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Román Lejtman

Intrigas en el exilio y
traiciones en el regreso
FOTO: RICARDO CEPPI / GENTILEZA

ROMÁN LEJTMAN (Buenos Aires, 1959) es


periodista y abogado.
Conduce Vuelo de regreso, un programa
que se emite en Radio Milenium y es
columnista de El Cronista Comercial.
Fue director de contenidos periodísticos
del multimedios América, editor
general de la revista Tres Puntos,
redactor del diario Página/12 y
realizador de más de cien documentales
sobre historia nacional e internacional,
política y cultura que se emitieron en la
Argentina y el mundo.
Recibió el premio Rey de España por su
investigación sobre el narcotráfico y el
lavado de dinero durante la presidencia
de Carlos Menem, publicada por
Página/12, y el premio Martín Fierro
por sus distintos programas en radio y
televisión. Publicó Narcogate (1994) y
Guerra de Malvinas. Imágenes de una
tragedia (2012).
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Perón vuelve
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Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/peronvuelveintridOOOlejt
ROMÁN LEJTMAN

Perón vuelve
Intrigas en el exilio
y traiciones en el regreso

Espejo de la Argentina £ Planeta


Lejtman, Román
Perón vuelve. - 1* ed. - Buenos Aires : Planeta, 2012.
384 p.;23x15 cm.

ISBN 978-950-49-3028-0

1. Historia Política. 1. Título


CDD 320.9

O 2012, Román Lejtman

Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta

Todos los derechos reservados

O 2012, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.


Publicado bajo el sello PlanetaO
Independencia 1682 (1100) C.A.B.A.
www.editorialplaneta.com.ar

1* edición: noviembre de 2012


4.000 ejemplares

ISBN 978-950-49-3028-0

Impreso en Artesud,
Concepción Arenal 4562, Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
en el mes de octubre de 2012.

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723


Impreso en la Argentina

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el


alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma
o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias,
digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor.
Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina
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Prólogo

Durante 17 años de exilio, Juan Domingo Perón aplicó toda su


inteligencia para regresar a la Argentina y recuperar el poder
perdido en 1955. El General usó todas las armas a su alcance,
y no dudó en marchar de derecha a izquierda y viceversa, si
servía a su pretensión íntima: salir al Balcón de la Casa Rosa-
da, escuchar su nombre replicado por millones y entrar para
siempre en la Historia.
Perón fatigó su exilio en países regidos por dictaduras mili-
tares, pasó hambre, tuvo amantes fugaces, enfrentó atentados,
soportó traiciones, consumó intrigas y se rodeó de un entorno
que mutó con el correr de los años y las circunstancias políticas.
Fue un gran manipulador, que podía descubrir la intención del
otro y usar ese interés en provecho propio.
En esos 17 años de zigzag, el General tuvo un aliado imper-
turbable que en su nombre sufrió la cárcel, la persecución, las
torturas, el exilio y la muerte. El pueblo peronista soportó re-
gímenes militares y democracias frágiles a la espera del regreso
de su líder histórico. No importaba los años sucedidos, la san-
gre derramada, ni las crisis económicas: soñaban con prender
la radio, encender la televisión, comprar el diario y descubrir,
finalmente, que Perón estaba regresando a la Argentina.
Volver fue una palabra que acompañó al General en sus 17
años de exilio. Sin embargo, no siempre quiso retornar. Cuan-
do la vida se le iba, y los protagonistas del poder en Buenos
Aires actuaban sin respetar su lógica, pensó en quedarse junto
a sus caniches en Puerta de Hierro. Solo la vocación política,
la voracidad del poder, pudieron empujarlo hasta el charter
que lo trajo a Ezeiza. El dictador Alejandro Agustín Lanusse
había dicho que no le daba el cuero, y con la piel azotada por
los años, aceptó el desafío, venció al militar de turno y ganó
cuando nadie lo esperaba.
Pragmático, culto, inteligente, el General no dudó en con-
ducir a matones, contrabandistas, mercenarios, nacional-socia-
listas, bailarinas de cabaré, brujos, oscuros empresarios, mili-
tantes, arribistas, asesinos, ladrones, sobrevivientes, honestos
oficiales, fieles suboficiales, jóvenes católicos, viejos agnósticos,
líderes gremiales, agrios aristócratas, ex golpistas, entusiastas
académicos, antiguos adversarios políticos y gente de buen co-
razón. Todos, con su estilo y su voluntad, se sacrificaron para
que Perón regresara el 17 de noviembre de 1972.
Antes que ello sucediera, los generales golpistas y los pre-
sidentes democráticos pretendieron eliminar al Movimiento
Nacional Justicialista. Pensaban que proscribiendo al pero-
nismo, la historia terminaba y sus militantes olvidaban auto-
máticamente al líder exiliado por imperio de la fuerza y la
ilegalidad.
Perón conocía esas intenciones y replicó con astucia y sin
límites. Negoció con Arturo Frondizi su ascenso al poder, y
traicionado meses más tarde, colaboró en su caída. Intentó
condicionar a Arturo Illia y prestó su acuerdo tácito al golpe
que cometió Juan Carlos Onganía. Apoyó la llegada de Rober-
to Marcelo Levingston, un general que sucedió a Onganía, y
facilitó su derrumbe cuando ya no le servía. Empujó las For-
maciones Especiales para cercar a Alejandro Agustín Lanusse,
y después negoció con el dictador para desmantelar a las orga-
nizaciones armadas que disputaban su poder interno.

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Todo sin inmutarse. Con su mejor sonrisa. Mirando por la
ventana en su estudio de Puerta de Hierro.
Durante 17 años, desde 1955 a 1972, lo que sucedía en la
Argentina giraba alrededor de Juan Domingo Perón. No im-
portaba si estaba en Asunción, Caracas, Panamá City, Managua,
Ciudad Trujillo o Madrid. El General imponía la agenda, mar-
caba el paso, era protagonista a la distancia. Supo alimentar el
mito, reescribir la historia todos los días, manipular la opinión
pública y derrotar finalmente a enemigos más poderosos.
Regresó un día que llovía. Era el 17 de noviembre de 1972.
Ya era un anciano, custodiado por José López Rega e Isa-
belita.
Detrás del épico retorno, hay una historia de intrigas y tral-
ciones. Una sucesión infinita de hechos que construyeron el
exilio político más importante de la Argentina y el regreso más
complejo en la historia moderna del país.

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CAPÍTULO 1

Exilio

El camino al exilio del presidente Juan Domingo Perón se ini-


ció con la muerte de Evita, ocurrida el 26 de julio de 1952.
Desde ese momento, el General ejecutó el poder como un acto
rutinario que puso en crisis su conocido olfato político. Perón
extrañaba al amor de su vida y no encontraba consuelo entre
la burocracia de Casa de Gobierno y la solemnidad de los des-
files militares. El General languidecía, ausente, mientras el país
marchaba hacia la tragedia institucional.
A principios de abril de 1953 estalló un escándalo que vin-
culó al hermano de Evita y secretario privado del Presidente
con un negociado de venta de carnes. Juan Ramón Duarte
fue acusado por la oposición política y decidió renunciar para
evitar un costo político al gobierno. «Voy a carnear en la Ave-
nida General Paz y voy a repartir carne gratis, si es necesario»,
advirtió Perón tras una reunión del gabinete nacional. En ese
momento, el precio de la carne aumentaba y ya había un inci-
piente mercado negro.
La amenaza pública del Presidente nunca se concretó y
jamás encontraron a los responsables del negociado: Juan Ra-
món Duarte apareció «suicidado» en la madrugada del 9 de
abril de 1953. «Perdón por la letra, perdón por todo», decía la
carta póstuma que Juancito le dejó a Perón.

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Días más tarde, en un clima denso y conspirativo, dos bom-
bas estallaron en Plaza de Mayo durante un acto organizado
por la Confederación General del Trabajo (CGT). La multitud
rugía y exigió al Presidente una réplica inmediata a los sabotea-
dores. «Eso de la leña que ustedes me aconsejan, por qué no
empiezan ustedes a darla», contestó él encendiendo la mecha.
Cuando el acto de la CGT terminó, militantes oficialistas
asaltaron la sede del Partido Socialista, la Casa Radical, el Par-
tido Demócrata y el Jockey Club, mientras Perón ordenaba
la detención de Arturo Frondizi, Alfredo Palacios y Ricardo
Balbín, jefes de la oposición al gobierno.
El sistema político crujía, incluido el Ejército, que lenta-
mente se distanciaba del gobierno. El General pretendía un
alineamiento automático y ciego en los cuarteles, y no dudó en
aplicar un programa de adoctrinamiento que fue muy resistido
por los oficiales jóvenes que escapaban a la opción peronismo-
antiperonismo.
«El adoctrinamiento nacional representa para nosotros
el punto de partida de una Nueva Argentina, que piensa de
una misma manera, siente de un mismo modo y obrará úni-
camente de una misma forma», confirmó Perón sus intencio-
nes, en enero de 1954, durante una reunión con generales
de brigada.
A la política oficial de adoctrinamiento se sumó un plan
de ajuste que achicó las partidas presupuestarias en las Fuer-
zas Armadas y redujo la influencia que aún podía ejercer
el Presidente en los cuarteles. El General hacía equilibrio
en el Ejército con los fondos que destinaba a la compra de
armamento y a la capacitación de los jóvenes oficiales que
pertenecían a la clase media. Estas medidas bloqueaban la
influencia de los altos mandos antiperonistas, mientras man-
tenían intacta la adhesión de suboficiales y soldados al go-
bierno justicialista.
Cuando las partidas presupuestarias menguaron su ritmo,

e
los jóvenes oficiales de clase media se incorporaron a los cons-
piradores de la oligarquía, frente a la imposibilidad de seguir
escalando en una sociedad que ya aparecía fracturada. Desde
ese momento, los cuarteles fueron la cocina del golpe de Esta-
do que se planificaba contra el gobierno constitucional.
La tensión militar y la molestia social no trabaron la maqui-
naria electoral del peronismo. En las elecciones de 1954, con
la Unión Cívica Radical debilitada, los candidatos oficialistas
duplicaron la cantidad de votos de la oposición, pese a una
compleja situación económica que enfrentaba inflación y de-
sabastecimiento.
Con la victoria electoral asegurada, Perón decidió que-
brar su discurso ideológico para evitar que la crisis arrasara
al gobierno. Si durante la Segunda Guerra Mundial se incli-
naba a favor del Eje liderado por Adolf Hitler, quince años
después negociaba con la empresa California Argentina de
Petróleo, una companía subsidiaria de Standard Oil de Cali-
fornia. Ante la necesidad de combustible para mantener fun-
cionando la industria, no dudó en traicionar su pensamiento
más profundo y arraigado, entregando riqueza estatal a una
compañía norteamericana.
«Y bueno, si trabajan para YPF, no perdemos absolutamente
nada, porque hasta les pagamos con el mismo petróleo que
sacan. En buena hora, entonces, que vengan para que nos den
todo el petróleo que necesitamos», argumentó para justificar
su inesperada transmutación ideológica.
El contrato firmado entre la Casa Rosada y la empresa Ca-
lifornia Argentina de Petróleo no coincidía con la descripción
que se hacía en los medios oficiales para justificar su existencia
legal, política y económica. California accedía a un área de ex-
plotación de 49.800 kilómetros cuadrados en Santa Cruz, tenía
libertad para girar al exterior sus utilidades en dólares, y podía
importar libre de gravámenes sus equipos industriales, mien-
tras que YPF estaba obligada a entregar toda su información

us
sobre el yacimiento concedido y no podía utilizar los tribunales
nacionales en caso de litigio.
La oposición radical, encabezada por Arturo Frondizi, com-
prendió que el contrato petrolero era un escándalo institucio-
nal y denunció que Perón y su gabinete intentaban destruir a
la empresa estatal YPF. Hubo un fuerte debate en la Cámara de
Diputados, y pese a los esfuerzos de Perón, el acuerdo petrolero
jamás pudo aplicarse en la administración justicialista.
El escándalo del contrato con California Argentina no era
el único frente abierto que tenía el Presidente en el escenario
político. A fines de 1954, había decidido avanzar sobre el poder
de la Iglesia Católica que influía en la clase media y en los ofi-
ciales del Ejército que cuestionaban al gobierno. Para cumplir
este plan, decidió crear la Unión de Estudiantes Secundarios
(UES), que socavó la influencia del clero entre los jóvenes al
brindar ciertos beneficios sociales a cambio de adoctrinamien-
to partidario. Si los estudiantes militaban en la UES, obtenían
vacaciones pagas, usaban flamantes instalaciones deportivas y
accedían a la intimidad de la quinta de Olivos.
El 8 de diciembre de 1954, día de celebración de la Inmacu-
lada Concepción, cerca de 200.000 fieles católicos llegaron a la
Catedral y sus alrededores para escuchar la misa. Perón estaba
irritado y para atenuar el impacto político de la muchedum-
bre frente a la Catedral, decidió recibir al boxeador Pascualito
Pérez, que regresaba a Buenos Aires como el primer campeón
mundial de la Argentina. No le sirvió: los feligreses multiplica-
ron por cuarenta a los militantes peronistas que aplaudieron
al glorioso boxeador.
El desafío de la Iglesia fue contestado con la clausura del
diario católico El Pueblo, la aprobación del divorcio vincular
en la Argentina, la suspensión de la ayuda económica a los
colegios confesionales, la eliminación de la educación religiosa
en las escuelas públicas y la apertura de los prostíbulos en la
Ciudad de Buenos Aires.

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Las relaciones políticas entre Perón y la Iglesia siempre ha-
bían sido sinuosas y complejas. La Curia desconfiaba del Gene-
ral y temía la influencia creciente del peronismo, que acumu-
laba poder incluyendo a obreros y campesinos en una nueva
sociedad de masas. Frente a este avance en territorio propio, la
Iglesia y el Nuncio Apostólico en la Argentina decidieron cons-
pirar cuando comprendieron que no habría nuevos beneficios
económicos y que el gobierno se preparaba a disputar toda
su base social. La conspiración no solo supuraba en las misas
diarias y en el proselitismo de Acción Católica, sino también en
los actos tradicionales que se formalizaban en los cuarteles de la
Argentina, donde los capellanes bendecían los sables y hacían
misas de campaña transmitiendo la posición de la Iglesia.
El 11 de junio de 1955, pese a la prohibición política, la
Iglesia organizó la Procesión de Corpus Christi, un acto re-
ligioso que se transformó en una movilización contra Perón
apoyado por nutridas columnas de la Unión Cívica Radical,
las fuerzas conservadoras que derrocaron a Hipólito Yrigoyen,
los círculos aristocráticos que se beneficiaron con el Fraude
Patriótico, los dirigentes socialistas que cuestionaban el post
estalinismo de Moscú y el Partido Comunista que respondía a
las órdenes de la Unión Soviética. Era una muchedumbre he-
terogénea y contradictoria que tenía un solo objetivo: desalojar
a Perón de la Casa Rosada.
La Procesión de Corpus Christi transcurrió sin inconve-
nientes y para evitar que la Iglesia obtuviera un importante
triunfo político, el aparato mediático del gobierno aseguró que
un puñado de militantes de Acción Católica había quemado
una bandera nacional frente al Congreso Nacional. Fue un
montaje armado por el ministro Ángel Borlenghi y ejecutado
por un policía de la seccional sexta, que sirvió para imprimir
una fotografía de Perón observando los restos de la bandera
saboteada.
El montaje del ministro Borlenghi permitió al Congreso

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repudiar los supuestos hechos y a Perón remover por decreto
a monseñor Manuel Tato y al diácono Ramón Novoa, organi-
zadores de la Procesión. Tato y Novoa fueron deportados al
Vaticano, que en respuesta excomulgó a Perón y a los ministros
que habían firmado el controvertido decreto de expulsión.
El 16 de junio de 1955, en plena crisis, se inició otro inten-
to de golpe de Estado que terminó en la Masacre de Plaza de
Mayo, cuando varias escuadrillas de aviones navales volaron
sobre la Casa Rosada y descargaron sus bombas sobre los argen-
tinos que caminaban por la calle y usaban el trolebús. El bom-
bardeo sobre la Plaza de Mayo fue una carnicería que exhibió
la sangre fría y la desesperación de los golpistas. Hubo más de
300 muertos, los asesinos huyeron en avión hacia el Uruguay y
jamás fueron juzgados.
La asonada terminó por la tarde, y el Presidente anunció la
rendición de los rebeldes desde una oficina en el Ministerio del
Ejército. Perón hizo un elogio de las tropas leales, rechazó una
réplica popular contra los golpistas y confió en las decisiones
de la Justicia para castigar a los sublevados. «Prefiero, señores,
que sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley
castigue», afirmó el General.
Fue un discurso de ocasión. Horas más tarde, en plena no-
che, una horda incendió la Curia, la Catedral, las iglesias de
San Nicolás de Bari, San Francisco, San Miguel, San Ignacio,
del Socorro, la Merced y la capilla San Roque. Actuó un grupo
de choque peronista, organizado por la Vicepresidencia de la
Nación y el Ministerio de Salud.
Los cadáveres en la Plaza de Mayo, la crisis con el Vaticano,
las iglesias incendiadas, el distanciamiento de las Fuerzas Arma-
das, las críticas opositoras al contrato petrolero y la compleja
situación económica empujaron una maniobra política deses-
perada. Perón ordenó la renuncia de Borlenghi, Raúl Apold y
Méndez San Martín, figuras clave de su gabinete y funcionarios
muy cuestionados por la oposición, la Iglesia y el Ejército. Ha-

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bía que diseñar una nueva agenda que detuviera la decadencia
política del gobierno, y él General no tuvo contemplaciones
con sus amigos y aliados.
«La Revolución Peronista ha finalizado; comienza ahora
una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revo-
luciones, porque el estado permanente de un país no puede
ser una revolución. ¿Qué implica esto para mí? La respuesta
es muy simple, señores: dejo de ser el jefe de una revolución
para ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adver-
sarios. Mi situación ha cambiado absolutamente, y al ser así,
yo debo resolver todas las limitaciones que se han hecho en
el país sobre los procederes y procedimientos de nuestros ad-
versarios, impuestos por la necesidad de cumplir los objetivos,
para dejarlos actuar libremente dentro de la ley, con todas las
garantías, derechos y libertades», anunció Perón en el Salón
Blanco, frente a todos sus legisladores oficialistas.
El General fugaba hacia adelante y pensaba que si podía co-
locar a la oposición en el centro del tablero, los conspiradores
en las Fuerzas Armadas y la Iglesia perdían un aliado clave para
forzar su derrocamiento. Se trataba, simplemente, de restar
volumen político a un plan secreto que estaba a semanas de
su ejecución.
Como si nada hubiera pasado en ocho años de persecu-
ción, censura y manipulación ideológica, Perón dispuso que los
líderes de la oposición explicaran públicamente sus propues-
tas y plantearan sin mordaza sus críticas al gobierno. Fue un
ejercicio democrático que fortaleció a la oposición, aceleró los
tiempos de la conspiración y demostró que la agenda política
ya no se escribía solo en las oficinas del Presidente.
El 31 de agosto de 1955, asumiendo que había fracasado
su estrategia de usar a la oposición para trabar la maquinaria
golpista, Perón envió una carta a la CGT poniendo su renuncia
a disposición del movimiento obrero y el Partido Justicialista.
Era la última estrategia a mano: empujar una movilización po-

SS
pular que hiciera dudar a los conspiradores. Pero el General
equivocó el tono, y en lugar de disuadir a los golpistas con los
militantes en la calle, fortaleció la voluntad de los conspirado-
res con un discurso que cerró el cerco sobre la Casa Rosada.
«Hemos de restablecer la tranquilidad, entre el gobierno,
sus instituciones y el pueblo, por la acción del gobierno, de las
instituciones y del pueblo mismo. La consigna para todo pero-
nista, esté instalado o dentro de una organización, es contestar
a una acción violenta con otra más violenta. ¡Y cuando uno
de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!», ordenó
Perón, en medio de una masiva movilización, tras descartar su
renuncia presentada en la mañana.
Ese discurso del 31 de agosto de 1955, provocó temor en
las clases medias urbanas, movilizó a los sindicatos peronistas
que preparaban milicias obreras, aceleró la conformación de
comandos civiles conservadores y promovió un nuevo intento
de golpe de Estado, que se inició en la madrugada del 16 de
septiembre de 1955. El general Eduardo Lonardi y el almirante
Isaac Rojas estaban a cargo. Eran dos oficiales que pensaban
diferente y querían lo mismo: derrocar Perón y apropiarse de
su poder.
La sublevación caminaba hacia el fracaso por la superiori-
dad de las tropas leales al Presidente y la ausencia de coordina-
ción entre los rebeldes del Ejército y la Armada. Sin embargo,
el almirante Rojas resistía y en una jugada desesperada lanzó
un ultimátum amenazando con utilizar los cañones del crucero
17 de Octubre para atacar la Ciudad de Buenos Aires y la desti-
lería de petróleo de La Plata.
Frente a la amenaza de Rojas, Perón entregó su renuncia
a la cúpula del Ejército, repitiendo la maniobra que ya había
hecho un mes atrás con la CGT. El General sabía que era apoya-
do por los trabajadores y ahora necesitaba que sus compañeros
de armas anunciaran un respaldo político fundamental para
derrotar una asonada que aparecía con escaso poder de fuego.

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«El Ejército puede hacerse cargo de la situación, el orden
y el gobierno, para construir la pacificación de los argentinos
antes que sea demasiado tarde, empleando para ello la forma
más adecuada y ecuánime», sostenía la renuncia redactada por
el Presidente, a la espera de una ratificación en el cargo.
La Junta Militar traicionó a Perón y aceptó su renuncia. El
poder militar había elegido a Perón como su garante, y ahora
tenía previsto designar a otro general para evitar que la crisis
política causara una guerra civil. Perón jamás evaluó la posi-
bilidad de una traición de parte de sus camaradas y consideró
que un respaldo institucional del Ejército terminaría con la
amenaza de Rojas, que estaba aislado y jugaba su última ficha.
Se equivocó: la corporación militar optó por preservarse y sa-
crificó a un general que ya había cumplido un ciclo histórico
frenando la influencia del socialismo en la clase obrera y en los
campesinos de la Argentina.
El 23 de septiembre de 1955, el general Lonardi asumió
como presidente de facto de la Revolución Libertadora. Y el al-
mirante Rojas, por su protagonismo en la sublevación, ocupaba
la vicepresidencia del régimen. Lonardi quería un gobierno de
transición sin vencedores ni vencidos; Rojas sonaba con pasar
a la historia por haber aniquilado la influencia social y política
del peronismo. La convivencia entre el general y el almirante
no sería sencilla, porque encarnaban distintos proyectos y pen-
saban muy diferente sobre el futuro de la Argentina.
Mientras Lonardi ocupaba la Casa Rosada, el Presidente de-
puesto protegía su vida refugiado en la embajada del Paraguay
en Buenos Aires. Había sido escoltado por Juan Ramón Chávez,
representante del dictador Alfredo Stroessner en la Argentina,
y aún dudaba hacia dónde correr para evitar que un comando
civil lo matara por orden de la Revolución Libertadora. La em-
bajada paraguaya estaba rodeada por agentes del régimen que
aguardaban una oportunidad para pegar un golpe definitivo
al peronismo.

a
El General contaba las horas, preguntaba qué pasaba con
su salvoconducto diplomático y se ponía ansioso cuando el em-
bajador Chávez informaba que la canñonera Paraguay, puesta
a su disposición por Stroessner, no podía soltar amarras sin
autorización de Lonardi y Rojas.
Una tarde lluviosa, custodiado y en silencio, Perón abando-
- nó la embajada y llegó hasta la Dársena Norte para subir a la
cañonera Paraguay. Era más segura que la residencia diplomá-
tica y abría mayores posibilidades para una huida con menos
obstáculos y peligros.
El 3 de octubre de 1955, tras nueve días de encierro en su
camarote, Perón dejó la Argentina en un hidroavión Catalina,
que fue escoltado hasta cruzar la frontera por dos aparatos de
la Fuerza Aérea. «Tomé ubicación en el hidroavión que baila-
ba, impaciente, sobre el lomo de las olas. El agua penetraba
en la cabina y embestía con violencia el puesto de los pilotos.
Esperamos que el viento calmase algo. De repente sentí los
motores bramar con furia sobre mi cabeza. El piloto enfiló
hacia el mar abierto, pero el avión luchaba contra la corrien-
te sin poder despegar. Parecía que estuviese pegado al agua.
Seguimos flotando por dos kilómetros, después de los cuales
se levantó unos metros, pero volvió a caer súbitamente y con
violencia, sobre el río encrespado. El piloto no se desanimó,
volvió a intentar el despegue y a poco rozamos los mástiles de
una nave y finalmente pudimos emprender viaje», describió el
General su partida al exilio.
Serían 17 años que marcarían la historia nacional a sangre
y fuego.
Leo Nowak, el arriesgado piloto del hidroavión Catalina,
aterrizó sin problemas en un aeropuerto cercano de Asunción.
El vuelo fue lento y tranquilo, seguido por dos C-47 paraguayos
que aseguraban la vida del General. En una de esas naves, como
copiloto, estaba el dictador Alfredo Stroessner.
Una limusina llevó a Perón hasta la residencia del empresa-

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rio argentino Ricardo Gayol, sobre la avenida Mariscal López,
a pocas cuadras de la embajada de los Estados Unidos. «Jamás
estuvo de mal humor, comió todo lo que le servían y su pul-
critud era envidiable», recordó Gayol cuando se le preguntó
sobre el General y las dos semanas que lo tuvo como huésped.
En esos catorce días, el Presidente depuesto inició una
ofensiva en los medios internacionales que debilitó las posicio-
nes de Lonardi en la Revolución Libertadora. Frente a Rojas,
el dictador Lonardi se mostraba en una posición conciliadora
y las declaraciones periodísticas del General en Asunción favo-
recían las facciones gorilas del régimen que pretendían borrar
a Perón de la historia nacional y su memoria colectiva.
El General aseguró a la agencia norteamericana United
Press que no había renunciado a la presidencia, calificó al gol-
pe de Estado como «una reacción oligarco-clerical» y aseguró
que no pensaba viajar a Europa «porque no tengo dinero sufi-
ciente para hacer de turista en estos momentos». El Presidente
depuesto no reconocía su derrocamiento y revelaba que se que-
daba cerca de la Argentina por una simple razón política: regre-
sar al poder y cazar a los líderes de la Revolución Libertadora.
Las opiniones de Perón fueron asumidas en Buenos Aires
como una declaración de guerra y provocaron una crisis diplo-
mática con Paraguay que obligó al traslado forzoso del General
a Villa Rica, una zona de viñedos ubicada a 150 kilómetros de
Asunción. La dictadura de Lonardi presionaba a la dictadu-
ra de Stroessner para cancelar el asilo de Perón, que temía
su expulsión del Paraguay y su captura ilegal por los servicios
argentinos de inteligencia que seguían sus pasos día y noche.
La estadía de Perón en Villa Rica fue una fiesta popular.
La gente dejaba flores en la puerta de su casa, los trovadores
cantaban la marcha peronista y los vecinos aplaudían cuando
daba vueltas por la pequeña ciudad. El General estaba cómodo
y escribía sus memorias personales para denunciar a los respon-
sables del golpe de Estado.

23
Pero hacia fines de octubre de 1955, la hospitalidad de
Stroessner dejó paso a las penurias económicas. Paraguay ne-
cesitaba las exportaciones argentinas, y su dictador debía sacri-
ficar la amistad que tenía con el Presidente depuesto, si quería
acceder a un cargamento de granos y combustible que estaba
trabado por la Revolución Libertadora.
Muy débil y aislado, lejos de su consigna ni vencedores ni
vencidos, Lonardi firmó un decreto que degradaba a Perón y lo
acusaba de traición a las Fuerzas Armadas, estupro e incitación
a la violencia. Era una concesión que el dictador argentino
hacía a los sectores más gorilas del Ejército y la Armada para
permanecer en su cargo. Y en esa estrategia de supervivencia
política, exigió a Stroessner la expulsión del refugiado en Villa
Rica.
El primero de noviembre de 1955, tras una reunión a solas
con el dictador paraguayo, Perón abordó un avión DC-3 que lo
llevaría hacia Nicaragua, gobernada por un régimen autorita-
rio y corrupto. Su dictador era Anastasio Somoza, alias Tacho,
un militar terrateniente socio regional de los Estados Unidos.
Antes de llegar a Managua, el avión privado de Stroessner
hizo escala en Río de Janeiro, El Salvador, Bahía, Macapá, Pa-
ramaribo, Caracas y Ciudad de Panamá, adonde estaba previsto
que cargara combustible rumbo a Nicaragua. En el aeropuerto
de Tocumen estaba aguardando Carlos Pascali, embajador en
Panamá durante el gobierno peronista. Pascali lo alojó en un
hotel de lujo y a la mañana siguiente lo acompañó a una cita
con Ricardo Arias, por entonces presidente de Panamá. Arias
le ofreció refugio y prometió garantizar su seguridad personal.
Perón aceptó, anunció a Somoza que postergaba su visita, y
transformó una escala técnica en un refugio político que cam-
biaría su vida para siempre.
Mientras el Presidente depuesto se asentaba en Panamá, la
Revolución Libertadora crujía por sus internas de poder y la
escasa perspicacia política de Lonardi, incapaz de conciliar las

24
distintas corrientes ideológicas que integraban su gobierno de
facto. La facción lideradá por el almirante Rojas impulsaba la
proscripción del peronismo, auspiciaba el asesinato del Presi-
dente depuesto y promovía la desaparición final del cadáver de
Evita. Para Rojas y sus aliados en las Fuerzas Armadas, no había
política de conciliación y la Revolución Libertadora tenía que
terminar con el legado de Perón. Lonardi resistía los embates
de la Armada haciendo concesiones, una estrategia muy débil
frente a las ambiciones de poder de los oficiales más gorilas
del régimen.
El almirante Rojas ganó la partida cuando negoció el apoyo
de los partidos políticos que habían sufrido la prepotencia del
General. La Revolución Libertadora pretendía una pátina de
apoyo institucional civil, y para cumplir con este objetivo or-
denó la creación de la Junta Consultiva, un cuerpo colegiado
integrado por todos los partidos que habían conspirado contra
Perón.
El 11 de noviembre de 1955, la Junta quedó oficializada
bajo la conducción del almirante Rojas, pese a las resistencias
del general Lonardi que empezaba a languidecer como jefe
de la Revolución Libertadora. Lonardi pretendía que la Junta
fuera simplemente un consejo asesor, que funcionara sin es-
tridencias y que dependiera formalmente del Ministerio del
Interior. Rojas había logrado que la Junta fuera un Parlamento
de Facto, que sesionara en el Senado y que la Marina presidiera
las deliberaciones.
En medio de esta crisis militar, Lonardi firmó una declara-
ción insistiendo con su estrategia conciliadora y reduciendo la
importancia institucional de la Junta Consultiva, que ya no era
solo un capricho político de Rojas y sus aliados en la Revolu-
ción Libertadora. El comunicado de Lonardi gatilló un golpe
palaciego respaldado por la Armada, una facción del Ejército
y los partidos políticos que esperaban ocupar el espacio del
peronismo.

aio)
El 12 de noviembre de 1955, muy temprano en la quinta de
Olivos, el Presidente de facto recibió a un grupo de oficiales
que portaban un ultimátum: debía aceptar las nuevas reglas de
poder, o renunciar al cargo. Por unas horas, Lonardi resistió
los embates y aseguró que el peronismo regresaría si la Revolu-
ción Libertadora no conciliaba todos los intereses políticos. Ese
argumento no convenció a los ideólogos del golpe palaciego,
que buscaban revancha, influencia en la sociedad civil y poder
en los cuarteles.
Finalmente, Lonardi renunció.
Esa tarde del 12 noviembre de 1955, en una apagada ce-
remonia, el general Pedro Eugenio Aramburu se hizo cargo
de la Revolución Libertadora, mientras que el almirante Rojas
continuaba como vicepresidente de facto. Ambos querían ex-
terminar al peronismo. Rojas tenía poder real y Aramburu la
voluntad: un pacto militar que sería tóxico para el futuro de
la Argentina.
En la ciudad de Colón (República de Panamá), a miles de
kilómetros de Balcarce 50, Perón conoció que el general Lo-
nardi era historia. «Se trata de un pobre hombre sin prestigio
ni arraigo, ni en el pueblo ni en el Ejército. Fue el producto
de las circunstancias y usted ve que no supo sacar ni siquiera
provecho a esas circunstancias. Está definitivamente muerto»,
comentó el General sobre Lonardi, en una carta privada en-
viada a Buenos Aires.
Perón vivía en el hotel Washington, propiedad de los Estados
Unidos, pasaba los días caminando por la playa del mar Caribe y
escribiendo su versión sobre el golpe de Estado que terminó con
su presidencia. No tenía fondos propios y estaba angustiado por
la soledad. «A Perón me lo encontré en plena depresión. Sentía
un abandono total. No aparecía nadie por allí», recordó Ramón
Landajo, uno de sus asistentes más fieles en el exilio.
La descripción de Landajo coincide con un peculiar true-
que que formalizó Perón con la periodista colombiana Hindi

26
Diamond, que escribía en El Panamá América. Diamond propu-
so entregar una máquina de escribir a cambio de una foto del
General, que tenía que escribir sus memorias y cartas perso-
nales a mano. Cuando cerraron el trato, Diamond subió hasta
la habitación de Perón, abrió la puerta y disparó su cámara
Roller Flex. La imagen, publicada en la revista Life, desnudó la
precaria situación del Presidente depuesto: aparecía de espal-
das, en calzoncillos, con una media calada en la cabeza para
enderezar su peinado.
Cuando no escribía sus memorias o esquivaba los intentos
de asesinato tramados por el almirante Rojas, Perón paseaba
por las playas de Colón y hacía tiempo en el lobby del hotel
Washington, plagado de estafadores, espías y marineros. Una
tarde, conoció allí a Eleanor Freeman, alias La Gringuita, que
era licenciada en administración, tenía 27 años y serios proble-
mas para conjugar el español. Freeman servía en un bodegón
caribeño y decidió cambiar el olor de la banana frita por las
historias argentinas que le contaba Perón, mientras escribía La
fuerza es el derecho de las bestias, un texto que justifica su gobierno
y describe su propia mirada del golpe de Estado de 1955.
El General y la Gringuita cenaban gratis en una cantina
italiana que pertenecía a un argentino, miraban los barcos des-
de la terraza del hotel Washington y sonreían a los fotógrafos
que perseguían a la pareja más famosa de la ciudad de Colón.
Mientras tanto, en Buenos Aires y Washington, comenzaba una
operación diplomática para abortar la primavera en el exilio
que Perón disfrutaba con su novia Freeman.
El padre de la amante norteamericana fue convencido por
el Departamento de Estado para que presentara una denun-
cia por secuestro contra el ex Presidente argentino. Con esa
denuncia, el gobierno panameño forzó la expulsión de Perón
del hotel Washington, que ya se había transformado en un obs-
táculo para las fluidas relaciones bilaterales entre la Argentina
y los Estados Unidos. Como el hotel estaba bajo jurisdicción

27
del Canal de Panamá, y el canal era administrado por la Casa
Blanca, Aramburu y Rojas creían que Perón estaba protegido
por Washington.
No era cierto. Solo se trataba de un mito político construido
por el General para exhibir en Buenos Aires un poder que no
tenía en Panamá. Perón estaba a la deriva, apenas podía pagar
su alojamiento y la comida diaria, y vivía bajo vigilancia de la
Agencia Central de Inteligencia (CIA).
Con la amante de Perón, el Departamento de Estado jugó
su peso y ganó la partida. Freeman volvió a la casa de sus padres
en Chicago, el General se mudó a la Ciudad de Panamá y Aram-
buru fortaleció su poder interno cuando informó en Buenos
Aires que había interferido en el exilio de su peor enemigo.
Perón se instaló en un pobre departamento de la Ciudad de
Panamá, próximo a la embajada de los Estados Unidos. Estaba
en el edificio Lincoln, tenía tres ambientes, los muebles eran
prestados y no había ascensor. Se acercaba la Navidad de 1955,
y la vida de Perón cambiaría para siempre.
Happy Land era un cabaré en la Avenida Central que fre-
cuentaban contrabandistas, políticos y militares panameños
para deleitarse con una troupe de chicas que regenteaba Joe
Harold, un oscuro personaje vinculado al hampa. Las chicas
de Harold, náufragos en la Ciudad de Panamá, tenían poco
para perder y estaban a la caza de algun cliente que salvara sus
vidas para siempre. En la troupe había una argentina, pero la
guardia caribeña del General no la quería: juraba que era espía
del dictador Aramburu, a cambio de unos pesos que llegaban
tarde y mal.
Pese a sus propios temores, los antecedentes de Harold y
las recomendaciones del entorno, el Presidente depuesto or-
ganizó un asado en el balneario María Chiquita, adonde con-
currieron las bailarinas que trabajaban el antro Happy Land.
Era Navidad de 1955, y la fiesta fue inolvidable.
Allí Perón conoció a Isabelita. Oficialmente se llamaba Ma-

28
ría Estela Martínez Cartas, tenía 24 años y estaba famélica. El
General escuchó sus anécdotas, sonrió cuando hizo falta y antes
de los postres regresó solo al edificio Lincoln.
Isabelita ganaba cinco dólares por día en el Happy Land,
y su dueño Lucho Donadío pretendía que fuera amante del
jefe de la Guardia Nacional de Panamá, un coronel llamado
Vallarino que apenas sabía leer y escribir. Era un negocio para
todos: la bailarina juntaba más plata, Donadío protegía el boli-
che de la policía y Vallarino se acostaba con una joven bailarina
internacional.
Pero Isabelita rechazó la propuesta y pidió socorro al Ge-
neral. Días más tarde, aunque el departamento era mínimo,
María Estela Martínez se mudó al edificio Lincoln con Perón y
su entorno caribeño. La ex bailarina barría los pisos y cocina-
ba, mientras el Presidente depuesto escribía al comando de la
resistencia que intentaba voltear a la dictadura militar.
No era una misión fácil. Con Aramburu y la soberbia de
Rojas, el régimen había ahondado su perspectiva elitista y acei-
tado su aparato represivo. A principios de marzo de 1956, la
Revolución Libertadora dictó el decreto 4.161 que prohibía
la utilización «de las imágenes, símbolos, signos, expresiones
significativas, doctrinas y Obras artísticas (...) pertenecientes
o empleados por los individuos representativos u organismos
del peronismo. Se considerará especialmente violatoria de esta
disposición, la utilización de la fotografía retrato o escultura
de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la
bandera peronista, el nombre propio del Presidente depuesto
el de sus parientes las expresiones “peronismo”, “peronista”,
” 6

“justicialismo”, “justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura


“Pp”, las fechas exaltadas por el régimen depuesto las com-
posiciones musicales “Marcha de los Muchachos Peronistas” y
“Evita Capitana” o fragmentos de las mismas y los discursos del
Presidente depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos».
La promulgación del decreto 4.161, un grosero ataque a

29
las libertades básicas de la Constitución Nacional, fue apoyado
por la Corte Suprema del régimen, que aprobó una acordada
que avalaba los golpes de Estado y justificaba las restricciones
a los derechos individuales. Para silenciar a sus adversarios,
Aramburu agravó las recetas que usaba Perón cuando ocupaba
Balcarce 50.
La represión estatal sobre el peronismo provocó una fuerte
reacción política que se canalizó a través de paros de la CGT,
sabotajes, pintadas en las paredes, la prensa clandestina y la
intención de promover un levantamiento militar contra la Re-
volución Libertadora. Se trataba de un proyecto complejo, sin
respaldo del General, y montado en un aparato clandestino
que era muy débil para derrotar a las Fuerzas Armadas.
El 9 de junio de 1956, cerca de la medianoche, los gene-
rales retirados Juan José Valle y Raúl Tanco encabezaron un
alzamiento para voltear a la Revolución Libertadora y colocar
nuevamente al peronismo en la Casa Rosada. El plan consistía
en ocupar las principales unidades del Ejército, copar los me-
dios de comunicación y distribuir armamento a los militantes
que participaran de la sublevación.
El general Aramburu conocía los planes de Valle y Tan-
co, y decidió que avanzaran para después ejecutar un castigo
feroz que permitiera consolidar su poder interno. Aramburu
diseñó la estrategia con sangre fría y esperó las noticias para
gatillar una respuesta que causaría profundos efectos políticos
y sociales.
Antes de partir a Santa Fe, en una visita rutinaria a las uni-
dades militares, Aramburu redactó y guardó en una caja fuerte
tres decretos sucesivos que establecían la ley Marcial, la pena
de muerte y la metodología que debía usarse para publicar
la identidad de los futuros fusilados. El jefe de la Revolución
Libertadora esperaba el nombre de los muertos para llenar los
espacios en blanco. Ya había decidido matar a sus enemigos
políticos.

30
La sublevación fue un fracaso. No hubo factor sorpresa, ni
movilización popular cuando se conoció que Valle y Tanco se
levantaban contra la dictadura. Al contrario, la situación estuvo
tan controlada que el almirante Rojas primero concurrió a una
función de gala del Teatro Colón y luego fue al Ministerio de
Marina para ejecutar la represión de los sublevados.
Los levantamientos sucedieron entre las 22 y las 24 horas
del 9 de junio de 1956. La dictadura impuso la ley Marcial a las
0.32 del 10 de junio, con un decreto firmado por Aramburu,
Rojas y su gabinete cívico-militar. Es decir: la ley Marcial era
posterior a los hechos que pretendía castigar.
En esa época, como ahora, el Derecho Penal establecía que
era ilegal aplicar con retroactividad una norma que agravara la
situación jurídica de un reo. Si al momento de la sublevación
no había pena de muerte, no se podía imponer tras los hechos
sujetos a imputación, aunque el decreto estuviera firmado por
la suma del poder público. Aramburu y Rojas sabían que esta-
ban quebrando las normas básicas del Derecho Penal, pero no
les importó: horas más tarde firmaron otro decreto (10.363),
que ordenaba fusilar a los sublevados que, desde su perspectiva
de poder, habían violado la ley Marcial.
En las primeras horas del 10 de junio de 1956, el régimen
asesinó a nueve civiles y dos oficiales del Ejército que habían in-
tentado copar una comisaría en Lanús. Minutos más tarde, en
los basurales de José León Suárez, se fusiló a cinco civiles que
apoyaron el levantamiento, mientras que otros siete lograron
escapar del pelotón de la policía bonaerense.
En Campo de Mayo, el general Juan Carlos Lorio debía
ejecutar la pena de muerte sobre once militares que habían
participado de la conspiración. Se negó hasta que Aramburu
avalara por escrito su decisión ilegal. Dos horas después, para
ratificar su autoridad y poder, Aramburu, Rojas y el gabinete
firmaban el decreto 10.364, que condenó al paredón a once
militares sublevados.

31
Mientras Tanco se refugiaba en la embajada de Haití, Valle
se rendía luego de que Aramburu y Rojas le prometieran que
no habría nuevos asesinatos. Valle fue remitido al Regimiento 1
de Palermo y luego enviado a la Penitenciaría Nacional, adon-
de finalmente fue fusilado sin orden escrita ni decreto oficial.
Ocurrió el 12 de junio de 1956, a las 22.20.
«La unión de las Fuerzas Armadas ha quedado terminante-
mente demostrada como para que nadie dude de ello y como
para que todos respeten en ellas a la libertad y a la democracia»,
aseguró Aramburu tras la concluir la sublevación que dejó 27
muertos entre civiles y militares. «Podemos asegurar después de
los últimos acontecimientos vividos, que la Revolución Liberta-
dora conserva todo su vigor y toda su salud», completó Rojas en
declaraciones al diario La Nación.
En Panamá, rodeado por Isabelita y su entorno caribeño,
Perón negó las consecuencias políticas y sociales de los fusila-
mientos ordenados por Aramburu y Rojas. Los 27 crímenes de
la dictadura habían calado en el sentimiento de la militancia
peronista y habían fortalecido la intención de promover una
resistencia firme y profunda contra el régimen militar.
El General negó la importancia de los 27 asesinatos por
mezquindad política. Sabía que esa sangre fue derramada para
forzar su regreso y terminar con la dictadura de Aramburu y
Rojas, pero eligió mirar su propio ombligo antes que reconocer
que la sublevacion había sido un sacrificio heroico ejecutado
en su honor. En cambio, evaluó que Valle había sido una ame-
naza a su liderazgo y consideró que nuevos levantamientos en
la Argentina podían transformar su poder en un acotado em-
blema testimonial.
Desde esa posicion estratégica, arbitraria y personalista, el
General condenó la sublevación de Valle y trató de ubicarse
como el único referente con capacidad para derrocar a la Re-
volución Libertadora.
«No haremos camino detrás de los militares que nos pro-

32
meten revoluciones cada fin de semana. Ellos ven el Estado
popular y quieren aprovecharlo para sus fines o para servir a sus
inclinaciones de “salvadores de la Patria” que un militar lleva
consigo. Pero aquí se trata del destino de un pueblo y no de las
inquietudes o ambiciones de ningún hombre», escribió a John
William Cooke, su delegado en la Argentina y coordinador de
la resistencia peronista.
A mediados de junio de 1956, el Presidente depuesto escri-
bía cartas a Buenos Aires, sonaba con volver al poder y trataba
de descifrar si Isabelita era una ex bailarina a su cargo o una
espía de Aramburu y Rojas. Su amante desaparecía horas, y
cuando volvía alegaba tonterías para justificar la ausencia.
El entorno caribeño controlaba sus pasos, pero poco pudo
aportar para fortalecer las sospechas del General, que había
sufrido una fuerte neumonía, no tenía mucha plata y estaba
empezando a hartarse de su vida en Panamá, cuando le or-
denaron que se tomara unas vacaciones en el exterior por
presión de la Revolución Libertadora y el Departamento de
Estado.
El presidente de Panamá, Ricardo Arias Espinosa, había
organizado una cumbre de la Organización de Estados Ameri-
canos (OEA), que tuvo como protagonista al presidente de los
Estados Unidos, general Dwight Eisenhower. Aramburu viajó
a Panamá y Washington exigió al presidente Arias que Perón
no estuviera allí durante las deliberaciones. Aramburu era una
pieza de la Casa Blanca y la expulsión temporaria de Perón fue
un gesto que el dictador argentino agradeció. Irritado, muy
molesto, Perón se tomó un avión a Nicaragua, estuvo nueve
días sin agenda fija, y después regresó a su oscuro departamen-
to del edificio Lincoln.
La reunión de mandatarios extranjeros en Panamá, un pa-
tético cónclave de generales golpistas y apenas tres presidentes
democráticos, sucedió doce días después de los fusilamientos
en la Argentina. Eisenhower respaldó al dictador Aramburu y

33
no hubo ninguna mención a los asesinatos cometidos tras la
sublevación de los generales Valle y Tanco.
Rodolfo «Martincho» Martínez era un argentino que relata-
ba carreras de caballo y vendía en Centroamérica los escritos de
Perón en el exilio. Martínez engañaba al General con la plata
que recibía por sus columnas de opinión y hasta llegó a vender
sin autorización una foto de Isabelita cocinando fideos. Pero
el General no tenía un entorno importante, y sumaba lo que
podía, incluso a un buscavidas como «Martincho» Martínez.
Tras sus vacaciones forzadas en Nicaragua, Perón recibió a
Martínez en Panamá y aceptó su propuesta de mudarse a Cara-
cas, ya que la capital de Venezuela se había transformado en el
refugio de una colonia de argentinos que habían escapado de
la Revolución Libertadora. Martincho prometió casa, comida
y contactos con el régimen militar que manejaba Venezuela.
El exilio de Perón no solo era una preocupación para la
dictadura argentina y un foco de atención para los medios grá-
ficos, sino también un importante objetivo geopolítico para la
Casa Blanca. El General era un blanco móvil para la diplomacia
norteamericana, y sus pasos eran seguidos día y noche por los
espías de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Para la ad-
ministración norteamericana, el General aún tenía suficiente
poder como para terminar con Aramburu y no quería perder
un aliado regional. Se trataba, simplemente, de proteger una
pieza que era fiel y útil.
«El gobierno de Venezuela autorizó la entrada del ex dicta-
dor de la Argentina Juan D. Perón. El cónsul de Venezuela no
sabe cuándo se va a trasladar, pero cree que será en pocos días.
También les dio permiso a Isaac Gilaberte, 48 años, chofer de
Perón, que dejó la Guaira en la tarde de ayer, a Ramón Landajo,
28 años, publicista de Perón y a María Estela Martínez (alias Isa-
bel González), 25 años, novia de Perón», reportó a Washington
el cónsul norteamericano en Colón (Panamá), Robert Wiese
Junior, el siete de agosto de 1956.

94
Cuando Perón aterrizó en Caracas, el dictador Marcos
Pérez Jiménez imponía su mano dura a los venezolanos y se
sometía con docilidad a las sugerencias que llegaban desde
Washington. Pérez Jiménez era un represor feroz, avalaba todos
los negocios de las empresas norteamericanas y percibía coimas
por millones de dólares. En Venezuela había mucha hambre y
muchísima corrupción.
Al principio de su estadía en Caracas, el General vivió en un
departamento de tres ambientes y un balcón, que su asistente
locutor Martínez puso a disposición. Perón repetía su rutina de
Panamá, madrugar, caminar y escribir, mientras que su entorno
crecía con los ex sublevados de Valle que habían elegido Vene-
zuela para escapar de la Revolución Libertadora. El ex Presi-
dente fue feliz cuando recuperó sus caniches Canela y Picha, y
apareció frío y distante cuando se cruzó con el general Tanco,
sobreviviente de los fusilamientos de Aramburu y Rojas. Perón
no quería sombras, y Tanco era un recuerdo permanente de la
sublevación que no había apoyado.
Sin embargo, las preocupaciones del General no solo esta-
ban vinculadas a los uniformes y los cuarteles, sino también al
pasado controvertido de Isabelita. Martincho Martínez asegu-
raba que la bailarina argentina había alternado en el cabaré
Paxapoga, ubicado a pocas cuadras del departamento que com-
partían junto a Perón, y una tarde probó su acusación llevando
al General hasta la entrada del boliche: ahí estaba, anunciando
el modesto show, una fotografía de Isabelita recostada en el
piso y mirando la cámara. Esa foto, que exhibía sin reparos a
la amante del ex Presidente, también fue usada por la revista
Venezuela Gráfica, un semanario de tono popular. «Estrella de
ballet es la misteriosa rubia que llegó con el General Perón a
Caracas», decía su título principal.
Mientras Martincho Martínez aprovechaba sus contactos
en los prostíbulos y cabarés para financiar la estadía del Gene-
ral y demostrar que su novia Isabel tenía un pasado festivo, se

39
fortalecían en Caracas las acusaciones contra la bailarina por
su presunta vinculación con los servicios de inteligencia de
la Revolución Libertadora. Landajo y Gilaberte, asistentes de
Perón en el exilio, juraban que Isabelita era una espía, un caba-
llo de Troya regalado por Aramburu y Rojas. Los asistentes de
Perón no estaban equivocados, y años más tarde confirmaron
sus acusaciones cuando se enteraron del recuerdo de Graciela
Toranzo, hija del coronel Carlos Severo Toranzo Montero, por
entonces embajador argentino en Nicaragua.
Toranzo Montero estaba en Panamá, adonde viajó para
encontrarse con el dictador Aramburu, cuando recibió una
extraña llamada al cuarto del hotel ofreciendo información
secreta sobre el Presidente depuesto.
«Estando mi padre en Panamá llama por teléfono al hotel
Panamá Palace y pregunta por el embajador Toranzo Monte-
ro una voz femenina, dice que se llama Isabel Martínez, que
es argentina y que vive en Panamá, que es artista, y que tiene
información secreta para darle sobre el general Perón. Quiere
verlo. Toranzo le contesta que siente mucho no poder recibirla
y que lo que supiera debía decírselo al embajador argentino
en Panamá, que era Samuel Halperín, si creía que eso era útil
porque no era asunto de su incumbencia. Ella cortó», recordó
Graciela Toranzo.
Isabelita resistía los embates de Martínez, Landajo y Gila-
berte hasta que una tarde el General decidió terminar con
la relación afectiva. Había poco espacio en el departamento,
estaba harto de escuchar los murmullos de su entorno y la baila-
rina no ayudaba con su comportamiento misterioso y errático.
Cuando Isabelita escuchó a Perón se puso a llorar y amenazó
con provocar un escándalo en Buenos Aires, donde la situación
política encontraba a la dictadura negociando una transición
democrática. El General no se conmovió con la amenaza, y la
bailarina apeló a su última estrategia: dijo que estaba embara-
zada y pidió clemencia.

36
Branko Benzon, médico personal del ex Presidente y cri-
minal nazi de origen croata, revisó a Isabelita para confirmar
la llegada del heredero. Era mentira. La bailarina inventaba
para permanecer en el entorno. Y al final de una semana tor-
mentosa, plagada de gritos, portazos y llantos, Perón indultó a
Isabelita y enterró su pasado con una sentencia piadosa: «Soy
viudo. Tengo derecho a vivir. Y a mi edad no puedo andar bus-
cando por la calle», dijo para proteger a la bailarina que haría
historia en la Argentina.
Al vodevil de Isabelita se sumó la puja interna que prota-
gonizaron Martincho Martínez y el mayor Pablo Vicente, un
oficial sublevado junto a Valle que aterrizó en Caracas sin un
centavo para comer y dormir. Vicente convenció a Perón y se
fue a vivir al departamento de dos ambientes que el General ha-
bía alquilado sobre la avenida Andrés Bello. Ese departamento
minúsculo era usado por Perón, Isabelita y los archienemigos
Martínez y Vicente, que se disputaban la lealtad del Presidente
depuesto. Martínez era el jefe del Comando de Exiliados en Ca-
racas, y Vicente crecía en sus funciones como asistente personal
de Perón. El choque era inevitable, y la novia del General tenía
el poder para decidir la suerte del patético combate.
Isabelita no quería a Martínez, porque Martínez conocía
su pasado. Y Vicente era más inteligente que Martínez, tenía
el apoyo de Isabelita y era militar como Perón. En medio de la
refriega interna, Martincho Martínez fue cuestionado por su
capacidad política y por los costos que causaba a la imagen del
General debido a sus escándalos nocturnos y sus detenciones
policiales. Perón volvió a intervenir en una nueva crisis de su
entorno, y separó a Martínez, que anunció su viaje a Cuba. «Yo
no lo echo de esta casa, pero si se quiere ir, vaya», le dijo Perón
a su ex asistente.
Martincho se fue y anunció al entorno que tenía escrito un
libro con las intimidades del General en Panamá y Venezuela.
El entorno se conmovió ante la amenaza y decidió asesinar-

37
lo camino al aeropuerto de Caracas. Pero antes de ultimarlo,
cuando ya se iban al aeropuerto para cazarlo, consultaron al
ex Presidente que le perdonó la vida por los favores prestados.
Martínez, a salvo en Cuba, escribió Perón en camiseta, un libro
repleto de anécdotas que muy pocos compraron y terminaron
de leer.
Con el correr de los meses en Caracas, el ex Presidente
asumió que se había transformado en un número vivo de Ve-
nezuela y que su influencia en Argentina menguaba por la
acción de los partidos políticos autorizados por Aramburu y
la táctica de una nueva generación de sindicalistas que relati-
vizaban su estrategia de confrontación total con la Revolución
Libertadora.
Los partidos aprovechaban los espacios de poder conce-
didos por Aramburu, mientras que los nuevos representantes
gremiales trataban de acordar ciertas reglas de juego con la
dictadura para evitar una cruenta represión a los delegados
fabriles y la creación de centrales obreras alternativas que dis-
putaran el poder sectorial a los gremios justicialistas.
Ricardo Balbín como líder de la Unión Cívica Radical del
Pueblo (UCRP), una facción del radicalismo atada a la suerte
de la Revolución Libertadora, Arturo Frondizi como jefe de
la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), una escisión
del radicalismo que trataba de captar los votos reticentes a la
dictadura militar, el neoperonismo del ex canciller Juan Atilio
Bramuglia y los dirigentes gremiales peronistas Augusto Timo-
teo Vandor, Sebastián Borro y Miguel Gazzera, se habían trans-
formado en contendientes del General.
La situación política estaba cambiando, y esos cambios se
reflejaron en los primeros comicios autorizados por la dicta-
dura para elegir a los convencionales que terminarían con la
constitución peronista de 1949. La elección constituyente de
1957 demostró que la Resistencia Peronista fue un formidable
juego de valor militante, pero que sirvió de muy poco para

38
retener los votos propios y forzar una transición que acabara
con el régimen militar y el destierro del General.
Durante los comicios presidenciales de 1951, el Partido
Peronista había logrado el 62 por ciento de los sufragios, una
cifra impactante si se la compara con el 24,3 por ciento que
logró el voto en blanco, ordenado por Perón para sabotear las
elecciones a constituyentes de 1957.
La estrategia del General había fracasado. Aramburu y Rojas
estaban creando las condiciones para quebrar al justicialismo
y presentar nuevas alternativas políticas a un sistema de poder
que había gobernado entre 1945 y 1955. John William Cooke,
representante de Perón en la Argentina, propuso un camino
alternativo para evitar una nueva catástrofe en las próximas
elecciones presidenciales de febrero de 1958. «El peronismo
debe buscar una solución política, fuera con Frondizi, con Bra-
muglia, con un partido nuevo, o mediante combinaciones sin
otro límite que la fantasía», escribió Cooke al General, propo-
niendo una salida diferente a una crisis política que avanzaba
irremediable.
Perón recibió la propuesta de Cooke y empezó diseñar una
nueva estrategia partidaria. Mientras tanto, sin respaldo econó-
mico, el ex Presidente atendía en unas oficinas del empresario
Jorge Antonio, vendía caballos pura sangre a ex dictadores cari-
beños, enviaba delegados a Europa para pedir plata y compar-
tía su tiempo con dos controvertidos argentinos que se habían
sumado a su entorno en Caracas: Roberto Galán y Guillermo
Patricio Kelly.
Galán y su esposa María Olga rodearon a Isabelita y la utili-
zaron para profundizar sus relaciones con el General. La baila-
rina aceptaba los consejos del matrimonio y empezó a partici-
par de las tertulias políticas que Perón organizaba en su exiguo
departamento de la avenida Bello, donde recibía a dirigentes y
militantes que llegaban de la Argentina. Roberto Galán vendía
fiambres y publicidad para la policía municipal, necesitaba con-

39
tactos para mejorar sus negocios y una foto con Perón ayudaba
a parar la olla y pagar el alquiler de su departamento.
Kelly, en cambio, era un personaje más oscuro. Violento,
ultranacionalista, trabajaba para el aparato represivo del ré-
gimen de Pérez Jiménez, estaba a sueldo de la CIA y había
protagonizado una fuga de película con Jorge Antonio, Héctor
Cámpora y John William Cooke, cuando escaparon del penal
de alta seguridad de Río Gallegos, cruzaron la Patagonia y se
refugiaron en Chile.
Perón conocía los antecedentes de Kelly y su capacidad para
provocar escándalos policiales, incidentes diplomáticos y gres-
cas personales. Sin embargo, lo defendía y elogiaba: «El trabajo
de Kelly, excelente: él sabe bien cómo se hacen los líos y cómo
se saca provecho de ellos. Hay que dejarlo hacer, es un elemento
de inapreciable valor para estos casos y estoy seguro de que será
de ayuda extraordinaria en los momentos que, según mi opi-
nión, se aproximan», le escribió a su delegado Cooke, que con-
sideraba a Kelly un hermano, pese a sus diferencias ideológicas.
Rogelio Frigerio era el principal consejero del candidato
presidencial Arturo Frondizi. Ostentaba una sólida formación
marxista, dirigía una revista que influía en la opinión pública y
no tenía límites para lograr que Frondizi accediera a la Casa Ro-
sada. El régimen jugaba a favor de Ricardo Balbín, y no había
otra opción que negociar con Perón para frenar al candidato
de la dictadura y ganar los comicios de 1958.
Ramón Prieto era un marxista español que había integrado
la columna de Luis Carlos Prestes y luchado por la República
en la Guerra Civil. Prieto coincidía con Cooke y Frigerio acer-
ca de la estrategia que debía usar Perón para evitar el triunfo
de Balbín y derrotar a Aramburu en su propio territorio. Solo
una alianza electoral entre el General y Frondizi lograría un
resultado en las urnas que terminara con el pacto firmado por
la UCRP y la Revolución Libertadora.
El General coincidía con la teoría de Cooke y Prieto, pero

40
dudaba en asumir una decisión que provocaría conmoción en
las Fuerzas Armadas, las partidos de la oposición y el justicialis-
mo, que aún esperaba la orden del líder exiliado para actuar en
las elecciones presidenciales del 23 de febrero de 1958.
«Asunto Elección Febrero: Yo mantengo la misma opinión
de siempre. Intervenir en ella indirectamente apoyando a cual-
quiera que sea, es dar un escape político que la dictadura no
tiene y dar apariencias de legalidad a una elección que todos
sabemos que es fraudulenta. La experiencia de estos años nos
demuestra que la intransigencia absoluta es la única posesión
compatible con nuestra causa», escribió Perón a Cooke, que se
encontraba refugiado en Chile.
Fue la última carta que el ex Presidente envió a su delegado
insistiendo con una estrategia de abstención frente a los comi-
cios presidenciales que se convocaban a la medida de Balbín
y la dictadura militar. Desde ese momento, y al margen de su
vehemencia epistolar, Perón maniobró en público y en privado
para alcanzar un acuerdo político con Frondizi que lo pusiera
más cerca del regreso y del poder.
El General no respetaba a Frondizi, pero siempre privilegió
el pragmatismo más que los sentimientos personales. Si en los
comicios de 1958 había tres ofertas electorales, la dictadura y
Balbín se beneficiarían con la atomización de los votos radi-
cales (UCRP y UCRI) y la abstención justicialista, y él no podía
permitir ese triunfo que implicaba, al menos, seis años de de-
mocracia y otros seis años más de exilio forzoso: Balbín había
sufrido persecuciones durante el gobierno justicialista, y no
haría nada para facilitar su vuelta.
Sin otras herramientas políticas para enfrentar la entente
Balbín-Aramburu, Perón decidió abrazarse a su única posibili-
dad de vencer al régimen y regresar a Buenos Aires.
Frondizi también era pragmático y tenía la misma lectura
política que Perón. El candidato a presidente de la UCRI había
sufrido persecución y cárcel por orden del General, pero ahora

41
exhibían los mismos deseos y necesidades, dos circunstancias
básicas que los convertían en aliados y socios políticos. Frondi-
zi, entonces, envió a Frigerio'a Caracas para que se entrevistara
con Perón, que ya había aceptado las sugerencias de Cooke y
Prieto, actores esenciales para encaminar un pacto que barre-
ría las pretensiones de Balbín y la Revolución Libertadora.
El 3 de enero de 1958, a cincuenta días de los comicios pre-
sidenciales, Perón y Cooke recibieron a Frigerio y redactaron
un borrador de acuerdo que Frondizi debía ratificar en Buenos
Aires. El borrador tenía una lógica implacable: si Frondizi que-
ría los votos justicialistas, debía anular todas las decisiones asu-
midas por la Revolución Libertadora contra Perón, Evita, sus
funcionarios y las medidas sociales que se habían promulgado
entre 1945 y 1955. Asimismo, tenía que convocar a elecciones
presidenciales para mediados de 1960. Perón ya se imaginaba
en el Balcón, saludando a sus militantes que desbordaban la
Plaza de Mayo.
Frigerio entregó el borrador a Frondizi, lo leyeron juntos y
decidieron aceptarlo. Era la única manera de llegar a Balcarce
50, y una vez dentro del despacho presidencial, ambos traicio-
narían al General.
Frigerio, en secreto, se embarcó hacia Caracas para cerrar
una Operación política que ya era comentada en la Casa Ro-
sada. El embajador argentino en Panamá, Samuel Halperín,
había viajado a Buenos Aires para informar que Perón esta-
ba negociando un pacto con Frondizi. Aramburu y Rojas no
atribuyeron veracidad a esa información y pensaron que se
trataba de una conspiración urdida por Balbín y su comando
de campaña electoral para perjudicar a Frondizi. El pacto era
demasiado sofisticado para dos golpistas criados en las Fuerzas
Armadas.
El 18 de enero de 1958, a 34 días de las elecciones presi-
denciales, Frigerio debía reunirse con el General para ajustar
la redacción del texto final y ratificar que Perón y Frondizi se

42
habían transformado en socios para derrotar al radicalismo
más conservador y al régimen de Aramburu y Rojas.
Pero ese día, 18 de enero de 1958, estalló una revolución
en Venezuela que terminó con la dictadura de Pérez Jiménez.
Frigerio apenas pudo regresar a Buenos Aires y no alcanzó a
ratificar el pacto político, en tanto que Perón se refugió en la
embajada de la República Dominicana, la única sede diplomá-
tica en Caracas que aceptó protegerlo.
Los responsables del golpe contra Pérez Jiménez conocían
sus contactos con Perón y consideraban a Kelly un miembro
del aparato represivo del dictador caribeño derrocado. En las
calles de Caracas se sucedían saqueos, asesinatos y tiroteos,
mientras cientos de venezolanos rodeaban la mansión de la
República Dominicana para capturar a Perón y su entorno con
la intención de asesinarlos. Si decidían avanzar, la suerte estaba
echada: en la embajada no había armas ni custodios para pro-
teger al General y su comitiva.
En la confusión, disfrazado con unos anteojos oscuros y un
sombrero, Kelly huyó de la embajada y corrió hasta la estación
local de la CIA, adonde exigió ayuda para su jefe y su entorno.
La diplomacia de los Estados Unidos ordenó al nuevo dictador,
contraalmirante Wolfgang Larrazábal, que dejará escapar a Pe-
rón rumbo a República Dominicana. Solo, con un portafolio
que escondía una metralleta, el General escapó en un avión
militar escoltado por dos naves norteamericanas.
Washington apostaba a un cambio de imagen en Venezue-
la, y no podía instalar a una nueva dictadura creíble, si en el
primer día de poder una turba asesinaba a un ex Presidente
exiliado. Por eso la Casa Blanca, aunque tenía cuentas pen-
dientes con Perón por su pasado vinculado al nazismo, otorgó
un salvoconducto y protegió su salida de territorio venezolano.
El 3 de febrero de 1958, a veinte días de las elecciones, Fri-
gerio se encontró con Perón en República Dominicana para
ratificar un pacto que beneficiaba a ambas partes y transforma-

43
ría en adorno político a Aramburu, Rojas y Balbín. El General
cobró 85.000 dólares por este acuerdo, que después usó en una
inversión inmobiliaria en España. «La mejor forma de enfren-
tar al grupo de ocupación es votar por Frondizi, candidato que
ha declarado solemne y públicamente su propósito de rectificar
la política económica antinacional, restablecer las conquistas
del justicialismo y permitir la expresión política y sindical de
la masa popular», ordenó el Comando Táctico Peronista, por
indicación del delegado Cooke, en un comunicado fechado el
13 de febrero de 1958.
El acuerdo secreto tenía las firmas de Perón, Cooke, Fron-
dizi y Frigerio. Sin embargo, el candidato radical intransigen-
te nunca reconoció el pacto firmado por su delegado en la
República Dominicana. Y esa reticencia escondía una simple
razon electoral: para triunfar ante Balbín, Frondizi necesitaba
la adhesion del General y los votos gorilas que pertenecían a la
burguesía ilustrada. Esos votos eran la diferencia entre la vic-
toria y la derrota, y Frondizi no iba a poner en juego su acceso
al poder por un reconocimiento que podía darse en el futuro,
cuando las circunstancias políticas así lo indicaran.
Perón estuvo de acuerdo con la decisión de Frondizi, que
mentía en público para evitar que su enemigo político Balbín
se quedara con la Casa Rosada y la tutela de las Fuerzas Ar-
madas. «Ratifico lo que el pueblo sabe, pero ahora como un
solemne juramento: no me ata ningún compromiso con nadie,
que no sea el que he contraído públicamente con el pueblo
al prometer que bajo el gobierno radical intransigente en la
Argentina, no habrá persecuciones ni inhabilitaciones políticas
o gremiales. Se instaurará la más perfecta igualdad jurídica
y todos los ciudadanos recuperaran sus derechos políticos»,
afirmó Frondizi en declaraciones a radio Belgrano, cuatro días
antes de los comicios.
En las elecciones presidenciales del 23 de febrero de 1958,
Frondizi obtuvo el 44,9 por ciento del electorado, 133 de las

44
187 bancas de la Cámara de Diputados, el control total del
Senado y el manejo de todas las gobernaciones.
Desde República Dominicana, Perón sonreía sin parar.
A miles de kilómetros de allí, Rojas no quería ceder el poder
a Frondizi, pero Aramburu evaluó su futuro político y rechazó
la presión del jefe de la Armada. Entonces, apoyado en el Ejér-
cito, respetó la voluntad popular y el primero de mayo de 1958
entregó la banda y el bastón presidencial a Frondizi, que se
comprometió a «una amplia y generosa amnistía» para sepultar
todos los crímenes cometidos por la Revolución Libertadora.
A principios de 1959, Perón ya estaba alojado junto a todo
su entorno en el Jaragua, un hotel cinco estrellas pagado por el
dictador Rafael Leónidas Trujillo. El ex Presidente argentino se
aburría en República Dominicana y no le gustaba compartir su
país de exilio con los ex dictadores Pérez Jiménez de Venezuela
y Fulgencio Batista de Cuba, que había sido derrocado por la
revolución de Fidel Castro. República Dominicana parecía un
club de dinosaurios políticos, aunque Trujillo se esmeraba para
que su anfitrión argentino se sintiera como en casa.
Perón practicaba esgrima con Isabelita, participaba de los
desfiles y fiestas populares y mantenía largas conversaciones
con Américo Barrios, un periodista que con el tiempo se trans-
formó en su secretario privado. La dictadura de Trujillo pagaba
todos sus gastos, consentía todos sus caprichos y cuidaba con es-
mero su salud, pero el General languidecía y le pidió a Barrios
que negociara en Suiza una visa de residencia. A Barrios le dije-
ron que no, y Perón empezó a buscar un nuevo destino que lo
sacara de la asfixiante mansedumbre de República Dominica.
Mientras tanto, Isabelita terminaba con todos sus adver-
sarios en el entorno y fortalecía su relación con el Presidente
depuesto, que había empezado a desmontar la participación
de Cooke como su principal referente en la Argentina. Cooke
sabía del pacto secreto con Frondizi, tenía una mirada militan-
te deljusticialismo y cuestionaba la política conciliatoria del

45
General, frente a la represión que ejercían las fuerzas de se-
guridad sobre estudiantes universitarios y obreros de la carne.
El pacto con Frondizi fue un fracaso. Hubo traición mutua
y el General comprendió que necesitaba un nuevo escenario
y Otros protagonistas para regresar a Buenos Aires. Por eso,
forzó la renuncia de Cooke como su delegado personal y le
pidió al canciller argentino Carlos Florit que negociara con el
generalísimo Francisco Franco una visa para residir en España.
El dictador Franco aceptó la propuesta, y Perón hizo las valijas
para abandonar Ciudad Trujillo.
Su exilio iniciaba una nueva etapa.
El final no estaba cerca.
Aunque el General, optimista por naturaleza, pensaba lo
contrario.
CAPÍTULO 2

Purpurados

El 12 de febrero de 1960, Juan Domingo Perón partió de Repúbli-


ca Dominicana en un avión de Varig modelo Super-Constellation
que contrató Rafael Trujillo. Perón saltaba de una dictadura ca-
ribeña a una dictadura europea, y aún desconocía su futuro en
España ante las resistencias que ofrecía el generalísimo Francisco
Franco, un ex aliado de Adolf Hitler que en ese momento era
socio político de la Casa Blanca y ejercía su poder con la espada
y la cruz.
Franco desconfiaba del General por su postura anticlerical
y alojó al líder justicialista para cumplir con un pedido secreto
de Washington, que necesitaba controlar todos sus movimien-
tos, para proteger al presidente Arturo Frondizi de una even-
tual operación política en su contra. Perón era un objetivo de
la CIA, y a Franco no le quedó otra alternativa que colaborar
con su protector político en Occidente.
El General recibió la ayuda de Jorge Antonio, un controver-
tido empresario argentino que tenía excelentes contactos con
los falangistas españoles y el Vaticano. Antonio era un lobbista
que cocinó su fortuna durante el justicialismo y jamás tuvo
límites éticos: tras la caída del Tercer Reich en 1945, escondió
en la Argentina al asesino nazi Adolf Eichmann, arquitecto

47
del Holocausto que provocó la muerte de millones de judíos
durante la Segunda Guerra Mundial.
El General estuvo en Torremolinos un mes, que transcurrió
con su rutina habitual. Caminar, escribir cartas a sus militantes
y conversar con la gente del lugar. De Torremolinos se trasladó
a El Plantío, un pueblo ubicado en las afueras de Madrid, que
tenía un clima frío y húmedo. Al ex Presidente no le gustó la
ubicación, y nuevamente se mudó: Antonio le alquiló un piso
en El Viso, más cerca del centro de Madrid, adonde iniciaría
una larga y provechosa relación con el médico endocrinólogo
Francisco Florez Tascón.
Florez Tascón era teniente coronel, director del Hospital
Militar, asesor influyente en la dictadura de Franco y estaba
casado con María Dolores Sixto Sanz, secretaria del obispo de
Madrid, monseñor Leopoldo Eijo Garay. El General e Isabelita
empezaron a frecuentar al matrimonio Florez Tascón. El tiem-
po compartido entre anécdotas militares y visitas al convento
de la Orden de la Merced, provocó un cambio fundamental
en los vínculos personales que hasta ese momento unían al ex
Presidente con la ex bailarina. Florez Tascón y su esposa María
Dolores Sixto Sanz presionaban a Perón para que resolviera sus
problemas con la Iglesia, y advertían sobre el flagrante pecado
que estaba cometiendo por vivir sin papeles con su secretaria
y amante. El General no amaba a Isabelita y tampoco quería
casarse con ella, pero comprendió que ese gesto personal po-
día archivar sus diferencias con el Vaticano y sumar una mayor
cuota de certeza a sus intenciones.
Tras cinco años de exilio, Perón asumió que debía recons-
truir sus vínculos con el Vaticano si pretendía regresar a la
Argentina para ocupar la Casa Rosada. Luego de la expulsión
de los religiosos en 1955 había comprobado que una disputa
con la Iglesia causaba más problemas que beneficios, y de-
cidió avanzar en una política de acercamiento, que incluía
la regularización de su convivencia, como paso necesario

48
también para un incremento de sus posibilidades de acceder
nuevamente a Balcarce. 50. En esa época, la Iglesia Católica
tenía un peso fundamental en la designación de presidentes
y dictadores.
El 15 de noviembre de 1961, en una ceremonia íntima, Pe-
rón e Isabel se casaron por iglesia. Ofició el cura Elías Gómez y
Domínguez, y el matrimonio Florez Tascón fue anfitrión de un
acto religioso que escondió una decisión pragmática asumida
por el General solo para asegurar su futuro político. Desde
ese día, Isabelita se transformó en La Señora, y Perón en un
silencioso peregrino espiritual que buscaba la absolución del
Vaticano para regresar a la Casa Rosada.
A mediados de 1962, Jorge Antonio llegó a Roma para ne-
gociar el final de la crisis provocada siete años antes con la
expulsión de Tato y Novoa. Llevaba una estrategia legal urdida
por Leopoldo Eijo Garay, el poderoso obispo de Madrid, en la
que se sostenía que solo el Papa podía excomulgar a un jefe de
Estado, que esta decisión se basaba en el canon 2.227 y que el
nombre de Perón no aparecía registrado en el acta de sanción
emitida por el Vaticano.
La estrategia del obispo de Madrid era perfecta y sostenida
por las normas del Código Canónico: el documento eclesiástico
referido a la expulsión de Tato y Novoa estaba firmado por el
cardenal Adeodato Piazza, secretario de la Sagrada Congrega-
ción, y se apoyaba en los cánones 2.343 y 2.334, que refieren
únicamente a la pena prevista contra aquellos que impiden la
tarea pastoral. Entonces, si el Papa no había firmado la sanción,
si Perón no aparecía en las actas del Vaticano, y si los cánones
citados no implicaban el castigo de excomunión, el General
no había sido expulsado de la vida católica y podía soñar con
el regreso al Balcón y la Plaza de Mayo.
El plan del obispo de Madrid no solo contempló el casa-
miento secreto con Isabelita y las negociaciones realizadas en
Roma por Antonio. El enviado del ex Presidente debía entregar

49
además una solicitud de levantamiento de sanción, dirigida al
papa Juan XXIITI, que fue redactada con exactitud por exper-
tos en Derecho Canónico: «Beatísimo Padre: El que suscribe,
Juan Domingo Perón, domiciliado en Madrid, Ciudad Puerta
de Hierro —Sector Fuentelarreina— quinta 17 de Octubre,
temiendo haber incurrido en la excomunión Speciali Modi,
reservada, conforme a la declaración de la Santa Congregación
del 16 de junio de 1955 (Acta Apostolicae Sedis, Vol XXII,
p. 412) sinceramente arrepentido, pide, por lo menos ad cau-
telam, la absolution. En realidad, el que suscribe ya ha sido
absuelto, por motivos de caso urgente, por su propio confesor
y admitido a los Sacramentos; pero desea en todo estar en paz
con la Iglesia y, por esto, ha presentado la presente solicitud,
contento, además, de poder hacer este acto de humildad. Fdo.
Juan Perón», señalaba el documento que Antonio presentó al
secretario privado de Juan XXIII.
La presentación de Antonio fue impulsada por su amigo
personal Santiago Copello, un cardenal muy influyente en
Roma, y seguida día a día por monseñor Antonio Plaza, un
obispo vinculado a Perón que exhibía un pensamiento cerca-
no a la inquisición religiosa. Copello y Plaza, cada uno desde
sus posiciones de poder en el Vaticano, tramitaron el milagro
político a favor del ex Presidente argentino.
Cuando Antonio ya había regresado a España, supo que los
religiosos Tato y Novoa estaban en Madrid, y que intentaban
un encuentro con el General. Llamó por teléfono a su casa, y
preguntó si aceptaba una reunión con los organizadores de la
marcha opositora de Corpus Christi. Perón aceptó, y los tres
se vieron cara a cara en las oficinas de Antonio en el Paseo de
la Castellana.
—No me pidan disculpas. Vayan a la Argentina y cuenten
la verdad —presionó Perón a los representantes de la Iglesia
Católica.
Tato miró al General y comprometió su palabra: viajaría a

BO
Buenos Áires para sepultar el malentendido de 1955. Perón
sonrió complaciente, apuró el café y terminó con la visita de
los dos representantes del Vaticano.
Ni Tato ni Novoa pidieron disculpas a los feligreses argenti-
nos. Sin embargo, Juan XXIII absolvió al Presidente depuesto,
y unos días más tarde, el obispo madrileño Eijo Garay cerró
una ceremonia secreta que ponía al General camino a la Casa
Rosada.
«Perón, de rodillas, manifestó sus dolorosos sentimientos
por los sucesos ocurridos; repitió su creencia de que no le había
alcanzado a él la censura de referencia pero que tenía el temor
de que pudiese haber incurrido en ella: expresó su agradeci-
miento sin límites a la Santa Sede por la gracia paternalmente
concedida que le devolvía la deseada tranquilidad de concien-
cia y proclamó sus sentimientos cristianos», recordó el obispo
de Madrid cuando se le preguntó sobre la absolución del Vati-
cano al líder justicialista.
Para esa época, el ex Presidente ya se había mudado de un
departamento en la calle Doctor Arce a la pretenciosa urbani-
zación de Puerta de Hierro, escapando así a las ruidosas fiestas
de Ava Gardner, que era su vecina y la inesperada amiga de
Isabelita. La actriz norteamericana y la ex bailarina argentina
eran confidentes, pese a los recelos del General que criticaba
a la protagonista de Mogambo porque se comía sus empanadas
criollas y armaba jaleo todas las noches del fin de semana.
Puerta de Hierro era una zona de quintas, a pocos kilóme-
tros de Madrid, ubicada cerca de una autopista que se dirige a
la sierra de Guadarrama.
Antonio pagó el terreno con dinero de su bolsillo y Perón
solventó la construcción de la casa con los 85.000 dólares que
Rogelio Frigerio le entregó por apoyar la candidatura de Ar-
turo Frondizi.
La hectárea comprada por Antonio, que incluía la residen-
cia 17 de Octubre, limitaba con la casa del embajador de Japón

Bl
en España y con las mansiones de dos fuertes empresarios ma-
drileños, que mantenían una relación distante con el Presidente
exiliado. «La zona es aristocrática, no lo voy a negar. Pero mi
casa no tiene nada que ver con todo esto: es más modesta que
la que poseen muchos industriales argentinos de medio pelo en
Florida, Martínez o La Lucila. Cualquiera puede comprobar con
sus propios ojos que no me estoy haciendo el farolero», se atajó
Perón, frente a los periodistas que visitaban su refugio político.
El General estaba feliz, y se lo debía a Jorge Antonio, que
era el resorte financiero del matrimonio. El empresario tenía
importantes conexiones mundiales y no le importó mezclar en
su agenda al dictador Francisco Franco, al guerrillero Ernesto
Che Guevara y al jerarca nazi Adolf Eichmann. «Acompañé
al general Perón, muchas de las jornadas que él dedicara a
planificar su casa de Puerta de Hierro, y puedo decir que nun-
ca había visto a un hombre capaz de suplir, con su genio, su
desconocimiento de materias técnicas, de las cuales solamente
pueden estar enterados los especializados. Fue Perón mismo
quien ideó los planos de la casa y eligió las especies arbóreas
plantadas después en los terrenos que rodean al edificio y que
hoy son un admirable parque. ¡Hasta el césped fue selecciona-
do e incluso sembrado por él!», recordó Antonio sobre Perón
y Puerta de Hierro.
La vida del General era sencilla, rutinaria y descansada, y
solo se alteraba con los contactos políticos que llegaban desde
la Argentina. «Me levanto a las 6.30. Duermo con las ventanas
abiertas para que me despierte el sol. Es una costumbre que
tengo desde que era subteniente. Me aseo y afeito con máqui-
na eléctrica. Desayuno: café con leche y dos tostadas. Salgo
después a caminar con mi viejo amigo don José Cresto —nos
hemos juntado dos viejos que necesitamos caminar— y durante
dos horas damos vueltas por el parque arreglando una planta,
corriendo a las hormigas. A las nueve estoy en el escritorio del
primer piso. Contesto la correspondencia privada y leo todo

52
el material periodístico que recibo de la Argentina. A las once,
una hora invariable de esgrima. Isabelita es una buena, formi-
dable alumna. Tiene fuertes piernas y saldrá de ella una esgri-
mista cabal. La he ido trabajando despacito. A las doce, otra vez
al parque. No dejo un día sin visitar cada árbol. Lo converso
un poco, ¿sabe? Un árbol es una cosa muy importante. Vigilo
las hormigas. Doy una vuelta por las rosas. ¿Usted vio en algún
lugar rosas más perfectas que las mías? Así, hasta las 13.30, en
que almuerzo. Normalmente sopa y un plato. Puede ser pae-
lla, bife de lomo, un poco de fruta y café Monki, sin cafeína.
Camino otro poquito, y siesta que dura hasta las 16. Después
de esa hora casi todos los días me doy una vuelta por Madrid
—cafés California, Manila— o por los alrededores. Toledo es
la ciudad donde mejor siento a España. Vuelvo a las 19. Juego
con los perritos, que me entretienen mucho. A las 20.30 veo un
poco de televisión. Mis programas favoritos son Los intocables,
Hombres del Oeste, El Santo y Notidiario. A las 21.30, la cena. Una
hora después, a la cama. Leo de tres a cuatro horas por noche.
Una vieja costumbre. Quizás el momento más profundo de
cada día mío sea ese», describió Juan Domingo Perón, durante
una entrevista con Esteban Peicovich.
En la planta baja de Puerta de Hierro había un pequeño
living, un comedor, un salón para reuniones, una cocina pe-
queña, dos habitaciones de servicio y un estudio que utilizaba
el Presidente depuesto. «Esta es mi base de operaciones: un
escritorio chiquito y austero, cuyo único detalle fastuoso pare-
cería ser esta pared de madera. Pero no se ilusione y observe
—presiona con su mano la superficie y la pared se comba—. La
hice construir con una laminita de aglomerado. Picardía crio-
lla: poca plata y mucha pinta», reveló el General al periodista
Alberto Agostinelli.
En la planta alta del chalé se encontraban tres pequeñas
suites, un vestuario, un baño y un dormitorio. «Una la ocupo
yo, Otra mi señora y la tercera está reservada a huéspedes cir-

53
cunstanciales. Como podrá sospechar, está siempre ocupada:
los argentinos no me dejan vivir en paz», detalló Perón para
reconocer que Isabelita prefería dormir sola. En esa época, el
General pisaba los 60 años y la ex bailarina tenía 30.
El Presidente exiliado atendía a sus contactos en el estudio
de Puerta de Hierro. Era un santuario político, inviolable, prota-
gonista de la historia argentina. «El estudio no era muy amplio.
Tenía una mesa de trabajo tipo escritorio; a la derecha, según se
entraba, un ventanal iluminaba el lugar, pues daba al parque; y
a espaldas de su silla, había una biblioteca de tres o cuatro es-
tantes ocupados con algunos libros y adornos», escribió Manuel
Urriza en su libro El Perón que conocí. Y agregó: «A un costado
de la mesa, hacia el ventanal, estaba colocado un busto que en
uno de los tantos días de conversación motivó una pregunta
mía, debido a que no le encontraba mucho parecido a Perón.
»—General, ¿ese busto lo representa a usted?
»—Ah, mire, ese busto tiene una historia curiosa. Hace un
tiempo pasó por Madrid un compatriota que no andaba muy
bien de dinero y que dijo ser escultor. Como Jorge Antonio le
dio una ayuda económica, el hombre quedó muy agradecido
y continuamente le preguntaba cómo podía recompensar su
generosidad. Un poco cansado de la insistencia, Jorge Antonio
le dijo que ya que era escultor me hiciera un busto de mí. Y así
vino el hombre, dos o tres veces, y me tuvo posando hasta que
apareció con este busto. Yo se lo agradecí, pero la verdad es
que no le encontré mucho parecido a mí, así que lo puse en
ese lugar... pero lo uso como Julio César.»
Perón recibía en su escritorio, conversaba a solas con Jorge
Antonio paseando por el parque, leía la prensa internacional
y jugaba con sus caniches, que Isabelita soportaba con escasa
paciencia. En Puerta de Hierro convivieron Canela, Tinola y
Puchi, que fueron sus crías, y aparecen junto a Perón en todas
las fotografías de su exilio en Madrid.
«Juego con los perritos, que me entretienen mucho. Canela

