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Juicios sobre la Ira.

edición ganzl912 Horacio Cagni


Vicente Gonzalo Massot
Se deberá consultar también, con buen resultado en lo
que respecta a la noción misma de decadencia, la obra de
Vicente Massot y Horacio Cagni.” SPENGLER
Julien Freund, La Décadence pensador de la decadencia
No hay en la bibliografía actual europea sobre el filósofo
aleman un libro comparable al realizado por los
argentinos Massot y Cagni.”
Víctor Massuh, El llamado de la Patria Grande
He leído, con la atención intensa que merece, Spengler
pensador de la decadencia. El libro contiene una '
información de primera clase científica.”
Cari Schmitt

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ganzl912
HORACIO CAGNI
VICENTE GONZALO MASSOT

SPEN G LER
Pensador de la
decadencia

GRUPO EDITOR LATINOAMERICANO


Colección E stu d io s po lítico s y sociales
Colección E studios políticos y sociales
212.387
ISBN 950-694-273-0
Segunda edición

ganzl912
© 1993 by Horacio Cagni y Vicente Gonzalo Massot
© 1993 de la segunda edición, by Grupo Editor Latinoamericano
S.R.L.
Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723.
Impreso y hecho en la Argentina. Printed and made in Argentina.
Colaboraron en la preparación de este libro:
Diseño de tapa: Pablo Barragán. Composición tipográfica y armado:
Artes Gráficas Platino. Impresión interior: Del Carril Impresores.
Impresión de tapa: Artes Gráficas San Carlos S.A. Películas de tapa:
Fotocromos Rodel. Encuadernación: Proa S.R.L. Se utilizó para el
interior papel CB de 80 gs. y para la tapa cartulina OREPLUS de
240 gs. provistos por Copagra S.A.
"Las raíces más íntimas a las que obedece
la lengua, y en las que parece como si des­
cansaran los pensamientos y los silencios de
algunos hombres, resultan a veces impenetra­
bles a quienes pretenden escudriñarlas con
frialdad racional. Lo que dicen, o callan, esos
hombres tiene difícil representación, si se
descuida el secreto origen metafísico o, si
se prefiere, poético de sus razones.”

Adolfo M uñoz Alonso


ganzl912

PRÓLOGO A LA 2? EDICIÓN

Nada de lo expuesto en este libro puede disculpar a los


lectores de la necesidad qué tienen de leer a Spengler.
Cuando menos, si pretenden realmente entenderlo y no se
dejan ganar por la tentación, tan común, de quedar satis­
fechos con un simple estudio —no otra cosa es el presente
ensayo—- sobre su pensamiento. Ya comprende el lector
que en línea de nuestro propósito científico y del afán dé
nuestra reflexión spengleriana, no entráremos y saldremos
en disputas acerca de todas las. ideas debidas al filósofo
de la decadencia. De sú producción enciclopédica hemos
extractado las de mayor importancia, y si privilegiamos a
unas en detrimento de otras no es, ni de lejos, en virtud
da algún capricho inconfesó, sino obedeciendo a las propias
preferencias del filósofo germano.
Queda dicho, entonces, que escapa a nuestras posibi­
lidades el análisis acabado de la teoría spengleriana si por
tal se entiende el examen pormenorizado y la crítica rigu­
rosa de todos y cada uno de los conceptos , físicos, mate­
máticos, económicos, artísticos, religiosos, epistemológicos,
sociales e históricos vertidos en su extensa producción.
Baste señalar, sin intención de ensayar una disculpa, y
poniéndonos bajo la protección de los grandes historiado-
íes y sociólogos interesados en Spengler, que ni Dawson,
ni Sprokin, ni Toynbee han podido agotar la inagotable
—valga la redundancia— riqueza temática del filósofo de
Blqnkenburg.
9
10 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Esto sentado, vayamos a cuentas. Spengler es escritor


de un solo libro en cuanto, del total de sus trabajos publi­
cados, La decadencia de Occidente ha tenido fama tan
grande y extendida, que obró —sería expresión de verdad
decir injustamente— en desmedro de los demás.
Ensayista notable, Spengler conduce y eleva las fuer­
zas instintivas y vitales del hombre a su más alta expre­
sión. No es un producto de la guerra mundial, pero el
clima bélico que hubo de clausurar durante dos décadas
las ideologías sustantivas de la civilización occidental le
dio renombre. Su irracionalismo resulta una expresión de
esa necesidad ineludible que los pueblos tienen de encon­
trarle sentido a la existencia siguiendo una lógica miste­
riosa, cuasi secreta, en que la razón racionalista no encuen­
tra cabida alguna. Su estilo arrebatador, en el cual reviven
los genios de Nietzsche y Wagner, no deja por momentos
de confundirnos, al punto, "de no saber bien qué es más
digno de admiración, si el vuelo literario o la especulación
histórica. Júzguese, al respecto, esta frase: "El estilo gótico
anhela; el estilo dórico vibra. El espacio interior de las
catedrales nos arrebata con violencia primitiva hacia la
^ltura y la lejanía; el templo descansa en mayestática
quietud1'; o. esta otra: "El Torreón de Dresde es la más
perfecta pieza de música que hay en toda la arquitectura
del mundo, con ornamentos que parecen el sonido de un
noble y viejo violín: es un allegro fugitivo para pequeña
orquesta". Pareciera que en semejantes casos, Spengler sa­
crifica la verdad a la estética ante la necesidad de cumplir
con estilo tan "bravamente tudesco", al decir de Ortega.
Hoy, para nosotros, Spengler semeja un vidente que,
haciendo uso y hasta abuso de su intuición, interpreta los
hechos y busca encontrarles un alma, no a través del aná­
lisis causal, sino merced al genio poético, a la considera­
ción intuitiva, fisiognómica. Él lo dirá, no sin presunción:
"Yo veo más que otros", asumiendo de alguna manera el
papel de un moderno Casandra, aquella deidad griega que
recibiera de Apolo el don de presagiar tragedias.
Palabras más, palabras menos, así cerrábamos, hace
quince años, en enero de 1977, el prólogo a un libro que,
juntos, habíamos coincidido en escribir cuando cursába-

iL.
Prólogo a la 2■ edición ~ 11

mos nuestro último año en la Facultad de Ciencias Polí­


ticas del Salvador.
El ensayo —mal editado y peor distribuido— tuvo
una venta insignificante, pero cosechó con el transcurso
del tiempo no pocos elogios —de Cari Schmitt y Julien
Freund, nada menos— que nos impulsaron a corregir y
mejorar, en lo posible, el texto original.
La segunda edición, pues, si se la compara con la pri­
mera, ha sufrido profundas modificaciones no sólo con­
ceptuales sino también de estilo. Eséncialmente la tesis es
la misma, pero, sin ánimo de hacer un juego de palabras
estéril, el libro no es el mismo.
H oracio Cagni y V icente M assot

Buenos Aires, septiembre de 1992.


CAPITULO I

SIGLAS DE LOS ESCRITOS


DE OSWALD SPENGLER
SPENGLER Y SU TEORIA HISTÓRICA

A continuación clasificamos las siglas de todas las obras


de Oswald Spengler según las cuales serán referidas en el
curso del trabajo: "La visión universal de la historia es una
gracia que no puede adquirirse, sino que es
Decadencia de Occidente (D.O.) otorgada."
Años decisivos (A.D.)
Prusianismo y socialismo (P.S.) Franz Altheim
El hombre y la técnica (H.T.)
Herdelito (H.)
Las dos caras de Rusia (C.R.)
Spengler letters (S.L.)
Urfragen (U.) De ordinario se le objeta a la filosofía de la historia la ra­
Reden und aufsdtze (R.A.) dical contradicción en ella implícita. La historia halla en
los hechos concretos, de suyo particulares y contingentes,
su objeto formal, mientras que la filosofía cobra sentido
allí donde señorea lo universal y necesario. En rigor, la
esencial contingencialidad de aquélla hace incompatibles,
desde una perspectiva ortodoxa, ambos saberes. Sólo en
un sentido amplio, y a modo de licencia verbal, puede
hacerse mención entonces a la filosofíá de la historia, cuya
finalidad no es estudiar la realidad, salvo por su refe­
rencia al existente concreto, sino ahondar las causas últi­
mas del sentido y del telos histórico. Ahora bien, la profe-
13
14 ~ Spengler, pensador de la decadencia

cía spengleriana difiere sustancialmente de la especulación


teorética de los distintos filósofos de la historia. En efecto,
Spengler escribe en la Decadencia de Occidente1 que su in­
tento es bosquejar una "filosofía afilosófica” del futuro, la
última del continente europeo.2 Señala, al mismo tiempo,
el derrumbe del pensamiento, que pretendía descubrir ver­
dades absolutas3 —ajenas a lo histórico— y, asimismo,
apunta la importancia práctica y los límites de La decaden­
cia . . . , que resulta expresión y reflejo del alma occidental.
Spengler es consciente de que la historia no ofrece
formalidades adecuadas para un conocimiento estrictamen­
te filosófico, lo cual no vela el vínculo existente entre
ambas ciencias. Es que, para él, toda verdadera reflexión
histórica es "auténtica filosofía, o es sólo labor de hor­
migas”.4 Una filosofía que, al distinguir lo que se hace de
lo hecho, el devenir de lo devenido, encuentra su campo
de estudio en la morfología de la historia universal.
Occidente cómo cultura desaparecida, es decir, como ci­
vilización —faz culminante dé todo desarrollo histórico—,
importa para el teórico alemán una decisión y, al mismo
tiempo, un compromiso. Decisión, puesto que demuestra
de manera inequívoca estar dispuesto a exponer el origen
y fundamento de la decadencia fáustica, lo cual es indis­
tinto de arrojarse en esa decadencia, asumiendo la exigen­
cia o, si se prefiere, el compromiso de ilustrar a las mino-
,rías occidentales sobre los deberes y responsabilidades. a
que están obligados. Spengler cree tan sólo en la fidelidad
debida a Occidente. De aquí su intención de anticiparle al
hombre blanco los peligros avizorados en el empíreo euro­
peo y mundial, para que tome conciencia de su destino;.
* Se echan de ver en. el "profetismo histórico" spengle-
riano, •tal como lo denominara Ortega y' Gasiset, dos pro­
pósitos no necesariamente encontrados, pero sí distintos.
El uno; filosófico, dimana del estudio aceíca de las culturas
’y le permite —partiendo* del examen intuitivo de las vidas
históricas— anunciar el porvenir. El otro, inversamente,
.es-político y apunta a despertar a las clases dirigentes, del
largo y frustrante letargo qué las consume. Tiene, por la
fuerza de su apelación, los visos de una arenga, que, bien
mirada, se transforma en un verdadero llamado a somatén
Spengler-y su teoría histórica ~ 15

contra la revolución "de abajo y de color", capaz de anegar


en sangre la molicie occidental. De los designios antes
enunciados nos interesa, por ahora, el primero. En él se
encuentra la clave para entender cabalmente las ideas que
se suceden en su obra, desde su tesis doctoral sobre
Heráclito, aparecida en 1904,5 hasta Años decisivos, que
data de 1933.6
Apenas comenzada la introducción a La decadencia de
Occidente, Spengler escribe: “En este libro se acomete por
vez primera el intento de predecir la historia".7 Ahora bien,
tal predicción será el resultado de una intuición previa.
La intuición, opuesta a! conocimiento discursivo, esencial­
mente indirecto y mediato, se nos ofrece como un medio
subitáneo de aprehender ei objeto. Por eso, esta facultad
que permite descubrir el fondo de todo acontecer, supone
una intensa fuerza de captación que sabe percibir de un
golpe y acierta a fijar, sin tanteos ni vacilaciones, la resul­
tante característica del proceso analizado. El historiador
comprende a los hombres y las- cosas con una sola mirada.
En términos generales, lo fisiognómico indica un conoci­
miento independiente de y opuesto a toda lógica racional
y raciocinante. Es intuitivo y sintético, al apoyarse en la
comparación morfológica y simbólica de cada ciclo cul­
tural, tal como los diferencia la capacidad adivinatoria.8
. Spengler busca adentrarse en la interioridad de los
procesos históricos, sean éstos de carácter político, econó­
mico, artístico, social o cultural, a fin de revivir ló que hay
de úriico en ellos y rescatar lo que es producto de su alma.
Sólo, el filósofo capaz de personificar el Zeitgeist, escribe,
y de expresar, a través de süs intenciones, el alma de su
época podrá entender la historia. Se trata, pues, de com­
prender intuitivamente el estilo individual y característico
de los ciclos, culturales; adquiere así el desarrollo histórico
una organicidad que le otorga coherencia y le abre al in­
vestigador lá puerta de sus arcanos. Todo lo demás, según
Spengler, es empeñarse en elevar a la categoría de verdad
absoluta las normas de conducta y leyes propias de una
cultura particular, sin parar mientes en la existencia de
otras almas y verdades.
16 _Spengler, pensador de la decadencia

Sentado esto, Spengler, para quien escribir:historia es


escribir poesía- —“la naturaleza debe ser tratada científi­
camente, la historia poéticamente” 9— hecha a andar. “El
pensamiento histórico se encuentra.. , ante un doble pro­
blema. Primero, estudiar, comparativamente, los ciclos vita­
les, estudio que, aunque claramente exigido, nunca..'. ha
sido hecho hasta hoy; y segundo, comprobar el sentido que
pueden tener las accidentales e irregulares relaciones entre
las culturas."10 En definitiva, viene a decir que ha faltado
un método comparativo capaz de trascender "cierto ro­
manticismo vulgar, que se limita a considerar la semejanza
de la escena en el teatro del mundo; pero sin darle el sen­
tido estricto del matemático, que conoce la íntima afinidad
de los grupos de ecuaciones diferenciales, en las cuales el
lego no ve sino diferencias’’.11
Las relaciones entre las culturas deben establecerse,
según Spengler, con arreglo a un método de análisis de
las formas históricas —culturas extinguidas y existentes en
el tiempo y sus sucesivas etapas— a través de la intuición
fisiognómica. De esta manera cobran sentido las analogías
entre hombres, ideas, fórmulas, épocas, matemáticas, físi­
cas, arquitecturas, religiones y artes, las cuales, siendo ex­
presiones de un alma determinada, responden ál esquema
biológico del nacimiento, crecimiento, desarrollo y muerte,
o, de acuerdo con su terminología, al tránsito ae la cul­
tura a ja civilización,. Él Historiador debe aprehender y
desentrañar el alma de cada cultura, o sea, su" singularidad
expresada,-eñ la idea o. símbolo, primario; mas debe tam­
bién establecer los momentos contemporáneos o semejantes
de lás formas orgánicas superiores. Spengler, consecuente
pon su. teoría, señala sucesos acontecidos en el mismo
momento de. una estación, pero en culturas diferentes.
Hechos, escuelas de pensamiento y. hombres con vocación
de ser actores y no meros espectadores de la historia se
encuentran y devienen contemporáneos en tanto, su trayec­
toria se háya manifestado a instancias de un espíritu aná­
logo. No interesa tanto el calendario cronológico como el
que marcan el alma y sus develacionés en el tiempo.
1
■ Spengler'y sú teoría histórica 17

Naturaleza e historia

En la concepción del pensador alemán la historia con­


forma un kosmos armonioso que se distingue del mundo-
natural en cuanto su esencia y ley de movimiento son dife­
rentes de los de la naturaleza. La historia tiene su propia
norma interna: el destino .—Schicksal—, opuesta a la ley
de causalidad, que rige el cosmos natural. Si el universa
como historia se halla en oposición directa al universo'
como naturaleza,12 cual sostiene Spengler, en su teoría la
distinción esencial radica, entonces, en el producirse como'
opuesto a lo producido; es decir, el fieri —devenir—, que,
aplicado a los acontecimientos humanos, se denomina
historia,: se levanta frente a la naturaleza o, si se quiere,
al producto del proceso evolutivo. Pero el producirse, sobre
resultar anterior al producto, es su cimiento. La historia,
pues, se presenta como la forma liminar de aprehender la
realidad; la naturaleza, en cambio, es la forma postrera.
Tal antítesis hállase ya-en Platón, quien' decía que laapre-
ciad0n.se refiere a lo que está siendo, mientras que el
conocimiento, a lo que ya es; de modo que, de la misma
manera corrio se relaciona lo que es con lo que está siendo;
se ligan entre sí el conocimiento y la apreciación.
Hasta el momento, escribe Spengler, los estudiosos del
pasado han creído cumplir su misión estableciendo nexos,
causales.. No han entendido, ni siquiera los de mayor en­
jundia, que no sólo hay una necesidad causal —un ligamen
de tipo lógico o gnoseológico' que une, sin confundirlos, la
causa y el efecto—, sino que también existe la necesidad
orgánica del sino. La primera, llamada por Spengler "lógica
del espacio”, surge con arregló al principio de causalidad
clásico, en virtud del cual nada sucede sin una causa ante­
rior. La segunda encuentra su lugar en la certidumbre' in­
terior y Spengler la denomina "lógica del tiempo”.13
; La naturaleza tiene el carácter de hecho singular; la
historia, el de la constante posibilidad. Mientras los hechos
18 ~ Spengler, pensador de la decadencia

—debe recordarse que para Spengler hechos y verdades


son antitéticos, al igual que lo son tiempo y espacio, des­
tino y causalidad— se siguen unos a otros, conforme al
principio del sino, las verdades que expresan las leyes na­
turales se siguen unas de otras. En realidad, el pensador
germano sustenta la dicotomía predicha entre historia y
naturaleza, pero se apresura a salvar el equívoco según el
cual el ser humano sólo poseería historia o, inversamente,
naturaleza> afirmando que la naturaleza del hombre lo de-
términa a desarrollarse cultural e históricamente. La histo­
ria humana resulta, merced al obrar del existente, flexible,
frente a una naturaleza que, de suyo, es invariable en su
forma de ser. La historia se opone a la naturaleza, pues,
pero sin negarla.
La dicotomía entre naturaleza e historia, considerando
a aquélla compuesta de formas ya realizadas y a ésta,
contrariamente, armada de formas en vías de realización,
ha provocado una objeción común entre los impugnadores
de Spengler. La primera, se dice, a semejanza de la se­
gunda, evoluciona en el tiempo cambiando sus formas en
la variación de sus especies. Sin embargo, cabría responder
que Spengler toma el concepto de naturaleza en sentido
estricto: como constitución de formas existentes realiza­
das, cuya evolución ha terminado, mientras el concepto de
historia revela una realidad de hechos y fenómenos en
estado de transformación. Por consiguiente, Spengler sos­
laya el principio de causalidad, las leyes mecánicas y los
sistemas analógicos vigentes, en beneficio del sino. Frente
a quienes conciben una cultura universal, única en su
■desenvolvimiento a través del tiempo, enseña la existencia
de ocho grandes culturas. Frente a quienes son incapaces,
según su juicio, de comprender por qué tuvieron que apa­
recer determinados símbolos “entonces y allí, en tal forma
y con tal duración",14 levanta su "lógica del tiempo”, la
cual corona su teoría del destino.15 Cuando afirme la rela­
ción de las teorías físicas y químicas modernas con las
concepciones mitológicas de los germanos antiguos, cuando
sostenga la correspondencia entre el cálculo diferencial y
la música de contrapunto, entre el álgebra y el arabesco, la
geometría euclidiana y la tragedia griega, creerá hacerlo
Spengler y su teoría histórica ~ '19

evitando las- desviaciones dé-los historiadores que, atrapados,


en las redés del- kantismo, han sido incapaces de describir
las grandes culturas en razón de la ignorancia que tenían
délSchicksal. • '
Es claro, ateniéndonos a sus razones, por qué los pos­
tulados filosóficos dé la Crítica de la Razón Pura son-inca­
paces de aprehender el verdadero problema histórico. La
cosa en sí, el noúmeno, es incognoscible; y el alma, para
Spengler, viene a ser justamente el noúmeno y no el fenó­
meno —cosa én mí, para mí— de las culturas. Si los con- .
ceptos son el resultado de la absolutización indeterminada,
del caos de sensaciones exteriores y de las formas del espí­
ritu, y si, además, el conocimiento fenoménico depende
de las formas de la Razón Pura, sólo puede conocerse k>
que aparece. La revolución copernicana que invierte la no­
ción de conocimiento desplazando el centro del mismo a
la actividad del sujeto —que desde entonces pasa a cons­
tituir y hacer cognoscible el objeto en virtud de sus cate­
gorías a priori—, clausura cualquier posibilidad de apre­
hender el alma de un pueblo. La gnoseología kantiana
frustra toda tentativa de conocer el objeto en su dimensión
real, ya que el ser de Kant es tan sólo Un "poner” de
nuestras categorías a priori. El ser, tal cual lo conceptúa-
liza el filósofo de Koenigsberg, ño es independiente de la
razón, que, a partir de la Crítica..., va a construir süs
formas pr.opias de conocimiento y darle a las cosas un ser
ficticio, casi fraguado. Otro tanto —respecto del problema
histórico— sucede, con la. causalidad mecánica, vale decir,
aquello por'lo cual un fenómeno prodúcese de manera nece­
saria sin que tenga, parte ninguna la representación de dicho
fenómeno. Spengler destierra del territorio de la historia el
concepto de causalidad, lo reduce al campo de la naturaleza
y lo reemplaza por el de1sino,
¿Qué es el sino? Baste decir, de momento, qué el sino'
es comunicablé merced al arte y la religión. Existe éntre él
arte y la religión, definida como "la conciencia vigilante
de un ser vivo en los momentos en que vence, domina,
niega y aun aniquila la existencia”,16 una filiación íntima.
"El sino es a la causalidad como el tiempo al espacio"P
Es un símbolo antes que un concepto,18 y como tal resulta
20 ~ Spengler, pensador de la decadencia

expresado por medio de las creaciones artísticas y las ma­


nifestaciones del espíritu religioso. El sino es una necesi­
dad de la vida en función de lucha, de la misma manera
que la causalidad es un principio necesario del pensamien­
to racional.
Sino y ley, pimíos de partida del cosmos histórico y
natural respectivamente, son excluyentes entre sí. Pertene­
cen a dos mundos distintos, y en tanto el sino apunta a
responder al ¿adonde?, la causalidad sólo responde al ¿de
dónde? Por eso mismo, mientras el sino aparece en la
intimidad personal, se lo conoce a partir de la intuición
y supone un símbolo, una alegoría de lo simbolizado, el
principio de causalidad equivale a ley y es el producto de
reflexiones lógicas. El sino —símbolo referido a la historia,
cuya comprensión es intuitiva— alude "a una inefable cer­
tidumbre interna".19
Existe entre el símbolo y lo simbolizado una tácita
relación comparativa: relación con la vida, a diferencia
de la causalidad —lógica y racional—, unida a la muerte.
El hombre, dice Spengler, tiene en mayor o menor me­
dida una idea del sino que no es unívoca en el tiempo
pues sufre en toda cultura una acabada metamorfosis:
se va afinando hasta alcanzar su plenitud. con la cultura
misma, conforme transcurren las estaciones. No obstante,
como el producirse es la base de lo producido, de ello se
deduce que la sensación íntima de su sino sirve de funda­
mento a la comprensión de las causas y los efectos. "La
causalidad es el sino realizado, transformado en cosa inor­
gánica, petrificado en formas del entendimiento... Siendo
lo primario, es él quien da- al principio de causalidad,
principio muerto y rígido, la posibilidad —histórico-vital—
de aparecer como la forma y complexión de un pensa­
miento tiránico en las culturas muy desarrolladas.” 20 Sino
y causalidad aparecen én la historia tanto en las etapas
liminares de las respectivas formas orgánicas como en las
postreras, aun cuando en la cultura el sino es vivencia, mien­
tras que en la civilización es mera herencia.
Spengler y su teoría histórica ~ 21

Las visiones de la historia

Para los antiguos, de manera especial para los griegos, el


tiempo y la historia carecían de interés. La historia, si acaso
considerada —de acuerdo con el fundador de la Academia
no puede existir un verdadero conocimiento de lo que
cambia— era secundaria. El pasado, sobre el cual vuelve
Platón en sus diálogos, cobra sentido en la medida en que
toda utopía es localizada en los comienzos primordiales y
no en un futuro, como sucederá después. De aquí que
para encontrar un punto de apoyo que permita indagar
la concepción griega de la historia sea preciso recurrir
a la representación simbólico-mítica, anterior y más com­
pleja que la racionalización de la physis. Considerado en
sí mismo, al pensamiento apolíneo le resulta ajeno el con­
cepto de lo histórico, pues lo pretérito sólo va unido al
mito. El hombre de la polis está, por ende, desprovisto
de memoria histórica. El tiempo, según su cosmovisión,
es siempre presente, presente eterno, y cuando circunstan-
cialménte mira hacia atrás, fija su vista en una edad de
oro primigenia, mitológica, sin interesarle en realidad el
principio y, menos aún, el fin —telos— del movimiento
histórico. El griego es estático, como estática es su visión
del mundo.
El esquema griego, a semejanza de toda concepción
cíclica ulterior, no admite en su dinámica un esjhatón.
La historia rio es progreso hacia, sino eterno regreso al
punto de partida. Platón, continuando una vieja tradición
pitagórica, considera lo rectilíneo como irracional e imper­
fecto, ponderando inversamente como racional y perfecto
el movimiento circular, que sustentó en El político -—mito
de las regresiones periódicas—, donde, de paso, niega toda
posibilidad de progreso. La sucesión de los hechos y de
las cosas es circular, variando de lo puro a lo impuro —la
decadencia— para retornar a una primigenia Edad de
Oro. El comienzo del universo en una edad así —mito
22 ~ .Spengler, .pensador de la decadencia

extendido en la antigüedad clásica— es hallable en Ovidio,


quien en su Metamorfosis analiza el paso de los tiempos
dorados a una Edad de Plata, degenerada, posteriormente,
en una de Hierro, que rompe con la génesis, donde ■las
cosas resultaban inmaculadas, y determina la corrupción
y la degeneración de las mismas. En Ovidio, semejante
estado de perfección, situado en los estadios iniciales dél
cosmos, sirve dé modelo para la inevitable reposición al
final del ciclo. .
"El hombre mágico, en cambio, percibe en la historia
el gran drama cósmico entre la creación y la destrucción.” 21
La lucha entre dos poderes enfrentados desde siempre que,
en continua evolución, desenvuelven aquélla hasta el triunfo
del bien sobre el mal, del espíritu sobre la materia, de Dios
sobre el diablo, corona la cosmovisión mágica. Si para es­
te mundo la historia es parte de una lucha divina, para
la cultura fáustica es pura cronología rectilínea con un
principio en la Antigüedad, continuada luego en la Edad
Media, la Moderna y la Contemporánea. En cuanto a la
cultura hindú, escribe Spengler, el pasado siempre será anó­
nimo y rodeado de nieblas impenetrables, a diferencia de los
egipcios celosos de sus fechas y momias.
La historia antigua es semejante a una cadena de aza­
res,” que se suceden de instante en instante; la historia
mágica es la progresiva realización del plan divino, que
.se extiende desde la creación hasta la culminación de los
tiempos; la fáustica se nos aparece provista de una volun­
tad única, "llena de lógica consciente, en cuyo cumplimien­
to' los pueblos aparecen conducidos y representados por
sus reyes".22 Sin embargo, la necesidad occidental de leja­
nía amplía y exagera hasta tál punto el concepto, que sólo
la historia eúropea parecería importante. Spengler llama a
este sistema "tolemaico", en oposición , al "copernicano”>
que, sin privilegiar a priori ninguna época ni, mucho me­
ntís, ningún pueblo o cultura, estudia las formas orgánicas
partiendo de su alma.
■La historia para Spengler no es rectilínea sino cíclica
y refractaria á todo progresismo lineal, ascendente hacia
un fin determinado, idea ya desarrollada por él en su tesis
doctoral sobre el oscuro filósofo dé Efeso Cuando señala
Spengler y su teoría histórica ~ 23

que Heráclito había encontrado la ley por excelencia.23 La


naturaleza cíclica del proceso histórico, intuida por Herá­
clito y formulada, más tarde, por Polibio —que la deno­
minó anakyklosis— será una constante en Maquiavelo,24 Le
Bon, Danilevsky25 y hasta en Pareto. Sin embargo, es el
italiano Giambattista Vico26 quien más acusadamente
la sustentará antes de Spengler. Porque, cualesquiera sean
sus diferencias, existe una línea que emparienta a Herá­
clito —ley de eterno retorno—, Platón —mito de las regre­
siones—, Polibio —anakyklosis—, Vico —corsi e ricorsi22—
y Goethe, cuya espiral será el nexo que unirá a los pen­
sadores antiguos, medievales y modernos con Flinders
Petríe y Oswald Spengler, principales expositores de la
anakyklosis en el siglo xx. Petrie publicó, en la década
del '30, Las revoluciones de la civilización, donde, a seme­
janza del pensador alemán, distinguió ocho grandes perío­
dos en la civilización mediterránea y atribuyó a cada uno
una duración de 1.330 años, que, inevitablemente, termi­
naban con el agotamiento interno de sus potencialidades.
El ciclo de madurez culminaba en la escultura, la pintura,
la literatura, la música y la mecánica De Petrie interesa
destacar dos ideas: la fatal decadencia de las civilizaciones
y la contemporaneidad de las mismas, que, si bien es cierto
se encontraban separadas en el tiempo y en el espacio,
recorrían en su desarrollo igual cantidad de etapas. Oswald
Spengler intentará, haciendo acopio de las ideas sustenta­
das por sus predecesores de la historiografía cíclica, ana­
lizar el surgimiento de valores espirituales —a los cuales
reduce culturas y civilizaciones— y describir su destino
enmarcándolos en una sucesión de fases orgánicas que
denomina historia. Lo que adicionó fue la idea de un
agotamiento energético de las culturas, inspirado en la
moderna teoría física de la entropía,
24 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Libertad y necesidad

Son. los grandes individuos quienes hacen la historia. "Lo


que aparece en masa no puede ser más que su objeto.” 28
Se da en la historia, pues, una constante dialéctica entre
las minorías "de raza’ y las masas, cuyo papel pasivo con­
trasta con él de los hombres eminentes, sujetos y, a la
vez, actores decididos del acontecer. La masa no se valora
a sí misma, salvo durante la decadencia, en que aspira a
dominar y se rebela contra lo que es superior, dando lugar
entonces a la "revolución mundial blanca o de abajo”. La
masa es lo informe; carente de planes, desorganizada, sin
capacidad para desarrollar, frente al desafío de la historia,
una acción creadora, se limita —según Spengler-^ a se­
guir, a dejarse arrastrar por quienes están llamados a do­
minarla y encauzarla. Las ‘'minorías vigorosas”, y no las
muchedumbres, meras espectadoras de un arte —la polí­
tica— que ignoran, reivindican para sí el derecho de orde­
nar, esto es, de dar órdenes y poner orden.
El hombre de mando, el que verdaderamente resulta
artífice de .la historia, debe responder en cuerpo y alma
a su 'cultura, por lo cual el arraigo resulta en él condición
sine qua non para estar "en forma”. Será grande en la
medida en que sus acciones testimonien, tanto como sus
ideas, el alma de la cultura nativa; y .en tal. sentido Spen­
gler se refiere al. hombre fáustico u occidental, al mágico,
propio de la cultura arábiga, y al apolíneo, reflejo- de la
antigüedad clásica. ¿Qué caracteriza a las grandes perso­
nalidades y a estas minorías vigorosas? Supuesta la íntima
coá’sustanciación con el alma de su cultura, es la voluntad
de querer y poder lo propio de ellas. Sería apresurado
decir, sin más, que Spengler es voluntarista, pero la im­
pronta de Nietzsche, que reconoce y asume plenamente,
adquiere aquí una presencia innegable.
El voluntarismo clásico, sobre no admitir la determi­
nación en la historia, concibe los cambios como producto de
Spengler y su teoría histórica ~ 25

la acción libre del hombre. Entre éste, cuya postulación del


acto voluntario importa, en sí, la afirmación más radical
de la función creadora del hombre, y el determinismo que
rebaja al existente a un papel secundario, donde la evolu­
ción histórica se autocrea y se impone necesariamente al
individuo, no hay conciliación posible. Sin embargo, en
Spengler parece coexistir un cierto voluntarismo con un
cierto grado de determinismo. De un lado, sostiene el pen­
sador germano que las minorías deben extender su poder,
su evidente superioridad, pues han nacido para mandar y
sólo se reconocen en el mando. La voluntad desempeña,
pues, un papel preponderante y sin ella los grandes indivi­
duos no harían la historia ni serían capaces de imponerse.
Empero, hacia el final de La decadencia de Occidente, su
autor afirma: "Para nosotros... a quienes un sino ha colo­
cado en este preciso momento de la evolución cultural de
Occidente y presenciamos las últimas victorias del dinero,
sintiendo llegar al sucesor —el cesarismo— con paso lento,
pero irresistible; para nosotros, queda circunscripta en un
estrecho vínculo la dirección de nuestra voluntad y de
nuestra, necesidad, sin la que no vale la pena vivir. No
somos libres de conseguir esto o aquello, sino de hacer
lo necesario o no hacer nada. Los problemas que plantea la
necesidad histórica se resuelven siempre con el individuo
o contra él.” 29 La sentencia plantea, en toda su magnitud,
el tema de . la libertad y la necesidad en la historia. De
una banda reconoce Spengler la voluntad del hombre.y,
en especial, de los grandes hombres; de la otra, en cambio,
no deja lugar a duda: hacer lo necesario o no hacer nada.
¿Acaso se reconcilian libertad y necesidad en la teoré­
tica spengleriana? El concepto de libertad ha sido pensado
y entendido en forma distinta según la época y los auto­
res. Se impone, en principio, distinguir cuidadosamente las
múltiples definiciones que la palabra en cuestión há reci­
bido a través del tiempo, para explicar luego el lugar que
ocupa en la obra del pensador de Blankenburg. Se pueden
apuntar siete: la libertad como acto de la voluntad; posi­
bilidad de elección; autodeterminación; liberación de algo
o alguien; libre albedrío; ausencia de constreñimiento o
26 ~ Spengler, pensador de la decadencia

limitación; y, finalmente, posibilidad expansiva que es coma


la concibe Spengler.
De ordinario, suele definirse la libertad natural co­
mo la capacidad de poder sustraerse a un orden cósmica
determinado e invariable. Ahora bien, en la antigüedad,
parte del pensamiento griego consideró que ese cosmos
correspondía a un modo de operar del sino.30 La libertad;
era entendida como una toma de conciencia acerca de la
necesidad que importa el destino, de donde liberarse su­
ponía comprenderlo y, más aún, comprender su sentida
último. Por eso en Grecia el sabio era el ser más libre, y
lo era por cuanto entendía el destino como ninguno de sus.
semejantes.31 La libertad viene a resultar entonces la con­
formidad con el sino, vale decir, la culminación de una
necesidad predeterminada, teniendo presente que la deter­
minación resulta, al mismo tiempo, destinación. "Emplean­
do la palabra libertad, subraya Spengler, tan equívoca y
peligrosa, podemos decir que ya no tenemos libertad para
realizar esto o aquello sino lo prefijádo o nada.” 32 Los
hombres se encuentran átados a las leyes del devenir histó­
rico, operando voluntaria y libremente a la vez. Fijado está
el fin de cada cultura, su eclipse irremediable, al igual
que su-nacimiento y cénit, pero, los medios con que el ser
humano opera no son rígidos; no hay necesidad en el orden
de estos últimos, y si es verdad que el hombre no puede
hurtarse a la decadencia, no es menos cierto que en tanto
se van sucediendo las estaciones culturales —proceso de
siglos— es actor, sujeto de la historia, pues hace lo que
quiere sin trastrocar los planes generales. Los hombres es­
tán limitados por los parámetros que el sino les impone.
Spengler establece una diferencia entre el hombre ce­
rebral y el resto, al que conscientemente deja de lado.
Al hacerlo completa la anterior fórmula griega, según la
cual sólo podían escapar a los dictados del destino quienes
no hubieran sido tenidos en cuenta por éste.33 En la Hélade,
el destino suponía selección y sólo los elegidos alcanzaban
a entender la necesidad de su empresa. En Spengler se
percibe claramente esta impronta: el hombre cerebral no
es otro que el sabio, así como lo prefijado, una vez asu­
mido, viene a ser la liberación de aquel capaz de ordenar
■Spengler y su teoría histórica. 27

su desenvolvimiento al del sino. Ello emparienta a Spen­


gler con Arturo. Schopenhauer, para quien "los dados esta­
ban echados” al nacer cada individuo. El más inteligente
resulta ser aquel capaz de intuir el valor de los mismos
y obrar de acuerdo con ellos.
En la filosofía tradicional, la necesidad se opone a la
libertad: la una —definida como "lo que es y no puede
no ser”— rige en la naturaleza; la otra, en la historia.
Spengler, inversamente, reconcilia la libertad con la nece­
sidad, subordinando la primera a la segunda en lo refe­
rente a la historia, no respecto de la naturaleza, caracte­
rizada por la causalidad física. Pero no se detiene allí. La
necesidad, además, forma parte de un cosmos que el pen­
samiento griego llamaba natural —entendido por tal la
physis— y que Spengler denomina kosmos histórico. Cerra­
da la puerta de la libertad, ¿qué posibilidades se le abren
al hombre? Sólo una posibilidad expansiva. "La vida es la
realización de posibilidades, y para el hombre cerebral no
hay más que posibilidades expansivas.”3* Claro que esta
capacidad de expansión no contradice en modo alguno el
destino; antes bien, lo confirma al resultar "una fatalidad,
algo demoníaco y monstruoso que se apodera del hombre
en el postrer estadio de la gran urbe y, quiéralo o no,
sépalo o no, lo constriñe y lo utiliza en su servicio”.35
Casi de rondón, Spengler nos introduce en un punto
crucial: la historia como historia ciudadana.36 En el filó­
sofo alemán hay cuatro aproximaciones diferentes, no con­
tradictorias, al significado de la palabra historia. En
La Decadencia. . . anota: "De aquí se sigue una secuen­
cia esencial; para comprender la historia política, la histo­
ria éconómica, es necesario ante todo reconocer que la
ciudad, separándose cada día más del campo y desvalori­
zando al fin por completo el campo, es el elemento que
determina el curso y sentido de la historia superior. La
historia universal es historia ciudadana,” 37 Esto no vela
en modo alguno la afirmación conforme a la cual el estu­
dio de la historia pasa indefectiblemente por las culturas.
Spengler sostiene que la ciudad va separándose gradual­
mente del campo hasta erigirse en factor determinante de
la historia superior. No dice que el campó carezca de im-
28 ~ Spengler, pensador de la decadencia

portancia; tampoco que la ciudad no pertenezca a una


cultura. Sencillamente, la frase transcripta es un abordaje
a la historia desde un ángulo distinto. En otro capítulo
de la misma obra se lee: "La historia universal es la histo­
ria de los Estados."38 En efecto, si dentro de cada cultura
existen naciones que encuentran en el Estado el medio de
mantenerse en forma, y si en las naciones la ciudad pre­
valece sobre el campo, tiene sentido definir la historia
como historia de las urbes, de los Estados o de las guerras,,
cual se deduce de la lectura de Prusianismo y Socialismo.
Hay una coherencia legítima en los textos antes Citados
dado que todos, en definitiva, se hallan sujetos a la noción
fundamental: historia de las- culturas. Sentada esta pre­
misa, las demás cobran sentido según las circunstancias
dadas, aun cuando es necesário destacar que, al hablar de
culturas, naciones, Estados y guerras, Spengler no potencia
determinados factores en desmedro de otros. Para enten­
der la historia resulta imprescindible el estudio de todas
las esferas donde el hombre desarrolla su vida e inclusive
de aquellas donde se limita a observar, sin intervenir.
Considerar exclusivamente el factor político, cultural o eco­
nómico al punto de erigirlo en variable independiente o
determinante del desarrollo histórico, implica perder con­
tacto con la realidad y, a la postre, falsearla.
Spengler, siguiendo aquí a la filosofía clásica, sostiene
el principio de que el todo, siendo orgánico —y no el resul­
tado de la agregación mecánica de las partes que lo com­
ponen— es mayor que las partes y diferente de éstas.
Goethe, autor del que Spengler declara haber extraído sus
principales ideas, dice en su Fausto: "¡Cómo se entreteje
todo en el todo, y cada uno obra y actúa en el otro!" El
filósofo de Blankenburg no niega el estudio sectorizado de
la historia, pero cuando en sus sucesivas definiciones hace
hincapié en la gran urbe, en la guerra o en el Estado,
manifiesta su intención de comprender la historia a través
del elemento o factor que en una circunstancia determi­
nada aparece como condicionante, sin olvidar las demás
realidades, y siempre reconociendo la interrelación de las
partes, de suyo subordinadas al todo. En realidad, el estu­
dio integral de las culturas y etapas históricas ya había
Spengler y su teoría histórica ~ 29

creado escuela en Alemania, tal como lo confirman las


obras de Eduardo Meyer, Theodor Mommsen y Otto Seeck.

Teleología e historia

Spengler no habla en absoluto del sentido de la historia;


lo que hace es relatar los acontecimientos de cada cultura,
desde su génesis hasta su sepulcro, señalando las exaltacio­
nes y los colapsos como fenómenos puramente naturales,
circunscritos, en su totalidad, a la órbita de la naturaleza.
Las culturas nacen y crecen, se marchitan y mueren igual
que las plantas, discurriendo en medio de una grandiosa
carencia de fines, o sea, de designio, pues están, en su evo­
lución, faltas de un plan Con arreglo al cual transitar
desde la primavera al invierno civilizado y decadente. Para
Spengler el sentido de la historia no trasciende el aquende.
Respecto de la suprahistoria —el allende—, cabe decir que
le es extraña y desconocida al pensador germano. En su
teoría nada hay semejante a un esjatón como el "comu­
nismo propiamente dicho”, postrer etapa de la revolución
marxista, donde la historia, eterna, inevitable y necesaria
lucha entre opresores y oprimidos, toca a su fin, repri­
miéndose de este modo, casi por arte de magia, todo su
despliegue dialéctico. Tampoco aparece, ni siquiera en for­
ma solapada, la concepción católica sobre "el fin de los
tiempos” y la Parusía, segunda venida de Cristo. Menos
aún surge en la vasta obra del pensador del socialismo
prusiano la idea del girondino Jean Antoine, Marqués de
Condorcet, asentada en su Bosquejo de un Cuadro Histó­
rico de los Progresos del Espíritu Humano. Un proceso
histórico encaminado, a pesar de sus regresiones circuns­
tanciales y superables, hacia el imperio del Progreso inde­
finido y de la Razón repugna a la mentalidad spengleriana.
No existe un Progreso creciente, predeterminado y
automático de los valores humanos. El Progreso, con ma­
yúscula, es pura utopía, aunque hayan existido y existan
—Spengler lo aclara bien— progresos con minúscula y en
plural La idea del Progreso, con su particular coincidencia
30 Spenglér, pensador de la decadencia

de. la separación en edades, denota, pór parte del mundo


moderno, una caprichosa y gratuita infatuación de supe­
rioridad: lo moderno implica superación, y aun negación
de lo antiguo. Sobre dos postulados gira, en realidad, el
dogma del Progreso: la existencia de edades sucesivas
como una serie ininterrumpida de acrecentamientos regu­
lares y la seguridad de que cada edad es un ser único,
cuyas partes concuerdan y avanzan orgánicamente. Spen-
gler afirma que entrambas son indemostrables. Para él la
historia importa un proceso que asciende, pero para de­
caer, hundirse y florecer nuevamente. Todo se repite de
manera constante y la historia, semejando un círculo eter­
no, deviene un hacerse y deshacerse en un permanente y
perpetuo rehacerse. El sentido de la historia es el de las
culturas que la animan; por eso no cabe hablar de un fin.
El telos es el de cada una de las formas orgánicas, de sus
avances, luchas y retrocesos. Spengler nunca contradice la
íntima coherencia de su "bosquejo de una morfología de
la historia universal', ni aun en los libros en que desplegó
mayor optimismo, como Años decisivos. Las culturas, tras
una época de. esplendor, terminan su periplo en la de­
cadencia.
En las concepciones cíclicas,39 el fin de la historia está
dentro de la historia misma, a diferencia de las concep­
ciones lineales, que creen en un telos como punto finál,
es decir, situado fuera de la historia o.en el comienzo de
la metahistoria. Donde hay eterno retorno no es dable
hallar metahistoria, salvo que se falsee la realidad o se
interponga una razón de orden sobrenatural, divina. El
naturalismo spengleriano, por ser cíclico, no trasciende los
límites históricos; antes al contrario, permanece en ellos,
y regresa al punto de partida a través del tiempo. Las cul­
turas tienen una unidad en su estilo, una correspondencia
en todas sus formas —sean materiales o espirituales— que
necesariamente las hace transcurrir por las mismas etapas
hasta decaer y dar paso a otras, nuevas. Dentro del esque­
ma nacimiento-desarrollo-apogeo-decadencia-muerte no ca­
ben los cambios esenciales o saltos cualitativos que obra­
rían el efecto de sacar a las culturas de los carriles por
los cuales han transitado eternamente, y lanzarlas despe­
Spengler y su teoría histórica rO 31

didas hacia rumbos metahistóricos. Spengler defiende vio­


lentamente las manifestaciones propias del apogeo de una
cultura, pero lo hace nostálgico, .como quien ve la carac­
terización más pura del alma de la misma, y, sin quererlo,
la compara con una realidad decadente que ha devaluado
los símbolos manifestativos de esa alma.
Si debiésemos distinguir su teoría de las demás espe­
culaciones, sería menester señalar la diferencia que existe
entre teología, filosofía y profecía dé la historia. Para la
tradición cristiana, por ejemplo, la historia tiene un prin­
cipio, un sentido y un esjatón, de donde la dinámica histó­
rica se encuentra ordenada a una meta. Siendo así; la'
interpretación de lo histórico cobra vigencia a la luz de
un tiempo que se inaugura con la Redención y ha de coro­
narse —consumación y fin de los tiempos— con la segunda
y gloriosa venida de Cristo. Su visión, teológica y cristocén-
trica, dado que todo se encuentra subordinado al Creador,
de quien depende el Alfa y el Omega, obviamente incluye al
hombre, ser singular y único, cuyo origen está en Dios y
a Dios sé ordena. La historia, pues, no es un mero suce-
derse de hechos, sino la realización en el tiempo del plan
de la Creación.
Cuando la filosofía, en su afán de alcanzar una visión
unitaria y completa de la historia universal mediante la
captación de su sentido, se abre a horizontes escatológicos,
se convierte en teología de la historia. Aquella, para no
transformarse en teología, ha de darle una solución inma­
nente a su problema, despojándose, al mismo tiempo, de
toda connotación escatológica, pues los hechos históricos,
si han de ser comprendidos, deben serlo en función de
un telos, nunca de un esjatón. Claro que en esto mismo
reside su dificultad. Toda filosofía de la historia depende
de un par de supuestos indemostrables: la convicción
cierta de que existe un principio unitario y la creencia
absoluta de que dicho principio es aprehensible racional­
mente. Tanto el principio como la unidad sitúan el pro­
ceso a nivel metafísico. Un Dios creador puede darle una
dirección y un esjatón a la historia y, consecuentemente,
a través de la fe en Dios, sería posible conocer y hacer
inteligible el telos histórico, pero entonces la historia, tras-
32 -v Spengler, pensador de la decadencia

celidente y no ya inmanente, tendría un principio y un fin


y la filosofía, con eso, daría paso a la teología.
Hay, en los fundamentos de la filosofía de la historia,
una suerte de vitalidad e impulso de una edad a otra; un
proceso de una unidad a la siguiente sin que se aclare el
•origen de esa vitalidad. Existe un progreso; hay una evo­
lución e inclusive es dable apuntar en el desarrollo histó­
rico una proyección dirigida a un fin. ¡De acuerdo!, dice
Spengler, pero ¿de dónde surge el movimiento?40
Por fin, Spengler lleva la impronta hegeliana respecto
de una historia superior, englobante de las particularidades,
y de un devenir acorde con el proceso histórico mismo.
Pero para él no hay un espíritu mundial; antes bien, lo que
existe son los espíritus de las diferentes culturas, cuyo
desenvolvimiento es análogo. Luego, por necesidad lógica,
las manifestaciones del ser en cada estadio serán corres­
pondientes entre las culturas. Hay, todavía, otra diferencia
ésencial: Hegel es escatológico; Spengler, no. La historia,
en su estudio, no se ajusta a plan alguno, no tiene fines
ni metas acabadas. La historia es, simplemente, y en eso
consiste su grándeza. Contra las diferencias apuntadas es
dable destacar una última coincidencia. Con plan histórico
o sin él, los hombres hacen lo que la historia1quiere; esto
es, hacen y deshacen de acuerdo con lo que, ella manda.
Dice Hegel: ellos (los hombres) realizan su propio interés,
pero al mismo tiempo se logra otra cosa, que se encon­
traba latente en su interés pero que no estaba en su
conciencia ni incluida en su intención. Spengler pretende
desentrañar el sentido de ese inconsciente y a tal efecto
persigue la ubicación correcta de cada individuo, sector o
pueblo en la historia. Continúa Hegel: la constitución de
un Estado, juntó con su religión... filosofía, pensamiento,
cultura, 'fuerzas exteriores(' clima, vecinos) constituye una
sustancia, un espíritu... Mientras en Spengler ello obedece
a un sino particular de cada cultura, en Hegel —resulta
aquí correcta la observación de Lenin— es producto de la
historia universal vista como un todo, y de los distintos
pueblos vistos como sus órganos.41 Ambos, en definitiva,
Spengler y Hegel, concuerdan en una actitud de la historia
más allá de "lo bueno y lo malo", coincidencia apreciada
Spengler y su teoría histórica 33

en las palabras del segundo: la historia mundial se desa­


rrolla en un terreno superior al de aquel en que la mora­
lidad tiene su posición.
Queda claro, entonces, que Spengler no pretende hacer
ni teología ni filosofía de la historia. En realidad, le corres­
ponden a él las generales del profetismo histórico. El pro­
feta, que intenta predecir la historia, no reivindica para
sí el carácter de científico. La profecía no es ciencia42
Baste señalar, para poner punto final al presente capítulo,
que en alguna medida la obra de Spengler es una respuesta
al optimismo del Progreso. La idea del Progreso hipoteca
y subordina el presente —que sólo tiene valor como pre­
paración de y en tanto se ordene a, lo que vendrá— al
futuro. Spengler rechaza la ascendencia unívoca de la histo­
ria hacia un telos o esjatón, para dar comienzo a la pro­
fecía, "única forma de predicción que corresponde a la
esencia de la historia". La profecía spengleriana queda
enmarcada, con límites precisos, dentro de la teoría cíclica
que supone la justificación de la. historia por la biología
y la seguridad de que el presente, el pasado y el futuro
acontecen con arreglo a la ley del eterno retornó. En la
historia existe una regularidad procesual —ascenso descen­
dente—, que noes Progresiva, sino progresiva, si se nos
permite la frase, y ésta se entiende a derechas. Tal, cual
los griegos habían proyectado el ritmo cósmico de los
ciclos repetidos a las secuencias históricopolíticas, Spen­
gler hace otro tanto, coincidiendo con Heráclito de Efeso,
del que apuntara én sus tesis doctoral: "de acuerdo con
su convicción, toda posibilidad de desviación del cursó se­
gún las leyes del acontecer es inconcebible”.44
Spengler, más afín al pénsamiento apolíneo de lo que
suponía, predijo el futuro sin menoscabo del presente. Lo
futuro, en cuanto no se encuentra sujeto a la relatividad
del tiempo y a la corrosión de la historia, solicita con
mayor fuerza la atención dél espíritu que lo presente. Pero
por esto mismo, y por no tener que rendir cuentas a la
realidad, el futuro puede dar pie a la pura utopía. Spengler,
desde un presente cruzado por las trágicas ráfagas de la
decadencia, se anima a un futuro fatal, sin perderse ni
ceder a la tentación de la ucronía.
34 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Notas

1 La decadencia de Occidente no es producto de la derrota


sufrida por los imperios centrales en la Gran Guerra. Esto supone
renunciar, de una vez por todas, a la fría relación causal que
muchos han querido establecer entre la rendición del Kaiser y la
teoría spengleriana. Desde 1911 proyectaba el filósofo alemán, con
dedicación plena y en medio de una tranquilidad recoleta, La
decadencia de Occidente. Sin embargo, el conflicto bélico sí condi­
cionó su obra. En una carta que le escribió el de Blankenburg a
Hans Klores, el 25 de octubre de 1914, dice: “Me es imposible
durante este tiempo concentrarme en la filosofía. El manuscrito
está ya listo con algunos vacíos que no podrán ser llenados hasta
después de saber el resultado de la guerra.” Spengler Letters, A.
Knopf, Nueva York, 1966, pág. 28.
2 "La decadencia de Occidente. Bosquejo para una Morfología
de la Historia Universal”. Undécima edición, Madrid, 1966, tomo I,
pág. 79. El título de su principal obra se le ocurrió a Spengler en
1912 cuando descubrió en la vidriera de una librería de Munich
un libro sobre la decadencia (Untergang) antigua. En realidad,
nada conocemos de ese trabajo, pero no sería de extrañar que
fuese la Historia de la decadencia del Mundo Antiguo (1895-1920,
6 vols.) escrita por el historiador Otto Seeck.
2 La decadencia de Occidente. Bosquejo para una Morfología
de la Historia Universal. Undécima edición, Madrid, 1966, tomo I,
4 D.O., tomo I, pág. 73.
5 En el otoño de 1903, teniendo su tesis ya terminada, Spengler
se presentó al examen oral, pero sin éxito. Seis meses después
conseguía aprobarlo y se preparaba para rendir una prueba más
difícil, a efectos de poder enseñar en los colegios secundarios.
Spengler y su teoría histórica ~ 35

Fue entonces cuando, a la tesis original sobre el "Oscuro de Efeso”,


le agregó un trabajo que anticipaba sus ideas antropológicas: El
desenvolvimiento del órgano visual en los estadios superiores de la
vida animal. André Fauconnet fue de los pocos que, en la década
de 1920, tuvo acceso al manuscrito del joven Spengler sobre Herá-
clito. El filósofo germano le envió al escritor francés su curriculum
vitae, en extremo sobrio, del cual nos ha parecido importante enu­
merar los profesores con los que estudió Spengler: "Bemstein,
Dorn, Eberhard, Fríes, Von Fritsch, Grenacher, Haym, Hussler,
Klebs, Ludecke, Rieht, Vaihinger, Volhard, Blasius, Branco, Stumpf,
Bauer, Von Bayer, Brentano, Goebel, Herwig, Lips." André Fau­
connet, Un philosophe állemand contemporain: Osvald Spengler,
París, F. Alean, 1925, pág. XI.
6 En 1935, un año antes de su muerte, aparece en Alemania
la revista El mundo como historia, para la cual Spengler hubo de
escribir cuatro ensayos sobre el tema al que se dedicara desde
1924: la historia del mundo en el segundo milenio antes de Cristo.
En carta que le envía el 5 de abril de 1935 a Robert von Heine-
Geldern, le dice: "...Mi convicción de que todos los pueblos de
este segundo milenio vinieron del Asia central, esto es, del área
comprendida entre el Volga y Manchuria, ha devenido más fuerte
que nunca.. . ” (S.L., pág. 312). Dos meses más tarde, el 6 de junio,
le escribe a Hans Erich Stier informándole cuál es el plan de
trabajo para la revista El mundo como historia. En síntesis, Spen­
gler planeaba diez artículos que tratarían sobre los siguientes
temas: 1) Tartessos y Alaschia, donde se referiría al tráfico, la
escritura y el idioma del mediterráneo occidental; 2) Los Aqueos;
3) Kefti y Creta; 4) Los Jónicos, en el cual describiría la historia
del Asia Menor occidental y su conexión con Creta; 5) Los "Hijos de
Anak”; 6) Los Etruscos y la primera historia de Italia relacionada
con Grecia; 7) El Carro de combate y su importancia en la historia
del mundo; 8) El origen y la formación de los pueblos clásicos;
9) Los Armenios y Arameos, y 10) Los movimientos de pueblos en
el Asia interior y el África interior en el segundo milenio antes
de Cristo.
7 D.O., tomo I, pág. 25.
8 Spengler, sobre hacer uso de una intuición mal definida y
más o menos mezclada en el concepto de vivencia, entiende a la
iluminación, la inspiración y la visión artística como clases diversas
de intuición, lo cual parece indebido.
9 D.O., tomo I, pág. 141.
10 D.O., tomo II, pág. 51.
n D.O., tomo I, pág. 27.
36 ~ Spengler, pensador de la decadencia

12 "La oposición entre 'naturaleza' e 'historia' no era novedad


cuando Spengler desarrolló sus ideas al respecto. Entre otros, la
habían considerado Schopenhauer, Hermán Paul, W. Windelband,
Rickert, etc. Pero en la dicotomía digamos clásica, 'naturaleza' e
'historia' se oponen como lo universal y lo individual; como lo
abstracto y general de un lado, y del otro lo concreto y único.
La idea spengleriana, si bien no excluye el punto de vista anterior,
ve sobre todo en la naturaleza lo individualizado o extratemporal,
por estar ya producido y concluso; y ve en la historia lo que está
haciéndose, el movimiento mismo, el 'fieri', sólo cognoscible por
la intuición.” Armando González Rodríguez, Filosofía y política de
Spengler, Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1960, pág. 164.
13 Para Spengler toda materia, forma, ley, constituyen una
parte integrante de la estructura del intelecto racional, mientras
que los colores, tonalidades y olores son parte de una realidad
vista como experiencia profunda. Espacio y leyes son formas racio­
nalizadas. "Lo que yo pienso, cuando yo pienso, e s ... voluntad de
pensam iento...”, dice Spengler, y continúa: “Lo exterior, lo extra­
ño, adquiere su propia forma en el mismo momento en que yo
tomo posesión o vengo de ello poseído... Y como imagen del
mundo aparece el coleóptero aquí, el pájaro allá, cada cual con­
temporáneamente en su propio mundo, su propio dom inio... No
obstante ello, y esto Kant lo ha olvidado, son propiamente mis
sentidos, esclavos del exterior, los que construyen este mundo.
Mejor, en cambio, ha visto a este propósito Goethe: Si el ojo no
fuese afín al sol, no podría percibirlo." Urfragen. Es ser e umano
e destino. Frammenti e Aforismi di Oswald Spengler, Longanesi,
Milán, 1971, pág. 109. Af. 33.
14 D.O., tomo I, pág. 83.
15 "El teatro del destino es la historia”, U., pág. 504.
16 D.O., tomo II, pág. 309.
17 D.O., tomo I, pág. 164.
18 Spengler denomina ursymbol —símbolo primario— de una
cultura a su modo de sentir la extensión. El símbolo supone un
rasgo de la realidad viviente que no puede evpresarse por medio
del intelecto. El símbolo primario de la cultura apolínea es "el
cuerpo sensible individual”; el de la cultura fáustica, “el espacio
puro ilimitado y el voluntarismo”; el de la mágica, "el sentimiento
de cueva y el espacio cavernoso, abovedado y eterno”; el de la
china, el principio insustancial del too; el de la egipcia, "la piedra”.
19 D.O., tomo I, pág. 163.
20 D.O., tomo I, pág. 164.
21 D.O., tomo I, pág. 454.
Spengler y su teoría histórica ~ 37

22 D.O., tomo II, págs. 212-213.


23 Ver capítulo II.
24 “Los gobiernos en los cambios que sufren, con más frecuen­
cia pasan del orden a la confusión y de la confusión al orden.
Porque en la naturaleza ninguna cosa permanece fija y, en cuanto
alcanza la perfección, al no poder seguir elevándose, necesariamente
entra en un período de decadencia. Y así, en el extremo, cuando
llega al grado máximo del desorden, no pudiendo descender más,
vuelve a su anterior perfección.” Nicolás Maquiavelo, Historia de
Florencia, Libro V.
23 Pitirim A. Sorokin escribe, refiriéndose a las posibles in­
fluencias de Spengler: “Sea cierto o no que Spengler hubiese cono­
cido las obras de Danilevsky, el hecho queda incierto; el caso es
que no lo menciona en sus escritos. Pero sí menciona y conoció
las obras de S. e I. Aksakov y otros eslavófilos que estaban bajo la
influencia de Danilevsky. El profesor Spet, de la Universidad de
Moscú, que visitó a Spengler en 1921, me ha dicho que en aquella
ocasión vio un libro de Danilevsky en la biblioteca de Spengler.
Si no en detalle, Spengler podía haber conocido las teorías de
Danilevsky en lo esencial.” Las filosofías sociales en nuestra época
de crisis, Ed. Aguilar, Madrid, 1966, pág. 392. La expresión "civiliza­
ción”, como referencia al estadio final de una cultura, también es
creación de Danilevsky según Sorokin. De su parte H. E. Bames y
H. Becker sostienen, refiriéndose a la influencia de Danilevsky sobre
Spengler: el paralelismo resulta "demasiado estrecho para ser acci­
dental”. Social Thought from Sore to Science, 1938, vol. II, págs.
1032-1033.
26 "Spengler, que tan paladinamente reconoció su deuda inte­
lectual con Nietzsche y con Goethe, no mostró igual generosidad
con su precursor napolitano, para el cual no hay una sola mención
entre los seiscientos nombres propios citados en La decadencia de
Occidente." Armando González Rodríguez, op. cit.
27 La principal similitud con Spengler, fuera de lo cíclico, claro
está, reside en la concepción acerca del fin de la etapa humana,
porque el refinamiento, según Vico, produce el afeminamiento y la
dcadencia espiritual de las naciones, que, entonces, tienen dos posi­
bilidades: interna —surgimiento del César—, o extema —irrupción
de los bárbaros—. Spengler dirá, doscientos años después, que en
el eclipse de una civilización emergen los Césares y los bárbaros.
En cambio, una de las diferencias profundas entre el italiano y
Spengler se da respecto del progreso social. El uno lo sustenta,
el otro lo niega. "Tampoco se opone necesariamente la ley del
reflujo de Vico, como se ha pensado con frecuencia, a la concep-
38 ~ Spengler, pensador de la decadencia

ción del progreso social. Se opondría si en vez de ser una ley de


mera uniformidad lo fuese de identidad, de acuerdo con la idea
de una repetición cíclica de hechos aislad os...” Benedetto Croce,
The Philosophy of Giambattista Vico, págs. 131-132.
28 Años decisivos, Espasa-Calpe, Madrid, 1962, pág. 165.
29 D.O., tomo II, pág. 588.
30 "Todo se produce con el destino, y éste es también la nece­
sidad." Heráclito, Espasa-Calpe, Madrid, 1947.
31 "Todos los griegos estaban en el proceso cíclico; sólo los
filósofos tomaron una actitud vital consciente frente a esa existen­
cia que le ofrecía la dulzura de la perfección y la amargura de su
inevitable destino trágico.” Juan R. Sepich, La actitud del filósofo,
Buenos Aires, 1946, C.C.C., pág. 47.
32 D.O., tomo I, pág. 72.
33 "Los griegos sólo concibieron la libertad interior, presente
en las nociones de eleutheria o señorío propio, enkrateia o dominio
de sí mismo y eutarkeia o autosuficiencia p erson al...” Manuel Río,
Estudios sobre la Libertad Humana. Anthropos y Anagke, Ed. Gui­
llermo Kraft, Buenos Aires.
34 D.O., tomo I, pág. 68.
35 ídem.
36 Ver capítulo VI, donde es desarrollado el tema de las turbes.
37 D.O., tomo II, pág. 117.
38 D.O., tomo II, pág. 428.
39 Fue Lassaulx el primero que comprendió acabadamente el
criterio cíclico antiguo. Nietzsche, entre otros, lo toma de él.
40 Estrictamente, Spengler tampoco explica el origen, si bien
deja entrever una influencia aristotélica en cuanto a las nociones
de tiempo, movimiento y cambio. Aun cuando no lo sostenga de
manera explícita, la historia es eterna, ha existido desde siempre.
Ahora bien, si hay tiempo, hay cambio, y la única clase de cambio
eterno es el cíclico. "Del punto de vista del yo, el tiempo está
representado por cualquier cosa que corre delante, hacia un polo
fijo ... Pero en realidad todo fluye vertiginosamente, también mi
vida, y todo transcurre sin un punto de apoyo. El presente no es
más que una impresión subjetiva y en realidad no existe ni pasado
ni presente ni futuro, sólo una dirección... El pasado existe como
recuerdo y memoria, el futuro como capacidad de imaginación.
Ambos constituyen la cultura.” U., pág. 203. Af. 71.
41 Para este tema véase el resumen de Lecciones sobre la
filosofía de la historia de Hegel, por y con comentarios de V. I.
Lenin en Cuadernos filosóficos, Obras completas, Ed. Cártago,
Buenos Aires, 1960, tomo 38, págs. 299-306.
Spengler y su teoría histórica ~ 39

42 "No hay, pues, una ciencia de la historia, sino una ciencia


preparatoria para la historia, una ciencia que proporciona a la
historia el conocimiento de lo que ha existido.” D.O., tomo I,
pág. 205. Spengler no niega la ciencia y se vale de ella en lo refe­
rente a la investigación. Sin embargo, la abandona allí donde co­
mienza a profetizar.
43 Josep Pieper, Sobre el fin de los tiempos, Ed. Rialp, Madrid,
1955, pág. 43.
44 “El concepto de la existencia de una ley en la naturaleza
era nuevo. Heráclito procedió aún más adelante y descubrió que
una sola ley es la que da la medida de todos los acontecimientos.
También Jenófanes había presentado la idea de una unidad interior
del universo y la había hecho punto central de su doctrina." H.,
pág. 153.
CAPITULO II

DE NIETZSCHE A HERÁCLITO Y VUELTA

"El Señor de quien es el oráculo de Delfos


ni expresa ni oculta su significado, sino que
lo manifiesta mediante señales."

