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HISTERIA
Sigmund Freud
(1895)
Edición electrónica
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Índice
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Los «Estudios sobre la histeria», escritos en colaboración por los doctores José
Breuer y S. Freud aparecieron por vez primera en 1895, publicada por Deuticke,
Leipzig-Vienna. Siguiendo la pauta que nos traza la edición alemana de las obras
completas del profesor Freud, no recogemos en esta edición castellana sino la parte
que de dichos «Estudios» corresponde privativamente a Freud, excepción hecha de
los capítulos A, B y C, que corresponden a ambos colaboradores.
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Abril de 1895.
J. BREUER S. FREUD
J. BREUER
4 Cabe aquí una acotación, particularmente destinada a los lectores de habla castellana, respecto
del interés inicialmente despertado por el psicoanálisis. La «Comunicación preliminar» de Breuer
y Freud fue publicada en la revista Neurologisches Zentralblatt, en sus entregas del 1 y del 15 de
enero de 1893. Pues bien: la Gaceta Médica de Granada publicaba la traducción castellana en
febrero y marzo del mismo año (vol. XI, núms. 232 y 233, págs. 105 -111 y 129-135), con el título
Mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos. Este hecho, cuyo conocimiento debo a una
comunicación personal de James Strachey, me ha intrigado siempre. ¿Quién pudo interesarse en
Granada por un trabajo que, si bien en la perspectiva histórica debe considerarse como hito inicial
del psicoanálisis paso casi inadvertido en su lugar de origen y en la esfera de influencia científica
a la cual estaba destinado? (T.)
5 Las dos aportaciones exclusivas de Josef Breuer - la Historia clínica de Anna O. y
Consideraciones teóricas - fueron omitidas en todas las ediciones de Estudios sobre la histeria
posteriores a 1922.
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sueños y del simbolismo inconsciente, entre otras cosas-, el lector atento sabrá encontrar
los gérmenes ya en este libro. Finalmente, a quien se interese por la evolución que condujo
de la catarsis al psicoanálisis, no podría darle mejor consejo que el de comenzar con los
Estudios sobre la histeria, recorriendo así el mismo camino que yo hube de seguir.
Por lo que respecta a la teoría, nos han demostrado, en efecto, dichos resultados que el
factor accidental posee en la patología de la histeria un valor determinante, mucho más
elevado de lo que generalmente se acepta y reconoce. En la histeria «traumática» está fuera
de duda que es el accidente lo que ha provocado el síndrome, y cuando de las
manifestaciones de los enfermos de ataques histéricos nos es posible deducir que en todos
y cada uno de sus ataques vive de nuevo por alucinación aquel mismo proceso que
provocó el primero que padecieron, también se nos muestra de una manera evidente la
conexión causal. No así en otros distintos fenómenos. Pero nuestros experimentos nos han
demostrado que síntomas muy diversos, considerados como productos espontáneos -
«idiopáticos», podríamos decir- de la histeria, poseen con el trauma causal una conexión
tan estrecha como la de los fenómenos antes mencionados, transparentes en este sentido.
Hemos podido referir a tales factores causales neuralgias y anestesias de formas muy
distintas, que en algunos casos venían persistiendo a través de años enteros; contracturas y
parálisis, ataques histéricos y convulsiones epileptoides, diagnosticadas de epilepsia por
todos los observadores; petit mal y afecciones de la naturaleza de los «tics», vómitos
6Conferencia en el Wiener Medizinischer Club el 11 de enero de 1893. (Wien. Med. Presse, 34 (4),
121-6 y (5), 165-7.)
