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Dedictoria
Prólogo
Agradecimiento
Créditos
Para Teresa,
porque sin ella a mi lado no lo hubiera escrito.
Son muchos los que piensan que sobre todo asunto hay al menos dos
posiciones: la suya y la equivocada. Yo no soy de esos, nunca lo he sido
porque tengo la suerte de dudar, y eso implica dar a la otra parte la
posibilidad de que esté en lo cierto o de que al menos tenga una parte de
razón… aunque no sea mucha, que tampoco hay que exagerar. Y en estas
páginas he procurado ser consecuente con esta forma de pensar.
Goethe dijo una vez que «escribir es un oficio muy trabajoso» y el
príncipe de Ligne añadía que «hay personas que piensan para escribir y
otras que escriben para no pensar», y ambos tienen mucha razón. Pero el
virus del COVID-19 me ha encerrado en casa como a todos y eso me ha
dado las dos cosas que ambos recomiendan: tiempo para pensar y tiempo
para escribir este libro, sobre el que ya tenía muchos apuntes y notas,
porque confieso que llevaba un par de años rondándome en la cabeza.
Supongo que no en vano he dedicado mi vida a la diplomacia y a la política
exterior. Y aunque procuro no ser como aquel que decía que «la inteligencia
me persigue, pero yo soy más rápido», la combinación de ambos tiempos
me ha permitido reflexionar sobre adónde va el mundo en estos comienzos
turbulentos del siglo XXI. Creo que, como consecuencia de una pandemia
que ha puesto al mundo patas arriba, se han acelerado ciertas tendencias que
ya se venían observando desde hace algún tiempo, y eso implica más
cambios sobre nuestras vidas que ya están sometidas a la fuerte presión de
la aceleración del «tempo histórico» propio de la época en la que vivimos.
El resultado es incertidumbre y miedo, ambos lógicos y comprensibles,
porque todo va muy rápido. Nos falta perspectiva para entender lo que
ocurre y nos falta tiempo para adaptarnos a tanto cambio repentino.
En este libro trato de analizar los vectores que influyen sobre la
geopolítica en la segunda década del siglo XXI desde una profunda
humildad, porque la vida es lo que ocurre mientras hacemos planes, que
decía John Lennon. La vida nos sorprende continuamente.
Aun así, creo que no me equivoco si digo que nuestra generación vive
cambios a una velocidad nunca vista antes en la historia porque confluyen
en nuestras vidas las revoluciones tecnológica, la de la información y la de
la genética, o sea, las del átomo, del bit y del gen, además de la revolución
demográfica, en un contexto de globalización y de todo tipo de conflictos
—globales y locales— en un mundo cuyo centro de gravedad se desplaza
hacia el Indo-Pacífico, mientras Estados Unidos se busca a sí mismo tras los
turbulentos años de Donald Trump que Richard Haas ha descrito como
«una aberración», Europa resiste las crisis pero no acaba de despegar
aunque trata de reinventarse, y surgen otros países con ambiciones
protagonistas que buscan un reparto diferente de la tarta del poder.
Occidente pierde el liderazgo que ha tenido durante los últimos quinientos
años al mismo tiempo que finaliza el ciclo geopolítico que comenzó en
1945 y comienza otro. Es la época de los monstruos.
Y este ha sido el momento elegido por el cisne negro / elefante negro del
COVID-19 para golpearnos con saña. Bill Bryson ha dicho con humor que
un virus es una mala noticia envuelta en una proteína, y esta noticia ha sido
realmente mala porque ha desencadenado una crisis que atañe a la
humanidad en su conjunto, que afecta tanto a las economías desarrolladas
como a las que están en vías de desarrollo, que no ha tenido liderazgo
internacional y frente a la cual un mundo dividido en Estados soberanos
actúa tarde y mal. Un problema que nos afecta a todos y del que deberemos
también salir todos juntos, pues nadie estará seguro mientras los demás no
lo estén también. Una pandemia que nos ha confinado en nuestros hogares,
que nos ha traído un ambiente de guerra sin disparos y cargado de presagios
que probablemente anuncian cambios permanentes en nuestra misma forma
de vivir y en la distribución de poder político y económico. Una crisis que
nos coloca ante el difícil reto de salvar vidas sin hundir la economía
sabiendo que cuanto más tardemos en salir, más lenta será la recuperación.
Cuando doy los últimos toques a este libro parece que el virus regresa, en
realidad nunca se había ido, los contagios vuelven a subir en el mundo y
una mutación originada en Sudáfrica y que la OMS ha bautizado con el
nombre poco sexi de «ómicron» vuelve a cerrar fronteras y hace bajar las
bolsas y el precio del petróleo, sin que todavía se conozca su verdadero
alcance y peligrosidad… Es probable que el ansiado retorno a la normalidad
nos lleve a una nueva normalidad a la que habremos de acostumbrarnos.
Cómo van a cambiar las cosas a partir de ahora es algo abierto a discusión y
sobre lo que me permito poner algunas ideas sobre la mesa con objeto más
que otra cosa de estimular las neuronas del lector para que saque sus
propias conclusiones.
Hemos pasado más de un año sin poder abrazarnos y mucho tiempo
confinados porque hemos alterado el orden natural de las cosas, después de
que un virus saltara desde un animal salvaje a los humanos civilizados… o
al menos domesticados. En El hablador, de Mario Vargas Llosa, hay un
brujo del Alto Picha, en la Amazonia peruana, que explica que «hay una
correspondencia fatídica entre el espíritu del hombre y los de la naturaleza y
cualquier trastorno violento en aquel acarrea alguna catástrofe en esta». No
tengo duda ninguna de que acabaremos saliendo de esta crisis igual que
hemos salido de otras anteriores, gracias a una capacidad de adaptación y de
supervivencia que nos ha hecho creernos dueños de la Tierra cuando en
realidad solo somos sus administradores. Pero aprovecharemos mejor la
salida si desarrollamos nuestro sentido de pertenencia a una misma
comunidad, la humana, por encima de razas, nacionalidades o religiones, y
a un mismo ecosistema del que formamos parte y que tenemos que proteger
para evitar a medio plazo una catástrofe.
Por eso, abracemos el mundo que nos sustenta y así podremos también
volver a abrazarnos nosotros sin miedo del futuro. Es decir, saquemos
lecciones de esta pandemia para crear un mundo más solidario, con reglas
claras e instituciones internacionales fuertes donde resolver nuestras
diferencias por la vía del diálogo y de la negociación.
Algo que no parece estar sucediendo, sino todo lo contrario, una vez que
ha comenzado la invasión de Ucrania por parte de Rusia en una clara
violación de las reglas que han regido la geopolítica mundial, y en
particular la europea, desde el fin de la Guerra Fría. La intolerable agresión
rusa pone de relieve la necesidad de actualizar esas reglas y eso ya no lo
pueden hacer los países occidentales como de hecho vienen haciendo desde
hace quinientos años, eso es algo que hoy tenemos que hacer entre todos y
que es un ejercicio mucho más difícil porque implica a países como China,
el mundo musulmán o la propia Rusia con diferentes trayectorias culturales
y con valores diferentes de los que hasta ahora han prevalecido. Mientras no
logremos esas reglas nuevas viviremos tiempos de incertidumbre y
desasosiego. Si no es algo peor.
Este libro no quiere ser un manual aburrido lleno de citas solemnes y de
notas a pie de página. Quiere ser entretenido y fácil de leer, que le deje al
lector inquietudes, sugerencias y algunas ideas sobre cómo pueden cambiar
las cosas y que de esta forma contribuya a calmar espíritus agobiados.
Porque lo que se conoce no se teme, o no se teme tanto como lo
desconocido, y porque lo inteligente no es ver lo que uno tiene delante de
las narices sino imaginar lo que puede esperarle a la vuelta de la esquina. Y
lo hago con mucha humildad porque no tengo certezas sino dudas mientras
recuerdo a Winston Churchill cuando decía que se le ocurrían diez ideas
nuevas al día, pero que solo una de ellas era buena … ¡y que no sabía cuál
era!
Pues eso…
1
Déjenme empezar con una nota positiva porque, aunque les pueda extrañar
leer esto cuando la pandemia del COVID-19 azota el mundo y Rusia invade
Ucrania, lo cierto es que desde que el Homo sapiens salió de África hace
ochenta mil años, o desde que lo hicieran milenios antes el Homo
antecessor y el Homo erectus, nunca los seres humanos han vivido tan bien
y tanto tiempo como ahora. Y esto no es optimismo ni pesimismo, porque
me parecen dos maneras igualmente estúpidas de enfrentar la realidad. No
estoy de acuerdo con quienes defienden —como Yuval Noah Harari— el
bucolismo de la vida de los cazadores recolectores nómadas frente a la
especie de esclavitud a la que la sedentarización, la agricultura, la
construcción de ciudades, las religiones y los imperios condujeron a la
mayoría de los humanos. Los cazadores recolectores vivían libres, sí, en
bandas de treinta o cuarenta individuos como muchos simios actuales, en
cuevas o al fresco, hiciera frío o calor, deambulando de un lugar a otro en
busca de alimento, comiendo un día sí y otro no, y con una esperanza de
vida de treinta años con mucha suerte. Y la prueba de que la vida era mejor
en las ciudades agrícolas es que la población creció como nunca a partir de
ese momento, en torno al año 10000 a.C., y no ha dejado de hacerlo desde
entonces.
Que estamos hoy mejor que nunca se puede constatar tomando como
ejemplo datos de salud, de longevidad y de violencia en el mundo.
Si comenzamos por la salud, tras la pandemia del coronavirus, extendido
con mucha rapidez por todo el mundo, una respuesta descoordinada y
dispersa ha sacado a la luz pública los problemas de la falta de liderazgo
internacional, de la globalización, de la división internacional del trabajo y
de unas cadenas de valor vulnerables. Todo eso es cierto y volveré sobre
ello más adelante con mayor detalle, porque lo que ahora interesa destacar
es que, a pesar de todo y desde el punto de vista de la salud, la situación es
hoy infinitamente mejor que antes en la historia.
Los virus son cualquier cosa menos nuevos y esto de las epidemias viene
de muy atrás, pues ya la Biblia nos habla de las siete plagas de Egipto como
muestra de la cólera divina cuando el faraón no dejaba marchar a Moisés y
al pueblo elegido, aunque Aristóteles en un esfuerzo racionalizador (?)
echara años más tarde la culpa del problema a la influencia de los cuerpos
celestes. Cabe imaginar la zozobra y desasosiego de aquellas gentes que no
entendían ni la causa ni la forma en que se propagaba lo que veían como
una maldición, porque, como escribió Alonso de Ercilla en La Araucana:
«El miedo es natural en el prudente, y saberlo vencer es ser valiente». Y
eso, que queda muy bonito, es más fácil de decir que de hacer, porque las
plagas debían ser algo terrorífico para mentes dominadas por la magia y la
intervención constante de los dioses en sus asuntos cotidianos. Tucídides,
en su Historia de la guerra del Peloponeso, documentó con detalle una
plaga de peste que afectó a Atenas y en la que falleció el propio Pericles, y
Ovidio nos habla de otra en sus Metamorfosis. El mismo emperador
filósofo Marco Aurelio murió, junto a otros cinco millones de personas, de
una peste llamada «Antonina» en su recuerdo. Seguro que hubiera preferido
no bautizarla.
También murió inoportunamente de peste Alfonso XI cuando asediaba
Gibraltar en 1350, poniendo una vez más de relieve que la plaza no se nos
da bien desde antiguo. La peste bubónica, «la muerte negra», llegada a
Europa en 1347 con los comerciantes que venían de China, en un ejemplo
negativo de globalización, pudo acabar con un tercio o incluso la mitad de
la población de muchas ciudades europeas como Florencia, al tiempo que
hacía la fortuna de Boccaccio que escribió el Decamerón para entretener a
un grupo de damas y caballeros refugiados en el campo, como también
algunos afortunados han podido hacer ahora. Se calcula que mató a
doscientos millones de seres humanos. Hubo otro brote en 1646-1665 que
se llevó por delante a doscientas mil personas solo en Sevilla, que se dice
pronto, y también al príncipe de Asturias Baltasar Carlos, que a la sazón
tenía dieciséis años, con la consecuencia de que el trono de las Españas fue
a parar a su hermano Carlos que no tuvo hijos porque no podía tenerlos a
pesar de las torturas a las que le sometieron los galenos de la época, que
dieron la razón al sarcástico Voltaire cuando decía que: «Los médicos
inoculan drogas que no conocen en cuerpos que conocen aún menos». El
caso es que a Baltasar Carlos lo mató la plaga, que Carlos II murió sin
sucesión unos años después y que así desembocamos en la guerra de
Sucesión y en la llegada de los Borbones. Todo por culpa de la peste.
Ha habido otras epidemias terribles, como las de la viruela y el
sarampión que llegaron a México a partir de 1520 con la conquista y que
pudieron acabar con tres cuartas partes de la población indígena, que no
tenía defensas. Lo mismo ocurrió en Nueva Inglaterra con la llegada del
Mayflower, y por eso no es de extrañar que hoy los indios norteamericanos
rechacen la celebración de la fiesta de Thanksgiving o Día de Acción de
Gracias. Para ellos fue un desastre y porque los colonos ingleses les
repartían mantas infectadas con viruela. Por cierto que la vacuna contra la
viruela la inventó Edward Jenner a finales del siglo XVIII y Catalina II de
Rusia se la hizo poner entre las dudas y el escándalo de su corte, reacia a las
«modernidades». Quizás la más mortífera de los últimos tiempos haya sido
la mal llamada «gripe española» de 1918 que se llevó por delante a entre
cuarenta y cincuenta millones de personas, más que la Gran Guerra, y entre
ellas al gran pintor portugués Amadeo de Souza Cardoso, íntimo de
Modigliani, y el gran desconocido de aquella modernidad. Murió entonces
el 2 por ciento de la población mundial y aunque se originó en el Medio
Oeste norteamericano, recibió ese nombre porque, al no participar España
en la guerra, nuestra prensa no tenía censura y era la única que hablaba
abiertamente del problema.
Más recientes son la epidemia de sida de los años ochenta que hizo
estragos en África (veinticinco millones de muertos) y que, pese a la vacuna
que hoy permite si no curar al menos controlar su progreso, sigue siendo
endémica en las riberas del lago Victoria; o la de ébola que se descubrió en
1976 en África Occidental con rebrotes en 2014 y en 2020, con una
elevadísima tasa de mortalidad, cercana al 50 por ciento, pero cuyo número
de víctimas no ha pasado de doce mil, aunque todavía no hay una vacuna,
lo que revela una encomiable capacidad de reacción por parte de las
autoridades sanitarias a pesar de contar con medios escasos (Obama se
volcó en esa lucha). También hemos tenido la gripe asiática de 1957 (un
millón de muertos), la gripe aviar de 1997, y el brote de SARS de 2003 otra
vez en China (ochocientos muertos y ocho mil infectados). En estos casos,
el origen está en virus que han pasado de animales a seres humanos, lo que
se llama una zoonosis, que sigue siendo uno de los grandes riesgos de
nuestro tiempo porque hemos reconfigurado ecosistemas y destruido
hábitats naturales, aunque la causa inmediata haya que buscarla en ciertos
hábitos alimentarios y en falta de higiene. Por esa razón, Jared Diamond, el
autor de Armas, gérmenes y acero, se ha preguntado cómo los chinos no
cierran de una vez mercados como el de Wuhan, donde se venden animales
salvajes sin control sanitario y de donde con casi seguridad ha salido el
último virus.
De modo que siempre ha habido epidemias y que sigue habiéndolas,
aunque, por fortuna, estemos muy lejos de los estragos que causaban en el
pasado gracias a que tenemos mejores instrumentos que nunca para
combatirlas. El hecho de que ahora enfrentemos el virus del COVID-19 no
quita mérito a los éxitos obtenidos hasta la fecha con otros virus, bacterias y
bacilos como los de la viruela, poliomielitis, tétanos, tifus, difteria, cólera,
peste y ántrax. Y aunque quede aún mucho por hacer, pues seguimos
peleando con la fiebre amarilla, la fiebre hemorrágica, el ébola, el dengue,
el zika y el parásito de la malaria que todavía produce cuatrocientas mil
víctimas anuales, es innegable que hoy estamos mejor que antes. Lo que es
inaudito es que a estas alturas aún haya descerebrados que nos avergüencen
con la búsqueda «medieval» de culpables de la actual pandemia en los
judíos, como han hecho en Irán y en Turquía, o que algunos gobernantes
hayan ofrecido recetas igualmente irracionales para combatirlo, como beber
o inyectarse lejía. O que no quieran vacunarse. Y es que, como decía Rafael
el Gallo, «hay gente pa tó».
No es cierto que todo tiempo pasado fuera mejor. Muy al contrario. La
esperanza de vida en España rondaba los cincuenta años en 1900, hace poco
más de un siglo, mientras que hoy estamos con Japón, Singapur y Suiza
entre los países más longevos del mundo y, según recientes estudios, el
nuestro será el país con más esperanza de vida de todo el mundo en el año
2040, con 85,8 años según un estudio de la Universidad de Harvard, y eso
que ahora la pandemia nos va a quitar unos meses. Como dice el doctor
Pedro Alonso, la diferencia entre nacer en España o en el Congo es de
veinticinco años y la razón aún hoy son los virus, lo que confirma una vez
más que todavía queda mucha tarea por delante. Pero estamos en ello
porque con los avances de la medicina también crece la longevidad en otros
países, pasando el promedio mundial de los cincuenta y ocho años en 2000
a los sesenta y tres en 2015. O sea, que vivimos más que nunca antes en la
historia.
No solo vivimos más años, sino que vivimos mejor, porque, a pesar de
que sigue habiendo muchos pobres y desigualdades lacerantes, en buena
parte del mundo la gente no solo ya no muere de hambre con la frecuencia
con la que lo hacía antes, sino que sobran alimentos. Así, mientras una
hambruna un par de décadas antes de la revolución de 1789 mató al 20 por
ciento de los franceses, que luego llevaron a la guillotina a María Antonieta
por sugerir que si no tenían pan, comieran cruasanes, hoy las hambrunas
bíblicas se restringen en términos generales al Cuerno de África (Somalia,
Sudán, Etiopía) o al sureste asiático, algo que sigue siendo intolerable y
motivo de vergüenza para un mundo que destruye anualmente miles de
toneladas de alimentos. El resultado es que hoy hay más gente con
sobrepeso (dos mil cien millones) que con desnutrición (ochocientos
cincuenta millones). Sin duda ochocientos cincuenta millones de
desnutridos y cuarenta y dos millones que mueren de hambre cada año
siguen siendo cifras obscenamente altas, aunque porcentualmente sean las
más bajas en la historia de la humanidad.
Y si nos centramos en la violencia, pensemos en el paisaje de bandoleros
que ha sido el habitual en el mundo hasta hace muy poco. Viajar de Sevilla
a Madrid en 1830 conllevaba un alto riesgo de ser atracado en
Despeñaperros por Luis Candelas y sus secuaces, como cuenta el gaditano
Augusto Conte en sus Recuerdos de un diplomático. Y con las guerras era
peor, como muestran las degollinas de los hunos o de los mongoles que
arrasaban ciudades y pasaban por la espada a poblaciones enteras, mujeres
y niños incluidos. Cuando Tamerlán, que era un tirano particularmente
sangriento, conquistó Isfaján (Persia) en 1387 masacró a setenta mil
habitantes e hizo levantar para escarmiento general nada menos que
veintiocho torres construidas con mil quinientas cabezas cada una. Lo
cuenta su cronista, el historiador Hafiz-i Abru, que lo vio con sus propios
ojos y al que no cabe culpar por sus lisonjas hacia el jefe. Hoy sigue
habiendo bárbaros, pero nos pretendemos mejores a pesar de la brutalidad
de las dos guerras mundiales del pasado siglo, sin duda las más mortíferas
de la historia, de la tragedia del Holocausto, de la amenaza nuclear y del
calentamiento global. Sería absurdo negar que no tenemos problemas,
porque seguimos teniéndolos y muchos, lo que importa ahora destacar es
que la violencia global disminuye y si en 2019 hubo en el mundo un total de
cincuenta y ocho millones de fallecidos, «solo» seiscientas treinta mil
personas tuvieron una muerte violenta por guerras, crimen organizado y
terrorismo. Y reconozco que más de medio millón son muchos muertos.
Pero no lo son tanto si se comparan con otros siete millones que murieron
por enfermedades vinculadas al tabaquismo, a tres millones que fallecieron
por sobrepeso y dolencias relacionadas, y a 2,5 millones muertos en
accidentes de tráfico. Además, también hubo ochocientos mil suicidios.
Todo en 2019.
Pero no hace falta llegar a estas cifras para constatar que vivimos mejor
que nunca, que es la tesis que defiendo. Baste pensar que Luis XIV con
toda su pompa lo pasaba fatal y no pudo sentarse durante meses por una
dolorosa fístula anal que, al parecer, le hacía ver las estrellas y que los
galenos de la época no conseguían curar; que Nathan Mayer Rothschild,
primer barón de Rothschild, rico como él solo, murió en 1915 porque se le
infectó una muela y entonces no había penicilina (se inventó en 1928); o
que la primera operación con anestesia total solo tuvo lugar en Estados
Unidos en plena guerra de Secesión, en 1863. Operarse antes debía ser un
infierno.
Es decir, que tanto desde el punto de vista de la salud, como de la
longevidad y de la misma violencia, una parte muy sustancial de la
humanidad vive hoy mejor que nunca y ese es un dato a no olvidar cuando
con justicia nos quejamos de tantas otras cosas.
2
Siete de los diez mayores unicornios del mundo (empresas con una
capitalización bursátil superior a los mil millones de dólares) ya no son
grandes bancos o gigantes del petróleo como ocurría hace apenas diez años,
sino empresas del mundo digital como Amazon, Google, Microsoft,
Facebook, Alibaba, etc., que han encontrado nuevas posibilidades de
expansión gracias a la pandemia del COVID-19 y el aumento del
teletrabajo, las compras online o el confinamiento y la necesidad de
conectarse a distancia. Siempre ha sido así, lo que para unos es crisis, para
otros es una oportunidad.
Vivimos en un mundo fascinante. Daniel S. Hamilton lo explica de forma
muy clara y concisa cuando dice: «La revolución atómica, que nos trajeron
Einstein y sus colegas físicos, nos ha dado transistores y semiconductores;
láseres, radar, electricidad limpia y GPS; medicina nuclear y aceleradores
de partículas. Nos ha llevado a la Luna y empujado hacia Marte y más allá.
También nos ha dado bombas atómicas, de hidrógeno y de neutrones; la
destrucción mutuamente asegurada (que apropiadamente se contrae en
MAD); los desechos radiactivos; Three Mile Island, Chernóbil y
Fukushima. La revolución digital, impulsada por nuestra habilidad para
codificar dígitos binarios conocidos como bits, conecta a la gente y los
continentes como nunca antes. Gracias a ella tenemos la computadora,
internet, teléfonos inteligentes y medios sociales de comunicación, la
impresora 3D, el internet de las cosas, tecnologías 5G, agricultura de
precisión e inteligencia artificial. También ha dejado fuera de juego a
algunas industrias, acelerado las disparidades en ingresos y aumentado la
distancia en las capacidades que se precisan para manejar estas tecnologías.
Ha producido hackers y trolls, la red oscura y las armas autónomas. Ha
aumentado el racismo, alimentado la xenofobia, y dado lugar a otras formas
de prejuicios y odio. Ha ayudado a surgir Estados que lo vigilan todo y ha
dado poder a los autócratas para suprimir el desacuerdo».
Como resultado, tanto nuestras vidas como nuestro control sobre el
entorno se han visto profundamente alterados. Hoy nos movemos entre
cosas tan impensables hace muy poco tiempo como la inteligencia artificial
(IA), el internet de las cosas (IoT), Blockchain, la impresora digital, Big
Data, la biotecnología, la computación cuántica, y las redes 5G. Blockchain
es un registro descentralizado en la nube que garantiza la inmediatez y la
seguridad de las transacciones al tiempo que elimina los intermediarios. Su
aplicación práctica alterará desde la forma de hacer negocios hasta el
mundo de los seguros o de la política monetaria (Bitcoin). La impresora
digital elimina la necesidad de stocks en las fábricas o de recambios en las
naves espaciales, al tiempo que abarata la producción: en 2018 Adidas abrió
con esta técnica dos nuevas fábricas de zapatillas en Alemania y en Estados
Unidos y no en Bangladesh; Big Data supone ya un negocio de miles de
millones de euros y entraña riesgos no despreciables para nuestras
libertades individuales; la computación cuántica acabará con todos los
sistemas de encriptación, pues la actual revolución digital basada en bits de
1s y 0s será pronto superada por los qubits, que pueden ser 1 y 0 al mismo
tiempo, y eso permitirá a las computadoras del futuro hacer en un minuto lo
que actualmente lleva un año o más. Por su parte, la biotecnología abre
inmensas posibilidades porque permitirá posponer el envejecimiento
celular, aumentar el tamaño de nuestros cerebros, convertir a los humanos
en ingenieros biológicos capaces de jugar con nuestros genes —o los de
otros animales— y de anticipar y reparar sus mutaciones, crear ciborgs,
detener virus (o crearlos en un laboratorio) y encontrar vacunas con rapidez.
Solo el cielo parece hoy el límite, las posibilidades son infinitas para el bien
o para el mal porque la tecnología es neutra, es ante todo un medio y
depende de cómo se programe y se use.
Esto, que se aplica a toda la ciencia, tiene especial repercusión en el
ámbito de la revolución genética que ha estallado con especial fuerza a
principios de este siglo. Si no teníamos suficiente con la revolución del
átomo, cuyas puertas nos abrió Einstein, y la del bit con sus códigos
binarios y microchips, la gran aportación del siglo XXI es la revolución del
gen o de la ciencia de la vida.
La vida lleva evolucionando en el planeta Tierra desde hace tres mil
millones de años y es precisamente ahora cuando nuestra especie ha logrado
desarrollar técnicas que le permiten controlar su futuro genético abriendo
así paso a una nueva era en la historia de la humanidad. Y esto se ha
conseguido gracias a CRISPR, un acrónimo que se refiere a unas secuencias
repetitivas presentes en el ADN de las bacterias que, como dice Jesús
Méndez, funcionan como autovacunas porque guardan en su interior el
material genético de los virus que las han atacado en el pasado y eso les
permite defenderse de la nueva infección cortando el ADN de los invasores.
Su mecanismo ha sido descifrado por un grupo de científicos representantes
de culturas diferentes y unidos por ese deseo de saber qué ha impulsado a la
humanidad desde sus mismos orígenes: Francis Mojica, Jennifer Doudna,
Emmanuelle Charpentier y Feng Zhang.
El CRISPR es en realidad una tecnología de edición y manipulación que
funciona como una gran tijera que permite cortar y pegar trozos de material
genético de cualquier célula y editar a voluntad las «letras» del ADN. Esto
es tan importante que fue considerado el mayor avance científico del año
2015 porque en el futuro hará posible eliminar enfermedades infecciosas,
hacernos inmunes a virus mortales, corregir errores en secuencias genéticas
o eliminar desórdenes graves como la ceguera o la depresión, sin hablar de
otros logros como mejorar los cultivos o producir plantas transgénicas hasta
llegar al extremo de poder manipular embriones humanos, todo lo cual
plantea enormes problemas médicos y éticos que ya han comenzado a
discutirse. ¿Será posible evitar malformaciones genéticas de tipo
hereditario? ¿Y elegir la estatura, el sexo, el cociente intelectual o el color
de los ojos de los hijos? Las posibilidades que se abren ante nosotros son
infinitas y como en cualquier otra tecnología podremos usarla bien o mal.
Aparte de evidentes problemas éticos, tampoco serán técnicas baratas, no
estarán al alcance de todos y podrán acabar aumentando las lacerantes
desigualdades ya existentes. Esta es una puerta que apenas estamos
abriendo, que se antoja llena de posibilidades, que no está exenta de riesgos
y que sería deseable que pudiera ser objeto de una regulación a escala
planetaria con normas compartidas por todos
La inteligencia artificial es un término inventado en 1962 por John
McCarthy, de la Universidad de Stanford, para designar una «thinking
machine» (máquina pensante) que permite a los robots hacer operaciones
propias de la inteligencia humana como el autoaprendizaje con objeto de
replicar tareas sencillas y que muy pronto les permitirá replicar el mismo
sentido común gracias a técnicas conocidas como «massive learning»
(aprendizaje masivo). En eso estamos, en máquinas que gracias a las «redes
neuronales profundas» no solo aprenden, sino que son capaces de enseñar a
otras máquinas, y eso plantea el temor de que la inteligencia artificial
desborde un día a la inteligencia humana y que escape a nuestro control (lo
que se llama singularidad o singularity). Es algo que en muy poco tiempo
puede no ser ya ciencia ficción y dejar chicas las elucubraciones de Julio
Verne, H. G. Wells, Aldous Huxley, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Ray
Bradbury y tantos otros. Y si las máquinas nos superan, podrían
reemplazarnos por considerarnos superfluos… También preocupa que la
tecnología punta se utilice para instaurar un opresivo sistema de control
social, como ya ocurre en China, donde se reúnen todos los datos posibles
de cada individuo (lecturas, amistades, opiniones, lugares frecuentados,
datos médicos y de renta, historial de compras, etc.) y con eso se elabora un
«carné de crédito social» que según la puntuación obtenida puede facilitar
los viajes, la obtención de un trabajo mejor, de un apartamento o de un
coche… o puede llevar directamente a su detención y aislamiento en
campos de internamiento por conducta predictivamente delictiva. Una
auténtica monstruosidad que hace que hoy haya más un millón de uigures
detenidos en Xinjiang en «campos de reeducación», en un escenario digno
de la distopía de Orwell.
La inteligencia de las cosas (IoT) permite a los aparatos (desde
despertadores a hornos) comunicarse entre sí y tomar decisiones
autónomas, y eso ofrece posibilidades infinitas como graduar los semáforos
en función del tráfico, vigilar instalaciones lejanas, gestionar espacios
vacíos en inmuebles o garajes, y encontrarse con el café preparado y
humeante al llegar a casa. Otra variación interesante es el Internet of Me,
que permite llevar todos los datos médicos actualizados en un chip
subcutáneo, o fabricar zapatillas que emiten la ubicación para seguir a
enfermos de alzhéimer desorientados. Se calcula que en 2020 ya hay más de
veinte mil millones de aparatos conectados por IoT y no cabe duda de que
cuantos más aparatos estén conectados mayor es la vulnerabilidad que
ofrecen. Un modelo reciente del automóvil Mercedes tiene cien millones de
líneas de código informático y cada pieza de software tiene varios gusanos
por cada mil líneas, lo que significa que ese vehículo tiene miles de
vulnerabilidades potenciales. Según un estudio del Instituto Nacional de
Tecnología de la Información y Comunicaciones de Japón, el 54 por ciento
de los ataques cibernéticos detectados se dirigían contra aparatos
conectados por IoT y por eso Tokio ha puesto en marcha un programa para
protegerlos.
