de sirvienta, a pesar de los
informes desfavorables del señor Cale. Y por qué el señor había enviado a unos hombres para
llevarla de vuelta al palacio cuando se escapó tras Diurgo.
Incluso así, a Larajin le costaba creer que el viejo señor fuera su padre. Thamalon Uskevren era
un hombre solemne y respetado, de noble cuna e impecable carácter, que amaba y honraba a su
esposa. ¿Qué le habría cogido para acostarse con una bárbara doncella elfa?
—Tu madre era una mujer muy hermosa —explicó Habrith—. Tan hermosa como tú llegarás a
ser, cuando encuentres tu camino. Su gente la respetaba, a pesar de que aceptó una simiente humana
en su interior.
—¿Por eso me entregaron los elfos? —preguntó Larajin—. ¿Porque era medio humana?
Habrith negó con la cabeza.
—No te entregaron —contestó—. Thamalon te cogió. Ahora, los elfos salvajes quieren llevarte
de vuelta.
—¿De vuelta? —exclamó Larajin—. ¿De vuelta adónde? ¿Y por qué?
—A la Maraña —respondió Habrith—. Y «por qué» es la pregunta a la que estoy tratando de
encontrar una respuesta.
Larajin miró a Habrith con nuevos ojos. Aquella mujer con aspecto de abuela era más de lo que
parecía. Sabía cosas que una simple panadera no debería saber.
Habrith asintió, y dio unos golpecitos a la luna creciente que le colgaba del cuello.
—Tengo amigos. Hago preguntas y oigo cosas. La respuesta no debería tardar en llegar.
Larajin se dio cuenta de que debía entender lo que Habrith insinuaba; la luna creciente
representaba algo. Pero no tenía ni idea de qué.
Habrith apartó la mano de su cuello. Rebuscó tras el mostrador, y sacó unas ropas que le lanzó a
Larajin.
—Quítate el uniforme —dijo—, y ponte esto. Eso los despistará. Espérame aquí, y no abras a
nadie. Voy a tener una charla con esos tres elfos que te han estado molestando y luego volveré.
Larajin sujetó las ropas en las manos.
—Pero…
Habrith le puso un dedo sobre los labios. Luego sonrió.
—Seguiremos hablando a mi regreso —le prometió—. Asegúrate de cerrar la puerta cuando
salga.
Después de ponerse la ropa que le había dado Habrith y esperar unos momentos para asegurarse
de que la panadera no la vería salir de la tienda, Larajin se dirigió al Jardín de Caza a través del
colector. Esta vez no vio ninguna rata deforme. Lo único que la hizo ir más despacio fue su
desbocada imaginación. Cada chapoteo a su espalda le sonaba como los pasos de un elfo de capa
verde. Más de una vez se volvió, con un cuchillo de la panadería de Habrith en la mano, para
enfrentarse a lo que resultaba ser sólo una sombra.
En el jardín, se apresuró a ir hasta el lugar donde había visto al tréssym por última vez. El animal
maulló en respuesta a su llamada, pero tan débilmente que a Larajin le costó oírla.
El gato alado se hallaba junto al árbol, y casi ni alzó la mirada cuando Larajin lo acarició.
Parecía incluso más desastrado que dos días atrás, con el pelo apelmazado, y las plumas del ala
rasgadas. Un gran bulto sobre la parte rota del ala supuraba pus.
—Oh, gatito —exclamó Larajin con lágrimas en los ojos—. Debería haber venido antes. Lo
siento mucho.
Puso la mano sobre el bulto del ala. Lo notó caliente, a pesar de que la criatura estaba temblando.
El tréssym gruñó suavemente, pero no protestó más.
Larajin quería coger a la criatura herida y llevarla al templo, pero tenía miedo de que si lo
movía, el tréssym muriera.
Larajin captó el olor de algo dulce: Besos de Sune. O, como ya sabía, Corazón de Hanali. La flor
no se veía por ninguna parte, El Jardín de Caza estaba cubierto de nieve. Pero el aroma fue
aumentando, como si docenas de minúsculas flores con forma de boca estuvieran floreciendo de
repente.
El tréssym comenzó a ronronear. Larajin lo miró asustada, recordando los viejos cuentos de las
abuelas que decían que los gatos ronroneaban antes de morir. Se sorprendió al ver el pelo del
tréssym un poco menos apelmazado, y el bulto en el ala un poco menor.
Lo más sorprendente era que la mano que tenía sobre el bulto brillaba con un halo rosado. Ese
halo salía de la yema de sus dedos y entraba en el tréssym, al ritmo de los latidos del corazón de
Larajin.
Se sobrepuso a su sorpresa. Si eso era magia, si realmente estaba canalizando el poder de la
diosa, no quería que cesara. Se concentró en el tréssym herido, y puso toda su voluntad en el deseo
de que volviera a estar sano.