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En muchas ocasiones es tan perceptible la conexión, que vemos con toda evidencia cómo el
suceso causal ha dado origen precisamente al fenómeno de que se trata y no a otro
distinto. Dicho fenómeno aparece entonces transparentemente determinado por su
motivación. Así sucede -para elegir un ejemplo vulgarísimo- cuando un afecto doloroso,
surgido en ocasión de hallarse comiendo el sujeto, y retenido por el mismo, produce
después malestar y vómitos, que luego perduran a través de meses enteros en calidad de
vómitos histéricos. Una muchacha, que llevaba varias noches velando angustiada a su
padre, enfermo, cayó una de ellas en un estado de obnubilación, durante el cual se le
durmió el brazo derecho, que tenía colgando por encima del respaldo de la silla, y sufrió
una terrible alucinación. Todo ello originó una «pereza» de dicho brazo, con anestesia y
contractura. Además, habiendo querido rezar, no encontró palabras, hasta que, por fin,
consiguió pronunciar una pequeña oración infantil en inglés; y cuando algún tiempo
después se vio aquejada por una grave y complicada histeria, olvidó por completo durante
año y medio su idioma natal, no pudiendo hablar, escribir ni comprender sino el inglés7.
Una señora, cuya hija se hallaba gravemente enferma, puso toda su voluntad, al verla
conciliar el sueño, en evitar cualquier ruido que pudiera despertarla; pero precisamente a
causa de tal propósito («voluntad contraria histérica») acabó produciendo un singular
chasquido con la lengua.
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Pero la conexión causal del trauma psíquico con el fenómeno histérico no consiste en que
el trauma actúe de «agente provocador», haciendo surgir el síntoma, el cual continuaría
subsistiendo independientemente. Hemos de afirmar más bien que el trauma psíquico, o
su recuerdo, actúa a modo de un cuerpo extraño, que continúa ejerciendo sobre el
organismo una acción eficaz y presente, por mucho tiempo que haya transcurrido desde
su penetración en él. Esta actuación del trauma psíquico queda demostrada por un
singularísimo fenómeno, que confiere además a nuestros descubrimientos un alto interés
práctico. Hemos hallado, en efecto, y para sorpresa nuestra, al principio, que los distintos
síntomas histéricos desaparecían inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía
despertar con toda claridad el recuerdo del proceso provocador, y con él el afecto
concomitante, y describía el paciente con el mayor detalle posible dicho proceso, dando
expresión verbal al afecto. El recuerdo desprovisto de afecto carece casi siempre de
eficacia. El proceso psíquico primitivo ha de ser repetido lo más vivamente posible,
retrotraído al status nascendi, y «expresado» después. En esta reproducción del proceso
primitivo, y tratándose de fenómenos de excitación, aparecen éstos -convulsiones,
neuralgias, alucinaciones, etc.- nuevamente con toda intensidad, para luego desaparecer
de un modo definitivo. Las parálisis y anestesias desaparecen también, aunque,
naturalmente, no resulte perceptible su momentánea intensificación10.
10 Delboeuf y Binet han reconocido la posibilidad de una tal terapia. Delboeuf, Le magnetisme animal,
París, 1889: «On sʹexpliquerait dès lors comment le magnétiseur aide a la guérison. Il remet le sujet dans
lʹétat où le mal cʹest manifesté et combat par la parole le méme mal, mais renaissant». Binet, Les alterations
de la personnalité, 1892, pág. 242: «...peut étre vena-t-on quʹen reportant le malade par un artifice mental au
moment méme où le symptôme a apparu pour la première fois, on rend ce malade plus docile a une suggestion
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No parece muy aventurado sospechar que de lo que en estos casos se trata es de una
sugestión inintencionada. El enfermo esperaría verse libertado de su dolencia por el
procedimiento descrito, y esta esperanza, y no el hecho mismo de dar expresión verbal al
recuerdo del proceso provocador y a su efecto concomitante, sería el verdadero factor
terapéutico. Pero no es así. La primera observación de este género en la cual fue
analizado11 en la forma indicada un complicadísimo caso de histeria, siendo suprimidos
por separado los síntomas separadamente originados, procede del año 1881, o sea de la
época «presugestiva»; fue facilitada por autohipnosis espontánea del enfermo y causó al
observador la mayor sorpresa. Invirtiendo el principio de cessante causa, cessat effectus,
podemos muy bien deducir de estas observaciones que el proceso causal actúa aún de
algún modo después de largos años y no indirectamente, por mediación de una cadena de
elementos causales intermedios, sino inmediatamente como causa inicial, del mismo modo
que un antiguo dolor psíquico, recordado en estado de vigilia, provoca todavía las
lágrimas. Así, pues, el histérico padecería principalmente de reminiscencias12.