DA
ya tiene diez años, es el abuelo. Es un exiliado como yo y me
ha seguido en todas. Tinola, la madre, tiene 6 y Puchi, la hija,
2. Son grandes amigos míos. Canela, por ejemplo, es auténti-
camente un perro. Algunos suelen educar a los perros como si
fueran hombres. Hay que dejarlos que sean perros. No conta-
giarles cosas de hombres; les hace mal», explicó el General al
periodista Peicovich.
El ex Presidente usaba a sus caniches para calibrar la per-
sonalidad y la inteligencia de los dirigentes, militantes, cons-
piradores y curiosos que llegaban hasta Puerta de Hierro. Si
Puchi y Tinola se portaban bien, su interlocutor era serio y
valía el tiempo de la entrevista en la residencia 17 de Octubre.
Cuando los caniches ladraban y hostigaban al invitado, Perón
asumía que no se podía confiar y terminaba la reunión con
cualquier excusa.
Durante dos años, un dirigente ferroviario llamado Chávez
intentó acceder a la intimidad del General para contar sus avata-
res políticos y gremiales. Finalmente viajó a Madrid, y cuando in-
gresó a Puerta de Hierro le informaron que tenía una audiencia
de solo treinta minutos. Chávez saludó a Perón, se ubicó en un
sillón frente al General y empezó a describir el panorama políti-
co en la Argentina. Cada vez que empezaba a hablar, recibía un
embate de uno de los caniches, que se prendía a la bocamanga
de su pantalón y tironeaba con fuerza. El sindicalista transpira-
ba e intentaba apartar a las mascotas, que resistían la presión y
volvían imperturbables sobre el blanco. No había forma, Puchi
y Tinola mordían y mordían, frente al impasible General.
Chávez balbuceaba, seguía sudando y ya no sonreía. Cuan-
do faltaban diez minutos para que terminara su audiencia, el
gremialista explotó: se levantó del sillón, apuntó con su pie
derecho y en un rápido movimiento impactó a uno de los cani-
ches, que voló varios metros hasta caer en una posición extraña
para un perro acostumbrado a los mimos de un ex presiden-
te. En apenas un instante, Chávez fue eyectado de Puerta de

535
Hierro, y su nombre borrado en la historia del peronismo. El
caniche quedó bien, apenas un moretón debajo de la cola.
Sin reyertas con la Iglesia, el General decidió avanzar en un
plan que terminara con su exilio y la presidencia de Frondizi,
que no había cumplido con el pacto secreto negociado a través
de Rogelio Frigerio y John William Cooke. Había ruido de sa-
bles en la Argentina, y Perón jugaba sus piezas para recuperar
el poder y la gloria.
Frondizi jamás cumplió la promesa de terminar con la pros-
cripción del peronismo ordenada por Aramburu y tampoco
había llamado a elecciones presidenciales como prometió Fri-
gerio al General en 1958. Esta traición política, sumada a los
embates corporativos de las Fuerzas Armadas, la Resistencia
Peronista, la situación económica y la Guerra Fría, había puesto
en jaque perpetuo al Presidente radical.
Frondizi pretendió levantar un escudo defensivo para su go-
bierno a través de sus encuentros con John Fitzgerald Kennedy,
que por entonces ocupaba la Casa Blanca. Pensaba con inocen-
cia que esas reuniones diplomáticas podían acotar las conspira-
ciones del Ejército y la Armada, lanzados ya a recuperar el poder.
Kennedy simpatizó con Frondizi, concedió un crédito de
150 millones de dólares destinado a la represa del Chocón y
pidió su ayuda para encontrar una salida a la crisis que enfren-
taba los Estados Unidos con Cuba, que cobijaba una revolu-
ción socialista a menos de cien millas de Miami. Por entonces,
Kennedy aún suponía que Fidel Castro y Ernesto Che Guevara
eran solo dos jóvenes románticos que se rendirían a la magia
del Imperio, si Frondizi hablaba con ellos y les revelaba los
privilegios de vivir en Occidente.
Mientras tanto, sin el apoyo del General, la Casa Rosada
debió modificar su programa económico por imposición de las
Fuerzas Armadas. El Presidente radical archivó su plan desarro-
llista y designó como ministro de Economía a Álvaro Alsogaray,
un capitán ingeniero precursor de los planes de ajuste y her-

56
mano deJulio, un general voraz que tenía tropas y muchísimo
poder. Para Frondizi, la designación de Alsogaray aplacaría las
conspiraciones militares y ayudaría a estabilizar una difícil si-
tuación económica. El Presidente erró en sus cálculos políticos:
ni Álvaro Alsogaray era la solución para la economía, ni Julio
Alsogaray significaba un apoyo institucional al gobierno. La
familia Alsogaray siempre privilegió sus intereses de clase, y no
tenía intenciones de quebrar las tradiciones cumpliendo las
órdenes de un presidente al borde del abismo.
Las complicaciones del panorama militar y económico se
profundizaron con la renuncia forzada del vicepresidente Ale-
jandro Gómez, que rechazaba el giro institucional del gobierno,
la cesión de áreas petroleras a empresas norteamericanas y la eje-
cución del plan Conintes, un engendro jurídico que permitía un
sistema de represión ilegal ejecutado por las Fuerzas Armadas.
Con escasos socios políticos, en medio de un plan de ajuste y
condicionado por el Ejército, Frondizi sufrió una derrota fulmi-
nante en los comicios para renovar las cámaras legislativas. Salió
tercero, detrás del voto en blanco ordenado por Perón y de los
sufragios obtenidos por la Unión Cívica Radical del Pueblo, una
escisión partidaria que había apoyado a la Revolución Liberta-
dora y ahora avalaba los planteos militares contra Balcarce 50.
La derrota electoral y el nuevo plan de ajuste promovido
por un gabinete vinculado al establishment local debilitó aún
más al gobierno. Frondizi sorprendía por su gestión y las deci-
siones políticas que asumía en una situación de extrema debi-
lidad. Mientras terminaba de entregar las palancas económicas
y profundizaba la represión de la protesta social, se entrevistó
en secreto con el Che Guevara para mediar en la crisis que
enfrentaba a la Revolución Cubana con la Casa Blanca.
El contexto era onírico. El Presidente se preocupaba de
las diferencias entre Castro y Kennedy y tenía un incendio de
proporciones en Balcarce 50. Asumía que una mediación exi-
tosa le daría un fuerte respaldo de Washington y el cerco de las

57
Fuerzas Armadas se estrechaba día a día. Frondizi confundió
los pedidos sonrientes de Kennedy con un rescate político de
los Estados Unidos que jamás llegaría.
«Guevara me escuchó y accedió a examinar el problema
sobre la base, que yo le propuse, de que Cuba no insistiera en
querer exportar su revolución a otras naciones del hemisferio»,
comentó Frondizi al periodista Hugo Gambini.
Y el Che, preguntado por Celia de la Serna de Guevara,
confirmó la versión del entonces Presidente argentino:
—Frondizi me dijo lo de siempre, que Cuba no exporte su
revolución ni se incorpore al Pacto de Varsovia, a cambio de que
acepten nuestra sistema como una situación de hecho —contes-
tó el guerrillero a su madre.
—¿Y qué te pareció? —quiso saber Serna de Guevara.
—- Un tipo inteligente, un burgués iluminado. No cree en la
revolución, o no le conviene creer, porque los militares lo tienen
acogotado.
La predisposición de Frondizi para encarar mediaciones
internacionales y el inesperado triunfo del oficialismo en San-
ta Fe,*confundieron al gobierno sobre su fortaleza y su peso
electoral en la sociedad. El ministro del Interior, Alfredo Víto-
lo, aseguró al Presidente que el peronismo sería derrotado en
comicios sin proscripciones y que esa victoria abriría la puerta
a un proceso político que podía terminar con la influencia del
General y la resistencia del sindicalismo combativo. Frondizi
aceptó la propuesta de Vítolo y convocó a elecciones para me-
diados de marzo de 1962.
Así empezó un juego del gato y el ratón, protagonizado por
Frondizi, las Fuerzas Armadas y Perón en España. El Presidente
forzaba la situación política y obligaba a una nueva dinámica al
General exiliado, que no tenía todo el control del peronismo y
temía que un triunfo del gobierno terminara con su histórico
liderazgo.
Las Fuerzas Armadas no creían en Frondizi, desconfiaban

58
de Perón y se preparaban para asaltar a la democracia, si final-
mente el Presidente era derrotado en los comicios. Era la lucha
por el poder, y ninguno de los tres protagonistas quería ceder
sus espacios capturados tras la Revolución Libertadora.
El ex Presidente apostaba por el voto en blanco, pero Frondi-
zi prometía elecciones sin proscripciones, en una táctica sencilla
y directa: la ausencia del peronismo, que empujaba la abstención,
sería analizada como una retirada ante una eventual derrota. El
General, entonces, dobló la apuesta y convocó a sus principales
referentes a Puerta de Hierro: debía trazar una contra estrategia
para bloquear las intenciones de su ex aliado y sorprender en
unos comicios que se organizaban como su funeral político.
La clave era la provincia de Buenos Aires, y Perón debía ele-
gir con certeza a los candidatos. El General escuchaba a todos
sus invitados, y no se decidía. Cuando terminó las deliberacio-
nes, en secreto, convocó a Andrés Framini, un dirigente textil,
líder de la Resistencia, que Frondizi perseguía a sol y sombra.
No había mucho tiempo, y Framini aparecía en todas las
fórmulas. «General, yo no quiere ser vicegobernador, porque
yo estoy para luchar abajo, con la gente, en lo gremial, pero no
soy para político», le dijo Framini, sorprendido por la propues-
ta, días antes de las elecciones convocadas para marzo de 1962.
—NOo, no. Vea, hasta ahora hizo de caballo, ahora va a ser
jinete —le contestó el General, sin mostrar todas sus cartas.
El líder exiliado tenía sus razones para respaldar a Frami-
ni. Y esas razones se apoyaban en el crecimiento de Augusto
Timoteo Vandor, un sindicalista como Framini, que poseía mi-
rada propia, inmensas ambiciones personales y un inesperado
proyecto partidario que irritaba al Presidente depuesto: el pe-
ronismo sin Perón.
En ese contexto político, presionado por Frondizi, apreta-
do por Vandor y condicionado por su propia tropa, el General
designó finalmente a Framini como candidato a gobernador
de la provincia de Buenos Aires. El dirigente gremial regresó a

39
Buenos Aires para iniciar la campaña electoral, aunque aún no
tenía compañero de fórmula. Perón quería dar una sorpresa,
un golpe de mano que ratificara su poder y que exhibiera la
debilidad de Frondizi y su gobierno.
«Entonces vine como gobernador, pero sin la fórmula. Como
candidato a gobernador nomás. Y llegó el momento en que íba-
mos a iniciar la campaña, en Avellaneda, y seguíamos sin tener
fórmula. A la mañana de ese día, me llama por teléfono Mariano
Tedesco. Me dice: “¿Sabés cuál es la fórmula?” Le digo que no.
“Framini-Perón”, me dice. Le digo: “¿Tan temprano y estás en
pedo?”», recordó Framini cuando le anunciaron que el General
sería su compañero de fórmula en los comicios de 1962.
En Madrid, adonde el General movía los hilos para con-
solidar su poder e influencia en la Argentina, ya sabían que
la fórmula Framini-Perón era una argucia para complicar al
gobierno, interferir en la estrategia de Vandor y ratificar que
en el justicialismo no había candidatos alternativos.
«Un día me mandó a llamar el General a su casa. Fui a Puer-
ta de Hierro y allí los encontré a Framini, Tedesco y Delia Pa-
rodi. Nuestro jefe, dirigiéndose a mí, dijo: “Vea, Jorge Antonio,
esta tarde vendrá el doctor Bramuglia. Propone que la fórmula
sea Bramuglia-Framini. No es el único que quiere llevarlo a An-
drés (por Framini) en segundo término. También otros desean
lo mismo, como Matera y Cafiero. A mí me parece, después
de esto, que ellos lo quieren a Framini porque es quien tiene
los votos, y he pensado en hacerles un chiste: Yo propongo la
fórmula Framini-Perón, de paso vamos a darles una lección de
humildad, de patriotismo y de peronismo. Por supuesto, esta
fórmula no será permitida, pero, después que me haya retirado,
nadie entre los nuestros podrá engañarse de quién es nuestro
verdadero candidato», recordó Jorge Antonio años más tarde.
La estrategia de Perón provocó la inmediata respuesta de
Frondizi, la Curia y las Fuerzas Armadas. El Presidente radical
obtuvo de la justicia adicta una impugnación a la fórmula in-

So
tegrada por Perón, la Iglesia avanzó jurando que el candidato
a vicegobernador estaba excomulgado y las Fuerzas Armadas
convocaron a una reunión urgente para anunciar que si el
General participaba de las elecciones, Frondizi era desterrado
a la isla Martín García.
El 19 de enero de 1962, en un cónclave que mantuvo el
ministro Vítolo con los secretarios del Ejército, la Aviación y
la Marina, se impuso la prohibición definitiva de Perón como
candidato a vicegobernador bonaerense en las próximas elec-
ciones. El acta secreta de esa reunión, escrita en un tono im-
perativo, reflejó el poder de los cuarteles y la debilidad de Bal-
carce 50: «Los Señores Secretarios Militares coincidieron en
señalar que las Fuerzas Armadas no intervienen en el campo
político ni está en su misión interferir la acción política del
gobierno. Pero ello no significa en manera alguna que estén
dispuestas a permitir la restauración del régimen de oprobio
derrocado por la Revolución Libertadora ni el retorno de Juan
Domingo Perón ni de los responsables conjuntamente con él,
de agravios inferidos a la Nación, a la libertad y a la humani-
dad, delincuentes que no pueden ocupar cargos electivos ni
de otra naturaleza sin desmedro de la dignidad nacional. En
ese sentido, los Señores Secretarios Militares señalaron que
están inquebrantablemente decididos a impedir con todos los
medios a su alcance el retorno al poder o a la vida política del
prófugo depuesto o a la restauración del régimen oprobioso
por él creado y que padeció el país», advirtieron los secreta-
rios del Ejército, general Rosendo Fraga, de la Fuerza Aérea,
brigadier Jorge Rojas Silveyra y de la Armada, contraalmirante
Gastón Clement, al ministro civil Alfredo Vítolo.
El acta secreta y proscriptiva de las Fuerzas Armadas cimen-
tó la estrategia desplegada por Perón en Puerta de Hierro. El
General temía que un sector del sindicalismo negociara con
Frondizi para debilitarlo, y suponía que un voto en blanco po-
día fortalecer las posibilidades de triunfo del radicalismo con-

61
servador vinculado a la Revolución Libertadora. Con su apoyo
al candidato Framini, aunque estuviera proscripto por orden
militar, quedaba firme su posición de enfrentar a Frondizi y
su mandato de respaldar únicamente al sindicalista textil, que
había sufrido la persecución de Aramburu y Rojas. Desde ese
momento, tras forzar su propia proscripción, el General de-
cidió que la fórmula bonaerense era Andrés Framini-Marcos
Anglada, el sello partidario la Unión Popular, y el eslogan de
campaña «Framini-Anglada, Perón en la Rosada».
Aunque se mostraba optimista, y ya soñaba con su retorno
desde Madrid, el panorama en Buenos Aires no aparecía tan
lineal como Perón observaba desde los ventanales de la resi-
dencia 17 de Octubre. Los militares amenazaban con anular
los comicios si triunfaba la fórmula peronista, y prometían un
golpe de Estado si Frondizi permitía que el General regresara a
la Argentina. El Presidente podía caer, y en la caída sepultar el
mínimo espacio político que tenían los partidos y los sindicatos
para enfrentar a las Fuerzas Armadas.
A principios de marzo de 1962, Framini ingresó en secreto
a la quinta de Olivos para mantener una reunión con Frondizi.
El candidato a gobernador solicitó al Presidente que proscribie-
ra al peronismo, porque su triunfo en los comicios implicaría
acelerar los tiempos del golpe de Estado. Preferían la pros-
cripción que perder los espacios políticos que ya tenían, como
consecuencia directa de una asonada militar. No se trataba de
defender al presidente Frondizi, que ya había traicionado una
vez, sino al sistema democrático que, imperfecto, era mejor que
la lógica corporativa de los cuarteles. A Perón, en esa época, le
parecía más sencillo que se le diera la posibilidad de regresar
a la Argentina durante un gobierno democrático.
Frondizi rechazó la propuesta e insistió en su posición de
asegurar elecciones sin proscripciones. Framini replicó que
los comicios en la provincia de Buenos Aires podían significar
un triunfo para el radicalismo cercano a la Revolución Liber-

62
tadora, y que ese resultado complicaría la estabilidad del go-
bierno. El Presidente pronosticó que su Unión Cívica Radical
triunfaría sobre la Unión Cívica Radical de Ricardo Balbín, y
le sugirió que anunciara la autoproscripción del peronismo
en las elecciones, si pensaba que servía para evitar un nuevo
levantamiento castrense.
El candidato del General contestó que no podía avanzar en
esa dirección por la situación interna en su propio partido, y
volvió a pedir que la Casa Rosada ordenara la proscripción del
peronismo. Frondizi repitió su rechazo, y Framini abandonó
la quinta de Olivos asumiendo que la sublevación militar ocu-
rriría inexorable.
En la intimidad del poder, Frondizi coincidía con la posi-
ción de Framini, pero especulaba con un triunfo que fortalecie-
ra a su gobierno y las chances de su radicalismo en los comicios
presidenciales de 1964. Sin embargo, para tener abiertas todas
sus posibilidades, Rogelio Frigerio —en nombre del Presiden-
te— le pidió al periodista Jacobo Timerman que viajara a Ma-
drid para transmitir un mensaje a Perón. El mensaje era simple,
sutil y coincidía con el análisis que había hecho Framini en
Olivos: Timerman debía decirle a Perón que si ganaba, se caía
Frondizi. Y que ello podía evitarse si el General ordenaba que
los peronistas no votaran masivamente a sus candidatos.
Era una típica maniobra de Frondizi, que siempre quería
imponerse, aun en las peores circunstancias. El Presidente
apostaba a su partido y pedía que Perón sacrificara su propio
triunfo político, sin asumir que Vandor esperaba agazapado
para desplazarlo. Frondizi se negaba a la proscripción del pe-
ronismo, porque si tomaba esa decisión fortalecía al General y
llegaría muy debilitado a los próximos comicios presidenciales.
Para el Presidente era un juego de suma cero: ganaba él,
o perdían todos. Perón conocía ese juego, y decidió jugarlo a
su manera.
El 17 de marzo de 1962, un día antes de los comicios, Ti-

63
merman regresó de España y llamó por teléfono a Albino Gó-
mez, un diplomático cercano a Frondizi y Frigerio. Traía malas
noticias y quería avisarle. «Nos encontramos en el bar Tama-
naco, de Santa Fe y Azcuénaga, donde me contó, para que lo
transmitiera al Presidente, que su gestión había fracasado, por-
que Perón se le adelantó: convocó a las agencias a su casa e hizo
una declaración de apoyo a la concurrencia a las urnas votando
a los propios candidatos, aún si ello pudiera producir, en caso
de un triunfo masivo, el golpe militar», reveló Gómez cuando
se le preguntó sobre las gestiones de Timerman en Madrid.
Andrés Framini, con el sello de la Unión Popular, obtuvo
1.172.000 votos contra 732.000 de la Unión Cívica Radical de
Frondizi y 627.000 de la Unión Cívica Radical de Balbín. Perón
había ganado en la provincia de Buenos Aires, y ahora Frondizi
y las Fuerzas Armadas debían decidir si respetaban la voluntad
popular y aceptaban que el General exiliado era un protago-
nista clave en la política nacional. Habían pasado casi siete
años de la Revolución Libertadora, y el Presidente depuesto
aún manejaba una cuota importante de poder en la Argentina.
Con la publicación de los resultados oficiales, que demos-
traban el triunfo del peronismo frente a Frondizi, las Fuerzas
Armadas, la Iglesia, el radicalismo conservador y los medios
de comunicación, el clima político empeoró y los planteos
militares asfixiaron al gobierno democrático, que paralizado
aguardaba el final.
El 29 de marzo de 1962, Frondizi fue detenido y reemplaza-
do por José María Guido, que llegó a la Casa de Gobierno tras
una maniobra política avalada por la Corte Suprema. Guido
fue un títere de las Fuerzas Armadas, que se fracturaron en las
facciones de «Azules» y «Colorados» y pusieron a la Argentina
al borde de la guerra civil en octubre de 1962 y abril de 1963.
Los Azules estaban conducidos por los generales Juan Carlos
Onganía y Alcides López Aufranc, que simulaban un proyecto
legalista, mientras que los Colorados eran el corazón antipe-

64
ronista del Ejército y la Armada, que pretendían regresar a
la lógica política de la Revolución Libertadora. Ganaron los
Azules, instalando a Onganía como un general profesional y
defensor de la Constitución.
Frente a la inestable situación institucional, el General jugó
sus piezas en dos flancos del tablero. Framini, la juventud par-
tidaria y el sindicalismo combativo redactaron el programa de
Huerta Grande, que planteaba la nacionalización de la econo-
mía, limitar las importaciones y renegociar todos los compro-
misos financieros con la banca extranjera. Vicente Solano Lima
y Raúl Matera, dos tibios dirigentes políticos, negociaban en
secreto con Onganía y López Aufranc una transición democrá-
tica sin exclusiones partidarias. Perón buscaba cerrar una pinza
sobre el gobierno irregular de Guido y obtener un triunfo que
empujara su regreso a Buenos Aires.
No sucedió. El Ejército rechazó todas las propuestas de Puer-
ta de Hierro, y convocó a elecciones presidenciales sin la parti-
cipación del peronismo, que decidió votar en blanco. Triunfó
Arturo Illia, candidato de la Unión Cívica Radical del Pueblo
(UCRP), con el 25,15 por ciento de los sufragios. El General,
forzando la abstención, no llegó al 20 por ciento. Su liderazgo
hacía agua, y el poderoso sindicalista Augusto Timoteo Vandor,
alias El Lobo, preparaba su estrategia de peronismo sin Perón.
lia era un radical honesto y creía que la democracia se
construía con todos sus actores políticos, incluido el General
proscripto y exiliado en Madrid.
Perón entendió el mensaje y se preparó para regresar a la
Argentina.
No sería fácil: las Fuerzas Armadas aún tenían poder y se
oponían.
Ya corría 1964. Illia estaba en la Casa Rosada, Perón en
Puerta de Hierro.
Llegaban tiempos violentos y personajes siniestros.

65
CAPÍTULO 3
Malabares

Juan Domingo Perón quería regresar a la Argentina, y no duda-


da en forzar sus límites ideológicos para cumplir con sus sueños
políticos. Ya se había puesto de rodillas frente a un obispo espa-
ñol para obtener el perdón del Vaticano, y no vaciló en iniciar
un acercamiento a la Revolución Cubana cuando comprendió
que la influencia regional de Fidel Castro y Ernesto Che Gue-
vara podía empujarlo hasta Buenos Aires.
* En marzo de 1963, cumpliendo órdenes precisas del Gene-
ral, Valentín Luco y Héctor Villalón llegaron hasta la puerta de
la sede diplomática de Cuba en Argelia y pidieron una entre-
vista con el embajador. Luco y Villalón se presentaron como
delegados de Perón, y aseguraron que ya habían visto al Che
Guevara en la Habana. El embajador cubano era Jorge «Papi-
to» Serguera, un general que había combatido junto a Castro
y Guevara en Sierra Maestra.
Serguera los recibió en su despacho y escuchó con aten-
ción. No les creía, desconfiaba de ambos. Pensaba que estaba
ante dos simuladores que podían afectar la Revolución Cuba-
na. «Mi impresión no fue buena. Con remilgos y rodeos pedían
ayuda económica para llevar adelante un proyecto de Perón
que, creí entender, era el regreso a su tierra», comentó Sergue-
ra años más tarde.

66
El embajador cubano despachó a los dos delegados y se fue
a cenar con Jorge Masetti, un periodista argentino que entre-
vistó a Castro y Guevara antes de la caída de Fulgencio Batista.
Masetti estaba recibiendo entrenamiento militar en Argelia,
porque pretendía abrir un foco guerrillero en el norte de la Ar-
gentina. Ya había creado la agencia de noticias Prensa Latina,
adonde publicaba notas de Gabriel García Márquez, Rodolfo
Walsh y Simone de Beauvoir, y ahora marchaba al monte para
cumplir sus sueños revolucionarios.
El periodista y guerrillero escuchó al embajador Serguera
y le recomendó viajar a la Habana para conversar sobre este
asunto con el Che Guevara, que en definitiva era argentino,
había leído los textos básicos de Perón y manejaba los fondos
destinados a financiar las insurrecciones en América Latina.
Serguera viajó hasta Cuba y le contó a Guevara la historia de
Luco y Villalón. El Che ya estaba pensando en abrir un foco
guerrillero en la Argentina, y las necesidades financieras de
Perón ayudaban a su proyecto revolucionario.
El cálculo era simple: Cuba financiaba el regreso del Ge-
neral, y el peronismo integraba con sus cuadros el foco revolu-
cionario que Masetti pensaba instalar en la provincia de Salta.
Era una jugada audaz que dependía de la voluntad de Perón
y el liderazgo de Guevara. Ambos tenían sus propios intereses
políticos, y los dos estaban lejos del teatro de operaciones.
«El Che siempre tuvo esperanzas de sumar a Perón al mo-
delo revolucionario que él propugnaba. Días después, al des-
pedirnos, me era claro que el Che estaba muy interesado en el
asunto: “Papito, sondea a Perón, trata de ver qué puedes sacar
de un diálogo con él. Dile que nosotros estamos dispuestos a
ayudarlo”. Entonces tomó un maletín de encima de su escrito-
rio y me lo alargó. “Llévale esto de mi parte.” Yo le pregunté
qué podía esperarse de Perón, a lo que respondió: “No sé. Ten
presente que tú eres el primero que puede ofrecerme un punto
de vista diferente acerca de él, hasta el momento yo solo he ha-

67
blado con sus enviados, que tampoco me han dado una buena
impresión. Me interesa tu perspectiva sobre este asunto. Ve qué
puedes sacarle”», recordó el embajador Serguera cuando se le
preguntó sobre su reunión en La Habana.
Con las instrucciones precisas de Guevara, el embajador
cubano en Argelia preparó su viaje a España. Antes de partir
informó a Castro sobre las gestiones que estaba emprendiendo,
tomó la valija repleta de dinero para Perón y se embarcó rum-
bo a Barajas. «A mi llegada a Madrid me hospedé en el hotel
Plaza y localicé a Luco y Villalón, quienes me informaron que
Perón me recibiría el día siguiente a las once de la mañana. Me
levanté temprano. Puntualmente a las 10, pasó Luco a buscar-
me. Parado en la puerta de su quinta Puerta de Hierro en el
residencial barrio madrileño del mismo nombre me esperaba
un sonriente Perón y a su lado, también amable, Villalón», se
acordó el embajador cubano.
Serguera visitó dos veces más al General en Puerta de Hie-
rro, pero los fondos para financiar su regreso a la Argentina y
la creación de focos guerrilleros ya no pasaron por sus manos.
Guevara dispuso un desordenado tráfico de valijas diplomáti-
cas, delegados secretos enviados desde La Habana y la creación
de una empresa exportadora de habanos cubanos que Villalón
manejó como si fuera propia.
Perón estaba conforme con su estrategia política y decidió
lanzar la Operación Retorno. Tenía respaldo financiero de Cas-
tro y Guevara, los fondos adicionales que podía aportar su ami-
go Jorge Antonio, y el embate constante de la Resistencia contra
el gobierno de Arturo Illia, que aparecía débil y dubitativo.
El 20 de diciembre de 1963, confesó sus intenciones en una
carta que envió a su amigo, el general Isidro Martini. «En este
año de 1964 regresaré al país cualesquiera sean las circunstan-
cias que se presenten: ¡Veremos qué pasa! Más quilombo que el
actual no creo que se pueda producir», escribía. El General ya
tenía financiamiento y además había olfateado que su liderazgo

68
corría peligro: hacía ocho años que estaba exiliado y la distan-
cia jugaba en contra de su conducción paternalista y de riendas
cortas. Debía volver a la Argentina, si no quería pasar de líder
político a protagonista olvidable de los libros de historia.
El 31 de diciembre de 1963, un grupo de amigos de Perón
se reunió en su casa para despedir el año. Siguieron por televi-
sión la misa oficiada por el cardenal Van Roy en la Catedral de
Malinas, y luego el General contó chistes y recitó fragmentos
del Martín Fierro de José Hernández.
A la medianoche, Perón se acomodó al lado de Isabelita,
levantó la copa y brindó por su futuro: «Espero que este sea el
último advenimiento de un Año Nuevo que celebro lejos de mi
patria», dijo, cerca las lagrimas y abrazado a su esposa.
El brindis de fin de año llegó a la Argentina como un chis-
me de palacio y se transformó en un anuncio político que con-
mocionó al gobierno de Illia. El Presidente radical sufría una
fuerte presión de los medios respaldados por militares golpistas
y compañías extranjeras, y no tenía suficiente aire para sopor-
tar un nuevo adversario en el centro del ring. A comienzos de
enero de 1964, ya se podía leer en los paredones de Buenos
Aires una pintada que provocaba espanto y alegría en partes
iguales: «Perón Vuelve».
El General estaba feliz y sonreía despreocupado a los pere-
grinos que llegaban a Puerta de Hierro. Sin embargo, a solas
con Isabelita, reconocía fuertes dolores en la vejiga y temía que
un cáncer terminara con su vida. Durante seis meses se tragó
las pastillas recetadas por su médico Florez Tascón, y cuando
no pudo más de dolor, viajó a Barcelona para consultar al re-
conocido cirujano Antonio Puigvert, que ya había operado de
la misma enfermedad a De Gaulle y Paulo VI.
«Tengo una adherencia o pólipos en la uretra, que no al-
canzan a constituir un tejido canceroso, según lo señala la biop-
sia. Puigvert se opone a sajar (incisión en una zona infectada);
prefiere cauterizar, que es trance sumamente doloroso, aunque

69
evita ulterioridades de peligrosa índole», reconoció Perón a su
biógrafo Enrique Pavón Pereyra.
El 18 de enero de 1964, dos días antes de operarse, Perón
se reunió con el embajador francés en Madrid, conde Armand
de Blanquet du Chayla, para entregarle una carta personal di-
rigida al presidente Charles de Gaulle, quien tenía previsto
visitar la Argentina hacia fines de año. Perón y De Gaulle eran
confidentes, y en la carta anunciaba al héroe francés que tenía
intenciones de regresar a Buenos Aires.
Cuando el conde Du Chayla abandonó Puerta de Hierro,
Perón recibió a Josué de Castro, un médico experto en nutri-
ción que luchaba contra el hambre en el mundo, y al enviado
del ex presidente Lázaro Cárdenas, a quien pensaba visitar en
México junto a De Gaulle. El General mantenía su agenda in-
ternacional, aunque todos sabían que la operación era compli-
cada y con final abierto.
«Mi entrega al escalpelo del cirujano será como la de quien
se confía a la sonrisa de un niño: ¿Acaso ignoro que sufriré
una intervención muy placentera destinada a eliminar moles-
tias difíciles de sobrellevar sin que trabaje o corrija el bisturí?
Créanme, nada tengo de suicida ni de inconsciente. Pero, en
mi particular caso, lo razonable es colaborar con el médico
ofreciéndole un estado psicosomático en pleno equilibrio, y
de ser posible, en la cúspide de la serenidad», comentó Perón
antes de ingresar al quirófano.
A la suite 301 de la clínica Covesa, en pleno centro de Ma-
drid, llegaron Perón, Isabelita, el vocero Manuel Algarbe y Jor-
ge Antonio, a cargo de todos los gastos de la operación quirúr-
gica. Era el 19 de enero de 1964, estaba fresco, y la seguridad
desplegada por Francisco Franco prohibía el paso de curiosos
y periodistas hacia la suite que ocupaba el ex Presidente.
Perón pasó la noche en la clínica, y al mediodía fue opera-
do por Puigvert, que sonrió cuando analizó los papilomas de la
vejiga y el tumor de la próstata que le extrajo a Perón.

70
Eran benignos. El General no tenía cáncer.
—¿Cuánto tiempo duró la intervención? —consultó un pe-
riodista de la revista Asíal vocero Algarbe.
—El General ingresó al quirófano a las 11.30 y salió a las
12.50, pero durante ese tiempo fue preparado para la opera-
ción que, según los médicos, duró 29 minutos —aseguró Algar-
be, impecable con su traje azul y su corbata colorada.
El ex Presidente ya no corría peligro, pero el dolor posto-
peratorio complicaba su vida. «No le deseo a nadie que viva
momentos como los que pasa el General, hay que ver lo que es
eso», describió Algarbe cuando terminó la operación.
Jorge Antonio no se movió de la clínica, Isabelita solo ba-
jaba hasta la iglesia Santa Mónica para rezar y los periodistas
montaron guardia hasta fines de enero, cuando Perón regresó
convaleciente a Puerta de Hierro. Desde ese momento, la salud
del General se transformó en una información clave para los
servicios de inteligencia del gobierno argentino, la dictadura
española y la CIA.
Puigvert ya no era solo un cirujano prestigioso, era por en-
cima de todo un blanco móvil sujeto a seguimiento y control
de espías civiles y militares, que no dudaban en romper todos
los protocolos para cumplir con una misión presuntamente
secreta. Una noche, en Barcelona, golpeó la puerta de su con-
sultorio un médico militar enviado por el gobierno argentino,
que exigió conocer si Perón tenía cáncer y cuánto le quedaba
de vida. Puigvert postergó la respuesta unos días, voló de ur-
gencia a Madrid y se entrevistó con el General en Puerta de
Hierro. Estaba asustado y no sabía cómo reaccionar.
«Vea, doctor, vamos a enloquecerlos. Como no se van a con-
formar con esta primera gestión solamente, vamos a decirles
una vez que sí tengo cáncer y una vez que no, y así sucesiva-
mente», recomendó Perón al cirujano Puigvert, que regresó
más tranquilo a su consultorio en Cataluña.
El General no solo enfrentaba los embates del tiempo sobre

71
su cuerpo ya golpeado por el exilio y la nostalgia. Además tenía
que combatir a Augusto Timoteo Vandor, un sindicalista joven,
duro, sistemático y con una voracidad que irritaba al ex Presi-
dente. A Vandor le decían El Lobo, porque en 1951 empezó a
noviar con Elida Curone, una delegada gremial que usaba una
caperuza roja. «Ahí va el Lobo con Caperucita», bromeaban
sus compañeros de trabajo cada vez que salía con Curone de
la empresa Phillips. Y así el apodo quedó para siempre. Un
sobrenombre que marcaría a sangre y fuego un capítulo del
peronismo y la historia argentina.
El Lobo quería conducir el regreso del peronismo a la Casa
Rosada, y a la vez convertir al General en un adorno partidario
exhibido para siempre en Madrid. Su poder había macerado
en la resistencia contra Arturo Frondizi, el manejo de la Unión
Obrera Metalúrgica (UOM) y las 62 Organizaciones, el acceso
a los cuarteles, sus conversaciones con Ernesto Che Guevara,
los viajes a Puerta de Hierro y la capacidad de influir en los
medios de comunicación.
«Todos sus actos generaban una sólida practicidad, intui-
ción y decisión a escala excepcional. Nunca rehuía a la lucha,
ni había duda en cuanto a su audacia e imaginación», describió
Miguel Gazzera, un dirigente gremial que compartió con Van-
dor los años duros del justicialismo proscripto.
Perón conocía las ambiciones de Vandor y fue paciente.
Para acorralar al Lobo, el General aplicó una máxima política
que venía desde el Imperio Romano: puso a su enemigo bien
cerca, más cerca que sus amigos, y le pidió que organizara su
regreso definitivo a la Argentina.
Ya corría 1964, y Perón quería honrar su brindis de fin de
ano.
El Presidente depuesto solo confiaba en Jorge Antonio,
cuya vocación estaba en los negocios. Sabía que el controver-
tido empresario usaba su amistad para abrir puertas, cerrar
contratos y juntar plata que depositaba en cuentas secretas de

72
bancos europeos y norteamericanos. «Al comenzar 1964, el
general Perón me comunicó cuál era la resolución adoptada
luego de reflexionar largamente sobre la situación del país y la
del propio Movimiento: regresaría a la Argentina como el úni-
co medio posible capaz de reimplantar el espíritu de paz y de
unidad nacional que distinguió a los argentinos en los períodos
más fecundos y trascendentes de su historia», recordó Antonio.
La estrategia planificada por Perón para coronar la Ope-
ración Retorno se desplegó en diferentes movimientos que
trataron de mantenerse en secreto para evitar que las Fuerzas
Armadas y el gobierno de Arturo Illia causaran su fracaso. En
términos formales, la Operación Retorno era coordinada por
los «Cinco Grandes»: Vandor, Alberto Iturbe, Andrés Framini,
Carlos Lascano y Delia Parodi, que se instalaron en Madrid
para preparar el viaje y cumplir sus órdenes. Pero en la práctica
y en secreto, Antonio coordinaba con el General y compartía
con los denominados «Cinco Grandes» solo información básica
para ratificar en la Argentina que el regreso de Perón conti-
nuaba a toda marcha.
«Referente a mi retorno al país, espero que la compañera
Delia Parodi les habrá ya informado o estará por hacerlo en
un día u otro. Mi decisión es irrevocable: he de retornar en
cualesquiera de las situaciones que se presenten. Si puedo lo-
grarlo pacíficamente, mejor, pero si ello no es posible lo haré
como sea», aseguró el General en una carta remitida al doctor
Julio Antún.
Mientras tanto, ya había recibido los fondos de la Revolu-
ción Cubana y tenía que cumplir con la creación de una co-
rriente partidaria que se ajustara a la ideología y a los planes de
Castro y Guevara. Si no cumplía, los fondos se suspendían y la
Operación Retorno podía fracasar. Además, pese a la distancia,
entendió que la Revolución Cubana había impactado entre los
jóvenes argentinos y necesitaba crear una estructura que los
integrara al peronismo. Esa nueva columna partidaria, formada

hs
por militantes que soñaban con la revolución, también podía
servir para frenar la ofensiva de Vandor y sus gremialistas.
El Movimiento Revolucionario Peronista (MRP), creado en
Puerta de Hierro y conducido por Villalón en Buenos Aires,
intentó satisfacer las promesas del General a los comandantes
Castro y Guevara. Villalón no era un revolucionario con fama
internacional, ni mucho menos un cuadro de la izquierda na-
cional, pero manejaba las exportaciones de habanos Cohiba y
ese negocio lo ponía cerca de Castro, Guevara y la Revolución
Cubana.
La creación del Movimiento Revolucionario Peronista sirvió
para que el General demostrara que cumplía con su palabra,
pese a que su pensamiento ideológico estaba lejos de aceptar
los razonamientos básicos de Carlos Marx y Vladímir Ilich Le-
nin. Se trataba de un bluff para engañar a Castro, contener a
Vandor y seducir al Che, que se preparaba para combatir en el
Congo y luego marchar a Bolivia.
Pese a sus esfuerzos escénicos, el ilusionismo desplegado
por el General no confundió a los líderes de la Revolución
Cubaña. En La Habana sabían que el General había simpati-
zado con Benito Mussolini y refugiado a jerarcas nazis, pero se
trataba de sumar en una época plagada de golpes de Estado y
dictaduras militares apoyadas desde Washington. Cuba estaba
aislada y fuera de la OEA, y Perón podía ayudar a saltar el cerco
impuesto por la Casa Blanca.
A mediados de abril de 1964, el comandante Guevara llegó
clandestino a Madrid. Venía de Ginebra, tras participar en una
Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo,
y luego se iba a París para mantener contactos secretos con la
izquierda francesa antes de iniciar su desembarco en el Congo.
Guevara ya tenía diferencias con Castro sobre las relaciones
económicas y militares que unían a La Habana con Moscú, y
había perdido las esperanzas de lograr que Perón abandonara
España para continuar con su exilio en Cuba. John William

74
Cooke, refugiado en las Isla, había tentado al General para
dejar Europa y acercarse á Buenos Aires. Pero el ex Presidente
conocía las reglas de juego y sus límites políticos: si saltaba a los
brazos de Fidel jamás regresaría al balcón de la Casa Rosada.
Sin embargo, para la preparación de su retorno necesitaba
plata, respaldo logístico y apoyo político: tenía que demostrar
que no estaba solo, y que sus movimientos podían provocar un
sismo en la región. Así fue como profundizó su bluff revolucio-
nario para llamar la atención de la Casa Blanca, aprovechando
las ambiciones de Castro y el romanticismo de Guevara.
En plena Guerra Fría, tras la Crisis de los Misiles, alar-
dear con un acercamiento a la Revolución Cubana ponía a
Washington en la disyuntiva de negociar con él o facilitar el
trabajo de reclutamiento de Fidel y Guevara. Perón forzaba
esta disyuntiva cuando no desmentía la presunta vinculación
entre la Resistencia al gobierno de Illia y las operaciones del
Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), creado por Jorge Ri-
cardo Masetti, un periodista que dejó las letras y tomó el fusil
convencido por Guevara.
El General sabía cómo se escribían los cables de la Agen-
cia Central de Inteligencia (CIA) y encadenó unos supuestos
ingredientes conspirativos para cocinar una ventaja política:
Cooke y Guevara confabulaban en La Habana y trataban de
cambiar su residencia en el exilio, mientras Masetti, amigo del
Che y entrenado en Argelia, lanzaba una operación foquista
que trataba de reclutar militantes de la Resistencia Peronista.
Con esta trama de ficción y asignados los personajes del presun-
to complot internacional, había que encontrar un escenario
a la medida de las circunstancias. Perón no dudó: Montevi-
deo, con su lento trajín y la cercanía con Buenos Aires, era
un lugar perfecto para unir las piezas y lanzar una acción que
supuestamente colocaba a Moscú en un área de influencia de
Washington.
El guión era lineal, efectivo y esbozaba una conspiración in-

Ds,
ternacional a medida de los temores que despertaba la Guerra
Fría. Perón era un agente de Fidel Castro y Ernesto Guevara, su
potencial regreso a Buenos Aires implicaba una ola revolucio-
naria en Sudamérica y el comienzo de un desembarco masivo
de la Unión Soviética en el patio trasero de los Estados Unidos.
Si el General quería despertar la atención de Washington,
rápidamente logró su objetivo. Porque la estación local de la
CIA en Montevideo, cumpliendo órdenes directas, usó parte
de su tiempo y su infraestructura para seguir y controlar los
contactos entre los exiliados peronistas y los agentes cubanos
apostados en Uruguay. Allí operaba Villalón, jefe del Movi-
miento Revolucionario Peronista, ejecutando instrucciones
directas del General.
«Después del derrocamiento de Perón en 1955, Montevi-
deo ha sido un asilo seguro para los peronistas cuyas actividades
en la Argentina sufrían un período de severa represión. Se con-
sidera que nuestra estación en Buenos Aires es un poco floja
para lograr infiltrarse contra los peronistas, particularmente los
peronistas de extrema izquierda. La estación de Montevideo,
por. ebcontrario, ha tenido éxito en varias operaciones contra
peronistas exiliados, a través de los cuales se conoció el apoyo
que Cuba les da a los peronistas. Una operación de audio, que
se realizó en el departamento de Julio Gallego Soto, un perio-
dista exiliado, reveló la relación clandestina entre Gallego y el
anterior jefe de la Inteligencia cubana en Montevideo, Earle
Pérez Freeman», aseguró el agente secreto Philip Agee, apos-
tado en la capital de Uruguay, en un cable enviado al cuartel
general de la CIA.
El despacho de Agee tiene que leerse desde dos perspecti-
vas diferentes. Consolidó el mito de una conspiración tramada
por Perón y Guevara para establecer una cabecera de playa del
Kremlin en América Latina, y aportó un nombre clave que los
burócratas de la CIA jamás entendieron: Gallego Soto, que
era un correo que unía Puerta de Hierro con La Habana, y

76
facilitó los encuentros secretos entre el General populista y el
Comandante revolucionario.
Gallego Soto dormitaba en su habitación del hotel Plaza de
Madrid, cuando escuchó que golpeaban a la puerta. Abrió con
cuidado y se topó con un mensajero vestido como sacerdote
que le entregó un correo escrito por Perón. El General orde-
naba que fuera a Puerta de Hierro. Gallego Soto y el supuesto
fraile se subieron a un auto y avanzaron por la carretera hasta
la quinta 17 de Octubre: el sacerdote entró manejando y Ga-
llego Soto recostado en el asiento de atrás, para esquivar a la
Guardia Civil de Franco que estaba desplegada en los portones
de la residencia.
—Bajá —ordenó el mensajero.
Gallego Soto entró en la quinta por la puerta de atrás y
en el living se encontró a Perón, que le pidió que manejara
ciertos fondos provenientes de la Revolución Cubana y de la
venta internacional de habanos. El General explicó que los
fondos serían girados desde La Habana a cuentas numeradas
en los Estados Unidos, Francia, Uruguay y España, para facilitar
su retorno, financiar el foco guerrillero de Masetti en Salta y
apoyar la Resistencia Peronista contra Illia.
Gallego Soto quedó impactado por la misión y por el audi-
torio. No estaba solo con Perón: había un puñado de barbudos
vistiendo uniformes verde oliva, y el acento de sus voces era
inconfundible: cubanos. Guerrilleros cubanos reunidos con Pe-
rón en Puerta de Hierro, planificando una ola revolucionaria
en América Latina, a menos de veinte minutos de los cuarteles
del generalísimo Franco. Una escena fantástica que ocurría
de verdad en la quinta del líder político más importante de la
Argentina.
Gallego Soto no quería hacerse cargo de la administración
de los fondos cubanos, pensaba que era una responsabilidad
gigantesca y una condena a muerte sin fecha de vencimiento.
Perón insistía y no se daba por vencido, hasta que medió un

17
invitado que permanecía en las sombras y se escondía en un
hábito religioso. Era el Che, que en un segundo convenció a
Gallego Soto. |
Desde ese momento, abril de 1964, el General tuvo las par-
tidas necesarias para comprar su pasaporte paraguayo, a nom-
bre de Juan P. Sosa (número 000940), remozar la quinta 17
de Octubre, apoyar a los militantes en la Argentina y llenar la
heladera como Dios manda.
Isabelita veía preocupado a Perón, tenso por su probable
regreso a la Argentina. Entonces, aprovechando que se estre-
naba Mi Viejo Buenos Aires, arrastró al General a una función
privada de la película que organizaron en su honor Hugo del
Carril y Mariano Mores. Perón estaba feliz, e Isabel también,
porque tanto ajetreo político había terminado con sus camina-
tas por la calle Serrano y las visitas a la librería Aguilar, adonde
el General compró Estudio de la Historia de Arnold Toynbee, y
su tercera esposa El tercer ojo del falso lama Lobsang Rampa.
Perón se distendía, cerraba tratos con Guevara y trataba de
evitar que su entorno complicara el presunto fin del exilio en
España. Isabel, que era la Jefa del Entorno de Puerta de Hierro,
se hacía llamar «Señora» por las mucamas, practicaba el espiri-
tismo en las siestas y concurría a misa con Pilar Franco, hermana
del Generalísimo. Debajo de la Señora estaba Jorge Antonio, em-
presario, empleador del jerarca nazi Adolf Eichmann, confesor
de Perón y contacto secreto con Franco. Un escalón más abajo
se encontraba José Cresto, padrastro sui generis de Isabelita,
compañero de caminatas matutinas del General y minúsculo
conspirador casero que también era adicto a las ciencias ocultas.
Casi en el mismo rango interno, pero con el cargo de vocero de
Perón, estaba Manuel Algarbe, celoso de Cresto, reticente con
Isabelita y sospechado de trabajar para los espías de la embajada
argentina en Espana.
A este grupo cerrado, que convivía en Puerta de Hierro,
se sumaba el delegado personal Héctor Villalón, el comando

78
táctico liderado por Vandor, los amigos íntimos como Ramón
Landajo y los peregrinos de turno que llegaban a Madrid para
jurar amor eterno al líder exiliado.
El General recibía a los peregrinos y aprovechaba esos mo-
mentos para tomar aire y quebrar la monotonía de un entorno
conducido por Isabel. Usaba las oficinas de Jorge Antonio, en
Paseo de la Castellana 56, adonde recibió a Vicente Leónidas
Saadi y un amigo que pasaba por Madrid antes de aterrizar
en Siria. Iba a Damasco para conocer a la familia de su futura
esposa y comentó al pasar que había nacido en la misma pro-
vincia que Isabelita. Perón lo miró y sonrió con diplomacia.
Era Carlos Saúl Menem.
El regreso de Perón se había transformado en una cuestión
de Estado que involucraba a todos los protagonistas del poder.
Mlia dejó avanzar la Operación Retorno para acotar las verdade-
ras intenciones de Vandor, que ya negociaba un golpe con los
militares. El Lobo sonreía en España y frenaba en la Argentina
todos los movimientos que significaran un respaldo popular al
regreso del líder exiliado: si Perón no volvía, se quedaba con
el peronismo.
Los militares, a su turno, asfixiaban a Illia y aprovechaban la
Operación Retorno para fortalecer un plan de alzamiento con-
tra la democracia que ya había empezado a ponerse en marcha.
Y Perón, que soñaba con volver, usaba a Jorge Antonio para
promover acciones de contrainteligencia que buscaban con-
fundir al gobierno radical, a Vandor y a las Fuerzas Armadas.
«En una oportunidad, a los efectos de establecer la reacción
de los servicios de inteligencia, tanto argentinos como extran-
jeros resolvimos hacer un simulacro de operativo. Aconsejé a
Vandor y a los otros tres, dado que Delia —invitada por Isabeli-
ta— vivía en casa del General, que abandonaran el hotel donde
estaban de modo intempestivo, pidiendo al conserje guardar
absoluto secreto sobre la partida. Así lo hicieron. Tomaron dos
taxis y, luego de dar algunas vueltas, fueron al edificio “Torre de

79
Madrid”, donde previamente, habían tomado un departamen-
to, con nombres supuestos. No se cuál habrá sido la reacción de
los otros servicios, pero si sé, de modo positivo, que la embajada
argentina en Madrid transmitió de inmediato la partida de Pe-
rón. En Buenos Aires, esa noche no durmió Illia y tampoco lo
hicieron ninguno de los integrantes de su gabinete. Estuvieron
reunidos desde que llegó la información hasta la entrada de la
mañana siguiente, cuando se enteraron de la verdad. Aquello
nos dio la pauta sobre el estado de ánimo del gobierno argenti-
no. Seguramente Illia habrá estado en pijama», reveló Antonio
con una pizca de ironía.
No hay certeza sobre el vestuario de Illia, pero está con-
firmado que una parte del gabinete y los secretarios militares
pasaron la noche en Casa de Gobierno. La información desde
Madrid aseguraba que el General viajaba hacia Buenos Aires
con escalas en Lisboa y Lima. El canciller Miguel Ángel Zavala
Ortiz, reconocido antiperonista, sugería prohibir el retorno
de Perón y exigía solidaridad a los gobiernos de la región para
evitar que el Presidente depuesto aterrizara en Ezeiza.
—«¿Es cierto que habló por teléfono a la embajada de Ar-
gentina en Lima para saber si Perón va hacia allá? —le pre-
guntó un periodista a Zavala Ortiz, antes de abandonar la Casa
Rosada.
—Sí. Nos han comunicado que el gobierno peruano no
tiene interés en recibirlo a este señor —replicó el canciller
radical.
Mientras Jorge Antonio ajustaba en Madrid los detalles de
la Operación Retorno, en Buenos Aires se libraba una pelea
silenciosa que enfrentaba a los leales de Perón con el aparato
gremial que manejaba Vandor. El General había ordenado una
masiva recepción al presidente de Francia, Charles de Gaulle,
la organización de un acto militante para recordar el 17 de
octubre de 1945 y una fuerte campaña popular a favor del
regreso del líder.

80
A comienzos de octubre de 1964, el presidente De Gaulle
llegó a Buenos Aires y se entrevistó con su colega Illia. Para
cumplir con las órdenes de Perón, la CGT pegó carteles con la
imagen del héroe de la Segunda Guerra Mundial y se organizó
un acto en Plaza Francia. Los militantes gritaban: «De Gaulle,
Perón, un solo corazón». Fue un fracaso: apenas había gente
para llenar diez colectivos.
«Perón nos había impartido expresas directivas en el sentido
de que el peronismo debía recibir calurosamente a De Gaulle.
Esto no fue tan así dado que la figura de De Gaulle resultó no
demasiado convocante para el peronismo», señaló diplomático
Antonio Cafiero. En cambio, el mayor Bernardo Alberte fue
preciso y contundente: «La recepción a De Gaulle no arrojó
los resultados esperados. El gobierno con diez mil hombres de
seguridad frustró nuestro intento desde el nacimiento y la exte-
riorización peronista no fue masiva», escribió a Perón, para que
no hubiera dudas sobre la responsabilidad de Vandor.
Frente al fracaso en la recepción a De Gaulle, se extrema-
ron los esfuerzos para garantizar una asistencia masiva al acto
convocado en Plaza Once para recordar el 17 de octubre de
1945. La convocatoria fue exitosa, y por primera vez desde
1955, miles peronistas cantaron la marchita y recordaron a su
líder exiliado, que escondía los detalles de su regreso a la Ar-
gentina.
Sin embargo, en su discurso que cerró el acto partidario,
Vandor anunció que Perón regresaba al país, y permitió que un
locutor leyera un comunicado que revelaba los detalles básicos
del operativo de regreso. Fue una maniobra inesperada, que
jugaba a favor de Illia, los militares y el propio Lobo. Sin secreto
en la movida política, se perdía el factor sorpresa. Y sin factor
sorpresa, Perón era una pieza muy fácil de sacrificar.
«Luego de los discursos se leyó una declaración donde se
anunciaba la creación de la Comisión “Retorno” y se daban
detalles sobre la operación. Mientras la gente deliraba de júbilo

81
experimenté una sensación desagradable. Sin las condiciones
del secreto, entonces no tuve ninguna duda de que la ope-
ración estaba destinada al fracaso», recordó Miguel Gazzera,
dirigente del gremio fideero.
El anuncio oficial del retorno de Perón causó una guerra
de nervios que se extendió por América Latina, Europa y los
Estados Unidos. El canciller radical Zavala Ortiz hizo lobby
internacional para evitar que los gobiernos de Brasil y Uruguay
recibieran al General exiliado. Zavala Ortiz presionaba sin di-
plomacia y pedía al Departamento de Estado que convalidara
sus maniobras políticas. Desde Washington avalaban la acción
del canciller de Mlia y ordenaban a sus embajadores que se
plegaran a la estrategia del gobierno argentino. Los Estados
Unidos preferían a los militares que al presidente Illia, pero
utilizaban a la democracia radical como tope frente a la estra-
tegia de Perón y su operación de regreso al poder.
Desde Madrid, el General entendía el juego y movía sus
propias piezas. El combate era silencioso y ambas facciones se
esmeraban para ejecutar sus planes y derrotar al enemigo. Jor-
ge Antonio usaba los dólares cubanos y sus contactos políticos
para beneficiar al General, pero la embajada de los Estados
Unidos en España y los servicios de inteligencia del Ejército
también hacían su faena. La pelea se hizo obvia cuando Anto-
nio decidió que el General regresara en avión, una alternativa
que fue bombardeada por el gobierno de Illia.
«Tenía la intención de tomar un vuelo “charter” para mar-
char directamente a Buenos Aires. Con el poco peso que el
avión llevaría —arrendado solamente para nosotros— el com-
bustible que se cargara en Europa le permitiría llegar en vuelo
directo a Ezeiza o cualquier aeropuerto de la Argentina donde
pudiesen operar aparatos a reacción. Teníamos dos máquinas
contratadas. Una era de Air France y la otra de Swissair. Esto
se hizo sin especificar para qué serviría el vuelo. Todo andaba
normalmente», recordó Antonio ante la pregunta.

82
Sin embargo, la situación no era tan sencilla. Los gerentes
de Air France y Swissair informaron a sus casas matrices, que
a su vez giraron la información a las autoridades políticas de
Francia y Suiza, que por su parte consultaron a los embajado-
res de los Estados Unidos asentados en París y Berna, que in-
mediatamente enviaron cables clasificados a Washington para
preguntar qué hacían con las reservas solicitadas a Air France
y Swissair. La respuesta llegó sin demoras desde Washington:
sl los aviones eran para el General, los aviones no salían por
dificultades técnicas y comerciales. Aunque Antonio pusiera
todos los dólares de La Habana sobre la mesa.
El cordón político y diplomático contra Perón no tenía lí-
mites ni sutilezas. Si Antonio quería un camarote en primera
clase para llevar al General, la respuesta era negativa, y poco
importaba el valor del ticket o si, en definitiva, el barco atracaba
vacío en Buenos Aires. Tres veces, en menos de una semana,
Antonio escuchó idéntica negativa en las compañías navieras.
«Con Iberia ocurrió igual que con Air France y Swissair. Si
bien de un modo más amigable, la autoridad de la empresa
española se negó a concretar el vuelo “charter”, justamente
una semana antes de la fecha fijada para su iniciación. Recurri-
mos entonces al método de cualquier viajero común. Teníamos
nuestra documentación en regla, la misma era paraguaya, pues
las autoridades argentinas nos negaron permanentemente la
que por derecho nos correspondía. Reservamos, pues, nuestros
lugares en la cabina de primera, de un vuelo regular. Lo hici-
mos en primera», reveló Antonio.
Antes de reservar los pasajes en Iberia, y para evitar un nue-
vo fracaso, el empresario argentino había solicitado una entre-
vista con Francisco Franco. Oscuro dictador, dueño de la vida
y la muerte en España, el Generalísimo recibió a Antonio por
contados minutos. «¿Nos da permiso para irnos en un avión de
Iberia?», preguntó el empresario al dictador sin perder tiempo.
«Hijo, yo no sé si a ustedes les va a ir bien en este viaje. Yo

83
creo que tienen demasiada ilusión; si llega a ir bien, cuando
tú vuelvas seguramente te vamos a condecorar por tu lealtad
a tu amigo; pero si sale mal, los vamos a expulsar a todos de
España, menos a Perón. A Perón no lo puedo expulsar porque
los españoles son capaces de expulsarme a mí», replicó Franco
con inesperada sinceridad.
José Manuel Algarbe, secretario privado de Perón, se opo-
nía a la Operación Retorno. Creía que Antonio, Isabelita y su
padrastro José Cresto se aprovechaban del General y su nostal-
gia para empujar un regreso al poder que era incierto. «Todos
piensan que Perón quería volver a la Argentina, pero yo sé que
no quería. Un hombre que en 1962 empieza a construirse una
quinta en Madrid para quedarse toda la vida, es un hombre que
no sueña con volver», explicó Algarbe en su momento.
Perón necesitaba saber si Chile o Brasil podían ser utiliza-
dos como escala previa al desembarco final en la Argentina.
Entonces, envió a Algarbe a Santiago para averiguar si podía
quedarse en la capital chilena, y si el gobierno de Eduardo
Frei estaba dispuesto a protegerlo, ante un probable pedido de
extradición de lia. Algarbe no tuvo tiempo de preguntar: fue
expulsado inmediatamente de Chile y debió tomar un avión
de Lufthansa rumbo a Europa.
«Fue así que, al volver de Chile, me encerré con el General
en el dormitorio mientras Cresto corría en busca de Isabel. “Mi
General”, le dije, “a usted no lo van a dejar ni volar por arriba
de nuestro continente.” Sentí que Perón estaba convencido de
que yo le decía la verdad. En eso apareció Isabel agitadísima, en
bata y chancletas. Cuando la vio Perón, quiso agrandarse, como
todo viejo que tiene una mujer joven. Ella lo agarró del brazo, lo
sacudió y le dijo: “¡Qué miedo te tienen, Perón!”, para provocar
su orgullo machista. De hombre amilanado, Perón se transformó
en valeroso. Me dijo: “Mire, Algarbe, si yo alguna vez hubiera
dudado en volver, esa duda se habría disipado con lo que usted
acaba de decirme”», recordó el secretario privado del General.

84
El primero de diciembre de 1964, a las siete de la tarde,
Jorge Antonio llegó con su auto a Puerta de Hierro para bus-
car a Delia Parodi, que vivía en la quinta 17 de Octubre junto
a Perón e Isabelita. El General no salió de la casa porque si-
mulaba una gripe, y su esposa sugirió usar un Mercedes Benz
220s gris que estaba guardado en un garaje, cuando el chofer
de Antonio aseguró que su auto no arrancaba por el frío de la
noche madrileña.
Un empleado del matrimonio Perón trajo el Mercedes has-
ta la puerta de la quinta, Parodi se sentó atrás y Antonio se puso
al volante. Isabelita saludaba y sonreía. Cuando el auto arrancó,
solo se escuchaba una televisión encendida. El General viajaba
escondido en el baúl: volvía a Buenos Aires.
Antonio y Parodi iban en silencio, Perón se quejaba por
las sacudidas del auto. «La puta, que incómodo se viaja allí
adentro», dijo cuando Antonio lo liberó del encierro entre las
almohadas y la colcha que protegía su espalda.
En medio de la noche cambiaron de auto: un Seat 1500
negro llevó a Perón, Antonio y Parodi hasta un hotelito cercano
a Barajas, donde aguardaba el resto de la delegación. Comían
paella y contaban las horas antes de abordar el vuelo 901 de
Iberia.
Cerca de las once de la noche, cuando Perón cenaba en el
hotelito, la Guardia Civil asignada en Puerta de Hierro descu-
brió que estaba en problemas. El ex Presidente se había fugado,
frente a sus narices, en el baúl del Mercedes Benz 220s. «El jefe
de los custodios, que era un hombre de mucha experiencia, lle-
gó como a las once de la noche y se extrañó de que el General
no hubiera bajado en persona a decirles “hasta mañana”. Le
dijeron que era normal, porque estaba en la cama, con gripe.
Al ver la lista de visitas, descubrió que por la quinta habían pa-
sado Jorge Antonio y Delia Parodi. “¿El General los acompañó
hasta el Porsche?”, preguntó. “No”, le dijeron. “¿No ve que está
enfermo?” Eljefe se dio un manotazo en la frente y exclamó:

85
“¡Coño, se nos ha ido!” Sin confirmar siquiera si tenía o no
razón, salió en su auto a toda velocidad hacia Barajas», relató
Algarbe, por entonces secretario privado de Perón.
Mientras tanto, en el aeropuerto de Barajas, periodistas,
agentes de inteligencia, funcionarios de la dictadura española,
diplomáticos argentinos y curiosos aguardaban que el General
llegara para tramitar los papeles de su regreso a Buenos Aires.
Ya sabían que Perón embarcaría en el vuelo 901 de Iberia.
La espera fue en vano. Franco cumplió con Antonio y en-
vió al segundo jefe del Estado Mayor del Ejército para facilitar
la salida de Perón y su comitiva. El oficial ya tenía todos los
papeles sellados y puso a disposición del ex Presidente una
furgoneta de Iberia que se trasladó desde el hotelito hasta el
aeropuerto de Barajas. La furgoneta utilizó un camino lateral,
que fue liberado por indicación del segundo jefe del Ejército,
que cumplía órdenes directas del Generalísimo.
El dos diciembre de 1964, pasada la medianoche, Perón,
Antonio, la comitiva y dos guardaespaldas se aprestaban a subir
al avión de Iberia. No solo la custodia portaba armas cortas
sin autorización legal, el General, los sindicalistas y el empre-
sario habían decidido extremar las condiciones de seguridad.
Por eso, cuando llegaron a la manga del avión se pusieron en
guardia. El presidente de Iberia exigía hablar con Antonio. Si
el empresario argentino no comparecía, Perón no podía subir
al DC-8 de la companía española.
«En el aeropuerto, antes de embarcar, fui citado por los prin-
cipales directivos de Iberia. Tuve que firmar una nota-convenio,
por la cual se me hacía responsable de cuanto pudiera ocurrir en
ese vuelo, que estuviera relacionado directamente con el general
Perón. Naturalmente, firmé sin leer», recordó Antonio.
En la cabina de primera clase, solo viajaban Perón y Anto-
nio. Dormitaron, tomaron café y planearon el futuro. Nueve
horas después, ya en Río de Janeiro, el General estaba expec-
tante, desconfiaba de la situación.

86
—Vamos a ver cómo se portan estos, no me extrañaría que
nos quisieran hacer una perrería —comentó.
—Senor, estos son los reyes de la legalidad. Nosotros tene-
mos todos nuestros papeles en regla y, además, estamos sola-
mente en una escala. Cualquier cosa que intentaran sería de
una manifiesta arbitrariedad —replicó Antonio.
—Sí, tiene razón. Pero vamos a ver que nos dicen ahí abajo.
El General acertó. Cuando estaba llegando al espigón inter-
nacional, un escuadrón de soldados armados rodeó la nave de
Iberia y tomó el control. Minutos más tarde, se abrió la puerta
del avión y el jefe de Ceremonial de la Cancillería de Brasil
exigió hablar con el General. Antonio se negó y levantó la voz.
De poco sirvió: el funcionario llegó hasta a Perón y le anunció
la decisión del gobierno.
—Senñor, por orden superior debo decirle que no podrá us-
ted, ni ninguno de sus acompañantes, continuar hacia Buenos
Aires. Les rogamos que nos acompañen, tendrán que esperar
aquí hasta que haya un vuelo que los lleve de regreso a España
—indicó el funcionario, apoyado por un puñado de soldados
que había irrumpido en el DC-8.
—Yo no acepto invitaciones ni órdenes de los brasileños.
Por lo tanto no pienso descender del avión —replicó Perón.
—Si usted no acepta nuestra invitación —insistió el fun-
cionario levantando la voz—, tendrá que bajar por la fuerza.
—No vamos a bajar, no violamos ninguna norma interna-
cional. Somos pasajeros en tránsito.
—General, si no bajan, están todos detenidos. Incluso la
tripulación del vuelo.
La amenaza del funcionario civil desarmó a Perón.
—No es necesario que molesten a la tripulación, si estamos
detenidos, nos damos como tales —aceptó el General. Y en un
instante, rodeado de soldados, fue metido en una camioneta
que lo llevó hasta un casino de oficiales custodiado por un
batallón del Ejército.

87
El General y su comitiva estuvieron diecisiete horas deteni-
dos. Antonio encendió un televisor que repetía cada diez minu-
tos la noticia del fracaso de la Operación Retorno. Los «Cinco
Grandes» estaban pálidos, mudos, transpirados. Perón, molesto
y cansado, pidió papel y escribió una carta a la militancia que
resumía su estado de ánimo.
«Aún ignoramos las causas de nuestra detención, aunque
está bien claro que se trata de presiones extrañas ejercidas so-
bre este gobierno dictatorial en las que no sería ajeno el go-
bierno argentino, que una vez más se pone en evidencia lo falaz
de sus declaraciones de pacificación y legalidad. Yo regresaré a
pesar de ellos y los cipayos que están sirviendo los más oscuros
intereses imperialistas, que es de donde provienen las órdenes
para hacer del cacareado “mundo libre” una triste parodia que
avergúenza a los hombres y a los pueblos realmente libres. Ser-
virse de los brasileños para impedir que un argentino pueda
entrar en su Patria ha de ser de una indignidad que nunca ha
ocurrido en nuestro país», se lamentó Perón desde Río de Ja-
neiro, en su carta fechada el 2 de diciembre de 1964.
El fracaso del Operativo Retorno fue cocinado por la pre-
sión diplomática del canciller Zavala Ortiz —copiloto civil en el
raid militar que bombardeó la Plaza de Mayo— y la calculada
prescindencia de Illia. En la madrugada del 2 de diciembre,
cuando el avión de Iberia cruzaba el Atlántico rumbo a Río de
Janeiro, Zavala Ortiz ordenó al embajador argentino en Bra-
sil que solicitara al dictador Humberto Castello Branco y a su
canciller Vasco Leitao Da Cunha que expulsara a Perón para
evitar que llegara a Buenos Aires.
El embajador en Brasil, respaldado por los contactos del
Ejército argentino con los militares brasileños, alegó que el re-
greso de Perón podía significar una sublevación contra Illia y su
eventual derrocamiento. El dictador de Brasil y su canciller Da
Cunha creyeron en esos argumentos e inmediatamente orde-
naron que Perón no pudiera seguir en viaje hasta la Argentina.

88
«Yo hice una gestión ante el gobierno de Brasil a través de
nuestro embajador en eserpaís y las razones que di y la credibili-
dad absoluta que había hacia nuestra palabra en ese tiempo, no
solamente en Brasil sino en muchos países, hizo que a pesar de
lo inusitado del pedido, inclusive de la hora en que se tuvo que
formular porque fue en la madrugada del viaje, estando el Pre-
sidente del Brasil, el mariscal Castello Branco, y el ministro de
Relaciones Exteriores, Vasco da Cunha, ya en sus reposos domi-
ciliarios, dieron su aprobación el Presidente y la cancillería del
Brasil para que se detuviera el vuelo de Perón por aquello, que
es un principio internacional, que los países deben evitar que
con su anuencia o sin su anuencia, pero con su intervención
pueda causarse daño peligroso a un país amigo. Es así como
Brasil pudo justificar perfectamente su situación y no hubo
quejas por su actitud», reconoció Zavala Ortiz años más tarde.
La confesión tardía del entonces canciller radical contrasta
con sus declaraciones ante los periodistas que cubrían en Bue-
nos Aires el fracaso de la Operación Retorno.
—Este es un problema que lo resuelve exclusivamente el
gobierno de Brasil y nosotros no tenemos ninguna intervención
en la solución del problema, de tal modo que dicho asunto de-
penderá de lo que quisiera hacer el gobierno de Brasil —aseguró
Zavala Ortiz tras mantener una reunión con el presidente Illia.
—¿Qué información tiene del viaje? —interrogó un cro-
nista.
—La información que poseo es que el gobierno de Brasil
no habría permitido que se tomase a ese país como etapa de un
viaje al que se le asigna una intención subversiva e inamistosa...
—La agencia France Presse asegura en un cable que la Ar-
gentina solicitó al gobierno de Brasil que no permita que el
avión que trasladaba a Perón continuara con su viaje... -—in-
sistió otro periodista.
—Prefiero que sobre esto sea el gobierno de Brasil el que de
toda la información, ya que el mismo ha asumido la responsa-

89
bilidad de la medida —cerró Zavala Ortiz antes de abandonar
Casa de Gobierno.
La estrategia del presidente Illia fue simple. Se mostró pres-
cindente y dejó actuar a su canciller, que tenía una aversión
personal contra el general exiliado en España. Zavala Ortiz fue
eficiente, se montó sobre los temores del régimen de Castello
Branco y con la información de la CIA, que supo en tiempo real
los movimientos de Perón, dinamitó la Operación Retorno.
En Buenos Aires, el gobierno de Illia se había anotado un
triunfo político, pero aún aguardaba una fuerte reacción po-
pular a favor del ex Presidente. Los servicios de inteligencia
de la Marina y el Ejército sabían que distintas organizaciones
peronistas planeaban ocupar las calles para reproducir un 17
de octubre contra Illia, y no descartaban ejercer una fuerte
represión policial para evitar que el reclamo popular levantara
el cerco contra Perón.
El plan para sublevar a los trabajadores había quedado en
manos de Adolfo Cavalli, un sindicalista del gremio petrolero,
aliado de Vandor y cercano a los militares que conspiraban
contra Mlia. Cavalli no movió un solo peón, y dejó en claro que
Vandor deseaba transformar al General en una simple figura
decorativa, aunque llevara tiempo y cierto desgaste político.
Mientras tanto, en Río de Janeiro, Perón y su comitiva es-
peraban que regresara la nave de Iberia que había continua-
do su vuelo sin los protagonistas del Operativo Retorno. El
General exhibía una mezcla de bronca contenida y pesar, y
los «Cinco Grandes» se movían por los rincones del casino de
oficiales tratando de esquivar la mirada acusadora del líder
aún exiliado.
«Vandor y Framini estaban totalmente apabullados por la
fuerza de los hechos. Quizá meditaron sobre su propia respon-
sabilidad en la frustrada operación del retorno. Vandor, con
sus ojos arrasados por las lágrimas, me dijo: “Esté seguro, Jorge
Antonio, de que nuestras fuerzas no vacilarán un segundo y

90
saldrán a las calles en una manifestación gigantesca. Estoy con-
vencido de que no seremos traicionados”», recordó Antonio.
Era mentira. El Lobo simulaba cuidar a las ovejas. Su plan
era un peronismo sin Perón, y el fracaso de la Operación Re-
torno fortalecía su estrategia. Vandor apostaba a un liderazgo
político desde Buenos Aires, mientras el General pasaba las ho-
ras matando hormigas en Puerta de Hierro. Si Perón hubiera
regresado triunfante, el Lobo se habría transformado en una
simple pieza del Movimiento Nacional Justicialista.
El 3 de diciembre de 1964, Perón subió al avión que debió
terminar con su exilio. En cambio, mudo y ajado, abrochó su
cinturón de seguridad para escuchar la última afrenta del go-
bierno del Brasil: si se atrevía a cambiar el rumbo obligatorio
hacia España, la Fuerza Aérea tenía autorización de tumbar la
nave de Iberia. Una amenaza sin sentido: el avión estaba reple-
to de pasajeros, y era obvio que la dictadura de Castello Branco
jamás atacaría una nave del generalísimo Franco.
Al promediar el vuelo, Perón sufriría nuevos contratiem-
pos. No le autorizaban el regreso a Madrid, y todos sus acom-
pañantes habían sido expulsados de España. El avión aterrizó
en Sevilla, y el General y su comitiva quedaron retenidos en el
hotel Alfonso XII. No podían salir de sus habitaciones, hablar
con los periodistas o recibir visitas. Perón lo puteaba a Franco
y tramaba su venganza contra Vandor. El General ya sabía que
el Lobo no había movilizado a los trabajadores en Buenos Aires
para lograr que Illia autorizara su aterrizaje en Ezeiza.
Días más tarde, por una gestión de Antonio, Perón y su
comitiva se trasladaron a Torremolinos, adonde quedaron rete-
nidos en el hotel Riviera. Finalmente, Vandor, Framini, Parodi,
Lascano e Iturbe partieron a Madrid para conectar con Nueva
York, y desde allí volar hasta Buenos Aires. No fue posible: nin-
guno tenía visas de los Estados Unidos y ante una consulta de
la diplomacia norteamericana, el gobierno de Illia miró hacia
otro lado. Fue una decisión política: a la misma hora que los ex

91
«Cinco Grandes» estaban atascados en el aeropuerto de Nueva
York, el canciller argentino Zavala Ortiz representaba a Illia en
la Asamblea Anual de Naciones Unidas.
Tres días después, pasando nuevamente por Madrid, Van-
dor y sus compañeros lograron aterrizar en Ezeiza. No tuvieron
un buen recibimiento: volaron los piedrazos, y el Lobo estuvo
a punto de recibir una paliza, ejecutada por una patota de
militantes que era leal a Perón.
Horas más tarde, en el hotel Castelar, Vandor pretendió
hacer una conferencia de prensa para explicar las causas del
fracaso. Ni siquiera pudo sentarse frente a los periodistas, por-
que apareció la patota de Guillermo Patricio Kelly para ajustar-
le cuentas. La gresca fue importante, y la conferencia fracasó.
Vandor estaba acorralado, pero no le importaba: tenía un plan,
aún tenía poder y, fundamentalmente, el General continuaba
exiliado a once mil kilómetros del Obelisco.
Hacia fines de diciembre de 1964, Franco permitió que
Perón regresara a Puerta de Hierro. El Generalísimo español
ordenó al General argentino que se cerrara la boca y se limitara
a pasear por la quinta 17 de Octubre. No podía recibir visitas
políticas y menos aún conversar con los periodistas. Era un
exilio dentro del exilio. Perón ardía, y apuntaba directo contra
la dictadura franquista y la Casa Blanca, ocupada entonces por
Lyndon B.Johnson.
«Sobre mi viaje a la Argentina nos ha dejado muchas en-
señanzas y la próxima vez no podemos fallar. No podíamos
contar que los macacos tuvieran una conducta semejante que,
indudablemente, no viene de ellos sino de sus mandantes, los
malditos yanquis, de los que los brasileños han demostrado
ser pobres cipayos. No es de extrañar porque lo mismo sucede
en España, donde todos los días se habla de “cojones”, pero
luego estos no aparecen por ninguna parte como tampoco la
dignidad. Es que lo sublime de la dignidad no está solo en su
enunciado.
»La impresión de muchos amigos españoles, que también
los hay, es que aquí “nos han hecho una faena” como ellos di-
cen cuando le ponen a uno una cáscara de banana. Se trataría
de un acuerdo de los yanquis con algunos personajes espa-
noles, para que se me dejara viajar y se me volviera desde el
trayecto, tal como ha ocurrido, así el gobierno español podría
plantearme la situación de que abandonara mis actividades
políticas o me fuera del país, neutralizándome así para el futu-
ro. Los hechos parecen confirmar esta especie, porque desde
mi regreso me han recibido con una piedra en cada mano, a
pesar de haber viajado con toda la documentación en regla.
Ello me confirma que España es actualmente una colonia más
de los Estados Unidos», aseguró Perón el 28 de diciembre de
1964, en una carta dirigida a José León Suárez, que residía en
Montevideo.
El General estaba irritado con Franco y Johnson, pero sus
verdaderos problemas políticos estaban en otro lado. Arturo Illia
consolidaba su gobierno, pese a los embates de la Sociedad Ru-
ral, el Ejército, los medios de comunicación, la embajada de los
Estados Unidos, la burocracia sindical y las pequeñas formacio-
nes de la izquierda peronista. Illia había convocado a comicios
para el 14 de marzo de 1965, y pensaba que podía derrotar a la
Unión Popular, un paraguas partidario que cubría las aspiracio-
nes de Vandor para llegar a la Casa Rosada sin Perón y con el
respaldo de los militares que enfrentaban al gobierno radical.
La Unión Popular ganó las elecciones con 2.720.325 votos,
se quedó con la segunda minoría en Diputados y demostró
que el poder del peronismo estaba en manos de los sindicatos
que respondían a Vandor. Illia obtuvo el segundo lugar, con
2.670.066 sufragios, tenía la primera minoría en la Cámara de
Diputados y exhibía una gestión de gobierno que fortalecía las
aspiraciones futuras de la Unión Cívica Radical del Pueblo. «No
creo que en el nuevo proceso electoral, dentro de dos años, se
repitan los guarismos; la acción del gobierno, sus obras y sus

93
realizaciones, que se esperan, modificaran la opinión pública
argentina», vaticinó el líder radical Ricardo Balbín.
Perón, entonces, enfrentaba un complicado panorama po-
lítico. Illia se consolidaba en el poder y Vandor avanzaba en un
proyecto que podía transformarlo en una estampita partidaria.
Perón decidió frenar a Vandor, y luego ocuparse de Illia y los
radicales. Tenía poco tiempo, y cuando nadie lo esperaba, mo-
vió la Dama al centro del tablero.

El ocho de octubre de 1965, el General festejó su cumplea-


ños en Puerta de Hierro. Hubo un brindis y llamó la atención
que estuviera invitado Enrique Gúerci, un ex diputado que no
integraba el entorno madrileño. Gúerci era reconocido por su
lealtad a Perón y porque enfrentaba a Vandor en la provincia
de Buenos Aires.
—Salgan como salgan las cosas, tenga usted presente que
se lleva en custodia el único bien que me resta perder en esta
vida —le dijo el líder a Gúerci.
—bxracias por la confianza, haré lo necesario —respondió
el ex diputado.
—Por el amor de Dios. Cuídemela —insistió el anciano que
había cumplido 70 años.
Perón hablaba de Isabelita, que era enviada a Buenos Aires
para sepultar a Vandor y verticalizar a todo el Movimiento de-
trás del General. La tercera esposa no sabía nada de política y
debía enfrentar al Lobo, a los dirigentes ortodoxos que tenían
su propia agenda y a las pequeñas formaciones de la izquierda
peronista que ya exigían un programa revolucionario.
Isabel Perón y Enrique Gúerci abordaron un vuelo de Ibe-
ria rumbo a Nueva York asegurando que eran el matrimonio
Di Loretto. Estuvieron algunas horas en Manhattan, hicieron
escala en Asunción y finalmente aterrizaron en Buenos Aires.
AMlí recuperaron sus identidades, y Gúerci acompañó a Isabe-

94
lita hasta el lobby del hotel Alvear Palace, ubicado en el barrio
más aristocrático de la Argentina. La esposa de Perón se regis-
tró con el nombre de María Estela Martínez Cartas, y ocupó las
habitaciones 511 y 512.
La llegada de Isabelita conmocionó a la opinión pública,
actuó como un revulsivo en el peronismo y arrancó una sonrisa
a lllia. La enviada del General recibió rosas en su habitación,
alaridos de los vecinos gorilas del Alvear y un frío respaldo de
Vandor que apareció acompañado por Cafiero. Para IMlia, la vi-
sita de Isabelita significaba un obstáculo en los planes del Lobo
y la posibilidad de acordar una tregua con Perón. A mediados
de octubre de 1965, Illia y Perón tenían los mismos enemigos:
Vandor y una facción del Ejército que pretendía regresar al
poder. Si había golpe de Estado, el Presidente sería desalojado
de la Casa Rosada y el ex Presidente demoraría más tiempo
para regresar al Balcón de la Plaza de Mayo.
—Traigo un mensaje de paz para todos los argentinos —ase-
guró Isabel frente a los periodistas que debieron esquivar la pa-
tota armada de Alberto Brito Lima y Dardo Cabo, dos lugarte-
nientes partidarios que en esa época representaban a la facción
nacionalista.
—¿Trae instrucciones para reorganizar al peronismo? —pre-
guntó un cronista.
—No. Somos amigos, una gran familia que deja las diver-
gencias en los momentos críticos.
—¿Vandor también es un amigo? —insistió un periodista.
—Sí, también él es un amigo...
La situación de Isabel en el hotel se volvió inestable. Los
comandos civiles de la aristocracia porteña habían copado el
bar la Biela y se aprestaban a tomar por asalto el Alvear Palace
para forzar la huida de la Enviada. De noche, sonaban disparos
y los piedrazos golpeaban las puertas del palacete francés. De
día, jóvenes y señoras vestidas prél a porter gritaban su odio de
clase a la ex bailarina del Happy Land: «Que se vaya al Bajo,

95
a seguir con su trabajo», en alusión a los bares de las calles
Reconquista, San Martín y Alem, adonde en esos años las ca-
bareteras ejercían su antiquísima profesión.
El Alvear Palace Hotel comunicó a María Estela Martínez
Cartas que debía abandonar sus habitaciones del quinto de
piso y buscar otra residencia en Buenos Aires. Isabelita empezó
así un peregrinar que incluyó el hotel del Sindicato de Luz y
Fuerza, la casa del dirigente Eduardo Farías en Caseros, un pa-
tético hotel alojamiento, un departamento en San Telmo, una
casa en Almagro que dejó a las corridas, el domicilio particular
del ex diputado Gúerci y, finalmente, el living de Bernardo
Alberte, un oficial peronista respetado por el General.
Vandor vigilaba los pasos de Isabel y soltó una sonrisa cuan-
do se enteró que la tercera esposa de Perón se había escapado
de un hotel alojamiento disfrazada con una peluca y simulando
un affaire con un joven militante de la derecha partidaria. El
Lobo pensaba que la Enviada era una pieza fácil, y hacía el
doble juego de apoyar su gira y complicar sus movimientos por
Buenos Aires. Desplegaba una guerra de nervios, y apostaba a
una crisis de llanto que la devolviera a Madrid.
Vandor se equivocó. Isabelita tenía instrucciones precisas,
se apoyó en la leyenda de su marido y avanzó contra el principal
adversario de Perón.
—He recorrido sorprendida las calles de Buenos Aires y no
vi la propaganda que debería preparar la próxima celebración
del 17 de octubre. En esto creo que todos estamos de acuerdo:
ocultar la importancia del 17 de octubre, es como ocultarlo a
Perón —advirtió Isabel frente a Vandor y sus aliados.
—Hubo demoras con la imprenta y nos entregaron dema-
siado tarde los afiches impresos, por dificultades de dinero —se
atajó el Lobo.
—Si el movimiento obrero argentino no tiene para com-
prar brochas y cal, yo dono mis joyas —replicó Isabel, que años
atrás no tenía plata para pagar su pensión caribeña.