Heráclito, frag. 93.

Sería imposible explicar la apoyatura que la concepción


de Spengler tiene en él campo de la teoría del conocimien­
to, para después establecer sus basamentos filosóficos, si
antes no hiciéramos referencia a Federico Nietzsche, Henri
Bergson y Wilhem Dilthey. Es que en estos tres nombres
queda de alguna manera condensada la filosofía de la vida,
de la cual Spengler es tributario.
Spengler sostendrá siempre la intención de hacer —rei­
vindicando así la acusación enderezada contra Netzsche—
"filosofía afilosófica” del futuro. Mientras los demás, dice,
empleaban sus ojos, Nietzsche "vivió, sintió y pensó con
el oído” para componer una imagen de la historia. Vio la
41
42 ~ Spengler, pensador de la decadencia

miscelánea rítmica de la Antigüedad, y percibió como una


sinfonía las costumbres, pensamientos, razas y grandes indi­
vidualidades.1Esto es, ni más ni menos, lo que Spengler hará
en gran escala: sentir el tempo de la historia, como si el
ritmo de cada cultura, el de cada elemento artístico y el de
cada hecho político fueran las notas con las cuales montar
un grandioso edificio musical. Vivir la historia: tal el impe­
rativo nietzschano asumido por Spengler.
En cuanto a Bergson, su importancia viene dada por
haber sido el responsable de sistematizar y ordenar la
poesía metafísica nietzschana. Para él, el intelecto —al que
sólo le es dado percibir lo fragmentario y parcial, lo exte­
rior y extenso, la forma y no la esencia— no puede apre­
hender la vida. Por eso, recurrir a la intuición como única
facultad capaz de captar los fenómenos interiores y espi­
rituales de la existencia le es forzoso. Intuición e intelecto
son, pues, realidades contrapuestas, aunque la primera en­
globa al segundo del mismo modo que un film contiene
las infinitas secuencias que lo componen. La inteligencia
sólo alcanza a analizar una por una las secuencias, de
modo que, cuando intenta explicar el todo, lo hace por
adición de las mismas, sin desentrañar el sentido último
del movimiento. En cambio, la intuición puede penetrar
la realidad y dimensiónar así la duración real del tiempo,
no del mecánico, sino del tiempo vital y concreto que
Bergson llama "duración" (durée).
Ño nos damos cuenta de estar subsumidos en el de­
venir —piensa Bergson—, y en ese sentido la ciencia nos
faculta para conocer lo "instantáneo" de nuestra vida, no
su duración. "El yo —escribe— vive en sus vacilaciones y
oscilaciones, hasta que la acción se desprende de él como la
fruta madura del árbol; sólo podemos esperar el día de la
cosecha... Libertad llamamos a su relación con las acciones
concretas que ejecuta. Esta relación es indefinible, preci­
samente porque somos libres; pues podemos definir una
cosa, pero no una progresión; una extensión, pero no
una duración. Si, no obstante, persistimos en el análisis,
cambiamos inconscientemente la progresión en cosa y la
duración en extensión. Por el solo hecho de descomponer
el tiempo concreto en partes desplegamos sus momentos
De Nietzsche a Herdelito y vuelta ~ 43

en el espacio homogéneo: en lugar del hecho realizándose


habremos puesto el hecho realizado.” 2
Dilthey, por su parte, consciente de que en su época el
estudio de la historia no trascendía lo estático, introdujo
el concepto de "estructura”: los procesos históricos son es­
tructurales y, más que analizados, han de ser vivenciados. El
término que define una forma de conocimiento basada en
la experiencia psicológica vital se denomina Erlébnis (de
Erlében, "vivenciar”). Por contraposición al conocimiento
sistemático y exacto, vale decir, científico, la Erlébnis es
una verdadera aventura de la intuición que permite ahon­
dar en los arcanos de las estructuras históricas. No sólo
importa una revisión gnoseológica de la ciencia histórica
sino que aspira a aprehender el "espíritu del tiempo” —para
ponerlo en términos diltheyanos— y su modo de acción en
las diferentes épocas.
Creyendo a la cosa en sí incognoscible, Dilthey sostuvo
que las ciencias de la naturaleza sólo analizan la apariencia
fenoménica, mientras que las del espíritu, gracias a la vi­
vencia, pueden llegar al noúmeno. Si el fenómeno es lo
engañoso, el noúmeno es lo real, de donde se explica por
qué las ciencias del espíritu son aquellas que tratan con la
realidad y permiten captar el distinto modo de actuar del
Zeitgeist en las diversas culturas.
Spengler adoptará de Dilthey la noción de vivencia, y,
al momento de analizar las personalidades, realizaciones
y símbolos de las formas superiores reconocerá, asimismo,
la utilidad del método psicológico para el estudio de las
estructuras de carácter histórico. Claro que al hacer refe­
rencia a la psicología no es a la científico-empírica, sino
a aquella que ;—al decir de Windelband— es "un don de la
comprensión intuitiva" y, por tanto, "no es una ciencia,
sino un arte".3 Sin embargo, y con todos sus aportes, ni
Spengler ni sus precursores y contemporáneos pudieron
librarse del lastre organicista del ochocientos. A pesar de
las agudas críticas al biologismo, cayeron en un error co­
mún: la materialización de lo psíquico. Si el acaecer vital
en las culturas —individualidades, pueblos, creaciones, sím­
bolos— ha de ser vivenciado, pretender explicarlo bajo
cualquier forma "mata" ese sentimiento, puesto que la
44 ~ Spengler, pensador de la decadencia

automática separación entre objeto de conocimiento y su­


jeto cognoscente mediatiza la relación por medio de los
conceptos. La dualidad tajante entre vivencia y conocimien­
to ciéntífico transita, pues, por el filo de una espada. Así,
en virtud de su propia tendencia irracionalista, estos pen­
sadores prefirieron dejar de lado la ciencia.
Dado que para el irracionalismo los conceptos presu­
ponen, en cuanto se refieren al fenómeno, una connotación
valorativa y momentánea, y teniendo presente que sus cul­
tores consideran el concepto como rígido y la intuición
como fluida, los “filósofos de la vida” optaron por una
visión del mundo basada en el puro acaecer, libre de
ideales y conexiones causales. Pero la entronización de los
hechos, exentos de valores, implica que el desarrollo espi­
ritual es producto del propio proceso fáctico evolutivo de
cada cultura; de ahí que el naturalismo no haya podido
ser superado. En el caso de Spengler —resulta correcta la
observación de Messer— su naturalismo no es mecanicista,
como el de Haeckel, sino vitalista.
Spengler —que se reconocía un producto de su épo­
ca—, entre el mecanicismo biologista y el cientificismo
aséptico, optó, en su estudio integral de la historia, por
la aprehensión poética, artística, camino que, cinco siglos
antes de Cristo, en Efeso, había inaugurado Heráclito, el
filósofo a quien Spengler más admiró y de quien más ele­
mentos de juicio tomó. Todos los grandes temas de Spen­
gler —políticos y no políticos—, por eternos, se encuentran
desarrollados en el pensador metafísico de la Antigüedad.
Aristocratismo, sino y eterno retorno despuntan como in­
variantes en la teoría heraclítea y en la obra spengleriana.
Al estudiar al griego —de sus ideas políticas dice bien
poco—, Spengler insistió en que el desarrollo científico
del momento en el cual se utilizan determinados concep­
tos impone su norma interpretativa. Despojándose así de
toda ortodoxia, asumía una verdadera actitud prekunhia-
na, tanto más notable cuanto que a principios del siglo
los europeos no eran precisamente proclives al relativismo
axiológico.
De Nietzsche a Herdelito y vuelta ~ 45

Heráclito: su visión del mundo


y su concepción política

El pensamiento metafísico occidental es tributario de la


filosofía griega y, en buena medida, sus comienzos están
dominados por la gran figura del Oscuro de Éfeso, al cual
Spengler le dedicara años de estudio, culminados en su
disertación para el doctorado de filosofía, que versó sobre
una particular concepción de la teoría heraclítea.
Heráclito es el epílogo de una acabada reflexión ten­
diente a obtener respuesta a los interrogantes más angus­
tiosos de su época: el origen, el por qué y el cómo de las
cosas. Para Spengler, Heráclito era el tipo de filósofo inde­
pendiente, capaz de darle a su creación un alto grado de
madurez y originalidad. Ese grupo de pensadores indepen­
dientes de la antigua Hélade, entre quienes descollaba el
de Éfeso, "han forjado con rasgos magistrales una ima­
gen del cosmos, no sólo desde el punto de vista crítico y
con el propósito de responder a las necesidades de una
severa ciencia, sino, más bien, con alta intuición —el sub­
rayado es nuestro— y una poderosa mirada al sentido del
mundo, comprendiendo en esto su pasado y su porvenir".4
Spengler señala y hace resaltar, justamente, la unidad orgá-
nico-espiritual de aquel mundo, plasmado en el canon de
la polis griega, que permitía la integralidad del pensamien­
to apolíneo y lo orientaba en el sentido del Todo, sosla­
yando la tentación de detenerse en la simple particulari­
dad. Ahora bien, ese cosmos dinámico es un puro acaecer,
de donde, según el de Éfeso, posee una naturaleza energé­
tica opuesta —en lo que tiene la “naturaleza energética"
de concepto heraclíteo— al criterio de los demás filósofos
que buscaban una sustancia motora expresada en términos
de principio, factor indeterminado, número, materia —en­
tre los democríteos y neo-atomistas-—, etc.
Al respecto, Spengler, ya en su primera obra, muestra
la profundidad de su concepción relativista cuando sos-
46 ~ Spehgler, pensador de la decadencia

tiene la existencia de conceptos propios de la filosofía


antigua y de la filosofía moderna, deduciendo de ellos los
problemas de traspolación que han dificultado la correcta
labor interpretativa de los textos. En Demócrito, por ejem­
plo, la materia es causal de movimiento, mientras en la
ciencia moderna resulta energía en relación con el éter.
Heráclito simboliza, en cambio, la pura energía en el fuego,
sin marcarle límites hacia adelante ni hacia atrás, como
lo expresa en su axioma famoso: "todo fluye”. De acuerdo
con las leyes, ése es el puro devenir, pero siempre teniendo
en cuenta que la estructura entre el devenir y su ley no es
dualística.
Heráclito distingue, en principio, la esencia de la for­
ma, para apuntar seguidamente la inaccesibilidad del uni­
verso por vía de la percepción. Para el Oscuro de Éfeso,
la transformación no constituye sino la forma en que el
ser es en cada momento histórico. De aquí que la idea
democrítea de materia como elemento físico sea reempla­
zada en la interpretación de Heráclito por un fluir perma­
nente, en donde la transformación no obra a causa de leyes
físicas sino, antes bien, a instancias del devenir o SchicksaL
Llegado a'este punto en su estudio sobre Heráclito,
Spengler hace una refleción en extremo interesante: en la
ciencia natural moderna no sólo se diferencia el objeto de
observación del observador, sino que, a su vez, ese objeto
puede ser componente activo o pasivo, materia o energía,
mientras en el mundo griego primigenio no había necesi­
dad de analizar sujeto y objeto separadamente, en tanto
ambos dos coexistían como formas de la naturaleza en un
estadio de vivida percepción, donde todo era natural. Ade­
más, el concepto de energía actuaí le era desconocido a la
filosofía griega, pues la energía, de acuerdo con Spengler
—seguidor de las teorías físicas de Mach y Ostwald— al
estar presente sólo en el espacio no requiere portador ma­
terial. Los griegos, para los cuales resultaba incompren­
sible que algo estuviera fuera del canon, no habrían podido
representarse nunca la energía sin portador material. Cono­
cían tan sólo causas ideales e inmanentes, como el amor
y el odio, aunque,, en honor del efesio, es necesario poner
de manifiésto que lá agudeza de su pensamiento filosófico,
De Nietzsche a Heráclito y vuelta ~ 47

según el cual la acción en sí es, ya, pura energía, se contra­


pone radicalmente a cualquier ideal monista.
Para los primeros filósofos apolíneos —Thales, Anaxí-
menes, Anaximandro— el principio —incluso el mismo infi­
nito al ser pensado como construcción— era substancia.
Heráclito, en cambio, acentúa precisamente la unidad del
acontecer: de todas las cosas, una, y lo uno, todas, pero
le adiciona el "devenir, puro, unívoco, incesante”.5 Tuvo él la
virtud de ver en el hecho común de su época —la lucha—
la manifestación de todo el cosmos, y en el fuego, el mo­
tor del universo. No es casual que el Efesio pensara en
el fuego, ese elemento misterioso, destructor y creador al
mismo tiempo, que, en el origen de la historia, impresio­
nara sobremanera a los mortales. El fuego no sólo era
energía en continua transformación; era símbolo y vivencia
a la vez y constituía la esencia de la tradición ciudadana y
el fundamento de los ritos que mantenían unida a la so­
ciedad. El fuego suponía, en suma, el perpetuarse del linaje
y la raza.
La paulatina desatención de la llama votiva —vivencia
religiosa al fin— y su reemplazo por formas racionales de
conducción individual y de organización social señalan el
principio de la decadencia6 De ahí la predilección heraclítea
del fuego —predilección no supone supravaloración— que
trasciende una mera apreciación visual o estética: "Trans­
formaciones del fuego, primeramente la mar, pero del mar
una mitad tierra, la otra mitad soplo ardiente” (fragm. 31);
"El fuego vive de la muerte del aire, y el aire de la muer­
te del fuego; el agua vive de la muerte de la tierra, y la
tierra de la muerte del agua” (fragm. 76), demostrando
así que a la mente del griego le era ajena una visión del
mismo como substancia. Si el cambio resulta completo y
se da de una manera acabada, el fuego no es más que
una forma, transitoria, de la apariencia. Tal la interpreta­
ción de Spengler.
Para el Oscuro, la transformación es total, cualitativa
y espacial, pues no sólo desconoce la substancia y la no-
substancia, sino que soslaya la materia. El cosmos se re­
duce, en la idea heraclítea, a la lucha de opuestos: lo dis­
cordante y lo concordante, lo' entero y lo no entero, lo
4'8 -~ Spenglér, pensador de la decadencia

convergente y lo divergente. Merced a esta discordia o


potemos -—que está fuera de la percepción sensorial— el
fluir no cesa jaitiás. Heráclito introduce, para la aprehen­
sión de la historia, la raíz del sino spengleriano sosteniendo
qué: "La guerra es el padre y el rey de todas las cosas..."
(fragm. 53) .7 Guerra supone, en la teorización de Heráclito,
potemos, es decir, conflicto, destino que se da en el tiempo
si en el espació existe un mínimo de desigualdad.
La armonía8 expresada en el fuego, donde subsiste,
importa razón, ley, forina, y no significado del cosmos en
movimiento; cambio y nó substancia. En la teoría del Efe-
sio, el universo, siendo infinito, no reconoce ningún tipo
de leyes causales que intenten delimitarlo o circunscribirlo.
La única ley, para Heráclito, es el eterno devenir: "No se
püede sumergir dos veces en el mismo río. Las cosas se dis­
persan y se reúnen de nuevo, se aproximan y se alejan"
(fragm. 91), de modo que carece de sentido referirse, aquí,
a un ser encaminado a un telós. Bajo esta luz debe com-
renderse a Spengler cuando dice que esa interpretación
S eraclítea del infinito se condensó en su doctrina del eter­
no retorno.9 En ella no existe causálidad, sino fatalidad:
"Diversas aguas fluyen para los que se bañan en los mismos
ríos. . . ” (fragm. 12), y ello, porque éste mundo no es
creación de los hombres ni puede ser por ellos corregido:
"Este mundo, que es el mismo para todos, no lo hizo
ningún hombre ni ningún dios; sino que fue siempre, eS
ahora y será fúego siempre viviente, que se prende y se
apaga medidamente” (fragm. 30).
El microcosmos resulta, para el Oscuro, fiel reflejo de
lá cosmogonía. Cada ser vivo no se, agota eñ la dimensión
individual, por importante que resulte, sino que se pro­
yecta y legitima, realizándose acabadamente, en la estirpe
o río —el nosotros de Spengler—, lo cual dará pie, siglos
después, a que las posturas conservadoras de Burké y
Barres afirmen: Una Nación no es tal si se le amputan los
habitantes de ayer y los de mañana, los muertos y los por
nacer. La estirpe es un río infinito e interminable, cuya
desembocadura no puede alcanzarse jamás. El Efesio en­
tiende al río no como conjunto de individuos, sino como
representación de un ‘todo” que forman el Estado, la so-
De Niéizsche a Heráclito y vuelta ~ 49

ciedad, las costumbres, la religión, incapaces de escapar,


siendo durables, a su modificación y caducidad. Por eso
barruntaba Heráclito la- desaparición de la aristocracia
helénica, que admiraba. Entrar en ese río equivale a
observar ambas orillas, en donde los que se enfrentan
se excluyen, puesto que a pesaí de ser idénticos en los sen­
tidos y en ios momentos, son opuestos en el decurso. Los
contrarios resultan idénticos por autoafirmación de uno
frente a Otro. Porque existe su opuesto, existen ambos; y
sólo si ambos existen, existe cada uno de ellos. Según se
mire de' una u otra banda del río, Bien y Mal serán —como
manifestaciones contrarias— conceptos antinómicos y no
valores, aun cuando se los interprete desde una perspec­
tiva ética. No interesa a la mente de Heráclito una entro­
nización de los valores, por cuanto el juego dialéctico entre
las oposiciones rebasa toda detención; los valores, tanto
como los conceptos y leyes abstractas, se refieren al mundo
fenoménico, a lo aparente, vale decir, a los "momentos”,
no al devenir.
Existe en el Oscuro, según Spengler, una disposición
anímica orientada a la percepción "artística” del devenir,
por lo cual sostiene el ae Blankenburg que Heráclito dis­
ponía de aquel principio de la "fantasía perceptiva" goe-
thiaíia.10 La orientación hacia el devenir como eje de este
pensamiento se funda, como hemos visto, en un "puro
acaecer” de naturaleza absolutamente energética (de todos
lós estudios sobre, el Efesio, es el de Spengler el que más
acentúa este carácter) y, por ende, trasciende toda idea
sustancialista. Cabe preguntarse, sin embargo, si la pura
energía liberada en el decurso del permanente devenir,
aun cuando no se oriente a una meta, no guarda una fina­
lidad en sí misma o es capaz de agotarse.” Para Heráclito,
al menos, el cosmos increado es infinito y eterno, en cons­
tante cambio. Su armonía radica en su continua regenera­
ción a través de la permanente lucha de opuestos.
En la teorética heraclítea, los opuestos en pugna forjan
la armonía. Luego, bajo el signo de la fatalidad, tan cara
a los autores de la tragedia griega, la lucha es justa y
necesaria. En el puro devenir, donde ésta se desarrolla,
existe una razón entendida como azar que constituye ei
50 ~ Spengler, pensador de la decadencia

ritmo y el compás de ese devenir, en el cual lo único dura­


ble es la medida que da carácter a la forma del movimiento.
Así, la ley ?2 que rige todos los actos es única: Heráclito
la llama logos mientras Spengler la denomina Schicksal.
El logos heracliteano significa medida mediante la cual
se logra la armonía de tensiones opuestas. El fuego es el
símbolo de ello, ya que "el rayo gobierna todas las cosas”
(fragm. 64). La interpretación posheraclítea, en cambio,
insiste en encontrar en el fuego un origen, cuando, en
rigor, resulta mera forma del devenir. Con todo, no puede
afirmarse que este sistema sea materialístico. "Heráclito
•dice, asimismo, que el primer principio —la exhalación
cálida, de la cual, según él, se compone todo lo demás—
es el alma; agrega que tal principio es lo más incorpóreo
y se halla en incesante fluir; que también lo movido se
■conoce por lo movido, pues, para él, como para la mayoría
de los filósofos, todos los seres se hallan en movimiento.” 13
En efecto, para Heráclito existe la unidad de la razón
en el interior del movimiento, en tanto que todas las mo­
dificaciones que en el cosmos se realizan a la misma regla
están sujetas: ". . . la ley del eterno retorno es la misma,
•en gran escala, de lo que es, en pequeña escala, el cambio
de la vida a la muerte, el derrumbe de Estados, costum­
bres y condiciones culturales”.14 Spengler establece desde
■aquí un punto de partida para la morfología histórica,
dado que, como todo lo producido es acorde con el destino
■y reviste carácter necesario, lo particular y lo general están
•sometidos a la ley cósmica de la fatalidad. En su concep­
ción trágica —donde logos y fatalidad se identifican—,
toda posibilidad de desviarse de la senda que trazara el
•destino, así como la intención de delimitar las leyes del
acaecer, son empresas sencillamente inconcebibles.
El Oscuro fue, sostiene Spengler, el primer filósofo
■social en la medida en que sus aforismos importaban
consideraciones objetivas. Además, como psicólogo'de los
■acontecimientos del mundo, en ellos se metía, sin ser un
■observador; veía sus ideas, pero no las calculaba.15 No
■cabe pensar que la mente de Heráclito se dispersara en una
pretensión pantónoma de abarcarlo todo. Al despreciar las
particularidades accesorias, Heráclito distinguía, en acer-
De Nietzsche a Heráclito y vuelta ~ 51

tada visión política, quienes mandaban de quienes obede­


cían: "Se llama ley, también, el someterse a la voluntad
de uno solo” (fragm. 33).
Poco importa si en el fragmento anterior se vislumbra,
al tirano de la polis decadente; basta, de momento, apun­
tar el desprecio de la democracia como forma de organi­
zación política. La concepción aristocrática del Efesio se
basa en la diferencia entre aquellos que poseían el más-
alto y noble concepto de vida, a los cuales se les debía
la gloria, y la muchedumbre, incapaz de alcanzarla: "Los
mejores prefieren a todo una cosa: el honor sempiterno a
lo mortal. Los más se hartan como animales” (fragm. 29);
"a las grandes penas corresponden mayores recompensas”'
(fragm. 25). El aristocratismo del Oscuro es evidente.16
El papel protagónico de la polis, defensora de leyes,
y muros, no fue óbice para que Heráclito intuyese la de­
cadencia helénica y tomase conciencia de ella. Heráclito-
desempeña, de esta manera, el papel de profeta. Anuncia,
en medio de la ciega algarabía democratista, la distorsión
de los valores por medio de la acción subversiva del panes-
et circenses. "¿De qué les sirve —se pregunta— el pensa­
miento y la sabiduría? Obedecen a poetas populares y las;
multitudes son sus maestros, ignorando que la mayoría
son malos, y los menos son buenos" (fragm. 104). Herá­
clito, que vive la caída del patriciado griego y el auge de-
la oclocracia, aconseja la mayor dureza contra las masas
en ascenso, sin detenerse siquiera a discutir con ellas:
"Conviene más extinguir la insolencia que un incendio ”’
(fragm 43), dice, y continúa: “uno para mí es como diez-
mil, con tal que sea el mejor” (fragm. 49).
Heráclito, sin embargo, adolecía del defecto de los
griegos superiores: la gloria, para ellos, era todo. Se sen­
tían y sabían mejores, pero en esa virtud estaba el germen
de la Ybris, del orgullo que desborda hasta convertirse en
insolencia. Aristóteles, tentado por su orgullo, diría que-
los antiguos pensaban cosas inútiles.17 Spengler tenía ra­
zón al afirmar, comentando la retirada de Heráclito de la
polis al bosque, que este rasgo del carácter griego los hizo-
profundamente infelices.
52 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Revisión moderna de las tesis heraclíteas

Fue Arturo Schopenhauer quien se alzó, en el siglo xix,


■como campeón del escepticismo; pero su postura pesimis­
ta, pasiva, fue refutada por Federico Nietzsche, predecesor
de Spengler. En realidad, Nietzsche debió su pesimismo
no tanto al autor de El mundo como voluntad y represen­
tación como a los griegos; en efecto, ya en su primera obra
sostuvo, claramente, que el pesimismo helénico era patri­
monio del período más jovial, vigoroso y vital de aquel
pueblo, pues de esa desesperanzada condición sacaba las
fuerzas para afrontar la adversidad.18 El carácter del mito
trágico nace junto a lo dionisíaco y muere en el socratis-
mo, al que Nietzsche acusó de "haber introducido la razón
en el lugar que ocupaba el instinto”. Desde Sócrates, racio­
nalidad y decadencia, cansancio y agotamiento, marcha­
rían, según él, en forma paralela. El natural pesimismo
griego se desvanecerá y dará paso a un optimismo insulso.
Queda sólo la fachada brillante del ocaso. Y, siendo así,
"la ciencia misma —se pregunta Nietzsche—, nuestra cien­
cia, considerada como síntoma de la vida, toda la ciencia,
en suma, ¿qué significaría? ¿Cuál es el fin; peor, cuál es el
origen de toda la ciencia? ¿Qué, el espíritu científico no
es, acaso, más que un temor y un refugio contra el pesi­
mismo, un ingenioso expediente contra la verdad y, moral­
mente hablando, algo así como miedo e hipocresía, e, inmo­
ralmente hablando, astucia? ¡Oh, Sócrates, Sócrates! ¿No
será éste, quizá, tu secreto? ¡Oh, misterioso ironista! ¿Es
ésta, quizá, tu ironía?” 19
Nietzsche se planteó el interrogante de si el mundo
es un cosmos eterno, increado, cuyo sentido es recorrer
ciclos periódicos, o es, por el contrario, la creación de un
Dios sobrenatural que se revela a los hombres en la Cruci­
fixión. Sus meditaciones, bajo la impronta heraclítea, lo
llevaron a apoyar la primera opción; pero, lejos de con­
formarse con la observación de los hechos, adicionó el
De Nietzsche a Heráclito y vuelta ~ 53

imperativo —impensado en los antiguos— de aceptar


el reto del destino. El mundo, en el pensamiento nietzs-
chiano, se subsume en la ley de la necesidad cósmica del
eterno retorno, aun cuando la fatalidad reintegre la liber­
tad del hombre a la totalidad del Ser, pues en Nietzsche
la potencia más alta de la fatalidad es el libre albedrío.
Tamaño pesimismo ¿implica el no-hacer? De manera
alguna. Nietzsche no despreció el imperativo kantiano,
aunque lo limitó al ámbito de la fatalidad y, librándolo de
toda moral, hubo de sumarle este mandato: vivir acorde
con el reloj de arena de la existencia, porque ese "gran
mediodía" —cuando el reloj da la vuelto y el ciclo se re­
pite— es el más luminoso del hombre, es de su propiedad
si sabe asumirlo. Nietzsche mismo se planteó el angus­
tioso interrogante: "¿Qué ocurriría si día y noche te per­
siguiese un demonio en la más solitaria de las soledades
diciéndote: esta vida, tal como al presente la vives, tal
como la has vivido, tendrás que vivirla otra vez y otras
innumerables veces, y en ella nada habrá de nuevo; al con­
trario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada
suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño
de tu vida se reproducirán para ti, en el mismo orden y
en la misma sucesión; también aquella araña y aquel
rayo de luna, también este instante, también yo. La eterna
clepsidra de la existencia será vuelta de nuevo y con ella
tú, polvo del polvo?” 20 La respuesta es tajante: amar la
vida y amarte a ti mismo, única forma de que ese formi­
dable peso se convierta en un incentivo para vivir.
Pero es en su Zarastustra donde Nietzsche reafirmará,
con un lenguaje por demás poético, esta línea de pensa­
miento. Al yacer Zaratustra convalesciente, sus fieles ani­
males le brindan un cántico: "Para los que piensan como
nosotros todas las cosas bailan de por sí. Todo es acer­
carse y darse la mano y reír y huir y volver. Todo se va
y vuelve; eternamente gira la rueda del Ser. Todo muere,
todo resucita; eternamente transcurre el año del Ser. A
cada instante comienza el Ser, alrededor de cada Aquí gira
la rueda Allá. Por doquier está el centro. La senda de la
eternidad describe un círculo.” 21 Zaratustra asume, de este
modo, la profunda intuición de Heráclito; considera, al
54 ~ Spengler, pensador de la decadencia

igual que el Oscuro, que el hombre es un río. Más aún, un


río turbio: "Es necesario ser ya mar para recibir sin ensu­
ciarse un río tan turbio.” 22
El Superhombre acepta la pesada carga de su fatali­
dad, transformándola en un acto de voluntad, y aun cuando
no conozca el origen del camino, ni llegue jamás al final
del mismo, será dueño del momento, un momento inde­
pendiente de valoraciones, puesto que todo fluye... "¿No
son los de hoy tiempos en que todo fluye? ¿Y no han
arrasado las aguas todo lo fijo, todos los puentes: los con­
ceptos, el ‘bien’ y el 'mal'?” "
El autor de La voluntad de dominio, siguiendo al Oscu­
ro, sostendrá que el bien y el mal, al cabo de los siglos,
se sitúan más allá de un sentido moral. La verdad y la
mentira han de verse desde un ángulo extramoral. Ello
constituye el fundamento de la teoría spengleriana, que
privilegia los hechos por sobre los valores y se halla expre­
sada en su famosa frase: "los ideales son cobardías". Todas
las morales, viene a manifestar el de Blankenburg, han
pretendido valer para todos los tiempos y latitudes man­
teniendo oculto y tergiversado "el hecho de que, siendo
las culturas individualidades de orden superior, cada una
de ellas posee su propia concepción moral. Hay tantas
morales como culturas. Nietzsche ha sido el primero en
vislumbrarlo”.24
Dé Nietzsche a Herdclito y vuelta ~ 55

Notas

1 En El Hombre y la Técnica y otros ensayos, Espasa-Calpe,


Madrid, 1947, pág. 89: conferencia Nietzsche y su siglo, pronun­
ciada el 15-10-1924 en el Archivo Nietzschano de Weimar. En carta
fechada en Weimar, noviembre de 1919, el Archivo Nietzschano le
comunica a Spengler lo siguiente: "Respetuosamente su dignidad
es notificada que, por orden de los Archivos de Netzsche fundados
por el Sr. cónsul Christian Lassen, de Hamburgo, ha sido adjudi­
cado un premio por el año 19.19 a los siguientes autores: Consejero
particular, profesor universitario Dr. Vaihinger, por la obra La
filosofía del como sí; Herr Oswald Spengler, por la obra La deca­
dencia de Occidente; conde Hermann Kayserling, por la obra El
diario de viaje de un filósofo. "Me causa especial placer poder infor­
marle de esto. Con respecto a esta distinción, un diploma artístico
le será enviado más adelante. Me sentiría agradecido si Ud. pudiera
informar al Archivo Nietzschano a su debido tiempo, a qué direc­
ción debe enviarse o remitirse la suma de 1.500 marcos. - Dr. Oehler,
alcalde mayor, presidente de la Fundación Archivo Nietzschano de
Weimar.”
2 August Messer, La filosofía actual, Rev. de Occidente, Madrid,
1925, pág. 231.
3 August Messer, op. cit., pág. 109.
4 H„ pág. 87.
5 H., pág. 110.
6 "Vida - alma - llama: son 'un' poder del universo que se
revela al cuerpo como calor, al ojo como luz, entendiendo luz y
calor no como efectos, no como impresión y expresión, sino como
'poder originario'... Así, ¿qué es la vida? Un misterio, qué enigmá­
ticamente aparece en la visión de nuestro m undo... ‘Llama’ que
56 ~ Spengler, pensador de la decadencia

no es algo objetivo sino puro movimiento. El significado profundo


de esta afinidad: la vida es lla m a ...” U., pág. 51, Af. 14-15.
7 La Grecia posterior a Heráclito distó mucho de considerar
la guerra como elemento fundamental, apuntará más tarde Spengler
en su Decadencia. El ejemplo por antonomasia de esta actitud la
tenemos en los estoicos y epicureístas, quienes sostenían la renuncia
a la lucha.
8 "Dice —Heráclito— en efecto, que uno, pese a diferir en sí,
concuerda consigo mismo, como la armonía del arco y la lira.”
Platón, El banquete, 187, a.
8 H., pág. 125.
10 Siguiendo la impronta del efesio, Spengler sostendrá que
un devenir sólo puede ser vivido, sentido con una inteligencia pro­
funda y sobrecogida.
11 Desde el siglo pasado existe en la física y la química una
orientacién energética cuya culminación es el "imperativo energé­
tico de Ostwald”, tendencia de la que Spengler se nutre. Pero esa
energía no puede ser considerada eterna. La 2' ley de la Termo­
dinámica indica que en un ciclo cerrado y reversible, la integral
del cociente entre la cantidad de energía cedida por un sistema
y la temperatura total del mismo es igual a cero:
dQ
S ------ = 0
T
Pero como ninguna máquina puede ser tan perfecta que realice
el ciclo, sin pérdida de energía, una parte de la energía no puede
transformarse en energía mecánica ni en trabajo; es energía dispo­
nible que se pierde, y se llama entropía. Cuanto más complejo, es
un sistema, cuanto mayores sean las partes que lo compongan,
mayor será la entropía. Apliqúese este concepto a la cultura como
sistema, y añádase el principio físico de irreversibilidad de los
fenómenos, y se concluirá que el agotamiento y fin de un sistema
es cosa cierta.
12 Spengler dice que Heráclito inaugura la expresión ley no
sólo haciendo referencia a leyes verdaderas, sino a toda la suma
de instituciones, costumbres, formas y acciones de la polis. Por
ende, "a la regla y forma general de la vida pública”. H., pág. 148.
13 Aristóteles, De ánima, 2, 405-25.
14 H., pág. 153.
15 H., pág. 101. Nótese que Spengler considera que Heráclito,
por todo su procedimiento mental, era un psicólogo.
16 "Basta que un sabio, como Heráclito, sea noble, para que
la facción contraria lo trate como un enemigo público.” Jules
Be Nietzsche a Heráclito y vuelta ~ 57

Monnerot, Dialéctica del marxismo, Ed. Guadarrama, Madrid, 1968,


pág. 69.
17 Foustel de Coulanges, La ciudad antigua (varias ediciones),
libro V, cap. I.
18 Tal cual lo desarrolla en El origen de la tragedia.
19 Federico Nietzsche, Ensayo de autocrítica, prólogo de 1886
a El origen de la tragedia.
20 F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, Obras completas, tomo III,
Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1967, pág. 159.
21 F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Obras completas, tomo
III, Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1967, pág. 368.
22 F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, ibídem, pág. 245.
23 F. Nietzsche, ibídem, pág. 358.
24 D.O. tomo I, págs. 398-399.
CAPÍTULO III

SPENGLER Y LAS FORMAS


HISTÓRICAS ORGÁNICAS

"La obra de Spengler, que, lejos de ser una


última palabra es sólo la primera, balbu­
ciente y enfática, sobre una gran cuestión,
nos invita a corregir el equívoco con que
hablamos de la cultura europea.”

J osé O rtega y G asset

El filósofo de Blankenburg nos introducirá en el alma de


las diversas culturas para seguir su curso, comprender sus
ideas, desentrañar sus arcanos y, finalmente, predecir su
nimbo, pues aquéllas son el objeto formal de su obra enci­
clopédica. Las culturas-organismos constituyen el elemento
vivo, creador, trascendente de la historia, y a ésta, vale
decir, a la historia universal, le cabe, respecto de las for­
mas orgánicas superiores, un papel biográfico.1 La civili­
zación, inversamente, es mera sombra, o sea, cuerpo momi-
59
60 ~ Spengler, pensador de la decadencia

ficado de la cultura, que habrá de desaparecer cuando


arrecie el invierno y reine la decadencia. La constante de
la reflexión spengleriana es considerar las culturas cual
organismos humanos cerrados e independientes. Para for­
marse una idea de lo que representan, debe el historiador
estudiar la serie de hechos singulares, esto es, particulares
y contingentes, a la luz y como expresión inequívoca del
concepto que los anima. Descubrir el concepto supone de­
velar el alma que rige el desenvolvimiento de las culturas
e importa la posibilidad de distinguir, en cada una de ellas,
lo que tienen de único para así poder destacarlo y com­
parar —habida cuenta de que las culturas ven transcurrir
sus vidas por las mismas etapas— las correspondencias del
caso. En esto consiste, sin secretos ulteriores, la morfología
de la historia, subtítulo que Spengler le puso a La deca­
dencia de Occidente.
Ahora bien, la aplicación de categorías biológicas a la
historia remata en una morfología de lo orgánico-histórico
donde las culturas obedecen, en su desenvolvimiento, las
leyes y procesos de los seres vivientes. El naturalismo de
Spengler epiloga, de esta suerte, en una forma de animis­
mo, ya que el mundo de La decadencia consta de culturas,
las cuales, como verdaderas estructuras, son los cuerpos
animados de un ser vivo. Sólo así tiene sentido que para
Spengler todos los métodos de estudio enderezados a la
comprensión del mundo puedan, en última instancia, sub­
sumirse en la morfología, ciencia general de las formas de
los seres vivos aplicada por él al devenir.
La contribución a la morfología spengleriana de Fede­
rico Netzsche, aquel personaje trágico, atormentado por no
pecar de vulgar y prevalecer haciendo suya una moral de
señores, se revela aquí menos patente que la de Goethe.
En la conferencia pronunciada el 15 de octubre de 1924 en
el Archivo Nietzscheano de Weimar, Spengler apuntaba:
"Nada de esto fue lo más importante [se refiere a los dis­
tintos méritos de Nietzsche], pues descubre en la Grecia
clásica una contradicción interna, contradicción que para
todos los demás, incluidos Bachofen y Burckhardt, era la
manifestación de la humanidad universal. Nietzsche im­
puso la superioridad de su visión a fin de ver el interior
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 61

de todas las culturas como individuos vivientes.” 2 Así como


la paternidad de la idea anterior le corresponde al autor
de Más allá del Bien y del Mal, el modus operandi —si
cabe— es de Goethe. Fue él quien percibió el desarrollo
de los seres vivos como incluido dentro del campo de la
morfología. La naturaleza constituye para Goethe un todo
orgánico, donde un número indefinido de formas —apre­
hendidas intuitiva y no deductivamente— aparecen, se
desenvuelven y evolucionan de manera constante, organi­
zadas de acuerdo con formas primitivas. De aquí su teoría
del protofenómeno, modelo a partir del cual se siguen dis­
tintas especies del reino vegetal o animal existentes o en
vías de existir.
La morfología permitiría, según Goethe, establecer
sendas comparaciones de carácter científico entre diversas
formas que se hubieren dado desde el modelo originaria
y de acuerdo con él. Así, Goethe allegaría el método,
Nietzsche la idea y Spengler recrearía uno y otra en su
naturalismo cíclico, plasmado acabadamente en el principal
de sus libros.3 El naturalismo que campea en la profecía
spengleriana no supone endiosar la naturaleza, considerán­
dola como única realidad; ni importa, de suyo, aceptar los
dogmas seculares de todo naturalismo social. Spengler es
naturalista en cuanto aplica y proyecta un método bioló­
gico, propio de las ciencias naturales, sobre la historia de
las culturas, por lo que no pasa de ser aquél un recurso
sistemático de la biología en el estudio de la historia. Acer­
tado o erróneo, lícito o ilícito, riguroso o superficial, el
hecho es que parte de una premisa característica de las
ciencias de la naturaleza y su conclusión conlleva, por
necesidad lógica, los efectos de la premisa. La historia de
las culturas, en lo referente a su evolución, será el per­
fecto correlato de la historia de las plantas, los animales
y los seres humanos.4
Spengler sostuvo que ha habido, hay y habrá culturas
que se desarrollaron y se desarrollan cíe manera palinge-
nésica, determinadas por el paisaje y la circunstancia histó­
rica; su duración es desigual; su alma, propia; su esencia,
metafísica. Cada una, pues, tiene sus usos y costumbres, su
tradición y sus criterios personales de concebir, concep-
62 ~ Spengler, pensador de la decadencia

tualizar y resolver los problemas de la existencia. Organis­


mos al fin, Spengler prefirió compararlas con los vegeta­
les: las culturas son plantas profundamente arraigadas en
la tierra, tanto en el esplendor de su florecimiento y
desarrollo como en el invierno de su marchitamiento y de­
cadencia. Pero esta morfología, no obstante, lo enfrenta a
una dificultad evidente: si acepta el principio biológico,
que de hecho importa una necesidad absoluta, se verá
precisado a aceptar también la causalidad en la historia,
•cosa que rechaza de plano. La contradicción Spengler in­
tenta salvarla haciendo referencia a la naturaleza viva de
Goethe y a la muerta de Newton; pero, después de todo,
en una y otra la causalidad, como tal, subsiste.3 La dife­
rencia reside en que Goethe creía en la posibilidad del libre
desenvolvimiento de las formas del reino orgánico, mien­
tras Spengler no. Para él, a) el producirse es fundamento
del producto; b) la base de la naturaleza muerta es la
historia, siempre viva y por realizarse; c) lo orgánico es
sustento de lo puramente mecánico; y d) el sino, final­
mente, resulta impulso de las leyes causales.
No es la autodeterminación de la existencia humana
lo discutido, sino el tema de la causalidad. Si es libre o
mecánica, no interesa tanto como saber si es o no causa­
lidad. El punto de vista físico,6 que consideraba al cosmos
histórico como si fuese producto de una ley muerta, siendo
éste todo lo contrario, es decir, la soberbia creación del
espíritu, del alma viva, se ha desbarrancado, según Spen­
gler, por la pendiente del absurdo. Pero Spengler, que le
dedica un capítulo entero a "La idea del sino y el prin­
cipio de causalidad", no aclara la dificultad predicha. En
el punto más alto del periplo cultural, en el preciso mo­
mento en que comienza la civilización y, junto a ella, la
decadencia, la diferencia entre sino y causalidad parece
desvanecerse.
Si volvemos sobre el célebre principio de causalidad,
tal como quedó establecido en la filosofía aristotélico-
tomista, causa es lo que lleva en sí la razón de su efecto.
Nada puede ser causa de sí mismo, dado que ello supon­
dría la existencia del efecto como causa del efecto, lo cual
viola el principio lógico de no-contradicción. Para causar
Spengler y tas formas históricas orgánicas ~ 63

es necesario existir, para ser causado es necesario no exis­


tir. Ahora bien, Spengler afirma que la civilización es a la
cultura lo que la muerte es a la vida: un final irrevocable,
al que se llega siempre de nuevo con íntima necesidad.
La sucesión orgánica es entonces estricta y necesaria. No
admite prolongaciones en su vida ni, mucho menos, el que
esa vida fuerce su rumbo y reniegue de su destino. Habien­
do necesidad natural, por lo cual un organismo no puede
divergir de lo que es, hay también causalidad. Así, en la
consumación del "drama" propio de la cultura la causali­
dad acaba reapareciendo.
Enderezando, incluso, contra el principio de causali­
dad en la historia las críticas de Hume, el problema con­
tinúa en un cono de sombra. El escocés negaba la nece­
sidad, argumentando de la siguiente manera: el hecho de
que a un ¿contecimiento suceda otro, dándose una regu­
laridad absoluta entre ambos, no supone una causalidad
necesaria y universal. Su conocido apotegma conjoined, but
never cónnectéd 7 apuntaba en realidad a destruir la lógica
clásica, negando el nexo entre causa y efecto, vale decir,
lo que liga la causa al efecto como relación de efectuación.
El principio era, según Hume, un simple hábito, una aso­
ciación de ideas nacida de la repetición experimental Por
eso afirmaba que el efecto no está contenido necesaria­
mente en la causa y sólo existe una certidumbre moral que
le permite al hombre anticipar y predecir el efecto. Nada
en la realidad autoriza a sostener la causalidad, concluía
Hume, y sus conexiones son sólo inferencias probables.
Huelga decir que la crítica del empirista insular no
coincide con la teoría determinista de Spengler. ¿Es sal-
vable, entonces, su contradicción? Si bien —se mencionó
arriba— Spengler no la aclara, resulta posible insinuar una
defensa. Habría verdadera contradicción en caso de negar
el principio en cuestión —como de hecho lo hace— y sos­
tener, al mismo tiempo, la existencia del sino sin arreglo
a necesidad alguna. No se daría, en ese caso, conciliación
posible entre el paso inevitable de la cultura a la civiliza­
ción y el libre albedrío. Considerando, empero, que el sino
conlleva necesidad, la diferencia se establece en un campo
semántico. Spengler seguramente no lo aceptaría, y tendría
64 ~ Spengler, pensador de la decadencia

razón, precisamente, si ello importase sustentar la univo­


cidad de causalidad y sino, pero lo que se dice aquí es
que ambos no son términos unívocos, aunque tampoco son
contrarios. Participan los dos de una cualidad esencial, la
necesidad.8

El alumbramiento de las culturas

Las culturas son formas estantes y clausas, surgidas por


generación espontánea y sin conexión causal alguna. Su
aparición no está ligada al tiempo, y por ende su desarrollo
resulta indiferente al pasado y al futuro, situado.?, ambos,
fuera de las formas orgánicas superiores. El tiempo y el
espacio encuentran sentido en el aquí y ahora de cada, cul­
tura, o sea, en su presente. Las culturas simplemente son.
Carecen de un origen determinable —no hay, pues, causa­
lidad eficiente— y de un telos más allá de su vida creadora,
razón por la cual lá causalidad final tampoco tiene misión
que cumplir. La cultura nace cuando el alma de una colec­
tividad despierta de la condición primitiva, toma una for­
ma propia y florece. "Espero demostrar ---afirma Spen­
gler— que, sin excepción, todas las grandes creaciones y
formas de la religión, el arte, la política,, la sociedad, la
economía y la' ciencia en todas las culturas, nacen, llegan
a su plenitud y .se extinguen en épocas correspondientes;
que la estructura interna de cualquiera de ellas coincide
exactamente con la de todas las demás" y “que no hay en
el cuadro histórico dé una cultura un solo fenómeno de
honda significación fisiognómica cuyo correlato no pueda
encontrarse en las demás culturas, en. forma característica
y en un punto determinado".’
En la génesis de cada cultura, en su amanecer o des­
pertar —donde hay elementos en trance de evolución y de
disolución— se advierte una mitología. Spengler menciona
la religión de los Vedas y las leyendas heroicas de los arios
en la cultura india; la religión popular de Démeter en
Grecia y en Italia, como así también la mitología del Olim-
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 65

po, Homero y la leyenda de Teseo y Hércules en la cultura


antigua; el cristianismo primitivo;10 Mándeos, Marción y
la Gnosis; el sincretismo (Mitra y Baal); los evangelios; el
Apocalipsis; y las leyendas cristianas y paganas, como
correspondientes a la "primavera” árabe. Finalmente, apun­
ta las características occidentales (desde 900): Catolicismo
germánico, Eddas (Balder), Bernardo de Claraval, Joaquín
de Floris y Francisco de Asís; Épica popular (Sigfrido);
Épica caballeresca (Grial); y las leyendas occidentales de
los distintos santos de la Iglesia Católica.
El mito —los hay de terror y de amor— "es la pri­
mera hazaña plástica del alma".11 Por tanto, no resulta una
mera representación estética, sino un pedazo de la más
corpórea realidad que penetra toda la conciencia y con­
mueve la existencia en sus más íntimas raíces. La natura­
leza del mito es esencialmente religiosa y, a semejanza de
todas las formas vivas de la cultura —el arte, la técnica,
la filosofía, los usos y costumbres, la metafísica y hasta las
matemáticas—, cobra sentido a partir de su encarnadura
en el alma. El mito, así concebido, nos retrotrae a la
magna Grecia. En Platón, tenido por Spengler, en oposi­
ción al Estagirita, como "filósofo de lo viviente", resulta
una manera de expresar verdaderas que escapan a todo
razonamiento y que hallan su fundamento ora en el pasado
ora en el devenir. Vico, en tantos temas e ideas antecesor
de Spengler, desarrolló toda una teoría del mito —for­
ma de pensamiento con características propias que expresa
determinados modos de la existencia—, con el cual empa­
rentó la poesía.12 Los mitos de la Scienza Nuova aparecen'
en el albor de la edad divina —véase la semejanza con La
decadencia de Occidente— y, a lo largo de la misma carac­
terizan y definen esta edad, por lo que su naturaleza es, en
uno y otro caso, en Vico y Spengler, idéntica. Este último,
sin embargo, a diferencia de Juan Bautista Vico, lo con­
cibe como característico de todas y cada una de las esta­
ciones culturales, y si bien el mito se halla siempre en el
inicio de aquéllas, señalando y expresando su realidad fun­
damental, no desaparece más tarde, lo cual para el autor
napolitano es insostenible si tenemos en cuenta que en la
Scienza Nuova el mito sólo tiene vigencia en la etapa divi­
66 ~ Spengler, pensador de la decadencia

na, y se diluye completamente durante las restantes para


retornar cuando, fruto de los corsi e ricorsi, la historia
recomience su ciclo.
La primavera —primera etapa de una cultura— es
aneja al despertar de la ciudad. Su espíritu histórico es par­
ticular a la conciencia inteligente, alerta, deseosa de domi­
nar el cosmos, por lo que, en el momento liminar, cultura,
forma urbana y religión siempre se han abierto paso, en
estrecha hermandad, hacia los mismos destinos. La reli-
ión es, sobre todo, el sentimiento de la existencia y el
S evenir. La palabra "salvación", fundamental en las dife­
rentes religiones, señala el deseo eterno de todo ser des­
pierto, y en "este sentido universal, casi prerreligioso”, la
religión se reduce al anhelo del hombre de verse libre de
los temores y suplicios de la vigilia y al "afán de distender
la tensión del pensamiento y de la meditación angustio­
sa. .. ”.13 La religiosidad primigenia resulta, en definitiva,
un impulso necesario del alma en su intención de calmar
el terror cósmico. Pero, conforme transcurre la primavera,
se van desenvolviendo las ciencias del saber humano, que
tienen base y fundamento en la religión, arraigan en ella
y le son tributarias en tanto se hallan envueltas dentro de
sus concepciones espirituales. Es que, en rigor, la ciencia
depende de la religión, de donde se deduce que la cien­
cia apolínea será diferente de la fáustica, y ésta, de la
china, la babilónica, la egipcia, la mejicana y la india.14
Spengler nos introduce así en el campo de la relatividad
cultural

Matemáticas y teoría del número

Lo absoluto está más allá del tiempo y de la historia; para


el filósofo de Blankenburg, es un concepto que correspon­
de al mundo del espacio y de la naturaleza. Por eso se
reducen los conocimientos, ideas, conceptos y creaciones
artísticas, económicas, políticas y religiosas a la manifes­
tación genuina de cada cultura, de la cual dependen y den-
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 67

tro de la cual existen. Los valores éticos y sus reglas mora­


les sólo tienen validez cuando están relacionados con una
sociedad o cultura determinada, cuyas normas y exigen­
cias biológicas expresan. No hay moral, pues, sino morales
objetivamente requeridas. La validez de cada moral empie­
za y termina en ella y con ella, esto es, dentro de su círculo
histórico. Fuera de él, no es tanto que carezcan de valor
cuanto que carecen de sentido.
El ideal ético del hombre apolíneo es el de la tragedia;
en el nirvana está compendiado el ideal indio. El mundo
fáustico, en cambio, donde el "tú debes" representa la con­
vicción de que la moral es indisoluble del "deber ser",
pretende, a diferencia de otros mundos culturales, otor­
garle a su moral validez universal. De aquí que en la ética
occidental prevalezca la fuerza —lo que es fáustico, dice
Spengler, aspira a predominio15— y la voluntad de impo­
ner sus cánones de conducta a todos y cada uno de los
habitantes del mundo.
El carácter normativo con arreglo al que se esbozarían
los juicios de valor es posible hallarlo, entonces, en las
distintas culturas, y su validez se reduciría a las mismas.
Como signo, prueba y demostración de esto último, el filó­
sofo alemán no se conformó con querer demostrar la vali­
dez relativa de religiones, instituciones y filosofías. Tras­
puso el campo de las creencias éticas y las ciencias sociales
para adentrarse en el reino de las matemáticas y probar
su dependencia del alma cultural. De ahí se sigue, según
él, una paradoja notable: las ciencias exactas son las me­
nos exactas de las ciencias. Las matemáticas y geometrías
—el plural marca aquí el quid de la cuestión— se mani­
fiestan de manera distinta, y pierden así la característica
universal y necesaria de su saber.. Spengler se enfrentó a la
disciplina exacta por naturaleza, incuestionablemente ver­
dadera en sus afirmaciones, eterna en cuanto no se halla
sujeta a las contingencias del tiempo y del espacio, y afir­
mó, al cabo de su análisis, que no existe una Matemática,
sino matemáticas particulares y contingentes.
La forma esencial de la realización del alma cultural es
el número, símbolo óptico capaz de fijar el valor de las
cosas y, al mismo tiempo, signo de delimitación en cuanto,
68 ~ Spengler, pensador de la decadencia

a través de él, la conciencia ordena y divide el universo.


