Está en la página 1de 18

I

Emma Zunz
Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el
fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a
primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían
colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había
fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un
tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega
culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa
voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría
sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún
modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos
días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a
su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el
auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso
jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal,
Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto.
A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad;
quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz
derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan.
Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga;
Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de
mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo
que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a
qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En
abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta,
preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y
trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día,
por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos.
Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a
Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar
por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho
memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores
del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.
Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y
de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de
Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a
leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es
la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una
acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma
Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto.
Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos
hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró
en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno,
muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la
pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a
una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa
en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo,
ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas
las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma
Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese
momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la
cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El
hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella
sirvió para el goce y él para la justicia.
Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el
hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como
tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la
tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y
procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir
sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento
más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo
acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el
acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la
obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la
fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran
perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la
inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión.
Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el
Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento,
enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la
obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño
rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja;
cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado
muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la
intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por
ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho
rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido
por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en
teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad,
pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal
saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del
comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo
se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con
asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo
que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó
de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado
a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo
nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del
cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que
tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal
me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el
tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido;
solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
FIN

II
La soledad de América Latina
Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 Gabriel García Márquez

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la
imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras
empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y
relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y
que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho
menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron
otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años,
cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud,
el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática
cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos
misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que
un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la
colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se
encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo.
Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el
istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro,
que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana,
que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido
en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un
monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la
silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo
exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los
alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de
escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en
realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con
su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces
con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres
alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante
de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un
ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y
la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17
golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de
América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir
dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de
la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad
de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el
paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las
autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en
todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón
600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El
Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más
civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los
exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido
la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y
determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra
más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para
nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos,
el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los
talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan
quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara
con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la
búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación
de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos
libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su
propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para
tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey
etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus
quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del
Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron
a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur
apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador,
los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran
a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se
concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto
del mundo. América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus
designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa,
parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin
reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio
social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no
puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia
y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no
una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera
posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los
diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y
los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se
acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como
para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con
menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han
logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres
humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de
infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre".
No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez
desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más
que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano
debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer
que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora
utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y
sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una
segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a
muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin
apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero
también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos
me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele
sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya
única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las
verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo
haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin
falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera
deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por
cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un
viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado
andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan
milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más
grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía
secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los
espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la
poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su
permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda
humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos
ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la
única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

Dos textos de Albert Camus

1. Discurso de Albert Camus aceptando el premio Nobel de Literatura del año 1957 (Estocolmo Dic 1957)

«Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más profunda cuando
evalúo hasta qué punto esa recompensa sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo
artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue
imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo
por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la
amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con
qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes,
están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?

He sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme de acuerdo
con un destino demasiado generoso. Y como era imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no
he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias
más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permítanme, aunque sólo sea en
prueba de reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea. Personalmente,
no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es
necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte
no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen
privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más
humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían
distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con
todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual
no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdaderos artistas no desdeñan
nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una
sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o
intelectual.

Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio
de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de
su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque
consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero
desconocido, abandonado a las humillaciones, en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su
soledad, por lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de
recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte. Nadie es lo bastante grande para
semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre,
aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una
comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que
constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación
consiste en reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre
porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de
nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que
se sabe y la resistencia ante la opresión.

Durante más de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en
las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque
ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a
mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mí misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres
nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en la época de instaurarse, a la vez, el
poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron
enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, al universo de los campos de concentración, a la
Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo
amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a
pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de
desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede
que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la
conquista de una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de
nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra
historia.

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá
hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia
corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y
las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la
que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en
si misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad
de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros
grandes inquisidores establezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera
loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el
trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.

No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el
mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el
momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se
halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el
honor que acabáis de hacerme. Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo
situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha,
vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista
de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que
intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La
verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir,
como exultante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado
nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse
orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido
renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos
de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a
mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que
les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a
vivir.

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil fe, me siento
más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre
también para decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate,
no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me falta dar las
gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal personal de gratitud, la misma y vieja
promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los días».

2. La carta que Camus escribió a su profesor de colegio tras ganar el Nobel de Literatura

Querido señor Germain:

He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo
corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia,
pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo,
sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de
este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le
puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en
uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Le mando un abrazo de todo corazón.