96
La respuesta descolocó a Vandor, que ordenó a sus aliados
que visitaran a Isabel para sugerirle que abandonara la Argenti-
na. Se acercaba el acto del 17 de octubre, la tensión se respiraba
en el aire y el dirigente de la UOM pretendía usar el espeso
clima político para sacarse de encima a la Enviada.
—Te tenés que ir, corrés peligro de muerte —le dijo Parodi
a Isabelita. Al lado de ella, asintiendo en silencio, se encontra-
ban los dirigentes gremiales Gerónimo Izzeta y Rogelio Coria.
—Perón me envió a la Argentina para cumplir una misión,
y de aquí no me sacan ni muerta —contestó ella.
El 17 de octubre de 1965 fue un caos. La policía montada
reprimió, hubo cientos de heridos y las comisarías desbordaron
de presos políticos. lllia no quería expulsar a Isabel, pese a las
presiones de las Fuerzas Armadas, porque seguía apostando a
una tregua con el General. Y además el Presidente radical em-
pujaba las acciones de la Enviada, porque contenía a Vandor y
a la facción golpista del Ejército. Los sindicatos y los cuarteles
no querían sangre para llegar al poder, y un probable apoyo a
Mllia ordenado desde Madrid, perjudicaba los planes del Lobo
y los generales para usurpar la Casa Rosada.
El ex diputado Gúerci entró en secreto en Balcarce 50.
Había sido convocado por el ministro del Interior, Juan Pal-
mero, cumpliendo una orden directa del presidente llia. Pal-
mero explicó a Gúerci que el Presidente respetaba la visita de
la Tercera Esposa, pero que sufría muchísimas presiones de las
Fuerzas Armadas para ordenar su expulsión de la Argentina.
Gúerci entendió la situación política de Illia y sugirió una sa-
lida que Palmero aceptó sin dudar: Isabel haría una gira por
distintas provincias, para aflojar la tensión que causaba en la
Capital Federal, y a la vez desgastar a Vandor frente a las bases
peronistas del interior.
Perón sabía lo que sucedía en la Argentina y remitió una
carta a Buenos Aires para avalar la gira de Isabel y las negocia-
ciones de Gúerci en Casa Rosada, que habían sido criticadas

97
por Vandor en una reunión de las 62 Organizaciones. El Ge-
neral defendía a la Dama y ratificaba su liderazgo al frente del
Movimiento Nacional Justicialista.
«El viaje de Isabelita, que se comunicó a la conducción con
suficiente anticipación, parece haber producido el mismo efec-
to entre los gorilas que entre algunos de nuestros dirigentes, lo
que me hace pensar que muchos de ellos no están muy seguros
de su propio predicamento. Pero donde la deshonestidad es
evidente, es cuando se afirma allí que el diputado Gúerci anda
en tratativas con el gobierno, cuando está cumpliendo una mi-
sión que yo personalmente le he encomendado. Lo que estos
papanatas creen es que me estoy muriendo y ya empiezan a
disputarse mi ropa, pero lo que no saben es que se les va a le-
vantar el muerto en el momento que menos piensen», escribió
Perón a Framini, el 7 de noviembre de 1965.
Once días más tarde, Vandor dobló la apuesta a Perón: se
quedó con las 62 Organizaciones, y así reveló su estrategia para
derrotar al General: apropiarse del movimiento obrero, que
era la única palanca política con suficiente poder para lograr
el peronismo sin Perón.
La lucha era frontal y cuerpo a cuerpo, pese a la distancia
que había entre los dos enemigos políticos. El Lobo preparaba
su asalto a la CGT. Era cuestión de tiempo, y mucha paciencia.
Perón conocía el plan de Vandor y contestó sin dudar: rom-
pió las 62 Organizaciones para debilitar al Lobo, repitiendo su
misma estrategia y buscando las mismas palancas de poder: la
clase obrera y su capacidad de movilización. Así fueron creadas
las «62 de pie junto a Perón», que el jefe de la CGT, José Alonso,
organizó bajo las instrucciones directas del General.
Perón iba a la caza del Lobo. Vivo o muerto.
«En esta lucha, como muy bien lo ha apreciado Usted, el
enemigo principal es Vandor y su trenza, pues a ellos hay que
darles con todo y a la cabeza, sin tregua ni cuartel. En política,
no se puede herir, hay que matar, porque un tipo con una

98
pata rota hay que ver el daño que puede hacer. Ahora, según
las circunstancias, hay que elegir las formas de ejecución que
mejor convengan a la situación y ejecutarlas de una vez y para
siempre», escribió Perón a Alonso, el 27 de enero de 1966.
Ante la ofensiva del General, el Lobo atacó de frente: echó
a Alonso de la CGT y puso en su lugar a Fernando Donaires, un
dirigente del gremio de papeleros. «Resulta necesario erradicar
a quien, olvidando sus funciones y responsabilidades, preten-
de erigirse en juez absoluto de todos los demás y con afán
personalista adoptar actitudes divisionistas», acusó Vandor a
Alonso para justificar su expulsión. Días más tarde, una bomba
de estruendo estalló cerca del Lobo, que estaba apostando en
el hipódromo de San Isidro. Fue una advertencia de Perón,
ejecutada por su soldado nacionalista Guillermo Patricio Kelly.
La disputa por el poder peronista se extendió del sindica-
lismo a las estructuras partidarias, al Congreso y a las gober-
naciones provinciales. Vandor rompió el bloque de diputados
nacionales y logró en Jujuy un triunfo en los comicios a gober-
nador. Perón entendió la maniobra y nombró a Ernesto Corva-
lán Nanclares como su candidato a gobernador en Mendoza.
El Lobo apoyaba a Alberto Serú García, un caudillo local con
fuerte vocación de poder.
El peronismo crujía, y el final aparecía abierto. Era la pri-
mera vez que Perón enfrentaba una oposición interna que dis-
putaba espacios en todo el frente político. Illia desconfiaba
de Vandor y jugó con el ex Presidente: permitió que Isabelita
apareciera en canal 7 apoyando a Corvalán Nanclares, ordenó
a las radios oficialistas de Mendoza que emitieran mensajes gra-
bados por Perón y complicó como pudo la campaña electoral
de Serú García. Illia apostaba al General para frenar a Vandor
y romper su alianza con los oficiales golpistas del Ejército.
El 18 de marzo de 1966, una delegación de las Fuerzas Ar-
madas ingresó al Sindicato de Luz y Fuerza para rendir home-
naje al coronel Jorge Leal, que había liderado la primera ex-

9u
pedición terrestre al Polo Sur. Era una excusa para demostrar
ante el gobierno y Perón que Vandor ya había cerrado filas
con los militares que conspiraban en las sombras. «Esta es la
primera vez, en muchos años, que veo llegar a un general a un
sindicato, y no como interventor», dijo con ironía el dirigente
petrolero Cavalli, aliado de Vandor.
Entre los veinte mozos que sirvieron salmón rosado, ca-
viar, whisky y champagne, se mezclaron los generales Alejandro
Agustín Lanusse y Roberto Marcelo Levingston, y los sindicalis-
tas Vandor, Donaires y Rosendo García. El general Juan Carlos
Onganía no fue al ágape, pero envió una carta que arrancó un
cerrado aplauso. Estaban juntos todos los organizadores de la
conspiración cívico-militar: sonriendo a los periodistas, midien-
do fuerzas, exhibiendo un poder que pretendía desmantelar
al gobierno de Illia.
«Este es un acto trascendente y de justicia. No es frecuente
que nos reunamos con los militares. Esta reunión es muy salu-
dable», comentó Vandor, cuando los mozos ya repartían café
expreso y petits fours.
«Un mes más tarde, el 17 de abril de 1966, se hicieron las
elecciones en Mendoza para elegir gobernador. Ganó Emilio
Jofré, representante del Partido Demócrata, con 129.000 votos.
Perón e Isabelita, apoyando a Corvalán Nanclares, salieron se-
gundos y obtuvieron 102.514 sufragios. Vandor, respaldando a
Serú García, quedó cuarto con 62.035 votos.
El General estaba feliz, preparaba su regreso y soñaba con
el Balcón frente a la Plaza de Mayo. El Lobo, en cambio, com-
prendió que las elecciones ya no eran el camino para entrar
en Balcarce 50. Ese día, 17 de abril de 1966, asumió que solo
obtendría el poder a través de las Fuerzas Armadas.
Pero Vandor no tenía alineada a toda su tropa. El sindi-
calismo estaba fracturado y la violencia era un método para
dirimir los espacios de poder. El Lobo enfrentaba al General y
se mezclaba con las Fuerzas Armadas. Alonso jugaba con Perón

100
y apostaba a la continuidad de Illia. Todos estaban armados y
todos sabían que la muerte rondaba sin tregua ni pausa.
El viernes 13 de mayo de 1966, Vandor y su mano derecha,
Rosendo García, visitaron el Ministerio de Trabajo, concurrie-
ron a una reunión en la CGT y terminaron en una mesa de la
confitería La Real, ubicada en el corazón de Avellaneda. García
leía a Edgar Allan Poe, era fanático de Independiente y cons-
truía una interesante carrera política, que un enfrentamiento a
los tiros segó para siempre. El heredero de Vandor fue ultima-
do en La Real, cayó junto a Domingo Blajaquis y Juan Salazar,
dos militantes del peronismo combativo que cuestionaban las
relaciones del Lobo con las Fuerzas Armadas.
El asesinato de García golpeó a Vandor y puso en alerta a
todo su aparato sindical. Ya no eran las bombas Molotov, ni las
monerías que hacía Kelly en el casino de Mar del Plata, como
ocurrió una noche cuando lo increpó y le tiró las fichas al piso.
Ahora había corrido sangre y su amigo García estaba muerto.
«Yo fui a cubrir el velatorio de Rosendo en el cementerio de
Avellaneda y seguí el acto desde un pasillo donde estaban los
nichos, a cuatro metros de Vandor. Desde allí, vi que lloraba
como un niño y se doblaba de dolor: él sentía lo sucedido»,
recordó Nelson Domínguez, periodista del diario La Razón.
La muerte de su heredero García encontró al Lobo en ple-
na conspiración contra Illia, que rechazaba las presiones de las
Fuerzas Armadas, los medios de comunicación, la embajada de
los Estados Unidos y la burocracia gremial. El Ejército ya había
decidido que Juan Carlos Onganía ocupara la Casa Rosada, y
Vandor respaldó que ese general oscuro, vinculado al sector
de la Iglesia más conservador, se transformara en el nuevo dic-
tador de la Argentina.
Días antes de la sublevación, el general Julio Alsogaray se
entrevistó con agentes de la CIA en Buenos Aires para anunciar
que Illia caía y que el Ejército ya tenía diseñado un nuevo pro-
grama económico. Este general golpista, hermano del capitán

101
ingeniero Álvaro, aseguró a los espías norteamericanos que
Onganía terminaría con los proyectos nacionales vinculados
a la producción de petróleo y medicamentos. El Presidente
radical apostaba a la producción estatal de hidrocarburos y a la
eliminación de pagos millonarios a las patentes farmacéuticas,
dos medidas del gobierno democrático que eran resistidas en
los Estados Unidos.
En Washington festejaron cuando llegó el cable cifrado que
aseguraba el alineamiento de la futura dictadura militar con
los intereses económicos, políticos y de seguridad que defen-
día la Casa Blanca. Ese cable, fechado el 22 de mayo de 1966,
tenía una lista minuciosa de los oficiales que participarían en
la sublevación. El presidente Johnson, a 10.000 kilómetros, ma-
nejaba mejor información que su colega Illia en Balcarce 50.

Hacia fines de mayo de 1966, un oficial del Ejército ingre-


só a Puerta de Hierro para entrevistarse con Perón. Era un
enviado secreto de Onganía, que traía una propuesta de pacto
clandestino entre la dictadura que llegaba y el General exilia-
do en Madrid. Si Perón no se oponía a los golpistas, Onganía
y su camarilla podían permitir su regreso a la Argentina y la
recuperación de su grado militar. El ex Presidente exigió que
la oferta de Onganía incluyera un pasaporte argentino para
poder viajar a Suiza y la promesa oficial de evitar persecuciones
contra el movimiento obrero.
El delegado de Onganía abandonó Puerta de Hierro con-
vencido del respaldo de Perón al futuro golpe de Estado. Ha-
bían resuelto que desde Buenos Aires se enviaría un mensaje
cifrado anticipando las operaciones militares contra Illia y su
gobierno democrático. El domingo 26 de junio de 1966, el
mensaje fue recibido por Perón en su despacho de la quin-
ta 17 de Octubre: «Llegaré a Madrid entre el veintiocho y el
veintinueve, pero probablemente anticiparé viaje veinticuatro

102
horas», decía el cable que revelaba al General la fecha probable
de la sublevación. J
Perón apoyó el golpe de Estado contra Arturo Illia, ejecu-
tado el 28 de junio de 1966. El General había asumido que el
gobierno radical estaba terminado, y en lugar de apostar a la
continuidad democrática, se sumó a los golpistas para avanzar
en sus propios objetivos políticos y personales. Perón quería
volver al poder, y el gobierno de Illia era una herramienta
para sus pretensiones si garantizaba las elecciones legislativas
de 1966. Cuando entendió que esos comicios jamás llegarían,
y que Vandor ya había cerrado su acuerdo político con Onga-
nía, decidió respaldar la sublevación para proteger su propio
camino hacia la Casa Rosada.
El general Onganía ingresó al Salón Blanco acompañado
del cardenal Antonio Caggiano, representante de la facción
más conservadora de la Iglesia Católica. Juró como dictador e
inició la denominada Revolución Argentina, una etapa sombría
del país que implicó la disolución de los partidos políticos,
el cierre del Parlamento, la Noche de los Bastones Largos, la
censura a todas las expresiones culturales y el alineamiento
estratégico con los Estados Unidos, que ya evangelizaba con su
Doctrina de la Seguridad Nacional.
Vandor y Alonso fueron a la asunción de Onganía. El Lobo
era socio fundador de la Revolución Argentina, y no sorprendió
cuando llegó al acto oficial. Alonso, en cambio, recién ingresa-
ba al núcleo cerrado de los conspiradores, y todos entendieron
qué significaba su escueta figura en Balcarce 50: Perón estaba
ahí, avalando un golpe de Estado que había terminado con un
gobierno honesto y democrático. El General quería regresar,
conducir, tener el poder. Y no le importaba cuánto costaba el
pasaje de vuelta.
Dos semanas más tarde, cuando Onganía ya demostraba su
fijación oscurantista, Isabel llegó a Ezeiza para tomar un avión
rumbo a Madrid. «Voy a España a ver a mi marido, a quien

103
en todo este tiempo no he podido visitar. Volveré tan pronto
como me sea posible», aseguró la Enviada a los periodistas que
cubrían su partida.
Junto a ella, sonriente, estaba José López Rega. Se presen-
taba como escritor y se movía como el asistente personal de
Isabelita. También viajaba a España, para conocer a Perón.
La tragedia tomaba forma.

104
CAPÍTULO 4
"Títeres

Juan Carlos Onganía era un general que jugaba al polo y cazaba


zorros, participaba de herméticos cursos sobre catolicismo y
parpadeaba feliz cuando lo comparaban con Francisco Franco.
Este general golpista creía en un modelo corporativo del poder
y se plegó a la Casa Blanca cuando impuso la Doctrina de la
Seguridad Nacional en América Latina.
Onganía prohibió las minifaldas, invadió la Universidad
de Buenos Aires y censuró a destajo. Pretendía una Argentina
inmóvil, gris y ajustada a los reglamentos militares, capaz de
soportar un engendro ideológico que mezclaba principios cor-
porativos del franquismo y conceptos básicos de la economía
liberal. Fue una época marcada por la muerte, la miseria y la
rebelión contra un modelo político que dejará pocos rastros
en la historia argentina.
Juan Domingo Perón conocía su personalidad autoritaria
y no le importó. Había apoyado el golpe de Estado y su único
objetivo era volver y forzar una transición política que abriera
camino hacia su tercera presidencia. Onganía, que manejaba
con fiereza la denominada Revolución Argentina, sabía sobre
las ambiciones de Perón y arrancó su mandato con un plan
represivo que cayó sobre los ingenios de Tucumán y el Puerto
de Buenos Aires.

105
La Morsa, como lo bautizaron sus compañeros de armas,
calculó con certeza que el General se mantendría inmóvil si
avanzaba contra los sindicatos que rechazaban su agenda eco-
nómica de ajustes, despidos y derogación de las leyes sociales.
En el invierno de 1966, Perón consideraba más valioso conso-
lidar su alianza tácita con Onganía que repudiar la represión
militar sobre los cañeros tucumanos y los trabajadores portua-
rios de Buenos Aires.
Las relaciones de poder entre el sindicalismo peronista y la
Revolución Argentina se consolidaron a través de los contactos
públicos y secretos que Augusto Timoteo Vandor mantenía con
el secretario de Trabajo, Rubens San Sebastián, y el general
Julio Alsogaray, un oficial del Ejército que llegaba a la embaja-
da de los Estados Unidos, a las corporaciones financieras y al
establishment económico. Con estos contactos, el Lobo logró
que Onganía firmara en Balcarce 50 un convenio laboral que
beneficiaba a la UOM.
Fue la única vez en su vida que Vandor se puso corbata, y
lo hizo para satisfacer las reglas de protocolo de Onganía, que
prohibía a los funcionarios y periodistas entrar de sport en la
Casa Rosada. La inédita ceremonia cívico-militar, una muestra
obscena de los acuerdos entre sindicalismo y Ejército, ocurrió
el 2 de septiembre de 1966.
«El general Onganía lo despreciaba a Vandor. En esta oca-
sión, cuando se firmó el convenio con San Sebastián, Onganía
saludó a todos, y cuando se topo con él, del apuro por evitar el
saludo, le piso el pie. “No me saludó y encima me piso el pie”,
me contó Vandor. Una relación más fluida había tenido con
el general Alsogaray. Hubo una reunión en la que la mujer de
Alsogaray lo abraza y le dice “lo felicito por enfrentar al general
Perón”», recordó el sindicalista Miguel Gazzera, testigo de las
negociaciones entre esos dirigentes gremiales y los generales
golpistas.
Vandor oscurecía el liderazgo de Perón y se afianzaba como

106
el nexo gremial con la dictadura. Este protagonismo rendía
beneficios en la burocracia sindical, que cerraba los ojos fren-
te a la represión ordenada por Onganía. El 2 de octubre de
1966, se unificó la CGT y el Lobo eligió a Francisco Prado, un
dirigente de Luz y Fuerza, como su secretario general. Vandor
estaba vaciando al peronismo y apostaba todo a la Revolución
Argentina. Pensaba que era un aliado clave de Onganía y que
ya había colocado al General en el museo de historia argentina.
En Puerta de Hierro, Perón decidió enfrentar al Lobo to-
mando distancia de la dictadura militar. El líder exiliado ha-
bía apoyado la caída de Arturo Illia, pero a los pocos meses
comprendió que Onganía y Vandor compartían agenda y que
la mejor estrategia era oponerse a la Revolución Argentina. A
través de una carta personal, en una clásica carambola política,
el General golpeó a la Morsa y al Lobo: sus principales enemigos
políticos.
«Es indudable que la dictadura militar desarrolla su gobier-
no en un verdadero *corso de contramano” que nos obliga a
seguir esperando; pero esa espera no ha de ser estática sino
dinámica a fin de sacar ventajas a un futuro incierto que se pre-
senta, para lo cual deberemos estar organizados, unidos y pre-
parados. Espero que sea así. He visto que Vandor con corbata
ha sido la noticia, pero no creo que le quede para mucho más
porque ello no hace sino aumentar su desprestigio», escribió
desde Madrid a su amigo Rodolfo Arce.
El General combatía a Vandor y trataba de descifrar a José
López Rega, el oscuro asistente que Isabelita había traído des-
de la Argentina. López Rega era un cabo retirado de la Policía
Federal, ambicioso y sin escrúpulos, que exhibía una extraña
cercanía con la Tercera Esposa. Durante horas se encerraban
a conspirar y leer inclasificables obras de espiritismo, mientras
Perón quedaba solo en la planta baja de la quinta. López Rega
e Isabel pretendían adueñarse del General, manipular sus pla-
nes políticos y, finalmente, apropiarse de su legado histórico,

107
una ilusión que Perón dejaba correr para esquivar la carga de
contestar todas las cartas y recibir a todos los peregrinos que
llegaban a Madrid. El General ya se cansaba, y debía medir el
tiempo de sus reuniones y la extensión de sus respuestas escri-
tas a mano. Para eso, usaba la inocencia política de su Tercera
Esposa y la ambición infinita de su valet López Rega.
«Perón no nos escribía. Escribía Isabel. Nosotros le mandá-
bamos las cartas a ella, la saludábamos y después nos dirigíamos
a Perón. Ella tiene correspondencia con (Héctor) Sampayo,
donde le pide que me vigile y en una posdata, López Rega le
dice que del rey no ha quedado nada y hay que convertirse en
mosqueteros de la reina», aseguró Mabel di Leo, por entonces
responsable de la Rama Femenina.
López Rega no solo influyó para que Isabelita manejara
ciertas relaciones políticas en la Argentina, sino que además
aprovechó su respaldo para iniciar extraños negocios interna-
cionales. El cabo de la Policía Federal, espiritista fanático, llegó
a vender en Brasil una pócima que garantizaba la juventud
eterna. En la caja del original brebaje se veía la foto de Perón,
y abajo una frase que decía «se mantiene joven porque toma
esta medicina».
López Rega también manipuló la mediocridad de Isabe-
lita para apropiarse del entorno de Puerta de Hierro. Prime-
ro encantó a la ex bailarina. Después echó a José Cresto, que
ocupaba un cuarto de servicio y era una companía de Perón.
Luego montó negocios de exportación de pelucas y cueros que
pusieron en peligro el patrimonio del General. Y finalmente,
cuando se sintió imprescindible en el entorno, avanzó sobre
Jorge Antonio, histórico referente de Perón en los negocios y
las relaciones internacionales.
«Cuando López Rega llegó a España, me vino a ver y me
dijo: “Mire, Jorge Antonio, no hay nadie que tenga más influen-
cia ante Perón que usted. Y Perón lo respeta muchísimo. Pero
de ahora en más esa relación va a cambiar. Va a ser de los tres:

108
Isabel, yo y usted. Vamos a ser los tres, vamos a trabajar juntos
y vamos a controlarlo a Perón”», recordó Antonio, en el living
de su casa en Barrio Norte.
—¿Y usted que le dijo? —preguntó el periodista que lo es-
cuchaba.
—Yo le contesté que era un insolente, que no tenía influen-
cia sobre Perón y que no tenía nada que hacer con Isabel y
con él.
—¿Y entonces?
—Se ofendió. Me dijo que su trato era justo, que no enten-
día el rechazo. Que Isabel iba a mandar en Puerta de Hierro y
que él, López Rega, iba a mandarla a Isabel.
—¿Y usted qué hizo?
—Le dije que se vaya a la mierda y lo eche de mi casa.
Mientras Isabelita y López Rega trataban cercar la quinta 17
de Octubre, el General desplegaba su agenda internacional a
través de la correspondencia secreta que mantenía con Mao Tse
Tung, Charles de Gaulle y Fidel Castro. Perón intercambiaba
opiniones con esos líderes mundiales y trataba de mantenerse
en el centro del tablero, empujando un articulado teórico que
llamaba la Tercera Posición. Cuando no viajaba para conocer
qué sucedía fuera de España, recibía a influyentes personali-
dades mundiales.
—Hay un sacerdote en la puerta de la quinta —comentó
Enrique Pavón Pereyra, biógrafo y amigo del General.
Era muy temprano, y corría el verano madrileño de 1966.
—Es el Che. Hágalo pasar —contestó Perón.
Ernesto Guevara estaba pelado, afeitado al ras y portaba
unos anteojos de vidrios ahumados y marco oscuro de carey.
Vestía el hábito que identifica a los capuchinos, y pasaba por
España para lograr que el General apoyara su foco revolucio-
nario en Bolivia.
Era la escala previa de un viaje que lo llevaría a la muerte
y a la Historia.

109
En la planta baja de la quinta 17 de Octubre se acomodaron
Perón, Guevara y Pavón Pereyra, único testigo del último en-
cuentro que mantuvieron dos protagonistas claves de América
Latina. «Yo creo que Perón me hizo quedar al principio de
la reunión para quitarle intimidad, porque comprendió que
el Che venía a pedirle ayuda para una acción con la que el
General no estaba de acuerdo. Pero no esgrimió argumentos
políticos, sino que puso énfasis en el asma de Guevara y en la
inconveniencia de la humedad y el calor de las selvas bolivia-
nas para ese mal», confesó Pavón Pereyra al historiador Pacho
O'Donnell.
—Esto va en serio —le dijo El Che a Perón, según confió
Pavón Pereyra.
—Yo conozco bien la zona porque allí cursé el segundo año
de la instrucción militar que hicimos en Brasil, en Bolivia y en
Chile. Disculpe, Comandante, que sea franco con usted, pero
usted en Bolivia no va a sobrevivir. Es contra natura. Suspenda
ese plan. Busque otras variantes. No se suicide —replicó Perón.
Cuando terminó el fuerte contrapunto, en medio de un
silencio espeso que acorralaba a los protagonistas, Pavón Pe-
reyra dejó la reunión con una excusa campechana. «El Ge-
neral me ordenó que trajera yerba, agua caliente y un mate.
A los dos les gustaba matear. Cerré la puerta a mis espaldas y
siguieron conversando por veinte minutos. Estoy seguro de
que entonces se habló de lo que más le interesaba al Che y
también estoy convencido de que Perón le dijo que no estaba
en condiciones de darle una ayuda formal del Movimiento
Justicialista mientras las acciones se desarrollaran en terri-
torio boliviano, pues las circunstancias no favorecían que
comprometiese en una operación internacional a un partido
debilitado como el suyo que debía enfrentar la proscripción
a que lo habían condenado las dictaduras cívico-militares de
la Argentina. Cuando la acción del Che se trasladase a terri-
torio argentino entonces podría contar con el peronismo.

110
Mientras, prometió, no se opondría a quienes por voluntad
propia quisieran participar del foco boliviano», reveló Pavón
Pereyra a Pacho O'Donnell.
Guevara abandonó Puerta de Hierro, y Perón comentó: «Lo
van a dejar solo». El General disentía con el Che respecto a las
circunstancias geopolíticas en la región y su estrategia aún no
contemplaba a la guerrilla como instrumento para regresar al
poder. Todavía apostaba a sus métodos tradicionales, que re-
comendaban la negociación política con la oposición, el uso
del movimiento obrero como punta de lanza y la relación am-
bivalente con la dictadura militar, adonde no había rendición
incondicional ni tampoco enfrentamiento total.
Perón quería regresar a la Argentina y ser fiel a su propia
teoría. Proponía la Tercera Posición, un imaginario espacio
ideológico ubicado en medio de la Guerra Fría que libraban
los Estados Unidos y la Unión Soviética. El General actuaba
con deliberada ambivalencia, pero sabía que la Argentina inte-
graba una zona de influencia que pertenecía a Washington. Si
apostaba por el Che Guevara, que ni siquiera tenía respaldo de
Castro y del Kremlin, su regreso al Balcón de la Plaza de Mayo
se hubiera transformado en una quimera política.
El exiliado Perón, en una carta que escribió días después
de la reunión con Guevara, reveló su verdadero pensamiento
acerca de las ideas que proponía el Comandante argentino de
la Revolución Cubana. «Tiene una visión muy interesante de
las cosas y del mundo actual, pero participa de la idea de la
“revolución permanente de los pueblos”, un utópico inmadu-
ro —pero entre nosotros— me alegra que sea así porque a los
“yankees” les está dando flor de dolor de cabeza. Personalmen-
te creo que es un individuo brillante pero del lado equivoca-
do», aseguró en una carta que remitió al mayor Pablo Vicente.
Estaba lejos del Che y sus intenciones revolucionarias. Pero
acertó respecto al clima en Bolivia y al respaldo político que
iba a tener en La Paz, La Habana y Moscú. Lo dejaron solo,
rodeado por la CIA, los Rangers y los soldados del dictador
René Barrientos.
Perón recibió a Guevara en un momento político comple-
jo de su exilio en España. Mientras jugaba sus piezas en el
tablero internacional, fracasaba en su intento de conducir al
movimiento obrero y era incapaz de aislar a Vandor, que aún
se ofrecía como una variable domesticada del peronismo. El
partido perdía fuerza y la dictadura se fortalecía, pese al plan
de ajuste, sus conflictos internos y la represión. «Para el 17 de
octubre del *66, yo, como delegada, a duras penas logro que
hagamos una misa en el barrio de Mataderos porque de acto,
ni hablar. Como los gremialistas estaban entongados con el
gobierno, evidentemente no querían hacer olas», se acordó
Mabel Di Leo, delegada de la Rama Femenina.
El General exhibía dificultades domésticas y complicacio-
nes políticas, pero su proyecto de poder corría con ventaja: no
sufría el desgaste que implicaba gobernar, el radicalismo estaba
muy débil por la caída de Illia y la dictadura enfrentaba una
sucesión de conflictos internos provocados por las facciones
del Ejército y del establishment que se disputaban la influencia
sobre Onganía.
Una facción del Ejército, que pretendía volver a las cavernas
amparados en la cruz y el modelo de Francisco Franco, trataba
de derrotar a otra facción militar que conectaba con Washing-
ton, era liberal y apostaba su influencia a los negocios terrena-
les. Era la lucha por el poder de la dictadura, fogoneada por
intereses eclesiásticos y millonarios contratos. Tenían rodeado
a Onganía, que preso de su ignorancia y su soberbia, no sabía
a quién rendir su plaza de armas.
A fines de 1966, la Revolución Argentina sufrió su primera
eclosión interna. Onganía traicionó su educación ultra cató-
lica y eyectó al ministro de Economía, Jorge Salimei, que se
había formado en la Iglesia y era dueño de un poderoso con-
glomerado industrial de origen nacional. Fue nombrado en su

nar
reemplazo Adalbert Krieger Vasena, un lobista liberal vincula-
do a empresas norteamericanas: los negocios internacionales
sucedían a los cursos de la cristiandad.
El Plan Krieger Vasena significó una devaluación del 40 por
ciento, el congelamiento de los salarios, la apertura de las im-
portaciones, la limitación de las exportaciones, la flexibilidad
legal para los contratos petroleros, el aumento de las tasas de
interés y la liberación del mercado cambiario.
Junto al lanzamiento del programa de ajuste económico,
Onganía nombró como jefe del Ejército al general Julio Also-
garay, que era nexo de la dictadura con Vandor y operaba con
el lobby norteamericano a través de su hermano Álvaro, por
entonces embajador argentino en Washington. Ya no había
maquillaje: todos los responsables del golpe a Illia estaban en
el poder, ejecutando un plan ovacionado por el Banco Mundial
y el Fondo Monetario Internacional.
Pese a las políticas ortodoxas de Onganía y Krieger Vasena,
que golpeaban directamente a los trabajadores, Vandor con-
tinuaba con su estrategia colaboracionista para diferenciarse
de Perón y obtener nuevos espacios de poder. «No podemos
reducirnos a mantener relaciones más o menos cordiales con
el gobierno, debemos ser parte de él, institucionalizarnos. No
aceptamos el rol de grupo de presión; debemos ser factor de
poder porque tenemos derechos y condiciones para serlo»,
aseguró Vandor en un documento interno que circuló entre
sus aliados y asesores.
El Lobo doblaba la apuesta y exhibía un discurso corpora-
tivo que trataba de ensamblar con el pensamiento único que
ejecutaba Onganía. Pero la Morsa usaba al burócrata sindical
solo para profundizar la represión del movimiento obrero,
el ajuste económico y la apertura a las inversiones extranje-
ras. Este programa cívico-militar no consideraba a Vandor un
aliado, y si hubiera sido necesaria su ejecución para satisfacer
al establishment local y a sus asociados en Washington y Wall

113
Street, Onganía habría ordenado su caza y muerte política en
el tiempo que dura un padrenuestro.
En pocas semanas, el general Onganía dictó la interven-
ción de los sindicatos de los portuarios, ferroviarios, canillitas,
azucareros, telefónicos y metalúrgicos; ordenó que se despi-
dieran a ciento cincuenta mil empleados públicos; decretó el
congelamiento de los salarios y promulgó la ley del Servicio
Civil de Defensa, que sometía al fuero militar a todos los habi-
tantes mayores de 14 años. En plena faena contra los trabajado-
res, mientras el Lobo descubría que había caído en su propia
trampa, Onganía denunciaba un plan terrorista apoyado por
la CGT, prohibía las manifestaciones y suspendía el diálogo
con la central obrera. El régimen operaba sin maquillaje y ni
siquiera agradecía la participación de Vandor en el acoso polí-
tico ejecutado contra Illia.
La ofensiva de la Revolución Argentina provocó una crisis
en el movimiento obrero que golpeó muy duro a Vandor. La
cúpula de la CGT, manipulada por el Lobo, renunció tras un
plan de lucha que fracasó por la escasa movilización de los tra-
bajadores. Y los gremios, entonces, decidieron agruparse por
su posición frente a la dictadura militar: Juan José Taccone,
burócrata de Luz y Fuerza, representaba a los colaboracionistas
sin disimulo; Raimundo Ongaro delegado de los trabajadores
gráficos, encabezaba la resistencia al régimen, y Vandor que
aún manejaba a la UOM, aparece con una táctica negociadora
con Onganía, que dependía de los temas tratados y del poder
que estaba en juego.
«Usted imagine que se trata de gente que viene de un taller
y de golpe y porrazo se encuentra con un gran escritorio, auto
en la puerta, buen sueldo y hasta secretaria buena moza. En
cuanto llega eso, ya no quieren más lola y trata por todos los
medios de defender su puesto. Como generalmente se trata de
hombre con poco predicamento, especialmente en el campo
político, y solo no da mucho de sí, para fortalecerse recurre a

114
la formación de trenzas con otros, a fin de aumentar su pre-
dicamento, formando así bandadas, como los gorriones, por
eso su vuelo es bajo también como el de los gorriones y has-
ta suelen “comer porquerías” para subsistir», escribió Perón
al mayor Bernardo Alberte, en obvia referencia a Taccone y
Vandor.
El General sabía de la crisis del movimiento obrero, pero a
la distancia poco podía influir. Vandor jugaba solo, y el mayor
Alberte, nombrado su delegado personal, no lograba encolum-
nar a los sindicalistas históricos que reclamaban sus espacios de
poder. Entonces, con escaso juego propio en la dictadura y en
los gremios, Perón lanzó desde Puerta de Hierro un inesperado
plan de seducción para captar al radicalismo.
El ex Presidente, refugiado en Madrid, hacía bien las cuen-
tas: si la CGT estaba fracturada, los partidos políticos debían
ocuparse de Onganía, que aspiraba a un mandato de diez años
como dictador. Solo un acuerdo entre peronistas y radicales
podía terminar con la Revolución Argentina, que buscaba ar-
chivar a la clase política y perpetuarse en el poder.
Días antes de la caída de Arturo Illia, en la Casa Rosada se
había iniciado una operación política para lograr que Perón
rechazara el plan golpista que cocinaba el general Onganía.
Facundo Suárez, por entonces titular de Yacimientos Petrolí-
feros Fiscales (YPF), le pidió a su compañero de estudios Pe-
dro Michelini que se encontrara con Illia y que luego viajara a
Madrid para llevar un urgente SOS al General. Michelini era
peronista, tenía excelente llegada a Puerta de Hierro, sabía
mantener los secretos y conocía la conspiración del Ejército
contra el gobierno radical.
—El golpe ya es imparable, faltan pocas horas para que se
desencadene. El propio General conoce la proclama porque se
la hice llegar en forma personal: me la pasó un militar retirado
—le confió Michelini a Suárez, que lo había convocado a su
departamento de Ayacucho y Guido, para preparar la reunión

115
con Illia. Suárez quedó mudo, impactado frente a una confe-
sión que ponía fecha de vencimiento al gobierno radical.
—¿Por qué no le escribís al General, y le proponés un acer-
camiento político? —sugirió Michelini a su compañero de la
Universidad de La Plata.
—Tengo que consultarlo. Yo no lo decido —replicó Suárez
sorprendido por la oferta política.
Con el presidente Illia ya derrocado, Suárez se encontró
nuevamente con Michelini y le anunció que tenía aprobación
partidaria. Podía avanzar en un contacto preliminar con Perón,
viajando en secreto a Madrid, antes de iniciar formalmente las
negociaciones. El General y la UCR movían con habilidad sus
escasas piezas: si Vandor se pegaba a Onganía, no quedaba otro
camino que frenar las iniciativas corporativas con un acuerdo
político que forzara una hoja de ruta hacia la democracia.
En este punto, el líder exiliado y los radicales derrocados
coincidían. Michelini viajó hasta Puerta de Hierro y encontró
al General muy permeable a un inédito acuerdo entre el Movi-
miento Nacional Justicialista y la Unión Cívica Radical.
—Me parece muy buena idea, quiero que hable con toda
la oposición no marxista. Y no diga una palabra de todo esto
a Balbín, a Frondizi, a Perette, a Alende, a Solano Lima ni a
ninguna de las viejas figuras políticas. Vamos a establecer un
vigoroso movimiento de la generación intermedia —le orde-
nó Perón a Michelini, cuando se encontraron en Madrid para
avanzar en el acuerdo bipartidario.
Michelini regresó a Buenos Aires con el mandato, y en ape-
nas dos semanas se encontró con Rafael Martínez Raymonda,
Ideler Tonelli, Antonio Troccoli y Raúl Alfonsín, que se mostró
muy entusiasmado con la idea de acercar posiciones con Perón.
Para esa época, Balbín era el líder indiscutido del radicalismo,
pero los dirigentes de la nueva generación empezaban a mos-
trar sus diferencias con los caciques partidarios que habían
apoyado a la Revolución Libertadora.

116
Tras una ronda de aproximación con los jóvenes dirigentes
políticos, Michelini adelantó por escrito al General que Facun-
do Suárez, primer negociador extraoficial de la UCR, había
decidido viajar en secreto a Madrid para iniciar las conversacio-
nes. Perón estaba feliz con la noticia de Michelini, y se apresuró
a contestarle con una carta que alentaba acuerdos partidarios
más allá de las diferencias políticas sucedidas en el pasado.
«Las diferencias entre radicales y peronistas no están en las
ideas sino en los hombres. Errores iniciales en los que todos
hemos tenido la culpa nos han ido distanciado injustificada-
mente; pero reconocer los errores es de sabios, sobre todo si
somos capaces de confesarlos y corregirlos. Estamos a tiempo,
y no perdonaría sí, por cabeza dura, dejáramos pasar esta opor-
tunidad, que la propia Providencia pone al alcance de nuestra
mano», le escribió.
En esa misma carta, el General incluyó un párrafo que ex-
plicita sus intenciones de negociar sin demoras un acuerdo con
el radicalismo. «Estoy esperando la llegada de Facundo Suárez.
Si todavía no ha salido de viaje a Madrid, dele mi número de
teléfono (236 11 62), para que me llame cuando llegue, que
yo prepararé una entrevista absolutamente secreta y de la que
nadie tendrá siquiera noticias, si eso conviene a sus planes; de
la misma manera que si resuelve otra cosa. Conmigo no deben
tener desconfianzas, porque ya estoy viejo para ocuparme de
trampitas cuando se trata de obrar de buena fe», señaló.
Antes de abordar su vuelo a Madrid, Suárez se encontró con
Ricardo Balbín, líder del radicalismo, para revelar su futuro
contacto en Puerta de Hierro. El joven dirigente explicó al ve-
terano cacique que Perón había prometido estricta reserva en
la negociación y que había aceptado que los eventuales acuer-
dos debían aprobarse en cada estructura partidaria. Balbín
coincidió con las premisas avaladas por el General y autorizó
que Suárez volara a España. Era un contacto exploratorio, que
podía iniciar el final de la Revolución Argentina.

117
Si Suárez tenía éxito, las negociaciones avanzarían a través
de los sucesivos viajes de Alfonsín, Illia y Balbín. Se trataba de
acumular poder, derrotar a Onganía y convocar a elecciones
presidenciales. Era un plan que se iniciaba, empujado por uno
de los verdugos de Illia. Pero era lo único que tenía Balbín
para recorrer un nuevo camino hacia la Casa Rosada. Ya ha-
bría tiempo para ajustar cuentas con Perón y su apoyo inicial
al golpe de Estado.
Durante tres días, Suárez conversó con el General en Puer-
ta de Hierro. «Primero fueron charlas informales, pero se fue
creando con el paso de las horas un clima de calidez y confra-
ternidad que aún hoy me impresiona al evocarlo. Llegamos
a algunos puntos en común: hacía falta estructurar un plan
de salvación nacional. Lo redactarían comisiones de ambos
partidos, y programarían luego un plan de acción conjunta en
el terreno obrero para resistir a la dictadura», reveló Suárez
cuando se le preguntó sobre su visita a Puerta de Hierro.
Perón fue un anfitrión cautivante. No solo planteó un
acuerdo político amplio y generoso, sino que además tuvo un
inesperado gesto que conmovió al delegado secreto del radica-
lismo. El General sabía, por una infidencia de Michelini, que
una foto suya estaba en la mesita de luz de la madre de Suárez.
Era una foto carné, descolorida, que se mezclaba junto a algu-
nos recuerdos personales y ciertos íconos religiosos.
—Doctor Suárez le tengo que pedir un favor. Si puede
entregar, en la Argentina, un sobre —dijo Perón al enviado
opositor.
—Por supuesto, ¿qué es? —respondió Suárez.
El General le entregó el sobre abierto, dirigido a la madre
del contacto opositor. Adentro había una fotografía de Perón,
autografiada con esmero. Suárez sonrió emocionado. Nunca
olvidó el gesto, insólito, en medio de una negociación secreta
que trataba de unir a dos partidos adversarios contra un régi-
men confesional y represivo.

118
La visita de Suárez a Madrid se filtró a los medios de comu-
nicación, y Balbín, para preservar la unidad del radicalismo,
decidió desmarcarse de una negociación que había alentado en
reserva. Suárez estuvo cerca de la expulsión partidaria y debió
apoyarse en Illia para evitar la represalia de sus correligionarios
que ya estaban negociando con el general Lanusse.
Perón comprendía el juego y seguía apostando al acuer-
do político, aunque hiciera ruido en la UCR y en su propio
movimiento. Los radicales desconfiaban y calificaban a Perón
como un Maquiavelo en el exilio, mientras que sus propios
sindicalistas consideraban que estaba senil y no entendía la
trama política que se tejía en Buenos Aires.
Para la burocracia gremial, el radicalismo era un partido
en vías de extinción y la clave del poder estaba en los cuarteles.
No entendían por qué Perón buscaba un acuerdo con la UCR,
en lugar de abrir una negociación con la dictadura militar que
aún tenía poder y consenso en la sociedad.
El General escapaba a estos análisis coyunturales y apostaba
alos jóvenes políticos su nuevo artilugio programático. «Sobre
el “*maquiavelismo de Perón” es una leyenda tonta, de las que
se hacen circular con fines inconfesables. No creo que yo haya
sido ni más maquiavélico ni más hábil que los demás políticos
de nuestro tiempo. Frente a este panorama es que la juventud
de nuestros días, si ha de estar a la altura de su misión y res-
ponsabilidad, debe despertar ante una realidad agobiadora»,
escribió a Alberto Assef, uno de los dirigentes radicales que
acompañaba a Suárez en su esfuerzo por acordar con el pero-
nISMO.
El 9 de octubre de 1967 se confirmó su premonición. Tras
haber sido capturado en Quebrada del Yuro (Bolivia), Ernes-
to Che Guevara fue fusilado por orden del dictador René Ba-
rrientos. Dos semanas más tarde, el General escribió una carta
abierta dirigida a la militancia, donde reivindicaba la figura
del combatiente argentino y se mostraba a favor de una revo-

119
lución socialista en América Latina. Perón había comprendido
la influencia de Guevara entre los jóvenes y se apalancaba en el
futuro mito revolucionario para evitar una fuga por izquierda
en su movimiento populista. Todo servía para derrotar a On-
ganía y volver a la Argentina.
«Con profundo dolor he recibido la noticia de una irrepa-
rable pérdida para la causa de los pueblos que luchan por su
liberación. Quienes hemos abrazado este ideal, nos sentimos
hermanados con todos aquellos que, en cualquier lugar del
mundo y bajo cualquier bandera, luchan contra la injusticia, la
miseria y la explotación. Nos sentimos hermanados con todos
los que con valentía y decisión enfrentan la voracidad insacia-
ble del imperialismo, que con la complicidad de las oligarquías
apátridas apuntaladas por militares títeres del Pentágono man-
tienen a los pueblos oprimidos. Hoy ha caído en esa lucha,
como un héroe, la figura joven más extraordinaria que ha dado
la revolución en Latinoamérica: ha muerto el comandante Er-
nesto “Che” Guevara. Su muerte me desgarra el alma porque
era uno de los nuestros, quizás el mejor: un ejemplo de conduc-
ta, desprendimiento, espíritu de sacrificio, renunciamiento. La
profunda convicción en la justicia de la causa que abrazó le
dio la fuerza, el valor, el coraje que hoy lo eleva a la categoría
de héroe y mártir (...). El peronismo, consecuente con su tra-
dición y con su lucha, como Movimiento Nacional, Popular y
Revolucionario, rinde su homenaje emocionado al idealista, al
revolucionario, al comandante Ernesto “Che” Guevara, guerri-
llero argentino muerto en acción empuñando las armas en pos
del triunfo de las revoluciones nacionales en Latinoamérica»,
escribió Perón desde Puerta de Hierro.
Esa escritura inflamada contrastaba con su plan secreto
destinado a seducir a Ricardo Balbín, un dirigente radical
que cuestionaba la vía armada para llegar al poder y era un
consumado experto en trenzas políticas y liturgias de comité.
Balbín analizó la muerte de Guevara como una consecuencia

120
irremediable de su mirada foquista y pronosticó que la caída
del Comandante argentino favorecería las estrategias rutinarias
de acceso al poder. Para el dirigente radical, la derrota de On-
ganía sería a través de engorrosas negociaciones y tibios planes
de lucha, muy alejados de las formaciones armadas, las bombas
Molotov y las movilizaciones populares.
Mientras Perón reposaba por una fuerte gripe, en Puerta
de Hierro apareció un periodista que pretendía una reunión
fuera de agenda. Había llegado a Europa para cubrir la gira del
ministro Krieger Vasena, y en lugar de regresar a Buenos Aires
como le habían ordenado, decidió hacer escala en Madrid para
forzar un encuentro con el General. Tomó un taxi hasta Puerta
de Hierro y entregó a la Guardia Civil un mensaje escrito a la
espera de un milagro.
«General: Siendo niño, aprendí a odiarlo. Iba, de la mano
de mi padre, a las plazas a oír a sus enemigos. Ahora, a los 23
años, usted sigue inspirándome recelos, pero quiero escuchar-
lo. Tengo, para eso, 24 horas: mañana a la noche sale mi avión
para Buenos Aires y acaso yo no pueda volver nunca. Si quiere
recibirme, hágamelo avisar. Estoy en el hotel Carlton», redactó
el periodista, a los apurones.
Cuando llegó al hotel, un botones se acercó y le entregó un
mensaje: «El General lo espera mañana a las 10 de la manana
en la 5ta. [sic] 17 de Octubre», decía. Milagro concedido. Ro-
dolfo Terragno tenía su cita con Perón.
«Llegué, claro, puntualmente. Los guardias tenían mi nom-
bre anotado, y me hicieron pasar. La casa no me pareció de-
masiado grande. Era, por lo menos, menos imponente de lo
que yo había imaginado. En el portal, me recibió la mujer de
Perón. Me advirtió que el General, después de leer mi nota,
había hecho una excepción e iba a atenderme. Yo debía tratar
de no insumirle demasiado tiempo; el General no tenía nada
de cuidado, simplemente una gripe, pero el médico le había
aconsejado que descansara. Mientras seguía a la señora de Pe-

ZA
rón escaleras arriba, yo oía su discurso de circunstancias, sin
prestarle demasiada atención. Estaba impaciente por encon-
trarme con aquel hombre que, jubilado del poder, aún seguía
cosechando tanto amor y tanto odio», recordó Terragno.
Isabelita llevó al invitado hasta el dormitorio del General,
que estaba en la cama jugando con uno de sus caniches. Te-
rragno acomodó una silla junto a Perón y confesó que era un
periodista en funciones. El anfitrión solo pidió reserva sobre su
encuentro, alegando una imposición de Franco, y a continua-
ción le pidió que le contara sobre la gira europea de Krieger
Vasena, por entonces ministro de Economía de Onganía.
Terragno evaluó que la gira no había sido exitosa, y a conti-
nuación empezó a analizar la situación económica de la Argen-
tina, que en ese momento sufría la aplicación de un programa
de ajuste avalado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional. Perón interrumpió las explicaciones e inició
un largo monólogo que sorprendió al periodista por su áci-
da crítica al régimen militar. «Estos han descubierto ahora la
economía libre. ¡Pero si la economía libre no existe! Eso es un
nombre que inventaron los ingleses para consumo de los ton-
tos. ¡El libre comercio! ¿Cómo van a hablar de libre comercio
cuando el mundo está manejado por mercados comunes? ¡Esto
no puede pasar ni jugando al truco con otarios!», calificó Perón
al programa económico de Onganía y Krieger Vasena.
A continuación, defendió su propio gobierno, pronosticó
que China sería un imperio, aseguró que podría haber sido un
líder revolucionario como Fidel Castro y anticipó una espiral
de violencia en el país. «Antes de tres años la Argentina se verá
envuelta en una guerra civil y va a morir muchísima gente»,
dijo.
Era fines de noviembre de 1967.
—Entonces, no vamos a tener nada que agradecerle, Ge-
neral, por su decisión de evitar, en 1955, la guerra civil. O sus
facultades de previsión fallaron en esto o, de lo contrario, no

122
se justifica que usted haya evitado la sangre hace doce años,
y nos haya dejado entrar en este largo proceso, si al final va a
aparecer esa misma sangre —comentó Terragno.
—Ah, pero yo soy el único que tengo derechos sobre mi
conciencia. Sí, desde el punto de vista histórico, es probable
que aquello haya sido un error. Pero yo tenía el derecho, huma-
no, de no cargar con el peso moral de un millón de muertos. Yo
he vivido aquí (en España) los seis últimos meses de la guerra
civil, y yo sé lo que es eso. Claro, si yo hubiese pensado como
Luis XV, después de mí el diluvio... Pero yo no creí que estos
iban a ser tan bárbaros, que iban a deshacer todo. Esperaba
que los muchachos supieran seguir la cosa. Pero ahora, ya no
hay salida. El que no es revolucionario está listo, porque la
revolución va a venir y va a cortar muchas orejas.
Perón terminó de hablar y apareció Isabelita. La sopa es-
taba lista, y no quería que el General se fatigase. Terragno sa-
ludó y bajó las escaleras con la Tercera Esposa. Encontró un
taxi y regresó al hotel para hacer las valijas. Volaba esa noche
a Buenos Aires.
Perón se comparaba con Fidel, elogiaba a Guevara y propo-
nía la revolución socialista para América Latina. Sin embargo,
se trataba solamente de arrinconar a la dictadura de Onganía
y mantener su vigencia en un movimiento popular que mane-
jaba a la distancia. El fusilamiento del Che había impactado en
la región, y el General dejó entrever que viajaría a La Habana
para encontrarse con Castro y rendir homenaje al Comandante
caído en Bolivia.
Fidel esperaba a Perón en la Navidad de 1967, para forma-
lizar un encuentro que significaría un potente respaldo a la
revolución, aislada por la presión de la Casa Blanca. El General,
en cambio, aguardaba la cumbre en La Habana para simular
su giro a la izquierda, asustar al general Onganía, alertar a
Washington y seducir a los jóvenes argentinos que soñaban con
repetir la historia del Che y Castro.

123
Finalmente, no viajó y pasó las fiestas en Madrid, adonde
preparaba un cambio de estrategia que confundiría a propios
y extraños. Ya no necesitaba simular su giro a la izquierda y su
apoyo a la Revolución Cubana.
Semanas más tarde, el 25 de enero de 1968, Onganía reci-
bió en la quinta de Olivos a una delegación de sindicalistas que
apostaban a la Revolución Argentina, pese a su plan de ajuste
económico y a la represión que caía sobre los trabajadores. Ro-
gelio Coria (Construcción), Juan José Taccone (Luz y Fuerza),
Adolfo Cavalli (Petroleros) y Paulino Niembro (UOM-Capital
Federal) estuvieron cuatro horas negociando con el dictador
Onganía y acordaron respaldar los futuros planes del régimen
militar. Eran colaboracionistas, y lo único que les importaba
era preservar su poder y sus cajas sindicales.
La colaboración gremial asfixió una huelga de los traba-
jadores petroleros en la Refinería de La Plata y hundió en el
fracaso un duro conflicto de los trabajadores que construían
la central hidroeléctrica del Chocón. Sin Coria ni Cavalli, bu-
rócratas sindicales de origen peronista, Onganía no hubiera
podida sepultar esas protestas contra el plan de ajuste de Krie-
ger Vasena.
Vandor no había sido invitado por Onganía, pero conocía
los términos de la negociación y se mostraba prescindente para
mantener su poder de negociación intacto. El sindicalismo pe-
ronista estaba dividido entre colaboracionistas, negociadores y
combativos, rótulos que identificaban la relación que los gre-
mialistas tenían con la dictadura militar. El Lobo era líder de
los negociadores y trenzaba en las sombras con los invitados
de Onganía. Su nexo era Niembro, responsable de la UOM-
Capital, discípulo e ideólogo junto a Taccone de la facción
colaboracionista. Vandor odiaba a los combativos y apostaba a
su desaparición: ellos ponían al descubierto su juego político
y su falta de escrúpulos gremiales.
Bernardo Alberte, secretario general del Movimiento Na-

124
cional Justicialista, era el representante de Perón en la Argen-
tina. Mayor del Ejército; edecán del General en los meses pre-
vios al golpe de 1955, era honesto, trabajador y muy confiado.
Alberte creía en el giro a la izquierda de Perón y coincidía
en su cuestionamiento a los sindicalistas que cortejaban con
Onganía.
Pero el General traicionó a Alberte, porque necesitaba a
Vandor para enfrentar a Onganía, que aún tenía suficiente
poder para resistir los embates del peronismo de izquierda y
los gremios combativos que soportaban la represión sistemática
de la dictadura. Alberte y su militancia, como su coqueteo con
Castro, no le alcanzaban a Perón para volver a Buenos Aires,
y sin dudar, decidió girar a la derecha y cerrar un pacto con
Vandor, que ya no era su enemigo mortal. Ahora, el Pocho y el
Lobo eran socios y aliados.
Alberte conoció la traición del General durante un viaje a
Madrid organizado para negociar la futura normalización de
la CGT, que estaba prevista para fines de marzo de 1968. El
candidato natural era Amado Olmos, un gremialista serio y con
capacidad para acordar con los tres sectores que se disputaban
la conducción del movimiento obrero. Pero Olmos murió en
una accidente de tránsito, y su ausencia provocó una nueva
crisis en la CGT, que solo podía resolverse en Madrid. Alber-
te se reunió con Perón y horas después, pálido y demudado,
abandonó Puerta de Hierro: el General pretendía que Vandor
asumiera la nueva conducción de la CGT, pese a sus traiciones
al movimiento obrero.
La instrucción de Perón conmovió a Alberte y se sumó a
otra orden secreta que terminó de dejarlo knock out, incapaz
de reaccionar ante un golpe que no esperaba: el líder partida-
rio le anunció su decisión de apoyar un complot que tramaba
una facción del Ejército para derrocar a Onganía. Se trataba
de un puñado de altos oficiales, vinculados a la Revolución
Libertadora, que archivando su pasado gorila incluyeron al

125
justicialismo en una conjura que cocinaba el general Cándido
López.
Alberte estaba descolocado, pero no pensaba renunciar a
su puesto de delegado. Había trabajado mucho y creía que
su líder histórico solo confundía las prioridades para termi-
nar con Onganía. El General conocía la tenacidad de su leal
subordinado, y no dejó nada librado al azar: ordenó a Pablo
Vicente, un mayor retirado del Ejército apostado en Uruguay,
que ejecutara a Alberte como su delegado personal en la Ar-
gentina. Perón necesitaba a Vandor, y debía eliminar todos los
cuestionamientos internos que afectaran su nueva alianza con
el Lobo y sus aliados colaboracionistas.
El ex delegado del General, sacrificado a favor de Vandor,
se reunió con Raimundo Ongaro, un sindicalista con forma-
ción católica que representaba a la Federación Gráfica Bonae-
rense y era crítico de Vandor y la burocracia sindical. Ongaro
viajó a Madrid y Alberte le entregó dos cartas secretas dirigidas
al líder exiliado con la postrera intención de mantener su pues-
to y su influencia política. El General desconfiaba de Ongaro,
por.sw.respaldo al sindicalismo combativo, pero no tenía otra
alternativa que recibirlo en Puerta de Hierro: era un dirigente
reconocido por el movimiento obrero y le servía para balan-
cear la voracidad de Vandor, que odiaba al representante de la
Federación Gráfica Bonaerense.
Ongaro regresó a Buenos Aires con malas noticias. Alberte
ya había caído, aunque no había anuncio oficial desde Madrid,
y el General ordenaba realizar un congreso normalizador de
la CGT con final abierto. El futuro jefe de la CGT podía ser
Vandor, que estaba apoyado por Perón desde Puerta de Hierro
y por Onganía desde la Casa Rosada. Era paradójico: enemigos
mortales, con idéntico origen corporativo, apoyaban a un buró-
crata sindical que pretendía escalar sobre ellos para conquistar
Balcarce 50.
El Congreso Normalizador de la CGT sesionó en la Unión

126
Tranviarios Automotor, el 28 y 29 de marzo de 1968. Vandor
pretendía que se eligiera la conducción de la CGT solo con
los delegados de los gremios no intervenidos por las Fuerzas
Armadas, alegando una probable impugnación de la dictadura.
Ongaro estaba en contra, desconfiaba del jefe de la UOM.
El Lobo escondía sus verdaderas razones: los sindicatos in-
tervenidos eran los más combativos, y si podía sacarlos de la
conducción, se comía a la CGT de un bocado. Ongaro enten-
dió la maniobra y salió al cruce de Vandor con una frase para
la historia del gremialismo: «Preferimos honra sin sindicatos,
que sindicatos sin honra», aseguró el representante de la Fe-
deración Gráfica Bonaerense.
Finalmente, Vandor fue derrotado en la votación, pero no
aceptó el resultado de la democracia gremial. Se refugió en
la sede de la CGT, y emitió un comunicado que se ajustaba al
discurso de la dictadura militar. El Lobo justificó su retirada
del Congreso Normalizador alegando que había «elementos
provocativos extraños al movimiento obrero, que hacían profe-
sión de doctrinas incompatibles con el sentido profundamente
nacional de los trabajadores».
Ongaro fue elegido secretario general de la CGT de los
Argentinos, una central obrera que tuvo como eje principal
la lucha contra Onganía y sus plan de ajuste económico. «Al
gobierno le decimos que el pueblo no lo quiere y que sus días
están contados», aseguró Ongaro en el primer discurso como
secretario general.
La fractura del movimiento obrero, en la CGT de los Ar-
gentinos de Ongaro y la CGTAzopardo de Vandor, puso al
descubierto dos maneras distintas de enfrentar a la dictadura.
Ongaro recorrió el país, se apoyó en dirigentes honestos como
Agustín Tosco y no tuvo problemas en abrazarse a Arturo Illia,
que concurrió a un acto del sindicalismo combativo realizado
en Córdoba. Vandor, en cambio, seguía negociando con los
enviados de Onganía beneficios para su gremio y sus aliados

127
gremiales, mientras que rechazaba la estrategia de confronta-
ción diseñada por la CGT de los Argentinos.
Perón observaba con cuidado la conducción de Ongaro y
decidió que Jerónimo Remorino, su nuevo delegado personal
en reemplazo de Alberte, controlara al secretario general de
la CGT de los Argentinos. Remorino era sobrino del ex vice-
presidente Julio Roca, millonario, ex canciller del General y
aliado de López Rega, que ya tenía propia tropa en el entorno
de Puerta de Hierro.
Un empleado de Remorino, llamado Raúl Lastiri, estaba
noviando con Norma, la hija de López Rega. Y a través de esta
relación familiar, López Rega y Remorino descubrieron que
tenían similares intereses: desconfiaban de Jorge Antonio, que-
rían el poder del General y no tenían escrúpulos ni límites
políticos. Como siempre, Perón dejaba hacer si beneficiaba a
su propia estrategia, y con Remorino no fue la excepción. Ne-
cesitaba desplazar a Alberte y usó la ambición de López Rega
para coronar esa jugada.
«En fin, querido Remorino, no se haga mala sangre. Todo
se hará en su hora. Muchos saludos de Isabelita que siempre lo
recuerda. Lo mismo de López Rega que se ha puesto a escribir,
a mis instancias, sobre temas políticos. Usted sabe que él tiene
esa inclinación y me parece que no lo hace mal», le escribió
Perón a Remorino días antes de asumir formalmente como su
representante.
La carta del General a su delegado reveló detalles de la
organización que imperaba en Puerta de Hierro, a principios
de 1968. López Rega ya no planchaba las camisas y ahora es-
cribía de política para Perón. Isabelita seguía omnipresente,
y apoyaba la cruzada espiritista de López Rega. Jorge Antonio
evitaba la quinta 17 de Octubre y se encontraba a escondidas
con el General, en sus oficinas del Paseo de la Castellana. Perón
mandaba, el Brujo aumentaba su poder interno y la Tercera
Esposa mataba el tiempo de compras con Pilar Franco, que

128
alertaba al General sobre la procacidad y violencia contenida
de López Rega. ,
En Buenos Aires, Onganía estaba jaqueado por la facción
liberal de la dictadura, que tenía el control sobre la economía
y trataba de manejar toda la agenda política de la Revolución
Argentina. Los generales Cándido López y Julio Alsogaray, cada
uno con su propia facción de conspiradores, urdían planes
para derrocarlo y ofrecían una alianza táctica al peronismo. Se
trataba de quitar del medio a La Morsa, planificar una transi-
ción hacia la democracia y evitar que la inoperancia del régi-
men abriera un capítulo guerrillero en la Argentina.
En Puerta de Hierro, el General estudiaba los planteos de
Alsogaray y Cándido López, y hasta se atrevía a escribir a favor
de sus propuestas. Sin embargo, en la intimidad de su exilio,
descartaba la capacidad de fuego de López, que había integra-
do los cuadros militares de la Revolución Libertadora.
«No deben preocuparnos más de lo prudente estos salva-
dores de la patria que aparecen. En mi concepto, y por lo que
yo conozco de este maldito oficio, Cándido López ha perdido
ya su Oportunidad, porque si contaba con algo, eso le daba su
cargo en Campo de Mayo. Ahora en retiro, no vale una chau-
cha, como dicen los chilenos», le escribió a Remorino.
El General dejó entre paréntesis la operación montada por
López e inició un nuevo plan secreto para derrocar a Onganía.
Sabía que el jefe del Ejército, general Alsogaray, conspiraba y
alentaba un cambio de dictadores para quedarse con la Casa
Rosada. Alsogaray tenía la venia de Washington y había atado
un acuerdo político con Pedro Eugenio Aramburu, enemigo
declarado de Perón, responsable de los fusilamientos de 1956,
y candidato permanente a la presidencia. Aramburu estaba de
acuerdo en echar a Onganía, pero antes pretendía un pacto
con el justicialismo para evitar un desgaste político similar al
padecido por Frondizi, Guido, Illia y la Revolución Argentina.
Perón aceptó el ofrecimiento de su enemigo. Una tarde,

129
su delegado Remorino compareció en las oficinas del Centro
de Estudios Políticos, Económicos y Sociales (CEPES), adonde
Aramburu atendía a los conspiradores. Remorino escuchó al
ideólogo de la Revolución Libertadora y luego envió al General
una carta secreta con el programa de transición que Aramburu
ya había negociado con Frondizi y Arturo Mor Roig, en repre-
sentación del dirigente radical Ricardo Balbín.
Aramburu proponía a Perón elecciones presidenciales en
dos años, sintonía fina al plan de ajuste económico y generosa
libertad sindical, a cambio de una tregua política que permitie-
ra una transición ordenada hacia la democracia. El General en
Buenos Aires no descartaba su nominación presidencial, y obvia-
mente, permitía la candidatura del General exiliado en Madrid.
Aramburu pensaba que, en dos años, podía estructurar una
alianza política para ganar los comicios, y por eso permitía a
Perón que pudiera regresar y probar fortuna en las próximas
elecciones presidenciales. Era un acuerdo tácito entre dos ene-
migos mortales, que se ataba sobre las ambiciones infinitas de
poder que habían exhibido en los últimos años.
.Perón estudiaba una respuesta a Aramburu, cuando On-
ganía descabezó la conspiración y ordenó el pase a retiro del
general Alsogaray, jefe del complot palaciego. El tropezón en
Buenos Aires no desalentó al General, que en Madrid decidió
explorar otros caminos para llegar a un acuerdo con Aramburu.
No le importaba su pasado, estaba apostando a un acuerdo que
lo llevara directo a la Casa Rosada. Si el líder de la Revolución
Libertadora cumplía su sueño de volver a la Argentina, Perón
no tenía problemas en olvidar la proscripción en 1955, los fusila-
mientos en 1956 y la desaparición del cadáver de Evita en 1957.
Mientras buscaba un atajo para llegar a Aramburu, el Ge-
neral decidió acercar posiciones con Augusto Vandor, que ha-
bía perdido mucho poder frente a la CGT de los Argentinos.
Perón no podía manejar a Ongaro, que crecía por su defensa
de los trabajadores en plena dictadura, y decidió perdonar al

130
Lobo para balancear el poder que construía la CGT de los
Argentinos. ,
Hacia principios de marzo de 1969, Perón recibió a Vandor
en un hotel de Irún, un pueblo vasco pegado a la frontera con
Francia. El General estaba con Jorge Antonio, el Lobo llegó
con su abogado Luis Longhi. Perón había elegido ese lugar
para escapar de Puerta de Hierro, adonde Isabelita y López
Rega metían las narices. Se trataba de un lugar de veraneo, y
el entorno se había quedado en Madrid.
La reunión duró tres horas, y cada uno evaluó el encuentro
acorde a sus necesidades políticas. Vandor aseguró que Perón
lo había perdonado. El General, en cambio, aseguró que su
adversario se puso a llorar y pidió clemencia. «Le dije a Vandor
que renuncie, porque ya los intereses y obligaciones habían
puesto en peligro su vida», le contó Perón a su amigo Pedro
Michelini.
Vandor juró lealtad al General, a cambio de su indulto po-
lítico. Debía alinear su voracidad con los deseos de Perón, y
aceptar todas las órdenes que llegaran de Puerta de Hierro. El
Lobo se amansó y hasta soportó que su nuevo amo filtrara en
la intimidad del justicialismo que había llorado como un chico
antes de pedir perdón. El General había ganado este round por
knock out, aunque con Vandor nunca se sabía.
El Lobo llegó a Buenos Aires y empezó una negociación se-
creta con los enviados de Onganía y una pulseada pública con
Ongaro y la CGT de los Argentinos. Vandor tenía la orden del
General para buscar un acuerdo con la dictadura que permi-
tiera su regreso a la Argentina, y la instrucción de terminar con
la central obrera que mejor estaba defendiendo los derechos
laborales. Perón no quería a Ongaro y había decidido colocar
al Lobo como único jefe de la CGT reconocida en Puerta de
Hierro. Ongaro rechazó la presión del General, y lentamente
la CGT de los Argentinos empezó a languidecer. Sin el apoyo
de Perón, nada florecía entre los trabajadores justicialistas.

131
La estrategia del General en Madrid se basaba en acuerdos
estructurales y negociaciones que saltaban de los cuarteles del
Ejército a los despachos de los burócratas gremiales. Perón no
tenía contacto con los trabajadores más combativos y se resistía
a recibir a dirigentes sociales que conocían la miseria, desola-
ción y hambre que se padecía en todo el país.
El General, refugiado en su torre de marfil, solo se miraba
el ombligo y soñaba con volver. Por eso, desde la altura de
Puerta de Hierro, no pudo predecir un estallido social que
sepultaría a la dictadura de Onganía.
El Cordobazo ocurrió el 29 de mayo de 1969, causó 14
muertos, 100 heridos y cerca de 300 detenidos. Obreros y es-
tudiantes enfrentaron juntos al régimen militar, y su impacto
fue tan profundo que Onganía forzó la renuncia del ministro
Krieger Vasena, y colocó en su lugar a José Dagnino Pastore,
otro economista del establishment formado por Wall Street y
el Fondo Monetario Internacional.
A mediados de junio de 1969, dos semanas después del
Cordobazo, Vandor visitó en secreto al secretario de Trabajo
Rubens San Sebastián para acordar una agenda política entre
el régimen y la CGTAzopardo. Era el comienzo de una nueva
etapa de negociaciones que debería terminar en una reunión
pública entre Vandor y Onganía. El Lobo y la Morsa se nece-
sitaban mutuamente: Vandor para demostrarle a Perón que
todavía podía influir en la dictadura, Onganía para ratificar en
los cuarteles que aún podía ejercer el poder.
La cumbre entre Vandor y Onganía nunca sucedió.
El 30 de junio de 1969, cerca del mediodía, un grupo co-
mando asesinó al Lobo Vandor en su despacho de La Rioja
1945. Perón se enteró rápido y guardó silencio. Envió un pésa-
me formal y esquivó a los periodistas que hacían guardia frente
a Puerta de Hierro.
«No pudo ser localizado hoy el ex presidente argentino
Juan Domingo Perón, para requerírsele un comentario sobre

132
el asesinato ocurrido ayer en Buenos Aires del dirigente gre-
mial Augusto Timoteo Vandor. La servidumbre de la residencia
madrileña de Perón aseguró que su amo no se encontraba en
la ciudad. Otras fuentes señalan que estaba pasando una tem-
porada en Alicante, sobre la costa oriental de España, pero allí
tampoco pudo ser localizado», informaba la agencia de noticias
Reuter, en un cable enviado desde Madrid el primero de julio
de 1969, horas después de la muerte del Lobo.
Ricardo Rojo conocía a Perón desde su llegada a España.
Era un abogado de origen radical, amigo del Che Guevara, que
residía en París. En septiembre de 1969, Aramburu arribó a la
capital francesa y se entrevistó con Rojo, que accedía sin esca-
las a Puerta de Hierro. Aramburu propuso a Rojo que actuara
como mediador con el General, para reiniciar las negociacio-
nes que la caída de Alsogaray y la abrupta muerte del delegado
Remorino habían dejado inconclusas. Rojo escribió a Perón y
la respuesta desde Madrid fue afirmativa. Catorce años después
de la Revolución Libertadora, Perón y Aramburu tejían una
trama política que debía terminar en comicios presidenciales.
Si los acuerdos prosperaban, Perón recibiría a Aramburu en
su despacho de la quinta 17 de Octubre.
Ese encuentro jamás ocurrió.
El 29 de mayo de 1970, un grupo comando secuestró a
Pedro Eugenio Aramburu. Y tres días más tarde, fue asesinado
a sangre fría.
Perón llamó a Buenos Aires y preguntó por los responsables
del crimen político.
—Fueron los Montoneros —le dijeron al otro lado del te-
léfono.
El General, rodeado por Isabelita y López Rega, entendió
rápidamente que la historia argentina abría un nuevo capítulo.
Inédito, tortuoso.
Para él, definitivo.

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CAPÍTULO 5
Generales

El Cordobazo y el asesinato de Pedro Eugenio Aramburu ter-


minaron con la carrera política de Juan Carlos Onganía. Fue
reemplazado por Roberto Marcelo Levingston, un general
nacionalista que llegó a la Casa Rosada por recomendación
de la Armada y la Fuerza Aérea. Alejandro Agustín Lanusse,
jefe del Ejército, aceptó la sugerencia y el 18 de junio de 1970
transformó a Levingston en dictador de la Argentina, pensan-
do que sería su títere en el poder. Pero Levingston tenía ideas
propias e inició un programa de gobierno al margen de los
planes de Lanusse, que era consciente del agotamiento de la
Revolución Argentina y se inclinaba a establecer un acuerdo
con Juan Domingo Perón.
El general Lanusse era gorila y había participado de un
intento de golpe contra Perón en 1951, que significó su desti-
tución y cuatro años de prisión en las peores condiciones. Sin
embargo, Lanusse entendía que los movimientos guerrilleros
crecían como un factor importante de poder y asignaba a su
enemigo político la tarea de contener y reducir a las organiza-
ciones armadas.
El jefe del Ejército sabía que el General siempre pegaba por
izquierda para arreglar por derecha, y esa estrategia coincidía
con las necesidades del régimen militar. Lanusse pretendía una

Eds
retirada ordenada de las Fuerzas Armadas, y Perón era una
pieza clave para cumplir ese objetivo, que incluía la derrota de
la guerrilla urbana y ciertas mejoras en las condiciones econó-
micas del país.
Levingston resistía los planes de Lanusse, quería imponer
sus propios tiempos, y forzar su independencia política ante la
tutela que le imponía el jefe del Ejército. Lanusse no soportaba
el mal humor de Levingston y sus pretensiones de liderazgo ins-
titucional, que implicaban un modelo de programa económico
diseñado por Aldo Ferrer y el enfriamiento de las negociacio-
nes con Perón. Levingston tenía agenda propia y provocaba
ruido fuera y dentro de los cuarteles, colocando a Lanusse en
una situación difícil frente a sus compañeros de armas, los prin-
cipales referentes políticos y el establishment económico, que
operaba en Buenos Aires y recibía instrucciones de Wall Street.
El General aprovechaba la disputa de poder entre Levings-
ton y Lanusse para avanzar en un juego que debería llevarlo
a Buenos Aires y la Casa Rosada. Hacía quince años que esta-
ba exiliado y ya había visto pasar tres presidentes civiles y tres
dictadores militares. Perón no quería el sosiego de Puerta de
Hierro, olfateaba el olor de la crisis y tenía un heterogéneo
poder de fuego dotado por sindicalistas, guerrilleros, políticos
y militantes.
El líder justicialista ocupaba el centro de un escenario ideal
para cumplir su sueño eterno: enfrentaba a un enemigo frac-
turado con un aparato político que acumulaba poder y tenía
distintas variables tácticas. Perón lo intuía como ninguno en
Buenos Aires y Madrid: era ahora o nunca.
La muerte de Augusto Timoteo Vandor provocó una fuerte
disputa en la UOM para elegir a su reemplazante, una pieza
clave en las relaciones de poder con la dictadura y en la estra-
tegia que el General desplegaba para regresar al Balcón de la
Plaza de Mayo. Perón ya había sufrido el doble juego del Lobo
y ahora pretendía un soldado que se ajustara a sus directivas.

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Ese soldado era Avelino Fernández, por entonces secretario
general de la UOM-Capital Federal.
«Mucho he pensado sobre la Unión Obrera Metalúrgica
desde el asesinato de Vandor porque no ignoro el valor que esa
organización tiene dentro de la empresa en que nosotros esta-
mos empeñados y no tengo mucha confianza en la forma en
que Vandor será reemplazado. Existen demasiados interrogan-
tes e influencias como para dormir tranquilos frente al futuro
de la UOM y su influencia en el Movimiento Sindical Argenti-
no. Los intereses que se moverán alrededor de su reemplazo
podrán ser muy grandes, entre ellos el de la dictadura, que no
dejará de hacer todo lo posible para poner mano en él, para
asegurar allí una obediencia muy peligrosa para el movimiento
sindical», escribió Perón a Fernández, que ya sabía que era su
candidato en la UOM.
El General tenía razón. La dictadura apoyaba a Lorenzo
Miguel, alias el Loro, un oscuro dirigente de escasas palabras
y contadas relaciones políticas. Levingston y Lanusse conside-
raban a Miguel un peón, voraz y muy simple, que servía para
frenar,al peronismo combativo que pretendía hacer pie en el
sindicato más poderoso del país.
Como se esperaba, y pese a las resistencias del General, El
Loro Miguel sucedió al Lobo Vandor, tras recibir un fuerte apo-
yo del régimen militar. Días antes de los comicios, se promulga-
ba el decreto-ley 18.610 de Obras Sociales, que entregaba a los
sindicalistas una formidable caja integrada por los aportes obli-
gatorios de trabajadores y empresarios. En ese momento, prin-
cipios de 1970, la plata valía más que los discursos del General.
La designación de Lorenzo irritó a Perón y obligó a en-
contrar nuevas variantes para colocar al Movimiento Obrero
bajo sus órdenes expresas. La CGT estaba fracturada, no tenía
poder propio y cedía su protagonismo a la UOM, liderada por
el Loro y alineada en secreto con los planes que se cocinaban
en los cuarteles y la Casa Rosada.

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Perón sabía que José Ignacio Rucci había enfrentado a Van-
dor, tenía debilidad por los autos y gastaba más de la cuenta en
sus salidas nocturnas. El General además conocía su lealtad par-
tidaria, su fascinación por el pensamiento integrista de Char-
les Maurras y su odio visceral a los movimientos guerrilleros.
Entonces, asumió que Rucci era la pieza ideal para enfrentar a
la dictadura, condicionar a Miguel y contener las ambiciones
hegemónicas de los Montoneros.
Sería secretario general de la CGT unificada, tras la fractura
que había provocado las diferencias ideológicas entre Vandor
y Ongaro.
Miguel tenía su propia llegada al gobierno militar y pensaba
que Rucci sería una pieza menor y obediente al frente de la
CGT. El Loro entraba sin golpear al despacho de Juan Luco,
ministro de Trabajo de Levingston y ex abogado de la UOM,
y había asegurado a Rucci que juntos trabajarían para que Pe-
rón regresara a la Argentina. Miguel, como Vandor, aplicaba
el póquer a las relaciones de poder.
El 6 dejulio de 1970, Rucci se transformó en secretario
general de la CGT, inaugurando una etapa política que cam-
biaría para siempre la relación de fuerzas en el peronismo y
la estrategia partidaria para lograr que Perón regresara a la
Argentina. Desde ese momento, la CGT se puso al frente de
las protestas gremiales y desplazó del centro del escenario a
las 62 Organizaciones, que Miguel manejaba con deliberada
ambigúedad.
«Llegó la hora de hablar claro: se abren los caminos que
conducen a un gobierno apoyado en la voluntad expresa del
país o la violencia se verá entronizada como factor de decisión
en nuestro país y por ende en toda nuestra América», amenazó
Rucci a través de los medios de comunicación.
Rucci no pensaba igual que los líderes guerrilleros, pero
el General alentaba a las Formaciones Especiales, y este jefe
de la CGT se mordería la lengua antes que resistir una orden

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directa de Puerta de Hierro. Las organizaciones armadas, en
cambio, consideraban a Rucci un burócrata sindical y jamás
alinearían sus fuerzas tras un objetivo común. Incluso, el re-
greso de Perón.
La presión constante de Rucci y las Formaciones Especiales
complicaba a las Fuerzas Armadas, que buscaban un interlo-
cutor para salir del pantano y negociar una transición hacia la
democracia. Esta debilidad coyuntural se profundizó con los
propios planes del dictador Levingston, que rompió su alianza
política con Lanusse y se atrevió a anunciar que permanecería
cinco años más en la Casa Rosada.
Levingston tenía su propia hoja de ruta, y Perón desde
Puerta de Hierro desplegó una ofensiva para bloquear los pla-
nes hegemónicos del sucesor de Onganía. El General alentaba
los paros de la CGT y avalaba los crímenes políticos de las or-
ganizaciones armadas. Vandor y Aramburu habían sido asesi-
nados por grupos guerrilleros que se plegaban al peronismo y
reclamaban un cambio revolucionario, obviando que su líder
exiliado rechazaba las propuestas de Marx, Lenin, Trotsky y
Guevara. Como Perón en Madrid, las Formaciones Especiales
pretendían llegar al poder sin importar los costos, los aliados y
las circunstancias políticas.
A fines de agosto de 1970, el comando Montonero Maza
del denominado Ejército Nacional Revolucionario asesinó al
dirigente textil José Alonso, un conocido miembro de la bu-
rocracia gremial que había enfrentado a Vandor y apoyado a
Onganía por orden de Perón. Alonso cayó muerto por catorce
disparos, y fue víctima de la misma organización que un año
antes había matado al Lobo en sus oficinas de la calle Rioja.
El General no repudió el crimen de Alonso, ni tampoco
cuestionó las distintas operaciones guerrilleras que implicaron
asaltos a bancos, copamientos de pueblos en el interior, ase-
sinatos de integrantes de las fuerzas de seguridad, secuestros
extorsivos, robos de mercaderías para distribuir en las villas

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de emergencia, atentados explosivos en la Capital Federal y
asaltos a camiones quertransportaban dinamita para el com-
plejo Chocón-Cerros Colorados. A Perón no le importaba si
las organizaciones armadas eran de origen marxista, católica
o nacionalista. Todo servía para terminar con la dictadura y
regresar a la Argentina.
«Yo creo que este proceso no da para más y que el pueblo
debe seguir firme en su lucha por los medios que sean; cuando
se enfrentan las violencias de la lucha activa nadie puede pen-
sar en limitaciones. Las alternativas son simples: se normaliza
institucionalmente al país y se devuelve al pueblo la soberanía
que constitucionalmente le corresponde o la dictadura tendrá
que enfrentar al pueblo decidido a llevar adelante la “guerra
revolucionaria” hasta convertirla en una guerra civil a la que no
podrá escapar ningún argentino», pronosticó desde Madrid.
Pese a su fragilidad institucional, Levingston inició un plan
político que atacaba las ambiciones de Lanusse, Perón y Ricar-
do Balbín. Hacia fines de 1970, purgó al gabinete consensuado
por las Fuerzas Armadas y forzó la renuncia de los ministros
que rechazaban su proyecto de poder, basado en la prohibición
de la democracia, en un sinuoso plan desarrollista y en la crea-
ción de un partido cívico militar que le permitiera quedarse
en Balcarce 50 hasta 1975.
En Puerta de Hierro y en el Comando en Jefe del Ejército
se diseñaron dos estrategias diferentes para terminar con los
sueños de Levingston. Perón autorizó que su delegado Jorge
Paladino avanzara en una negociación secreta con Balbín. Pala-
dino y el líder radical se encontraron en unas oficinas cercanas
al Cabildo, donde solía llegar Antoine de Saint-Exupéry como
piloto de la Compañía Aérea Nacional. En ese edificio histórico
del pasaje Roverano, alumbró la Hora del Pueblo, el primer
acuerdo institucional entre peronistas y radicales.
Antes de cerrar su pacto con Paladino, el jefe del radicalis-
mo se reunió con Lanusse, que ya estaba cocinando la destitu-

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ción de Levingston. Balbín aspiraba a la Casa Rosada y sabía
que únicamente podía llegar sin la proscripción del peronismo
y con el respaldo directo de las Fuerzas Armadas. Lanusse avaló
el movimiento de Balbín y aseguró que no habría resistencia
en los cuarteles, frente a un eventual reconocimiento legal al
Partido Justicialista.
Balbín había aprendido la lección sufrida por Arturo Fron-
dizi y Arturo Illia, que pretendieron gobernar democracias im-
perfectas por la proscripción del justicialismo. El líder radical
pensaba que, en elecciones libres y transparentes, podía juntar
todos los votos necesarios para vencer al General en una con-
tienda presidencial.
Lanusse era gorila y odiaba a Perón. Sin embargo, necesi-
taba la presión política ejercida desde Puerta de Hierro para
cancelar las pretensiones de Levingston. Cuando terminara
con el inesperado aspirante a dictador perpetuo, se dedicaría
a ejecutar a su enemigo político exiliado en Madrid.
Balbín y Lanusse coincidían en su objetivo final, y se permi-
tían avanzar mutuamente por distintos atajos políticos, para ca-
zar la pieza mayor: Perón y su control del poder en la Argentina.
El 11 de noviembre de 1970, se anunció oficialmente la crea-
ción de la Hora del Pueblo, una entente política respaldada por
Perón y Balbín, que buscaba una salida a la Revolución Argenti-
na y pretendía crear un resorte institucional para terminar con
las organizaciones guerrilleras, que ponían en jaque al sistema
tradicional de poder: las Fuerzas Armadas, el Movimiento Na-
cional Justicialista y la Unión Cívica Radical del Pueblo.
Los Montoneros no compartían las propuestas de la Hora
del Pueblo, pero disimularon su rechazo afirmando que era
un paso táctico del General hacia la revolución socialista en la
Argentina. Los jefes de las Formaciones Especiales pensaban
que Perón había aceptado esa entente para llegar al poder y
compartirlo con ellos. La inocencia política siempre fue una
característica básica de los guerrilleros sumados al justicialismo.