El número —no existe número "en sí" o "figura en sí",
como tampoco existen axiomas universales— es un límite
inmóvil, inerte, que forma parte de la extensión y, si se
quiere, de lo devenido. El antiguo, dice Spengler, inventó
la geometría, concebida cual arte de medir y se aferró a la
superficie, a lo mensurable, sintiendo horror al vacío y a
cuanto no se encontrara fijado, ceñido y circunscripto por
un límite visible. Los grandes pensadores matemáticos de
la Antigüedad trataron el álgebra como geometría y llega­
ron, por medio de Pitágoras, en el 540 antes de Jesucristo,
a la concepción de su número apolíneo como magnitud
mensurable.16 A través del número el cosmos comienza a
ser dominado, porque el número es expresión del uni­
verso 17 y poder para la inteligencia.
A medida que crecen las culturas, despuntan diferen­
tes mundos numéricos, verdaderos paradigmas científicos,
cuya utilidad no traspone el ámbito de aquéllas. "Lo que
llamamos historia de la matemática, supuesta realización
progresiva de un ideal único e inmutable, es, en realidad,
si damos de lado con la engañosa imagen de la historia
superficial, una pluralidad de procesos cerrados en sí, inde­
pendientes, un nacimiento repetido de distintos y nuevos
mundos de la forma, que son incorporados, luego transfi­
gurados y, por último, analizados hasta sus elementos fina­
les.” 18 Las matemáticas, asegura Spengler en una de sus
comparaciones asombrosas, se asemejan al arte —"las cate­
drales góticas y los templos dóricos son matemática petri­
ficada”— en la medida en que tienen estilo y períodos.
Desde el círculo de los pitagóricos griegos hasta el cálculo
infinitesimal del hombre fáustico —"con vocación de tras­
cender el tiempo y su sentido de lejanía e infinito"— las
matemáticas sufren una metamorfosis tan completa, que
sólo es correcto entenderlas pluralmente, es decir, circuns­
cribiendo cada concepción a una determinada edad, o, si
se prefiere, a un período donde, como cosmovisiones, sim­
bolizan una manera de concebir el universo. Las matemá­
ticas inspiran, a partir del número, todos los fenómenos
artísticos y religiosos de las formas orgánicas superiores,
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 69

y la teoría del número apolíneo es, por ejemplo, manifesta­


ción de la teoría apolínea en general.
Lo informe, aquello que carece de límite y medida, no
tiene asidero en el pensar antiguo. Su número es número
"para los ojos", producto de unidades tangibles, manera
de limitar las cosas conmensurables. Por eso sostiene Spen­
gler que número antiguo y unidad de medida son insepa­
rables, ya que la Antigüedad no conoció otra magnitud
que no fuese conclusa.19 En las antípodas, el matemático
faustico piensa el número como un signo ideal, y será
Descartes quien soslayará el concepto de magnitud en be­
nefició del "valor variable y relativo de las posiciones en
el espacio".20No obstante, nuestra cultura —la occidental—
ha respetado como ninguna las concepciones de la Anti­
güedad, cuya influencia no sólo en el orden de las ciencias
exactas sino en otros campos ha resultado considerable,
al extremo de haber subsistido hasta bien entrado el siglo
xix. La historia del saber occidental, opina Spengler, es
la de una progresiva emancipación —el subrayado es del
autor germano— de los productos generados por el hom­
bre apolíneo. El correlato de la matemático occidental es
la física dinámica; el de la griega, la física estática.
A la concepción del espacio limitado helénico, le opone
Occidente la idea del espacio ilimitado, sin medida intuible.
La matemática antigua, interesándose en el tamaño, sólo
investigaba la proporción; la moderna, en cambio, se espe­
cializa en las funciones, sin importarle tanto la proporción
como la relación. "Cuando el antiguo recurre al arte para
expresar su sentimiento de la forma, le da al cuerpo huma­
no, en danzas y luchas, en mármoles y bronces, un porte
tal que sea capaz de contener en sus planos y contornos
el máximo de medida y sentido... El verdadero artista
occidental, inversamente, cierra los ojos y se pierde en un
abismo de músicas incorpóreas, cuyas armonías y polifo­
nías evocan puros fantasmas del más allá, regiones que
trascienden toda posibilidad óptica.” 21 Tal, el infinito fáus-
tico, sin límites, cuyo valor es casualmente no tenerlos,
opuesto al mensurado y mensurable cosmos antiguo, ape­
gado a la medida y al contorno, donde el vacío es incom­
prensible.
70 ~ Syengler, pensador de la decadencia

El análisis que desarrolla Spengler devuelve al tapete


de las ciencias el más crudo de los nominalismos, pues no
sólo desaparece la noción de continuidad —el teorema de
Pitágoras, por ejemplo, válido para el mundo apolíneo,
no tendría sentido en las otras formas orgánicas superio­
res—, sino que clausura la posibilidad de aprehender todo
concepto universal.

Relativismo y validez en la obra spengleriana

La verdad no existe. No hay sino verdades ligadas a las


culturas durante el tiempo en que éstas se desarrollan y
cuya validez carece de sentido en otro momento y lugar.
Así, "toda filosofía es expresión de su tiempo, sólo de él",22
y vale en tanto sea necesaria para la vida; es decir, en
cuanto, como ornamentación espiritual, guarde estrecha re­
lación con la arquitectura, el arte plástico y la religión,
exponiendo los valores del alma, venero en el cual se nutre
y fortifica.
La especial manera como un macrocosmos se ofrece
a la pupila inteligente del hombre de determinada cultura
es la que de antemano informa la necesidad y la índole
de toda pregunta. En un principio, la filosofía tiene por
objeto confirmar a la religión y, conforme a este fin, nace
como una experiencia íntima, que intenta dar sustento a
las creencias de los fieles. Sin embargo, nunca serán libres
ni la filosofía ni el filósofo: la una, porque no siempre
especula sobre los temas que desearía; el segundo, porque
en todo momento es un reflejo del alma cultural. Por ello
mismo, la maestría del filósofo no se encuentra en elegir
cualquier tema, aun cuando pueda parecerle importante,
sino en escoger el tema de su tiempo, de su cultura, sa­
biendo que "cada época tiene el suyo, significativo para
ella y no para otra. . .”.23
Esto asentado, es dable preguntarse: ¿en qué consiste
el relativismo spengleriano? Por de pronto, afirma la rela­
ción entre validez del juicio moral y cultura en que ha
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 71

sido enunciado. Es gnoseológico y ético —emparentado


con el de Protágoras— y no está referido a los individuos
en primera instancia, sino a las formas morfológicas supe­
riores: lo verdadero cabe buscarlo en las culturas y no
"en sí mismo”. No insinúa, pues, la inexistencia de valo­
res: el valor existe, pero es valor sólo para una cultura
determinada.24
Spengler se hace pasible de la objeción hecha al relati­
vismo en general: que se refuta solo o, en el mejor de los
casos, que su teoría tiene sentido sólo en Occidente. Dicho
en diferentes términos: si no hay una verdad, entonces La
decadencia de Occidente, que afirma su inexistencia —la
inexistencia de la verdad— se contradice por cuanto soste­
ner la inexistencia de verdades supone, al menos, la afirma­
ción de una verdad. ¿Tiene sentido investigar el desarrollo
de la historia universal sabiendo que lo estudiado resulta
relativo? Spengler responde afirmativamente,25 aunque no
salva el escollo interpuesto en el camino de todo relati­
vismo. Es más, habida cuenta de que en su teoría se da
poco lugar, si acaso alguno, a la fusión o intercambio cul­
tural, la construcción spengleriana, como bien lo advirtió
en este caso el historiador inglés Christopher Dawson, está
viciada por una falacia evidente. Si es que las culturas son
microcosmos completos, cada una con su arte, religión,
filosofía y ciencias propias, únicas e intransmisibles, ¿cómo
puede el historiador lograr salir de su propia cultura para
contemplar todo el proceso desde fuera?26 Si cada cultura
tiene su propia concepción del sino, alcanza su plenitud en
la realización de un alma y ese sino es distinto según los
casos —azar, Providencia en el mundo fáustico; némesis,
fatum en el grecorromano; kismet en el mágico—, ¿cómo
es posible aprehender ése concepto que, según Spengler,
"nadie puede sentir de consimo con otro”, ni puede expre­
sarse con palabras?27
Spengler, no obstante, define la existencia de ocho
culturas, incluida la occidental, sin unidad orgánica entre
ellas. Cerradas, se desenvuelven a instancias de un alma
única, pero con una estructura interna cuyas leyes, per­
fectamente determinadas, permiten predecir su destino.
Tales culturas son: la china, la egipcia, la babilónica, la
72 ~ Spengler, pensador de la decadencia

hindú, la grecorromana, la árabe, la azteca y la occidental.


¿Por qué ocho? Es producto de una sistematización que,
inevitablemente, ofrece demasiados flancos a las críticas
de los historiadores modernos, ya que siempre existirá un
criterio disímil, para afirmar la existencia de más o menos
culturas. Así, Arnold Toynbee apunta en su monumental
Estudio de la historia veintiuna civilizaciones distintas,
mientras Petrie distingue, a su vez, ocho grandes períodos
de la civilización mediterránea.
Al respecto, parece antojadiza la dependencia estable­
cida entre una cultura y un pueblo determinado.28 Las cul­
turas devienen, en definitiva, culturas-pueblos y si, por
ejemplo, Grecia v Roma resultan hechuras del alma apo­
línea, lo cual —ae aceptarse las premisas sobre el alma—
no es discutible, resulta difícil, en cambio, sustentar con
igual seguridad la relación entre la cultura fáustica y Ale­
mania.29 Por otro lado, Spengler, sobre menospreciar en
sus obras fenómenos sociales como la familia o el tema
militar, descuida ciertas culturas, de las cuales apenas si
dice algo —la azteca, verbigracia, sólo le merece comenta­
rios intrascendentes, lo mismo que la babilónica— en casi
mil páginas destinadas a estudiarlas. Si el criterio propio
y relativo de cada cultura determina la forma de encarar
los problemas que se le plantean en la historia, y si, con
arreglo a ese criterio, intenta la cultura superarlos, no
parece lógico que puntos tan fundamentales como el fami­
liar o el militar sean soslayados. Spengler ha parado mien­
tes en ciertos fenómenos esenciales, olvidándose por entero
de otros. De comienzo —se lo confesó a Ernesto Quesada—,
el filósofo alemán no conocía la cultura mejicana. Inver­
samente, las descripciones que hace de la occidental, la
mágica y la apolínea —con excepción de los olvidos men­
cionados— son completas. Cuando establece las sincronías
entre ellas, sean matemáticas, artísticas o políticas, des­
pliega conocimientos asombrosos; pero no sucede lo mismo
con la cultura babilónica y la mejicana, mientras su des­
cripción de la hindú, la china y la egipcia apenas resulta
convincente.
En cada cultura, dice Spengler, hay cuatro estacio­
nes: primavera, verano, otoño e invierno, con la particular
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 73

coincidencia de que existen sucesos equivalentes entre las


mismas que el pensador alemán denomina sincrónicos. A
efectos de analizar y apreciar prolijamente los símbolos
de cada cultura, es necesario dar de lado toda tentación de
estudiarlos en forma aislada y, consecuentemente, deben
tenerse en cuenta las ventajas de un método comparativo
en función de estricta relación. El descubrimiento de ma­
yor trascendencia al cual arribará Spengler es el de que
las distintas manifestaciones de la vida humana —espiri­
tuales, artísticas, políticas, filosóficas— son, en su totali­
dad, solidarias; no aparecen por generación espontánea,
independientemente unas de otras. Antes bien, afloran en
grupos orgánicos desde los penetrales del alma, correspon­
diéndose, sincrónicamente, unas con otras..
La sola lectura de los ci ’ ‘ ' ” leba el
conocimiento enciclopédico discu-
tido, se los ha refutado, se les han puntualizado errores,
pero siempre en forma parcial. No basta indicar, como
Dawson,31 un error, sino echar la teoría de las fases sin­
crónicas abajo, demostrando la falsedad absoluta de sus
comparaciones interculturales. La tarea es casi imposible
por cuanto escapan al historiador moderno los conocimien­
tos artísticos, matemáticos, filosóficos y religiosos indis*
pensables para penetrar el studium universale spengleria-
rio. Sin embargo sí es criticable, que no en todas las tablas
señale Spengler series comparativas idénticas. En la pri­
mera estudia las culturas india, antigua, arábiga y fáustica.
Luego, en la segunda, omite a la primera, que es reempla­
zada por la egipcia. En la tercera, finalmente, ño figuran
ni la india, ni la mágica, y son comparadas la egipcia, la
apolínea y la occidental.

Concepto y alma en las culturas

Las épocas contemporáneas, como las culturas, se presen­


tan a la manera de formas orgánicas de estructura seme­
jante. Hay en ellas una ética invariable, expresada en infi-
74 ~ Spengler, pensador de la decadencia

nitas realizaciones materiales y espirituales. Independientes


entre sí, las culturas anidan en su corazón un concepto: el
Tsao y Li de los chinos; el Logos del hombre apolíneo;
la voluntad y la fuerza, con su tendencia hacia la lejanía,
esto es, hacia el horizonte y el futuro, de la cultura fáus-
tica. Estos conceptos revelan una significación esencial de
la posibilidad (alma), más que de la realidad (mundo).
El alma es un principio vital que se manifiesta a través
de un concepto capaz de prevalecer en todos los hechos
culturales y determinar su evolución posterior.32 El alma
apolínea escogió como tipo ideal de la extensión el cuerpo
singular, presente y sensible, y son representaciones suyas:
la mecánica, considerada desde una perspectiva estática, la
estatua desnuda y la polis aislada, incapaz de comprender -
al imperio. El hombre antiguo, mediante razones profun­
das, no podía ser conquistador:33 ‘Xa expedición de Ale­
jandro es una expedición romántica y confirma la regla,
sobre todo si se piensa en la íntima resistencia de sus
acompañantes.” 34 El alma fáustica, inversamente, es todo
voluntad. No se detiene ante nada y nadie osa detenerla,
pues su sentido íntimo y último es la extensión. Los límites
materiales y geográficos, lejos de arredrarla, obran a la
manera de acicate. Desde Otón el Grande hasta Napoleón,
lo ilimitado, la conquista y dominio de lo infinito ha sido
el verdadero fin de su intención. El alma mágica arábiga,
por fin, "que despierta en la época de Augusto, en el
paisaje comprendido entre el Tigris y el Nilo, el Mar Ne­
gro y Arabia Meridional tiene su álgebra, su astrología y
su alquimia, sus mosaicos y arabescos, sus califas y sus
mezquitas, sus sacramentos y libros sagrados correspon­
dientes a la religión persa, judía, cristiana, antigua deca­
dente y maniquea”.35
El alma mágica, con su correspondiente idea religiosa
de pecado y salvación, expresa la eterna dialéctica de dos
principios encontrados: el Bien y el Mal luchando por el
dominio del mundo. El hombre mágico, hechura del Kismet,
sólo concibe las cosas en términos de alma y espíritu, a
diferencia del antiguo, que piensa y actúa en términos de
forma, límite y contorno, y del fáustico, caracterizado por
la dualidad fuerza-masa.
Spengler y las f orinas históricas orgánicas ~ 75

El alma fáustica —fuerza y voluntad— no entiende


la resignación arábiga como, a su modo, tampoco la en­
tienden las almas de Egipto y China. "El estilo egipcio
—dice Spengler— es la expresión de un alma valiente...
El egipcio lo osaba todo, pero sin decirlo."36 Su saber no
era discursivo. Ignoraba, pues, las sumas, los tratados y
los problemas lógicos y epistemológicos, las reflexiones so­
bre el tiempo, el espacio y el alma y las hipótesis cientí­
ficas. El mundo egipcio está simbolizado en la piedra, y
su existencia, según Spengler, semeja a un caminante mar­
chando en -una dirección, siempre la misma,37 en cuyo tér­
mino encontrará al juez de los muertos. En Egipto, la vida
palidece ante la muerte, porque en realidad la vida es una
preparación para la muerte. El alma china, finalmente —la
religión y la naturaleza son sus fundamentos—, camina
por el mundo guardando una estrecha relación con el
paisaje o naturaleza en que se entabla la lucha dialéctica
—compendiada en la palabra tao— entre el yang —alma

superior— y el yin —lo que se corrompe con el cuerpo.
El alma de toda cultura padece una discordia que, al
manifestarse, origina las guerras. La historia de las cultu­
ras resulta inseparable de los enfrentamientos entre clases,
pueblos e individuos. Las grandes creaciones llevan el ger­
men de su propia contradicción, el espíritu antagónico que
será su contraste, aun cuando, en definitiva, las contra­
dicciones y los contrastes representa una unidad de orden
más elevado. Esta lucha en la cultura antigua cobra relieve
con Apolo y Dioniso; sin embargo —escribe Spengler—
Esquilo termina uniendo a uno y otro en apretada síntesis.
César, en el orbe romano, logró encauzar en un mismo
rumbo al Senado y a la Plebe, mientras en China se aúnan
los contrastes de todas las épocas, tanto en la vida como
en los pensamientos, en las batallas y en los libros, con los
nombres de Confucio y de Lao-Tse.38 Al final, el taoísmo
laotseano ha ayudado a gestar la China de Confucio. El
tao de Lao-Tse —el sabio chino no es más que el corres­
pondiente oriental de Heráclito en la cultura antigua—■
resulta un principio insustancial que rige el cosmos. Según
expresa el Tao-teking (sendero de la línea recta), de ese
principio todo deviene y a él todo vuelve.
76 ~ Spengler, pensador de la decadencia

La rivalidad es inevitable. La historia de las culturas


conlleva, toda ella, una discordia eterna, ineludible, cuyo
fermento resurge continuamente para terminar sirviendo
a una síntesis en la que las creaciones contrarias parecen
fusionarse. Desde el comienzo mismo de una cultura, cuan­
do las grandes mitologías despiertan y sobre la madre
tierra el hombre primitivo, de animal errante se transfor­
ma en sedentario, hasta la civilización, la lucha sigue sin
solución de continuidad. Destructora y creadora; terrible
y, al mismo tiempo, soberana, la guerra es el hilo conduc­
tor de la historia. Éste es el supuesto inicial de las cultu­
ras. Lucha y paisaje, o, si se quiere, lucha por el paisaje.40
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 77

Notas

1 D.O., tomo I, pág. 151.


2 En H.T., págs. 94-95.
3 "Este método —el fisiognómico— está orientado verdadera­
mente en el sentido de Goethe, como que se funda en la idea del
protofenómeno; la morfología comparativa de los animales y las
plantas lo emplea habitualmente, aunque en esferas limitadas;
pero puede aplicarse también a la historia, en proporciones que
nadie ha vislumbrado aún.” D.O., tomo I, pág. 161.
4 "Recuérdese a Goethe. Lo que Goethe llamó la naturaleza
viviente, eso es lo que yo aquí llamo la historia universal, en el
más amplio sentido: el universo como historia... Goethe percibía
la oposición entre la naturaleza muerta y la naturaleza viva; entre
el mundo como mecanismo y el mundo como organismo, entre la
ley y la forma." D.O., tomo I, pág-, 53.
5 "Esas culturas, seres vivos de orden superior, crecen en una
sublime ausencia de todo fin y propósito, como flores en el campo.
Pertenecen cual plantas y animales, a la naturaleza viviente de
Goethe, no a la naturaleza muerta de Newton.” D.O., tomo I, pág. 48.
6 En Spengler lo físico es lo que ha alcanzado ya su forma
definitiva; lo metafísico, en cambio, es lo que está en vías de
alcanzarse.
7 “Unidos pero nunca relacionados.”
8 Recuérdese el cosmos heraclíteo en que se basa Spengler,
explicado en ei capítulo anterior.
9 D.O., tomo I, pág. 160. En Urfragen, Spengler caracteriza
cuatro momentos fundamentales de la historia: a) Liberación de
los condicionamientos de la especie, aparición de la raza y forma­
ción del tipo humano; b) cristalización de poblaciones de baja den-
78 ~ Spengler, pensador' dé l a decadencia

sidad en zonas circunscriptas —a partir de 15.000 A.C.— con bari­


centros culturales que tienen un campo de acción definido; c)
"Culturas particulares" aparecen en "amebas" de estructura orgánica
a partir de 5.000 A.C.; d) "Culturas superiores" (Hochkulturen) con
períodos vitales, plenamente formados a partir de 3.000 A.C., que se
transformarán paulatinamente en civilización. La explicación por­
menorizada de los orígenes, el estudio de la forma de vida, utensi­
lios, vestimenta, armamento, etc., de las poblaciones preculturales
pensaba hacerlo Spengler en su obra Frühzeit der Weltgeschichte,
que, por razones de salud, quedó inacabada —al igual que Urfragen—
en un cajón de su escritorio. Recién vieron la luz en la década de
los años sesenta en Alemania.
10 Es del caso aclarar que el cristianismo para Spengler perte­
necía, en sus orígenes, a la cultura mágica; más tarde se occiden-
taliza —ver capítulo V—, formando parte de lo fáustico. "Ha sido
uno de los pensamientos geniales de Spengler el desdoblamiento
de la era cristiana en dos ciclos culturales diferentes: el oriental
mágico y el occidental fáustico”, asienta Ernesto Quesada, apo­
yando la idea del pensador germano que será rebatida por Chris-
topher Dawson en su Dinámica de la Historia.
11 D.O., tomo I, pág. 498.
12 Scienza nuova, VI.
13 D.O., tomo II, pág. 310.
14 En el capítulo V se analiza la concepción spengleriana de
la, religión.
15 D.O., tomo I, pág. 430.
16 D.O., tomo I, pág. 113.
17 "En estas primeras ideas sobre el número ya Spengler nos
anticipa dos de sus características mentales: la tendencia a las
afirmaciones rotundas y apriorísticas que no se cuida de demostrar
y abandona a la credulidad del lector ('El núm ero... contiene,
como el concepto de Dios, el último sentido del universo’), y el
gusto por las explicaciones místicas, esotéricas (‘la existencia de
los números es un misterio’) . . . ” Armando González Rodríguez,
Filosofía y política de Spengler, Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile,
1960.
13 D.O., tomo I, págs. 96-97.
19 Spengler señala que un griego, atenido a la geometría
euclidiana, no imaginaría un triángulo cuyos vértices fueran el
observador y dos estrellas.
20 D.O., tom o I, pág. 113.
21 D.O., tomo I, págs. 122-123.
22 D.O., tom o I, pág. 73.
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 79

23 D.O., tomo I, pág. 460.


24 Ernesto Quesada ha dicho que "en la doctrina spengleriana
el relativismo no es comtiano sino einsteniano, el cual transforma
todos los conocimientos humanos con su comprobación de que la
dirección del espacio es relativa, de que la caída de los cuerpos
no es vertical sino curva de parábola, de que el tiempo no es
ab solu to...” La sociología relativista spengleriana, Rev. de la UBA,
Año XVIII, tomo XLVI, págs. 137-138.
25 “Mi filosofía es ella misma expresión y reflejo del alma
occidental, a diferencia, por ejemplo, de la antigua y de la India;
y lo es sólo en su actual estadio de civilización. Con esto quedan
definidos su contenido, como concepción del mundo, su impor­
tancia práctica y los límites de su validez." D.O., tomo I, pág. 79.
26 Cristopher Dawson, Dinámica de la historia universal, Ed.
Emecé, Buenos Aires, 1962, pág. 345.
27 D.O., tomo I, pág. 176.
28 La refundición de las culturas en culturas-pueblos no es
errónea p er se. Spengler tuvo razón en algunos casos —culturas
azteca, antigua, india, china y egipcia—, pero su aseveración es
insostenible cuando se refiere a las culturas occidental, arábiga y
babilónica.
® "El establecimiento de los germanos en la cuenca del Medi­
terráneo no señala en modo alguno el comienzo de una nueva época
en la historia de Europa. Por grandes que hayan sido sus conse­
cuencias, no terminó con el pasado, ni quebró la tradición. El pro­
pósito de los invasores no era aniquilar el Imperio Romano, sino
in s ta lar se y gozar de él. En realidad lo que conservaron supera en
•mucho a lo que destruyeron y a lo que aportaron de nuevo." Henri
Pirenne, Las ciudades medievales, Ediciones 3, Hombre y Sociedad,
Buenos Aires, 1970, pág. 15.
30 “La información científica de Spengler es asimismo colosal.
Raras veces se encontrará reunida en un hombré de nuestra época
una suma tan inmensa de conocimientos. Tiene verdaderamente lo
que se puede llamar cultúra, en el sentido más eminente del tér­
mino. Nú hay rama del saber humano que le sea éxtraña, y su
erudición en materia de historia general, no menos que en historia
del arte, de la religión, de la ciencia, es demasiado evidente para
negarla o disminuirla. Discurre con igual conocimiento y con igual
maestría sobre la más abstracta noción matemática como sobre
las características de los vasos de Dypilon, sobre las teorías y las
leyes de la física moderna como sobre el sufismo religioso de
los árabes. Los especialistas podrán denunciar acá y allá —y lo
•han hecho— garrafales, errores y torcidas interpretaciones, pero
80 ~ Spengler, pensador de la decadencia

es imposible no quedarse admirado, más aún, pasmado, ante la


suma de material histórico que este hombre ha sabido atesorar
y que maneja con una habilidad no menos admirable.” A. Waismann,
El historicismo contemporáneo, Ed. Nova, Compendios de inicia­
ción cultural, Buenos Aires, 1960, pág. 72.
31 "Sin embargo, Spengler parte de la base de que la totalidad
de nuestra civilización es esencialmente la obra de un pueblo: el
germánico. En consecuencia, comienza su ciclo vital no con las
invasiones de los bárbaros, como lo sugeriría el paralelismo exis­
tente con el mundo antiguo, sino en los siglos que produjeron las
Cruzadas, el. Nibelungelied y el Parsifal de Wolfrain Von Eschen-
bach. Este error inicial desvirtúa todas sus series de analogías
entre las culturas antiguas y modernas." Christopher Dawson, Diná­
mica de la historia cultural, op. cit., pág. 339.
32 Pitirim A. Sorokin en Las iilosofías sociales de nuestra época
de crisis critica la elección del signo primario en Spengler y la
pretensión de articular todos los caracteres del desarrollo de una
cultura a través del mismo. De acuerdo con su análisis, las culturas
no están integradas en forma de unidades “causales” o “causales-
significativas” —error éste propio de Danilevsky, Spengler y Toyn-
bee, originado en una falsa identificación entre pueblos o naciones
con culturas— antes al contrario, se hallan constituidas por una
compleja suma de fenómenos culturales diferenciados, grupos so­
ciales con distinta procedencia lingüística y distintas costumbres.
Así, la cultura mágica de Spengler comprendería, por igual, a
árabes, judíos, bizantinos, persas, sirios y cristianos primitivos,
mezclándose hasta tal punto los diferentes niveles —unidad como
lengua, como religión, costumbres, etc., en una sola "cultura”—
que no habría integración. Al existir una suma de fenómenos inde­
pendientes interrelacionados, pero no integrados, toda la reflexión
spengleriana carecería para Sorokin de fundamento.
Cabe consignar, no obstante, que un conjunto de símbolos apor­
tados en una determinada área geográfica por diferentes pueblos
siempre detenta uno englobante o, cuando menos, de mayor rele­
vancia. Por eso, una esfera cultural lleva la marca del sistema o
grupo triunfante de más habilidad, inteligencia o poderío. En ciertas
áreas culturales un pueblo vence, es decir, prevalece sobre los
demás, siendo el encargado de crear, coronar, desarrollar y difundir
la cultura en ciernes.
Spengler, llevado de su intuición, ha tomado aquello que es
más característico de las formas orgánicas superiores: la estatua
desnuda griega, el techo abovedado "mágico" o la catedral gótica
con su sensación de lejanía. Existe una evidente arbitrariedad en
Spengler y las formas históricas orgánicas ~ 81

la elección de símbolos semejantes, mas, de igual manera hubiera


ocurrido de haber elegido otros, por lo cual no debería elegirse
ninguno. Sorokin, al insinuar que el error de Spengler, Danilevsky
y Toynbee fue confundir grupos sociales con culturas y civilizacio­
nes en unidades cerradas, hace un aporte interesante, aunque, digno
es mencionarlo, Spengler jamás redujo las culturas a grupos socia­
les. El símbolo es el que aglutina a familias y pueblos diversos en
tom o de una misma aprehensión del destino.
El pensador ruso privilegia, hurtándose de la cuestión, lo here­
dado sobre lo producido. Tampoco tiene sentido decir que denomina­
ciones tales como "tecnomaquinista”, aplicadas a la cultura occiden­
tal, no reflejan el hecho de la prioridad —prioridad en el tiempo—
de los inventos sobre la técnica fáustica, porque ello implica desco­
nocer la real importancia de un invento como signo de su época. Con
ese criterio tiene igual valor la palanca de Arquímedes y el ciclotrón
de Lawrence. No es lá cantidad y acumulación de conocimientos sino
las derivaciones de los mismos de acuerdo con un ethos definido, lo
importante. Sin la palanca no hubiera existido el ciclotrón, mas
la necesidad de la existencia de este último es propia de la civiliza­
ción fáustica y no de otra.
33 "El imperio romano no puede compararse con el actual. Los
romanos no hicieron el menor intento por penetrar en el interior
de África. Las guerras posteriores de Roma tuvieron por objeto
exclusivamente la seguridad y conservación de las posesiones roma­
nas; eran guerras sin ambición, sin afán simbólico de expansión.
Roma abandonó Germania y Mesopotamia sin manifestar por ello
el menor sentimiento.” D.O., tomo I, pág. 426.
34 D.O., tomo I, pág. 425.
35 D.O., tomo I, pág. 239.
36 D.O., tomo I, pág. 264.
37 D.O., tomo I, pág. 245.
38 Prusianismo y Socialismo, Ed. Nacionales y Extranjeras, San­
tiago de Chile, 1935, pág. 52.
39 Heráclito había dicho: "La guerra es el origen de todas las
cosas”.
40 El alma del hombre descubre en el paisaje que lo rodea y
condiciona un alma que obra el efecto de transformar la hostilidad
hasta entonces natural en amistad y complemento. El ligamen entre
el hombre y la tierra fija para siempre su relación profunda, reli­
giosa, eterna. La casa semeja una planta con vocación de echar
raíces y afianzarse. El lazo del aldeano con el suelo y de la casa
con el paisaje se reproduce, luego, en la ciudad, pues la ciudad es
un vegetal que nace, crece y se desarrolla profundamente consubs-
82 ~ Spengler, pensador de la decadencia

íanciádo con el paisaje. "Al principio de una cultura se yerguen


sobre la aldea rural, conjunto de edificios de raza, dos formas
características de alto rango, como expresión de la existencia e
idioma de vigilia: los castillos y las iglesias. En ellos la distinción
entre tótem y tabú, anhelo y terror, sangre y espíritu, se exalta
hasta llegar a un poderoso simbolismo. El viejo castillo egipcio,
chino, antiguo, sudarábigo, occidental, centro por donde pasan las
generaciones, se halla cercano a la casa del labrador. Ambos son
copia de la vida rea l... el castillo pertenece a la raza. La catedral
no es nunca ornamentada; es ella misma un ornamento. Hay, pues,
que distinguir entre el edificio que tiene estilo y el edificio en el que
s e tiene estilo. En el convento, en la catedral, es la piedra misma
la que posee una forma y comunica esta forma a los hombres, sus
servidores. Pero en la casa aldeana, en el castillo señorial, es la
plena energía de las vidas aldeana y señorial, lo que de su propio
fondo crea la vivienda.” D.O., tomo II, pág. 148.
CAPITULO IV

SPENGLER Y LAS FORMAS


HISTÓRICAS ORGANICAS

(Segunda Parte)
EL ARTE

"Pero cuando el arte tiene que esforzarse


tanto para contrariar a la naturaleza, ya es
más bien artificio.”

E ugenio M ontes

El punto de partida de toda la reflexión spengleriana sobre


el a rte 1 se basa en considerarlo un organismo siempre
atenido a las coordenadas de tiempo y de lugar que le
marca su cultura. Hay, pues, conforme a este esquema
un arte de los orígenes, otro del esplendor y un tercero
del ocaso, que, aun participando de la misma alma, son
diferentes entre sí. Apenas guarda relación un cuadro de
83
24 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Durero con un aguafuerte de Goya, y no se encuentra nin­


guna entre mi relieve egipcio y una estatua de Fidias. Por­
que un arte no es un sistema sino una expresión del senti­
miento cósmico, un simbolismo.2
La manifestación del surgimiento de un alma nueva
se expresa en las formas balbucientes, pero plenas de ori­
ginalidad y sentido, indicativas de la personalidad artística
que florece. Así ocurrió con las construcciones en forma
piramidal —en el Egipto faraónico de las primeras dinas­
tías—, que luego no se volvieron a repetir; con la cúpula,
un arte de reminiscencias persas, sirias y coptas en la
cultura mágica; con la columna dórica —de madera— en
la antigua, y con las construcciones —catedrales, monas­
terios, abadías y castillos— de estilo románico y gótico
primitivo en Occidente.
La vida de un arte es única, pues su sentido simbó­
lico y su esencia no se repiten nunca. Puede suceder, como
en el Renacimiento, que se vea algo similar al mundo anti­
guo, pero siempre se vivenciará algo distinto.3 La frialdad
de la estatua griega de perfectas proporciones no tiene
nada en común con la plástica de Miguel Ángel, en la que
se manifiesta la vida como carácter. En rigor, el sino le
otorga al arte personalidad propia y lo condena a su ascen­
so, transformación y desaparición. Buscarle explicaciones
causales, materiales o cronológicas es estéril, puesto que
ni la causalidad ni el viejo esquema de etapas seguido
para la historia en general y empleado también en la del
arte, ayudan a entender la cuestión.
Toda cultura tiene una fisonomía inconfundible, un
hábito, esto es, un estilo que se manifiesta en la prefe­
rencia por ciertas formas expresivas artísticas —plástica
escultórica, pintura al fresco entre los helenos; contrapun­
to, pintura al óleo entre los occidentales—; en la negativa
absoluta a admitir determinadas artes —los árabes, refrac­
tarios a la plástica— y, finalmente, en el gusto por lo
esotérico —indostanos—, por la oratoria —grecorroma­
nos —y por la escritura —chinos y occidentales—. Cada
arte —este es el descubrimiento íiminar de Spengler—
guarda relación con la respectiva matemática de su cultura
de una manera total y acabada: geometría euclidiana y
El arte ~ 85

estatuaria griega; álgebra y arabesco; geometría analítica


y catedral gótica. Según el pensador de Blankenburg, la
fachada de la construcción es la que expresa el sentido
al espectador. De esta manera, en un templo griego, el fron­
tispicio es un lado más del edificio; la cúpula de la mez­
quita, en cambio, carece de lados —relación con la cueva
de la cultura mágica—, mientras que en la cultura f áustica
la fachada se prolonga hasta el infinito —catedral occiden­
tal— y en la egipcia el relieve o la ornamentación señalan
una hilera de figuras pétreas: simbolismo religioso del
camino. Cuerpo, espacio, cueva y camino: tales Tos senti­
mientos que sirven de base a las respectivas culturas para
manifestarse a través de las artes.

Arte apolíneo y arte fáustico

Los griegos expresaron un sentimiento artístico signado por


el presentismo puramente material: la estatua desnuda,
sin alma, proporcionada de acuerdo con las normas de la
geometría de Euclides. Las formas eran dimensionadas y
creadas de conformidad con una impronta: el terror cós­
mico, que impedía a los antiguos trascender lo corporal.
El alma fáustica, inversamente, se expresa en el conjunto
esculpido como unidad trágica en las catedrales, escenas
desde el Génesis al Juicio Final; en los castillos, la pano­
rámica de las batallas. Entre los antiguos, importa la es­
tatua como manifestación de la vida presente; entre los
occidentales el ornamento supone la representación de un
plan divino. El alma griega tiene la forma del cuerpo; la
occidental tiene el cuerpo como estuche. En Grecia y Roma
la norma era el culto del cuerpo; en Occidente lo es el
del alma.
Comenzaron los griegos recibiendo la influencia egipcia
—la estatua como relieve, tallada sólo por delante— y
evolucionaron pasando a la cariátide y terminando en la
estatua aislada de cuerpo libre. Si en un principio habían
copiado las imágenes de la pintura al fresco —estatuas
86 ~ Spengler, pensador de la decadencia

policromadas— en el apogeo de este arte, comprendido


entre el 650 y el 350 a.C., la escultura triunfó sobre la pin­
tura al fresco. En la cultura fáustica la etapa antedicha se
corresponde con la época de mayor vuelo de su arte, del
1500 al 1800. Mientras el arte dominante en Grecia fue
el de la pintura al fresco y la estatuaria —arte por exce­
lencia—, en Occidente —dirá Spengler— las expresiones
dominantes son la pintura al óleo y, sobre todo, la música.
La música nació dentro del conglomerado de naciones
fáusticas bajo influencias externas, pero, a diferencia de
la Hélade, como extensión de la plástica, con los motivos
expresivos de los sonidos, el canto gregoriano y la formi­
dable arquitectura de voces inherente al alma misma de la
catedral gótica. Si primigeniamente el arte se agotaba en
la arquitectura —vitral gótico, grupo escultórico—, luego
avanzan, relacionadas en el tiempo, la plástica y la música.
Existe en Occidente, escribe Spengler, un arte pictó­
rico de gran clase. En descubrir la personalidad y no la
persona, el carácter y no la figura, reside el mensaje fáus-
tico del retrato. La mirada, el porte y el gesto son los
elementos que en el retrato descubren el alma del perso­
naje. ¿Se encuentra, acaso, en otras culturas una expresi­
vidad como la de la Monna Lisa de Leonardo? El retrato
sale de la naturaleza para sumergirse en la historia y cons­
tituye, de Ticiano a Goya, pasando por Holbein, una ver­
dadera biografía. El autorretrato, desde los muchos de
Rembrandt a Van Gogh, constituye, por la perdurabilidad
del rostro y del alma, un acto de sinceramiento con la
historia.
Las figuras al óleo y los retratos tienen pasado y fu­
turo; las estatuas griegas, inversamente, son ahistóricas. En
la cultura egipcia, por su parte, el cuerpo tiene expresivi­
dad en la cara —la notable mascarilla mortuoria del féretro
de Tutanjamón—, mientras que el resto sólo es una figura
geométrica. Es que la total expresividad sólo existe en
Occidente. Si Leonardo estudiaba la fisiología de los huma­
nos, el interior de los cuerpos, y luego pintaba, a Mirón
jamás se le hubiera ocurrido hacer algo semejante.
En Occidente, el traje cubre el cuerpo y destaca el
rostro, del mismo modo que los bajos continuos represen­
El arte ~ 87

tan el "traje" que hace resaltar el "rostro” de violines y


flautas en los Concerti Grossi. En la estatuaria antigua
el vestido carece de importancia: los bustos romanos, si
bien poseen más carácter que los griegos, están marcados
con un nombre para distinguir lo que quieren decir. Spen­
gler señala que un desnudo fáustico es una contradicción,
dado que los desnudos de Occidente —que los hay, y mu­
chos, en la plástica— no constituyen ni la sombra de sus
correspondientes griegos. Tampoco los numerosos desnu­
dos de las pinturas resultan —incluido Rubens— el tema
central de las obras, sino que son parte de la escena, mito­
lógica las más de las veces, que el pintor desea expresar.
En realidad, la proliferación de desnudos aparece a media­
dos del siglo pasado con el amontonamiento ordinario de
imágenes carentes de profundidad.
Para los griegos, la sensualidad se trasuntaba en lo
momentáneo y corpóreo, mientras que en la cultura fáus-
tica se centra en la infinitud.. Sólo con la decadencia, y
ante la ambigüedad del futuro, vuelve el erotismo de los
instantes a cobrar empuje. La mujer, en el tema apolíneo,
era toda ella forma y cuerpo femeninos; en la cultura
fáustica, toda espíritu. Spengler apunta, en los antiguos,
la falta del tema de la madre con el niño al pecho, sím­
bolo de la vida eterna, de la fertilidad, la generación y la
muerte de los momentos en el perenne fluir cósmico. Elena
es ante todo amante, pero Crimilda es ante todo madre.
La primera vive para el instante, para su amante; la se­
gunda, para lo permanente, para su hijo. Ello repercute,
naturalmente, en el tratamiento del tema de la mujer en
el arte. [¡Cuán diferente es Afrodita desnuda de las Ma­
donnas ¿olorosas, y éstas, de las "muñecas" ibsenianas!]
Habíamos dicho, siguiendo a Spengler, que el arte occi­
dental por antonomasia era el musical.4 La música griega
constaba de pocos instrumentos y se revelaba "concreta"
al oído, pues en la cultura antigua las sílabas eran "cuer­
pos" y la extensión de las mismas daba un ritmo no "viven-
ciable". "También la música china es ininteligible para
nosotros y, según dicen los chinos ilustrados, nosotros so­
mos incapaces de distinguir los pasajes alegres de los pasa­
jes tristes. En cambio, toda nuestra música occidental, sin
88 ~ Spengler, pensador de la decadencia

distinción, le produce al chino la sensación de una marcha.


Este hecho expresa con superior acierto la impresión que
el dinamismo rítmico de nuestra vida produce en el tao
del alma china, que carece de todo acento rítmico. Pero
cualquier extraño percibiría en esa misma forma toda nues­
tra cultura: la energía de dirección que hay en las naves
catedralicias y en la división por pisos de nuestras facha­
das, la perspectiva en profundidad de nuestros cuadros, el
curso de nuestra tragedia..., de nuestra técnica y de toda
nuestra vida pública y privada. Llevamos ese ritmo en la
sangre y por eso... no lo notamos.” Sin embargo, "al en­
trar en contacto con el ritmo de una vida extraña tiene
que producir en ella, forzosamente, un efecto de insopor­
table desarmonía'’.5
La música occidental es ornamental de gran estilo —los
cánticos gregorianos del medioevo lo revelan—, pero, parale­
lamente a estos ornamentos, surgió, dentro del conjunto de
pueblos fáusticos, una forma musical de pueblo, Mines-
singer y trovadores, Adam de la Halle. Quedan planteadas,
de esta manera, las dos grandes formas del arte fáustico:
la sagrada y la profana. Por eso Spengler señala que en el
castillo se hace música; la catedral ya lo es. En el primero
prevalece la vida como conjunto de vivencias profanas,
populares —el tiempo—, mientras que en la segunda, el
contrapunto, como arquitectura musical —el espacio— de
expresión coral.
El canto de gran estilo muere con Palestrina, y da
lugar, en el período barroco italiano, a la primacía de la
instrumentación. Perece también el gótico como estilo ar­
quitectónico, pues de la solidez estructural de las formas
arquitectónicas se pasa a la vivacidad de lo pictórico, de lo
sagrado a lo profano, de lo impersonal del coro gregoriano
a los maestros de renombre y a los eximios ejecutores.
Al iniciarse la ópera, la voz viene a ser un instrumento
más y comienza el apogeo de la orquesta. Pero, como la
música occidental revela la influencia de la nueva matemá­
tica naciente, cuando Descartes perfecciona el análisis espa­
cial, el espacio mismo va a ser dominado por medio de
las combinaciones sonoras y del arte de la fuga, cuya prin­
cipal figura es Juan Sebastián Bach. Esta época de oro
El arte ~ 89

de la música fáustica —donde cada voz, cada instrumento,


es un eje de coordenadas que se entrecruzan en el espacio
infinito— representa el punto más alejado entre las dos
formas, la occidental y la helénica, si se tiene en cuenta
que la antigua podía "palparse” auditivamente, mientras
la fáustica se escucha de una manera multidimensional,
introspectiva, penetrando en las profundidades del alma
de cada miembro de su cultura.

Arte renacentista y arte gótico

A esta altura del texto, el lector se estará planteando el


siguiente interrogante: si el arte occidental nada tiene que
ver con el antiguo, ¿cómo y por qué se dio el fenómeno
renacentista? Spengler fue claro en su nada breve análisis
del Renacimiento. Cediendo, quizás, a cierto provincialismo
germánico, describió al Renacimiento como un movimiento
reaccionario de las ciudades italianas ante el avance del
goticismo y de sus derivados del norte de Europa. La in­
fluencia de los moros en Italia había contribuido a debi­
litar toda manifestación gótica proveniente del septentrión.
El gótico, según Spengler, es el verdadero sino del hombre
fáustico, mientras que el Renacimiento fue una cuestión
secundaria de modas, que no cambió, ni siquiera en la
Península, el gusto "gótico” de la gente. Resultó por eso
un intento, tan brillante como vano, de echar máquina
atrás; un cambio en la vestimenta y no en la esencia
del arte.
Spengler sostuvo que Italia debió compatibilizar el
goticismo con la influencia bizantino-sarracena imperante
en el país, de donde existiría algo así como un "gótico
meridional" con influencias de la cultura mágica. "Si de
las obras que sirvieron de modelo al Renacimiento resta­
mos todas las que proceden del Imperio, esto es, todas
las pertenecientes al mundo de las formas mágicas, no nos
quedará nada. Es más: en los mismos edificios romanos
de la época posterior, el Renacimiento elimina uno por
90 ~ Spengler, pensador de la decadencia

uno todos los rasgos procedentes de la época que ante­


cede al comienzo del helenismo. El motivo. predominante
en el Renacimiento, el que por su meridionalismo nos pa­
rece el más típico representante” del mismo, "es la unión
del arco redondo con la columna”. Pero ese motivo, que
“no tiene nada de gótico” y ni siquiera existe en el estila
antiguo, "es más bien el motivo fundamental de la arqui­
tectura mágica, y tiene su origen en Siria".6
De cualquier modo, el filósofo de Blankenburg no esta­
bleció claramente las causas por las cuales un arte en
pleno apogeo de sus formas, como el gótico, no puede
triunfar en el territorio propio de su cultura. Spengler
intentó salvar la cuestión diciendo que el gótico, al ser
introducido en Italia por los nórdicos —Van der Weyden,
Memling, Dufay—, emancipó su arte del alma mágica y
preparó a la vez el camino del Barroco italiano —de alguna
manera también el de los grandes maestros— con la intro­
ducción de la pintura al óleo y del arte contrapuntístico.
La avanzada del goticismo fue Venecia, enfrentada a
la "capital antigótica”, Florencia, arquetipos, entrambas,
de la oposición entre el alma fáustica y el alma apolínea.
El arte peninsular será dominado .—y es en el único país
donde ocurre— por la estatuaria, con las figuras marmó­
reas de Miguel Ángel y sus cuerpos casi esculpidos de los.
frescos de la Capilla Sixtina. Curioso es que frescos y esta­
tuas, los dos símbolos del arte antiguo, prevalezcan en
Italia. Pero si la rebelión renacentista es una desesperada
búsqueda de corporeidad, no hay, sin embargo, ninguna
estatua griega que transmita la soberbia o el dolor del
Moisés o La Pietá.
En los pintores de la época hay un fondo, es decir,
una sensación de lejanía qué ofrece al observador la noción
y vivencia del espacio. El fenómeno despunta con Giotto,
pese a que éste aún demostraba la influencia de la geo­
metría de los planos, que se mantendrá hasta Leonardo y
los embates de Galileo. Los rostros de Giotto tienen ya
expresión, y se sabe que la naturalidad de su pintura llegó
*a conmover a Dante.
Es Spengler el que asigna más trascendencia a los
fondos que á los temas y figuras del cuadro, porque, cual-
El arte. ~ 91

quiera fuere el motivo central, lo esencial es la relación


de fondos y lejanía con la física fáustica.. Verbigracia, re­
viste gran importancia la línea del horizonte, que falta
totalmente en el arte de las demás culturas y supone la
certeza del espacio sin límites, esto es, lo invisible como
superior a lo visible.7
La perspectiva, otro de los elementos esenciales de la
cultura occidental, halla su manifestación más plena en
la arquitectura, en sus parques y jardines bordeados por
arboledas y estanques, laberintos y cascadas, tan diferen­
tes de los fríos foros romanos. En la catedral, en cambio,
se plasma la sensación pura de comunión con el infinito
a través de las altísimas naves góticas y la perspectiva de
columnas y altares. Todo conlleva el simbolismo fáustico
del espacio y del fluir, mas la lontananza resulta, "al mismo
tiempo, una sensación histórica. En la lontananza, el espa­
cio se convierte en tiempo. El horizonte significa el futuro.
El parque barroco es el parque de la última estación del
año, del fin próximo, de las hojas que caen. El parque
del Renacimiento está pensado para el verano y el medio­
día. Es intemporal. En el lenguaje de sus formas no hay
nada que nos recuerde lo transitorio, lo efímero. La pers­
pectiva es la que evoca en nosotros la sensación de algo
que pasa, que fluye, que muere”.8
El arte fáustico, elevado, dominante, que apela a la
imaginación e intenta sacarle expresión a las cosas, liberar
á las formas de su aherrojamiento y darles un cariz tras­
cendente, ostenta los nombres de una pléyade de conquis­
tadores que hicieron suyo el sentido de esas formas, a
diferencia del arte antiguo, impersonal y popular. El arte
■occidental se torna, en su evolución, más complejo, más
difícil y, por ende, deviene elitista. El concepto de “opu-
lar” implica la admiración por el virtuoso, el cual, si bien
recibe las influencias e incentivos de. su contexto cultural,
no puede devolverlo en una forma elaborada capaz de ser
abordada y entendida por todos. En realidad, sólo el vir­
tuoso es un genio; luego, lá popularidad del arte se sigue
de la fama de los maestros más que del entendimiento de
sus obras.. Spengler manifiesta que un arte como el fáustico
es entendido y vivenciado sólo por irnos pocos. "En mu-
92 ~ Spengler, pensador de la decadencia

chos aspectos de su creación, Rafael es popular; Rem-


brandt, en cambio, no puede serlo nunca. A partir del
Ticiano, la pintura ha ido haciéndose cada vez más esoté­
rica; y otro tanto le ha sucedido a la poesía y a la música.
El arte gótico lo fue desde sus comienzos: Dante, Wolfram.
La muchedumbre de los fieles no estuvo nunca capaci­
tada para entender las misas de Ockeghem, de Palestrina
e incluso de Bach. La multitud se aburre oyendo a Mozart y
Beethoven. La música actúa sobre el vulgo sólo por cuanto
ejerce algún influjo sobre su estado de ánimo”, y, así, "en
los conciertos y en los museos la masa se figura sentir
interés hacia aquellas cosas porque las teorías sobre la edu­
cación popular han puesto en circulación el tópico del arte
para todos. Pero un arte fáustico no puede ser un arte para
todos”.9
Los maestros peninsulares renacentistas eran "popula­
res” en relación con sus colegas góticos, siempre aislados
del gran público. Inconscientemente, sin embargo, los pri­
meros comprendían que su arte era limitado y que su
búsqueda de euclidianismo era contrapuesta a la tendencia
general del alma europea. Del arte cristiano y apacible de
Fra Angélico y de la pintura en relieves de Andrea Man-
tegna pásase a las grandes figuras de Miguel Angel, Rafael
y Leonardo, voluntades occidentales aun sin querelo. El
primero se desgarraba entre su espíritu occidental y su
actitud artística griega, pero el pintor de frescos y el es­
cultor no pueden encontrar el sino del hombre fáustico
como el músico o, al menos, el pintor al óleo. Miguel
Ángel despreciaba la pintura en general, tanto que, cuando
Julio II le encargó pintar la Capilla Sixtina, le respondió
al Papa: "Yo no soy pintor; puede hacerlo Rafael”. Aquel
griego moderno, capaz de hacer de un bloque bruto la ma­
ravilla del David, era, a pesar suyo, un occidental. Spen­
gler señala que, con él, termina la plástica de Occidente
eclipsada por la pintura al óleo y la música..
El óleo, comenzado quizás en Flandes por los herma­
nos Van Eyck, fue introducido en Italia por el veneciano
Bellini. Nuevamente, confirmándose la idea spengleriana,
aparece Venecia como la cuña que el goticismo mantiene
en la península. Mientras que la actitud antigótica de Fio-
El arte ~ 93

renda —de manifestación antidinástica— coincidía con los


cambios políticos, el desenfreno de la cosa pública y los es­
cándalos, Venecia, por el contrario, era una ciudad estable,
a la sombra de una diplomacia exquisita.
También la diferencia en la técnica pictórica indica
la evolución —paso del fresco al óleo— y el triunfo de
Venecia sobre Florencia, pues —si como afirma Spengler—
el fresco es suma y ubicación de figuras y la pintura al óleo
sumersión de imágenes en el espacio, al prevalecer la se­
gunda prevalece, junto a ella, la ciudad estable. En tal sen­
tido, Leonardo ya es un verdadero artista occidental, aun­
que en Italia jamás alcanzará este arte la perfección de la
escuela flamenca y de la generación de Rembrandt.