II. En un principio parece extraño que sucesos tan pretéritos puedan actuar con tal
intensidad; esto es, que su recuerdo no sucumba al desgaste, al que vemos sucumbir todos
nuestros demás recuerdos. Las consideraciones siguientes nos facilitarán quizá la
comprensión de estos hechos. La debilitación o pérdida de afecto de un recuerdo depende
de varios factores y, sobre todo, de que el sujeto reaccione o no enérgicamente al suceso
estimulante. Entendemos aquí por reacción toda la serie de reflejos, voluntarios e
involuntarios -desde el llanto hasta el acto de venganza-, en los que, según sabemos por
experiencia, se descargan los afectos. Cuando esta reacción sobreviene con intensidad
suficiente, desaparece con ella gran parte del afecto. En cambio, si se reprime la reacción,
queda el afecto ligado al recuerdo. El recuerdo de una ofensa castigada, aunque sólo fuese
con palabras, es muy distinto del de otra que hubo de ser tolerada sin protesta. La reacción
del sujeto al trauma sólo alcanza un efecto «catártico» cuando es adecuado; por ejemplo, la
venganza. Pero el hombre encuentra en la palabra un subrogado del hecho, con cuyo
auxilio puede el afecto ser también casi igualmente descargado por reacción (Abreagiert).
En otros casos es la palabra misma el reflejo adecuado a título de lamentación o de alivio
del peso de un secreto (la confesión). Cuando no llega a producirse tal reacción por medio
de actos o palabras, y en los casos más leves, por medio de llanto, el recuerdo del suceso
conserva al principio la acentuación afectiva.
nuevo y lo que reproduce de otros autores, que, como Strumpel y Moebius han sostenido opiniones
análogas a las nuestras sobre la histeria. Donde mayor aproximación a nuestros juicios teóricos y
terapéuticos hemos hallado ha sido en unas observaciones de Benedikt, de las que ya trataremos en
otro lugar.
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La «descarga por reacción» no es, sin embargo, el único medio de que dispone el
mecanismo psíquico normal del individuo sano para anular los efectos de un trauma
psíquico. El recuerdo del trauma entra, aunque no haya sido descargado por reacción, en
el gran complejo de la asociación, yuxtaponiéndose a otros sucesos, opuestos, quizá, a él, y
siendo corregido por otras representaciones. Así, después de un accidente, se unen al
recuerdo del peligro y a la reproducción (atenuada) del sobresalto el recuerdo del curso
ulterior del suceso, o sea el de la salvación, y la conciencia de la seguridad presente. El
recuerdo de una ofensa no castigada es corregido por la rectificación de los hechos, por
reflexiones sobre la propia dignidad, etc., y de este modo logra el hombre normal la
desaparición del afecto, concomitante al trauma, por medio de funciones de la asociación.
A esto se añaden luego aquella debilitación general de las impresiones y aquel
empalidecer de los recuerdos, que constituyen lo que llamamos «olvidos», el cual
desgasta, ante todo, las representaciones, carentes ya de eficacia afectiva. Ahora bien: de
nuestras observaciones resulta que aquellos recuerdos que han llegado a constituirse en
causas de fenómenos histéricos se han conservado con maravillosa nitidez y con toda su
acentuación afectiva a través de largos espacios de tiempo. Hemos de advertir, sin
embargo, que los enfermos no disponen de estos recuerdos como de otros de su vida;
hecho singularísimo que más adelante utilizaremos para nuevas deducciones. Por el
contrario, tales sucesos faltan totalmente en la memoria de los enfermos, hallándose éstos
en su estado psíquico ordinario, o sólo aparecen contenidos en ella de un modo muy
sumario.
En el primer grupo de estas condiciones incluimos aquellos casos en los que los enfermos
no han reaccionado a traumas psíquicos porque la naturaleza misma del trauma excluía
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una reacción, como sucede en la pérdida irreparable de una persona amada; porque las
circunstancias sociales hacían imposible la reacción o porque, tratándose de cosas que el
enfermo quería olvidar, las reprimía del pensamiento consciente y las inhibía y suprimía.
