Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Lema
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
Nota de la autora
Agradecimientos
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Melania Sebastián
A Cecilia y Miguel, por supuesto
La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.
Eran casi las siete de la tarde cuando llegó a la boca del túnel.
Tras varios días sin poder atravesarlo, se encontró, por fin, con
la reja abierta. Aún quedaban restos de la cinta de la Guardia
Civil anudados a las bisagras. Se preguntó durante cuánto
tiempo permanecerían ahí esos trozos de plástico recordando a
todo el que pasara que algo había ocurrido al otro lado.
Carver la miró impaciente. Soltó su correa sin decir nada y
el perro echó a correr por el túnel, pero ella se entretuvo unos
minutos deshaciendo todos los nudos. Tiró cuidadosamente los
restos de cinta a un contenedor amarillo y a continuación
recorrió el túnel sola por primera vez, fijándose en cada
detalle, en los focos, en los grafitis, en los adoquines, como si
alguno de esos elementos pudiera compartir con ella algo
sobre ese último paseo de su padre.
Cuando llegó al otro lado, empezaba a oscurecer. Carver
había bajado hasta la playa y trotaba de lado a lado. Sofía miró
los dos bancos y pensó que Emilio habría elegido el de la
izquierda, más apartado del túnel. Se sentó en el extremo
izquierdo del banco, encendió un cigarrillo y dejó que el
tiempo pasara. Esperaba encontrarse el mirador cambiado,
pero estaba todo como siempre.
Por segunda vez se había enterado demasiado tarde de la
muerte de su padre. Y por segunda vez no sabía qué hacer. No
tenía la opción de pasar por ninguno de los rituales por los que
pasa una persona normal cuando se queda huérfana: ni
despedidas, ni flores, ni abrazos, ni familia, ni amigos, ni
velatorio, ni entierro, ni esquelas, ni pésames, ni llantos.
Tampoco había seguido los pasos convencionales la
primera vez. Cogió un avión en cuanto lo supo y Gabi fue a
buscarla al aeropuerto. Ambos se abrazaron sin saber lo que
sentían. Sofía había acertado al viajar con pantalones y sin
equipaje, porque Gabriel había ido al aeropuerto en moto. La
llevó hasta el Puerto Chico, entraron a un restaurante que ella
no conocía y Gabi pidió dos docenas de ostras y dos dobles.
—¿No prefieres albariño con las ostras? —le preguntó
Sofía a su hermano.
—Hoy no podemos beber vino blanco. Papá decía que el
vino blanco es de nenazas.
Los dos sonreían con tristeza. Aunque vistos desde fuera
podía parecer que estaban celebrando algo, no era así. Solo
necesitaban estar juntos y hacer algo diferente; la vida normal
tenía que detenerse de alguna manera, y esa era la forma que
se les había ocurrido a ellos de estrenar su orfandad. Por la
mañana temprano, Gabi la llevó de vuelta al aeropuerto y
Sofía regresó a Madrid.
Nueve años después, su padre había muerto de nuevo, si es
que eso podía tener sentido, y aún no se lo había dicho a Gabi.
Carver subió la rampa y se sentó entre sus piernas. Sofía
rodeó el cuello del perro con sus dos brazos y apoyó su cabeza
sobre la de él.
Le gustaba escuchar el mar, pero siempre desde la
distancia. De pequeña se enfadaba cada vez que el Nono le
impedía que subiera a los pesqueros que descargaban en el
puerto. Los marineros creían que daba mala suerte que una
mujer pisara su barco y su abuelo nunca dejó que ella lo
intentara. Quizás por eso, a pesar de haber nacido en un puerto
de mar, Sofía tardó mucho en subirse por primera vez a un
barco y muy poco en decidir que no volvería a hacerlo.
Esperó a que se hiciera de noche, convencida de que era la
única forma de ver el lugar donde había muerto su padre.
Cuando llegó el momento, se dio cuenta de que la noche no
solo transformaba las imágenes, sino también los sonidos; el
arrullo del agua deslizándose en la orilla se volvía agresivo en
la oscuridad.
—Ahora entiendo por qué es la playa de la soledad, Carver
—le dijo al perro con tristeza—. No se refiere a la ausencia de
compañía, sino a una soledad mucho más profunda, la soledad
de la melancolía, de la pérdida de lo irrecuperable…
Carver gimió como si hubiera entendido sus palabras.
—Vámonos de aquí.
Agarró a Carver del collar y no le enganchó la correa hasta
que llegaron al otro lado del túnel. Cuando lo estaba haciendo,
sintió la vibración del teléfono en el interior de su bolsillo. Era
un número oculto.
—¿Dígame?
—Sofía. Soy Andetxaga.
—Ah, hola, sargento. Lo he cogido de milagro. Si llama
con número oculto, se arriesga a que no le conteste.
—Usted verá lo que hace.
—¿Hay alguna novedad?
—He querido llamarla en cuanto lo hemos sabido. Brasil
nos ha enviado la ficha policial de Marcelo Pereira.
—¿La ficha policial? ¿Era un delincuente?
—Tenía antecedentes.
—¿Por?
—Delitos menores —contestó el sargento—. Pero ese no es
el asunto. Quiero que sepa que tenía usted razón. No era él.
—Era mi padre, ¿verdad? —preguntó Sofía conociendo la
respuesta.
—La acompaño en el sentimiento.
Sofía no contestó.