Los colores como reflejo del sino

La singularidad de cada cultura también puede compro­


barse a través de los colores predominantes en sus obras
artísticas. Spengler subraya la retracción de los griegos
ante los verdosos y azules —que jamás usaron porque no
entendían la lejanía— y la aceptación de los colores vivos:
del sol y del día, no de la noche; de lo visible, no de lo
invisible. Exactamente lo contrario de Occidente en cuyos
óleos, los atardeceres ocupan, con los temas del infinito
—mar y cielo—, el lugar preferente.
"El amarillo y el rojo son colores populares, los colo­
res de las multitudes, de los niños, de las mujeres y de
los salvajes. En España y Venecia el hombre distinguido
prefiere, por el afán inconsciente de mantenerse apartado
y distante, un negro o un azul suntuoso. El amarillo y el
rojo —colores euclidianos, apolíneos, politeístas— son, por
último, los colores del primer plano social, de las ruidosas
aglomeraciones, de los mercados, de las fiestas populares,
de la vida ingenua y atropellada, del fatum antiguo, del
azar ciego, de la existencia puntiforme. El azul y el verde
—colores fáusticos, monoteístas— son los colores de la
soledad, de la solicitud, de la gran curva que une el pre-
■94 ~ Spengler, pensador de la decadencia

sente con el pasado y el futuro, del sino como decreto


inmanente en el cósmico conjunto."10 Siguiendo la pauta
spengleriana, se percibe fácilmente, con una sola mirada
a los colores dominantes, la diferencia existente entre un
creador como Rembrandt y un pintor invernal como Van
Gogh.
Si se toma un cuadro de un pintor fáustico —Tiziano,
por ejemplo— y se observa un detalle, una parte, no pare­
cerá más que una mancha informe; pero si se lo mira
desde la distancia, el mundo de las formas en danza nos
mostrará el motivo en su real dimensión. El espacio triunfa
con dos colores: el verde oscuro azulado y el pardo de
taller de los fondos. El primero, según Spengler, es un
color católico; el segundo, protestante; y los dos son reli­
giosos.11 La diferencia entre los maestros del norte y los
del sur se aprecia, pues, con un vistazo a los fondos de
sus obras, suficiente para mostrar la relación entre la pro­
fundidad, las catedrales y la vida cristiana.
El simbolismo occidental encuentra en la pátina otro
de sus elementos principales. Una buena estatua o tela
ha de tener pátina, símbolo del tiempo, indicio del paso
de los años. Pero, como no podía ser menos, la mentali­
dad moderna ha creado artificialmente la pátina. Ahora se
hacen antigüedades a pedido, sentimiento esnobista que
constituye una versión degenerada de la predilección fáus-
tica por todo aquello que posea ritmo cósmico, que obró
el efecto de guardar, a partir del siglo xiv, restos de pasa­
das culturas en museos e impulsó las excavaciones con
actitud inconsciente, presta a convalidar la inexorabilidad
del tiempo y el carácter transitorio y efímero de las cosas
todas. Lo opuesto hacían los griegos, quienes jamás con­
servaron las ruinas; antes bien, las demolían y volvían a
construir sobre ellas. Es en el invierno de la cultura occi­
dental cuando se vuelven a derribar monumentos históri­
cos porque así lo exigen las necesidades de la urbe y de
la técnica. La ruina resulta el símbolo de su voluntad,
de su pretensión de enfrentarse al destino. La arquitec­
tura occidental ha llegado a construir ruinas como motivo
ornamental —parque inglés, glorietas y pérgolas semiaca-
badas de carácter antiguo— y es sabido que una estatua
El arte ~ 95

apolínea, conservada intacta y perfecta, no se valora tanto


como otra similar destruida en parte; en efecto, esta última
es completada con la imaginación —Venus de Milo— y
conservada como un tesoro. Un griego la hubiera conside­
rado un trasto viejo.
Igual diferencia existe, en ambas culturas, en el trata­
miento del tema de la muerte. Los griegos cremaban los
cadáveres empleando vasos funerarios, mientras que en
Occidente existe un rito y un arte del sepelio. Para Spengler
las necrópolis antiguas carecen de importancia; la cultura
fáustica, en cambio, hace de los cementerios algo inherente
a ella, ya que el arte de los mausoleos merecería, de por
sí, un estudio aparte.12

Tragedia y literatura

El pensador alemán no le dedicó a la literatura un trata­


miento igual al de las otras artes. No obstante, la litera­
tura también demuestra la voluntad de un sino. Cabe con­
signar la diferencia, que bien apunta Spengler, entre la
manera de concebir la Tragedia en la antigüedad clásica
y en Occidente. La mentalidad griega gira en torno al
tema de la fortuna, que, por medio de la acción trágica,
ensalza o' derriba, encumbra o humilla a los personajes
del drama en un puro presentismo, en que el efecto se
logra mostrando las terribles consecuencias que, sobre la
inmóvil realidad, trae la hybris, el abandono ae los dioses
y la acción del azar ciego. Por eso, el héroe antiguo sufre
la tragedia y, a través de sí, todo un pueblo en él repre­
sentado. La mentalidad fáustica es exactamente opuesta:
rebelándose contra el destino y los dioses, desconoce siem­
pre lá resignación. El destino y la naturaleza, sin embargo,
han de obligar al héroe occidental a bajar la cabeza a
fuerza de golpes terribles. Existe aquí no ya piedad sino
súblime envidia por el personaje. En esto se diferencian
claramente Ájax y Fausto, Sófocles y Shakespeare. "El
tema —dice Spengler— no es el héroe activo, cuya volun-
■96 ~ Spengler, pensador de la decadencia

tad crece e irrumpe en lucha contra la resistencia de las


potencias extrañas o de los demonios en su propio pecho;
el tema trágico griego es el paciente sin voluntad, cuya
existencia somática es aniquilada —sin fundamento pro­
fundo, puede añadirse—. La trilogía de Prometeo, por Es­
quilo, comienza justamente en el punto en que Goethe la
hubiera probablemente terminado."13 La grandeza del tea­
tro griego estriba en el coro, que, como superación de lo
individual, diferencia al hombre apolíneo colectivo, anóni­
mo bajo la máscara, del hombre occidental, primer actor
solitario y aclamado en la soledad de su yo fáustico. En
ambos casos, tanto en la tragedia griega como en la occi­
dental, existe una clave fundamental: la inevitabilidad de
los acontecimientos, cuya voluntad y desarrollo son ingo­
bernables para los hombres.
Todas las obras de Shakespeare se desarrollan en
torno al libre juego de las pasiones de los personajes, de
sus intereses personales, los cuales, conforme actúan, van
urdiendo la trama. Sus figuras están motivadas por deseos
incontrolables: Macbeth, por su sed de poder; Yago, por
sus celos; Hamlet, por su rencor. Shakespeare es un escri­
tor eminentemente político. En sus obras, el bien y el mal
no existen como fuerzas totales y separadas; antes al con­
trario, conviven en cada personaje, luchando entre sí o
consigo mismo, hasta triunfar aquel, o aquella tendencia,
con más poder. El triunfo, no obstante, conlleva su propia
destrucción: cuando Macbeth y Yago alcanzan el triunfo,
éste sabe amargo porque ambos se quedan solos.
Al hombre apolíneo los dioses lo aniquilan; el hombre
fáustico se autoaniquila. Macbeth debe asesinar para obte­
ner la consumación de su voluntad de dominio; Hamlet
y Yago no pueden dejar de actuar a instancias de su afán
de venganza o de sus celos. Mientras el héroe trágico
griego está determinado por los dioses y no puede escapar
de éstos (Yocasta y Layo saben la maldición del Oráculo,
pero al procurar evitaría enviando lejos de ellos a su hijo
Edipo, no hacen sino posibilitar la consumación de la sen­
tencia de Delfos: que se casará con su madre después de
dar muerte a su padre), el occidental urge él mismo la
fatal trama de su perdición. En el primero, el destino es
El arte ~ 97

algo predeterminado; en el segundo, el destino se cons­


truye, es decir, el personaje edifica su propia tragedia. En
uno, son los dioses, y en el otro resulta el hombre el
factor determinante, mas en ambos la tragedia constituye,
el sino. Spengler señala que la tragedia teatral fáustica dé
gran estilo es aquella en donde las pasiones ennoblecen
al personaje. Vale la pena ser Macbeth... aunque uno se
quede solo.
La tragedia es preparada por circunstancias externas
—las luchas entre familias en el caso de Romeo y Julieta—
o internas —la angustia de Hamlet—, pero siempre, a pe­
sar de eventuales rebeliones, termina consumándose. La
ilusión, sin embargo, intenta ofrecer, por vía de los valo­
res, una salida a los personajes, pues el espectador occi­
dental quiere que éstos puedan zafar de los lazos del des­
tino y no se resigna, sintiéndose orgulloso de sus héroes, a
perderlos.
Mientras que la tragedia griega era ahistórica —tal el
ritmo de la cultura antigua—, la occidental, en sentido
contrario, es absolutamente histórica; y ello no hace refe­
rencia, al menos no necesariamente, a un hecho real suce­
dido en el pasado sino a la distancia en el tiempo que
reviste el tema central de la obra. "Nosotros tenemos,
pues, tragedias del pasado y tragedias del futuro —a éstas,
que son las que nos presentan el hombre futuro como
sujeto del sino, pertenecen en cierto modo Fausto, Peer
Gynt, el Crepúsculo de los Dioses—, pero no tenemos tra­
gedias del presente, si se prescinde de los dramas sociales
del siglo xix, que carecen de importancia. Cuando Shakes­
peare quiere expresar algo de importancia en el presente,
elige siempre países extraños donde no estuvo nunca (de
preferencia en Italia), mientras los poetas alemanes eligen
Inglaterra y Francia. De esta manera queda excluida la
proximidad en el espacio y en el tiempo, proximidad que
el dramático acentuaba aun en el mito.” 14
En tanto la pasividad y la falta de acción de los perso­
najes eran la norma en la representación teatral helénica
—el cambio de escena le hubiera parecido inconcebible a
los griegos—, en el teatro occidental lo es el dinamismo.
De donde volvemos a encontrar la diferencia entre arte
98 ~ Spengler, pensador de la decadencia

apolíneo y arte fáustico: la escena griega és un verdadero


grupo escultórico inmóvil; la occidental, una obra musical.
Sin embargo, la tragedia sigue siendo, aun hoy, sinó­
nimo de teatro griego. Éste, con sus famosas tres unidades
de lugar, de tiempo y de acción, caló tan hondamente en
los occidentales, que éstos, sintiéndose herederos del glo­
rioso pasado grecorromano, olvidaron cultivar sus formas
propias, confundiendo el estudio de los textos antiguos con
la mera vivencia. Goethe se lee, se vibra, no se estudia;
Sófocles se estudia o se lee a través del prisma occidental,
con lo que ello implica, en perspectiva, en lejanía. Mas
no se dio —dice Spengler— una tragedia occidental per­
fecta, poderosa, netamente fáustica. "El drama germánico,
por grande que Shakespeare sea, no ha superado nunca
de manera completa el obstáculo de una convención mal
entendida, y la culpa la tiene la fe ciega en la autoridad
de Aristóteles.” 15

Caída y muerte del arte

Lentamente, el arte va decayendo.. Al tornarse las formas


más científicas y complejas, tiende a debilitarse el senti­
miento vital cósmico que las anima. El género sinfónico
en la música occidental es el comienzo de este camino.
La necesidad de complejizar la partitura y la instrumenta­
ción, añadir nuevos instrumentos y efectuar arreglos se
hace cada vez más imperiosa. Esta música occidental y
accidentalizada en decadencia, de salón, elegante, grácil y
refinada, es la última manifestación cultural de gran clase
junto con el aporte beethoveniano, Napoleón y el estilo
"Imperio”, consecuencias lógicas del Barroco. El román­
tico, el gótico, el renacimiento, el barroco, el rococó y el
Imperio no son estilos distintos, según Spengler sino esta­
dios de un mismo estilo. Hay —dice el filósofo de Blan-
kenburg— un "aire de familia” entre ellos, al margen de
las diferencias que puedan encontrar nuestros ojos.
El arte ~ 99

En la antigüedad, la época correspondiente del “Impe­


rio" es el orden corintio con Alejandro, coetáneo de Napo­
león, y el inicio del helenismo. En la cultura mágica, el
arte árabe deviene arte moro, en el que se perciben in­
fluencias extrañas al sentir de esa alma cósmica. Para la
época correspondiente egipcia, Spengler tiene una respues­
ta lacónica: " . . . disturbios, no se conserva nada" (hacia
1750 a.C.).
Siendo las artes organismos, cumplen, conforme a su
naturaleza, el ciclo cultural que les es propio, o sea, decli­
nan y se extinguen. A veces, las menos, se transforman
en un arte distinto; otras, las más, se devalúan al punto de
no responder a sus características el nombre que la tradi­
ción les ha mantenido. Para Spengler, todo el arte occi­
dental es, debido a sus rangos esenciales, un arte “impre­
sionista", ya que imita de acuerdo con las vivencias de
los elementos espaciales y del espacio mismo y devuelve
esas vivencias en forma de impresiones. “Desde el punto
de vista pictórico y musical, consiste el arte en crear con
rayas, manchas o sonidos una imagen de inagotable conte­
nido, un microcosmo para los ojos y los oídos de un hom­
bre fáustico; es decir, conjurar artísticamente la realidad
del espacio infinito por medio de la más fugaz e incor­
pórea alusión a una cosa objetiva que en cierto modo lo
obligue a revelarse en una apariencia real. Ninguna otra
cultura ha osado crear este arte, que es el movimiento
de lo inmóvil.” 17 Es, pues, un descubrimiento permanente.
Pero llega un momento en que no hay más cosas que des­
cubrir.18 Eso ocurrió en el helenismo con la pintura ilusio­
nista, imitativa, que intentó suplantar —llena de falsa ale­
gría— un gran estilo. Algo similar es nuestra pintura del
siglo pasado, desde Delacroix y Constable, cuya tendencia
hacia los temas exóticos y al retorno a la naturaleza cons­
tituyen su esencia.
No es pertinente denominar a una escuela impresio­
nista, cüando impresionista es toda la pintura occidental.
Tal escuela de pintura ál aire libre supone la negación de
la de los grandes maestros. Como no le alcanza la solitaria
introspección de una buhardilla, el impresionismo debe
salir al campo para encontrar los motivos de su arte. Cosa
100 ~ Spengler, pensador de la decadencia

curiosa, pues quizá no haya mejores escenas campesinas


que las de Brueghel, quien, a diferencia de estos pintores
modernos, no buscó jamás reencontrarse con lo natural.
Ocurre que se ha perdido la religiosidad. Se ha esfumado,
pues, el verde sombrío católico y el pardo protestante.
Spengler escribe en un pie de página: ^'Por eso es impo­
sible una pintura religiosa fundada en el aire libre. El
sentimiento que anima al impresionismo es tan irreligio­
so, tan circunscripto a una 'religión racional’ que los nu­
merosísimos ensayos intentados honradamente para intro­
ducirlo en la Iglesia hacen el efecto de cosa vana y falsa
(Uhde, Puvis de Chavannes). Un solo cuadro de 'aire libre'
basta para 'mundanizar' el interior de una Iglesia, rebaján­
dola hasta convertirla en una sala de exposición”.19
En plena decadencia occidental los elementos cartesia­
nos y leibnitzianos se mezclan con los euclidianos, mientras
toda suerte de figuras amorfas, geométricas en desorden,
se confunden con collages repletos de elementos' político-
testimoniales. Una de las principales características del in­
vierno cultural es, justamente, lo efímero de las formas,
simples modas que nacen y mueren rápidamente.
Acaba, de tal manera, su ciclo el arte pictórico; un
ciclo comenzado con aquellos que pintaban lo que sentían
y continuado con quienes traducían en imágenes lo que
veían. Las nuevas formas se suceden velozmente: cubismo,
arte figurativo, funcionalismo, arte abstracto, surrealismo,
dadaísmo, cuyo principio es ser antiartístico. Spengler no
critica el valor simbólico de sus creaciones, sino el valor
del arte moderno como parte de la manifestación global
del estilo fáustico en su histórico camino.
El arte se ha vuelto snob, al punto de que se guardan
reliquias cual muestra de cultura, como ocurriera en Roma
con los “vasos de Corinto", disputados por los ciudadanos
y pillados por el César en persona. Ser culto es asistir a
museos, salas, conferencias y teorizar interminablemente
sobre las enormes posibilidades de expresión del aluminio,
el acrílico y el piano eléctrico.. "¿Qué es lo que hoy llama­
mos arte?”, se pregunta Spengler. "Una música mendaz,
artificioso estruendo de masas instrumentales; una pin­
tura mendaz llena de efectismos idiotas y exóticos, más
El arte ~ 101

propios de carteles de anuncios; una arquitectura mendaz


que cada diez años saquea el tesoro de las formas preté­
ritas, para fundar un nuevo estilo en el que cada cual
hace lo que le viene en gana; una plástica mendaz hecha
de los robos perpetrados en Asiria, Egipto o Méjico. Y,
sin embargo, el gusto de los mundanos considera esto como
la expresión del tiempo actual. Todo lo demás, lo que per­
manece adicto a los viejos ideales, es deleznable ocupación
provinciana."20
Cuando decae la cultura y surge la civilización, el
teatro trágico también declina. El personaje se vuelve pa­
sivo, nihilista; no actúa, considerando que no vale la péna
hacerlo... está abrumado por las circunstancias, se lamen­
ta, acusa, critica sórdidamente, y, muchas veces, ni siquiera
eso. Lo demuestran las obras de Ionesco y Becket, con su
teatro del absurdo. La vida misma es un absurdo, es la
náusea. El lugar primordial lo ocupa —y Spengler tiene
razón al señalarlo como un signo de declinación por exce­
lencia— el drama social. Este paso de los grandes aspectos
a los pequeños tiene su explicación: la tendencia desme­
dida a la motivación de los acontecimientos. "Motivar
significa, tanto en Hebbel como en Ibsen, querer dar a la
tragedia la forma de causas y efectos. Hebbel habla algu­
nas veces de trayectorias helicoidales en la motivación de
un carácter; analiza y transforma la anécdota hasta con­
vertirla en un sistema, en la prueba de un caso.. .” 21 Por
eso, en el drama social de Ibsen y Zola la miseria de los
personajes salta a la vista con su pretensión de entronizar
las cuestiones individuales como el más acabado problema
trágico. La sátira, en cambio, pese a su carácter demole­
dor, es el único género literario de alto nivel, ya que en­
cuentra en la decadencia el incentivo para su denuncia. Así
ocurrió con Juvenal en Roma y, antes, con Aristófanes en
Grecia.22
La época cesárea de mayor avance de una cultura es
también la de mayor ecumenismo de sus formas artísticas,
aunque el alma de las mismas se haya perdido para siem­
pre.. El arte del ocaso es siempre grandioso y vano, simple
acumulación de materiales en inmensa cantidad, como
Roma con sus foros enormes y termas colosales y Egipto
102 ~ Syengler, pensador de la decadencia

con los templos de Luxor o Karnak con sus increíbles


columnas.
De esta manera se cierra el ciclo que alguna vez na­
ciera y que volverá a renacer. Mientras tanto, debe vivirse
la decadencia. Spengler se queja amargamente de los tiem­
pos que le ha tocado vivir; "echo de menos, dice, todavía
hoy, lo que Nietzsche echó ya de menos: una música de
canto alemana llena de raza y espíritu, chispeante de me­
lodía, ritmo y fuego; de la que no tienen por qué aver­
gonzarse Mozart y Johan Strauss, Bruckner y el joven
Schumann, que se pueden llamar sus precursores. Pero la
música de circo de hoy nada tiene que ver con esto. Desde
la muerte de Wagner no ha existido ningún creador de
melodías”.23
Spengler era consciente de lo que ello significaba.
Había llegado la hora de la violencia, con su música par­
ticular y diferente; el tiempo de los hombres de acción,
sin inquietudes artísticas; el momento del industrial, el
técnico, el militar y el político práctico.
Notas

1 Spengler toma sólo cuatro culturas: egipcia, árabe, antigua


y occidental, para analizar a fondo estas dos últimas únicamente.
2 "Pero en la impresión que el hombre produce sobre sus seme­
jantes ¿qué elemento puede aspirar al rango de un símbolo? ¿En
dónde se halla compendiada la esencia del hombre y el sentido de
su existencia? ¿En dónde se hallan su esencia y sentido expuestos
a la contemplación? La respuesta a todas estas preguntas nos la da
el arte.” D.O., tomo I, pág. 331.
3 Preocupado por el mismo tema escribe Carlos Marx: “No
radica la dificultad en comprender que el arte o la epopeya griegos
se encuentran unidos a ciertas formas de la evolución social. Lo
difícil es explicarse por qué pueden proporcionarnos todavía goce
estético y valer, en cierto modo, como norma y modelo inasequi­
bles." Crítica de la economía política (Kritik, pág. XLIX). Citado
por Hermann Heller en Teoría del Estado, Fondo de Cultura Econó­
mica, 1942, págs. 126-127.
4 Spengler mismo, occidental de cabo a rabo, escribió el libreto
de una ópera: Las Bodas de Diana, que se estrenó el 21 de octu­
bre de 1928 en el salón de conciertos de Duisburg. Asimismo co­
menzó a escribir un drama sobre Cristo, otro sobre Eróstrato y un
tercero acerca de Tiberio, acariciando también la intención de com­
poner una novela bávara inspirada en Luis II y una historia hasta
Bismark, pero luego destruyó todos estos bosquejos.
5 D.O., tomo I, pág. 296.
6 D.O., tomo I, pág. 306.
7 Compárese la mirada de los Cristos de El Greco con la
de una obra de la cultura antigua, el Efebo de Antístenes, por
ejemplo, y se notará la diferencia.
104 ~ Spengler, pensador de la decadencia

8 D.O., tomo I, pág. 313.


9 D.O., tom o I, pág. 315.
10 D.O., tom o I, pág. 319.
11 El alma mágica se expresa en el arte árabe del mosaico y
de la madera con fondos dorados. Mientras que los elementos y co­
lores de la pintura antigua y occidental son naturales, el dorado es
un símbolo de lo sobrenatural Es que el alma mágica cree en la
acción de fuerzas misteriosas e inevitables —fatalismo islámico—
en todos los hechos y circunstancias de la vida humana, caracteri­
zando ese sentimiento en el tono dorado de los fondos. La impronta
de la cueva cósmica, como la comunión de los fieles en torno del
simbolismo de lo sobrenatural, es señalada en la construcción de
la mezquita y en las catedrales colmadas de semiesferas y bulbos,
con fondos dorados o colores vivos.
12 "Spengler parece haber olvidado que en Roma se celebraban
conciertos semanales de orquesta en el mausoleo de Augusto; que
la tumba de Adriano fue por siglos la fortaleza de los papas, y que
por kilómetros y kilómetros, fuera de la ciudad, las antiguas carre­
teras están bordeadas por la mayor colección de tumbas del mundo
entero." R. G. Collingwood, Idea de la Historia, F.C.E. México, 1977,
págs. 180-181.
13 D.O., tomo I, pág. 407.
14 D.O., tomo I, pág. 330.
35 D.O., tomo I, pág. 409. Spengler sostenía que un auténtico
drama debía contemplar hechos y no perderse en frases. En 1917,
en plena guerra, escribió: "Nosotros tenemos una serie de muy
importantes formas poéticas y dramáticas, pero no tenemos ningún
‘drama alemán', en el sentido en que se habla de drama griego,
español o francés." Guerra, drama y novela, en Reden und Aufsatze,
Beck, Munich, 1951, pág. 331.
16 D.O., tomo I, pág. 263.
17 D.O., tomo I, pág. 364.
18 "Miguel Angel quiso resucitar un mundo de formas muertas;
Leonardo presintió en el futuro un mundo nuevo; Goethe adivinó
que ya no había mundos nuevos que descubrir. Entre ellos trans­
curren los tres siglos maduros del arte fáustico." D.O., tomo I,
pág. 358.
19 D.O., tomo I, pág. 367.
20 D.O., tomo I, págs. 373-374.
21 D.O., tomo I, pág. 208.
El arte ~ 105

22 "El instinto seguro y penetrante de Aristófanes ha puesto


en claro la verdad, cuando reunió, en un común objeto de odio, a
Sócrates mismo, la tragedia de Eurípides y la música de los nuevos
ditirambos, y reconoció en estos tres fenómenos los estigmas de
una cultura degenerada." Federico Nietzsche, El origen de la tragedia,
O.C. V, pág. 89.
23 "Pesimismo", en H.T., págs. 115-116.
" 'T ‘

CAPÍTULO V

SPENGLER Y LA RELIGIÓN

“La religiosidad es un rasgo, un impulso del


alma. Pero la religión es un talento."
ÜSWALD SPENGLER

En su estudio sobre la religión, Spengler no distingue ni


diferencia ésta, es decir, el objeto formal de su teorética,
de la metafísica o doctrina del allende, como la denomina.
“La religión, dice, es metafísica y no otra cosa”,1 con lo cual
el carácter de religación ontológica dada entre el hombre
y Dios viene a quedar subsumido, por efecto de la citada
univocidad, en la metafísica. Claro que Spengler, al hablar
de metafísica, difiere de la escuela clásica y de la acepción
que ella le ha dado al término desde Andrónico de Rodas.
Para el filósofo alemán, la metafísica conocida y demos­
trada racionalmente deja de ser tal y se confunde con la
mera filosofía, o erudición, en cuanto lo metafísico es vivido
y nunca racionalizado, sentido y no pensado. La religión
resulta, así, vida "con y en lo suprasensible”.2
107
108 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Esto asentado, Spengler se propone marcar la desigual­


dad que media entre las religiones de las culturas superio­
res y las primitivas, nacidas con el despertar del alma. Las
primeras, apunta el filósofo germano, si bien tienen ideas
más decantadas acerca del amor intelectivo, la moral y los
temas espirituales, carecen, quizá como contrapartida, del
simbolismo propio de las segundas.3 En tanto el desarraigo,
es decir, la ninguna relación existente entre el hombre y la
comarca —escribe Spengler— particulariza a las comunida­
des primitivas y a su religiosidad, ajena por completo a la
tierra y las fronteras, la cultura superior tiene un lugar
fijo donde se asienta y echa raíces. En el primer caso, las
relaciones de conciencia, siendo el hombre primitivo un nó­
made, resultan inexistentes; en el segundo, en cambio, la
religión es propia del lugar donde ha nacido, aun cuando
luego se extienda y, eventualmente, se universalice.
Pero estas nociones pueden confundirse, y de hecho se
confunden, cuando se refieren al cristianismo. “El investi­
gador ha de acostumbrarse a considerar el hecho de que el
cristianismo mágico —el de la Iglesia occidental— ha sido
dos veces órgano expresivo de una religiosidad primitiva:
entre 500 y 900 en el occidente germano-celta y hoy en
Rusia.” 4 De aquí se deducen algunas de las principales ca­
racterísticas del cristianismo. Por de pronto, es una religión
primitiva tanto en Occidente —no así en los países orien­
tales— como en Rusia, donde Spengler creía iba a desen­
volverse la próxima forma orgánica superior; seguidamente,
en la cita anterior aparece la palabra mágico, que nos con­
duce al meollo del análisis spengleriano acerca de la religión
cristiana, pues, en efecto, su tesis central es el desdobla­
miento del cristianismo en mágico y occidental.

Los cultos apolíneos y la comunidad de fieles mágica

Así como la religión antigua se desarrollaba a través y a


lo largo de una infinita cantidad de cultos particulares,
junto a cuyas manifestaciones metafísicas hubo de nacer
Spengler y la religión ~ 109

la cultura apolínea con su ansia de exactitud, su apego a la


polis y su visión euclidiana del universo, así también,
con la religión mágica, abre los ojos al mundo la cul­
tura arábiga. Si aquélla, por sus mismos fundamentos, era
incapaz de extenderse y multiplicarse, y resultaba estática
y fragmentada en sectas a las cuales el sentido de misión y
Ecclesia les era desconocido, ésta, en cambio, verdadera
“comunidad de los que se conocen”, rechazaba la dis­
persión de cultos en beneficio del mensaje ecuménico
y del bautismo de fe que todos sus fieles confiesan. En el
mundo clásico, la relación entre el hombre y Dios adopta
las características del lugar donde ha surgido y se ha afin­
cado el culto particular; en la religión mágica, inversamen­
te, dicha relación descansa "en la fuerza oculta, en la magia
de ciertas acciones simbólicas”.5 Su centro no es el culto,
sino la confesión de los fieles que reconocen una misma
doctrina, ignorando límites geográficos y estrecheces racia­
les. La Iglesia mágica es una orden y la nación mágica
—hechura de su religión—, es “la Orden de todas las Órde­
nes" ,6 un consensus de los llamados, elegidos por Dios para
testimoniarle adoración y rendirle culto. Pero ese consen­
sus se aplica no sólo a la religión, sino también a la polí­
tica, el Derecho y el Estado. La línea divisoria entre lo
nacional y lo extranjero se da en Grecia entre polis y polis;
en Roma, entre hostis y ciudadano; y en la cultura mágica,
entre fiel e infiel, de donde se sigue que la diversidad de
manifestaciones que se observa en otras culturas carece de
sentido para el alma mágica. Es que su visión —el aquende
como allende— contempla al mundo como una totalidad
íntegra e integrada, cuya clave de bóveda es el principio
y fin de los tiempos. De aquí que la pregunta por exce­
lencia de la comunidad mágica de fieles sea: ¿cuándo? El
¿cuándo? se refiere en las innúmeras visiones apocalípticas
de indios, cristianos, persas, sirios y caldeos, a la espera
de un Dios que ha de manifestarse en la Parusía. Al hom­
bre mágico no le interesa el cómo; antes bien, su inteli­
gencia se encuentra ordenada a pensar el cuándo y, funda­
mentalmente, a rezar, sabiéndose parte de un nosotros
neumático que lo abraza y confunde con sus hermanos
—"amarás a tu prójimo como a ti mismo”—.
110 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Spengler puntualiza la diferencia del ser mágico respec­


to del fáustico —un yo, una potencia atenida a sí misma—
y del apolíneo —un soma o cuerpo entre muchos otros,
que no responde sino a sí mismo—. “Mientras el hombre
antiguo se encuentra ante sus dioses como un cuerpo ante
otros cuerpos; mientras el hombre fáustico, con su yo y su
voluntad, siente en su amplio mundo el yo omnipotente de
la deidad, que es también una voluntad fáustica, en cam­
bio, la divinidad mágica es la incierta y misteriosa fuerza
de la altura, que a capricho se encoleriza o dispensa su
gracia, desciende a la oscuridad o eleva el alma a la luz."7
Las citadas notas distintivas no son sino el resultado del
símbolo primario o idea que anima a esta cultura: el cos­
mos considerado como cueva. En medio de una dialéctica
donde los opuestos se traban en lucha eterna —ángeles fla­
mígeros y demonios; el arriba y el abajo como categorías
metafísicas; Dios y Satanás; la luz divina y las tinieblas
infernales; el espíritu y la carne—, la realidad se dilata y
extiende ante la vigilia cósmica del alma. Luz y tinieblas,
amuletos y talismanes, leyendas y secretos están todos baña­
dos por una corriente mágica. Spengler afirma: “El mundo
del hombre mágico está imbuido en un matiz y emoción de
cuento".6
Dentro de los límites de este mundo, cuyos habitantes
se preguntan ¿cuándo?, se avienen a los dictados de la
Deidad y participan diariamente en la lucha entre el Bien
y el Mal, creyendo que todo tiene un tiempo, surgió, según
Spengler, el cristianismo, al cual el filósofo alemán dividió,
como quedó dicho más arriba, en mágico y fáustico. En
rigor, la Iglesia católica es una iglesia de la seudomorfosis,
concepto éste acuñado por Spengler y que, desde entonces,
tuvo —a diferencia de otros qúe se le deben— una acogida
feliz en las ciencias sociales. Seudomorfosis históricas
llama él a aquellos casos en que una vieja cultura extraña
yace sobre un país con tanta fuerza aún, que la cultura
joven, autóctona, no consigue respirar libremente y, no sólo
no logra construir formas expresivas puras y peculiare,
sino que ni siquiera llega al pleno desenvolvimiento de su
conciencia propia.9 La seudomorfosis —piensa Spérigler—
comienza históricamente con la batalla de Accio, en la que
Spengler y la religión ~ 111

debiera haber vencido Antonio, representante de la cultura


arábiga, los dioses y el califato, permitiéndole así al alma
mágica desenvolverse con una libertad de la cual careció
al ser vencido aquél. El triunfo de Octavio extendió sobre el
paisaje mágico la primacía del espíritu apolíneo.
'Xa iglesia pre-católica, es decir, la Iglesia de la seudo­
morfosis, nació en su forma grandiosa hacia 190, al defen­
derse frente a la iglesia de Marción, cuya organización co­
pió . .. sustituyendo la Biblia de Marción por otra dispuesta
en idéntica manera: con los evangelios y las epístolas de
los apóstoles, que luego fueron unidos a la Ley y a los
Profetas. Por último, cuando la reunión de los dos Testa­
mentos decidió definitivamente sobre el concepto del judais­
mo, combatió también la tercera idea de Marción, su teoría
de la salvación, formando una teología propia, sobre la
base de la posición del problema que Marción presentara." 10
Ahora bien, la iglesia de la seudomorfosis es la Iglesia Cató­
lica, que, con San Pablo, se desenvolvió en los territorios
de la antigua Hélade, sin trasponer los límites de la cultura
apolínea —principalmente Grecia—, hacia donde se dirigió
el apóstol para llevar la religión de Cristo. Porque debe
entenderse que Spengler, además de desdoblar el catolicis­
mo, le marcó, en términos geográficos, tres direcciones dife­
rentes: la del Occidente griego y su unión espiritual con
la iglesia pagana, que personalizó Pablo; la judeocristiana,
dirigida por San Pedro, y la propiamente oriental, cuya ca­
beza visible fue San Juan. Esta división aconteció al fina­
lizar la primera época de la cultura mágica, y así como las
tres religiones poseyeron un territorio fijo donde arraigaron
—mundo antiguo, judío y pérsico—, también cada una de
ellas se sirvió de idiomas diferentes: el griego en la iglesia
paulina, el pelvi en la de San Pedro y el arameo en la de
San Juan.
Sabemos con base en qué elementos de juicio distin­
guió Spengler estas tres religiones; pero, así y todo, su
explicación resulta harto insuficiente por cuanto, aun exis­
tiendo las direcciones predichas, los dogmas y creencias de
las mismas siguieron siendo iguales. El hecho de que habla­
sen y se dirigiesen a los fieles en idiomas diferentes, como
el de que San Pablo, San Pedro y San Juan divergiesen en
112 ~ Spengler, pensador de la decadencia

determinados aspectos teológicos, no quita ni pone nada a


la esencial unidad dogmática de la Iglesia Católica. Spen­
gler, al exagerar de tal manera los componentes raciales y
lingüísticos en su estudio del cristianismo mágico, termina
sosteniendo que tres apóstoles del Señor, marchando en
misión evangélica hacia puntos distintos del mundo antiguo
y mágico, desarrollaron tres religiones distintas, las cuales,
andando el tiempo, terminarían acusándose mutuamente de
heréticas y combatiéndose a muerte.

San Pablo, San Pedro, San Juan

Analicemos, ante todo, la orientación occidental. Saulo, más


conocido por su nombre romano de Pablo, nació en la
ciudad de Tarso hacia el año 8 de la era cristiana. Éste su
carácter ciudadano no lo abandonará jamás, pues, según
Spengler, con Pablo hace su aparición en la escena del cato­
licismo mágico el hombre de la urbe. Los demás apóstoles
vivían en el campo y estaban consustanciados con la tierra,
siendo, todos ellos, aldeanos en alma y sentimientos. Saulo,
en cambio, educado en la sólida tradición rabínica de Tarso
y Jerusalem, donde escuchó las ideas de Gamaliel, fue re­
presentante de la ciudad y, de la mano de sus maestros,
entró en contacto con el helenismo, en el cual se embebió
hasta conocerlo en la forma que reflejan sus diversas epís­
tolas a los cristianos de Efeso, Tesalónica y Corintio. La
enseñanza farisea de Gamaliel dejó en Pablo una impronta
imborrable hasta el momento de convertirse al catolicismo
y entrar en contacto con sus verdades. Josefo, al referirse a
la secta israelita, escribió: “Creen que las almas conservan
un vigor inmortal y que bajo tierra existen castigos y re­
compensas, según hayan practicado en la vida el vicio o la
virtud”. (Ant. 18,1,13).
Pablo tenía una misión que cumplir y hubo de desarro­
llarla en Occidente, sin franquear, siquiera por un momen­
to, los límites del mundo antiguo. “¿Por qué fue a Roma
y a Corintio, y no a Edesa o Ctesifón? ¿Por qué predicó
Spengler y la religión ~ 11S

en las ciudades y no en las aldeas?",u se pregunta Spen­


gler en un claro intento de avalar su tesis acerca de la
naturaleza urbana del santo. "Pablo fue rabino en espíritu
y apocalíptico en sentimiento. Reconocía el judaismo, pero a
modo de una prehistoria”?2 Quizás esta referencia a la pre­
historia sea el mayor acierto de Spengler respecto de la
figura paulina. Además, el tema del judaismo habrá de ser
esencial no sólo en los sucesivos viajes de San Pablo a través
del mundo antiguo, sino también en la polémica que ten­
dría con el primer vicario de Cristo en la tierra, la que dio'
lugar al Concilio de Jerusalem.
En sus sucesivas misiones por el mundo griego, Pablo'
se presentaba en el lugar de reunión de los judíos y predi­
caba en la sinagoga, donde hacía infinidad de conversiones.
Hasta su segundo viaje apostólico, entre el año 50 y 53
de la era cristiana, siguió la costumbre de dirigirse a los
lugares concurridos por los israelitas, fuesen sus sinagogas
o mercados. Pero durante su estada en Corinto y tras dejar
atrás a Atenas, rompió con el judaismo dirigiéndoles a sus
fieles estas palabras terminantes: "Recaiga vuestra sangre
sobre vuestra cabeza... Desde ahora me voy a los gen­
tiles".13 No nos adelantemos, sin embargo, pues las peri­
pecias de su paso por Atenas no pueden dejarse de lado,
debido a la importancia que le asigna Spengler al logas
—creación griega— en la iglesia de la seudomorjosis. En
su viaje a través del Pireo, separado de sus compañeros
Timoteo y Silas, Pablo llegó a la antigua capital de la
Grecia clásica, a la sazón un remedo decadente, pero infa­
tuado, de su pasada gloria. Allí se presentó en el ágora,
donde comenzó a propagar la palabra de Cristo y explicar
el catolicismo munido de los muchos razonamientos que,
enseguida, interesaron sobremanera a los filósofos de las
escuelas epicúreas y estoicas; tanto que hubieron de invi­
tarlo al Areópago, lugar donde se exponían, en el más alto
nivel filosófico, los argumentos de las distintas corrientes
de pensamiento de la Hélade. Su discurso en la oportunidad
ha quedado compendiado en los Hechos (17,2), discurso
que, a pesar de su rigurosidad y poder de adaptación al
medio apolíneo, no convenció a los atenienses, quienes, al oír
lo de la resurrección de los muertos, se bularon de éL Sant
114 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Pablo marchó entonces hacia Corinto y, por vez última,


repitió su vieja costumbre de ir los sábados a la sinagoga
y exponer la religión cristiana.
El rompimiento con el judaismo —que se produce en­
tonces—, cuyos fundamentos han quedado plasmados en la
epístola a los hebreos,14 le permite a Spengler avanzar sobre
las diferenciéis entre San Pablo y San Pedro.. En Spengler
parece haber un condicionamiento del elemento raigal, lin­
güístico y racial sobre el dogmático, al extremo de que,
aun confesando un mismo bautismo y un mismo credo
y aun aceptando las mismas verdades de fe teologales,
San Pablo, San Pedro y San Juan fundan sendas iglesias
sólo por hablar idiomas diferentes y haberse afincado en
territorios también diferentes.13 Es cierto que entre los após­
toles hubo disputas, pero de ninguna manera rompieron la
fe común; es verdad, también, que la temática sobre la sina­
goga y el judaismo es mucho más acentuada en Pablo, como
será más acentuado el Apocalipsis en San Juan, mas ello
no vela en nada la esencial unidad dogmática del catoli­
cismo.
Que San Pablo y San Pedro disintieran sobre el ju­
daismo no da pie a la afirmación de Spengler: "Pablo, el
primero que ha visto y comprendido la resurrección como
un problema, hubiera podido entenderse con Filón, pero no
con Pedro”.16 En realidad supondría una contradicción que
Filón, miembro junto con Flavio Josefo y Pünio el Viejo
de la secta esenia, pudiese coincidir con San Pablo. Des­
pués de todo, los esenios se distinguían por su vida austera,
aldeana; eran monjes de una alianza o comunidad que,
merced a sus reglas de vida, en extremo severas, despre­
ciaban el espíritu ciudadano y huían de los conglomerados
urbanos. Con San Pedro, inversamente, la diferencia, aun­
que grave, fue pasajera. En el Concilio de Jerusalem, hubo
de definir Pablo que los conversos del gentilismo no debían
acogerse a la ley de Moisés y no debían ser circuncisos,
puesto que el Señor, según sostuvo, no había establecido
•distinción ninguna entre judíos y gentiles y, por ende, sal­
vaba la gracia y la redención y no la ley mosaica. A poco
de tan solemne declaración, que refleja el pensamiento
vivo, de San Pablo, sucedió ef incidente entre éste y el
Spengler y la religión ~ 115

vicario de Cristo. El diferendo se centró en la siguiente


pregunta: los judíos-cristianos ¿debían seguir ateniéndose
a los dictados de la ley antigua junto con las nuevas prácti­
cas católicas? San Pedro, al menos en Antioquía, observó
las prescripciones de la ley, lo cual le fue recriminado por
Pablo (Gál. 2,; 11), quien creía, y con razón, que semejante
proceder podía resultar equívoco. San Pedro pronto dióse
cuenta de las razones de Pablo y se desligó definitivamente
de la ley mosaica. La disputa terminó ahí.
Spengler afirma que San Pablo, que no sólo entendía
de verdades sino también de hechos, gestó, junto a San
Marcos, otro cambio de trascendencia dentro del tronco ori­
ginal de la Iglesia. Como consecuencia de su misión apostó­
lica a los territorios de la Hélade, convirtió el griego en
idioma de la Iglesia, y así dotó a ésta de una lengua erudita
y extraña a su esencia, tanto que motivó la separación defi­
nitiva de las iglesias de Occidente y Oriente, pues estas
últimas sólo comprendían el arameo. Aunque los textos sa­
grados de la religión pérsica y de la judía se encontraban
escritos en avesta o en hebreo, el idioma en que había
crecido la religión cristiana era el arameo.17 Como se apre­
cia, son razones filológicas y no teológicas las que señala
el pensador alemán para sustentar la distinción de las tres
iglesias: la paulina, la petrina y la juanina, en los albores
del cristianismo.
Sentado el principio de desavenencia entre Pablo y Pe­
dro, Spengler pasa a descubrir la Iglesia de San Juan. "En
el térritorio de lengua aramea, desde el Orontes hasta el
Tigris, hallábanse el judaismo y el persismo, que crearon
ambos, en el Talmud y en el Avesta, una teología y una
escolástica rigurosa, en estrecha y mutua acción; y ambas
teologías, desde el siglo IV, ejercieron la más fuerte in­
fluencia sobre el cristianismo de lengua aramea, opuesto
al cristianismo de la seudomorfosis. Este cristianismo
arameo acabó separándose del occidente en la forma de
iglesia nestoriana”.18 Según Spengler, San Juan no quiso es­
cribir otro evangelio, sino componer un texto diferente res­
pecto de los demás evangelistas. Ese es el origen de su teolo­
gía que rompe con la idea del fin del mundo, propia de San
Pablo y Marcos, para dar lugar a una religión vivida como
116 ~ Spengler, pensador de la decadencia

algo "sólido y perdurable”. El contenido de la doctrina de


San Juan no fue, cual podría suponerse, común a las ense­
ñanzas paulinas, e inclusive cristianas —por Cristo—, sino
que inició la etapa oriental, a pesar, dice Spengler, de la
palabra Logos, cuya acepción y origen pertenecen a la iglesia
de la seudomorfosis. Con San Juan comenzó el misterio de
la cueva cósmica, es decir, la religión católica mágica, en
cuanto contiene eí problema de la substancia, que dominará
las discusiones de la Iglesia y, andando el tiempo, será la
causa de la ruptura entre las tres direcciones conocidas.
La Iglesia occidental consideraba "la relación entre el
Uno-primario (Ñus, Logos, Padre) y el Mediador... desde
un punto de vista substancialista.. .”;B inversamente, en
Oriente, donde el Evangelio de San Juan ya había arraigado,
el problema fue comprendido y enseñado de manera dis­
tinta. Para San Juan, Dios es esencialmente trino: Dios, el
espíritu de Dios y la palabra de Dios. Pero al mismo tiem­
po, y en esto reside la originalidad e importancia de su
Evangelio, según Spengler, Jesucristo es el "segundo envia­
do”, pues ha de venir otro del cual aquel, esto es Jesucristo,
es tan sólo el anunciador. "Si me amáis de verdad —dice
El en el discurso de la última cena—, guardad mis man­
damientos y Yo os enviaré otro Paracleto que permanecerá
con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el
mundo no puede recibir, porque ni lo ve ni lo conoce; pero
vosotros lo conocéis, porque mora entre vosotros y estará
•en vosotros" (Juan XV, 15-17).
El conflicto entre las dos iglesias se dirimió en Éfeso
(año 431), y allí se separaron dos naciones cristianas: la de
la iglesia pérsica y la de la iglesia griega, lo que inició una
larga lucha, que continuará en el Concilio de Calcedonia
(año 451), donde Occidente, dice Spengler, logró de nuevo
imponer sus puntos de vista. En realidad, la primera disputa
tuvo a Nicea como sede del Concilio, donde se enfrentaron
arríanos y "paulinos”. Spengler sostiene que, en Nicea, Ata-
nasio y Jámblico hicieron valer el pensamiento de la seudo­
morfosis sobre el de la substancia, ayudados por un hecho
decisivo: la batalla de Accio, que permitió que la contro­
versia se desenvolviese en idioma griego y bajo la autoridad
•del "califa” de la Iglesia occidental.
Spengler y la religión ~ 117

Como principio indiscutible de toda su religión, Arrio


ponderó la unidad absoluta y total de Dios: un Dios eterno,
increado e incomunicable, fuera del cual, lo existente, todo lo
existente, aun el Verbo mismo, son meras criaturas suyas.
Por consiguiente, el Verbo no es de la misma naturaleza
del Padre, antes al contrario, su naturaleza es distinta de
la esencia divina y susceptible de pecado. Al arrianismo
contestó Atanasio, y en la pequeña población de Nicea,
Osio acuñó la fórmula, desde entonces célebre: homoóusios,
donde se asienta y define no sólo la consubstancialidad sino
también la distinción de las dos personas, la del Hijo y la
del Padre.
En el orden del tiempo, a Nicea siguió el Concilio de
Éfeso. Occidente, tras lo definido en el año 325, creía en el
genitum, non factum, consubstantialem Patri; Oriente, por
su parte, impregnado de Nestorianismo —prolongación de
la iglesia de San Juan—, veía en Cristo al "enviado divino
del último eón”. Mientras Oriente consideraba a María la
madre de un hombre, en cuya substancia (physis), creada
y humana, mora la substancia increada, divina, en Occiden­
te María era la Madre de Dios.20 Cuando en Constantinopla,
un seguidor de Nestorio enseñó que la Virgen María no
era la Madre de Dios, la reacción del pueblo católico,
profundamente mañano, obligó a intervenir al propio
heresiarca, quien sostuvo que la Virgen María era la ma­
dre de la naturaleza humana de Cristo —ella habría dado
a luz a un hombre donde habitó el Verbo—, pero no había
engendrado la naturaleza divina. Esta vez, la defensa de la
ortodoxia la asumió San Cirilo de Alejandría. Finalmente,
en Calcedonia, en otra variante del problema de la substan­
cia, los monofisitas defendieron la absorción de la natura­
leza humana por la divina. Cristo era Dios, mas no era
hombre perfecto. Spengler apunta que los monofisistas lla­
maron "ídolo de dos caras” al Cristo de Calcedonia.
A partir de Nicea, la iglesia oriental se organizó y se
independizó de la occidental bajo la influencia del nestoria­
nismo. La iglesia del sur, monoteísta e iconoclasta, se apro­
ximó al talmudismo, en tanto que la occidental permaneció
unida al Imperio Romano. Las huellas que las tres segui­
rán desde entonces serán diametralmente distintas: la pau-
118 ~ Spengler, pensador de la decadencia

lina se dispersará por Occidente, y en el momento en que


se convierte el rey francés Clodoveo, afirma Spengler que
las misiones de la iglesia oriental llegaban a China, y las
del sur al reino de Axum.
De todo lo asentado queda claro que para el filósofo
alemán la variable determinante de la religión o las reli­
giones cristianas es la territorial. De aquí que, al hablar
de las disputas entre Oriente y Occidente, apunte: "Pero
fue la confirmación de dos modos de pensar geográficamen­
te encontrados”;21y más adelante vuelva sobre el tema para
avalar su tesis —muy germánica por cierto—, diciendo:
"...durante un siglo estuvieron frente a frente, no con­
ceptos eruditos, sino almas de distintas comarcas”.22 Hay,
pues, fuera de toda duda, una determinación necesaria y
acabada de lo estrictamente religioso-dogmático, por lo
raigal-lingüístico que, en última instancia, se reduce a lo rai­
gal-territorial. A esto bien le cabe la objeción de Rubén
Calderón-Bouchet: "Conviene pensar que los presupuestos
históricos condicionan pero no determinan el dinamismo de
nuestra naturaleza. Existe en el hombre una posibilidad
de comunicación espiritual que la perspectiva histórica, con
todos sus cambios, no hace infranqueable. Esto no significa
que una lengua halle en otra una versión que transparente
fielmente todos sus matices semánticos, pero tampoco hay
que exagerar el hermetismo de un idioma convirtiéndolo en
un sistema de señales clauso que sólo sirve en el interior
de una cultura".23

Jesucristo y María

¿Qué es lo que enseña Spengler de Jesucristo? En realidad,


bien poco, tanto que, en orden de importancia, queda rele­
gado a un segundo papel detrás de San Pablo, creador de
la Iglesia cristiana occidental, o iglesia de la seudomorfosis.
De cualquier forma, la trascendencia de Jesús no reside en
su calidad de Verbo encarnado, sino en su condición huma­
na, porque si en los primeros tiempos, asienta el filósofo
Spengler y la religión ~ 119

germano, el cristianismo en cierne tuvo una ventaja sobre


'las demás religiones y se elevó a alturas mayores que estas
últimas, ello se debió a Jesucristo. Sólo el cristianismo, de
entre las religiones de la historia universal, ha tenido como
pilar y símbolo de la creación a una figura contemporánea
a su establecimiento. La fecundidad de su mensaje, simple,
ajeno a las sutilezas filosóficas y los alegatos sociales —atri­
buir a Jesús ideas sociales es calumniarlo, subraya Spen­
gler—, reside justamente en haberse hurtado a la decadencia
de ese mundo y aislado, en una comunidad de pescadores
y artesanos, a las orillas del lago de Genesaret.
A diferencia de Pablo, Jesús es eminentemente aldeano.
Su empresa se da lejos y al margen de la historia univer­
sal, sobre cuyas realidades fácticas el Verbo no tiene noción
ninguna. La doctrina de Jesús se refería al fin de los tiem­
pos y al juicio final con una nueva tierra y un nuevo cielo.
Jesucristo desconoce el mundo de los hechos, vive desco­
nectado de los mismos, sin sospechar lo que significaban
desde el punto de vista político, social o económico antes
y después de unirse al Bautista, a quien acudió a la edad
de treinta años. El Bautista —puntualiza Spengler—, a se­
mejanza de Jesús, es la única figura histórica que se destaca
por su profundo sentido religioso: creía en verdades y des­
conocía el mundo de los hechos.
Pero esta dicotomía entre verdades y hechos llega a sus
topes en el encuentro conmovedor de Jesucristo y Poncio
Pilatos, en el que ambos mundos chocan y no terminan de
entenderse —afirma Spengler— debido a su profunda diver­
sidad simbólica.24 Es la diferencia entre el político y el pro­
feta, el príncipe y el creyente, el tiempo dirigido y la eter­
nidad intemporal, diferencia insuperable en la medida en
que constituyen dos sinos enfrentados, sin posibilidad de
avenencia alguna.
Inmerso en el mundo de las verdades, del que nunca
se apartó, Jesucristo —piensa Spengler— no supo nunca lo
que le pasaba. Vivió en íntima relación con el campo, ajeno
a la seudomorfosis que lo rodeaba y que habría de im­
pregnar, más tarde, la corriente cristiana occidental de San
Pablo. De la Virgen María, inversamente, el autor germano
se ocupa en no pocas páginas, ora contraponiendo la Madre
120 ~ Spengler, pensador de la decadencia

de Dios al Diablo y calificando a María y a Satanás de


mitos góticos, ora introduciéndola en el medio de la polé­
mica de los cristianos occidentales —que la consideraban
engendradora de Jesucristo— y los orientales, reacios a
aceptar ese dogma de fe.
Habiendo aclarado los diferendos entre orientales y
occidentales, es menester analizar la impronta y la signifi­
cación mariana en el mundo fáustico —en el mundo del
querer poder libremente, como lo califica Spengler—, sobre
el cual ejerció una considerable influencia. Son innúmeras
las leyendas que envuelen a María, rescatada del olvido
cuando la cultura fáustica comprendió la necesidad de dotar
a la religión católica de un símbolo que diese expresión
sensible a su sentimiento primario del tiempo infinito, de
la historia y las generaciones. María —escribe Spengler— es
una figura luminosa que ha originado en el transcurso del
tiempo el culto estructurado por Bernardo de Claraval y Pe­
dro Damiani, el rezo del rosario y el Avemaria, oración por
antonomasia del goticismo religioso. Contrapuesto a María,
que reina en las alturas, en la luz, y hace de intercesora y
protectora de los mortales, se encuentra el Diablo, cuyo
reino se extiende en los infiernos tenebrosos. Spengler dice
que así como existe un culto a María en las oraciones, tam­
bién hay un culto satánico que se transparenta en los exor­
cismos y conjuros. Mientras el blanco y azul, colores de la
pureza, simbolizan a la Madre de Dios, el rojo, el amarillo
azufre y el negro —la oscuridad— pertenecen al diablo y
han sido explotados por el arte medieval, haciendo de ellos
el centro de sus creaciones sobre una y otra figura. María
y Satanás, según Spengler, llenaron la religión fáustica
—cuya impronta tomista25 es innegable— hasta su conso­
lidación definitiva, que acontece con Carlos V y el Concilio
de Trento.
Spengler y la religión ~ 121

Roma frente a la amenaza del cristianismo

El helenismo constituía un "Estado-mundo”, es decir, una


enorme extensión de la polis antigua, al cual las religiones
orientales —que por entonces tenían enorme influencia—
hubieron de adaptarse, hasta asumir una fachada helénica.
Las mismas, militantes en parte y prestas siempre a usar
y abusar de la fuerza en su manifestación misional, estaban
destinadas al fracaso frente al poder militar de Roma, apli­
cado con el criterio, de suyo pragmático, de salvaguardar
el orden de su Estado. Así, cuando los judíos pretendieron
enfrentar al Imperio, el Emperador Tito los eliminó del
mapa. Se salvó tan sólo el cristianismo incipiente, que no
había usado de la fuerza y —ahí radica lo crucial de su
estrategia— había cambiado la presión por la persuasión.
Existía en aquel orbe, sin embargo, una contradicción nota­
ble, ya que la presencia de fuertes religiones nacionales
—como la de Zoroastro, capaz de escapar, fuera de las fron­
teras del Imperio, al control de Roma— eran incompatibles
con el cristianismo, por la esencia ecuménica, universal,
de éste.
El cristianismo contaba, es necesario reconocerlo, con
ciertas ventajas que la decadencia antigua le brindaba: la
irrupción del proletariado, por ejemplo, entre cuyas filas
ganó adeptos, y el ascenso de la condición social de las
mujeres, que pretendían mejorar su vida y de las cuales el
cristianismo, dignificándolas, obtuvo su apoyo. Toynbee se­
ñala que el cristianismo sintetizaba todas las religiones
orientales en boga, y finca en esta suerte de sincretismo
su triunfo. En efecto, al decir del historiador inglés, el cri­
terio de un Dios único satisfacía a los judíos y zoroastristas
igualmente; Jesús se había sacrificado por la redención y
muerto por el género humano, y ello resultaba simpático
a los ojos de las multitudes ávidas de heroicidad y misti­
cismo; Jesús era de origen humilde y buscaba la compañía
de los marginados, de donde la nueva religión prevaleció en
122 ~ Spengler, pensador de la decadencia

los sectores bajos de la población. Era el Verbo, la Verdad


y la Vida, por lo que puso —de momento— punto final al
problema del logos; era Hijo de madre humana y Dios
divino, al igual que los Césares y los faraones; venció de
sí mismo, como Mitra, al preferir el amor al poder (carac­
terística de toda segunda religiosidad) y venció de la muer­
te —cual Osiris— al resucitar luego de su crucifixión. Como
si esto fuera poco, la manifestación artística y política de
la nueva religión respetó las particularidades de los distintos
pueblos.
El cristianismo se apoderó "anímicamente” del mundo
helénico y de gran parte del orbe conocido, aun cuando,
en definitiva, no haya podido prevalecer allí donde existían
poderosas religiones nacionales. Es en el molde decadente
de la cultura antigua, y justamente a causa de esa misma
decadencia, donde se impuso. Quedaba en pie una sola con­
tradicción: frente al ideal cristiano de realización de la vida
en un mundo celeste se encontraba el ideal romano del
mundo terreno. Para unos, el poder, que emanaba de Dios,,
era divino y a Dios pertenecía; para los otros, el poder,
humano-político, era divino, pero del César.
Para el cristianismo, pactar con las ciudades helénicas,
no implicaba ceder en su empresa misional. Por eso respetó
—en pueblos de idiosincrasia campesina, aldeana o pesque­
ra— una imagen de Cristo como Carnero, Pez o Músico
campestre, sin renegar la doctrina. Pero, ¿cómo convencer
a Roma, la pagana, cuya política había sido la de tomar
cual protectores a todos los dioses de los países, territorios
y pueblos conquistados y subsumidos en el Imperio? En
este orden de cosas, a Roma no le importaban las religio­
nes nacionales, y la reacción contra los zelotes —que podría
contradecir lo antes expuesto— se decidió en virtud de un
problema político —aquellos, organizados en guerrillas,
hostigaban a las legiones imperiales— y no de un diferendo
religioso. En la metrópoli, los templos y estatuas de todas
las deidades imaginables testimoniaban el carácter ecumé­
nico del Imperio, al cual no podían molestarle los cultos
particulares, siempre y cuando no reivindicaran una misión
universal ni significaran un cuestionamiento —oculto tras
Spengler y la religión ~ 123

su sentido misional— de la autoridad del César y del orden


establecido.
Hasta entonces —siglo i— las religiones eran locales
o estaban fiscalizadas por el Imperio, al margen de muchas
sectas ocultistas sin importancia política. Pero surgió el
cristianismo, ansioso de predicar la inexistencia de un po­
der supremo en la tierra y de prometer el cielo, la vida
verdadera y la salvación a quienes se despojaran del lujo,
la riqueza y la soberbia, y entonces la situación cambió.
Si tales principios hubieran sido mantenidos "en algún lugar
del orbe”, el poder imperial no habría reaccionado, porque
innúmeras confesiones salvacionistas, místicas y éticas que
predicaban el sacrificio y desprendimiento de los bienes
terrenales existían en el mundo helénico. Mas la habilidad
política de los Padres de la Iglesia y la particular forma de
presentar la nueva fe —sin empleo de la violencia— le brin­
daron al cristianismo un vuelo ecuménico peligroso para
Roma.
El Imperio comprendió que la unidad monolítica de su
orbe terrarum estaba siendo jaqueada por una nueva idea
del alma, del cosmos y de la vida. Para la unidad apolínea,
la infiltración cristiano-mágica era inadmisible, de la misma
forma en que lo era Aristarco con su teoría heliocéntrica
precopernicana, la cual cuestionaría hacia el siglo n i a la
;eometría euclidiana. El terror cósmico sufría un reto. Ahora
fos. dioses no moraban en el Olimpo, ni en el panteón
romano, ni en los templos de las ciudades-estados helénicas.
El nuevo Dios era etéreo, trascendente y único. Los roma­
nos habían pretendido salvar la unidad anímica del mundo
posgriego con la acumulación de dioses, y el hecho de que
se proclamara como Dios a uno solo les pareció —la con­
clusión es de Toynbee— una clara muestra de ateísmo. En
su peregrinar histórico, el mundo apolíneo estaba llegando
a su fin, cuestionado en sus mismos basamentos.
Gracias a su exitosa doble acción teórica —ecumenis-
mo— y práctica —organización política—, el cristianismo
triunfó hasta conseguir, con Teodosio, una primacía total.
En realidad, desde la perspectiva spengleriana, sólo fue una
manifestación del sino en la medida en que la religión anti­
gua había decaído, al punto de que el fuego sagrado no era
124 ~ Spengler, pensador de la decadencia

atendido y los Oráculos eran sólo recuerdos, cosas anti­


guas sin significación alguna.
La conversión de la gran urbe costó torrentes de san­
gre, y a su término, cuando Roma fue convertida, ya había
dejado de ser lo que era. Un mundo entero había sucum­
bido, se había pasado el último estadio de la civilización
y empezaban los albores de una nueva era. Esos siglos de
"petrificación sin historia” —según Spengler— señalan el
ascenso final de la religión cristiana.