Tales sucesos penosos se encuentran luego en la hipnosis como fundamento de fenómenos
histéricos (delirios histéricos de los santos y las monjas, de las mujeres continentes y de los
niños severamente educados). La segunda serie de condiciones no aparece determinada
por el contenido de los recuerdos, sino por los estados psíquicos con los cuales han
coincidido en el enfermo los sucesos correspondientes. En la hipnosis hallamos también,
efectivamente, como causa de síntomas histéricos, representaciones carentes en sí de
importancia, que deben su conservación a la circunstancia de haber surgido en graves
afectos paralizantes (por ejemplo, el sobresalto) o directamente en estados psíquicos
anormales, como el estado semihipnótico del ensueño diurno, la autohipnosis, etc. En
estos casos es la naturaleza de estos estados la que impidió toda reacción al suceso.
Ambas condiciones pueden también coincidir, y de hecho coinciden muchas veces. Tal
sucede cuando un trauma eficaz en sí sobreviene en un estado de afecto grave y
paralizante o en un estado de alteración de la conciencia. Pero también parece suceder que
el trauma psíquico provoca en muchas personas algunos de los estados anormales antes
mencionados, el cual impide entonces, a su vez, toda reacción. Por otra parte, es común a
ambos grupos de condiciones el hecho de que en los traumas no descargados por reacción
se ve también negada la descarga por elaboración asociativa. En el primer grupo el
propósito del enfermo de olvidar los sucesos penosos excluye a éstos, en la mayor medida
posible, de la asociación; en el segundo, la elaboración asociativa fracasa porque entre el
estado normal de la conciencia y el estado patológico en el que surgieron tales
representaciones no existe una amplia conexión asociativa. En páginas inmediatas
tendremos ocasión de volver más detenidamente sobre estas circunstancias. Podemos,
pues, decir que las representaciones devenidas patógenas se conservan tan frescas y
plenas de afecto porque les está negado el desgaste normal mediante la descarga por
reacción o la reproducción en estados de asociación no cohibida.
III. Al indicar las condiciones de la cuales depende, según nuestras observaciones, que los
traumas psíquicos originen fenómenos histéricos, hubimos de hablar ya de estados
anormales de conciencia, en los que surgen tales representaciones patógenas, y tuvimos
que hacer resaltar el hecho de que el recuerdo del trauma psíquico eficaz no aparece
contenido en la memoria del enfermo, hallándose éste en su estado normal, y sólo surge en
ella cuando se le hipnotiza. Cuando más detenidamente fuimos estudiando estos
fenómenos, más firme se hizo nuestra convicción de que aquella disociación de la
conciencia, que tan singular se nos muestra como «double conscíencíe» en los conocidos
casos clásicos, exista de un modo rudimentario en toda histeria, siendo la tendencia a esta
disociación, y con ella a la aparición de estados anormales de conciencia, que reuniremos
baso el calificativo de «hipnoides», el fenómeno fundamental de esta neurosis. En esta
opinión coincidimos con Binet y con los dos Janet, sobre cuyas singularísimas
observaciones en sujetos anestésicos carecemos, por lo demás, de experiencia.
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A la conocida afirmación de que «la hipnosis es una histeria artificial», agregaremos, pues,
nosotros la de que la existencia de estados hipnoides es base y condición de la histeria.
Tales estados hipnoides, muy diversos, coinciden, sin embargo, entre sí y con la hipnosis
en la circunstancia de que las representaciones en ellos emergentes son muy intensas, pero
se hallan excluidas del comercio asociativo con el restante contenido de la conciencia. Pero
entre sí pueden dichos estados asociarse, y su contenido de representaciones puede
alcanzar por este camino grados diferentemente elevados de organización psíquica. Por lo
demás, la naturaleza de estos estados y el grado de su exclusión de los demás procesos de
la conciencia podría variar, análogamente a como varía la hipnosis, la cual se extiende
desde la más ligera somnolencia hasta el somnambulismo, y desde el recuerdo total hasta
la amnesia absoluta. Cuando tales estados hipnoides existen ya antes de la aparición
manifiesta de la enfermedad, constituyen el terreno en el que el afecto instala el recuerdo
patógeno, con sus fenómenos somáticos consecutivos. Esta circunstancia corresponde a la
predisposición a la histeria. Ahora bien: resulta de nuestras observaciones que un trauma
grave (como el de la neurosis traumática) o una penosa represión (por ejemplo, la del
afecto sexual) pueden también producir en el hombre no predispuesto una disociación de
grupos de representaciones. Este sería el mecanismo de la histeria psíquicamente
adquirida. Entre los extremos de estas dos formas hemos de suponer existente una serie,
dentro de la cual varían en sentido contrario la facilidad de disociación en el sujeto y la
magnitud afectiva del trauma.