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El 9 de febrero de 1971, los Montoneros escribieron una
larga carta al General que llegó a Madrid en manos de Rai-
mundo Ongaro. La carta de los Montoneros exhibe un des-
conocimiento absoluto de las maniobras políticas del General
y manifiesta su alineamiento total a la estrategia que el líder
Justicialista imponía desde Puerta de Hierro.
«En primer lugar creemos necesario explicar las serias y co-
herentes razones que nos movieron a detener, juzgar y ejecutar
a P. E. A. (Pedro Eugenio Aramburu). Es innecesario explayarse
sobre los cargos históricos que pesaban sobre él: traición a la
Patria y a su Pueblo. Esto solo bastaba para ejecutar una sen-
tencia que el pueblo ya había dictaminado. Pero además había
otras razones que hacían necesaria esta ejecución. La razón
fundamental era el rol de válvula de escape que este señor
pretendía jugar como carta de recambio del sistema. Sabemos
en qué iba a terminar esta jugarreta, porque ya hemos presen-
ciado jugarretas similares desde 1955 para acá», señalaba el
documento.
Los jóvenes guerrilleros todavía no sabían que Perón es-
capaba a los escrúpulos si se trataba de construir variables de
poder. Meses antes del asesinato ordenado por los Montoneros,
había enviado a su entonces delegado Jerónimo Remorino a
negociar directamente con Aramburu, en las oficinas que ocu-
paba en Barrio Norte. Y con la negociación en marcha, profun-
dizó los contactos a través de su amigo personal Ricardo Rojo,
que se entrevistó con Aramburu cuando visitó París. Alejandro
Álvarez, líder de la organización derechista Guardia de Hierro,
fue más allá sobre los detalles secretos de las negociaciones
que empujaron Perón y su ambicioso enemigo histórico del
Ejército: «Supimos que el General se había entrevistado con
Aramburu, en un pueblito cercano a París, llamado Breux, o
algo parecido», recordó años más tarde.
Para Perón, los Montoneros eran solo su flanco izquierdo,
una facción armada que tenía como única finalidad golpear y

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desgastar a la Revolución Argentina. El General, sin dudar, po-
día negociar con guerrilleros urbanos o con militares golpistas
como Aramburu. Creía que la política era el arte de lo posible,
y no iba a cambiar de opinión. Por eso, en esta instancia de su
exilio, avalaba todas las operaciones clandestinas de las orga-
nizaciones armadas. Aunque no compartiera su ideología, y su
objetivo final: la revolución socialista en Argentina.
El 20 de febrero de 1971, Perón terminó de escribir la res-
puesta política a la carta. Apoyó los asesinatos de Aramburu y
Alonso, el asalto a los bancos, el copamiento a los pueblos, el
secuestro extorsivo y el robo como método de financiamiento
de las organizaciones armadas: necesitaba a los Montoneros y
hacía los gestos necesarios para mantener vigente el hechizo.
«Totalmente de acuerdo en cuanto afirman sobre la guerra
revolucionaria.
»Es el concepto cabal de tal actividad beligerante. Organi-
zarse para ello y lanzar operaciones para “pegar cuando duele
y donde duele” es la regla.
»Donde la fuerza represiva esté, nada; donde no esté esa
fuerza, todo, pegar y desaparecer es la regla por la que se bus-
ca no una decisión sino un desgaste progresivo de la fuerza
enemiga. En este caso la descomposición de las fuerzas de que
pueda disponer la dictadura por todos los medios; a veces por
la intimidación que es arma poderosa en nuestro caso, otras
por la infiltración y el trabajo de captación, otras por la actua-
ción directa según los casos pero, por sobre todas las cosas, han
de comprender los que realizan la guerra revolucionaria que
en esa “guerra” todo es lícito si la finalidad es conveniente»,
escribió.
Mientras el General avalaba las operaciones clandestinas
de los Montoneros, la dictadura militar volvía a crujir por las
diferencias internas en el Ejército. Levingston cometió un error
en Córdoba al nombrar como interventor a José Camilo Uri-
buru, que pretendió ahogar las protestas sociales lanzando ga-

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ses y reprimiendo a trabajadores y estudiantes. La posición de
Uriburu, apoyada por Levingston, provocó una fuerte réplica
popular que se conoció como el Viborazo. Lanusse aprovechó
la crisis en Córdoba y destituyó a Levingston.
El 26 de marzo de 1971, Alejandro Agustín Lanusse asumió
como dictador en una apagada ceremonia en la Casa Rosa-
da. Era un general con excelentes relaciones en la oligarquía
agropecuaria, y pertenecía al arma de Caballería, considerada
la elite del Ejército Argentino. El Cano, como se lo conocía
en los cuarteles, quería convocar a elecciones presidenciales,
ser candidato y ganarle a Perón. Argentina ingresaba en una
época onírica y sangrienta: dos generales, uno en Buenos Aires
y otro en Madrid, tenían el mismo sueño de poder. Y harían lo
necesario, sin importar los muertos y el dolor.
Para cumplir con sus ambiciones personales, Lanusse inició
una negociación directa con el radicalismo, que coronó con la
designación de Arturo Mor Roig como ministro del Interior.
Mor Roig era abogado y había sido titular de la Cámara de Di-
putados cuando Arturo Illia ocupaba la presidencia. Ahora, sin
importar el pasado oprobioso, sería ministro de Lanusse, el ter-
cer dictador de un movimiento faccioso que derrocó a Illia, el
correligionario que lo había puesto al frente de la Cámara baja.
Lanusse tenía su propio plan político. Necesitaba a Mor
Roig para seducir al radicalismo, y se apoyaba en Francisco
Manrique para hacer populismo. Manrique había asumido
como ministro de Bienestar Social, y su intención era seducir
con chapas y frazadas a los pobres que extrañaban a Evita y su
Fundación. Pero a este capitán de navío el pasado lo condena-
ba: como jefe de la Casa Militar en la dictadura de Aramburu,
había participado en los fusilamientos de la Revolución Liber-
tadora de 1956.
Junto a Mor Roig y Manrique, el dictador colocó a Rubens
San Sebastián como ministro de Trabajo. No era la primera
vez que ocupaba ese lugar, y su designación se explicaba por

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sus fluidos contactos con las empresas y la burocracia sindical.
San Sebastián había sido secretario de Trabajo de Onganía, y
entendía como pocos la estrategia de Lanusse, que buscaba una
transición ordenada, su candidatura presidencial y el apoyo
simultáneo de las Fuerzas Armadas y Perón.
Como Perón en sus dos gobiernos, Lanusse comprendía la
influencia de los medios de comunicación en la opinión públi-
ca y pretendía exhibir un perfil republicano, moderno y con-
ciliador. Entonces, optó por nombrar a Eduardo Sajón como
secretario de Prensa y Difusión, un puesto clave que debería
imponer la agenda política y fortalecer la imagen pública del
general que ocupaba la Casa Rosada. Sajón era un periodista de
carrera, respetado por sus colegas y conocedor de los secretos
de la profesión.
Balbín entendía los planes de Lanusse y por eso había acep-
tado la designación de Mor Roig en Balcarce 50. Sin embargo,
sus aspiraciones políticas no coincidían plenamente con los
sueños del dictador: el líder radical jamás aceptaría la candida-
tura de Lanusse, necesitaba la transición democrática, el respal-
do de las Fuerzas Armadas y la participación del justicialismo en
la contienda electoral. Sabía que había pocas posibilidades de
triunfar frente al General, pero también sabía que la continui-
dad de la dictadura fortalecía a las organizaciones guerrilleras
y perpetuaba a las Fuerzas Armadas en el poder.
En las dos primeras semanas de gestión, Lanusse levantó
la prohibición a los partidos políticos, ordenó a Mor Roig que
se reuniera con la Hora del Pueblo, concedió un reportaje al
New York Times, le aprobó a Manrique un plan de ayuda a los
pobres, dispuso que un busto de Perón se colocara en Balcarce
50, permitió que San Sebastián se acercara a los sindicatos y
convocó a Rucci para un primer encuentro en Gobierno.
El jefe de la CGT, como en su momento Vandor con Onga-
nía, apareció vistiendo traje y corbata. A Rucci le encantaban
las camperas de cuero y las camisas haciendo juego, pero Man-

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rique y San Sebastián le sugirieron que respetara el protocolo
de la Casa Rosada. Rucci aceptó los consejos de etiqueta y llegó
al despacho del dictador con un traje que estrenaba para la
ocasión.
Ese día, 13 de abril de 1971, Lanusse sorprendió a su in-
vitado. El general transmitió al sindicalista qué pensaba pro-
ponerle a Perón y explicó sus planes políticos. Rucci escuchó
en silencio y trató de no perder un solo detalle. Tres días más
tarde, volaba a Madrid para encontrarse con el líder histórico
del movimiento. Tenía mucha información de la dictadura,
que aparecía a la ofensiva y ocupando espacios políticos a un
ritmo que sorprendía en Puerta de Hierro y en los cuarteles
del Ejército.
Rucci cruzó la puerta de la quinta 17 de Octubre y se en-
contró con Perón, que sonreía acompañado de Isabelita y Ló-
pez Rega. Era la primera vez que se reunía con el General y la
confianza fue mutua e inmediata. Perón necesitaba soldados
leales, conservadores y obedientes. Rucci creía en los lideraz-
gos verticales, ciegos y prusianos. El General y el sindicalista
coincidían en todo y tenían los mismos enemigos: Lanusse y
los Montoneros.
El jefe de la CGT informó a Perón que Lanusse pretendía
un acuerdo político que excediera a la Hora del Pueblo, y ma-
nifestó haberlo visto preocupado por las formaciones armadas.
Rucci añadió que Lanusse pensaba que los Montoneros tenían
su propia agenda, que estaban usando el nombre de Perón
para fortalecer su poder interno y que, en definitiva, apostaban
a su vejez para trabar un eventual regreso a la Argentina.
El sindicalista fue preciso cuando describió la oferta que
Lanusse hacía a Perón: juntos debían ordenar el mapa político
del país, convocar a elecciones presidenciales y terminar con
las organizaciones guerrilleras, que ponían en jaque la estabi-
lidad de todo el sistema de poder en la Argentina.
El General coincidía con Lanusse respecto al desafío que

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significaban los Montoneros para el establishment político,
pero tenía una diferencia básica que respondía a la táctica que
estaba aplicando para regresar a Buenos Aires. Perón usaba a
los Montoneros para golpear y desgastar, colocando en una
situación de debilidad a la dictadura y profundizando la nece-
sidad de su liderazgo político, frente a los secuestros, atentados,
ajustes de cuenta y robos que todos los días cometían las de-
nominadas formaciones especiales. Como Lanusse, el General
exiliado desconfiaba de los Montoneros, no coincidía con su
ideología y temía por su impacto en la estructura del poder
político en la Argentina. Pero también asumía que los Monto-
neros empujaban hacia el poder, y que eran un arma mortífe-
ra para contener a Lanusse, debilitar a las Fuerzas Armadas y
llegar a la Casa Rosada.
Con la información exacta de Rucci, el General permitió
que su delegado Jorge Daniel Paladino programara un acer-
camiento directo con Lanusse, que pretendía encolumnarlo
detrás de su estrategia de poder. Paladino movió sus contactos
y la dictadura diseñó un plan para poner en Madrid a un oficial
del Ejército acostumbrado a las operaciones secretas. Se trataba
de Francisco Cornicelli, coronel y amigo personal de Lanusse,
que ya había jugado un papel clave para reclutar a Mor Roig
como ministro del Interior.
El dictador decidió ocultar la maniobra a la cúpula de las
Fuerzas Armadas, y solo filtró la información a los generales
José Herrera, Jorge Cáceres Monié y Hugo Miatello. Herre-
ra conducía formalmente el Ejército, Cáceres Monié estaba a
cargo de la Policía Federal y entregó a Cornicelli un pasaporte
falso, y Miatello, jefe de la Secretaría de Inteligencia del Esta-
do, aportó los fondos reservados para financiar la estadía de
Cornicelli en España. Por orden de Lanusse, el enviado tenía
que ofrecer a Perón un acuerdo político y económico que im-
plicaba un cronograma electoral hasta los comicios de 1973, el
desmantelamiento de las organizaciones armadas, el cobro de

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haberes adeudados desde 1955 y la devolución del cadáver de
Evita, que había desaparecido por orden de Aramburu.
El 21 de abril de 1971, uniformado y esquivando a los pe-
riodistas, Cornicelli ingresó a Puerta de Hierro. Fue recibido
por Perón, López Rega y Paladino, que consideraba la cita un
triunfo político personal. El enviado de Lanusse se acomodó
frente al General, y abrió un maletín para sacar un grabador,
que había sido entregado en Buenos Aires para certificar las
conversaciones. Perón ya sabía de esta regla de juego, y había
previsto que López Rega tuviera otro grabador para guardar su
propia copia en Madrid. La desconfianza era mutua.
Se registraron casi cinco horas de conversaciones y se repasó
la historia argentina desde 1955. Perón dio clases de estrategia
política y Cornicelli presentó formalmente la oferta de Lanus-
se. Tomaron té, café y fumaron varios atados de cigarrillos. No
hubo acuerdo. Y las diferencias estallaron cuando el enviado de
Lanusse exigió al General que terminara con las organizaciones
armadas, una pieza clave de Perón para derribar a la dictadura,
concluir su exilio y regresar al poder.
—En este momento hay muchos que masacran vigilantes y
asaltan bancos en su nombre —dijo Cornicelli, al promediar
la reunión en Puerta de Hierro.
—Habrá más —contestó, lacónico, Perón.
A escondidas, Cornicelli abandonó la quinta 17 de Octubre.
El coronel había cumplido su misión, y debía regresar a Bue-
nos Aires para informar a Lanusse sobre los resultados de la
negociación. Cornicelli estaba optimista, a pesar del cruce que
había tenido por las operaciones guerrilleras. Creía posible un
acuerdo entre la Casa Rosada y Puerta de Hierro.
Perón, en cambio, asumió que el dictador argentino es-
taba débil y que las formaciones especiales debían tener más
protagonismo. El General mantendría abierto el canal de ne-
gociación para ganar tiempo, pero su estrategia apuntaba a
fortalecer las organizaciones armadas, atomizar el apoyo mili-

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tar de Lanusse y manipular a la Hora del Pueblo en su propio
beneficio.
Con la información del coronel Cornicelli, los partes de
inteligencia del Ejército y los comentarios informales de Pala-
dino, Lanusse asumió que Perón no regresaría a la Argentina,
que había condiciones para un pacto político y que podía ganar
la futura campaña presidencial. El dictador se sentía confiado
y avanzó con voracidad, pese a ciertas resistencias que tenía en
los cuarteles y en los aliados políticos. Lanusse leía la realidad
política de acuerdo con sus deseos, y no prestaba atención a las
señales obvias que Perón emitía desde Madrid.
A principios de mayo de 1971, Lanusse presentó el Gran
Acuerdo Nacional (GAN), una propuesta institucional que es-
condía sus ambiciones presidenciales. El dictador se presenta-
ba a sí mismo como un árbitro político y proponía un acuerdo
entre todos los protagonistas de la Argentina. Si el pacto de
convivencia prosperaba, él mutaría de golpista a Padre de la
Patria. Y desde allí, sin escalas, a la presidencia de la Nación con
los votos de una nueva mayoría que debería sumar a peronistas
y radicales.
«Es por eso que nuestra mayor motivación en la hora pre-
sente debe ser superar los errores del pasado para realizar la
Argentina que anhelamos. No podemos continuar como hasta
ahora, tratando de ignorar los antagonismos que nos dividen,
ni seguir eludiendo la responsabilidad histórica de terminar
con ellos. Optar por ese camino sería, tal vez, la actitud más
cómoda, pero también transferiríamos cobardemente sin dere-
cho alguno, el problema a nuestros hijos. Las Fuerzas Armadas
están decididas a terminar definitivamente con las luchas estéri-
les que durante largos años han dividido a la familia argentina.
Por ello han convocado al Gran Acuerdo Nacional», aseguró
en su discurso del primero de mayo de 1971.
El cálculo del dictador era simple, casi una caricatura. Pe-
rón, viejo y cansado, huía de la batalla electoral y aceptaba

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que su delegado Daniel Paladino ocupara la vicepresidencia.
Lanusse, el golpista de 1951 y 1966, juraba como presidente en
1973, mientras el General aplaudía en primera fila acompaña-
do por Isabelita y López Rega. Al final de la ceremonia, juntos
en el Salón Blanco, Lanusse y Perón posaban sonrientes para
certificar en una foto que ya no había vencedores ni vencidos.
Con la intención de alcanzar este sueño de poder, Lanusse
se reunió con la Junta de Comandantes y propuso un borrador
de acuerdo político con Perón, que se basaba en los reclamos
presentados por el General cuando recibió a Cornicelli. Lanus-
se pretendía satisfacer las exigencias de Perón, a cambio de su
apoyo explícito al GAN y a su candidatura como presidente de
la Nación.
La cúpula militar respaldó el plan del dictador, aunque ex-
hibió sus dudas respecto a las verdaderas intenciones de Perón,
conocido por su manejo de la intriga política y la conspira-
ción palaciega. Lanusse replicó que podía manejar al General
y propuso que Jorge Rojas Silveyra fuese designado embajador
en España para cerrar el pacto político. Rojas Silveyra era un
brigadier que odiaba a Perón, había conspirado contra Arturo
Frondizi y comprendía los planes y las aspiraciones de su amigo
Lanusse.
Antes de viajar a España, Rojas Silveyra se encontró en Bal-
carce 50 con Lanusse para definir la oferta política al General.
Se trataba de una propuesta secreta que establecía la entrega
de un nuevo pasaporte, el pago de las pensiones adeudadas
como ex presidente, la devolución de todos sus bienes al mo-
mento de la Revolución Libertadora, la repatriación de sus
restos si moría en Madrid, el archivo de todas las causas penales
y la restitución del cadáver de Evita, que había desaparecido
en noviembre de 1955.
El dictador y el brigadier acordaron también que las reu-
niones con Perón fueran reservadas y en distintos escenarios
para esquivar a los periodistas y a los agentes de inteligencia

149
que Francisco Franco, la CIA y los adversarios de Lanusse des-
plegaban en España. Los tiempos se aceleraban, y el General
provocaba mucha tensión política en Madrid, Washington y
Buenos Aires.
El 5 de julio de 1971, Rojas Silveyra aterrizó en Barajas.
Desarmó sus valijas y se encontró con Paladino para cerrar la
primera reunión secreta con Perón. Dos días más tarde, en un
auto prestado, Rojas Silveyra y Paladino llegaron a la quinta 17
de Octubre. Caía la tarde, y el General abrió la puerta para re-
cibirlos. Perón y Lanusse iniciaban su larga partida de ajedrez.
El General invitó café e inició un largo monólogo sobre
la situación de la Argentina y el camino a recorrer hasta des-
embocar en las elecciones presidenciales. El embajador de la
dictadura escuchaba y apenas podía replicar los argumentos de
Perón, que ocupaba el centro del escenario y poco dejaba para
su invitado. Rojas Silveyra sabía que tenía que tener paciencia
y no se inmutó cuando López Rega encendió un grabador de
cinta abierta que reprodujo la conversación del General con el
coronel Cornicelli. Fueron casi cinco horas, adonde el secre-
tario prendía y apagaba el grabador para permitir que Perón
ampliara los detalles de la reunión con Cornicelli.
Antes de concluir el encuentro, Rojas Silveyra aseguró a
Perón que la dictadura entregaría su nuevo pasaporte, adelantó
que Lanusse tenía la voluntad de restituir los restos de Evita y le
preguntó su posición respecto a las formaciones especiales. El
General se mostró complacido por los anuncios y esquivó una
respuesta concreta sobre las organizaciones armadas, que cada
día perfeccionaban sus operativos y multiplicaban su audacia.
Frente a la respuesta evasiva de Perón, el enviado de Lanusse
insistió nuevamente sobre los Montoneros y propuso que con-
denara a todos los grupos guerrilleros. El General rechazó la
oferta y a continuación alegó que las formaciones especiales
solo estaban replicando la violencia que se ejercía desde los
cuarteles.

150
Ahí terminó la reunión.
Rojas Silveyra abandonó Puerta de Hierro y marchó hacia
su despacho de la embajada argentina, adonde se comunicó
con Lanusse para informar sobre los detalles de su primer en-
cuentro con Perón. El embajador aseguró que existían con-
diciones políticas para cerrar un acuerdo, y adelantó que no
había avanzado nada sobre las organizaciones armadas, porque
el General había escapado a una definición concreta. Desde
Buenos Aires, Lanusse ordenó que fuera paciente y que multi-
plicara los encuentros con su enemigo político.
Rojas Silveyra cumplió las órdenes. Se reunió 36 veces con
Perón, y todas las noches llamaba a Buenos Aires para informar
a Lanusse. El embajador militar llegó a Madrid odiando al Ge-
neral, y regresó a Buenos Aires asumiendo que Perón solo era
un adversario político. El brigadier golpista de 1951, gorila por
naturaleza, mutó su perspectiva histórica y se transformó en un
confesor del General, que soportaba la presión de su entorno,
las conspiraciones de sus aliados, la voracidad de Lanusse y el
peso de la vejez que limitaba sus fuerzas y la capacidad de su
pensamiento político.
El embajador militar tuvo la oportunidad de observar el en-
torno de Perón, y entender los roles que, desde su perspectiva,
protagonizaban Isabelita y López Rega. «El papel asignado a
Isabel Perón es un poco difícil de definir, porque ella prácti-
camente no aparecía nunca en el lugar donde conversábamos
y era difícil que estuviera presente. Muy pocas veces la vi, y no
demostraba aparentemente tener ninguna capacidad política
ni discernimiento», escribió Rojas Silveyra en un informe se-
creto que le pidió Lanusse.
«López Rega tenía evidentemente una gran influencia so-
bre Perón. Cuando el señor López Rega se encontraba ausente
de Madrid y uno iba a conversar con Juan Domingo Perón, la
conversación era más fluida, más rápida, más sincera. Al día
siguiente o a los dos o tres días se reafirmaba lo que se había

151
conversado anteriormente. En cambio, estando presente López
Rega, era evidente que Perón había cambiado, se veía netamen-
te la influencia de López Rega en esa segunda conversación»,
agregó Rojas Silveyra en su informe.
«Perón me dijo un día: “Yo no tengo interés de ir a la Argen-
tina a gobernar el país. He gobernado al país en dos oportuni-
dades, y sé cómo se debe hacer, y no como quieren algunos de
estos mocosos que me rodean, que me limite a firmar cuatro
cinco papeles nada más. Conozco mi capacidad física mejor
que mis médicos. Si voy a ejercer el gobierno como se debe
ejercer, no creo que dure más de seis meses”», transcribió tex-
tual Rojas Silveyra, en su informe presentado a Lanusse.
El General había establecido una cordial relación con el
embajador de la dictadura, pero no se olvidaba que era un
enviado de su enemigo político. Necesitaba tener informa-
ción cierta de Lanusse, y ya no confiaba en su delegado Pala-
dino, que negociaba a sus espaldas con la dictadura militar.
Perón quería un topo en la Casa Rosada, un espía con llegada
al dictador y sólida capacidad intelectual para discernir la
información que escuchaba en los despachos oficiales. Sin
esa pieza en el tablero, su posición era débil, y el final de la
partida, previsible.
José Ber Gelbard era un empresario ambicioso, cuadro del
Partido Comunista y con acceso directo al despacho de Lanus-
se. Había cerrado con la dictadura un negocio formidable para
fabricar aluminio, y entendía como pocos la partida que se
Jugaba entre Buenos Aires y Madrid. Gelbard conocía el poder,
y pensaba que podía ser ministro de Economía de Lanusse o
Perón. Esa ambición, inescrupulosa y pragmática, lo transfor-
mó en el topo que Perón necesitaba en Balcarce 50.
Gelbard ayudaba al General con su información reservada
y el análisis político que hacía sobre los datos secretos que jun-
taba en los despachos de la Casa Rosada. El empresario había
adelantado a Perón que Lanusse no quería que fuera candidato

152
a presidente y le había comentado acerca de la peligrosa cer-
canía que su delegado Paladino tenía con la dictadura militar.
Perón sabía que Gelbard quería ser ministro de Economía y
se apoyaba en su ambición para meter la mano en el bolsillo del
empresario polaco. Juntos habían compartido un almuerzo en
la Gran Tasca de Madrid, y ahí Gelbard se había comprometido
a depositar diez millones de dólares para financiar el regreso
de Perón. Fue en ese almuerzo que el empresario adelantó al
General que Lanusse había ordenado devolver los restos de
Evita, desaparecidos en 1955 por decisión de la Revolución
Libertadora. Esta noticia conmocionó a Perón, que no sabía
adónde estaba el cadáver.
La información obtenida por Gelbard era exacta. El 16 de
agosto de 1971, Lanusse escribió una carta secreta que iniciaba
el regreso del cadáver de Evita. «Flaco, aprovecho el viaje de
Lalo para enviarte con él un expresivo saludo; le he encargado
que te converse sobre un trabajo que va a realizar, contando
para ello con mi aprobación, y deseo de éxito», decía la carta
que el embajador recibió tres días más tarde. Flaco era Rojas
Silveyra. Lalo, que actuó como correo, era Héctor Cabanillas,
el coronel que había ocultado los restos de Evita por orden de
Aramburu.
Con la premisa de seducir a Perón y fortalecer su posición
política, Lanusse terminaba con el peor secreto de la Revolu-
ción Libertadora, usaba al gobierno italiano, la dictadura de
Franco, la influencia del Vaticano y los contactos del Ejército
para entregar el cadáver oculto en Milán.
El primero de septiembre de 1971, Rojas Silveyra llegó a
Puerta de Hierro para mantener una reunión con Perón. El
embajador militar entregó al General un sobre con 50.000
dólares, que saldaba las pensiones adeudadas desde 1955, y a
continuación reveló que los restos de Evita se dirigían desde
Milán a Madrid. Perón se alegró: faltaba poco para recuperar
lo que quedaba del amor de su vida.

158
Una noche apacible de otoño, la furgoneta con los restos
de Evita entró sigilosa a Puerta de Hierro. Estaban Perón, Isa-
belita, López Rega, Paladino, Rojas Silveyra, Cabanillas y un
supuesto sacerdote italiano que había ayudado a exhumar el
ataúd que estaba a nombre de María Maggi. Era el 3 de sep-
tiembre de 1971, ya habían sonado las campanadas de las nue-
ve, y el General estaba tieso, vistiendo su traje negro. Era una
esfinge, aguardando que llegara su sombra.
Mientras Paladino se esforzaba para abrir el ataúd, Rojas Sil-
veyra reveló a Perón las distintas alternativas que padeció el ca-
dáver de su segunda esposa. El embajador militar fue cuidadoso
con el relato: en la quinta 17 de Octubre también estaba Cabani-
llas, que había desaparecido el cuerpo por orden de Aramburu.
Una hora más tarde, cerca de la medianoche, Paladino
anunció que el féretro estaba abierto. Tenía un dedo vendado,
por un corte causado por la chapa del cajón, que se resistía a
los embates histéricos del delegado personal.
«Es Eva», dijo Perón, lacónico, cuando se asomó al ataúd
que estaba apoyado sobre una mesa en el living de Puerta de
Hierro. El cadáver aparecía con su mortaja sucia y húmeda, la
nariz aplastada y el rodete gastado por el tiempo. Había un olor
extraño, una mezcla que raspaba las narices, una pócima que
exudaba los años de encierro y el bálsamo usado para preservar
a la segunda esposa del General.
Perón firmó el acta de entrega del cadáver y despidió a los
funcionarios de la dictadura militar. Su plan político funcio-
naba: había recuperado los restos de Evita y le habían paga-
do los 50.000 dólares que correspondían de su pensión como
presidente. Lanusse cumplía con sus promesas, y creía que el
General estaba domesticado, dispuesto a firmar un acuerdo
histórico que lo colocaba para siempre en un museo. El dicta-
dor no conocía a Perón, y descubrió tarde que era imbatible
en una partida rebosante de conspiradores capaces de matar
por una cuota mínima de poder.

154
López Rega aceptaba el maltrato del General, pero se con-
solidaba como su principal consejero político en Puerta de Hie-
rro. No tenía formación jurídica, jamás había sido militante, y
lideraba una secta espiritista que había transformado a Isabelita
en su palanca de poder. La soledad de Perón, su desconfianza
natural, y la insistencia enfermiza de López Rega alumbraron
el fenómeno político. Todos sabían en Madrid y Buenos Ai-
res que el mayordomo, cocinero, secretario, intrigante, espía
y confesor de la Tercera Esposa, era inimputable, ambicioso y
vengativo. Sin embargo, por comodidad y verticalismo, acep-
taron que se convirtiera en la sombra de Perón.
López Rega conocía las debilidades del General, sabía cuan-
do se cansaba, y comprendía sus silencios y sus palabras. Al líder
no le importaban los ejercicios de espiritismo que su consejero
empezó a realizar con Isabel sobre el cadáver de Evita, pero
pretendía estar a solas cuando visitaba los restos de su Segunda
Esposa. Este pacto de convivencia, tácito e inesperado, exhibía
la debilidad de Perón y el poder que ya ejercía López Rega
detrás de bambalinas.
Paladino tenía juego propio y se excedía en la represen-
tación del General ante Lanusse y sus ministros. El delegado
prometía más de la cuenta y soñaba con acompañar al dictador
en una fórmula presidencial apoyada por Perón desde Puerta
de Hierro. López Rega sabía sobre las intenciones de Paladi-
no y asumía que esa aspiración personal conspiraba contra su
propio proyecto de poder, estructurado sobre el regreso del
General, su vejez progresiva y la manipulación de Isabelita. Sin
Paladino, la dictadura se quedaba huérfana de interlocutor, y
López Rega, sin adversarios en el entorno.
Perón no podía creer cuando escuchó el contenido de la
cinta que había comprado López Rega a un agente de inteli-
gencia del Ejército. Aparecía la voz de Paladino, explicando
a un funcionario de la dictadura que al General había que
apurarlo para que definiera su destino político. El delegado

155
parecía un agente de Lanusse, y con esa evidencia López Rega
lo volteó.
Al General le gustaba la lealtad ciega, y su secretario se
comportaba como un soldado fundamentalista. Ahora, Perón
y López Rega debían encontrar un reemplazo a Paladino, al-
guien que tomara distancia de la dictadura y que asumiera que
solo era un portavoz del líder exiliado en Madrid.
HéctorJ.Cámpora era un antiguo dirigente conocido por
su lealtad ciega al General. Estaba en un segundo plano, vege-
taba, y se sorprendió cuando escuchó que López Rega quería
tomar un café en su casa. El secretario le anunció que Perón
iba a designarlo como su delegado personal, en reemplazo de
Paladino, que había caído por sus relaciones secretas y perso-
nales con Lanusse. Cámpora no dudó, y días más tarde llegó
carta de Madrid formalizando la nominación.
«Yo observo desde aquí y vigilo intensamente los proce-
dimientos y actitudes, de manera que estoy listo para tomar
las medidas adecuadas oportunamente. Usted, como yo, tiene
gran experiencia en estos quehaceres y me imagino que está
al día“en todo lo que pasa. Por eso le pido que esté alerta por
si debemos tomar algunas medidas, en cuyo caso, si usted no
tiene inconveniente, lo utilizaría en la conducción», propuso
Perón a su futuro delegado.
La designación de Cámpora preocupó en Balcarce 50. La-
nusse había apostado por Paladino y ahora se encontraba sin
interlocutor en Puerta de Hierro. El nuevo Delegado no tenía
iniciativa propia, lo que anunciaba que Perón, otra vez, estaba
cambiando su táctica para volver a Buenos Aires y recuperar el
Balcón de la Plaza de Mayo.
En esta instancia, Lanusse entendió que de poco habían
servido los 50.000 dólares entregados por las pensiones adeu-
dadas, la restitución del cuerpo de Evita, el archivo de todas
las causas judiciales abiertas en la Revolución Libertadora y la
impresión del nuevo pasaporte oficial a nombre del General.

156
El dictador pensó que si abría la mano Perón renunciaba a
su vocación de poder, y íunca entendió que su enemigo íntimo
tendía a crecer frente a la predisposición del adversario. Cuan-
do Lanusse se anticipó a entregar la mayoría de los bienes que
deseaba el General, no hizo más que consolidar su precariedad
estratégica ante un animal político que afilaba sus garras con
la inocencia del otro.
La renuncia forzada de Paladino y la designación de Cám-
pora fue una señal contundente sobre las relaciones de poder
en Puerta de Hierro y su proyección en el futuro político de
la Argentina: Perón mandaba junto a López Rega, que había
negociado la nominación de Cámpora. López Rega ya no era
un mayordomo, sino una pieza clave en el tablero del General.
Lanusse había sido descubierto, y su intención de transformar
a Paladino en doble agente había fracasado. Al dictador le que-
daba el camino de reconocer al peronismo como fuerza mayo-
ritaria, O apostar a su propia nominación presidencial. Esta si-
tuación, cuando promediaba 1971, significaba que la Hora del
Pueblo era una pieza de museo, que la Revolución Argentina
agonizaba y que Perón podía regresar en los próximos meses.
El 4 de noviembre de 1971, Cámpora aterrizó en Madrid y
fue recibido por Isabelita, que lo llevó sin escalas hasta Puerta
de Hierro, adonde aguardaba Perón con los brazos abiertos
y su mejor sonrisa. Allí analizaron durante horas la estrategia
contra Lanusse, y el General reiteró que todo debía usarse para
golpear a la dictadura y recuperar el poder. Desde la CGT hasta
las Formaciones Especiales.
Perón reveló a Cámpora sus conversaciones con Rojas Sil-
veyra y explicó su estrategia para demoler al régimen que ma-
nejaba Lanusse en Buenos Aires. El General necesitaba que las
organizaciones armadas golpearan sin respiro y que coordina-
ran sus acciones para evitar muertes inútiles y elevados costos
políticos. Entonces, para cumplir con su plan, Perón ordenó
a Cámpora que nombrara a Rodolfo Galimberti como repre-

157
sentante de la juventud en el Consejo Superior, una decisión
inédita en la historia del Movimiento Nacional Justicialista. Con
Galimberti ocupando un puesto clave en la conducción táctica,
el General declaraba oficialmente la guerra a Lanusse y anun-
ciaba que las organizaciones guerrilleras serían su principal
armamento para destruir a la Revolución Argentina.
A Galimberti le decían el Loco y le había caído muy bien al
General. Para esa época, fines de 1971, aún no tenía influencia
decisiva en las organizaciones armadas, pero había sugerido en
Puerta de Hierro que la clave del triunfo ante Lanusse consistía
en unir a los militantes de la Juventud Peronista con los guerri-
lleros de las formaciones especiales. Y esa alianza estratégica,
añadió el Loco, debía ponerse bajo la conducción directa del
General. Perón escuchó este análisis, lo aprobó sin dilaciones
y dispuso que Galimberti ocupara el Consejo Superior en nom-
bre de la juventud.
Galimberti sabía que el poder estaba en manos de Perón
y López Rega, y que Isabelita era una pieza que jugaba de bi-
sagra entre el General y el secretario. El Loco hacía mohines
a los tres, pero armaba su propio tablero. No era leal como
Cámpora, y en la intimidad se reía de la vejez de Perón y de sus
dificultades para volver a la Argentina y ocupar nuevamente la
Casa Rosada.
Durante un almuerzo que sirvió para analizar la estrategia
contra Lanusse, los jefes montoneros Roberto Perdía y Carlos
Hobert le preguntaron a Galimberti si Perón regresaba a la
Argentina. Era una información clave, que serviría para deter-
minar los próximos movimientos de las organizaciones arma-
das. «Sí, va a venir. Pero en silla de ruedas y con una mantita
escocesa sobre las piernas. Una manija de la silla la va a llevar
Isabel y la otra López Rega», contestó Galimberti, en medio
de una carcajada.
El Loco, en su estilo, ponía de manifiesto la principal
preocupación del poder en la Argentina: la salud del General,

158
su resistencia física para enfrentar una campaña presidencial y
la fortaleza de su pensamiento ante las dificultades que implica
ocupar Balcarce 50. Galimberti pensaba igual que López Rega,
Isabelita y Lanusse.
Las organizaciones armadas elegían con precisión sus blan-
cos de ataque para fortalecer su imagen de jóvenes luchadores
que enfrentaban a la dictadura, pretendían cambiar la sociedad
y hacer la revolución socialista. Los Montoneros desconfiaban
del General y pensaban diferente, pero sabían que era un ca-
mino rápido y directo para llegar al gobierno. En esa coyuntura
histórica, frente a Lanusse que aspiraba a mantener su poder,
los Montoneros hacían el doble juego de pegar a la dictadura
y ser una pieza indispensable para Perón.
El General estaba consciente de esta estrategia, y no le im-
portaba. Primero necesitaba terminar con Lanusse y ocupar la
Casa Rosada. Después ajustaría cuentas con los jóvenes guerri-
lleros que pretendían disputar su poder, copar su movimiento
y conducir un proceso revolucionario que no estaba en sus
cálculos ni pertenecía a su ideología. Para Perón, los Monto-
neros eran un atajo a Balcarce 50, un recurso con fecha de
vencimiento.
Sin embargo, en pleno romance, los aliados tácticos se mos-
traban juntos, felices y contentos. En los últimos meses de 1971,
Perón aceptó filmar durante horas un documental dirigido
por Fernando Pino Solanas y Osvaldo Gettino, adonde se pro-
ponía una «actualización política y doctrinaria para la toma
del poder». Y la revista Las Bases, que era un órgano de prensa
manejado por López Rega desde Puerta de Hierro, publicaba
artículos en los que defendía a las organizaciones guerrilleras y
cuestionaba a los tribunales especiales creados por la dictadura.
«Día a día nuestras cárceles se van llenando con juventud
nacional. Día a día, los periódicos informan sobre hechos de ar-
mas y encuentros violentos. Día a día hombres mueren pagan-
do un tributo de sangre a una insensibilidad. ¿Qué podemos

199
esperar en el futuro? Hemos conversado largamente con los
abogados que defienden a la juventud. Sus informes son ver-
daderamente lamentables. Nos hablan de torturas, vejámenes,
muertos, etc., etc. Se nos habla de formaciones especiales de
antiguerrilla provistos de elementos de represión, con presu-
puestos siderales y libertad de acción. ¡Todo se va a preparando
para un enfrentamiento masivo y cruento, puesto que a una
represión mayor, también va un ataque mayor!», escribió López
Rega, que en ese momento simulaba
ser un intelectual comba-
tivo que apoyaba la revolución permanente en América Latina.
El 7 de diciembre de 1971, Isabelita regresó a Buenos Aires
y fue recibida por Cámpora. La Tercera Esposa llegó acom-
pañada por López Rega, que ya oficiaba como secretario del
General y era pieza clave del poder oculto de Puerta de Hie-
rro. En Ezeiza se juntaron diez mil militantes, jóvenes en su
mayoría, que pertenecían a las Formaciones Especiales. Era
una imagen del futuro: Isabel estaba protegida por la guardia
de la burocracia sindical, mientras que los militantes gritaban
«Evita, Perón, Revolución».
Cuando Lanusse recibió el informe de inteligencia, que
describía el recibimiento a Isabelita y López Rega, comprendió
que su estrategia conciliatoria no había servido para nada. El
justicialismo estaba vivo, Perón aún manejaba al Movimiento
y sus tres vicarios, Isabelita, López Rega y Cámpora, se apres-
taban a terminar con las pujas partidarias como paso previo a
la demolición del GAN, la Hora del Pueblo y los restos de la
Revolución Argentina. En ese momento, el dictador asumió
que su única estrategia era evitar que Perón regresara, ganara
las elecciones y ocupara su lugar en Balcarce 50.
Desde Madrid, Rojas Silveyra aportó información que podía
servir a la nueva estrategia de Lanusse. El embajador militar
aseguraba que Perón solo podía trabajar cuatro horas por día,
que se lo veía muy avejentado y que dudaba acerca de su re-
greso a Buenos Aires. Rojas Silveyra afirmó a Lanusse que el

160
General no tenía mucho tiempo de vida y que lo mejor era
postergar la convocatoria a elecciones. Si no lo hacía, reflexio-
nó el embajador por teléfono, Perón regresaba, colocaba a un
vicario y después se moría.
El dictador aprovechó los últimos días de 1971 para ne-
gociar con Ricardo Balbín un acuerdo político basado en la
Hora del Pueblo. El acuerdo era fácil de entender: había que
construir un frente cívico militar que sumara un candidato
avalado por las Fuerzas Armadas con otro propuesto por la
Unión Cívica Radical. Balbín rechazó la oferta sin dudar: La-
nusse era un general que pertenecía a la Revolución Argentina,
una dictadura que ocupaba ilegalmente el poder tras derrocar
al gobierno radical de Arturo Illia. Balbín quería ser presiden-
te, pero jamás aceptaría una alianza con los verdugos de su
amigo y correligionario Illia. Para el Chino, la política tenía
ciertos límites.
Perón pasó Navidad y Año Nuevo sin Isabel ni López Rega.
Era cuidado por la mucama Rosario Álvarez Espinosa, que co-
nocía sus gustos y sus achaques.
El General tuvo tiempo para pensar en su futuro, mientras
llegaban las noticias desde Buenos Aires. Ya sabía que Lanusse
jugaba su candidatura y que Balbín apostaba a un acuerdo que
podía cerrar un ciclo histórico de enfrentamientos políticos.
Empezaba 1972. Todo estaba en manos de Perón.
Menos el tiempo, que corría en contra.

161
CAPÍTULO 6
Volver

El primero de enero de 1972, Juan Domingo Perón amane-


ció solo en Puerta de Hierro. Habló con Isabelita antes de las
campanadas de fin de año y recibió un saludo pegajoso de José
López Rega. Sin entorno, el General podía pensar con tranqui-
lidad y en silencio, para definir su estocada final a la dictadura
de Alejandro Agustín Lanusse. El régimen militar agonizaba,
pero necesitaba ajustar los detalles de su estrategia para evitar
que la.caída de la Revolución Argentina complicara su retorno.
Perón apretaba con las Formaciones Especiales, ocupaba
las calles con José Ignacio Rucci, disenaba un acuerdo social
con José Ber Gelbard, negociaba un pacto político a través de
HéctorJ.Cámpora y pensaba en su futuro personal. Tenía to-
das las piezas de artillería apuntando a Lanusse, pero aún du-
daba sobre la maniobra final que demolería al dictador.
El General no quería ser jefe de Estado, pretendía actuar
como un cónsul extraordinario al margen del protocolo, la
rutina y el cansancio que impone la presidencia. Pensaba en la
última pieza del rompecabezas, cuando la transición terminara
con el exilio y obligara a elegir a un vicario para Balcarce 50,
que cumpliera sus órdenes con los ojos cerrados.
Perón asumía que era el todo y que el tiempo jugaba en
contra. No pensaba en Isabelita, y menos aún en López Rega. El

162
candidato a vicario debía exhibir lealtad y obsecuencia, enten-
der los pasos secretos de Su estrategia final y proteger el balance
de poder entre los distintos protagonistas del Movimiento. El
General quería morir en paz, sin violencia armada y en armo-
nía con sus enemigos históricos, pero pretendía esquivar las
acechanzas del despacho presidencial y que una sombra polí-
tica asumiera los costos de la gestión pública.
Era una nuestra de debilidad, de senectud. Si quería un
vicario en el centro del escenario, la batalla por su herencia
política era un hecho consumado. Él jamás había delegado o
concedido poderes especiales. Y la tercera presidencia, en otras
manos, ratificaba que se estaba despidiendo para siempre.
Esa primera mañana de 1972, solo y en silencio, decidió
que volvería a Buenos Aires y cedería el gobierno a su mejor
candidato. Ya tendría tiempo para demostrar que la vejez lo
había hecho sabio y tolerante. Era su última apuesta política:
ejercer el poder sin gobernar, y morir con honores, reconocido
por sus antiguos enemigos y adversarios.
Sin embargo, y pese a la meticulosa planificación, su pro-
yecto personal estaba acechado por un adversario imbatible,
que obviaba las ambiciones políticas y las conspiraciones en el
poder. Tenía 76 años y su salud ya era frágil. La traición estaba
en su cuerpo, imposible de expurgar.
Hacia fines de diciembre de 1971, en sigilo, había viajado a
Barcelona para una revisación de rutina con su urólogo Anto-
nio Puigvert, que ya lo había operado de papilomas en la vejiga.
El General regresó satisfecho de la consulta, pero sentía que
su fortaleza física caía sin prisa ni pausa. Los tobillos estaban
hinchados, los pulmones tenían manchas negras de nicotina
y el corazón andaba a los saltos. Era consciente del final, y
cuando el silencio invadía Puerta de Hierro, se acordaba de su
amigo Jorge Antonio, que había sido echado de su casa por una
conspiración montada por Isabelita y López Rega.
Antonio era el último obstáculo que enfrentaban el secre-

168
tario y la Tercera Esposa para apropiarse de la intimidad del
General. López Rega e Isabelita celaban al empresario, que
conocía a Perón desde 1946, y avanzaron sobre su influencia
cuando ya no fue necesario que pagara la comida del Presi-
dente exiliado.
Carlos Dalla Tea era coronel cuando ingresó como agrega-
do del Ejército en la embajada argentina en Madrid. Dalla Tea
era amigo de Antonio, tenía muy buena relación con Perón,
y actuó como un canal alternativo para negociar con Lanusse.
Sin embargo, ese inesperado nexo abierto por Antonio irritó
a López Rega e Isabelita que pretendían el control pretoriano
de la agenda del General.
Una tarde, Antonio llegó a Puerta de Hierro y mantuvo una
tensa reunión con la Tercera Esposa y Perón. Isabelita aseguró
que había una conspiración planeada por el agregado naval
argentino en España y que su objetivo era asesinar al General
durante un encuentro que mantendría con los enviados milita-
res de Lanusse, organizado por Antonio en sus oficinas Paseo
de la Castellana.
El«empresario comprendió que se trataba de un bluff del
secretario y la Tercera Esposa para menguar su influencia polí-
tica, pero para evitar sorpresas se reunió a solas con el coronel
Dalla Tea. «Eso es absurdo. El capitán Mayorga no será peronis-
ta, pero es un jefe de la Armada. Puedo asegurarle, además, que
ninguno de los agregados militares admitiría tan ignominiosa
misión», respondió el agregado del Ejército ante la pregunta
de Antonio.
Cuando terminó el encuentro, Antonio regresó a Puerta
de Hierro y contó a Perón los detalles de su conversación con
Dalla Tea. El General escuchó con atención, y dio por termina-
do el incidente. Pero Isabel y López Rega estaban conjurados
contra el empresario, y avanzaron nuevamente para recuperar
posiciones y eliminar al único escollo que aún trababa su con-
trol absoluto del entorno. Isabelita se hizo cargo de la faena,

164
que ejecutó durante un café que compartían el General y An-
tonio para preparar otrá reunión secreta con los enviados de
Lanusse.
—Usted será responsable de que asesinen al general Perón.
Hay militares que quieren hacerlo y eso lo logrará usted —le
gritó Isabel a Antonio, cuando conoció que el General se en-
contraría con Dalla Tea y un correo de las Fuerzas Armadas.
Antonio esquivó la discusión. Se despidió de Perón, y nunca
más volvió a Puerta de Hierro.
A principios de enero de 1972, aún ajeno a las pujas pala-
ciegas en Puerta de Hierro, aterrizó Rogelio Frigerio en Ma-
drid. Tenía acordado un encuentro con Perón para debatir y
redactar un documento político destinado a lanzar un frente
electoral apoyado en el Movimiento Nacional Justicialista.
Frigerio tenía formación marxista, pocos escrúpulos y una
sutil inteligencia que mezclaba con dosis excesivas de audacia
política.
Tras quince años de relaciones sinuosas, Perón y Frigerio
ya no tenían secretos. Pensaban terminar con Lanusse y llegar
al poder. El General con un vicario, el economista influyendo
sobre el General. La situación era paradójica: la traición de
Frondizi a Perón fue sugerencia de Frigerio. Y ahora Frigerio
seducía a Perón para cerrar un acuerdo con Frondizi.
Después de una semana de trabajo intenso, Perón redactó
con la ayuda de Frigerio un documento que sentaría las bases
programáticas de un frente partidario apoyado en el justicialis-
mo. Se trataba de «La única verdad es la realidad», un progra-
ma de gobierno que impactó en la Casa Rosada y en la Hora
del Pueblo, porque no esperaban un ensayo del General que
anticipara su vocación por regresar a Buenos Aires y recuperar
el poder.
En el documento teñido de desarrollismo, Perón hace una
descripción minuciosa y crítica de la Revolución Argentina,
exige que se adelanten las elecciones para evitar mayores con-

165
flictos y sostiene que las Formaciones Especiales responden a
la represión ilegal ejercida desde los cuarteles y las comisarías.
Pese a los reclamos, sugerencias y presiones de Lanusse, el Ge-
neral continúa apoyando a las organizaciones guerrilleras que
golpean a militares, bancos y fuerzas de seguridad.
«La crónica que registra los hechos del terrorismo y gue-
rrilla urbana, corresponde a la acción de las fuerzas sociales
armadas de otros medios de acción por la fuerza coactiva de
la dictadura, pero también por la inactividad para canalizarlas
hacia una acción colectiva y fecunda», aseguró Perón en su
documento escrito con Frigerio.
El mensaje del General era fácil de entender: la guerrilla se
desmantelaba, si Lanusse entregaba el poder. Y si el dictador
tardaba en convocar a los comicios, las organizaciones armadas
continuaban operando hasta que asomara una bandera blanca
en la Casa Rosada. Para Perón, Lanusse solo debía conducir
la transición democrática y permitir que su Vicario llegara al
gobierno. Otras variantes políticas, ajenas a la estrategia de
Puerta de Hierro, implicarían más conflicto, sangre y tragedia.
«Su documento ha constituido un acontecimiento histó-
rico. Para evaluar su repercusión política basta anotar que ha
suscitado varias reuniones de gabinete, no menos de una de
la Junta Militar y finalmente el viaje del embajador. Pero hay
mucho más que eso. Cuando se lo conoció en versión extraofi-
cial, a través del cable de EFE, el enemigo se apresuró a negarle
autenticidad. Este juego le duró muy poco: los días que tardó
en aparecer la versión oficial de Las Bases. A partir de entonces
la guerra psicológica trató de restarle importancia por distintas
vías, ya condicionándolo, ya interpretándolo caprichosamente.
Su trascendencia real surge hasta por el eco que ha tenido en
la prensa, comenzando por la editorial de Clarín que supongo
obra en su poder y que me pareció emocionante por el tono
personal que le infundió la directora. Luego La Nación, y el
resto de la prensa, se vio obligada a computar repercusiones en

166
el ámbito político», escribió Frigerio a Perón, el 27 de febrero
de 1972, para contarle las consecuencias del documento que
juntos habían elaborado en Puerta de Hierro.
La carta de Frigerio tenía claves internas que el General
leyó con satisfacción, porque describía una nueva perspectiva
de los medios respecto a las relaciones de poder entre Perón
y Lanusse. EFE, la agencia estatal de noticias de España, había
actuado por orden del generalísimo Franco, que asumía que
Perón recuperaba su influencia en Buenos Aires. Las Bases era
la publicación oficial de Puerta de Hierro, manejada por Ló-
pez Rega, que se leía en los ámbitos cerrados de la política
argentina y ahora empezaba a penetrar en otros sectores de
la sociedad. El diario Clarín, influido por Frondizi y Frigerio,
se acercaba a Perón y actuaba como una cuña frente a La Na-
ción, que era el sostén cotidiano del Ejército. Mientras que La
Opinión, financiada con publicidad de la dictadura, empezaba
nuevamente a coquetear con el General tras un fallido intento
de Jacobo Timerman de seducirlo con su capacidad profesional
y sus escasos límites ideológicos.
A mediados de 1971, Timerman había visitado Puerta de
Hierro para ofrecer una revista que reflejara la opinión del
General y cuestionara a Lanusse y al Ejército. Perón aceptó el
consejo de Timerman y le pidió a Carlos Spadone que se hicie-
ra cargo. Sobre la idea de Timerman, el empresario Spadone
creó Las Bases, que dirigía López Rega desde Madrid. Durante
semanas, el secretario había exigido a Spadone que lo pusie-
ra en la tapa con un extenso reportaje, donde explicaría los
próximos pasos de Perón en Argentina. Spadone se negó, y
López Rega se quedó con su revista, tras una oscura maniobra
urdida por sus abogados y apoyada por el General e Isabelita
en las sombras.
Las Bases reflejaban el pensamiento y la estrategia política
de Perón. Isabelita tenía su columna de opinión editada por
López Rega, cuya hija Norma era directora de Relaciones Po-

167
líticas, su amigo José Miguel Vanni estaba en el Departamento
Técnico, y su yerno Raúl Lastiri vendía avisos de publicidad. El
secretario se movía a su antojo, apareciendo como exégeta de
los libros escritos por Perón, y citando a Georg Hegel en las
editoriales firmadas por la Tercera Esposa.
López Rega pensaba que era intocable, y editaba artículos
en Las Bases que causaban una silenciosa repercusión política
en la Hora del Pueblo, los cuarteles del Ejército y el propio
Movimiento Nacional Justicialista. En la edición número cinco,
avanzó contra las Fuerzas Armadas por indicación del General y
publicó un comunicado de Montoneros reivindicando sus ope-
raciones clandestinas, respaldando la candidatura presidencial
de Perón y proponiendo un plan económico que estaba a la
izquierda de la Revolución Cubana.
Ese contenido del órgano oficial peronista provocó que José
Rafael Herrera, un general de división cercano a Lanusse, que-
rellara por calumnias e injurias a López Rega y exigiera una
fuerte indemnización por daños y perjuicios. El secretario estaba
en Buenos Aires junto a Isabelita, y no podía regresar a Madrid
porque la justicia penal le había prohibido salir del país. López
Rega alardeaba con la querella del general Herrera y aseguraba
en las charlas de café que su posición era firme e inquebrantable.
Hasta que recibió una llamada desde España ordenando que se
retractara. Para Perón, la revista era solo un mecanismo de pro-
vocación, que no podía complicar sus relaciones políticas con
el Ejército. Y la publicación del comunicado montonero había
cruzado más allá de lo necesario y lo estratégico.
López Rega se presentó en los tribunales, pidió disculpas
y forzó una purga de periodistas que escribían en Las Bases y
pertenecían a las Formaciones Especiales. El General había
decidido sacrificar a ciertos cuadros menores de las organiza-
ciones armadas, para mantener sus relaciones de poder con sus
propios compañeros de armas. Fue la primera vez que sucedió,
no sería la única.

168
Las Bases representaba al peronismo ortodoxo, cercano a
la burocracia sindical. Esta publicación chata y sin brillo inte-
lectual, no perforaba a las clases medias y era esquivada por los
estudiantes universitarios que se sumaban a las Formaciones
Especiales. Perón comprendió que necesitaba un nuevo medio
para acercarse a un sector de la sociedad que había sido gorila,
que repudiaba al dictador Lanusse y que entendía la transición
democrática como paso previo a la revolución.
Primera Plana fue una creación de Timerman que usaron
los militares y el establishment para terminar con Arturo Illia.
Hacia fines de 1971, ya con otro propietario, la revista langui-
decía por falta de lectores y publicidad. Perón habló con Jorge
Antonio, y le pidió que se hiciera cargo. El empresario compró
la marca y dispuso que Primera Plana se acercara a los Monto-
neros, publicara información exclusiva de Puerta de Hierro y
explicara que había un peronismo de izquierda con suficiente
poder para empujar una revolución en la Argentina.
Antonio escribía las editoriales, Perón se exhibía como un
líder revolucionario y los Montoneros usaban el espacio para
bajar línea y construir su relato guerrillero. Se trataba de apoyar
el regreso del General, voltear a Lanusse y convencer a miles
de jóvenes que aún creían que Perón era Napoleón Bonaparte.
La fulgurante aparición de Primera Plana causó otra bata-
lla interna en Puerta de Hierro. López Rega pensaba que Las
Bases controlaba las apariciones periodísticas de Perón y que
Primera Plana debía someterse a sus decisiones editoriales. Jor-
ge Antonio, enemigo declarado del secretario, aprovechó su
publicación para recuperar territorio y disputar nuevamente
el entorno del General. Como siempre, Perón jugaba con los
dos y distribuía sus cuotas de poder. Si le concedía un reporta-
je exclusivo a Primera Plana, después escribía una columna de
opinión para Las Bases. Se trataba de mantener el mito popular,
para volver a Buenos Aires y recuperar la Casa Rosada. Poco
importaban las rencillas entre Antonio y López Rega.

169
El 13 de marzo de 1972, Perón recibió a Arturo Frondizi en
Puerta de Hierro, tras largos años de enfrentamientos políticos.
Frondizi había traicionado a Perón en 1958, y Perón había
avalado su caída en 1962. Se odiaban mutuamente, y estaban a
mano: ahora se necesitaban para construir una alternativa de
poder que tenía el respaldo de importantes capitales europeos
que pretendían hacer grandes negocios en la Argentina.
Frondizi no bajó solo del auto que estacionó frente a la
quinta 17 de Octubre. Junto al ex Presidente se alineó Giancar-
lo Elia Valori, un economista formado en los Estados Unidos,
con acceso directo al papa Paulo VI y representante de los
principales industriales de Italia. Valori respetaba a Frondizi
como político e intelectual y tenía pensado presentarlo como
disertante en el Instituto de Relaciones Internacionales de
Roma, un centro académico que había fundado con el respal-
do financiero de importantes companías de Italia.
Perón conocía a Valori y lo había recibido varias veces en
Puerta de Hierro, adonde pasaba horas hablando de política
exterior y contando a Isabelita chismes del Vaticano. La Tercera
Esposa, a través de una gestión directa de Valori, había sido
premiada en la Radio Televisión Italiana (RAI) por su apoyo
a las comunicaciones en las sociedades modernas. Estaba de-
primida y Perón le pidió a Valori que le diera un premio para
que saliera de la melancolía. El influyente italiano, director
internacional de la RAI, ordenó que compraran una plaqueta
y después inventó el premio para Isabelita. Perón era un amigo,
y ya estaba harto de escuchar los llantos de su esposa.
Cuando Frondizi y Valori caminaron juntos hasta la puerta
de la quinta 17 de Octubre, en el living ya aguardaban Perón
y Jorge Antonio. Isabelita sirvió café al General y té a Frondizi,
mientras López Rega alistaba un grabador para registrar una
negociación política que implicaba intereses en la Argentina,
los Estados Unidos, Italia y el Vaticano.
A puertas cerradas, durante tres horas, los ex presidentes

170
recordaron los golpes de Estado de 1955 y 1962, analizaron la si-
tuación de las Fuerzas Armadas, debatieron las exigencias de las
organizaciones guerrilleras, evaluaron un probable programa
económico y se comprometieron a cerrar un frente electoral.
La conversación fue amena, dominada por Perón y matiza-
da con anécdotas familiares. Frondizi describió al General la
audacia y voracidad de las Formaciones Especiales y le pidió
que condenara sus Operaciones guerrilleras. Perón rechazó el
planteo y aseguró que las organizaciones armadas eran muy
importantes para evitar que Lanusse se quedara en la Casa Ro-
sada. El General sabía que, antes de viajar a Madrid, Frondizi
había estado con Lanusse y quería ratificar su estrategia de
confrontación ante la dictadura, cuando su enemigo íntimo
revelara los pormenores de la reunión en Puerta de Hierro.
Perón necesitaba a Frondizi por los planes que Valori es-
taba cocinando con los principales industriales de Italia. Ese
era su valor real, porque en Buenos Aires, el ex Presidente de
origen radical manejaba un minúsculo partido político rebo-
sante de cuadros técnicos. Frondizi sabía que era un apéndice
en la lógica del General, pero pensaba que podía heredar el
poder. Su cálculo era simple y pragmático: el General tenía 76
años y poco de tiempo de vida. Si se quedaba cerca y jugaba
bien sus cartas, volvía nuevamente al gobierno con la ayuda
del peronismo.
«Frondizi, la sombra de un argentino», tenía como título
la editorial que Antonio escribió en Primera Plana con la au-
torización del General. «Perón, que tiene el sentido gaucho
de la existencia y conoce los hombres con solo echarles una
ojeada, no podía, por generosidad, dejar a Frondizi a la puerta
de su casa. Si ya había concedido tantas oportunidades a otros
arrepentidos, ¿por qué no habría de comportarse igual con
esta sombra del ayer que surge desde las brumas de su oscura
astucia?», se preguntó Antonio, con ironía, en la editorial que
Perón leyó antes de su publicación.

171
La columna crítica en Primera Plana no sorprendió a Fron-
dizi. Sabía que el General no lo respetaba y que usaba diversas
tácticas para limar su imagen en la Argentina. Frondizi tam-
poco respetaba a Perón y contestó sin eufemismos cuando le
preguntaron sobre la reunión en Puerta de Hierro.
—Siéntese, doctor, y cuente —pidió Eduardo Tito Gonzá-
lez, amigo personal de Frondizi, en la intimidad de un cuarto
de hotel en Madrid.
—Tito, primero me voy a lavar las manos, porque se las aca-
bo de dar al hombre más amoral que he conocido —respondió
el Presidente depuesto.
Frondizi cuestionaba el doble juego del General, pero
aplicaba la misma receta para comentar los resultados de su
encuentro con Perón. Una vez más necesitaba sus votos para
regresar a la Casa Rosada, y tras ese sueño político, mintió a los
periodistas sin inmutarse.
—¿No se interpusieron las sombras del borrascoso pasado
entre Perón y usted? —preguntó un redactor Primera Plana.
—El diálogo fue abierto, cordial. En ningún momento nos
preocupó el tiempo pretérito. Tan solo hablamos del presente
y del futuro —contestó Frondizi.
—Entonces, aquí vale la perogrullada, ¿lo pasado, pisado?
—Dicho de un modo simple, sí: el pasado no interesa a
nadie. Los argentinos de 1972 están más interesados en lo que
vendrá, que en hurgar entre las cenizas de ayer. Perón ha re-
chazado todo negativismo y las medidas de carácter positivo
propuestas en su documento «La única verdad es la realidad»,
demuestran hasta qué punto ha superado toda frustración per-
sonal.
El embajador de los Estados Unidos en la Argentina, John
Davis Lodge, había sido nombrado por Richard Nixon, hablaba
un español fluido por sus seis años como diplomático en Madrid
y era capaz de explicar las maniobras que se hacían en Puerta
de Hierro y Casa Rosada. Por su despacho de la Avenida del

172
Libertador pasaban todos los actores políticos del país, y al final
del día escribía minuciosos cables secretos que informaban a
Washington sobre la batalla final que libraban Perón y Lanusse.
A mediados de abril de 1972, Lodge envió el cable 2.382
analizando las consecuencias políticas del encuentro entre Pe-
rón y Frondizi. «La reunión de ex presidentes fue muy impor-
tante para Frondizi porque lo asocia con el movimiento políti-
co más grande de la Argentina, y fue del interés de Perón, en
su esfuerzo para lograr una asociación de su nuevo frente cívico
con grupo políticos que no sean peronistas», explicó Lodge en
su cable, donde también menciona las poderosas conexiones
de Valori y el premio falso de la RAI que recibió Isabelita.
Días más tarde, Lodge despachó otro cable a Washington
revelando nuevos detalles de la reunión entre los dos ex pre-
sidentes y analizando otras actividades políticas desarrolladas
por Frondizi en Europa, que fueron seguidas por agentes de la
CIA en Bonn, Bruselas y Roma. El embajador norteamericano
aseguró en su extenso cable que Frondizi tenía la intención de
colocar a sus principales asesores en puestos clave del frente
que promovía con Perón, reveló que mantuvo un almuerzo se-
creto con el embajador de la dictadura en Madrid y opinó que
la cobertura mediática de su gira estaba sobredimensionada.
«El encuentro sin precedentes entre Frondizi y Perón y su
viaje por Europa tuvo una extensa cobertura en dos diarios de
Buenos Aires, el frondicista Clarín y el izquierdista La Opinión,
que fueron orquestados por los asesores de Frondizi», aseguró
Lodge en su cable A-200. El embajador agregó que la reunión
entre los dos ex presidentes fue impulsada por Rogelio Frige-
rio, señaló a Valori como «amigo cercano» de Perón y Frondizi,
y mencionó la presencia constante de Isabelita y López Rega
en los cónclaves del General en Puerta de Hierro.
Lodge conocía la clave de poder que permitió a Frondizi
negociar con Perón un acuerdo político, y en ese cable enviado
a Washington hace referencia a las reuniones que mantuvo en

173
Roma, tras su escala en Madrid. Frondizi era el nexo entre los
capitales italianos y el Vaticano con Perón, y su estadía en Roma
fue prevista para informar sobre los resultados de la reunión
con el General.
«Frondizi le dijo a los periodistas que su acuerdo con Pe-
rón no solo tiene significancia electoral, sino que es de largo
alcance porque se basa en un programa que va más allá de las
elecciones. Frondizi se reunió con oficiales del Vaticano, el
presidente italiano Leone, el primer ministro Andreott y, de
acuerdo con los medios, con los embajadores de Cuba y China
comunista», informó Lodge al Departamento de Estado.
Tras revelar que Frondizi regresó de Roma a Madrid y se
encontró nuevamente con Perón en Puerta de Hierro, para
ajustar los términos de la negociación que incluía al Vaticano
y al gobierno de Italia, el embajador norteamericano concluyó
su telegrama analizando el papel que jugaría el ex Presidente
junto al General, que ya acorralaba a Lanusse y aún trataba de
seducir al radicalismo.
«Expertos políticos han observado que Frondizi tiene una
valiosa'inteligencia pero que no es popular, mientras que Perón
tiene las masas con muy pocos líderes para gobernar. Frondizi,
obviamente, aguarda llenar ese supuesto vacio. De todas ma-
neras, Frondizi fue a Madrid en una posición de inocultable
debilidad, pero al menos regresó a la acción. La fuerte oposi-
ción en el peronismo respecto a un acuerdo con Frondizi su-
pone que se le asignará un rol relativo en el Frente. Esto debió
ser reconocido también por un número de otros políticos que
se han acercado a Perón para unirse al Frente, mientras que
los radicales probablemente irán solos, porque se resistirían a
agruparse en un lugar donde Frondizi es una figura prominen-
te», analizó Lodge en su telegrama secreto A-200.
El General se manejaba con espacio para cerrar sus acuer-
dos políticos y a veces su margen de maniobra se estrechaba
cuando intentaba ganar terreno con las organizaciones arma-

174
das. Los jóvenes guerrilleros eran una pieza imprescindible
para Perón, aunque en “algunas oportunidades su voracidad
provocaba más costos que beneficios. El líder exiliado necesita-
ba golpear a Lanusse, pero no podía afectar su imagen pública
entre los miembros de las Fuerzas Armadas y la clase media que
aún miraba de reojo al justicialismo.
El secuestro y asesinato de Oberdan Sallustro, director
general de Fiat Argentina, cometido por el Ejército Revolu-
cionario del Pueblo (ERP), y la ejecución del general Juan
Carlos Sánchez, a cargo de las Fuerzas Armadas Revoluciona-
rias (FAR), provocó una aguda crisis política que acorraló a
Lanusse y Perón, porque ninguno de los dos tenía un plan
de contingencia para resolver una catástrofe institucional que
mezclaba los negocios internacionales con la rabia desatada
en los cuarteles.
Fiat y el Ejército, unidos por la tragedia y el asesinato polí-
tico, eran demasiado poder contra un presidente exiliado y un
dictador egocéntrico que no sabían contener una hecatombe
política que habían facilitado con su intransigencia y sus aspi-
raciones personales.
Los dos crímenes ocurrieron el 10 de abril de 1972, y la
coincidencia temporal en la ejecución de los asesinatos no fue
prevista por las organizaciones armadas. Sin embargo, existió
una razón estratégica que unió las muertes de Sallustro y Sán-
chez: ERP y FAR pretendían actuar como árbitros en las nego-
ciaciones que emprendían Lanusse y Perón, y las muertes del
empresario y el oficial del Ejército supuestamente ayudaban a
sus planes.
Si los crímenes de las Formaciones Especiales bloqueaban
los posibles acuerdos entre Lanusse y Perón, ERP y FAR podían
avanzar hacia la toma del poder evitando un proceso electoral.
En cambio, si Lanusse y Perón coincidían en un frente político
que repudiaba las acciones de la guerrilla, los dos generales
quedaban atados y enfrentando a las organizaciones armadas,

175
que podían alegar que eran la única alternativa para cambiar
las estructuras de poder en la Argentina.
En cualquier hipótesis, desde la minúscula perspectiva de
FAR y ERP, la situación política se agravaba y presuntamente su
protagonismo crecía con la crisis institucional. Pero FAR y ERP
no tenían una visión completa del escenario político, y fallaron
en el análisis de la trama que protagonizaban Perón y Lanusse.
Las Formaciones Especiales no contemplaron un avance de
la facción más reaccionaria de las Fuerzas Armadas, que pre-
tendía ejecutar un plan de represión ilegal sobre la guerrilla,
apoyado sin reservas por Lanusse y la Junta de Comandantes.
Los asesinos de Sallustro y Sánchez fracasaron en el análi-
sis estratégico y en la evaluación de las consecuencias tácticas
causadas por matar a un gerente general de Fiat y a un general
influyente del Ejército. Se multiplicaron los escuadrones de la
muerte, Perón se mantuvo en silencio y Lanusse disenó una
estrategia de supervivencia que involucró a todos los protago-
nistas del poder en la Argentina, incluyendo a la CGT, la Iglesia
y los empresarios nacionales.
Cómo nunca, las Formaciones Especiales aparecían solas
y aisladas.
El General sabía que su silencio era un error ante la opinión
pública, y en la intimidad había cuestionado los asesinatos,
pero estaba preso de su propia estrategia: si cuestionaba a las
organizaciones armadas, perdía su principal ventaja bélica para
derrotar a Lanusse.
El 13 de abril de 1972, Lodge remitió a Washington un
cable secreto ratificando que Perón se negaba a repudiar las
ejecuciones del ERP y las FAR. «El gobierno argentino presionó
para obtener una declaración pública del ex presidente Perón
denunciando los asesinatos, tras las muertes de Sánchez y Sa-
lustro, sin que hasta ahora se produjeran resultados», aseguró
el embajador norteamericano en su cable secreto 2.228.
En este mismo despacho al Departamento de Estado, Lodge

176
hace referencia a la visita que Rojas Silveyra realizó a Puerta
de Hierro para lograr que Perón condenara las operaciones
de la guerrilla urbana. «Rojas Silveyra le preguntó sin vueltas
a Perón si aceptaría o no la propuesta de asesinar a un ge-
neral argentino, a lo que Perón contestó que no», reveló el
embajador, que manejaba excelente información que llegaba
desde Madrid.
Este cable de Lodge describió la última reunión secreta
que mantuvieron Rojas Silveyra y Perón en Puerta de Hierro.
El embajador de la dictadura sabía que en Buenos Aires se
acortaban los tiempos políticos y que Lanusse podía caer por
la conspiración interna de una facción del Ejército que exigía
venganza manu militari por la muerte del general Sánchez.
Entonces, el enviado de Lanusse violó la verticalidad apren-
dida en los cuarteles y avanzó sobre Perón sin medir los riesgos
y las consecuencias. A los gritos pelados, sobre una hipótesis
contrafáctica, Rojas Silveyra logró que Perón repudiara a la
guerrilla urbana. El General opinó que jamás aceptaría orde-
nar el asesinato de un oficial del Ejército, porque esa hipótesis
nunca sucedería. Y como nunca sucedería, no tenía inconve-
nientes en afirmar que estaba en contra de ordenar la muerte
de un general.
Pero eso no significaba repudiar la decisión ejecutada por
una organización armada, que servía para debilitar a la dictadu-
ra y acelerar el final de su exilio. El General conocía las inten-
ciones de Rojas Silveyra, y no haría nada para salvar la jefatura
política de Lanusse. Perón tenía espíritu de cuerpo y le dolió la
muerte de Sánchez, pero no iba a sacrificar su estrategia final
para defender al Ejército y sostener a Lanusse.
«No he hecho ninguna declaración porque pienso que la
violencia del pueblo responde a la violencia del gobierno», dijo
Perón a Rojas Silveyra, para terminar la discusión y ratificar
que su plan de regreso tenía como pieza maestra a las organi-
zaciones armadas.

177
El embajador militar abandonó Puerta de Hierro y decidió
enfrentar a Perón usando los medios de comunicación. Sin la
venia de Lanusse e incapaz de comprender las futuras repercu-
siones políticas en Buenos Aires, Rojas Silveyra reveló todas los
beneficios que había obtenido el General desde que se habían
iniciado las negociaciones secretas. El embajador contó sobre
los 50.000 dólares entregados a Perón, la devolución de los
restos de Evita, los trámites frente a la dictadura española para
que el general exiliado pudiera hacer declaraciones políticas
y la decisión de la Casa Rosada de negociar un acuerdo que
permitiera llegar a las elecciones presidenciales.
En La Nación, Lanusse leyó las confesiones de Rojas Silve-
yra y supo que estaba al borde de una crisis institucional. El
dictador no había informado sobre sus acuerdos secretos con
Perón y ahora tenía que dar explicaciones a los oficiales más
poderosos de las Fuerzas Armadas. Lanusse pensó en Onganía
y Levingston, y juró que aguantaría el embate de los generales
que ya hacían planes a sus espaldas. Para ganar tiempo, filtró
a los medios que toda la responsabilidad era de Rojas Silveyra,
y lerordenó al embajador que regresara a Buenos Aires en el
primer avión.
«La información interna sobre las negociaciones dada a los
periodistas por el embajador Rojas Silveyra aparentemente no
fue bien recibida por el gobierno argentino, y el 15 de abril
(de 1972) la Casa Rosada anunció que el presidente Lanusse
había llamado al embajador de regreso a Buenos Aires para
que explique personalmente las declaraciones que le atribuyen
en la prensa», escribió el embajador Lodge en su cable secreto
A-179, que partió sin escalas al Departamento de Estado.
El 20 de abril de 1972, en una tormentosa reunión, Lanus-
se sobrevivió ante la Junta de Comandantes, que parecía un
pelotón de fusilamiento. El dictador contuvo a sus adversa-
rios con un sofisma político: si caía, ganaba Perón. Y si Rojas
Silveyra abandonaba Madrid, como pretendían los otros dos

178
comandantes por su imprudencia, el General se comía una
pieza de la dictadura y obtenía un triunfo táctico en su plan
de confrontar desde Puerta de Hierro.
Lanusse continuó en la Casa Rosada, y Rojas Silveyra per-
maneció en España, aunque su protagonismo político se redu-
jo a la mínima expresión. Perón había marcado nuevamente
la cancha, frente a la Revolución Argentina que agonizaba.
«Ha habido indicaciones de que el gobierno argentino consi-
deró reemplazar a Rojas Silveyra por sus indiscreciones, pero
su inesperada remoción hubiera sido vergonzosa. Los medios
han sugerido que Perón se ha negado a recibir al embajador
como resultado de una presión reciente y de una conferencia
de prensa, el gobierno argentino podría bien haber decidido
no satisfacer los deseos de Perón», aseguró el embajador Lodge
en su cable 2.435, con fecha del 21 de abril de 1972.
Lanusse sabía que sus horas estaban contadas. Podía caer
por un golpe palaciego, o terminar asfixiado por la estrategia
de Perón que avanzaba con la tracción de la CGT y las organi-
zaciones armadas. El dictador no quería repetir la experiencia
de Onganía y Levingston, y decidió fugar hacia delante, usando
a un caudillo provincial que conocía a Perón y la intimidad de
Puerta de Hierro.
Lanusse se encontró con Elías Sapag en San Carlos de Ba-
riloche y le contó una historia que hasta ese momento era un
secreto de Estado. Sapag era amigo del dictador, pertenecía
a una familia tradicional de Neuquén y fue manipulado por
Lanusse para arreglar con Perón un acuerdo que ponía a los
dos en carrera hacia la presidencia.
Gelbard había informado a Lanusse que podía abrir una
negociación secreta con el General, si se enviaba a Puerta de
Hierro cuatro millones de dólares y un millón de pesos por
mes. Idéntica información recibió el embajador Rojas Silveyra
cuando fue abordado por López Rega, días antes que asesi-
naran a Sallustro y Sánchez. La propuesta era simple: Perón

179
negociaba con Lanusse a cambio de cuatro millones de dólares
de entrada y un millón de pesos por mes. Con esa suma, se
podía acordar la transición democrática y las reglas de juego
para disputar las elecciones presidenciales.
Lanusse no rechazó la oferta transmitida por Gelbard y Ló-
pez Rega. Al contrario, se encontró con Sapag, filtró la infor-
mación que había llegado desde España y le pidió que viajara
a Madrid para profundizar las negociaciones.
El caudillo provincial llegó a Barajas y fue recibido por Héc-
tor Villalón, un sinuoso empresario con negocios en La Haba-
na y contactos con la Agencia Central de Inteligencia (CIA),
que condujo su auto hasta Puerta de Hierro. Estaban Perón,
Isabelita y López Rega, que ya participaban de los encuentros
más reservados que se hacían en el living del General.
Sapag describió la situación política de la Argentina, tras los
asesinatos de Sallustro y Sánchez, y argumentó que una conde-
na desde Madrid a las organizaciones armadas podía facilitar el
camino hasta las elecciones presidenciales. Era lo mismo que
pedía el dictador, para fortalecer su posición política y minar
la estrategia de Perón.
—¿Usted es amigo de Lanusse? —interrumpió Isabelita.
—Como de Perón —replicó Sapag.
Cuando terminó el encuentro, Sapag le regaló a Perón un
poncho araucano y regresó al hotel. El General ya sabía la ra-
zón de su visita, y quedaron para una reunión a solas.
Al día siguiente, en Puerta de Hierro, el General entregó a
Sapag una carta dirigida a Lanusse que debía llevar a Buenos
Aires sin dilaciones. Cuando aterrizó en Ezeiza, se encontró
con Lorenzo Miguel y luego fue a Balcarce 50 para reunirse
con el brigadier Ezequiel Martínez, asesor clave del dictador.
Miguel y Martínez leyeron la carta del General a Lanusse: el
proceso político podía encarrilarse.
Sapag regresó a España, y nuevamente fue recibido por Villa-
lón. «Perón quiere verlo», le anticipó. No perdió tiempo, buscó

180
un teléfono público en Barajas y discó el número 236 11 62, que
comunicaba directo con Puerta de Hierro. «El General quiere
verme», repitió Sapag a López Rega.
—No puede ser, el General está de vacaciones —contestó
el secretario. Molestó y desconcertado, Sapag decidió viajar
a Italia junto a su esposa. Compró los pasajes y preparaba las
valijas cuando sonó el teléfono del hotel.
—¿Por qué no viene? —preguntó el General. Llamaba des-
de Puerta de Hierro.
Sapag contó la respuesta de López Rega e informó que se
iba a Roma en un viaje familiar.
—No me haga esto —dijo Perón, al otro lado de la línea.
Sapag igual viajó. Y cuando regresó a Madrid se encontró
con Perón para avanzar con la negociación solicitada por La-
nusse. No hubo acuerdo, y para dejar a salvo su responsabili-
dad, el General dictó un memo y le pidió a Sapag que hiciera
otro, con la información que le había filtrado Lanusse antes de
volar a Puerta de Hierro. El caudillo neuquino aceptó y regresó
a Buenos Álires.
«Sapag aseguró traer una misión en nombre del señor Ale-
jandro Agustín Lanusse y el general Perón lo escuchó atenta-
mente, pidiéndole que concretara todo cuanto había dicho
en un memorándum firmado. Por su parte, el general Perón
respondió a Sapag, entiéndase bien que a Sapag, en otro me-
morándum que firmó al pie. Allí quedaron las tratativas o como
quiera denominárselas, ya que Sapag viajó luego a Buenos Al-
res», dijo Cámpora a EFE, la agencia española de noticias.
Los memos de Sapag y Perón fueron publicados en la edi-
ción 493 de Primera Plana. El memo de Lanusse apareció bajo
el título «Juego Sucio», y en frente con un espacio mayor, el
memo de Perón: «Juego Limpio».
«Me ha causado profunda sorpresa e indignación conocer
por palabra del presidente Lanusse una acusación infamante
contra mí: “Que reclamo la entrega de cuatro millones de dóla-

181
res en forma inmediata para continuar las tratativas y un millón
de pesos mensuales”. Esto significa que, el que haya dicho se-
mejante infamia, no puede ser sino un malvado que actúa con
aviesas intenciones. El primero que me insinuó la posibilidad
de que se resolvieran “todas mis cuestiones personales”, fue el
señor Jorge Paladino, por insinuación y palabra del presidente
Lanusse, según me dijo. Yo le contesté textualmente: “Mis cues-
tiones personales me importan un rábano”. El segundo que lo
hizo fue el brigadier Jorge Rojas Silveyra —embajador argenti-
no en Madrid—, al que le respondí lo mismo, agregándole que
no me conocían a mí, si pensaban, siquiera sea fugazmente en
la posibilidad de un soborno; que las cosas personales mías no
contaban para nada, pero que, si se trataba de resolverle los
problemas al país, encontrarían en mí la mejor disposición y
buena voluntad, sin reserva alguna. Ignoro quién pueda haber
sido el que ha dicho semejante infamia, porque no creo que el
embajador Rojas Silveyra haya perdido el juicio Oopueda estar
detrás de un intento de estafa al Presidente. Solo puedo afirmar
que hoy, como durante estos diecisiete años que dura mi exilio,
Jamásthe reclamado nada, como tampoco lo hago en la actuali-
dad. En cuanto a que el doctor Frondizi me haya ofrecido “tres
millones de dólares” es una patraña más de los que, imagino,
se empeñan en confundir al Presidente, quién sabe con qué
designios. He aceptado el importe de mis sueldos, de mano del
embajador argentino en Madrid, porque he considerado que,
siendo un importe que me corresponde legalmente, no podía
ni debía rechazarlo. En cambio, en esa misma oportunidad, el
embajador me dijo que se me liquidarían tres mil dólares men-
suales, lo que rechacé de plano, por no corresponder. ¿Cómo
podría ahora pedir millones, a expensas del Estado, que no me
corresponden?», argumentó Perón en su memo de respuesta.
Lanusse envió a Sapag pensando que su futuro político se
consolidaba. Si todo era cierto, el dictador haría la faena. Como
sucedió con el cadáver de Evita y los 50.000 dólares entregados

182
al ex Presidente, no dudaría en juntar el botín y entregarlo en
Puerta de Hierro. ,
Pero el plan de Lanusse fracasó por otra operación de po-
lítica financiera que había iniciado Gelbard junto al General.
El empresario comunista había llevado a David «Dudi» Graiver
hasta Madrid para que conociera a Perón y se sumara al puña-
do de intrigantes que operaban a ambos lados de la trinchera.
Graiver era amigo de Lanusse, trabajaba para el ministro Man-
rique y tenía una ambición sin límites.
El General decodificó en un instante al joven banquero
y supo que podía reclutar a un operador inteligente y audaz.
Graiver no defraudó, y en apenas seis meses, juntó diez millo-
nes de dólares que fueron depositados en el Banco Santander.
Gelbard sacó la fortuna del banco y manejó hasta Puerta de
Hierro. El chofer del General, Félix Giménez, bajó del auto la
colecta de Graiver y guardó los paquetes en una habitación de
la quinta 17 de Octubre.
Con esos fondos de Graiver y sus socios banqueros, en Puer-
ta de Hierro ya no hacían falta los cuatro millones de dólares
que se pidieron a través de Gelbard y López Rega. El General
había obtenido su independencia económica, y no necesitaba
un pacto secreto con Lanusse para regresar a Buenos Aires.
Podía ejecutar sin problemas su plan maestro: presionar con
las Formaciones Especiales, ocupar la calle con la CGT, buscar
un vicario que lo representara, ganar los comicios y ejercer el
poder detrás de bambalinas.
Mientras el dictador buscaba un método político para re-
cuperar la iniciativa, Perón desplegaba sus flancos para rodear
al enemigo y acabarlo. El General ordenó a Galimberti que
uniera a la juventud peronista, una poderosa fuerza militante
atomizada en distintas facciones que respondían a diferentes
estímulos ideológicos. Se acercaba la batalla final, y toda la
tropa debía estar al pie del cañón.
Los Montoneros reivindicaban el socialismo nacional y

183
apostaban a la vía armada para llegar al poder. Enfrente, se
encontraban Guardia de Hierro (GH), el Comando de Orga-
nización (CdeO) y el Movimiento de Bases Peronista, que in-
terpretaban al General desde la derecha ideológica, pretendían
un Estado corporativo y rechazaban las operaciones guerrille-
ras para acceder a la Casa Rosada. Alejandro «Gallego» Álvarez
(GH) y Alberto Brito Lima (CdeO) odiaban a Galimberti, des-
confiaban de los Montoneros y sonaban con suceder a Perón
cuando muriera.
Galimberti era apoyado por López Rega, le resultaba sim-
pático a Isabelita y había seducido con su desenfado a Perón,
que necesitaba un dirigente joven, ambicioso, verticalista y sin
peso partidario para evitar roces dentro del Movimiento. El
General lo designó como delegado en la juventud porque no
tenía estructura para acumular poder, era audaz y militaba a
destajo. En cambio, Brito Lima y Álvarez estaban formados,
discutían las órdenes políticas que llegaban desde Puerta de
Hierro, y rechazaban a las formaciones armadas como método
para terminar con Lanusse.
Sertrataba de una paradoja táctica: el General coincidía más
con la ideología de Álvarez y Brito Lima, pero en ese momento
necesitaba el pragmatismo, la obediencia ciega de Galimberti
y las acciones clandestinas de las organizaciones guerrilleras.
Con las instrucciones precisas del General, Galimberti ini-
ció un proceso de unificación que exhibió sus primeros resul-
tados durante un acto en la cancha de Defensores de Cambace-
res. Allí reunió a cinco mil militantes que cantaban «FAP, FAR
y Montoneros son nuestros compañeros», recibió el apoyo de
Isabelita y logró capturar a Brito Lima, que aceptó dar un dis-
curso y rompió por unas semanas su alianza táctica con Guardia
de Hierro y el Movimiento de Bases Peronista.
«Si quieren guerra, la tendrán. Los vamos a aplastar como
cucarachas y no va a quedar ni uno solo de los pistoleros a sueldo
que defienden a sus dirigentes sindicales corrompidos. Déjennos

184
tomar la conducción del Movimiento, porque la vamos a tomar
de todas maneras», se excedió Galimberti sin medir sus propias
palabras. No tenía Órdenes del General para ir a la guerra santa
contra la burocracia gremial. Era un conflicto interno que Perón
no alentaba, por su impacto político y su final abierto.
El discurso de Galimberti alertó a Lorenzo Miguel y José Ig-
nacio Rucci, que estaban alineados con el General, pero recha-
zaban la voracidad de las Formaciones Especiales y su creciente
influencia en el escenario político. Miguel se había acercado a
Rucci por su acceso directo a Puerta de Hierro, pero conside-
raba al jefe de la CGT una pieza menor que había escalado por
su devoción al General. Rucci olfateaba el doble juego del jefe
metalúrgico y simulaba auténtica complicidad por orden de
Perón, que necesitaba un bloque gremial firme para contener
la vocación de poder de Galimberti y los grupos juveniles que
después formarían las 7 Regionales.
Miguel y Rucci eran un blanco móvil para los cuadros de la
juventud peronista y no tenían otra alternativa que avanzar jun-
tos. Sabían que el General había privilegiado a las formaciones
especiales para golpear a la dictadura militar, pero entendían
también que su poder territorial, sus millones de pesos de las
obras sociales y sus contactos en el poder no podían quedar al
margen de la batalla final.
A mediados de mayo de 1972, Rucci, Miguel, Casildo Herre-
ras y Rogelio Coria viajaron a Madrid para reunirse con Perón.
El General había puesto en marcha el flanco de la juventud y
las organizaciones armadas, y ahora necesitaba cohesionar y
lanzar al ataque a la burocracia sindical, que esperaba su turno
para recuperar espacios y balancear las ambiciones de Galim-
berti y las Formaciones Especiales.
Perón ungió a Rucci y Miguel, descartó a los dirigentes
combativos y ordenó que la CGT y las 62 Organizaciones pre-
sionaran a la dictadura militar. Lanusse se enteró por Coria, un
oscuro sindicalista de la UOCRA, que el General había gatilla-

185
do el flanco gremial para acorralar a la Revolución Argentina,
mientras analizaba su posible regreso a Buenos Aires para com-
petir en las elecciones presidenciales de 1973.
El líder exiliado en Madrid sabía que Rucci y Miguel estaban
irritados por la irrupción de Galimberti y que Coria era colabo-
racionista del régimen. Con Rucci y Miguel desplegó su encan-
to, y a Coria le permitió presenciar un reportaje concedido a
la televisión argentina, para que tuviera letra frente a Lanusse.
«Yo soy un general pacifista, puede decirse en ese sentido, que
soy un león herbívoro», le había dicho al periodista Sergio Vi-
llarroel, para sugerir que ya no tenía ambiciones de poder.
La reunión del General con los sindicalistas potenció la or-
ganización de un acto convocado por Galimberti para exhibir
el poder de la juventud peronista y las siete regionales. Si Rucci
y Lorenzo pensaban que habían recuperado terreno en Puerta
de Hierro, el Delegado de la Juventud demostraría lo contra-
rio. Galimberti estaba conjurado en terminar con la influencia
de la CGT y las 62 Organizaciones, y avanzaba a un ritmo que
alertó a Perón y causó admiración en Héctor Cámpora.
“ET9 de junio de 1972, la Federación de Box fue desborda-
da por los jóvenes peronistas. Estaban todos: los Montoneros,
Guardia de Hierro, Cámpora y Galimberti. Los Guardianes
habían llegado primero y ocupaban el centro de la tribuna:
«Perón, Evita, la Patria peronista», gritaban, como un himno
de guerra. A los costados, exhibiendo su poder, estaban Los
Montos: «Perón, Evita, la Patria socialista», replicaban, para
copar el acto y quedarse con todo.
Había diez mil jóvenes, era un ejército que avanzaba sobre
la dictadura, la burocracia sindical y las estructuras de poder
de la Argentina. Durante el acto, los Montoneros acusaron de
traidores a Rucci y Miguel, Cámpora exigió la libertad de los
presos políticos y todos los militantes, sin distinción de alinea-
miento interno, se emocionaron con un mensaje grabado de
Perón que anunciaba la caída del sistema capitalista.