Las redes 5G, claves para el desarrollo de la economía digital y de IoT,
exigen cantidades ingentes de datos sin latencia y con ellas se podrán
construir ciudades inteligentes en las que todo estará aún más
interconectado y con mayor rapidez, lo que se calcula que podrá
incrementar el PIB entre un 5 y un 10 por ciento. Hay en el aire un negocio
de miles y miles de millones de euros en el que también se ventilan
cuestiones que afectan a la seguridad nacional y de ahí que la pugna sea
encarnizada a nivel mundial. Hoy Huawei es el segundo fabricante de
smartphones, solo detrás de Samsung y por delante de Apple. Y aquí, como
dice Thomas Gomart, se ha producido una división del trabajo que hace que
todas las compañías de infraestructuras sean chinas (salvo Cisco), mientras
que los americanos se han especializado en aplicaciones y programas, lo
que deja ya de entrada a los europeos en un peligroso fuera de juego porque
todos nuestros datos los manejan ya plataformas norteamericanas, mientras
que son los chinos los que quieren hacerse ahora con el mercado europeo
del 5G y de paso con el control de nuestros datos industriales.
Esta pugna por las redes 5G, en la que la actual ventaja china es
innegable, es causa y a la vez consecuencia de un enfrentamiento entre
Beijing y Washington por la supremacía tecnológica mundial en la que,
como ha dicho Kai-Fu Lee: «Europa ni está ni se la espera». Y eso no
tendría que ser así. Los europeos no tenemos que pecar de ingenuidad y
reconocer que hay sectores, como este, cuyo desarrollo no se adapta bien a
nuestra ética empresarial y al principio de la libre competencia tal como lo
entendemos nosotros. Europa tiene que defenderse y crear grandes
campeones capaces de competir en el mundo en igualdad de condiciones
con chinos y norteamericanos, y para lograrlo deberíamos hacer los
cambios legislativos que sean necesarios en nuestra actual regulación de la
competencia. No tenemos por qué quedarnos fuera de esta competición
teniendo en casa empresas tan buenas como Nokia o Ericsson.
El dominio chino actual en este ámbito es percibido en Estados Unidos
como una amenaza para su seguridad, y por eso Washington responde con
campañas para enfrentar a Beijing en cuestiones como el robo de propiedad
intelectual, la transferencia de nuevas tecnologías y el acceso al mercado,
mientras presiona a sus aliados y amigos para que rechacen a Huawei
alegando motivos de seguridad (sin presentar pruebas concluyentes hasta la
fecha) por la posible existencia de «puertas traseras», y por la relación —
esta vez innegable— existente entre la compañía y el Partido Comunista
Chino. La presión norteamericana al respecto es muy fuerte sobre los países
amigos y aliados.
El caso es que la revolución tecnológica ya está entre nosotros, pero aún
no hay consenso sobre sus bondades o inconvenientes. Sin ir más lejos, los
CEO de Google (Sundar Pichai) y de Alibaba (Jack Ma) no lograron
ponerse de acuerdo al respecto, con el primero manteniendo una postura
más pesimista y el segundo viendo en ella la solución de muchos de
nuestros problemas actuales. Yo me limito a constatar una vez más que la
tecnología es neutral y que todo depende de cómo se utilice, y así como la
del átomo puede servir para salvar vidas o para fabricar bombas nucleares,
las técnicas de reconocimiento facial pueden usarse para encontrar a
ancianos extraviados o para controlar policialmente a toda una comunidad.
A veces la frontera no está clara. Por ejemplo, grupos defensores de los
derechos humanos en Israel critican que el Shin Bet, el servicio doméstico
de inteligencia, utilice tecnología digital de seguimiento de llamadas
telefónicas para localizar y seguir a portadores de la variante ómicron del
virus del COVID-19 que surgió en Sudáfrica a finales de 2021 y que es muy
infecciosa.
El rápido progreso tecnológico desborda la capacidad de reacción de casi
todos los Estados. Para hacernos una idea hay que considerar que el cohete
Apolo que llevó a Armstrong a la Luna tenía a bordo doce mil transistores
que ocupaban un espacio enorme, mientras que el teléfono Apple que
cualquiera de nosotros lleva en el bolsillo tiene la friolera de 3,2 millones
de transistores… que caben en el bolsillo. Eso ha sido posible gracias a los
extraordinarios progresos que se han hecho en este campo y que recoge la
ley de Moore cuando afirma que la capacidad de procesamiento se duplica
cada dieciocho meses. Tom Friedman en su libro Gracias por llegar tarde
ha comparado los avances que se han hecho en este campo con los de la
industria del automóvil y ha llegado a la conclusión de que si se hubieran
aplicado al Volkswagen Escarabajo viajaría a cuatrocientos ochenta mil
kilómetros/hora, gastaría cuatro litros por cada tres millones de kilómetros,
y costaría la friolera de tres céntimos. ¡No hay quien dé más! Ese es el nivel
de cambios revolucionarios que se han operado durante los últimos años en
el campo de la informática. Ya hay robots que ganan al ajedrez a los
grandes maestros y que compiten en el más difícil juego chino GO donde
también ganan, mientras que como el mundo está lleno de bobos a alguien
se le ha ocurrido la estupidez de encargar a un algoritmo que «termine» la
«Sinfonía incompleta» de Schubert (!).
Como ya he señalado antes, estos cambios tan rápidos también plantean
serios problemas éticos no solo en relación con cuestiones obvias
relacionadas con las alteraciones de células humanas, aunque sea con fines
terapéuticos o con la investigación con embriones, etc., sino en un ámbito
mucho más amplio. Porque delegamos decisiones en las máquinas, y como
ellas se limitan a seguir las instrucciones que han recibido, estas tienen que
estar muy claras. Y no hay legislación al respecto, entre otras razones
porque la ciencia avanza y se mueve con mucha más rapidez que los
Parlamentos que hacen las leyes. Un interesante estudio de la Universidad
de Oxford se planteaba al respecto qué instrucciones se deben dar a un
coche autónomo si se cruza alguien o algo en su camino: ¿debe atropellarlo
y seguir adelante para no poner en riesgo la vida de sus ocupantes o, por el
contrario, debe evitar el atropello con una brusca maniobra que le pueda
llevar a despeñarse por un barranco matando a quienes lleve dentro? La
conclusión a la que llegaron en Oxford es que depende: si lo que se cruza
ante el coche es una mujer que empuja un carrito con un bebé dentro, hay
que salvarles a toda costa, aunque eso cueste la vida a los ocupantes del
vehículo; si se cruza una mujer, también. Luego la escala va bajando y en el
extremo inferior aparece un perro, al que no hay que dudar en atropellar
siempre con objeto de salvar la vida de los que van en el coche; después
vienen los gatos y después… los ancianos, que me temo que en dicho
estudio no aparecen muy alejados de perros y gatos. Pero ya se sabe que a
los ingleses les gustan mucho los animales y debió costarles lo que no está
escrito poner a los perros en último lugar.
Por eso Ben Shneiderman, de la Universidad de Maryland, lleva años
abogando porque las máquinas trabajen junto a los humanos en lugar de
reemplazarlos, algo que cobra especial sentido en momentos como el
actual, cuando millones de personas que han perdido su trabajo como
consecuencia de la crisis económica desencadenada por el coronavirus
buscan un empleo y la alternativa que encuentran es la de competir con los
robots o trabajar junto a ellos. Él piensa que no solo corremos el riesgo de
hacer máquinas que no sean cien por cien seguras, sino que podemos estar
buscando una forma de quitarnos de encima la responsabilidad ética de las
decisiones que tomen esos sistemas autónomos, como los coches antes
citados o las armas letales inteligentes (robots asesinos basados en IA) que
reciben instrucciones de un algoritmo. Por ese motivo gana terreno el
concepto de «sistemas de armas centauro» que siempre dejan la decisión
final en manos humanas.
La robotización creará y destruirá empleo y esto es algo que ha pasado
siempre y que siempre ha provocado una preocupación muy comprensible:
durante la primera Revolución industrial, allá por principios del siglo XIX, el
ejército británico tuvo que intervenir entre 1811 y 1816 para sofocar la
rebelión de los luditas, trabajadores que se liaron a martillazos con la
primera maquinaria textil porque pensaban que los grandes telares
mecanizados les iban a dejar sin trabajo. Todavía estaba cerca la Revolución
francesa y fue tal el miedo que inspiró esta revuelta que la represión fue
muy dura y muchos revoltosos acabaron en la horca (Lord Byron fue de los
pocos que se opuso a que se les aplicara la pena capital) y otros fueron
deportados a Australia y Tasmania, que solo era una perspectiva
ligeramente más apetecible que la de la misma soga. También hubo
manifestaciones masivas en Estados Unidos cuando a principios del siglo
XX se introdujeron los tractores y fueron muchos los campesinos que
pensaron que iban a aumentar el paro en un país que entonces tenía setenta
y seis millones de habitantes, la mayoría de los cuales vivían de la
agricultura. Ciento veinte años más tarde, menos del 5 por ciento de la
población norteamericana vive en el medio rural y el desempleo no llega al
3 por ciento… hasta que llegó el coronavirus y disparó temporalmente la
tasa, al tiempo que también aumentaba el número de robots, que no solo no
se infectan con la pandemia sino que cada día resultan más baratos mientras
los salarios no paran de subir.
Esto demuestra que la tecnología destruye y crea empleo, pero que, al
final, acaba creando más puestos de trabajo que los que desaparecen, sin
que eso quiera decir que la transición sea fácil, pues los nuevos trabajos
pueden ofrecerse en otros lugares, haber un intervalo temporal desde que
uno desaparece hasta que el otro nace, ofrecer distinta remuneración y
exigir otra formación y otras capacidades para su desempeño. McKinsey
estima que tan pronto como en 2030 un 20 por ciento de los empleos en
Europa y hasta un 30 por ciento en Estados Unidos se verán afectados por
la robotización. En algunos lugares ya existen tiendas sin dependientes
físicos y eso significa que, por una parte, son los trabajos con menor
cualificación los que antes —pero no únicamente ellos— podrán ser
sustituidos por máquinas (como una cajera de supermercado) y, por otra,
que vamos hacia un mundo en el que el puesto de trabajo dejará —ha
dejado ya— de ser para toda la vida y en el que la formación tendrá que ser
permanente. ¿Serán los pasantes de abogados sustituidos por algoritmos?
Ya está sucediendo. Aquí conviene no caer en populismos tan fáciles como
falsos porque son la tecnología y la preocupación por el medio ambiente las
que destruyen trabajo en las cuencas carboníferas o industriales del Medio
Oeste americano y no la inmigración, como ha afirmado estos años pasados
la Casa Blanca de Donald Trump alimentando actitudes xenófobas que no
tenían base real. En la reunión de Davos de 2019 se atrevieron a hacer lo
que nunca haría un experimentado funcionario: dar cifras y fechas en el
mismo paquete. Y llegaron a la conclusión de que la robotización destruirá
setenta y cinco millones de empleos… y a cambio creará ciento treinta y
tres millones de aquí a 2030. El problema será dónde, cuándo, de qué
calidad y qué capacitación requerirán. Por ello, lo esencial es invertir en
educación que permita al empleado adaptarse con rapidez a las cambiantes
exigencias del mercado. Y cuanto antes lo empecemos a hacer, mejor.
La revolución tecnológica nos permitirá estar más informados y
multiplicará nuestras oportunidades de conocimiento y comunicación, pero
también estaremos más vigilados, como demuestra el hecho de que ya hay
cámaras de vídeo que registran nuestras caras y nuestros movimientos por
todos los sitios, en las calles, las tiendas, los aeropuertos y los parques. Por
no hablar de edificios oficiales… Por eso nos hará también más vulnerables
en la medida en que perdemos privacidad. Nos ocurre también en la
relación de los ciudadanos con muchas empresas: la profesora de Harvard
Shoshana Zuboff señala que en especial las grandes tecnológicas se basan
en un modelo económico que monetiza nuestra atención y tiende a
«cosechar nuestros comportamientos». Para alertar sobre estos excesos, ha
acuñado el término de «capitalismo de vigilancia». La realidad es una de cal
y otra de arena. La tecnología digital nos dará poder frente al Estado para
organizar manifestaciones o para reaccionar en tiempo real frente a sus
iniciativas, y al mismo tiempo le permitirá saber dónde estamos en cada
momento. Las posibilidades son infinitas. Por ejemplo, cuando en junio de
2020 la campaña de reelección del presidente Donald Trump invitó a sus
seguidores a registrase con sus teléfonos móviles para obtener entradas
gratis en un mitin que se celebró en Tulsa, los usuarios de TikTok y de K-
pop lo boicotearon registrando a cientos de miles de personas que no tenían
la menor intención de asistir y que al no presentarse el día señalado dejaron
el pabellón medio vacío y a Donald Trump muy enfadado. Otro ejemplo:
hace ya bastantes años la Guardia Civil detuvo a un etarra porque escapaba
en un coche robado que llevaba dentro el bolso de la víctima con su
teléfono móvil, el CNI lo detectó y su localización fue muy sencilla porque
bastó seguir el rastro que el teléfono dejaba en las antenas de la carretera
junto a las que pasaba… y hacer luego que la Guardia Civil lo detuviera al
llegar a San Sebastián. La revolución también concentrará la riqueza en los
países y en los estratos de población que logren subir al tren del progreso
tecnológico y dejará irremisiblemente en el andén del atraso a los que
lleguen tarde a la estación. Perder ese tren no es una opción, es suicida, y
por eso hay que evitarlo multiplicando las inversiones en educación con
objeto de garantizar igualdad de oportunidades para todos. A esa exigencia
deberían dedicarse los sindicatos si se pararan un momento a pensar en el
futuro inmediato. Porque sin más educación la tecnología aumentará las
desigualdades entre personas y creará brechas insalvables entre países, al
mismo tiempo que fomentará la movilidad social y geográfica en busca del
puesto de trabajo más adaptado a las competencias de cada cual. Y los que
no puedan adaptarse a las nuevas exigencias del mercado por ser menos
flexibles y tener menos educación se quedarán en la cuneta.
La universalización de internet y de las redes sociales hace que, como
bien se ha dicho, hoy un pastor de los Andes con un móvil en la mano —y
la suerte de que le pase un satélite por encima— puede tener más
información en un momento que la que tenían juntos Eisenhower y
Churchill la víspera del desembarco de Normandía, y eso, que sin duda
tiene enormes ventajas, también tiene el grave inconveniente de fomentar
un populismo basado en mensajes simples, cortos y de muy rápida difusión
por las redes sociales. Los gobernantes que recurren hoy a Twitter para
reaccionar ante cualquier asunto ganan en inmediatez lo que pierden en
reflexión y en matices y eso no es bueno. Hace años, Andréi Gromiko era
ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética y le recuerdo saliendo
de una reunión en el Consejo de Seguridad de la ONU y asediado por una
multitud de periodistas que le pedían su reacción ante algo que acababa de
suceder y él, imperturbable, se los quitó de encima diciendo que llevaba las
últimas tres horas encerrado en la sala del consejo y que no tenía
información sobre lo que decían que había ocurrido, que simplemente no lo
sabía. Me pareció admirable (aunque él tuviera a su favor no tener una
opinión pública de la que ocuparse) porque ya entonces ningún ministro
occidental se hubiera atrevido a contestar confesando paladinamente su
ignorancia. Parece que lo tienen que saber todo y contestar a todo sobre la
marcha… y luego cruzan los dedos con la esperanza de no haber metido la
pata. No siempre lo consiguen.
Hoy hay tres mil quinientos millones de personas conectadas a internet,
poco menos de la mitad de la población mundial, hay también tres mil
millones de teléfonos inteligentes y la transición digital se ha visto
acelerada aún más si cabe con la pandemia del COVID-19. Y en puertas
tenemos la irrupción del metaverso, la posibilidad de crear avatares de
nosotros mismos (conocidos como gemelos digitales) que podrán asistir a
reuniones en lugares distantes con otros avatares, hacer turismo virtual o
incluso sobrevivirnos después de morir. Hay empresas que ya han mostrado
interés por atender a la demanda que podrán generar, por ejemplo, en
vestido. Es un mundo de posibilidades ilimitadas que apenas estamos
descubriendo. El problema es que se enfrentan dos modelos contrapuestos
de gestión que luchan con reglas diferentes, pues uno se basa en la
iniciativa privada y en las reglas de la democracia y de la economía de
mercado y el otro en el impulso del sector público y en la anomia propia de
una dictadura. El resultado puede retrasar la implantación de las novedosas
redes 5G y llevarnos al levantamiento de una especie de telón de acero
digital que fragmente internet (ya está ocurriendo) y nos obligue a los
demás a elegir entre dos sistemas incompatibles entre sí. Por tanto, resulta
imperativo abordar estos problemas desde una perspectiva supranacional y
en un marco multinacional, que es lo que defendió Angela Merkel en Davos
2019: una organización tecnológica internacional que se ocupe en su
conjunto de todas las cuestiones relacionadas con la ciberseguridad, la ética
de la IA, o el tratamiento de los datos, que es un asunto muy sensible sobre
el que la Unión Europea ya ha aprobado un reglamento en 2018. La idea es
encontrar entre todos soluciones compartidas porque, en caso contrario, los
resultados serán malos para todos.
4
LA DIALÉCTICA LANZA-ESCUDO
AMERICA FIRST
LA REINVENCIÓN DE EUROPA
El mundo enfrenta muchos problemas, pero hay que elegir y creo que los
más importantes en este momento, aparte del COVID-19, son el cambio
climático, las desigualdades y el hambre, la proliferación nuclear, el
terrorismo internacional y las grandes migraciones.
El cambio climático
Es el problema más importante que hoy enfrenta la humanidad. Algunos
todavía insisten en negar el calentamiento global de la atmósfera a pesar del
consenso científico al respecto, como ya demostraba el informe sobre el
clima del año 2017, un texto que el Congreso norteamericano encarga cada
cuatro años, que está elaborado entre trece agencias sobre la base de
centenares de estudios en los que han participado millares de
investigadores, y que es por ello considerado como «el informe científico
más conclusivo sobre el clima». Sus conclusiones son devastadoras e igual
hace otro informe realizado por mil cuatrocientos expertos convocados por
las Naciones Unidas en 2021. La temperatura media del planeta ha subido
1,1 grados desde la Revolución industrial, esa subida se está acelerando en
los últimos años y obliga a tomar medidas con carácter inmediato so pena
de luego sufrir las consecuencias porque esto ha provocado otros cambios
en cadena desde las capas más altas de la atmósfera hasta las mayores
profundidades oceánicas. Como resultado, cada vez los días son más
calientes y las noches menos frías, con efectos documentados sobre la
temperatura en la superficie del planeta, su atmósfera y sus mares, sobre el
deshielo de los glaciares, el menor espesor de la capa de nieve o su misma
desaparición en ciertos lugares, la disminución del hielo marino, las sequías
abrasadoras y las lluvias torrenciales, la mayor frecuencia de tormentas, la
desaparición de arrecifes de coral o el aumento del vapor de agua en la
atmósfera. El mes de enero de 2020 ha sido el más cálido de los últimos
ciento cuarenta y cuatro años y cada vez son más frecuentes los fenómenos
extremos en forma de incendios pavorosos o de inundaciones terribles, sin
que hayan tenido suficiente éxito treinta años de reuniones para movilizar a
la sociedad internacional en una lucha conjunta y coordinada para detener el
calentamiento global. Particularmente preocupante es el hecho de que las
temperaturas en Alaska y en el Ártico estén subiendo el doble de deprisa
que en el resto del planeta, y esto, por una parte, afectará a la salinidad de
los océanos y, por otra, inundará zonas costeras donde hoy viven no menos
de seiscientos millones de personas. Y no solo los mares: el lago Chad tenía
veintiséis mil kilómetros cuadrados en 1963 y hoy apenas llega a mil
quinientos con efectos devastadores para la economía de las poblaciones
que viven en sus riberas. O la deforestación que tiene lugar en Brasil (con la
complacencia de Bolsonaro) y en el Congo (con la impotencia de sus
líderes), lo que plantea el interesante debate de si esos países son dueños de
hacer lo que quieran con sus masas forestales, verdaderos pulmones del
planeta, o si deberían ser considerados como sus meros administradores en
nombre de la humanidad. Durante los primeros meses de la pandemia, entre
enero y abril de 2020, en torno a cuatrocientas sesenta y cuatro millas
cuadradas de selva amazónica fueron cortadas, el 55 por ciento más que en
el mismo periodo del año anterior, una superficie equivalente a veinte veces
el tamaño de Manhattan. No es casual si se considera que el ministro de
Medio Ambiente brasileño, Ricardo Salles, confesó en público que veía en
la pandemia una oportunidad para saltarse las restricciones «durante este
periodo de calma en términos de cobertura de prensa porque la gente solo
habla del COVID». Increíble pero cierto, hay un vídeo. Luego trató de
arreglarlo, pero ya era tarde. Un líder indígena karipuna, de la región de
Rondônia, que es donde estas cosas pasan, ha dicho que como consecuencia
su comunidad se siente cada vez más vulnerable. No me extraña. Los
ejemplos son infinitos y por eso el papa Francisco en su encíclica Laudato
si’, donde trata de conciliar ciencia, religión y sentido común, cosa que no
siempre ha hecho la Iglesia, pone el acento sobre este problema que
amenaza con dejar un planeta «de escombros, desiertos y suciedad» que
pagarán, como siempre, los más débiles, los que dependen más
directamente de los ecosistemas amenazados, porque —dice el papa— «la
ecología es total, es humana».
Los redactores de los informes antes citados no dudan de que la actividad
humana está relacionada con estos acontecimientos, y dicen tener «pruebas
relativamente fuertes» de que, por ejemplo, factores provocados por el
hombre han contribuido a las olas de calor que hubo en Europa en 2003 y
en Australia en 2013. También consideran «extremadamente probable» que
más de la mitad del aumento de la temperatura ambiente en el mundo desde
1951 esté relacionada con la actividad humana, y creen que aunque
fuéramos capaces de reducir a cero hoy mismo nuestras emisiones de gases
de efecto invernadero, aun así la temperatura media del planeta subiría 0,3
grados de aquí a fin de siglo y que para estabilizarla a un nivel de dos
grados centígrados por encima de la actual serán necesarias reducciones
mucho más significativas en los actuales niveles de dióxido de carbono en
la atmósfera porque por el camino que vamos llegaremos a tener 2,7 grados
más que ahora. O sea, que no estamos haciendo lo suficiente cuando lo que
deberíamos hacer es seguir el sabio consejo del refrán anglosajón cuando
dice que «si estás en un agujero, deja de cavar». Y nosotros estamos en un
agujero bastante profundo, aunque muchos prefieran adoptar la táctica del
avestruz, y no solo rechazan ver lo que ya tienen delante, sino que no
quieren saber nada de lo que va a suceder en un futuro muy próximo. Como
si la ignorancia les fuera a librar de sus efectos. No en vano hace ya dos mil
años que Terencio decía que la sabiduría no es ver lo que uno tiene delante,
sino prever lo que va a venir.
Cualquier sacrificio que hagamos, por grande que ahora nos parezca,
sería mínimo en términos de PIB comparado con los costes que tendrá
seguir con la actual política de no querer ver. Se calcula que en los
próximos treinta años la demanda global de energía aumentará nada menos
que en un 60 por ciento (cada año se consume un millón más de barriles de
petróleo al día), que en 2030 todavía el 80 por ciento del consumo global
estará compuesto por combustibles fósiles y que solo un 20 por ciento
procederá de energías alternativas, con todas las implicaciones que esto
tendrá sobre la emisión de partículas de CO2 y la consiguiente
contaminación atmosférica. Por otra parte, el desarrollo de grandes países
con poblaciones desmesuradas como China, la India (juntos representan el
40 por ciento de la humanidad) y otros no solo va a empeorar el problema,
sino que va a presionar fuertemente sobre la oferta de los recursos
energéticos disponibles, cuya seguridad en los suministros sigue siendo
vital para los países que dependemos de ellos. Es previsible que en los años
venideros se desencadenen conflictos precisamente en torno a esta rigidez
en la oferta, aunque a principio de 2020 hemos vivido coyunturalmente el
fenómeno contrario, un exceso de oferta de petróleo en medio de una brusca
retracción de la demanda como consecuencia de la menor actividad
económica que ha traído consigo, bajo el brazo, la pandemia del COVID-
19. Exactamente lo contrario de lo acontecido con el gas en el segundo
semestre de 2021, cuando la oferta disponible se manifestó incapaz de
atender a la demanda existente e hizo que países en vías de desarrollo
regresaran con entusiasmo al contaminante carbón o hayan aplazado los
planes para reducir su consumo, como se vio en la reunión de Glasgow
sobre el clima.
En 1997 se reunió en Kioto una gran conferencia que fue el primer
intento serio (había habido antes otras reuniones) de establecer un régimen
de obligado cumplimiento para limitar las emisiones de dióxido de carbono
a la atmósfera. Allí se estableció un ingenioso mecanismo de «cap and
trade» consistente en que se ponía un límite a las emisiones que los países
podían hacer (cap) pero luego esos mismos países podían comprar o vender
los derechos de emisión no utilizados a otros países (trade) creando así un
mercado que les animara a reducir sus emisiones al menor coste posible.
Así, si uno contamina más de lo debido, puede comprar el exceso a otro que
haya contaminado por debajo de su límite. Pero no basta con ser ingenioso
o novedoso para tener éxito, el sistema no funcionó porque no era
obligatorio y la puntilla se la dieron Estados Unidos y Canadá cuando se
retiraron por no desear sentirse ligados por sus compromisos. Como la
situación seguía empeorando, pues desde 2005 los gases de efecto
invernadero han seguido creciendo a razón del 1,5 por ciento anual, las
Naciones Unidas convocaron otra gran conferencia en París (COP21) a la
que asistieron ciento veinte jefes de Estado y de gobierno, porque hay que
reconocer que los franceses organizan estas cosas como nadie. La reunión
tenía el ambicioso propósito de impedir que el mundo eleve su temperatura
media en más de dos grados centígrados de ahora a 2100 con respecto a los
niveles preindustriales, sobre la base de contribuciones voluntarias que los
mismos países se fijaban. Y ese fue su punto flaco. Para ayudar a los países
más pobres y con más dificultades para hacer el necesario esfuerzo de
reconversión energética, en París se previó la creación de un fondo dotado
con cien mil millones de dólares que debería ser financiado por los países
ricos… pero que hasta ahora no se ha materializado.
A esta situación hay que sumar otra que no es menos grave. Un
alarmante estudio publicado en abril de 2020 por la revista Nature advierte
que los efectos del cambio climático pueden estar siendo mucho más
rápidos y letales que lo que se pensaba hasta ahora. Como escribe uno de
sus autores, Alex L. Pigot, del University College London, «durante mucho
tiempo todo puede dar la impresión de estar bien y luego de repente no lo
está». Y eso es lo que ocurre. Según ese estudio más de un millón de
especies animales y de plantas están hoy en riesgo de extinción por la forma
en la que los humanos estamos transformando la tierra cuando nos
reproducimos tan deprisa, aramos, deforestamos, pescamos, excavamos y
quemamos combustibles fósiles o emitimos radiaciones electromagnéticas,
y llenamos los mares de residuos como microplásticos… que acaban
llegando a nuestra cadena alimentaria a través de los pescados que
consumimos. Porque cuidar de la Tierra es cuidar de la humanidad ya que
nuestros destinos están ligados por aquello de que el aleteo de una mariposa
se siente en el otro lado del mundo. Según Nature, extinciones masivas en
los océanos tropicales podrían desencadenarse tan pronto como durante la
próxima década (ya están muriendo arrecifes de coral en Australia), y las
selvas tropicales, donde se hallan los ecosistemas más diversos de la Tierra,
podrían seguir el mismo camino dentro de veinte años. Por eso, la
preservación de la biodiversidad en el planeta debe ser un componente
básico de la lucha contra el cambio climático. Ambos van unidos.
En este preocupante contexto hace unos años se produjo una «tormenta
perfecta» con la decisión de Donald Trump de retirarse del acuerdo sobre el
cambio climático porque consideraba que era contrario a los intereses
norteamericanos. El caso es que el medio ambiente se ha seguido
deteriorando como se pudo constatar en la COP25 que se celebró en
Madrid, en diciembre de 2019, como consecuencia de los disturbios que
entonces había en Santiago de Chile, capital del país que debía organizar el
encuentro y cuya presidencia mantuvo. El objetivo fijado era reducir las
emisiones un 45 por ciento antes de 2030 y lograr en 2050 no emitir más
carbono a la atmósfera que el que esta puede absorber. Madrid fue otra
decepción porque tampoco consiguió compromisos firmes de los doscientos
participantes, ni tampoco logró cerrar el espinoso tema del mercado de
intercambio de derechos de emisiones. Todo eso ha tenido que dejarse para
la reunión de Glasgow, ya con Joe Biden en la Casa Blanca. Cabe decir en
su honor que el mismo día en que tomó posesión ordenó el regreso de su
país al Tratado de París y luego ha destinado importantes sumas de dinero
para la lucha doméstica contra el calentamiento global del que Estados
Unidos es responsable en un 12,5 por ciento.