IV. Con respecto a los ataques histéricos, podemos repetir casi las mismas observaciones
que dedicamos a los síntomas histéricos duraderos. Conocida es la descripción
esquemática, hecha por Charcot, del «gran» ataque histérico, según la cual el ataque
completo mostraría cuatro fases: primera, la epileptoide; segunda, la de los grandes
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movimientos; tercera, la de las actitudes pasionales (la fase alucinatoria), y cuarta, la del
delirio final. Las diversas formas del ataque histérico, más frecuentes que el gran ataque
completo, se caracterizarían por la falta de alguna de estas fases, su aparición aislada o su
mayor o menor duración. Nuestra tentativa de aclaración viene a enlazarse a la tercera
fase, o sea a la de las actitudes pasionales. En los casos en que esta fase aparece con
suficiente intensidad entraña la reproducción alucinatoria de un recuerdo importante para
la explosión de la histeria, esto es, del recuerdo del único gran trauma de la llamada
histeria traumática o de una serie de traumas parciales conexos, tales como los que
constituyen el fundamento de la histeria común. O, por último, hace el ataque retornar
aquellos sucesos que por su coincidencia con un momento de especial disposición
quedaron elevados a la categoría de traumas.
Pero hay también ataques que aparentemente sólo consisten en fenómenos motores,
faltando en ellos la fase pasional. Cuando durante uno de estos ataques, compuesto de
contracciones generales o rigidez cataléptica, o en un attaque de sommeh conseguimos
ponernos en rapport con el enfermo, o, mejor aún, cuando logramos provocar el ataque
durante la hipnosis, hallamos que también estos casos entrañan, en su base, el recuerdo
del trauma psíquico o de una serie de traumas, recuerdo que en otras ocasiones se hacía
visible en la fase alucinatoria. Una niña venía sufriendo desde varios años atrás ataques de
convulsiones generales, que se suponían epilépticas. Hipnotizada con el fin de establecer
un diagnóstico diferencial, sufrió en el acto uno de tales ataques, e interrogada sobre lo
que en aquel momento veía, contestó: «El perro. ¡Que viene el perro!», resultando luego,
efectivamente, que el primero de sus ataques lo padeció a raíz de haber sido perseguida
por un perro rabioso. El éxito de la terapia confirmó después nuestro diagnóstico. Un
empleado que había enfermado de histeria a consecuencia de haber sido maltratado por su
jefe, padecía ataques en los que caía redondo al suelo, presa de furiosas convulsiones, pero
sin hablar palabra ni delatar alucinación alguna. Provocado el ataque durante la hipnosis,
se reveló que volvía a vivir en su curso la escena en que el jefe se le acercó en la calle,
insultándole y golpeándole con un bastón. Pocos días después acudió de nuevo a la
consulta, quejándose de haber sufrido otro ataque, y esta vez se comprobó, en la hipnosis,
que había reproducido la escena a la cual se enlazaba realmente el principio de su
enfermedad; esto es, la que se desarrolló ante el tribunal de justicia, que le negó
satisfacciones por los malos tratos recibidos.
Los resultados que surgen en los ataques histéricos o pueden ser despertados durante
éstos corresponden también, en todos sus demás componentes, a los sucesos que se nos
han revelado como fundamentos de síntomas histéricos duraderos. Como ellos se refieren
a traumas psíquicos que han eludido la anulación mediante la descarga de reacción o la
labor intelectual asociativa, faltan por completo, o en sus componentes esenciales, en el
acervo mnémico de la conciencia normal y se muestran pertenecientes al contenido de
representaciones de los estados hipnoides de conciencia con asociación restringida.