186
El acto de la Federación de Box sorprendió a Lanusse, a
la burocracia sindical y a Jorge Antonio, que se encontraba a
solas con Perón para analizar la situación nacional. El General
tranquilizó a Antonio, que desconfiaba de Galimberti, y envió
mensajes conciliatorios a Rucci, que rechazaba la táctica de los
dos flancos ocupados por las Formaciones Especiales y el movi-
miento obrero. Rucci pensaba, como Antonio, que Perón había
dado mucho poder a las organizaciones armadas y que jamás
aceptarían retroceder cuando la dictadura hubiera terminado.
El 25 de junio de 1972, Perón exhibió todo su poder cuan-
do el Congreso del Partido Justicialista votó por unanimidad
su designación como candidato a presidente de la Nación.
Las deliberaciones fueron un caos y Cámpora cumplió un pa-
pel patético ante su incapacidad de alinear a los burócratas
gremiales, a las facciones más ortodoxas del peronismo, a los
guerrilleros urbanos y a la clase política que pugnaba por sus
propios espacios.
«El Congreso puso a elementos agresivos con otros inefec-
tivos a cargo de las operaciones del partido, con prominentes
políticos peronistas permaneciendo afuera. El enfrentamien-
to entre el sector político del peronismo (muy débil por los
años de escasa o nula actividad) y el sector sindical (el cual es
poderoso y está determinado a ganar espacios en el partido),
era inevitable. Perón está en una difícil posición tratando de
balancear a los diferentes sectores, aunque su influencia entre
los gremialistas es fuerte y los políticos dependen de su apoyo.
La proclamación como candidato a presidente de Perón no fue
inesperada», explicó el embajador norteamericano Lodge en
su cable secreto 3.945, fechado el 27 de junio de 1972.
La perspectiva de Lodge era compartida por un sombrío
Lanusse. Aunque el Partido Justicialista era escenario de una
batalla campal por los espacios de poder, Lanusse flaqueaba y
en los cuarteles había generales que abrían líneas de negocia-
ción con Cámpora y Juan Manuel Osinde, un teniente coronel

187
amigo de Perón que cobraba de los servicios de inteligencia y
tenía influencia entre las facciones más derechistas del justi-
cialismo.
El General asumió que Lanusse estaba en retirada y lan-
zó una estocada a fondo. Concedió un reportaje al semanario
romano L'Expresso para revelar las negociaciones secretas que
había mantenido con un intermediario del dictador, antes de
que entraran en escena Rojas Silveyra y Sapag. La nota fue
gestionada por Valori, se hizo en Puerta de Hierro y provocó
conmoción en los cuarteles y la Casa Rosada.
El dictador debió dar explicaciones a los generales en Oli-
vos, mientras una fuerte campaña de acción psicológica asegu-
raba que Lanusse había pasado a retiro. Para los generales fue
una traición que negociara en secreto con Perón, y exigieron
al dictador que difundiera la cinta de Cornicelli. A la misma
hora que Lanusse entregaba a los periodistas una transcripción
textual de la reunión entre Perón y Cornicelli, sus principales
asesores redactaban un borrador del discurso que terminaría
por ahogar las expectativas presidenciales del dictador.
“Lánusse pretendía ser candidato del Gran Acuerdo Na-
cional, derrotar al peronismo y prorrogar su permanencia
en Balcarce 50. Sin embargo, las declaraciones del General
a L'Expresso terminaron con su sueño personal. Lanusse ya no
tenía la confianza de las Fuerzas Armadas, y sin esa confianza
era imposible enfrentar a Perón, las Formaciones Especiales y
el movimiento obrero.
Lanusse marchó a la cena de camaradería de las Fuerzas
Armadas para pronunciar un discurso que sería histórico. El
dictador anunciaría su renuncia como candidato a presidente
y fijaría las reglas de juego de la transición democrática. Sin
embargo, tenía preparada una sorpresa para el General, que
no estaba en los cálculos políticos y que marcaría a fuego los
últimos meses de la Revolución Argentina.
«Tengo la más profunda convicción de que hay muchos que

188
esperan que yo —hoy y aquií— me refiera a la proscripción de
Juan Domingo Perón. En'este sentido, deseo ser categórico: el
gobierno que presido no proscribirá a Perón, como no lo hará
con ningún ciudadano que esté dispuesto a respetar las reglas
claras de juego establecidas para la participación del proceso»,
explicó Lanusse, durante la cena de camaradería de las Fuerzas
Armadas, ocurrida el 7 de julio de 1972.
«Todo ciudadano argentino que aspire a un cargo electivo,
en el próximo gobierno constitucional, deberá estar presente
en el país antes del 25 de agosto de 1972, y residir permanen-
temente después de esa fecha, hasta la asunción del poder por
parte del nuevo gobierno constitucional», estableció el dicta-
dor de la Revolución Argentina.

El mensaje de Lanusse fue claro y contundente. Si Perón


quería ser candidato a presidente, debía llegar a Buenos Aires
antes del 25 de agosto de 1972. Y si violaba esa norma, su candi-
datura sería rechazada por la justicia electoral. Era una cláusula
proscriptiva basada en la residencia del candidato, establecien-
do un requisito temporal que contradecía las normas básicas
de la Constitución Nacional. Ahora, el General debía decidir
si aceptaba el ultimátum del dictador o jugaba un vicario para
continuar con su plan original que lo ubicaba manejando el
poder real y cediendo la banda y el bastón presidencial.
En su discurso ante las Fuerzas Armadas, Lanusse también
reconocía que había archivado su candidatura a presidente,
al ratificar su decisión de permanecer como dictador de la
Revolución Argentina. Ya no sería adversario de Perón, había
asumido que, fuera del régimen militar, sus acciones políticas
valían menos que cero.
Lanusse había jugado a favor de Perón. El General no
quería la candidatura presidencial, y la cláusula proscriptiva
le aportaba un argumento: podía alegar que no aceptaba una

189
limitación inconstitucional del régimen, para esconder la ver-
dadera razón de su negativa: estaba cansado, viejo y no tenía
ganas de soportar la burocracia estatal.
«Hay pocos que creen que Perón regresará para el 25 de
agosto (de 1972), y es firme entre los peronistas que dicen que
su líder regresará en sus propios tiempos, y no bajo las órde-
nes de los militares. Peronistas y frondicistas aseguran que el
discurso (de Lanusse) contribuirá a que una atmósfera de vio-
lencia sea probable. Los peronistas han reaccionado muy duro
contra el discurso de Lanusse, describiendo el requisito de la
residencia como una proscripción indirecta, porque alegan
que no hay mínimas garantías de seguridad en la Argentina»,
escribió el embajador Lodge, en su cable 1.225, fechado el 12
de julio de 1972.
Con toda la artillería apuntando hacia la Casa Rosada, Pe-
rón filtraba información equívoca para confundir al enemigo.
El General aseguraba que no quería regresar, que prefería ac-
tuar como un cónsul honorario del país, que su salud no resis-
tía una agenda presidencial y que ya era momento de entregar
la eomducción a las nuevas generaciones.
«Yo no regreso porque, en conducción, soy un profesional.
He dedicado toda mi vida al estudio de la conducción, y no
es previsible que falle en el manejo de sus resortes. Hay un
principio, o una regla de conducción, que dice que el mando
estratégico no debe estar jamás en el campo táctico de las ope-
raciones, porque allí se siente influido por los acontecimientos
inmediatos, toma parte de ellos, y abandona el conjunto», de-
claró el General a La Vanguardia de Barcelona, el 23 de julio
de'19'72,
Con esta declaración periodística, Perón logró que Lanusse
mordiera su anzuelo. El dictador juntó los recortes de los dia-
rios de España, las infidencias que obtenía el embajador Rojas
Silveyra, los chismes que entregaba el teniente coronel Osinde
y las pinchaduras telefónicas a Rucci y Cámpora, para jugar una

190
partida agónica contra Perón. Lanusse creía que el General
estaba muy viejo y había decidido morir en Puerta de Hierro.
El 27 de julio de 1972, frente a un millar de oficiales del
Ejército, Lanusse quedó hundido para siempre en la historia
política de la Argentina. «Ahora la trampa es esa: después de 17
años en que no se lo dejaba venir, y por eso se le hacía trampa,
la trampa consiste en que se le dice: Venga, señor. Los otros días
tuve una reunión con dirigentes gremiales, que pude conducir
como si fuera ni más ni menos que una simple conversación
entre varios argentinos. Y al referirme a este tema, les dije que
si Perón necesita fondos para financiar su venida, el Presidente
de la República se los va a dar. Pero aquí no me corren más a
mí, ni voy a admitir que corran más a ningún argentino, dicien-
do que Perón no viene porque no puede. Permitiré que digan:
porque no quiere. Pero en mi fuero interno diré: porque no
le da el cuero para venir», aseguró el dictador en el Colegio
Militar.
A la distancia, desde Puerta de Hierro, Perón ya le marcaba
el paso al general Lanusse.
Ahora tenía que volver.
Demostrar que le daba el cuero.

191
CAPÍTULO 7
Laberinto

El 22 de agosto de 1972, a las 13.46, llegó a Puerta de Hierro


un télex despachado en Buenos Aires. Había sido transmiti-
do desde la dirección 52 PUB BOOTH AR hacia el número
23038 Perón E. Estaba firmado por Héctor J. Cámpora, y al
final comentaba escueto sobre la masacre que la dictadura ha-
bía ejecutado en Trelew. «Noticias en Chubut informan que
de los presos recapturados en Rawson fueron muertos 13, y 6
heridos graves. Espero instrucciones. Próximamente enviaré
carpetas de prensa. Mi profundo respeto Sra. Isabel, para Ud.
mi invariable lealtad, saludos López Rega», escribió el Delega-
do al General desde la Argentina.
Las instrucciones solicitadas por Cámpora nunca llegaron.
El régimen terminó asesinando a 16 presos políticos que esta-
ban detenidos en la cárcel de Rawson. Esos guerrilleros que
enfrentaban a la dictadura y sonaban con la revolución socia-
lista habían intentado huir y fracasaron por un error logístico
que pagarían muy caro. Cuando asumieron que ya no podían
regresar al penal o escapar en avión hacia Chile, como horas
antes ya habían hecho sus jefes, se pusieron a disposición de
la justicia civil e improvisaron una conferencia de prensa para
ratificar su compromiso ideológico y alertar sobre una eventual
represión de las Fuerzas Armadas.

192
Poco sirvieron las actuaciones de un juez y las preguntas
de los periodistas. El 22 de agosto de 1972, pasadas las tres de
la mañana, los 16 presos políticos cayeron asesinados a sangre
fría por un pelotón de la Marina en la base Almirante Zar. Fue
la deliberada venganza de un régimen que estaba acorrala-
do por las organizaciones armadas y aparecía muy debilitado
con la fuga de los jefes guerrilleros Mario Roberto Santucho,
Enrique Gorriarán Merlo y Domingo Menna (ERP), Roberto
Quieto y Marcos Osatinsky (FAR) y Fernando Vaca Narvaja
(Montoneros).
La juventud peronista exigió que se velara a los guerrilleros
muertos en la sede partidaria de avenida La Plata. El delegado
Cámpora dudó frente a la reticencia de la burocracia sindical y
al silencio del General. Finalmente, comprendió que no tenía
espacio político para desalentar a la JP Regional y aceptó velar
los cuerpos de Ana María Villareal de Santucho, Eduardo Ca-
pello (ERP) y de María Angélica Sabelli (FAR).
Frente a la sede de avenida La Plata se alinearon militantes
de las organizaciones guerrilleras y un exorbitante dispositivo
de seguridad montado con efectivos de la Guardia de Infante-
ría, la Policía Montada y tres tanquetas Shortland que se habían
importado de Gran Bretaña. El cerrojo policial esperaba las
indicaciones de Alberto Villar, un comisario duro y sin escrú-
pulos. «Apenas me dan la orden, yo tiro abajo todo y me llevo
los cajones», anunció Villar a los periodistas que cubrían el
velatorio.
A las seis de la tarde, el general Tomás Sánchez de Busta-
mante ordenó avanzar sobre los ataúdes de Villareal de Santu-
cho, Capello y Sabelli. Trescientas personas fueron arrasadas
por la Guardia de Infantería, mientras las tanquetas Shortland
enfilaban hacia la puerta principal de la unidad básica justicia-
lista. El régimen no quería un cortejo fúnebre a la Chacarita, y
optó por reprimir fuera y dentro del velorio. A punta de fúsil
sometieron a los familiares de las víctimas, incluso a las tres hi-

193
jas pequeñas de Santucho, y todos los asistentes al funeral con
las manos en la nuca fueron reducidos en un patio interior de
la sede partidaria. «Primero matan a mi hija. Ahora no me la
dejan velar», sollozó la madre de María Angélica Sabelli, junto
a los militantes que esquivaban la carga de la Guardia de In-
fantería, se asfixiaban con el Gamexane lanzado por la Policía
Federal y replicaban con sus bombas Molotov.
La represión duró sesenta minutos, pero el costo político
para la Junta Militar fue eterno. El régimen aparecía asesinan-
do a 16 jóvenes presos políticos y después arremetiendo en su
velatorio, una conducta ilegal que estaba muy lejos de la ima-
gen democrática y pacificadora que Lanusse pretendía exhibir
en los medios de comunicación. La violencia estatal en el cor-
tejo fúnebre terminó de consolidar el liderazgo de las Forma-
ciones Especiales en la lucha contra la Revolución Argentina.
ERP, FAR y Montoneros habían quedado legitimados como
protagonistas principales de un proceso político que ya no ma-
nejaban únicamente Perón y Lanusse. El General se corrió del
escenario y se fue de vacaciones a San Sebastián junto a Isabe-
litay López Rega. El dictador se encontró a solas con Gelbard
y juró que no tenía responsabilidades en la Masacre de Trelew.
Gelbard le creyó y envió al banquero David «Dudi» Graiver ha-
cia Madrid para que informara a Perón sobre la posición de La-
nusse. El General escuchó a Graiver y se encogió de hombros.
No haría nada para ayudar a Lanusse, y tampoco escribiría una
carta a la juventud repudiando el asesinato a sangre fría. Nece-
sitaba a Lanusse contra las cuerdas y a la guerrilla contenida.
Faltaba poco para regresar a Buenos Aires, y pretendía estar
solo en el centro del escenario político.
El 24 de agosto de 1972, apretado por la facción más dura
del Ejército, Lanusse anunció por cadena una reforma de facto
a la Constitución Nacional, que escondía su última jugada para
evitar que Perón llegara al poder. El dictador comunicó que
habría elección directa de presidente, que su mandato sería de

194
cuatro años y que para ganar los comicios era necesario tener
más del cincuenta por ciento de los votos emitidos.
Hasta ese momento, el presidente era designado por un
Colegio Electoral, tenía seis años de duración en el cargo y
había comicios de una sola vuelta. La palabra «balotaje» no
existía en el diccionario político de la Argentina.
A través de esta reforma inconstitucional, Lanusse soñaba
con una alianza de todos los partidos contra el peronismo, que
aún no tenía candidato porque su líder estaba atrapado en la
cláusula de residencia.
El 25 de agosto de 1972, venció el plazo para estar en la Ar-
gentina, y ese día Perón actuaba como turista viajando por San
Sebastián. Pasó la noche en el hotel María Cristina, y después
decidió visitar Biarritz junto a López Rega. Sin inconvenientes
pasó la frontera española y se dirigió a la Dirección de Migra-
ciones de Francia, adonde un comisario revisó su pasaporte
paraguayo. Perón explicó al oficial de migraciones que solo
quería dar una vuelta y luego regresar a San Sebastián. El co-
misario dudó de la versión del General y lo dejó esperando
dentro del auto, en un costado de la carretera, a la espera de
instrucciones desde París.
Una hora más tarde, se autorizó el ingreso a Francia. Pe-
rón transpiraba por la bronca y la afrenta. Cuando López
Rega se aprestaba a salir del control migratorio, el policía
preguntó a qué hora pensaban retornar. El General estalló: la
pregunta pareció un agravio personal y ordenó a López Rega
que diera la vuelta, rumbo a San Sebastián, adonde había
previsto una rueda internacional de prensa. Perón solo quería
responder sobre la cláusula de residencia y evitar las pregun-
tas de los enviados argentinos sobre la Masacre de Trelew. En
ese momento, frente al asesinato de los 16 presos políticos,
el General estaba más cómodo con periodistas españoles y
franceses.
—¿Qué opina de los Montoneros? —le preguntaron.

195
—Son un sector de la juventud —relativizó—, pero hay
otros sectores. Porque la juventud argentina es toda peronista.
—Como usted no llegó a la Argentina antes del 25 de agos-
to, ¿quiere decir que renuncia a asumir la jefatura de su país?
—Yo no renuncio a nada. A nada a que no me obligue la
Constitución. La exigencia del 25 de agosto es inconstitucional.
Viola al menos cinco cláusulas constitucionales.
—¿En algún momento ha pensado en regresar a su país?
—Hombre, hace 17 años que estoy esperando regresar a mi
país. Pero eso será cuando las condiciones estén claras. Yo no
quiero ser un problema para el país con mi regreso.
Lanusse leyó las declaraciones del General en los diarios
de Buenos Aires y creyó que había triunfado. Sin Perón como
candidato, y con la palanca del balotaje, el dictador pensaba
que la Unión Cívica Radical regresaría al poder con Ricardo
Balbín. Para Lanusse, el líder radical podía vencer a cualquier
representante designado por Perón.
Balbín se prestaba al juego de Lanusse y se negó a repudiar
la cláusula de residencia que sacaba al General de la cancha. El
dirigénte radical había sufrido cárcel y persecución durante los
gobiernos peronistas, y ahora asumía que por fin su tiempo em-
pezaba. Balbín fue consultado por Lanusse antes de su discurso
anunciando las reformas al sistema de elección presidencial,
y no tuvo dudas en apoyar la sinuosa arquitectura política que
establecía el balotaje como artilugio legal para derrotar a un
eventual representante de Perón.
Mientras Cámpora recorría las provincias alentando el re-
greso del General, en Puerta de Hierro las conspiraciones po-
líticas se multiplicaban al infinito. Perón recibió a Raúl Puigbó,
un ex funcionario de Juan Carlos Onganía que actuaba como
correo del brigadier Carlos Alberto Rey, jefe de la Fuerza Aérea.
Si el Ejército cumplía su compromiso de rotación de la presi-
dencia de facto, Rey debía suceder a Lanusse y actuar como
dictador hasta las elecciones de marzo de 1973. En este con-

196
texto, Puigbó llegó a Madrid para ofrecer a Perón un acuerdo
político a espaldas de Lanusse y apoyado por la Fuerza Aérea y
una facción poderosa del Ejército.
«Le expuse al General que Lanusse se estaba cortando
solo, sin participación alguna de las Fuerzas Armadas propia-
mente hablando», recordó Puigbó años más tarde. El envia-
do propuso a Perón que avalara un acuerdo político integral
entre los partidos civiles y la corporación militar, que deseaba
una retirada ordenada y sin escarnio popular. Rey se asumía
como último dictador de la Revolución Argentina y proponía
que Perón representara a toda la sociedad civil, frente a un
escenario complejo por la actuación de la guerrilla y la cri-
sis económica. Puigbó volvió a Buenos Aires con las manos
vacías: todavía no era tiempo para cerrar un pacto con las
Fuerzas Armadas, que aún dependían del humor y la inteli-
gencia de Lanusse.
La propuesta política elaborada por el brigadier Rey, y las
explicaciones posteriores de Puigbó en Madrid, permitieron a
Perón comprender que Lanusse estaba asfixiado y con escaso
espacio político para condicionar su regreso al Balcón de la
Plaza de Mayo. El General ya tenía otro memo redactado por
Cámpora, tras una reunión a solas que había mantenido con
el almirante Pedro Gnavi, ex jefe de la Armada. Gnavi confió
al Delegado que Lanusse estaba solo, que la Fuerza Aérea y
la Marina desconfiaban de sus negociaciones políticas y que
el Ejército estaba fracturado por la decisión de proscribir la
candidatura de Perón.
Perón ya tenía el cuadro completo de la realidad nacional.
Lanusse no conducía a todas las facciones del régimen militar,
la opinión pública cuestionaba a la dictadura por la Masacre
de Trelew, la Unión Cívica Radical pensaba que podía ganar las
elecciones si se mantenía equidistante de las Fuerzas Armadas
y el peronismo, las Formaciones Especiales eran tan poderosas
que ya cuestionaban la estrategia de Puerta de Hierro y los

197
sindicalistas dudaban del regreso del General a Buenos Aires,
pese a los esfuerzos de Cámpora que recorría las provincias al
grito de «Luche y Vuelve».
Con todas las piezas en el tablero, Perón se reunió con
Gelbard y Carlos «Chango» Funes, un operador político en las
sombras que desconfiaba de Cámpora, cuestionaba a las forma-
ciones especiales y mantenía excelentes contactos con Rucci y
Miguel. El General deseaba abrir una línea de negociación con
Lanusse que incluyera a las Fuerzas Armadas, la Unión Cívica
Radical, los empresarios y al movimiento obrero. Necesitaba
condicionar a las organizaciones guerrilleras, ordenar la tran-
sición democrática y evitar una tragedia política.
Perón pretendía regresar como un líder pacifista, y enten-
día que la situación nacional podía desembocar en una guerra
civil, causada por las facciones más gorilas del Ejército y los jefes
de las Formaciones Especiales que empujaban una revolución
nacional que no estaba en sus planes.
Gelbard escuchó al General y comentó que Lanusse estaría
dispuesto a firmar un acuerdo para condicionar a los guerri-
llerós, pero antes exigiría un repudio a las operaciones clan-
destinas de las organizaciones armadas. El líder justicialista
replicó que eso podría suceder, si Lanusse aceptaba todas sus
condiciones políticas y ponía fecha exacta a cada etapa de la
transición democrática.
Funes añadió que Rucci y Miguel también empujarían un
acuerdo con las Fuerzas Armadas para recuperar espacios per-
didos que estaban en manos de las Formaciones Especiales. Los
líderes sindicales estaban amenazados por Galimberti y la JP
Regional, y la propuesta de Perón abría un juego político que
no tenían y extrañaban.
Días más tarde, el General reveló a Cámpora su nueva es-
trategia para volver y recuperar la Casa Rosada. El Delegado
se preocupó: no encontraba espacios para una vía pacífica de
negociación con las Fuerzas Armadas, y desconfiaba de Gel-

198
bard y Funes, que se habían transformado en protagonistas
recurrentes de las tertulias de Puerta de Hierro.
Cámpora consideraba a Gelbard un intrigante que hacía
negocios en ambas trincheras y a Funes un paracaidista bende-
cido por la confianza de Perón y operado por Rucci y Miguel.
El Delegado no compartía la mirada conciliatoria de Gelbard
y Funes, y apostaba a un «Argentinazo» para terminar con La-
nusse, anular la cláusula de residencia y acelerar la marcha
hacia Balcarce 50.
El General escuchó las dos posiciones enfrentadas y optó
por las sugerencias de Gelbard y Funes. No quería a las Forma-
ciones Especiales en el centro del tablero, y tampoco pretendía
la candidatura presidencial. Quería llegar a Buenos Aires como
un arquitecto del poder, mientras que la campaña presidencial
y el gobierno debían quedar en manos de un vicario. Ese era el
plan secreto, y las sugerencias de Gelbard y Funes encajaban a
la perfección con sus verdaderas intenciones.
El 7 de septiembre de 1972, la Confederación General del
Trabajo (CGT) y la Confederación General Económica (CGE)
firmaron un pacto social que respondía a la estrategia diseñada
por Perón en Puerta de Hierro. El Pacto Social exigía aumentos
salariales, sustitución de las importaciones, un impuesto a los
altos ingresos, el control del Banco Central sobre la city finan-
ciera, créditos públicos para las pequeñas empresas y una polí-
tica monetaria contraria a los dictámenes del Fondo Monetario
Internacional. El Pacto Social entre Rucci y Gelbard respondía
a las órdenes directas de Perón, que necesitaba exhibir ante la
opinión pública su flanco más cercano a las instituciones y la
pacificación nacional. Ahora se trataba de mostrar un discurso
conciliador, frente a la violencia ejercida por la dictadura en
la Masacre de Trelew y en el velatorio de los guerrilleros de
ERP y FAR.
A Cámpora no le gustó que Rucci y Gelbard llevaran una
copia del Pacto Social a una reunión secreta en la quinta de Oli-

199
vos con Lanusse. El Delegado suponía que habían concurrido
por orden del General, y se mordió los labios cuando conoció
el tono de la conversación entre Lanusse, Rucci y Gelbard. Los
servicios de inteligencia habían grabado la reunión y por or-
den de Lanusse habían distribuido una copia mecanografiada
a ciertos dirigentes políticos. Ese paper de los servicios de inte-
ligencia mostraba al dictador y a los dos alfiles del General en
una actitud de extrema confianza. Parecían tres amigos que se
conocían del servicio militar y se encontraban a comer un asado
para recordar los tiempos idos y planificar un futuro común.
Se trataba solo de una puesta de teatro político: Gelbard era
doble agente de Olivos y Puerta de Hierro, Rucci debía lealtad
a Perón y Lanusse gastaba sus últimos gestos de poder para lle-
gar con escasos moretones al final de la transición democrática.
Sin embargo, había una coincidencia mínima entre Lanus-
se, Gelbard y Rucci: los tres desconfiaban de la personalidad de
Cámpora, cuestionaban su dependencia con las organizaciones
armadas y conspiraban para evitar que esa alianza terminara
con el poder que habían acumulado.
Mtentras Lanusse trataba de seducir a Rucci y Gelbard, los
burócratas de la dictadura argentina en España pretendían in-
fluir sobre la diplomacia del régimen franquista. La instrucción
desde Buenos Aires era crear una imagen frágil del General y
describir un conflictivo cuadro de situación entre las Forma-
ciones Especiales y el liderazgo político de Perón.
En un documento interno, fechado el 8 de septiembre de
1972, la Cancillería española comentaba la visita secreta de
Manuel Gómez Carrillo, ministro consejero de la embajada
argentina. «Está convencido de que Perón tiene miedo físico
abrumador que le impide volver a la Argentina donde sería
seguramente asesinado “no por nuestros gorilas sino por los
suyos” es decir, por los seudoperonistas de extrema izquierda»,
aseguró la nota informativa 259, firmada por el subdirector
General de Asuntos de Iberoamérica.

200
Gómez Carrillo respondía a las órdenes del embajador Ro-
Jas Silveyra, que había exifriado su relación política con Perón
tras los asesinatos del empresario Sallustro y el general Sán-
chez. Sin juego propio en Puerta de Hierro, los diplomáticos
de Lanusse hacían acción psicológica contra Perón en la Canci-
llería de España. En esa época, las relaciones entre la guerrilla
urbana y el General ya eran complejas y contradictorias, pero
no había planes para asesinar al líder del Movimiento Nacional
Justicialista.
La reunión de Rucci y Gelbard con Lanusse provocó un
nuevo movimiento táctico del General. En secreto, asumiendo
que su enemigo íntimo estaba débil y sin espacio político, Pe-
rón propuso a la dictadura militar un programa de transición
que llamó los «10 Puntos».
Se trataba de un plan pensado por Funes que Perón redac-
tó con dos dedos de cada mano en una vieja Underwood. El
General escribía todas las mañana, mientras Funes aportaba
sus ideas y acercaba borradores de Gelbard y Cafiero. Cuando
terminaba el día, Funes tomaba un taxi hasta la casa del cantor
Alberto Cortez y escondía los documentos que apuntalaban la
futura estocada de Perón.
La Masacre de Trelew había impactado en el General y
buscaba una salida a la dictadura que no implicara más tor-
turas, secuestros y muertes. Perón además pretendía quitar
impulso a las Formaciones Especiales, y los 10 Puntos podían
actuar como un eje de negociación entre Puerta de Hierro y
la Casa Rosada.
La redacción de los 10 Puntos escondió también una puja
de poder que alentó Perón para definir a su candidato presi-
dencial. Cámpora estaba apoyado por Montoneros, Cafiero era
jugado por la CGT de Rucci y las 62 Organizaciones de Lorenzo
Miguel, y Gelbard apostaba por Ricardo Otero, un intrigante
vinculado a la Unión Obrera Metalúrgica. El General rápida-
mente descartó a Otero, y dudaba entre Cámpora y Cafiero. Se

201
trataba de definir si llegaba a Buenos Aires apoyado por las For-
maciones Especiales o con la pesada influencia de la burocracia
sindical. El final estaba abierto, y los días y las conspiraciones
corrían muy rápido entre Madrid y Buenos Aires.
Perón alentaba la pulseada entre los candidatos, hacía un
tácito concurso exigiendo a los competidores infinitas cuotas
de lealtad, y postergaba la decisión frente a las dudas que com-
partía con Jorge Antonio, Isabelita y López Rega. Sin embargo,
lentamente, el General se iba inclinando por Cafiero: tenía
buenas relaciones con Rucci y Miguel, rechazaba la estrategia
de las organizaciones guerrilleras y llegaba sin problemas a la
cúpula de las Fuerzas Armadas.
Perón lanzó la primera señal sobre Cafiero cuando decidió
que Cámpora se quedara en Buenos Aires y esperara un correo
secreto que le entregaría en mano una copia de los 10 Puntos.
El General quería hacer una conferencia de prensa en Puerta
de Hierro para anunciar su propuesta de pacificación y ade-
más forzar un hecho político en Buenos Aires protagonizado
por su Delegado. Cámpora, el mismo día de la conferencia de
prensa en España, debía llegar a la Casa Rosada y entregar ese
documento programático, que pretendía cambiar las reglas de
juego entre Perón y Lanusse.
Para preparar el terreno político, López Rega filtró una
parte de los 10 Puntos a la agencia española EFE, que despachó
un cable a Buenos Aires asegurando que Perón elaboraba una
propuesta para las Fuerzas Armadas. López Rega se frotaba las
manos: había jugado una ficha por Cafiero, y su apuesta podía
coronar. Celaba a Cámpora por su trato con Perón, y ahora
contaba las horas aguardando su epitafio político.
Los 10 Puntos establecían una nueva relación internacio-
nal con los Estados Unidos, propiciaban un Pacto Social entre
empresarios y trabajadores, incluían a oficiales de las Fuerzas
Armadas en el futuro gobierno democrático, anulaban la cláu-
sula de residencia fijada por la dictadura, creaban un Conse-

202
jo Económico y Social, sugerían una amnistía para los presos
políticos, instaban a terminar con la censura en los medios
de comunicación, exigían el levantamiento del estado de sitio
y la renuncia del ministro del Interior, y proponían un am-
plio acuerdo político para establecer un cronograma electoral
abierto y sin proscripciones.
Leopoldo Frenkel era profesor de derecho político y había
viajado a Madrid para informar a Perón sobre las tareas que
estaba haciendo el Consejo de Planificación, un organismo
partidario que elaboraba informes técnicos para un eventual
programa de gobierno. Antes de regresar a Buenos Aires, el
General pidió a Frenkel que entregara copias de los 10 Puntos a
Cámpora, Rucci y un contacto secreto de las Fuerzas Armadas.
Frenkel llegó a Barajas y abordó en horario un avión de Lan-
Chile que debía llevarlo a Ezeiza. Se estiró en una fila de tres
asientos que estaba vacía y apretó entre sus manos la carpeta
azul que tenía las cartas de Perón al Delegado, al jefe de la CGT
y a un oficial retirado del Ejército.
Frenkel sabía que llevaba una vía de negociación entre
Puerta de Hierro y la Casa Rosada. Perón le había anticipado
la propuesta de los 10 Puntos y había entendido que estaba
protagonizando un momento histórico. Con los 10 Puntos, el
General corría a las Formaciones Especiales y abría una puer-
ta directa con las Fuerzas Armadas. En ese instante —sabía
Frenkel— él era el correo de Perón y tenía que evitar dilacio-
nes, problemas inesperados y a los servicios de inteligencia, que
—presumía— podían secuestrarlo y postergar la inesperada
jugada táctica del General.
Cuando el avión empezó a carretear, una explosión sor-
prendió a Frenkel, que no soltaba la carpeta azul. Después se
incendió la turbina izquierda y el fuego se extendió por el ala.
Frenkel y su misión secreta corrían peligro de muerte. La nave
podía explotar, un acontecimiento tan extraordinario que ni
Perón había podido suponerlo.

203
«El piloto desaceleró bruscamente su impulso y frenó al
final de la pista. Yo estaba sentado del lado derecho de la ae-
ronave, en un asiento para tres personas solo ocupado por mí.
Se abrieron las puertas de emergencia y yo, con la carpeta del
General entre mis manos, corrí hasta la salida que daba exac-
tamente sobre el ala derecha. Una vez afuera, vi que el desliza-
dor inflable para la evacuación del pasaje no funcionaba, por
lo que sin pensar más me arrojé desde el ala a la pista. Caí de
rodillas y, ante la posibilidad de una explosión de la nave, me
alejé corriendo sobre el pasto. Cuando me encontraba a unos
cien metros del lugar advertí que el avión ya estaba rodeado
por varios vehículos de los bomberos y casi completamente
cubierto por la espuma que se utiliza contra las llamas. El pe-
ligro había pasado. Aparte del mal momento, solo tenía una
pequeña herida en la rodilla izquierda y algunas magulladuras
en otras partes de ambas piernas. La carpeta seguía en mis
manos», recordó Frenkel.
El correo de Perón entregó los 10 Puntos a Cámpora, que
no tuvo más alternativa que solicitar una reunión a la Junta de
Comandantes para presentar la propuesta que desmantelaba
a las Formaciones Especiales, incluía a las Fuerzas Armadas y
establecía una nueva estrategia para acordar la transición de-
mocrática.
Mientras Cámpora aguardaba la respuesta de la Junta Mili-
tar, el embajador de los Estados Unidos en Buenos Aires escri-
bía largos telegramas secretos tratando de explicar la situación
política en la Argentina. «Cámpora ha recibido un documento
de Perón, el cual según fuentes de la embajada, contiene un
“nuevo” plan para la normalización del país. Las fuentes conti-
núan afirmando que la posición de Cámpora es débil y que la
información sobre un regreso de Perón representa nada más
que una táctica para confundir. Un informante peronista de
alto nivel aseguró esta mañana que Perón envió tres copias de
ese documento (los 10 Puntos) a Cámpora, a su asesor militar

204
teniente coronel Jorge Osinde, y una tercera copia a un general
retirado que no ha sido identificado. La fuente aún no ha visto
el documento, pero ha dicho que Cámpora lo describió como
un borrador para futuras conversaciones con los militares. De
acuerdo con nuestra fuente, Cámpora buscará en poco tiem-
po un contacto directo con las Fuerzas Armadas», informó la
embajada de los Estados Unidos al Departamento de Estado,
en el cable confidencial 6.095 del 28 de septiembre de 1972.
Tres días más tarde, ratificando la información clasificada
que tenía el embajador de los Estados Unidos, se reunió la
Junta de Comandantes para analizar la solicitud de Cámpo-
ra. Los militares no querían al Delegado y resolvieron que
jamás otorgarían una audiencia al representante de Perón,
aunque la propuesta de los 10 Puntos implicara un avance
institucional.
La Junta de Comandantes sabía que Cámpora reivindica-
ba a las Formaciones Especiales y que tenía una estrategia de
poder que se apalancaba sobre su ideología y su capacidad de
movilización en los principales distritos del país. El Delegado
pretendía su nominación presidencial, y su deseo solo podía
cumplirse con el apoyo y la presión de las organizaciones ar-
madas. Esa estrategia tenía costos y beneficios: era resistido por
los militares, que ya estaban cazando guerrilleros, era apoyado
por los combatientes, que aspiraban a entrar en la Casa Rosada
cuando asumiera como presidente.
Tras descartar una audiencia a Cámpora, la Junta de Co-
mandantes decidió rechazar la propuesta del General respecto
a una posible amnistía para todos los presos políticos, ratificó la
vigencia de la Cámara Federal como fuero especial para juzgar
a los guerrilleros, mantuvo la cláusula de residencia que había
vencido el 25 de agosto y confirmó la reforma constitucional
de facto que establecía la elección directa del presidente y el
balotaje.
Los comandantes de las Fuerzas Armadas redactaron un

205
memo de tres carillas que circuló en los cuarteles y los partidos
políticos, adonde explicaban su rechazo a una ley de perdón a
las Formaciones Especiales y exigían manejar la lucha contra
las organizaciones armadas, aún después de la asunción del
gobierno democrático.
El memo hacía una distinción entre los presos políticos y los
guerrilleros capturados por las fuerzas de seguridad. Los milita-
res proponían una ley de amnistía para los dirigentes políticos
y rechazaban la posibilidad de acortar o conmutar las penas
ya dictadas contra integrantes de las Formaciones Especiales.
«Una cosa es perdonar y dar una nueva oportunidad a quienes,
en el celo de la lucha política, se pusieron al margen de lo le-
gal sin recurrir al delito y otra distinta son los guerrilleros que
deben ser considerados delincuentes comunes», aseguraba el
memo militar escrito a máquina y dividido en dos capítulos.
La posición de la Junta de Comandantes llegó sin escalas
a Puerta de Hierro y fue aceptada por el General sin titubeos.
Las organizaciones armadas debían desmantelarse, los cuar-
teles tenían que controlar la represión sobre las Formaciones
Especiales que no entendieran la nueva etapa política, y había
que hacer una distinción jurídica entre los dirigentes parti-
darios y los guerrilleros que estaban detenidos en cárceles y
unidades militares.
Perón bajaba las armas, desplazaba a Cámpora y se trans-
formaba en el eje de la transición democrática. Si en los cuar-
teles se temía que el General copiara al gobierno socialista de
Salvador Allende, alentando a las Formaciones Especiales, el
Plan de 10 Puntos descartaba esa posibilidad, entregaba a los
militares el manejo de la represión y prometía trabar una ley
de excepción que dejara en libertad a los guerrilleros.
Estas premisas básicas en la agenda político-militar llegaron
nítidas a Balcarce 50. El General haría silencio frente al recha-
zo de audiencia solicitada por Cámpora a la Junta de Coman-
dantes, pero necesitaba que Lanusse colocara a un personaje

206
importante del régimen frente a su Delegado. Si Cámpora que-
daba en el aire, las Formáciones Especiales harían presión para
terminar con una instancia que podía significar su derrota polí-
tica. Perón estaba obligado a patear el tablero, si la dictadura se
resistía a recibir a su Delegado con un programa de transición
que beneficiaba a las Fuerzas Armadas y a los partidos políticos.
Finalmente, Lanusse entendió el juego y ordenó que el
brigadier Ezequiel Martínez, secretario de la Junta de Coman-
dantes, recibiera a Cámpora. Martínez se enteró de que Cám-
pora no quería concurrir a sus oficinas y que estaba dispuesto
a utilizar una batería de excusas protocolares para trabar una
reunión que abría las negociaciones oficiales entre Puerta de
Hierro y la Casa Rosada.
Cámpora no sabía la estrategia secreta de Perón, estaba tiro-
neado por las Formaciones Especiales y pensaba que se bajaba
el precio si se entrevistaba con Martínez en lugar de la Junta
de Comandantes. El brigadier Martínez entendía la táctica del
Delegado y avanzó para cumplir con las órdenes de Lanusse,
que necesitaba emitir una señal positiva al acuerdo tácito que
Perón ofrecía desde Puerta de Hierro.
«Al respecto infórmole que la Junta de Comandantes en
Jefe ha resuelto que en mi carácter de secretario de la misma
proceda a recibir la documentación a que se hace referencia
en la solicitud de audiencia. En tal sentido ruego a Ud. se co-
munique conmigo a los teléfonos: 45-2834 o 30-3587», escribió
Martínez en la respuesta oficial a las reticencias de Cámpora.
El Delegado tenía que ir a su oficina con la propuesta de los 10
Puntos que podía transformar la historia argentina.
Fue un triunfo de Perón. Hasta ese momento, Lanusse fija-
ba la estrategia política de la dictadura y rechazaba una mesa
de negociación directa con Puerta de Hierro. El dictador había
probado con Rojas Silveyra, Cornicelli y Sapag, pero ahora de-
bía ceder una parte del poder propio y aceptar las sugerencias
elaboradas en Madrid.

207
El 4 de octubre de 1972, Cámpora llegó a la explanada
del Ministerio de Economía junto a Lorenzo Miguel, Casil-
do Herrera y Juan Manuel Abal Medina, que ya empezaba a
asumir un papel protagónico. Había entrado en Puerta de
Hierro recomendado por Galimberti, y Perón rápidamente
comprendió que podía ser una pieza clave en su maquinaria
de poder. Abal Medina era hermano de Fernando, fundador
de Montoneros, pero no creía que la lucha armada fuese una
vía inevitable para alcanzar la Casa Rosada. Se movía con cau-
tela, escuchaba al General en silencio y trataba de esquivar
las conversaciones esotéricas de López Rega, que tenía sus
propios planes políticos.
Cuando Cámpora arribó al octavo piso del Ministerio de
Economía, donde estaban las oficinas del brigadier Martínez,
una avalancha de periodistas, camarógrafos y suboficiales de
civil embistió al Delegado y su comitiva. Eran las 11.40, y la
historia argentina abría uno nuevo capítulo político, redactado
en Puerta de Hierro y aceptado por Lanusse.
La reunión duró quince minutos y fue protocolar. Martínez
recibió una copia de los 10 Puntos, y Cámpora adelantó que
entregaría su contenido a los diarios. A la salida del Minis-
terio, frente a periodistas, curiosos y agentes de inteligencia,
Cámpora aseguró que había comenzado el verdadero diálogo
político y pronosticó una cumbre entre Perón y Lanusse, si las
conversaciones se encaminaban.
Martínez entregó la copia de los 10 Puntos a la Junta de
Comandantes y describió la actitud de Cámpora. El brigadier
aseguró que el Delegado estaba tenso y que se notaba cierta
distancia respecto de Abal Medina, Miguel y Herrera. Los co-
mandantes analizaron que la reunión era muestra de debili-
dad de Perón y que la Junta Militar debía ofrecer un acuerdo
político al General para encarrilar la transición y obtener una
retirada ordenada. Había espacio para modificar las cláusulas
electorales y hasta forzar la renuncia del ministro radical Mor

208
Roig, una exigencia que Perón deslizó en los 10 Puntos acer-
cados por Cámpora. ,
En Puerta de Hierro, la lectura era diferente. El General
consideró que los militares habían entregado la iniciativa polí-
tica y que su propuesta de pacificación obligaba a Lanusse y a la
Junta Militar. Si la dictadura rechazaba su plan de 10 Puntos, le
quedaba la alternativa de lanzar un ataque masivo de las Forma-
ciones Especiales, gatillar una profunda movilización popular
y regresar a la Argentina para derrocar al régimen opresor y
sangriento. En cambio, si las Fuerzas Armadas cedían frente a
sus exigencias políticas, había espacio para un pacto que des-
mantelara a las organizaciones guerrilleras y pusiera en manos
militares su eventual represión legal e ilegal.
Cuando Gelbard se enteró de que Cámpora había termina-
do su presentación protocolar ante Martínez, subió a su auto y
manejó hasta el Círculo Italiano para un encuentro secreto con
Wayne Smith, consejero político de la embajada de los Estados
Unidos. Fue un largo monólogo que Gelbard usó para exhibir
su influencia sobre Perón y Lanusse, y que Smith aprovechó
para acceder a información que solo circulaba en Puerta de
Hierro y la Casa Rosada.
Frente al consejero norteamericano Smith, el empresario co-
munista describió a Perón como un boxeador que gana tiempo
en un clinch, trató a Cámpora de simple mensajero del General
y explicó que el Programa de los 10 Puntos era la consecuencia
de una negociación secreta entre Madrid y Buenos Aires.
«Gelbard admitió que conocía la existencia del Plan de 10
Puntos desde hacía algún tiempo. (...) La versión escrita ha
sido modificada en forma y contenido probablemente varias
veces, antes de su publicación. De acuerdo con Gelbard, esas
modificaciones fueron el resultado de conversaciones con el
gobierno argentino. Por lo tanto, el plan debe verse como un
documento negociado», escribió Smith a Washington, tras su
reunión secreta en el Círculo Italiano.

209
El télex de Puerta de Hierro sonó con insistencia: había fi-
nalizado la audiencia de Martínez con Cámpora, y ahora Perón
debía terminar la faena. El General estaba rodeado de perio-
distas y pretendía explicar los 10 Puntos en una conferencia
de prensa con medios nacionales y extranjeros. Se jugaba un
momento importante de la partida entre Perón y Lanusse, y
no había espacio para picardías con escaso significado político.
«Levántese», le ordenó el General a López Rega, un minuto
antes de que se encendieran las cámaras de televisión. El secre-
tario privado estaba sentado al lado de Perón, como si fuera
autor intelectual del programa político que podía terminar con
la Revolución Argentina y las Formaciones Especiales. «Venga
Cafiero, venga», invitó el General al economista vinculado a
Rucci y Miguel. «Les presento al hombre que ha hecho todos
los planes de gobierno que necesitamos, ha sido ministro mío
siendo muy joven, lo llamábamos el ministro lactante... ¿No es
cierto, Cafiero?», aseguró Perón con una sonrisa.
Cafiero avanzó desde el fondo del living de la quinta 17 de
Octubre, y se acomodó al lado del General. Estaba impactado
y na entendía qué sucedía. El General había hecho un gesto
que no estaba en sus cálculos, que no estaba en los cálculos de
nadie.
Perón había puesto a Cafiero en el centro del tablero, co-
rriendo a Cámpora y abriendo un paréntesis sobre las organiza-
ciones armadas. El General volvía a sorprender con sus cambios
estratégicos y sus sorpresas tácticas.
—¿Cómo piensa volver? —preguntó un periodista español,
cuando el General ya había descripto su plan de 10 Puntos.
—Yo no sé cómo va a ser el retorno. Eso depende de las ac-
ciones que estamos promoviendo en la Argentina. Yo tengo que
ir a la Argentina para hacer algo, para no hacer nada prefiero
quedarme en Madrid, donde estoy cómodo.
—¿Tiene miedo de su seguridad personal? —insistió el pe-
riodista.

210
—A mí esto me tiene sin cuidado. Tengo 76 años y estoy
ya amortizado. Entre morir con las botas puestas o por una
inyección, prefiero lo primero.
—¿Será candidato a presidente? —lanzó un enviado espe-
cial de la Argentina.
—Es el pueblo y no yo quien resolverá sobre mi candidatura
a presidente de la Argentina. Yo solo busco, de alguna mane-
ra, que dejemos de guerrear y comencemos a trabajar para la
reconstrucción de la Patria, que se está hundiendo. Y si ella se
hunde, nos hundimos todos —replicó Perón.
El General tenía estudiado su libreto. La candidatura era
una pieza clave de su estrategia hacia el poder, y escapaba a las
definiciones para jugar con la incertidumbre política. Perón no
quería la candidatura, prefería manejar el poder y delegar la
función presidencial. En un segundo plano, detrás del cortina-
do, se evitaba el desgaste físico y tenía una mayor perspectiva.
Sabía que la conducción estratégica no funciona si se mez-
cla con la ejecución táctica. Y en ese momento, principios de
octubre de 1972, Cafiero se ajustaba con mayor precisión a su
plan maestro. El General pretendía desmantelar a las Forma-
ciones Especiales y apuntalar su relación con el Movimiento
Obrero, dos objetivos políticos que Cámpora no podía satis-
facer. Cafiero, en cambio, tenía buenas relaciones con Rucci
y Lorenzo Miguel y conocía a Galimberti, que aprovechó sus
relaciones de poder para acercar posiciones con la CGT y las
62 Organizaciones.
Una vez, Cafiero preparó un almuerzo entre Rucci, Miguel
y Galimberti para evitar que los sindicalistas y la JP Regional
gatillaran una masacre antes del regreso del General. Las or-
ganizaciones armadas acusaban de traidores a Rucci y Miguel,
y los sindicalistas ya estaban hartos de jugar a la diplomacia.
Galimberti prometió bajar el tono de las acusaciones, un com-
promiso que jamás cumplió. Rucci y Miguel asumieron que una
eventual nominación de Cámpora ponía sus vidas y su poder

2 Id
en peligro, y decidieron apostar a Cafiero como candidato a
presidente.
Cuando se enteraron de que Perón había puesto a Cafiero
en medio de la conferencia de prensa, desplazando a López
Rega, Rucci y Miguel tocaron el cielo con las manos. Estaban
en Buenos Aires, y decidieron volar a Madrid para cerrar una
operación política que era apoyada por sindicalistas, empresa-
rios y militares.
Frente al avance de Rucci, Miguel y Cafiero, el Delegado
jugó sus fichas para defenderse y derrotar a sus enemigos.
Cámpora reunió a los periodistas y aseguró que las Fuerzas
Armadas debían aceptar el plan de 10 Puntos sin cambiar una
coma, sabiendo que esa opinión no reflejaba la estrategia del
General. Perón estaba dispuesto a negociar con Lanusse, y las
declaraciones públicas de su Delegado abrían una fisura que
podía beneficiar al régimen. A Cámpora no le importó: estaban
a punto de cocinarlo, y no quería caer sin luchar. Había puesto
mucho, y ahora veía como Rucci, Miguel y Cafiero llegaban
para cobrar el premio mayor.
La respuesta institucional a Cámpora no se hizo esperar. En
Río Santiago, el jefe de la Armada, almirante Carlos Guido Natal
Coda, marcó la cancha al General y a su Delegado. «La concordia
nacional exige un sacrificio de todos, que será inútil si se preten-
de soslayar a las Fuerzas Armadas y a la responsabilidad que les
toca jugar en este proceso. No debe olvidarse que de ella partió la
iniciativa, y cabe ahora que todos se avengan a aquella invitación,
para reconstruir esta democracia», aseguró el almirante Coda.
Coda desnudó las diferencias que había con Perón y ex-
hibió una inédita cohesión en las Fuerzas Armadas que, hasta
ese momento, empujaban negociaciones secretas con Puerta
de Hierro para obtener ventajas durante la transición democrá-
tica. El almirante reiteró que la Junta Militar era protagonista
del proceso político y que los eventuales acuerdos no incluían
una ley de amnistía o conmutación de penas a guerrilleros.

212
Fue una senal clara al General: podía regresar a Buenos
Aires y recuperar el poder,a través de un vicario, pero la agenda
política pertenecía a la Junta Militar, por lo menos hasta marzo
de 1973.
Tras el discurso de Coda, en un ensayado minué, Gelbard
apareció en los medios avalando los 10 Puntos. «Es una con-
tribución importante para lograr la conciliación nacional y el
afianzamiento del proceso de institucionalización», aseguró.
Gelbard no quería a Cámpora como candidato y era funcional
a todos los conspiradores del momento. Al empresario comu-
nista no le importaba si usaban uniforme, corbata o campera
de cuero. Pretendía un lugar en el escenario, y peleaba de
noche y de día.
Lanusse conocía los crujidos internos del peronismo y avan-
zaba por los flancos para obtener ventajas políticas. Su opera-
dor en los medios, el periodista Edgardo Sajón, entregó en la
sala de prensa de Balcarce 50 un documento comparativo entre
las propuestas de la dictadura militar y los 10 puntos redactados
por Perón.
Las coincidencias eran importantes, y las diferencias esta-
ban únicamente en el texto. Tanto Perón como Lanusse no
querían perdonar a los guerrilleros, y ambos coincidían en
usar a las Fuerzas Armadas para reprimir a las Formaciones
Especiales, si continuaban operando durante el futuro gobier-
no democrático. El General y el dictador coincidían, pero se
negaban a un mutuo reconocimiento que hubiera significado
cierta señal de debilidad. Por eso, Perón no desautorizaba las
declaraciones de Cámpora, y Lanusse se mostraba infranquea-
ble ante las propuestas que llegaban desde Puerta de Hierro.
—Juan Domingo Perón exigió la renuncia del ministro Mor
Roig en su plan de los 10 Puntos. ¿Usted qué piensa? —le pre-
guntó un periodista a Lanusse.
—Su permanencia o alejamiento depende exclusivamente
de las necesidades del gobierno y de su disposición personal,

2132
y nada tiene que ver con los reclamos de Perón —contestó el
dictador.
Mor Roig se había transformado en el blanco móvil del
General, porque su papel era clave en la estrategia política de
la Revolución Argentina. El ministro del Interior conspiraba
a favor de Balbín y había propuesto la cláusula de residencia
y la elección presidencial con segunda vuelta. Perón quería
desbarrancarlo para debilitar a Lanusse, y Lanusse ya había
acordado con Mor Roig su renuncia, si servía para evitar que
Perón regresara a Buenos Aires y al poder.
Mientras Perón y Lanusse medían fuerzas, en Washing-
ton se redactaba un nuevo boletín de la Agencia Central de
Inteligencia (CIA) que trataba de explicar la situación po-
lítica en Buenos Aires. Fechado el 7 de octubre de 1972, el
boletín secreto describía los aspectos básicos del Plan de los
10 Puntos, comentaba las coincidencias programáticas que
existían entre Puerta de Hierro y la Casa Rosada, y se mos-
traba cauteloso respecto a un eventual acuerdo avalado por
Perón y Lanusse.
«Los militares y los peronistas han sido incapaces de re-
conciliar sus diferencias en los diecisiete años que siguieron al
derrocamiento de Perón y, al margen de las señales positivas
que se observan hoy, es improbable que un acuerdo pueda
ser rápidamente alcanzado. Hay, de todas maneras, un fuerte
deseo en ambas partes de superar sus diferencias y de termi-
nar una sucesión de débiles gobiernos civiles con períodos de
dictaduras militares que ha caracterizado la política argentina
desde 1955», describió el boletín 41 de la CIA, que era enviado
a la Casa Blanca y el Departamento de Estado.
El 8 de octubre de 1972, en medio de esta compleja situa-
ción política, Perón cumplió 77 años. En la fiesta estaban Rucci,
Miguel, Cafiero, Abal Medina y los periodistas Enrique Llamas
de Madariaga, Sergio Villarroel y Marcos Diskin, entre otros
invitados especiales. López Rega hizo de portero y echó a los

214
colados, mientras que Isabelita no dejaba de sonreír y servía
unos extraños bocaditos de gusto indescifrable.
Cafiero fue el único que cantó entera La Marchita, Rucci lu-
ció una corbata con los colores de San Lorenzo y Abal Medina
obsequió al General un Cristo de Madera, antes de quedarse a
cargo del control de todos los regalos. «Cuídelos, para que na-
die cambie las tarjetitas o se deje tentar», pidió Perón antes de
ordenar una vuelta de coñac Soberano, comprado por Miguel
en el centro de Madrid.
El General estaba de excelente humor, contaba anécdotas
y hablaba maravillas de un Torino sport plateado, con asientos
de cuero, que le habían regalado unos sindicalistas. Al final,
soplaron las velitas, y Perón pidió el deseo que todos imagina-
ban. Ya eran 17 años de exilio.
Frente al General, distendido y festejando su cumpleaños
en España, apareció Lanusse en Argentina exhibiendo una
imagen conciliadora. El dictador no perdía el tono patricio,
pero ya estaba lejos de su discurso irritante y abrasivo.
«Creo, sigo creyendo, que en la medida en que nos resulte
posible llevar adelante la institucionalización del país, también
con Perón y con el justicialismo, más sólidos serán los resulta-
dos. Que quede claro: digo también con Perón y el justicialis-
mo, de ninguna manera por y para el justicialismo y Perón»,
aseguró Lanusse a 200 oficiales de la Armada, que escucharon
su proclama en la cubierta del portaaviones 25 de Mayo.
El discurso de Lanusse fue recibido con interés en Puerta
de Hierro. Perón decidió bajar los niveles de exposición públi-
ca y se refugió en soledad para escribir su mensaje recordando
al 17 de octubre de 1945. Cuando terminó de ajustar sus ideas,
se reunió con Cámpora para definir los próximos pasos políti-
cos. Los dos, solos, acordaron que había que atrasar el regreso
a Buenos Aires hasta la respuesta oficial a las 10 Puntos, y de-
cidieron que el mensaje del 17 de octubre debía provocar un
golpe de efecto en la opinión pública.

215
Entonces, si obtenía los fondos y el respaldo editorial, Cám-
pora tenía que publicar el discurso de Perón en los principales
diarios y obtener un espacio de televisión en la noche del 17 de
octubre de 1972. El Delegado jamás había pisado un estudio de
televisión, y ahora el General le ordenaba que enfrentara las
cámaras y leyera un mensaje que sería clave para la transición
democrática.
Con las órdenes precisas de Perón, Cámpora inició el re-
torno a Buenos Aires. Sabía que Rucci y Lorenzo Miguel lo
estaban cocinando y que Cafiero encabezaba la lista de los can-
didatos a presidente.
En la intimidad de Puerta de Hierro, el General no hacía
distinciones entre Cámpora y Cafiero: solo se trataba de eje-
cutar una estrategia que permitiera su regreso con gloria a la
Argentina. Sin embargo, el General desconfiaba de Cafiero y
de sus pretensiones de juego propio.
Perón aún tenía tiempo para elegir, aunque ya sabía que
las Formaciones Especiales eran un dispositivo de presión que
debía desconectar sin dilaciones. Galimberti y sus guerrilleros
urbanos eran una pieza que empezaba a preocuparlo, en un
escenario de eventual acuerdo con las Fuerzas Armadas. Perón
no quería la revolución socialista, solo pretendía recuperar el
Balcón de la Plaza de Mayo y quedar para siempre en la historia
argentina.
El sueño íntimo del General contrastaba con la realidad
política. Los Montoneros y la JP avanzaban en su proyecto de
poder, rodeaban a Cámpora y ya intuían que Perón usaba sus
armas y su capacidad de movilización simplemente para acotar
las expectativas de Lanusse y las Fuerzas Armadas. Era el próxi-
mo conflicto político: Perón llegaba a Buenos Aires y trataría
de desconectar a las Formaciones Especiales, un plan resistido
por Cámpora y Galimberti. Sin los guerrilleros, ambos queda-
ban a merced de los militares y la burocracia sindical.
Una mañana, para evitar los cuchicheos de López Rega,

216
Perón fue hasta las oficinas que Jorge Antonio tenía en el cen-
tro de Madrid. Estaba prevista al mediodía una reunión con
cincuenta cuadros montoneros, y el General quería conocer su
opinión sobre el futuro de las organizaciones armadas, a pocas
semanas de su regreso a Buenos Aires.
—Usted le promete muchas cosas a estos muchachos y
después va ser difícil cumplirles. Cuando usted vuelva al país
estos muchachos van a querer mandar —le comentó Antonio
al General, preocupado por la voracidad de las Formaciones
Especiales.
—Cuando lleguemos a la Argentina, si estos muchachos se
ponen duros, yo voy a darles un vaso de agua, micrófono, les
hablaré y les diré que se vayan a su casa tranquilos y me dejen
gobernar. Y quédese tranquilo que van a cumplir.
Antonio no quedó convencido de las explicaciones. Convi-
vía con los cuadros de las organizaciones armadas y sabía sobre
sus pretensiones. No cuestionaban al General, pero pretendían
heredar la conducción del Movimiento Nacional Justicialista.
Al empresario le sorprendía la escasa paciencia de los líderes
guerrilleros y su inagotable capacidad de organizar operacio-
nes contra Lanusse y la burocracia sindical.
Perón no solo habló con Jorge Antonio sobre la guerrilla
urbana. Fue un tema que también trató con Rucci, después
de su fiesta de cumpleaños, porque el jefe de la CGT estaba
preocupado por la presión que ejercían las Formaciones Espe-
ciales. A Rucci le molestaba que los cuadros guerrilleros afirma-
ran que era un traidor, y no entendía por qué Miguel trataba
de acercar posiciones con Galimberti, en los almuerzos que
organizaba Cafiero en sus oficinas de la Ferretería Francesa.
El jefe de la CGT aceptaba con reservas la táctica del Gene-
ral sobre las organizaciones armadas, y pretendía que se limita-
ra su campo de acción y su influencia en un eventual mandato
justicialista. Rucci temía que si el General no llegaba a la pre-
sidencia, los Montoneros se quedaran con el poder real en un

217
gobierno peronista. El líder justicialista, como hizo con Jorge
Antonio, tranquilizó a su leal dirigente metalúrgico.
«Algunos muchachos están muy pegados a los fierros. Es
que nos obligaron a pelear; y cuando nos atacan, tenemos que
defendernos», explicó Perón a Funes, una tarde en Puerta de
Hierro, cuando le comentó su encuentro con Rucci. Los dos
estaban solos y aguardaban una señal de la dictadura sobre los
10 Puntos. Esa propuesta, si funcionaba, restaba poder a las
Formaciones Especiales y establecía un acuerdo que implicaba
el desplazamiento de Cámpora y el crecimiento político de
Cafiero y Rucci.
—Y cuando usted regrese, ¿qué pasará? —preguntó Funes.
—Los campesinos dejan el arado para tomar el fusil, pero
cuando llega la paz, no es fácil convencerlos que dejen el fusil
y tomen nuevamente el arado —contestó Perón.
—¿Usted está preocupado? —insistió Funes.
—Un buen combatiente puede merecer honores, pero esto
no garantiza que sea un buen legislador o un eficiente admi-
nistrador. Es más fácil ir de la paz a la guerra, que de la guerra
a la paz —replicó, elíptico, el General.
Cámpora aterrizó en Buenos Aires con órdenes precisas
de Perón. El Delegado tenía que encontrarse con la Junta de
Comandantes para explicar que la transición debía apoyarse
en el Plan de 10 Puntos. No había caminos alternativos, ni
intermediarios civiles. Era Cámpora reunido con los jefes de
las Fuerzas Armadas para diseñar una agenda que concluiría
en una ceremonia oficial protagonizada por Perón y Lanusse,
adonde se firmaría un Plan de Pacificación de la Argentina.
El dictador impugnó la propuesta del General. No aceptaba
imposiciones de Madrid, no quería que Cámpora se entrevis-
tara con la Junta de Comandantes y rechazaba la eventual can-
didatura presidencial de Perón. Lanusse quería una retirada
honrosa y ordenada, y la pretensión de Cámpora parecía un
ultimátum previo a la rendición incondicional de las Fuerzas

218
Armadas. El dictador aún creía que Perón no regresaba, que
el candidato radical Ricardo Balbín podía derrotar al justicia-
lismo y que las Formaciones Especiales eran una banda de fo-
rajidos que se podía controlar desde los cuarteles.
La reticencia de Lanusse llegó a los oídos de Perón. Sin
embargo, el General dejó que Cámpora exigiera la audiencia
a la Junta de Comandantes, sabiendo que fracasaría por orden
del dictador, y aprovechó su acceso directo a la Radio Televisión
Italiana (RAI) para amenazar al régimen con las organizacio-
nes armadas y una eventual tragedia nacional.
— ¿Hay posibilidades de una guerra civil? —preguntó el pe-
riodista italiano Gino Nebiolo, durante una entrevista emitida
el 14 de octubre de 1972.
—Si observamos la situación, vemos que ese peligro existe.
En la Argentina ha habido una violenta represión por parte de
la dictadura militar, que se concreta en una constante persecu-
ción —contestó Perón.
—¿Como lo que sucedió en Trelew?
—Eso fue una masacre. Estos hechos no favorecen cierta-
mente a la pacificación a que todos aspiramos, sino que nos im-
pelen precisamente hacia una guerra civil —sostuvo el General,
en su primer repudio al asesinato de los 16 presos políticos en
la base Almirante Zar.
—¿Cuál es el papel de la juventud?
—La juventud, que como ocurre en todos lados reacciona
violentamente, ha comenzado hace poco una guerra revolucio-
naria, como la llaman ahora, con acciones de naturaleza diver-
sa. La violencia del pueblo la provoca la violencia del gobierno.
Este es el panorama de la República Argentina.
El General tenía una relación privilegiada con la Radio Te-
levisión Italiana (RAD), a través de su director Giancarlo Elia
Valori. En la Argentina, los medios eran censurados por Lanus-
se y en España por Franco, consolidando así un cepo informa-
tivo que maniataba la comunicación pública entre Perón y la

219
militancia justicialista. Para evitar este cepo, el General hacía
declaraciones a los medios italianos, negociaba su difusión con
las agencias internacionales de noticias y aguardaba que los
diarios argentinos publicaran una mínima parte de sus opinio-
nes. Esa mínima parte alcanzaba para condicionar al régimen
y mantener en pie la idea del regreso.
El reportaje de Perón a la RAI provocó diferentes lecturas
políticas. Lanusse ratificó su decisión de prohibir los contactos
de la Junta de Comandantes con Cámpora, Galimberti y las
Formaciones Especiales entendieron que su protagonismo otra
vez crecía y la embajada de España en Buenos Aires asumió
que era una prueba más de la reticencia del General a regresar
desde Madrid.
«Por el momento, el general Perón no tiene la intención
de volver a su patria, a pesar de que Cámpora haya fijado la
fecha del 31 de diciembre (de 1972) como tope para el re-
greso. El interrogante del retorno sigue, pues, subordinado
a la posibilidad de un previo acuerdo», escribió el embajador
español De Erice en su nota informativa 600, fechada el 15 de
octubre de 1972. Para De Erice, muy visitado por funcionarios
de Lanusse, la vuelta del General jamás sucedería y el Pacto de
10 Puntos era una cortina de humo que ocultaba su decisión
de morir en Madrid.
El martes 17 de octubre, Cámpora debutó en un canal de
televisión. Por orden del General leyó su mensaje recordando
la fecha épica más importante del peronismo. Y un día más tar-
de, en los diarios vespertinos que se editaban en Buenos Aires,
se publicaron las solicitadas con el texto que Perón había escri-
to en Puerta de Hierro. El mensaje desde Madrid no permitía
una doble lectura, ni siquiera una simple especulación política:
el General anunciaba su regreso, y aseguraba que la transición
democrática solo dependía de sus decisiones personales.
«Hasta ahora, dada la situación imperante, he considera-
do innecesaria mi presencia allí, ya que no habría podido ser

220
de ninguna utilidad práctica. Tampoco he querido ceder a las
presiones extrañas, ya qué solo a mí corresponde la resolución
de hacerlo cuando lo considere necesario. Pasadas esas cir-
cunstancias y avecinados los momentos decisivos, he resuelto
regresar al país. Lo haré a la brevedad posible, y cuando el
Comando Táctico del Movimiento me lo indique como opor
tuno. Al hacerlo deseo que los compañeros de todo el país lo
tomen como un gesto de paz y así procedan. Las circunstancias
decidirán luego sobre la conducta de todos», aseguró Perón en
su mensaje, recordando el 17 de octubre de 1945.
El 19 de octubre de 1972, Lanusse se reunió con Mor Roig
para analizar las próximas etapas de la transición democrática.
El dictador y su ministro del Interior seguían pensando que
Perón no regresaba y que la mejor estrategia era postergar la
negociación de los 10 Puntos para desgastar a Cámpora, forta-
lecer a Balbín y abrir un canal de negociación con los dirigen-
tes justicialistas que rechazaban las Formaciones Especiales y
el protagonismo del Delegado.
Cámpora aprovechó la lectura miope que hicieron Lanusse
y Roig sobre la coyuntura política y envió a los medios un co-
municado anunciando que descartaba la reunión con Roig y
reivindicaba la propuesta pacificadora de Perón. «El Movimiento
Nacional Justicialista deja bien aclarado que está dispuesto a de-
batirlo (el Plan de 10 Puntos) en el alto nivel a que fue dirigido,
esto es, ante las propias Fuerzas Armadas sobre las que pesa una
indelegable responsabilidad histórica frente a la emergencia que
vive el país», escribió Cámpora con autorización de Perón.
El comunicado de Cámpora tenía una lógica implacable.
Si las Fuerzas Armadas detentaban el poder de la Argentina, y
Perón representaba a la voluntad popular, el único camino a
la pacificación y a la democracia era acordar un plan político
entre los principales protagonistas del país. Si el régimen se ne-
gaba, pese a los gestos del General, Lanusse sería responsable
de una eventual tragedia política. Cámpora, bajo las órdenes

Za
de Perón, alertaba que el regreso ya estaba definido y que el
justicialismo avanzaba sobre la Casa Rosada sin prisa ni pausa.
La miopía de Lanusse no contagió a la perspectiva política
que tenía la dictadura de Franco sobre la estrategia diseñada por
Perón en Puerta de Hierro. «Menudean cada vez más las noti-
cias según las cuales el general Perón está dispuesto a regresar
a la República Argentina. Deseo señalarte la conveniencia de
que este ministerio reciba información sobre el posible cum-
plimiento de ese propósito con la mayor antelación posible. En
este sentido, los funcionarios de policía encargados de su custo-
dia podrían hacerle saber, mediante la persona con la que ellos
mantengan contacto habitual, la necesidad de que informe con
anticipación sobre sus planes de viaje. Supongo que esta persona
será el secretario del general Perón, senor López Rega», solici-
tó Fernando Porrero de Chavarri, funcionario de la Cancillería
española a Eduardo Blanco, director general de Seguridad de
Franco, en una comunicación secreta del 19 de octubre de 1972.
Mientras el General enviaba al frente a Cámpora, desplega-
ba en paralelo una negociación secreta a través de Jorge Osin-
de; un oscuro teniente coronel que resistía al Delegado. Osinde
se encontró con el general Luis Betti, el contralmirante Emilio
Massera y el brigadier Carlos López, secretarios de la Junta de
Comandantes, y anunció que tenía el mandato de encarrilar
nuevamente las negociaciones con el régimen militar. El envia-
do secreto de Perón ofreció a los secretarios castrenses disolver
las Formaciones Especiales y bloquear una posible amnistía a
los guerrilleros, dos condiciones básicas que exigían las Fuerzas
Armadas para un cerrar un programa de pacificación nacional.
Betti, Massera y López escucharon a Osinde y rechazaron
la oferta. No sabían con certeza si se trataba de una nueva
maniobra de Perón, o el comienzo de una negociación que
podía terminar con Cámpora, Galimberti y las organizaciones
armadas. Compartían con Osinde la ideología y la resistencia
a las Formaciones Especiales, pero Lanusse desconfiaba del

2:22
General y había ordenado a los secretarios militares clausurar
todas las negociaciones secretas hasta nuevo aviso.
Frente a la negativa de Lanusse, Perón regresó a su conoci-
da táctica de amenazar a la dictadura con una eventual guerra
civil por la negligencia política de las Fuerzas Armadas. El Ge-
neral, otra vez, usaba a los medios italianos para marcarle el
paso a Lanusse y a la Junta de Comandantes.
—En el momento actual, ¿la Argentina está más cercana
a un acuerdo o a la guerra civil? —preguntó Luigi Romersa,
periodista de /1 Resto del Carlino, un diario editado en la ciudad
de Bolonia.
—Todo depende de las soluciones que adopte la Junta Mili-
tar, cuyo poder es absoluto. Contra la dictadura está el pueblo
que no acepta más humillaciones, ni más abusos. Esta es la ra-
zón por la que crecen la violencia, la crisis y el desorden. Si los
actuales gobernantes tratan de sofocar una vez más la voluntad
popular, no habrá más tiempo para solucionar pacíficamente
nuestros asuntos. En tal caso, perdurando el desastre no se
podrá oponer más que la violencia —advirtió Perón.
—Con frecuencia se dice que el peronismo es aliado de los
comunistas y con otros movimientos de izquierda. ¿Es verdad?
—El peronismo no tiene alianzas políticas particulares. Más
aún, no está aliado con nadie. En nuestro país, sin embargo,
dado que el gobierno militar ha actuado de modo particular-
mente violento, todos los grupos de oposición, exasperados,
han hecho frente común, creando organizaciones armadas y
hasta terroristas con el objeto de defenderse. También entre
nosotros, en esta circunstancia, vale el dicho de que el enemigo
de nuestro enemigo puede llegar a ser nuestro amigo. Noso-
tros, sin embargo, queremos un sistema social que nada tiene
que ver con el de los comunistas.
Las respuestas de Perón, publicadas el 21 de octubre de
1972, exhibían su estrategia futura. Si el régimen no aceptaba
los 10 Puntos, las Formaciones Especiales junto con otras orga-

223
nizaciones armadas, voltearían a Lanusse para llegar al poder. Y
respecto a los Montoneros, que el General caracterizaba como
comunistas, su mensaje era simple y claro: cuando se recupera-
ba el poder, las armas se guardaban y todo el Movimiento apo-
yaba el Pacto Social, un acuerdo de empresarios y trabajadores
firmado por Gelbard y Rucci.
El 25 de octubre de 1972, la dictadura sepultó el Plan de
10 Puntos. En un extenso dictamen, desarrollado en doce ca-
pítulos distintos, Mor Roig rechazó la propuesta del General,
reiteró que las Fuerzas Armadas iban a conducir el proceso
hasta las elecciones presidenciales y aseguró que los militares
no se quedarían en los cuarteles ante la amenaza de las orga-
nizaciones guerrilleras.
La respuesta de la dictadura no sorprendió a Perón. El Ge-
neral ya sabía que Lanusse había optado por patear el tablero
antes de aceptar una propuesta diseñada y escrita en Puerta
de Hierro. Sin acuerdo a la vista, a Perón no le quedaba otro
camino que lanzar nuevamente a las Formaciones Especiales,
respaldar a Cámpora y preparar las valijas. Estaba cansado y
hubiera preferido otro desenlace político. Pero Lanusse for-
zaba el paso, y ya no era momento de presentar posiciones
cautelosas, aunque los tobillos se hincharan a la mañana, la
vejiga molestara al mediodía y la siesta fuera el único recurso
para recuperar la voluntad política.
«Vi que el senor Juan Domingo Perón, después de un día
un poco ajetreado o de una reunión un poco prolongada, per-
día su habilidad mental o su rapidez mental mejor dicho, y se
notaba que se le aflojaban un poco los músculos del rostro y
de la boca, y dejaba la sensación de fatiga y de cansancio. Creo
que realmente no tenía más de dos o tres horas bien lúcidas por
día», describió el embajador argentino en España, brigadier
Rojas Silveyra, en un memo confidencial enviado a Lanusse.
En ese informe, el embajador también recomendaba que se
retardara la convocatoria de elecciones nacionales hasta 1974,

224
Foro: Archivo General de la Nación /AGN.

Juan Domingo Perón jura como Presidente por segunda vez, el 4 de junio
de 1952. A su lado está Evita, consumida por el cáncer. Su muerte afectó a
Perón, que perdió voluntad de poder.

Foro: Archivo General de la Nación/AGN.

Navidad de 1955. Juan Domingo Perón con las compañeras de Isabelita que
bailaban en el cabaret Happy Land.
Foro: Mario Paganetti.

0,

Panamá, 1955.
Isabel Perón en la
0

barra del cabaret


Happy Land,
donde trabajaba
a los órdenes del
mafioso
Joe Harold.
Semanas más tarde
conocería a Juan
Domingo Perón,
durante una fiesta
en la playa.

Foro: Mario Paganetu.

Almirante Isaac
Rojas. Ideólogo del
antiperonismo en
la Argentina. Junto
al general Pedro
Eugenio Aramburu,
líder de la Revolución
Libertadora, fue
responsable de los
fusilamientos en 1956.
Santo Domingo, 1958. En el exilio, Juan Domingo Perón se reencontró con
Roberto Galán y su esposa, que manejaban un mercado. El matrimonio
Galán enseñó modales a Isabelita, que ya convivía con Perón.

A rr ' AGN.

ción

Foto:
Archivo
la
de
General
Na

NI Juan Domingo Perón en


1)
Q
m1)
la quinta 17 de Octubre,
1)
ubicada en Puerta de Hierro,
cerca de Madrid. Allí estuvo
exilado más de 10 años, y
hacia allí peregrinaron los
principales actores de la
política nacional.
Foro: Archivo General de la Nación/AGN.

Puerta de
Hierro,
España.
Isabelita,
meses después
de casarse con
Juan Domingo
Perón.
Dormían
en cuartos
separados,
y Perón
consintió todos
sus caprichos,
incluido José
López Rega.

En Puerta de Hierro, Juan Domingo Perón e Isabelita leen sobre la caída


de Arturo Frondizi. Pueblo era un diario vespertino editado por sindicatos
franquistas que Perón compraba en su exilio de Madrid.
Foro: Archivo General de la Nación/AGN.

Juan Domingo
Perón, Isabelita
y su caniche
Puchi paseando
por Puerta
de Hierro.
Al General
le encantaba
caminar y
proteger las
plantas de su
jardín, que
extranó cuando
se instaló en
Gaspar Campos.

Foto: Archivo General de la Nación/AGN.

A
Y
0 il 'Í '
"A ' / " 11 /
p 0 e

Teatro de la Reina Victoria, noviembre de 1964. Juan Domingo Perón,


Isabelita, Delia Parodi y Jorge Antonio, confesor del General. Antonio
protegió a nazis en la Argentina y financió a Perón en Madrid.
2 de diciembre de 1964, Río de Janeiro.
Juan Domingo Perón baja detenido del
avión que iba a Buenos Aires. Adelante
suyo, está El Lobo Augusto Vandor, su
enemigo íntimo. El General no lamentó
su muerte.

San Juan, 1965. Isabelita viajó


a San Juan, por orden de Juan
Domingo Perón, para frenar
la ofensiva interna de Augusto
Timoteo Vandor, que pretendía
Nación/AGN.
la
de
General
Archivo
Foro: desplazar al General. Isabelita
ganó la pulseada.

/AGN.
Foro:
la
de
General
Archivo
Nación
Foro: Archivo General de la Nación /AGN.
ES = > o or

Dictador Juan Carlos Onganía. Derrocó a Arturo Illia e impuso un régimen


conservador y ultracatólico. Ordenó la Noche de los Bastones Largos y cayó
por su plan de ajuste económico y el Cordobazo.

Foro: Archivo General de la Nación /AGN.

e

A Y 28 de junio
| de 1966, Plaza
de Mayo. El
i presidente
p Arturo Illia
abandona la
Casa Rosada,
tras el golpe
de estado de
las Fuerzas
Armadas que
respaldó Juan
Domingo
Perón desde
Madrid.
Foro: Archivo General de la Nación /AGN.

Puerta de Hierro. Juan


Domingo Perón yJosé López
Rega, el valet que llegó
a manejar la agenda del
General. Perón estableció con
López Rega una intrincada
relación que, al final,
benefició al Brujo.

Nación/AGN.
la
de
General
Archivo
Foro:

Noviembre de 1967. Juan Domingo Perón, Isabelita y José López Rega


caminado por las calles de París. Perón había viajado a la capital francesa
para encontrarse con el general Charles de Gaulle.
Foto: Archivo General de la Nación /AGN.

A
Puerta de Hierro, Madrid. Juan Domingo Perón flanqueado por José López
Rega y Daniel Paladino, un delegado que cayó en desgracia por negociar
con la dictadura militar a espaldas del General.

Elia
ancarlo
Valori.
13 de marzo de 1972,
ARE
10 Puerta de Hierro. Juan
Domingo Perón recibe
a Arturo Frondizi, para
iniciar un acuerdo político.
De espaldas, José López
Rega, que grabó la reunión
y luego vendió la cinta en
Foro:
Archivo
personal «illa ¿A me MU París.
de
SS

Valor
Elia
Gian
pers
Arch
Foro

Puerta de Hierro. Juan Domingo Perón y Giancarlo Elia Valori, un amigo


clave del General para organizar su regreso a Buenos Aires desde Roma.
Era respetado por Isabelita y odiado por José López Rega.

Foro: Archivo General


de la Nación/AGN.

Dictador Alejandro Agustín Lanusse.


Afirmó que Juan Domingo Perón no
volvía a la Argentina, y sonó con su
candidatura a Presidente. Odiaba al
General, y siempre pensó que ganaría
la pulseada política.
Foro:
Archivo
la
de
General
Nación/AGN.

8 de octubre de 1972. Isabelita y Juan Domingo Perón en Puerta de


Hierro. El General festejaba su último cumpleaños en el exilio, y los
sindicalistas le regalaron un Torino coupé fuera de serie.
Foro: Archivo personal Giancarlo Elia Valori.

22 de agosto
de 1972,
Puerta de
Hierro. Juan
Domingo
Perón con José
López Rega
y Giancarlo
Elia Valori,
el día de la
Masacre de
Trelew. Perón
se enteró
temprano de
la Masacre,
y decidió no
Opinar.

Foto: Archivo General de la Nación /AGN.

INaANa
8 AJO

17 de noviembre de 1972. Isabelita baja del charter que trajo a Juan


Domingo Perón y su comitiva desde Roma. Llovía. La dictadura prohibió
que los militantes llegaran a Ezeiza.
Foro: Gentileza Instituto Juan Perón.

Fiumicino, 16 de noviembre de 1972. Antes de embarcar, Juan


Domingo Perón y Héctor Cámpora sonríen a la cámara. El
General estaba feliz, y el Delegado en la gloria. Se terminaba el
exilio de Perón.

Foro: Archivo General de la Nación /AGN.

17 de noviembre de 1972. Militantes peronistas marchan a Ezeiza para


recibir al General, tras 17 años de exilio. La dictadura prohibió los
accesos, y reprimió con saña a los manifestantes.
Perón
Juan
Insti
Genti
Foro:

19 de noviembre de 1972. Militantes en Gaspar Campos 1065, esperan


que salga Juan Domingo Perón. Fue una fiesta espontánea y sin
antecedentes históricos, que sorprendió al General y su entorno.

Foro: Mario Paganett.

Enemigos íntimos.
Galimberti, Brito Lima y
Osinde, tres escuderos de
Perón que usaron su poder
para escalar posiciones.
Se odiaban sin disimulo, y
fueron protagonistas del
regreso del General.
Foro: Gentileza Instituto Juan Perón.

A
be UN
14

dl

Vicente López, 20 de noviembre de 1972. En el restaurante Nino, Juan


Domingo Perón, Héctor Cámpora, José López Rega y Antonio Cafiero, que
aún sonaba con la candidatura presidencial.

Foro: Archivo General de la Nación/AGN.

21 de noviembre de 1972.
Juan Domingo Perón
despide a Ricardo Balbín
de Gaspar Campos.
Enemigos históricos, se
reunieron para sellar la
paz y negociar un acuerdo
inédito en el país. No
hubo final feliz.
Foro: Gentileza Instituto Juan Perón.

25 de noviembre de 1972. Juan Domingo Perón, junto a Juan Manuel Abal


Medina y Héctor Cámpora, contesta a periodistas en el restaurante Nino,
un escenario clave en su regreso a la Argentina.

Foro: Archivo General de la Nación/AGN.

Gaspar Campos, 9 de diciembre de 1972. Juan Domingo Perón y Héctor


Cámpora con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, liderado por
Carlos Mugica. El General apoyó a Mugica y su trabajo en las villas.
porque suponía que el General no viviría más allá de ese año.
Lanusse tenía otros tiempos políticos, y descartó la opinión
de su embajador en Madrid. Lanusse pensaba que Perón no
regresaba y que Balbín triunfaría en una segunda vuelta con los
votos de toda la oposición al justicialismo. Por eso, dispuso que
los comicios presidenciales fueran en marzo de 1973.
La salud y el estado anímico del General era un secreto de
Estado. Meses antes de regresar a Buenos Aires, Perón había
disminuido sus caminatas por Puerta de Hierro y las salidas a
la confitería California y al Paseo del Prado. Estaba cansado,
irritado y molesto por las circunstancias políticas: sabía que las
Formaciones Especiales tenían su propia estrategia, asumía la
mediocridad de Cámpora y desconfiaba de Cafiero y sus inten-
ciones personales. Ese controvertido escenario, lo empujaba a
ejercer el poder y ocupar la presidencia de la Nación. Una po-
sibilidad que resistía, pese a los embates, consejos y sugerencias
de Isabelita y López Rega.
Las dudas del General no atenuaban los preparativos del
regreso. Sin posibilidades de obtener un acuerdo con la dic-
tadura, Perón ajustaba su retorno y decidía su ofensiva sobre
Lanusse y la Junta de Comandantes, que apenas respondían
con una mínima acción psicológica desplegada en España. La-
nusse estaba acorralado y usaba a los funcionarios argentinos
en el exterior para describir una sucesión de hechos que solo
existían en su imaginación política.
«La embajada argentina en Madrid más bien piensa que
hoy por hoy predominan en el ánimo de Perón los partidarios
de que no viaje, en quienes el general Perón y sobre todo su
esposa tienden a confiar, por el temor personal que este viaje
les produce. También esta es la actitud reflejada por los perio-
distas más próximos a Puerta de Hierro. Creen que hay una
fuerte pugna entre los peronistas que reclaman el viaje y los que
aconsejan que no se efectúe. De ganar estos últimos la partida,
es muy probable la sustitución del Dr. Cámpora como actual

225
representante de Perón en la República Argentina», aseguraba
con fecha del 25 de octubre de 1972, la nota informativa 311
del Ministerio de Asuntos Exteriores de España.
La Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos
(CIA) tenía otra perspectiva respecto al eventual regreso del
General. A diferencia de los servicios de informaciones de
Franco, que escribían memos reservados con las infidencias del
embajador argentino Rojas Silveyra, los espías norteamericanos
basaban sus reportes en contactos que mantenían con políticos
peronistas y miembros del Ejército y la Marina.
«La cuestión de si regresará a la Argentina el ex dictador
Juan Perón está tapando toda otra especulación política en
Buenos Aires, incluyendo las próximas elecciones», aseguraba
el Sumario Semanal de la CIA, enviado a la Casa Blanca el 27
de octubre de 1972. La publicación secreta, número de registro
0393/72, estaba ilustrada con un afiche de Eva y reproducía un
dato que no había circulado en Buenos Aires.
«Perón llegaría acompañado por líderes peronistas así
como también por el cuerpo embalsamado de su segunda es-
posa, Eva. El retorno de la amada Evita, preservada con un mé-
todo similar al usado con Lenin, podría provocar una reacción
emocional que muy bien disminuiría la importancia de la llega-
da de Perón a la escena», se aseguraba en el dossier de la CIA.
El General finalmente descartó mover el cadáver de Evita.
Temía un atentado en el avión y decidió que los restos de su
segunda esposa continuaran depositados en Puerta de Hierro.
Ya habría tiempo de realizar un funeral con honores y un de-
sagravio popular al ícono perpetuo del Movimiento Nacional
Justicialista.
Evita se quedaba en Madrid, mientras Perón agotaba su vida
yendo a Buenos Aires.
Volvía para hacer historia, tomarse revancha, recuperar el
poder.