De la Reforma a la segunda religiosidad

La Reforma —no sólo la protestante, pues, según Spengler,


hubo reformas en todas las culturas como, de hecho, ha
habido puritanismo en las distintas formas orgánicas supe­
riores— se caracteriza por una vuelta a los valores limi-
nares de la religión, a su pureza originaria. La Reforma
es el compendio y, más aún, el testamento del goticismo,
que se transporta de las ciudades a las aldeas tratando de
reencontrarse con la naturaleza, con la pura conciencia que
escapa y reniega de la temporalidad para abrirse a un espa­
cio sin tiempo.
La Reforma no nace, claro es, por generación espon­
tánea. Igual que cualquier movimiento de su tipo, reconoce
orígenes remotos: Spengler menciona, en la Iglesia de Occi­
dente la corriente que se inicia en Cluny y cuenta entre
sus heraldos a Armando de Brescia, Joaquín de Floris, Jaco-
pone de Todi y luego a Wiclef, Hus, Savonarola, Lutero,
Carlstadt, Zwinglio, Calvino e inclusive Ignacio de Loyola.2S
Como fenómeno eminentemente gótico, la Reforma elimina
uno de sus principales cultos: el de María, y deja el culto
del Diablo, tras haber renegado del sacrificio de la Misa,
la adoración de los santos, las imágenes y las reliquias.
Lutero —dice Spengler— dio vuelo y libertad al alma fáus-
tica, pero le faltó la visión de los hechos, el sentido de la
realidad y la organización que caracterizaron a Calvino,
capaz de reducir su doctrina a un sistema claro.27 En cuan­
Spengler y la religión ~ 125

to al puritanismo, al cual pertenecen por igual Pitágoras,


Mahoma y Cromwell —el concepto de puritanismo spen-
gleriano es genérico intemporal—, ignora la alegría de las-
religiones primitivas y aparece como una religiosidad de
tipo salvaje, tenebrosa, seca, que no conoce ni pide com­
pasión. Tras el puritanismo emergerá la "religión mecá­
nica” y más tarde la segunda religiosidad, verdadera
"negrura mística” que no viene antes sino después de una
cultura.28
El auge del materialismo y la técnica, con la coinci­
dencia necesaria, y particular a la vez, de las urbes repletas,
la miseria intelectual y moral señoreando en el mundo y la
falta de creatividad que frustra cualquier empresa trascen­
dente, son los alegatos, tremendos, que llaman al recogi­
miento, a la meditación y al renovado cultivo de las formas
espirituales. De la religión materialista o mecánica se pasa
a un nuevo estadio donde la ciencia se torna religión supe-
radora y, al mismo tiempo, motor del progreso infinito del
género humano. Las metas ya no son el Cielo ni la salva­
ción, sino la "divina” trinidad ochocentista: felicidad, bon­
dad y belleza, novedosas deidades profanas en las que
creían, ciegamente, desde Julio Verne hasta Federico Engels.
En toda declinación cultural, cuando se ha dejado de
ser actor para volverse espectador, el hombre se siente
dueño de la historia. La existencia de Dios se niega o se
afirma, mas siempre tomando como eje al ser humano, es
decir, desde una verspectiva antropomórfica.29 Marx hace lo
primero, reemplazando a Dios directamente por la materia
y, en definitiva, por el proletario liberado de la pesada carga
de la alienación. Nietzsche también lo niega, aun cuando-
no intenta reemplazarlo, si se tiene en cuenta que el super­
hombre no busca ensombrecer a Dios, sino rescatar y su­
perar al humano linaje. Para Comte y la escuela positivista
angloamericana, en cambio, Dios equivale a ciencia, infa­
lible y eterna. El progresismo cristiano, finalmente, que se
compendia en la obra de teólogos y exégetas tanto protes­
tantes como católicos, llevará la crítica de un Dios trascen­
dente —que se proyecta al exterior de nosotros— a su más
alto nivel, y propondrá, en reemplazo, la idea de un Dios
construido desde el fondo de nuestro propio ser. "Lo que
126 ~ Spengler, pensador de la decadencia

sigue es lo que yo llamo —afirma Spengler— segunda reli­


giosidad. Aparece en todas las civilizaciones tan pronto
como éstas, conseguido su pleno desarrollo, entran lenta­
mente en el estadio inhistórico, para el cual los siglos ya
nada significan. De ahí se sigue que el mundo occidental
está aun lejos de ese estadio; fáltanle todavía muchas gene­
raciones para llegar a él. La segunda religiosidad es el
necesario compañero del cesarismo, definitiva constitución
política de las civilizaciones posteriores".30
La segunda religiosidad supone una mirada nostálgica
—desde las tinieblas del invierno civilizado— hacia una
época plena de vida y promesas creativas. Spengler señala,
en lo político, la añoranza de los paters tanto en Egipto
—en épocas de Ramsés II se admiraba el mítico Menes—
como en el mundo germánico —donde se soñaba con Alárico
y Arminio—. En la postrera etapa de la cultura, en medio
del desolador panorama de las luchas sin objetivos, de la
fuerza bruta gobernando las urbes que también van que­
dando atrás, relegados y vacíos, cual testigos del paso de
los ciclos, comienza a prevalecer de nuevo la aldea intem­
poral. "Mientras en las alturas alternan victoriosos y ven­
cidos en eterno cambio, abajo los pequeños rezan con esa
poderosa devoción de la segunda religiosidad que ha supe­
rado para siempre toda duda. En las almas, la paz universal
se ha hecho realidad, la paz de Dios, la beatitud de frailes
ancianos y de anacoretas; . .. sólo en las almas."31 La se­
gunda religiosidad no es sino un reflejo, o, mejor dicho,
una sombra de la religión primaveral que viera nacer, loza­
na, a la cultura. En realidad, resulta un mecanismo de
defensa que el destino brinda a quienes sufren la marcha
violenta de los acontecimientos, permitiendo, primero, el
colapso definitivo del racionalismo y, luego, la irrupción
con fuerza inusitada del simbolismo cósmico primigenio.
Pero, como toda segunda parte, esta "negrura mística" no
alcanza a reinstaurar los valores de la religión primitiva
-—grávida de fe y trascendencia— y, a la postre, sólo resulta
un sucedáneo débil, mediatizado, aun cuando permita, du­
rante el colapso definitivo de aquélla y a través de un
sincretismo popular, la prosecución de los ciclos y el naci­
miento de otra cultura.
Spengler y la religión ~ 127

El retorno a la religiosidad primitiva ve emerger una


multitud de sectas que se adjudican la autoría del "nuevo
camino hacia la salvación”. En la decadencia antigua, sobre
todo en la época de los Diadocos, revivieron los ritos más
raros, como fue la renovación del culto del Toro Apis en
Egipto y la pretensión de Ptolomeo IV de considerarse a
sí mismo "salvador” (Soter). Volvieron por sus fueros la
cábala y el ocultismo y nacieron la alquimia, el gnosticismo
y la filosofía hermética, sin dejar de lado la adoración del
Sol (Amenophis, Heliogábalo y Pérgamo) versión devaluada
de aquel sentimiento cósmico originario, cuya pretensión
pareciera enderezarse a iluminar las noches de la civiliza­
ción. Las ricas ciudades de Asia Menor llegaron al colmo
del paganismo con cambiantes modas en materia religiosa
y una paulatina idolización, mientras los restos de culturas
desaparecidas, como las ruinas de la civilización sumeria
y babilónica —que muchos consideraron depositarias de
secretos milenarios— se convirtieron en lugares donde el
turismo romano buscaba nuevas emociones de carácter mí­
tico. Los descendientes de los legítimos sacerdotes asirios,
babilónicos y egipcios hacían, para diversión del pueblo,
uso y abuso de sus conocimientos astrológicos y filosóficos,
los cuales, por otra parte, eran seriamente considerados.
La segunda religiosidad dirigiendo su mirada al poster­
gado, al perseguido y al jelah, da a luz el concepto de
fraternidad ecuménica, puesto que la cultura se ha diluido
en sus rasgos esenciales y se ha tornado ambigua al mez­
clarse el amor al prójimo y la caridad con el sentimenta­
lismo de las masas. Se anuncia, de esta manera, la piedad
mística de la segunda religiosidad, cuya base es la reconside­
ración del dogma. El dogma pierde su esencia sobrenatural
para derivar en una idea naturalista y laica, hecha a base
de aportes heréticos. Sin embargo, desde la voz del feligrés
a la cúspide de la jerarquía, este estado de cosas es aceptado
en lo que tiene de sincrético.
La segunda religiosidad es la madre de las religiones
jelahs, en las cuales, eclipsada ya la oposición campo-
ciudad, desaparecen también las diferencias entre religión
urbana y religión campesina. Sólo quedan distintos matices
religiosos y los diferentes reflejos míticos que adopta el
128 ~ Spengler, pensador de la decadencia

cadáver cultural. La religión ha terminado, ha cumplido su


ciclo, y un puñado de hombres —sacerdotes, brahamanes o
mandarines— saben "estar al día", es decir, acordes con el
sino, y nada más. Porque "la religión felah, en sí misma,
es íntegramente primitiva, como los cultos animales de
Egipto en la dinastía XXIII, la religión china, hecha de bu­
dismo, taoísmo y confucionismo... el Islam del Oriente
actual y, acaso también, como la religión de los aztecas que
halló Cortés, que debía distanciarse mucho de la religión
maya, impregnada de espíritu".32
¿Existe algo más inhistórico —más felah— que los
pueblos del Altiplano sudamericano? Allí se mezclan ritos
ancestrales y la herencia de un pasado indígena con la in­
fluencia de imágenes y preceptos cristianos nunca bien
comprendidos ni internalizados por esas lentas figuras que
vagan entre los restos gigantescos de Tihacuanaco o Macchu
Picchu, confundiéndose con los turistas y formando parte
de la misma atracción turística... Esas figuras para las
cuales el tiempo no existe.
Religión felah es, ante todo, religión sin raza. Y, en
este sentido, el judaismo representa, según Spengler, un caso
típico. A diferencia de la cultura fáustica, ligada al paisaje
y a la libertad de dominio sobre el mismo, el consensus
judaico —como toda comunidad mágica— no se interesó
por la geografía, sino por la comunión en un mismo credo,
con la particular coincidencia de la falta de arraigo defi­
nitivo en un solar histórico y la necesidad de adaptarse
—salvo en materia religiosa, que es su rasgo racial más
acentuado— a las costumbres de diferentes pueblos por las
vicisitudes propias de su tradición. El choque con la cultura
fáustica, en la que el judío estaba inmerso, fue terrible,
y ello merced a razones no sólo religiosas. Durante el pe­
ríodo gótico, el odio al judío fue profundamente religioso
y se enderezó contra el consensus como religión; al co­
mienzo de la civilización occidental, en cambio, ese odio
se ha convertido en materialista y se orienta, principalmen­
te, contra el aspecto espiritual y negociante del mismo.
"Lo que más ha contribuido a separar y agriar a ambos
•enemigos ha sido un hecho poco comprendido y apreciado
en toda su tragedia. El hombre occidental, desde los empe­
Spengler y la religión ~ 129

radores sajones hasta hoy, ha vivido la historia en el sen­


tido más eminente de esta palabra, y la ha vivido con una
conciencia no igualada en ninguna otra cultura. En cambio,
el consensus judaico ha cesado por completo de tener histo­
ria. Sus problemas estaban ya resueltos; su forma intensa
estaba acabada y había llegado a ser inmutable."33 Por
ende, no es una diferencia meramente religiosa la que dis­
tancia a judíos y occidentales, según Spengler, sino una
diferencia de ritmo, de pulso cósmico. Si algún otro pueblo
de alma mágica se hubiera extendido por todo el orbe a
semejanza del judío, sobre este otro caería —dice el pensa­
dor alemán— el odio fáustico; odio dirigido por cualquier
cultura de estilo contra los elementos extraños a la misma,
tal como el mecanismo de defensa del cuerpo de los seres
vivos reacciona contra todo agente externo a su naturaleza.

La religiosidad rusa
En la doctrina spengleriana, todo organismo es efímero,
toda forma superior tiene un final. Razón de más para pre­
guntarse: ¿Cuál será la nueva religión? Observamos que,
en Occidente, el cristianismo había tomado forma propia
hacia el siglo xi, cuando una desesperanzadora visión de
lejanía fáustica se apoderó de las almas.34 Pero el cristia­
nismo perece, mientras en las estepas asiáticas surge la
religión rusa. Allí la época del misticismo del Santo Sínodo
marca la permanencia en las formas del pasado. ¿Qué sen­
timiento es ése que empujó a todas las sectas de mártires
raskolnikos, desde Pedro el Grande, a practicar el celibato,
la pobreza, la peregrinación, la mutilación y las más terri­
bles formas del ascetismo, y que en el siglo x v iii indujo a
miles de personas, por pasión religiosa, a buscar la muerte
entre llamas?, se pregunta el filósofo alemán, para luego
decirnos: "Todos estos hechos son indispensables a fin de
comprender a Tolstoi,35 al nihilismo y a las revoluciones
políticas. ¿Por qué, en cambio, nada de eso aparece entre
los francos, cuya época, en comparación, resulta roma y
mezquina? ¿Será exacto que los árameos y los rusos tienen
130 ~ Spengler, pensador de la decadencia

genio religioso?” Y, si es así, continúa Spengler, "¿qué no


puede esperarse entonces de la Rusia futura, habiendo desa­
parecido el obstáculo de la ortodoxia erudita, justamente
en el siglo decisivo?” 36
El sentimiento mágico de la comunidad de fieles —hori­
zontalidad— fue el rasgo primigenio del cristianismo, rasgo
que no se adaptaba al goticismo de los occidentales. Pero
en Rusia, el cristianismo mágico y el espíritu ruso de llanura
compatibilizaron perfectamente, puesto que "la mística rusa
no tiene nada de aquel fervor trascendente del goticismo
de Rembrandt y de Beethoven, capaz de ascender hasta el
júbilo celestial. Dios no es para el ruso la profundidad azu­
lada allá arriba; y su amor místico es el ae la planicie; el
amor de los hermanos bajo una misma presión, a lo largo
de la tierra; el amor a los pobres animales torturados que
andan sobre la tierra, a las plantas de la tierra, nunca a los
pájaros, a las nubes, a las estrellas. La palabra rusa Wolja,
muestra voluntad', significa, ante todo, no estar obligado,
ser libre, y no para algo, sino de algo, sobre todo de la
obligación de actuar personalmente. La libertad de la vo­
luntad aparece como el Estado, en que no manda nadie ni
nada, en que puede uno entregarse a capricho. Nuestro
espíritu es $; el duch es -» ¿Qué cristianismo surgirá de
este sentir cósmico?”.37
Cualquiera sea la forma que adopte, el bolchevismo fue
quien contribuyó a fortalecer la vigencia del cristianismo
ruso, de la comunidad de fieles nuevamente perseguida y,
por eso mismo, más fuerte y unida que nunca en medio de
las tinieblas del materialismo ateo. El comunismo explotó
el sentimiento de solidaridad ante la injusticia del sistema
zarista, para defraudarlo brutalmente luego al sustituirlo por
una opresión mayor aún. Ese fue el secreto que explica la
Revolución de Octubre de 1917 y muestra por qué no se
apagó después la religiosidad del pueblo. El ruso, acostum­
brado desde siempre a los embates de la historia y a la
resignación, ha alimentado con su naturaleza nihilista al
bolchevismo, que no habría prosperado en Rusia si sólo se
hubiera fundamentado en una estructura doctrinaria. Le fue
necesario, sostiene Spengler, revestirse de una máscara reli­
giosa superficial —estrategia cara a los marxistas— para
Spengler y la religión — 131

poder llegar al alma eslava; mas la máscara, a la larga, no


reemplaza a la religión. De nuevo, pues, una cosmovisión
materialista chocó contra un ideal trascendente, sólo que la
primera carecía de arraigo, era un odioso producto ae im­
portación, mientras que la otra presentaba raíces entraña­
bles desde que los esclavos procedentes de los pantanos del
Pripet fueron cristianizados por Justiniano.
Políticamente, el marxismo será relevado en Rusia "por
una única forma posible para este pueblo”, afirmó proféti-
camente Spengler en 1919, por un nuevo zarismo que se
acercará más a las formas prusianas socialistas que a las
parlamentarias capitalistas. El porvenir de la Rusia sub­
terránea no está en la solución de dificultades políticas y
sociales, sino en la propagación de una nueva religión en
preparación, la tercera derivada de las grandes posibilida­
des del cristianismo, en forma semejante a la iniciación in­
consciente de la segunda, hacia el año 1000, por la cultura
germánica occidental.38
Esa es la nueva promesa que, por supuesto, nada tiene
que ver con la cultura fáustica.
132 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Notas

1 D.O., tomo II, pág. 256.


2 D.O., tomo II, pág. 257.
3 D.O., tomo II, pág. 322.
4 D.O., tomo II, pág. 324.
5 D.O., tomo II, pág. 237.
6 D.O., tomo II, pág. 299. !
7 D.O., tomo II, pág. 276.
8 D.O., tomo II, pág. 278.
9 D.O., tomo II, pág. 223.
10 D.O., tomo II, págs. 269-270.
11 D.O., tomo II, pág. 263.
12 D.O., tomo II, pág. 261.
13 Libro de los Hechos, Act. 18,6.
74 Hebreos; VIII-6,3.
15 Se nos ocurre, a modo de comparación, citar este texto del
profesor Michele Federico Sciacca, cuando media en la disputa, ya
varias veces secular, sobre las posibles divergencias entre San Agus­
tín y Santo Tomás. Lo que insinúa el ilustre filósofo italiano se
adapta al tema que estamos tratando. "Pienso, pues, estando al
studiorum dux, que puede decirse: Agustín, encontrándose frente
a una cultura platónica y neoplatónica, se apropia cuanto hay en
ellas de compatible con la fe católica, y lo utiliza para hacer filosofía
y teología... Santo Tomás, hallándose frente al Aristóteles árabe
—tan peligroso para la cultura cristiana como Plotino—, adopta, en
relación con él, la misma actitud y método; y por eso su manera
de entender el lumen resulta de inspiración aristotélica. Esto con­
siente a los dos doctores no sólo dos diversas, aunque no opuestas,
‘reacciones especulativas’, a tono con contextos culturales diferen­
Spengler y la religión ~ 133

tes, sino también formular dos ‘sistemas’ originales de la metafísica


del ser, única que puede servir de fundamento racional a la revela­
ción y a la teología La metafísica del ser es una, pero las formas
dialécticas en que se puede vaciar —y cada forma supone una nueva
profundización y avance, sin que ello implique que la forma anterior
sea sumida o no sujeta a revisión y modificación— pueden ser
múltiples, con tal que no nos salgamos de su interior.” Michele
Federico Sciacca, Perspectivas de la metafísica en Santo Tomás, Ed.
Speiro, Madrid, 1976, pág. 70.
16 D.O., tomo II, pág. 262.
17 D.O., tomo II, pág. 266.
18 D.O., tomo II, pág. 270.
19 D.O., tomo II, pág. 301.
20 D.O., tomo II, pág. 303.
21 D.O., tomo II, pág. 303.
22 D.O., tomo II, pág. 304.
23 Rubén Calderón Bouchet, Los fundamentos espirituales de
la ciudad cristiana, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 1973,
pág. 266.
24 D.O., tomo II, pág. 255.
23 Respectó de la teología tomista Spengler es en extremo crí­
tico, considerando que las ideologías utopistas subversivas —desde
Tomás Moro a Marx, pasando por Campanella— tienen origen de
manera directa o indirecta en un fracaso de la vida religiosa. El
pensador alemán es tajante: "¡Cuánto del derecho natural y del
concepto del Estado de Tomás de Aquino hay todavía en Adam
Smith y, por lo tanto, con signo contrario, en el Manifiesto Comu­
nista! La teología cristiana es la abuela del bolchevismo.” A.D.,
pág. 124.
26 El espíritu reformista admite ser compendiado —de acuerdo
a Spengler— en estas tres palabras: severidad, rigor, perfección
espiritual.
27 D.O., tomo II, pág. 349.
28 D.O., tomo II, pág. 529.
29 "Todavía hay una prueba de la existencia de Dios en la que
no se ha parado mientes hasta ahora. La de un criado en la obra
de Aristófanes Los caballeros, v. 32 y sigs. Demóstenes: ‘¿Qué esta­
tuas? ¿De verdad crees en los dioses?’ Nicias: ‘Yo sí’. Demóstenes:
‘¿Qué pruebas tienes?’ Nicias: ‘Que los dioses me odian. ¿No tengo
tazón?’ Demóstenes: ‘Muy bien. Me has convencido’.” S. Kierkegaard,
Diapsálmata, Ed. Aguilar, págs. 52-53.
30 D.O., tomo II, pág. 362.
31 D.O., tomo II, pág. 508.
134, ~ Spengler, pensador de la decadencia

32 D.O., tomo II, pág. 367.


33 D.O., tomo II, pág. 372.
34 'gran espanto’ de los años 1000, incomprendido por bas­
tantes historiadores —tardío, además— fue esto: el reverso cruel
de la compasión, una visión confusa y terrorífica del futuro de los
hombres, la agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos extendida
a la cristiandad.” J. H. Pichón, El hombre y los Dioses, Ed. Bruguera,
Barcelona, 1973, pág. 496.
35 "Tolstoi está adherido a Occidente con toda su alma. Es el
gran portavoz del petrinismo, aunque lo niegue; siempre resulta
accidental su negación. También la guillotina fue hija legítima de
Versalles. El odio poderoso de Tolstoi se manifiesta y habla contra
Europa; pero no puede desprenderse jamás de su európeísmo.
Odia a Europa en sí mismo; se odia a sí mism o. Por eso es él padre
del bolchevismo. Toda la impotencia de ese espíritu y de su revolu­
ción de 1917 se expresa en las escenas postumas: La luz luce en
las tinieblas. Dostoievski no conoce ese odio. Ha envuelto lo occi­
dental en un amor igualmente apasionado: 'Dos patrias tengo,
Rusia y Europa’. Para él, nada de eso tiene realidad, ni el petri­
nismo ni la revolución. Desde su futuro contempla el mundo como
desde una lejanía y tiende su vista por encima de todo esa Su alma
és apocalíptica, añorante, desesperada, pero segura de ese futuro”
(D.O., tomo II, pág. 230). Pór eso sostiene Spengler que Tolstoi es
un revolucionario y Dostoievski un santo, un verdadero místico,
cuyo significado para la nueva cultura que surgiría "entre el Vístula
y eí Anuir", durante el próximo' milenio, sería similar a lo que
Dante y Wolfram von Eschenbach fueron para Occidente y Plotino
y el autor dél'Apocalipsis pará el inundo antiguo y mágico.
36 D.O., tomo II, pág. 325.
37 Spengler utiliza el término cristianismo para designar la reli­
gión que surja de la próxima cultura, es decir, la rusa.
33 P.S., pág. 183.
CAPITULO VI

SPENGLER Y LA DECADENCIA

"La civilización se define, pues, como un


término ineluctable presentado con tintas
negras.”

F ernand B raudel

La estación invernal de la cultura, su petrificación, en aca­


bado contraste con las estaciones precedentes, pletóricas de
vida, creatividad y dinamismo, es denominada por Spengler
civilización.1Nunca lo perecedero se evidencia tan claramen­
te como en este estadio de la historia de una cultura: en el
campo espiritual, se propagan ideas que manifiestan un
sentido último del mundo; en la política, tras un temprano
predominio del dinero sobre las formas del Estado, des­
pierta el cesarismo y, a su vera, la violencia* Las naciones
tienden a unificarse en imperios, para, finalmente, descom­
ponerse y ser presa de los pueblos conquistadores, deseosos
de dominar los restos de una gran forma orgánica.
135
136 ~ Spengler, pensador de la decadencia

El mundo fáustico se halla en la etapa liminar de la


civilización2 comenzada en el siglo xvm y que ha de epilo­
gar en el año 2200, cuando arrecie el invierno, signado por
una progresiva primitivización de la humanidad, maguer el
extremo refinamiento de sus costumbres. Desde Napoleón
hasta la Primera Guerra Mundial, Occidente asistió al mismo
espectáculo ofrecido, en la cultura antigua, por el Helenis­
mo político, esto es, la etapa que va de Alejandro a Escipión
y Aníbal y de Cayo Flaminio a Mario y los caudillos radi­
cales del Imperio.3
La civilización, pues, cual acontecer, consiste en una
lenta desmembración de formas perecederas, muertas en vir­
tud de su inorganicidad. La civilización es la momia está­
tica; la cultura, por el contrario, el cuerpo vivo. Cultura y
civilización, vale decir, "un organismo nacido del paisaje
y un mecanismo producto del anquilosamiento. El hombre
culto vive hacia adentro; el civilizado hacia afuera, en el
espacio, entre cuerpos y hechos. Lo que aquél siente como
un sino, compréndelo éste como una conexión de causas y
efectos”.4 La civilización es irreligiosa, debe serlo, así como
la cultura nace religiosa y muere junto con los valores
espirituales.
La civilización resulta una prolongación brillante, pero
decadente, de la cultura; es el reino del dinero abstracto
erigido sobre y en desmedro de la antigua tradición, pero
supone, además, la irrupción cientificista, que eclipsa las
concepciones metafísicas, litúrgicas y dogmáticas de antaño.5
Es la urbe mundial, el cosmopolitismo frío y sin entrañas,
ocupando el lugar del terruño, de la tierra raigal. La civili­
zación no rompe con la cultura, no supone un salto cualita­
tivo; es, sencillamente, el período de la decadencia, de la
extinción espiritual que sigue a las estaciones primigenias
del calendario histórico. La civilización viene a ser la cul­
tura vista desde la última vuelta del camino. Representa el
triunfo definitivo de la ciudad mundial, formidable símbolo
y recipiente del espíritu liberado, donde se encuentra, por
completo, el curso de la historia. "Me refiero —sostiene
Spengler— a esas pocas y gigantescas ciudades de toda
civilización madura, a esas urbes que descalifican y desva­
loran todo el paisaje materno de su cultura, aplicándose el
Spengler y la decadencia ~ Í37

concepto de provincia. Ahora ya todo es provincia; el campo,


la pequeña y gran ciudad se transforman en provincia. Sólo
quedan exceptuadas de este apelativo esos dos o tres puntos
centrales.” 6 Ante semejante coloso pétreo pierden sentido
las oposiciones de cualquier tipo, desde las luchas de clases
hasta las luchas religiosas. Hay, tan sólo, provincianos y
habitantes de la urbe mundial.
Cuando tampoco la distinción predicha tenga sentido y
transcurra en el tiempo la civilización, sólo quedarán nacio­
nes y religiones felahs,7 concepto que utiliza Spengler para
definir los restos intrascendentes —de suyo inanimados,
vegetativos— de una gran cultura.8 Es que, en el decurso
de la historia universal, las formas orgánicas desaparecidas
nunca renacen. Dejan tras de sí pueblos que viven de re­
cuerdos, sin programa con arreglo al cual desenvolverse,
pues no tienen, estrictamente hablando, existencia —los
acontecimientos históricos nada les significan— ni fin, ni
duración fija. Como tales, están muertos; semejan árboles
secos a los cuales toda posibilidad de reverdecer les está
vedada. Enterrados, son y serán pretérito eterno.9

Actores y espectadores de la decadencia

La decadencia es un hecho ineluctable, al cual nadie puede


escapar. Siendo el desarrollo de las culturas cíclico, todas
ellas, tarde o temprano, desempeñan su papel, es decir, su
destino en la historia, para después desaparecer. Eludir se­
mejante realidad resulta imposible. "¿Qué le vamos a hacer,
si hemos venido al mundo en el ocaso de la civilización y
no en el mediodía de la cultura, en la época de Fidias y de
Mozart? Todo depende de que nos demos cuenta claramente
de esta situación, de este sino, y comprendamos que el enga­
ñarse a sí mismo no cambia en nada el estado de las cosas.
El que no lo comprenda así no cuenta entre los hombres
de su generación. Es un necio, un charlatán o un pedante.” 10
A Spengler le interesa sobremanera la actitud del hombre
fáustico, cuya vida es lucha por la existencia y cuyo fin es
138 ~ Spengler, pensador de la decadencia

imponerse, superarse y superar al tiempo y al espacio. En


el fondo, lo fáustico aspira al predominio, y esa voluntad
de imperio lo estimula a enfrentarse a la decadencia en un
combate perdido de antemano. El hombre fáustico tratará
de empinarse sobre la corriente. No lo logrará, pero lo habrá
intentado...
La lucha del hombre fáustico superior, que verdadera­
mente ha sido capaz de comprender su misión en el mundo,
se desenvuelve frente a una sociedad suicida y ávida de
denostarse a sí misma. Ese "desierto'', del que hablaba
Nietzsche cuando hacía referencia al nihilismo europeo, se
hace presente en el ocaso de toda cultura. Se odia lo supe­
rior y, contra lo superior, distinguido y sobresaliente, se
enderezan los rigores de una crítica resentida, predispuesta
siempre a destruir la familia, el Estado, la religión y todas
las costumbres de una tradición severa y trascendente. Es
que el hombre civilizado deviene nómada intelectual, se
torna un ser sin patria, libre de espíritu y raíces. Ubi bene,
ibi patria: el dicho, afirma Spengler, vale para antes y para
después de toda cultura y delata, mejor que ningún otro,
el hecho primario de la civilización, esto es, el desarraigo.
No hay amores, sentimientos ni lazos de ninguna índole que
religuen al nómada con su familia y la sociedad natural en
la cual ha nacido.
La actitud conforme y displicente del burgués11 deca­
dente supone un absoluto desprecio por las consecuencias
de la revolución. Para los burgueses sólo importa durar:
"hoy hay función, mañana ya veremos”. Corresponde esta
actitud al patriciado romano que —olvidando sus pasadas
grandezas— se manifestaba indiferente ante el avance del
poder plebeyo y se hundía en la civilizada miseria de la
urbe, confiando la defensa de las fronteras imperiales a
sus vecinos. La comodidad prevalecía sobre la dureza, el
bien particular sobre el común. En aquellos tiempos, el pue­
blo romano deseaba trigo y diversiones masivas gratuitas:
Panem et circenses, vieja frase latina señalada por Spengler
como el rasgo principal del ocaso de toda cultura.
Los grandes actores de la decadencia aprovechan esta
inclinación de las masas, saben lo que éstas quieren y, para
ganárselas, se lo prometen. Cualquier programa partidista
Spengler y la decadencia ~ 139

lo demuestra; aunque luego, alarmada por los consiguientes


desastres que provocan las masas en el poder, la burguesía
pretenda frenarlas. Pero, bien decía Juvenal: "¿Quién habría
tolerado que se quejasen los Gracos de una sedición?"
Nadie como Oswald Spengler ha descripto tan cuida­
dosamente este fenómeno cuya meta es la subordinación
de lo superior a lo inferior, en la creencia de que lo inferior
tiene derecho a erigir la mediocridad en norma, en ley única
de la sociedad toda. El burgués se allana a las exigencias
y condiciones que le impone el turbión revolucionario y
conforme a su código de valores, de suyo evanescente, dina-
miza el desarraigo. Su actitud no dinama —como deja en­
trever una crítica fácil, interesada en salvar el buen nom­
bre de la burguesía— de una toma de conciencia acerca
de la inevitabilidad del colapso. Primero, porque es indife­
rencia antes que resignación su característica primigenia, y
segundo porque el burgués, ocupado en sus negocios, no
tiene tiempo de pensar y deja que la intelligentsia piense
en su nombre. Sus deducciones riman de ordinario con sus
deseos, y entre sus deseos, claro está, el de la decadencia
ni siquiera figura como hipótesis remota. El burgués está
animado por una sola doctrina: la de su empresa comercial,
que representa su mundo, el único donde se mueve sin difi­
cultad alguna.
La civilización occidental está enferma de muerte. Spen-
glér se apresura a precisar el diagnóstico, diciendo que el
mal no está en los accidentes, como parece creer cierta
teorética social aparecida durante los siglos xix y xx, sino
en las esencias, en el espíritu. Descompuesta, la comunidad
se encuentra cómoda burlándose de sus conquistas y tradi­
ciones. Con todo, predice el filósofo de Blankenburg, hay
un corto número de hombres que, merced al seguro instinto
de la realidad política, columbran el futuro e intentan impe­
dir, mitigar y desviar el curso de los acontecimientos. Perso­
nalidades como los integrantes del círculo de los Escipiones,
en Roma, cuyas opiniones sirvieron de base a Polibio para
su obra histórica; Burke, Pitt, Wellington y Disraeli, en
Inglaterra; Metternich, Hegel, y después Bismarck, en el
mundo germánico; Tocqueville, en Francia. Todos ellos, de
acuerdo con el criterio del pensador alemán, intentaron
140 ~ Spengler, pensador de la decadencia

defender los poderes conservadores de la antigua cultura:


el Estado, la monarquía, el Ejército, la propiedad, el cam­
pesinado, inclusive en lo que tenían de objetables. Por eso,
afirma Spengler, en una frase que ha dado pie a interpre­
taciones erróneas: "sólo el elemento conservador, por débil
que haya sido en el siglo xix, puede impedir el final en el
porvenir, y lo impedirá”.12
El conservador es consciente de la continuidad que en­
globan en el tiempo, como esencias de una unidad histórica
y natural, la familia, la tradición y el orden. El conserva-
dorismo parte de la base de que la tradición es una línea
recta —es transmisión— y no un punto pretérito al cual
sería imposible volver so pena de violentar el curso de los
acontecimientos. Por tanto, cuando Spengler insinúa que
el elemento conservador evitará la catástrofe, no le otorga
a la civilización occidental una secreta posibilidad de sal­
vación. El proceso evolutivo resulta uniforme para todas
las culturas y Occidente —que no constituye una excepción
a la regla histórica— cumplido el invierno, decaerá sin re­
medio. A lo que se refiere Spengler, en realidad, es al rol
que ese "elemento conservador" —para utilizar sus pala­
bras— jugará frente a un destino de suyo sellado. El conser-
vadorismo, según el filósofo de Blankenburg, más que evitar
la decadencia —cosa imposible— salvará el honor de su
civilización. En este caso, la occidental.
Por Occidente Spengler entiende un área determinada:
la de la cultura fáustica, como él la denomina. El Occidente
spengleriano no coincide con nuestra visión del mismo, de
donde sus conclusiones se aplican al mundo nórdico-germá-
nico y al resto de Europa hasta el Vístula, es decir, Ale­
mania, Escandinavia, Francia, Inglaterra, Italia, España y
Austria. Los Estados Unidos quedan excluidos de sus estre­
chos límites, así como también Hispanoamérica, África,
Asia y Europa Oriental. Es necesario, pues, no confundirse
al hablar de la decadencia de nuestra civilización. Spen­
gler, al profetizar el final de Occidente, circunscribe el fenó­
meno crepuscular a la Europa del Oeste. Sus apreciaciones
son válidas para este mundo y se limitan a la esfera de su
cultura.13
Spengler y la decadencia ~ 141

la revolución

La revolución es característica de una civilización en estado


de crisis, más aún, de senectud, próxima a desaparecer.
Las revoluciones surgen del desfallecimiento de la soberanía
estatal. Sus causas no son económicas y, por tanto, sus
actores no se reclutan exclusivamente entre burgueses y
proletarios, explotadores y explotados, como parece susten­
tarlo un dogma que ha hecho escuela La revolución es pro­
ducto del resentimiento larvado que anida en una sociedad
decadente. La sociedad, afirma Spengler, reposa en la des­
igualdad de los hombres. Es un hecho natural. "Hay seres
vigorosos y débiles, llamados a ser caudillos y totalmente
incapaces de serlo, creadores y estériles, honrados, pere­
zosos, ambiciosos y conformes. Cada uno tiene su lugar en
la ordenación del todo. Cuando más importante es una
cultura, cuanto más se aproxima su estructura a la de un
noble cuerpo animal o vegetal, mayores son las diferencias
de los elementos constructivos —las diferencias, no las
oposiciones, pues éstas sólo son introducidas luego por la
razón—. A ningún servidor de casa grande se le ocurre
considerar su igual a un campesino, y ningún obrero espe­
cializado consiente que sus peones y ayudantes lo traten
de igual a igual. Este es el sentimiento natural de las cir­
cunstancias humanas. Los 'derechos iguales' son contra natu­
raleza, son un indicio de la degeneración de sociedades
senescentes, son el comienzo de su desmoronamiento in­
contenible.” 14
Pues bien, contra esta realidad de orden natural se alza
la revolución. En su fuero íntimo, y bajo la influencia
rousseauniana, intenta un utópico retorno al "buen salvaje”,
al estado presocial, donde no había lazos políticos, ni víncu­
los sociales, donde la propiedad aherrojante no existía y la
igualdad resultaba total. Según los revolucionarios, el fal­
seamiento de ese estadio primigenio ha dado como resul­
tado la cultura; por consiguiente es menester, para recon-
142 ~ Spengler, pensador de la decadencia

quistar la libertad, destruir la cultura y retomar al gé­


nesis.
"Libertad ¿de qué? Y ¿para qué? —se pregunta Spen­
gler—. ¿Quién paga a la prensa y la agitación? ¿Quién gana
con ello? Tales libertades han revelado en todo el mundo
lo que son: medios de nihilismo para el allanamiento de la
sociedad, medios del mundo abisal para inocular a la masa
de las grandes ciudades aquella opinión —propia no la
tiene— más prometedora de éxito para este fin. Por eso,
estas libertades —y, entre ellas, el sufragio universal— son
de nuevo combatidas, suprimidas, y trocadas en su antítesis
en el momento mismo en que han llevado el poder a las
manos de sus beneficiarios y tanto en la Francia jacobina
de 1793 como en la Rusia bolchevique y en la Alemania de
1918.” 15
La burguesía, primero, y el partido bolchevique, más
tarde —la gran finanza siempre, según Spengler—, hicieron
la revolución contra el orden tradicional a fin de institu­
cionalizar el triunfo de la razón. Pero la revolución, que
teóricamente se realizaba para derribar un Estado tiránico,
culminó en él. Tamaña subversión reconoce orígenes occi­
dentales, “y ello precisamente —dice Spengler— desde que
la concepción anglo-materialista del universo adoptada por
los círculos que Voltaire y Rousseau frecuentaban como
alumnos estudiosos, halló una expresión eficaz en el jaco­
binismo del continente. La democracia del siglo xix es ya
bolchevismo”.16
La revolución verdadera no es la revolución en la calle,
sino el modo revolucionario de pensar,17 nacido —según
el filósofo de Blankenburg— con la economía política y
epilogado en la Unión Soviética. Esta idea de un proceso
revolucionario ascendente emparienta al pensador germano
con los teóricos de la contrarrevolución católica, según los
cuales la Revolución resulta una larga cadena cuyos esla­
bones principales serían la Reforma Protestante, la Revolu­
ción Francesa y la Revolución Rusa, en orden cronológico.
Spengler, identificándose, sin saberlo, con De Maistre, Bo-
nald, Donoso Cortés 18 y otros, dice: “Esta revolución no
comienza con el socialismo materialista del siglo xix, y
Spengler y la decadencia ~ 143

mucho menos con el bolchevismo de 1917. Está ‘en perma­


nencia' —para usar una de sus expresiones habituales—
desde mediados del siglo xvm. Por entonces, la crítica
racionalista, que se llamaba a sí misma 'Filosofía de la
Ilustración’, comenzó a volver su actividad destructora,
desde los sistemas teológicos del Cristianismo y desde la
concepción del universo tradicional entre las gentes cultas,
que no eran sino la teología sin voluntad de constituir un
sistema, a los hechos de la realidad, al Estado, a la socie­
dad y, por último, a las formas crecidas de la economía”.19
La manifestación revolucionaria, el proceso que sigue la re­
volución y el enemigo contra el cual se endereza son temas
comunes a Spengler y a la escuela tradicionalista europea.
Bien es verdad que De Maistre sostenía el carácter "satá­
nico” de la misma, punto que Spengler no menciona, pese
a valorar el papel conservador de la Iglesia; mas ello obe­
dece a que la temática metafísica del Y'principio de iniqui­
dad”, cara a San Pablo y a los expositores católicos, era
ajena al pensamiento irracionalista del alemán.
Llegados aquí, cabe preguntarse: ¿qué grado de nece­
sidad acompaña a la revolución? Si la decadencia resulta
inevitable, la revolución, como factor característico y desen­
cadenante de aquélla, también lo es. Para un mundo des­
creído de sus valores espirituales, que se siente seguro de lo
que pretende destruir y cree transitar la ruta del progreso,
la revolución aparece como una liberación. La revolución
forma parte del sentido de cada cultura; se da en una etapa
—la civilización— signada por la decadencia, de donde se
sigue la imposibilidad de evitarla. En tal sentido —dice el
filósofo alemán— la revolución ha llegado a la meta. No
amenaza ya triunfa, ha vencido.20 El revés que sufrirá al
irrumpir el cesarismo y ser derrotado el dinero es pasa­
jero, circunstancial, pues, en definitiva, las culturas pelicli-
tan, y en ello reside el triunfo revolucionario que rezuma
ordinariez y se nutre, en sus últimos estadios, del odio y
la envidia que sienten las clases inferiores frente a las supe­
riores.21 "Clase” no tiene, en la obra spengleriana, una con­
notación economicista, ya que "la antítesis de lo distinguido
no es pobre sino ordinario. El bajo pensar y sentir del
mundo abismal se sirve de la masa desarraigada, insegura
144 ~ .Spengler, pensador de. la decadencia

en todos sus instintos, de las grandes ciudades para alcan­


zar sus fines y placeres propios de destrucción y de ven­
ganza”.22 Spengler repudia esta subversión, cultural antes
que política o económica, cuya finalidad, tras dar por
clausurado todo magisterio de honor y distinción, es im­
poner la vulgaridad. Como decía Ortega, no es que el vulgar
crea que es sobresaliente, sino que proclama el derecho a la
vulgaridad o la vulgaridad como un derecho.23

La revolución de abajo y la revolución de afuera

La decadencia cabalga sobre dos revoluciones diferentes en


su gestación, aun cuando su objetivo sea el mismo: la revo­
lución mundial blanca —liberalismo, jacobinismo, bolche­
vismo—, que nace y crece dentro de la cultura fáustica, y
la revolución mundial de color. La primera se recluta desde
abajo-, la segunda, desde afuera;2*y ambas son movidas por
el odio y el resentimiento. Dos revoluciones, pues, amenazan
a la cultura occidental: lucha de clases y lucha de razas.
- La revolución de abajo es cruel, destructiva, celosa de
su impunidad, aunque temerosa de las reacciones que pueda
suscitar. Mientras que la revolución mundial blanca se hace
contra el poder político, a través, principalmente, de la sub­
versión cultural, la revolución de color se ha alzado contra
las grandes culturas. "Ha surgido siempre del odio a muerte
que la superioridad inatacable de un grupo de naciones,
basada en formas y medios políticos, multares, económicos
e intelectuales llegados a plena maduración, hubo de pro­
vocar en su rededor, en los 'salvajes' o 'bárbaros'.. ," 25
El odio, la envidia y el desprecio conforman una trilogía
de pasiones desatadas en la historia que impulsan, en la
decadencia, a los actores y espectadores hacia su fin. Bruto
odia a César —en el odio late el reconocimiento al adver­
sario, según Spengler—, a diferencia de los demás complo-
tados, envidiosos de su poder y soberbia. César los habría
despreciado a todos, excepción hecha de Bruto, porque el
desprecio, el no molestarse por las opiniones del inferior
Spengler y la decadencia ~ 145

en cuanto inferior, es propio de los hombres de raza. Las


razas de color envidian el mundo fáustico, y éste desprecia
a aquellas hasta el momento en que, sumido en la deca­
dencia, encuentra un secreto placer en mostrarse condes­
cendiente con ellas, adulándolas y permitiéndoles flanquear
las puertas que, en la primavera de una gran cultura, pode­
rosa y creadora, no hubiesen osado mirar siquiera.
La voluntad de derribar los pilares sobre los cuales se
sostiene Occidente es la aspiración de aquel mundo for­
mado "no sólo por África, los indios —con los negros y
mulatos— de toda América, los pueblos islámicos, China
y la India hasta Java, sino, sobre todo, por Japón y Rusia,
que ha vuelto a ser una gran potencia asiática, mongólica".™
Spengler creyó vislumbrar el fenómeno de la "revolución
de afuera” contra la civilización occidental, apuntando la
correspondencia de esta época con la antigua, cuando
las provincias imperiales adquirieron más importancia que
Roma.

De la aldea al coloso pétreo

El escenario de la lucha de razas es el mundo; el de la


lucha de clases es la gran urbe. La ciudad es la razón y
expresión de la decadencia, pues en el gigante de piedra
se aglomera la masa desarraigada e informe. Ahora bien, no
cualquier aglomeración forma una ciudad. La ciudad tiene
un alma característica; las poblaciones primitivas, en cam­
bio, las aldeas y el campo, pueden ser centros de una co­
marca, pero, en la medida en que no formen mundos com­
pletos, nunca tendrán alma. El espíritu ciudadano es propio
y peculiar de las grandes culturas; se siente superior, mira
al campo como aledaño y subordinado y al campesino como*
a un ser digno de lástima.
No existen culturas campesinas ni tampoco historia
campesina, en la medida en que la historia es la historia del
hombre urbano y de la ciudad, donde se desarrollan la polí­
tica, el arte y las ciencias en general. El aldeano, siendo
146 ~ Spengler, pensador de la decadencia

eterno, precede y sobrevive al eclipse de las entidades mor­


fológicas superiores. Al carecer de historia se perpetúa, de
generación en generación, viendo, a su vera, el génesis, cre­
cimiento y muerte de las distintas culturas. Firme en sus
tradiciones y creencias, resulta un místico aferrado a la
tierra que lo ha visto nacer y lo verá morir. Sus descen­
dientes contemplarán el despertar de una cultura nueva, de
la misma manera como sus antecesores contemplaron el
nacimiento de ésta, que ya agoniza. Es un espectáculo,
piensa Spengler, que, en su falta de finalidad, se nos pre­
senta sublime, sin objetivo ninguno y lleno de grandeza,
como el curso de los astros, la rotación de la tierra o la
alternancia de tierra y mar, de hielos y bosques.
La aldea confirma al campo, mientras la ciudad lo en­
frenta, creyéndose superior. "Esos agudos tejados, esas cú­
pulas barrocas, esas torres y pináculos, no encuentran en la
naturaleza nada que pueda emparejárseles. Ni quieren tam­
poco encontrarlo. Al fin se inicia la urbe, la urbe gigantesca,
la ciudad como un mundo, la ciudad que debe ser sola y
única. Y comienza la labor destructiva a aniquilar el paisaje.
Antaño la ciudad se entregó a la imagen del campo. Ahora
la ciudad quiere reconstruir el campo a su propia seme­
janza. Y los senderos se convierten en vías militares.. Los
bosques y los prados, en parques; las montañas, en puntos
de vista panorámica. La ciudad inventa una naturaleza arti­
ficial, pone puentes en lugar de manantiales, cuadros de
flores, estanques, tallas decoradas, en lugar de praderas,
■charcos y matorrales. En la aldea, los tejados de paja
parecen cerros y las callejas senderos. Pero en la ciudad
se abren amplios los pasos de las calles empedradas, llenas
de polvo coloreado y de ruidos extraños. Aquí viven los
hombres, como ningún ser natural podría nunca sospe­
charlo. Los trajes y hasta los rostros armonizan con un
fondo de adoquines.” 27
El nacimiento del espíritu ciudadano y, consiguiente­
mente, del "pensamiento libre” racionalista es contempo­
ráneo de la toma de conciencia de la burguesía como clase
social opuesta a la tradición y a la sangre. La burguesía,
•que transforma la religión en "ciencia libre”, se alza contra
■el antiguo régimen y corona su revuelta con la entroniza-
Spengler y la decadencia ~ 147

ción de los valores fiduciarios del crédito. El dinero, escin­


dido de los bienes raíces, reemplaza a la propiedad, ligada
a la tierra y dependiente de ella, con lo cual, por necesidad,
se entabla una lucha económica entre el trueque aldeana
y el pensamiento monetarista burgués. Es una disputa en
la que dirimen supremacías la concepción que no alcanza a
diferenciar la cosa de su valor —producto aldeano— y la
idea de relacionar la cosa con una cantidad puramente con­
vencional —mercancía burguesa—.
El crecimiento de la ciudad a expensas del campo obra,
a su término, la reacción de las clases sociales primarias.
En realidad, la urbe ya no participa de la contienda, puesto'
que su desarrollo es tal, que no le inquieta el embate del
campo, dispuesto a defenderse espiritualmente del raciona­
lismo, económicamente del capitalismo y políticamente de
la democracia. "En esta época ya se han reducido a un corto
número las ciudades que llevan la dirección de la historia.
Aparece la profunda distinción, sobre todo psíquica, entre
la gran ciudad y la pequeña ciudad; y ésta, bajo el nombre
significativo de ‘ciudad rural’, se convierte en una parte del
campo, privado ya de toda actividad importante."58 La ciu­
dad se ha transformado y está en vías de finalizar su periplo
cuando sea llegado el momento de la urbe mundial, en cuyo
ámbito la historia universal completa su curso. En tanto,
tres tipos de hombres actúan e interactúan sin poder cam­
biar el sino de su cultura: el aldeano, el hombre de la
ciudad rural y el habitante del "formidable símbolo y reci­
piente del espíritu totalmente liberado", es decir, el habi­
tante de la ciudad gigantesca, cuya inteligencia contrasta con
la astucia vigilante de los otros dos.
La urbe trae aparejados diversos fenómenos sociales y
políticos. En efecto, el pueblo se transforma en masa, y ésta,
mecánica y ciudadana, es, según Spengler, presa de la demo­
cracia, de suyo inorgánica. Sólo el aldeano, último vestigio'
de la vida orgánica, desaparecidos los nobles y sacerdotes,,
enfrenta a la democracia. El aldeano, en comparación con
el habitante de la ciudad —"presuntuoso citadino"—, apa­
rece como un ser inferior. No obstante, tiene la ventaja
enorme de hurtarse a la decadencia. La vida del ciudadano
civilizado transcurre entre artificios y técnicas que lo deter-
348 ~ Spengler, pensador de la decadencia

minan en su existencia y lo convierten en un ser carente


de personalidad. El aldeano, en cambio, vuelve siempre a
los maestros de los cuales ha aprendido todo: la naturaleza
y la tradición. "En el comienzo y la terminación de un
ciclo cultural, el campesino y el citadino son como el alma
y la inteligencia, compás cósmico y tensión microcósmica;
de ahí que la alegría sana sea cósmica, esto es, rural; mien­
tras que la diversión, o sea, el aflojamiento de la tensión,
es siempre urbana. El final de una cultura es la infecun­
didad, la muerte de la voluntad de vivir: así, la mujer del
campesino es, ante todo, madre; la mujer del urbano es,
sobre todo, inteligencia; el campesino se regocija por ser
padre de muchos hijos; pero esto para el urbano es, gene­
ralmente, caricatura que incita risa.."29
El gigante de piedra sepulta a tal punto el paisaje, a
la pequeña, e inclusive a la gran ciudad, vuelta ella misma
provincia, que todo deviene periferia. Desaparecen las dife­
rencias sociales y se eclipsan, paulatinamente, las luchas
de clases; palidecen los enfrentamientos entre bárbaros y
civilizados y carecen de importancia todas las oposiciones
que, a partir de entonces, se subsumen en la única con­
tradicción real: las provincias, de un lado, y la urbe mun­
dial, del otro. La predicha dicotomía domina las manifes­
taciones y costumbres, los pensamientos y las escuelas filo­
sóficas, las concepciones del mundo y el desarollo de las
ciencias naturales. "Las más viejas de estas ciudades mun­
diales fueron Babilonia y la Tebas del Imperio Nuevo; el
mundo minoico de Creta pertenece, pese a su esplendor,
a la provincia30 egipcia. En la antigüedad es Alejandría
el primer ejemplo de urbe cosmopolita; la vieja Hélade se
convierte de golpe en provincia. Ni Roma, ni la repoblada
Cártago, ni Bizancio lograron anularla. En la India, las
ciudades gigantescas de Udjein, Kanaudi y, sobre todo,
Pataliputra eran famosas hasta en China y Java. Bien cono­
cido es el renombre fabuloso de Bagdad y Granada, en
Occidente. En el mundo mejicano fue, al parecer, Uxmal
—fundada en 950— la primera ciudad mundial de los impe­
rios mayas.” 31
El sinequismo, fuerza misteriosa que mueve al hombre
a vivir en compañía, se presenta en la urbe como versión
Spengler y la decadencia ~ 149

devaluada de aquella tendencia primigenia que impulsa a


los seres humanos a formar comunidades, aldeas y ciuda­
des. "Este nuevo sinequismo crea el mundo de los pisos
superiores. .. Roma, en el año 74, a pesar de sus inmensos
edificios imperiales, tenía la ridicula extensión de 19,5 km2.
Por consiguiente, estos cuerpos urbanos no crecieron en
anchura, sino en altura. Los grandes cuarteles de alquiler
sitos en la capital del Imperio, como la famosa Insula
Féliculae, alcanzaban, para un ancho de calle de tres a
cinco metros, alturas nunca alcanzadas en el Occidente
europeo y pocas veces en América. Junto al Capitolio, los
tejados de la época de Vespasiano llegaban a la altura de
la cima montañosa. Una miseria espantosa con embruteci­
miento de todas las formas de vida, se desarrollaba en esas
soberbias ciudades mundiales, creando entre los tejados y
la buhardillas, en los sótanos y patios interiores, un nuevo
tipo de hombre primitivo. Ello ocurrió en Bagdad y Babi­
lonia, en Tenochtitlán, como hoy en Londres y Berlín.” 32
Solamente el campo, con sus construcciones aldeanas,
sobrias, sencillas, donde aún hay espacio y donde media dis­
tancia suficiente de la criatura urbana, escapa a la desola­
ción moral, a la tensión y al fantasma del tedio. Porque
en esas ciudades construidas a la manera de tableros de
ajedrez,33 que, como señala el pensador de Blankenburg,
constituyen un indicio de la falta de alma, la masa, aburrida,
termina viviendo para el circo. La asfixia a que es sometido
el citadino, tanto como la inexistencia de un mundo interior,
generan en él tal tensión que debe relajarse mediante algún
entretenimiento. Si el habitante de la mole pétrea va de
paseo o de vacaciones al campo o la montaña, se lleva la
ciudad consigo, puesto que no puede vivir sin las sofisti­
caciones urbanas, desde la radio hasta el best setter. Todo
lo que es simple y natural, como la gimnasia y el sexo,
pasa a ser racionalizado y convertido en actividad e indus­
tria circense.
La vida civilizada puede ser una vida disipada, sofis­
ticadísima, refinada. El ciudadano dispone de todas las
comodidades y el lujo que las ricas creaciones y los ade­
lantos en el plano material pueden ofrecerle, pero el alma,
su alma, ha sido reducida a la mínima expresión. El espí­
150 ~ Spengler, pensador de la decadencia

ritu decadente de la ciudad gigante se le ha metido aden­


tro y reemplaza toda vivencia y religiosidad con sucedáneos
vacíos y modas efímeras.
La urbe, la masa, el campo vacío, los guardias preto-
rianos: son, todos, síntomas de una misma enfermedad,
pues nadie desempeña el papel que le corresponde, ni si­
quiera los soldados: "Los romanos perdieron su disciplina
militar y abandonaron hasta sus propias armas. Vegenio
dice que encontrándolas los soldados demasiado pesadas,
obtuvieron del emperador Graciano que les permitiese
abandonar la coraza y luego el casco, de modo que, expues­
tos sin defensa a los golpes, sólo pensaron en huir.” 3*
El colofón del proceso está en el advenimiento del cesa-
rismo —símbolo inequívoco de las postrimerías—, acom­
pañado del pillaje de los pueblos salvajes y jóvenes. Es
que esos pueblos, sostiene Spengler refiriéndose a los bár­
baros, "han visto que muchas cosas podían ser imitadas y
otras desarmadas al no poseer la fuerza que al principio
les habían atribuido paralizados de espanto (el juicio de
Yugurta sobre Roma). Advirtieron las guerras y las revo­
luciones surgidas en el seno de aquel otro mundo señorial,
y fueron iniciados por su forzado uso en los secretos del
armamento, la economía y la diplomacia".35 La conclusión,
obvia, es la total pérdida del respeto de los pueblos de
color frente a una civilización que se presenta como botín.36
El decadente ha de entregar su espada al verdugo para
así expiar su culpa y, con su muerte, dar nueva vía a la
historia. Esto, recuerda Spengler, hicieron los egipcios con
los libios, los romanos con los germanos, los árabes con los
turcos y los franceses con los negros africanos. "Hemos
nacido en este tiempo y debemos recorrer violentamente
el camino hasta el final. No hay otro. Es nuestro deber
permanecer sin esperanzas, sin salvación en el puesto
ya perdido. Permanecer como aquel soldado romano cuyo
esqueleto se ha encontrado delante de una puerta de Pom-
peya, y que murió porque al estallar la erupción del Vesu­
bio olvidáronse de licenciarlo.37 ¡Eso es grandeza! ¡Eso es
tener raza! Ese honroso final es lo único que no se le
puede quitar al hombre” 38
Spengler y la decadencia ~ 151

La suerte está echada. En la sombría reflexión spen-


gleriana, el fin resulta irrevocable y nada ni nadie tiene
la facultad de cambiar el fatal derrotero de una cultura;
mas ello no vela, en absoluto, la grandeza de quienes, en
una suerte de reto al determinismo del sino, hallan valen­
tía para morir en su puesto de batalla. Ante la adversidad
cabe la resignación del cobarde o el estoicismo del hombre
que, aun arrastrado por el torrente bronco de aquella,
acierta a dominarla en lo más íntimo de su ser. No es la
fuerza del brazo ni la violencia de las armas; antes bien,
la fortaleza del alma, la que puede alcanzar la victoria.
La decadencia es ocaso y muerte, nada más, sin re­
surrección, y una mirada de desolación augusta, jeremíaca,
aceptada con gozo austero, ante el desierto de huesos cal­
cinados y un vasto museo de ruinas, columnas truncadas,
armas herrumbrosas, dispersos trofeos... Occidente pade­
ce la decadencia esperando el cesarismo.. "Toda creación
sucumbe a la descomposición; todo pensamiento, toda in­
vención, toda hazaña han de sumergirse en el olvido. Por
doquiera vislumbramos cursos históricos de gran estilo,
que han desaparecido; por doquiera encontramos delante
de nuestros ojos ruinas de obras que fueron y de culturas
perecidas en el tiempo. Al descomedimiento de Prometeo,
que acomete al cielo para someter a las potencias divinas
del hombre, sucede la caída. ¿Qué nos importa la palabrería
y farragosa alusión a las 'eternas conquistas de la huma­
nidad'?'39 Lo grande ha comenzado como tal, y la magni­
tud de su estilo ha echado honda raigambre por siglos.
Pero la grandiosidad de los comienzos supone la desmesura
de su propia decadencia. La cultura tiene su cénit... y su
crepúsculo.
152 ~ Spengler, pensador de Id decadencia

Notas

1 "El vocablo civilización es relativamente moderno. Hay que


llegar al siglo x v m para encontrarlo, en el sentido que hoy pode­
mos admitirlo para entablar diálogo. La etimología, de recio abo­
lengo latino y latinizante, no gana su aceptación definitiva hasta
que 'el siglo de las luces’ se hace con él, queriendo descansar su
descubrimiento y presentarlo como hallazgo también conceptual.”
Adolfo Muñoz Alonso, Valores filosóficos del catolicismo, Juan Flors,
Barcelona, 1954, Col. Remanso, pág. 141.
2 "Con Francia epiloga la cultura occidental. Inglaterra da
inicio a la civilización. Francia domina el espíritu, la vida social,
los gustos. Inglaterra el estilo de vida práctica y el poder del
dinero.” P.S., pág. 63. Spengler se refiere al año 1763, o sea, a la
paz inglesa de Fontainebleau, que señala la conformación de la
voluntad fáustica a orillas del Támesis.
3 "El romanismo, atenido a los hechos, con su sentido estricto
de éstos, desprovisto de genio, bárbaro, disciplinado, práctico, pro­
testante, prusiano, nos dará siempre la clave —ya que estamos
atenidos a las comparaciones— para comprender nuestro propio
futuro. ¡Griegos y romanos! Así, efectivamente, diferéncianse el
sino que se ha cumplido para nosotros y el sino que va a cumplirse
ahora.” D.O., tomo I, pág. 55.
4 D.O., tomo I, pág. 441.
5 "Lo que estaba animado se toma frío y rígido. Los espacios
internos como los del alma son reemplazados por extensiones de lo
corpóreo reaL La vida, según el concepto del maestro Eckart, se
convierte en la vida tal como la comprende la economía política.”
P.S., pág. 49.
6 D.O., tomo II, págs. 121-122.
Spengler y la decadencia ~ 153