Oyó voces que avanzaban en su dirección. Reconoció una: el Hulorn. Todos sus instintos le
dijeron que saliera corriendo, pero continuó concentrada en el tréssym, haciendo todo lo posible por
olvidarse del peligro que se aproximaba. La única señal de su creciente pánico fue un ligero temblor
en sus manos.
Finalmente oyó algo que le rompió la concentración.
—… ese maldito anillo —decía el Hulorn—. Parece cargar con una maldición. Regenera la
carne, pero la retuerce según su oscuro designio.
La otra voz de hombre también le resultó conocida. Larajin ya podía oír la nieve crujiendo bajo
sus pasos.
—Su magia parece estar unida a la de la varita —dijo el segundo hombre con un suspiro—. No
puedo romper la magia de uno sin afectar la del otro. Tendréis que tomar una decisión: o ambos o
ninguno.
El tréssym se movió bajo la mano de Larajin. El bulto casi había desaparecido.
—¡Por los dioses! ¿Quién es esa?
Larajin alzó la mirada. A menos de un par de pasos se hallaba el Hulorn, con su rostro medio
reptiliano retorcido por la alarma y la furia. Tras él se encontraba un hombre alto de piel oscura que
se apoyaba en un retorcido cayado. Vestía una túnica de color gris que le hacía parecer poco más que
una sombra en medio del nevado bosque.
Miró a Larajin con una expresión igualmente sorprendida.
—¿Quién es? —preguntó con voz ahogada.
—¿Qué importa eso? —repuso el Hulorn—. Nos ha visto juntos. Y ha visto esto. —Alzó la
mano, que era como una garra de ave, hacia su rostro.
El hombre oscuro asintió. Movió un poco el cayado.
—¿Debo?
El miedo atravesó a Larajin con un violento estremecimiento. No tenía ni idea de quién era el
hombre oscuro, pero entendió su mirada. El Hulorn acababa de condenarla a muerte, y el hombre
oscuro iba a ser su verdugo.
Larajin se agachó, demasiado asustada para moverse, mientras el mago la apuntaba con el
cayado. En ese mismo instante, ella notó que el tréssym se movía bajo su mano. Estaba curado. Se
puso en pie y estiró las alas de colores. Las movió, probando su fuerza.
El Hulorn puso una mano sobre el cayado. Por un instante, Larajin pensó que había sido
perdonada.
—Espera un momento —dijo el Hulorn—. El tréssym cuesta doscientos soles. No quiero que lo
dañes.
Con un fuerte aullido, el tréssym se lanzó al aire y voló hasta la copa de los árboles. Larajin se
quedó con las manos alzadas y suplicando por su vida.
—Por favor. No pretendía colarme. Encontré al tréssym herido y sólo quería…
El extremo del cayado del hombre oscuro crepitó de fuerza mágica. Chispas negras surgieron de
la punta, Larajin comenzó a volverse, pero sabía que nunca podría escapar. Por el rabillo del ojo vio
que un rayo de fuerza negra salía del cayado…
En el mismo instante, alguien se lanzó desde detrás de un árbol. Larajin sólo lo vio de refilón:
capa verde, trenza con una pluma en el extremo, rostro alargado y tatuado. El rayo dio al hombre en
el pecho. El elfo salvaje gritó de agonía, y el cuerpo le quedó rígido. De los dedos de las manos y a
través de las botas comenzaron a salirle chispas, luego la ropa y el pelo se le separaron a jirones del
cuerpo. El cuerpo abrasado cayó al suelo, humeando sobre la nieve.
Larajin miró horrorizada el cuerpo ennegrecido. Entonces, en el silencio que siguió a la
explosión, captó un sonido. Un susurro urgente, en un idioma que ella no entendía. Y luego en la
Lengua Común:
—¡Corre! ¡Corre!
No necesitó que se lo repitieran. De alguna forma, sus pies se aferraron a la resbaladiza nieve.
Vio de refilón a otra silueta con capa, que saltaba desde lo alto de una rama sobre el Hulorn, quien
había desenvainado la espada. Pero una tercera figura salió de detrás de un arbusto y se lanzó sobre
el mago. Mientras corría por el bosque, con el corazón golpeándole el pecho, oyó dos explosiones
más a su espalda.
A toda prisa, Larajin se acercó al borde de la fuente y abrió la rejilla. Estaba deslizándose por el
agujero cuando oyó unos pesados pasos que se aproximaban corriendo. Sollozando, se dio cuenta de
que habían seguido sus huellas en la nieve. Pero no serían capaces de encontrar su rastro en el
colector. Había demasiadas vueltas y revueltas en los oscuros túneles, y en las aguas residuales no
quedaban huellas.
Saltó hasta el túnel y corrió levantando salpicaduras de agua en la oscuridad.