226
CAPÍTULO 8
Volvió

Esa mañana, 3 de noviembre de 1972, Juan Domingo Perón


desayunó temprano, paseó con los caniches y revisó la informa-
ción que llegaba vía télex desde Buenos Aires. Alejandro Agus-
tín Lanusse había montado una nueva operación de prensa
para asegurar que el General no volvería a Buenos Aires, y los
medios nacionales al compás del régimen ajustaban su discurso
a las necesidades del dictador. Semanas antes de ratificar su
regreso a la Argentina, Perón había declarado al periodista
francés Philip Nourry que aún no tenía definido abandonar
Madrid, frente al complejo panorama político que se observaba
desde Puerta de Hierro. Esa información fue desplegada en Le
Figaro, y trasmitida a la Casa Rosada desde París por los servicios
de inteligencia del Ejército. La declaración a Nourry era cierta,
pero había quedado desfasada en el tiempo, porque ya no se
ajustaba al nuevo cronograma político. El General pensó que
tenía otra oportunidad para castigar a Lanusse, y le ordenó
a José López Rega que desmintiera a Nourry y a Le Figaro, el
diario más antiguo de Francia.
«El general Juan Domingo Perón y nosotros, sus colabora-
dores, viajamos, y viajamos en este mes. La fecha exacta la dará
a conocer, como estaba previsto, el Comando Táctico», aseguró
López Rega a los periodistas.

297
—El diario francés Le Figaro publicó un reportaje a Perón
donde dice que no vuelve... —replicó un enviado especial a
Madrid.
—El periodista Philip Nourry no posee el necesario domi-
nio del idioma español e interpretó mal los conceptos vertidos
por el General durante la entrevista —contestó López Rega,
que ya oficiaba de vocero y asesor político.
Lanusse leyó las declaraciones y ordenó una respuesta pú-
blica. Estaba cansado de las chicanas y las picardías que Perón
inventaba en Madrid. Canal 13, a través de Telenoche, contactó
a Nourry y le hizo un largo reportaje telefónico. El periodista
francés hablaba español sin dificultad, y describió con detalles
su entrevista al General en la quinta 17 de Octubre.
Mientras Lanusse triunfaba en mínimas bataholas mediá-
ticas, Héctor Cámpora trabajaba noche y día para que Perón
derrotara al dictador en todos los frentes de la guerra. El De-
legado conocía los pormenores del fracaso de 1964, cuando
Perón encalló en Río de Janeiro y volvió vencido a Madrid, y
no quería repetir esa historia traumática. Se apoyaba en Jorge
Taiana, desconfiaba de José Ignacio Rucci, y usaba el poder de
las Formaciones Especiales para condicionar a Lanusse y a los
oficiales más gorilas del Ejército.
El doctor Taiana, médico personal del General, tenía un
amigo en la agencia de viajes Fairways que entendió las nece-
sidades de la Operación Retorno y desplegó negociaciones se-
cretas y simultáneas con Aerolíneas Argentinas, Iberia, British
Caledonian, Varig, Air France y Lan Chile. El operador turístico
de Fairways pedía cotización para la ruta Madrid-Buenos Aires,
y hacía silencio cuando al otro lado de la línea preguntaban
los nombres de los 150 pasajeros que viajarían juntos a España
solo por cuarenta y ocho horas, en un acontecimiento inédito
para la historia mundial de los vuelos comerciales.
Aerolíneas exigió la lista de pasajeros para cotizar un vuelo
de línea destinado a 150 turistas que pretendían viajar a Madrid

228
y regresar al día siguiente. La dictadura quería la nómina de
los pasajeros, una información clave para forzar masivas deser-
ciones en un tour internacional que significaba el regreso de
Perón, la agonía del régimen y la derrota política de Lanusse.
Durante dos semanas, Aerolíneas y la agencia Fairways jugaron
al gato y al ratón, hasta que Cámpora ordenó terminar con una
negociación que ya estaba terminada antes de empezar: jamás
Lanusse hubiera autorizado que Perón volviera con una nave
de Aerolíneas Argentinas.
Lan Chile se corrió en la primera llamada telefónica. Sal-
vador Allende apenas había reconstruido la relación política
con Lanusse, tras el asilo otorgado a los guerrilleros fugados
de Trelew, y no quería enfriar nuevamente los vínculos diplo-
máticos con Buenos Aires.
Air France se disculpó, y ni siquiera cotizó el vuelo. Iberia
exigió 75.000 dólares, para 208 pasajeros, y estableció una es-
cala en las Islas Canarias. British Caledonian solicitó 63.250
dólares para 145 pasajeros, y dispuso una escala en Freetown.
Varig, un poco más caro, calculó 75.000 dólares, una escala en
San Pablo y una nave con 155 asientos.
Todas las opciones eran válidas, pero todas tenían el mis-
mo problema: los pasajeros debían estar varados una semana
en Madrid, antes de regresar a Buenos Aires. Y esos siete días
implicaban un costo personal que muy pocos podían financiar.
Había que encontrar otro camino para que Perón no llegara
solo y desprotegido a Ezeiza.
Benito Llambí era un ex embajador peronista que tenía
una agenda de contactos que provocaba envidias y sospechas.
Llambi abrió la puerta de Alitalia y la posibilidad de un viaje
que conectara directo Buenos Aires-Roma-Buenos Aires. La
compañía italiana cotizó 61.000 dólares y adelantó que ponía
a disposición la nave que usaba habitualmente Paulo VI en
sus viajes internacionales. El círculo se cerró cuando Alitalia
informó que podía ofrecer un vuelo charter que acortaba la

229
estadía de los pasajeros en Roma y que facilitaba un plan de
pagos para comprar los tickets de avión.
Mientras Alitalia esperaba que Puerta de Hierro confirmara
su contratación, Cámpora llegó radiante a Madrid para des-
plegar ante el General las distintas formas de volver que había
diseñado, al margen de las facilidades que otorgaba la com-
pañía de aviación con sede en Roma. En Barajas fue rodeado
por una nube de periodistas que no salían del libreto oficial.
Preguntaban sobre el regreso de Perón y su seguridad perso-
nal. Era siempre la misma secuencia: si Cámpora ratificaba el
Operativo Retorno, los enviados especiales avanzaban con un
posible atentado al General y su comitiva, y si relativizaba el re-
greso, los periodistas querían saber por qué Perón se quedaba
exiliado en España.
El Delegado preparó su mejor sonrisa y contestó de me-
moria.
—¿Vuelve? —preguntaron los periodistas.
—No tengan dudas. Las cuestiones de fondo, vinculadas al
regreso, ya están perfectamente solucionadas.
—¿Tiene garantías sobre la seguridad de Perón? —insistie-
ron los periodistas.
—Perón contará con la mejor seguridad: su pueblo —ase-
guró Cámpora.
En Puerta de Hierro, el Delegado repasó con Perón un me-
morando reservado que tituló Operación Regreso. Se trataba
de un texto apretado y minucioso que describía la situación
nacional, las relaciones de poder entre las Fuerzas Armadas y
los partidos políticos, y las distintas alternativas para lograr que
Perón regresara sin un rasguño a la Argentina. El Delegado des-
cartaba la contratación de un buque para llegar a Buenos Aires
y proponía «regresar en avión de línea del servicio regular, con
una Comitiva de Acompañamiento y un Grupo de Protección
Inmediata», según explicaba en su memo secreto.
El General escuchó a Cámpora y decidió. Volvería desde

230
Roma, en un vuelo charter, contratado con Alitalia. El Delega-
do tomó nota de las órdenes de Perón y entendió las razones
de esa decisión, que descartaba la escala en Madrid y colocaba
a Italia como escenario político de su regreso a la Argentina.
Cámpora sabía que la decisión del General no se apoyaba en
los 6.000 dólares de costo de vuelo que se ahorraban por esqui-
var a España, ni en la reducción de gastos de los pasajeros que
dormirían solo dos noches en la Ciudad Eterna.
Perón evitaba Madrid para vengarse de Franco. El dictador
español jamás lo había recibido en doce años de exilio, ejer-
ciendo así un planificado desdén que mostraba a Perón como
una antigúedad política al borde de la extinción. La actitud de
Franco era un secreto de Estado que llegó a Puerta de Hierro
por las infidencias de su hermana Pilar, una amiga íntima de
Isabelita que se aburría en Palacio y trataba de acercar cierta
educación protocolar a la ex bailarina de cabaré.
Franco estaba agradecido por la ayuda humanitaria del
General durante la hambruna que sufrió España entre 1945
y 1950, pero tomó distancia cuando se profundizó el conflic-
to político con los representantes del Vaticano en Argentina.
Desde ese momento, el Generalísimo enfrió las relaciones con
Perón y se enteró sobre su vida por los informes clasificados
de la Guardia Civil y los encuentros mínimos que concedía a
Jorge Antonio.
Pero la salida desde Italia no solo implicaba una revancha
del General, frente al menosprecio ejercido por el Generalí-
simo durante una década. La Argentina estaba quebrada des-
de la aplicación del plan de ajuste de Adalbert Krieger Vase-
na, y los capitales del mundo querían entrar en la economía
nacional cuando asumiera el próximo gobierno justicialista.
Perón conocía estas pretensiones y tenía decidido aprovechar
su escala en Roma para negociar una importante cuota de fi-
nanciamiento internacional. Si lograba un flujo constante de
capitales, el General podía activar la economía, bajar los niveles

231
de conflicto social y achicar los márgenes de acción de las or-
ganizaciones guerrilleras, que se apalancaban sobre el hambre,
el desempleo y la miseria.
El lobbista José Ber Gelbard pretendía traer el oro de Mos-
cú con sus relaciones en el Kremlin y los países satélites de la
Unión Soviética, mientras que las empresas Fiat, Olivetti, Pirelli
y Techint aprovechaban la amistad del profesor Giancarlo Elia
Valori con Perón para empujar un masivo desembarco italiano
en la Argentina. Merodeando alrededor de Puerta de Hierro,
con agenda propia, estaba Licio Gelli, un oscuro banquero que
lideraba la logia masónica Propaganda Due (P2).
El General apostaba a la conexión italiana y a los buenos
oficios de Valori, que en la intimidad desconfiaba de Gelli por
sus relaciones con la mafia, la venta ilegal de armas y el lavado
de dinero. Gelli, a su vez, tenía un doble agente en Puerta de
Hierro: López Rega, que trabajaba para Perón y cobraba un
sueldo del jefe de la P2.
Valori había acercado a Arturo Frondizi a Perón, y la in-
tención de los dueños de Fiat, Olivetti, Pirelli y Techint era
qué el General aceptara a su ex enemigo íntimo como futuro
canciller de un eventual gobierno de coalición. «Frondizi es el
garante», explicó Valori en la intimidad de Puerta de Hierro,
cuando describió a la palanca política que podía mover una
formidable inversión desde Europa a la Argentina.
Si el General quería los capitales italianos, debía designar a
Frondizi como ministro de Relaciones Exteriores y garantizar
que el ministro de Economía se alineara con su estrategia di-
plomática. Esa era la condición para invertir millones de liras
en una economía devastada por años de planes de ajuste y
camarillas militares.
Enfrente de la propuesta de Valori y los empresarios italia-
nos, se encontraban Gelbard con la promesa soviética y Gelli
con sus intrigas palaciegas. La lucha por el poder económico
sería a muerte, y Perón manipulaba a los gladiadores para ob-

232
tener mejores beneficios políticos y una mayor cuota de pro-
tección internacional.
Cámpora regresó de Roma y ratificó la contratación de Ali-
talia, que ofrecía un avión Douglas DC-8, bautizado Giusep-
pe Verdi, en homenaje al creador de las óperas Aída y Otello.
Antonio Benítez, apoderado del Partido Justicialista, firmó el
contrato y la empresa italiana concedió una línea de crédito
para los pasajes a través de Creditour, una compañía asociada
que financiaría el 50 por ciento del precio de los tickets. Esa
financiación sirvió a muchos pasajeros, pero no a los que te-
nían bolsillos flacos e inmensas ganas de volver con el General.
Lorenzo Miguel aportó la solución al disponer que el Banco
Sindical financiara la diferencia que no cubría Creditour/Ali-
talia. Lanusse se enteró de la decisión de Miguel, y envió a los
auditores del Banco Central para coaccionar a los gerentes que
estaban recibiendo las solicitudes de crédito. El dictador estaba
encerrado en su propio laberinto y usaba sus últimas municio-
nes para evitar que Perón demostrara que le daba el cuero.
Miguel Ángel Barrau era un periodista que trabajaba para
HIT Producciones, una productora de medios que pertenecía
a José Domingo Irusta Cornet. El brigadier Pons Bedoya era
un militante peronista que Cámpora designó para preservar la
seguridad del General y evitar que el avión de Alitalia volara
en mil pedazos. Pons Bedoya era suegro de Irusta Cornet y en
una reunión familiar conversaron sobre el regreso de Perón y
la posibilidad de un atentado organizado por las Fuerzas Ar-
madas. Irusta Cornet, con años de experiencia en los medios,
aconsejó a Pons Bedoya que diseñara un plan de difusión en
tiempo real para condicionar el plan de los militares gorilas.
Si se transmitía en vivo desde la nave de Alitalia, las posibilida-
des de un atentado podían achicarse, aseguró Irusta Cornet al
suegro brigadier.
Aún estaba caliente la Masacre de Trelew, y una transmisión
desde la cabina de la nave podía disuadir a los conspiradores,

233
que pensarían dos veces antes de asesinar a Perón en vivo y
en directo. Los oficiales complotados para asesinar al Gene-
ral integraban la Fuerza Aérea y la Armada, que controlaba
la operación clandestina a través Emilio Eduardo Massera, un
contralmirante que apostaba al populismo y sonaba con suce-
der a Perón.
—¿Qué cree usted, Barrau, que sucedería en el país si por
una circunstancia cualquiera, no importa su origen, el General
sufriera una accidente mortal en este vuelo de regreso, en el
aterrizaje, o posteriormente, en suelo argentino? —le preguntó
Pons Bedoya.
—Creo, señor Brigadier, que el país estallaría en pedazos
—contestó Barrau.
—Exacto.
—Por eso —completó Barrau—, la vuelta del General de-
bería transmitirse en directo para todo el país.
Pons Bedoya se reunió con Cámpora para discutir la pro-
puesta de su yerno y Barrau. El brigadier retirado pensaba que
[rusta Cornet tenía razón sobre la cobertura en vivo del regre-
sO, pero temía que la información fuera usada por los conspira-
dores para decidir el momento y el lugar del ataque terrorista.
Cámpora hizo la consulta a Madrid y se acordó que Barrau en
Roma podía transmitir en directo, y luego emitir flashes infor-
mativos grabados hasta que el avión Giuseppe Verdi aterrizara
en la Argentina.
Pons Bedoya descubrió que Barrau no solo sabía de perio-
dismo y le pidió ayuda para montar un sistema de comunicacio-
nes entre la nave italiana y el comando peronista que operaba
en Buenos Aires. Se trataba de evitar que el régimen detuviera
al General en Ezeiza o que un escuadrón paramilitar atacara
a Perón cuando descendiera del avión contratado a Alitalia.
Si había comunicaciones fiables desde tierra, la nave en vuelo
podía asumir sus propias decisiones para esquivar una tragedia
política.

234
Barrau recorrió la Capital Federal y el conurbano para en-
contrar un equipo que pérmitiera enlazar desde tierra con el
avión a 10.000 pies de altura. No hubo caso, e Irusta Cornet
aprovechó su relación con Alberto Lata Liste para llegar a La-
nusse y pedir un equipo que sirviera para garantizar la seguri-
dad de Perón. Lata Liste, dueño de la disco top Mau Mau, armó
una reunión en la quinta de Olivos para resolver el asunto. Se
trataba de cuidar al General y evitar una tragedia que pudiera
desembocar en una guerra civil.
«No quiero oír hablar del avión que trae a Perón», gruñó
Lanusse cuando terminaron las presentaciones. El encuentro
duró cinco minutos.
Barrau continuó su búsqueda y descubrió que Ezeiza tenía
un equipo de VHF que podía enlazar con otro transmisor que
estaba en Montevideo. Este enlace, limitado y fácil de sabotear,
daba a Pons Bedoya un margen de apenas media hora para
decidir la continuidad del vuelo a Buenos Aires, o su desvío a
otro aeropuerto que evitara a Perón una muerte segura.
Sin autonomía de VHF en larga distancia, ni un equipo
especial que alertara con tiempo sobre las condiciones políti-
cas en Ezeiza, Pons Bedoya y Barrau apelaron a la onda corta
que usaban las radios argentinas. La idea era unir todas las
frecuencias de onda corta para establecer un corredor que
otorgara un margen de maniobra lógico para desviar el vuelo
a Montevideo o Asunción. Esa alternativa concedía a Pons
Bedoya un margen de cinco horas, que era el tiempo de viaje
desde Misiones a Buenos Aires. Si en ese lapso no había señal
de alerta, Perón y su comitiva aterrizarían en Ezeiza como
estaba planeado.
Barrau reclutó a dos radios que se comprometieron a in-
formar sobre una eventual conspiración política. Solo faltaba
escribir los códigos de alerta, alinear la radio con ese código,
y desviar la nave a un aeropuerto más seguro, si la alarma
sonaba en Buenos Aires. Desde los manuales militares, todo

235
parecía muy fácil: se lanzaba desde una emisora una frase que
no llamara la atención, y a continuación, esa frase escuchada
en una radio se transformaba en una voz que decía «aquí
rojo-siete-cero-cero-cero, cambio». «Adelante, rojo-siete-cero-
cero-cero», debía contestar Pons Bedoya o Barrau desde el
avión. «Negativo, negativo, negativo», debían alertar desde
Buenos Aires para informar que Perón podía caer asesinado
en Ezeiza.
Si eso sucedía, si desde Buenos Aires se decía «negativo, ne-
gativo, negativo», Pons Bedoya debía hablar con Perón y escu-
char sus órdenes finales.
Perón era la clave. Y no solo por su peso político y su
protagonismo personal. Alitalia había sido sondeada sobre
este mecanismo de seguridad y la companía italiana había
resuelto que Perón era el único que podía desviar la nave
alegando «razones técnicas». Ese eufemismo permitía a la
empresa cambiar el rumbo y cobrar el seguro si había daños
colaterales. Perón había aceptado la premisa de Alitalia, y a
continuación había que decidir las frases de radio que escon-
deríani los códigos de alerta destinados a evitar la Tragedia
del Regreso de Perón.
En radio Splendid, donde trabajaba Barrau como perio-
dista, se dispuso una secuencia de cinco horas para transmi-
tir flashes que parecían normales, obvios y habituales. Sin
embargo, esos flashes eran la señal de alerta para informar a
Perón y Pons Bedoya que todo se había complicado en Bue-
nos Aires:

06.00 horas: cotización del dólar en el mercado de cambios.


07.00 horas: cotización del kilo/vivo en el mercado de Li-
niers.
08.00 horas: tendencia del día anterior del mercado de va-
lores.
09.00 horas: noticia sobre el boxeador Nicolino Locche.

236
10.00 horas: cotización del dólar en el mercado de cambios.
11.00 horas: cotización del kilo/vivo en el mercado de Li-
niers.

Estas frases, simples y rutinarias, debían decir los locutores


de turno de radio Splendid, si Perón volaba hacia la muerte.
Barrau garantizaba la lealtad de los operadores y locutores
de la radio, pero Pons Bedoya ordenó que se buscara otra emi-
sora que funcionara como muletto ante una eventual caída de
las trasmisiones que informaban sobre el dólar, las vacas, las
acciones y la suerte del Intocable Locche. Radio Mitre aceptó
la tarea y dispuso emitir un jingle institucional, cada quince
minutos y durante cinco horas en continuado, si hubiera que
alertar sobre un ataque al charter de Alitalia. Mitre eligió un
Jingle que decía «el Clan del Aire los invita a pasar, las tres me-
jores horas de la mañana radial». Si ese jingle sonaba en radio
Mitre, el avión Giuseppe Verdi debía cambiar de ruta y alejarse
de Buenos Aires.
Splendid y Mitre garantizaban la cobertura de seguridad,
porque sus emisiones se podían escuchar a cinco horas de dis-
tancia de Buenos Aires, conectando un auricular al sistema de
transmisión de la nave italiana. Era un sistema de alerta que
escapaba a las operaciones de los servicios de inteligencia y a
la facción más gorila de las Fuerzas Armadas que aún sonaba
con voltear el charter del General.
Sin embargo, y pese a los compromisos asumidos por Mitre
y Splendid, el brigadier Pons Bedoya y el periodista Barrau
decidieron extremar la seguridad que debía proteger la vuel-
ta de Perón. El periodista, avalado por el brigadier, se reunió
con un importante miembro de las Formaciones Especiales y
pidió apoyo para blindar al General. No hubo dudas, y en la
fecha clave, un cuadro guerrillero cambió su fúsil liviano por
un walkie-talkie: «Atento Comando, aquí Zorro», debía decir el
guerrillero para identificarse, antes de anunciar en sus propios

237
términos la eventual pesadilla política. Si sucedía, todos iban
a Montevideo.
Pons Bedoya y Barrau ya tenían tres opciones diferentes
para bloquear un ataque terrorista, pero decidieron explorar
una cuarta variante para satisfacer sus obsesiones personales.
Se encontraron con un oficial de inteligencia gorila que aceptó
colaborar, porque asumía que un atentado al General impli-
caba una guerra civil. El oficial puso a disposición una radio
porteña, que sus jefes manejaban como una oficina de las Fuer-
zas Armadas. «El secretario de Cultura de la Municipalidad de
la Ciudad de Buenos Aires habrá de anunciar, durante el día
de hoy, el nombramiento del próximo director del Teatro San
Martín», informaría el flash de radio, si el agente de inteligen-
cia gorila evaluaba que Perón corría peligro de muerte.
Mientras Pons Bedoya y Barrau establecían el sistema de
seguridad para proteger al General, Cámpora mantenía inter
minables reuniones para definir la comitiva que partiría de
Buenos Aires, dormiría una noche en Roma y regresaría junto
a Perón para desembarcar en Ezeiza.
"Lás reuniones se hicieron en el consultorio de Taiana, lue-
go en la clínica de Rodolfo Desperbasques y finalmente en la
sede del Partido Justicialista de avenida La Plata. Ciento cua-
renta y dos asientos provocaron una interna política que dejó
dolores y rencor para siempre. «Mucha gente quería viajar. En
un primer momento teníamos tres personas por cada asiento»,
recordó Ricardo Anzorena, el capitán de fragata que participó
en la redacción de la lista final.
Cámpora sabía que Perón viajaba con una comitiva de doce
personas, entre ellas Isabel, su peluquero Bruno Porta y la es-
posa del peluquero, López Rega, su hija Norma y su yerno Raúl
Lastiri, el guardaespaldas croata Milo de Bogetich y la asisten-
te Victoria Llorente. A este número fijo había que sumar los
familiares directos de Cámpora, los miembros de la Comisión
Retorno, los presidentes de cada distrito, los dirigentes gre-

238
miales, los ex mandatarios provinciales, los representantes del
clero, los artistas, los profesionales, los integrantes en retiro de
las Fuerzas Armadas, los extrapartidarios como Vicente Solano
Lima y Alberto Fonrouge, los empresarios, los deportistas, los
ex ministros y los jóvenes militantes que soñaban con el regreso
de Perón a la Argentina.
Ese formato de la comitiva, que trataba de respetar viejas
lealtades, distribución territorial del poder, afinidades persona-
les y cierto glamour político, tardó cuatro semanas en definirse
por las pujas palaciegas que protagonizaron la Comisión de
Retorno en Buenos Aires y el secretario esotérico en Madrid.
«A mí, me bajó del avión López Rega», juró Fermín Chávez,
confidente de Perón en Puerta de Hierro, cuando le pregun-
taron por qué no regresaba con el General.
La lista era un reflejo del peronismo modelo 1972, sus con-
tradicciones ideológicas, y su capacidad para ubicar en una
posición expectable de poder a dirigentes ignotos y mediocres.
En ese vuelo de regreso, ni el dirigente político más fantasio-
so y delirante podía suponer que Cámpora, Lastiri, Isabelita y
Carlos Menem serían presidentes de la Nación. Menos aún que
López Rega formaría la Triple A y ejercería por unos meses el
poder real de la Argentina, hasta que la burocracia gremial se
cansara de sus abusos de poder.
Pero el charter no solo traería futuros presidentes y asesi-
nos en potencia. En clase turista compartirían la ansiedad y
la alegría, la emoción y el peligro, los sindicalistas ortodoxos
Lorenzo Miguel, José Rodríguez, Rogelio Coria y Casildo He-
rrera con los sacerdotes Carlos Mugica y Jorge Vernazza, los
abogados Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Ortega Peña y el
sociólogo Emilio Mignone, que tenían una mirada diferente so-
bre el peronismo y el poder. Meses más tarde, cuando la muerte
asolara las calles, estos dos grupos de pasajeros se encontrarían
en veredas opuestas.
En la nómina de pasajeros había además futuros goberna-

239
dores como Elías Adre (San Luis), Oscar Bidegain (Buenos Ai-
res), Deolindo Bittel (Chaco), Antonio Cafiero (Buenos Aires),
Ricardo Obregón Cano (Córdoba), Eloy Camus (San Juan),
Jorge Cepernic (Santa Cruz), Enrique Cresto (Entre Ríos), Ma-
rio Franco (Río Negro), Amado Juri (Tucumán), Carlos Saúl
Menem (La Rioja), José Aquiles Regazzoli (La Pampa), Julio
Romero (Corrientes) y Carlos Snopek (Jujuy), que enfrenta-
rían intervenciones federales, el golpe de Estado de 1976, el
exilio para evitar la muerte y los tribunales por casos de co-
rrupción.
También viajarían como pasajeros ciertos personajes que
meses y años más tarde jurarían como ministros de gobiernos
peronistas: Guido Di Tella (Relaciones Exteriores, Presidencia
Menem), Nilda Garré (Defensa, Presidencia Kirchner), Alfre-
do Gómez Morales (Economía, Presidencia Martínez de Pe-
rón), Benito Llambí (Interior, Presidencia Lastiri), José López
Rega (Bienestar Social, Presidencia Cámpora), Ángel Federico
Robledo (Defensa, Presidencia Cámpora), Alberto Rocamora
(Interior, Presidencia Martínez de Perón) y Jorge Alberto Taia-
na (Cultura y Educación, Presidencia Cámpora).
Junto a futuros presidentes, gobernadores, ministros y legis-
ladores, se incluyeron miembros de la juventud peronista. Es-
taban Guillermo Amarilla, Rodolfo Vittar y Horacio Pietraglia,
quien desapareció durante la última dictadura militar.
La lista definitiva se completó con nombres vinculados al
arte, el deporte y los medios de comunicación: Oscar Alonso,
cantor de tangos; Abel Cachazú, boxeador; José María Castinei-
ra de Dios, poeta; Jorge Conti, periodista de canal 11; Hugo del
Carril, cantor, voz oficial de «La Marcha Peronista»; Jorge Des-
cote, corredor de autos; Leonardo Favio, cineasta y cantor; Juan
Carlos Gené, director; Martha Lynch, escritora; Armando Puen-
te, periodista, amigo de Perón; José María Rosa, historiador;
Marilina Ross, cantante; Silvana Roth, actriz; José Sanfilippo,
futbolista, y Chunchuna Villafañe, modelo y actriz, entre otros.

240
Mientras Cámpora ajustaba los detalles del regreso, Anto-
nio Cafiero se movía como el candidato a presidente designado
por Perón. Cafiero aún recordaba la conferencia de prensa
donde el General había presentado su programa de 10 Puntos,
y la conversación que habían mantenido a solas en la biblioteca
de Puerta de Hierro. En esa oportunidad, Perón había revelado
que sería su candidato a presidente y Cafiero debía callar hasta
el anuncio oficial.
Carlos Aurelio «Za Za» Martínez era un capitán de Fragata
que hacía lobby para el contralmirante Massera y tenía excelen-
tes relaciones con el Cholo Peco, patrón de los distribuidores
de diarios en la Capital Federal y el conurbano. Cholo Peco era
amigo de Lanusse, y su poder impactaba directo en las redac-
ciones de Clarín y La Opinión. En esa época, si Peco bajaba el
pulgar, los diarios se transformaban en papel mojado.
Za Za Martínez se reunió con Peco y escuchó con atención:
Lanusse quería reunirse con Cafiero y necesitaba un contac-
to silencioso y sutil. Za Za Martínez consultó a Massera y a
continuación habló con Cafiero para proponerle una reunión
secreta con Lanusse. «Hay que hacer un acuerdo con Perón.
Un grupo de oficiales quiere voltear el avión. Lanusse te quiere
ver para avanzar en un pacto», comentó el capitán de Fragata
a Cafiero.
El virtual candidato a presidente compartió la información
con los amigos y con su esposa Ana Goitía. Todos aconseja-
ron que no fuera, todos consideraron que la reunión era una
trampa para perjudicar a Perón y su estrategia de regreso. Ca-
fiero rechazó los consejos, aunque recordaba una frase que el
General había deslizado cuando estuvieron solos en Madrid:
«No hable con los militares», le dijo Perón, minutos después
de haberlo ungido Vicario.
Cafiero no hizo caso. Pensaba que podía domesticar a La-
nusse y tener juego propio frente al General. Ni siquiera amagó
con una llamada a Madrid, donde Cámpora contaba a Perón

241
las últimas noticias del Operativo Retorno. Cafiero se encontró
nuevamente con Za Za Martínez y exigió que la reunión fuera
a solas y en secreto. «Tenés mi palabra, y la de Lanusse», pro-
metió el capitán de Fragata.
El 5 de noviembre de 1972, a las 11 de la mañana, Cafiero
ingresó a la quinta de Olivos escoltado por el capitán Héctor
Ríos Ereñú, edecán del dictador de la Argentina. Lanusse sa-
ludó fríamente a Cafiero y lo maltrató durante los cuarenta
minutos de encuentro. «Si viene Perón, yo no voy a permitir
que la negrada me haga otro 17 de octubre», bramó el dictador.
—Perón va a volver, y su actitud no ayuda a crear un clima
de pacificación nacional —replicó Cafiero.
—Perón no vuelve, y tampoco Cámpora. Se va a quedar en
Madrid...
—Usted, señor, está muy mal informado. Cámpora llega
esta noche en el vuelo 712 de Iberia.
No hubo nada más que decir. La reunión fue un fracaso,
y Cafiero comprendió que estaba hundido en la banquina. Se
había encontrado con el enemigo y desobedecido al General.
Su ego político lo había suicidado como Vicario.
Cámpora regresó a Buenos Aires como había anticipado
Cafiero, y Lanusse jugó como se esperaba de un dictador ago-
nizante. Manipuló la reunión secreta en Olivos, y ejecutó a
su invitado durante un cónclave de altos mandos en Campo
de Mayo. «Cafiero me dijo que Perón no vuelve, que no tie-
ne intenciones de abandonar Madrid», aseguró Lanusse a sus
compañeros de armas.
Ese dato envenenado fue escrito en un paper de inteligen-
cia militar que se distribuyó en los cuarteles y en los diarios
porteños. Cafiero replicó con una carta en el diario Mayoría,
que pasó sin pena ni gloria: el General creía que lo había trai-
cionado, y ya no había nada que hacer.
José Ber Gelbard, José Ignacio Rucci y José López Rega
intentaron convencer a Perón para evitar que Cámpora reem-

242
plazara a Cafiero. El General esquivó las presiones y puso cara
de circunstancias. Prefería la lealtad pegajosa de Cámpora y
su dependencia personal con las Formaciones Especiales, que
la libre interpretación del poder que ejercía Cafiero apenas
vislumbraba un poco de espacio político.
El 7 de noviembre de 1972, dos días después de regresar
de Madrid, Cámpora encabezó una reunión extraordinaria del
Congreso Nacional Justicialista. Allí informó que Perón hacía
una escala en Roma, que estaba negociando una audiencia pri-
vada con Paulo VI, y que tenía previsto llegar el 17 de noviem-
bre a Ezeiza. El anuncio del Delegado provocó un estruendo
en el hotel Savoy, donde «La Marchita» sonó como un grito
de guerra.
Minutos más tarde, cuando la adrenalina militante se había
disipado en el aire, Cámpora convocó a los periodistas para
transmitir un mensaje público que el General había escrito en
la soledad de su exilio.
«El gobierno ha manifestado, por boca de su presidente,
que está dispuesto al diálogo y que yo puedo regresar al país
cuando y como lo desee, con todas las garantías. Ello me ha
impulsado a retornar a la Patria, después de dieciocho años
de ostracismo, por si mi presencia allí puede ser prenda de
paz y entendimiento, factores que según veo, no existen en la
actualidad», leyó Cámpora flanqueado por José Ignacio Rucci
y Julio Romero.
El mensaje del General fue directo contra la Casa Rosada
y la Junta Militar. Lanusse asumió que Perón tenía el cuero
duro y las Fuerzas Armadas entendieron que debían cambiar
su estrategia política si pretendían una retirada ordenada. Ya
no alcanzaba con perpetuar el exilio de Perón y apoyar a la
oposición contra el candidato de Puerta de Hierro.
«Por eso a pesar de mis años, un mandato interior de mi
conciencia me impulsa a tomar la decisión de volver, con la
más buena voluntad, sin rencores —que en mí no han sido

243
nunca habituales— y con la firme decisión de servir, si ello
es posible. Por todo ello, pido a mis compañeros que, inter-
pretando mi regreso dentro de tales sentimientos y designios,
colaboren y cooperen para que mi misión pueda ser cumplida
en las mejores condiciones, en una atmósfera de paz y tranqui-
lidad, indispensables para todo lo que deseamos constructivo»,
leyó Cámpora, en obvia alusión a las Formaciones Especiales,
que soñaban en hilvanar un movimiento revolucionario con el
regreso del General.
El anuncio oficial de Cámpora fue reportado por la em-
bajada norteamericana al Departamento de Estado. Con tono
escéptico, John Davis Lodge firmó su cable secreto 7.030. «Su-
mario: Aquí los peronistas anunciaron que su líder retornará el
17 de noviembre. Nosotros no estamos convencidos de que no
sea otra de sus artimañas, y continuamos creyendo que Perón
solo regresara si alcanza un acuerdo con los militares. De todas
maneras, algunos creen que el acuerdo ya ha sido alcanzado
o está muy cerca de alcanzarse», escribió Lodge para conoci-
miento de Washington.
El*embajador norteamericano analizaba la realidad argen-
tina sin tener todas las piezas. Perón ya había decidido su re-
torno, y esa decisión política no estaba condicionada a ningún
acuerdo institucional con las Fuerzas Armadas. El General to-
maba la iniciativa y pretendía marcar el paso a Lanusse y la
Junta de Comandantes. Ese era su plan, y su objetivo final.
Cuando Cámpora confirmó que Perón aterrizaba en Ezeiza
el 17 de noviembre de 1972, Lanusse se encerró con el minis-
tro Arturo Mor Roig y su vocero Edgardo Sajón. Tenía que
preparar una respuesta política, encontrar una redacción de
consenso con la Junta de Comandantes y desplegar un escena-
rio institucional para demostrar que aún actuaba sin la tutela
de Perón.
Pasadas las 22.30, vestido con el uniforme de general y
usando la cadena nacional, Lanusse se mantuvo firme en su

244
ciudadela y no concedió un centímetro a la ofensiva de Pe-
rón desde Madrid. «Sin entrar a prejuzgar sus intenciones,
ya sea por convencimiento de que nuestra decisión es inape-
lable, o porque todos los otros callejones están cerrados,
el ex presidente Juan Perón ha anunciado hoy al país que
regresara el 17 de este mes», leyó el dictador en su despacho
de Balcarce 50.
Lanusse interpretaba que Perón decidía regresar ante la
ausencia de otras alternativas políticas, y que las Fuerzas Ar-
madas aún tenían suficiente poder para ordenar la agenda
institucional del país. El dictador analizaba la situación polí-
tica sin información clave y condicionado por su odio visceral
al peronismo.
«No niego que alguna vez dudé de que este hecho pudiera
producirse. Por ahora advierto que la etapa esencial de la re-
conciliación nacional a que convocaron las Fuerzas Armadas es
tan poderosa, que aquellos que voluntariamente se marginen,
no sobrevivirán históricamente a este tiempo», aseguró Lanus-
se en su discurso grabado por canal 7, para confesar implícita-
mente que se había equivocado respecto a Perón: pensó que
no volvería, y ahora volvía para tratar de quedarse con su poder
y la victoria política.
«El gobierno cumplirá con su responsabilidad: garantizar
la vida, la seguridad, la tranquilidad de todos los habitantes y
de todos los que lleguen a esta tierra. Es mi responsabilidad,
la responsabilidad de la Junta de Comandantes, y la Respon-
sabilidad de las Fuerzas Armadas», precisó, en una obvia re-
ferencia a la protección que tendría Perón cuando arribara a
Buenos Aires. El dictador sabía que el grupo de oficiales de
la Fuerza Aérea y la Armada liderados por Massera estaban
evaluando atacar el charter de Alitalia, y su discurso solo sig-
nificaba tomar distancia de un eventual atentado contra su
enemigo político.
Por último, tras veinte minutos de cadena nacional, Lanus-

245
se envió un mensaje directo a las Formaciones Especiales, que
eran su principal objetivo militar. Fue paradójico: el dictador
coincidía en su discurso con el futuro que Perón planeaba en
Madrid para las organizaciones guerrilleras.
«Que nadie se llame a engaño, nada alterará la vida nacio-
nal. Ni un millón de partidarios, ni un millón de enemigos
trastornará la actividad productiva, la paz de nuestros hogares,
la tranquila expectativa de los niños, el descanso de los an-
cianos», advirtió Lanusse que, como el General, pensaba que
las Formaciones Especiales no tenían espacio en la transición
democrática.
Perón ocupaba el centro del escenario. Ya tenía el avión,
la comitiva y el compromiso formal de la dictadura militar.
A diferencia de 1964, había alineado a todos los factores de
poder y su regreso no era una aventura política. Sin embar-
go, estaba preocupado por las organizaciones armadas y la
influencia que tenían sobre Cámpora. Necesitaba colocar una
cuña, y aprovechó la lealtad de Rucci para demostrar que su
Delegado solo ejecutaba las decisiones que se asumían en
Puerta de Hierro.
La situación era extravagante. Cámpora se jugaba el pe-
llejo por Perón, mientras que Rucci iba en zigzag cuando se
trataba de empujar la vuelta del General. El jefe de la CGT
faltaba a las reuniones de la Comisión Retorno y durante un
almuerzo organizado por el periodista Bernardo Neustadt
criticó con ahínco el regreso de Perón. Dijo que no tenía
sentido y que podía provocar una catástrofe social. Su opinión
sorprendió debido a la cercanía que tenía con el General y su
estrategia política.
Lorenzo Miguel, que también estaba almorzando junto a
Neustadt, esperó que terminara su discurso de sobremesa y lo
cruzó con diplomacia gremial. «Si el viejo regresa, nosotros hasta
vamos a poner plata. Sería una buena inversión», aseguró Miguel
arrancando sonrisas entre los comensales. Y cumplió: Sanfilippo,

246
Chunchuna Villafañe y otros pasajeros del charter viajaron con
pasajes comprados por la Unión Obrera Metalúrgica.
La reticencia de Rucci no impidió que Perón lo usara para
contener a Cámpora y las Formaciones Especiales. Con la venia
de Madrid, el jefe de la CGT había concurrido a una reunión
con Lanusse para analizar la situación económica y social de la
Argentina. El dictador y Rucci, cada uno en su frente interno,
usaron la reunión para demostrar que tenían poder propio y
un lugar preponderante en el escenario político. Jacobo Ti-
merman, desde La Opinión, se prestó al jueguito diseñado en
Balcarce 50 y publicó un suplemento especial para resaltar las
coincidencias entre Lanusse y Rucci.
Perón no tenía otra fuerza interna que Rucci y la CGT para
frenar las ambiciones de Rodolfo Galimberti y las organizacio-
nes guerrilleras. Y con la excepción de Gelbard, que también
llegaba a la quinta de Olivos, Rucci era su único nexo real con
Lanusse y sus verdaderas aspiraciones políticas. Si el jefe de la
CGT estaba remiso con su regreso, a Perón no le importaba:
cumplía sus Órdenes, transmitía su pensamiento a Lanusse y
condicionaba a Cámpora, que era rechazado por la corpora-
ción militar.
El General quería a Rucci como un hijo, frente a la medida
cercanía que aplicaba a sus relaciones personales con Cámpo-
ra. A veces, el General exhibía su aprecio al Delegado, y otras,
se comportaba como un cínico ante el representante más leal
en la historia de todo su exilio político.
«Querido Rucci: en los diez minutos que me deja libre
Cámpora, quiero contestar su carta de anteayer. Comienzo por
hacerle llegar mi más sincera felicitación por su brillante expo-
sición en la reunión con el Presidente, que no solo demuestra
la definida posición del Movimiento Obrero con referencia
al problema argentino, sino también la capacidad y madurez
de sus dirigentes. Puede ser que una demostración semejante
pudiera influenciar el ánimo del general Lanusse en forma

247
más positiva que la que nos ha sido posible contemplar hasta
ahora», escribió Perón en una carta que llegó a Rucci por in-
termedio de Cámpora.
«Por todo ello y a pesar de la premura del tiempo, no he
querido que regrese Cámpora sin llevarle, junto con mi saludo
más cariñoso, mi enhorabuena y mi calurosa felicitación por
este nuevo triunfo que usted ha sabido conquistar con una
verdad que no muchos saben desentrañar, y además, con una
elocuencia que no es usual en esta clase de diálogos», completó
Perón en tono elogioso.
Cámpora leyó la carta del General a Rucci en La Opinión, y
se mantuvo fiel a sí mismo: sonrió para la hinchada y se tragó el
sapo. Su estrategia era soportar los latigazos de Perón y exhibir
una lealtad a toda prueba. Si alcanzaba a la presidencia, ya ha-
bría tiempo para castigar a los enemigos políticos. El Delegado
sabía que Rucci jugaba con Cafiero, y poco podía hacer para
detener al niño mimado de Perón.
Mientras el General trataba de mantener el equilibrio inter
no en su movimiento político, las Fuerzas Armadas multiplica-
ban sús reuniones para enfrentar el regreso del líder exiliado
en Madrid. Habían confiado en la estrategia personalista de
Lanusse, y ahora debían retroceder sobre sus pasos, unificar
criterios y diseñar un nuevo plan para lograr una retirada sin
mayores costos políticos.
El 9 de noviembre de 1972, los altos mandos de la Fuerza
Aérea se encontraron en la base de Tandil para escuchar al
brigadier Carlos Alberto Rey, quien ratificó su apoyó a la transi-
ción democrática. Rey abandonó la base de Tandil y voló hasta
la Casa Rosada para compartir su información con Lanusse,
que desconfiaba del jefe de la Fuerza Aérea por sus negocia-
ciones secretas con Perón.
El brigadier Rey ingresó a Balcarce 50 cerca de la hora del
té, y allí conoció que el general Alcides López Aufranc había
informado a Lanusse que la mayoría de los oficiales del Ejér-

248
cito estaban en contra del regreso de Perón y que rechazaban
una posible movilización popular a Ezeiza para recibirlo. Tras
escuchar las críticas de Lanusse a su adversario López Aufranc,
Rey se enteró de que un grupo de aviadores tenían intenciones
de voltear la nave que traía a Perón y su comitiva. El brigadier
se sobresaltó: creía que los conspiradores solo pertenecían al
Ejército y la Armada.
La información de Lanusse tenía escasas horas y fue trans-
mitida por Mor Roig, quien había estado reunido con los jefes
de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Los espías militares
aseguraron al ministro del Interior que no había intenciones
de imponer un golpe palaciego contra Lanusse, pero que había
muchísimas versiones respecto a un atentado contra el Gene-
ral que regresaba de Madrid vía Roma. Rey se comprometió a
evitar que sus pilotos atacaran a Perón y comentó antes de irse
que la cúpula de la Armada estaba reunida para determinar su
postura frente al regreso.
Rey tenía muy buena información. Hacía ya dos horas que
el almirante Carlos Coda trataba de contener a sus oficiales
de mayor rango, que enfrentaban una ola de insubordinación
frente a la cercanía del regreso de Perón. El jefe de los cons-
piradores era Massera, un contralmirante que cuestionaba en
secreto a Lanusse y tenía una voracidad que irritaba a toda la
Junta de Comandantes. Ante la orden directa del almirante
Coda, Massera se comprometió a suspender el atentado contra
Perón. Coda sabía que Massera estaba mintiendo. Y a Massera
no le importó: tenía planes para el futuro, y su jefe en la Arma-
da no implicaba un obstáculo difícil de saltar.
En la noche de ese día agitado, 9 de noviembre de 1972,
Lanusse finalmente tuvo un cuadro de situación en las Fuerzas
Armadas: el Ejército estaba expectante, no quería demostracio-
nes populares del peronismo y apostaba al proceso electoral
que debía terminar en marzo de 1973. La Fuerza Aérea se ali-
neaba con la agenda oficial, y su jefe coqueteaba en secreto con

249
Perón. La Armada estaba fracturada, pero su comandante sabía
que un golpe palaciego contra Lanusse ponía al país ante una
probable guerra civil y un eventual movimiento revolucionario
de Montoneros y ERP.
Héctor Cámpora y Ricardo Balbín suponían que Lanus-
se estaba haciendo equilibrio en Casa de Gobierno cuando
se encontraron en secreto. El Delegado propuso al dirigente
radical una reunión con Perón para acordar reglas de juego y
limitar la influencia de la Junta Militar en la transición demo-
crática. Balbín dijo que sí, pero impuso una condición básica:
no debería participar otra fuerza partidaria, para ratificar en
público que peronistas y radicales tenían el monopolio de la
representación política.
Cámpora aceptó la contrapropuesta, y puso en marcha un
cónclave que marcaría para siempre a la historia argentina.
«De esa conversación van a salir cosas muy importantes y muy
útiles para el país», dijo Balbín a los periodistas, tras revelar su
futura cumbre con Perón.
—¿Imagina usted una fórmula presidencial conjunta? —pre-
guntóun movilero.
—No. No me lo imagino —replicó, adusto, Balbín.
En noviembre de 1972, un acuerdo electoral entre pero-
nistas y radicales parecía una broma de mal gusto. El General
había encarcelado a Balbín en 1949, y no había espacio para un
pacto político en los comicios presidenciales de marzo de 1973.
Raúl Alfonsín ya corría por izquierda al líder del radicalismo,
que sabía que tenía escaso margen para mantener su poder
interno y firmar una alianza con su adversario histórico. Solo se
trataba de exhibir, ante las Fuerzas Armadas y las Formaciones
Especiales, que los partidos tradicionales y sus viejos represen-
tantes podían tomar café sin que explotara una Molotov o se
asesinara a un preso político en una base militar.
Cámpora abandonó la reunión con Balbín y pensó que
su jornada había terminado. Sabía que Galimberti haría una

250
aparición triunfal en la facultad de Arquitectura y Urbanismo,
pero nunca imaginó que pusiera en peligro a todas las nego-
ciaciones emprendidas con las Fuerzas Armadas para lograr un
regreso pacífico del General. «El que tenga piedras, que lleve
piedras, el que tenga algo más, que lleve algo más; quienes se
encuentren en el aeropuerto deberán quedarse allí, y aquellos
que no acudieron a ese lugar, deben ocupar las fábricas, los
barrios y las facultades», ordenó Galimberti a sus fieles.
Al día siguiente, 10 de noviembre de 1972, Cámpora llegó
temprano a un pretencioso piso ubicado sobre Avenida del
Libertador. Abrió la puerta el anfitrión, Benito Llambíi, ofreció
café y anunció que Luis Alberto Betti, general de Brigada y
operador político de Lanusse, estaba en camino. Minutos más
tarde, cuando el Delegado contaba su última visita a Perón, el
enviado del dictador aparecía en escena con cara de circuns-
tancia. Betti no perdió tiempo y planteó que las Fuerzas Arma-
das temían un nuevo 17 de octubre, que no cederían espacios
de poder ante las Formaciones Especiales y que el discurso
de Galimberti, informado por los servicios de inteligencia a
la Junta Militar, había provocado una crisis interna de niveles
inesperados.
—Necesitamos que Perón, no bien llegue a Buenos Aires, se
encuentre con la Junta de Comandantes —propuso el general
Betti en nombre de Lanusse.
—Sé que están buscando esa reunión, pero el General pri-
mero se encontrará con su pueblo —replicó Cámpora antici-
pando las intenciones de Perón.
Betti dejó el piso de Llambí con la mirada extraviada. El
operador de Lanusse no descartaba un ataque a Perón y su
comitiva, y creía que una reunión abierta entre el dictador y el
General podía desalentar los planes de los conspiradores. Sin
embargo, ante Cámpora, se había sentido impotente y escaso
de reflejos. El Delegado, en cambio, comprendió definitiva-
mente que Lanusse estaba en retirada.

251
Cámpora saludó a Llambíi y pidió que lo llevaran a su próxi-
mo encuentro político. Massera aguardaba impaciente para
jurarle que la Armada no conspiraba contra Perón. El contral-
mirante aseguró que respetarían la vuelta del General y que
no habría movimientos de tropas y aviones para terminar con
el vuelo que partía de Roma. Cámpora sonrió aliviado y se fue.
Massera había mentido. En su habitual contacto con La Na-
ción, Clarín yLa Opinión, el oficial de la Armada pronosticó que
si Perón dejaba Europa, su avión caía antes de aterrizar. «No
llega, lo volteamos», dijo Massera en su conversación reservada
con los periodistas.
La información que manejaba Betti y las intenciones de
Massera se completaban con la decisión de un puñado de avia-
dores que pretendían desviar el vuelo de Perón hacia Bariloche
o Mendoza, para causar una conmoción política que sería im-
posible de controlar desde la Casa Rosada.
El jefe de la Fuerza Aérea, Carlos Alberto Rey, ya conocía las
intenciones de su tropa y avanzó en una investigación interna
para detectar a los responsables. Rey apostaba a Perón, y no
quería repetir la historia de la Armada con los bombardeos a
la Plaza de Mayo.
Pese a los esfuerzos del brigadier Rey, los conspiradores
avanzaban en sus planes y filtraban sus intenciones a la di-
plomacia extranjera. En esos días, la embajada de España en
Buenos Aires recibía información clasificada y era sometida a
una constante acción psicológica de oficiales argentinos que
atribuían a Franco suficiente poder como para influir en la
agenda de Perón y en la estrategia de Lanusse.
En la noche del 10 de noviembre de 1972, el embajador
español José de Erice envió a Madrid un informe que alertó
sobre un posible desvío forzoso del charter que traía al Gene-
ral, y reveló una conspiración militar para imponer un pacto
político entre Lanusse y Perón.

252
Muy confidencial,
Excmo. Sr. D. Gabriel Fernández Valderrama, subsecreta-
rio de Asuntos Exteriores,
Madrid.-
Querido Gabriel,
Me consta que se han hecho gestiones con la compañía
de aviación Alitalia, a la que pertenece el avión que trae a
Perón, para que en vez de venir a Buenos Aires aterrizara
en Bariloche o en Iguazú: puntos casi extremos de esta
geografía. Ha contestado que ninguno de los dos aero-
puertos le ofrecía seguridad para sus enormes aparatos y
ha sugerido ir a Mendoza. Por otra parte, mis noticias pre-
cedentes te han informado de facetas de esa desviación.
No obstante, Cámpora declara públicamente que Perón
llegará a Buenos Aires «donde lo espera el pueblo».
De cuantas reuniones y conciliábulos se realizan, la que me
parece más significativa es la de un importante grupo de
jefes y oficiales del Ejército, presidido por el teniente gene-
ral Solari, que desean convencer tanto a Lanusse como a
Perón de la necesidad de llegar a un acuerdo para designar
conjuntamente a un general como futuro candidato a la
presidencia: aunque ello entrañe el que Lanusse concuer-
de en que el vicepresidente sea un indiscutible peronista.
El único peligro que hay para todas estas pacíficas inten-
ciones es que si se corta el acceso al aeropuerto y se aísla el
hotel Internacional, algunos grupos exaltados subversivos
se enfrenten con el Ejército, haya víctimas, y entonces los
disturbios, aunque sean de forma aislada y esporádica, se
propaguen a toda la ciudad.

Junto a este documento confidencial, el embajador José


de Erice añadió una carta manuscrita que Enrique Llovet, di-
plomático español, debía entregar en mano al subsecretario
de Asuntos Exteriores, Gabriel Fernández Valderrama. Llovet

253
abordó un vuelo de Iberia en la noche del 10 de noviembre de
1972, y arribó sin problemas al aeropuerto de Barajas.
«Me llega noticia que juzgo de singularísima importancia:
que transmito sin confirmar, aunque la vía es absolutamente
segura, pero te ruego, muy especialmente, solo sea conocida
a nuestras más altas autoridades. Como ves, no me atrevo ni a
que alguna de mis leales secretarias la ponga a máquina. Per-
donadme por ello y por mi grafía. La envío a tu casa particular.
Parece que el Ejército del Aire ha decidido que, tan pronto se
anuncie, sobre Ezeiza (aeropuerto de Buenos Aires) el 17, a
primera hora de la mañana, el avión de Alitalia, una escuadrilla
de cazas, le harán desviarse, sin aterrizar, camino de Bariloche
o de Mendoza. No se te oculta lo que ello significa ni sus im-
plicaciones: lo que fuerza, aún más, a su secreto. No recurro al
telégrafo porque me piden no telegrafiar nada a mi gobierno.
Un abrazo bien fuerte, Pepe», decía la carta manuscrita que el
embajador de España remitió con excesivo cuidado a la Can-
cillería de Franco.
La tensión provocada por el regreso del General y las ver-
siones sobre un posible ataque al avión de Alitalia abrieron una
negociación secreta para lograr que Perón y Lanusse se vieran
cara a cara. Ese era el único objetivo político de la cumbre, que
apuntaba a desactivar una hipótesis de conflicto evaluada en
ambas trincheras: ataque armado al General, réplica inmediata
de las Formaciones Especiales, guerra civil y tragedia históri-
ca. Si los enemigos íntimos acercaban posiciones y el anuncio
oficial del encuentro aparecía en la portada de los diarios, la
situación se descomprimía y la muerte no levantaba vuelo.
La negociación secreta fue protagonizada por Gelbard, que
se encontró a solas con Lanusse. El dictador y el comunista ana-
lizaron la propuesta a Perón, y acordaron que Gelbard viajara
inmediatamente a Madrid. Se trataba de buscar un punto de
contacto entre las necesidades del régimen y las pretensiones
del General. Gelbard sabía que su gestión era difícil, pero tenía

254
mucho para ganar: si ataba el acuerdo entre Puerta de Hierro
y la Casa Rosada, podía pedir el Ministerio de Economía del
próximo gobierno justicialista.
El secreto de la negociación entre Lanusse y Perón fue que-
brado por la infidencia que un dirigente gremial hizo en la em-
bajada de los Estados Unidos. «Nosotros creemos que el líder
de la Confederación General Económica (CGE), José Gelbard,
quien es conocido por haber jugado un rol en las recientes ne-
gociaciones entre el gobierno argentino y Perón, consultó ayer
durante casi dos horas al presidente Lanusse y después partió a
Madrid. Nuestra fuente gremial insinúa que esa conversación
con Lanusse fue “extremadamente importante”. La oficina de
Gelbard contestó ante una llamada que él estará afuera algunos
días», escribió el embajador Lodge en su cable secreto 7.149,
enviado con urgencia al Departamento de Estado.
Lodge manejaba buena información. Gelbard voló a Es-
paña, conversó con Perón en Puerta de Hierro y transmitió
de manera exacta la oferta de Lanusse. El General hizo una
contrapropuesta y quedó a la espera de una llamada de Gel-
bard desde Buenos Aires. El empresario comunista regresó a
la quinta de Olivos y contó a Lanusse su última conversación
con Perón. No hubo caso: Lanusse temió una rebelión en el
Ejército, y Perón, la desobediencia de las Formaciones Espe-
ciales, si acordaban una tregua en la transición democrática.
Limitados por su propio poder de fuego, el General y el dic-
tador apostaron a que la inercia política moviera el proceso
institucional.
Con la negociación de Gelbard sepultada, Lanusse regresó
a su estilo confrontativo y arrogante. Durante un asado servido
para recordar al escritor José Hernández, el dictador soltó la
lengua para satisfacer su naturaleza personal.
—¿Dialogará con el ex presidente Perón cuando se encuen-
tre en la Argentina? —preguntó un periodista.
—Así como tengo paciencia para aguantarlos a ustedes, voy

205
a tener paciencia y hacer lo que sea necesario por la paz y por
la grandeza del país, hasta tragarme el sapo de hablar con Pe-
rón. ¿Está claro? —contestó Lanusse, molesto porque preten-
día avanzar sobre unas empanadas de carne, y los periodistas
cerraban su paso.
Tras comer un suculento asado en el homenaje a Hernán-
dez, Lanusse ordenó una nueva operación de hostigamiento
contra Cámpora, antes de volar hacia Mendoza para inaugurar
una terminal de ómnibus. El dictador odiaba al Delegado y no
quería que se relajara tras su claro triunfo político frente a las
Fuerzas Armadas, la burocracia sindical, la intimidad de Puerta
de Hierro y los viejos caciques partidarios. En Buenos Aires
y Madrid se ridiculizaba a Cámpora por su lealtad partidaria
casi cercana al síndrome del Tío Tom, pero le había ganado
a todos sus enemigos cuando logró que Perón confirmara su
regreso.
Sin embargo, Lanusse relativizaba esa victoria política y re-
ducía al Delegado a la categoría de correo del General. Así fue
como rechazó un nuevo pedido de audiencia solicitado por
Cámpora, y replicó con un mensaje burocrático y ofensivo que
envió a través de la Casa Militar. El brigadier Roberto Bortot, a
cargo de esa dependencia, exigió al Delegado que en un plazo
perentorio de cuarenta y ocho horas acercara toda la informa-
ción referida al viaje de Perón. Cámpora ya había aprendido
la lección, y no se inmutó: como Bortot era brigadier, decidió
contestar ese requerimiento a través de Pons Bedoya, que tenía
su mismo grado en la Fuerza Aérea.
«La permanencia del general Juan Perón en el país depen-
de de su voluntad. Las actividades que se propone cumplir el
día de su llegada son las siguientes: dirigir la palabra a las perso-
nas que concurran a recibirlo, saludo a los dirigentes políticos
y conferencia de prensa. Se hace notar además que el general
Juan Perón permanecerá en el hotel Internacional de Ezeiza
el menor tiempo que sea posible, para trasladarse luego a su

256
residencia», decía el cronograma de actividades que escribió
Cámpora y que Pons Bedóya entregó a Bortot.
Lanusse evaluó que la respuesta de Pons Bedoya era una
broma política ordenada por Cámpora. La dictadura quería
detalles de la agenda de Perón, y su delegado solo había apor-
tado un paper con obviedades. «Hay actos y expresiones que no
conjugan con los que protagonizan otros dirigentes del propio
justicialismo», apuntó Lanusse sobre el Delegado, que empeza-
ba a divertirse con sus arranques de histeria militar.
Mientras Lanusse y Cámpora se mordían mutuamente, Pe-
rón presionaba para lograr una audiencia privada con Paulo
VI. Tras ese objetivo político, Giancarlo Elia Valori recorría
los pasillos vaticanos y mantenía reuniones secretas con los
dueños de la industria italiana. Perón estaba empecinado con
la audiencia papal, porque significaba cerrar un histórico de-
sencuentro confesional que entorpecía su marcha al poder de
la Argentina.
En Roma aún recordaban las llamas trepidantes en la Curia,
los sacerdotes presos sin acusación formal y las expulsiones de
Manuel Tato y Ramón Novoa, ocurridas en junio de 1955. Por
esos hechos, Perón aún estaba en la lista negra y Su Santidad
se resistía a la audiencia privada, pese a los esfuerzos de Valori
y sus poderosos contactos en Europa.
«No tengo ninguna información», dijo Federico Alessan-
drini, vocero de Paulo VI, cuando fue consultado sobre las
gestiones de Valori y López Rega, que a instancias de Gelli y
la logia P2, había llegado a Roma para obtener lo imposible.
López Rega ya era un empleado de Gelli e intentaba correr
a Valori, que rechazaba las gestiones de la logia P2. Alessandri
conocía estas diferencias en el entorno de Perón, y trataba de
acotar las operaciones mediáticas de López Rega, que se reunía
con los periodistas en los cafés de la Via Veneto y juraba que la
audiencia ya estaba concedida.
El secretario brujo engañaba a los periodistas y al General.

257
Llamaba por teléfono a Madrid, decía que estaba todo acorda-
do y que la ausencia de una fecha precisa respondía al proto-
colo del Vaticano. En realidad, el sinuoso secretario no tenía
nada cerrado, y mentía para ocultar su fracaso en Roma. «Es
posible que haya audiencia», aseguró Francisco Florez Tascón,
médico personal de Perón, a los periodistas apostados en Es-
paña. Florez Tascón estaba al lado del General, y oficiaba de
vocero por pedido de su paciente político.
Entre las sugerencias de Valori, que actuaba en nombre
de los empresarios italianos, y la presión de López Rega, que
se escondía detrás del poder de la logia P2, Paulo VI abrió un
paréntesis para leer la información que llegaba desde Buenos
Aires. La Nunciatura Apostólica en la Argentina aseguró en
un informe clasificado que Perón apoyaba la Teología de la
Liberación y que sostenía a los curas del Tercer Mundo, una
variable ideológica que acotaba la influencia del Vaticano en
los sectores más pobres del país.
Este dossier secreto se completó con un dato que terminó
de disuadir a Paulo VI: en la Comitiva de Regreso, incluidos a
pedido del General, estaban Carlos Mugica y Jorge Vernazza,
dos sacerdotes del Tercer Mundo que proponían profundos
cambios estructurales y cuestionaban el respaldo de la Iglesia
Católica a la dictadura de Lanusse.
Paulo VI descartó la audiencia privada con Perón. Tenía
mucho costo interno aparecer en una foto junto a un ex pre-
sidente que avalaba a curas tercermundistas que apoyaban la
revolución en América Latina. El Papa entendía la importancia
del regreso del General, pero no podía hacer un gesto diplo-
mático que confundiera a su propia feligresía ante una línea de
pensamiento religioso que proponía la revolución y cuestiona-
ba los métodos ortodoxos de la jerarquía católica.
La Casa Rosada festejó la información que llegó en secreto
desde Italia. Perón no iba al Vaticano, y esa noticia era muy
importante para atenuar el peso político que el General estaba

258
asumiendo día tras día. La Cancillería había denunciado «la
intromisión en los asuntos internos de la Argentina» de Fiat y
la RAI por su apoyo al regreso de Perón, y había ordenado a las
embajadas en Europa que hicieran lobby para desacreditar el
Operativo Retorno. Sin embargo, ese plan diplomático fue un
fracaso: Fiat ponía el avión que Perón iba a usar para moverse
de Madrid a Roma, y el premier italiano, Giulio Andreotti, re-
cibiría al General horas después de aterrizar en el Ciampino,
un aeropuerto cercano a Roma.
Ese fracaso de la dictadura podía compensarse con la ausen-
cia de un encuentro privado de Perón con Paulo VI, aunque las
razones estaban en la estrategia política del Vaticano y no en la
influencia diplomática que una dictadura agonizante ejercía en
Europa. Lanusse podía exhibir un triunfo internacional contra
el General, pero en la intimidad de su despacho reconocía que
poco había hecho para obtener ese rédito político.
El 11 de noviembre de 1972, los altos mandos del Ejército
se reunieron para analizar la lista de ascensos a general. El en-
cuentro inició temprano, y la cúpula del Ejército decidió que
debían ascender los coroneles Leopoldo Fortunato Galtieri y
Carlos Suárez Mason, por sus excelentes fojas de servicio. A
continuación, cerca del mediodía, Lanusse llegó al cónclave
para informar las últimas novedades sobre el regreso de Perón.
Fue recibido con frialdad, y debió dar explicaciones frente a
un auditorio que resistía la vuelta del General.
«No tengo ninguna limitación en decir que el objetivo que
nos hemos propuesto lo vamos a cumplir con plenitud, es decir,
que las Fuerzas Armadas le van a brindar al país la solución que
anunciaron en cuanto al proceso de institucionalización», dijo
Lanusse a los altos mandos para atenuar las críticas que estaba
recibiendo en los cuarteles.
El dictador había asegurado que Perón no regresaba, y
ahora los altos mandos se veían obligados a discutir la agenda
política de su enemigo íntimo, que llegaba para apropiarse del

209
poder. En su propia defensa, Lanusse intentó explicar que el
Ejército obtenía legitimidad si permitía el regreso de Perón,
porque eran garantes de la transición hasta las elecciones pre-
sidenciales.
La cúpula del Ejército, representada por el general Alcides
López Aufranc, rechazó esa perspectiva al sostener que si Pe-
rón regresaba y ganaba los comicios, todo era un fracaso y la
responsabilidad era de las Fuerzas Armadas.
«Debemos estar prevenidos para una escalada sistemática
del terrorismo, incluyendo la eventualidad de atentados contra
personas importantes de los sectores político, gremial y mili-
tar», advirtió Lanusse a los generales, tratando de encontrar
apoyo en la lucha contra las Formaciones Especiales. Débil y
sin iniciativa, el dictador apelaba al instinto de supervivencia:
no tenía información que avalara sus advertencias e invocaba
el terror para ganar tiempo.
La estrategia de Lanusse contradecía, por su simpleza, a
la sofisticación que debía exhibir un general que conduce un
ejército en el poder. Lanusse alertaba sobre un eventual ataque
guerrillero para mantener cohesionada a sus propias tropas
frente al enemigo común. Si se corría peligro de muerte o de
guerra civil, no había espacio político para plantear un cam-
bio en la conducción de la dictadura, que hasta ese momento
ejercía el propio Lanusse.
«Por eso, tampoco descarto que, en estos días, se pretenda
lograr un clima de intranquilidad y agitación que provoque
la reacción del gobierno con un no al regreso, o que permita
decir a Perón que no viene porque las condiciones no están
dadas», aseguró el dictador frente a los generales que ya des-
confiaban de su liderazgo y de su olfato político.
Lanusse estaba a oscuras, no entendía la transición de-
mocrática y, menos todavía, el panorama político en América
Latina. Las organizaciones armadas habían asumido una im-
portante cuota de poder en la Argentina, y al otro lado de la

260
cordillera estaba Salvador Allende, que lideraba la denominada
vía pacífica al socialismo. Allende era presidente de Chile a
pesar de Richard Nixon, Henry Kissinger y el establishment de
Wall Street, y era precisamente la Casa Blanca la que no quería
que se repitiera la experiencia en la Argentina. Perón resultaba
su carta más fuerte y por eso debía aterrizar sin problemas en
Ezeiza. Si el General no controlaba a las organizaciones arma-
das y su vocación de poder, Allende tendría apoyo en la región
y podría enfrentar con éxito las conspiraciones cotidianas de
la CIA.
Lanusse no jugaba en este tablero internacional, y pensa-
ba todo desde una perspectiva cuartelera. En cambio, Perón
entendía el juego, era protagonista y estaba de acuerdo con la
estrategia urdida por Nixon y Kissinger. Ubicado en las antí-
podas de Allende, desconfiaba de las Formaciones Especiales y
deseaba una derrota de Lanusse en todos los frentes.
Ya no era 1964, cuando coqueteaba con Castro y Guevara,
y el Departamento de Estado había ejercido en contra su in-
fluencia continental. Terminaba 1972, y el panorama político
era distinto y favorable. Volvía a la Argentina, aunque Lanusse
cacareara en Balcarce 50.
El regreso de Perón causó mucho interés en las embajadas
de España y los Estados Unidos. A través de sus cables secretos,
que se emitían sin parar, los diplomáticos extranjeros analiza-
ban la situación interna del Movimiento Nacional Justicialista
y la capacidad del General para conducir un proceso político
inédito y complicado.
«Debido a la falta de unidad interior del Partido Justicia-
lista; dividida su rama política entre el grupo conservador del
Consejo Superior, que sigue las instrucciones del doctor Cám-
pora, la rama joven, mucho más agresiva, bajo la dirigencia de
Galimberti; enfrentado el sector sindical entre el grupo de di-
rigentes que disfrutan la rentable sinecura de los cargos direc-
tivos y el sector cegetista disidente, con la figura martirológica

261
de Agustín Tosco al frente; manteniendo los grupos de choque
y terroristas la imagen peronista con carácter simbólico, ya que
son practicantes de una ideología trotskista, el movimiento pe-
ronista no pasa de ser una entelequia, que se mantiene con una
apariencia de unidad irreal, debilitada, además, por las indeci-
siones, debilidades y errores del propio general Perón. Ocurre,
como decía un celebrado cómico de El Nacional (teatro frívolo
de Buenos Aires) que el General ya es bronce, estatua», opinó
Lorenzo González Alonso, cónsul español en Mendoza, en su
cable secreto 825.1.
«Lanusse cuestionó que Perón retornara en Alitalia en lu-
gar de en Aerolíneas, que usara un pasaporte paraguayo en
lugar de uno argentino y que regrese vía Roma cuando hay un
montón de vuelos directos», escribió el embajador Lodge, en
su cable secreto 7.185, para demostrar los limitados cuestiona-
mientos que hacía Lanusse a Perón.
El proceso institucional era tan complejo que las relaciones
de poder entre la dictadura y el peronismo causaban distintas
perspectivas entre diplomáticos extranjeros que observaban
con filtros distintos los hechos de la realidad. El cónsul espa-
ñol González Alonso pensaba que el General estaba acabado y
que Lanusse era una líder militar que conducía al país hacia un
futuro mejor. El embajador norteamericano Lodge, en cambio,
consideraba que Perón estaba acorralando al régimen y que
las críticas más punzantes de Lanusse a su enemigo mortal se
basaban simplemente en la companía contratada para regresar,
en la nacionalidad del pasaporte que usaba y en su decisión de
volver vía Roma. En el argot diplomático, Lodge explicaba a
Washington que Lanusse ya era un león herbívoro, incapaz de
ganar la batalla frente a un cazador político con la voracidad
intacta.
Jorge Antonio levantó el teléfono y se sorprendió cuando
Perón anunció que iba a tomar café. El empresario sabía que
viajaba a Buenos Áires, y que tenía poco tiempo para ir desde

262
Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid, hasta sus oficinas
en el corazón de la capital española. Pero el General estaba
preocupado por ciertos documentos históricos de Evita, y que-
ría compartir en secreto sus inquietudes.
La reunión sucedió en Paseo de la Castellana 56, adonde
Perón llegó con una fuerte carga de melancolía. El empresario
ofreció café y la conversación transcurrió distendida. Antonio
ya sabía que Perón hacía escala en Roma y que aún aguardaba
la audiencia privada con Paulo VI.
«He adelgazado mucho últimamente, y ahora quiero que lo
use usted», le dijo el General al empresario, mientras acercaba
un delicado cinturón con una hebilla que tenía grabada las
iniciales JDP. Antonio agradeció el regalo y sonrió cómplice.
Se sabía en Madrid y Buenos Aires que el General no era muy
desprendido con sus cosas.
Segundos después, Perón abrió un sobre blanco que ence-
rraba, como un juego de Mamushkas, otros sobres que estaban
ajados por los años y la soledad. El General sacó de allí viejas
fotografías de sus padres, y un retrato del Rey de Italia en los
Apeninos. La melancolía no cedía, y Antonio ofreció otra ron-
da de café, para romper ese clima de velorio.
—Quiero que me guarde las cartas de Eva, que las dé a
conocer cuando me muera —le pidió Perón a su viejo amigo
Antonio, que ya no frecuentaba Puerta de Hierro por la perse-
cución de Isabelita y López Rega.
—Esté tranquilo, General. Así se hará —contestó Antonio,
mientras juntaba esas cinco cartas de amor que Evita escribió
a Perón entre 1947 y 1952.
El anciano nostalgioso abandonó las oficinas de Antonio,
terminó de hacer las valijas y se fue en silencio a la casa de
Florez Tascón, su médico endocrinólogo, para esquivar a los
periodistas, servicios de inteligencia y curiosos que se habían
transformado en su eterna compañía. Tascón tenía un chalet
en Guadarrama, a cincuenta kilómetros de Madrid, y durante

263
e
varios días escondió al General, su esposa Isabel y al secretario
López Rega, frente a la desesperación de la dictadura española
que había perdido sus rastros.
La noticia ya estaba en los diarios y en las agencias interna-
cionales: el 17 de noviembre de 1972, Perón llegaba a Buenos
Aires desde Roma. Sin embargo, no había información confia-
ble sobre las conexiones que tomaría el General para llegar a
Italia. Franco estaba indignado por la ausencia de pistas del exi-
liado argentino y presionaba a sus servicios de inteligencia para
conocer los próximos pasos de su inasible huésped político.
La Cancillería española solo había enviado un informe se-
creto al despacho de Franco, que apenas adelantaba ciertos
movimientos del General e Isabel. «El Comisario General de
Fronteras llama en este momento por teléfono para informar
que han sido otorgados los visados de salida y regreso en los
pasaportes de D. Juan Domingo Perón y de su esposa. Por el
momento, no se sabe ni adónde van ni cuándo viajan, aunque
la policía se inclina a creer que van a Buenos Aires con el pro-
pósito de regresar y que saldrán en una fecha muy inmediata»,
aseguraba la nota informativa urgente 329.
El Generalísimo y sus servicios de inteligencia estaban a
oscuras. Perón ya sabía que Gianni Agnelli, dueño de Fiat, ha-
bía puesto a disposición su avioneta privada y que el profesor
Valori aguardaría su llegada en el aeropuerto de Ciampino,
ubicado a quince kilómetros de Roma. No era casualidad que
Agnelli y Valori ajustaran la agenda del General: estaba en jue-
go la posibilidad de un gigantesco acuerdo económico entre
la Argentina y Europa, y la escala en Italia debía encarrilar po-
derosos intereses políticos que, detrás del cortinado, libraban
una lucha sin cuartel para obtener la bendición del General.
El 13 de noviembre de 1972, Perón aún estaba en la resi-
dencia Florez Tascón y escondía su próximo movimiento. Los
servicios de inteligencia de Franco seguían ciegos y solo podían
especular con la escasa información que apilaba la burocracia

264
del Estado español. «Hemos mantenido contacto durante la
mañana con varias fuentes informativas para conocer cómo
piensa viajar a Roma el general Perón. Tengo la lista de pasa-
jeros en el vuelo de Iberia de las 10 de la mañana; no figura
en ella, aunque cabría que figurara bajo nombre supuesto o
que reservara alguna de las plazas todavía libre. Sin embargo,
parece que usará un avión privado y que incluso utilizaría el
Salón de Personalidades de la Cia. Iberia en Barajas. Varias
fuentes creen también que la empresa Fiat enviará a buscarle
un avión de su propiedad, el cual no necesita permiso especial
para el vuelo ni de las autoridades italianas ni de las españolas,
aunque debe utilizar aeropuertos dotados de controles policía-
co y aduanero. Esta es ahora la versión más probable», dice la
nota informativa 344 de la Cancillería española, enviada el 13
de noviembre de 1972 al despacho privado de Franco.
La falta de información exacta sobre el viaje de Perón no
solo confundía a los servicios de inteligencia de España. El De-
partamento de Estado también pretendía saber si el General
volaba a Roma, pero en Italia la embajada norteamericana y
la CIA estaban a oscuras. No tenían información oficial, y se
permitían desconfiar de las noticias que publicaban los diarios
españoles e italianos.
«A pesar de la persistencia de la prensa local e internacional
que reporta que Perón arribará a Roma el 14 de noviembre
en camino a la Argentina, con reuniones previstas con el Vati-
cano y el GOI (Gobierno de Italia), la Cancillería italiana y la
embajada argentina en el Vaticano nos dijo que nada ha sido
oficialmente informado o reportado sobre la visita de Perón»,
escribió Wells Stabler, consejero político de la embajada de los
Estados Unidos en Italia, en su cable confidencial 5.862.
El cable fue enviado a Washington, Madrid y Buenos Aires,
y tiene un segundo párrafo que revela el fracaso definitivo del
General en su intento de obtener un cónclave privado con Pau-
lo VI «El embajador de la Argentina en el Vaticano está “con-

265
vencido” de que no, repito, no habrá audiencia papal solicitada
por Perón», advirtió Stabler en su despacho confidencial.
Mientras los espías extranjeros trataban de confirmar la
ruta del General hacia Buenos Aires, la Cancillería española
pescaba un paper secreto redactado en Buenos Aires bajo las
órdenes de Perón. Gelbard ya había fracasado en su última ges-
tión con Lanusse, y el General intentaba otra vía para encontrar
un punto de contacto con la dictadura militar.
Rodolfo Martínez, un ex ministro de Arturo Frondizi que
trabajaba en la sede de la OEA en Washington, fue convenci-
do por el General para que fuera su enviado ante el dictador
argentino y la Junta de Comandantes. Martínez debía negociar
sobre la base de un paper secreto que describía la situación
interna del justicialismo, analizaba sus posibles fórmulas parti-
darias y proponía a Lanusse un inédito acuerdo.
Ese paper secreto, con distintas variables políticas avaladas
por Perón, fue la base de la nota informativa 342 que la Can-
cillería española remitió con urgencia al despacho del genera-
lísimo Franco. «La posición peronista se puede resumir así: 1)
formación de una alianza electoral de todos los grupos pero-
nistas, e incluso de los más izquierdistas no englobados en la
coalición actual; 2) la nueva alianza tendrá una directiva única
y adquirirá compromisos para 15 años, procurará llevar a cabo
un Plan de Reconstrucción Nacional bajo la suprema jefatura
de Perón; 3) Perón será el negociador único con las Fuerzas
Armadas a las que ofrecerá transformarla en un pacto cívico mi-
litar; 4) todo ello se reflejará en un Acta que confiará a Perón
la Jefatura del Movimiento Nacional», escribió Carlos Robles
Piquer, subdirector General de Asuntos de Iberoamérica.
La información del diplomático Robles Piquer había sido
filtrada por un influyente miembro de la Comisión Retorno,
que trabajó con Martínez para acercar posiciones entre Puerta
de Hierro y Balcarce 50. El dirigente peronista entregó el paper
convencido de que la diplomacia española podía ayudar en

266
las negociaciones secretas. Un mito político que la dictadura
franquista dejaba correr y que nunca desmintió en beneficio
propio.
«Respecto a las candidaturas, proponen cuatro fórmulas:
1. Candidatura presidencial de Perón, si es anulada la cláusu-
la de la residencia obligada antes de agosto. 2. Candidatura
presidencial de un militar peronista aceptado por las Fuerzas
Armadas y de un civil peronista para la vicepresidencia. 3. Can-
didatura presidencial de un civil peronista aceptado por las
Fuerzas Armadas con un hombre independiente para la vice-
presidencia. 4. Candidatura de un independiente propuesto
por Perón, con un candidato a la vicepresidencia elegido por
el Peronismo», reveló el subdirector Robles Piquer en su nota
informativa 342.
Al final del documento reservado, el funcionario español
reproduce la propuesta de fondo que Martínez tenía que pre-
sentar a Lanusse para apalancar un eventual acuerdo entre
Perón y las Fuerzas Armadas. «Hay determinación general en
los medios peronistas de hacer saber al general Lanusse que
si la institucionalización se cumple sin incidentes y de común
acuerdo, no habría objeción para examinar la posibilidad pre-
sidencial del general Lanusse en el próximo período presiden-
cial, siempre y cuando se integre al Movimiento Nacional y
sea su candidatura resultante del apoyo del mismo», aseguró
Robles Piquer, en su informe dirigido al gabinete de Franco,
basado en conversaciones secretas de Perón con miembros de
la Operación Retorno.
La negociación de Martínez nunca prosperó. Lanusse ja-
más se integraría al justicialismo y menos aún traicionaría su
conciencia de clase para encabezar una fórmula presidencial
avalada por Perón. Conspiraba contra el General desde 1951,
y no tenía razones para cambiar de posición ideológica, vein-
tiún años más tarde. Las cartas estaban echadas: no habría
acuerdo entre Perón y Lanusse, que se esperaban agazapados

267
para protagonizar un capítulo más en su lucha por la victoria
final.
El 14 de noviembre de 1972 hizo mucho frío, estaba nubla-
do y empezó con problemas. La avioneta de Agnelli fue desvia-
da a Valencia porque no podía descender en Barajas, y Perón se
quejó del mal tiempo y de su mala suerte. Cerca del mediodía,
la nave pudo aterrizar a doscientos metros del edificio principal
del aeropuerto de Barajas. Había muchos argentinos que grita-
ban su nombre y ponían los dedos en ve, mientras la Guardia
Civil trataba de adivinar los próximos pasos del General, que
había prometido una conferencia de prensa para los periodis-
tas que mataban el frío y la espera tomando café.
Perón vestía traje gris, tenía un sobretodo de piel de came-
llo y llevaba en su mano izquierda un sombrero verde. Isabel
lucía un traje sastre color claro y portaba un abrigo de visón.
Se negaron a usar el salón VIP dispuesto por Franco, y a una
señal de López Rega subieron a un sedán Mercedes Benz que
los llevó hasta la escalerilla de la nave. No hubo conferencia de
prensa, apenas un saludo a la distancia.
El«General subió en silencio a la avioneta y se acomodó
en la primera fila. Al lado se ubicó Isabelita, y más atrás Ló-
pez Rega. Ya esperaban a bordo Victoria Llorente, asistente
de Perón, un empleado de Fiat y la tripulación contratada por
Agnelli. Unos minutos más tarde, atravesando una cortina de
niebla, el avión blanco con franjas azules se dirigió hacia la
Ciudad Eterna.
Cuando la partida se había consumado, la Cancillería de
Franco remitió su primer parte secreto a la embajada de Espa-
na en Buenos Aires. «Doce treinta ha salido para Roma gene-
ral Perón en avión particular sin escolta de Policía Española»,
decía la nota informativa 344, transmitida sin demoras desde
Madrid. Segundos después, la nota informativa 346 ampliaba
los datos: «El general Perón ha salido a las 12.26 de Barajas,
habiendo despegado el avión Mistere de un pista de la zona

268
industrial del aeropuerto. El avión llevaba las iniciales DA/20
Mistere Europe Falcon Sefvice FBPJB. En él viajaban el general
Perón, su esposa, una señorita —al parecer una doncella—,
un secretario, un empleado de la Fiat y la tripulación», decía
la comunicación secreta.
Mientras el embajador español José de Erice releía la in-
formación clasificada remitida desde Madrid, Perón y su co-
mitiva aterrizaban en el aeropuerto de Ciampino. Al pie del
avión estaba Valori y su madre Emilia Marinelli Valori, una
mujer valiente que enfrentó a los nazis y fue condecorada
por el gobierno de Italia. Primero bajó Perón, se abrazó a
Valori, besó a Emilia Marinelli y saludó al marqués Alessandro
di Bugnano, que estaba en representación del gobierno ita-
liano. Atrás del General descendió Isabelita, que saludó con
pompa y circunstancia, y le dio un ramo de flores a la madre
de Valori, una pieza clave en la etapa romana del regreso a
Buenos Aires.
Los empresarios italianos apostaban a Perón para obtener
beneficios económicos, si su candidato presidencial ganaba los
comicios de marzo de 1973. Nada hacía prever lo contrario, y
como era una apuesta a ganador, Fiat, Pirelli, Techint y Olivetti
habían decidido financiar la estadía del matrimonio Perón en
Roma y desplegar a su favor todos los medios de comunicación
que manejaban en Italia.
Cuando terminaron los saludos protocolares, Perón fue
conducido a un salón del aeropuerto de Ciampino para for-
malizar un reportaje con la Radio Televisión Italiana (RAD),
que estaba en manos del profesor Valori. El General contestó
todas las preguntas en italiano, recordó viejas anécdotas de sus
años en Italia y apuntó al corazón de Lanusse y la Junta Militar.
—¿Cuál es el objetivo de su viaje de Roma a Buenos Aires?
—preguntó Gino Nebiolo, periodista de la RAI.
—Ver si se puede crear un poco de paz entre los argentinos
que son tan revoltosos. Hemos pensado que se puede hacer

269
una misión de pacificación. Lo intentaremos: no sé cuál será
el resultado.
—¿Cuánto tiempo piensa permanecer en Argentina?
—Me detendré cuanto sea necesario. Todo lo posible para
tranquilizar a la gente, especialmente a gente que responde a
nuestra tendencia, a nuestra doctrina, que son los peronistas.
—¿El momento actual es difícil para la Argentina?
—Creo que sí. Existen las fuerzas políticas, las Fuerzas Ar-
madas, que tienen sus conflictos. Esperamos llegar a ponernos
de acuerdo, creo que será posible. No es fácil, es difícil. Pero
no imposible.
El reportaje encierra dos claves políticas. Castiga a las Fuer-
zas Armadas que se niegan a levantar el estado de sitio y a
permitir la movilización popular a Ezeiza. Y toma distancia de
las Formaciones Especiales, que se resistían a bajar las armas y
a pasar a retiro.
El General agradeció la nota al cronista de la RAI y acom-
pañado por Valori subió a un auto oficial negro enviado por
Giulio Andreotti, primer ministro italiano. La comitiva esquivó
a los periodistas y escoltada por policías de civil marchó hacia
Roma. El General e Isabelita se alojaron en una suite del hotel
San Giorgio in Velabro, ubicado en una zona bellísima de la
Ciudad Eterna. La ex artista de variedades corría las cortinas y
podía mirar el Arco de Juno y la Boca de la Verdad, un paisaje
diferente a las casas bajas que observaba desde su pensión de
Panamá City.
Perón apenas tuvo tiempo para afeitarse y cambiar su traje:
tenía una entrevista privada y a solas con Andreotti, que lo es-
peraba en su despacho de la Piazza Montecitorio 114, adonde
atendía su agenda personal. La dictadura había presionado
para complicar la escala romana del General, y entonces An-
dreotti decidió recibir a Perón fuera del Palacio Chigi, sede del
gobierno italiano.
El General y el Primer Ministro conversaron sobre Europa,

2:70
las relaciones económicas entre ambos países y la transición
democrática en la Argentiha. Andreotti lo despidió en la puerta
de su oficina, Perón lo abrazó y antes de regresar al hotel hizo
declaraciones a los periodistas que cubrían su paso por Italia.
«Regreso a la Argentina sin rencor, y espero encontrar en
mis adversarios, la grandeza necesaria para que, todos juntos
y con cristiana fe, elaboremos el bienestar nacional», dijo el
General a los enviados especiales.
No fue casualidad que Perón mencionara la fe cristiana.
Ya sabía que Paulo VI no estaba en su agenda italiana, y ahora
apostaba a un encuentro con Agostino Casaroli, secretario de
Estado de la Santa Sede. Era una apuesta fuerte: solo el Papa
podía autorizar una reunión con el General, y Valori trabajaba
a destajo para cumplir con el líder justicialista.
Mientras Perón mantenía la reunión reservada con An-
dreotti, Isabelita dejaba el hotel para caminar por la Via Ve-
neto, perseguida por periodistas, espías y agentes de civil asig-
nados a su seguridad. Estaba impecable con unos pantalones
grises y chaqueta al tono, y no dejaba de sonreír a las cámaras.
—¿Cuánto tiempo se quedarán en la Argentina? —pregun-
tó un periodista.
—Dios mediante, nos quedaremos para siempre. Finalmen-
te, ha llegado la hora —contestó, antes de entrar en el café
inmortalizado por Federico Fellini en La Dolce Vita.
Rodeado de espías y carabinieri, que habían tomado por
asalto el lobby del hotel San Giorgio, López Rega habló a Bue-
nos Aires y confirmó que Cámpora y la comitiva estaban en
Ezeiza. El aeropuerto internacional estaba plagado de policías
y desbordante de militantes, periodistas y curiosos que no que-
rían perderse un hecho histórico: 129 pasajeros, en un vuelo
charter de Alitalia, viajaban a Roma para volver con Perón a
la Argentina.
«La reunión de figuras populares como yo obedece a la ne-
cesidad de preservar al máximo posible la seguridad de Perón.