Y así hemos llegado a la COP25 celebrada en Glasgow en noviembre de
2021 que como ha reconocido António Guterres, secretario general de la
ONU, se ha quedado corta o, en sus mismas palabras: «No hemos
conseguido los objetivos de esta conferencia». En Glasgow se han reunido
ciento setenta y cinco países, un centenar de jefes de Estado y de gobierno
(significativamente han fallado Vladimir Putin y Xi Jinping) y miles de
delegados con el objetivo de «mantener viva la esperanza» porque, como ha
dicho Inger Andersen, directora del Programa de Medio Ambiente de la
ONU: «El mundo tiene que despertar al peligro que enfrentamos como
especie». Por vez primera se ha hablado en una cumbre de combustibles
fósiles y de carbón, aunque la India forzara en el último momento a sustituir
la mención a la «progresiva eliminación» del carbón, la fuente más
contaminante, por su «progresiva reducción», lo que deslució mucho las
conclusiones finales que piden recortar las emisiones un 45 por ciento en
2030 para llegar a cero en 2050. También se ha vuelto a dar una patada
hacia adelante a la lata de los mercados de carbono. Pero no hay que ser
negativos, porque en Glasgow también se han conseguido progresos,
algunos en los pasillos de la reunión: se ha alcanzado un acuerdo
importante sobre el metano para reducir sus efectos contaminantes un 30
por ciento en 2030 con respecto a los niveles 2020; se ha hecho una «paz
climática» entre China y Estados Unidos con intención de trabajar juntos
durante la década siguiente para mejorar la situación; se ha establecido
duplicar en 2025 la ayuda que ya en París se acordó que los países ricos
dieran a los pobres (cien mil millones de dólares anuales) y que hasta ahora
no han visto; una treintena de países (y algunos fabricantes importantes)
han dispuesto no vender automóviles de combustión a partir de 2040. Pero
todo queda una vez más en el limbo de las buenas intenciones y sin un
mecanismo coercitivo que obligue a cumplir lo acordado, aunque la ONU
elaborará a partir de ahora informes anuales sobre lo que cada país hace, lo
que sin duda pondrá en evidencia a algunos.
Lo que está claro desde Glasgow es que ha empezado de verdad la cuenta
atrás para los combustibles fósiles y eso tiene el efecto colateral de que
planteará a plazo más corto que largo serias dificultades para los actuales
productores de petróleo. Son países que se van a enfrentar a un problema
muy grave que ya no se limitará únicamente a saber cómo combatir la
constante subida y bajada de precios —que ellos no controlan— de los que
depende su viabilidad económica, sino a cómo harán frente a la inevitable
transición energética que se les echa encima a velocidad de vértigo si las
cosas van como se desea. Van a necesitar ayuda porque la creciente
conciencia de la necesidad de combatir el calentamiento global les ha
puesto de repente ante lo que va a ser un día no lejano un mundo sin
combustibles fósiles, y ese futuro va a ser muy duro para ellos, como dicen
Nicholas Mulder y Adam Tooze, porque su camino se convierte en
«peligrosamente insostenible» pues ya no les basta con meter dinero en un
sector petrolero que ha dejado de ser competitivo y que en todo caso tiene
fecha de caducidad, sino que tienen que diversificar porque si no lo hacen
«la descarbonización se convertirá en receta para crisis sociales que
afectarán a centenares de millones de personas. Si sus Estados no son
todavía frágiles, están condenados a serlo» y en muchos casos, como
Nigeria, Angola, Argelia o Venezuela necesitarán ayuda. Mucha ayuda.
Nunca llueve a gusto de todos.
Según William Nordhaus llevamos treinta años perdidos en la lucha
contra el cambio climático porque las conferencias convocadas para
enfrentar el problema han adolecido, todas, de defectos de falta de
coordinación y, sobre todo, de falta de obligatoriedad de los compromisos
libremente asumidos. Además, enfrentan un reto que es global con
respuestas nacionales y eso no funciona, o funciona mal, como también se
ha visto con la lucha contra la pandemia del COVID-19. En su opinión, el
problema no se corregirá mientras no se cambie el «modelo de conferencia»
por el de «modelo de club», que exige cuotas obligatorias e imposición de
sanciones a los países que no cumplan o incluso que no quieran participar.
Claro que esto es más fácil de decir que de hacer en un mundo de Estados
soberanos porque no veo a nadie capaz de obligar a asistir y menos aún de
imponer sanciones a Estados Unidos o a China, que son los mayores
contaminadores del mundo.
En sentido positivo destacan los esfuerzos de la Unión Europea y de la
misma España, lugares donde es mayor la concienciación ciudadana sobre
el problema. La Unión Europea ha elaborado un ambicioso plan para
alcanzar cero emisiones en 2050 apoyado en un presupuesto de cien mil
millones de euros. Por su parte, España ha aprobado una ley de cambio
climático que va más allá de los compromisos impuestos por la conferencia
de París porque prevé reducir en 2030 las emisiones de gases de efecto
invernadero en un 23 por ciento con respecto a las de 1990, al tiempo que
pretende que ese mismo año el 42 por ciento del consumo final de energía
sea de origen renovable (ahora es el 18 por ciento), y que ese porcentaje
llegue al 74 por ciento en el caso del sistema eléctrico y al cien por cien en
2050, año en el que también se prevé que el parque de turismos y de
vehículos comerciales ligeros esté libre de emisiones directas de dióxido de
carbono. Para ello el gobierno habla de «movilizar» doscientos mil millones
de euros a lo largo de la década hasta 2030. Es muy encomiable, pero no
está claro de dónde va a salir tanto dinero y menos aún tras el impacto del
COVID-19. Son, sin duda, esfuerzos bien intencionados, pero que parecen
adolecer de un insuficiente estudio de costes y del necesario apoyo social
para llevarlos a cabo, sobre todo en un contexto de subida descontrolada de
la electricidad. En todo caso y por meritorio que sea el esfuerzo, no hay que
echar las campanas al vuelo porque España solo representa el 1 por ciento
de las emisiones mundiales de dióxido de carbono, y los veintisiete países
de la Unión Europea, todos juntos, apenas llegamos al 9 por ciento. Por eso,
mucho me temo que, como dice Muñoz Seca en La venganza de don
Mendo: «Para asaltar torreones cuatro Quiñones son pocos, ¡hacen falta
más Quiñones!».
Lo que pasa es que, mientras discutimos, el problema se agrava de día en
día y exige un esfuerzo por parte de todos… que no todos están dispuestos a
hacer. Es esencial un compromiso mayor de los grandes contaminadores
como son China, que es el mayor contaminador global (27 por ciento del
total mundial) por su elevado consumo de carbón; Estados Unidos, que es el
mayor contaminador per cápita; o la India, por el tamaño de su población
que pronto superará a la de la misma China. También hace falta mayor
compromiso por parte de otros grandes países como Brasil, Sudáfrica,
Nigeria, Indonesia… A pesar de la terrible contaminación de sus ciudades,
China ha advertido que su emisión de gases a la atmósfera seguirá
creciendo hasta 2030. Y tampoco ayudan los países en vías de desarrollo
que necesitan quemar combustibles sólidos para mantener el crecimiento de
sus economías y dar a sus poblaciones el grado de bienestar que ya tienen
los países ricos, como ocurre con el elevado consumo de carbón de
Sudáfrica. No es fácil convencerles porque te echan en cara lo mucho que
los países desarrollados han contaminado durante los últimos doscientos
años para construir su actual nivel de vida. Dicen que ahora les toca a ellos
desarrollarse… y tienen su parte de razón. Y más aún cuando esto no solo
ocurre en los países en vías de desarrollo, pues también Alemania —sí,
Alemania, no es un error— va a mantener sus centrales de carbón hasta
2030 como consecuencia de su decisión de cerrar las centrales nucleares y
de no tener materialmente tiempo para impulsar una potente industria de
energías renovables.
El problema nos agobia ahora con una urgencia como nunca antes
habíamos sentido. Como se sabe, el dióxido de carbono se acumula en la
atmósfera hasta que es lentamente reabsorbido por las plantas y los
océanos, en un proceso que dura siglos. Y aquí entra Steve Koonin, que
argumenta que el efecto calentamiento del gas en la atmósfera cambia
menos que proporcionalmente a medida que aumenta su concentración. O
como él dice, «eliminar una tonelada de emisiones en mitad del siglo XXI
enfriará la mitad que si la hubiéramos suprimido en mitad del siglo XX». Por
eso, cuanto más tardemos en actuar, peor será. En su opinión, el problema
no tiene arreglo, el calentamiento global proseguirá, implacable, y el ser
humano no va a tener más remedio que adaptarse a la realidad circundante
como ha hecho desde siempre a lo largo de su mil milenaria evolución.
Hay quien piensa que las civilizaciones tienden a autodestruirse cuando
alcanzan un determinado grado de desarrollo, como les ocurrió a los mayas
de Yucatán o a los jemeres de Angkor Vat, y de forma parecida a esos
electrodomésticos que vienen de fábrica con obsolescencia programada
para que siga girando la rueda del consumo. La diferencia es que en este
caso los destrozos pueden ser irreversibles y no tenemos plan B para salvar
al «pálido punto azul» perdido en la negrura del cosmos del que hablaba
Carl Sagan. Necesitamos una «ecología integral» y una «conversión
ecológica», como ha pedido el papa Francisco, porque los que más sufren
con el maltrato del planeta son los más pobres, ya que mientras ochocientos
quince millones de seres humanos pasan hambre (según la ONU este
número se puede duplicar con el coronavirus) se tiran un millón
cuatrocientas mil toneladas de comida al año y «es injusto exigir al planeta
producir tanto para seguir desperdiciando mientras tantas personas pasan
hambre, desnudez y frío». Claro que siempre nos queda la alternativa que
sugería Stephen Hawking de colonizar otros mundos y escapar a ellos tras
haber dejado este inservible, algo que quizás sea un día posible pero que no
parece probable a corto plazo.
Nuestro reto es lograr más energía con menos dióxido de carbono y
hacerlo con soluciones que sean científicamente sólidas, políticamente
factibles, sostenibles socialmente y aceptables para todos. Que permitan
vivir con dignidad a casi ocho mil millones de seres humanos y que además
podamos pagar la factura, que será muy elevada. No es fácil, pero es el
desafío que ha tocado a esta generación y cuanto antes nos arremanguemos,
mejor. Ya no vale dar más patadas a la lata hacia adelante.
La primera oportunidad se nos presentará si aprovechamos la salida del
COVID-19, cuando se produzca, para reanimar la economía con grandes
planes keynesianos de inversión pública en el medio ambiente, en
programas verdes ligados directamente a la recuperación económica,
porque es necesario que la lucha contra el cambio climático forme parte de
la salida de la crisis, de modo que vayan de la mano nuestra salud (física,
social y económica) y la del planeta. Así lo reconocieron en abril de 2020,
en plena pandemia, los ministros reunidos virtualmente en el Diálogo de
Petersberg y así lo propugna el plan de recuperación propuesto en el seno
de la Unión Europea que prima las transiciones ecológica y digital como
grandes prioridades.
Son ideas que merecen atenta consideración porque me resisto al fracaso
y me alineo con los que prefieren el optimismo de la voluntad sobre el
pesimismo de la razón, como dijo Gramsci, y porque creo que en ningún
caso debemos —ni podemos— cruzarnos de brazos ante un reto existencial
en el que no solo nos jugamos el mundo que dejaremos a nuestros hijos sino
la propia supervivencia del ser humano en la Tierra. Y creo que no exagero.
Pobreza, desigualdades y hambre
En plena lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, el poeta
afroamericano Langston Hughes (1902-1967) escribió unos versos
estremecedores:
Da vergüenza escribir sobre esto en 2022, pero no hay más remedio que
aceptar que el hambre, la pobreza y las desigualdades, asuntos en los que la
raza tiene mucha influencia, son tres de los mayores problemas que enfrenta
la humanidad y ello sin perjuicio de que en términos históricos estemos
mejor que nunca, como ya antes he señalado. De hecho, en 2015 cumplimos
con cinco años de adelanto el primer objetivo de desarrollo del milenio al
reducir a la mitad la tasa de pobreza registrada en 1990. Según las Naciones
Unidas, desde entonces, mil cien millones de personas han salido de la
pobreza extrema y eso es motivo de satisfacción, igual que lo es que el
hambre haya disminuido en un 25 por ciento en los últimos treinta años.
Pero no lo es que aún hoy el PNUD afirme que quedan mil trescientos
millones de pobres en el mundo, que el Banco Mundial reconozca que
setecientos treinta y seis millones de personas viven con menos de dos
dólares diarios, y que la mitad de esa cifra se concentre en el África
subsahariana donde se va a dar el mayor crecimiento de población en las
próximas décadas y donde se calcula que en 2030 vivirán nueve de cada
diez personas extremadamente pobres.
No se trata de cifras frías y asépticas porque el problema ha empeorado
con la llegada del virus del COVID-19 y porque detrás de esos números hay
dramas humanos como que en los últimos cuatro años el número de
personas que el Programa Mundial de Alimentos de la ONU dice que
padecen de «hambre crónica» (los que se van hambrientos cada noche a la
cama) haya subido de setecientos noventa y seis a ochocientos veinticinco
millones de personas, y que todavía haya muchos millones de seres
humanos que mueren anualmente de hambre. Otras personas no tienen agua
potable (mil millones en el mundo), saneamiento (dos mil seiscientos
millones) o electricidad (seiscientos millones carecen de ella solo en
África), o no tienen sanidad o educación y por todo eso sufren exclusión
social y discriminación. Encima, por si no tuvieran bastante con todo lo
anterior. Porque la pobreza significa hambre con su corolario de
enfermedades, sufrimiento y muerte prematura. La esperanza de vida en el
mundo se ha incrementado en los últimos años (aunque luego ha bajado
también algo por culpa de la pandemia) hasta los 67,1 como media (en
España, 83,5) pero en Chad es todavía de 52,9, y en lugar de aumentar ha
descendido en lugares como Zimbabue y Zambia a causa del impacto del
sida. Como ejemplo, por cada caso de mortalidad derivado del parto que se
produce en España, hay ciento ochenta y dos muertes en Camerún. Y si nos
referimos a la educación, ochocientos millones de personas no saben hoy
leer y escribir en el mundo y en este campo la diferencia entre hombres y
mujeres es dramática y alcanza hasta veintiocho puntos porcentuales en
lugares como Angola, con gravísimas repercusiones en todos los ámbitos de
la vida.
Entre las causas históricas de una pobreza, que viene de lejos, caben citar
la esclavitud, el colonialismo, las invasiones y las guerras que matan a los
más jóvenes y productivos, dañan infraestructuras, impiden el cultivo de los
campos y la recolección de las cosechas, y producen desplazados internos y
refugiados en otros países… De hecho, el 60 por ciento de las personas con
hambre viven hoy en países destrozados por la guerra como son Siria,
Etiopía, Somalia y Yemen. Todo eso es cierto, pero hay otras causas que
nos tocan mucho más de cerca y que no solo producen pobreza, sino que
contribuyen a perpetuarla aumentando de paso las desigualdades, como
hace la peor versión del modelo capitalista de comercio internacional que
busca mano de obra que abarate costes en países en desarrollo, en lugar de
contribuir de forma más justa a la economía de esas regiones; el cambio
climático y la degradación del medio ambiente en forma de deforestación,
erosión, salinización y desertificación con sus secuelas sobre las cosechas
es un fenómeno que tiene efectos particularmente graves en lugares como
Madagascar, Afganistán, Haití, Somalia, la República Centroafricana y la
República Democrática del Congo donde climas extremos se combinan con
conflictos para complicar aún más el problema: el progreso tecnológico que
margina a los trabajadores con baja formación profesional; la corrupción
endémica que privatiza los recursos siempre escasos y evita su reparto
equitativo; las enfermedades y epidemias crónicas, desde la malaria y la
fiebre amarilla hasta los más recientes sida y ébola; la subcontratación y los
trabajos temporales; la evasión fiscal que roba recursos que son de todos; la
desigualdad en el reparto de esos recursos; el rápido crecimiento de la
población que se concentra precisamente en los países más pobres y con
menos educación… Y esto aparece ligado a una discriminación estructural
en función del sexo, la raza, la edad, etc. para aumentar la desigualdad y
socavar los derechos humanos de carácter civil, político, económico, social
y cultural, y acabar convirtiéndose en una amenaza a la paz y una de las
principales causas de las migraciones. Como dijo el papa Juan Pablo II: «El
eje del mal exige superar el eje de la desigualdad», y eso supone, en
palabras de otro papa, Francisco, que es el primero que llega al Vaticano
directamente desde el Tercer Mundo, permitir que todas las personas tengan
acceso a lo que llama «las tres T: techo, tierra y trabajo».
Desgraciadamente, estamos aún muy lejos de ese cristiano deseo.
Thomas Piketty, en su polémico libro Capital e ideología, afirma que la
desigualdad no es un resultado accidental del capitalismo, sino algo
«ideológico y político», pues las normas de la economía y de la política las
dictan los poderosos para mantener su posición de privilegio, y cita como
ejemplo el caso de Estados Unidos donde, en 1929, el 10 por ciento más
rico de la población disfrutaba del 85 por ciento de la renta, porcentaje que
disminuyó hasta el 60 por ciento con las reformas e impuestos del New
Deal de Roosevelt, pero que volvió a subir hasta el 75 por ciento tras la
llamada «revolución de Reagan»… y supongo que se habrá incrementado
con las devoluciones de impuestos a los ricos de Donald Trump.
Esto hace que Tom Schelling profetice un inquietante futuro donde
escasos enclaves ricos y blancos estarán rodeados de masas de pobres con
la piel más oscura. No es ciencia ficción, aunque recuerde el panfleto que es
el Libro Rojo de Mao Zedong, que mi generación leía a escondidas en la
adolescencia (la falta de libertades durante el franquismo nos llevaba a leer
esta basura), y que reflejaba un mundo rico asediado por legiones
hambrientas, olvidando convenientemente el hecho objetivo de que era su
régimen el que más muertos había causado por hambrunas con políticas tan
equivocadas como la del Gran Salto Adelante, que se calcula que provocó
la friolera de treinta millones de víctimas, o la posterior Revolución cultural
que también dejó otros cuantos millones. En todo caso, a la imagen evocada
por Mao recuerdan esos centenares de africanos que periódicamente asaltan
las vallas perimetrales de Ceuta y de Melilla en un intento de superarlas
para escapar del hambre y la pobreza. Es sintomático que desde el norte
defendamos la libre circulación de bienes, servicios y capitales al mismo
tiempo que restringimos la de los seres humanos. ¿Cómo no va a haber
fuertes presiones migratorias desde Marruecos a España cuando nuestra
renta es diez veces la marroquí y nos separan apenas los catorce kilómetros
que tiene de anchura el estrecho de Gibraltar? No conozco otros dos países
vecinos con tal disparidad de nivel de vida. No pretendo que dejemos entrar
a todo el mundo porque es lógico y legítimo que haya restricciones
fronterizas frente a una inmigración descontrolada y porque no hay Estado
de bienestar que aguante con fronteras abiertas, pero si no dejamos entrar a
sus gentes en lo que consideran el paraíso del norte —no me refiero solo al
caso español— donde ellos piensan que se atan los perros con longanizas, al
menos permitamos que lo hagan sus productos e invirtamos para crear
riqueza y trabajo en el sur con objeto de evitar una situación explosiva a
medio plazo en la que todos saldríamos perdiendo.
El 4 diciembre de 2018, en vísperas del treinta y dos aniversario de la
Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, un grupo de relatores y
expertos de las Naciones Unidas hicieron una llamada urgente para
intensificar los esfuerzos para combatir la creciente desigualdad económica:
«Hoy vivimos en un mundo más rico, pero también más desigual que
nunca. Se están negando los derechos sociales y económicos a demasiadas
personas en todo el mundo…». Y esto se ha agravado hoy porque si en
términos globales, entre países, estamos mejor que hace unos años, las
desigualdades han crecido como consecuencia de la pandemia dentro de
cada país, entre los segmentos más ricos y más pobres de la población de
cada uno. Y eso que según François Bourguignon, autor de La
globalización de la desigualdad, la desigualdad global se ha reducido en los
últimos veinte años gracias al progreso de países emergentes como India,
China, y muchos de América Latina y África. Aun así, medido con el
«Coeficiente Gini» (0 es igualdad total, es decir, un país en el que todos
ganaran lo mismo, y 1 la desigualdad total, o sea un país en el que una
persona se lo llevara todo), en Europa el coeficiente está en torno al 0,25, en
Estados Unidos en torno al 0,40, y el mundo en su conjunto en el 0,70. El
resultado final es obsceno porque la OCDE estima que el 10 por ciento más
rico de la población mundial posee la mitad de la riqueza total mientras que
el 40 por ciento más pobre solo tiene el 3 por ciento. En algunos países es
todavía peor, y así el 1 por ciento de la población acumula el 55 por ciento
de la riqueza en Rusia, el 50 por ciento en India, el 45 por ciento en Brasil,
y el 30 por ciento en China. Estamos gestionando el planeta como si nos
gustara vivir en un estercolero lleno de mendigos como los que fotografía
Sebastião Salgado. Es incomprensible.
Como se ve, es un problema muy generalizado. Es un asunto de justicia y
también humanitario, porque en gran parte del mundo el crecimiento
económico es lento y la inversión muy escasa con lo que el acceso a una
buena atención en salud o educación, a agua potable, a electricidad, etc.,
sigue estando fuera del alcance de muchas personas por razones
geográficas, socioeconómicas, étnicas y también de género, que son
particularmente graves no solo por marginar al 50 por ciento de la
humanidad que ya es en sí una enorme estupidez desde un punto de vista
meramente económico, por no hablar de ética, sino por el enorme impacto
que la educación de las mujeres tiene luego en otras cuestiones básicas
como la natalidad, la alimentación, la educación y la higiene de los hijos,
etc.
Sobre esta realidad se proyectan ahora los efectos de la pandemia del
COVID-19 que para mucha gente se van a traducir esencialmente en
hambre. O en hambruna si las medidas de confinamiento impuestas para
dificultar la expansión del virus impiden sembrar o recolectar las cosechas
en las regiones más vulnerables como puede ser el Cuerno de África, que
además está maltratado por las guerras. Según el Programa de Alimentos de
las Naciones Unidas, «con la pandemia del COVID-19 añadiéndose a las
crisis ya existentes, estimamos que el número de personas que sufren
carencia de alimentos podría casi doblarse a fin de año (2020), hasta
doscientos setenta millones de personas. Otros trescientos millones tendrán
deficiencia nutritiva —falta de suficientes vitaminas y minerales en su dieta
para estar sanos» y el número de personas que literalmente se mueren de
hambre «ha subido a cuarenta y un millones de treinta y cuatro el año
pasado»… mientras en «países ricos y pobres por igual las colas de gente
que han perdido el trabajo se extienden a las puertas de lugares donde se
reparte comida gratis». Basta salir a la calle para verlo.
En muchos países la situación se complica más porque las exportaciones
de alimentos se han multiplicado por seis en los últimos treinta años y hoy
cuatro de cada cinco personas en el mundo viven en parte de proteínas
producidas en otro lugar, incluidos países africanos. Por eso, Yaroslav
Trofimov y Lucy Craymer explican que, aunque el virus ha golpeado al
mundo en un momento de cosechas buenas, con amplias reservas de comida
y en el que se pueden recoger las siembras, las medidas proteccionistas
adoptadas, las disrupciones en el comercio y los transportes, el cierre de
plantas de procesamiento, etc. alteran la cadena de suministros globales de
comida. Su conclusión es que podríamos tener que enfrentar una crisis de
alimentos aun cuando hay mucha comida alrededor. Y a la misma
conclusión llega David M. Beasley, director ejecutivo del Programa
Mundial de Alimentos onusiano cuando dice que «las hambrunas surgen
normalmente no de falta de comida sino de alzas hiperinflacionistas de los
precios o de problemas en las cadenas de suministros que imposibilitan la
llegada de comida a ciertos lugares. La pandemia ha interferido en esas
cadenas de suministros de comida y de otras materias primas tanto entre
países como dentro de ellos. Esto podría ser devastador para el África
subsahariana que importa unos cuarenta millones de toneladas de cereales
cada año de todo el mundo». Y eso es precisamente lo que puede acabar
produciendo la guerra de Ucrania al interrumpir sus exportaciones de grano
en coincidencia con la escasez de fertilizantes. Esta conjunción empujará
hacia arriba los precios de los alimentos y se hará sentir en todo el planeta.
Conflictos como el de Yemen, el de Etiopía con Tigray en 2021 (no es el
único), la toma del poder por los talibanes en Afganistán, repercusiones de
la pandemia y el calentamiento global forman un cóctel explosivo. El
Programa de Alimentos de las Naciones Unidas cree que juntos aumentarán
la inseguridad alimentaria en 2022 en no menos de veintitrés países, la
mayoría en África, pero también en América Central, Afganistán y Corea
del Norte.
Los que acaban pagando el pato son siempre los mismos porque los
países ricos han podido disponer de billones de euros para estimular la
economía dañada por la pandemia, reforzar el Estado de bienestar, rescatar
a empresas o hacer llegar dinero directamente a los bolsillos de los
comerciantes y de los desempleados. Incluso establecer sistemas de ingreso
mínimo vital. Pero los países pobres no pueden hacer nada de todo esto
porque carecen de ese dinero, como bien ha señalado Macky Sall,
presidente de Senegal, al decir que «no estamos en condiciones de salvar
empresas o de proteger empleos. Estamos ante una injusticia que es de
nuevo puesta en evidencia por el COVID-19». Según el Brookings Institute,
los países en desarrollo —unos sesenta— tienen en conjunto una deuda
externa de once billones de dólares y el servicio de esa deuda les ha exigido
pagar casi cuatro billones en 2020. Eso quiere decir que esos países habrán
gastado ese año más dinero en el pago del servicio de su deuda a
organismos internacionales, o a países ricos, que lo que gastan para proteger
la salud de su propia gente infectada o no por el virus. Según cifras de las
Naciones Unidas, un 5 por ciento de caída en el PIB mundial se traduciría
en llevar a ochenta y cinco millones de personas a una situación de extrema
pobreza, entendiendo por tal a vivir con menos de 1,90 dólares diarios. Por
eso el G-20 pidió una suspensión temporal de esos pagos que puede no ser
una medida suficiente ante la gravedad de la situación. África pide en estos
momentos de pandemia tres cosas muy concretas: un paquete de ayuda por
valor de cien mil millones de dólares para estimular la economía, la
condonación de la deuda bilateral y la suspensión del servicio de la deuda
privada.
Los pobres no están solamente en África: en Inglaterra y Gales se estima
que los ciudadanos de color tienen el doble de posibilidades de ser
infectados por el virus que los blancos, y en Estados Unidos los negros y los
latinos también sufren la pandemia, el desempleo, la violencia policial o la
misma obesidad en mucha mayor proporción y el porcentaje de negros
infectados por el COVID-19 supera en cinco veces al de los blancos. Las
tensiones raciales que han seguido a la muerte de George Floyd en
Minneapolis en mayo de 2020 han puesto crudamente de relieve la
persistencia de una intolerable segregación racial en Estados Unidos que
tiene infinitas consecuencias en educación, sanidad, nivel de ingresos,
encarcelamientos, etc.
Un estudio conjunto de varias agencias de las Naciones Unidas concluye
que eliminar la pobreza y el hambre en el mundo exige inversiones por
valor de doscientos sesenta y cinco mil millones de dólares anuales, lo que
parece una enormidad de dinero… que, sin embargo, solo equivale al 0,3
por ciento del PIB mundial. Son derechos humanos básicos los que están en
juego y, desgraciadamente, la recesión que sigue a la pandemia no hará
aumentar los fondos disponibles para mejorar estos problemas y será muy
difícil que en 2030, que está como quien dice a la vuelta de la esquina, se
logre el objetivo de erradicar totalmente la pobreza extrema como se habían
propuesto las Naciones Unidas. Para vergüenza nuestra.
La proliferación nuclear
Hace ya algunos años que el ambiente geopolítico mundial se está
enrareciendo entre Rusia y Estados Unidos como consecuencia —en buena
medida, pero no solo— de los acontecimientos de Ucrania y Crimea,
mientras también se nubla entre Estados Unidos y China con desacuerdos
sobre el mar de China, sobre Taiwán y Hong Kong, con la competencia
tecnológica y con el desencadenamiento de «guerras comerciales». El
resultado es que es frecuente hoy oír hablar de un nuevo «clima de guerra
fría» al que tampoco es ajeno el nacionalismo de sus principales dirigentes,
y eso hace avanzar ominosamente el reloj del apocalipsis o del juicio final
(Doomsday Clock) que elabora desde 1947 el Bulletin of Atomic Scientists
de la Universidad de Chicago. Según ese reloj, en 2019 estábamos a solo
cien segundos de la medianoche que simboliza la «destrucción total y
catastrófica de la humanidad» por una combinación de amenazas nucleares,
medioambientales y tecnológicas. Se trata de un evidente empeoramiento
de la situación con respecto de 1970 que fue el mejor momento, según ellos,
pues entonces nos encontrábamos a casi tres minutos de la hecatombe, que
tampoco es que sea como para tirar cohetes.
Parte de la culpa reside en que el bipolarismo de la guerra fría entre
Estados Unidos y la Unión Soviética ha dado paso a un desorden difuso
entre varios países con capacidad nuclear. En esta nueva situación, se
deterioran los mecanismos de control de la proliferación, se derrumban los
umbrales establecidos para su uso, crecen las posibilidades de que actores
no estatales ganen acceso a materiales nucleares para hacer si no bombas
atómicas, sí al menos «bombas sucias» y, finalmente, surge la conciencia de
que hay otras armas que no son nucleares pero que también pueden infligir
daños enormes, como son las armas químicas, que nunca aparecieron en
Irak pero que han sido usadas con profusión en la guerra de Siria, y las
armas biológicas que la pandemia del COVID-19 ha traído a primer plano.
El resultado es un ambiente de desconfianza, que no es una buena
noticia, porque, aunque entre Estados Unidos y Rusia se reparten el 90 por
ciento de las armas nucleares, hay otros países que también las tienen como
Reino Unido, Francia, India, Pakistán, China, Corea del Norte (e Israel), y
eso explica en buena parte el problema actual, ya que tanto Washington
como Moscú creen que los tratados en vigor les obligan a ellos pero dejan
las manos libres a otros y en particular a China, de la que no se fían, y que
se está armando rápidamente mientras construye silos de lanzamiento de
misiles por todo su territorio. Y no les parece justo porque según fuentes del
Pentágono, en 2030 China podría pasar de las 300 cabezas nucleares que
tiene en la actualidad hasta 1.000, sin que tranquilicen declaraciones como
la de Fu Cong, director general de Control de Armas del ministerio chino de
Exteriores, en el sentido de que «China siempre ha adoptado la política de
no ser el primero en utilizarlas», aunque «continuará modernizando su
arsenal nuclear por cuestiones de fiabilidad y de seguridad».