Larajin se coló por una de las entradas de servicio del Palacio de las Tempestades, aún jadeando
después de haber cruzado la ciudad a la carrera y apestando a cloaca. No había visto ninguna señal
de que la siguieran, ni la guardia del Hulorn, ni el mago oscuro, ni siquiera los elfos salvajes. Estaba
bastante segura de que el Hulorn no sería capaz de identificarla si la volvía a ver, porque los nobles
tendían a ver sólo el uniforme y no al criado que había debajo. Pero eso no significaba que estuviera
a salvo.
Mientras se quitaba las botas llenas de barro y se secaba el pelo con una toalla, Larajin oyó unas
voces que venían de la escalera que daba a la zona principal de la mansión. Debía de ser el señor en
medio de otra discusión de negocios, una reunión muy importante en la que se suponía que Larajin
debía servir.
Una reunión presidida por el señor Thamalon Uskevren, su padre.
Aún le costaba hacerse a la idea.
Larajin oyó como un rasguño en la puerta tras ella. La abrió y vio al tréssym junto a la pieza de
hierro con dientes que servía para limpiar de nieve las suelas de los zapatos. El gato alado entró en
el Palacio de las Tempestades como si hubiera vivido siempre ahí, y se frotó contra la pierna de
Larajin.
—¿Qué hace esa criatura aquí? Esa es una mascota muy cara; envíala a lugar del que haya
venido.
El gato alado salió por la puerta mientas el señor Cale cruzaba la habitación. Los hundidos ojos
del mayordomo echaban chispas. Se detuvo y apretó los labios, dedicándole a Larajin todo su ceño
al comprobar que aún no se había puesto el uniforme. Inhaló profundamente.
—¿Y dónde exactamente —preguntó poniendo énfasis en cada una de las palabras— has estado?
Larajin vio al tréssym alejarse volando, una mancha de vibrante color en medio de los copos de
nieve, y cerró la puerta.
—Fui a adorar a Sune, señor —contestó con timidez—. El gato alado me ha seguido desde el
templo, y me he pasado todo este rato intentando echarlo.
—Hummm. —El señor Cale pareció aceptar esa explicación—. Ponte el uniforme.
Inmediatamente. Atiende al señor. Hay una reunión importante arriba.
Larajin inclinó la cabeza. A pesar de su postura, no estaba nada arrepentida. Se miró las manos,
los dedos que habían transmitido la magia curativa de Sune, o Hanali, o de ambas.
«Soy alguien —pensó para sí—. Alguien por quien los elfos han dado la vida. No sólo una
sirvienta, no un pez fuera del agua, sino… otra cosa».
Todo en la Casa de Uskevren seguía igual, pero para Larajin, todo había cambiado. El señor
Thamalon el Viejo, enfrascado en sus reuniones de negocios y atormentado por recuerdos del pasado,
ya no sólo era su señor. Era su padre, y la gente que había muerto cuando ardió el Palacio de las
Tempestades original eran familia de Larajin. Con la señora Shamur debía ser muy cautelosa. Larajin
no quería ni imaginarse el helado trato que recibiría si la señora supiera que Larajin era el fruto de
una infidelidad de su esposo.
La señorita Thazienne, Tazi, seguía siendo la desvergonzada pícara de siempre, pero Larajin la
veía con otros ojos. La misma sangre fluía por las venas de ambas. Quizá Larajin podría ser igual de
aventurera, algún día.
El señor Thamalon el Joven seguía siendo el mismo donjuán y malgastador de siempre. Saber que
era su medio hermano hizo a Larajin sentir cierta compasión por él. Aunque había oído los detalles
sólo de segunda mano, mientras servía la mesa de los Uskevren, ahora podía apreciar los peligros a
los que se había enfrentado Thamalon para obtener un buen acuerdo comercial con los Foxmantle.
Incluso a Tal lo veía bajo una nueva luz, no sólo como un amigo que deliberadamente cruzaba la
línea que separaban a los señores de los sirvientes, sino también como a un hermano. Oró para que
Tal reaccionara con su tranquilidad habitual ante la noticia de que eran familia.
Sólo una persona en toda la Casa de los Uskevren no había cambiado a los ojos de Larajin. El
señor Cale seguía siendo la misma persona misteriosa y algo tenebrosa de siempre.
Larajin pasó junto al señor Cale y corrió a la sala donde se cambiaba el servicio. Por el rabillo
del ojo, vio que la estaba mirando fijamente. Muy fijamente.
«Ve que he cambiado —pensó—. Me pregunto si podrá imaginar por qué».
Larajin no tenía ni idea de qué futuro la aguardaba. Pero sabía que la respuesta la esperaba en
alguna parte. No allí, en el Palacio de las Tempestades, ni siquiera en el Jardín de Caza, cuya
soledad la había atraído durante todos esos años, sino en otro sitio: entre los elfos salvajes de la
Maraña.

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