7 En la teoría spangleriana felah es el pueblo que ha agotado


los estadios de la cultura y la civilización.
8 Los pueblos —unidades de alma— pueden ser primitivos,
culturales o felah. Los primeros representan, en conjunto, la edad
liminar de la historia, imperando en ellos el factor espontáneo y
cósmico. En su seno no se advierte ninguna trabazón o coherencia
orgánica a la manera de las grandes culturas, y es que el pueblo
primitivo se limita a vagar y pugna por aplacar las fuerzas de unas
deidades que desconoce y teme. De ahí el término tabú con que
se designa lo desconocido, es decir, aquello que el hombre es incapaz
de expresar con palabras. El pueblo primitivo antecede al pueblo
culto. "Me refiero —asienta Spengler— a esos lazos de unión fuga­
ces y variadísimos que, sin regla cognoscible, se forman y se
deshacen en el transcurso de las cosas y que, por último, con el
presentimiento de una cultura nonata aún, por ejemplo, en la época
prehomérica, precristiana y germánica, condensan la población en
grupos y cajas de tipo cada vez más preciso, sin alterar apenas el
temple de los hombres". D.O., tom o II, págs. 200-201. El hombre
primitivo es un salvaje semejante al animal carnívoro, nómade y
astuto. Sólo con el advenimiento de la agricultura, el hombre primi­
tivo echa raíces y se clava en la tierra para ya no dejarla mientras
viva. Del nómade al hombre raigal media la diferencia que va del
primitivo al aldeano. Entrambos preceden a la cultura y son ahistó-
ricos, pero mientras el precultural es un estadio sin política, ni
clases, ni estado —sino de tribus nómades— el aldeano sobrevive
a esto íntegramente y existe hasta el nacimiento de la cultura. El
felah, por fin, carece de historia porque, para él, el tiempo no
existe. Los siglos nada le significan; su vida es pura sobrevivencia,
torpe y rudimentaria. No hay creación ni ambición en sus manifes­
taciones; sólo hay resignación en sus clases superiores e ignorancia
en las inferiores. Eso es todo. El Egipto actual, como el Islam y
los pueblos americanos descendientes de las grandes culturas maya,
azteca e inca son felah. Spengler, sin embargo, no supo agotar el
estudio de estos pueblos sobrevivientes, a los cuales apenas dedicó
breves párrafos en La decadencia... y Años decisivos.
9 "Y el cadáver gigantesco, tronco reseco y sin savia, puede
permanecer erecto en el bosque siglos y siglos, alzando sus ramas
muertas al cielo. Tal es el caso de China, de la India, del mundo
del Islam." D.O., tomo I, pág. 153.
10 D.O., tomo I, págs. 77-78.
11 Spengler entiende por burgués lo mismo que Flaubert:
"Llamo burgués a todo el que piensa bajamente".
12 A.D., pág.
154 ~ Spengler, pensador de la decadencia

u René Guenon afirma: "La única cuestión que se plantea aquí


es la siguiente: ¿el Oriente deberá sufrir, a causa del espíritu mo­
derno, nada más que una crisis pasajera y superficial, o el Occiden­
te arrastrará en su caída a la humanidad entera? Resultaría difícil
proporcionar ahora una respuesta basada en comprobaciones irrefu­
tables; los dos espíritus opuestos existen hoy en día en Oriente,
y la fuerza espiritual inherente a la tradición y desconocida por
sus adversarios puede triunfar cuando éste haya desempeñado su
papel, y hacerla desaparecer como la luz disipa las sombras; hasta
diremos que triunfará necesariamente tarde o temprano, pero tal
vez, antes de que eso ocurra, sobrevendrá un período de completa
oscuridad.” René Guenon, La crisis del mundo moderno, Ed. Huemul,
Buenos Aires, 1966, págs. 151-152.
14 A.D., págs. 93-94.
15 A.D., pág. 107.
16 A.D., pág. 97.
17 En esta idea coinciden plenamente Spengler y Maurras.
18 El viejo continente estaba llegando a la culminación de su
recorrido histórico, y en esa intuición coincidían Donoso y el filó­
sofo de Blankenburg. Donoso comprendió perfectamente el papel
del racionalismo, versión moderna de aquel que en la Hélade des­
truyera el espíritu de la cultura antigua. “Los siglos de los argu­
mentadores —afirma— son los siglos de los sofistas, y los siglos de
los sofistas son los siglos de las grandes decadencias. Detrás dé los
sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar
con su espada el hilo del argumento.” (Carta a los redactores de
El País y El Heraldo, 1849.) Interesa señalar aquí la empresa que
se le ha asignado a los bárbaros, cuyo destino es el de acabar con
el racionalismo. El nexo con Spengler es total: "Dicen que vanaos
a la barbarie. Plugiera al cielo que esto fuera así verdadero, por­
que la barbarie tiene sobre la civilización una ventaja: el ser
fecunda; la civilización es estéril. Como estéril que es, nada engen­
dra; mientras que de la barbarie puede afirmarse que ha engendra­
do a todas las cilizaciones." Donoso Cortés, Pensamientos.
» A.D., pág. 104.
M A.D., pág.136.
21 "La revolución es el sobresalto victorioso del resentimiento
y del ultraje contra la debilidad privilegiada de las minorías domi­
nantes —contra privilegios que ya no están en aptitud de impo­
nerse—, del mismo modo que la violación es el sobresalto del
hombre contra la debilidad privilegiada de la mujer, ídolo respe­
tado, que se echa por los suelos y se mancilla. Frente al represen­
tante de la oligarquía social, el hombre de la masa piensa como
Spengler y la decadencia ~ 155

cualquier hombre ánte el desdén de una mujer orgullosamenté


ataviada. 'Y sin embargo yo soy el más fuerte. Si yo quisiera.' La
revolución es la violación de las minorías dominantes: las reduce
a la categoría de cosas poseídas en las cuales saciamos. En el
estado de espíritu que inspira el Terror, se acepta de buen grado
el Terror: la fascinación del crimen colectivo se asocia al senti­
miento, mejor dicho, resentimiento de inferioridad.” Thierry Maul-
nier, Comunismo y miedo, Ed. Emecé, Buenos Aires, 1952, pág. 68.
22 A.D., pág. 95.
23 La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Col. Austral, 19-
edición, 1972, pág. 77.
24 El término afuera apunta a pueblos jóvenes, situados más
allá de las fronteras occidentales.
25 A.D., pág. 185.
26 A.D., pág. 188.
27 D.O., tomo II, págs. 116-117.
28 D.O., tom o II, pág. 120.
29 Ernesto Quesada: "La faz definitiva de la sociología spengle-
riana”. Revista Humanidades, Buenos Aires, tomo VII, pág. 74.
so Provincia, de abolengo romano, es una denominación polí­
tica surgida en tiempos del Imperio. Los romanos se la aplicaron
á Sicilia y, desde entonces, calificó a los territorios periféricos
convertidos en objetos y concebidos como tales.
31 D.O., tomo II, pág,122.
32 D.O., tomo II, págs, 124-125..
32 "Evidentemente, la tesis de Oswald Spengler Según la cual
la' planta tipo tablero es siempre producto de la. coagulación final
de una cultura en civilización, es una generalización insostenible.
Si bien la planta geométrica fue, sobre todo, típica de la ciudad
apenas fundada, ello no implica, necesariamente, una disposición
regular de la ciudad entera.” Lewis Mumford, La citta’nella storia,
tomo II, Bompiani, Milán, 1977, págs. 381-382.
34 Montesquieu, "Grandeza y decadencia de los romanos”,
Espasa-Calpe, Colección Austral, Buenos Aires, 1947, pág. 122.
35 A.D., pág. 186.
36 Spengler señala que toda civilización, al declinar, es vencida
por pueblos bárbaros con afán de pillaje. Ante las culturas mexicana
y peruana se le presenta al pensador alemán un obstáculo. Contra­
riamente al desarrollo natural de una cultura —organismo que nace,
alcanza su plenitud, decrece y muere—, las culturas americanas fue­
ron abrupta y violentamente destruidas cuando estaban en su cénit,
como un transeúnte troncha a una flor. .. "esta cultura es el único
ejemplo (se refiere Spengler a la mejicana) de muerte violenta”.
156 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Y apunta la semejanza de su evolución con la cultura clásica: "preci­


samente un rasgo antiguo, la falta de voluntad de potencia en la
técnica, es la que determinó la índole de su armamento e hizo posi­
ble la catástrofe... Lo más terrible es que ni siquiera fue tal des­
trucción una necesidad para la cultura de occidente; realizáronla de
modo privado unos cuantos aventureros, sin que nadie en Alemania,
Inglaterra y Francia sospechase qué sucedía en América. Esta es la
mejor prueba de que la historia humana carece de sentido." Para
Spengler, un grupo de bandidos y audaces con un centenar de arca­
buces y un par de cañones destruyeron todo. D.O., tomo II, pp. 58-59.
Toynbee piensa de manera similar: Estudio de la Historia, Emecé,
Buenos Aires, 1951, tomo I, págs. 144-454.
37 Cuenta el escritor Ernesto Renán que en un congreso de
historiadores celebrado en 1879 en Pompeya, al cumplirse 1.800 años
del terremoto que destruyó y sepultó a esa población, el programa
incluía un homenaje a un soldado romano que murió atrapado
por la ceniza, sin abandonar su puesto de guardia, junto a la
entrada de la ciudad. Pero el homenaje nunca tuvo lugar. Dos estu­
diosos terminaron el día anterior de cotejar informaciones referidas
a vestidos y movimiento urbano en Pompeya y obtuvieron eviden­
cias respecto del verdadero oficio del presunto héroe: era un
pillastre, un malhechor sorprendido por la lluvia de cenizas mien­
tras se entregaba al saqueo de las casas abandonadas. El ejemplo,
agrega Renán, sirve para demostrar el carácter incierto de la histo­
ria, la que debe irse reconstruyendo en la medida en que se agregan
más antecedentes fidedignos. Todas las hipótesis históricas, incluso
las consagradas, concluye Renán, debieran con cierta periodicidad
ser sometidas a una revisión.
3-« H.T., págs. 68-69.
33 H.T., pág.17.
CAPITULO VII

SPENGLER: RAZA Y ANTROPOLOGÍA

. .todo lo que hay en el hombre de animal


de presa y de serpiente sirve a la elevación
del tipo humano tanto como su contrario.”

F ederico N ietz sc h e

Como miembro del universo, el hombre no sólo pertenece


a la naturaleza sino también a ese segundo cosmos que,
siendo histórico, obra con arreglo al sino y subordina todo
producto al producirse. El hombre, en la concepción spen-
gleriana, es un animal de rapiña “que valora instintivamente
los objetos del mundo que lo circunda, como presa. Como
enemigo. Aquello que es enemigo asimismo es presa. Todo lo
que resta está falto de valor. El concepto de amistad existe
sólo a partir de la organización de los pueblos, de la es­
tirpe”.1 Spengler arriba a la predicha conclusión proyectan­
do sobre su antropología categorías zoológicas, de la misma
manera que, al comparar las distintas culturas con las plan-
157
158 ~ Spengler, pensador de la decadencia

tas y los seres humanos, había concebido el estudio de la


historia estrechamente vinculado al de la biología.
En un sentido limitado —dice Spengler—, las plantas
tienen existencia, pues respiran, se alimentan, se multipli­
can y, finalmente, mueren; un proceso que cumplen en
medio de una naturaleza que rige su desenvolvimiento de
manera exacta y acabada. Pero, aunque la vida despunta
en tomo a la planta, ésta no vive propiamente: sólo es
escenario. La planta, en efecto, no elige el lugar donde
nacerá, ni la dirección hacia donde habrá de moverse cuan­
do sea sacudida por el viento, ni menos aún el alimento
que la mantendrá enhiesta; en rigor, el calor y la oscuridad,
el agua y las tempestades rigen y condicionan su vida.
Remontando la escala, emerge una forma movediza: la
de los animales, cuyas dos variantes, según el pensador
germano, se diferencian nítidamente: la una se atiene a
las condiciones del universo vegetal inmóvil; la otra, supe­
rior, está conformada por los que viven de las demás espe­
cies, inferiores. Contrapuesto al hervíboro, el animal de
rapiña es la'forma suprema de la vida movediza. Libertad
para matar, responsabilidad y soledad —el subrayado es
nuestro— son las esencias de los animales de rapiña, los
cuales se afianzan en la lucha, venciendo y aniquilando.
El animal de rapiña —que domina por su vista (concepto
de objetivo, evaluación de distancia)— es enemigo de todo
el mundo. No tolera en su distrito a ninguno de sus iguales;
y encuentra en ésta su soberanía las raíces del concepto
regió de la propiedad, recinto donde ejerce un poder ilimi­
tado, defendido, además, victoriosamente, contra los iguales.
Su propiedad no se agota, así, en el derecho a un mero
haber, sino en un soberano disponer.2 Mientras el animal
tiene sólo presente y vive instintivamente —su pasado y
futuro se substancian en el instinto de herencia y de raza—,
el hombre es capaz de recordar, es decir, tiene memoria,
condición de todo desarrollo.. "El hombre piensa el tiempo
en términos de pasado y futuro; el animal advierte emocio-
nalmente el tiempo; el vegetal es el tiempo mismo.” 3
La característica substancial de la vida humana es simi­
lar a la del astuto y soberbio animal de rapiña, de donde
se intuye por qué el hombre, Comprendiendo esta disyun­
Spengler: raza y antropología ~ 159

tiva —prevalecer o desfallecer— se lanza a una lucha que


brota de su voluntad de poderío deseando hacer botín y
presa, o, lo que en definitiva resulta indistinto, atacar-y ma­
tar. Esto último, que descarta todo rasgo de bondad intrín­
seca en el hombre, no proyecta una sombra negativa sobre
la visión spengleriana del ser' humano; al contrario, el
hombre, en su carácter de animal de rapiña superior, se
permite crear los hechos históricos. Es que, si no existiera
esa voluntad de dominación y botín, presta a aceptar el
reto de la naturaleza y el destino, tampoco habría historia.
La lucha del hombre es por la preeminencia antes que
por la existencia. El que vence puede matar, pero, en
términos generales, los vencidos no son devorados ni des­
truidos; son esclavizados o subordinados. La vida es com­
petencia para tratar de conseguir más poder, riqueza o
autoridad, y así como el animal rapaz domina y vence al
animal herbívoro, así también el hombre superior vence y
domina al inferior.4 Se da, entonces, una distinción natural
entre los individuos nacidos para mandar y los nacidos
para obedecer, entre los que dirigen e imperan y los que
son dirigidos y acatan órdenes. Estas diferencias, innatas,
comunes a todas las épocas y contra las cuales nada pue­
den las críticas del igualitarismo sociológico, son moti­
vadas por la vida y confirmadas por la naturaleza. La
igualdad no existe; no hay tal cosa. Desde su nacimiento,
los hombres son diferentes, ya que la primera ley de la
naturaleza es casualmente la desigualdad, así como la pri­
mera ley de la política es la jerarquía que se sigue de
aquélla. Los manifiestos y las proclamas que colmaron la
Revolución Francesa daban a creer que la igualdad podía
conseguirse asentando unas cuantas frases humanitarias
sobre un papel, desconociendo, o queriendo desconocer,
que la igualdad, como la libertad, deben conquistarse, y no
todos son capaces de conquistar., Sólo el animal de rapiña
conquista, mientras el herbívoro se resigna a quedar some­
tido. De sus respectivas morales, fijas e inalterables, que
nada ni nadie puede cambiar, se desprender el impulso
del rapaz a la conquista y la inclinación del herbívoro al
sometimiento. "Es un hecho simple. Se puede aniquilar
la vida, pero no cambiar su modo. Un animal de rapiña,
160 ~ Spengler, pensador de la decadencia

cuando está domesticado y preso —cualquier jardín zooló­


gico ofrece ejemplo de ello—, queda tullido en su alma,
padece una dolencia cósmica, hállase interiormente aniqui­
lado. Hay animales de rapiña que, voluntariamente, mueren
de hambre cuando han sido presos. Los herbívoros, en
cambio, no pierden nada al convertirse en animales domés­
ticos. Esta es la diferencia entre el destino de los herbí­
voros y el destino de los animales de rapiña. Aquél depri­
me, empequeñece, acobarda; éste encumbra por el poder
y la victoria, por el orgullo y el odio. Aquél se sufre; éste
se es. La lucha de la naturaleza interna contra la natu­
raleza externa ya no es sentida como una miseria —como
mísero destino imaginaban Schopenhauer y Darwin la lucha
por la vida—, sino como gran sentido de la vida, un sen­
tido que la ennoblece; así pensaba Nietzsche: amor fati.
Y el hombre pertenece a esta especie.” 5
Un hombre de raza es, teórica y prácticamente, un
hombre de acción en virtud de su "mirada de águila" (la
expresión figura entre las favoritas de Spengler); ello le
permite pensar macrohistóricamente e intuir el profundo
significado de los hechos. No es casual que Spengler eli­
giera el águila teniendo presente que, luego del hombre, es,
por su potencialidad, el más estupendo animal de rapiña.
"Los grandes animales de presa son nobles criaturas de
especie perfecta y sin la hipocresía de la moral humana
por debilidad.” 6
En tanto el ser humano desarrolla sus actividades na­
turales y vive inmerso en la plenitud de una cultura, su
moral resulta instintiva: cree en ella sin cuestionarla. Pero,
al declinar la cultura, esas mismas normas se vuelven dis­
cutibles y la moral en sí se convierte en un problema ra­
cional. Por un lado, se hace necesaria una teoría para orde­
nar y fundamentar la vida en un orden civilizado; por el
otro, el homber, falto de una moral íntima, definida, se
echa a la búsqueda de ella y topa en su peregrinar con
formas espurias, con falsas eticidades humanitaristas. La
moral culta —ya desaparecida— y la moral civilizada —re­
cién aparecida— difieren en virtud de su profundidad.
Mientras la primera se vive y no puede ser explicada a
Spengler: raza y antropología ~ 161

través de conceptos lógicos, la segunda existe en función


de la razón pura y es una categoría de esa razón.
Ligada de manera íntima al hombre y su moral está
el alma,7 la cual, de acuerdo con Spengler, tiene una visión
cósmica de su sino. De la moral trágica se deriva una
visión heroica, viril; de la ordinaria, una visión vulgar,
senil. La primera es una moral realista, y del realismo
extrae el sentimiento de orgullo capaz de sobrellevar el
peso de la historia; la segunda, contrariamente, se empeña
en eludir su destino a fuerza de abandonos y cobardías.
El hombre de raza, que asume la dimensión trágica de su
cultura, quiere lo que acontece y, sin allanarse a la deca­
dencia, comprende su fin ineluctable. La moral trágica, en
oposición directa y polémica con la ordinaria, que, por
idealista, rezuma optimismo negándose a ver la realidad,
sabe apreciar adecuadamente el límite que separa las esta­
ciones crepusculares de las florecientes. Es recia e intuye,
sin desmerecer la escena ni el escenario de la historia, cuál
es su papel en el decurso de la civilización. Spengler,
siguiendo esta idea, espera que los hombres poseedores de
una moral trágica se dediquen, si es que verdaderamente
tienen conciencia del futuro que los aguarda, a la técnica
y no a la lírica; al mar y no al pincel; a la política y no a la
teoría del conocimiento.8

La raza

El filósofo de Blankenburg sostiene la inexistencia del hom­


bre en sí, que sin más denomina "mero palabrerío filosó­
fico". Hay nombres "de una época, de un lugar, de una
raza, de una índole personal, que se imponen en lucha con
un mundo dado, o sucumben, mientras el universo prosi­
gue en torno su curso como deidad erguida en magnífica
indiferencia”.9 Es evidente, pues, que cada cultura imprime
un sello particular —racial— a sus miembros. El concepto
de raza resulta, entonces, de una importancia capital, no
sólo en razón del lugar que ocupa dentro de la teoría
162 ~ Spengler, pensador de la decadencia

spengleriana, sino también por diferenciarse nítidamente


del concepto debido a darwinistas y materialistas en ge­
neral.10 “La pureza de raza es un término grotesco ante el
hecho de que desde hace milenios todas las estirpes y las
especies se han mezclado y que, precisamente, las estirpes
guerreras, sanas y ricas en porvenir, han acogido gustosas
al extranjero cuando éste era 'de raza', cualquiera fuera la
raza a que perteneciera. El que habla demasiado de raza
no tiene ya ninguna. Lo que importa no es la raza pura,
sino la raza fuerte que integra un pueblo.” 11
La raza para Spengler es tensión cósmica y, a la vez,
conciencia sobre un destino histórico. La unidad de pro­
cedencia, insinúa el filósofo germano, no le basta a un
pueblo. La raza es aneja al paisaje porque es algo raigal,
que no emigra. Nace, crece y muere en el solar donde ha
nacido, lo cual no quita que, en determinados períodos de
la historia, contingentes de una raza hayan servido a razas
distintas. En realidad, Spengler se interesa por la raza que
se tiene, no por aquella a que se pertenece por razones
estrictamente biológicas. La raza que se tiene es un ethos;
lo demás es pura biología, o zoología, concepto éste que
diferencia a Spengler del nacionalsocialismo.
Una raza fuerte se halla obligada, por motivos de so­
brevivencia, a la gestación y educación de sus hijos, como
asimismo a una severa selección de los nacidos. El matri­
monio pobre en hijos, afirma Spengler, se endereza no sólo
contra la cantidad, sino sobre todo contra la calidad de la
raza. Lo que un pueblo necesita, tanto como una raza
fuerte en sí misma, es la existencia de una selección de
hombres superiores que la dirijan. Lo esencial, entonces,
es una dura y paciente labor educativa sobre las minorías
dirigentes, previamente seleccionadas, para que se pueda
formar en ellas una voluntad de grandeza y poderío. Una
selección, prosigue, "tal como la promovían el servicio colo­
nial inglés y el cuerpo de oficiales prusianos —también la
Iglesia Católica—, atendiendo implacablemente a la conduc­
ta moral y a la afirmación en situaciones difíciles —no al
dinero ni al origen—, se hace imposible cuando el material
dado no sobrepasa en ningún caso la mediocridad. Ha de
haber una selección previa por la vida; sólo después puede
Spengler: raza y antropología ~ 163

haberla por la clase. Una estirpe fuerte precisa poderes


fuertes. Algo del barbarismo de los tiempos primitivos
tiene que haber aún en la sangre bajo las formas rigurosas
de una antigua cultura, que en los tiempos difíciles irrumpe
para salvar y vencer".12
Spengler no hace referencia a la pureza de sangre sino
a la cfel alma, es decir, a la raza capaz de estar en forma.
La diferencia entre Dasein (existencia) y Wachtsein (exis­
tencia alerta —que el filósofo alemán plantea como alter­
nativa forzada— señala la necesidad de corrientes de vida
vegetativa, cuyo sello es histórico, y corientes de existencia
alerta, de sello religioso. La raza está relacionada en el
hombre con la lucha por el poderío, el sino histórico y la
política; en las plantas, que también tienen razas, sólo con
el paisaje. La distinción entre el hombre y las plantas con­
siste en que el macrocosmos humano, a diferencia de las
plantas, puede expresarse, y posee a tal efecto lenguas de
comunicación. Si bien el lugar donde nace un idioma es
para Spengler accidental y, por ende, no guarda relación
con su esencia, el idioma hablado no es sinónimo de lengua,
lo cual significa que entre ambos media la distancia de la
expresión a la comunicación.. Según Spengler, el idioma
emigra, pasa de pueblo en pueblo y de tribu en tribu; la
raza, inversamente, permanece en su solar original y sólo
a veces cambia de idioma, para adoptar una forma de
expresión oriunda de otro pueblo perteneciente a la misma
cultuar histórica.13
Volviendo al Dasien y al Wachtsein, es menester apun­
tar que tal dicotomía suscita en nosotros la idea de una
conciencia que no alcanza a estar en forma y de otra vigi­
lante. La raza fuerte de Spengler es Wachtsein, y su expre­
sión más acabada es la casa, porque, en efecto, existe una
distinción decisiva entre la casa y el arte, entre sus respec­
tivas historias, en cuanto la casa es creación del alma,
mientras que el arte y la religión son expresiones de la
lengua. Si la casa desaparece, con ella desaparece la raza,
la cual, lo mismo que aquélla, se arraiga en un lugar y
sólo sobrevive dentro de sus límites específicos. Si, en cam­
bio, se modifica o destruye la iglesia, es la lengua la que
lleva las mayores posibilidades de desaparecer.
164 ~ Spengler, pensador de la decadencia

La casa nace con el paso del nomadismo al sedentaris-


mo, o sea, con el afincamiento del hombre en la tierra
donde echa raíces y construye su hogar teniendo en cuenta
los dictados del paisaje. El paisaje o ambiente influye so­
bre la raza de la misma manera que el alma, tanto que, en
los hombres pertenecientes a un pueblo, el alma de esos
hombres y el alma de sus casas son realidades unívocas.
La casa, pues, crece y se transforma con el ethos de ese
pueblo. La casa y la catedral, siendo obras humanas, de­
vuelve al tapete la visión spengleriana del hombre manifes­
tándose en sus creaciones cósmicas.

El “consensus judaico”

El término raza indica en Occidente, más que en cual­


quier otra cultura, aquello que se arraiga al paisaje y a la
casa. La raza supone la sangre enmarcada en la tradición y
el lugar geográfico donde tiene asiento el pueblo, lugar éste
cuyas fronteras son siempre móviles, acorde con el senti­
miento fáustico de conquista. La raza fáustica resulta inde­
pendiente de la religión; es el castillo antes que la catedral.
Por el contrario, el concepto de raza dentro de la cultura
mágica incluye —en un todo indisoluble— al Estado, al
pueblo y a la religión. Ajena al paisaje, la raza mágica se
plasma acabadamente en la iglesia y no en la casa. Los inte­
grantes de la cultura mágica han quedado, por las vicisi­
tudes de la historia, circunscriptos dentro de límites geo­
gráficos definidos; pero ello no ha sido óbice para que la
idea comunitaria siga siendo, entre sus habitantes, un sen­
timiento religioso supranacional, lo cual se pone de mani­
fiesto, de manera singular, en el caso —Spengler evita men­
cionar el término raza— del consensus judío..
Así como cada raza, al poseer un ritmo cósmico pecu­
liar y diferenciado, entra en conflicto con sus semejantes,
así el judío, al no tener —de acuerdo con su carácter má­
gico— una patria fija, ha suscitado la reacción y el odio
de los integrantes de la cultura fáustica, cuyos miembros
Spengler: raza y antropología ~ 165

guardan honda fidelidad al sentimiento de la patria como


suelo. Al judío tradicional no le interesa el suelo, ni si­
quiera la sangre y las costumbres —la diferencia entre
aslcenazis y sefardíes lo confirma—; sólo le importa la co­
munidad de fe. De ahí que sea tan distinto del occidental,
quien en cualquier nación extraña a la suya, aun dentro
de la misma cultura fáustica, se siente extranjero.
¿Existen, pues, en la cultura occidental influencias ex­
trañas a su alma? Al hablar de religión comprobamos de
qué modo diferentes cosmovisiones obran unas sobre otras.
Spengler contribuye a aclarar más el panorama cuando
expresa, refiriéndose a un ámbito aparentemente distinto
del tratado en este capítulo, que en física es posible dis­
tinguir conceptos ateos de la fuerza. "Spinoza, judío, y
miembro de la cultura mágica por su alma, no pudo asimi­
larse al concepto fáustico de fuerza, que falta en su sis­
tema. Y véase el enorme poder de los conceptos primarios:
Enrique Hertz, el único judío de entre los físicos del re­
ciente pasado, ha sido también el único que ha intentado
resolver el dilema de la mecánica prescindiendo del con­
cepto de fuerza.” 14 Es lícito, pues, creer que, a semejanza
de la física, en las demás áreas ocurre lo mismo.
Al envejecer una cultura y devenir civilización, sus
basamentos primarios tórnanse débiles y reciben la im­
pronta de otras formas orgánicas, incluidas, desde ya, las
cosmovisiones felahs. Todo no pasaría de un simple cho­
que entre manifestaciones esencialmente diferentes, si no
existieran consecuencias políticas graves: el judío, contra­
riamente al hombre fáustico de raza, es intemacionalista15
y se siente a gusto en cualquier ghetto o colectividad de
"hermanos”. En el judío la palabra internacional, que lo
entusiasma, evoca la esencia del consensus sin tierra y sin
límites. "Aun en el caso de que la fuerza del consensus
esté resquebrajada en su alma y la vida del pueblo huésped
lo haya atraído hasta el punto de infundirle verdadero pa­
triotismo, siempre. . . será su partido el que tenga fines
más comparables con la esencia de la nación mágica. Por
eso el judío es demócrata en Alemania, y en Inglaterra
—como los parsis de la India— imperialista.” 16
166 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Hombre y mujer

El ser humano es objeto del sino, y el sino —a diferencia


de los sentidos y nervios, aspectos ambos del microcos­
mos— se manifiesta en la circulación de la sangre y en el
sexo. "La sangre es para nosotros el símbolo ae la vida.
Circula sin cesar por el cuerpo, desde la concepción hasta
la muerte; pasa del cuerpo de la madre al del niño; bate las
arterias en la vigilia como en el sueño y nunca interrumpe,
su curso. La sangre de los antepasados fluye a través de
las generaciones, uniéndolas en un ingente conjunto, some­
tido al sino, al ritmo, al tiempo. Al principio sucedía esto
por divisiones repetidas de los ciclos, hasta que apareció
un órgano propio de la generación sexual, que hizo de un
solo instante el símbolo de la duración.” * Debido a la
existencia de sexos opuestos y complementarios es posible
que se perpetúe la corriente cósmica llamada vida. Para
Spengler, la identidad entre el cosmos y lo femenino, entre
lo histórico y la mujer, es total. Mientras que el hombre
hace la historia, la mujer ya es la historia. El varón do­
mina el espacio, la mujer es el tiempo; el varón está desti­
nado a percibir y le es dada una mayor capacidad de com­
prensión —lo masculino se identifica, de éste modo, con
la causalidad—, mientras la mujer se identifica con lo in­
tuitivo, con el sino. No en vano los antiguos representaban
a las tres Parcas, el^tiempo, bajo la forma de tres mujeres:
Cloto, Láquesis y Átropos. Ellas preparan, tejen y cortan
el hilo de la vida, contemplando, impávidas, el desenvolvi­
miento de la historia humana.
En el esquema spengleriano, la mujer es “macrocós-
mica” y el hombre, contrariamente, crea todos los aconte­
cimientos políticos y sociales —concatenación del microcos­
mos— que le darán carácter a una cultura determinada.
La mujer otorga a la historia su eterna condición: el deve­
nir, mientras libra una lucha sorda contra el hombre y,
de algún modo, contra sí misma; es la lucha por la con-
Spengler: raza y antropología ~ 167

quista del varón y la batalla que desata para perpetuar la


vida en cada parto. Su arma principal es el sexo, "pues
la eterna política de la mujer es la conquista del hombre,
mediante la cual puede ser madre de hijos, historia, sino
y futuro. La profunda prudencia, la astucia guerrera de
la mujer, se endereza siempre al padre de su hijo. Pero el
padre, que con la gravedad de su esencia pertenece a la otra
historia, quiere tener a su hijo como heredero, como sujeto
y sustento de su sangre y de su tradición histórica”.18
En la concepción antropológica de Oswald Spengler,
el hombre, todo hombre, es para la mujer un medio
que pugna por llegar a un fin determinado y conscien­
te: el hijo. Hombre y mujer combaten, sin cuartel, en
una guerra que, de acuerdo con el filósofo de Blanken-
burg, es eterna, silenciosa y amarga; nacida con los sexos,
es decir, con el ser humano, no tiene posibilidad ninguna
de detenerse, so pena de concluir el ciclo del hombre sobre
la tierra. En la misma, donde cada sexo trata de imponer
su historia particular, hay política, batallas, ligas, contra­
tos y traiciones; pero, como el mundo del varón es dualista,
éste hállase condenado a pelear en dos frentes: ha de com­
batir contra la mujer y contra otros hombres. La mujer,
incapaz de comprender la razón en virtud de la cual el
varón se dedica al arte o a la política —actividades ambas
que ella, sobre no entender, juzga innecesarias y pernicio­
sas en cuanto le quitan tiempo al hombre para dedicarse
a ella, o, lo más temido, le quitan sus hijos —hace guerra al
hombre procurando absorberlo a través del sexo, su arma
más poderosa. Y, "sin embargo, todo en la otra historia su­
cede en el fondo para proteger y conservar esta historia eter­
na del engendrar y del morir. Las expresiones para decir esto
son muy varias: luchar por los hogares, por la mujer y
los hijos, por la prole, la raza, el pueblo, el futuro. La
lucha entre hombre y hombre acontece siempre por la
sangre, por la mujer. Por la mujer, que es el tiempo, es
por lo que existe la historia de los Estados".19
Está claro que no hay cuestiones de cooperación. Exis­
ten hombres de raza, guías de sus pueblos, hacedores de
naciones, que crean historia, y hay mujeres de raza, que
se saben historia.. Ambos no dejan de combatirse, no pue-
168 ^ Spengler, pensador de la decadencia

den dejar de hacerlo, y muchas veces la derrota del hom­


bre en una guerra privada cuesta la derrota de una guerra
pública. Es el mito de "la mujer detrás del trono”, el caso
de Elena de Troya. La mujer degusta, así, su triunfo sobre
los Estados: es su política prevaleciendo sobre la política
de los hombres de raza.20
La postura spengleriana, como vemos, es distinta de
la de Schopenhauer y Nietzsche. Para éstos, la mujer era la
personificación del filisteísmo, y las diatribas en su contra
tienen justificación, según opinaban uno y otro, en el hecho
de que la mujer, al perpetuar la especie, no hacía sino
prolongar y actuar como mero paliativo del pathos, ese
padecer infinito de la existencia traducido en eterna rege­
neración y destrucción. Spengler, en cambio, no se detiene
en lamentaciones románticas y, si bien coincide con los
filósofos antedichos en la concepción escéptica respecto
del ser humano, va más allá y convierte la línea divisoria
éntre varones y mujeres en una línea que delimita, a través
de los sexos, seres ae raza y carentes de raza. La mujer sin
raza deniega de su condición y procura, en todo momento,
emular al hombre lanzándose a combatir en un terreno
que no le corresponde —sea la Academia, la industria o el
parlamento—, para terminar en el feminismo de las pro­
clamas liberacionistas y en el absurdo de querer conquistar
supuestos "derechos” degenerativos: derecho al aborto, a
no tener hijos. Semejantes posturas se conciben y expli­
can en virtud el reblandecimiento de las épocas decaden­
tes, en donde la masculinización creciente de la mujer
coincide con la progresiva feminización del varón. La mu­
jer no pierde su esencia, aun cuando la desmerezca; pero
el que deba conquistar al hombre incursionando en sus
dominios indica, a las claras, el grado de distorsión exis­
tente. Ahora también ella combate en dos frentes, com­
partiendo su condición femenina con su actividad extra­
hogareña. La decadencia trae consigo, tanto en Roma como
en Occidente, la conquista del hombre, no para engendrar
hijos y tener un marido y padre de aquéllos, sino para
"obtener cariño”. Tal actitud, por supuesto, es fomentada
por el hedonismo, la subversión de las costumbres y la
ambigüedad del hombre urbano, el cual, desinteresándose
Spengler:■raza y antropología - 169

del linaje y la perpetuación de la raza y absorbido por


la técnica y la ciencia, sólo ve en la mujer un pasatiempo,
un juego —el "más peligroso”, al decir de Nietzsche— o
una tabla de salvación.
Por su parte, la mujer, al calor de las ideas ibsenia-,
ñas, no quiere más hijos y concibe su libertad no sólo
como la libertad de un "amor” sin la pesada carga de la
prole, sino también como la emancipación respecto de sus
deberes de madre y señora del hogar. La mujer de raza,
opuesta a la mujer de la urbe, no desea ser "compañera"
o "amada”, sostiene Spengler, sino madre, y no madre de
un solo hijo como juguete y entretenimiento, sino de mu­
chos. En el orgullo de la abundancia de hijos, en el senti­
miento de que la esterilidad es la maldición más dura que
puede caer sobre una mujer y, a través de ella, sobre su
estirpe, habla el instinto de las razas fuertes.. . La mujer
primaria, la mujer aldeana, es madre. Todo su destino,
desde la niñez anhelada, se encierra en esa palabra. Pero
ahora surge la mujer ibseniana, la compañera, la heroína
de una literatura urbana, desde el drama nórdico hasta la
novela parisiense. Tienen, en vez de hijos, conflictos aními­
cos. El matrimonio es un problema de arte aplicado, y lo
que importa es 'comprendense mutuamente’.. , ”.21

La técnica

El hombre, en la etapa primigenia o mítica, convivía con


los demás seres de la naturaleza. Un buen día descubre
que puede responder en forma total y acabada a los estí­
mulos del paisaje y a las dificultades que se le presentan
y consigue, al mismo tiempo, vencer y domesticar a los
animales, dominar los secretos del suelo y combatir a sus
semejantes. El hombre se siente el rey de la creación y,
rebelándose contra el orden y las fuerzas de la naturaleza,
rompe el equilibrio cósmico y entra en conflicto con ella.
¿Cómo pudo el hombre enseñorearse de la creación?
No sólo es una cuestión de superioridad mental, sino que,
170 ~ Spengler, pensador de la decadencia

sobre todo —sostiene Spengler—, el hombre lo ha logrado


mediante un elemento peculiar que la naturaleza le ha brin­
dado: la mano. La mano de poco sirve sin la guía de la
inteligencia, pero la mente nada hubiera logrado sin el auxi­
lio de la mano. La mano es un arma impar en el mundo
de la vida moyediza. Compáresela con la pata, el pico, los
cuernos, los dientes y las aletas natatorias de los animales.
"Por una parte, concéntrase en la mimo el sentido del tacto,
hasta el punto de que casi puede considerarse la mimo
como un órgano táctil, junto a los órganos de la visión
y de la audición. No solamente distingue lo caliente y lo
frío, lo sólido y lo líquido, lo duro y lo blando, sino tam­
bién el peso, la figura y el lugar de las resistencias; en
suma: las cosas del espacio... Además, por encima de esto,
compéndiase en la mano la actividad de la vida en forma
tan completa, que toda la actitud y la marcha del cuerpo
—simultáneamente— se ha conformado en relación con la
mano.” 22
Para el filósofo de Blankenburg mano y utensilio se
complementan mutuamente. En el pensamiento de la mano
encuentra lugar el pensamiento del utensilio. Éste, afirma
Spengler, es “el arma del ser humano contra la naturaleza".
Las armas contra los animales y contra otros seres humanos
no son más que casos particulares. El arado —dice el filósofo
alemán— es un arma contra las plantas. Los instrumentos
del culto son un arma contra el demonio que van a exor­
cizar. "El ser humano no es más que un animal de presa
provisto de las mimos."23 El ojo y la mano tienen una
función crítica, aunque esta última también reivindica una
función activa: la de ejecutar. En le ojo se concentra el
hombre en tanto indaga, en la mano en tanto ejecuta. Casi
todo el reino zoológico ignora esta profunda cooperación:
que el ojo sirve a la mano. "Del ojo procede el desarrollo
de la sistemática, la tercera dimensión —dirección—. . . De
la mano procede el desarrollo de la fisiognómica... la di­
mensión bajo forma de intención."24 Como la mano inerme,
sin arma, carece de valor, la mano elige el arma. El hom­
bre es el único animal de rapiña que tiene la facultad de
escoger y preparar su arma para combatir la naturaleza
y a süs semejantes. "Todo manejo técnico del hombre es
Spengler': raza y antropología ~ 171

un arte, y siempre ha sido llamado así: el arte de tirar


al arco y de cabalgar, como el arte de la guerra, las artes
de la edificación, del gobierno, del sacrificio y de la pro­
fecía, de la pintura, de la versificación y de la experimen­
tación científica."25
Toda la labor humana es artificial y antinatural, desde
producir el fuego hasta crear lo que en las culturas supe­
riores consideramos arte. "El hombre arrebata a la natu­
raleza el privilegio de la creación. La 'voluntad libre’ es ya
un acto ae rebeldía y nada más. El hombre creador se ha
desprendido de los vínculos de la naturaleza, y a cada
nueva creación aléjase más y es cada vez más hostil a la
naturaleza. Ésta es su 'historia universal', la historia de
una disensión fatal que, incoercible, progresa entre el mun­
do humano y el universo; es la historia de un rebelde que,
desprendido del claustro materno, alza la mano contra su
propia madre."26
El mito de Prometeo es todo un símbolo: el hombre
descubre los secretos de la naturaleza y, en virtud de ello,
és condenado por los dioses a una lucha eterna y amarga;
no obstante, el hombre teme su propio poder, tanto que
construye permanentemente religiones, moraleis y ciencias,
entronizando verdades basadas en la visión dinámica de
elementos relacionados merced a nexos mecánico-causales.
Todo, a fin de paliar semejante temor. Ya no se vive,
piensa Spengler, ahora se conoce, y conoce tanto el sacer­
dote —quien comprende la relación causal entre la conjura
y la penitencia— como el filósofo —que determina y ma­
neja la técnica moral respaldado por una apoyatura meta-
físico-religiosa—, como el científico —que descubre y esta­
blece las leyes del cómo, el por qué y el cuánto de los
cuerpos en movimiento—■. En los casos predichos es nece­
sario un rito, una forma de acercarse al objeto de análisis,
una manera de aprehender el motor de la fe, un modo de
obrar, una técnica. "La conciencia vigilante no penetra en
la esfera de la acción hasta convertirse en técnica."27
La técnica: he ahí la clave dé bóveda para entender
al hombre. Por sobre la planta existe una técnica que los
animales y, más acabadamente, los hombres emplean en su
defensa y autoconservación; pero "el cambio decisivo en
172 ~ Spengler, pensador de la decadencia

la vida superior acontece cuando la percepción de la natu­


raleza, para regirse según ella, se convierte en acción”, a
fin de "transformar intencionalmente. Así, la técnica se
hace, en cierta medida, soberana, y la instintiva experiencia
primordial se convierte en un saber primordial, del que se
tiene clara conciencia”.28 La técnica no debe comprenderse,
entonces, partiendo de la herramienta, puesto que no se
trata de la fabricación de las cosas sino del manejo de
ellas; no de las armas, sino de la lucha. Y así como en la
guerra moderna la táctica, esto es, la técnica de la direc­
ción militar, resulta decisiva, así también ocurre en todos
los órdenes de la vida. Existen innumerables técnicas sin
herramienta alguna: la del león que acecha a la gacela
y la diplomática. "La de la administración —escribe el
autor germano— consiste en mantener en forma al Estado
para las luchas de la historia política. Existen manejos
químicos y técnicos de los gases. En toda lucha por un
problema hay una técnica lógica. Hay una técnica de la
pincelada, de la equitación, de la dirección de un globo
dirigible. No se trata aquí de cosas, sino siempre de una
actividad que tiene un fin.” 29
La técnica que permanece inalterable, como actividad
de gran clase, es la del mando. En el quehacer del hombre
hay dos tipos de naturaleza y, por ende, dos técnicas que,
en virtud de su índole, se distinguen nítidamente desde los
comienzos de una cultura: existe un trabajo de dirección
y otro de ejecución. En la política como en la economía y
el arte, en la ingeniería como en la arquitectura siempre
hay individuos que planean y proyectan lo que otros habrán
de hacer. Aquéllos han nacido para el mando, son sober­
bios animales de rapiña que dirigen, crean y ordenan; estos
últimos han nacido para obedecer. En rigor, se diferencian
en sus aptitudes particulares, pues mientras unos inventan,
corren el riesgo y triunfan o fracasan en el intento., los
demás, meros objetos de la práctica, aceptan las indica­
ciones de sus superiores y sufren el destino sin posibilidad
de remontar su adversidad. El hombre nacido para man­
dar, como animal de presa superior, ha de tener una cuali­
dad: la de saber odiar, so pena de ser espectador y no
actor de la historia.
Spengler: raza y antropología ~ 173

Si por técnica se entiende dominio del mundo de los


hechos, de acuerdo con los lincamientos de la teoría spen-
gleriana no existe una técnica “antigua”, ya que las máqui­
nas y los útiles de esa cultura no eran sino copias en gran
escala de lo simple y natural —vg., un ariete es una ver­
sión en grande de un brazo extendido con la mano cerrada
en puño—. En el cosmos apolíneo no hay técnica, a dife­
rencia de los pueblos orientales —carro sirio— y de la
Técnica fáustica —con mayúscula—, sublime, pedante y
presuntuosa. El hombre antiguo cavila, el mágico conjura,
el occidental pretende dominar, según Spengler.
Si bien el filósofo prusiano afirma que existe una téc­
nica primitiva de la cultura occidental, privilegia, dentro de
ésta, a los pueblos nórdicos, distinguiendo los Vikings
de la sangre de los Vikings del espíritu; aquéllos, desti­
nados a realizar los hechos; éstos, a subordinar la vida a
los valores e ideales, que constituyen, en conjunto, el
núcleo positivo y creador de la llamada civilización fáus­
tica.30 Hay, técnicamente hablando, rasgos característicos
de los diferentes pueblos, que su comportamiento histórico
muestra y confirma. Spengler apunta que, a semejanza de
la herramienta, las armas —herramientas también— deno­
tan la psicología vital de quienes las emplean, y sostiene,
en esta línea de pensamiento, que los griegos, romanos y
germanos rechazaron el arco por ser un arma que impedía
el combate caballeresco, cuerpo a cuerpo. Así y todo, el
arco, la espada, la catapulta, como cualquier arma capaz
de golpear o hendir, nada tienen que hacer frente a la
importancia del carro de combate, arma revolucionaria,
complicada, con una doble manifestación de la voluntad
de dominio —sobre el caballo y sobre otros pueblos— y
un ethos bien definido. De ella se valen, para vencer, los
pueblos de índole movediza, pues el ethos del carro con­
siste en la prolongación del hombre como animal de rapiña
y permite no sólo la victoria sino también el botín. Tales
pueblos marchan desde el centro de Asia y penetran en
el resto del continente, inclusive en Europa, donde dán
nacimiento a varias de las culturas que Spengler estudió
en su Decadencia. Sintomático resulta que el corredor
europeo sea una vasta llanura, desde Rusia hasta la "cu­
174 ~ Spehgler, pensador de la decadencia

beta" francesa; un terreno apto para la guerra agresiva


que desarrollarán Atila y Gengis Khan. No se trata —en­
seña Spengler— del desplazamiento de pueblos por la toma
de un fortín del país agricultor o por causa de los pastos,
sino del sometimiento de los pueblos altamente cultos por
por una barbarie heroica.31
Quienes han pretendido refutar a Spengler sosteniendo
que, si las culturas son compartimientos estancos, sería
imposible encontrar usos e inventos de determinadas for­
mas morfológicas superiores en mundos o culturas dife­
rentes, olvidan lo esencial del problema, a saber: que no
importa la herencia sino el sentido dado a la misma. La
técnica ofrece, al respecto, ejemplos esclarecedores: los
elementos necesarios para crear y desarrollar la sencilla
máquina de vapor existían en la Antigüedad, pero, como
contrapartida, faltaba la predisposición anímico-mental
para construirla. El caso de la técnica bélica es más signi­
ficativo aún: el viejo arco fue reemplazado por la ballesta
fáustica —arma mortífera que recibió condena papal por
"atentar contra el género humano”—, mientras la pólvora,
que en China servía de artificio, en Occidente dio origen
a las armas de largo alcance. A un antiguo la caída de una
manzana le habría sugerido cualquier, cosa, excepto la idea
de la ley de la gravedad, como se la sugirió a Newton. Las
diferencias predichas son cosmovisionales: en ellas se per­
cibe, en su manifestación más plena, lá voluntad de do­
minio sobre lá naturaleza y los hombres, patrimonio de
Occidente.
En Occidente, la máquina, al calor del Iluminismo,
pretendió reemplazar al Creador, él único ser de existencia
•eterna, por un posible perpetuum mobile racional, sueño
éste de todo científico fáustico. Sin "actividad racional
aplicada al lucro" —como diría Max Weber—, sin esa vo­
luntad de aprehensión ilimitada de las cosas, propia de la
actitud fáustica, no habría existido el espíritu de empresa
que animó a la técnica, convertida luego en religión mate-
rialística. "La técnica es eterna e imperecedera como Dios
Padre; salva a la humanidad como, el Hijo; nos ilumina
cómo el Espíritu Santo. Y su adorador es el filisteo mo­
derno dél progreso, desde La Mettrie hasta Lenin.” 32 La
Spengler: raza y antropología ~ 175

máquina se ha convertido en un Dios, con templos —fábri­


cas, centros de computación—, sacerdotes *—ingenieros,
especialistas— y religión —el esoterismo de sus mecanis­
mos—; sólo que una religión antinatural, demoníaca. Los
tres tipos de soldados del ejército tecnomaquinista son, de
acuerdo con el pensador alemán, el empresario, el inge­
niero y el obrero de fábrica, los cuales giran en torno de
la mágica palabra trabajo, la cual, según Spengler, consti­
tuye la entelequia favorita de nuestro tiempo. Marx tenía
razón: es la máquina la más orgullosa creación de la bur­
guesía; pero Marx, que piensa dentro de la pauta y serie
Edad Antigua - Edad Media - Edad Moderna, no puede
advertir que se trata de la burgesía de una sola cultura, y
de ella depende el sino de la máquina. En tanto esa bur­
guesía domine la Tierra, todo no europeo intentará, recha-
zóndola interiormente, descubrir el secreto del arma terri­
ble; lo mismo el japonés que el indio, el ruso que el árabe
La esencia profunda del alma mágica —apunta Spengler—
quiere que el judío, como empresario e ingeniero, no se
dedique a la creación de máquinas sino a la parte comer­
cial de su producción. También el ruso mira con temor
y odio esa tiranía de las ruedas, cables y rieles, y, aunque
hoy y mañana tolere y calle, "llegará un día en que borre
todo eso de su recuerdo y de su contorno, para edificar
un mundo nuevo donde no haya nada de esa técnica dia­
bólica''.33
Vista la necesidad de alimentar a la máquina, Occi­
dente comenzó el saqueo de la naturaleza en todas partes
del globo. Los ríos, las montañas, los bosques, el carbón
y el petróleo fueron explotados; se exterminaron especies
completas de animales para conseguir un producto o satis­
facer las actividades circenses de las urbes; se talaron bos­
ques enteros y se contaminaron las aguas con los desechos
industriales;34 pero la naturaleza —a través de la misma
máquina— dio inicio a su venganza: comienza a privar de
aire puro a las gentes y amenaza con quitarles los alimen­
tos; se apodera del alma de los inventores; quita el sueño
a ingenieros, empresarios y obreros, y modifica los gustos y
las modas.
176 ~ Spengler, pensador de la decadencia

La técnica se convierte, de esta manera, en un mons­


truo que, al cabo de un tiempo, no puede domesticarse y
deviene una carga insoportable, tiránica, pues el poder se
desliza de las manos del hombre a los intrincados meca­
nismos de la máquina. La verdad prosaica y totalitaria del
tecnomaquinismo que, según el pensador alemán, es vo­
luntario, personal e inventivo, termina venciendo y escla­
vizando al hombre. Mas éste, maguer su esclavitud, no
puede dejar de avanzar y tratar de dominar cielo, m ar y
tierra, mientras su cultura se encamina, como ninguna otra
en la historia, hacia un suicidio grandioso. He aquí el
núcleo trágico de un drama gigante: se pretende dominar
el infinito, y el infinito puede más que el hombre. Al en­
cuentro de su destino, el occidental se deja llevar por un
indecible afán que lo empuja hacia lejanías ilimitadas.
"Quisiéramos desvincularnos de la tierra, deshacernos en
infinitud, abandonar los ligámenes del cuerpo y girar en
el espacio cósmico entre los astros”,35 anhelo que el hom­
bre fáustico logró al codearse con las estrellas e ir cada
vez más lejos...
La historia del hombre es una perpetua e inacabable
derrota. Las ruinas de monumentos, razas, sistemas e in­
ventos yacen abandonadas, destruidas, como muestra de
esa fatalidad, porque el ser humano —por muchos que
sean sus poderes— sigue dependiendo de la naturaleza.
Lucha en contra de ella, una y otra vez, para caer siempre
vencido. Cuando más parece estar cerca de la victoria,
más próxima está la decadencia y el final de su cultura.
No se trata de una degeneración, sino de algo más grave:
de una dolencia cósmica, del debilitamiento y la anemia
sufridos por las culturas en su viaje a través del sendero
del destino.
Spengler: raza y antropología ~ \7J

Notas

1 H.T., pág. 19, y U., pág. 464. Af. 24. Nótese la similitud entre
las ideas spenglerianas y la tesis fundamental de Cari Schmitt.
2 H.T., pág. 23.
2 U., pág. 189. Af. 40.
4 "Hobbes sentó el principio de que el hombre nace enemigo
del hombre; enemistad que se resume para él en la memorable
fórmula: el hombre es un lobo para el hom bre... Pero —dice
alguien— Hobbes es un pesimista muy moderado. No parece sospe­
char que carga con el peso de una espantosa calumnia a la especie
de los lobos cuando se atreve a compararlos con la especie de los
hombres. ¿Ignora, pues, que los lobos, como lo dice el proverbio,
jamás se comen entre sí? Y el hombre no hace sino eso.” Charles
Maurras, Mis ideas políticas, Ed. Huemul, Buenos Aires, pág. 69.
5 H.T., pág.24.
6 A.D., pág. 34.
7 Spengler desarrolla este tema en el capítulo V de la primera
parte de La decadencia..., que lleva por título: “La idea del alma
y el sentimiento de la vida”.
8 D.O., tomo I, pág. 73.
9 H.T., pág. 18.
10 “El darwinismo, ese conjunto de opiniones tan diferentes y
a veces contradictorias, que sólo tienen de común la aplicación del
principio causal a lo viviente, esto es, un método y no un resultado,
era ya conocido con todo detalle en el siglo xviii. Rousseau defiende
en 1754 la teoría del hombre-mono. Lo que Darwin ha hecho es
solamente construir el sistema manchesteriano, cuyo popularidad
se explica por su contenido político latente” (D.O., tomo I, pág. 462).
11 A.D., pág. 197.
178 ~ Spengler, pensador de la decadencia

12 A.D., págs. 201-202.


13 "Originariamente la lengua se constituye con un vocabulario
rico de pocas centenas de palabras que comprenden el ámbito de
la vida práctica (caza, marina, minería, agricultura, etc.) y aquellas
que se forman después registran la confluencia de diversos léxicos
derivados de otras tantas costumbres de vida, sin que un solo
individuo pueda apropiarse de todos. .. Así, del encuentro de milla­
res de léxicos, poco a poco se desarrolla el idioma corriente... y la
constitución de naciones cada vez más extensas favorece no menos
el incremento del patrimonio lingüístico... éste se difunde en el
comercio, en el rito religioso, en el tráfico, en la guerra, propagán­
dose y modificándose de gente en gente... La lengua escrita, difun­
dida e impresa por la autoridad en la escuela, bandos y turismo,
termina imponiéndose a los dialectos.” U., págs. 154-155. Af. 52.
14 D.O., tomo I, pág. 515.
15Nótese lo condicionante del aspecto racial, inclusive en las
manifestaciones artísticas: el brillante compositor judío alemán
Félix Mendelssohn era musicalmente intemacionalista. Luego de
una gira que efectuara por Gales, afirmó: ‘¡Por favor, no me hablen
de música nacional!. . . Las gaitas escocesas, los cornos suizos, las
arpas galesas todos tocando el Coro de los Cazadores con variacio­
nes improvisadas de la manera más espantosa... ¡que diez mil
demonios se lleven a la nacionalidad!’
16 D.O., tomo II, págs. 373-374.
17 D.O., tomo II, pág. 16. “El tipo más fuerte de ansia es el
amor sexual; inmediatamente después sigue el ansia de poder y
luego las hambres banales: de comer, beber, descansar, de calor...
Es significativo de lo insulso de las decadentes razas citadinas
rendir homenaje a estas necesidades banales bajo la forma de
higiene, vegetarismo o sport como concepciones del mundo." U.,
pág. 231. Af. 53.
18 D.O., tomo II, pág. 382.
19 D.O., tomo II, pág. 383.
20 Spengler —según Alaistair HamUton y otros investigadores—
era misógino. Es menester señalar este dato con la intención, no
de deducir implicancias psicologistas en su pensamiento, sino de
completar el cuadro acabado de una personalidad expresada en sus
obras.
21 D.O., tomo II, pág. 129.
22 H.T., págs. 27-28.
22 U„ pág. 402. Af. 81-82.
24 U., págs. 403-404. Af. 85.
25 H.T., pág. 33.
Spengler: raza y antropología ~ 179

26 H.T., pág. 33.


27 D.O., tomo II, pág. 317.
28 D.O., tomo II, pág. 579.
29 H.T., pág. 15.
30 Escribe Spengler: “La cultura fáustica europea occidental
acaso no sea la última, pero es sin duda alguna, la más poderosa,
la más apasionada, la más trágica de todas, por su contradicción
interior entre una espiritualización, que lo comprende todo, y una
profunda disensión del alm a... aquí la lucha entre la naturaleza y
el hombre, que con su existencia histórica se revuelve contra la
naturaleza, ha sido llevada prácticamente a su término." H.T., p. 57.
La contradicción spengleriana resulta clara. En efecto, si el destina
histórico del hombre se cumple en la rebelión contxa la naturaleza,
y esta actitud culmina en la cultura fáustica, en esta misma cultura
la historia entera llegará a su fin. Cualquier cultura que le siguiera
sería posthistórica.
31 Ideas desarrolladas en la conferencia El carro de combate
y su significación en el desarrollo de la Historia Universal, en!
H.T., págs. 81-86. Es útil apuntar, respecto del tema, que los grandes
egiptólogos Etienne Drioton y Jacques Vandier en su Historia de
Egipto (Eudeba, Buenos Aires, 1977, pág. 566) afirman, contra­
riando la afirmación de Spengler respecto de la incidencia funda­
mental que habría tenido el carro de combate utilizado por los
hicsos para derrotar a los egipcios, lo siguiente: "Sólo en los últimos
momentos de la dominación hicsa los soberanos ‘extranjeros’ utili­
zaron el carro de guerra; de todos modos, el mismo no desempeñó
papel alguno en la ocupación de Egipto por los hicsos.”
32 H.T., pág. 58.
33 D.O., tomo II, pág. 584.
34 "La mecanización del mundo ha entrado en un estadio de
peligrosísima tensión. La imagen de la tierra, con sus plantas, ani­
males y hombres, se ha modificado. Dentro de pocos decenios
habrán desaparecido las grandes selvas, convertidas en papel de
periódicos, y se producirán cambios de clima que amenazan la agri­
cultura de poblaciones enteras. Innumerables especies de animales
se extinguen casi por completo, como el búfalo, y razas humanas
desaparecen, como los indios americanos y los naturales de Austra­
lia.” H.T., pág. 62.
35 D.O., tomo II, pág. 583.
CAPÍTULO VIII

SPENGLER Y SUS IDEAS POLÍTICAS

“La fuerza en sí misma, despojada de sus


caracteres adventicios y circunstanciales, la
fuerza que no se halla aún al servicio ni del
bien ni del mal, la fuerza desnuda es por
sí misma un bien m uy precioso y muy
grande, pues es la expresión de la voluntad
del ser."