271
Una persona sola es vulnerable y este episodio vuelve a reite-
rar la idea de que cuando nos agrupamos somos más fuertes»,
afirmó Marilina Ross. Había sido invitada por Juan Manuel
Abal Medina (p), tenía una fuerte contractura que le impedía
actuar, y pese al dolor, se puso una venda y partió a Roma.
«Se trata de un suceso histórico, que excede ampliamente
el marco de lo político partidista, que cumple un perseverante
anhelo popular y obrará como factor para el logro de la revo-
lución», dijo Carlos Mugica rodeado de policías. La inclusión
de este sacerdote entre los pasajeros fue muy cuestionada por
las curia porteña, y un puñado de militantes católicos habían
pegado carteles asegurando que era un ideólogo maoísta. Mu-
gica viajó acompañado por su colega y amigo Jorge Vernazza,
un protagonista clave en la organización del Movimiento de
Sacerdotes para el Tercer Mundo.
«Todo transcurrirá en calma, porque estamos en contra
de cualquier alteración del orden», aseguró Lorenzo Miguel
antes de pasar por Migraciones. Miguel había apostado por el
viaje a Roma, aunque Perón desconfiaba de sus silencios y de
su pragmatismo político. Usó fondos de la UOM para pagar
varios pasajes del avión, y se mostró distante de José Ignacio
Rucci, que jamás creyó en la Operación Retorno.
«Perón no podía dejar caer a su partido y a su gente, y por
tal motivo retorna al país», analizó Hugo del Carril, la voz ofi-
cial del peronismo, mientras firmaba autógrafos en el hall de
Ezeiza. Amigo del General, preso por la Revolución Libertado-
ra, no dudó cuando lo invitaron a subir al charter de Alitalia.
El 14 de noviembre, en horario, la nave Giuseppe Verdi
decoló rumbó a Italia. Su partida fue informada sin demora al
Departamento de Estado. «La delegación de aproximadamente
130 peronistas partió de Ezeiza a las 15.30 hora de Buenos Aires
hacia Roma. Aunque en el aeropuerto hubo aproximadamen-
te 200 personas para despedir a la delegación, la partida fue
completamente pacífica. Prevaleció el humor festivo. Cámpora

272
encabeza la delegación, que incluye figuras como Alberto Gó-
mez Morales, Antonio Cafiero, Raúl Matera y Jorge Taiana», re-
portó el embajador Lodge en su telegrama confidencial 7.220,
enviado a Washington el 14 de noviembre de 1972, a las 18.20
de la Argentina.
Dos horas más tarde, Lanusse recibió a la Junta Militar en
Casa de Gobierno. Hubo un parte de inteligencia desde Roma
describiendo las distintas actividades del General y un detallado
informe sobre la salida del charter peronista a Italia. A conti-
nuación, se analizó la posibilidad de un ataque al vuelo de re-
greso y sus obvias consecuencias sociales y políticas. El dictador
enfatizó que un atentado a Perón colocaba al país cerca de la
guerra civil y a las Fuerzas Armadas en una posición de extre-
ma debilidad frente a la opinión pública y las organizaciones
guerrilleras. Lanusse exigió a cada jefe militar que extremara la
vigilancia interna para evitar que un ataque al líder justicialista
transformara su retorno en una espiral de violencia infinita.
El regreso de Perón convertía al dictador en un protagonis-
ta secundario incapaz de romper la inercia política generada
por su principal adversario. Lanusse podía haber asumido la
iniciativa con el gesto de invitar al General a Balcarce 50, pero
no tenía margen de acción frente a la mayoría de los jefes
castrenses que hubieran preferido colgar al líder partidario
en la Plaza de Mayo. Entonces, decidió cumplir una agenda
de actividades públicas que escondían una sola razón política:
simular que en el país no sucedía nada extraordinario, y que el
regreso de Perón era una noticia que se repetía todos los días.
Así fue que Lanusse anunció que se había terminado de
redactar un documento titulado «Bases para el Programa de
Conciliación y Unión Nacional» y que el sábado 18 estaría en
Bahía Blanca inaugurando un complejo petroquímico. Los
anuncios fueron inútiles y patéticos: con Perón en Buenos Ai-
res, un hecho histórico que no sucedía desde octubre de 1955,
a nadie le importaba la agenda de Lanusse.

273
Ajenos a la deprimente reunión del dictador con la Junta de
Comandantes, los pasajeros de la Operación Retorno bebían
vino espumante, brindaban por Perón, cantaban La Marchita
y entonaban el Himno Nacional. El padre Mugica deambulaba
por el pasillo alentando a los pasajeros, el escritor José María
Rosa se acordaba del Che Guevara y Fidel Castro, Leonardo
Favio paseaba luciendo una boina roja y Oscar Alonso matizaba
el aburrimiento cantando su repertorio de tangos. El vuelo era
una fiesta: volvía Perón, terminaba la dictadura.
Tras ocho horas de vuelo, el charter aterrizó en Dakar. Na-
die podía bajar, hacía mucho calor y había que esperar que la
nave se abasteciera de combustible. Afuera, el Ejército de Se-
negal estaba en posición de combate cuidando a los pasajeros,
que impacientes por la demora exigían a las azafatas una rápida
huida hacia la Ciudad Eterna. Una hora más tarde, Giuseppe
Verdi despegaba rumbo a Roma.
—¿Cómo seguimos? —le preguntó Taiana a Cámpora, poco
tiempo antes de aterrizar en Fiumicino.
—Seguramente, encontraremos al General en el aeropuer-
to, donde todos tendrán el primer contacto con el jefe —repli-
có el Delegado con su habitual sonrisa.
—¿Y si no?
—Otra posibilidad era que nos aguardara en su hotel, a la
tarde o a la noche, para un cóctel o una comida.
El avión aterrizó sin problemas en el aeropuerto de Roma.
Perón no estaba.
Los pasajeros, desilusionados, se subieron a los micros y mi-
rando fijo entre la niebla pudieron descubrir el Foro Trajano
antes de llegar a los hoteles asignados por la Comisión Retorno.
La delegación se dividió entre los hoteles Imperator, Reale y
Medici, muy cerca de la Via Veneto, una pintoresca avenida que
baja en zigzag desde la Villa Borghese hasta la Piazza del Tritone.
Sin noticias del General, la comitiva dejó las valijas y se fue a
caminar por la Ciudad Eterna. Pasado el mediodía, almorzaron

274
cerca del hotel Imperator, en un típico bodegón que ofrecía
pasta y chianti a un preció razonable.
—Hola, llegué —saludó a los gritos El Tula, histórico Bom-
bo Mayor del peronismo.
—Qué hacés, Tula, sentate a comer. Está todo pago —salu-
dó Lorenzo Miguel, en la punta de la larga mesa.
El Tula, Carlos Tula, había embarcado en el Puerto de Bue-
nos Aires rumbo a Europa para encontrarse con Perón. Llegó
a Portugal, se tomó un tren a Madrid, y con sus últimos pesos
pagó un taxi hasta Puerta de Hierro. El General ya se había
ido al chalet de Florez Tascón, escala previa antes de viajar a
Italia. Sin un duro, el bombista le vendió a la agencia española
EFE un reportaje y con esas pesetas se compró un pasaje en
tren hasta Roma. Bajó en Termini, y usando su cocoliche logró
hablar con un sindicalista que paraba en el Imperator. El sin-
dicalista lo invitó a comer y le dejó unas liras para pagar el taxi
hasta el hotel, muy cerca del bodegón donde almorzaban sus
compañeros. Tula quería volver en el charter de Alitalia, y se
lo iba a pedir a Perón: una partida difícil, el General estaba en
otros asuntos y ni siquiera había recibido a su comitiva oficial.
El Bombo Mayor del peronismo aceptó la invitación de
Miguel, y se sentó en medio de Mugica y Vernazza, los dos úni-
cos sacerdotes que integraban la delegación. Mugica siempre
estaba de buen humor, y a los postres empezó a contar chistes
verdes, subidos de tono para un religioso que almorzaba a vein-
te cuadras del Vaticano.
Tula miraba y se mordía la lengua. No aguantó más, y lo
encaró con su conocida espontaneidad.
—Discúlpeme, nunca vi un cura que contara chistes ver-
des— le dijo a Mugica.
—Lo disculpo. Sabe que pasa: usted nunca vio a un cura.
Cuando terminaron las carcajadas, Lorenzo pagó la cuen-
ta y los viajeros militantes regresaron al hotel para dormir la
siesta. Estaban desconcertados: Cámpora se había ido desde

275
Fiumicino con el profesor Valori y nadie sabía los próximos
pasos del Delegado. Solo quedaba esperar, y aprovechar las
horas muertas para recorrer una ciudad que protege secretos
históricos de la humanidad.
Mientras la comitiva almorzaba cerca de Via Veneto, Perón
recibía al cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado Vatica-
no, que llegaba en nombre de Paulo VI. Era un encuentro clave,
que servía para acercar posiciones entre el General y el Papa.
Casaroli y Perón comieron en uno de los salones del hotel
San Giorgio. Hablaron en español, y el secretario de Estado
Vaticano confirmó al General la preocupación que tenía Pau-
lo VI sobre la influencia del Movimiento de Sacerdotes del
Tercer Mundo en la Argentina. Perón contestó que la mili-
tancia de Mugica y Vernazza eran una lógica reacción a las
vinculaciones de la Curia con la dictadura militar y prometió
desmantelar la preponderancia de los curas tercermundista
cuando llegara a Buenos Aires.
El enviado del Papa exhibió también la inquietud del Vati-
cano sobre las organizaciones armadas, que hasta ese momen-
to habían sido la principal pieza ofensiva del General contra
Lanusse y la Junta de Comandantes. Perón contestó a Casaroli
que las Formaciones Especiales solo respondían a la represión
ejercida por la dictadura y adelantó que su protagonismo ter-
minaría cuando las Fuerzas Armadas entregaran el poder al
futuro gobierno justicialista.
—¿Cuál es su balance sobre el encuentro con Perón? —pre-
guntaron los periodistas al cardenal Casaroli.
—Tuvimos una conversación muy interesante, en una at-
mósfera de cordialidad. El señor Perón me ilustró acerca de los
motivos de su viaje a la Argentina y de su misión de pacificación
y reconciliación —contestó el secretario de Estado Vaticano.
—¿Perón será recibido por el Papa? —insistieron los envia-
dos especiales apostados en la puerta del hotel San Giorgio.
—El señor Perón ha preferido renunciar al encuentro con

276
el Santo Padre, a pesar de cuánto le habría gustado entrevis-
tarse con él, según confesó, en vista del carácter errado que se
podría dar a su visita y para no comprometer a la Iglesia en un
campo de suposiciones.
Fue una perfecta salida diplomática: el Papa había dicho
que no a la audiencia privada, y Casaroli salvaba el fracaso po-
lítico de Perón asegurando que el General decidió no ir al
Vaticano para evitar malos entendidos, que era el argumento
que usaron los cardenales para convencer a Paulo VI sobre las
negativas repercusiones internacionales que habría tenido una
foto suya junto al general argentino.
Desde la simulación protocolar, todos satisfechos. Perón
no había sido rechazado por el Papa, el Papa no había queda-
do en una posición incómoda, y Casaroli y el General habían
avanzado otro paso para terminar con la crisis histórica que
comenzó en 1955, cuando militantes justicialistas incendiaron
la Catedral de Buenos Aires y la Casa Rosada expulsó del país
a representantes de la Iglesia en la Argentina.
El cardenal se fue al Vaticano, y minutos más tarde apa-
recieron en la puerta del hotel, Via Veladro 16, Perón y su
tercera esposa a bordo del auto oficial. Isabelita sonreía para
las cámaras y el General detuvo la marcha para responder a
los periodistas, que estaban en medio de la calle cortando el
tránsito y a los gritos.
—¿Quedó satisfecho con la conversación que tuvo con
monseñor Casaroli?
—Sí, sinceramente sí. Fue muy interesante. Dije cuanto te-
nía que decir —contestó Perón respetando el protocolo.
Había acordado con Casaroli que la versión oficial del en-
cuentro quedaba en sus manos, y no quería avanzar frente a
los periodistas sin conocer las declaraciones del secretario de
Estado Vaticano. Ante el silencio de Perón, los enviados espe-
ciales cambiaron de tema para no perder la oportunidad de
entrevistar al líder justicialista.

277
—¿Cómo está en Italia? —improvisó un enviado especial.
—Bien. En Italia, soy italiano —contestó Perón con su me-
jor sonrisa de Alberto Sordi.
Después subió la ventanilla del auto, saludó y se fue.
A las 16.05, hora de Roma, un cable confidencial llegó al
Departamento de Estado y a las embajadas norteamericanas
en Madrid y Buenos Aires. Informaba sobre las actividades del
General, minutos más tarde de su almuerzo con el cardenal Ca-
saroli. «Medios italianos dieron prominente cobertura al arribo
de Perón en Roma. De acuerdo con la prensa, Perón tuvo un
encuentro “privado” con el primer ministro Andreotti, recibió
al arzobispo Casaroli en su hotel y “renunció” en su intención
de buscar una audiencia con el papa Paulo VI», afirmaba el
cable confidencial 6.933 con fecha del 15 de noviembre de
1972. El despacho diplomático revelaba, además, la presión
sin éxito de la embajada argentina en Italia para perjudicar la
estadía romana del General. «El gobierno italiano ha dicho que
no hay razón para impedir la escala de Perón», escribió Wells
Stabler, consejero político de los Estados Unidos, en el último
párrafo del cable 6.933.
Cerca de la hora del té, Cámpora llegó al hotel San Giorgio
para encontrarse con Perón. Tenía novedades importantes de
Buenos Aires, y necesitaba consultar sus próximos pasos. La
dictadura no permitía la movilización hacia Ezeiza, y anunciaba
un fuerte operativo de seguridad para disuadir a los militantes
que pretendían recibir al General. «Este dispositivo tiene como
único objetivo el de cumplimentar lo dispuesto por el gobier-
no nacional en lo referente a impedir reuniones o concentra-
ciones masivas capaces de generar violencias y destrucciones»,
alertó el Primer Cuerpo del Ejército en un comunicado oficial.
El enfrentamiento con las Fuerzas Armadas preocupaba
a Cámpora, que temía una masacre en Ezeiza. Además, los
servicios de inteligencia habían montado una operación de
acción psicológica para exhibir el Operativo Retorno como

278
la antesala de un enfrentamiento mortal entre la dictadura
y el peronismo. Antes de volar a Roma, el Delegado se había
enterado del allanamiento a Gaspar Campos 1065, la caso-
na señorial que habían comprado con fondos sindicales para
alojar al matrimonio Perón en Buenos Aires. El parte oficial,
distribuido con esmero entre los medios afines, aseguraba que
se habían incautado dos ametralladoras, diez pistolas y varias
cajas con municiones.
Perón tranquilizó a Cámpora. Ya había acordado con Ga-
limberti en Madrid que la movilización a Ezeiza era sin armas,
y que las organizaciones guerrilleras solo actuarían en caso
de un enfrentamiento directo con los militares. La Juventud
Peronista había sesionado en Santa Fe y había decidido que la
marcha al aeropuerto debía ser pacífica y que el armamento
de las Formaciones Especiales se usaría únicamente si el Ge-
neral o la comitiva eran atacados por comandos rebeldes de
las Fuerzas Armadas.
Tras analizar los pormenores del congreso de la JP en Santa
Fe, Cámpora detalló a Perón sus dos reuniones con el briga-
dier Osvaldo Cacciatore, jefe del Estado Mayor Conjunto. El
Delegado informó que Cacciatore se mostraba intransigente
frente a la posible movilización hacia Ezeiza y que anunciaba
un operativo cerrojo para evitar que los militantes llegaran has-
ta el aeropuerto internacional. Perón contestó que la clave era
una manifestación pacífica y masiva para demostrar a la Junta
Militar que el poder estaba en la calle y no en los cuarteles.
Cámpora coincidió, aunque tenía dudas respecto a las intencio-
nes de las Fuerzas Armadas y a la paciencia de la JP, que soñaba
hilvanar el regreso del General, la caída de Lanusse y el inicio
de la revolución nacional.
Perón también minimizó el allanamiento en Gaspar Cam-
pos, ejecutado horas antes de su salida de Madrid, y preguntó
a su Delegado sobre la agenda política en Buenos Aires. Cám-
pora reveló que estaba previsto un encuentro con los aliados

279
electorales y confirmó que Ricardo Balbín había aceptado una
reunión, a solas, en Gaspar Campos.
El General tenía planes con Balbín, que sería el candida-
to a presidente de la Unión Cívica Radical. Perón pretendía
acordar con su adversario político un programa común que
incluyera a las Fuerzas Armadas y limitara a las Formaciones
Especiales. Balbín conocía esta idea y había aceptado la cumbre
en Gaspar Campos. El jefe del radicalismo compartía los mis-
mos temores del General y pensaba que un pacto preelectoral
podía consolidar la transición democrática sin que implicara
un costo político para su propio partido.
Cuando Cámpora abandonó el hotel San Giorgio, en
Buenos Aires se informaba oficialmente que la dictadura no
levantaba el estado de sitio y que disponía un asueto laboral
para el 17 de noviembre. Lanusse aplicaba su lógica castrense
para enfrentar la vuelta del General: el estado de sitio le daba
cobertura legal para reprimir a los manifestantes que preten-
dían ejercer su identidad peronista, y el asueto era una excusa
formal para esconder un paro decretado por la CGT que sería
masivo y contundente. Se trataba de golpear para que no lle-
guen a Ezeiza y de imponer un feriado de facto para evitar una
fiesta de hecho.
Mientras Lanusse se preparaba para su agonía política, Juan
Manuel Abal Medina convocaba a los periodistas para leer un
nuevo mensaje de Perón. «Mi misión es de paz y no de guerra.
Vuelvo al país, después de dieciocho años de exilio, producto
de un revanchismo que no ha hecho sino perjudicar gravemen-
te a la Nación. No seamos nosotros colaboradores de tan fatídi-
ca inspiración. Nunca hemos sido tan fuertes. En consecuencia
ha llegado la hora de emplear la inteligencia y la tolerancia,
porque el que se siente fuerte suele estar propicio a prescindir
de la prudencia», decía Perón en su mensaje.
El General ofrecía una clase de estrategia política. Las Fuer-
zas Armadas estaban en retirada y necesitaban una excusa para

280
ocupar nuevamente el centro del escenario. Y esa excusa era un
enfrentamiento con las Formaciones Especiales, que se habían
transformado en los enemigos mortales de la Junta de Coman-
dantes. Perón no quería una tragedia camino a Ezeiza y ordenó
guardar las armas para evitar una reacción fatal ante la provo-
cación de los efectivos militares. Si la movilización popular al
aeropuerto era masiva, y los tanques y soldados de Lanusse se
cruzaban reprimiendo a los militantes desarmados, el régimen
caía derrotado por su propio peso autoritario.
Los pasajeros del charter caminaban a la deriva por las ca-
lles de Roma. Parecían integrantes de una estudiantina. Para-
ban en los cafés a tomar ristreto, se sacaban fotos en la Fontana
de Trevi y compraban réplicas baratas del Coliseo. Los diarios
se referían a ellos como «Los Fanáticos de Perón», y los carabi-
nieri ejercían una silenciosa vigilancia en las calles que rodea-
ban el hotel del General.
Roberto Pettinato (p) era peronista y subió al charter por
invitación de Cámpora. Antes de viajar, su mujer le pidió que
comprara una tela para hacerse un vestido, y Pettinato recorrió
la Ciudad Eterna para cumplir con el mandato familiar. Estaba
con el poeta José María Castineira de Dios y José Luis Muñoz
Azpiri, un diplomático de carrera que hablaba muy bien ita-
liano. Finalmente, llegaron a un negocio que estaba bajando
las persianas: el dueño hizo un gesto con la mano, y advirtió:
¡Chiuso! Pettinato pidió, rogó. Nada: ¡Chiuso! Insistía el dueño
de la tienda. «Somos los fanáticos de Perón», dijo Muñoz Azpiri
en perfecto italiano. Fue un milagro: el dueño abrió el negocio,
y le quiso regalar la tela a la esposa de Pettinato, que finalmente
pagó con sus liras.
El General no aparecía, pero ayudaba a los pasajeros mili-
tantes que deambulaban entre la Piazza España y el Foro Tra-
jano.
La noche del 15 de noviembre de 1972, Cafiero, Taiana,
Fonrouge, Solano Lima y Pons Bedoya se fueron a cenar al

281
Trastevere, un barrio cercano a la Capilla Sixtina. A los postres,
para divertir a sus compañeros, Cafiero deleitó con sus anéc-
dotas políticas y sus chistes de salón. En cambio, Sanfilippo
y el Loro Miguel se quedaron en la habitación hablando de
fútbol y escuchando las preocupaciones de Rucci, que llamaba
y llamaba al otro lado del océano. «Hemos venido para volver
a Buenos Aires y vamos a aterrizar en Buenos Aires», le repetía
Miguel a Rucci que recomendaba, una y otra vez, desviar el
vuelo de Alitalia al aeropuerto uruguayo de Carrasco.
A esa hora, Perón e Isabelita llegaron al piso de la Famiglia
Valori, ubicado a pocas cuadras de donde Cafiero contaba chis-
tes y recordaba anécdotas. El General fue recibido por Emilia
Marinelli, héroe de la Segunda Guerra Mundial y madre de
Giancarlo Elia, arquitecto de su visita a Italia. Sin su ayuda,
Perón no habría tomado café con el premier Andreotti ni al-
morzado con el cardenal Casaroli.
La cena fue íntima. Perón, Isabelita, Emilia Marinelli y Va-
lori. Antipasto casero, pasta, helado y frutos secos. Buen vino,
y café al final. Pasada la medianoche, tocaron el timbre: era
Lópéz Rega, que debía llevar a Perón de vuelta al hotel San
Giorgio. El secretario esperó abajo, Emilia Marinelli no lo so-
portaba y resistió su ingreso a la casa familiar.
«Al terminar una Opípara cena en el hogar del grande y
querido amigo Giancarlo y su encantadora mamá, uno se re-
concilia con la vida, al contemplar lo sublime de la amistad
cuando es pura y es sincera. Yo no olvidaré jamás estas horas
felices y mi gratitud será eterna para este joven que honra a la
gloriosa Italia, tan cercana a mi corazón», escribió Perón, el
15 de noviembre de 1972, en el libro de honor de la Famiglia
Valori.
Un día más tarde, a las 9.30, la comitiva llegó a la Basílica
de San Pedro para escuchar la misa de los sacerdotes Mugica
y Vernazza. Mezclado entre los invitados oficiales estaba Tula,
que pretendía regresar en el charter de Alitalia. El Bombo ma-

282
yor del peronismo buscó a Cámpora y fue al frente confiando
en sus años de militantes. Pensaba que tenía todo resuelto.
—No tengo un peso y quiero volver con ustedes en el avión.
¿Cómo hago? —le preguntó Tula a Cámpora, en medio de las
escaleras que conducen a la Basílica.
—No hay lugar, lo lamento —cortó, seco, el Delegado antes
de entrar en San Pedro para escuchar los sermones de Mugica
y Vernazza.
Los sacerdotes cuestionados por Paulo VÍ ocuparon un al-
tar lateral, a treinta metros de La Piedad de Miguel Ángel.
Habían dejado sus camperas de cuero, y exhibían sus hábitos
religiosos. Cerca de ellos se podía ver a Cafiero, Ross, Taiana,
Garré, Matera, Miguel, Pons Bedoya, Rocamora y Barrau.
El padre Vernazza inició la homilía citando al Evangelio,
al Sermón de la Montaña y a la Encíclica Populorum Progressio
dictada por Paulo VI. Después continuó Mugica rescatando la
importancia histórica del regreso de Perón, cuestionando a las
Fuerzas Armadas y rogando por la paz y el amor en la Argentina.
«Si no logramos cambiar el corazón del hombre, solo habre-
mos cambiado el nombre del opresor», predicó Mugica ante
la Comitiva.
Cuando terminó la misa, todos los militantes rodearon a
Vernazza y a Mugica. Estaban emocionados, eufóricos. Mugica
agradeció las felicitaciones, y emprendió su paso hacia la salida
que desemboca en la Via della Conciliazione. «¡Vamos a vencer,
vamos a vencer!», empezó a cantar, quebrando el murmullo
de los turistas en San Pedro. Se sumaron Ross, Garré, Cafiero,
Rocamora y Cámpora. Todos cantando, todos gritando. Perón
volvía a la Argentina. Para ellos, un milagro.
El Delegado abandonó la Basílica y marchó hasta el hotel
San Giorgio para almorzar con Perón, Isabelita y Lamberto
Furno, un periodista de La Stampa de Turín. El General estaba
afable, y contestó con esmero todas las preguntas. Anunció que
visitaría Paraguay y Perú después de la Argentina, y no descartó

283
ampliar su gira internacional a Cuba, Rumania y China. Duran-
te el extenso reportaje, Perón reitero su prescindencia en la
próxima batalla electoral, tomó distancia de los gobiernos de
Fidel Castro y Salvador Allende, y reveló con cierta ironía que
su candidato presidencial estaba en el charter que volaba esa
noche a Buenos Aires.
—Y si usted no quisiera presentarse como candidato, ¿tiene
delfín? —preguntó Furno.
—Tengo muchísimos. En estos años, nos hemos preocu-
pado de formar mucha materia gris. De los 150 pasajeros del
avión que esta mañana llegó aquí, hay por lo menos 75 posibles
delfines —contestó Perón con una sonrisa.
La prensa europea estaba sorprendida por el poder de fue-
go de las organizaciones armadas y la capacidad de moviliza-
ción de la juventud peronista. El General siempre esperaba una
pregunta sobre este tema, y siempre respondía con la misma
lógica cartesiana: si había represión del régimen militar, había
que contestar desde la sociedad civil. Lo que significaba que,
una vez terminada la represión, las organizaciones armadas
debían disolverse y sumarse al proceso democrático, una hi-
pótesis de construcción de poder que Galimberti y sus aliados
no tenían intenciones de transformar en un acontecimiento
político.
—¿Qué opina de la guerrilla? —preguntó el periodista ita-
liano, ajustándose al manual.
—La guerrilla es violencia desde abajo que responde a una
violencia desde lo alto —contestó Perón siguiendo su guión.
El General ya había opinado sobre las Formaciones Espe-
ciales, y ahora tocaba el turno al futuro papel de las Fuerzas
Armadas. Perón sabía que la Junta de Comandantes tenía
intenciones de nombrar a ministros militares en el próximo
gabinete civil y estaba dispuesto a conceder esos espacios de
poder. Se trataba de sumar lealtades para evitar conspiraciones
y condicionar a las organizaciones guerrilleras.

284
—¿Qué rol desempenñarían los militares con usted en el
poder? —interrogó el enviado especial de La Stampa de Turín.
—El que normalmente tienen en todos los países. En el
gabinete argentino debe haber tres ministros militares que re-
presenten al Ejército, la Marina y la Aeronáutica.
Cuando el periodista italiano terminó de entrevistar a Pe-
rón, avanzó sobre Isabelita que hasta ese momento solo había
sonreído al fotógrafo. Furno preguntó sobre Evita y la Tercera
Esposa contestó con una fábula. «Yo tengo en custodia sus restos
mortales, que están en un cementerio español y que solo yo pue-
do visitar. Dejaré esa tarea el día en que Evita Perón pueda des-
cansar en su tierra, como le corresponde», mintió sin titubear.
Los restos mortales de Eva estaban en Puerta de Hierro, y
el General descartaba su traslado a Buenos Aires. Temía que
se repitiera la triste historia iniciada durante la Revolución Li-
bertadora.
Perón despidió al periodista y revisó por enésima vez el
último alegato que haría antes de llegar a Ezeiza. Tenía cuatro
párrafos y era la síntesis perfecta de su imaginación política.
Apelaba a la paz para avanzar en la transición democrática,
convocaba al diálogo con los partidos políticos y las Fuerzas
Armadas, instaba a una movilización pacífica hacia Ezeiza y
abría la puerta a una cumbre con Lanusse.
«Hasta mañana, si Dios quiere», rezaba el General, en la
última línea de su último discurso como exiliado político de
la Argentina.
Mientras tanto, en Buenos Aires, la situación empeoraba.
El régimen había censurado a los periodistas que cubrían la
escala en Roma, el Ejército había desplegado 30.000 efectivos
alrededor del aeropuerto, la Policía Federal había tomado el
hotel Internacional que iba a usar Perón a su llegada y la Junta
de Comandantes había decidido que solo 300 invitados espe-
ciales podían estar en Ezeiza cuando el charter aterrizara en
la Argentina.

285
El General escuchó las últimas noticias de la dictadura y
se encaminó hasta el Grand Hotel, adonde los militantes pa-
sajeros aguardaban su llegada tomando café y compartiendo
sabrosos chismes de la comitiva. A las seis de la tarde, impecable
con su traje oscuro, Perón apareció en escena con su mejor
sonrisa. Se hizo una larga fila y el General saludó en la punta
de la hilera como si fuera una ceremonia diplomática. Todos
estaban eufóricos y contenidos: minutos antes del ritual, Ló-
pez Rega había ordenado que no podían abrazar a Perón. Ni
siquiera una palmadita en la espalda. Estaba frágil, y le dolían
los huesos.
Tula se coló en el saludo oficial. Quería volver con el Gene-
ral, y no tenía lugar. Jugaba su última ficha en el Grand Hotel
de Roma.
—¿Qué hace, Tula? —preguntó Perón.
Cuando el histórico militante iba a contestar, un estruen-
do a cristales rotos terminó la fiesta. Los periodistas italianos
habían destruido una puerta de vidrio para entrar en el salón,
impacientes por una conferencia de prensa que se atrasaba por
el afecto del General a sus compañeros y amigos.
En el salón no había carabinieri ni custodias de civil. Perón
estaba a merced de una avalancha de cronistas, camarógrafos
y fotógrafos que forcejeaban con los pasajeros militantes. San-
filippo hizo una cadena humana junto al Tula, Obregón Cano
y otros más. Debían abrir un corredor para que el General sa-
liera sin un solo moretón. Sanfilippo tenía enfrente a su líder
histórico, y detrás a una sombra que empujaba para romper la
defensa. El goleador de San Lorenzo no tuvo dudas: aplicó un
cortito, recordando sus batallas memorables en el área chica.
Escuchó el quejido, y se dio vuelta para ultimar al enemigo:
era López Rega, que se doblaba de dolor. No pidió disculpas.
Odiaba al secretario.
Perón se marchó. Tenía que cerrar sus once valijas y cam-
biarse el traje. En pocas horas volvía a la Argentina, un sueño

286
que aún no era realidad. Conocía a las Fuerzas Armadas y no
esperaba un aterrizaje triuhfal en el aeropuerto de Ezeiza.
Mientras el General dejaba el Grand Hotel, Cámpora tenía
que poner la cara frente a los periodistas italianos. El Tula, Ca-
chazú, Ross y Cafiero no paraban de cantar La Marchita, frente
a un puñado de paparazzis frustrados que ya no tendrían su
nota con Perón.
—¿Por qué no organiza la conferencia de prensa? —exigió
un periodista local en cocoliche.
—Ustedes son unos maleducados, conocidos por su dolce
vita —replicó Cámpora sin su habitual sonrisa, en un extraño
intento de descalificar al cronista usando la película de Fellini.
El Delegado cruzó el salón esquivando los vidrios rotos y
fue hasta su hotel para preparar la partida. Conocía los últimos
sucesos en Buenos Áires y estaba preocupado por las maniobras
que ejecutaban Lanusse y la Junta de Comandantes. Sabía que
jugaba su futuro político en el Operativo Retorno, y no quería
fracasar por una conspiración de las Fuerzas Armadas.
El brigadier Pons Bedoya había ido a las oficinas centrales
de Alitalia para discutir un mecanismo de emergencia ante la
posibilidad de un conato militar contra el regreso del General.
Pons Bedoya negoció que podía desviarse la nave a Carrasco
si había una orden directa de Perón y con la excusa de una
crisis meteorológica. De esta forma, todos estaban cubiertos:
Alitalia con el seguro que pagaba los gastos ocasionados por la
inclemencia del tiempo, y el General con la llegada a Uruguay
como etapa previa al desembarco en Buenos Aires.
Ese mecanismo de extrema urgencia dependía de la infor-
mación que llegara desde las Fuerzas Armadas. Barrau era un
periodista que ayudaba en la seguridad del viaje por indicación
de Pons Bedoya. No solo estaba a cargo de las comunicaciones
con Buenos Aires, sino que además había montado una red de
agentes de inteligencia militar que apostaban a un regreso pací-
fico del General. Para proteger sus fuentes, al fin y al cabo era

287
periodista, Barrau había bautizado con el nombre de Ernesto
Bagué a sus contactos que le anticipaban los movimientos que
se hacían en Casa Rosada y los cuarteles.
Con esa clave, el nombre de Ernesto Bagué había llamado
desde la embajada argentina en Roma para coordinar una reu-
nión secreta que se inició en la Basílica de San Pedro, después
de la homilía de Mugica y Vernazza, continuó cerca del Tíber
y terminó en un bar ignoto rebosante de turistas. El periodista
en función de espía escuchó a su informante militar y luego se
reunió con Pons Bedoya para contar las novedades.
—¿Qué dice Bagué? —preguntó el brigadier peronista, a
cargo de la seguridad del General y su comitiva.
—Dice que está tenso, pero que podemos seguir a Buenos
Aires —contestó Barrau.
—¿Lo va a ver antes de salir de Fiumicino? —agregó Pons
Bedoya.
—Sí, va a estar ahí. Solo contacto visual. Si pasa algo, me
hace una seña —completó Barrau.
En Azopardo 802, sede de la CGT, estaban reunidos Juan
Mantel Abal Medina padre, Héctor Cámpora hijo y José Igna-
cio Rucci. Los tres eran el poder del justicialismo en la Argen-
tina, ante la ausencia de Perón y del delegado Cámpora. Abal
Medina ocupaba la Secretaría General del Movimiento, Rucci
estaba a cargo del aparato sindical y Cámpora (h) representaba
al Delegado.
Abal Medina llamó al hotel Reale y pidió por la habitación
de Cámpora, que le contó los incidentes con los periodistas en el
Grand Hotel, la negociación que había cerrado Pons Bedoya con
Alitalia y la información reservada que había aportado Barrau.
«Por acá no hay inconvenientes, está todo en orden», tran-
quilizó Abal Medina antes de cortar la comunicación grabada
por todos los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas.
En Roma, los relojes marcaban las 21.30, y los pasajeros aguar-
daban a los micros para ir al aeropuerto de Fiumicino.

288
El sinuoso Raúl Lastiri ocupaba la habitación 2 del hotel
Reale. Cerca de las 22.00, hora de Italia, escuchó que golpea-
ban la puerta y pensó que ya era hora de partir al aeropuerto.
Se equivocó: un conserje le entregaba un télex urgente que
llegaba desde Buenos Aires. Lastiri leyó y se lo entregó en mano
a Pons Bedoya, que puso cara de circunstancias, y se lo pasó
finalmente a Cámpora.

Seguente messaggio ricevuto directamente via telex da Buenos Ai-


res at 2152 locali stp
Per il signor Raul Lastiri passaggero del volo charter per Buenos
Altres stop quote
Buenos Aires 16 11 72
Mensaje número 3. Urgente para el señor Raúl Lastiri pa-
sajero vuelo charter Buenos Aires.
Hora local 17.45. Situación General aconseja consideren
poner en práctica alternativa aun cuando esta no debe
alterar proceso del viaje programado. Diaz Ortiz.
Unquote
Maclo for us
End

Cámpora leyó dos veces el télex. Implicaba que había que


salir de Roma y aterrizar en Carrasco. El General corría peligro
de muerte y se recomendaba desviar la nave al Uruguay.
No entendía la sugerencia. Había hablado con Abal Medi-
na en Buenos Aires, y tenía la información de Pons Bedoya y
Barrau. No había un solo dato clave que forzara la caída del
Operativo Retorno.
Cámpora puso el télex en su bolsillo.
Subió al micro y ordenó al chofer que avanzara hacia Fiu-
micino.
Eran las 22.00 en punto.
Iría a Buenos Aires. Con Perón y la comitiva.

289
El comisario de abordo de Alitalia ya tenía la lista definiti-
va de los pasajeros que ocuparían la cabina de primera clase.
Perón y su esposa Isabelita, la asistente Llorente y el custodia
Bogetich, López Rega, Cámpora y su esposa Nené, Norma Ló-
pez Rega y Lastiri, Taiana, Anzorena, Pons Bedoya y Valori. El
amigo italiano del General quería volver en el charter, pero an-
tes de subir llamó a Frondizi para tener la última información.
Sabía que Lanusse quería detenerlo por sus gestiones ante la
RAIL Andreotti y el Vaticano, y pretendía escapar a la cárcel de
la dictadura militar.
—Hola, Presidente. Voy en el avión, nos vemos en Buenos
Aires —adelantó Valori a Frondizi.
—¿Cómo está el cielo en Roma? —replicó, en clave, el ex
Presidente radical.
—Magnífico, hay un día de sol —contestó Valori, siguiendo
el guión.
—Aquí hay tormenta, quédese en Roma —concluyó Fron-
dizi.
Minutos antes de embarcar, el General y la Tercera Esposa
saludaron a Valori, que permanecería en Roma hasta nuevo
aviso. A lo lejos, in crescendo, se escuchaba una letanía: «Los
muchachos peronistas todos unidos triunfaremos, y como
siempre daremos, un grito de corazón: ¡Viva Perón! ¡Viva Pe-
rón! Por ese gran argentino, que se supo conquistar a la gran
masa del pueblo combatiendo al capital. ¡Perón, Perón, qué
grande sos! ¡Mi general, cuanto valés! ¡Perón, Perón, gran
conductor, sos el primer trabajador!». Había arrancado Ca-
fiero, que tenía los ojos rojos por la emoción, y se habían
sumado todos los militantes que participaban de la Operación
Retorno.
La Marchita sepultó el murmullo de los pasajeros, los
anuncios de los parlantes y las indicaciones de las azafatas que
trataban de ordenar a esos 154 testigos políticos que estaban
escribiendo la historia. El 17 de noviembre de 1972, exacto a

290
las 0.21 hora de Italia, el DC-8 Giuseppe Verdi partió rumbo al
aeropuerto internacional de Ezeiza. La suerte estaba echada.
Cámpora oficiaba de anfitrión en la cabina de primera.
Pidió champagne para un brindis, mientras que los parlantes
repetían una y otra vez la marcha partidaria. Era una situación
extraña: Perón escuchaba su nombre y Del Carril, su voz legen-
daria. Los dos, a metros de distancia, compartían un aconteci-
miento que marcaría a la Argentina para siempre.
—¿Le sirvo una copa, General? —ofreció Cámpora.
—Para mí champagne, no. Estamos en un avión italiano, y
debe haber Strega. Eso sí me gusta. No se olviden que estuve
en los Alpes, hace años —contestó Perón, que vestía un traje
oscuro, camisa blanca y una corbata con adornos geométricos.
El licor de hierbas italiano llegó sin demoras, y Perón brin-
dó junto a su comitiva más cercana. Ya era una feria de vanida-
des. Isabelita celaba a Nené Cámpora, el Delegado desconfia-
ba de López Rega y Lastiri esperaba, agazapado, un golpe de
suerte. Todos iban junto al General: para cumplir su sueño, y
acceder al poder.
Gelbard leyó con atención la prensa italiana. Perón y Lanus-
se ya no disputaban el jueguito viene-no viene. Ahora, a pocas
horas del 17 de noviembre, los enemigos íntimos jugaban al
me reúno-no me reúno.
—¿Ya se ha establecido su encuentro con Lanusse? —le
preguntó un periodista de La Stampa a Perón.
—No. Deberá ser objeto de negociaciones —contestó el
General horas antes de llegar a Buenos Aires.
—¿Se va a encontrar con Perón? —interrogó un periodista
del Corriere de la Sera.
—Perón no necesita audiencia. Las puertas de la Casa Ro-
sada están siempre abiertas —replicó Lanusse.
Gelbard entendía la lógica de los dos generales. Se des-
confiaban mutuamente, y creían que una cumbre entre ellos
no implicaba beneficios políticos. Sin embargo, el empresario

291
comunista pensaba que un cónclave entre Lanusse y Perón
acotaba los márgenes de una conspiración castrense y el fervor
revolucionario de las Formaciones Especiales.
Cuando faltaban pocas horas para que aterrizara la nave
Giuseppe Verdi, el dictador recibió en la quinta de Olivos a
su amigo Gelbard, que le propuso recibir a Perón en Ezeiza
frente a las cámaras de la televisión. El 17 de noviembre, por
decisión de la Junta de Comandantes, habría transmisión en
vivo y en directo, emisiones en diferido a España, Italia y Gran
Bretaña, y flashes vía satélite de las cadenas norteamericanas
NBC, ABC y CBS.
—Cano, usted va a Ezeiza, lo recibe al General, y entra en
la historia —aconsejó Gelbard a Lanusse.
—Don José, el general Perón viene a hacer un golpe revo-
lucionario con los Montoneros. Esa es la verdad —contestó el
dictador.
—No. Eso no pasará. Usted no conoce a Perón. Viene a
pacificar, no quiere ninguna revolución.
—Mire, don José: si voy a Ezeiza y no me voltea el general
Perón, me voltea el general López Aufranc, que quiere mi
lugar.
Gelbard abandonó la quinta de Olivos masticando su fra-
caso. Ya no tendría otra oportunidad para juntar a los dos
enemigos políticos. Confiaba en el espíritu de sobrevivencia
de Lanusse y en el olfato de Perón para esquivar un enfren-
tamiento armado rumbo a la guerra civil. La nave de Alitalia
estaba arribando, y el final pertenecía a las Fuerzas Armadas y
al Movimiento Nacional Justicialista.
La cena a bordo llegó puntual. Tartaleta de gruyere con
alcauciles, pechuga con una salsa de Marsala y pasticceria ita-
liana. Vino tinto, licor Strega y café. Cuando la azafata se lle-
vó la vajilla, Taiana se acercó al General y cambió unas pocas
palabras. El médico estaba preocupado por el cansancio de
su paciente y recomendó que se fuera a dormir. Perón leyó

292
documentos por una hora más y ajustó su agenda política para
los próximos días: estaba prevista la cumbre con Balbín y la
reunión con sus aliados en el restaurant Nino.
Antes de apagar la luz, Isabelita se movió a un asiento de
la izquierda y dejó solo a Perón en dos butacas ubicadas a la
derecha de la cabina. El anciano se estiró, apoyó las piernas
sobre una pila de almohadones, y López Rega lo cubrió con
una manta.
Perón dormía. El secretario estaba a cargo.
A pocos metros de allí, en clase turista, el clima era distinto.
Mugica rezaba salmos, Matera, coqueto, cambiaba sus camisas,
Chunchuna Villafañe esquivaba las promesas de amor eterno,
Sanfilippo se quedaba con el menú del avión como souvenir,
Marilina Ross dormía y Nilda Garré borroneaba un diario de
viaje en las servilletas del avión.
«Ver lo que veo, escuchar lo que escucho, acompañar al
General en este momento glorioso, me compensa de todos los
dolores que la vida política me haya causado o pueda causarme
en el futuro», escribió Garré con la certeza de una pitonisa.
El DC-8 de Alitalia solo tenía quince horas de autonomía.
A las 4.40, hora de Argentina, el charter trató de aterrizar en la
pista del aeropuerto de Dakar. El piloto equivocó la maniobra y
casi despista. Perón ya estaba despierto, y calmó a sus compañe-
ros de viaje. «Son cosas que pasan cuando se anda demasiado
apurado», dijo con una sonrisa.
La nave Giuseppe Verdi se estacionó frente a un edificio
sencillo con el color de la burocracia. Los soldados del Ejército
de Senegal rodearon el avión y un oficial a cargo del operativo
ingresó a la cabina para anunciar que estaba prohibido bajar.
Afuera el calor golpeaba a los soldados, que transpiraban con
sus fusiles alzados y la mirada puesta en 154 peronistas que
querían llegar a Buenos Aires.
El misterioso dottore Massa, responsable de la seguridad
en nombre de Alitalia, conversó durante largos minutos con

293
el oficial de las tropas senegalesas. Explicó que Barrau debía
llamar a la Argentina, y finalmente lo convenció. El periodista
pidió una comunicación a Buenos Aires y rezó que todo estu-
viera bajo control. Ya sabía del télex que recomendaba desviar
el vuelo a Carrasco, y necesitaba descartar o ratificar la validez
de su contenido.
«Afirmativo, afirmativo, afirmativo», repitieron al otro lado
de la línea. Podían seguir: no había complot contra Perón, ni
había que desviar el charter a Montevideo. El télex era mentira.
Sesenta y tres minutos más tarde, con los tanques a full,
Giuseppe Verdi puso su nariz rumbo a Ezeiza. Faltaban seis
horas para llegar.
—¿Qué novedades? —preguntó Pons Bedoya a Barrau.
—Llueve mucho y hubo un levantamiento en la ESMA a
favor de Perón, que fue reprimido por la Marina. El resto, bien
—comentó el periodista.
Pons Bedoya asintió y entregó a Barrau un télex que había
recibido en la cabina de pilotos. El mensaje era optimista, con
una pizca de fina ironía.

Ul pse rey to yr pax brigadier Arturo Pons Bedoya o/b


A2 2584/date flwng msg
Quote
Todo normal stop César evoluciona favorablemente stop
Sin modificaciones hasta ahora stop
Triunfal retorno stop Abrazos
Unquote
Tks foy yr coop stp pls cfm delivery,

Barrau terminó de leer el télex y se fue a dormir. Era una


pieza clave para garantizar la seguridad del General, y no po-
día dar ventaja. En Buenos Aires, aguardando su oportunidad,
estaban Lanusse, la Junta de Comandantes, los servicios de
inteligencia de las Fuerzas Armadas, la Policía bonaerense y

294
35.000 soldados armados hasta los dientes. Un solo error, y la
Operación Retorno terminaba en una masacre.
Tras una corta siesta escuchando a los periodistas tipear sus
crónicas de viaje, Barrau despertó y caminó hasta la cabina de
primera. Necesitaba, urgente, un café. Faltaban cinco horas
para llegar.
El Delegado y el General murmuraban. Isabelita dormía.
Más atrás, la custodia de la JP no perdía detalle, pese a la im-
posibilidad de un ataque interno en pleno vuelo: conocían a
todos los pasajeros, la tripulación había sido investigada en
Roma y las armas estaban escondidas por la custodia de Perón.
Tampoco existía la eventualidad de una bomba dentro de una
valija: el control en Fiumicino fue intenso y prolijo. Cercano a
la exageración.
—Buen día. ¿Descansó algo? —preguntó el General.
—Lo suficiente —contestó Barrau.
— ¿Café? —dijo Perón en tono paternal, adivinando los de-
seos íntimos del periodista.
Dos minutos más tarde, con una taza de café caliente en
las manos, Barrau se hizo cargo de las comunicaciones con
Buenos Aires. Había establecido un código de alerta con las
radios Splendid y Mitre, y tenía una enlace de backup sobre
una frecuencia de VHF que unía Río de Janeiro, San Pablo,
Durazno y Carrasco. Todas las comunicaciones repetían una
clave idéntica: «Afirmativo, afirmativo, afirmativo». El General
podía volver, terminar su exilio, hacer historia. Faltaban cuatro
horas para llegar.
La cabina del piloto era un centro de operaciones para con-
trolar lo que sucedía en Buenos Aires. La información llegaba
sin obstáculos, y Perón y Cámpora ya sabían que el Ejército
reprimía en los aledaños de Ezeiza, que la lluvia caía como una
maldición y que los militantes, pese a todo, avanzaban a pie
para abrazar al General.
La tensión entre los pilotos de Alitalia se multiplicó cuando

295
recibieron un mensaje de las Fuerzas Armadas exigiendo al
Delegado una lista de los miembros de la comitiva que acom-
pañarían a Perón hasta el hotel Internacional y otra lista con
los nombres de los pasajeros que estarían alojados con Perón
en ese hotel. Cámpora olfateó problemas, y decidió contestar
con cautela y en italiano.
«Tutti i participanti alle “Comissione del Regreso” accompagneran-
no il generale Perón all hotel International. Veinticinque compagni di
questa commissione rimarranno in quell albergo per tutto il tempo che
il generale Perón si traterra nello stesso», informaba Cámpora a la
dictadura militar.
Mientras el General pasaba al toilette para afeitarse, ajustar su
peinado y cambiar la camisa, otra comunicación desde Buenos
Aires rechazó el telegrama de Cámpora y ordenó a Perón que
solo podía bajar con nueve pasajeros. La situación se complicaba
con las horas, y los mensajes desde la Argentina ya no eran tan
simples, festivos y lineales. Ahora había peligro de muerte, el Ge-
neral debía tomar una decisión que lo enfrentaba con la Historia.
Las azafatas sirvieron con esmero la comida. Se regían por
la hora de Roma, y en la Ciudad Eterna, era hora del almuerzo.
Perón pidió trucha con salsa de mariscos, costilla de ternera y
un poco de queso. Tomó vino blanco y se fumó un cigarrillo.
Aprovechó la pausa para pensar el escenario de su próxima
Jugada: Buenos Aires o Carrasco.
—El señor comandante me pide le diga que si usted con-
sidera que las condiciones de seguridad no son las adecuadas
podemos pretextar «razones técnicas» y aterrizar en alguno de
los aeropuertos de alternativa. Carrasco, por ejemplo —comen-
tó Pons Bedoya al General.
—¿A qué hora está prevista nuestra llegada a Ezeiza? —pre-
guntó Perón.
—A las 11, hora argentina.
—Diígale al comandante que el general Perón le encarece
que sea puntual.

296
El charter de Alitalia empezó a descender. Se acabaron los
murmullos, y la tensión maniató a los pasajeros que miraban
por las ventanillas para calmar la ansiedad. El sol brillaba entre
las nubes. Era un día peronista.
«Señor general, señora, señores pasajeros: en estos momen-
tos comenzamos a sobrevolar territorio argentino», anunció el
comandante en tono profesional.
Fue una señal. 154 militantes empezaron a cantar La Mar-
chita, en un atávico desahogo que pretendía exorcizar 17 años
de persecución y muerte. El General se levantó de un salto y
caminó hasta el micrófono que usan las azafatas para informar
a los pasajeros. Estaba conmocionado, feliz, nostalgioso. Pero
debía dar una señal, ratificar sus objetivos políticos, advertir
hacia dónde quería llegar.
«Yo les pido a los compañeros que comparten este trascen-
dental momento, que de ahora en adelante y cuando aterrice-
mos en el suelo de la patria, no se entone otra canción que no
sea el Himno Nacional», ordenó.
Los militantes pasajeros cumplieron al pie de la letra. Todos
cantaron el himno, pusieron los dos dedos en v y se abrazaron
emocionados. Faltaban tres horas para llegar.
En medio de la conmoción, el General llamó a los dos mi-
litantes de la JP que oficiaban de custodia en la cabina de pri-
mera. Abrió un maletín y le entregó una pistola a cada uno.
Después saco dos más, y se las calzó en la cintura.
«Bueno, muchachos. Lo que falta, de ahora en más, se de-
fiende con la vida», ordenó sin levantar la voz.
Los militantes de la JP regresaron a sus asientos cuando
Jorge Conti, un oscuro cronista de canal 11, se acercaba para
hacer una nota. Estaba a sueldo de López Rega y no temía al
ridículo. Llegó al lado de Perón acompañado por Carlos Me-
nem, que portaba una cámara de televisión y sonreía a diestra
y siniestra. El General saludó a Menem al pasar, y se concentró
en las preguntas de Conti, que fueron obvias y recurrentes.

297
En Buenos Aires, Lanusse ya no podía evitar que su ene-
migo íntimo aterrizara en Ezeiza, pero aún tenía cierto poder
para complicar su desembarco en el aeropuerto internacional.
Cuando faltaban quince minutos para llegar, la torre de control
informó al charter sobre las condiciones climáticas, y a conti-
nuación designó una pista que no estaba en los cálculos del
comandante de Alitalia.
Esa pista era más corta y tenía baches. El comandante del
charter se comunicó con la torre de control y solicitó una nueva
pista. Conocía Ezeiza, y sabía que la instrucción desde tierra
implicaba nada más que una travesura política. La respuesta
no tardó: el vuelo 3584 de Alitalia debía aterrizar, sí o sí, en la
pista asignada.
—Habrá que avisar al pasaje que no se inquiete si saltamos
un poco durante el aterrizaje. La pista que nos han indicado
no es la que habitualmente operamos. Es más corta, no está
en buenas condiciones y debe tener todos los baches llenos de
agua —adelantó el comandante del charter a Barrau, que aún
permanecía en la cabina de pilotos.
"—¿Cuánto falta? —preguntó el periodista.
—Llegamos en ocho minutos.
El avión tardó más en aterrizar. Dio varias vueltas al aero-
puerto. Mugica se persignó, Sanfilippo creyó que iba a morir,
Ross dormía, Cafiero sonreía, Isabel lloraba. Y el General, serio
como una esfinge, miraba por la ventana. Pretendía adivinar
su futuro inmediato.
Finalmente, en plena tormenta, la nave Giuseppe Verdi to-
có tierra.
17 de noviembre de 1972. Once y quince de la mañana.
Diecisiete años y 58 días de exilio.
—¡Perón, Perón! —se escuchó. Era un grito de guerra, un
clamor que recordaba años de proscripción y tragedia. En ese
instante, los militantes pasajeros soltaron su alegría y creyeron
que el sueño ya era realidad.

298
Afuera, en los bosques de Ezeiza, la batalla campal con-
tinuaba. El Ejército reprimía. Los militantes, una y otra vez,
seguían avanzando hacia el aeropuerto. La lucha era desigual,
pero no importaba: el General había vuelto.
Poco antes del mediodía, un oficial de la Fuerza Aérea
subió por la escalerilla del avión. Tenía órdenes precisas que
llegaron desde la Casa Rosada, adonde Lanusse miraba por
televisión el desenlace de una historia que pretendió escribir
en la soledad de su despacho.
—Buen día, señor —saludó el comodoro Julio René Salas,
jefe del aeropuerto de Ezeiza.
—Buen día, brigadier —respondió el General, con cierta
sorna.
—Comodoro, señor.
El General lo miró fijo. Salas continuó.
—Usted puede descender, acompañado por tres personas.
Y deberá dirigirse directamente al hotel Internacional. Puede
también quedarse en el avión, o regresar. Le ruego manifieste
cuál es su decisión.
Perón sonrió. Hacía diecisiete años que guardaba esa res-
puesta.
—Vamos a bajar. Si no, ¿para qué vinimos?

209
CAPÍTULO Q
Paradoja

Juan Domingo Perón se estiró el traje oscuro y avanzó sobre la


salida del avión. Afuera llovía y el viento pegaba inclemente.
Descendió por la escalerilla de Alitalia y saludó con un gesto a
Juan Manuel Abal Medina y a José Ignacio Rucci, que espera-
ban abajo con la custodia asignada y los autos oficiales. Detrás
se encolumnaron Isabelita, José López Rega y Héctor Cámpora,
únicos autorizados a tocar tierra junto al General. La dictadura
imponía sus reglas, y Perón no tenía otra alternativa que obede-
cerlas para cumplir su sueño personal. Había vuelto, tras 6.268
días de exilio, y eso ya era una victoria política.
A ochocientos metros del charter habían quedado los
trescientos invitados especiales que tenían autorización para
esquivar las vallas, sortear los soldados armados para una
guerra y evitar a las tanquetas desplegadas en el aeropuerto
para recibir a Perón. Fue una picardía de la Junta de Coman-
dantes que asumió la decisión arbitraria de cambiar la pista
de aterrizaje para poner al General muy lejos de su comité de
recepción.
Fuera de Ezeiza, más lejos aún, ancianos con mil batallas y
jóvenes imberbes avanzaban hacia el aeropuerto internacional
soportando las balas, el gas, los palos, la lluvia y el frío para
rescatar a su líder. Con ellos flameaban las banderas, sonaba La

300
Marchita, y aturdía el grito de guerra replicado en cada barrio:
¡Perón, Perón! y
No había espacio ni tiempo para traidores y temerosos.
Llego el General. Le había dado el cuero.
Perón, Isabel y Cámpora subieron a un Fairlane color cre-
ma, mientras tres helicópteros Alhouette de la Fuerza Aérea
daban vueltas en círculo sobre la pista de aterrizaje. Cámpora al
lado del chofer, Perón detrás de su delegado y junto a Isabelita,
que estaba tiesa y se escondía detrás de sus anteojos oscuros. En
la lejanía, mil seiscientos periodistas nacionales y extranjeros
trataban de adivinar la escena, que canal 7 transmitía en vivo y
directo para todo el país.
El Fairlane claro de Perón fue flanqueado por tres Torinos
oscuros, nueve motos de la Policía Federal y tres agentes a pie
que cerraban la caravana. Justo detrás de Perón, Isabelita y
Cámpora, se ubicaron Abal Medina y Rucci, que tenían su pro-
pio auto oficial. La marcha era lenta, llovía y el destino incierto.
—;¡Pare! —ordenó el General.
Hasta ese momento había agitado su mano derecha a través
de la ventanilla, pero le pareció impropio no bajarse siquiera
a saludar. Estaba justo enfrente del corralito que controlaba a
sus trescientos invitados especiales.
Descendió del auto para enfrentarse con la historia, para
grabar una imagen que quedara hasta que el tiempo y sus cir-
cunstancias se trague a la Argentina.
Rucci abrió el paraguas y sonrió como un niño. Perón apun-
tó con sus brazos al cielo y agradeció. Abal Medina se acordó de
su hermano Fernando, muerto por la policía. La escena que-
dó para siempre: el General sin los militantes, flanqueado por
López Rega a la derecha y un poco más lejos, Isabel Martínez.
Perón regresó al auto y tardó unos segundos hasta la en-
trada del hotel Internacional. Subió a sus habitaciones con
Isabelita y le ordenó a Abal Medina que apurara las gestiones
administrativas para llegar a su chalé de Gaspar Campos. Esta-

301
ba cansado y no quería perder tiempo. Aún creía que estaba
en el hotel como cortesía para evitar los trámites de aduana y
migraciones en Ezeiza.
Horas antes de aterrizar la nave de Alitalia, Alejandro Agus-
tín Lanusse había decidido forzar un encuentro con Perón
para simular que su poder estaba intacto. El dictador quería
imponer al General su agenda política y apeló a razones de
seguridad para lograr sus pretensiones personales. Si Perón
no estrechaba su mano frente a los fotógrafos, era incapaz de
controlar a todos los miembros de las Fuerzas Armadas, sus
familiares y sus amigos gorilas. Sin la foto en la tapa de los
diarios, el General podía morir en una calle de Buenos Aires.
Cerca del mediodía, cuando Perón e Isabelita ya estaban
instalados en la habitación 113, un helicóptero aterrizó en Ezei-
za. Traía a Tomas Sánchez de Bustamante, un general amigo
de Lanusse. El enviado del dictador convocó a una reunión
en el tercer piso del aeropuerto. Cuando llegaron Cámpora,
Abal Medina y Jorge Osinde, Sánchez de Bustamante ya había
sido informado por el brigadier Salas sobre los últimos acon-
tecimientos en Ezeiza. Al general de Lanusse no le gustó que
Perón bajara del auto y saludara a los 300 invitados especiales.
Era un signo de debilidad de la dictadura, que no controlaba a
su enemigo, y a la mañana siguiente sería la tapa de los diarios.
Sánchez de Bustamante tenía que entretener a los enviados
de Perón hasta que llegara el brigadier Ezequiel Martínez, se-
cretario de la Junta de Comandantes. Martínez estaba en Bal-
carce 50 aguardando a Lanusse que, en su insólita de estrategia
de afirmar que nada histórico sucedía en la Argentina, había
decidido participar en la apertura de la IV Conferencia Intera-
mericana de Ministros de Trabajo. El dictador quedó atrapado
en su propio acto: aseguró al comienzo de las deliberaciones,
realizadas en el Teatro San Martín, que estaba a favor de la justa
redistribución de la riqueza.
Mientras tanto, Cámpora y Abal Medina enfrentaron a

302
Sánchez de Bustamante, que hacía planteos delirantes para
un oficial de una dictaduta que había violado la Constitución.
Los enviados del General querían organizar una conferencia
de prensa con los 1.600 periodistas que aún estaban en Ezeiza,
pero pretendían decidir sobre los invitados para evitar un es-
cándalo provocado por los agentes de inteligencia del régimen.
—Ustedes tienen que dejar entrar a todos. No pueden dis-
criminar —acusó Sánchez de Bustamante a Cámpora y Abal
Medina.
Era paradójico. Su amigo Lanusse censuraba todos los días
a todos los medios de la Argentina. Y ahora se pretendía que
Perón protagonizara una conferencia de prensa sin saber con
exactitud la identidad de todos los periodistas convocados. El
General iba a estar a metros de un posible francotirador, y Sán-
chez de Bustamante hablaba de libertad de prensa.
Cámpora y Abal Medina se fueron del encuentro para infor-
mar las novedades a Perón. El General decidió que suspendía la
conferencia de prensa y cualquier otro acto público hasta que
Lanusse levantara el cerco y permitiera su absoluta libertad.
«En el día de hoy, Perón no va a tomar contacto con us-
tedes, en razón de que todavía no ha podido tomar contacto
con su pueblo», explicó Cámpora a los periodistas. No había
conferencia de prensa, no había acuerdo con la dictadura. El
General debía decidir si rompía el cerco, o aceptaba la marcha
que dictaba Lanusse apoyado por las Fuerzas Armadas.
Mientras Perón pensaba sus próximos movimientos, la co-
mitiva sufría los destratos del régimen militar. Los pasajeros
militantes estuvieron dos horas asándose dentro del avión, por-
que la dictadura no decidía su futuro. Después apareció un pe-
lotón de la Policía Federal, todos vestidos de civil, identificados
con un cartelito que decía «Custodia Especial». Exhibiendo
sus ametralladoras, los integrantes del pelotón palparon de
armas a los pasajeros, retuvieron los pasaportes y ordenaron
que ocuparan unos micros que estaban en la pista de aterrizaje.

303
Los micros se movían lentamente para alcanzar la salida de
Ezeiza. Había irritación, temor y cansancio. Entre los pasajeros
estaba Miguel Barrau, que no podía domesticar su espíritu de
periodista, y decidió enfrentar a la censura militar. Encontró en
su equipaje de mano un walkie-talkie y una radio a transistores,
y a continuación sintonizó radio Mitre, que estaba emitiendo
en directo la llegada de Perón.
Barrau se la jugó. Abrió la ventanilla del micro que avanza-
ba a paso de tortuga. Sacó la antena del walkie-talkie y apuntó
al cielo pidiendo un milagro. Llovía a cántaros.
—Atento Mitre... Mitre... Mitre. Atento móvil de Mitre...
Mitre... Mitre. Aquí Barrau, en tierra, y avanzando en el se-
gundo micro. Buen día a los companeros. Atento móvil de
Mitre... Mitre... Mitre. Un comprendido si me escuchan. Ade-
lante. Cambio.
—Aquí móvil de Mitre emitiendo para Miguel Ángel Ba-
rrau. Feliz regreso. Aquí móvil Mitre. Lo recepcionamos bien.
Adelante. Cambio.
—Barrau volviendo para Móvil de Mitre. Si mi señal es bue-
na, pido que me saquen al aire. Recibo por aire. Repito si la
señal es buena, pónganme en el aire. Adelante, cambio.
—Atento Barrau. Aquí Munoz Cabrera, volviendo. La se-
nal es buena. Técnicamente no existen problemas. Lamento
informarte que estás prohibido para salir al aire en directo.
Debemos grabarte antes. Cambio.
—Buen día, Muñoz. Recibido. Recibido. Interpreto que no
puedo salir al aire en directo. ¿Es correcto? Cambio.
—Afirmativo. Afirmativo.
—Barrau para Móvil de Mitre. Atento Muñoz Cabrera. Cua-
renta personas en este micro están escuchando que un perio-
dista argentino, que no es más que nadie pero tampoco menos
que ninguno, que no tiene vocación para vivir de rodillas y solo
quiere cumplir con su deber de informar y concurrir a formar,
no está autorizado a salir al aire. Espero que los periodistas que

304
se encuentran cubriendo estas alternativas por Mitre, tengan la
deferencia de aclararle a un colega y compañero de emisora, la
razón de su prohibición de salir al aire y el origen de la misma.
Adelante Muñoz Cabrera. Cambio.
—Recibido. Recibido y comprendido. Mirá, Miguel, aquí lo
que dijiste lo escucharon todos. A cargo de la parte informativa
está Pentecoste. Le paso a él. Cambio.
—Barrau volviendo para Pentecoste. Adelante. Cambio.
—Aquí Pentecoste. Mire Barrau, no lo tome a mal. Las ór-
denes son de la Comisión de Informativos. Pero no importa.
Usted es un profesional, a quien todos respetamos. Y yo no le
puedo hacer esto... Deme un comprendido, si tiene retorno.
—0Kk. Ok. Retorno por aire. Pentecoste: ¡gracias! Quedo en
escucha para el delante de ustedes por aire y para la emisora.
—Comprendido. En un minuto, lo mando al aire.
Así, los oyentes de Mitre se enteraron de que Perón estaba
en el hotel Internacional, que una patota de la policía había
maltratado a los pasajeros militantes y que Ezeiza estaba rodea-
do de soldados armados para marchar a la guerra.
El General ya sabía que estaba en una ratonera: si rechazaba
la forzada invitación del dictador, disparaba una guerra civil
entre las Formaciones Especiales y las Fuerzas Armadas para
forzar su liberación. Si cedía a la propuesta, quedaba a merced
de la iniciativa política de Lanusse, y perdía parte de la inercia
para alcanzar el gobierno y el poder.
En paralelo, en un juego de espejos, los dos estrategas
ajustaban los detalles de la ofensiva. Lanusse abandonó el
Teatro San Martín y convocó a la Junta de Comandantes. Pe-
rón dejó a Isabelita jugando canasta y se reunió con Abal
Medina, Cámpora y Rucci. Se alineaban las fuerzas: el choque
era inevitable.
El dictador partió a Bahía Blanca y ordenó al brigadier
Ezequiel Martínez que subiera a un helicóptero y forzara el
cónclave con Perón. Necesitaba exhibir un poder que no tenía

305
para evitar que Perón se quedara con el centro del escenario
político. q
El General, midiendo los tiempos, planificó una reunión
con sus aliados políticos y después se fue a dormir la siesta. Afue-
ra llovía, y los efectivos de las Fuerzas Armadas había cercado
el hotel Internacional. Adentro se respiraba un clima tenso y el
final estaba abierto: la mayoría de las habitaciones fueron copa-
das por espías y agentes de seguridad que portaban el cartelito
«Custodia Especial», mientras que Perón apenas sumaba treinta
acompañantes con escasa experiencia en el combate urbano.
El General estaba armado, su custodia Milo de Bogetich
protegía un pequeño arsenal y Arturo Frondizi camuflaba una
metra debajo de su piloto empapado por la lluvia. Era muy
poco para defender la vida de Perón, si los oficiales gorilas
del Ejército decidían avanzar sobre la mole de cemento que
dominaba el aeropuerto de Ezeiza.
Ala hora del té, el General recibió a sus aliados políticos en
la habitación 113. El panorama era patético: dos ex presiden-
tes, Perón y Frondizi, derrocados en su tiempo por las Fuerzas
Armádas, pretendían defender la transición democrática senta-
dos sobre la ruidosa cama de un hotel rodeado por tropas del
Ejército y la Fuerza Aérea. Pálidos, paralizados y mojados por el
vendaval, los socios políticos del General finalmente aceptaron
emitir un comunicado que lanzaba una nueva ofensiva contra
la dictadura. En ese momento, Perón comprendió que estaba
solo frente a Lanusse, las Fuerzas Armadas y su destino.
Al otro lado del campo de batalla, el dictador manipulaba
a los medios oficialistas para exhibir su aparente tranquilidad
política.
—Volvió Perón. ¿Qué piensa? —preguntaron los periodis-
tas a Lanusse, tras colocar la piedra fundacional de una petro-
química en Bahía Blanca.
—Qué esplendido día hace, ¿verdad? —contestó con iro-
nía. En Ezeiza, donde Perón estaba detenido, llovía a cántaros.

306
Lanusse hacía referencias simpáticas al clima, pero en las
Fuerzas Armadas también llovía fuerte. El general Alcides Ló-
pez Aufranc había criticado su estrategia frente a Perón, y
sabía que su dictadura no tenía mucho margen para nuevas
fintas políticas. López Aufranc representaba al núcleo duro
del Ejército, y el mensaje era claro: no querían a Perón como
presidente, no querían al peronismo gobernando y no querían
cambios en las reglas de juego que implicaran amnistías e in-
dultos a los presos políticos y a los guerrilleros capturados, ni
en el régimen de facto manejado por Lanusse, ni durante el
próximo gobierno civil.
Las dificultades que enfrentaba el dictador para tener a sus
oficiales unidos y sin cuestionamientos se replicaban en las filas
del justicialismo, donde Perón conducía una tropa que tenía
fisuras y debilidades. El ex Presidente no quería encontrona-
zOs internos, pero sus militantes se acordaron de las penurias
sufridas con el gobierno de Frondizi, y corrieron a cobrar su
factura cuando lo vieron en las cercanías de la torre de Ezeiza.
Frondizi había terminado una reunion con Perón y se acer-
caba a los periodistas para revelar su contenido. Fue imposible:
cientos de militantes se acordaron de su plan de represión so-
cial (Conintes) y lo maltrataron sin límites. El ex Presidente
radical, incapaz de reducir a los militantes que le cantaban La
Marchita cada vez que abría la boca, corrió hasta el comedor
del hotel Internacional y se refugió entre los invitados especia-
les que aún esperaban órdenes para actuar contra Lanusse y
las Fuerzas Armadas.
Perón no solo tenía problemas con sus aliados políticos.
En la intimidad también debía enfrentar las dudas de Isabelita
y López Rega, que en su mediocridad había pensado que el
General llegaba y la dictadura se rendía sin ofrecer resistencia.
El secretario se había puesto al lado de la Tercer Esposa, que
no dejaba de jugar a la canasta, y reclamaba armar las valijas y
volver a Madrid.

397
—Volvamos, General. No se puede hacer nada —lloriquea-
ba López Rega, cada vez que podía.
—Hasta aquí llegamos, y vamos a cumplir con lo que vini-
mos a hacer —replicaba Perón, irritado por la cobardía de su
valet.
Ezequiel Martínez no era muy gorila, tenía rango de briga-
dier y negociaba por la Junta de Comandantes. Llegó a Ezeiza
y se reunió a solas con Cámpora, que tenía un solo mandato
de Perón: averiguar la estrategia de Lanusse para encontrar un
antídoto que anulara su encierro ilegal en la habitación 113.
Si el Delegado cumplía sus objetivos, el General reasumía la
iniciativa política y evitaba una guerra civil.
Martínez reiteró a Cámpora que Lanusse quería un encuen-
tro con Perón. Y que ese cónclave era fundamental para garant-
zar la transición democrática. El enviado de Lanusse explicó que
López Aufranc estaba conspirando contra las elecciones de 1973,
y que se necesitaba la reunión para contener a las Fuerzas Arma-
das y frenar la avanzada de los generales más gorilas del Ejército.
Las explicaciones de Martínez sorprendieron a Cámpora.
En todos los contactos reservados con altos oficiales del Ejér-
cito en retiro y actividad, la información ratificaba que Perón
podía regresar, que estaba autorizado para hacer política y que
Lanusse solo aceptaba reunirse si era en Balcarce 50 y a pedido
del General.
En Puerta de Hierro, y en las últimas horas en Roma, Perón
se había informado de las presiones de la facción más gorila
del Ejército, aunque nunca imaginó que la última jugada del
régimen para abortar su retorno sería su cautiverio en un ho-
rrible hotel en Ezeiza. Para salvar las apariencias y lograr la
libertad del líder partidario, Cámpora prometió a Martínez un
encuentro Perón-Lanusse tras abandonar el aeropuerto, llegar
a Gaspar Campos y encontrarse en un acto con la militancia.
Martínez entendio la propuesta del Delegado, pero no podía
volver a la Casa Rosada con las manos vacías.

308
—Yo puedo ir a verlo al señor Perón, y explicarle —propuso
Martínez. j
—No. Primero, salimos de Ezeiza. Después buscamos que
se encuentren Lanusse y el general Perón —contestó Cámpora
sin perder las formas.
Aunque el Delegado actuó con diplomacia y trató de re-
ducir los niveles de tensión, Martínez se comunicó a Casa de
Gobierno sabiendo que Lanusse no cedería ante los gestos
protocolares de Cámpora. El dictador escuchó con atención a
Martínez y decidió doblar la apuesta: no confiaba en el Gene-
ral, y menos en su delegado, que estaba rodeado por las orga-
nizaciones guerrilleras. Si pretendían salir de Ezeiza —dijo—,
era necesario que aceptara la cumbre en Balcarce 50, y si no
querían realizar ya la reunión, el General y su comitiva dormi-
rían en el hotel Internacional hasta nuevo aviso.
—El señor Perón no está autorizado para salir de Ezeiza
—anuncio Martínez a Cámpora, tras cortar su comunicación
reservada con Lanusse.
—¿Y por qué no? —replicó el Delegado olfateando pro-
blemas.
—Por su propia seguridad... —concluyó Martínez.
Cámpora asumió que estaba trabado en una conversación
que no avanzaba y decidió invitar a Pons Bedoya, Osinde y Abal
Medina. Los tres ingresaron al despacho del brigadier Salas,
jefe del aeropuerto de Ezeiza, y arrancaron una larga negocia-
ción que terminó al borde del abismo.
—Nosotros estamos parando a los grupos más pesados, y
además podemos ir al paro general, no nos provoque —ame-
nazaba Abal Medina al enviado de Lanusse.
—El señor Perón no puede salir. Si ustedes quieren, yo voy a
convencerlo de la importancia de la reunión con el presidente
Lanusse. Voy con ustedes, y le propongo encontrarse con el
presidente Lanusse y después con la Junta de Comandantes
—insistió Martínez para salir del paso.

$09
Cámpora pidió un cuarto intermedio, y el brigadier Martí-
nez los dejó solos para que analizaran su propuesta. Abal Me-
dina se mostró inflexible y el Delegado opinó que un eventual
cónclave de Perón con Lanusse implicaba una capitulación, si
era una condición previa para abandonar Ezeiza y partir hacia
Gaspar Campos.
Martínez regresó a la oficina de Salas y escuchó, inmutable,
al Delegado. «Queremos que el general Perón pueda salir del
aeropuerto y luego hacer un acto con el pueblo. Esa es nuestra
idea. No vamos a hacer otra cosa», dijo Cámpora, repitiendo las
instrucciones dadas por Perón antes de que iniciara su ronda
de consultas.
No hubo acuerdo. Y la tensión crecía minuto a minuto.
El brigadier saludó y se fue a Casa de Gobierno. Allí estaba
Lanusse, aguardando las últimas noticias.
Cámpora, Abal Medina, Pons Bedoya y Osinde se subieron
a un auto oficial y regresaron a la habitación 113, adonde Pe-
rón había montado su cuartel general.
Caía la noche. Y en ambas trincheras se afilaban las bayonetas,
se coritaban las municiones y se sonaba con derrotar al enemigo.
—Soy un preso o un hombre libre. Tenemos que demos-
trarlo —propuso Perón a su plana mayor. En la habitación es-
taban Cámpora, Abal Medina, Rucci, Pons Bedoya, Osinde,
López Rega e Isabelita.
Pasadas las 22.00, una camioneta Fiat color verde y un Ford
Fairlane negro aparecieron frente a la puerta del hotel Interna-
cional. Suboficiales retirados a las órdenes del teniente coronel
Osinde cargaron las once valijas de Perón, y aguardaron una
orden para encender el Ford Fairlane que llevaría al General
y la Tercera Esposa hasta Gaspar Campos 1065, Vicente López,
provincia de Buenos Aires.
Las canales 13, 11 y 9 transmitían en directo la pulseada
entre Perón y Lanusse. El General moviendo los hilos desde su
habitación, el dictador ordenando las acciones en su despacho

310
de Casa de Gobierno. Perón sabía que Lanusse quería imponer
su agenda, y no habría marcha atrás. Lanusse conocía la inteli-
gencia de Perón, y no toleraría sus jugadas sorpresa.
Así ocurrió.
A las 22.40, dos pelotones a bordo de tres camionetas de la
Fuerza Aérea frenaron ante la puerta del hotel Internacional.
Un pelotón cargó sus armas y rodeó a los suboficiales pero-
nistas que cuidaban las valijas del General. El otro, en apenas
segundos, desplegó dos ametralladoras antiaéreas 767, que
apuntaron a la puerta del hotel.
Perón, definitivamente, era un preso político de la dicta-
dura militar.
Cámpora y Jorge Taiana fueron con las novedades hasta la
habitación 113, donde el General trataba de pensar sus próxi-
mos movimientos. Al lado estaba López Rega, que lloriqueaba
frente al cerco militar y exhibía sus escasos conocimientos so-
bre Lanusse y la Junta de Comandantes.
—La Fuerza Aérea nunca tiraría contra el general Perón
—aseguró López Rega.
—Quizás usted tenga razón. Pero si se equivoca, la discu-
sión la mantendremos en el Paraíso —replicó Taiana, mirando
las ametralladoras que la Fuerza Aérea había desplegado en la
puerta del hotel.
Cámpora ya no soportaba a López Rega y decidió refugiarse
en la habitación 118. Al instante, golpearon a la puerta: era el
comisario inspector Díaz, un oficial de la Policía Federal que
manejaba la seguridad del hotel.
—Cumplo en informarles que no podrán abandonar el ho-
tel hasta que yo reciba las pertinentes órdenes del Comando de
la Base Aérea de Ezeiza —dijo Díaz al Delegado.
Cámpora regresó a la habitación 113 e informó a Perón
sobre la orden del inspector. El General, entonces, dispuso un
retroceso táctico. Necesitaba ganar tiempo, y pensar su próxi-
ma finta ante la dictadura.

311
A las 22.52, el Fairlane Negro y la camioneta Fiat verde
retrocedieron al garaje del hotel. Era imposible salir, estaban
rodeados por efectivos militares y las ametralladoras de la Fuer-
za Aérea apuntaban hacia la puerta del hotel.
A las 22.54, las tres camionetas de la Fuerza Aérea, con los
dos pelotones y las dos ametralladoras 767, abandonaron la
puerta del hotel liberando el cerco militar. En ese momento,
el comodoro Salas dejó su despacho y se topó con una avalan-
cha de periodistas y camarógrafos que preguntaron lo obvio.
Hacía doce horas que Perón estaba en el hotel, y su estadía
como huésped se había transformado en una detención ilegal
ordenada por la dictadura.
—Perón no está detenido. Puede hacer lo que desee, cuan-
do él lo desee —aseguró Salas.
—¿Qué significó la movilización de efectivos y el emplaza-
miento de las ametralladoras 767? —preguntó un periodista.
—Un simple cambio de guardia. Son tropas muy bien en-
trenadas, pero se trató solamente de un cambio de guardia.
Mientras Salas confundía adrede un cambio de guardia con
un siniulacro de combate, en la habitación 118 se reunieron
Cámpora, Abal Medina, Rucci, Pons Bedoya, Osinde y Miguel
para analizar la estrategia política frente a las amenazas militares
del régimen. Como estaban rodeados y a merced de Lanusse,
solo podían abrir una nueva línea de diálogo con el brigadier
Martínez, que ya estaba en la Casa Rosada. Fue imposible: no ha-
bía teléfonos. Tampoco ascensores. Y la luz iba y venía. Eran pa-
sajeros de una pesadilla, enfrentando a un gobierno de facto que
apenas tres meses antes había cometido la Masacre de Trelew.
El temor se multiplicó cuando los canales dejaron de tras-
mitir y se fueron a una larga tanda. Sin imágenes en directo
y con la censura previa en diarios y radios, el régimen podía
manipular las noticias a su antojo. Lanusse necesitaba descom-
primir la situación y ordenó que los canales mintieran cuando
retomaran el contacto desde Ezeiza.

312
«Perón se quedara en el hotel toda la noche, por su propia
seguridad», aseguraron'los móviles de los canales 13, 11 y 9,
repitiendo el guión que se había escrito en la Secretaría de
Prensa y Difusión. No era que el General estuviera detenido,
había optado por quedarse bajo la protección de las Fuerzas
Armadas, para evitar una situación de zozobra que afectara su
seguridad personal.
La dictadura hacía agua con sus argumentos. Los comu-
nicados de prensa, repetidos por los cronistas en el hotel, no
revelaban los nombres de los eventuales conspiradores y menos
aún explicaban por qué el General quería dormir en un hotel
tras 17 años de exilio, soledad y anónimas camas caribeñas con
las sábanas sucias y usadas.
La réplica en Ezeiza no se hizo esperar. Perón era un ex-
perto en operaciones de contrainteligencia, y sin pérdida de
tiempo ordenó una respuesta pública para no perder la batalla
en los medios de comunicación.
A las 23.02, la agencia United Press International (UPI)
informaba que estaba preso. «Por disposición del Estado Mayor
Conjunto se había bloqueado la salida de Juan Perón del hotel,
aduciendo razones de seguridad», adelantaba a sus abonados
de todo el mundo.
Ese cable urgente era una señal para las Formaciones Es-
peciales, que habían guardado las armas por decisión de Pe-
rón. Si Lanusse tenía detenido al General, había que marchar
a Ezeiza para obtener su libertad. La comparación histórica
era inevitable: 17 de octubre de 1945, 17 de noviembre de
19:72.
Mientras tanto, en la habitación 118 continuaban las delibe-
raciones, que tuvieron un impasse cuando Cámpora pidió que
trajeran al brigadier Salas. Necesitaba un contacto directo con
el brigadier Martínez. El Delegado ya sabía que las Formacio-
nes Especiales discutían un plan de rescate y contaba con poco
tiempo para evitar una tragedia en el aeropuerto de Ezeiza.

313
—¿Puede hablar con el brigadier Martínez? —tanteó Cám-
pora.
—Sí. Inmediatamente.
—Dígale que ya sabemos que el general Perón está preso.
Que suspenda sus gestiones. Que hasta que no se resuelva la si-
tuación del general Perón, no tiene objeto conversar sobre otra
cosa —adelantó el Delegado, para ratificar que no negociarían
una cumbre con Lanusse, mientras Perón estuviera preso en el
hotel Internacional.
Salas abandonó la habitación y marchó a su oficina. Había
entendido el ultimátum: si el General permanecía más tiempo
detenido en el aeropuerto, las Fuerzas Armadas disparaban
una guerra civil. Habló con Martínez y tomó nota de sus ins-
trucciones. Desde Balcarce 50, la respuesta sorprendió a Salas:
se pedía a Cámpora una tregua.
«El brigadier Martínez dice que no se sienta relevado de la
posibilidad de conversaciones futuras. Que sus gestiones mar
chan bien, y pide que no se estropeen las cosas. Que en poco
tiempo más, regresará a Ezeiza para conversar personalmente»,
dijo'Salas, repitiendo textual, lo que minutos antes había escrito.
Cámpora dejó a Salas y caminó a la habitación 113. El Ge-
neral aguardaba las noticias para iniciar una nueva ofensiva
contra Lanusse y la Junta de Comandantes. Cuando el Dele-
gado terminó de informar, Perón ordenó que se denunciara
públicamente su detención y que se presentara un recurso de
habeas corpus en los tribunales porteños. Santiago Díaz Ortiz
y Alejandro Díaz Bialet tenían la responsabilidad de informar
a los periodistas y concurrir a la justicia federal.
La estrategia de Perón era simple: si el régimen retrocedía,
ellos avanzaban para ocupar el territorio vacante. Y en ese mo-
mento, medianoche del 17 de noviembre, el General triunfaba
en los medios y ganaba la batalla psicológica. Había llegado
para lograr la paz, y estaba preso y rodeado por efectivos del
Ejército y la Fuerza Aérea.