—¿Se le ocurre qué relación podía haber entre su padre y el
verdadero Marcelo? —continuó Andetxaga.
—Pregúntele a la gilipollas de su mujer. Mi padre no movía
un dedo sin su consentimiento.
—No va a ser posible.
—¿Por qué no?
—Porque ha fallecido.
Sofía tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—Joder. —Sofía trataba de asimilar la noticia a cámara
rápida—. ¿Sabe de qué ha muerto?
—Cáncer. Llevaba varios días en coma.
—Pregunte a su familia, entonces. Son como una secta.
—Lo haremos. Buenas noches —se despidió Andetxaga.
Sofía colgó el teléfono y acarició a Carver.
—Ha tenido que ser una zorra hasta para morirse —dijo en
voz alta.
Al entrar al Bauer fue directa al fondo del bar y se sentó en
la mesa de los eruditos. Omar se acercó hasta ella.
—¿Te pongo un vino?
Sofía asintió con la cabeza y él no tardó en volver con una
copa de rioja y un plato de frutos secos.
—¿Has sabido algo de tu Belén? —le preguntó Sofía.
—Nunca fue mía —contestó Omar.
—Nadie es de nadie.
—¿Vos creés?
—Bueno, nadie salvo mi padre. Él estaba totalmente
poseído por su mujer.
—¿No tuvo hijos con ella?
—Ella lo intentó pero se ve que no pudo. Supongo que hay
un límite a la maldad que la naturaleza es capaz de reproducir.
Pero no me cambies de tema. ¿Has vuelto a hablar con Belén?
—No —le sonrió Omar—, se fue igual que vino.
—La vida pasa.
—La vida pasa felizmente si hay amor —sonrió Omar.
—«Es una lata, el trabajar» —Sofía canturreó reconociendo
la canción—. No me digas que Luis Aguilé también era de
Rosario, porque me matas.
—No —sonrió Omar—. Porteño.
—¿Te importa que toque un poco? —le preguntó Sofía
señalando el piano.
—Por supuesto que no. Adelante.
Omar volvió a la barra y apagó el equipo de música. Sofía
se sentó al piano con su copa de vino. Abrió la tapa y por un
momento se olvidó de dónde estaba, colocó sus manos sobre el
teclado y no tuvo que pensar para elegir la Danza de la moza
donosa de Ginastera. Era una de sus piezas terapéuticas más
recurrentes, la había tocado miles de veces y sus dedos se la
sabían sin necesidad de dirigirlos.
Empezó tocando con timidez, las manos le temblaban y las
primeras notas apenas se oyeron. Pero poco a poco fue
recuperándose, la tensión creció y, justo cuando el tono de la
pieza cambia de menor a mayor, Sofía dejó salir la furia que
llevaba dentro y las conversaciones del bar se detuvieron todas
a la vez, aunque ella no se dio cuenta.
La rabia dio paso a la tristeza para interpretar los últimos
compases. Sofía movía los dedos muy despacio, meciendo su
cuerpo de un lado a otro al ritmo de la música, ya sin apenas
fuerza en las manos, hasta que llegó al último compás y, a
pesar de que sabía que la partitura indicaba pianísimo, volcó
todo el peso de su cuerpo sobre el último acorde disonante
haciéndolo sonar como una queja.
Cerró el piano, se puso de pie y se volvió. Fue entonces
cuando se dio cuenta de que todo el Bauer estaba pendiente de
ella. Omar la miraba con los ojos muy abiertos.
—Me hiciste recordar mi país —le dijo Omar.
—Alberto Ginastera —sonrió Sofía—. Otro de mis
argentinos favoritos. ¿No sería de Rosario?
—No, no lo creo.
—Mi hijo siempre decía que me iba a montar un rap con
fondo de Ginastera.
—¿Un rap para vos? ¿El rap de la moza donosa?
—Me parezco más al viejo boyero, me temo —bromeó
Sofía.
—Ya quisiera el viejo boyero parecerse a vos —contestó
Omar—. ¿Te sirvo otro vino?
—No, gracias. ¿Tú sabes dónde se pueden comer ostras en
Laredo?
25
Gracias.
A mis extraordinarios hijos, Cecilia y Miguel, que siempre
me han apoyado sin condiciones, adaptándose a mis cambios
de vida, a mis cambios de horarios y sobre todo a mis cambios
de humor.
A mi querido Miguel, que se entusiasmó con la novela
desde el primer borrador y tuvo la paciencia de apuntalarme
cada vez que me entraban tentaciones de abandonar.
A Gloria Villalba, mi amiga del alma, que habla con tanta
pasión de esta novela que incluso a mí me entran ganas de
leerla.
A esos buenos amigos que leyeron con interés el
manuscrito. En especial a Ángela González que me hizo un
precioso dibujo de Sofía y Carver que guardo como un tesoro.
A esos nuevos amigos que, aunque aún no lo eran,
defendieron mi manuscrito dando muestras de una generosidad
extraordinaria: Lilian Neuman, Alfonso Delgado, Augusto
Abello y Emili Albi.
A Fernando Marino, que se prestó sin titubeos a dedicarme
una sesión fotográfica en plena ola de calor.
A Zacarías Marco y a Noemi Castiñeira, que hicieron lo
posible por conseguir que yo aprendiera algo sobre
psicoanálisis clínico.
Gracias a todos, de verdad, muchas gracias. Sin vosotros no
habría sido posible.
Playa Soledad
Melania Seabastián