CHARLES MAURRAS

Entre 1918 y 1922, años en que aparecieron, respectiva­


mente, la primera y la segunda parte de La decadencia,
Spengler, hasta ese entonces profesor de matemáticas, se
convirtió en uno de los pensadores más famosos del mundo
occidental. Semejante éxito, que ni los más audaces podían
predecir, obró en desmedro de su producción política,
pues desde la finalización de la Gran Guerra, y hasta el
presente, Spengler es sinónimo de La decadencia de Occi-
181
182 ~ Spengler, pensador de la decadencia

dente. Los trabajos donde resumía su pensamiento polí­


tico, en cambio —Prusianismo y Socialismo, Escritos po­
líticos, Años decisivos y El hombre y la técnica— sólo
fueron y son aún hoy citados cuando se trata de rehacer
su bibliografía o complementar su principal obra. Es posi­
ble que el fenómeno tuviera explicación y razón de ser en
una Europa que, luego de la belle époque, no alcanzaba a
apagar el horrísimo eco del fragor bélico. Pero transcurri­
dos casi ochenta años de aquella conflagración, seguir pos­
tergando los escritos políticos spenglerianos carece de sen­
tido por cuanto la plenitud de su teoría cíclica de las
culturas la alcanza el autor mucho después de 1917.
Oswald Spengler ejerció sobre las ciencias sociales ale­
manas un influjo que no alcanzaron a empañar todos sus
furiosos contradictores, incapaces de aceptar la sana inso­
lencia, e inclusive el desparpajo con que el filósofo de
Blankenburg enhebraba ideas y las lanzaba al tapete aca­
démico sin interesarle demasiado las consecuencias ulte­
riores de semejante actitud. Cuando afirmó, por ejemplo,
que había tenido menos importancia Arquímedes, con to­
dos sus descubrimiéntos científicos, que su victimario du­
rante el asalto a Siracusa, no pocos lo creyeron loco; pero,
en rigor de verdad, Spengler, a través de esta tesis, cierta­
mente hiperbólica, planteaba la primacía de la “historia
real” ,y, al mismo tiempo, ponía de manifiesto cuál era
la clave de bóveda de su interpretación política. No es
que negase u olvidase la influencia de Arquímedes, pues
ello afectaría la coherencia íntima de La decadencia de
Occidente, en donde se lee que "Eudoxio, Apolonio y
Arquímedes... fueron sin duda los más finos y audaces
matemáticos de la Antigüedad...” * Más bien, Spengler
distingue, poniendo buen cuidado en ño confundir planos
distintos, la historia real —cuya esencia finca en lo pura y
descarnadamente fáctico, ya que "no existen ideales, ni ver­
dades, sino sólo hechos", ni "existen razones... justicia...
armonía, no existe finalidad últim a... sólo hechos” 2— y
la historia conceptual, cuya lucha es por ideales y no por
él ejercicio del poder.
La política, para Spengler, se desenvuelve y legitima
en el mundo de los hechos, á l margen de todo intento de
Spengler y sus ideas políticas ~ 183

reducir su inabordable riqueza fáctica al estrecho marco


de los tipos ideales. La política —escribe el pensador de
Blankenburg— impide siempre que la realidad quede em­
bretada en una cárcel de abstracciones.
Por eso, hay una incompatibilidad manifiesta entre
los políticos de raza, prestos a obrar con tacto seguro e
instinto certero, y los "pensadores profesionales”, que pug­
nan por reducir la realidad a las categorías de la mente,
o sea, pretenden subordinar el mundo real a sus fórmulas
ideales.
La concepción spengleriana de la política, sobre ser
voluntarista, epiloga en una apoteosis del poder donde su
ejercicio, sin contenido ideológico precisable, constituye, al
margen de cualquier otra ley, la naturaleza misma de
la res publica. Pero los que han creído —y querido— ver
en Spengler la idea vitalista del poder como pura exterio-
rización del ser carente de orientación se han equivocado,
porque el filósofo germano, si bien reconoce en la fuerza
una forma permanente y manifestativa de la actividad del
ser, apunta, asimismo, que el poder político es la fuerza
instrumentada y dirigida a la consecución de los supre­
mos objetivos de la organización social. El poder tiene
una misión que, a despecho de la ley y la justicia, de la
paz y la fraternidad, debe imperiosamente cumplir: pre­
servar a la Nación. Nos encontramos, pues, frente al eterno
dilema del fin y los medios, que el filósofo de Blanken­
burg, soslayando cualquier rescoldo, resuelve en favor del
primero.
No cabe, al respecto, la suposición, común por otra
parte, de una coyunda ideológica entre Spengler y Maquia-
velo, si se tiene en cuenta —¡cómo no hacerlo!— que el
realismo político del filósofo septentrional es anterior en
siglos al florentino. Esta comprobación, claro está, no vela
los paralelos existentes entre ambos pensadores. El realis­
mo no se sigue de una construcción teórico-racional de
adecuación de medios a fines, como una superficial lectura
de Maquiavelo podría suponer, sino del hecho de trabajar
con un elemento —los seres humanos— cuya naturaleza,
por no tender al bien en forma instintiva, requiere fatal­
mente del uso de la violencia o la coacción. Los preceptos
■184 ~ Spengler, pensador de la decadencia

de Maquiavelo superan el espíritu faccioso de su contem­


poraneidad en tanto resumen el Renacimiento y se hacen
extensivos hasta nuestros días, cuando menos en el juicio
atemporal, vigente aún: "los hombres son siempre los
mismos y tienen las mismas pasiones”.3 Corresponde al
príncipe, es decir, a la autoridad, utilizar esas pasiones o
ponerles coto, según su criterio. El stato, pues, atenido
tan sólo a consideraciones políticas, debe soslayar, en pos
del éxito, la distinción entre medios lícitos e ilícitos. Mejor
si coinciden la moral y la política, pero si así no fuere
quedará al príncipe la decisión de tomar las armas y cum­
plir con su destino, pues la fuerza es justa cuando resulta
necesaria —piensa el florentino— y las armas se convier­
ten en instrumentos de la piedad cuando no se puede con­
fiar sino en ellas.
Es en este orden de ideas que Spengler subraya: "La
guerra es la política primordial de todo viviente, hasta
el grado de que, en lo profundo, lucha y vida son una
misma cosa, y el ser se extingue” si "se extingue la volun­
tad de lucha”.4 Lo importante, habida cuenta de la realidad
predicha, es poder mandar armonizando el sino personal
con la corriente cósmica de existencia humana ,que deno­
minamos "estirpe, clase, pueblo, nación”, siempre dentro
de la circunstancia histórica dada. Porque la política, de­
bido a su esencial contingencialidad, supone el arte de lo
posible. De aquí se concluye que, habiendo nacido todo
hombre en un tiempo, la política que desarrolle "las for­
mas fundamentales del Estado y de la vida política, la di­
rección y el estado de su evolución, están vinculados a una
época y son inalterables”.5
La dirección, vale decir, el rumbo e índole del desen­
volvimiento político, depende de la época, por lo cual si el
acontecimiento fortuito, cristalización de la superficie histó­
rica, puede ser sustituido por otros azares correspondien­
tes —la toma de la Bastilla es un azar—, la época, empero
—Revolución Francesa—, resulta necesaria en cuanto está
prefijada. Las victorias y las derrotas, los éxitos y los fra­
casos son producto del realismo de una política, o del
empeño, suicida, de ir contra lo necesario de una época
que define, de suyo, el círculo de lo asequible y realizable.
Spengler y sus ideas políticas ~ 185

El estadista y el hombre de Estado pueden, en con­


sonancia con sus ideas, imprimir al curso de los hechos
una fuerza nueva o descubrir en éstos una veta descono­
cida, pero, en última instancia, la raíz y la dirección fun­
damental, el ritmo y la duración del desarrollo social,
escapan a su voluntad. Consustanciarse con o empeñarse
contra, una época, de eso se trata, y para el político re­
sulta invariable tenerlo en cuenta, pues de ello depende la
perfección, la fuerza y el éxito de su empresa. La arcilla
con la cual trabaja la podrá moldear, a condición de no
modificar su esencia, que le viene dada como los medios
y recursos pertenecientes, en su conjunto, a la forma in­
terna del tiempo, a su tiempo y no a otro. "En épocas como
la actual o la de los Gracos, hay dos clases de idealismo,
ambos fatales: el reaccionario y el democrático. El pri­
mero cree en la reversibilidad de la historia; el segundo,
en un fin de la historia.” 6 Es que el idealismo, cualquiera
sea su signo u orientación vital, paga caro tributo a la
negación del mundo de los hechos y a su tendencia a con­
fundir hechos y verdades.. En el cosmos de la historia polí­
tica, preguntarse por la verdad o la falsedad de determi­
nadas doctrinas no sólo no tiene sentido, sino que es inútil;
es la eficacia, dice Spengler —el éxito—, y no la verdad,
lo importante. Spengler ha visto, con una lucidez poco
común, que "las grandes teorías son evangelios. Su fuerza
de persuasión no descansa en razones, pues la masa de
un partido no tiene ni la energía crítica ni la distancia
suficiente para examinarlas en serio, sino en la consagra­
ción sacramental de sus grandes lemas”.7 Para Spengler,
escéptico al fin, la política se concibe en función del éxito
obtenido, sin que ello suponga la condena, a priori, de los
derrotados. Cuando define como fin de la política al éxito,
no hace sino postular un criterio empírico y avalorativo
que, hostil a toda "figura mística”, halla su culminación
en un pragmatismo de inequívoco corte realista. Ahora
bien, la historia es siempre historia de algo y, según nos
refiramos a las grandes culturas o a otras formas morfo­
lógicas superiores, lo que percibiremos en movimiento será
la Nación o el Estado, o ambos a la vez, sólo que desde
una perspectiva diferente.
186 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Pueblos y naciones

Hay pueblos primitivos, culturales y felahs. A fin de desen­


trañar su naturaleza, es menester analizar el significado
del vocablo pueblo, examinando en forma crítica las carac­
terísticas y modalidades raciales y lingüísticas que surgen
de su alma, pues si en la teoría spengleriana la sangre
se antepone a la lengua, lo decisivo sigue siendo el alma.
"Un pueblo es una unidad de alma."8
El lazo vital que une al pueblo es la experiencia ínti­
ma, el sentimiento cósmico y orgónico del nosotros —se­
guridad de sentirse miembros de una misma unidad—, que
prevalece sobre el idioma y la procedencia corpórea. El
pueblo que no conforma un nosotros, histórico y racial al
mismo tiempo, no pasa de ser una población. Unido por
el alma, consustanciado con la tradición y el paisaje que le
son propios y arraigado en la tierra, el pueblo importa un
nexo de carácter entitativo. Desaparecido éste, o sea, el
sentimiento de formar parte de y vivir en un todo, el
pueblo se extingue aunque perduren su nombre y su terri­
torio físico.
Los pueblos en el estilo sublime de una cultura son
naciones, y éstas representan el elemento dinámico de la
historia —lo que se mueve—, en contraposición al Estado
—status—, lo estático. Cuando a la historia se la consi­
dera como ajena al movimiento, se toma, según Spengler,
conciencia del Estado, mientras que éste, considerado en
movimiento de fluencia, es la historia. Un pueblo en el
estilo de una forma orgánica superior forma una Nación,
y la Nación, impelida a luchar y estar en forma, no se con­
cibe sin un Estado. Sólo un pueblo en forma constituye
un Estado, porque hay Estado allí donde se necesita un
órgano rector que impulse y conduzca a la nación. "Un
pueblo en forma es, originariamente, una mesnada de gue­
rreros, la comunidad, profunda e íntimamente sentida, de
los armados. El Estado es cosa de varones, es la preocu­
Spengler y sus ideas políticas ~ 187

pación por el mantenimiento. . . de esa personalidad espi­


ritual que se llama honor y estimación propia; es la reac­
ción frente a los ataques, la previsión de los peligros, y
sobre todo el ataque propio que es natural y obvio en toda
su vida ascendente..." Pero como “un pueblo no existe
sino por referencia a otros pueblos, y esta realidad consiste
en oposiciones naturales e irreconciliables, en ataque y de­
fensa, en hostilidad y guerra”,9 los pueblos, como Estados,
constituyen, en el mundo político, las fuerzas esenciales del
acontecer humano, el sino de toda cultura.
Naciones son los pueblos fundadores de ciudades. Las
naciones tienen como fundamento una idea que es siempre
encarnada por su minoría rectora. Spengler llama nacio­
nes a los pueblos con estilo, que representan una cultura
—pues ni los primitivos ni los felahs son susceptibles de
especificación cultural o nacional alguna—; aquellos que
se fundan en una idea y se reconocen en un nosotros,
■conectando, en su calidad de corrientes de vida profunda,
al pueblo con la raza, la lengua, el país, el paisaje y la
religión. "Nunca se exagerará bastante la energía, la sus-
tantividad, la unidad de ese rasgo esencial que tifie de
cierto colorido toda la vida pública de una Nación y con­
fiere a la menor manifestación externa la categoría de nota
distintiva. Si entre las almas de dos culturas se alza un
muro impenetrable, de manera que ningún hombre de Occi­
dente puede esperar entender por completo al indio o al
chino, otro tanto sucede, en alto grado, entre las naciones.
Las naciones no se comprenden, como los individuos no se
comprenden tampoco. Cada cual comprende una imagen
del otro, imagen, empero, creada por el él mismo. Pocos
y aislados son los que logran ahondar más." 10
Las naciones tienen como fundamento una minoría
rectora, aunque no significa esto excluir a las demás clases
—ajenas a la dirigente— de la nacionalidad. En efecto, el
nacimiento de una nación se verifica gradualmente en tanto
y en cuanto su clase dirigente tome conciencia de la for­
taleza de su alma y de la misión que debe asumir, hasta
moldear e insuflarle al estilo nacional el impulso necesario
para estar en forma. El nosotros que describe Spengler
es propio de los caballeros feudales egipcios del año
188 ~ Spengler, pensador de la decadencia

— 2700, de los indios y chinos del — 1200, de los dáñaos


apolíneos y los barones normandos occidentales. Todos
ellos representan a sus respectivas naciones —encarnan la
idea nacional— y realizan su historia. "Hay en esto algo
que corresponde a la diferencia entre creador, aficionado
y lego; y lo hay tratándose de la polis antigua, como tra­
tándose del consensus judaico o un pueblo occidental.
Cuando una nación se enciende eii entusiasmo para luchar
por su libertad y su honra, siempre es una minoría la que
‘entusiasma’ a la multitud, en el propio sentido de la pala­
bra. ¡El pueblo despierta! Estas palabras son mucho más
que un tópico habitual. Manifiéstase ahora realmente la
vigilia del conjunto”,11 y la minoría que ha obrado la unión
del nosotros en un haz unitario de voluntades transforma
a ese conjunto volviéndolo histórico.
Hay naciones y naciones. Las naciones de la cultura an­
tigua son unidades extremadamente reducidas que corres­
ponden al alma apolínea, estática, apegada a la polis, cuyos
límites naturales son el héroe, desde una perspectiva supe­
rior, y el esclavo, desde una inferior. A diferencia de la
polis, la nación mágica es una comunidad de fieles for­
mada en tomo a una religión; sus habitantes, unidos por
una fe común, pertenecen a la misma una vez cumplido
un acto sacramental que difiere según se trate del judío
—circuncisión— o del cristiano —bautismo—. No se cono­
cen fronteras geográficas en esta cultura; sólo religiosas.
Lo que en la Hélade y Roma era el hostis, en la arábiga lo
es el infiel, el que no comparte el mismo credo y, debido
a ello, resulta enemigo, con lo que se hace pasible del
trato dado a los enemigos. La nación fáustica, en cambio,
se halla íntimamente ligada al paisaje y a la frontera física,
y si bien no posee una religión única -^como en la cultura
mágica—, mantiene un cierto tipo de religiosidad que no
privilegia un culto en desmedro del otro. La nación occi­
dental trasciende la ciudad y el idioma, y sus pueblos
adoptan una forma que, a igualdad de la arquitectura góti­
ca y el cálculo infinitesimal, supone una propensión hacia
el infinito, tanto espacial como temporal.
Spengler y sus ideas políticas ~ ÍS^

El papel de la élite

"La historia, auténtica no es 'historia de la cultura’ en el


sentido antipolítico que tanto aman los filósofos y doctri­
narios de toda civilización incipiente —y, por lo tanto, de
hoy— es "historia de razas, de guerras, historia diplo­
mática, el sino de las corrientes vitales en figuras de hom­
bre y mujer, de estirpes, pueblos, clases, Estados, que en
el oleaje de los grandes hechos se defienden y atacan unos-
a otros.”12 La lucha por la preeminencia y el poderío,
propia de la naturaleza humana, no se manifiesta entre
ideales distintos o sistemas económicos encontrados, sino,
principalmente, entre hombres y rasgos raciales de poder,
sin que las revoluciones sociales constituyan, al respecto,
excepción ninguna. La soberanía del pueblo —explica Spen­
gler— muestra que el poder soberano adopta el nombre
ae jefe popular en lugar del nombre de rey. El método de
gobierno casi no varía, y, desde luego, tampoco sufre mo­
dificaciones esenciales la situación de los gobernados, los
cuales en tiempos de paz universal, o guerra, siempre han
sufrido la prepotencia de un escaso número de tipos fuer­
tes, superiores, decididos a mandar.13
Una sociedad es y vale lo que su clase dirigente, por
lo cual la fuerza de una cultura y su capacidad para afron­
tar la decadencia dependen, esencialmente, de la calidad'
de sus élites.
El principio rector de Spengler no es el de un gobierno'
aristocrático —aunque haya creído en la necesidad de una
aristocracia en todos los órdenes de la vida comunitaria—,
sino el que Pareto y Mosca asentaron en sus respectivas
teorías: en todas las sociedades, cualquiera sea su grado
de desarrollo, existen dos clases: una dirigente y otra diri­
gida. Donde hay orden hay jerarquías.
El dominio de la minoría, de hecho organizada, sobre
la mayoría, generalmente sin unidad, es irresistible no sólo
en virtud de su lucidez sino, más bien, en razón de que
190 ~ Spengler, pensador de la decadencia

•obra a instancias de un solo y único impulso. "Es siempre


una minoría decidida la que representa la tendencia histó­
rica universal de un Estado; y dentro de ella, otra minoría,
más o menos cerrada, la que asume efectivamente la direc­
ción por virtud de sus capacidades... ”.14 El arte de gober­
nar —arte de minorías— requiere previamente una crianza
de las voluntades selectas, capaces de asumir la respon­
sabilidad de la cosa pública. Spengler pone como ejemplos
al Estado Mayor prusiano y al antiguo Senado de Roma,
que formaron, en una rigurosa tradición de honor y disci­
plina, a generales y estadistas dispuestos a ser la apoya­
tura natural del príncipe. Esta crianza educativa —no en
un sentido biológico-mecanicista— se llama en política tra­
dición, y la tradición se reduce, en la teoría del pensador
alemán, a actuar en conformidad con lo que, de generación
en generación, se hereda de los padres y se lega a los
hijos. Spengler comprendió, así, la inutilidad del conductor
sin la élite y la importancia de la continuidad histórica,
sólo posible si la tradición marca rumbos y conduce a los
hombres, formándolos en el respeto y honor al pasado.
La solución que ofrece al problema de la continuidad, sin
ser novedosa, es de un realismo sorprendente: un político
de fuste tarde o temprano desaparece, mientras que una
política desenvuelta a partir de las raíces fundacionales
de un pueblo e impulsada por una minoría arraiga y so­
brevive al conductor. Si la tradición es tenida en cuenta,
surge una minoría talentosa que incluye a los más capaces
y se convierte, conforme transcurre el tiempo, en una raza.
Esta raza, piensa Spengler, se prueba en la acción y se re­
cuesta en la tradición; representa a la patria y n o a u n par­
tido, decide con la seguridad que da la sangre y no con
las razones del intelecto. La tradición "no crea un César
sino un Senado; no un Napoleón pero sí un incomparable
cuerpo de oficiales. Una fuerte tradición atrae los talentos
y con pequeñas dotes alcanza grandes éxitos. Demuéstranlo
las escuelas de pintura de Italia y Holanda, no menos que
el ejército prusiano y la diplomacia de la curia romana.
Fue una gran debilidad de Bismarck, en comparación con
Federico Guillermo I, el que, sabiendo actuar, no supiera
•crear una tradición. No pudo producir, junto al cuerpo de
Spengler y sus ideas políticas ~ 191

oficiales de Moltke, una raza correspondiente de políticos


que se sintiesen identificados con su Estado y los nuevos
problemas de éste y que acogiera de continuo a los hom­
bres importantes de abajo, infundiéndoles para siempre su
ritmo de acción".15 La élite en la cual Spengler cifra las
esperanzas de una política trascendente está reclutada en­
tre quienes son capaces de estar “en forma", al prevalecer
en ella la sangre y no el dinero, la capacidad y no el espí­
ritu de clase, el realismo antes que las abstracciones ideoló­
gicas. La sustitución de un gran político por una gran
política resume y compendia la hazaña de toda clase diri­
gente victoriosa.

Nobleza y sacerdocio

Cuando los pueblos constituyen, definitivamente, una for­


ma orgánica superior, lo hacen a través de la idea inma­
nente que les es propia; así cobra vigencia la organización
socioestatal con sus dos clases características: nobleza y
sacerdocio. Spengler, al estudiar la génesis y el desenvol­
vimiento de ambas clases, distingue, como manifestaciones
formativas de las mismas, la crianza de la enseñanza, sos­
teniendo una teoría antitética bivalente en donde la crianza
despierta en el curso vital de la cultura y se ordena a las
fuerzas cósmicas vinculadas a la nobleza, mientras la ins­
trucción, propia del sacerdocio, o, mejor, de toda comuni­
dad consciente, "por identidad de lo aprendido o creído”,16
se ordena a las fuerzas del espíritu. La educación se desen­
vuelve en el claustro, en medio del silencio recoleto que
los monjes apetecen para estudiar pacientemente libros y
documentos, es decir, las "verdades” del mundo; la crianza,
en cambio, se siente, se vive al entrar en contacto con el
contorno hasta consustanciarse con él.
La clase es a la casta lo que la cultura, henchida de
vida y fuerza vital, es a la civilización, cuerpo momificada
de una forma orgánica ya pasada. La cultura se desarrolla,
en su dimensión política, a través de las dos clases predi­
192 ~ Spengler, pensador de la decadencia

chas —nobleza y sacerdocio—, en tanto las castas expresan


lo concluso y pretérito en su forma más genuina: el estado
féláh.
La nobleza es el símbolo viviente del tiempo, del
mismo modo que el sacerdocio es el símbolo del espacio;
aquélla es el sino, ésta la causalidad; la clase nobiliaria
vive en el mundo como historia; la sacerdotal, inversa­
mente, sólo comprende, so pena de violar su esencia, el
mundo como naturaleza; el noble representa el cuándo y
la raza; el sacerdote el dónde y el idioma; el primero, la
vida sexual; el segundo, la sensual. Ambas, contrapuestas
en tanto una es cósmica y la otra microcósmica, entienden
de cosas diferentes, al extremo de que una nobleza sacada
del mundo de los hechos acabaría por traicionarse a sí
misma y desaparecer. No otro destino tendría el sacerdocio
al cual se lo arrancara del mundo de las verdades para
plantarlo dentro de la corriente de existencia fáctica. Sin
embargo, el filósofo alemán parece contradecirse, o por lo
menos rectificarse, cuando afirma: “La nobleza es la clase
propiamente dicha..." y, comparada con ella, la sacer­
dotal es, "propiamente, la anticlase, la clase de la nega­
ción, la no raza, la independencia con respecto al suelo, la
conciencia libre, intemporal, sin historia”.17 Claro es que
si las virtudes del noble definen a la clase, el sacerdocio
habrá de constituir su antítesis, aunque más no sea desde
un sólo punto de vista. Dicho en otros términos: Spengler
no se rectifica; tan sólo completa el análisis subrayando
que, si bien nobleza y sacerdocio, como factores de toda
vida en movimiento, son clases auténticas respecto de la
burguesía y el proletariado,18 en sí mismas y sin contra­
ponerse a "los demás", antes al contrario, contraponién­
dose entre sí, la nobleza representa la clase y el sacerdocio
la anticlase.
Parece obvio que así sea, por cuanto el clero se opone
al tiempo, la raza y la generación. "El hombre como labra­
dor o caballero tiende hacia la mujer, que es el sino. El
hombre como sacerdote se aparta de la mujer. La nobleza
se halla siempre en peligro de convertir la vida pública en
vida privada, recluyendo la amplia corriente de la existen­
cia en el lecho de la breve corriente de sus antepasados
Spengler y sus ideas políticas ~ Í93

y nietos. El sacerdote genuino no conoce —en idea— la


vida privada, la estirpe, la 'c asa'... Para el verdadero sa­
cerdote vale siempre el media vita in morte sumus. Su
herencia es espiritual y rechaza el sentido de la mujer.” 19
En Spengler, el ligamen de la nobleza, fruto de la crianza
y la existencia, es el parentesco de sangre, a diferencia del
sacerdote, de cuyo ligamen, fruto de la instrucción y la
conciencia, resulta la comunión de intelectos. De aquí que
la condición hereditaria de éste sea una contradicción,
y el celibato, en cambio, impensable en la nobleza, resulte
su quintaesencia.. El sacerdocio se asegura el reclutamiento
de sus miembros entre todo el pueblo y no entre sus
propias filas; la nobleza auténtica, por el contrario, es
siempre hereditaria. Al aferrarse a sus respectivos símbo­
los —castillo y catedral—, mientras la cultura florece, y
al cerrarse en sus mundos excluyentes, la nobleza, viviente
e histórica, y el sacerdocio, inmóvil, señor en el universo
de lo pensante, acaban enfrentándose en las luchas cono­
cidas como del Pontificado contra el Imperio. Es que “la
nobleza es algo. El sacerdocio significa algo. Por eso, el
sacerdocio aparece como lo contrario de todo lo que sea
sino, raza, clase. El castillo, con sus estancias, sus torreo­
nes, sus murallas y sus fosos, habla de un ser, de una
realidad que fluye poderoa. La catedral, con sus bóvedas,
sus pilares, su coro, es toda ella pura significación, es
decir, ornamento”.20
Ambas clases tienen sus morales, diametralmente opues­
tas. La moral nobiliaria, surgida en el castillo, entre códi­
gos de honor, ordalías y tensas vigilias antes de marchar
al torneo o la Cruzada, es histórica y "reconoce como efec­
tivas todas las diferencias de rango, todos los privilegios”21
—derechos privados—. En el caballero, su vida entera se
reduce al honor y se legitima a través del cumplimiento
o no de las normas que la sociedad le ha impuesto y que
él ha asumido naturalmente, pues no las ha aprendido
en libros o manuales; tan sólo, las ha intuido y después
asimilado en el curso de su vida, desde su temprana niñez
hasta cuando, sin fuerzas para montar o llevar espada, vive
sus últimos años en el castillo. Tener honra, dice Spengler,
es semejante a tener raza; perder la honra es signo de
194 ~ Spengler, pensador de la decadencia

aniquilamiento por la sencilla razón de que un noble no


puede decir: "Pisotéame, pero déjame en la vida”.22 Mas
existe, también, la moral del sacerdote nacida entre preces,
cantos piadosos y letanías celestes; moral ésta que renun­
cia al mundo histórico y se refugia en el de la naturaleza,
distinguiendo lo "bueno de lo perverso”, nunca lo bueno
de lo malo, criterio axiológico del noble..
La corriente de existencia se siente unidad frente al
resto, inclusive frente al sacerdocio; la comunidad de con­
ciencia se sabe (los subrayados son del pensador prusiano)
unida: "aquélla es le batallón de los héroes”, y ésta "la
comunión de los santos”. ¿Cuál ha sido la "historia” de
la comunión? "La índole euclidiana de la extensión anti­
gua, contesta Spengler, que no necesita intermediarios para
comerciar con los dioses, en relación corpórea y próxima,
lleva consigo el hecho de que la clase sacerdotal comience
siendo, en efecto, una clase, para reducirse bien pronto a
una suma de magistraturas ciudadanas. Y el tao de los
chinos implica que los sacerdotes, hereditarios al principio,
se convierten luego en clases profesionales de orantes, es­
cribas y lectores de oráculos, que acompañan con ritos
prefíjados el culto practicado por las autoridades y los
cabezas de familia. El sentimiento cósmico del indio va a
perderse en lejanías inmensas; y por eso la clase sacerdotal,
en la India, llega a ser una segunda nobleza... Por último,
el sentimiento de cueva se expresa en el hecho de que,
propiamente hablando, el sacerdote mágico es el monje,
el ermitaño, que va adquiriendo mayor importancia, aí
paso que el sacerdocio mundano pierde cada vez más sen­
tido simbólico.” 23
La clase sacerdotal fáustica es, cómo expresión micro­
cósmica y animal, distinta de las anteriores. De aquí que,
mientras las luchas entre el poder espiritual y el poder
temporal, irreconciliables a primera vista, j alonan y carac­
terizan la historia de la cultura fáustica, son sólo aconte­
cimientos secundarios en el mundo chino, arábigo, bizan­
tino y egipcio. Han existido, es verdad, pero nunca con la
fuerza y la dimensión que dicho conflicto tuvo dentro de
las fronteras occidentales. En realidad, los chinos no pre­
senciaron estas guerras a causa del tao, que le aseguraba
Spengler y sus ideas políticas ~ 195

a la clase nobiliaria una primacía absoluta; los indios,


par su parte, vivieron una realidad contraria, donde predo­
minaban los sacerdotes.24 Ni hablar de la cultura arábiga
o mágica, en la cual las distinciones entre nobleza y sacer­
docio, si existían, se fundían y confundían en una unidad
superior trascendente, obedeciendo, ambos, a los dictados
del Altísimo. Tampoco en la cultura antigua tienen vigen­
cia dichos enfrentamientos, porque en el cosmos cerrado
apolíneo, ajeno al infinito, donde el tiempo se reducía a un
eterno presente y el espacio al “cuerpo particular tangi­
ble”, prevaleció la ciudad-Estado sobre las dos clases. En
lo que respecta, finalmente, a Bizancio y Egipto, Spengler
enseña que en uno y otro caso las guerras existieron y
se desarrollaron con inaudita ferocidad; pero en ambas
culturas "la relación fundamental —relación entre los po­
deres nobiliarios y sacerdotales— no fue nunca puesta en
cuestión”.25
La dicotomía del noble y del sabio o sacerdote, que
el germano convierte en histórica, va a llenar gran parte
de la vida política de las culturas, desde el inicio de éstas
hasta su marchitamiento, cuando ambas clases, juntas,
deban defender al campo contra la ciudad, oponiendo a la
aristocracia del dinero la aristocracia de la sangre. Al epi­
logar el ciclo vital de toda forma orgánica superior, el
noble, que hasta ese momento sufre o es su sino, y el sa­
cerdote, que pretende poner la vida y el mundo todo al
servicio del espíritu, se tornan inorgánicos. El noble ya no
trata, al vivir con los hechos, de inundar su contorno con
la fuerza y busca, en cambio, profanar los ideales de raza,
clase y honor que habían sido sus símbolos., El sacerdote,
sacrificando su santidad, se vuelca hacia el mundo fáctico
y transforma su discusión racional y espiritual en lucha
política. "Una Iglesia que lucha es una Iglesia que se
traslada del reino de las verdades al reino de los hechos;
del reino de Jesús al reino de Pilatos”,26 sucumbiendo a la
tentación de inmiscuirse en los problemas terreno-polí­
ticos, con la consiguiente degeneración de sus ideales pri­
migenios.
Hacia el fin de la cultura, la hora de la nobleza y el
sacerdocio, de sus símbolos —castillo y catedral—, de sus
196 ~ Spengler, pensador de la decadencia

rasgos —parentesco de sangre y comunión intelectual— y


de sus formaciones —crianza e instrucción— también toca
a su término de manera ineluctable. Nace entonces la bur­
guesía, debido a "la fundamental contradición entre la
ciudad y el campo. Por muy duras luchas que tengan entre
sí las 'estirpes' y las 'corporaciones', siempre resulta que
la oposición al campo las reúne en un común sentir frente
a la nobleza primitiva y al Estado feudal y también fren­
te al feudalismo de la Iglesia”.27 El Tiers État carece de
simbolismo propio, es decir, de una característica que de­
termine su contenido y lo convierta en algo más que una
mera "unidad de contradicción”.28 La etapa histórica de la
burguesía supone la liberación del espíritu ciudadano res­
pecto de la organicidad racial del campo y los símbolos
y prácticas de la vida rural. Tentado en su altivez, el bur­
gués inicia un combate del cual saldrá airoso tras deno­
dadas batallas contra la nobleza de sangre, e inclusive la
de sotana, que dejarán de tener sentido y acabarán desapa­
reciendo. La burguesía no ha sido, según Spengler, la ter­
cera en discordia sino la no-clase por excelencia, puesto
que su política no se ha enderezado contra esta o aquella
clase, contra la nobleza y sacerdocio en cuanto tales, sino
en tanto que divisiones dentro de la sociedad sin ninguna
"razón utilitaria”. La idea del filósofo alemán es honda:
la burguesía no reivindica, frente a nobles y sacerdotes,
una suerte de unidad primigenia perdida, no se eleva para
terminar con todas las clases, no intenta privilegiar el todo
en detrimento de las partes, en absoluto. Cuando Spengler
dice que su reacción fue contra la "división en clases”,
quiere significar la profunda subversión del Tiers État, el
cual destruye el antiguo régimen sólo para privilegiar sus
intereses. Las dos morales, la del sacerdote y la del noble,
siendo distintas y encontradas, repugnan al burgués, cuya
empresa de transformar la sociedad tradicional en una so­
ciedad donde el lucro sea el fin último del hombre y de
la vida, choca con la íntima resistencia de un mundo que,
educado en los cánones de la espada y la cruz, se resiste
a morir. Y, con todo, aun cuando la burguesía "es la liber­
tad hecha clase y opuesta a la sujeción”,29 en su fuero
Spengler y sus ideas políticas ~ 197

íntimo y bajo la forma de populas, o demos, pertenece


todavía a la cultura.
Habrá que esperar a la civilización para que la masa
amorfa e informe, sin sentido del pasado ni conciencia del
futuro, la "nada radical”,30 tal como la denomina el pen­
sador prusiano, aniquile al populas y siente sus reales so­
bre la historia a la espera del cesarismo.

La metamorfosis del Estado

Para Spengler la palabra historia tiene un doble signifi­


cado. Según se la considere desde una perspectiva cósmica
o desde una política, la historia aparecerá como existen­
cia o como protegiendo la existencia, presa, ella misma,
de una oposición que es del todo imposible eliminar.
Existen en realidad dos sinos diferentes, que en el decurso
del periplo cultural dan origen a dos tipos de guerras y
tragedias: las públicas y las privadas. La existencia consi­
derada como clase social es la existencia en forma para la
historia pública, mientras que, considerada como tribu,
constituye la historia privada. En el primer caso, este do­
ble sentido del tiempo culmina en el Estado —status—; en
el segundo, en la idea suprema de la familia, de donde
cabe decir que un pueblo sólo se halla en forma al consti­
tuir un Estado, y una estirpe, inversamente, al conformar
una familia.
El Estado es siempre estado de clase, aunque no debe
confundirse, al respecto, el Estado descripto por el filó­
sofo de Blankenburg —donde gobierna sólo una clase—
con los Estados-clase, es decir, aquellos en los cuales quie­
nes no pertenecen a la clase rectora, tampoco pertenecen
a la sociedad, pues son simples estantes: esclavos, bárba­
ros o burgueses. Spengler, con su definición, apunta a dis­
tinguir la clase que encarna la tendencia histórica de la
comunidad. Sin embargo, nada nos dice acerca de la manera
de reclutar la minoría que, dentro de su clase, detenta el go­
bierno. Su minoría decidida, reminiscencia clara de la clase
198 ~ Spengler, pensador de la decadencia Spengler y sus ideas políticas ~ 199

política de Mosca o la élite paretiana, gobierna pero sin que por la práctica grandiosa en los hechos todos del mundo
sepamos a ciencia cierta si se dan en ella los requisitos histórico.. . ” 33
imprescindibles para poder sustentar una teoría elitista: La nobleza, si es verdaderamente tal, asume el deber
conspiratividad, comunión ideológica, conciencia grupa! y privilegio de ordenar la comunidad y proteger a sus
coherencia. Nada dice el de Blankenburg sobre la natura­
leza misma de la élite, omisión disculpable de tenerse pre­
Í abitantes como se protege una propiedad. Para el noble,
la política supone un imperativo que le viene impuesto
sente que su intención no fue desarrollar, a semejanza de por su moral de entrega y sacrificio, de manera que se
la escuela de Mosca y Pareto, una teoría de la clase diri­ siente obligado a prestar servicios en la administración y
gente. el Ejército. De esta vocación de servicio ha nacido, según
Como contrapartida, hay otro quid que Spengler desa­ Spengler, el Estado feudal. Al amparo del solar nativo, del
rrolla con lujo de detalles y, en definitiva, nos conduce a retoño donde la raza, pletórica de vida, se va afianzando
desentrañar la esencia del Estado y su relación con las y las jerarquías naturales estructuran una sociedad de
clases. En la historia, el Estado y la clase luchan por pre­ derechos y deberes múltiples, surge el feudalismo, cuya
valecer,31 tratando, simbólicos los dos, de extender su sino esencia es el tránsito de una relación primitiva —podero­
a la sociedad toda. "Tal es el sentido de la oposición entre sos dominando a los sumisos— a una relación “jurídica
la dirección social y la dirección política de la historia, privada” en la cual hay señor y vasallo.
si lo entendemos en su profundidad y si prescindimos de Enfrentando a la nobleza se alza el sacerdocio, que
la manera corriente de concebir el pueblo, la economía, la sueña transformar el orbe en un enorme vínculo de carác­
sociedad y la política. Las ideas sociales y las políticas no ter feudal con centro en Roma. La idea de un soberano
se separan hasta el momento en que despunta el albor que rija el mundo histórico, aunque con distintos fines,
de una gran cultura; y esto sucede en el fenómeno del na sido común a las dos clases, y no sólo en Occidente,
estado feudal, en donde señor y vasallo representan el as­ donde la expresión más poderosa del feudalismo se ha ma­
pecto social y soberano, y nación el aspecto político.” 32 nifestado en la lucha entre el Imperio y el Pontificado, sino
Así, el Estado determina la política o situación exterior también en la cultura egipcia —"la concepción del Faraón
de un país, de forma tal que sus relaciones —las relacio­ como Horus”—, en la China, con los "soberanos del me­
nes entre países— son siempre de naturaleza política, a dio”, que reivindican, a través del tien-hia, "todo cuanto
distinción de lo que acontece dentro de cada Nación, cuyas yace bajo el cielo” 34 y, finalmente, en la época pregótica,
relaciones —de política interior— están dominadas por la con Otón el Grande, sin olvidar, claro, a los Hohenstaufen
oposición de clases, es decir, son de naturaleza social. y al Papa Gregorio VII.
"Y entonces es claro que el Estado y la primera clase, Agotado el feudalismo, despunta el sentimiento "de
como formas vitales, tienen una afinidad radical, no sólo que existe algo más”, y existe en cuanto la historia, que
por su simbolismo del tiempo y de la preocupación, no antaño se resumía en el sino de la sangre noble, ahora
sólo por su común referencia a la raza, a los hechos de trasciende la sangre. Es que, transcurridos los siglos, el
las generaciones sucesivas, a la familia y, por lo tanto, Estado ha prevalecido de tal manera, que la Nación es
también a los impulsos primarios de todo aldeanismo gobernada como un todo y las clases —nobleza y sacer­
—sobre el cual, en último término, se asienta el Estado docio— pierden su importancia original y pasan a repre­
y la nobleza duradera—, no sólo por su referencia al solar, sentar diferencias sociales. A partir del tránsito del Estado-
al patrimonio, a la 'patria', cuyo sentido se esfuma en las feudal al Estado-nación, las clases existen merced y a
naciones de estilo mágico, porque para éstas la fe reli­ través de éste, y no al revés, por lo que el Estado debe
giosa es el más eficaz vínculo de unión, sino sobre todo aproximarse a su forma absoluta y cercenar los poderes
200 ~ Spengler, pensador de la decadencia

que todavía reivindican para sí las clases auténticas, espe­


cialmente la nobleza.
En contra de semejante plan, enderezado a privilegiar
la Nación y su órgano director sobre las clases, se levan­
tan nobles y sacerdotes en una lucha conocida como La
Fronda. El soberano ya no representa a la clase de la cual
ha salido, sino a la Nación, y se encuentra obligado, en
defensa de todos, a vencer a la nobleza, ansiosa de "con­
servar la clase como una magnitud política”.35 Este paso
de un estado a otro implicó, de parte de las dinastías
occidentales, chinas, egipcias y babilónicas, recurrir a la
clase de los que no forman clase, reconociéndole derechos
y dándole una conciencia de poder hasta entonces inexis­
tente. En la Hélade, el proceso fue diferente si se tiene
en cuenta que, según se explicó anteriormente, el principio
dinástico adquirió formas oligárquicas, con lo que evitó,
en un primer momento, la necesidad de introducir a los
"desclasados” dentro de la ciudadela del Estado. Pero eso
sólo temporariamente, porque luego la fuerza misma de
los hechos impulsó el surgimiento de la tiranía cuando
una familia o facción de la nobleza asumió las funciones
y responsabilidades inherentes al monarca. "La tiranía del
Siglo vi desarrolló hasta su término la idea de la polis y
creó el concepto político del ciudadano, del polites, del
civis, cuya suma, sin tener en cuenta la clase, constituye
el cuerpo del Estado-ciudad.” 36 Al retomar la oligarquía el
poder, "ya el concepto del ciudadano estaba hecho, y el no
patricio había aprendido a sentirse como clase frente a
los demás; se había convertido... en partido político —la
voz 'democracia' en su sentido específico antiguo recibe
ahora un contenido grave de significaciones— y se dispo­
nía, no ya a ayudar al Estado, sino, como antes la nobleza,
a ser el Estado”.37
El Estado absoluto, afianzado definitivamente —salvo
en Inglaterra—, en su lucha contra La Fronda y la primera
tiranía, habrá de perecer con la segunda tiranía y la Revo­
lución Francesa, en el momento preciso en que la corona
se une a las ya maltrechas clases auténticas para enfren­
tar al Tiers État. Desde los primeros tiempos, en que los
burgueses carecían de entidad y formaban parte de la
Spengler y sus ideas políticas ~ 201

no-clase, hasta que el Rey los convierte en aliados de su


lucha contra la nobleza, y así intervienen decisivamente
en el proceso histórico, han crecido y se han dado cabal
cuenta de su fuerza: ahora desprecian las formas y pode­
res tradicionales, los símbolos primarios del antiguo régi­
men al que reemplazan con sus intereses y el reinado de
la Diosa Razón. Este es, después de todo, el abismo que
distingue o separa a la primera tiranía —Cromwell— de
la segunda —Robespierre—, a La Fronda de la Revolución
Burguesa. Pero la burguesía, sostiene Spengler, si bien
apetecía el poder y se oponía a la Corona y a las clases
auténticas, divergía al instante de edificar el nuevo edificio
social revolucionario. Mientras discutía si cuadraba mejor
que el Estado fuese la realización de la justicia o de la
razón o de las dos, creció un elemento heterogéneo —no.
puede denominárselo clase— inexistente en los tiempos de
la primera tiranía, que iba a recibir su bautismo histórico
en la segunda tiranía: es la plebe, según Spengler, actor
sanguinario y terrorífico de la Revolución Francesa y, más
tarde, de la soviética. Spengler dirá: "La 'Fronda' combate
por la forma; el Estado absoluto combate en la forma.
Pero la burguesía combate contra la forma”.38

El triunfo de la burguesía: dinero y democracia

Spengler apunta como característica principal de la época


anterior al cesarismo el auge del dinero en su forma de
capitalismo financiero, que despersonaliza la propiedad y,
con el correr del tiempo, viene a transformarse en un po­
der mundial amorfo, abstracto y omnímodo. Hay un abis­
mo —escribe— entre las estructuras económicas de 1800
y 1900. Con todo, y contra lo que podría suponerse a pri­
mera vista, la máquina no es lo realmente nuevo; lo deci­
sivo, lo que ha transformado todo el organismo de la vida
económica, inclusive social y doméstica, es la separación
progresiva y cada vez más rápida de la propiedad con res­
pecto al propietario, lo que constituye una movilización
202 ~ Spengler, pensador de la decadencia

de partes siempre mayores de la fortuna nacional. No es


la máquina sino el procedimiento lo que ha variado el
aspecto del mundo trabajador. La producción prosigue su
curso, pero la repartición de lo que constituye la propie­
dad entre los habitantes de un país se vuelve opaca. Las
fortunas ya no se presentan tangibles, sino en forma de
inversiones, con la facilidad de poderlas retirar en cual­
quier momento. Se generan las fortunas financieras, las
masas monetarias ficticias de las especulaciones y las dis­
posiciones indicativas del monto de los créditos monetarios
generadores del poder.39 La despersonalización de la em­
presa, que de proyección del hombre sobre sus cosas pasa
a ser algo móvil, intangible, abstracto y sin arraigo, donde
el propietario pierde relación y contacto con la cosa po­
seída, es el principal signo de la época. Spengler nota el
desinterés por lo que se tiene en aras de privilegiar cuánto
se tiene.
La paulatina separación del hombre y sus cosas —de
la consustanciación espiritual con sus cosas— es la secreta
aspiración del pensamiento revolucionario de abajo. ¿Por
qué? Porque la propiedad "no es un vicio sino un talento
del cual son capaces los menos”.40
Para Spengler existen tres datos fundamentales que
explican la propiedad: a) es un arma, vale decir, tiene
carácter de medio para conseguir fines superiores ai mero
lucro, fines que fija el Estado de común acuerdo con el
hombre, consciente de ser un nosotros; b) el qué y cómo
se tiene una cosa prevalecen sobre el cuánto, o sea, la
calidad está por encima de la cantidad; y c) la propiedad,
como atributo respecto de la voluntad —atributo tradi­
cional de una cultura—, es el resultado de una larga edu­
cación y crianza.. No cualquiera posee. La concepción
genuina de la propiedad es sinónimo de superioridad per­
sonal, y si el hombre no se da cuenta de esto e insiste
en creer que las cosas representan dinero, dividiéndolas
y vendiéndolas sin necesidad a su muerte, entonces sólo
comprende la propiedad como cantidad visible, pensando
en términos puramente economicistas. Los bienes son parte
del hombre y su linaje; están vinculados a él como las
tierras feudales al señor. Por eso dice Spengler que "la
Spengler y sus ideas políticas ~ 203

propiedad verdadera es siempre inmueble en el más pro­


fundo sentido".41
El acto y fenómeno de la propiedad —según el filó­
sofo de Blankenburg— se inicia con la planta y sólo des­
pués hallará su natural prolongación en la historia del
hombre: quien primero posee es la planta enraizada en la
tierra, dispuesta a defender su suelo contra otras plantas
y la naturaleza misma. El cuestionamiento de la propie­
dad, en cambio, tiene su origen en la mentalidad del monje
solitario, ajeno al mundo de los hechos, que encuentra en
la propiedad caracteres peligrosos, capaces de tentarlo y
perturbarlo en su empresa de ganar el cielo. "La propiedad
es un robo: he aquí expresado en la forma más materia­
lista posible el viejo pensamiento: ¿qué le importa al
hombre ganar el mundo si pierde su alma?” 4?
La nobleza no puede negar la propiedad so pena de
negarse a sí misma, y de esa vinculación radical nace el
doble sentimiento de “la posesión como poderío y la pose­
sión como botín",43 que jalona toda la historia universal
y da como resultado “la conquista, la política y él Dere­
cho”,44 en el caso de los hombres que asumen la propiedad
en su forma de poderío, y “el comercio, la economía y el
dinero",45 en el caso de los que la sienten como botín.
Eclipsadas definitivamente las clases auténticas y triunfan­
te la burguesía, que en eso sigue los postulados del sacer­
docio, la propiedad cede ante el capitalismo, no porque
el sacerdocio haya sido capitalista avant la lettre, ni por­
que la burguesía sea colectivista —todo lo contrario—,
sino en razón de su prédica contraria a la propiedad raigal.
Spengler termina el estudio sobre la propiedad des­
tacando la íntima dependencia que se da entre las formas
plutocráticas y democráticas en el invierno de una cultura.
Su conclusión es obligada: la democracia, escribe, es el
imperio de los particular 1 1
Pero, además, distingue
que pertenece al campo del espíritu y la que depende del
dinero. En un comienzo —y pone como ejemplos la noche
del 4 de agosto de 1789, en que se llevó a cabo el jura­
mento de los revolucionarios franceses, y los entusiasmos
de la Iglesia de §an Pablo en Frankfurt—, la democracia
204 ~ Spengler, pensador de la decadencia

alza el pendón de la dignidad humana, el derecho de los


sometidos y los anhelos populares. Pero ni bien transpone
el umbral declamativo y se enfrenta a la realidad, la orga­
nización se hace imprescindible. Surgen los partidos, las
oligarquías comiteriíes, los financistas y la necesidad de
imprimir panfletos, publicar diarios e inclusive comprar
votos. La máscara virginal y romántica de la democracia
cae hecha pedazos ante la fuerza arrolladora de quienes
se ven precisados a influir sobre el ánimo de los electores*
"En los ingenuos primeros tiempos, el poderío periodístico
era menoscabado por la censura; que servía de arma de­
fensiva a los representantes de la tradición. Entonces la
burguesía puso el grito en el cielo, proclamando en peligro
la libertad del espíritu. Hoy, la masa sigue tranquilamenté
su camino: ha conquistado definitivamente esa libertad”,
mientras, “entre bastidores, se combaten, invisibles, los nue­
vos poderes, comprando la prensa. Sin que el lector lo
note, cambia el periódico y, por lo tanto, el amo”.46
Llegamos, aquí, al quid obscurum de la cuestión. A
diferencia de las simplificaciones y la manifiesta unilate-
ralidad del análisis spengleriano respecto del capitalismo,
constituye un verdadero acierto su concepción v compren­
sión del dinero como construcción mental: "no es un
cuanto y, su precio, por lo mismo, no consiste en cierto
número de monedas; más bien dijéramos que es dinero
fáustico, no acuñado sino pensado como un centro de
acciones. . . que surge de la vida cuyo rango interior eleva
el pensamiento a la significación de un hecho. El pensa­
miento en dinero produce dinero: ése es el secreto de la
economía mundial . La pauta la da así el creador y no
el conductor, sobre el cual se centra la perspectiva mar-
xista. Por ello mismo, no debe confundirse la crítica de
Spengler —referida a un estadio histórico en el que el
dinero financiero se ha convertido en su pivote— con
la crítica marxista del "fetichismo de la mercancía", que
está incluida en el mismo sistema de pensamiento, y la
cual hace referencia a "lo que puede denominarse feti­
chismo adherido a los productos del trabajo en cuanto
éstos se presentan como mercancías, un fetichismo insepa­
rable del modo de producción capitalista”.48 La reflexión
Spengler y sus ideas políticas ~ 205

de Marx se refiere, pura y exclusivamente, a uno de los


aspectos que presenta el dinero, y no al dinero como cen­
tro del pensamiento de una época y base de la vida de
quienes han de transitar dicho estadio histórico. En Marx
la abstracción capital señala la fuerza que mantiene en
movimiento los valores del capitalismo, forma ésta nacida
en una civilización urbana y cosmopolita, pero cuya vali­
dez sólo alcanza —tanto en su afirmación como en su
negación— a los miembros de esa sociedad, determinada
históricamente y limitada en el decurso del tiempo.
Paralelamente al auge del dinero e íntimamente vin­
culados a la democracia, de la cual son sus órganos natu­
rales, aparecen los partidos políticos. El partido es una
manifestación típicamente urbana y civilizada; "no es un
producto de la raza, sino una colección de individuos".49
Enemigo mortal de toda articulación espontánea de las
clases, cuya mera existencia contradice, "es tan superior
a las viejas clases en espíritu como les es inferior en
instinto”... "Los partidos —afirma Spengler— son un
fenómeno puramente urbano. Con la completa liberación
de la ciudad respecto del campo, la política de clase cede
paso a la política de partido.” 50 La conciencia de clase es
propia del hombre de raza, que, arraigado en la tierra,
obra impulsado por la sangre y la tradición; la opinión de
partido, en cambio, es característica del demócrata. El
hombre de raza desprecia el espíritu de la urbe, el lucro
como fin último de la vida y el desarraigo burgués, para
terminar trabándose en desesperada lucha contra la demo­
cracia, empeñada en destruir el campo y despreciar la tra­
dición. En esto se diferencian la política ae clase y la
política de partido. El partido es, esencialmente, democra-
tista y desarrolla su acción en consonancia con el mito,
para Spengler, más destructivo y pernicioso que se extiende
a lo largo y ancho de la urbe civilizada: el de la soberanía
popular. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo, dice
el filósofo alemán. Debe ser guiado, cuidado y gobernado
por las minorías. El ideal del gobierno del pueblo, por el
pueblo y para el pueblo esconde, en sus entrañas, un sofis­
ma debido a las oligarquías partidarias: el de la represen­
tación popular. Teóricamente el elector tiene absoluta liber­
206 ~ Spengler, pensador de la decadencia

tad para elegir su candidato, pero en la práctica quienes


dicen servir a la comunidad se sirven de ella. La política
se convierte, a la sombra de semejantes prácticas, en nego­
cio, y los negocios, consecuentemente, adquieren impor­
tancia política. En este estadio, "la política es la continua­
ción de los negocios particulares por otros medios”.51
"La dictadura del dinero avanza y se acerca a un punto
máximo natural”; sucede algo "que sólo puede comprender
quien haya penetrado la esencia del dinero. Si éste fuese
algo tangible, su existencia sería eterna... Como es una
forma del pensamiento, ha de extinguirse tan pronto como
haya sido pensado hasta sus últimos confines el mundo
económico, y ha de extinguirse por faltarle materia. Inva­
dió la vida del campo y movilizó el suelo; ha transfor­
mado en negocio toda especie de oficio; acapara victorioso
la industria a fin de convertir en su presa y botín el tra­
bajo productivo de empresarios, ingenieros y obreros. La
máquina, con su séquito humano, la soberana del siglo,
está a punto de sucumbir a un poder más fuerte”.52 Arri­
bado a la meta, "el dinero se halla al término de sus
éxitos y comienza la última lucha, en que la civilización
recibe su forma definitiva: la lucha entre el dinero y la
sangre. El advenimiento del cesarismo quiebra la dicta­
dura del dinero y de su arma política: la democracia”.53
El dinero, entronizado como dueño y señor de la socie­
dad, ha de sucumbir ante la sangre, pues mientras lo pri­
mero es, a semejanza de cualquier invención o valor, mani­
festación efímera de un momento, la sangre —no sólo
símbolo sino también energía— resulta lo eterno, lo pri­
mero en el orden del tiempo y de la dignidad. La sangre
es la vida, el tiempo dominando al espacio y los ciclos
históricos triunfando del progreso indefinido. La sangre
implica el eterno retomo en fluir incesante —que Heráclito
comprendiera tan bien—. Supone la victoria de la raza so­
bre el pensamiento, la afirmación del río cósmico que corre
sobre los escollos microcósmicos incapaces de detenerlo.
Spengler y sus ideas políticas 207