Lo malo es que con las armas nucleares es mejor no jugar. Tras anunciar
un «reset» (puesta del contador a cero) en las relaciones con Rusia, Barack
Obama recibió (quizás demasiado pronto) el Premio Nobel de la Paz por
abogar por un mundo «libre de armas nucleares» y organizar algunas
conferencias internacionales con ese propósito… a pesar de que luego
emprendió un proceso para modernizarlas que trató de hacer más digerible
anunciando que reducía su número total. Donald Trump no se anduvo tanto
por las ramas y decidió retirar sin anestesia previa a Estados Unidos del
Tratado de Armas Nucleares Intermedias (INF en sus siglas inglesas) que
firmaron Reagan y Gorbachov en 1987 y que condujo a la destrucción por
ambas partes de dos mil setecientos misiles con un alcance de entre
quinientos y cinco mil quinientos kilómetros, así como de sus plataformas
de lanzamiento. Este acuerdo eliminó de nuestro continente miles de
cabezas nucleares de alcance intermedio y fue un enorme éxito que
contribuyó de forma decisiva a la seguridad europea en los momentos
convulsos de la caída del Muro de Berlín, aunque las recriminaciones
recíprocas por incumplimiento de lo entonces acordado comenzaran poco
después de la desaparición de la Unión Soviética.
Los norteamericanos justificaron su decisión con el argumento de que los
rusos no cumplen el Tratado INF, en lo que, al parecer, tienen razón, pues
ya denunció Obama en 2014 que el misil ruso Novator 9M729 lo viola
claramente. Y el secretario general de la OTAN Jens Stoltenberg ha dicho lo
mismo más recientemente. No parece haber dudas al respecto. A eso los
rusos responden que no han tenido más remedio que fabricarlo, porque los
americanos han desplegado sus escudos antimisiles en territorio europeo
(Rumanía, Polonia, base de Rota en España) y que esos escudos incluyen
sistemas Aegis, misiles interceptores SM-3 y también misiles de crucero.
Por eso, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. De hecho,
Putin hace años que dice que el Tratado INF no sirve a los intereses de
Rusia a la vista del despliegue en los Países Bálticos y en Polonia de cuatro
mil quinientos soldados norteamericanos y de otros países de la OTAN
(entre ellos la misma España), lo que le ha valido de conveniente excusa
para desplegar a su vez misiles Iskander en el enclave de Kaliningrado entre
Polonia y Lituania. Se trata de misiles capaces de llevar cargas nucleares
aunque no está confirmado que actualmente estén armados con ellas. Los
rusos añaden, además, que Washington también despliega drones cerca de
sus fronteras y que los drones no existían cuando se firmó el Tratado INF en
1987, siendo así que pueden producir los mismos resultados que los misiles
de mediano alcance… sin violar la letra del acuerdo. De modo que rusos y
americanos se acusan mutuamente de no cumplir con lo pactado en 1987 y
seguramente los dos tienen razón. El ambiente se complicó aún más en
2012 cuando Moscú dio otra vuelta de tuerca y puso fin al Programa Nunn-
Lugar de creación de confianza que permitía inspecciones directas en las
instalaciones nucleares rusas.
Los dos países tienen su lógica: Rusia piensa que una reducción de sus
arsenales nucleares no le conviene a la vista de su inferioridad en términos
de fuerzas convencionales, y, por otro lado, a Estados Unidos no le interesa
atarse a una reducción pactada con Rusia mientras China no esté por su
parte sometida a ninguna limitación. Porque el Tratado INF vincula a los
rusos y a los norteamericanos, pero no a los chinos, que no lo firmaron
porque tampoco están en Europa y que están fabricando misiles de alcance
corto y medio para instalarlos en atolones, arrecifes e islas artificiales en el
mar de China, con el consiguiente riesgo para la libertad de navegación en
esas aguas que son internacionales, pero que Beijing reclama como propias,
en contra del derecho internacional. Son aguas que no solo tienen valor
estratégico como vías de comunicación, sino que parece que albergan
fondos marinos muy ricos. Con el Tratado INF en vigor, los americanos se
encuentran en inferioridad de condiciones con respecto a los chinos, porque
estos, aunque hayan firmado el TNP (Pacto de No Proliferación Nuclear),
pueden desplegar armas que a ellos se les prohíben. Y en esto tienen toda la
razón.
La postura de Washington es la de que el Tratado INF tal y como se
firmó en 1987 ha perdido su razón de ser y que debería ser sustituido por
otro que comprometa a todos los países que ahora disponen de este tipo de
misiles: Estados Unidos, Rusia y China, por supuesto, pero también India,
Pakistán, Corea del Norte, Francia y el Reino Unido. Y también Israel. A
nadie se le oculta que una negociación de estas dimensiones y con tan
distintos interlocutores es cualquier cosa menos sencilla.
Dicho todo lo cual, denunciar unilateralmente el Tratado INF tiene
inconvenientes para Washington por varias razones: porque, a la vista de la
escasa credibilidad de Donald Trump, se le ha echado la culpa de su fracaso
(cosa que no le importó nada) cuando esta es compartida con Rusia; porque
los europeos (que son los protegidos por este tratado) no quieren que se
abrogue y eso añadió un nuevo e indeseable desacuerdo entre ambas riberas
del Atlántico; y porque, finalmente, su eliminación deja el campo libre a
Rusia para desplegar sus misiles sin cortapisas, y eso a Europa no le
conviene.
La situación es aún peor porque en febrero de 2021 ha caducado la
vigencia del otro gran tratado de reducción de armas nucleares de largo
alcance entre Rusia y Estados Unidos, el Tratado START 3 que firmaron
Obama y Medvedev en Praga en 2010 y que reemplazaba a otros anteriores
como el Tratado de Moscú y el START, pues el START 2 nunca llegó a
entrar en vigor. Estos tratados tuvieron un papel esencial durante el periodo
de la bipolaridad y de la guerra fría. El Tratado START 3 redujo a la mitad
el número de armas y limitó a mil quinientos cincuenta el número de
cabezas nucleares que podía tener cada uno, que siguen pareciendo
demasiadas, a pesar de ser las cifras más bajas de los últimos sesenta años.
Para mantener el tratado vivo, Estados Unidos insiste en que China debe
también adherirse, pero Beijing no muestra el menor interés en reducir su
arsenal que cuenta con unas trescientas cabezas nucleares. Y tampoco está
muy claro cómo podría producirse esa eventual negociación a tres bandas
porque ni Moscú ni Washington aceptan reducir sus arsenales de mil
quinientas cincuenta a trescientas, para igualar a los chinos, ni tiene ningún
sentido animar a estos a alcanzar las mil quinientas cincuenta cabezas
nucleares de los otros, porque si de lo que se trata es de eliminar ese tipo de
armas, el camino no puede ser aumentarlas. Al llegar Joe Biden a la Casa
Blanca, una de sus primeras decisiones ha sido acordar con Putin la
prórroga de este tratado durante cinco años más con objeto de dar tiempo a
conversaciones que encuentren soluciones a estos asuntos tan espinosos y
que lo puedan actualizar.
De momento, sigue el mal ambiente de recriminaciones y desconfianza,
que no mejoró cuando Donald Trump anunció su intención de retirarse
también de otro tratado de control de armas, el Tratado Cielos Abiertos
(Open Skies Treaty), negociado por el presidente George H. W. Bush y su
secretario de Estado James Baker cuando la Unión Soviética daba sus
últimas bocanadas, y que luego ha sido firmado hasta por treinta y cuatro
países. Su objetivo es crear un clima de confianza al permitir vuelos sobre
el territorio de la otra parte por aviones que llevan a bordo sensores y
equipos que detectan que no se prepara ningún ataque o acción militar
sospechosa. Es lo que en la jerga diplomática se llama un instrumento de
creación de confianza (confidence building measures), basado sin duda en
la política de Reagan de «confiar comprobando» (trust but verify). Donald
Trump declaró que los rusos lo violan porque no dejan a los
norteamericanos sobrevolar y vigilar Kaliningrado, que es una ciudad
donde sospechan que están instalando armas nucleares, ni tampoco
permiten sobrevuelos sobre lugares donde las fuerzas rusas llevan a cabo
maniobras militares, algo que la diplomacia norteamericana viene
denunciando desde 2005. De forma que, tras años de protestas
norteamericanas, Donald Trump anunció que Estados Unidos se retiraba del
Tratado Open Skies. Trump le cogió gusto a esto de retirarse de acuerdos
porque casi al mismo tiempo declaró que Estados Unidos se marchaba
también de la Organización Mundial de la Salud (OMS), como ya antes
había abandonado unilateralmente el acuerdo nuclear con Irán y luego lo
haría también del acuerdo de París sobre el clima. Nueve países, entre ellos
España, expresaron en su día su disgusto por esta decisión de retirarse del
Tratado Cielos Abiertos porque eleva el grado de inseguridad en el mundo y
en Europa de manera muy especial. Joe Biden, crítico durante la campaña
con estas decisiones de Trump, por ahora no ha decidido que su país vuelva
al Tratado Open Skies.
Son decisiones que, una tras otra, desmontan paso a paso una arquitectura
diplomática que ha contribuido a reducir el riesgo nuclear durante muchos
años, y que desaparece sin que por el momento haya en el horizonte nada
que la sustituya.
El cuadro se completa con el anuncio en la etapa de Trump de una
revisión de su doctrina nuclear (Nuclear Posture Review), al abogar por una
«estrategia de disuasión nuclear flexible y a medida», que no excluye —y
esto es una novedad muy importante— el primer uso de las armas nucleares
incluso contra ataques convencionales cuando se den «circunstancias
extremas» o estén en juego «intereses vitales» norteamericanos. Ese es un
cambio muy serio y muy grave, pues hasta ahora Estados Unidos siempre
había dicho que ellos nunca serían los primeros en recurrir al arma nuclear.
Para demostrar que va en serio, Washington ha anunciado un aumento de
su presupuesto para armas nucleares hasta 1,2 billones (con b) de dólares
durante los próximos treinta años. Una barbaridad de dinero, pues equivale
al PIB español. De momento, ya está desarrollando una nueva cabeza
nuclear de potencia media para adaptarla a los misiles Trident que van a
bordo de submarinos nucleares, por considerarla el arma más útil para el
área Indo-Pacífico donde no le es fácil a Estados Unidos encontrar aliados
dispuestos a permitir que se instalen en su suelo baterías que Beijing
pudiera considerar amenazadoras.
La penúltima mala noticia en este ámbito fue el aplazamiento por culpa
del COVID-19 de la conferencia organizada para 2020 por las Naciones
Unidas para el examen del Tratado sobre la No Proliferación de Armas
Nucleares firmado en 1968, que ha sido un instrumento importante si no
para impedir, al menos para dificultar su difusión por el mundo. En marzo
de 2021 ha entrado en vigor el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares
(TPAN) que han ratificado cincuenta países entre los cuales no hay ninguno
que posea armas de ese tipo ni tampoco que sea miembro de la OTAN.
No hay situación mala que no sea susceptible de empeorar y se oyen
voces que advierten del posible uso de armas químicas, biológicas e incluso
nucleares en la guerra de Ucrania. «La perspectiva de una guerra nuclear
vuelve a ser una posibilidad», ha dicho António Guterres, secretario general
de las Naciones Unidas. Es una afirmación que pone los pelos de punta y
que no se debe tomar a la ligera. La pregunta del millón es saber si el
nerviosismo ante una guerra que no le está saliendo como esperaba puede
llevar a Putin a utilizar armas químicas o biológicas, como afirman los
servicios de inteligencia norteamericanos (no olvidar que fueron los únicos
que predijeron la invasión), o incluso un arma nuclear táctica como parecen
insinuar las amenazas a quiénes se interpongan en el camino del Kremlin
con «consecuencias como nunca han visto en su historia». No lo creo, o
mejor no lo quiero creer, pero confieso que tampoco quería creer que Rusia
invadiría Ucrania. La doctrina oficial de la Federación Rusa establece que
solo se usarán armas nucleares si la «misma existencia» del Estado se ve
amenazada o si sus arsenales son atacados. Ninguno de esos supuestos se
dan hoy ni hay visos de que se puedan dar porque Ucrania simplemente
carece de capacidad para hacerlo.
Pero Ucrania no está sola y sería pueril negar que hay riesgos porque en
un régimen autoritario el proceso de toma de decisiones está muy
concentrado, es muy opaco, no rinde cuentas a nadie, y si las cosas se
complican la cabeza que podría acabar rodando no es la de Zelenski, que
con mucho valor ya la ha puesto en el tajo, sino la del mismo Putin que en
ese caso, sintiéndose herido y acosado, podría considerar al estilo de Luis
XIV que «el Estado soy yo» y que si yo estoy amenazado también lo está el
Estado. Y acto seguido se aplica la doctrina oficial. Otra posibilidad sería
que la OTAN impusiera una Zona de No Sobrevuelo, como pide Zelenski,
que impidiera a la Fuerza Aérea de Rusia volar en cielos de Ucrania. Es
algo que se ha hecho en otros lugares como Irak y Libia, pero que no se
hará con Rusia porque es una gran potencia y porque hacerlo implicaría con
certeza incidentes entre aviones rusos y de la OTAN y eso nos llevaría a la
Tercera Guerra Mundial, que es otra expresión que empieza a utilizarse con
cierta «normalidad» y que también pone los pelos de punta. Si Moscú viera
esa guerra inevitable podría pensar que mejor pegar primero y tirar la
bomba nuclear por aquello de que de perdidos al río y para ver si con suerte
aún le quedaba una segunda oportunidad.
Otra hipótesis para que Rusia recurriera al arma nuclear sería que las
sanciones hicieran tal daño a su economía, a su moral y a sus consensos
internos que de hecho se pudiera interpretar que ponían en riesgo la misma
supervivencia del Estado. No hay que olvidar que Putin considera que las
sanciones son «un acto de guerra» y que la Federación Rusa es un
conglomerado de repúblicas y territorios con agendas diferentes y quizás no
tan sólido como aparenta.
O sea, que posibilidades hay. Lo más probable es que estas amenazas
tengan solo el objetivo de meternos el miedo en el cuerpo y mantenernos a
raya, mientras que también presionan a Kiev para que acabe aceptando sin
rechistar todas las exigencias de Moscú. Que son muchas. Pero viniendo de
quien vienen y viendo lo que estamos viendo es imposible tomarlas a la
ligera. La conclusión, sin alarmismos, es que hay que seguir defendiendo
nuestros principios y ayudando a los bravos ucranianos agredidos pero sin
cruzar líneas que pongan al Kremlin aún más nervioso e irritado de lo que
ya está. Encaje de bolillos porque aunque nadie quiera un enfrentamiento
nuclear no hay que excluir la posibilidad de un error, de una provocación o
de una acción mal interpretada. Sería un desastre para todos.
De modo que bienvenidos a una nueva era de inestabilidad nuclear,
porque, por una parte, los que violaban los acuerdos se sentirán ahora con
las manos aún más libres para seguir violándolos y, por otra parte, porque
los desacuerdos entre las principales potencias apuntan a una carrera de
armamentos de coste muy elevado y a un nuevo rearme nuclear en el que
habrá más gente con posibilidad de apretar el gatillo, y ya sabemos las
estupideces que somos capaces de hacer los humanos incluso cuando no nos
lo proponemos. El del rearme es un argumento que utilizan actualmente
políticos en Washington (la mayoría de ellos antiguas palomas durante la
era Obama que han regresado con Biden) para animar a los demás países a
negociar y a no embarcarse en una carrera ruinosa de armas como la que
acabó con la Unión Soviética. Es un objetivo laudable, porque los
experimentos es mucho mejor hacerlos con gaseosa y porque el director de
inteligencia nacional norteamericano ha tenido que recordar que, con el
enrarecimiento del ambiente mundial, el riesgo de conflicto «es hoy más
alto que nunca desde el final de la guerra fría». Rusos y chinos han
anunciado recientemente disponer de nuevos misiles hipersónicos mientras
también hacen demostraciones de su capacidad para destruir satélites en
órbitas espaciales, lo que es muy importante, pues en caso de conflicto
podrían «dejar ciego» al enemigo. Por eso es bienvenido el comunicado
conjunto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de
la ONU, en enero de 2022, comprometiéndose a evitar la guerra nuclear
«que no puede ganarse y no debe librarse», y a usar las armas nucleares
solo «con fines defensivos, de disuasión y de prevención de la guerra».
Confieso que no sé muy bien cómo se puede hacer eso, pero supongo que es
mejor que nada.
Eso sin entrar en otros riesgos potenciales como que un golpe de Estado
se haga con el poder en países poco estables y con un arsenal importante
como puede ser Pakistán o, mucho peor aún, que las armas estén —como
están— en manos de una imprevisible dictadura comunista superviviente de
épocas pasadas, como ocurre en Corea del Norte. Sin contar con la
posibilidad de que ciberterroristas puedan un día interferir en los sistemas
de mando y control nucleares, algo que por ahora no es fácil ni parece
probable, pero que pone los pelos de punta de solo pensarlo. A los
terroristas les basta con una «bomba sucia». Nos queda el hecho
incontrovertible de que los problemas tenderán a aumentar cuantas más
bombas nucleares haya y cuantos más países las tengan. Y con tantas armas
y sin tratados que las controlen, el mundo es menos seguro. Elemental,
querido Watson.
Quizás las dos crisis potencialmente más peligrosas que se plantean hoy
en este ámbito, aparte evidentemente de la guerra en Ucrania, son las de
Corea del Norte e Irán, un asunto que se trata con amplitud en el capítulo
12.
El terrorismo internacional
De recibir en momentos puntuales y dramáticos toda la atención de la
opinión, el terrorismo ha dado paso a otras prioridades más acuciantes en la
percepción pública como son el COVID-19 y el cambio climático. Pero
sigue siendo un problema grave que recurrentemente llena de sangre las
páginas de los periódicos.
El terrorismo comenzó siendo de matriz anarquista o nacionalista y
etnicista, y ha sido tradicional en Europa en la Barcelona de 1900 o en
Sarajevo, y más tarde con grupos como el IRA, Brigate Rosse, Baader-
Meinhof y ETA, entre otros de triste renombre. Pero este terrorismo tiene,
por fortuna, un carácter progresivamente residual. La misma ETA, que tanto
daño nos ha hecho, perdió su capacidad de matar por lo caro que se le puso
tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y del 11 de marzo en
Madrid, y no tuvo más remedio que desaparecer por las cloacas de la
historia ante la falta de otros argumentos que poder presentar en defensa de
su insania.
Pero casi desaparecido ese terrorismo (surgen otras variantes como el que
hoy lleva en Estados Unidos la firma de los «supremacistas blancos»), el
que ahora más preocupa es el de raíz islamista porque constituye una
amenaza novedosa, sostenida y a largo plazo. Los mortíferos atentados de
los años setenta a noventa a cargo de grupos palestinos que pretendían
defender de esta forma la creación de un Estado y la solución para el
problema de sus refugiados (algunos de estos atentados fueron muy
espectaculares y sangrientos, como el de Múnich contra los atletas israelíes
que participaban en las Olimpiadas de 1972), tenían un cariz más
nacionalista que propiamente islamista, y por eso el terrorismo de esa
última raíz es relativamente reciente, aunque utilizar a Dios al servicio de
una ideología política no sea una idea nueva sino muy antigua. La empleó
el emperador Constantino en la batalla de Puente Milvio, los cristianos en la
de Clavijo (con «aparición» incluida de Santiago Matamoros), la expansión
del islam desde su mismo nacimiento, las cruzadas, las terribles guerras de
religión en la Europa del siglo XVI y las conquistas coloniales. Más
recientemente, Estados Unidos hizo de aprendiz de brujo al alimentar el
yihadismo para enfrentarlo a la ocupación soviética de Afganistán (1978-
1992), y también los israelíes financiaron los primeros pasos de Hamás para
segar la hierba bajo los pies de la OLP de Arafat. Lo que se dice jugar con
fuego… y salir trasquilado. Otras veces hacemos lo contrario, como cuando
los norteamericanos han dado su respaldo al presidente egipcio Al-Sisi en
su brutal represión contra los Hermanos Musulmanes (igual que antes los
rusos habían dado su apoyo a Nasser contra el mismo enemigo), mientras
los propios europeos miramos púdicamente hacia otro lado, haciendo
mohínes de disgusto, cuando los militares dieron un golpe de Estado en
Argelia que impidió la victoria electoral del Frente Islámico de Salvación
en 1991.
Los pueblos árabes sufren estas omisiones e intromisiones como
desgarros en un alma ya humillada por el fracaso de sus propias sociedades.
Creen que la colonización ha frustrado su modernización al forzarles a
abandonar sus tradiciones para llevarlos a copiar miméticamente modelos
occidentales que luego, tras la descolonización, han sido secuestrados por
élites locales y han dado lugar a regímenes que impiden la participación y
agudizan las desigualdades. El resultado es la frustración política y el
estancamiento económico, regímenes autoritarios o dictatoriales,
corrupción, violación de derechos humanos, pobreza, desempleo,
cleptocracia, sectarismo… que explican el estallido de la Primavera Árabe
en 2011 en busca de libertad y dignidad. Tras perseguir sucesivamente
soluciones sin hallarlas en el panarabismo, el socialismo y el nacionalismo,
hoy las masas árabes se han girado hacia la religión, el islam, tratando de
encontrar en ella la respuesta a las miserias, los problemas y las
frustraciones del presente que contrastan con el esplendor de un pasado
brillante e idealizado en la Alhambra de Al-Ándalus, el Damasco de los
omeyas o el califato abasí de Bagdad en los tiempos de Harum al-Rashid.
Fuera del mundo árabe pero siempre dentro del islam se encuentra el saber
médico o astronómico de la corte persa de los safávidas o el refinamiento de
la corte otomana en Estambul en su buenos años. Pero aquellas eran épocas
de mente abierta y de mezcla de influencias culturales en contraste con el
actual uniformismo que pretende imponer el islam radical, y por eso
Thomas Friedman ha podido escribir que «el mundo musulmán tuvo
probablemente su momento de mayor influencia cultural, científica y
económica en la Edad Media, cuando era una policultura rica y diversa en
la España mora». Un tiempo en el que los musulmanes estaban al frente de
la medicina, la geometría, la astronomía y las artes, en contraste con la
postración actual en la que un pasaporte árabe es mirado con desconfianza
(y a veces con desprecio) en los controles fronterizos del mundo occidental.
El terrorismo es, en parte, una cruel deformación de esta ansia frustrada de
dignidad, y por consiguiente los terroristas no son los más pobres o los más
ignorantes, sino los más frustrados y los más inadaptados, y tiene razón
Giovanni Sartori cuando dice que cualesquiera que sean las interpretaciones
que se hagan del Corán, la que hoy parece triunfar en las mentes de los más
exaltados es precisamente la más intransigente y la que, parafraseando a
Pierre Loti, cabría decir que impone un «blanco sudario de tristeza» en las
tierras sobre las que despliega su influencia. Por desgracia.
Al Qaeda es una organización fundada por el saudí Osama bin Laden en
los años ochenta para luchar contra los rusos en Afganistán, que luego
volcó su odio en Occidente tras ver el suelo sagrado de Arabia Saudita, la
tierra de las Dos Mezquitas, hollado por soldados norteamericanos (entre
ellos mujeres y también judíos) que fueron allí como parte de la Operación
Tormenta del Desierto que liberó Kuwait de las garras de Saddam Hussein.
Luego, la invasión norteamericana de Irak en 2003 empeoró las cosas
porque acabó con el dominio de los sunnitas que, maltratados y marginados
por los chiitas mayoritarios en el país, constituyeron la base humana que
proveyó de reclutas al Estado Islámico (EI) —o Dáesh en árabe— fundado
en 2004 por Abu Musab al-Zarkawi, discípulo de Bin Laden y líder de Al
Qaeda en Irak. Tras su muerte, la antorcha la recogió Abu Bakr al-Baghdadi
con tanta fuerza y tanta fortuna que en un breve espacio de tiempo pasó a
dominar dos tercios del territorio de Siria y de Irak, donde proclamó el
califato y armó los hilos de una incipiente administración estatal.
Con una base social sunnita, Al Qaeda se hizo con la reputación de ser
una organización fanática tras responsabilizarse de los atentados terroristas
más mortíferos contra países occidentales a los que culpa de mantener a
dictadores árabes corruptos al servicio de sus espurios intereses
económicos, y de extender por el mundo un pernicioso laicismo y una
influencia cultural impregnada de valores que poco o nada tienen que ver
con el islam. Por eso, no es que los talibanes no estén de acuerdo con la
igualdad de género, es que la consideran ofensiva. A Al Qaeda se deben
atentados como el asesinato por blasfemia en 2004 del cineasta holandés
Theo van Gogh, en una línea que remonta a la fatua de Jomeini en 1989
contra Salman Rushdie, también acusado de lo mismo tras escribir Versos
satánicos, sin que, por fortuna, su sentencia de muerte se haya llevado a
cabo. Los mortíferos atentados de Nueva York y Washington de septiembre
de 2001, y de Madrid de 2004, así como el del metro de Londres en 2006,
muestran diferentes grados de relación con Al Qaeda, al igual que el llevado
a cabo contra la revista satírica Charlie Hebdo en París en 2015, entre
muchísimos otros.
Tras la muerte de Osama bin Laden en 2011 en Abbottabad en una
brillante operación de comandos norteamericanos, Al Qaeda, acosada y
aislada, ha perdido impulso y fuerza con el poco carismático liderazgo de su
sucesor Aymán al-Zawahiri. También ha perdido sus bases territoriales en
Afganistán y Pakistán y se ha visto obligada a refugiarse en «áreas
tribales», montañas lejanas, y Estados fallidos como Yemen y Somalia
(donde es muy activa su filial Al Shabab), desde donde continúa planeando
atentados terroristas. Hoy funciona como una especie de franquicia de
grupos cada vez más dispersos que siguen su inspiración más que sus
instrucciones, y que actúan en lugares tan alejados entre sí como Siria con
el Frente al-Nusra, o el norte de África con Al Qaeda del Magreb islámico,
un grupo fanático que profiere amenazas explícitas contra nuestra presencia
en Ceuta y Melilla y a nuestra propia existencia como país sobre el suelo de
lo que un día fue el mitificado Al-Ándalus. Es bien sabido que los
yihadistas más fanáticos consideran un deber devolver al regazo musulmán
lo que un día formó parte de Dar al-Islam, la casa común del islam y eso
abarca desde la mezquita de Córdoba hasta más de la mitad de la península
ibérica. Al respecto recuerdo una visita que en cierta ocasión hice al
ministro de Asuntos Exteriores de Gadafi, cuyo despacho en Trípoli estaba
presidido por un gran mapa pintado de verde desde Adén hasta Toledo.
Cuando le expresé con extrañeza y firmeza mi desagrado, trató de quitarle
importancia al asunto diciendo que era una mera «referencia cultural», y es
cierto que él no era un radical islamista, pues Gadafi los perseguía con saña
y él no sería ministro si lo fuera. Pero eso mismo, que no lo fuera, revela lo
extendida que está la idea. No hay que bajar la guardia ya que, como dice
Quevedo, que sabía de lo que hablaba pues se metió en muchos líos durante
su vida aventurera, «siempre se ha de conservar el temor, mas jamás se debe
mostrar».
Por su parte, el Dáesh o Estado Islámico tiene también una base sunnita
inspirada en el tradicionalismo wahabita y en el salafismo yihadista,
pretende recuperar la pureza del mensaje del islam primitivo y se alimenta
del odio y de agravios —reales o fingidos— de los chiitas contra los
sunnitas. Llegó a contar con una base territorial en «zonas liberadas» de
Siria e Irak de un tamaño superior a media España, un sólido respaldo
económico por la venta de petróleo, antigüedades (las que no destruía),
impuestos de las «áreas liberadas» y rescates de prisioneros. Gozaba
también del atractivo que para muchos jóvenes idealistas suponía ir a vivir a
un territorio donde se aplicaban las estrictas provisiones de la ley islámica
(sharía) y donde se podía ganar el paraíso luchando contra el infiel,
concebido como todo aquel que no se adhería a su visión estrictamente
fundamentalista de la religión. En definitiva, un Estado regido por la ley
islámica y dirigido por un califa con una potestad espiritual y temporal con
vocación de extenderse sobre todos los musulmanes del planeta, desde
Marruecos hasta Indonesia. En su delirio, el califato se había fijado el
objetivo de conquistar Estambul (la Roma de Oriente) para después —
según sus propias profecías— acabar siendo derrotado por los infieles en
una especie de martirio ritual. Este sacrificio traería el fin del mundo. Es lo
que decían y lo que todavía creen muchos a pesar de que ya estamos en el
siglo XXI.
Las diferencias entre Al Qaeda y el Estado Islámico surgieron de
inmediato y son tanto doctrinales como tácticas y estratégicas. Básicamente
Obama bin Laden disentía del Dáesh en considerar prematuros sus planes
de crear una entidad política sobre un territorio, y errada asimismo la
iniciativa de revivir el califato. También aborrecía la táctica de combatir y
matar a hermanos musulmanes y no concentrarse en los enemigos
occidentales. Entre otras discrepancias menores.
A pesar de manejar con destreza los medios de comunicación social
propios de la sociedad digital del siglo XXI, los teólogos del Dáesh están
igual de cómodos retrotrayéndose al siglo VII para debatir con toda seriedad
sobre si los yazidíes (secta chií) son musulmanes o infieles. En el primer
caso habría que exterminarlos sin piedad por blasfemos, pero si son infieles
bastaría con reducirlos a la esclavitud resucitada como práctica cotidiana
junto a la crucifixión o las decapitaciones en la plaza pública. Cuando no
era aún peor, como le sucedió a un piloto jordano quemado vivo dentro de
una jaula de hierro en un acto de brutalidad y crueldad propio de épocas que
se creían superadas.
También destruían estatuas de anteriores civilizaciones, abundantes en
una región con tanta historia como son las tierras de Siria e Irak, con una
furia iconoclasta propia de siglos pasados como muestra la voladura de los
gigantescos Budas de Bamiyán, esta vez por los talibanes que con la misma
furia pretenden extirpar el pasado no musulmán de Afganistán y así, tras
regresar al poder, han suprimido la sala de piezas budistas del museo de
Kabul. Las crueldades del Estado Islámico, difundidas por redes sociales
manejadas con gran pericia y acierto, horrorizaron al mundo. Exactamente
lo que se pretendía: utilizar el terror como instrumento de propaganda al
servicio de los objetivos políticos del momento.
A pesar de estar enfocado a la construcción del califato, el Estado
Islámico también ha recurrido al terrorismo en Europa con atentados como
los de la sala Bataclán en París, el paseo marítimo de Niza, un mercadillo
navideño de Berlín, las Ramblas de Barcelona (que reivindicó en un
comunicado explícito en su agencia de noticias Amaq) y muchos otros. Son
atentados llevados a cabo como una manera de devolver de forma
asimétrica las derrotas que recibía en los campos de batalla, de elevar la
moral de sus combatientes que bien que lo precisaban, y de mantener viva
la llama que le permitiera sostener el reclutamiento de adeptos.
