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CONVESACIONES CON MIS DIOSES Y DEMONIOS.

La psique humana está plagada de dioses y demonios.


Espantosos aspectos que nos asustarían, si realmente los
descubrimos y los ponemos en el ojo del huracán; pero
también, seductores aspectos que nos llenarían de gozo y
hasta de petulancia y vanagloria. Todas esas criaturas de los
cuentos de hadas: príncipes, princesas, ogros, dragones,
hadas milagrosas, enanos, brujas, serpientes emplumadas,
niños desvalidos, ancianos sabios, ranas venenosas, feos
sapos, héroes o villanos… que encarnan prototipos, -o en el
decir de los psicólogos arquetipos-, cohabitan en el interior
de nuestra mente inconsciente. Actúan, se encubren
solapados en los pliegues recónditos de la mente,
presumen, sufren, gozan, lloran, ríen o sueñan… tienen vida
propia, casi siempre al margen de la consciencia. Y, al
considerarse unos buenos y otros malos, luchan entre ellos;
no obstante, no raras veces, pactan entre sí, se confabulan
o se complementan. En fin, representan un drama
perentorio y simbólicamente buscan la lucha, el amor, la
libertad, la gloria, en un concierto disímil y misceláneo
permanente y obcecado. En esa fragmentación de
representaciones de bondad y maldad, nos facilitan el
verdadero conocimiento de nosotros mismos. Nos aportan
nuevos niveles de armonía y comprensión de nuestra vida,
cuyo propósito es ser felices y llegar al castillo del rey; es
decir, reencontrar ese paraíso perdido que tan lejano se ha
tornado.
Pero para que forjen esa función de aportarnos armonía y
comprensión, inobjetablemente se requiere de unas
condiciones previas, sin cuya presencia, solo seguirán
cumpliendo un papel trastornado e inútil que, como rueda
de molino, dará vueltas y vueltas, sin un norte. En primer
término, deberán ser reconocidos y aceptados; en segundo
lugar, observados en acción desde un punto neutral para
evitar calificarlos o descalificarlos. Luego,
desapasionadamente, hacer un trato con ellos, entablar un
dialogo, aprender a amarlos, y aunque encarnen demonios,
tendremos que descender a lugares sórdidos y tenebrosos
para reconocernos en ellos. De igual modo, ascender a
lugares sublimes y brillantes en donde habitan emociones
radiantes, deidades que encarnan el amor, la compasión y la
sabiduría. Tanta a estas, como a los otros, observarlos como
lo que son: entidades vivientes que pueblan nuestra psique:
luz y oscuridad conviviendo en la dualidad.
Tendremos que enfrentarnos a la oscuridad y al miedo; a la
sima del infierno con valor y coraje y a la cima del cielo, con
fruición y humildad. Denigrar a uno y glorificar al otro;
ignorar a uno y rechazar al otro; amar a uno y odiar al otro;
no nos permitiría reconocer los estados mentales, las
emociones que nos gobiernan, ni por supuesto, las energías
que nos animan; así que, seguirán dando vueltas como
rueda de molino a su arbitrio.
Debemos estar dispuestos a enfrentarnos a unos y a otros, a
todos; a lo más tenebroso y perverso y a lo más sublime e
inmaculado: la naturaleza animal y la naturaleza divina en
potencia. Todos ellos yacen en la oscuridad de la mente,
prestos a manifestarse cuando la ocasión sea propicia para
demostrar su valía. A veces, afloran con una sonrisa, sin
prisa, luminosos y apacibles; otras, brotan conturbados, en
suma agitación, con una mueca amenazante, dando grandes
voces; cuando no, se quedan sumidos en el sopor y
prefieren no manifestarse. Así es la mente, así son las
emociones: apacibles, inesperadas, apasionadas, agresivas,
sublimes, crueles… siempre esperando manifestarse en el
seno de una mente que como un mono se mueve de aquí
para allá sin control.
No es un enfrentamiento a muerte, por supuesto. La
violencia implícita en ese hecho, no es la herramienta que
funcione para dialogar con dioses y demonios, para
negociar con las emociones. Por el contrario, el trabajo
consiste en descubrir que, aunque aparentemente, los
fenómenos de la mente son unos buenos y otros malos,
todos ellos están ahí para buscar la armonía; por lo tanto,
cada cual ocupa un lugar estratégico y una función
particular, la cual, sabiamente puede ponerse a cumplir su
propósito. Pongamos un ejemplo: recuerdo que cuando a
un niño, en la escuela, otro niño “le mentaba la madre”,
reaccionaba, casi siempre con virulencia. Además, si
contaba en casa el incidente, lo felicitaban por defender a
su mamá. ¿Cómo valorar esa reacción violenta como un
acto bueno o malo? Otro niño, por el contrario, ante la
misma ofensa, bien podría quedarse en silencio e ignorar el
agravio. ¿Cómo valorar esa “inacción” como buena o mala?
¿No estaría manifestándose el mismo demonio en el
agresor y el agredido, convertido en agresor? ¿No estaría
manifestando una deidad en el ignorar el agravio, en el
segundo caso? ¿Podría juzgarse de cobarde al niño que no
reaccionó? ¿Podría catalogarse como valiente al niño que
reaccionó con violencia? Parece que las nociones populares
de bueno y malo, aquí se están desdibujando. Aparece un
dilema moral digno de estudiar, aunque no ahora, pues no
es nuestro propósito. Pero sí es nuestro propósito observar
cómo conviven en nuestra mente dioses y demonios: como
violencia, paz, valentía y cobardía, en este supuesto caso.
Pero ahora, en vez de ver la acción desde el exterior, vista
por un observador externo que hace un juicio, mirémoslo
desde la observación del mismo protagonista del suceso
como un observador testigo, sin juicio. Cuando somos
capaces de observarnos como testigos neutrales de
nuestras propias acciones, la violencia o la cobardía, en este
caso, son dos demonios que surgieron de la profundidad de
la mente como herramientas para observarnos, aceptarnos
y corregirnos. Bellos demonios cuando aparecen para
cumplir su función. Si los ignoramos, los solapamos, los
reprimimos o los desconocemos, seguirán orondos
paseándose por la mente, enquistándose cada vez más y
causándonos un mayor daño, que evidentemente tampoco
reconoceríamos.

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