Albert Camus

III
La noche de los feos
Mario Benedetti

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le
hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de
mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los
que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos
son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro
infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio
implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo
cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin
simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas
soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes,
abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos
sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad.
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se
sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante,
sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía
mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era
la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo
héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo
para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir
piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría
corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara
media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la
impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La
confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente,
quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para
captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente
simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero
dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se
debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y
arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De
pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba
traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita
que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo
sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar
a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración
afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré
cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi
su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla)
de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso.
No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta
su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis
dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus
lágrimas. Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y
el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me
levanté y descorrí la cortina doble.
Réquiem con tostadas
Mario Benedetti

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo.
Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que
empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba.
Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó?
Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco
que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que
usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el
silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi
todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora
tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en
el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera
ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted
alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el
cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de
acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no
bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a
mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado
caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o
porque tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo
hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía
más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya
había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda
y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía
estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la
cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella.
Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los
cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó
una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo
no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque
ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No
supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo
reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto
a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa
Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de
comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que
pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se
emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata.
Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá
todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie,
pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que
después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de medianoche,
con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de
día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie
decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por
mí y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para
quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de
costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces
lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese
ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes,
con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela
Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se
pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora
pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se
casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto,
pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque
(no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo
la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no
nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así
como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan
acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio
cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para
mí lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni
siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras
casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la
vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez
estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además,
una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan
distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de
comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo
sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos
hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella.
Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de
haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es
distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran.
Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de
comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue
siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo
sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a
mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos
un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin
encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a
pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les
pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan
borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que,
por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo
nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que,
en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio
sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato,
cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba
con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque
mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien.
Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba
nunca.

IV
Espuma y nada más
Hernando Téllez

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me
puse a temblar. Pero el no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema
del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde
pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió
completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos
los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última
excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar
minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de
agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa deben tener
tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos
vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?” pregunté.
“Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno,
ni uno”. Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de espuma Faltaba ponerle la
sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. Él no
cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del
otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo
bueno, verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de
fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el
pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante.
Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que
ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco,
no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había
ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación
a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. “De buena gana me iría a
dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente
desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos
apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no
podía darse cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos
de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa
barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un
solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja.
Cuidando de que la piel, quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mana por ella, sintiera
la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia,
orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las
patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero
compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los
grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me
puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos
cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a
quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le
pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos
divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa
castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por
el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego
miré el reloj: las dos veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una
barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien.
Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello.
Porque allí sí que debía manejar coro habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños
remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero
como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los
nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? ... Mejor no
pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto
entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba
haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar
revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente,
vivo y afeitado.
La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los que llevaba a
cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías.
Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo
sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor!
Torres debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que
ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo
esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la
hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y
lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en
asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a
los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le
daría tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos.
Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana,
sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el
piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un
golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde
ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar
conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro
lado: “El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie
sabía que él defendía nuestra causa...” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino.
Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como
el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a
brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor.
Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo... No quiero mancharme de sangre.
De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es.
Cada cual en su puesto.
La barba había quedado limpía, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó
las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
“Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo debía estar muy pálido
y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y,
luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas
para pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y
volviéndose me dijo:
“Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo
digo”. Y siguió calle abajo.

Un día de estos
Gabriel García Márquez

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su
gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la
mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a
rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era
rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la
dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa
incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se
secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a
llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá
-Qué
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la
salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias
piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y
abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde
apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba
de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta
de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentales, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor.
Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal y una vidriera con
pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que
el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la
luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia – dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír.
El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del
agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a
lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era un cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente.
El alcalde se agarró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los
riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura,
dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña
a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera,
sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le
dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una
telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese
-dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se
dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:
-Es la misma vaina.

V
La compuerta número 12
Baldomero Lillo
Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus
pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había
entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que
se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua
goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles
destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie
interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y
el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la
galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el
movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada
talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían
invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de
color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una
cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en
años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por
profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien
avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados
miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de
medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de
tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos
infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías,
junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al
viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y
uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su
oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban
con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un
sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura
silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce,
reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con
tono duro y severo:
-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a
cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más
activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería.
Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o
acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven
aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho,
hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su
corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que
una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta
la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla
furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin
cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos.
Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como
el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar
sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban
taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba
sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la
ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en
aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban
confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco
de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir
a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin
expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama
imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del
lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un
ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil
movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un
sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta
galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano,
como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos.
Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa.
Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en
una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero,
apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de
cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de
la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la
incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta
allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo
nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía
ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto
corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que
no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado
y rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la
pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos,
arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta
estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran
por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un
obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era
forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad,
desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada
la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero.
Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que
creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel
sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las
afectuosas razones de su padre con un “¡vamos!” quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo
convencían, y el “¡vamos, padre!”, brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas,
desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan
débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación,
y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy
pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le
acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del
regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el
mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo
de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le
demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que
se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo
pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire
emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían
nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y
súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno
incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba
un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la
violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos
y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga
que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz
padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los
oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel
sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba
allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante
de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la
atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente
de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las
piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de
sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta,
ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y
fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
FIN

También podría gustarte