El Estado Islámico ha sido derrotado territorialmente al perder Baghuz en
2019, su último reducto, y ser luego muerto su autoproclamado califa Abu
Bakr al-Baghdadi en octubre del mismo año en una operación de comandos
de Estados Unidos. Pero que el Dáesh no domine hoy ningún territorio y
que su jefe haya muerto (su sustituto es un tal Abu Ibrahim al-Hashimi al-
Qurashi, del que muy poco se sabe) no quiere decir que haya desaparecido
por el desagüe de la historia, de donde nunca debió salir. Las ideas no se
destruyen a cañonazos y los servicios de inteligencia norteamericanos
calculan que todavía quedan unos dieciocho mil combatientes del EI en
Siria e Irak, camuflados en las arenas del desierto y en los montes Harim,
muchas células durmientes que podrían verse reforzadas con los miles de
prisioneros islamistas liberados (o que podrían serlo) de cárceles que
controlan los kurdos sirios antes de ser abandonados a su suerte por el
aliado norteamericano… cuando Washington no quiso contrariar a Turquía.
Otros han logrado huir y se han dispersado por el mundo. Siguen siendo
demasiados.
Con el debido estímulo, estas células durmientes pueden despertar si se
dan las condiciones oportunas. Y esas condiciones seguirán existiendo en
tanto Siria continúe siendo el terreno de batalla de la desesperación donde
intervienen rusos, turcos e iraníes, además de sirios y kurdos, americanos e
israelíes, mientras en el país se mantenga un régimen dictatorial-familiar
que impide las libertades ciudadanas más elementales, y mientras la gente
muera de hambre y tenga que emigrar. O que en Irak el peso de los números
siga asfixiando de forma miope y sectaria a la minoría sunnita bajo la
mayoría revanchista chiita, mientras se mantiene un régimen clientelista de
corrupción, de estancamiento económico y de falta de empleo que provoca
frecuentes manifestaciones de protesta en todo el país. O que la pobreza y la
ignorancia sean endémicas en el Sahel. O sea, mientras la esperanza
frustrada en una vida mejor aquí y ahora se sublime en el martirio para
llegar a un paraíso de fábula.
Mientras espera esos momentos más propicios para resurgir en Oriente
Medio, el Estado Islámico se extiende hacia lugares más lejanos y
«seguros» como Filipinas en el lejano Oriente, o hacia tierras del Sahel
(Mali, Níger, Mauritania, Burkina Faso, Camerún y norte de Nigeria),
donde cinco mil soldados franceses de la Operación Barkhane (ahora en
proceso de reducción numérica) les combaten desde 2014 con el apoyo de
trescientos militares españoles integrados en una misión de la Unión
Europea que también cuenta con el apoyo logístico norteamericano y con el
que pueden ofrecer las fuerzas militares y de seguridad de los países de la
zona, que son los principales interesados en combatir el terrorismo
islamista. También hay una misión de la ONU (MINUSMA) que opera en
Mali, país al que últimamente han llegado mercenarios rusos del Grupo
Wagner que no se sabe muy bien qué hacen allí. En esta zona del Sahel se
mueven grupos muy peligrosos como Al Qaeda del Magreb Islámico
(AQMI) cuya operación más espectacular fue un secuestro de rehenes en el
hotel Radisson Blue de Bamako que se saldó con diecinueve muertos, o el
Estado Islámico del Gran Sahara. Estos grupos y otros menores se han
unido en 2017 en una especie de laxa confederación llamada Grupo de
Apoyo al Islam y a los Musulmanes.
Los terroristas se benefician de las ventajas que ofrece la globalización
para viajes, comunicaciones o transferencias de dinero, y también de las que
les da la tecnología más avanzada para su propaganda. Al respecto destacan
los vídeos de gran calidad que hacía el Estado Islámico, que no dudaban en
utilizar técnicas y personajes populares de los más sofisticados juegos de
ordenador para llegar a la audiencia joven que perseguía. Los terroristas
también tienen la ventaja de elegir el qué, el cómo, el cuándo y el dónde de
sus operaciones, inclinándose por blancos blandos cuando los más
deseables resultan de difícil acceso. Aprenden de sus errores y no lo tienen
demasiado difícil si consideramos que su objetivo es causar terror y para
eso no necesitan bombas, porque les basta con un cuchillo de cocina o una
furgoneta.
Curiosamente, esa oportunidad que el Estado Islámico espera para
renacer en Oriente Medio se la podría ofrecer la epidemia del COVID-19,
como ha advertido en abril de 2020 el secretario general de las Naciones
Unidas: «La amenaza del terrorismo sigue viva. Los grupos terroristas
pueden ver una ventana de oportunidad para golpear cuando la atención de
la mayoría de los gobiernos se centra en la pandemia». Y eso es
precisamente lo que están haciendo. Al-Naba, la revista propagandística del
Estado Islámico, recomendaba en marzo de 2020 reforzar los ataques contra
«las naciones de los cruzados» mientras están ocupadas luchando contra la
pandemia, descrita como «tormento de Dios» sobre los infieles y que según
sus más fervientes seguidores no infecta a los verdaderos creyentes. La
pandemia ya ha llevado a británicos, franceses, españoles, portugueses,
australianos y neozelandeses a retirar parte de los efectivos de sus misiones
militares de entrenamiento encuadradas en una misión de la OTAN en Irak,
y también ha hecho que los norteamericanos reduzcan las misiones que
llevaban a cabo contra el Estado Islámico porque ahora solo operan desde la
base de Ain al-Assad, en Irak, la misma que fue objeto de un ataque con
misiles por milicias proiraníes tras el asesinato del general iraní Qasem
Soleimani y del comandante de milicias Abu Mahdi al-Muhandis. Los
iraquíes, que resienten la creciente influencia de Teherán en su país, temen
que se reanuden en su suelo los combates entre el Estado Islámico y
milicias proiraníes como las Unidades de Movilización Popular, Kata’ib
Hezbollah, y la más radical Asa’ib Ahl al-Haq. Y que ellos, pillados en
medio, sean los que sufran las consecuencias. Conviene no olvidar que si el
Estado Islámico pudo crecer con tanta rapidez fue porque le dieron su
apoyo los sunnitas de Irak que constituían la base de poder de Saddam
Hussein que luego perdieron por la política sectaria de la mayoría chiita
respaldada por Irán.
Es un error pensar que los occidentales somos las principales víctimas del
terrorismo islamista. De hecho, en Estados Unidos no ha habido ningún
atentado de este origen entre 2014 y 2021, allí el terrorismo está vinculado
a grupos supremacistas blancos (Derecha Alternativa, Ku Klux Klan, Proud
Boys, etc.). Tras la retirada norteamericana de Afganistán ha resurgido en
este país el Estado Islámico de Irak y del Levante-Khorasan (EI-K) que ha
entrado en rápida pugna con los talibanes que allí gobiernan. Como explica
el padre Ramón Echeverría, gran experto en el islam: «El EI-K trata de
revivir la Umma (comunidad musulmana) y el califato de los primeros
tiempos del islam, reformateados ambos de manera un tanto anacrónica. Por
su parte, los talibanes se definen como el Emirato Islámico de Afganistán,
en la práctica un movimiento político y militar fundamentalista que
combina la ideología deobandi (movimiento revivalista islámico suní con
influencias sufíes que apareció en India y Pakistán) con las tradiciones
culturales y sociales del pueblo pastún (concentrado en el este y sur de
Afganistán y en el oeste de Pakistán). Con su mentalidad global, el EI
pretende intervenir, a través de su filial EI-K, en los asuntos político-
religiosos de Afganistán. Eso es algo que el movimiento talibán, por su
fuerte arraigo ideológico en el contexto local, no puede permitir». Este
enfrentamiento entre el localismo de unos y el universalismo de otros
explica los ataques terroristas frecuentes que sufren hoy los afganos y el
primero de los cuales se dirigió contra las multitudes que se agolpaban ante
la entrada del aeropuerto de Kabul durante los días de la caótica evacuación
norteamericana. Hubo más de un centenar de muertos y entre ellos varios
soldados americanos. Otras de sus víctimas preferidas son los miembros de
la minoría hazara, cuatro millones de afganos de esta etnia que viven en el
corazón del país que tienen religión chiita y que por eso son blasfemos a sus
ojos.
También se ha intensificado la actividad terrorista online durante el
tiempo de pandemia, un adoctrinamiento casero por parte del EI con vídeos
en los que se enseña a fabricar explosivos o se incita a cometer atentados, y
esto podría anunciar un aumento de la radicalización a medio plazo. El
número de marzo de 2021 de Al-Naba hace un llamamiento explícito a
cometer atentados mientras los adversarios bajan la guardia porque están
ocupados en combatir el virus y desde su publicación se ha experimentado
un aumento de la actividad terrorista en Oriente Medio, África del Norte y
Asia Central. Pero no han sido los únicos, ya que también han aprovechado
la ocasión grupos supremacistas y de extrema derecha para extender bulos y
estúpidas teorías de la conspiración conectadas con la pandemia, como que
los judíos y las antenas 5G contribuyen a difundir el virus, lo que ha dado
lugar a violencia y vandalismo en algunos lugares como el Reino Unido.
La rápida difusión del COVID-19 por el mundo nos alerta también sobre
la pesadilla que puede ser la utilización del potencial destructivo de los
virus con fines militares o terroristas, y, por eso, António Guterres se ha
sentido obligado a advertir que «la debilidad y la falta de preparación que
ha puesto de relieve esta pandemia nos permite imaginar cómo se podría
desarrollar un ataque bioterrorista y puede aumentar el riesgo de que se
produzca. Grupos no estatales podrían tener acceso a virus virulentos que
podrían producir una devastación similar en sociedades de todo el mundo».
Pone los pelos de punta. En 1965 Alistair MacLean escribió una novela de
ciencia ficción titulada The Satan Bug (El virus satánico), cuyo protagonista
es el doctor Gregor Hoffman, un científico loco que en un momento dice:
«Es el arma ideal porque solo destruye a la gente. Es un virus —se desplaza
por el aire, es indestructible, se autoperpetúa y multiplica por encima de
nuestros cálculos— y toda la vida dejará de existir en todos los lugares.
Nada puede parar al virus satánico». Novelesca, pero no deja de ser una
buena descripción por una mente malvada y calenturienta de lo que pueden
ser las armas biológicas, que son de destrucción masiva como las químicas
o nucleares, aunque hasta la fecha hayan atraído menos la atención popular,
y que son muy peligrosas porque son más fáciles de producir. Lakshmi Puri,
que fue secretaria general adjunta de la ONU, describe de forma gráfica el
peligro que representan los virus cuando son utilizados con intención
perversa: «La ausencia de biodefensas inmediatas y el tiempo que
transcurre hasta que se consigue un tratamiento y vacuna(s) permite al
enemigo invisible causar alta morbilidad y mortalidad. El periodo de
latencia y la mutación a variantes diferentes y virulentas, junto con la
posibilidad de recaídas en oleadas sucesivas, hace más complicada la
detección y el control de la enfermedad». Y continúa: «Especialmente
preocupante es que un actor o entidad estatal o no estatal con intenciones
hostiles pueda desarrollar y utilizar sin ser detectado una bioarma, porque
producirlas requiere poco espacio y tanto los agentes microbianos como las
tecnologías (necesarias) son fáciles de conseguir. El bajo costo relativo y la
facilidad para desarrollar bioarmas, incluso por regímenes fallidos o
laboratorios privados, y la posibilidad de esparcir bioagentes de manera
encubierta —utilizando vehículos animales o humanos u otros diseñados
especialmente con ese fin— aumentan los riesgos». Parece ciencia ficción,
pero no lo es, pues basta recordar las mutaciones (alfa, delta, ómicron)
sufridas por el virus del COVID-19. No hay que olvidar la conmoción (y
doce muertos) que provocó la dispersión por la secta Aum Shinrikyo de tan
solo unos gramos de gas sarín en el metro de Tokio en 1995, o cuando unas
esporas de carbunclo enviadas por correo paralizaron la vida política y
postal de Estados Unidos durante unos días en 2001. Si me apuran, les basta
con rociar agua desde una avioneta sobre un estadio lleno de gente para
provocar el pánico y una avalancha que acabe con muertos.
Y esto plantea el problema de la pugna permanente entre las libertades
individuales y la necesidad de defenderse por parte de la sociedad y sus
instituciones. Vaya por delante que tenemos el derecho y también el deber
de defendernos en un mundo que es globalmente más seguro, pero en el que
paradójicamente nos sentimos más vulnerables a nivel individual, y eso
exige una mejor coordinación doméstica y una mayor cooperación
internacional entre quienes tienen la misión de combatir el terrorismo. El
gran riesgo es sobrerreaccionar porque la batalla entre seguridad y
libertades la está ganando la primera por goleada, con medidas que van a
más con cada atentado que sufrimos y que no son inocentes porque afectan
a nuestra privacidad y a nuestra libertad de movimientos. Algunas se
adoptan en un momento de apuro y luego se mantienen cuando ya ha
pasado el peligro, y otras parece que se aprueban para guardarse las
espaldas las autoridades por si sucediera algo más que por su eficacia real,
como son algunos controles aeroportuarios para acceder a los aviones.
Recuerdo haberme preguntado qué hacían cañones de 105 mm protegiendo
la puerta de un banco cubierta con sacos terreros en el centro de Bagdad
durante los años de la guerra con Irán. Sigo preguntándomelo. En todo caso,
resulta obvio que la tendencia a recortar libertades va a más y no a menos.
Pasar los controles de seguridad para subir a un avión es hoy una
experiencia pesada y cruzar el control de pasaportes para entrar en algunos
países puede ser hasta humillante.
No se obtiene más eficacia por el simple hecho de aprobar más medidas,
del mismo modo que más restricciones no proporcionan automáticamente
más seguridad, y que más reuniones no se traducen necesariamente en
mejor cooperación. Más no es necesariamente mejor. Hay que buscar y
lograr un equilibrio entre la eficacia de la lucha antiterrorista, la defensa de
la seguridad nacional, y la salvaguardia de los derechos y libertades
individuales, actuando siempre dentro de la ley y renunciando a los atajos
que destruyen nuestro sistema de valores y otorgan una primera victoria a
los terroristas. Me refiero a Guantánamo o a nuestro GAL, a lugares
secretos de detención en países extranjeros (cárceles negras) donde se
practica la tortura, a los secuestros, a los asesinatos selectivos, o a los muros
como los que Israel ha levantado para defenderse de ataques suicidas pero
que según el Tribunal Internacional de la Haya violan derechos palestinos
tan básicos como la libertad de circulación, al trabajo, a la salud, etc.
Así pues, tenemos el derecho de defendernos, pero esta defensa hay que
hacerla siempre dentro de la ley y, en la medida de lo posible, cumpliendo
cinco condiciones:
Hacer profecías es muy difícil y más aún «si se refieren al futuro», como al
parecer dijo con precisión Yogi Berra, un jugador de beisbol
norteamericano. Por su parte, los funcionarios con experiencia saben que se
pueden dar datos y fechas… pero nunca conviene darlos juntos. Viene esto
a cuento del comentario de Yuval Noah Harari que dice que tratar de
predecir lo que puede ocurrir es particularmente complicado en geopolítica,
porque nos encontramos ante lo que llama «un sistema caótico de segundo
grado». Según él, los de primer grado son aquellos en los que la predicción
no influye en el resultado y así, si uno afirma que mañana va a llover, lo
hará o no al margen de lo que yo haya dicho y en función de variables como
las condiciones atmosféricas, la nubosidad, la humedad, la temperatura, etc.
En cambio, los sistemas caóticos de segundo grado son aquellos en los que
la predicción influye en el resultado y así, si yo afirmo que en un país va a
haber una revolución, sus dirigentes pueden bajar los impuestos o el IVA,
detener a los cabecillas de la revuelta, declarar el estado de excepción y
sacar al ejército a la calle. Y se acabó la revolución. Es cierto, pero también
suena a excusa porque los expertos casi nunca han sido capaces de predecir
nada importante como la implosión de la Unión Soviética, el
desencadenamiento del proceso de revueltas conocido como la Primavera
Árabe, o la misma llegada de la pandemia del COVID-19. Y digo casi
nunca, porque de la pandemia nos previno, entre otros, Bill Gates en 2015,
y la desaparición de la Unión Soviética la vio venir Helène Carrère
d’Encausse. Pero nadie les hizo caso y además son las excepciones que
confirman la regla.
Por eso y con todas las reservas del caso, sin necesidad de recurrir a la
astrología, a las profecías de Nostradamus o a la bola de cristal, creo con
poco riesgo de equivocarme que hay algunas tendencias que son claramente
perceptibles en la geopolítica actual al principio de una década que el
exprimer ministro australiano Kevin Rudd ha calificado como «década
peligrosa» porque en ella deberá romper aguas de alguna manera la
rivalidad entre los Estados Unidos de América y la República Popular
China. Emmanuel Macron, presidente de Francia, ha desarrollado por su
cuenta esta misma idea al señalar que se están dando delante de nosotros
tres rupturas muy importantes: la estratégica, como resultado de la
confrontación entre Estados Unidos y China; la jurídico-política, al ponerse
en cuestión las reglas que han regido nuestra vida colectiva desde 1945; y la
tecnológica, como consecuencia de las revoluciones del átomo, del bit y del
gen. Demasiados cambios juntos.
Una primera predicción es que el orden geopolítico surgido de las cenizas
de la Segunda Guerra Mundial se derrumba como un castillo de naipes y
delante mismo de nuestros ojos. Le tenemos que estar agradecido porque
nos ha dado setenta años de paz, aunque lo haya hecho en un ambiente de
confrontación y de guerra fría entre Estados Unidos y la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, con conflictos locales en la periferia de
las respectivas zonas de influencia: Berlín y Corea en los años cuarenta y
cincuenta, Cuba en los sesenta, Vietnam en los setenta. Luego vinieron Irak
y Afganistán ayer y hoy mismo, pero sin que se produjera el desastre
nuclear que ha sido todo este tiempo la gran pesadilla, una pesadilla de la
que todavía no podemos decir que nos hemos librado totalmente. Este orden
está «tocado» porque es producto de un momento histórico y de unos
principios y valores propios de la cultura occidental entonces dominante, y
hay muchos países que en 1945 «no contaban» o bien porque eran colonias
como Indonesia, o porque estaban enfrascados en una cruel guerra civil
como China, o simplemente por carecer entonces del músculo suficiente
para hacerse oír, como Brasil o Egipto. El resultado fue que esos países no
fueron tenidos en cuenta en las conferencias internacionales que definieron
las instituciones que han regido la vida internacional desde entonces, como
son la Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario
Internacional o el Banco Mundial, y piensan que esas instituciones hoy ni
son transparentes ni son democráticas, porque ¿cómo explicar que Francia o
el Reino Unido tengan un asiento permanente con derecho de veto en el
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y no lo tenga la India, que
también tiene armas nucleares y cuya población sobrepasa los mil
cuatrocientos millones? No es fácil de justificar. ¿O que el peso de China
sea algo menor que el de Japón y solo algo mayor que el de Alemania en el
FMI? Ha llovido mucho desde 1945 y el paisaje ha cambiado.
Muy importante también es el hecho de que se trata de países con
culturas y valores diferentes de los que tienen los vencedores de la Segunda
Guerra Mundial, que responden a una civilización judeocristiana que ha
heredado la filosofía de Grecia y el derecho de Roma, que con el
Renacimiento colocaron al individuo en el centro de la creación, que con
Descartes diferenciaron entre el mundo natural, la mente humana y la
divinidad, y con la Ilustración pusieron la duda en el centro del debate
racional, lo que permitió un rápido desarrollo, porque sin duda no hay
progreso. Las suyas, las de los países emergentes, son civilizaciones que no
son peores ni mejores, sino que han nacido en otros lugares y que han
transitado por otros itinerarios culturales, que con Confucio han puesto a los
mayores, la autoridad y el grupo por encima del individuo, o que desde
Mahoma tienen un concepto diferente de las relaciones de género o sobre el
papel de la religión en la vida pública y privada.
Como consecuencia, hoy no hablamos el mismo idioma, y no sería
posible aprobar por unanimidad la Declaración Universal de Derechos
Humanos que la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó por
consenso el 10 de diciembre de 1948, y que el director de Al-Ahram, el
diario más influyente del mundo árabe, me contraponía hace años en El
Cairo a una supuesta «Declaración de Derechos Islámicos». «¿Por qué
tenemos nosotros que aceptar los suyos? —me preguntaba con vehemencia,
para añadir ominosamente acto seguido, mientras me apuntaba con el dedo
índice—: Déjennos tener nuestra propia catarsis. Para llegar adónde ustedes
han llegado han tenido que cortar cabezas a reyes en Francia e Inglaterra y
ahora es nuestro momento de hacerlo». Y a fe que lo están haciendo.
Esos países, desde Indonesia a México pasando por la India, Brasil,
Arabia Saudita, la República Sudafricana, Egipto, Colombia y otros, creen
necesario proceder a un reparto del poder y la influencia mundiales más
justo, más equitativo y más acorde con los tiempos actuales. Quieren, en
definitiva, un trozo más grande de la tarta. Quizás todavía (no nos queda
mucho tiempo) estemos en condiciones de decidir si se lo damos o no, pero
si no lo hacemos lo tomarán por la fuerza o se alejarán, y las actuales
instituciones se quedarán vacías e inútiles, que es lo que ya está
comenzando a ocurrir. Hasta ahora todavía no querían tirar abajo la casa
común y parecían limitarse a exigir un piso más grande, orientado al
mediodía para tener sol y con una terraza con vistas al mar. Y si no se lo
dábamos, amenazaban con dejarla para construirse otra casa a su medida.
De hecho, ya han empezado a hacerlo con instituciones como el Banco
Asiático de Inversiones. Porque lo que no se reforma a tiempo pierde
utilidad y envejece mal, se quiebra o se abandona. Ahora con el cataclismo
mundial que ha supuesto la pandemia del COVID-19 se ha acelerado ese
proceso de transición gradual para convertirse en un salto mortal que ya
enfrenta sin careta a dos concepciones geopolíticas diferentes, encabezada
una por Estados Unidos y la otra por China, y, al paso que vamos, en los
años próximos iremos viendo cómo los países toman posiciones y deciden
el campo en el que quieren estar. O en el que caen porque no tienen más
remedio.
La segunda tendencia, derivada de la anterior, es que hemos llegado al
final de la hegemonía de Occidente en el mundo, una hegemonía que
comenzó con la era de los descubrimientos y el colonialismo y que se
afianzó con la primera Revolución industrial, la máquina de vapor, el
carbón como fuente de energía barata y el dominio de las rutas marítimas.
Hoy, el centro de gravedad del planeta se desplaza con rapidez hacia la
cuenca del Indo-Pacífico donde ya está el 62 por ciento del PIB mundial, y
el estrecho de Malaca reemplaza a lo que en el siglo XVII representó el de
Gibraltar y muchos años más tarde el canal de Suez. Por eso digo que el
riesgo de Europa es del «síndrome de Venecia». Entre Estados Unidos y
Europa aún contamos con alrededor del 40 por ciento del PIB y del
comercio mundial, pero nuestra ventaja decrece con rapidez al tiempo que
envejece la población europea. En 2050, el 55 por ciento del PIB mundial lo
generarán países que no son de la OCDE, y, de ese porcentaje, el 75 por
ciento se producirá en Asia. Y aunque también su población envejece, la
economía china será mayor que la norteamericana a mediados de siglo, por
más que Estados Unidos seguirá siendo la potencia dominante, no solo
militarmente, sino como corazón del sistema financiero y probable centro
—todavía— de la revolución tecnológica. Mientras, Europa se ve abocada a
una trágica decadencia, a menos que cambie de rumbo y construya sólidas
estructuras económico-financieras e integre políticas tan importantes como
la Exterior, de defensa, energética, asilo, migraciones, etc., pues solo
entonces seremos capaces de hacernos oír en la esfera internacional al
actuar con una sola voz y de proyectarnos militarmente hacia el exterior en
defensa de nuestros intereses políticos y económicos. Si no lo logramos,
quedaremos geográficamente relegados a una extremidad de la gran masa
continental euroasiática alejada de las rutas comerciales, desapareceremos
como actores relevantes en la geopolítica mundial y esa desaparición se
llevará consigo nuestro nivel de vida. Como también sucedió cuando Colón
llegó a América y la actividad comercial se concentró en el Atlántico
beneficiando al reino de Castilla y poniendo fin a la expansión catalano-
aragonesa por un Mediterráneo que había perdido interés económico y
comercial. Es algo que ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia y
a lo que contribuirán con entusiasmo China y Rusia, que coinciden en su
determinación de acabar con el dominio occidental del mundo, con sus
reglas y sus valores, mientras luchan por afirmar sus respectivas esferas de
influencia. Este es un apartado en el que fenómenos como el Brexit y el
COVID-19 pueden actuar como revulsivos que despierten a Europa de su
largo letargo y nos fuercen a tomar decisiones que todos sabemos
necesarias, pero que se han postergado ya demasiado tiempo.
La tercera tendencia de la geopolítica actual es el paso de un mundo
multilateral a otro multipolar, bastante más antipático, que acentuará la
incertidumbre y la inestabilidad globales. Si el primero se basa en normas y
en reglas claras de comportamiento, en la cooperación entre países, en
alianzas, en la existencia de foros potentes donde tratar cuestiones de
interés común y de instancias internacionales respetadas por todos para
solventar las disputas que puedan surgir, el sistema multipolar no tiene
ninguna de estas características. En él, los países y grupos de países
compiten entre sí, las normas se discuten, son inexistentes o pierden fuerza
coercitiva, se imponen con descaro los intereses nacionales egoístas, prima
el proteccionismo, se levantan barreras al comercio e incluso se
desencadenan guerras comerciales, no hay foros internacionales para
resolver las controversias o están muy debilitados, como le ocurre hoy a la
Organización Mundial del Comercio (OMC), y, en definitiva, se instaura
una especie de ley de la selva donde cada uno va a lo suyo y el pez grande
se come al chico. Sin remordimientos, como en el salvaje Oeste. También
aquí el impacto del COVID-19, que ha puesto de relieve los efectos
perniciosos de la globalización, refuerza esta dinámica antimultilateral con
el cierre de fronteras, la quiebra de las líneas globales de suministros y los
llamamientos a la épica de la fortaleza estatal para defendernos del virus en
un erróneo sálvese quien pueda que desconoce que la misma naturaleza de
la pandemia no entiende de fronteras e impide que unos nos podamos salvar
mientras no lo hagamos todos.
Alexander Cooley y Daniel Nexon, en su libro Exit from Hegemony: The
Unraveling of the American Global Order, arguyen que los populismos son
defensores del multipolarismo porque rechazan el orden liberal que reina
desde el fin de la guerra fría, y que lo hacen por razones tanto ideológicas
como prácticas. Desde un punto de vista ideológico, porque les parece que
el internacionalismo es una amenaza a su visión del mundo que defiende la
soberanía nacional, las fronteras territoriales y la identidad nacional por
encima de los derechos y valores liberales, que son de carácter más
cosmopolita. Y desde un punto de vista pragmático, porque el orden
multipolar permite a los populistas escapar de un multilateralismo lleno de
reglas y de normas (de inspiración occidental) —y de instituciones que
vigilan su cumplimiento— que exigen el respeto del Estado de derecho y de
los derechos humanos, que luchan contra la corrupción y que defienden el
pluralismo doméstico. No es que el orden mantenido desde 1945 por
Estados Unidos haya defendido siempre estos principios en el ámbito
internacional, porque obviamente no ha sido así, pero es también cierto que
en un mundo multipolar la emergencia de China y de Rusia permite a
líderes como Xi, Putin, Orbán, Duterte, Erdoğan o Bolsonaro protegerse de
injerencias en su política interna y en la forma en la que gestionan sus
países, sin respeto por el equilibrio de poderes o por libertades básicas de
expresión o de reunión. Pero no hay comida gratis, y aunque eso pueda ser
algo que resulta muy atractivo para los líderes autoritarios, ignoran que el
apoyo que prestan China o Rusia a estas ideas tiene otras contrapartidas
más opacas en forma de dependencia, o de expectativa de apoyo político
presente y/o futuro, como bien saben ya algunos países —como Pakistán o
Sri Lanka—, que están pagando un alto precio tras haber aceptado los
programas de ayuda envueltos en el celofán de la Ruta de la Seda que ahora
les asfixian económicamente.
Este multipolarismo es imperfecto porque no todos los polos son iguales
o tienen el mismo poder gravitacional: hay dos grandes países
hegemónicos, Estados Unidos y China, otros de tamaño grande como la
Unión Europea, India, Brasil o Rusia, bastantes de dimensión media como
Indonesia, Argentina, Sudáfrica, Egipto, México, Nigeria, Colombia, etc., y
muchos países más pequeños que tendrán que buscar un paraguas bajo el
que guarecerse. La ubicación de Europa en el nuevo orden dependerá de lo
que seamos capaces de hacer en términos de integración y de hablar hacia el
exterior con una sola voz. Idealmente podría hacerse un hueco entre los
grandes, entre Estados Unidos y China, pero también podría quedar en
segunda división o, en el peor de los casos, desaparecer como sujeto
importante en la geopolítica que se nos viene encima. Porque dentro de muy
poco tiempo no habrá ningún país europeo entre las diez mayores
economías del mundo y si no lo vemos es porque estamos muy ciegos. El
futuro depende de nosotros, pues ya decía Schiller que contra la estupidez
humana hasta los mismos dioses luchan en vano.
Y todo esto en un contexto sombrío porque la pandemia ha traído una
fuerte contracción económica que queremos creer pasajera (?); porque
Estados Unidos, que con Donald Trump había renunciado al liderazgo
mundial, ahora trata de recuperarlo con Joe Biden que está lastrado en sus
esfuerzos por la pérdida de imagen que su país ha sufrido estos últimos
años; por un ambiente preocupante de «guerra fría» —o al menos de «paz
fría»— entre Estados Unidos, China y Rusia; y por un enfrentamiento
creciente por el dominio de la inteligencia artificial y la tecnología digital
más puntera. Mientras, crecen las diferencias entre países que logran tomar
el tren del desarrollo tecnológico y los que se quedan irremediablemente en
el andén, aumentan las desigualdades y ganan fuerza los nacionalismos y
los populismos de todo tipo… y ya se sabe la enorme capacidad humana
para cometer torpezas que pueden conducir a grandes desastres que nadie
desea.
