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Julián Estigarribia

Entra una luz como de caramelo por el frente vidriado: Sepelios Lombardi. Afuera, la
ciudad es el resoplo de un dios que dura eones. Esperando, se acomoda ahí con un
movimiento rápido y preciso; ese que refina con el tiempo cualquier persona con testículos y
que lleva siempre pantalones. Se eleva del sillón de dos cuerpos y tapizado de pana verde
musgo. Flota como en esos ejercicios en que dentro de un avión sin butacas flotan los
astronautas por segundos. La mano como entra sale. En Zuccotti, un empleado le dijo que
preguntara en Lombardi. Ahí acababa de entrar y ahora observa la ambientación. En los 80s
debió haberse producido la era dorada de la decoración de casas funerarias, piensa Juan.
Sepelios Lombardi es la tercera del día. Al lado del sillón hay una mesita ratona con una
fuentecita de agua cíclica, zen, abre en el aire un paréntesis . Algo se escurre hacia afuera,
escapa a la calle por el fino espacio entre el piso y el vidrio templado del frente del local. En
algún lugar, ahí mismo o en alguna propiedad de al lado alguien tira la cadena y el sonido le
llega como envuelto, se tranza con el repiqueteo de la fuente. Juan lo agradece, se tranquiliza.
No son suficientes funerarias todavía como para encarar el número en estado de relajación,
falta ensayo. ¿Serán pensados, diseñados acaso, esos sonidos? El tandem hermoso que hace
con el ruido de afuera. Hay quienes viven de confeccionar listas musicales, por ejemplo,
teniendo en cuenta el rubro del comercio. Los electrodomésticos, por ejemplo, requieren una
música, las clínicas de fertilización in vitro otra. Alguien quizás haya modelado la escena
sonora y puso la fuente justo ahí, no en otro lado; alguien seguro vino y se sentó a escuchar
largamente. Se diseña la lentitud.

Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle? Salió de costado por esa puertita. Respira
agitado, como si aún durmiera. Tiene cincuenta y cinco, sesenta años. Lo invita a pasar al
escritorio; zapatos pequeños que apenas brillan, las suelas aplastadas por el peso. La camisa
blanca es entrelúcida y contiene una panza que parece un alma intentando emanciparse. Sobre
ella, la ancha corbata se hace angosta, un obelisco invertido de hilos de plata. Hay que tener
aire de afligido: Buenas tardes. Su hermano, un cáncer de páncreas se lo llevó en apenas
meses. Cree que suena convincente y decide que dirá eso siempre. Pero responde dubitativo a
la pregunta sobre si el difunto profesaba alguna religión. “Católico” dice como podría decir
catatonia o catarata. La familia quiere contratar nada más el servicio de traslado, de la morgue
ir, si velorio, directo al cementerio. Rubén, como se había presentado, tras esa respuesta
parece ajustar en su mente el dial de una estación de radio a la que le entra estática. Tras un
instante, del primer cajón del escritorio saca un cuaderno grande, un álbum marrón y de
Julián Estigarribia

cuero gastado en las esquinas. Lo pone frente a Juan que lee en letras de cuero de igual color
y cocidas a la tapa “Catálogo de féretros”.

Se toma tiempo. Varios minutos entre cada vuelta de página. Se detiene, examina cada
uno. El primero de arriba, el último, el cuarto de la tercera fila de la página siete, vuelve a la
anterior, luego sigue: sus ojos son ranas inseguras saltando entre nenúfares. Porque la nitidez
de la imagen que conserva la memoria se viene diluyendo. Si hubiese tomado menos vino, si
hubiese sido Whisky la vista hubiera estado menos borrosa. La tapa. La tapa tenía un cristo,
un cristo con la cruz todo plateado. Cómo no se acordó antes. Entonces hay que pasar por alto
los laicos y judíos. Bien, eso va a agilizar el tema, aunque sabe que no tanto: por más que la
gente no vaya nunca a misa en este país a la mayoría de gente se la entierra con un jesús,y
seguramente plateado. Página trece, última foto.

– Éste. Es muy parecido a éste.

Juan murmura. El índice de su mano izquierda presiona la foto como a un telégrafo,


como hablando en código morse, como combatiendo contra el jefe final en un fichín del
extinto Sacoa de Cabildo. Juan está sonriendo, casi que ríe. Levanta la mirada. Se da cuenta
de que lo están observando; el entrecejo fruncido. No le hace falta llevarse las manos a la cara
para para sentir esa mueca que acaso nunca se ha visto en un lugar así y la desarma. En algún
rincón, Juan desató el nudo que mantenía arriba un telón teatral de terciopelo rojo, o que lo
mantenía bajo. Caen las comisuras. “A vos no se te murió nadie me parece. Mejor tomatelás,
pibe”. La mano gruesa y lampiña de Rubén cierra el álbum en la cara. Vientito en la cara
¡Que sí! que su hermano ¡Que cáncer de páncreas! ¡Andate a la concha de tu madre!

En la misma cuadra de Sepelios Lombardi, hay un bar con una tira de lucecitas
amarillas que titila en la repisa detrás de las botellas de licor. Es mediodía. Ovalado y con
ribetes ondulados. Era ese modelo. Pero el color no era. El de aquella noche además era
veteado, como con pequeñas escamas arqueadas donde una cada tanto resaltaba entre el resto
apenas adivinado bajo la laca, el de la foto era más liso. El primer funeral que recuerda fue a
los cinco años. La abuela blanca, paterna. Sólo dos recuerdos tiene de su cara. En uno estaba
viva, el otro rodeada de mortaja. Tenía la piel de perla, el brillo de la perla, la dureza. El dedo
índice no se hunde en la mejilla. La primer piel dura. Bebe un sorbo del cortado en jarrito.
Comprueba con el índice su blandura. Juan no está seguro cuál de las dos caras de su abuela
vió primero.

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