El César y su necesidad histórica

El cesarismo triunfa cuando la urbe ha devenido amonto­


namiento informe de materiales y el hogar —que antes
tenía un ethos— se ha transformado en objeto de especu­
lación y compraventa, interesando no la vivencia sino la
utilidad. El César es llamado desde la urbe en la medida
en que todo cesarismo supone el colofón de una cultura,
el último trecho de la civilización recortándose sobre un
paisaje de moles gigantescas, sin sentido, sobre un mar
de rostros 'señalizados”, asomados todos a las piedras pu­
lidas y al cemento helado. La tensión cósmica, llevada al
máximo, cede ante el ritmo cósmico, y quedan en pie los
hombres de cuño cesáreo que desprecian el provecto ma­
terial y ambicionan el poder para desarrollar una política
restauradora. El cesarismo es, a los ojos de Spengler, la
estirpe que se rebela contra la decadencia de lo material;
el cesarismo apuntala la tradición, pero una tradición sin
cortesía, dura, bárbara y brutal.
Importando el cesarismo la primacía absoluta del po­
der, todo César hace suya la frase de Fedro: "porque me
llamo León. .. ”, y obra en consecuencia, dándole prioridad
a las armas y la violencia, que le son congénitas, sobre las
formas económicas privadas y los partidos políticos.
El cesarismo se vuelve, ae tal manera, la postrera de
las formas políticas. "El siglo xvm fue el de la libertad
de los príncipes; el siglo xix presentó la libertad de los
pueblos. Al principio, como crepúsculo de un ideal y, al
final, hay que expresarlo de manera inexorable, como es­
carnio de este ideal. El siglo xx, en vista de lo sucedido
con la libertad, investirá a las personalidades sobresalien­
tes de ella, lo que en vano trató de obtener Bismarck en
el Parlamento y que Rhodes sólo encontró en África del
Sur. En vez de partidos, un séquito de individuos singu­
lares; en vez de un gobierno como derecho que ha sucum­
bido a las mugares e iniquidades, el gobierno como arte,
208 ~ Spengler, pensador de la decadencia

tarea y misión."54 "El camino que conduce de Alejandro


a César —dice Spengler— es unívoco e inevitable; la nación
más fuerte de cada cultura ha tenido que recorrerlo, que­
riéndolo y sabiéndolo o no... La historia de esta época
ya no es un juego ingenioso en buenas formas, con el fin
de obtener más o menos y del que cabe retirarse siempre.
Resistir o morir: no hay otro término. La única moral
que la lógica nos permite hoy es la de un alpinista en la
cresta empinada. Un instante de debilidad, y todo perece...
El más pequeño resto de dichas formas que se conser­
vase en la existencia de alguna minoría cerrada crecerá
hasta convertirse en inmensurable valor y producirá efec­
tos históricos que en este momento nadie considera posi­
bles. Las de una vieja monarquía, de una vieja nobleza, si
son aún bastantes sanas para alejar de sí la política como
negocio o como abstracción, si poseen honra, renuncia,
disciplina, auténtico sentido de una gran misión, cualida­
des de raza, crianza, sentido de los deberes y sacrificios,
pueden llegar a ser el centro que contenga el curso vital
de un pueblo y lo ayude a trasponer estos tiempos y abor­
dar las costas del futuro. Todo estriba en 'estar en forma’.
Trátase de la época más difícil que conoce la historia de
una gran cultura. La última raza 'en forma’, la última .
tradición viva, el último jefe que tenga ambas cosas tras
de sí, pasará vencedor y llegara a la meta.” 55
El imperio, sobre ser el fin del dinero y de la política
del espíritu, trae consigo la decisión y la voluntad inque­
brantable, desnuda y cesárea del héroe. Los sinos heroicos
vuelven a ser posibles, y lo zoológico, aun cuando domine
a la sociedad como el animal de rapiña manda a sus súbdi­
tos, ha de cuidar de ese mundo. Su misión, la de todo
cesarismo, es sacrificarse por la forma en la medida en
que representa la clausura de la dictadura materialista y
el retomo de la política clásica., La voluntad de los Césares
denota un deber insoslayable: no el de reconstruir la cul­
tu r a —cosa imposible—, sino el de cuidar sus restos.
En el cesarismo, caracterizado por lo informe, subsis­
ten formas políticas que se conservan pero que, en reali­
dad, estando muertas, carecen de sentido. El mundo re­
gresa a lo primitivo y cobra vigencia lo cósmico ahistórico,
Spengler y sus ideas políticas ~ 209

donde los períodos puramente biológicos superan y susti­


tuyen a las épocas ahistóricas. El alma ya se ha extinguido
después de desenvolver en el curso del tiempo cultural
todas sus posibilidades de manifestación. De la civilización
y del hombre, llegados a su postrera etapa, sólo queda un
conjunto de ruinas informes y la realidad de una lucha,
a muerte, por el provecho animal. Los ideales, las maneras
cultas, los razonamientos, los mitos, la religión, todo ha
desaparecido —pese a una existencia materialmente refi­
nada— sin dejar rastros. ¿Qué permanece? Sólo una más­
cara incapaz de cubrir el instinto de fuerza zoológica que
señorea en el mundo. Spengler apunta, al respecto, el caso
de Amosis en la cultura egipcia, de Chi-Hoang-Ti en la
China y de Alp Arslán en Bagdad. En todos los casos,
señala, se cumple la norma: el éxito para el más fuerte,
y el resto, botín.
En las postrimerías sólo quedará en el mundo, como
poder morfogenético, el espíritu prusiano. Las formas cul­
tas y las grandes tradiciones, al igual que las sutilezas
teóricas de la ciencia política, se habrán hundido en la
nada; ocuparán su lugar las legiones. "Aquel cuya espada
logre la victoria será señor del mundo. Ahí están los dados.
¿Quién se atreve a echarlos?” 56 Así epiloga la obra pos­
tuma de Spengler, Años decisivos, en la cual parece, por
un momento, abandonarse él al mágico influjo del cesa­
rismo. Spengler, sin embargo, no da de lado su teoría
cíclica de la historia y su tesis de la decadencia ineluctable.
Si bien es cierto que en el libro escrito tres años antes
de su muerte soslaya los aspectos crepusculares de la civi­
lización fáustica y centra su atención en la victoria de la
sangre, no es menos verdadero que en modo alguno niega
la fatalidad occidental. No pocos comentaristas de Spen­
gler han creído ver un cierto optimismo en Años decisivos,
que significaría, de por sí, romper con la creencia en un
fin inexorable de las culturas. En rigor, nada hay de eso;
Spengler es claro y coherente, tanto como para no pres­
tarse a equívocos. Llegado su momento, el cesarismo, por
la dinámica misma de la historia, desaparecerá. Mientras
tanto, debe cumplir su misión, debe "estar en forma". El
210 ~ Spengler, pensador de la decadencia

cesarismo occidental, fiel a su tradición cultural, habrá


de enfrentar la lucha de razas. "Los hombres de color no
son pacifistas.. . Tomarán la espada si nosotros la rendi­
m os?'57 Tomar la espada sin rendirla: en ello reside la
virtud y gloria de todo cesarismo...
Spengler y sus ideas políticas ~ 211

Notas

1 D.O., tomo I, pág. 106.


2 D.O., tomo II, pág. 420.
3 Ver Vicente Gonzalo Massot, Una tesis sobre Maquiavelo y
otros escritos, GEL, Buenos Aires, 1991.
4 D.O., tomo II, pág. 512.
5 D.O., tomo II, pág. 518.
6 D.O., tomo II, pág. 515.
7D.O., tomo II, pág. 527.
8 D.O., tomo II, pág. 195. Entre los trabajos que más impacta­
ron a Spengler se hallan los del especialista en culturas africanas
Leo Frobenius, cuya tesis fundamental quedó condensada en su
libro Paideuma (1921). La comparación entre el bajísimo nivel de
vida de los comunidades estudiadas por Frobenius y su grado
de primitivismo reforzó más aun la idea spengleriana de los pueblos
primitivos, culturales y felahs.
9 D.O., tomo II, pág. 422.
10 D.O., tomo II, pág. 218. "El carácter de un pueblo es el re­
sultado de su destino. No importa el territorio, clima, cielo, mar,
sangre, raza: eso es sólo la materia con la cual el destino forma
su realidad histórica. No tiene importancia lo que se dice, escribe
o lee para su educación, eso es solamente un ropaje... En la
historia son más los sinsabores que los éxitos, y así se forma el
carácter...” El carácter nacional alemán, en R.A., pág. 131.
11 D.O., tomo II, pág. 218.
E D.O., tomo II, pág. 395.
13 Compárese esta idea —D.O., tomo II, pág. 512— con la si-
guente frase de Gaetano Mosca: "Esa revolución ( . . . ) suele ser
mencionada por los historiadores —se refiere al caso de Esparta—
212 ~ Spengler, pensador de la decadencia

como un cambio de forma de gobierno, de aristocracia a demo­


cracia. En realidad, si por democracia se entiende el gobierno de la
mayoría, esa interpretación es totalmente inexacta. Lo que ocurrió
fue, simplemente, que el dominio de una minoría ha sido reempla­
zado por el de otra; una minoría más numerosa, si se quiere, y
respaldada por una base social diferente." Citado por James Meisel,
El mito de la clase gobernante. Gaetano Mosca y la élite, Ed.
Amorrortu, Buenos Aires, 1975, pág. 75.
14 D.O., tomo II, pág. 431. "Desde Bismark, una política ale­
mana es posible sólo si ella contempla todos los factores mundiales
y la élite que la conduce está convencida, y mira como su deber
educar al pueblo para esta política." Deberes de la nobleza, en R.A.,
Pág- 93- i ! i ! . :¡ i ’ IJÜ i 1
15 D.O., tomo II, pág. 517.
16D.O., tomo II, pág. 385.
17 D.O., tomo II, págs. 391-392.
18 Spengler incluye entre los que no pertenecen a la clase al
bárbaro y al sudra. D.O., tomo II, pág. 388.
w D.O., tomo II, págs. 392-393.
20 D.O., tomo II, pág. 393.
21 D.O., tomo II, pág. 399.
22 D.O., tomo II, pág. 400.
23 D.O., tomo II, pág. 411.
24 D.O., tomo II, pág. 411.
25 D.O., tomo II, pág. 412.
26 D.O., tomo II, pág. 413.
27 D.O., tomo II, pág. 415.
28 D.O., tomo II, pág. 415.
29 D.O., tomo II, pág. 418.
30D.O., tomo II, pág. 419.
31 Cuando de la lucha —y recuérdese que, al decir del de
Blakenburg, muy pocos soportan una lucha sin que su alma no se
corrompa, nadie una larga paz— sale airoso uno de los conten­
dientes, ése impone a su contrario, vencido, el derecho que ha
creado. El derecho, según Spengler, es siempre derecho del más
fuerte. Ahora bien, como todo derecho encierra la imagen de su
creador y éste, a su vez, encama en una época dada la voluntad
práctica de la clase gobernante, el derecho es derecho de una clase
que lo crea en nombre de la comunidad. No hay un derecho autó­
nomo, general, capaz de situarse por encima de los intereses socie­
tarios que en un momento determinado gobiernan la sociedad. En
resumidas cuentas, es un error pensar en algo abstracto e indepen­
diente de la voluntad de la clase dominante, concepción ésta que
Spengler y sus ideas políticas — 213

vuelve a manifestar el profundo relativismo de Spengler, a cuya


mente repugna la idea de un derecho en sí, válido universalmente
y escindido de las pasiones e intereses sociales.
32 D.O., tomo II, pág. 426.
33 D.O., tomo II, pág. 428.
34 D.O., tomo II, pág. 435.
35 D.O., tomo II, pág. 451.
36 D.O., tomo II, pág. 451.
37 D.O., tomo II, pág. 452.
38 D.O., tomo II, pág. 473.
39 H.T., págs. 127-128.
40 A.D., pág. 98.
41 A.D., pág. 99.
42 D.O., tomo II, pág. 402.
43 D.O., tomo II, pág. 402.
44 D.O., tomo II, pág. 402.
45 D.O., tomo II, pág. 402.
46 D.O., tomo II, pág. 538.
47 D.O., tomo II, pág. 573.
48 Carlos Marx, El Capital, Ed. Cártago, Buenos Aires, 1973,
tomo I, pág. 87.
49 D.O., tomo II, pág. 522.
50 D.O., tomo II, pág. 522
51 Las dos caras de Rusia, Ed. Síntesis, Buenos Aires, 1976,
pág. 118.
52 D.O., tom o II,
Pág. 587.
53 D.O., tom o II,
Pág. 587.
54 C.R., pág. 61.
55 D.O., tomo II, págs. 502-503.
56 A.D., pág. 206.
57 A.D., pág. 204.
CAPÍTULO IX

SPENGLER Y LAS IDEOLOGÍAS


CONTEMPORÁNEAS

"Somos socialistas. No queremos haberlo


sido en vano.”

S pengler

En 1919 Spengler, que prepara el segundo tomo de La


decadencia de Occidente, publica, como consecuencia de las
anotaciones efectuadas al mismo, Prusianismo y Socialismo,
que en un principio pensó llamar Romanos y Prusianos.
“ . .. Este libro es el origen del movimiento de rehabilita­
ción nacional. Descubre el profundo contraste ético entre
la comprensión mundial inglesa y la prusiana: allá en la
isla, no un gobierno, sino una asociación de gentes libres
que hacía sus negocios; aquí en las fronteras, hacia el
Oriente, hacia el Asia, un Estado en su sentido más severo
y exigente, resultado de la tradición de la orden de caballe­
ría, embarcada en empresas de colonización. Allá, en lugar
215
216 ~ Spengler, pensador de la decadencia

de la autoridad estadual, el parlamentarismo de determi­


nados grupos, y aquí, en lugar del liberalismo económico,
la disciplina de la industria bajo el dominio de la autori­
dad política. El gobierno y los partidos forman contraste.
También lo constituyen los partidos y la autoridad.” 1
El prusiano, que concibe la vida como trabajo para la
comunidad nacional —a diferencia del inglés, cuya perspec­
tiva individualista privilegia el bien particular— supone
severidad y obligación. Por eso, el contraste entre uno y
otro no puede ser más acabado: aquél, un verdadero sol­
dado —su núcleo y esencia son militares—, desprecia la
riqueza material y los gustos burgueses; éste, en cambio,
percibe en el trabajo, no una acción donde resalta el
orgullo de la estirpe, sino un medio de lucro. El éxito y
el confort representan, para él, dádivas divinas que la con­
ciencia puritana justifica y su vocación imperial impulsa
hasta la consumación de la empresa asumida. Las dos
concepciones éticas, opuestas entre sí, tienen, todavía, otra
diferencia: la prusiana es patrimonio de unos pocos elegi­
dos, que la encarnan y la inculcan al pueblo; la inglesa,
inversamente, ha dado origen al comerciante británico y
al norteamericano, tan distintos en sus formas exteriores
y, sin embargo, tan similares en su lógica. El contraste
interno de la moral inglesa resulta ser económico: hay
ricos y pobres, según la voluntad de Dios. Semejante con­
cepción, nacida en "la isla” y extendida a todo el mundo
capitalista, gana legitimidad teológica para desembocar,
escribe Spengler, en la más despiadada explotación que
haya conocido Occidente: los pobres carecen de éxito —no
poseen—; luego, no son elegidos del Señor y no tienen
derechos. El contraste interno prusiano, inversamente, es
jeráquico y se resume en la fórmula "mando-obediencia”,
que, en Alemania, obra el efecto de eclipsar las diferencias
económicas en beneficio de las clases nacidas de la disci­
plina y el servicio a la comunidad.
Pero también difieren el inglés y el francés. "El inglés
trata de convencer al enemigo interno de la debilidad de
su situación. Si no logra convencerlo, empuña revólver y .
espada con toda flema y lo doblega, sin recurrir a una
acción revolucionaria melodramática. Corta a su rey la ca-
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 217

beza, porque considera intuitivamente esta operación como


un requisito simbólico, pues viene a constituir un sermón
sin palabras. El francés lo hace pour revanche, por la sa­
tisfacción de los espectáculos sangrientos y con el goce
espiritual que a ello pueda dedicar una cabeza real.. En
verdad, sin cabezas humanas en la picota, sin aristócratas
colgados de los faroles y sin sacerdotes descuartizados por
las mujeres, no se daría por satisfecho. El resultado de los
grandes días lo preocupa poco. El inglés pretende el fin y
el francés los medios.” 2
La esencia del tipo inglés se centra y compendia en
el individuo, de donde sus hazañas son hazañas de parti­
culares. Spengler señala el caso de Cecil Rhodes y el de
los millonarios norteamericanos, que en su derrotero llegan
incluso a doblegar el poder estatal. En las naciones anglo­
sajonas —acota Spengler— los políticos reciben órdenes
de la banca, en manos de los particulares. Pero estos
juicios no delatan un espíritu crítico respecto de la Rubia
Albión, ni prejuzgan nada en su contra, porque, según el
pensador alemán, Inglaterra desempeña su papel con se­
ñorío y éxito indiscutibles. Su liberalismo es connatural
a la Nación. En Alemania se da el caso contrario, precisa­
mente en razón del radical contraste que le produce al
alma germana un liberalismo importado de Londres, que
carece de raíces y estilo. Por eso Spengler llama al libera­
lismo germano la "Inglaterra interna” o el "ejército inglés
de Alemania”.
Así como se oponen Inglaterra y Alemania y sus res­
pectivas teorías del Estado, se parecen el ideal tradicional
español —cuyo espíritu barroco esparció un severo con­
cepto de vida en el mundo occidental europeo— y el
prusiano. "El español se considera como portador de una
misión. Es soldado o sacerdote. Después, sólo el estilo
prusiano ha generado ideal semejante de tanta severidad
y resignación.. En el Duque de Alba, en el hombre del
absoluto cumplimiento del deber, podemos encontrar carac­
terísticas parecidas. Los pueblos prusiano y español se
levantaron contra Napoleón. Y aquí en el Escorial es donde
encontramos la cuna del Estado moderno. La gran política
de los intereses nacionales y de las dinastías, la diplo-
218 ~ Spengler, pensador de la decadencia

macia de los gabinetes, la guerra como una maniobra de


ajedrez y llevada a cabo y calculada con deliberación, en
media de amplias y extensas combinaciones políticas: todo
esto es originario de Madrid. Bismack fue el último esta­
dista de sello español."3 La cita nos prepara para com­
prender su afirmación más osada: existen tres pueblos
socialistas en Occidente —España, Inglaterra y Prusia—;
a ellos se deben, respectivamente, tres concepciones uni­
versales: el ultramontanismo, el capitalismo y el socialismo'
propiamente dicho.
Ahora bien, debido al uso y abuso que se ha hecho del
término socialismo, le será necesario a Spengler precisar
su naturaleza, significado y alcances, sobre todo habiendo
notado que al socialismo se lo utiliza como término de
batalla. "Supongamos que el socialismo —entendido en
sentido ético, no económico— sea el sentimiento cósmico
que persigue la opinión propia^ en nombre de todos; enton­
ces hay que decir que todos, sin excepción, somos socia­
listas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Inclusive el apa­
sionado enemigo de toda 'moral de rebaño’, Nietzsche, es
incapaz de limitar su celo a sí mismo, en el sentido 'anti­
guo'. Nietzsche piensa en la 'humanidad'. Ataca a quien
opina de otro modo. Mas a Epicuro le era de verdad indi­
ferente lo que opinasen e hiciesen los demás. Epicuro no
pierde un solo momento en imaginar una transformación
de la sociedad. Él y sus amigos se contentaban con ser
como eran.” 4
Se deduce, entonces, siendo el socialismo un fenómeno
propio de la cultura occidental, la falta de sentido de
quienes han pretendido encontrar una analogía entre el
epicureismo y la lucha de clases marxista basándose en
la famosa tesis de Karl Marx sobre Demócrito y Epicuro.
La teoría física de este último, según la cual los átomos
seguían un movimiento oscilatorio, que justificaría —por
atracción y repulsión— la lucha dialéctica de clases, no se
sostiene cuando se trata de fundamentar, en torno de ella,
el citado paralelo. La única semejanza hallable entre mar­
xismo y epicureismo, en cuanto cosmovisiones naqidas en
plena decadencia de sus respectivas culturas, resulta ser
la de su contemporaneidad sincrónica.
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 219

Sin embargo, la postura socialista puede tener distin­


tos contenidos. Spengler lo da a entender claramente cuan­
do enseña que "el socialismo —en su sentido superior, no
en el sentido de la plaza pública— es, como todo lo fáus-
tico, un ideal exclusivo. Y si ha adquirido popularidad, es
sólo por un completo error, inclusive de sus directores,
que se creen que socialismo es un conjunto de derechos
y no de deberes, una negación y no una agudización del
imperativo kantiano, un aflojamiento y no una tensión ma­
yor de la energía directiva. Esta trivial y superficial ten­
dencia a la bienandanza, la 'libertad', la 'humanidad', la
'‘felicidad del mayor número’, representa sólo la parte nega­
tiva de la ética fáustica; muy en oposición al epicureismo
antiguo, para quien el estado de ventura era el núcleo ver­
dadero y suma de todo lo ético”.5

El espíritu prusiano socialista

El prusianismo no sólo supone la primacía absoluta del


Estado sobre los particulares y cuerpos intermedios, sino
también el predominio indiscutido de la política exterior,
piedra de toque de toda gran empresa nacional, sobre la
interior. No hay prusianismo donde no se concibe un des­
pliegue histórico, allende las fronteras, en aras de concre­
tar una misión de carácter universal. Mas, para evitar
errores, Spengler dice: "Quiero no ser mal interpretado
•con el término prusianismo. Aunque el vocablo se refiere
a la región donde ha encontrado una poderosa interpre­
tación y donde se ha desarrollado a un alto nivel, debo
•decir que es esto: prusianismo es una comprensión de
vida, un instinto, un espíritu de solidaridad; constituye un
resumen de cualidades espirituales y, por último, también
corporales, que son desde hace mucho características de
una raza y, en especial, de los mejores y más distinguidos
representantes de esta raza. No es inglés cualquier inglés
de nacimiento en el sentido de raza, como tampoco cual­
quier prusiano en la acepción de la palabra. En esta expre­
220 ~ Spengler, pensador de la decadencia

sión está condensado todo lo que los alemanes poseemos,


no en ideas vagas, deseos u ocurrencias, sino lo que tene­
mos en realidad: en voluntad, en deberes y aptitudes para
sobrellevar un cruel destino. Hay naturalezas prusianas en
toda Alemania y hago referencia a Federico List, a Hegel
y a más de un ingeniero organizador, inventor, sabio,
pero ante todo al obrero alemán... Creaciones de un espí­
ritu genuino prusiano tenemos las de Federico Guillermo
I y de Federico el Grande: el Estado prusiano y el pueblo
prusiano”.6
El prusiano es un ethos, un tipo humano que valora
determinadas ideas y asume como norma de vida el deber
y la disciplina del trabajo; resulta, según Spengler, con­
servador, derechista, y endereza su poder tanto contra el
capitalismo como contra el marxismo, negadores ambos
de la ética del trabajo y del espíritu jerárquico, ordena­
dor de las voluntades nacionales. El instinto de poder, la
propiedad como herencia y prolongación de la familia, el
honor y la fecundidad de la raza, son todas características
prusianas. En Spengler la idea de propiedad está íntima­
mente unida con la de libertad: la propiedad es el señorío
sobre lo propio e importa la seguridad de la familia. Sien­
do manifestación de un nosotros, el socialismo prusiano
entiende la propiedad, no ya como algo meramente mate­
rial, sino como la consustanciación del hombre con sus
cosas. En Prusia la propiedad no tiene características de
botín conquistado ni resulta un derecho absoluto; es, por
el contrario, atribución de la comunidad al particular res­
ponsable.
El prusianismo no entiende el derecho sin un deber
previo, ya que los derechos se giman, merecen y conquis­
tan, como todas las coséis trascendentes, por obra del cabal
cumplimiento del deber y la responsabilidad contraída.
"Prusiana es la ordenación aristocrática de la vida con
arreglo a la categoría de la función."7 El prusiano, cons­
ciente del orden axiológico que lo subordina a la sociedad
natural donde ha nacido, somete su yo a la comunidad y
escoge libremente servir. Halla su definición en el impera­
tivo del ¡Yo Quiero!, salido de las profundidades mismas
del alma fáustica, toda ella voluntad de poder. El ser de
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 221

la raza, su manifestación más excelsa y honrosa, reside,


para Spengler, en esta voluntad indoblegable del hombre
que acepta, pese a la adversidad del destino, servir sin
servirse. "La lealtad genuina —genuinamente prusiana— es
lo que más precisa el mundo en esta época de grandes
catástrofes. Sólo lo que ofrece resistencia puede servir de
apoyo. En este conocimiento se reconoce al verdadero jefe.
Quien procede de la masa ha de saber tanto mejor que
la masa, las mayorías y los partidos no son un séquito.
Quieren sólo provecho y dejan en la estacada al que va
delante en cuanto les pide sacrificios. Aquel qué extrae de
la masa su pensamiento y su sentir no dejará tras de sí
en la historia más que renombre de demagogo.. En este
punto se separan los caminos hacia la izquierda y la dere­
cha. El demagogo vive entre la masa, siempre entre sus
iguales. El hombre nacido para regir puede utilizarlos,
mas los desprecia. Riñe su más ardua batalla, no contra
el enemigo, sino contra el enjambre de sus amigos dema­
siado abnegados."8
El estilo prusiano, capaz de subordinar la voluntad
individual a la colectiva, formando un todo orgánico donde
la clase se entiende como colectividad profesional, halla
su exacta expresión en el militar, el funcionario y el obrero,
tipos humanos clásicos, cuya ética del quehacer se define
por el rango y no por la riqueza.
Ahora bien, este prusianismo no es patrimonio exclu­
sivo de la Prusia geográfica, ni siquiera de la cultura
occidental, pues despunta por igual en la España de la
Contrarreforma, creadora y afirmadora del Estado fáustico
moderno —cuyo fastigio quedó simbolizado en el Barroco
y la Compañía de Jesús— como en nuestra tierra, here­
dera, es verdad, de la península Ibérica y de su sentido
misional de la Conquista, pero a la que Spengler incluye
dentro de los pueblos de color. En efecto, el pensador
germano encuentra rasgos prusianos en la figura del Res­
taurador de las Leyes. "Todavía Rosas, el dictador argen­
tino —una poderosa figura de estilo 'prusiano'— repre­
sentó esta aristocracia contra el jacobinismo, que invadió
muy pronto desde Méjico hasta el extremo sur, encontró
222 ~ Spengler, pensador de la decadencia

apoyo en los clubes masones enemigos de la Iglesia y


exigió la igualdad general, también de las razas."9

Marxismo y mesianismo

Marx ha sido un crítico, nunca un creador. "Para un


mundo de lectores ha dejado nociones. Su proletariado,
inspirado y satisfecho por la respectiva literatura, viene a
■constituir una realidad al rechazar las realidades de la épo­
ca, pero sin representarlas. Hoy se vislumbra que Marx no
ha pasado de s e r... el padrastro del socialismo. Le son
propios a éste rasgos más antiguos, más fuertes y más
profundos que la crítica que aquél ha hecho de la socie­
dad. Existían sin que él los estableciera y han seguido
■desarrollándose sin ella y también en contra de él.” 10 Marx
afirma que la política es la ciencia de la producción, frase ,
perteneciente al utópico francés Saint Simón. Continúa en
la misma línea de ideas cuando, impelido a caracterizar la
sociedad comunista futura, dice: la política que gobierna
a los hombres se convertirá en administración de las cosas.
Pero la originalidad no termina aquí, pues de Guizot y los
historiadores burgueses extraerá el padrastro su concepto
de lucha de clases; de David Ricardo, la teoría del valor-
trabajo; y del judaismo, finalmente, tomará prestado el
dogma del Mesías que relata la profecía bíblica y que él,
faccioso de las formas, convertirá en proletariado. Así se
nos presenta Carlos Marx, del cual insinúa Spengler que,
como buen materialista, era un mal psicólogo. Había na­
cido en Prusia y escribiría su obra principal en Londres,
pero era extraño al solar donde vio la luz y al país que
lo cobijó y le permitió desenvolver su filosofía dialéctica.
En realidad, Marx, según Spengler, lo único que entendió
del prusiano Hegel fue el método, mientras que de los
ingleses comprendió los conceptos económicos y, al través
de su prisma, pensó y repensó la historia, la lógica y la
filosofía. Quizá sea ésta la razón por la cual Spengler
lo acusa de confundir al proletariado con el ideal del so­
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 223

cialismo prusiano y al capitalismo inglés con la burguesía.


Aunque absurda, agrega el de Blankenburg, la confusión
ha hecho escuela y el proletariado habla y actúa en térmi­
nos marxistas.
La lucha de clases no es el motor de la historia; no es
causa sino efecto. El marxismo supone, sin que haya razo­
nes de peso para hacerlo, que de todas las formas de
asociación humana, la de mayor especificidad, la que más
honda y realmente incluye y define al hombre es la aso­
ciación económica. Pero las clases —que Marx insiste en
relacionar con lo puramente económico— no son la reali­
dad más alta, ni la primera, ni la más completa. Antes de
la clase ha sido la Nación, en la medida cierta en que la
una sólo incluye a los hombres según su trabajo y la otra
según su génesis y destino. Marx creyó poder aplicar el
concepto de lucha de clases, expuesto por los investiga­
dores de la burguesía, a la historia toda, confundiendo, si
se quiere asombrosamente para un pensador de su enjun­
dia, las condiciones derivadas de una Inglaterra comer­
ciante, manchesteriana y burguesa con realidades existen­
tes con anterioridad y posterioridad a la Revolución Indus­
trial. Es decir, proyectó hacia el pasado y hacia el futuro
una realidad habida en su tiempo. "En Inglaterra no exis­
ten más que bourgeois y proletarios, sujetos y objetos del
negocio, ladrones y robados.. . Aplicados al dominio de
la comprensión estadual prusiana, estos conceptos son erra­
dos. Marx no fue capaz de establecer la diferencia entre
el principio 'todos para todos', de donde cada uno, sin dis­
tinción en cuanto a su posición, es servidor del Estado.” 11
Subyacen en el marxismo, según Spengler, dos errores
liminares. De un lado, Marx no alcanzó a distinguir al
Estado de la clase, y terminó subsumiendo al primero en
la segunda: el Estado es el Estado de la clase dominante,
para la clase dominante. Del otro, Marx, que nunca dio
una definición acabada de clase —como tampoco de ma­
teria—, redujo la naturaleza de aquélla a lo económico,
tesis ésta que tomó prestada de su contemporáneo cultural
Adam Smith. Creer que la economía es un cosmos cerrado,
desenvuelto, de manera puramente mecánica, conforme a
224 ~ Spengler, pensador de la decadencia

leyes ajenas al ethos y al alma de los pueblos, es la contri­


bución del manchesterianismo al pensamiento marxista.
Si bien Spengler señaló la deuda de la interpretación
materialista de la historia respecto de la escuela manches-
teriana, no por eso dejó de parar mientes en el contenido
bíblico que arrastra el marxismo. El contraste moral —ca­
pitalismo pecaminoso enfrentado al socialismo bondado­
so— se acentúa a medida que Marx va hilvanando su teoría
hasta culminar en el mesianismo proletario, ya que su pen­
samiento, tributario de la ética británica y ae la tradición
judía del fin de los tiempos, denota, según Spengler, en to­
dos los párrafos referentes a la lucha entre proletariado y
burguesía, el trasfondo bíblico interpretado por el alma in­
glesa. Es decir, el burgués y el proletario representan, res­
pectivamente, lo pecaminoso y lo santo de esta concepción
irreligiosa, y si el primero hace las veces de Satanás, el, se­
gundo, con su carga destructiva, interpreta el papel del ángel
flamígero que ahogará en sangre el pecado capitalista. Hasta
aquí, la teoría marxista constituiría una visión "laica” del
profetismo hebreo escatológico; pero al elemento judío de­
berá agregársele —dice Spengler— el inglés o puritano, pues
la evolución de la sociedad hacia la dictadura del proletaria­
do parece venir refrenada por la voluntad divina, tan común
a la teología protestante. El filósofo de Brankenburg ha po­
dido decir, pues, en frase esclarecedora, que el marxismo,
después de Marx, "tiene sus santos, sus apóstoles, sus márti­
res, sus padres de la Iglesia, su Biblia y su misión; tiene dog­
mas, inquisición, una ortodoxia y una escolástica, y, sobre
todo, una moral peculiar, o más bien dos —una para los fie­
les y otra para los infieles—, como cualquier Iglesia”.12 La
vertiente religiosa del materialismo dialéctico, debida a
Marx y Engels, descubre, tras su aparato científico, el dogma
del Mesías bíblico, que el bolchevismo revierte sobre el
proletariado universal. En la concepción marxista están
claramente representadas, aunque con un disfraz social, las
tres tesis de la tradición apocalíptica judía: la oposición
entre gentiles y pueblo elegido —los judíos—; el triunfo
de éste sobre aquéllos gracias al juicio de Dios; y, final­
mente, la instauración del reino mesiánico, donde el bur­
gués se corresponde con el gentil, el proletario con el ele­
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 225

gido y la dictadura del proletariado con el propio reino


mesiánico.
Pero, más allá de las reminiscencias teológicas, el
triunfo de Marx residió en que marxistas y antimarxistas
aceptaron en forma general la terminología, es decir, los
vocablos esbozados por el pensador judío-alemán sobre la
naturaleza de la relación capital-trabajo, dador-tomador de
trabajo. Tal terminología encierra la afirmación —de in­
sospechados alcances revolucionarios— de que el proleta­
rio trabaja y crea, mientras el otro explota el trabajo
ajeno y vive de él. Si la sociedad proviene directamente
del trabajo y el trabajo por excelencia es obra del prole­
tario, a éste no puede parecerle sino una exigencia del
más elemental derecho gobernar la vida societaria, por
cuanto ella es un producto de su trabajo... injustamente
enajenado.
Spengler ve en las categorías marxistas de burguesía
y proletariado la distinción inglesa entre ganancia mer­
cantil y mano de obra. La esencia del trabajo —piensa
Spengler— no la conoció nunca Marx, quien sólo alcan­
zó a captar la radical contradicción del capitalista y el
trabajador asalariado, tal cual se daba a i la isla. "Cono­
cía la esencia del trabajo sólo desde el punto de vista
inglés, como un medio de adquirir fortuna, como me­
dio carente de profundidad moral, pues sólo el éxito,
el dinero, la gracia de Dios hecha visible, eran de signi­
ficado ético.” 13 Lo que contemplara en la era industrial
inglesa, Marx lo ampliará a fin de dar remate a su es­
quema histórico, donde sostiene la aplicación de las leyes
económicas derivadas de su estudio del fenómeno capi­
talista a todas las demás sociedades. Generalizando de
manera anticientífica una realidad contemporánea, Marx y
Engels dieron por concluido el problema de las relaciones
económicas de producción proyectando hacia atrás, hasta
un modo de producción asiático o antiguo, según los casos,
y hacia adelante, hasta el capitalismo en su forma indus­
trial monopólica, un fenómeno propio de la Gran Bretaña
victoriana. La dialéctica explotador-explotado, en sus dis­
tintas variantes históricas —amo-esclavo; señor feudal-sier-
vo; capitalista-proletario— es, en esencia para el marxismo,
226 ~ Spengler, pensador de la decadencia

una y lá misma a través del decurso histórico. Marx no


se tomó nunca el trabajo de analizar las sociedades anti­
guas y medioevales en profundidad, cdnforinándose con
reproducir y validar un concepto elaborado p o r. ilumina-
cióh del espíritu en la Biblioteca del Museo Británico.
Spengler apunta, además, que el marxismo toma sus
argumentos del objetó contra el cual endereza sus críticas:
el trabajo, piedra de toque de su análisis, sigue siendo
para Marx mercancía y no deber; su ética, a semejanza
de la capitalistá, sigue asentada en lo material. En reali­
dad, el marxismo, que cómpárte con su enemigo dialéctico
la primacía de lo material, se convierte en un capitalismo
del proletariado”, de donde el pensador de Blankenbúrg'
advierte que Marx,'en última instancia, pone patas arriba
al capitalismo sin negar su esencia. El dinero es la mer­
cancía del empresario, como el trabajo es la mercancía
del obrero, sostiene Spengler, tratando de demostrar que
la "revolución teórica’^ de Márx es sólo un capitalismo de
tintes proletarios. Capitalismo y marxismo poseen tenden­
cias similares: nacen en una misma culturá, reconocen los
mismos orígenes ideológicos, valoran la misma variable
económica en detriménto de la política y, como si fuese
poco* confiesan idénticos anhelos revolucionarios contra la
sociedad tradicional.14
Hay, pues, un "capitalismo de abaio, capitalismo dé
salarios”*o “bolchevismo blanco", y un '^socialismo de arri­
ba, desde la Bolsa"15 y la Banca Internacional. Ambos bro­
tan de la misma raíz espiritual: del pensar en difiero, del
comerciar con dinero en él arroyo de las grandes ciudades,
biefi sea como elevación de salarios o corno diferencia de
cotización. “Entre el liberalismo económico y el socialismo
(marxista) nó hay oposición alguna. El mercado de trabajo
es la Bolsa del proletariado organizado. Las asociaciones
obreras son el trust para la imposición de salarios con
idéntica tendencia y los mismos métodos que los trusts
de petróleo, del acero o los bancarios de tipo angloameri­
cano, GUyo socialismo financiero sé infiltra en las empresas
individuales personal y técnicamente dirigidas, sometién­
dolas* absorbiéndolas y dominándolas hasta la expropiación
económica.” 16
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 227

Ni el liberalismo, ni la democracia, ni el socialismo


marxista son concepciones alemanas; para Spengler, son
ideas nacidas en Occidente que corroen su alma en las
etapas finales de su desarrollo. Desde el punto de vista
spengleriano, la síntesis marxista —hemos visto fenómenos
análogos y sincrónicos en otras culturas (epicureismo, bu­
dismo)— es producto de la decadencia que representa, con­
tra la tradición, a los poderes irreligiosos y racionalistas1
del espíritu urbano. ¿Y el nacionalsocialismo?

Spengler frente al III Reich

Spengler,' con Moeller Van den Bruck, Ernest Jünger y


otros intelectuales, deben ser inscriptos dentro de lo que
se ha llamado la Revolución Conservadora alemana, la cual
tuvo puntos de contacto con el nacionalsocialismo —espe­
cialmente en la crítica de la República de Weimar— pero,
a su vez, marcadas diferencias.
Los desvelos de Spengler habían girado siempre en
torno de un problema: cuáles serían las ideas espirituales
y políticas que determinarían el futuro. Desde el siglo pa­
sado la juventud alemana había originado un movimiento
vitalista poderoso que, en polémica con el antiguo régimen
proponía contraponer el alma al intelecto y a la vida utili­
taria. La Gran Guerra fue el catalizador de toda esa ener­
gía; la experiencia bélica originó un sentimiento comuni­
tario —por encima de clases y partidos— que se plasmó
en un movimiento revolucionario en el pensamiento, las
artes y la política.
En la postguerra, los mentores espirituales de esa ju­
ventud fueron Moeller Van den Bruck y Spengler. No hay
que reclamar derechos sino tener obligaciones —señala­
ban—; la áuténtica libertad es servicio, y la comunidad es
siempre superior al individuo. Pero el de Blankenburg
alertaba sobre la importancia de no dejarse llevar por pa­
siones románticas e ideas desmesuradas, ajenas a la reali­
dad, exigiéndole a esa juventud ■
—como Hegel a las genera­
228 ~ Spengler, pensador de la decadencia

ciones bismarquianas— que se organizara. En este orden


consideraba al nacionalsocialismo -—tan atractivo a los sec­
tores juveniles— un movimiento desordenado y plebeyo, cu­
yos aspectos jacobinos le repugnaban.
En realidad,.los vínculos del pensador fáustico con.
Hitler y el Nacionalsocialismo siempre fueron tirantes. Lo
testimonian las cartas del primero y sus entrevistas con
el ministro Joseph Goebbels y con el mismo Führer el 25
de julio de 1933.17 Hitler consideraba a la idea splengle-
riana de la decadencia, derrotista. Spengler, por su parte,
escribió del líder nacionalsocialista luego de la reunión:
"Hitler tiene todos los defectos de un hombre de partido,
sin las grandes virtudes de un hombre de Estado".
El de Blankenburg se negó siempre a otorgar dema­
siada importancia al movimiento nazi. En una carta de
1924 a la hermana de Federico Nietzsche, Elizabeth Forster-
Nietzsche, le manifiesta: "Yo no deseo expresar nada por
escrito sobre el caso Hitler... He tenido, lejanamente,
demasiadas conexiones con ambos lados; no poseo mejor
examen de la total masa de egoísmo y estupidez que la
que el público puede tener". Spengler, además, se opuso
al famoso putsch del general Ludendorff y los hitleristas,
epilogado en un fracaso estrepitoso. Del mismo recordaría
en 1927: " ...n o sólo me mantuve aparte del movimiento
nacionalsocialista que llevó al putsch de Munich, sino que,
desgraciadamente en vano, hice todo lo que estuvo en mis
manos para evitarlo.. .” 18
Cuando publicó Años decisivos, cuyo éxito fue superior
al de La decadencia de Occidente (vendió cien mil ejem­
plares en dos meses), Goebbels trató de atraerlo a las
filas del movimiento y le ofreció colaborar en la campaña
electoral del partido. Spengler declinó el ofrecimiento, como
así también la idea de hablar por radio en virtud, según
le dijo al colaborador íntimo ae Hitler, de que él jamás
allegaría su esfuerzo a una campaña electoral en tanto
continuasen los ataques contra su persona y obra en los
grandes periódicos alemanes. El clímax hizo finalmente
eclosión tres semanas después de la ya citada reunión
entre Spengler y el Führer, cuando aquél le mandó un
ejemplar de Años decisivos al dictador alemán, que éste
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 229

tomó a mal por las críticas efectuadas al nacionalsocialis­


mo en la introducción.
¿En qué consistían tales críticas? Vale la pena dete­
nerse en la introducción a esa obra cuya venta Hitler
autorizó sólo mediando un pedido personal de Cósima
Wagner. Spengler señaló: "Nadie más que yo podía anhelar
la subversión nacional de este año", acontecimiento com­
parable "al levantamiento nacional de 1914”. Mas seguida­
mente advirtió que, como en esa fecha, se vuelve a pre­
sentar en 1933 "una promesa de victorias futuras”, labor
ue no se plantea dentro de Alemania sino fuera de sus
? ronteras, donde prevalece la gran política. Para ello se
necesita "estar en forma", sin perder tiempo en "embria­
guez y sensación de triunfo" ni confundir "la movilización
con la victoria". Como paso previo ha de forjarse el pru-
sianismo "y no una especie cualquiera de socialismo".
Spengler creyó percibir, claramente, dos peligros: de
un lado, confundir la convicción con la presión de un mero
programa partidario, que ofrece oportunidades de ascenso
a "elementos que consideran como resultado el disfrute
del poder” y en donde "ideas excelentes son extremadas
por los fanáticos hasta su anulación en lo insensato"; del
otro lado, dijo que el poder había sido tomado "en medio
de un torbellino de fuerza y debilidad.. celebrado diaria?
mente con todo estrépito... Acertado sería ahorrarlo para
un día de éxitos verdaderos y definitivos, esto es, de polí­
tica exterior".19 Sólo en 1936, año en que muere Spengler
-—como consecuencia de un ataque cardíaco, y no asesi­
nado como lo querían los rumores de la época—, comien­
zan los triunfos, totalmente incruentos, logrados por Hitler
en el plano de la política exterior.
Cuando en 1934 se publican sus Escritos políticos, re­
copilados en un volumen, Spengler, sin el menor reparo*
aunque con su habitual sutileza, confeccionó un prólogo
en el cual expresaba su punto de vista de manera aun
más tajante y esclarecedora. Al referirse al ensayo Deberes
políticos de las juventudes alemanas, señaló qué la joven
generación no lo entendió, pues no vislumbró el real peli­
gro que acechaba a Alemania, no percibió la realidad des-
230 ~ Spengler, pensador de la decadencia

nuda, y prefirió velarla románticamente y falsearla median­


te doctrinas y programas. "El precursor —dice^ deber ser
un héroe y no un tenor de ópera”, pues "la cosa se presenta
mala si la tripulación de una nave se embriaga cuando
ruge la tempestad”.20 Aquí subyace una clara alusión al
movimiento nazi y a su líder. Hay que "educar futuros
caudillos”, escribió, y "no veo a ninguno en la. actualidad”,
pues "pretender serlo es diferente de sólo tener derecho
a hablar. Si la tropa pretende enseñar al general, el ejército
ha dejado de, existir”.21
En Reconstrucción del Reich Alemán, en un pie de
página, Spengler confrontó la expresión inglesa right or
wrong, my country con la alemana ¡Afuera con el judío!,
para manifestar: "Los miembros de la raza propia de uno
son siempre más peligrosos que los de una raza extraña,
la que como minoría tiene que optar por la asociación,
si se le advierte con seriedad. El instinto inglés procede
de esta forma y con palpable éxito. Todo extranjero es
reconocido como inglés, siempre y cuando se coloque al
servicio de la grandeza de Inglaterra...” 22 Esto, obvia­
mente, era más de lo que la ortodoxia nacionalsocialista
podía soportar, pero, dada su importancia en Alemania,
los miembros del gobierno nazi no se atrevieron a agredirlo
más allá del plano teórico y de algunos obstáculos puestos
a la difusión de sus teorías.
Cabe puntualizar, finalmente, en esta breve reseña de
la actitud de Spengler frente al nazismo, dos hechos im-
ortantes. El uno acontecido en 1932, el otro en 1934. En
E i primera de las fechas mencionadas los candidatos a la
presidencia de la República eran Hitler, Hindenburg y
Thaelman. AI preguntársele a Spengler por quien votaría
respondió: "Si voto por alguien será por H itler... Hitler
está loco, pero hay que apoyar su movimiento”. En efecto,
así lo hizo, y cuando el caudillo triunfó, Spengler y su
hermana engalanaron su casa muniquesa con banderas na­
cionalsocialistas al paso de las filas de los vencedores. Lo
hicieron, según sus propios comentarios, porque, "cuando
se tiene una oportunidad de fastidiar al pueblo, ha de
hacerse uso de ella".23 En la segunda de las fechas, ya total­
mente desilusionado, el filósofo le dirigió una carta al
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 231

Filhrer —el dato es de Alaistar Hamilton— profetizándole


que en diez años más ya no existiría Reich alguno...
Tras la ruptura definitiva, acontecida luego de la purga
de los elementos conservadores como Edgara Jung, Eliza-
beth Fórster-Nietzsche le escribió preocupada al pensador
prusiano: "He sido informada de que usted está tomando
una actitud de fuerte oposición al Tercer Reich y a su
Führer... Ahora, por lo que he podido comprobar, lanza
usted violentos ataques contra nuestros muy honrosos
ideales. Y esto es exactamente lo que no comprendo. ¿Es
que nuestro Führer, sinceramente honrado con nosotros,
no tiene los mismos ideales v valores que usted expresó
en Prusianismo y S o c ia lism o 24 Un año después, Spengler
moría en Munich? y nueve años más tarde, el Reich desapa­
recía., tras su rendición incondicional en Reims.
232 ~ Spengler, pensador de la decadencia

Notas

1 C.R., págs. 9-10. La idea de un socialismo anterior a la pro­


puesta marxista no es exclusiva de Spengler. Durante la crisis que
siguió a la Gran Guerra aparecieron en Alemania una serie de
autores predicando la idea de un socialismo ético. Esta concepción
estaba teñida de anticapitalismo, antibritanismo y antimarxismo,
aun cuando confesaba cierta admiración por el nacionalbolchevismo
ruso. En pleno conflicto bélico el sociólogo y economista Wemer
Sombart saludó "la guerra alemana contra la civilización comercial
nglesa”. Johann Plenge —en Marx und Hegel— señaló, por su parte,
la hegelianización del marxismo socialista: las necesidades bélicas
convertían a la comunidad popular en un socialismo nacional. El
socialdemócrata Paul Lentsch —en Drei Jahren der Weltrevolution—
apuntaba en 1917 la nacionalización de la socialdemocracia alemana
merced a la movilización total. Estos autores influyeron sobre los
dos más conocidos exponentes del socialismo prusiano: Spengler y
Moeller Van den Bruck, el cual en su profético libro titulado El
Tercer Reich —editado en 1925— presentó así la situación alemana
luego de su derrota en la Gran Guerra: “Todas las fuerzas liberales
se coaligan contra todo aquello que no es liberal... hemos perdido
la guerra contra occidente, el socialismo la ha perdido contra el
liberalismo. . . el socialismo alemán fracasa porque está lleno
de liberalismo.” La obra Prusianisrno y Socialismo debe ser, pues,
situada y comprendida en una etapa de la historia alemana a la
cual no era ajeno ni el Conde de Keyserling —quien señalaba que
una derrota podía producir una vivencia mayor que una victoria—
ni el Thomas Mann de las Consideraciones de un apolítico.
2 P.S., pág. 26.
3 P.S., pág. 59.
4 D.O., tomo I, pág. 428.
5 D.O., tom o I, pág. 439.
6 P.S., págs. 63-64.
Spengler y las ideologías contemporáneas ~ 233

7 A.D., pág. 175.


s A.D., págs. 182-183.
9 A.D., pág. 194.
i» P.S., pág. VIII.
11 P.S., pág. 139.
“ A.D., pág. 125.
13 P.S., pág. 142.
14 "Se debe recordar que Marx era oriundo de la sagrada Tré-
veris, que se graduó en Jena, conocida por sus organizaciones estu­
diantiles, y que escribió su Capital en medio de la victoriana Lon­
dres. Era un producto del suelo y de la civilización Victorianos:
París, Zurich, Londres y Manchester determinaban su horizonte.
Adam Smith, Hegel, Ricardo y los padres de la Comuna de París
constituían su alimento espirituaL Por su individualidad, sus gustos
y forma de vida, por su predilcción por Horacio, la alta matemá­
tica, la levita y el plastrón, el licor y la langosta de mar, era ocd-
dentaL Este Marx tan completamente individualista parece haberse
convertido ahora en fundador de una religión oriental de las masas."
Franz Altheim, El imperio hacia la medianoche, Ed. Eudeba, Buenos
Aires, 1971, pág. 7.
15 A.D., pág. 174.
w A.D., pág. 174.
17 Spengler a Hilde Komharrtt: "Bayreuth; 26-7-33. Representa­
ción brillante. Ayer tuve una larga conversación con Gustav. En
Munich de nuevo el sábado.” (S.L., pág. 284).
La palabra "Gustav” hace referencia a Hitler (Gustav Adolf).
La entrevista fue programada por la Sra. Else Knittel, aprovechando
la ocasión en que el Führer y el filósofo se encontraban ambos en
Bayreuth, sede de los grandes Festivales Wagner.
Por su lado, Hanfstaengl, amigo de Hitler y Spengler, escribe:
"En diferentes ocasiones intenté conseguir que Hitler se entrevis­
tase con este último —por Spengler— confiando en que su olímpica
aspereza le haría bajar un poco los humos a aquél. De hecho, se
entrevistaron sin mi intervención. Me enteré de ello por puro azar,
cuando un domingo salió a relucir el tema en el curso de un
almuerzo que en honor de Hitler dieron los Wagner en Bayreuth.
Observé que a Hitler le incomodaba hablar del asunto conmigo,
pues empezó a simular que estaba amodorrado, rascándose sin
cesar la oreja y asegurando que Spengler solamente le había habla­
do en términos convencionales; que sus antecedentes eran excesiva­
mente monárquicos y conservadores y que demostraba no tener la
menor comprensión respecto de los problemas raciales.
234 ~ Spengler, pensador de la decadencia

—Hanfstaengl, hubiese tenido que estar usted allí.


Difícilmente pude contenerme, ya que hubiese sido mi deseo
obrar como una especie de catalizador en la conversación. Al día
siguiente llamé por teléfono a Spengler, en Munich, y me invitó a
tomar el café. Se mostró totalmente desdeñoso al hablar de Hitler.
Lo consideraba un ser fantástico y se ganó todas mis simpatías
cuando hizo una completa demolición de los mitos de Rosenberg,
-que Hitler había cometido el error de querer explicarle.
—En el partido no hay ningún hombre de seso, Hanfstaengl
—se quejó—. Todos ellos no son más que un puñado de botarates.
Quise mencionar di general von Epp, de quien se hablaba como
de un posible presidente.
—Imposible —estalló Spengler—. Es un hombre sin ideas,
totalmente estúpido e incapaz de tomar una decisión. El único
hombre que en todo ese movimiento me llama la atención es Gregor
■Strasser. Cuenta por lo menos con un pasado sindical y tiene el
sentido de la realidad." Putzi Hanfstaengl, Hitler. Los años desapa­
recidos, Ed. Luis de Caralt, Barcelona, 1960, págs. 214-215.
Alistair Hamilton, no obstante, habla de una entrevista en casa
de Hanfstaengl que éste no registra en su libro de memorias.
is S.L., pág. 217. . .
» A.D., págs. 11-17.
20 C,R„ pág. 13.
21 C.R„ pág. 14.
22 C.R., pág. 126.
23 S.L., pág. 305.
Para un estudio de las ideas de Spengler respecto de la Repú­
blica de Weimar y del III Reieh, véase: Alaístair Hamilton, La Ilusión
del Fascismo, Luis de Caralt, 1970; Jeffrey Herff, El Modernismo
Reaccionario, F.C.E. México, 1990; H. Cagni, Oswald Spengler en la
filosofía e ideología contemporáneas, Revista de Filosofía Latinoame­
ricana y Ciencias Sociales, N? 14, Buenos Aires, 1989.
i8 S.L., págs. 154 y 217.
23 Los datos son de Antón M. Koktanek; Oswald Spengler in
seiner Zeit. Beek, Munich, 1969, que cita Hamilton.
3* SL., pág. 305. Qué hubiera ocurrido con Spengler si hubiera
vivido más años y qué actitud hubiera tomado frente al nazismo
al estallar la Segunda Guerra Mundial —que predijo en Años deci­
sivos— entra en el campo de las conjeturas. Las amistades de
Spengler pertenecían al ala conservadora de la política alemana
—el Gral. Von Seeckt, Hugenberg, Seldt, Ulríeh Von Hassel—, varias
de ellas comprometidas con el atentado contra Hitler del 20 de
julio de 1944.
OBRAS DE OSWALD SPENGLER

En primer lugar figura la edición original alemana. A continuación,


entre paréntesis, la utilizada por los autores de este libro.

M onografías

Der Untergang des Abendlandes - Umrisse einer Morphologie der


Weltgesehiehte
1? parte: Viena, 1917; Munich, 1918.2? parte: Munich, 1922. Todas
las obras de Spengler fueron publicadas por Beck Verlag,
Munich.
(La decadencia de Occidente - Bosquejo para una morfología
de la Historia Universal) (2 tomos) Espasa - Calpe, Madrid, 1966.
La traducción es de Manuel García Morente y e l prólogo de
José Ortega y Gasset.
Preussentum und Sozialisnius, Munich, 1919.
(Prusianismo y Socialismo. Ediciones Nacionales y Extranjeras.
Santiago de Chile, 1935.)
Dianas Hochzeit. Libreto jara una ópera de P. Struvers, Duisburg,
1929.
D er Mensch und die Technik - Beitrag zu einer Philosophie des
Beben?, Munich, 1931.
{E l hombre y la técnica y otros ensayos. Espasa - Calpe, Madrid
1947. Incluye también seis ensayos breves escritos por Spengler
en diferentes épocas.)
Jahre der Entscheidung, Munich 1933. Spengler sólo pudo escribir
la primera parte de esta obra.
(Años decisivos, Espasa - Calpe, Madrid, 1962.)
Politische Sckriften, Munich, 1934. Incluye Prusianismo y Socialismo

235
ganz!912
236 ~ Spengler, pensador de la decadencia

y los siguientes escritos políticos: "Las dos caras de Rusia y el


problema alemán en él Este” (1922); "Deberes políticos de las
juventudes alemanas” (1924); "Nuevos aspectos de la política
mundial" (1924); "La relación entre economía y política fiscal
desde 1750” (1924); y "La actual diferencia entre economía y
política mundial” (1924).
(Las dos caras de Rusia. Ed. Síntesis, Buenos Aires, 1976.)
INDICE

Obras postumas
Prólogo a la 2? edición............................. • 9
Reden und Aufsdtze - Munich, 1937-1951. Recopilación de la doctora Siglas de los escritos de Oswald Spengler 12
Hildegard Komhardt, sobrina del filósofo. Incluye la tesis
doctoral Heraklit, Eine studie über den energetischen Grundge-
danken seiner Philosophie (Heráclito. Espasa - Calpe, Madrid, Capítulo I
1974) y diversos trabajos, algunos editados en la revista Welt SPENGLER Y SU TEORÍA HISTÓRICA . 13
ais Geschichte y otros inéditos, así como cuentos, prólogos a
otros libros y artículos periodísticos. Naturaleza e historia ............................... 17
Gedanken - Munich, 1941. Pensamientos recopilados por la doctora Las visiones de la h isto ria...................... 21
Kornhardt. Libertad y necesidad ............................... 24
Briefe 1913-1936 - Munich, 1963. Recopilación de Manfred Schroter y Teleología e historia ................................ 29
Antón M. Koktanek. Notas ......................................................... 34
(Spengler Letters. Alfred Knopf. Nueva York, 1966.)
Urfragen. Fragmente aus dem Nachlass - Munich, 1966. Recopilación
de M. Schoter y A. Koktanek. Capítulo II
(Ufragen. Essere umano e destino. Longanesi, Milán, 1971.) DE NIETZSCHE A HERÁCLITO Y VUELTA.............. 41
Frühzeit der Welt geschichte. Recopilación de M. Schroter y A.
Koktanek. Munich, 1967. Heráclito: su visión del mundo y su concepción po­
lítica ........................................................... 45
Existen más de cuarenta artículos de Spengler dispersos en diversas Revisión moderna de las tesis heraclíteas.................... 52
publicaciones. Permanecen aún inéditos un diario autobiográfico Notas ................................................................................ 55
.—Eis heauton—, algunos poemas y esbozos de trabajo, todos en el
Spengler Archiv de Munich. Una detallada descripción de la biblio­
grafía de y sobre Spengler en Jürgen Naeher: Oswald Spengler Capítulo III
Rowohlt, Reinbek bei Hamburg, 1984. SPENGLER Y LAS FORMAS HISTÓRICAS
ORGÁNICAS ............................................................. 59
El alumbramiento de las c u ltu ras.................................. 64
Matemáticas y teoría del n ú m ero .............................. 66
Relativismo y validez en la obra spengleriana................ 70
Concepto y alma en las culturas ................................ 73
Notas ............................................................................. 77
Capítulo IV
SPENGLER Y LAS FORMAS HISTÓRICAS
ORGÁNICAS. EL ARTE ....................................... 83
Arte apolíneo y arte fáustico ....................................... 85
Arte renacentista y arte gótico .................................. 89
Los colores como reflejo del sino .............................. 93
Tragedia y literatu ra................................ 95
Caída y muerte del a r t e .................................. 98
Notas ..................................................
Capítulo V
SPENGLER Y LA RELIGIÓN ■.......... ......................... 107
Los cultos apolíneos y la comunidad de fieles mágica 108
San Pablo, San Pedro, San Juan ................................. 112
Jesucristo y M a ría .................................. ............ . . . . 11S
Roma frente a la amenaza del cristianismo................ 121
De la Reforma a la segunda religiosidad.................... 124
La religiosidad r u s a ...................................................... 129
Notas ............................................................................. 132
Capítulo VI
SPENGLER Y LA DECADENCIA............................ 135
Actores y espectadores de la decadencia ............ 137
La revolución ............................................................... 141
La revolución de abajo y la revolución de afuera . . . . 144
De la aldea al coloso p é tre o ......................................... 145
N o ta s ..................................................................... 152
Capítulo VII
SPENGLER: RAZA Y ANTROPOLOGIA................ 157
La raza ....................................................... 161
El "consensus judaico” ................................................ 164
Hombre y mujer ......................................................... 166
La técnica...................................................................... 169
Notas ............................................................................. 177
Capítulo VIII
SPENGLER Y SUS IDEAS POLITICAS .................... 181
Pueblos y naciones ...................................................... 187
El papel de la é lite ....................................................... 189
Nobleza y sacerdocio .................................................... 191
La metamorfosis del Estado ....................................... 197
El triunfo de la burguesía: dinero y democracia....... 201
El César y su necesidad h istó rica.............................. 207
Notas ............................................................................. 211
Capítulo IX
SPENGLER Y LAS IDEOLOGIAS
CONTEMPORÁNEAS............................................. 215
El espíritu prusiano socialista...................................... 219'
Marxismo y mesianismo .............................................. 222
Spengler frente al III R eich......................................... 227
Notas ............................................................................. 232
Obras de Oswald Spengler........................................... 235

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en marzo de 1993, en Del Carril Impresores,
Av. Salvador María del Carril 2639/41 Buenos Aires

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