Claudio Magris dijo en cierta ocasión que el viejo régimen se muere
cuando el nuevo aún no se ha afianzado. Es el tiempo de los monstruos. Y
ese es el mundo hacia el que caminamos desde que los atentados terroristas
del 11 de septiembre marcaron el principio del repliegue norteamericano y
el que hoy nos toca vivir. Es sobre este mundo incierto y en cambio
acelerado que ha extendido sus mortíferas alas la pandemia del COVID-19.
14
Los partidarios de lo que François Heisbourg llama «la geopolítica del café
instantáneo», los tertulianos que tan pronto hacen la alineación del equipo
nacional de fútbol como sugieren recetas para superar la recesión
económica mundial, se animan a sugerir que estamos en la antesala de «un
conflicto bipolar masivo» entre Estados Unidos y China. No es que eso no
pueda ocurrir si finalmente los norteamericanos se sienten realmente
amenazados hasta un punto existencial por el crecimiento chino, o si los
chinos entienden que Estados Unidos les ahoga e impide realizar las
ambiciones nacionales a las que se consideran con pleno derecho… y ya no
pueden respirar. A menos que eso no llegue a suceder porque decidan
repartirse el mundo en dos esferas de influencia cerradas y excluyentes, que
sería la otra alternativa extrema. Kissinger ya explicó esta lógica en un
artículo escrito en 2012 donde decía que en Estados Unidos algunos piensan
que «la política china persigue dos objetivos a largo plazo: desplazar a
Estados Unidos como poder principal en el Pacífico occidental, y consolidar
Asia como un bloque cerrado y sometido a los intereses chinos en el ámbito
económico y de la política exterior… Desde el lado chino, las
interpretaciones… siguen una lógica inversa: ven a Estados Unidos como
una superpotencia herida determinada a impedir el ascenso de cualquier
rival, entre los que China es el más creíble». A medida que el tiempo pasa,
parece como si esta visión ganara peso.
Pero afortunadamente, hay otras alternativas, porque, como dice el
primer ministro de Singapur, Lee Hsien Loong, chinos y norteamericanos
saben que si eligen el camino de la confrontación esta «es improbable que
termine como hizo la guerra fría (entre Estados Unidos y la Unión
Soviética) con el colapso pacífico de un país». Sería bastante peor, porque
ambos pueden hacer daños terribles al otro y ambos son muy conscientes de
la catástrofe que resultaría. Por no hablar de los límites que les impone la
propia interdependencia. Además de que son más los actores en juego
porque también Europa y Rusia tienen algo que decir, al igual que otros
países de la región como India, Australia y Japón que han creado el
Cuadrilátero con Estados Unidos, una coalición de países alarmados por el
ascenso chino. Y finalmente hay que tener en cuenta que la distribución de
poder en el mundo no se hace ya solo entre Estados, sino que también
entran las grandes plataformas digitales como Facebook, Amazon, Apple,
Google, Alibaba, Baidu y Tencent, con presupuestos mayores que los de
muchos países soberanos. Por eso, aunque el riesgo existe y sería estúpido
negarlo, por suerte hay otras alternativas no tan dramáticas.
De lo que no cabe duda es de que hay un masivo desplazamiento de
poder hacia la cuenca del Indo-Pacífico y esto es algo que ya venía de antes,
pero que ahora se acelera: en 2012 la Unión Europea (23,1 por ciento del
PIB mundial) iba por delante de Estados Unidos (21,9 por ciento) y de
China (11,5 por ciento), mientras que en 2030 China con el 25,1 por ciento
del PIB mundial dejará muy atrás a la Unión Europea (15,5 por ciento) y a
Estados Unidos (14,3 por ciento). En números redondos, la participación de
los países de la OCDE en el PIB mundial habrá descendido entre 2010 y
2030 desde el 66 por ciento al 45 por ciento. Y esto es un dato objetivo que
está fuera de discusión. Lo que está menos claro es si como consecuencia
de ello vamos también a lo que Kishore Mahbubani llama una «China-
centric globalisation», una nueva etapa de la geopolítica que gravite en
torno a China y construida no solo sobre el prodigioso crecimiento que este
país ha tenido durante los últimos decenios, sino también en torno a sus
postulados ideológicos, y yo pienso que no, o que al menos aún estamos a
tiempo de evitarlo. Y además deseo que lo evitemos.
Son cambios vertiginosos que tienen que producir resultados impactantes
y una primera constatación es que los europeos no podemos limitarnos a ser
meros espectadores indiferentes de lo que está ocurriendo delante de
nuestras narices, porque China —y también Rusia— tienen una concepción
del orden global que es muy diferente de la nuestra, que se basa en otros
valores, y que además exige reducir el actual papel que Estados Unidos se
ha reservado desde hace setenta y cinco años y con el que Europa ha salido
muy beneficiada. La invasión rusa de Ucrania es un ejemplo.
Tanto Xi Jinping como Vladimir Putin son dos líderes muy nacionalistas
(igual que lo ha sido Donald Trump), pero mientras Putin, más débil, se
limita a tratar de crear un glacis de seguridad en torno de sus fronteras
(Ucrania, Bielorrusia), poniendo a Europa patas arriba con su invasión de
Ucrania, saca pecho en Oriente Medio, y procura debilitarnos difundiendo
bulos que minen nuestra confianza en el sistema democrático o interfiriendo
en nuestros asuntos internos, desde el Brexit a las elecciones
norteamericanas o en el secesionismo de Cataluña, Xi es más preocupante,
aunque su visión del mundo sea por el momento más nacionalista que
internacionalista. Según Kissinger, lo que más teme China es que la rodeen
y la asfixien o que interfieran en sus asuntos internos, y cuando ha sentido
esa amenaza no ha dudado en ir a la guerra como hizo en Corea en 1950,
contra la India en 1962, contra la Unión Soviética en 1969, y contra
Vietnam en 1979. Ahora es y no es diferente al mismo tiempo: por un lado,
Xi ve a Washington como un obstáculo para sus objetivos de propagación
de su sistema de gobierno y de labrarse una esfera de influencia que, por el
momento, solo pretende que sea regional, pues ve la región Asia-Pacífico
como su «extranjero próximo». Pero, por otra parte, no cree ni desea que
para lograrlo sea necesario enfrentarse con Estados Unidos porque su
prioridad es —por ahora, al menos— el crecimiento económico y la
estabilidad interna, y porque además sabe que no está en condiciones de
hacerle la guerra por la sólida razón de que no la puede ganar. Su
presupuesto militar es de doscientos cincuenta mil millones de dólares y el
de Estados Unidos de seiscientos setenta mil, aparte del pequeño detalle de
que Washington tiene un potencial nuclear muchas veces superior (cinco
mil ochocientas ojivas nucleares frente a trescientas veinte en 2019, aunque
eso está cambiando deprisa con el rearme chino). Y como además piensa
que Estados Unidos está en proceso de decadencia, no tiene prisa, tiene
paciencia, espera su momento y cree que por ahora lo más a que puede
aspirar es a repartirse un día el mundo con Estados Unidos… si estos
estuvieran de acuerdo, que no lo están.
De entrada, hay que reconocer que los dos países han manejado muy mal
la crisis del coronavirus y que, como consecuencia, su imagen no ha salido
reforzada ante el resto del mundo.
El Washington de Donald Trump inicialmente negó que hubiera un
problema, luego que el problema fuera grave, más tarde no prestó atención
a los científicos, diseminó informaciones incorrectas, algunas incluso
estrambóticas y hasta peligrosas para la salud (como cuando el presidente
aconsejó delante de las cámaras ¡inyectarse lejía!), y no lideró la respuesta
ni a escala nacional —que dejó en manos de los estados y estos
respondieron cada uno a su manera—, ni a escala mundial. Trump no supo
dar a su país ni al mundo el liderazgo que de Washington se esperaba en los
momentos de mayor angustia ante el imparable avance de la pandemia.
Como resultado, el virus se extendió con rapidez y ha causado muchos
muertos en Estados Unidos y en el mundo, muertos que con una respuesta
conjunta a lo mejor se podrían haber evitado. A lo mejor. Como muestra de
su alejamiento de la realidad, en febrero de 2020, Donald Trump todavía
decía que el número de víctimas en Estados Unidos sería «close to zero»
(próximo a cero), y mientras escribo en diciembre de 2021 ya llevan más de
ochocientos mil muertos, y su Administración proponía fuertes recortes en
los programas de ayudas internacionales como el destinado a la agencia
onusiana para los refugiados (ACNUR) con muy graves consecuencias para
países tan diversos y vulnerables como Siria, Palestina, El Salvador,
Honduras, Guatemala, Irak, Turquía, Libia, Jordania, Egipto, Afganistán y
otros, porque me quedo corto, duramente afectados por la pandemia. Hacer
esto en un momento de calamidad como el que vivían revela
desconocimiento de lo que realmente ocurría o, como mínimo, indiferencia
y mucha insensibilidad.
Pero no es producto de la casualidad porque es un comportamiento
perfectamente alineado con la política trumpiana de «America First», que
ignoraba que Estados Unidos no estará libre de la amenaza del virus
mientras los demás no lo estén también. Y al encerrarse en sí mismos, los
Estados Unidos no han estado en condiciones de repetir el encomiable
esfuerzo que hizo Bush en 2003 ante la amenaza del sida, o el que hizo
Obama en 2014 con el estallido de una pandemia de ébola en África
occidental. Ben Rhodes, que fue asesor de Obama, cree que en 2001 la
respuesta de los Estados Unidos a los ataques terroristas sobre el Pentágono
y las Torres Gemelas fue errónea porque quiso abarcar demasiado, y que en
cambio en 2020 el error de Trump ante el coronavirus ha sido exactamente
el opuesto, el de hacer demasiado poco.
El caso es que, en ambos casos, por error o por omisión, por exceso o por
defecto, nos hallamos ante una disminución de la influencia norteamericana
en el mundo. Hay quien va más allá y ha comparado esta situación con la
que vivió el imperio británico en Suez en 1956, una crisis que marcó un
punto de inflexión en su poder global del que ya nunca se ha recuperado,
aunque me parezca algo exagerado porque no estamos ante el fin del
poderío americano, aunque sí quizás —si esta política se mantuviera en el
tiempo— ante el principio de lo que puede ser un largo proceso de
introspección en el que Washington se interese cada vez menos por los
asuntos globales, porque el propio Donald Trump nos advirtió en 2019 que
«el futuro no pertenece a los globalizadores… El futuro pertenece a
naciones independientes y soberanas que protejan a sus ciudadanos,
respeten a sus vecinos, y honren las diferencias que hacen a cada país
especial y único»… y no hay que olvidar que Trump juega con la idea de
volver a la presidencia en 2024. El problema de esta actitud es que, como
señala Philip Gordon, solo «seis meses más tarde, con americanos muriendo
en números aterradores, esta visión del mundo es la última víctima de un
patógeno mortal que no respeta fronteras y que solo puede ser derrotado
con una respuesta global». Y esa no existe porque los Estados Unidos no la
promovieron, ¿cómo podrían hacerlo con esas ideas? Pero es que es aún
peor, porque los Estados Unidos impidieron otros acuerdos en el seno del
Consejo de Seguridad de la ONU, del G-7 o del G-20 por su insistencia de
condenar a China por encima de otras consideraciones más urgentes e
importantes.
Con Donald Trump, Estados Unidos eligió el extraño camino de buscar la
confrontación con China al mismo tiempo que se desentendía de otros
problemas internacionales y ofendía o prescindía de sus aliados de toda la
vida. Es una postura no fácil de entender (sobre todo si le añadimos una
creciente enemistad con Rusia) y desde luego hostil a las instituciones
multilaterales y al libre comercio, una visión estrecha y nacionalista de la
seguridad nacional que aleja a los Estados Unidos de los que deberían ser
sus amigos y aliados, en particular europeos. America First (América
primero) acaba siendo America Alone (América sola) y eso es como tirar
piedras sobre su propio tejado porque acabó siendo también un hándicap
para el éxito de su política de cerco a China, tanto en el ámbito geográfico
de Asia como en el de las nuevas tecnologías y, en especial, la crucial del
5G. La llegada a la Casa Blanca de Joe Biden ha supuesto un giro profundo
al restaurar las relaciones con los aliados tradicionales, buscar su apoyo
frente a China (AUKUS, QUAD) y volver a respaldar las instituciones
multilaterales. Biden da preferencia a los imperativos de política doméstica
sobre la política exterior… con la excepción de la contención de China,
pues en eso no ha habido cambio alguno. Esta política es una de las pocas
cuestiones que goza de un amplio acuerdo bipartidista. Lo que sí ha
buscado Biden son terrenos de posible entendimiento con China —y
también con Rusia al menos hasta su malhadada invasión de Ucrania— en
la lucha contra el calentamiento global de la atmósfera, el desarme (asunto
que, al parecer, se suscitó reservadamente durante la cumbre telemática que
sostuvo con Xi en noviembre de 2021) y el mantenimiento de canales
abiertos de comunicación entre ambos para evitar malentendidos y que la
situación se descontrole o, al menos, que no lo haga sin su previo
conocimiento.
Por su parte, China tampoco lo ha hecho mejor hasta ahora. Ha tratado de
utilizar la crisis del COVID-19 para ganar influencia aprovechando la falta
de liderazgo norteamericano y el vacío que eso deja, y para proyectar hacia
el exterior una imagen en consonancia con el ideal político de Xi Jinping
que ha decidido abandonar el consejo de Deng Xiaoping de «esconder el
brillo» en favor de una fuerte afirmación nacional, de una mayor presencia
en el mundo, y de un cambio de imagen acordes con el nuevo ideario
presidencial. Es lo que se ha llamado «wolf diplomacy» (diplomacia de
lobos). Shi Yinhong, de la Universidad Renmin en China, lo sintetiza
diciendo que el objetivo es «llevar al convencimiento de la gente que el
sistema chino es mejor, y promover la imagen de China como un líder
mundial en el combate contra la crisis global de salud». No se les puede
acusar de no decir las cosas con claridad. Y no solo en el ámbito de la
pandemia. Por eso Xi ha respondido con irritación cuando Biden ha
convocado una cumbre de las democracias en diciembre de 2021 y no le ha
invitado. Biden quiere obtener un respaldo para confrontar a los crecientes
autoritarismos, un movimiento que China lidera, y ha invitado con
generosidad a un centenar de países, y digo con generosidad, porque, según
Freedom House, no hay tantas democracias en el mundo. Pero no ha
convidado ni a China ni a Rusia porque la cumbre iba precisamente en su
contra y porque además es obvio que no son democracias, y ambas se han
molestado, en especial China. Y no solo porque Estados Unidos haya
convocado a Taiwán, que ya habría sido motivo de irritación más que
suficiente, sino porque se considera China: una democracia que funciona,
título de un libro blanco recién publicado en Beijing, una «democracia
popular» y una «democracia consultiva» que, según sus redactores, da
mejores resultados para su pueblo que las de corte occidental. Y porque en
opinión del Partido Comunista chino nadie sabe mejor que los propios
chinos si lo suyo es o no una democracia y lo mejor que pueden hacer los
demás es callarse. Los medios chinos han escrito durante la reunión que la
democracia al estilo norteamericano está en decadencia, «igual que
Voldemort se deslizó por el camino del mal», en referencia al personaje
malvado de los libros de Harry Potter. China está convencida de que el
futuro le pertenece porque «el este amanece mientras el oeste declina».
Pero, para lograr esas ambiciones de dominio, China sabe que necesita
cambiar de imagen, porque, dos años después de declarase la pandemia, el
mundo entero ha sido testigo de fallos garrafales cuando se inició, yerros
provocados por la represión, el miedo a hablar libremente y a contar lo que
estaba pasando, la verticalidad excesiva en el proceso de toma de decisiones
y la opacidad que son propios de un sistema autoritario y que tan caros nos
han costado a todos al retrasar la identificación del problema y al tardar
luego en prevenir al mundo de lo que se le venía encima. Recuerden al
científico encarcelado por dar la voz de alarma. La consecuencia es que, si
China no estaba ya antes entre los veinte países más atractivos del mundo,
que probablemente y no por casualidad son todos democracias según el
baremo Soft Power 30, ahora lo está aún menos. O sea, que tampoco China
lo ha hecho bien cuando se declaró la pandemia, y el mundo lo sabe,
mientras que el gobierno de Beijing exige reconocimiento y hasta
agradecimiento a muchos países por su ayuda y asistencia en la lucha contra
el COVID-19. La paradoja es que en algunos casos lo ha conseguido.
El contraste con los Estados Unidos no puede ser mayor. Xu Chenggag
ha descrito el sistema chino como «autoritarismo regionalmente
descentralizado, en el que las autoridades provinciales tienen amplios
poderes que solo pueden utilizar al servicio de los objetivos determinados
por el centro». Lo contrario de los Estados Unidos, donde el federalismo da
auténticos poderes y flexibilidad en la toma de decisiones a los estados,
incluso para que discrepen de Washington. Y cuando lo hacen, cuando
discrepan, tienen que hacerlo con transparencia y rindiendo cuentas. Lo
opuesto de lo que se hace en China, que en esto recuerda a los
fundamentalistas musulmanes para los que la democracia es algo que sirve
para elegir a los mejores… con la condición de que luego se limiten a
aplicar el Corán y la sharía. Pues aquí es lo mismo: «Son ustedes libres
para actuar como les parezca, siempre que obedezcan mis instrucciones».
Las de Xi Jinping. Y el sistema no funciona porque si en Estados Unidos ha
fallado la dirección centralizada por falta de liderazgo de Donald Trump, en
el sistema chino sobran instrucciones y dirigismo centralizado, pero si
ocurre algo no previsto —como sucedió con el virus— o si las instrucciones
no llegan a tiempo se paraliza el invento porque nadie se atreve a tomar
decisiones sin previa luz verde «de arriba». Por ese motivo, el sistema chino
no inspira confianza y así surgen dudas, sobre todo, desde la información
que se ha hecho pública sobre el origen de la pandemia hasta las cifras de
víctimas que han proporcionado y que pueden estar muy lejos de las
realmente sufridas. No son fiables y de ahí que susciten desconfianza. En la
gestión de la pandemia por parte de China no ha habido solo errores
puntuales, que seguramente también los habrá habido, sino un problema
estructural porque el responsable de lo ocurrido hay que buscarlo en el
mismo meollo del sistema político autoritario, secretista y piramidal en su
proceso de toma de decisiones. Y eso no tiene fácil solución porque habría
que cambiar todo el sistema.
China defiende un modelo de gobernanza incompatible con nuestros
valores democráticos y quiere ganar una nueva centralidad en un sistema
geopolítico que hasta ahora ha pivotado en torno a nuestros valores y a la
relación trasatlántica que ahora se traslada al Pacífico. No hay que olvidar
que ya en junio de 2018 Xi Jinping dejó claro que «China debe liderar la
reforma del sistema de gobernanza global» para adecuarlo a sus intereses, y
para eso necesita socios que la acompañen y la respalden. Por ello se ha
lanzado a una descomunal campaña de imagen en la que, por una parte,
trata de cambiar el relato sobre el origen de la pandemia y, por otra,
presume de eficacia en la lucha para dominarla obviando el hecho de que
vecinos democráticos como Taiwán o Corea del Sur le han dado mejor
respuesta. O, en todo caso, no peor. Y, al mismo tiempo, ha aprovechado el
autismo de Washington durante los años de Donald Trump para mostrar
empatía y solidaridad con el mundo, contraponiendo la imagen de unos
países occidentales que se hacían con todas las vacunas del mercado con su
propia actitud de enviar ayuda médica de emergencia a muchos países que
la necesitaban, en una nueva «Ruta Sanitaria de la Seda» convertida en
inmenso aparato de propaganda que Josep Borrell denunció como un
intento de «influir a través del control de la información y de una política de
generosidad». Un comentario que muestra que el régimen chino sigue sin
tener buena imagen en el mundo a pesar de sus esfuerzos, sin que tampoco
parezca que vaya a mejorar mucho en un futuro inmediato. A título de
ejemplo, en mayo de 2020, una encuesta hecha en Alemania muestra que
solo dos de cada diez ciudadanos eran partidarios de estrechar las relaciones
con China, e incluso se ha producido una reacción negativa en África, un
continente cuidadosamente cultivado por Beijing y en el que el Banco
Chino de Desarrollo ha invertido la friolera de ciento cincuenta mil
millones de dólares entre 2000 y 2018. Las razones son dos: alegados malos
tratos de tipo racista a africanos residentes en China al principio de la
pandemia, que recibieron amplia difusión en el continente, y su renuencia
inicial a hacer un gesto significativo con la deuda de los países del
continente más afectados, algo que luego ha rectificado.
El tercer país en disputa, aunque a distancia, es Rusia que está en
decadencia por una combinación de población declinante, elevada
corrupción y un servicio de salud mal dotado y muy estresado ante el ataque
de la pandemia, que hace que a finales de 2021 sea uno de los países donde
más infecciones y muertes se registran. Rusia tiene también una fuerte
dependencia de sus exportaciones de petróleo y gas, y ha quedado aislado
internacionalmente tras invadir Ucrania.
Las relaciones entre Rusia y China, malas inicialmente, mejoraron mucho
tras el acuerdo de 1994 que puso fin al conflicto del río Usuri. Años más
tarde, cuando Xi se hizo con el poder quiso simbolizar la importancia de
esta relación haciendo a Moscú su primer viaje al extranjero y
construyéndola sobre la innegable afinidad que hay entre él y Putin, que se
encuentran con relativa frecuencia y que comparten la sensación de verse
ambos acosados por Washington, algo de lo que sin duda han hablado
durante la cumbre telemática que mantuvieron en diciembre de 2021, su
trigésimo séptimo encuentro en el que Putin prometió acudir a los Juegos
Olímpicos de Invierno que Estados Unidos y algunos otros países han
decidido boicotear diplomáticamente. Beijing define su relación con Rusia
como una «asociación estratégica multidimensional de cooperación» que le
permite obtener tecnología, armas y, sobre todo, gas y petróleo, pues Rusia
es su primer suministrador desde 2016. La cooperación militar también se
desarrolla en forma de frecuentes maniobras militares conjuntas y lo hace
asimismo en la colaboración para la lucha contra el terrorismo
internacional. Pero, aunque ambos cofundaron la Organización de
Cooperación de Shanghái junto con la India, Pakistán y las repúblicas
exsoviéticas de Asia Central, la realidad es que el comercio entre los dos
países sigue siendo modesto y desde luego muy inferior al que China tiene
con la Unión Europea o con Estados Unidos. Tras la invasión de Ucrania y
la imposición de duras medidas a Rusia por parte de la comunidad
internacional, China podría convertirse en la tabla de salvación de Moscú
aliviando el impacto de las sanciones y eso es algo que Beijing debe sopesar
muy bien pues aunque haría a Rusia más dependiente de China, y eso le
gustaría, también podría enemistarla con Europa y (aún más de lo que ya
está) con Estados Unidos y eso no le conviene nada. Unas cifras lo explican
mejor que mil palabras: el comercio de China con Rusia es de 150.000
millones de dólares, mientras que con Europa es de 830.000 millones y con
Estados Unidos de 750.000 millones. No hay que olvidar que por encima de
la retórica los países no tienen «amigos», tienen intereses.
La pandemia del COVID-19 ha intensificado la rivalidad entre China y
Estados Unidos y reforzado la nueva bipolaridad imperante en el mundo,
sin que por ello disminuya un ápice la hostilidad que Washington siente por
Moscú y que este reciproca con entusiasmo. Esa creciente bipolaridad es
percibida en Rusia como una amenaza porque le obliga a acercarse más a
China y de hecho así ha ocurrido desde el inicio de la crisis, tras unas
ligeras vacilaciones iniciales rápidamente resueltas en conversaciones
directas entre Xi y Putin. El dato a retener es que la relación sino-rusa se ha
reforzado tras el estallido de la pandemia y las ventas rusas a China han
subido un 3,4 por ciento mientras caían un 8,4 por ciento las exportaciones
rusas al resto del mundo. Al mismo tiempo Rusia abrazaba también los
sistemas de control social chinos y, en particular, la tecnología de cámaras
de reconocimiento facial, mientras se intensifican los esfuerzos de Beijing
por venderle su tecnología para las redes 5G. Pero esto, que podría ser
positivo, tiene un aspecto negativo para Moscú, y es que China se configura
como el socio principal de la relación, algo que a Putin le cuesta aceptar.
La política de Moscú con Beijing se sintetiza, como dice Dimitri Trevin,
en la frase de que «nunca uno contra el otro, nunca uno siempre con el
otro», y ahora la nueva relación de fuerzas amenaza con dejar a Moscú en
un lugar de subordinación inaceptable para el Kremlin, que podrá verse
obligado a buscar un nuevo equilibrio entre Washington y Beijing que
tampoco puede ser equidistante, y para el que lo más lógico y deseable, al
menos para nosotros (lo que no quiere decir que sea necesariamente lo más
probable), sería que buscase acercarse a Europa y a Japón como contrapeso
y como fuentes de modernización económica y tecnológica alternativas. Y
quizás también a la India. Esto lo ha visto claro el presidente francés,
Emmanuel Macron, que en una entrevista a The Economist abogaba por el
desarrollo de la relación de la Unión Europea con Rusia con objeto de evitar
la emergencia de un eje sino-ruso dominado por Beijing que convirtiera a
Moscú en «un vasallo de China». Supongo que esta mención debió levantar
ampollas en el Kremlin. De todas maneras, la tensión existente en torno a
Ucrania a principios de 2022, con la Unión Europea amenazando con
nuevas sanciones a Rusia, hace que, por el momento, no se vea en el
horizonte ese acercamiento que Macron desea. Todo lo contrario. Y eso
empuja a Rusia hacia China. Aunque no le guste.
Alexander Gabuev cree que el virus puede acercarnos al «establecimiento
de una paz sínica, un orden internacional en torno a Beijing que se extienda
sobre un buen trozo de la masa terrestre Euroasiática», que es justamente lo
que los europeos debemos temer con mucha razón y lo que a Putin no le
gusta tampoco nada. Por ese motivo, Francesco Sisci hace un poco de
ciencia ficción cuando dice que a Moscú le interesa que China y Estados
Unidos se enzarcen en una guerra, porque, si China gana, Estados Unidos se
retiraría de Europa y dejaría campo libre a sus apetencias en espacios que
perdió cuando desapareció la Unión Soviética. Y si China pierde, quedaría
debilitada y Rusia podría aumentar su presencia en Asia Central, que
actualmente pivota hacia la esfera de influencia de Beijing. A mí todo esto
me parece ciencia ficción, un poco exagerado, aunque reconozco que puede
tener razón en una cosa y es que a río revuelto (y a coste cero), ganancia de
pescadores, y que a Putin no le gustan ni Washington ni Beijing.
Lo que no quiere decir que tanto Rusia como China no estén de acuerdo
en algo tan importante como tratar de exportar al mundo un modelo de
organización política diferente del que ha prevalecido desde 1945. Por eso
Xi Jinping anunció, en la clausura del XIX Congreso del Partido Comunista
Chino, «el principio de una nueva era para la humanidad» mediante «la
generosa oferta» del «modelo chino», un «nuevo camino para otros países y
naciones que quieren acelerar su desarrollo mientras preservan su
independencia», lo que en román paladino se traduce por «sin injerencias
exteriores en asuntos internos por la represión política o por la falta de
respeto por los derechos humanos y las libertades individuales». Lo que Xi
ofrece, en definitiva, es una especie de capitalismo de Estado, nacionalista y
autoritario que rechaza la noción de que el desarrollo económico deba
traducirse en un proceso de liberalización política y de democracia, como
ocurrió en España a partir de la entrada en vigor del plan de estabilidad de
1959 y como todo el mundo pensaba que también acabaría sucediendo en
China. Y nos equivocamos, porque esta vez es China la que is different de
verdad y no muestra el menor interés en democratizarse. O que dice que ya
lo está. Irritado por no haber sido invitado a la cumbre de las democracias
organizada por Biden, Xi le dijo a Putin durante su reunión telemática:
«Algunas fuerzas internacionales con el pretexto de la “democracia” y de
los “derechos humanos” están interfiriendo en los asuntos internos de China
y de Rusia… Si un país es o no democrático, y cómo profundizar en la
democracia, es algo que solo puede ser juzgado por su propio pueblo». Y
añadió: «Nos apoyamos firmemente uno a otro en los asuntos que
conciernen a nuestros intereses fundamentales y a la salvaguardia de la
dignidad de cada país». Ambos países escenificaron este acuerdo durante la
visita que Putin hizo a Beijing con motivo de la inauguración de los Juegos
Olímpicos de Invierno. Era la trigésimo quinta vez que se encontraban.
Esta postura china es peligrosa porque resulta atractiva para muchos
países más preocupados por comer cada día que por votar, que no ocultan
su irritación ante las constantes lecciones de moralidad que reciben de los
occidentales, y porque pone en cuestión el orden normativo que rige el
mundo desde 1945, como reconoce paladinamente el último Documento de
Estrategia Nacional de Estados Unidos cuando dice que «una competición
geopolítica entre dos visiones del orden mundial, libre (una) y represiva (la
otra), tiene lugar en la cuenca del Indo-Pacífico». Lo que no dice ese
documento es que China parece tener ventaja en ese escenario porque se ha
encontrado con el regalo de la retirada norteamericana del TPP (Trans-
Pacific Partnership o Acuerdo de Asociación Transpacífico) que le ha
dejado el terreno libre para organizarlo a su manera con su propia oferta de
una asociación económica regional. Ese fue otro grave error de Donald
Trump que ahora Biden trata de corregir buscando aliados en la región.