314
Edgardo Sajón ocupaba la Secretaría de Prensay Difusión, y
era el único funcionario de la dictadura que entendía la lógica
periodística. Tenía todo el aparato del Estado para comunicar
la estrategia del régimen, pero debía vencer la lógica binaria
de generales, brigadieres y almirantes. Imposible: siempre lle-
gaba tarde y convencía a muy pocos con los partes de prensa
corregidos en los cuarteles.
«Quiero desmentir categóricamente la versión de una
agencia extranjera, propalada por radio y televisión, de que
el Estado Mayor Conjunto ha dado orden de impedir que se
retire Perón de Ezeiza», dijo Sajón a los periodistas de Casa de
Gobierno, tratando de recuperar el tiempo perdido.
El secretario de Prensa y Difusión replicaba el cable de UPI
que hacía media hora daba vueltas por los medios argentinos y
que, ante el desconcierto de la dictadura, informaba esquivan-
do a los censores militares.
Sajón conocía las herramientas periodísticas, pero tenía
una tarea ingrata: debía mentir a sabiendas y tratar de igualar
la inteligencia que aplicaba el General para mantener su pulso
con Lanusse.
Muy difícil. Sajón llegó tarde para replicar el cable de UPI,
y estaba llegando tarde para enfrentar la decisión de Perón de
exigir un habeas corpus que terminara con su detención ilegal.
«Queremos informar que iniciaremos las actuaciones le-
gales que pudieran corresponder frente a la detención del ex
presidente Juan Perón en el hotel Internacional de Ezeiza»,
informaba el abogado Díaz Ortiz a los periodistas, minutos des-
pués de las declaraciones de Sajón en Balcarce 50, asegurando
que Perón gozaba de plena libertad.
Lanusse no podía creer lo que estaba viendo y apeló a su
lógica castrense: cortó la transmisión, aplicó censura. Reveló
su verdadera naturaleza política.
A las 0.20 del 18 de noviembre de 1972, Sajón enfrentó de
nuevo a los periodistas. «La Junta de Comandantes tomó una

315
decisión respecto al señor Perón. Voy ahora a Ezeiza, junto
al brigadier Martínez, para informar lo resuelto», adelantó el
secretario de Prensa.
A la 1.00, el helicóptero militar aterrizó en Ezeiza. Sajón y
Martínez caminaron hasta la oficina de Salas y esperaron que
llegaran Cámpora, Abal Medina, Osinde, Pons Bedoya y Jorge
Taiana. Había un clima tenso, que se agravó cuando Martínez
maltrató al Delegado, Abal Medina salió a defenderlo, y Sajón
terció a favor del joven brigadier. Cerca del boxing, las con-
versaciones finalmente se encarrilaron, aunque Martínez no
escondió su tono hostil contra el Delegado de Perón.
—¿Cómo nos hace eso, doctor Cámpora? ¿Cómo dan a pu-
blicidad un acta afirmando que Perón está preso, cuando usted
sabe que no es así, que no está preso? —cuestionó el brigadier.
—Sucede que usted supone que el general Perón no está
detenido, y nosotros entendemos que sí lo está. Todo lo acon-
tecido nos permite ratificar la condición de falta de libertad
del general Perón —replicó Cámpora.
—El gobierno ha dispuesto autorizar al senor Perón para
que sé dirija, si esa es su intención, a su domicilio de Vicente
López, con las primeras luces del día. Se le requiere, únicamen-
te, que avise con tres horas de anticipación para que se puedan
tomar las medidas de seguridad que ese traslado presupone
—contestó Martínez sin perder su vehemencia.
La reunión terminó con fríos saludos protocolares y cada
facción se retiró a la retaguardia. Cámpora partió a la habita-
ción 113, donde Perón aguardaba impaciente, mientras que
Sajón y Martínez fueron al lobby del hotel Internacional para
contar a los periodistas su versión de los hechos.
—¿Perón está o estuvo preso? —preguntó un cronista, har-
to de la incertidumbre.
—No estuvo, ni está detenido. La Junta le ofreció dirigirse
al pueblo por radio y televisión, y no lo aceptó —dijo Martínez
sin ponerse colorado.

316
—Hemos visto el emplazamiento de ametralladoras contra
la puerta del hotel. ¿Qué significado tuvo? —interrogó otro
periodista.
—Cambio de guardia —mintió Sajón que, hasta ese mo-
mento, estuvo callado.
—Un sargento dijo que tenía orden de abrir fuego, si los
autos se ponían en marcha...
—Por razones de seguridad —volvió a mentir Martínez—,
el señor Perón debe permanecer aquí hasta las primeras horas
de la mañana de hoy. Si una disposición así es contrariada,
debe ser reprimida por cualquier medio. Así damos seguridad
a Perón.
—¿Podemos hablar con Perón, y preguntarle si está preso?
—propuso un periodista.
—Sí. Pregúnteselo —desafió Sajón.
A la 1.45, un grupo de periodistas y camarógrafos llegó has-
ta la habitación 113. En el pasillo se mezclaban mucamas, mo-
zos, dos cocineros, Miguel, Taiana, Osinde, Abal Medina, Pons
Bedoya y la custodia personal de Perón. No funcionaban los
ascensores, y la luz del pasillo titilaba como una premonición.
Se abrió la puerta de la habitación 113. Asomaron el Ge-
neral, Isabelita, López Rega y Cámpora. Los periodistas y los
camarógrafos corrieron en tropel. Era la nota de su vida.
—Agquí está parte del periodismo presente, y yo quiero pe-
dirles que sean testigos si el general Perón puede o no aban-
donar el hotel —dijo López Rega, que hasta ese momento ha-
bía suplicado regresar a Madrid. El secretario sabía entrar en
escena, y no se iba a perder su numerito ante los periodistas.
Cuando López Rega terminó de hablar, las puertas de la es-
calera se cerraron con un ruido seco. La Custodia Especial del
régimen controlaba el pasillo y dominaba la puerta que estaba
enfrente de la habitación 113. Perón e Isabelita dudaban en
avanzar, temían una réplica mortal de la guardia desplegada
por Lanusse.

317
—Terminemos con esto. Si la custodia tiene orden de tirar,
que tire. Sepan que al general Perón, a los 77 años, le sobra
lo que hace falta para venir a morir a Ezeiza. ¡Vamos, señor
General! —ordenó Cámpora.
Perón empezó a caminar hacia la salida del pasillo. Estaba
rodeado de periodistas y camarógrafos. Al frente, Cámpora y
Milo de Bogetich, detrás, López Rega e Isabelita. A los costados,
Abal Medina, Taiana y Lorenzo Miguel.
En un segundo, cuando nadie lo esperaba, el comisario
inspector Díaz se plantó frente al General, sacó su arma regla-
mentaria y le apuntó al pecho.
—De aquí, nadie sale. No me obligue —amenazó a Perón.
—¡No!, gritó Lorenzo Miguel, que pegó un salto y quedó
entre la locura de Díaz y la vida del General.
Si el policía federal apretaba el gatillo, la guerra civil em-
pezaba en la Argentina.
Cámpora agarró del brazo a su jefe político y miró fijo a las
cámaras: «¡Tomen nota! Informen que Perón está preso en la
celda 113», dijo a los periodistas, que aún estaban alelados por
los'acóntecimientos.
Sin hacer una sola declaración, Perón y su comitiva vol-
vieron a las habitaciones. El General había ganado la batalla:
demostró que estaba preso y que la dictadura era incapaz de
proteger su seguridad, pero sí de amenazarla. Podría haber
muerto en un pasillo oscuro de un hotel ajado por el tiempo...
A las 3.05, el delegado informó a Martínez que Perón se iba
a Gaspar Campos. El brigadier no puso objeciones, había dado
su palabra y cumplía las órdenes de la Junta de Comandantes.
Afuera ya no llovía.
El 18 de noviembre de 1972, a las seis en punto, Perón pudo
abandonar el hotel Internacional de Ezeiza. Había estado 18
horas preso de la dictadura militar. Viajó en el asiento de atrás
del Ford Fairlane negro, a su lado Isabelita, y adelante López
Rega.

318
El auto del General fue precedido por móviles de la Policía
Federal, motocicletas de la Guardia Antiguerrillera y la custo-
dia de suboficiales peronistas que respondían a las órdenes de
Osinde y Bogetich. La ciudad mostraba carteles de bienvenida,
tropas del Ejército en posición de combate y cientos de mili-
tantes que se apostaron al borde la avenida General Paz para
ver pasar a Perón.
El viaje duró cuarenta minutos, y las condiciones de se-
guridad en Gaspar Campos sorprendieron al General. Había
un tanque y dos jeeps del Ejército emplazados a 250 metros,
un nido de ametralladoras a 400 metros y un cerco de vallas
custodiado por militares y policías, que exigían credenciales y
documentos para acceder al chalé de 85.000 dólares adquirido
por los sindicatos y puesto a nombre de Isabel Martínez.
Antes de escriturar, Perón había pedido a Cámpora que
sacara unas fotos de Gaspar Campos para aprobar la compra.
Sería su refugio en Buenos Aires, y quería conocer las como-
didades de un chalé que parecía coqueto y seguro. Cámpora
encargó el trabajo a Antonio Pérez, un fotógrafo amigo del
General, que hizo una toma de cada rincón de la casa.
Al frente, encima de la puerta de ingreso de Gaspar Cam-
pos, había un blasón heráldico que decía Nec temere Nec timide
(ni tímido ni temeroso), colocado por los primeros propieta-
rios de la vivienda. En la planta baja había un pequeño hall que
conectaba con una sala que Perón asignó para trabajar, y a con-
tinuación, un living con un amplio ventanal que permitía ver
el jardín y la pileta. A través de una escalera estrecha se llegaba
hasta la planta alta, donde el General, Isabelita y López Rega
tenían sus habitaciones. Al final del corredor, la Tercera Esposa
usaba un cuarto con baño en suite para peinarse y probar su
vestuario antes de salir a la calle.
Perón extrañaba el parque de Puerta de Hierro y engañaba
la nostalgia con una acacia de cien años que estaba en el jar-
dín. Nunca usó la pileta, y meses más tarde colocó un ascensor

Ed
interno que le permitió escapar a los engorrosos escalones que
unían la planta baja con su habitación. El General atendía en
el living y revisaba los papeles en su estudio privado que estaba
adornado con un viejo sombrero alpino y algunos libros que
había comprado en Madrid.
Gaspar Campos se transformó en el epicentro de la polí-
tica nacional, aunque para Perón era simplemente un lugar
de paso. Nunca le gustó la decoración elegida por Isabelita, y
siempre pensó que volvería a jugar con sus caniches en el jardín
de la quinta 17 de Octubre. Días antes de partir a Buenos Aires
había escrito a un vecino una carta personal para agradecer los
años de convivencia. Y en esa carta, Perón desnudó sus verdade-
ros sentimientos: «A pesar de toda mi experiencia política, no
he tenido más remedio que efectuar este viaje. Espero volver
pronto», prometió, en un efímero intento de mantener con
vida lo que ya había desaparecido para siempre.
Perón estaba preocupado por el cerco militar sobre Gaspar
Campos. Sabía que ese dispositivo se podía transformar en una
trampa mortal, si finalmente colapsaban las relaciones con la
dictadura. Lanusse también temía por las tropas desplegadas
alrededor del General, pero aplicaba otra lógica a su análisis:
el dictador asumía que los militantes juveniles y los combatien-
tes de las Formaciones Especiales iban a aparecer en escena, y
no quería una batalla campal en plena retirada de las Fuerzas
Armadas, si la JP Regional decidía cobrarse alguna cuenta pen-
diente frente a Gaspar Campos.
Pasado el mediodía, la Junta de Comandantes retiró a todas
las tropas que controlaban las adyacencias de Gaspar Campos
1065. La información fue transmitida por radio y televisión y
provocó una masiva y espontánea movilización popular hacia
la residencia. En menos de cinco horas, cien mil militantes
ocuparon las calles de Vicente López, desatando una fiesta sin
antecedentes en la historia argentina.
—¿Qué pensás de que Perón viva frente a tu casa? —pre-

320
guntó un periodista a un joven que miraba el chalé del Gene-
ral, antes de que llegarañ los militantes a Gaspar Campos.
—Perón es un vecino más —contestó con inocencia.
—¿Usted qué piensa? —insistió el cronista frente a una se-
nora que volvía de hacer las compras.
—Van a venir, nos van a pisar las plantas y aplastar las flo-
res —replicó la señora antes de entrar rapidísimo en su casa.
Tuvo razón.
Los jóvenes ocuparon los jardines, pintaron las paredes y
cantaron consignas hasta quedarse afónicos. La fiesta de Gas-
par Campos perteneció a la Juventud Peronista, que se apropió
del escenario y desplazó a la burocracia sindical y a los dirigen-
tes partidarios.
El 18 de noviembre de 1972, a la hora del té, los vecinos
de Vicente López silenciaron los éxitos de Frank Sinatra para
escuchar los hits más ingeniosos de la JP:
«Yo te daré, te daré patria hermosa, te daré una cosa, una
cosa que empieza con P: ¡Perón!»
«Se siente, se siente, Evita está presente.»
«Vea, vea, vea, que cosa más bonita, el pueblo está en la
calle, por Perón y por Evita.»
«¡Perón sí, otro no!»
«Juventud presente, Perón, Perón o muerte.»
«Fusiles, machetes, por otro 17.»
«Perón, Evita, la patria socialista.»
«La casa de gobierno, cambió de dirección, está en Vicente
López. Por orden de Perón.»
Las banderas argentinas flamearon toda la tarde. La Mar-
chita sonó toda la tarde. Y los buscas vendieron café, helados y
el gorro de Pochito, toda la tarde. No hubo un solo incidente,
los vecinos prestaban los baños y las ambulancias atendían des-
mayos y sofocones.
Perón se asomó siete veces por los ventanales de Gaspar
Campos. Después de comer, vestido con saco y corbata, a la

321
hora de la siesta con un pijama azul, y en bata y recién afeitado,
cuando el sol se ocultó. Cada vez que salía, estallaba Vicente
López. Esos militantes, nacidos y criados con Perón en el exilio,
se habían transformado en la vanguardia de un movimiento
popular que también incluía a Rucci, Miguel, Gelbard, Isabelita
y López Rega.
La fiesta de Gaspar Campos impactó a la CGT y las 62 Or-
ganizaciones. Rucci y Lorenzo Miguel, como en su momento
Augusto Vandor y José Alonso, pensaban que su poder de movi-
lización y su influencia en los sindicatos eran clave para ocupar
un puesto de privilegio en la cocina del peronismo. Sin embar-
go, el vigor de la JP y la audacia de las Formaciones Especiales
habían modificado desde 1970 esa correlación de fuerzas.
El peso de los jóvenes militantes en Gaspar Campos no solo
fue advertido por Perón. Lanusse había mantenido un encuen-
tro con la Junta Militar en Casa de Gobierno, y después decidió
usar un helicóptero para cruzar la ciudad hasta la quinta de
Olivos. Cerca de la 15.00, sobrevoló Vicente López y se sorpren-
dió por la cantidad de jóvenes que marchaban hacia la casa de
su líder histórico. Horas más tarde, el dictador solicitó a los
servicios de inteligencia un número estimado de asistentes a
la espontánea fiesta popular: «Más de cien mil», cuantificaron
los espías militares que patrullaban los alrededores de Gaspar
Campos.
A la misma hora que Lanusse sobrevolaba Vicente López,
un Boletín de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) era
despachado desde los cuarteles de Langley al Departamento de
Estado y la Casa Blanca. El informe secreto describía la llegada
de Perón, su detención en el hotel Internacional y la estrategia
política de Lanusse.
«El arribo de Perón, ayer, no provocó serios hechos de vio-
lencia, pero él se queja de su casi total aislamiento. Una torren-
cial lluvia ayudó a aguar el entusiasmo de los leales peronistas
y potenciales alborotadores quienes, desafiando los pedidos de

322
calma de Perón, buscaron desafiar a las fuerzas de seguridad
que habían acordonado él aeropuerto. Políticamente, Perón y
Lanusse, están jugando con sus cartas tapadas. Perón trataría
de fortalecer su posición negociadora tratando de alinear el
apoyo de políticos no peronistas y quizá de algunos líderes
militares, antes del encuentro con Lanusse. Lanusse, de todas
formas, aún cree que está en una posición de presionar a Perón
para que acepte la mayoría de los términos del gobierno en un
acuerdo político», aseguraban los expertos de la CIA en su bo-
letín secreto número 570, escrito el 18 de noviembre de 1972.
No solo la inteligencia norteamericana reportaba qué su-
cedía con Perón en Buenos Aires. El embajador de España,
José de Erice, envió a Madrid un cable secreto describiendo la
estrategia de Lanusse frente al General y las decisiones políticas
asumidas por la Junta de Comandantes. El cable del embajador
Erice tenía una particularidad: aseguraba que Perón era casi un
rehén de los militantes de la JP y descartaba en tono diplomá-
tico que la dictadura hubiera privado de su libertad al General
cuando llegó desde Roma en el charter de Alitalia.
«Ha llamado, en primer lugar, la atención el cambio de
actitud del gobierno con respecto a la custodia a la que el gene-
ral Perón estaba sometido. En el espacio de breves horas se ha
pasado, de un dispositivo de seguridad que movilizó, el viernes,
cerca de 30.000 hombres, a la casi ausencia de custodia y el
traslado del ex Presidente a su domicilio de Vicente López, en
donde virtualmente se ha convertido en un rehén de sus entu-
siastas adictos. ¿Cuál fue el motivo de este cambio? Se sabe que
la Junta de Comandantes en Jefe estuvo reunida aquella noche
cerca de tres horas, al cabo de las cuales se tomó la decisión de
permitir que el General se trasladase al domicilio de la calle
Gaspar Campos, en el barrio residencial de Vicente López, que
para él adquirieron, hace unos meses, los sindicatos de signi-
ficación peronista. Había comenzado a circular la noticia de
que Perón se hallaba prisionero de las Fuerzas Armadas, con el

329
fin de provocar un movimiento emocional en las masas de sus
seguidores; y si bien en un principio la Junta de Comandantes
tuvo sus dudas sobre si permitir o no completa libertad de mo-
vimiento al general Perón, prefirieron acabar con la imagen
del General prisionero de sus esbirros, concediéndole permiso
para trasladarse a su nuevo domicilio y libertad completa de
movimientos, pero retirándole la custodia militar y encargando
la misma a reducidas fuerzas de policía», escribió el embajador
Erice al canciller español, en su nota informativa secreta 661.
El 19 de noviembre de 1972, a las 0.50, Perón abrió la ven-
tana y dijo buenas noches a los militantes. «Argentina, Argen-
tina», contestaron los jóvenes desde la calle. El General se fue
a dormir y la JP se hizo cargo de la custodia. Como hacía frío,
los militantes instalaron carpas y encendieron unas fogatas con
las coquetas verjas de madera de los jardines de Vicente López.
Quedaron muy pocos frente a Gaspar Campos 1065.
A las siete en punto, un rugido quebró el típico silencio
de domingo a la mañana: «¡Buenos días, General, su custodia
personal!», se escuchó.
Perón, sonriente, apareció en la ventana tomando mate.
Los jóvenes aplaudían a rabiar, cantaban La Marchita y se
olvidaban del frío. Estaban haciendo historia, junto al General,
que había vuelto para terminar con la dictadura y encabezar la
revolución nacional.
Pasadas las 13.00, Gaspar Campos hervía. Otra vez, más de
cien mil militantes ocupaban las calles de Vicente López, mien-
tras la solidaridad popular regalaba un choripán y un plato de
guiso con gusto a épica.
A las 14.00, Isabel ordenó silencio: Perón se iba a dormir.
Todos callados, la siesta del General es sagrada.
A las 16.15, Perón apareció en la ventana con una sonrisa de
par en par, exhibiendo su legendario gorro Pochito. «Superpi-
be, Superpibe», gritaban los jóvenes, recordando a uno de los
personajes de Titanes en el Ring de Martín Karadagián. Era una

324
fiesta: Perón saludaba con los brazos abiertos, y los militantes
replicaban con La Marchita y saltando sin parar.
El General agradeció los cantos de la hinchada y regresó
al living. Esperaba a Ricardo Balbín para iniciar una negocia-
ción política que debía desembocar en un acuerdo institucio-
nal entre el Movimiento Nacional Justicialista y la Unión Cívica
Radical. Perón y Balbín se habían enfrentado durante años, y
ahora ambos buscaban una fórmula de consenso para proteger
la transición democrática, contener la ofensiva de las organiza-
ciones armadas y cerrar paso a la pretendida tutela del Ejército
Argentino.
El Pocho y el Chino ya habían descifrado los signos del fu-
turo político, y trabajaban juntos para evitar que se cumpliera
la trágica profecía
Este espíritu solidario surgió durante el lanzamiento de la
Hora del Pueblo, una entente partidaria que forzó la caída del
dictador Roberto Levingston y achico los márgenes de acción
de su reemplazante, el general Lanusse.
Perón estaba satisfecho con el comportamiento de la UCR y
decidió apostar por un acuerdo que rompiera los límites natu-
rales de la política nacional. El General se apoyó en la honesti-
dad intelectual de Balbín y ordenó a Cámpora que se reuniera
en secreto con Enrique Vanoli, un hábil político radical que
aconsejaba al jefe de la UCR.
—Hablé con el General. Me pidió que estudiara las posibi-
lidades para una fórmula compartida, indistintamente peronis-
ta-radical o radical-peronista. Y hasta dónde pueden ir en ese
sentido —reveló Cámpora a Vanoli, sin perder tiempo.
—Voy a llevar esta inquietud al partido. Pero una alianza
como la que propone va a resultar difícil para el radicalismo
—se atajó Vanoli.
Vanoli se encontró con Balbín y transmitió textual la pro-
puesta de Cámpora. Al principio, Balbín dudó de la oferta por
sus compromisos políticos con Lanusse, las críticas que recibía

35
de Raúl Alfonsín y sus tristes recuerdos personales atados a la
persecución peronista de 1949.
Luego, prefirió dejar a un lado sus dudas y decidió avanzar
en un proyecto que podía consolidar la futura etapa democrá-
tica del país. Se entrevistó con Cámpora, que ya celaba su cerca-
nía a Gaspar Campos, y solicitó formalmente un encuentro con
el General, que se apuntó para el domingo 19 de noviembre
de 1972, a las 18.00, en Gaspar Campos 1065.
Por primera vez en sus vidas, Perón y Balbín iban a con-
versar mano a mano, tras veinticinco años de enfrentamientos
políticos.
Balbín suspendió una gira por Tres Arroyos y volvió a Bue-
nos Aires para la cita con Perón. A las 17.15, el Chino, su hijo
Enrique y Vanoli partieron desde el Comité Capital del radi-
calismo hacia el norte para consumar una cita histórica que
podía cambiar la agenda política del país. Veinte minutos más
tarde, Balbín recogió a Cámpora para ir juntos al encuentro
con Perón, en un gesto que mezclaba acercamiento político y
necesidad personal: el Delegado había dejado su auto frente
a Gaspar Campos, y los militantes hundieron su techo cuando
saltaban para ver al General. No se podía usar, estaba para
chapa y pintura.
—Vayamos por Libertador, llegamos más rápido —aconsejó
Cámpora.
Balbín aceptó la sugerencia y avanzó por la avenida hacia
un paso nivel que permitía llegar en segundos hasta Gaspar
Campos. Eran las 17.50.
Dos horas más tarde, superado un largo embotellamiento,
el auto color borravino de Balbín pudo cruzar las vías del tren
y acercarse al barrio de Perón. Estacionaron y Cámpora buscó
un atajo para esquivar a los militantes y periodistas que rodea-
ban la casona del General. Estaba oscuro y se escuchaban los
bombos.
—Entremos —dijo el Delegado.

326
Balbín se sobresaltó. La casa tenía como dirección Madero
1066. Ellos iban a Gaspar Campos 1065.
—No se preocupe —tranquilizó Cámpora—, ya estamos en
los fondos. Crucemos...
El delegado apoyó una escalera de albañil sobre el cerco e
hizo una seña a Balbín. La periodista Mónica Cahen D”Anvers,
sorprendida, miraba la escena. Estaba cubriendo para canal
13. Cuando Vanoli la descubrió, pidió clemencia y silencio.
Cahen D'Anvers entendió las circunstancias y asintió. Tenía la
primicia. Podía esperar.
Balbín saltó, y se quedó aguardando en el fondo del jardín.
Después llegaron Cámpora y Vanoli.
—Ahí viene —anunció al General su custodia Alberto Ta-
boada.
En la penumbra del parque, Perón descubrió a Balbín y
se abrazó con su adversario político. Habían sido enemigos
durante veinticinco años y ahora buscaban un acuerdo que los
transformara en aliados, socios y finalmente amigos. El Chino
estaba conmocionado: su carcelero y perseguidor había hecho
un gesto que no figuraba en los manuales políticos. Empe-
zaba un nuevo ciclo institucional que pretendía fortalecer a
los gobiernos civiles y desterrar para siempre a las dictaduras
militares.
Perón y Balbín atravesaron juntos el parque y se unieron
a un puñado de dirigentes que participaban en la Hora del
Pueblo. Habían sido convocados por el General para diseñar
una estrategia política contra las limitaciones electorales que
imponía Lanusse. Perón pretendía unir a todas las fuerzas de la
oposición frente al régimen que se resistía volver a los cuarteles
y abandonar la Casa Rosada.
—Usted, doctor Balbín, y yo, representamos el ochenta por
ciento del país —aseguró Perón frente a sus invitados.
Balbín sonreía. Pensaba que estaba soñando.
Perón elogió al líder radical y a continuación explicó su

327
mirada sobre el sistema político en Europa. El General elogió la
capacidad de los partidos en Italia para discutir los problemas
domésticos y en simultáneo acordar programas institucionales
que permitieran un crecimiento estable del país. Perón, con
sutileza, estaba revelando hacia dónde quería ir con la Unión
Cívica Radical y la Hora del Pueblo.
El plan del General tenía enemigos agazapados. Para Bal-
bín y Vanoli no fue casualidad que Cámpora hubiera sugerido
llegar por Avenida del Libertador y que López Rega tratara
de mezclarse en todas las conversaciones. En Gaspar Campos,
Balbín y Vanoli asumieron que López Rega y Cámpora complo-
taron para que la reunión con Perón jamás se hiciese. Al Chino
no le importó, estaba escribiendo la historia, y un embotella-
miento era muy poco para condicionar su voluntad política.
—¿Cambió su postura respecto a Perón? —preguntó un
periodista a Balbín cuando abandonaba Gaspar Campos.
—Es cierto que yo lo combatí. Pero ahora tenemos que
mirar hacia delante y no vivir en el pasado —contestó el líder
radical dejando una puerta abierta.
Perón tenía muchas piezas en el tablero, y Balbín no quería
ser sacrificado por las conspiraciones palaciegas de Cámpora
y López Rega. El General manejaba a sus aliados en el Fren-
te Civil de Liberación Nacional (Frecilina), negociaba con la
Unión Cívica Radical y algunos pequeños partidos conservado-
res, influía en la Hora del Pueblo y coqueteaba con la izquierda
nacional agrupada en el Encuentro Nacional de los Argentinos
(ENA), tratando de conducir esa tropa heterogénea y temerosa
de una traición política, con el propósito de acorralar a Lanus-
se, consolidar la transición democrática y suscribir un pacto
político que permitiera desmontar la influencia de las Fuerzas
Armadas en la sociedad civil.
Era una apuesta difícil y compleja que sus eventuales socios
querían jugar, a pesar de las desconfianzas mutuas. El General
no perdió tiempo: ordenó a Cámpora que invitara a todos los

328
partidos políticos a Nino, un restaurante a nueve cuadras de
Gaspar Campos que solía frecuentar con Evita.
El 20 de noviembre de 1972, pocas horas antes de la cum-
bre de Nino, se acabó la fiesta popular en Gaspar Campos.
El General dormía poco y temía un enfrentamiento entre la
JP Regional y los grupos armados de Alberto Brito Lima, un
matón filo nazi que representaba a la ortodoxia partidaria. En-
tonces, ordenó al teniente coronel Osinde que negociara con
la dictadura un cerco militar para terminar con los cantitos, los
bombos y la peregrinación hasta la puerta de su casa. Cuando
los militantes dormían en las carpas y zaguanes, un batallón
de 700 efectivos de la Policía Bonaerense, tres carros de asalto
y 40 integrantes de la brigada antimotín de la Policía Federal
dispersó a 1.500 militantes que retrocedieron gritando «fusiles,
machetes, por otro 17».
Osinde solo autorizó que se quedaran veinte jóvenes frente
a la casona de Gaspar Campos, y el Consejo Superior del Justi-
cialismo anunció que se haría cargo de los gastos para recupe-
rar un barrio que había soportado 38 horas seguidas de fiesta
popular. Cámpora se comprometió a pintar las casas, recuperar
las verjas de los jardines y juntar la basura de las calles, mientras
que Isabelita aportaba su charme personal: le regaló a cada
pibe del barrio una bicicleta nueva, para apaciguar el odio de
los vecinos.
Sin el ruido de los bombos, cerca de las seis de la tarde,
Perón abandonó Gaspar Campos y subió a su auto blindado
para ir hasta el restaurante Nino. Estaba protegido por la Poli-
cía Bonaerense y una hilera de motociclistas que abría el paso
en la Avenida del Libertador. Llegó con su sonrisa y cautivó a
propios y extraños, amigos y ex adversarios. El General brillaba
y contagiaba entusiasmo a los dirigentes políticos que preten-
dían voltear a Lanusse y abrir una nueva etapa democrática.
Perón fue la estrella política en la reunión de Nino, que
protagonizaron todos los partidos de la oposición, los sacerdo-

339
tes Mugica y Vernazza, los sindicalistas Rucci y Miguel, y José
Ber Gelbard, titular de la Confederación General Económica
(CGE). La derecha porteña, conocida como Nueva Fuerza, y
Francisco Paco Manrique, la continuidad extraoficial del Régi-
men, se quedaron afuera por instrucción directa de Perón. Los
cuadros comunistas, fieles a su discurso sin sentido, rechazaron
la invitación y Juan Carlos Coral, jefe del Partido Socialista Ar-
gentino, llegó hasta la puerta del clásico restaurante y se fue
protestando. Pretendía que las deliberaciones fueran públicas,
una instancia que Cámpora rechazó sin dudar.
Durante el encuentro a puertas cerradas, Perón propuso la
anulación de la cláusula que prohibía su candidatura presiden-
cial, la libertad de todos los presos políticos y la derogación del
estado de sitio y las leyes represivas. Balbín coincidió respecto
al estado de sitio, pero rechazó las propuestas vinculadas a la
conmutación de penas a los guerrilleros y a la nulidad absoluta
de la cláusula de residencia que excluía al General de la com-
petencia electoral.
Perón no se preocupó por la posición del líder radical: coin-
cidía Con todos sus planteos y terminó de consolidar sus intencio-
nes de promover un pacto electoral con su ex enemigo político.
El General no quería ser presidente, consideraba una decisión
indispensable levantar el estado de sitio en plena transición de-
mocrática y no le gustaban las leyes de excepción para favorecer
a los cuadros guerrilleros, aunque públicamente hiciera recla-
mos para evitar las críticas de las Formaciones Especiales.
Pese a los gestos de acercamiento del General, Balbín evi-
taba apoyar toda su agenda, porque transformaba a la UCR en
un simple apéndice del justicialismo. Además, la cláusula de
proscripción fue una propuesta de Lanusse para bloquear a
Perón, y había estado de acuerdo. Era cierto que los tiempos
habían cambiado y que el líder radical estaba más cerca de Gas-
par Campos que de los cuarteles, pero con el General nunca se
sabía. Y con él tampoco.

DOS
Cuando concluyeron las deliberaciones, pasada la media-
noche, Perón se asomó a un balcón que daba sobre la Avenida
del Libertador. Abajo había 2.000 militantes que coreaban su
nombre y cantaban La Marchita. Para el General fue un cierre
perfecto: había demostrado que aún podía juntar a la clase
política y movilizar a cientos de jóvenes que estaban hartos de
Lanusse y las Fuerzas Armadas.
Al terminar la reunión, Balbín le pidió a Vanoli que buscara
otra vía para lograr un encuentro a solas con Perón. El dirigen-
te radical aprovechó los contactos de un amigo con Osinde,
que podía saltar el cerco montado por López Rega para contro-
lar la agenda del General. El secretario no quería un acuerdo
con los radicales, apostaba su ambición personal a Cámpora
y conspiraba con Isabelita para transformar al Delegado en
vicario presidencial.
López Rega e Isabelita conocían la salud del General, y su
falta de concentración a medida que avanzaba el día. También
suponían que Cámpora era la principal apuesta de Perón para
coronar la presidencia. Cuando la hipótesis de un acuerdo con
Balbín empezó a sonar en Gaspar Campos, el secretario y la
Tercera Esposa cerraron filas: ese pacto político terminaba con
sus fantasías, ya que a la muerte del General sucedería una
alianza partidaria en lugar de dos escaladores sin escrúpulos y
ambición infinita.
El 21 de noviembre de 1972, a las cuatro de la tarde, Osin-
de habló con Perón. A las seis, Vanoli se enteró de que Balbín
tenía que estar en Gaspar Campos a las nueve de la noche. El
jefe del radicalismo salió de una entrevista en canal 9 y subió
al auto de Vanoli. Llegaron en punto: Perón recibió a Balbín
en su living y conversaron a solas durante cien minutos. Vanoli
y Cámpora esperaron afuera. Se desconfiaban mutuamente y
estaban inquietos por una cumbre política que podía transfor-
mar las relaciones de poder en la Argentina.
Cerca de la medianoche, Perón acompañó a Balbín hasta

39%
la puerta y lo abrazó frente a periodistas y fotógrafos. Era un
momento clave del retorno: el ex Presidente perseguidor re-
conocía su error político junto al ex diputado perseguido. Era
una nueva época: se podía vivir en armonía, pese a las diferen-
cias políticas y a la ambición de poder.
«El General me confió que ya estaba amortizado como ser
humano, y que quería dedicar sus últimos años a trabajar por
el reencuentro de los argentinos», aseguró Balbín cuando le
preguntaron sobre su encuentro en Gaspar Campos.
Perón propuso al líder radical sumar fuerzas y diseñar un
gobierno de coalición. El General estaba impactado por la si-
tuación política en Italia, donde un poderoso Partido Comunis-
ta podía hacer acuerdos con la Democracia Cristiana, en medio
de la Guerra Fría y a cuadras del Vaticano. Balbín escuchó en
silencio la propuesta del General y a continuación reveló que
la situación interna del radicalismo conspiraba para hilvanar
semejante pacto político. Por esos días, Alfonsín buscaba de-
rrotar a Balbín en los comicios partidarios y representar a los
radicales en las elecciones presidenciales de 1973. Había que
esperár que los acontecimientos decantaran para seguir avan-
zando en un acuerdo que no estaba en los cálculos de Lanusse,
las Fuerzas Armadas y los partidos políticos.
—Lo visitó el doctor Ricardo Balbín. ¿Sus impresiones son
favorables, son positivas? —preguntó un periodista en la puerta
de Gaspar Campos.
—Son maravillosas. Ver tanta gente bien, capaz, idealista...
—contestó Perón.
La cumbre con Balbín había encendido todas las alarmas
en el Movimiento Nacional Justicialista. El Delegado temía una
competencia inesperada para integrar la fórmula presidencial,
los sindicalistas Rucci y Miguel comprendieron que peligraba
su cuota en la integración de las listas de candidatos a legisla-
dores y en los eventuales puestos en el gabinete, y los militan-
tes vinculados a las Formaciones Especiales asumían que un

395
acuerdo con la UCR congelaba sus fantasías revolucionarias.
Perón había pateado el táblero y las piezas en el aire empeza-
ban a conspirar para evitar un pacto político que achicaba sus
cuotas de poder.
El 22 de noviembre de 1972, mientras Perón trataba de
alinear a todas sus piezas políticas, el dictador convocaba a
una conferencia de prensa en la Casa Rosada. Cerca de 250 pe-
riodistas locales y extranjeros se encontraron con una versión
afable de Lanusse, que sonreía a diestra y siniestra. El dictador
había puesto el alma en paz: renunciaba a su carrera presi-
dencial, anunciaba que levantaba el estado de sitio y abría la
puerta a una eventual candidatura del General, en los comicios
de marzo de 1973.
—¿Qué piensa de la presencia de Perón en la Argentina?
—<consultó un periodista, parado en medio del Salón Blanco.
—Hasta ahora, la presencia de Perón es un factor positivo
—Ccontestó.
—¿Puede levantarse la cláusula de residencia que prohíbe
su postulación a la presidencia?
—Puede ser, si lo pidieran todos los partidos políticos. En
ese caso, habría que estudiarlo.
—¿Es posible un encuentro con Perón?
—Las puertas de la Casa Rosada están abiertas. Solo tiene
que pedir audiencia.
—¿Le daría la mano a Perón? —peguntó un cronista, amigo
del dictador.
—Rezo todos los días el padrenuestro: perdona nuestras
deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores
—replicó con ironía.
La respuesta de Lanusse arrancó aplausos entre periodistas
y funcionarios. El jefe militar se despedía del poder y estaba
distendido. Lanusse sabía que jugaba contrarreloj y que Balbín
ya había decidido tomar distancia del régimen. Solo le quedaba
trabar los movimientos del General, facilitar la estrategia del

333
radicalismo en la campaña electoral y fabricar un candidato
propio para jugar en un eventual balotaje. Tenía pocas piezas,
y los días pasaban a la velocidad del sonido.
La conferencia de prensa de Lanusse impactó a los conse-
jeros políticos de la embajada española en Buenos Aires. En
un memo de tres páginas, despachado en secreto a Madrid, se
elogió al dictador argentino por sus respuestas y se cuestionó
al General por cancelar su contacto con los periodistas cuando
estaba detenido por los militares en el hotel Internacional de
Ezeiza.
«Perón, mostrándose enojado porque las fuerzas del Ejérci-
to habían impedido a sus partidarios a acudir en masa al aero-
puerto de Ezeiza, se negó a la conferencia con los periodistas
extranjeros, que tenía anunciada. En cambio, Lanusse convocó
inmediatamente a esa conferencia y fueron tan atinadas sus
respuestas, tal la autoridad con que se condujo, la sinceridad
de sus contestaciones y tan evidente su espíritu de concilia-
ción, que el respeto al Presidente, al general y al hombre que
protagonizaba aquel acto, se tradujo al ámbito de los canales
de televisión, y puede decirse que el papel de Lanusse creció
increíblemente, pues, no disfrutando precisamente de muchas
simpatías personales, el elogio para su actuación ese día fue
unánime», escribió José Ignacio Ramos, consejero de Informa-
ción de la embajada de España en Argentina.
Horas después de la conferencia de prensa de Lanusse,
José Ignacio Rucci hizo una demostración de poder junto a las
70 delegaciones regionales de la Confederación General del
Trabajo. El jefe de la CGT alineó a los sindicalistas y solo tuvo
que enfrentar a Atilio López, líder de la regional Córdoba,
que pertenecía al peronismo combativo, estaba cerca de las
Formaciones Especiales y calificaba a Rucci como un burócrata.
El aporte gremial de Rucci al poder de fuego del General se
sumó a la ofensiva política desplegada tras la reunión en Nino,
que desembocó en una mesa de trabajo integrada por todos

39%
los partidos y las corporaciones que enfrentaban a la dictadura
militar. Esa mesa de trabajó, conducida por Perón y coordinada
por Cámpora, solicitó una audiencia a la Junta de Comandan-
tes para exigir la libertad de los presos políticos, la anulación de
las normas proscriptivas, el levantamiento del estado de sitio,
el reemplazo del ministro Mor Roig y el uso igualitario de los
medios de comunicación durante la campaña electoral.
El avance de Perón sobre la dictadura militar fue reportado
por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) a la Casa Blanca
y el Departamento de Estado. El Boletín de Inteligencia secre-
to 42, con fecha del 22 de noviembre de 1972, describió las
negociaciones del General con sus aliados en Nino, el acerca-
miento político con Balbín y la situación interna en las Fuerzas
Armadas.
«El éxito inicial de Perón de avanzar en un amplio acuerdo
con otros partidos políticos está incrementando la presión so-
bre el presidente Lanusse. El ex dictador aún no ha logrado un
acuerdo entre los diversos partidos de la Argentina, pero duran-
te un encuentro de cinco horas el lunes a la noche, un amplio
espectro de líderes políticos alcanzó algunos entendimientos
preliminares. Perón cree que para alcanzar este amplio frente
político, debería obtener la colaboración del partido radical,
segundo en importancia después del peronista. El líder radical
Ricardo Balbín, quien igual que Lanusse fue puesto preso por
el gobierno peronista en los 50, ha demostrado su deseo de
alcanzar un acuerdo de trabajo con los peronistas. Hay indicios,
de todas maneras, de que Balbín trabajará por un acuerdo con
Perón que fuera también aceptable por las Fuerzas Armadas»,
escribieron los expertos de la CIA que analizaban la situación
política en América Latina.
El 25 de noviembre de 1972, Perón convocó a los periodis-
tas extranjeros al restaurante Nino. Flanqueado por Cámpora y
Abal Medina, el General inició la conferencia de prensa con un
discurso revisionista sobre los hechos que provocaron su caída

395
en 1955. Para Perón, pese a la evidencia histórica en contrario,
su huida al Paraguay no respondió a la ausencia de tropas leales
del Ejército, sino para impedir una guerra civil que hubiera
enfrentado al movimiento obrero con las Fuerzas Armadas.
Ningún cronista extranjero replicó. Perón hacía referen-
cia a hechos ocurridos 17 años atrás, frente a periodistas que
apenas conocían la historia argentina y habían llegado hasta
Vicente López para conocer sobre su candidatura presidencial
y la guerrilla urbana.
La conferencia duró ochenta minutos y preguntaron los
casi cien periodistas internacionales que colmaron el salón
principal de Nino.
—¿Quiere volver a ser presidente? —preguntó un enviado
especial cuando el General terminó su inesperado discurso.
—Después de haber regido los destinos del país por una
década, a los setenta y siete años, ya no soy un jovencito, apenas
un joven. Yo no tengo otra ambición que servir a mi país. No
aspiro a cargos u honores, sino a trabajar. Lo haría, incluso de
peón de albanil —contestó Perón sin reprimir su emoción.
*— ¿Usted renunciaría a la candidatura?
—Yo, ahora, no soy candidato a nada. Es lo mismo que a
usted le pidieran que renunciara a ser obispo de la Ciudad de
Buenos Aires.
—¿Cuál es su opinión sobre la guerrilla?
—En todos los procesos de la historia existieron etapas de
lucha. Hay quien hace luchas incruentas y quien lo hace en
lucha cruenta.
El cable secreto 678 de la embajada de España en la Ar-
gentina, firmado por su responsable José de Erice, comentó
la conferencia de prensa ofrecida por Perón a los periodistas
extranjeros. De Erice maltrató al General y en un clásico de los
cables que escribía para Madrid, no perdió la oportunidad de
elogiar nuevamente al dictador Lanusse.
«Las respuestas fueron ambiguas, sin compromiso alguno y

336
muy vagas, teniendo más bien un carácter de relleno, solo para
salir del paso con divagaciónes, sin hacer afirmaciones ni com-
promisos en serio. El tono general fue de monólogo, lugares
comunes, etc. Y por parte del protagonista tuvo cierto carácter
histriónico. Dijo, entre otras frases: “Ya no soy un jovencito,
sino solamente un joven”. La conferencia tuvo un carácter muy
diferente de la del presidente Lanusse, con cierto aire de “feria
y claque” por parte de justicialistas presentes», escribió.
Durante la conferencia de prensa, Perón también aprove-
chó la ocasión para atizar al Ejército y a su jefe Lanusse. «Soy
ciudadano del Paraguay y general del Ejército más glorioso del
continente», dijo el ex Presidente en un mensaje destinado a
los oficiales más gorilas de las Fuerzas Armadas.
Esa ironía de Perón, que no tenía el grado de general del
Ejército Argentino por una decisión ilegal de la Revolución Li-
bertadora, provocó una furiosa reacción de Lanusse. El jefe del
Ejército envió a todas las unidades un radiograma exhibiendo
«su profundo desagrado» por las declaraciones del General,
en un deliberado intento de demostrar que aún tenía poder
de mando y suficiente capacidad para enfrentar a su enemigo
íntimo.
Lanusse mordió el anzuelo: Perón pretendía mantener dis-
tancia con la dictadura militar, y necesitaba tensar la cuerda
para aumentar sus réditos políticos. Lanusse lo había elogiado
frente a todos los periodistas de la Argentina, y ese elogio ate-
nuaba su liderazgo combativo entre los miles de jóvenes que
exigían la caída del régimen como paso previo a la revolución
socialista.
El enfrentamiento a muerte que protagonizaban a la dis-
tancia Perón y Lanusse generaba consecuencias políticas. La
mesa de trabajo de Nino exigió una audiencia con la Junta de
Comandantes para presentar una propuesta que significaba la
derrota institucional de las Fuerzas Armadas. El dictador cerró
la puerta, y la propuesta de 18 partidos reclamando a favor de

337
la candidatura del General fue archivada sin contemplaciones
en una oficina de Balcarce 50. Ya no había mesa de negocia-
ción, y sonaban tambores de guerra.
Lanusse no solo alineó a todas las Fuerzas Armadas contra
la propuesta de levantar la cláusula que prohibía la nomina-
ción presidencial de Perón, sino que además ordenó a la Corte
Suprema que emitiera una acordada ratificando una decisión
que ya había sido cocinada junto al rancho en los cuarteles. La
Corte del régimen cumplió la orden de Lanusse y aseguró que
la cláusula de residencia era constitucional y que el General
estaba al margen de la ley.
«Una última reflexión respecto a Perón. Ese señor podrá
ser O hacer, pretender hacer cualquier cosa, menos presidente
de la República en el futuro», remató Lanusse, en los cuarte-
les de Mar del Plata, para que no quedaran dudas acerca del
pensamiento oficial.
Mientras el dictador trataba de permanecer en medio del
ring, Perón buscaba el método político para desmantelar a las
Formaciones Especiales, que se resistían al cambio de estrategia
y estaban al borde de la desobediencia partidaria.
El General recibió a la conducción de Montoneros en Gas-
par Campos para ajustar cuentas. Perón explicó a Firmenich y
Galimberti que no podían confundir sus declaraciones públicas
con sus planes secretos. Frente a los periodistas amenazaba al
régimen con las Formaciones Especiales, pero en la práctica
ya había resuelto guardar las armas y fundir a los guerrilleros
dentro del sistema democrático.
Las explicaciones del General irritaron a los líderes de la
guerrilla montonera. Firmenich y Galimberti habían creído
en su palabra y tenían un plan de acción que abarcaba desde
la campaña electoral hasta la asunción del futuro gobierno
democrático.
Perón descartó las propuestas de Firmenich y Galimberti,
que eran un engendro basado en las primeras medidas de la

338
Revolución Cubana, e insistió con la incorporación de las orga-
nizaciones armadas a la lógica del sistema democrático.
Firmenich esquivó las explicaciones de Perón, y le pidió
ayuda para obtener diez mil armas, que serían usadas para en-
trenamiento, reserva y combate de los guerrilleros que preten-
dían la revolución eterna.
El General despidió a los jefes de las Formaciones Especia-
les, y ordenó que se levantara un cerco sobre Firmenich, Ga-
limberti y el resto de la conducción montonera. Perón pensaba
que su regreso era una operación política, y no podía aceptar
que la vehemencia de las organizaciones armadas transformara
su plan maestro en un simple dispositivo militar.
Bajo las órdenes directas de Perón, el cerco ante la guerrilla
fue montado por Abal Medina, Cámpora, López Rega y Miguel.
Abal Medina tenía que explicarle a Firmenich que no habría
vía armada al poder y que su participación en el Operativo
Regreso solo sería pagada en puestos legislativos y en goberna-
ciones provinciales. Cámpora y Miguel debían informar a sus
cuadros conocidos de las organizaciones guerrilleras que Perón
no quería robos a bancos, ni secuestros extorsivos, y menos aún
ejecuciones contra militares y fuerzas de seguridad. López Rega
era el perro guardián de Gaspar Campos y tenía que repeler las
visitas sin consulta que Galimberti y Firmenich harían cuando
se conociera que las Formaciones Especiales estaban congela-
das hasta nuevo aviso.
Perón sabía que el poder de fuego estaba en manos de La-
nusse y que un simple error táctico desataba una guerra civil,
justo el escenario sonado por los oficiales gorilas del Ejército
y los cuadros más infantiles de los Montoneros. La situación
política era paradójica y compleja. Firmenich y Galimberti
pretendían liderar un proceso revolucionario, mientras que
el general López Aufranc defendía el statu quo y confundía al
justicialismo con el comunismo. Sin embargo, y pese a sus di-
ferencias ideológicas, los Montoneros y los Gorilas del Ejército

399
coincidían: ambos consideraban que la democracia no servía y
que había que buscar otro escenario para dirimir fuerzas entre
dos facciones armadas que servían a modelos hegemónicos y
verticales.
«No me busquen, porque me van a encontrar. Nosotros
las armas no las tenemos de adorno», contestó Lanusse a una
provocación de Galimberti, que prófugo de la justicia apareció
en un acto para recordar a Juan Manuel Abal Medina y Carlos
Gustavo Ramus, dos fundadores de Montoneros.
Galimberti había actuado con el viejo guión, y Lanusse
ejercía su dictadura con la información reservada que Rucci,
Osinde y Miguel cedían a sus contactos en los cuarteles. Ningu-
no de los tres estaba cómodo con las Formaciones Especiales,
y los tres compartían la preocupación ante la posibilidad de
una nueva ola de violencia que tenía como única finalidad
conquistar nuevos espacios de poder en el justicialismo. Con
la información clave que circulaba entre Gaspar Campos y la
Casa Rosada, Perón y Lanusse podían ordenar sus piezas sueltas
para abortar un posible conflicto armado que no figuraba en
sus planes.
Galimberti comprendió que Lanusse lo había amenazado
porque ya no tenía protección de Gaspar Campos, pero en
lugar de ejecutar un retroceso táctico, fugó hacia adelante in-
volucrando al General en una refriega que ya no era propia.
«Perón está aislado, y no puede moverse para estar con el pue-
blo», aseguró sin apartarse un centímetro de su propia estra-
tegia, que ya no coincidía con los planes que Perón ejecutaba
en ese momento.
Galimberti quería la revolución y la derrota total de las
Fuerzas Armadas, una hipótesis imposible de ejecutar sin vio-
lencia, dolor y muerte. Perón, en cambio, apostaba a las elec-
ciones para vencer a Lanusse y regresar al poder. Galimberti,
al sumar a Perón en su disputa con Lanusse, quebraba reglas
tácitas y ponía en juego el plan maestro del General.

340
—Yo tengo libertad porque salgo a todos lados, y el General
me imagino que lo mismo. Lo que pasa es que tiene tanto traba-
jo que debe permanecer en la casa —afirmó Isabelita, antes de
subirse a su nuevo auto Dodge Polara, cuando le preguntaron
sobre las declaraciones de Galimberti.
—Galimberti dice otra cosa... —replicó un periodista.
—Hablen con Galimberti. Yo me muevo tranquilamente.
El mensaje cifrado de Perón llegó sin obstáculos. No solo
evitó contestar a su subordinado, sino que además utilizó a la
Tercera Esposa para ratificar su posición en contra de las For-
maciones Especiales.
Las declaraciones de Isabelita sobre Galimberti descubrie-
ron un panorama interno en Gaspar Campos que superaba la
situación del inasible dirigente juvenil. Perón estaba reacomo-
dando sus fichas y las consecuencias de estos movimientos em-
pezaron a llegar al complejo mundo de embajadores y espías
internacionales.
Un largo cable secreto de la embajada de los Estados Uni-
dos en la Argentina, remitido con urgencia al Departamento
de Estado, describía la intimidad política en Gaspar Campos.
«Varias fuentes peronistas han indicado que la lucha den-
tro del entorno de Perón es feroz y podría incrementarse. Las
fuentes dicen que Cámpora estaría declinando. De todas ma-
neras, esto podría ser una expresión de deseos.
»Isabelita es descripta como una aliada de Cámpora y López
Rega solo cuando coinciden en sus propósitos. La mayoría de
nuestras fuentes cercanas al círculo íntimo coinciden en que si
bien a ella le gustaría ser Primera Dama, su prioridad es mante-
ner agarrada la fortuna de Perón. La mayoría también cree que
ella tiene poca influencia sobre Perón (al menos en la esfera
política), y obviamente tiene poca influencia o popularidad en
el propio movimiento.
»La posición de Galimberti no es clara. Líderes peronistas
nos han contado que Perón ha descalificado a Galimberti por

341
sus “imprudentes y provocativos actos y discursos”. Hay sínto-
mas que muestran que su fortuna está declinando. Si fuera así,
este hecho es muy bienvenido.
»La designación de Abal Medina ha ayudado a los peronis-
tas moderados. Muchos ahora predicen que será una figura
clave en el peronismo.
»La pelea dentro del círculo íntimo parece más personal
que un choque de ideologías contrapuestas o de sugerencias
políticas», aseguraba la comunicación secreta 7.653, remitida
por el embajador John David Lodge a Washington, para que
la Casa Blanca y el Departamento de Estado conocieran sobre
la interna personal y política en Gaspar Campos.
El 6 de diciembre, Perón inició una jugada táctica para aco-
rralar a las Formaciones Especiales. Sin avisar, llegó hasta Villa
Retiro para reunirse con Carlos Mugica. Este sacerdote influía
sobre Firmenich y necesitaba su voz religiosa para contener las
ambiciones revolucionarias de los Montoneros. Mugica estaba
en Mar del Plata, y no podía creer cuando le contaron que
Perón había visitado la parroquia de Cristo Obrero.
“Tres días más tarde, el General recibió en Gaspar Campos
a Mugica y a sesenta sacerdotes que apoyaban la Teología de
la Liberación. Había prometido en Roma al cardenal Casaroli
que terminaría con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer
Mundo, pero en ese momento no tenía espacio político para
cumplir con su juramento. Mientras afuera llovía a cántaros,
el General se acomodó entre los sacerdotes e hilvanó un largo
discurso que fue conocido como «El Sermón de Vicente Ló-
pez». Perón cuestionó al capitalismo, analizó la situación polí-
tica de América Latina y aseguró que el triunfo del socialismo
era inevitable.
Los sacerdotes lo escucharon con atención y en un docu-
mento público ratificaron su apoyo al proyecto revolucionario
que empujaban las Formaciones Especiales. «En este momento
nos hallamos en la Argentina frente a una opción fundamental:

342
mantener el actual sistema de dependencia y explotación o lle-
var a cabo el proyecto de liberación que posibilite la realización
de una sociedad basada en la justicia y la fraternidad donde no
haya opresores ni oprimidos», decía el documento entregado
a los periodistas.
Perón había fracasado en su jugada táctica. Solo necesitaba
que Mugica convenciera a Firmenich sobre la imprudencia de
sus propuestas, ante la existencia de una facción del Ejérci-
to que aguardaba una señal para voltear a Lanusse, clausurar
la transición democrática e iniciar una caza sistemática de las
organizaciones armadas. El General mezclaba las situaciones
para obtener un triunfo propio: era cierto un posible golpe
palaciego antes de los comicios, pero su acercamiento a Mu-
gica respondió fundamentalmente a su necesidad ideológica
de terminar con una pieza interna del Movimiento que dispu-
taba su perspectiva sobre la política y el poder. Los Montone-
ros contradecían la mirada del mundo que tenía Perón, y esa
contradicción no podía durar mucho tiempo: se acercaban los
comicios, y la llegada al gobierno era una certeza irrefutable.
El General pretendía que Mugica traicionara todos sus
pensamientos para facilitar la caída de los Montoneros como
organización armada. Era un rasgo de senilidad: Perón pensó
a las Formaciones Especiales como un simple mecanismo para
hostigar a la dictadura, mientras que los combatientes de las
Formaciones Especiales creyeron que Perón alentaba su fun-
cionamiento para iniciar la revolución. Cuando el General pre-
tendió imponer su perspectiva y desmantelar a los Montoneros,
su conducción y sus combatientes se negaron a obedecer. Ellos,
como todos en el Movimiento Nacional Justicialista, contaban
las horas y hacían planes para quedarse con la mayor cuota de
poder en la sucesión de los bienes políticos del General.
El choque de perspectivas hizo crujir al peronismo. Los
sacerdotes del Tercer Mundo no descartaban la vía armada,
que podía terminar con las contradicciones del sistema, y no

343
tenían intenciones de participar en una estrategia política que
defendiera la estabilidad de las clases dominantes en la Argen-
tina. Si el General pretendía desmantelar a las organizaciones
guerrilleras, debía haber buscado actores políticos más afines
con su particular mirada de los procesos revolucionarios.
Perón sabía que la conducción estratégica no se puede mez-
clar con el mando táctico porque se pierde distancia para eva-
luar los hechos y decidir los pasos más apropiados para ganar
la batalla. Llevaba tres semanas en Buenos Aires, y el desgaste
político empezaba a sumar en sus decisiones de largo plazo.
Cuando recibía en Puerta de Hierro, todos se cuadraban y obe-
decían sin dudar. Ahora, en Gaspar Campos, se encontraba con
jóvenes guerrilleros y viejos dirigentes partidarios que fruncían
la nariz ante una orden directa. El General recordó las ense-
nanzas de la academia militar, y decidió adelantar su regreso
a Madrid. Viajaría a Paraguay para encontrarse con Alfredo
Stroessner y luego conectaría con Lima para saludar a Juan
Velazco Alvarado. Tenía que salir del campo de batalla, tomar
distancia de los acontecimientos y diseñar la última estocada
para batir a Lanusse y la Junta de Comandantes.
Isabelita y Cámpora anunciaron que Perón se iba de gira
por América Latina, una excusa perfecta. Todos entendieron
que era un paso lógico. Perón había regresado a Buenos Aires
y ahora volvía a Madrid para hacer la mudanza de Puerta de
Hierro a Gaspar Campos. Tan sencillo como eso.
Sin embargo, la Cancillería del generalísimo Franco maneja-
ba otro dato secreto. «El embajador de España en Buenos Aires
informa que le han asegurado reservadamente que el próximo
viaje del general Perón a Paraguay y, en todo caso a España,
obedece a razones de enfermedad, que no quiere en modo al-
guno sean hechas públicas en Buenos Aires y prefiere intentar
curar en Asunción o en Barcelona», aseguraba la nota informa-
tiva 386, escrita el 11 de diciembre de 1972, por la oficina de
Iberoamérica del Ministerio de Asuntos Exteriores de España.

344
La Cancillería española tenía razón. El General abandona-
ba Buenos Aires no solo por una razón estratégica, sino tam-
bién por un cuadro físico que se deterioraba día tras día. Perón
sufría dolores en la próstata, se mareaba, perdía la atención y
debía dormir largas siestas para poder enfrentar una agenda
política que era agotadora y compleja.
El General llegó a Buenos Aires con una certeza personal
que se transformó en una duda política. No tenía voluntad de
ejercer el gobierno y el poder, solo pretendía mover los hilos
del Vicario en Balcarce 50 y esquivar la burocracia y los ritos
del palacio. Sin el protocolo presidencial, ganaría meses en su
batalla final con la muerte.
Todo cambió cuando empezaron las reuniones en Gaspar
Campos. Entonces, el General descubrió la voracidad desmedi-
da de sus dirigentes, las traiciones a flor de piel y la mediocri-
dad de una clase política que solo tenía planes para adelantar
la caída de la Junta Militar.
El cuadro de situación, imposible de otear en Puerta de
Hierro, trastocó sus certezas. Pretendía liderar sin los costos
de la gestión y sonaba con un dulce final que protagonizaran
los militantes en la calle y los ex adversarios en el Congreso,
frente a su ataúd cubierto con la bandera argentina. Era volver,
conducir a la Argentina hacia el futuro y morir con todos los
honores.
Empecinado por sus propias ambiciones y limitado por sus
propios dirigentes, el General avanzó hacia un acuerdo histó-
rico con Balbín. Reconocía su honestidad personal y su capaci-
dad de conducir un partido político que saltaba de fracaso en
fracaso. Pero el jefe radical estaba maniatado por sus correligio-
narios, y no tuvo margen para avalar un acuerdo institucional
sin antecedentes históricos.
El General, entonces, debió regresar a su escenario político
y sus íntimas vacilaciones. No podía balancear con Balbín y la
Unión Cívica Radical, el complejo sistema del Movimiento Na-

345
cional Justicialista. Tampoco estaba en condiciones de asumir
como presidente: esa decisión aún pertenecía a Lanusse por la
cláusula proscriptiva y, si en definitiva el dictador abría la mano,
ese gesto solo serviría para acelerar su muerte.
En la soledad de Gaspar Campos, Perón escribió una lis-
ta corta de vicarios. Estaban Antonio Cafiero, Jorge Taiana y
Héctor Cámpora. Cafiero era apoyado por la CGT y las 62 Or-
ganizaciones, tenía buena relación con el Vaticano y llegaba al
establishment norteamericano. Taiana manejaba los asuntos
políticos con extrema seriedad, pero no sumaba en la estruc-
tura partidaria. Cámpora era leal y tenía detrás a la juventud
peronista y las Formaciones Especiales.
Descartó a Cafiero: no era confiable. En Madrid, le había
dicho que no hablara con los militares, y cuando llegó a Buenos
Aires se reunió con Lanusse en la quinta de Olivos. Sabía que
Rucci y Miguel iban a patalear con la caída de su candidato,
pero podía compensar con cargos en el futuro gabinete y en
las listas de diputados y senadores. Prefería las quejas de Rucci
y Miguel, a las veleidades políticas de Cafiero.
“Descartó a Taiana: no tenía apoyo efectivo en la estructura
partidaria. Frente a una crisis institucional, le hubiera costado
accionar al Movimiento Nacional Justicialista. Eso implicaba
que Perón debía salir detrás del cortinado y gobernar, una po-
sibilidad que contradecía sus intenciones de mover los hilos
con escaso desgaste político.
Era Cámpora, no tenía otro. En esa etapa, el Delegado de
Perón apostaba a sus relaciones con la juventud peronista y
las Formaciones Especiales. Cuando la burocracia gremial y
los dirigentes partidarios se hicieron los distraídos, Cámpora
recorrió el país y avaló a los jóvenes que gritaban por Perón y
creían en la vía armada para llegar al poder.
El General creía en la honestidad de su delegado, pero no
confiaba en su capacidad de conducción política. Pensaba que
era débil y permeable a las presiones, e incapaz de golpear la

346
mesa para ajustar cuentas con un adversario. Sabía, además,
que Balbín y Rucci lo merrospreciaban por su modus operandi
en la cocina política.
Cámpora no hacía ruido y trabajaba como un condenado
a muerte. Solo escuchaba a Perón, y ante una duda recurría
al teléfono para llamar a Puerta de Hierro. Había forzado los
espacios a favor de la JP, y eso significó poner al descubierto la
estrategia de Rucci, que dudaba sobre el regreso del General y
apostaba a una salida negociada con Lanusse. Esa era la razón
del odio mutuo: Cámpora usaba a los jóvenes militantes como
contrapeso de la CGT, y Rucci quedaba a mitad de camino
entre su lealtad a Perón y sus conversaciones secretas con la
dictadura.
Las diferencias con Balbín tenían otro origen. Se cono-
cieron en la Cámara de Diputados, durante 1946, y Cámpora
apoyó su desafuero en 1949. Perón perseguía a Balbín, y todo
el peronismo se sumaba a la caza del principal adversario po-
lítico. Un año más tarde, tras perder su protección legal como
diputado, el gobierno encerró a Balbín por pensar diferente.
Desde ese momento, el Chino odió al Tío para siempre.
El General asumía las diferencias de Rucci y Balbín con
Cámpora, pero creía que podía atenuarlas con su gestión de-
trás del cortinado. Rucci y Balbín eran animales políticos, y en
la construcción de poder iban a privilegiar sus espacios propios
antes que ajustar cuentas personales con un presidente mane-
jado en bambalinas. Solo se trataba de escribir un programa
común, y exigir al Vicario que cumpliera las órdenes.
El programa de gobierno era la clave. Perón quería des-
mantelar a las Formaciones Especiales, pactar una tregua con
las Fuerzas Armadas, integrar un gabinete que reflejara todos
sus acuerdos políticos y distribuir los cargos electivos en una
exacta proporción a las cuotas de poder interno. Ese era su
plan, montado sobre las ideas de Rucci, Gelbard y Balbín, y
muy alejado de las aspiraciones de Rodolfo Galimberti y Mario

347
Firmenich, que pretendían la inmediata revolución tras ganar
en las elecciones de marzo de 1973.
El General conocía las aspiraciones de ambos líderes juve-
niles, y ya había iniciado la etapa de congelamiento, aunque
ordenó que en las listas se reconociera su poder interno. Era
una chicana de Perón: las Formaciones Especiales considera-
ban a la democracia un artilugio de la burguesía, y les parecía
una afrenta política integrar una lista de diputados nacionales.
Ellos querían desalambrar los campos, ocupar los cuarteles y
transformar al hotel Sheraton en un hospital de niños, un pro-
grama de gobierno que no estaba en los cálculos del General.
En la encrucijada, Perón se recostó en su ego político. Asu-
mía las limitaciones de Cámpora y reconocía los peligros futu-
ros. Sin embargo, pensaba que podía conducir al Vicario, anu-
lar la presión de Galimberti y Firmenich y sumar los consejos
políticos de Rucci y Balbín. Era una apuesta, la única, para evi-
tar que su propio nombre encabezara la fórmula presidencial.
El 10 de diciembre de 1972, en La Emiliana, un congreso
partidario aprobó la creación del Frente Justicialista de Libe-
ración (Frejuli), que terminaba con la Hora del Pueblo y el
Frecilina, dos instancias políticas que habían cumplido su ciclo.
Era el paso previo para ganar las elecciones, frente a dos adver-
sarios que velaban sus armas y se preparaban para la derrota:
Balbín en el radicalismo, Lanusse en los cuarteles.
Un día más tarde, los principales dirigentes del Frejuli se
reunieron con el General para pedir que aceptara la candida-
tura a presidente. Estaba emocionado, y por cortesía, postergó
unas horas su respuesta. Todos sabían el final.
Perón se refugió en su estudio de Gaspar Campos y escribió
una larga renuncia a la nominación basada en argumentos le-
gales, políticos e ideológicos. «Las cartas están echadas: depen-
dencia o liberación; pueblo o fuerzas oscuras de la traición»,
decía en uno de sus párrafos más festejados.
El General redactó su declinación con una prosa simple y

348
emotiva, reclamó la responsabilidad histórica de los dirigentes
y apeló a la nostalgia para-conmover el corazón de los militan-
tes. «En la vida de todo ser humano, existen instantes trascen-
dentes que se graban en forma indeleble por encima de los
recuerdos de su existencia. Mi regreso a la Patria, luego de
tantos años de ausencia, marca el punto crucial de mi Destino»,
escribió Perón a los representantes del Frejuli.
El 13 de diciembre de 1972, cerca de la medianoche, Abal
Medina partió de Gaspar Campos y llegó al piso de Benito
Llambí en Avenida del Libertador. Cámpora aguardaba en el
living, impaciente por escuchar las últimas noticias. Perón ya
había renunciado formalmente como candidato presidencial,
y el Frente Justicialista de Liberación caminaba hacia la Casa
Rosada.
Las piezas importantes estaban en el tablero. Solo faltaba
una, que esperaba la confirmación de un deseo que pidió du-
rante toda la vida.
—Sos vos —dijo, lacónico, Abal Medina.
Cámpora sonrió y preguntó sobre los próximos pasos polí-
ticos. Abal Medina respondió que se iba con Perón al Paraguay
y que allí el General haría su ofrecimiento formal. Mientras
tanto, silencio y cara de circunstancias.
El Delegado, Vicario, futuro candidato presidencial, se fue
a su casa para preparar las valijas. El maratonista silencioso,
obsecuente perpetuo, intrigante en las sombras, había ganado.
Sería el Presidente. Perón, el Poder.
El 14 de diciembre de 1972, con un pasaporte paraguayo
a nombre de Juan Sosa, el General salió de Ezeiza rumbo a
Asunción. Había estado 27 días en Buenos Aires, y ya quería
regresar a Madrid.
Estaba preocupado, molesto y dolorido.
Tras 17 años de exilio, su heredero formal era Cámpora.
Un dentista sin vuelo propio y a merced de las Formaciones Es-
peciales. Le dolía la próstata, y cada día perdía un segundo de

349
concentración, que la siesta no compensaba. López Rega ma-
nipulaba a Isabelita y era insoportable cuando opinaba sobre
política, pero hacía el trabajo sucio sin quejarse. Las Fuerzas
Armadas estaban fracturadas, y solo manejaba una facción del
Ejército, que era muy poco para acorralar a los conspiradores
con pedigrí gorila. Tenía la CGT, aunque limitada por los gre-
mios combativos, y al Partido Justicialista, que chapoteaba entre
dirigentes que se miraban el ombligo y se contaban las canas.
Perón era víctima de su propia paradoja. 17 años manipu-
lando sueños y ambiciones para regresar a la Argentina, y ahora
presentía que los demás contaban las horas para anunciar su
funeral, tras quedarse con el poder que había amasado en la
soledad del exilio.
No estaba equivocado.
El tiempo le daría la razón.
Pero fue demasiado tarde.

350
Epílogo

El 14 de diciembre de 1972, Juan Domingo Perón se fue a


Asunción junto a Isabel, José López Rega y Héctor Cámpora,
su vicario en la transición democrática. Había resistido hasta el
final un encuentro con el dictador Alejandro Agustín Lanusse,
y ahora estaba arrepentido: solo las Fuerzas Armadas podían
controlar a las Formaciones Especiales, y había abandonado
Buenos Aires sin un acuerdo secreto que pudiera limitar la
voracidad de Rodolfo Galimberti y Mario Firmenich.
Tras haber pasado por allí en 1955, después de tantos años
en Europa, el General encontró Asunción simple, rudimenta-
ria y sin cambios. En la capital paraguaya, durante una cena,
Perón oficializó a Cámpora que sería candidato a presidente,
y ordenó a Juan Manuel Abal Medina en Buenos Aires que
terminara con las operaciones de José Ignacio Rucci y Loren-
zo Miguel: los poderosos sindicalistas no querían a Cámpora,
y aún bregaban para imponer a Antonio Cafiero, que había
caído en la banquina por su conversación a solas con Lanusse.
En Asunción, el General descubrió que Alfredo Stroessner
estaba frío, lejano, y creyó que el dictador paraguayo sufría
un ataque de celos por su inevitable regreso al poder de la
Argentina. No estaba equivocado: la diplomacia española en
Paraguay envió un cable cifrado a Madrid, adonde informaba

50%
que Stroessner había puesto distancia con Perón porque no lo
había tratado como presidente en una carta personal remitida
desde Gaspar Campos.
El General apreciaba a Stroessner, pero debía enfrentar
asuntos de Estado más complejos, que podían complicar su
paso a la historia. Ricardo Balbín encabezaba la lista de priori-
dades: el líder radical podía suceder a Cámpora en el gobierno,
si el Vicario no manejaba su eventual interregno como preten-
día y deseaba. Perón ya había asumido que no tenía delfín, y
un posible pacto con Balbín podía contener la avanzada de las
Formaciones Especiales y atenuar la pretendida tutela que que-
rían ejercer las Fuerzas Armadas. Se trataba de establecer un
balance de fuerzas, donde Perón conducía, y el jefe radical se
preparaba para la sucesión cuando su hora hubiera concluido.
Los planes secretos del General solo eran conocidos por Ló-
pez Rega, Isabelita yAbal Medina. Y cada uno de estos pasajeros
del entorno, fieles a sus sueños y relaciones de poder, usaron
la información reservada para cambiar la línea de sucesión,
eliminar la hipótesis Balbín y preservar el poder en manos de
un nuevo Vicario Peronista.
López Rega e Isabelita estuvieron agazapados aguardando
los gestos de Perón, mientras que Abal Medina selló sus labios
hasta que las circunstancias indicaran cómo revelar el naipe
que el General guardaba para vencer en la mano final.
Tras visitar Paraguay, Perón viajó a Perú y finalmente re-
gresó a Madrid. Estaba muy cansado y perdía muy rápido las
energías. Ya no podía cumplir su antigua rutina de caminar,
escribir y practicar esgrima con Isabelita. Esos fueron los años
dorados, cuando todo era posible: volver a la Argentina, recu-
perar el poder y vivir para siempre.
Frente al avance de su propia senilidad, Perón cedió a Ló-
pez Rega el control total de su agenda política. El secretario
era molesto, ignorante y prepotente, tres características básicas
para levantar un cerco que fuera eficiente para repeler a pro-

352
pios y ajenos. Perón ya no tenía paciencia, ganas y energía para
mantener reuniones duránte doce horas consecutivas, y López
Rega, por su cercanía y lealtad, debía actuar como cancerbero,
asistente y jefe de Gabinete.
El Movimiento Nacional Justicialista crujió cuando se co-
noció que el General había decidido refugiarse en un entor-
no que formalmente manejaba López Rega con la asistencia
de Isabelita. Todo pasaba por el secretario, y el secretario, en
nombre del General, levantaba la barrera, fijaba los horarios y
terminaba las reuniones a su antojo.
Perón dejaba hacer y solo se molestaba cuando López Rega
interrumpía en temas que consideraba claves y esenciales para
mantener al Movimiento unido. El General se irritaba con la
falta de tacto de su cancerbero, pero al final del día siempre
perdonaba por los errores cometidos: López Rega era el único
que comprendía sus verdaderas necesidades y pretensiones, y a
esa altura de su vida no había margen para cambiar una pieza
por otra más inteligente y preparada.
Cámpora ganó las elecciones y ejerció un gobierno sin sor-
presas para Puerta de Hierro. Fue cooptado por los Monto-
neros, nunca pudo establecer una relación de poder con las
Fuerzas Armadas y era menospreciado por Rucci y Miguel.
Ante el avance de los Montoneros, que forzaron la libertad
de los presos políticos y exigían mayores cuotas de poder, Pe-
rón decidió regresar definitivamente a Buenos Aires. Hablaba
lo mínimo con Cámpora, ya había negociado ciertos compro-
misos con Licio Gelli y su logia P2, y avaló que López Rega,
como ministro de Bienestar Social, formara grupos parapoli-
ciales para enfrentar a la guerrilla que deseaba avanzar hacia
Balcarce 50.
El General pretendía inútilmente que su Vicario deveni-
do jefe de Estado desarmara a las Formaciones Especiales y
encontrara una manera de encarrilar las relaciones con los
militares. López Rega, ojos y oídos de Perón en el gabinete, se

353
había transformado en el nexo del General con los oficiales
más reaccionarios de las Fuerzas Armadas, que aún no habían
decidido iniciar su marcha golpista hacia la Casa Rosada.
La información secreta que López Rega enviaba a Perón
se completaba con las llamadas telefónicas de Rucci y Jose Ber
Gelbard desde Buenos Aires. El jefe de la CGT y el ministro de
Economía confirmaron al General que había un fuerte enfren-
tamiento partidario, que la burocracia sindical desconfiaba de
Cámpora y que los empresarios habían regresado a los asados
cuarteleros para sumar a los militares en una nueva revolución
corporativa. El gobierno tenía el peso de una pluma.
Esta era la situación que más irritaba al General. Militares
y empresarios conspiraban para terminar con un gobierno de-
nominado peronista, cuando en realidad Cámpora tomaba las
decisiones, y por lo tanto, los conspiradores deberían decir que
pretendían sabotear un gobierno camporista.
En Balcarce 50, en las unidades militares y en el establish-
ment no era secreto que se habían roto las conversaciones en-
tre Puerta de Hierro y el despacho presidencial. Sin embargo,
porqué había sido su decisión en diciembre de 1972, Perón y
su poder debían responder por la actuación de Cámpora en
el gobierno.
Para terminar con esta dualidad política, que implicaba un
desgaste que a sus años no tenía intenciones de soportar, Pe-
rón decidió adelantar su regreso definitivo a Buenos Aires con
la intención de ajustar cuentas con Cámpora, forzar un cam-
bio profundo en el gabinete y cerrar un pacto secreto con las
Fuerzas Armadas, destinado a terminar con las organizaciones
guerrilleras.
El General deseaba aterrizar en Ezeiza y protagonizar el
acto partidario más importante en la historia de la Argentina,
pero ese 20 de junio de 1973 asumió definitivamente que se
había equivocado en su estrategia de rechazar la presidencia y
designar a dedo a Cámpora.

354
Ese día trágico, donde la fiesta popular fue enterrada por
la Masacre de Ezeiza, demostró que Perón no tenía todo bajo
control, que Montoneros no tenía intenciones de retroceder
y que López Rega no tenía límites para satisfacer sus preten-
siones personales y ejecutar las órdenes veladas del General.
El ministro de Bienestar Social, ex mucamo, ex telefonista,
ex secretario, se apoyó en el poder delegado por Perón y montó
una emboscada en los bosques de Ezeiza, que hirió de muerte
al gobierno de Cámpora.
El General desvió su vuelo y aterrizó en la base aérea de
Morón, juró odio eterno a los Montoneros y se refugió en Gas-
par Campos. El Presidente-Vicario no sabía cómo reaccionar,
y Abal Medina aconsejó un golpe palaciego para terminar con
López Rega y su influencia en el gobierno. Cámpora entendía
la situación y estaba paralizado: si no ordenaba la renuncia del
ministro de Bienestar Social por su probada responsabilidad
en la Masacre, su gestión terminaba inevitablemente, porque
Perón ya le había cargado todos los muertos de Ezeiza. En cam-
bio, si echaba a López Rega, y ejercía el poder real de la pre-
sidencia, se comía a la pieza más activa del entorno de Gaspar
Campos y podía ganar tiempo hasta recomponer su relación
con el General.
Cámpora se asustó y rechazó los consejos de Abal Medi-
na, que sin puesto en el gabinete operaba en las sombras. Ló-
pez Rega olfateó el temor del Presidente y entregó una pieza
menor, que solo había cumplido sus órdenes. En ese preciso
momento, por su propia impericia, Cámpora liquidó su pre-
sidencia y abrió una transición que puso a Perón en el centro
del tablero, pese a su vejez y su estado de salud: ya había sufrido
un infarto, perdía fácilmente la concentración y su voluntad de
actuar se agotaba después del almuerzo.
En las mañanas, cuando mejor pensaba, el General asegu-
raba que Balbín era su primer candidato a la presidencia. A la
noche, grogui por los años y la tensión cotidiana, escuchaba a

355
López Rega proponer su nombre y experiencia, acompañado
en la fórmula por su esposa Isabelita, una ex bailarina de va-
riedades que no podía explicar ni entender las funciones del
Senado.
El 13 de julio de 1973, Cámpora renunció a la presidencia y
entregó su vicariato a Raúl Lastiri, yerno de López Rega. Lastiri
era un buscavidas mediocre, conocido por su debilidad con las
corbatas, e incapaz de articular un concepto jurídico. Lastiri
fue presidente por noventa días, más tiempo que Cámpora,
elegido por el 49,5 por ciento de los votos, en comicios libres
y transparentes.
Mientras el yerno de López Rega ocupaba Balcarce 50, el Ge-
neral intentó promover una fórmula que hacía saltar en pedazos
los límites del bipartidismo nacional: Perón Presidente, Balbín
Vice. El General estaba descarnado, y no le preocupaba dejar
Balcarce 50 al radicalismo, cuando sonara su hora definitiva.
Pero ese gesto institucional, que reflejaba su verdadera opi-
nión sobre la calidad personal de los dirigentes partidarios que
recibía en Gaspar Campos, fue bombardeado sin reservas a
ambos lados del campo de batalla.
La maquinaría justicialista, pensando en su propio futuro,
demolió la última decisión política de su conductor histórico.
Prefirió la autoconservación y la certeza de un obvio fracaso,
que la posibilidad de cohabitar en el poder con su rival histó-
rico. Una decisión que Pirro hubiera aplaudido de pie.
En la otra trinchera tampoco abundaron los desprendi-
mientos políticos. La plana mayor de la UCR acorraló a Bal-
bín, que no tuvo otra salida que aceptar las razones de sus
correligionarios, quienes argúían que Perón no terminaría su
mandato, que el justicialismo jamás permitiría que Balbín go-
bernara sin limitaciones y que, en definitiva, el fracaso de un
modelo bipartidario abriría un agujero negro de impensadas
dimensiones.
Consciente de su destino, y tras una extensa ronda de

356
consultas con Rucci, Gelbard, Gelli, Miguel, Solano Lima y el
propio Balbín, Perón aceptó la nominación a presidente. La
Argentina ya era un infierno institucional, donde la guerrilla
y las Fuerzas Armadas se masacraban mutuamente, mientras
la economía se hundía por el mercado negro, la inflación y la
fuga de capitales.
El General se acercaba a la muerte y López Rega aprovecha-
ba todos los segundos de su vida para ocupar nuevos espacios
de poder que significaran un incremento de su cuota-parte
en la sucesión. Paradojas de la Argentina: la sombra, López,
era más fuerte que la persona, Perón. Y conociendo su lógica
de poder, que valoraba la audacia en la toma de decisiones,
el aprendiz de brujo impuso a su maestro que Isabelita fuera
candidata a vicepresidente.
Cuando la muerte se llevara al General, López Rega se que-
daría con todo: la presidencia del país y el poder institucional,
ejerciendo detrás de Isabel, que solo sería su sombra en la Casa
Rosada.
En los comicios del 23 de septiembre de 1973, Perón se
transformó en el presidente más votado de la historia argenti-
na, al obtener el 62 por ciento de los sufragios emitidos. Sirvió
para muy poco: dos días más tarde, los Montoneros asesinaron
a su amigo personal Rucci, solo para demostrar que ya no le te-
nían respeto político. Fue una señal de guerra, que el General
respondería sin dilaciones ni piedad.
A principios de 1974, el poder pertenecía a Perón solo en
las mañanas. Después era apropiado por el ministro López
Rega, que manejaba la presidencia, hacía y deshacía, contaba
las horas y le aseguraba a Isabel que en su interior escondía
una estadista capaz de resolver para siempre los males del país.
El primero de julio de 1974, Juan Domingo Perón murió
en la quinta de Olivos.
Una mitad del país, lloró. La otra, festejó.
Isabel asumió la presidencia con López Rega detrás.

387
Después de treinta años de protagonismo, el General no
merecía ese final.
Sin embargo, el poder escribe epitafios al margen de sus
protagonistas.
Seguramente, Perón ya lo sabía.

358
Agradecimientos

A principios de 2012, me presentaron a Diego Guebel, que


tiene mucha experiencia en lidiar con periodistas que deciden
escribir libros sobre historia argentina contemporánea. Com-
partíamos un café cuando le propuse este libro, que aborda un
período complejo en la vida de Juan Domingo Perón. Guebel
llevó la idea a Editorial Planeta, y nos pusimos a trabajar jun-
tos: es un editor de alma, que aportó muy buenas ideas y tuvo
paciencia para aguardar mis correcciones que llegaban tarde
desde los Alpes. Por supuesto, no es responsable sobre mis
ideas acerca del General y su exilio.
Ignacio Iraola y Paula Pérez Alonso, junto al equipo de
correctores de Editorial Planeta, trabajaron en tiempo de des-
cuento para ajustar el original. A todos ellos, gracias por la
dedicación.
A Diego Arguindeguy, por su lectura.
Nati Lewi me ayudó en el trabajo de producción. Obtuvo
un material buenísimo del diario ABC de Madrid, sistematizó
toda la información que llegaba desde España, los Estados Uni-
dos e Italia, consiguió todos los libros editados en la Argentina
que tratan sobre Perón y su exilio, y logró que se abrieran los
archivos de la Cancillería española. Un trabajo impecable.
Matias Stetson, en Washington, obtuvo los cables descla-

990
sificados de la Agencia Central de Inteligencia y del Departa-
mento de Estado.
Pilar Casado Liso, jefa de Servicio de Archivo General de
la Cancillería de España, sistematizó toda la información di-
plomática sobre Perón desde 1946 a 1974, y me aguardó en
su oficina de Madrid con una gigantesca pila de carpetas que
entregaba con una sonrisa cómplice. Su trabajo profesional fue
muy importante para este libro.
A los silenciosos y anónimos funcionarios del Vaticano y
del gobierno de Italia, les agradezco el tiempo y la pasión para
encontrar piezas documentales que sirvieron para reconstruir
la relación del General con la Iglesia Católica y las cuarenta
y ocho horas que pasó en Roma antes de embarcar a Buenos
Aires.
El Instituto Nacional Juan Domingo Perón tiene un archivo
excepcional, sus investigadores son amables, y allí me regalaron
un libro que había estado buscando durante semanas. Gracias
de nuevo.
A Ricardo Ceppi, que en tiempo límite editó las fotogra-
fías que ilustran los 17 años de Perón en el exilio; y a Silvia
Mercado, que me abrió sus fuentes y contactos para acceder a
información que estaba inédita.

Nota al pie: no obtuve nada de los archivos nacionales. En la Cancillería


no encontraron los cables enviados desde Madrid a Buenos Aires. En la
embajada argentina en España, me trataron muy bien, pero la informa-
ción nunca apareció. Y en Roma, el embajador me atendió por teléfono,
pidió mi mail y prometió que escribiría «a la brevedad». Nunca ocurrió.

360
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TESTIMONIOS

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Antonio, Jorge
Bonasso, Miguel
Bárbaro, Julio
Cafiero, Antonio
Campolongo, Carlos
Gullo, Juan Carlos Dante
Llamas de Madariaga, Enrique
Pigna, Felipe
Sanfilippo, José
Taiana, Jorge (h)
Tula, Carlos
Vaca Narvaja, Fernando
Valori, Giancarlo Elia

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DOCUMENTOS OFICIALES

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Cables desclasificados del Departamento de Estado (1972)
Archivos desclasificados de la Cancillería de España (1968-1972)
Informe reservado del embajador argentino Jorge Rojas Silveyra al
general Alejandro Agustín Lanusse

HEMEROTECA

ABC (Espana)
Así
Clarín
Crónica
Gente
La Nación
La Opinión
La Stampa (Italia)
LEspresso (Italia)
Le Figaro (Francia)
Nueva Plana
Mayoría
Siete Días
Página/12
Panorama
Primera Plana
The New York Times (Estados Unidos)

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OTROS TÍTULOS EN ESTA EDITORIAL

José Pablo Feinmann


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Investigación fotográfica: Quatrovías

- www.editorialplaneta.com.ar
uan Domingo Perón y su comitiva aterrizaron sin
problemas en Ezeiza. Una facción de integrantes de la
Fuerza Aéreay de la Armada había planeado volar el
chárter de Alitalia, pero la operación fue descartada ante el
- riesgo de que se desencadenara una guerra civil. Rodeado de
tropas armadas, el General regresaba a la Argentina luego de
diecisiete años de exilio.
Perón vuelve. Intrigas en el exilio y traiciones en el
regreso revela toda la información secreta que EXA
Departamento de Estado y la Cancillería de España manejaron
sobreel Operativo Retorno, todas las negociaciones políticas y
económicas mantenidas entre Puerta de Hierro y la Casa Rosada,
y la trama secreta del combate entre Lanusse y Perón.
Con el pulso narrativo de un thriller político, Román Lejtman,
- que investigó en archivos de Buenos Aires, Washington,
Madrid, Roma y El Vaticano, describe y analiza —además del
duelo silencioso de Perón con las organizaciones guerrilleras,
las Fuerzas Armadas, Aramburu, Rojas, Frondizi, Balbín, Illia,
Onganía, Lanusse, Franco, el Che, Stroessner, Isabelita, López
Rega y Cámpora- la burocracia sindical, la dirigencia justicialista
y el establishment económico, que pretendían apropiarse de la
influencia y el poder de un líder popular que soñaba con volver a
su tierra y morir en la gloria.
A cuarenta años de un momento clave de la historia nacional,
Perón vuelve es un libro esencial para conocer la verdad de un
“regreso que marcó a un país para siempre.
SN

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BN 978-950-49-3028

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