El resultado es que Washington tiene hoy malas relaciones al mismo
tiempo con China y con Rusia, con las que ha pasado en muy poco tiempo
de la cooperación a la contención que puede desembocar en confrontación,
y eso no es una política muy hábil porque tiene el riesgo —cada vez más
probable— de empujar a ambas hacia un mayor acercamiento recíproco, a
que Putin «le haga un Nixon» a Estados Unidos con Xi, es decir le haga a
Estados Unidos la misma jugarreta que Nixon le hizo a Brézhnev con su
acercamiento a Mao en 1972. Y en esa línea, durante su conversación de
diciembre de 2021 Putin y Xi acordaron que «China y Rusia deben llevar a
cabo más acciones conjuntas para mejor salvaguardar los intereses de
seguridad de ambas partes». Es verdad que no han firmado ninguna alianza
formal pero es innegable que su cooperación en temas de seguridad,
comerciales y de geopolítica se afianza como también se visualiza en las
maniobras militares que llevan a cabo con frecuencia creciente. Ya hablan
incluso de extenderla al espacio y construir una estación lunar conjunta. Y
eso, a pesar de los límites objetivos que existen para el aumento de la
cooperación sino-rusa, como son la pugna entre ambos por la influencia en
Mongolia, el temor ruso por el futuro de sus inmensos y despoblados
territorios siberianos junto a una China superpoblada, los celos de Moscú
por la creciente influencia de Beijing en las repúblicas exsoviéticas de Asia
Central, y por algunos desacuerdos que tratan de mantener en sordina como
que China no ha reconocido la anexión rusa de Crimea por su obsesivo
respeto con la inviolabilidad de las fronteras debido a sus propios
problemas en Taiwán, Tíbet y Xinjiang, mientras que Rusia mantiene
silencio sobre las disputas en el mar de China Meridional. En el fondo, el
principal problema es el nacionalismo de ambos líderes, Xi Jinping y
Vladimir Putin: si en los años cincuenta y sesenta Rusia era el socio
dominante en la relación, ahora el peso de la realidad hace que deba serlo
China, y eso a Putin, macho alfa donde los haya, le cuesta mucho aceptarlo.
Lo que pasa es que la malhadada invasión rusa de Ucrania ha puesto a
prueba este acercamiento. China hubiera preferido que no se produjera.
Antes de la guerra, durante los Juegos Olímpicos de Invierno de 2022, Xi y
Putin hicieron una declaración conjunta en la que se oponían «a más
ampliaciones de la OTAN», a la que pedían que abandonara la «mentalidad
de guerra fría», mientras que ambos se declaraban contra «la formación de
bloques cerrados» que describían como «intentos de fuerzas externas de
socavar la seguridad y la estabilidad en sus regiones adyacentes comunes»
(léase Ucrania y el Mar del Sur de China). Eso le hizo exclamar algo
después al secretario general de la OTAN que «lo que estamos viendo es
que dos potencias autoritarias ... operan juntas». Pero en aquellos momentos
Rusia no había invadido Ucrania. La incógnita es si entonces Putin desveló
a Xi unas intenciones que ocultó al resto del mundo hasta el último
momento.
Estoy convencido de que, se diga lo que se diga, China se debe encontrar
muy incómoda con la invasión rusa de Ucrania porque la coloca en la difícil
tesitura de no poder dar la espalda a su «socio estratégico», que no aliado,
como puntualizó el ministro de Exteriores Wang Yi para evitar confusiones,
pero sin querer tampoco parecer cómplice de una atrocidad desde el punto
de vista humanitario y del Derecho Internacional, una atrocidad que además
viola de una tacada tres principios tan caros a la diplomacia china como son
el respeto de la soberanía estatal, la no injerencia en los asuntos internos, y
la integridad territorial de los estados. Con Tíbet, Hong-Kong y Xinjiang,
no cabe duda de que tiene buenas razones para ello y por eso Wang Yi
creyó necesario confirmar públicamente el respaldo chino a «la soberanía,
independencia e integridad territorial de cualquier país», añadiendo que
«Ucrania no es una excepción». De manera que Rusia es por un lado el país
con el que China comparte una misma visión de gobernanza global pero,
por otro lado, el país que lleva a cabo una guerra que va en contra de sus
principios e intereses. China no quiere poner en peligro su comercio con
Europa y los Estados Unidos y tampoco quiere aparecer ante los ojos del
mundo respaldando a un agresor que mata a civiles en un país vecino.
Ganar a Rusia (que ya la tiene) a cambio de perder a Europa es mal
negocio. Además la crisis ha producido subidas en los precio del gas y del
petróleo que China consume en grandes cantidades, y también
incertidumbre en los mercados bursátiles, algo que no es bueno para nadie y
tampoco para China. La paralización de las exportaciones de trigo
ucraniano es otra noticia mala.
Apenas iniciada la invasión y sin dejar de culpar a la OTAN por no tener
en cuenta los intereses de seguridad del Kremlin, Xi le dijo a Macron que
Rusia y Ucrania «deberían buscar un acuerdo político y una solución [...]
por la vía del diálogo», y lo mismo repitió unos días más tarde su ministro
de Exteriores, que consideraba que esa solución debería basarse en los
acuerdos de Minsk de 2015. Lo que pasa es que aunque Kiev tuvo siete
años para hacerlo nunca cumplió esos acuerdos que preveían una amplia
autonomía para las regiones de Donetsk y Lugansk y luego, tras el
reconocimiento ruso de su independencia y el posterior ataque militar a
Ucrania, esos acuerdos están muertos.
A ambos, China y Rusia, les une su común oposición a los Estados
Unidos y también su carácter autoritario y por eso es posible que Xi Jinping
sea el único líder que conoce las intenciones reales de Putin y sus líneas
rojas. Por eso y porque le compra gas y petróleo es también posible que sea
el único líder en condiciones reales de influir sobre Putin, una vez que ya
han fracasado todos los demás que han visitado Moscú intentando evitar la
guerra. China está mejor situada que nadie a los ojos del Kremlin. En
primer lugar porque hay buena química entre Putin y Xi, en segundo lugar
porque no es sospechosa a los ojos de Moscú, y en tercer lugar porque
China es el único país capaz en este momento de aliviar las duras sanciones
que el mundo ha impuesto a Rusia. Y puede hacerlo de varias formas, desde
comprarle más gas y petróleo (con la seguridad de que le apretará en el
precio) a permitirle usar su sistema de pagos internacionales (una especie de
Swift menos potente) y a proporcionarle aquello que ahora más necesita
como armas, aunque tanto Moscú como Beijing han negado con firmeza
rumores de que China le estaría enviando armamento a Rusia.
A fin de cuentas China se encuentra en una situación en la que no puede
dar la espalda a su «socio estratégico», el país con el que comparte una
misma visión de gobernanza global, pero sin poder tampoco sancionar una
invasión que va contra sus principios e intereses. Está claro que en mi
opinión China hubiera preferido que Rusia no invadiera Ucrania.
¿Y qué hace Europa tras la crisis del COVID-19, que en el peor de los
casos y según los más agoreros podría haberse llevado por delante la
moneda única y el mercado interior, retrasando setenta años el reloj de la
historia? Afortunadamente, no solo no ha ocurrido así, sino que la Unión
Europea ha sabido reaccionar a tiempo en el plano económico y financiero,
el último servicio de Angela Merkel al proyecto de integración. Pero la
crisis ha expuesto las carencias comunitarias en materia sanitaria donde
Bruselas no tiene competencia y su gestión inicial fue manifiestamente
mejorable. Poner de acuerdo a veintisiete países con intereses diferentes y
utilizando métodos democráticos no es un proceso que se distinga por su
rapidez, pero, al final, siempre que realmente hace falta, la Unión Europea
llega a acuerdos y no hay razón para pensar que no lo hará en el futuro
cuando los retos que enfrenta son sistémicos, mayores de lo que hasta ahora
han sido.
Según la Comisión Europea, la pandemia ha hecho un agujero
(asimétrico) de 7,7 puntos de PIB en la economía de los países del
Eurogrupo, el mayor desplome desde la Segunda Guerra Mundial como ha
reconocido la presidente de la comisión Ursula von der Leyen. Como
comparación, en 2009, la caída fue de 4,5 puntos. Lo explica muy bien
Josep Borrell cuando dice que la crisis provocada por el virus es simétrica
en su origen porque nos afecta a todos, pero es asimétrica en sus resultados
porque no nos afecta de la misma manera. Las sociedades más resistentes
son las más industrializadas, aquellas en las que la participación de la
industria en el PIB es superior al 20 por ciento (en España es del 16 por
ciento), porque, como han recordado en un artículo Antonio Brufau y Josu
Jon Imaz, su tejido social es más sólido, son motores de investigación,
innovación y tecnología, sus empleos son más estables y sus salarios de
mayor calidad y más elevados. Ese es su secreto frente a otras sociedades
que son más vulnerables por depender más de los servicios y del turismo y
eso explica el diferente impacto que el virus ha tenido en los países del
norte y del sur de nuestro continente.
El coronavirus ha llegado en mal momento para la Unión Europea. Hace
solo tres años que el entonces presidente de la comisión, Jean-Claude
Juncker, reconocía que Europa estaba en «una crisis existencial» que es a la
vez política, económica, social y de valores. Sobre esa situación incidieron
luego el Brexit, que fue un amargo despertar para los que creíamos en una
Europa crecientemente integrada y unida, y luego Donald Trump debilitó la
relación trasatlántica que era la base en la que habíamos dejado
cómodamente descansar nuestra seguridad desde 1945 (ha retirado nueve
mil quinientos soldados norteamericanos de Alemania, el 25 por ciento de
los allí estacionados, aunque luego Biden ha devuelto a algunos). Según
Emmanuel Macron, el COVID-19 añade ahora una cuarta dimensión,
sanitaria y económica, a los tres desafíos que, en su opinión, enfrentan a
Europa: la ruptura jurídico-política por la decadencia del aparato normativo
que regía las relaciones internacionales; la ruptura estratégica por la
creciente enemistad sino-norteamericana; y la ruptura tecnológica que exige
ampliar la reflexión militar a cuestiones como la inteligencia artificial, el
5G y la ciberseguridad. Como se ve, no falta tarea por delante.
La Unión Europea se hizo para evitar guerras y ha tardado en enterarse
de que estamos en una (aunque sea atípica porque no hay destrucción de
infraestructuras físicas), en la que los países miembros esperábamos de ella
liderazgo, coordinación y solidaridad. Y al principio no nos ha dado
ninguna de las tres cosas. Por eso, el presidente de Serbia, Aleksandar
Vučić, se atrevió a afirmar que «la solidaridad europea no existe. Era un
cuento de hadas». Y luego lo acabó de arreglar —y de caer en la trampa de
Beijing— cuando contrapuso esta situación a la ayuda que China le ha dado
para luchar contra la pandemia. Pero claro, cada uno está donde está, y
Serbia ni siquiera es miembro de la Unión Europea. Es cierto que
inicialmente han faltado liderazgo y solidaridad regional entre el norte y el
sur del continente (otra vez el debate entre la cigarra y la hormiga), porque
la Unión Europea no ha sido capaz de hacer un gesto espectacular cuando
más falta hacía, ese gesto que vale más que mil palabras que captara la
atención general al ofrecer una ayuda decidida en los momentos más
difíciles. En su descargo cabe argumentar que la Unión Europea carece de
medios coercitivos, que hay indudable falta de cohesión entre sus miembros
y a veces también de voluntad política clara, que su presupuesto es solo el 1
por ciento de los presupuestos nacionales de los veintisiete miembros y,
sobre todo, que poner de acuerdo en lo que sea a veintisiete países es
cualquier cosa menos fácil. En el mea culpa habría también que reconocer
que sobra mezquindad y quizás también algo de racismo camuflado en la
pretendida superioridad calvinista y algo talibana con la que algunos países
de la Unión miran a otros.
El caso es que en algún momento llegó a parecer que iban a saltar las
costuras más débiles del traje comunitario al grito de sálvese quien pueda,
como cuando se prohibió exportar material sanitario entre socios que
forman parte del mercado único; o cuando se abrieron y cerraron fronteras
entre miembros del espacio Schengen según la conveniencia de cada país y
sin contar a veces con la opinión de los vecinos más afectados; o cuando se
impusieron cuarentenas de forma descoordinada a los viajeros procedentes
no solo del extranjero sino también del territorio de otros Estados miembros
de la Unión… Y mientras el Tribunal Supremo alemán se enfrentaba con el
BCE poniendo en riesgo la moneda única y olvidando que solo el TUE
(Tribunal de la Unión Europea) es el intérprete último de los tratados (lo
que también ha hecho meses más tarde la Polonia de Andrzej Duda,
arriesgándose a sanciones comunitarias), los de siempre acusaban también a
las instancias estatales de hacerlo mal con objeto de llevar algo de agua al
renqueante molino de sus pretensiones separatistas… Y también ha faltado
coordinación para una desescalada que nos permitiera a todos salir
gradualmente y juntos de la crisis. En descargo de Bruselas, cabe
argumentar que cuando los ciudadanos dirigieron su mirada angustiada a
sus gobiernos respectivos, estos volcaron su esfuerzo en ayudarles como
mejor han podido y han quedado tan absortos en la crisis interna que han
dejado inicialmente en segundo plano la también necesaria coordinación
con sus socios.
Pero siendo cierto todo lo anterior, hay que reconocer que también se ha
hecho mucho y con mucha rapidez a pesar de haber sido pillados por
sorpresa por la abrupta e inesperada llegada de una pandemia que ha tenido
efectos devastadores en algunos de nuestros países. Como repatriar a
quinientos mil ciudadanos de países de la Unión Europea que se habían
quedado «colgados» en el extranjero, a veces en lugares muy lejanos y mal
comunicados, y sin posibilidades de regresar a casa porque las fronteras se
habían cerrado y suspendido los vuelos. Bruselas organizó entonces una
operación brillante que los Estados aisladamente y dejados a sus propios
medios hubieran tenido muchas dificultades para llevar a cabo. Y también
ha lanzado en plena pandemia el ambicioso programa sanitario EU4Health
que toma nota de lo ocurrido y que crea una reserva sanitaria estratégica
para evitar que en el futuro se repitan situaciones de desabastecimiento
como la que hemos vivido.
En el terreno económico, el Banco Central Europeo de Christine Lagarde
ha recordado con su actuación decidida la famosa promesa de Draghi de
inyectar la liquidez que haga falta (su famoso whatever it takes), ha
flexibilizado los límites del déficit y del endeudamiento de los Estados, y ha
puesto en pie un paquete de quinientos mil millones de euros en ayudas del
Mecanismo Europeo de Estabilidad…, que son reembolsables y
condicionales y que por lo tanto aumentan deudas exteriores que algunos
países tienen ya muy sobrecargadas, cuando lo que hacen falta son ideas
nuevas para un problema que también lo es y que nos ha atacado a todos,
aunque unos socios hayan demostrado más resiliencia que otros. Europa ha
entrado en un nuevo ciclo económico con fuertes tasas de crecimiento tanto
de la actividad como del mercado de trabajo, pero al mismo tiempo con la
enorme vulnerabilidad e incógnitas que nos depara la persistencia del virus
y que exigen prudencia para evitar ajustes duros que maten la recuperación.
Macron cree que 2022 será «un punto de inflexión» para nuestro continente
porque reabrirá el debate sobre la normativa fiscal, que se ha suspendido
durante la pandemia, mientras proseguirán las discusiones sobre salarios
mínimos, creación de un impuesto sobre el carbono que grave las
importaciones, o la regulación de la fiscalidad de las grandes plataformas
digitales, y, la prioridad de la presidencia temporal francesa del Consejo de
la UE que comenzó el 1 de enero de 2022, la reforma del pacto de
estabilidad como parte del desarrollo de la soberanía estratégica de nuestro
continente.
El reto en Bruselas era la necesidad de pasar «from loans to grants» (de
préstamos a subsidios) de manera que los créditos no produzcan deuda y,
como ha dicho Borrell, «pasar de poner el foco en la emisión de deuda a
ponerlo en lo que la deuda va a conseguir». En definitiva, una especie de
nuevo Plan Marshall con coronabonos, mutualización de deuda, planes
económicos expansivos y lo que haga falta que nos proteja y que ayude a
nuestras maltrechas economías a remontar la crisis sin los errores de 2008.
Y esta idea novedosa e imaginativa es la que, por fin, se ha puesto sobre la
mesa con la presentación de un Fondo de Recuperación Económica de
setecientos cincuenta mil millones de euros, que Anatole Kaletsky dice que
puede acabar siendo la principal consecuencia del coronavirus y lo que ha
llamado el «momento Hamilton» de Europa, en recuerdo del acuerdo de
1790 entre Thomas Jefferson y Alexander Hamilton que ayudó a las
colonias norteamericanas a pasar de ser una débil confederación a una
verdadera federación política. Cuatro son sus características principales: la
emisión directa de bonos por la Unión Europea en su nombre y con su
garantía; el aumento del presupuesto comunitario del 1 por ciento al 2 por
ciento del PIB de los veintisiete países miembros, recaudado con impuestos
transnacionales sobre transacciones financieras y digitales o emisiones de
dióxido de carbono, que serán campos de actuación prioritarios; la
posibilidad de prestar con tasas de interés muy cercanas a cero para
tomadores soberanos Triple-A, algo que resulta bastante parecido a los
bonos perpetuos que en un momento propuso España; y, finalmente, el
proyecto descansa sobre el programa MEDE, ya utilizado en 2008, y está
anclado al presupuesto plurianual europeo que cubre el periodo 2021-2027.
Esta propuesta contempla que dos tercios de los setecientos cincuenta
millardos sean subvenciones y el otro tercio préstamos a devolver. En el
caso de España, le corresponden ciento cuarenta mil millones de euros
(setenta y siete en subsidios y sesenta y tres en préstamos).
Esta propuesta financiada con emisión de deuda común supone algo
revolucionario en la historia y es un paso adelante en el camino europeo
hacia esa creciente integración que, con todas las arquitecturas,
flexibilidades y mayorías que se quiera, es lo que necesitamos para no
desaparecer como actor principal en la geopolítica del mundo (recuerden
que nos amenaza el «síndrome de Venecia»). Con ella, la Unión Europea ha
demostrado otra vez que avanza unas veces con pequeños pasos y otras a
saltos, y que en esta crisis ha sabido estar a la altura de las circunstancias
cuando la ocasión lo ha requerido.
Es una decisión que además refuerza mucho nuestra unión, que bien lo
necesita, mejorando la percepción de que en esto estamos juntos, que
tenemos un destino común como europeos, que actuamos coordinadamente,
que hay un capitán en el puente de mando de Bruselas que sabe adónde
quiere ir, y que nuestra unión no solo ha servido para evitar guerras en el
continente, que ya es en sí muy importante pero que les dice poco a los
jóvenes, sino que también sirve hoy para sacarnos las castañas del fuego
cuando más lo necesitamos. De esa percepción popular de utilidad
inmediata, que es muy importante, depende que salgamos reforzados de
esta crisis. De otra forma será inevitable que en el futuro crezcan los
euroescépticos y los partidos radicales y populistas que serían la
consecuencia de no hacer nada. O de hacer muy poco. Y la Unión Europea
como proyecto de futuro saldría muy tocada por más que su modelo de
valores siga resultando muy atractivo. Yo, lo repito porque lo creo
firmemente, confío en «el fuerte sentido de supervivencia» y en la
inteligencia que siempre ha mostrado Europa en los momentos de
dificultad. La buena noticia es que solo depende de nosotros.
En el plano de las relaciones exteriores, la pandemia ha puesto
nuevamente de relieve el mal momento que atraviesan las relaciones entre
Europa y los Estados Unidos que en vez de acercar posturas y unir fuerzas
para combatirla juntos, decidieron hacerlo por separado. Desde la llegada
de Donald Trump a la Casa Blanca, la relación trasatlántica se había
enfriado mucho por razones ya expuestas, pero, al estallar la crisis,
Washington y Bruselas se distanciaron aún más. De entrada, ambos
prohibieron la exportación al otro de material sanitario necesario para
combatirla, aumentando así el mal ambiente reinante. Luego, Estados
Unidos decretó el cierre de sus fronteras a los ciudadanos europeos sin tener
la cortesía de advertirlo previamente, y esto también sentó mal, y además
llovía sobre mojado, porque Washington había impuesto sanciones a ciertas
exportaciones europeas, elevado aranceles y anunciado de repente y sin
anestesia que disminuían el número de soldados destacados en Alemania,
enviando al viejo continente varias señales muy poco amistosas. La
Administración Biden ha corregido esta deriva y ha comenzado a tender de
nuevo puentes sobre el Atlántico logrando que la relación mejore
sensiblemente, aunque todavía permanezca una cierta y comprensible
desconfianza por nuestra parte. Algo se ha roto y es la confianza en que los
Estados Unidos vendrían para sacarnos las castañas del fuego cuando
hiciera falta, como siempre habían hecho en el pasado. Ya no, y eso
explican las llamadas a dotarnos de una cierta autonomía estratégica
embrionaria que no eliminará nunca del todo nuestra dependencia, pero que
al menos contribuirá a disminuirla. Y, por eso, para no seguir siendo ese
«herbívoro bonachón» del que he hablado antes, en noviembre de 2021, la
Unión Europea ha logrado la aprobación de los países miembros para la
creación de una Fuerza de Despliegue Rápido de cinco mil efectivos. No se
trata de competir con la OTAN, eso a nadie se le ocurre, sino de reforzar su
flanco europeo con una capacidad mínima inicial de autonomía defensiva.
Sabiendo que seguir por esa senda significa abrir el espinoso debate sobre
el papel que deberá jugar la force de frappe francesa. Porque sin capacidad
nuclear no habrá nunca defensa autónoma creíble. Me gustará ver cómo
torean ese miura nuestros políticos o si se refugian tras el burladero, como
me parece más probable, y al respecto recuerdo la frase de Jean-Claude
Juncker durante la crisis de 2008: «Sabemos lo que hay que hacer, lo que no
sabemos es cómo hacerlo y volver a ser elegidos».
Con objeto de taponar la herida trasatlántica, Karen Donfried y Wolfgang
Ischinger han propuesto la medida indirecta de ampliar las misiones de la
OTAN, de forma que la lucha contra pandemias como la actual o las que
vengan en el futuro forme parte de sus objetivos habituales. Ahora ya lleva
a cabo vuelos para distribuir material médico y sanitario y en el futuro
podría ampliar sus competencias para crear almacenes donde se guarden
estos materiales estratégicos de modo que puedan estar inmediatamente
disponibles cuando hagan falta. No es mala idea, porque, aparte de dar
nuevas misiones a una organización que las necesita porque fue creada para
hacer frente a un Pacto de Varsovia que ya no existe, estas misiones
también contribuirían a mejorar una imagen que está en decadencia entre
los europeos pues según Pew Research Center el apoyo a la OTAN ha
bajado en los últimos diez años 16 puntos porcentuales en Alemania (de 73
por ciento de apoyo en 2009 a 57 por ciento en 2019) y 22 puntos en
Francia (de 71 por ciento a 49 por ciento). La próxima Cumbre de la
Organización Trasatlántica se celebrará en España en junio de 2022 y en
ella deberá aprobarse el nuevo concepto estratégico de la alianza. Será una
magnífica oportunidad para renovarse y demostrar la vigencia de los
principios en que se basa, algo a lo que está ya contribuyendo con
entusiasmo la política del presidente Putin en Ucrania. Sería deseable que
los dos socios de la coalición que gobierna en España se pusieran de
acuerdo en aplaudir que la reunión tenga lugar en Madrid.
Tampoco las relaciones con la China de Xi Jinping son fáciles. Europa
trata de distanciarse de la agresividad norteamericana contra Beijing,
aunque comparte algunas de las críticas de Washington, e intenta
deshacerse de la ingenuidad que ha acompañado su política con China
durante los últimos años, buscando una postura propia, intermedia y más
equilibrada, que no le está resultando fácil encontrar. La Unión Europea es
el primer socio comercial de China, que a su vez es el segundo para
nosotros, detrás de Estados Unidos. Pero las relaciones están muy
desequilibradas en su favor, y por eso llevamos siete años tratando de
negociar un tratado comercial y otro de inversiones que finalmente se
concluyó en diciembre de 2020 con gran irritación norteamericana, aunque
luego ha sido puesto en el congelador por el Parlamento Europeo (con gran
satisfacción de Washington) como protesta por las repetidas violaciones de
derechos humanos en China. Sobre la mesa están cuestiones como los
subsidios improcedentes a las empresas estatales chinas; las limitaciones de
acceso al mercado chino para nuestros fabricantes de automóviles,
computadoras, telecomunicaciones y biotecnología; límites a los servicios
financieros, y desacuerdos sobre la misma forma de solucionar nuestros
desacuerdos. China puede ser un socio en algunos asuntos como la lucha
contra el cambio climático (a pesar de que en 2020 fue responsable del 56
por ciento del consumo de carbón en el mundo… y sigue construyendo
centrales), pero en otras cuestiones es un competidor e incluso un rival. Y
eso significa que debemos ser más vigilantes con las inversiones chinas en
empresas importantes o en sectores estratégicos. Como es obvio, tampoco
ayudan a crear un ambiente más favorable nuestras críticas por cuestiones
relacionadas con la penosa situación de los uigures o con las libertades de
Hong Kong. Pero es el precio a pagar si queremos ser consecuentes con
nuestros principios y con los valores que nos inspiran.
La relación de Europa con Rusia, nunca fácil, se ha complicado mucho
con la crisis de Ucrania y el deseo ruso de volver a un reparto de esferas de
influencia en el continente. La Unión Europea no ha participado como tal
en las conversaciones que trataban de desactivarla, lo que ha motivado la
burla en público del ministro ruso de Exteriores, pero ha preparado un
programa masivo de sanciones económicas en coordinación con Estados
Unidos que abarcan el cierre de los mercados europeos de capital, la
suspensión de exportaciones de materiales necesarios para la economía rusa
en sectores importantes como el minero o el energético o, incluso, la ruptura
de los lazos financieros y la misma cancelación de nuestras compras de gas
(40 por ciento de nuestras importaciones) y de petróleo (26 por ciento). Nos
haría daño, ciertamente, pero más a Rusia que coloca en la Unión Europea
el 38 por ciento de sus exportaciones, mientras que para nosotros el
mercado ruso apenas supone el 4,1 por ciento. Este es el ambiente
enrarecido en el que se mueve la relación entre Rusia y la Unión Europea a
principios de 2022 que, como se ve, deja poco espacio para el optimismo a
corto plazo. La buena noticia es que hay mucho campo por delante para que
las cosas mejoren entre nosotros, que es lo que a ambos nos conviene.
Quizás la única consecuencia positiva de la invasión rusa de Ucrania
haya sido reforzar nuestra unidad como europeos de una forma no vista
antes. Ante la barbarie de la guerra, Europa ha sido capaz de pactar un
durísimo paquete de sanciones en lo que ha supuesto un ingente esfuerzo
diplomático pues no resulta nunca fácil poner de acuerdo a veintisiete
países y menos aún cuando el castigo a Rusia también repercute sobre
nuestras propias sociedades, también castigadas por las derivadas del
conflicto. Además Europa ha abierto de par en par sus puertas a los
refugiados que huyen de la tragedia en Ucrania y que ya son tres millones y
medio cuando escribo. Esta reacción es la opuesta a la que tuvimos, con
alguna notable excepción, en 2015 cuando los que llamaban a nuestra
puerta huían de la guerra de Siria. En tercer lugar destaca la decisión de
enviar material militar a Ucrania por valor de mil millones de euros con
cargo a los presupuestos comunitarios. Son pasos de gigante hacia la
necesaria integración y la formación de esa Europa geopolítica que
deseamos. Únicamente el necesario reforzamiento de la OTAN ante la
agresión rusa implica posponer los planes de autonomía estratégica para
nuestro continente. No es el momento. Nuestra seguridad está por ahora en
la OTAN y no sería inteligente hacer ahora nada que la menoscabe.
En todo caso, europeos y norteamericanos ganaríamos si lográramos
ponernos de acuerdo en la conducta a adoptar para nuestras relaciones con
China y con Rusia. Pero para lograrlo los europeos necesitamos que se
reúnan al menos tres condiciones: ser capaces de ponernos de acuerdo entre
nosotros, los veintisiete países miembros de la Unión Europea, que no es
tarea sencilla; coincidir con los norteamericanos en la definición y
evaluación de las amenazas existentes para nuestros intereses respectivos
que no son necesariamente los mismos; y que los americanos nos traten de
igual a igual en lugar de actuar ellos sin consultarnos y luego pretender que
sigamos la política que ellos han decidido. No es fácil, pero estoy
convencido de que es un esfuerzo que vale la pena hacer y al que el futuro
nos abocará sin duda ninguna. Porque compartimos una visión del mundo y
unos valores que hoy son atacados y están en retroceso.
Impacto sobre el futuro
Tanto Washington como Beijing han salido muy dañados del impacto de la
pandemia del coronavirus y como resultado hoy ni el capitalismo autoritario
y opaco de China ni el liberalismo egoísta e insolidario que han mostrado
los Estados Unidos resultan muy atractivos para los demás. Ni la paz sínica
ni el America First. En China, la pandemia ha provocado disensiones en el
seno de Partido Comunista y —algo nunca visto— críticas veladas al
personalismo de Xi Jinping, que ha perdido algo de credibilidad tanto por
su gestión centralizada de la crisis como por la falta de transparencia en
relación con otros asuntos como el número real de muertos. Como escribía
un ciudadano chino en Weibo: «Nosotros sabemos que ellos saben que
nosotros sabemos que mienten. Y sin embargo lo siguen haciendo». Pero no
hay que exagerar el impacto de estas críticas porque el sistema se encarga
de eliminarlas y de ensalzar sin rubor el liderazgo presidencial. Y si para
eso hay que reescribir la historia pues se reescribe, como sin reparo ha
hecho el Partido Comunista Chino (PCCh) a finales de 2021.
Este año se ha conmemorado el centenario del PCCh y la verdad es que
los que allí mandan tienen razones para celebrarlo porque gracias a él el
comunismo se mantiene en China, donde el partido lo controla todo, todo lo
ve, todo lo oye, todo lo sabe y como ha dicho el propio Xi Jinping el partido
lo es todo, «es el este, el oeste, el norte y el sur». Es el pegamento que
mantiene unido el invento, un gigantesco sistema de meritocracia en virtud
del cual noventa millones de camaradas controlan con mano de hierro el
gobierno, las Fuerzas Armadas, el aparato de seguridad, la economía, la
ciencia, la cultura… y también a mil cuatrocientos millones de
compatriotas. Lo controla todo. Su poder es inmenso porque es a la vez el
motor y el freno de cuanto hace China. Motor en cuanto fuerza de
desarrollo económico y de progreso social que constituyen la principal
fuente de legitimidad de un sistema que ha sacado de la pobreza a
seiscientos millones de personas en las últimas décadas y ha convertido a
China en una gran potencia global, y también freno porque su propia
estructura rígida y piramidal y la ausencia de libertad lastran las
posibilidades de innovación porque dificultan el debate que está en la raíz
del progreso. Y ha decidido celebrar su centenario reescribiendo la historia
de China durante los últimos cien años, de forma que se resalten sus éxitos
y se oculten sus errores, que es lo que hacen todas las dictaduras. Stalin
hacía borrar de las fotos a aquellos que ordenaba ejecutar para que nadie
pudiera pensar que había sido amigo de traidores contrarrevolucionarios, y
George Orwell imaginó un Ministerio de la Verdad con el objetivo de
reescribir continuamente el pasado para adecuarlo a las conveniencias del
presente, porque sabía muy bien que el que controla el pasado controla el
futuro, y que el que controla el presente controla el pasado porque lo puede
modificar a su conveniencia.
Dicho y hecho. El PCCh ha revisado la historia china a la luz del
pensamiento de Xi, que está integrado en la misma Constitución, y ha
elevado a sus altares laicos a una trinidad comunista sin mancha de pecado
alguna. En ella, Mao Zedong es el héroe que puso fin al siglo de
humillación iniciado con las vergonzosas guerras del Opio y que fundó la
China comunista, Deng Xiaoping es presentado como el hombre
pragmático (no importa que el gato sea negro o blanco, lo importante es que
cace ratones) y el estratega del desarrollo económico y social del país, y Xi
Jinping, el tercer trinitario, es el llamado a lograr una sociedad de bienestar,
conseguir el respeto internacional que China merece como potencia
hegemónica, y alcanzar la integridad territorial con el recibimiento de
Taiwán en el seno de la madre patria. En esta historia reconstruida a medida
se olvidan inconvenientes, como que el propio Deng dijo en cierta ocasión
que Mao había acertado un 70 por ciento de las veces y errado un 30 por
ciento. También se olvidan la masacre de Tiananmén en 1989, el Gran Salto
Adelante que costó treinta millones de muertos, la misma Revolución
cultural, una inquisición comunista que fue el mayor intento para controlar
el pensamiento que se ha hecho en el planeta Tierra, o la actual represión
sobre nacionalistas y disidentes, porque lo que de verdad quiere Xi no es
tanto ser Mao como no ser Gorbachov, que en las Navidades de 2021 ha
hecho justamente treinta años que acabó con la Unión Soviética. Y para eso
Xi cuenta con el partido. Todo como parte de un gigantesco esfuerzo por
construir una imagen atractiva que China sabe bien que necesita para lograr
sus ambiciones futuras.
En lo que se refiere a Estados Unidos, tanto la polarización política
extrema como el errático comportamiento de Donald Trump han sembrado
muchas dudas en el mundo sobre la capacidad de liderazgo de Washington,
también muy dañado en su imagen por la muerte de George Floyd y de
otros detenidos de color y por los graves disturbios raciales que las han
seguido. Por no hablar del enorme daño que ha hecho el asalto al Capitolio
por la mala imagen que proyectó ante el mundo de la democracia
norteamericana y de la polarización de su sistema político que algunos ven
gravemente enfermo. Porque para liderar hay que ser admirable, una
reputación tarda mucho en construirse, pero se puede destruir muy deprisa,
y en muchos aspectos los Estados Unidos han dejado de ser la «nueva
Jerusalén», la luz encima de la colina que ilumina al mundo. Si su
democracia sufre, lo hace en todo el mundo porque han sido y siguen
siendo sus paladines. Ese es el mayor daño del legado de Donald Trump, la
desconfianza, porque Trump, o alguien como él,podría volver a ocupar un
día la Casa Blanca. Y si la economía china ha sufrido mucho, también lo ha
hecho la norteamericana, que en 2020 tuvo su peor caída desde la Segunda
Guerra Mundial, aunque se ha recuperado con fuerza en 2021 mostrando
una vez más su admirable flexibilidad.
En China, las perspectivas económicas no son buenas, aunque ha sido el
único país del mundo que ha logrado crecer en 2020, solo un 2 por ciento
que para China es muy poco, pero que es algo que nadie más ha
conseguido. La economía china es muy dependiente de sus exportaciones a
los Estados Unidos y a la Unión Europea (doce de los países más dañados
por el COVID-19 absorben el 40 por ciento de sus exportaciones), y
mientras ellos no se recuperen, China no podrá volver a crecer al 6 por
ciento que es lo que necesita para por lo menos no crear desempleo y para
poner en sordina sus propios problemas internos, que no son pocos. Por eso
y para acallar críticas, Xi ha lanzado un plan de estímulo que prevé 1,4
billones de dólares de aquí a 2025 en IA, IoT y 5G para adelantar
definitivamente en estos campos a los Estados Unidos, así como quinientos
sesenta y ocho mil millones de dólares en infraestructuras como líneas de
alto voltaje y trenes de alta velocidad. Quién lo iba a decir, ¡Keynes también
en China!
Tampoco los Estados Unidos están para tirar cohetes. Se estima que su
economía se contrajo un 3,5 por ciento en 2020 (la mayor caída desde
1946), siendo la primera vez que también su PIB ha bajado desde 2009, año
en el que cayó un 2,5 por ciento como consecuencia de la crisis financiera.
La deuda ha llegado al 102 por cien del PIB en diciembre de 2021 (muy
cerca del máximo del 106 por ciento alcanzado durante la Segunda Guerra
Mundial), mientras el desempleo arrojó cifras que recordaban a las de la
Gran Depresión posterior a la crisis de 1929 aunque se ha recuperado hasta
una envidiable (para nosotros) tasa del 3,7 por ciento en marzo de 2022. Y
también cayeron las ventas al por menor como no se recuerda y se
derrumbó la confianza de los consumidores. Pero los Estados Unidos tienen
una fortaleza que no tiene China, y es el dólar como moneda de reserva
mundial y la Reserva Federal que, como dice Carlos Pascual, se ha
convertido en el «banquero central del mundo gracias a la utilización de
líneas swap de divisas con bancos centrales y acuerdos de recompra en el
mercado monetario» (se entiende de deuda). Lo que pasa es que no es oro
todo lo que reluce, pues mientras China financia el actual déficit de los
Estados Unidos —lo que no deja de tener su ironía— la Fed se ve obligada
a mantener el valor y la liquidez del dólar cuando esa deuda está en manos
de Beijing… que podría pedir su recompra, y eso, se mire como se mire es
una debilidad. De esta manera, acaban ambos dependiendo uno del otro,
como en el chiste del dentista en el que el paciente le agarra al médico por
donde usted imagina y aprieta con fuerza mientras le dice: «No nos vamos a
hacer daño, ¿verdad, doctor?». Pues aquí igual, aunque sin anestesia. Pero
Estados Unidos es un país con extraordinaria vitalidad y se ha recuperado
mucho más deprisa que Europa hasta el punto de estimarse por el FMI que
su economía habrá crecido un 7 por ciento en 2021 y crecerá un 4,9 por
ciento en 2022 gracias a las medidas de estímulo adoptadas por el
presidente Biden, que entre unas cosas y otras ya ha dedicado billones de
dólares para ayudar a estados, empresas y ciudadanos que pasaban muchos
apuros, y que mientras escribo aún pelea con la minoría republicana en el
Congreso (y con sus dos senadores «rebeldes», Joe Manchin y Kyrsten
Sinema) para adoptar un plan de impacto social por valor de 2,8 billones de
dólares.
La realidad es que ambos países, Estados Unidos y China, deben decidir
qué camino desean seguir en el futuro en su relación bilateral, si un camino
de colaboración que lleve a reescribir juntos las reglas políticas y
comerciales para una nueva era geopolítica, o si optan por un camino de
separación y de confrontación, que podría acabar muy mal para ellos… y
para todos los demás. De momento no está claro, aunque las señales que
ambos emiten no son muy esperanzadoras.
China tanto podría rebajar la tensión enviando señales tranquilizadoras
como responder subiendo el tono nacionalista, y esa será una decisión que
previsiblemente no se tomará hasta que se reúna en 2022 el XX Congreso
del Partido Comunista. A la vista de la actitud que está adoptando ante
Hong Kong, en el mar del Sur de China y con Taiwán, da la impresión de
que podría estar imponiéndose una línea más beligerante y asertiva en
política exterior, mientras se esfuerza en hacer respetar lo que los chinos
consideran sus derechos en su «entorno inmediato». Es más o menos lo que
piensan Aaron Miller y Richard Solosky cuando dicen que Xi y también
Putin «perciben a los Estados Unidos como una nación hostil, agresiva y
unilateralista que amenaza la estabilidad interna de sus países y lo que ellos
consideran sus legítimas ambiciones geopolíticas». Si los chinos leyeran a
Shakespeare sabrían que las ambiciones son solo «la sombra de un sueño» y
que, en todo caso, se pueden perseguir de muchas maneras diferentes.
Por parte de los Estados Unidos, está claro que la era del «strategic
engagement» (compromiso estratégico) pertenece al pasado y que hoy de lo
que se trata es de «contener» a China, algo en lo que están de acuerdo
republicanos y demócratas y que tiene el riesgo de que podría fácilmente
derivar en «confrontar» a China. Branko Milanović cree que la reacción
china a la pandemia puede haber sido para los Estados Unidos lo que llama
un nuevo «momento Sputnik», en recuerdo del hecho de que fue solo con el
éxito espacial soviético en octubre de 1957 cuando Washington cayó en la
cuenta de que la Unión Soviética no era solo un adversario ideológico
importante, sino también un rival temible en los campos militar y
tecnológico. Ahora la señal de alarma la da el enorme gasto de China en el
ámbito digital y militar, y su esfuerzo de propaganda y de ayuda al mundo
en forma de material sanitario o de alivio de la deuda de algunos países del
Tercer Mundo, que le están haciendo ganar muchos amigos. Y a
Washington le preocupa un rival que por fin se quita la careta, le presenta
cara y le hace abiertamente la competencia, cuando hace muy pocos años
aún le consideraba incapaz de progresos tecnológicos significativos. O sea,
que los americanos por fin han caído del guindo y de momento han
reaccionado a la defensiva para distanciarse más de Beijing con medidas
como impedir a algunas empresas chinas cotizar en la bolsa de valores de
Nueva York, exigir la previa aprobación gubernamental para exportar
semiconductores a empresas como Huawei, o prohibir que Fondos
Federales de Pensiones inviertan en China. Pero Washington no se ha
limitado solo a medidas reactivas, sino que ha adoptado otras asertivas
como el boicot diplomático a las Olimpiadas de Invierno en China en 2022,
o la búsqueda de aliados que ha emprendido en el Indo-Pacífico para
«contener» al gigante asiático. Son cosas que no han gustado allí.
Pero empeorar la relación no tiene por qué ser la única opción una vez
que tampoco parece ser la mejor, pues chinos y norteamericanos podrían
haber elegido el camino de asumir conjuntamente el liderazgo mundial para
dirigir juntos la lucha global contra la pandemia. En lugar de ello asistimos
a una penosa disputa en la que se culpan mutuamente de estar detrás de su
origen y difusión. Es patético y sonrojante. También es indignante. El
presidente Donald Trump no paraba de hablar del «virus chino», de exigir
una indemnización a China por los daños que ha causado e incluso, en uno
de sus momentos de incontinencia verbal, llegó a mencionar la posibilidad
de romper relaciones diplomáticas con Beijing mientras su secretario de
Estado Pompeo no dudaba en atribuir el origen del virus, aunque sin aportar
pruebas, a ingeniería vírica en un laboratorio de Wuhan, algo que niegan los
chinos y también la Organización Mundial de la Salud y la comunidad
científica, aunque ha encontrado seguidores entre los adeptos a las teorías
conspiratorias que nunca faltan. En todo caso, es algo que nadie ha
conseguido probar. Desde Beijing —y para no ser menos en la puja de
despropósitos— respondieron con la absurda aseveración de que han sido
precisamente soldados norteamericanos los que habrían difundido el virus
en Wuhan, antes de que desde allí se extendiera por el mundo. Sonroja
escuchar a gente que se supone seria competir en descalificaciones y
estupideces que no son capaces de sustentar con un mínimo de rigor, y por
eso coincido con Kissinger cuando dice que «en lugar de competir en
propaganda… deberían poner en pie marcos bilaterales y multilaterales que
refuercen la cooperación», que es algo que ayudaría al mundo, pues no en
balde son las dos principales potencias del planeta en el plano científico.
A principios de 2022 no digo que ninguno de los dos busque el conflicto,
solo digo que un aumento controlado de la tensión puede servir a sus
propósitos, al menos a corto/medio plazo, aunque sea un camino muy
peligroso. La desinformación nos inunda desde ambos lados y de seguir por
este camino nos encaminamos hacia una espiral nacionalista alimentada por
el propio virus. De un virus a otro virus, o uno dentro del otro.
Lo más preocupante es que no es probable que tampoco mejore el clima
bilateral a medio plazo, porque, tras la pandemia (¿se ha superado?),
Washington tiende a concentrar su mirada, sus recursos y sus esfuerzos en
mejorar la situación doméstica y en aliviar las condiciones de una
ciudadanía muy dañada por la recesión que la ha seguido. Y, en
consecuencia, presta menos atención a las relaciones internacionales. Para
entendernos, más mantequilla y menos cañones o, como dijo Biden, «una
política exterior al servicio de la clase media (americana)». O al menos esa
era su intención hasta que Afganistán, primero, y Ucrania, después, le
obligaron a concentrar su atención y distraerle del verdadero problema que
le preocupa en el ámbito exterior que no es otro que China. Es cierto que
con Joe Biden se han producido ciertamente cambios importantes en la
política exterior de los Estados Unidos, como enmendar las relaciones con
los aliados, restablecer la participación estadounidense en organismos
internacionales, restaurar el multilateralismo en la medida de lo posible y
mostrar liderazgo mundial en asuntos como el cambio climático o la misma
lucha contra la pandemia. Pero en relación con China no lo tiene fácil ya
que su margen de maniobra se ve muy limitado porque ni el Congreso ni la
opinión pública le dejan ir muy lejos, pues a lo largo de estos años ha ido
ganando terreno la consideración generalizada de la República Popular de
China como un rival sistémico, y los dos grandes partidos están a favor de
una política que contenga la que consideran una expansión indeseable de la
influencia china en el mundo y un preocupante desarrollo acelerado de
armas muy sofisticadas que amenazan a medio plazo la supremacía
norteamericana. En esta línea, sus asesores le aconsejan una actitud de
«competencia sin catástrofe» —que es un terreno siempre resbaladizo— y
la reconstrucción de los sistemas de alianzas en el área de Asia-Pacífico que
Trump había dejado caer frívolamente y que ahora Biden trata de
reconstruir en lo que en realidad es una pésima noticia para China, y por eso
Xi ha criticado esta política de bloques en su cumbre virtual con Biden en
noviembre de 2021. Porque sabe que no le conviene nada.
De lo que piensan los republicanos es buen ejemplo el libro de Michael
Pillsbury, de amplia circulación en medios conservadores y cuyo título lo
dice todo: The Hundred Years Marathon: China’s Secret Strategy to
Replace America as the Global Superpower (La maratón de cien años: la
estrategia secreta de China para reemplazar a los Estados Unidos como
superpotencia global). Y este convencimiento está arrastrando a los
demócratas que con este ambiente no se pueden permitir dar una imagen de
debilidad. Prueba de ello es Stephany Murphy, miembro demócrata de la
Cámara de Representantes por el estado de Florida, que ve una lucha
existencial entre dos modelos diferentes: «En el frente político se enfrentan
democracia y autoritarismo. En el frente económico la pugna se da entre un
modelo dirigido por el Estado y otro dirigido por el mercado. Es una pelea
que los Estados Unidos deben vencer». Como se ve, hay bastante en común
entre las posturas de unos y de otros, con escaso margen para el desacuerdo
y que solo se diferencian en que mientras los primeros, los republicanos,
quieren enfrentarse a China solos y a pecho descubierto, los demócratas
buscan socios y aliados que les acompañen en esa pugna. Hace falta mucha
tila. En la cumbre virtual de noviembre de 2021, Biden aprovechó para
expresar la opinión de que las tensiones entre ambos países no deberían
derivar en un conflicto y mantenerse en el terreno de «una competencia
simple y directa», mientras que Xi le respondió que Estados Unidos y China
«son dos barcos gigantescos navegando en alta mar» y que no hay que
permitir que choquen. Son palabras, por ambos bandos, que dejan ver que el
mundo se desliza hacia lo que algunos ya llaman una nueva guerra fría (o,
en terminología más actual, una guerra fría 2.0) mientras otros como
Francesco Sisci van más allá y creen que el coronavirus puede ser «el aceite
que lubrique y el combustible que alimente el choque» entre las dos
potencias. ¡No hay nada como el optimismo!
En mi opinión, lo que la crisis del coronavirus ha demostrado es que una
estrategia basada en la competición entre las grandes potencias es
insuficiente e inadecuada para lo que el mundo necesita en estos momentos,
y por ello coincido con Joseph Nye cuando aconseja a Estados Unidos
cambiar de actitud y en lugar de pensar en términos de «poder sobre los
otros», esforzarse en aprender la importancia de «poder con los otros», una
conclusión parecida a la que llega también Kishore Mahbubani cuando
afirma que Estados Unidos tiene ante sí dos posibilidades: o competir con
China por el dominio global, en un juego de suma cero, o cooperar con
China y así contribuir a mejorar el bienestar de su propio pueblo… y de los
demás. Está muy bien, pero como para bailar el tango hacen falta dos algo
parecido habría que pedirle también a China en términos de un esfuerzo por
jugar en la arena internacional con las reglas establecidas o, por lo menos,
ofrecer su modificación por la vía de la negociación y el acuerdo y no de los
hechos consumados, como ha hecho Putin en Ucrania. Sería lo deseable,
pero no es lo más probable, porque en estos momentos los dos parece que
quieren salir vencedores de esta confrontación, desoyendo el sabio consejo
de Cicerón de que una mala paz es siempre más apetecible que la mejor
guerra. Porque ese es el gran problema que enfrentamos y de cuya
resolución dependerá en buena medida el mundo que dejaremos a nuestros
hijos: una vez que sabemos que las reglas que han regido la geopolítica
desde 1945 están caducas, debemos decidir si nos damos otras por acuerdo
entre todos o si nos dirigimos a un mundo sin reglas compartidas; para
entendernos, un mundo con dos o más sistemas de internet incompatibles
entre sí. Ese es el verdadero reto de nuestro tiempo y de cómo lo
resolvamos depende el futuro.
Daron Acemoğlu, profesor de economía en el MIT, se atreve a proponer
cuatro posibilidades de salida al actual enfrentamiento con el trasfondo de
la crisis provocada por el COVID-19, cada una con diferentes implicaciones
políticas, económicas y sociales:
El primer escenario es el que llama «lo mismo trágico de siempre»
(tragic business as usual), en el que «parafraseando a Karl Marx, se repite
la historia del presente disfuncional» de forma que los líderes no captan la
gravedad de lo que ocurre, no enfrentan la debilidad de las instituciones o
las desigualdades sociales y económicas, y no hacen las reformas
oportunas. El resultado es que como esta crisis no será la última, cuando
llegue otra, el descontento y la alienación serán aún mayores que ahora y
también mayores las dificultades para enfrentarla.
La segunda salida es la que llama «propagación china» (China-lite) en la
que el modelo hobbesiano del Estado fuerte y autoritario que representa el
régimen de Beijing gana adeptos en un mundo deslumbrado por la eficacia
mostrada al movilizar masivamente recursos para combatir la pandemia.
Esto supone el correlativo descenso en la apreciación de las formas, modos
y valores de la democracia. Un escenario que nos lleva directamente a un
mundo más autoritario y de líderes fuertes.
La tercera posibilidad es para Acemoğlu «la servidumbre digital» (digital
serfdom). Ante el fracaso de muchos políticos en el combate contra el
coronavirus (él cita el caso de Donald Trump), los ciudadanos se vuelven
hacia las compañías privadas del tipo de Apple o Google que han mostrado
su eficacia al poner en práctica medidas de control de la pandemia como el
seguimiento electrónico de infectados. En este escenario estas compañías
tendrán cada día más poder gracias a la recolección de datos privados y a su
capacidad manipuladora, mientras los gobiernos acaban cada vez más
sometidos a Silicon Valley o sus equivalentes.
El cuarto escenario es «el estado de bienestar 3.0» (welfare state 3.0).
Este sería el tercer intento de extender sus beneficios después del que se
hizo con posterioridad a la crisis de 1930 y a la Segunda Guerra Mundial, y
al segundo intento que se tradujo en su desmantelamiento parcial en época
de Reagan y Thatcher, antes de la caída de la Unión Soviética. En este
escenario, los gobiernos asumen responsabilidades mayores que los harán
más eficaces, mientras al mismo tiempo refuerzan la democracia y la
rendición de cuentas ante la ciudadanía, y eso los hará más trasparentes, en
un nuevo equilibrio que el propio Acemoğlu considera ideal pero
complicado de conseguir.
En realidad, hay tantas opiniones como analistas porque cada uno tiende
a proyectar sobre el futuro sus propias concepciones, que son previas a su
estallido, en una especie de confirmación de prejuicios ya existentes: así,
unos dirán que hay que renovar las instituciones internacionales en un
multilateralismo de nuevo cuño y reforzado, e incluso podrán llegar a
proponer una especie de gobierno mundial como objetivo ideal a alcanzar,
mientras que otros señalarán que el peso de la lucha contra la pandemia se
ha hecho por los Estados nacionales que salen muy reforzados porque les
hemos dado poderes extraordinarios de vigilancia sobre nuestras vidas,
poderes que sin duda eran necesarios en su momento para evitar contagios,
mantener la economía a flote y los comercios abiertos, pero que conllevan
un riesgo de autoritarismo si no volvemos a ponerlo todo en su sitio
recuperando la plenitud de los mecanismos del Estado de derecho.
De igual manera hay quién afirma que la respuesta de los regímenes
autoritarios es más eficaz que la de las democracias cuando ocurre una
crisis del calibre de la actual porque su manejo requiere mano dura y
movilización de recursos sin perder tiempo en discusiones, y aportan el
ejemplo de China contrapuesto al de Estados Unidos, que lo han hecho
peor. Pero que uno tenga fallos no quiere decir que el otro esté en lo cierto,
y si bien es verdad que algunos Estados autoritarios han mostrado eficacia
en combatir la pandemia, como Singapur o Vietnam, mientras algunas
democracias no lo han hecho tan bien (Estados Unidos), no lo es menos que
ha habido dictaduras y autoritarismos ineficaces (Irán, Rusia, Brasil) y
democracias exitosas como Corea del Sur, Israel o Taiwán. Aun así, no
debería extrañarnos si cuando esto acabe los Estados Unidos aparecen como
los perdedores y China como la ganadora, porque está invirtiendo mucho en
imagen y porque está aprovechando con habilidad los fallos y dudas del
anterior inquilino de la Casa Blanca al combatir el virus. Aquí la idea
peligrosa a retener es la de que la mano dura es necesaria por su mayor
eficacia en tiempos de crisis y esa idea no hay duda de que está ganando
terreno en el mundo. Pero no hay que engañarse, porque los que lo afirman
son los que con toda probabilidad ya lo pensaban también antes de la
pandemia. Y además es falsa.
De forma más sintética, más pegado a la política diaria, con mayor
experiencia sobre el terreno y con mayor pragmatismo, Kevin Rudd,
exprimer ministro de Australia, cree que el futuro orden global será
definido por tres factores: los cambios que se produzcan como
consecuencia de la crisis en el respectivo poder (económico y militar) de
China y de Estados Unidos; la percepción que el mundo tenga de esos
cambios; y las estrategias que a partir de ahí ambos desarrollen. Yo me
atrevería a añadir un cuarto factor: las reglas de funcionamiento que seamos
capaces de darnos.
Por eso, en función de cómo evolucione la situación en los próximos
meses y años se decidirá quién dictará las reglas por las que se regirá el
mundo en el nuevo ciclo geopolítico que se abre, si serán normas de
inspiración liberal o si serán de inspiración autoritaria. O si serán producto
de una negociación inteligente entre bloques enfrentados. O si cada bloque
tendrá las suyas. O si serán los algoritmos los que dominen, que tampoco es
un escenario descartable a medio plazo. Y esas normas serán las que nos
servirán para enfrentar futuras crisis, incluidas pandemias, en función de
que escojamos un camino de cooperación o un camino de confrontación. El
primero deberá llevarnos a una cierta reconstrucción del multilateralismo
que busque un nuevo equilibrio entre el Estado-nación, los sujetos
internacionales no estatales, las grandes plataformas digitales y las
instituciones internacionales, mientras que el segundo reforzará las
tendencias multipolares-nacionalistas-populistas y rupturistas que ofrecen
muchas posibilidades de acabar siendo incompatibles con la paz y la
seguridad internacionales. Y en función de esto se decidirá si es Estados
Unidos o es China quien se beneficia del reordenamiento geopolítico que
está en curso, porque la historia la escriben siempre los vencedores. A
menos que mientras ambos discuten quién se lleva el gato al agua, el mundo
siga su enloquecida carrera a lomos de la revolución tecnológica y sean
finalmente las grandes empresas de tecnología digital, la inteligencia
artificial, la computación cuántica y los algoritmos los que acaben cortando
el bacalao en el mundo del futuro. Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que pasa
con el ordenador HAL-9000 en la película de Kubrick 2001: una odisea del
espacio?
Lo que es seguro es que los efectos del COVID-19 variarán en función de
su duración y de su intensidad. La duración depende de las vacunas y de la
capacidad de mutación del virus, porque aún no se ha ido y sigue entre
nosotros como muestra la variante ómicron surgida en Sudáfrica a finales
de 2021 cuando muchos ya se hacían ilusiones de haberlo dejado
definitivamente atrás. ¿Por cuánto tiempo más? Y la intensidad depende de
las medidas que seamos capaces de poner en pie para aliviar la pandemia.
De entrada y a muy corto plazo, debemos seguir trabajando para recuperar
la economía y el comercio en medio de mucha incertidumbre por el rebrote,
más pobreza, más inflación, más nacionalismo, más desigualdades, más
desempleo y más deuda. Algo que se nos ha complicado
extraordinariamente por las muchas consecuencias derivadas de la invasión
rusa de Ucrania cuando parecía que comenzábamos a levantar cabeza. Son
tres crisis muy seguidas las que ya llevamos a cuestas.
Por eso, sería deseable que la actual ola de nacionalismo, producto
natural del miedo a la pandemia, fuera seguida por un esfuerzo global para
recrear un mundo con instituciones internacionales fuertes que nos amparen
a todos. Hemos aprendido por las bravas que las tecnologías del siglo XXI
son globales en su alcance y en sus consecuencias: patógenos, sistemas de
IA, virus de los ordenadores y radiación, etc., pueden liberarse accidental o
voluntariamente y convertirse en un problema para todos en muy poco
tiempo. Por ello, como dice Richard Danzig, sería inteligente aprender de lo
que ha sucedido y poner en pie «sistemas de alerta acordados, controles
compartidos, planes comunes de contingencia, normas y tratados… para
moderar nuestros numerosos riesgos compartidos», y aprovechar la actual
crisis, que no será la última, para construir un orden geopolítico más fuerte
como se hizo en el pasado tras las campañas napoleónicas con el Tratado de
Viena, o después de los destrozos de la Segunda Guerra Mundial con los
Tratados de San Francisco y Bretton Woods. Volver, en definitiva, a un
multilateralismo reforzado que nos dé instituciones internacionales sólidas
para debatir, para gestionar las diferencias y para combatir juntos los retos
que tenemos delante de cambio climático, de nuevos virus que sin duda
aparecerán en algún momento y que podrían ser mucho más mortíferos que
el actual, las amenazas que representan el hambre y las desigualdades, el
terrorismo en sus variantes crudo, bio y ciber, la proliferación nuclear, las
nuevas tecnologías y el mal uso que algunos hacen de ellas, o la misma
proliferación de regímenes nacionalistas autoritarios incompatibles con
nuestros valores. En definitiva, la pandemia habrá tenido su parte de
utilidad si nos fuerza a reconocer que a todos nos interesa cooperar
multilateralmente en los grandes asuntos globales que tenemos delante y
abre un periodo de creatividad institucional como lo fue Bretton Woods en
1944. La recesión económica que sigue al COVID-19 es una buena ocasión
para lanzar un programa keynesiano de fuertes inversiones públicas
creadoras de empleo a nivel global tipo «Build Back Better», como
preconiza Joe Biden, al mismo tiempo que se persigue la neutralidad en
emisiones para 2050 en la lucha contra el cambio climático, que es un
problema infinitamente mayor que el de este virus, aunque muchos no
quieran verlo. Y ya de paso podríamos aprovechar para moderar la
«hiperdesregulación» de los últimos años, que tan malos resultados ha
dado.
Eso sería lo ideal y lo que me gustaría a mí y por lo que creo que vale la
pena trabajar, pero no es lo que, por desgracia, veo más probable a corto
plazo en un mundo más dividido que nunca, con más proteccionismo que
nunca, con más actores estatales y no estatales que nunca, en el que los
consensos resultan cada vez más difíciles de lograr y en el que cada uno
mira solo por lo suyo. Falta visión, faltan estadistas, faltan poetas, faltan
visionarios, falta voluntad política, falta consenso, faltan normas… y por
este camino vamos hacia un mundo dividido por egoísmos nacionales,
fronteras, censuras, aranceles, un mundo de mediocres, de pobres y ricos y
de fuertes y débiles, un mundo en el que el pez grande se come sin
escrúpulos al chico y en el que los fuertes se imponen como han hecho
siempre y los débiles sufren, como también ha sido su papel histórico. Un
mundo muy antipático donde las grandes plataformas digitales van por libre
imponiendo sus intereses y que, a potencias medias, como es el caso de
España, no le conviene nada. Porque, si eso sucede, al final todos
perderemos, pues aunque todos vengamos de culturas y de historias
diferentes, la actual interdependencia nos coloca ante un futuro compartido
en un mundo que es cada vez más pequeño.
Henry Kissinger ha escrito: «El reto histórico para los líderes es gestionar
la crisis mientras construyen el futuro. Su fracaso puede poner el mundo en
llamas». Yo solo lo matizaría en el sentido de que deseo que ese futuro se
haga sin tener que renunciar a nuestros valores y sin perder nunca la
esperanza, porque lo que pase acabará dependiendo de lo que nosotros
queramos hacer y seamos capaces de hacer. Hoy, con todos los medios a
nuestro alcance que nos da la época en la que nos ha tocado vivir, el mundo
está en nuestras manos: podemos abrazarlo, modelarlo y hacerlo mejor o
desentendernos de él. Nunca los humanos hemos tenido tanto poder en la
corta y rica historia de la humanidad. Ojalá sepamos manejarlo con
inteligencia y esa es nuestra enorme responsabilidad, porque de eso
dependerá el mundo que dejemos a nuestros hijos.