Además, admiten la prueba terapéutica. Nuestras observaciones nos han mostrado
muchas veces que un tal recuerdo que venía provocando ataques queda incapacitado para
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estos casos, despojado de significación primitiva, como una simple reacción motora. Como
tema de subsiguientes investigaciones queda aún el referente a las condiciones de las
cuales pueda depender el que una individualidad histérica se manifieste en ataques, en
síntomas permanentes o en una mezcla de ambos fenómenos.
Mi estimado Breuer: La inocente satisfacción con que le entregué esas pocas páginas más
ha cedido el lugar a la inquietud que tan a menudo acompaña los incesantes dolores de la
reflexión. Me atormenta, en efecto, el problema de cómo será posible dar una imagen
bidimensional de algo tan corpóreo como nuestra teoría de la histeria. Sin duda alguna, la
cuestión decisiva es si habremos de darle una exposición histórica, comenzando con todas
las historias clínicas, o con las dos mejores entre ellas, o si no convendría más bien
empezar con una enunciación dogmática de las teorías que hemos elaborado a modo de
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explicación. Por mí parte, me inclino más a esto último, y optaría por distribuir el material
de la siguiente manera14:
1) Nuestras teorías:
a) El teorema de la constancia de las sumas de excitación.
b) La teoría de la memoria.
c) El teorema según el cual los contenidos de diferentes estados de consciencia pueden ser
asociados entre sí.
2) La génesis de los síntomas histéricos crónicos: sueños, autohipnosis, afecto y acción del
trauma absoluto. Los tres primeros factores se relacionan con la disposición; el último, con
la etiología. Los síntomas crónicos corresponderían al mecanismo normal; representan
[intentos de reacción, en parte por vías anormales; su carácter histérico reside en su
persistencia. La razón de su persistencia radica en el teorema c)] desplazamientos, en parte
por vías anormales (modificación interna), de sumas de excitación [tema subsidiario] que
no han sido liberadas. Motivo del desplazamiento: intento de reacción; motivo de la
persistencia: teorema c) del aislamiento asociativo. -Comparación con hipnosis-. Tema
subsidiario: Sobre la índole del desplazamiento: Localización de los síntomas histéricos
crónicos.
3) El ataque histérico: también es un intento de reacción por la vía del recuerdo, etc.
SOBRE LA TEORÍA DEL ACCESO HISTÉRICO. (En colaboración con Josef Breuer). 1892
[1940]
Hasta donde alcanza nuestra información no se ha propuesto hasta ahora ninguna teoría
del ataque histérico, sino sólo una descripción del mismo, hecha por Charcot, que se
refiere al grande attaque hystérique, más bien raro en su manifestación completa. Tal ataque
«típico» consta, según Charcot, de cuatro fases: 1) la fase epileptoidea; 2) los grandes
14 En el original, los cinco subsiguientes párrafos numerados son sólo apuntes condensados al
extremo. Se traducen aquí literalmente, pero su significación más completa podrá colegirse con
ayuda de las versiones, mucho más explícitas, contenidas en los otros dos borradores. Las palabras
del segundo párrafo encerradas entre corchetes se encuentran tachadas en el manuscrito. (Nota de
Strachey, 1950.)
15 Agregado por el traductor. (N. del T.)
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Esta descripción nada nos dice sobre una posible conexión entre las distintas fases sobre el
significado que el ataque tiene en el cuadro general de la histeria ni sobre las
modificaciones de los ataques en los casos individuales. Quizá no estemos errados al
suponer que la mayoría de los médicos tienden a concebir el ataque histérico como una
«descarga periódica de los centros motores y psíquicos de la corteza cerebral».
Hemos logrado nuestras concepciones sobre el ataque histérico tratando casos de esta
enfermedad por medio de la sugestión hipnótica e investigando sus procesos psíquicos,
durante el ataque mismo, por medio del interrogatorio en plena hipnosis. Así dejamos
establecidos los siguientes postulados para el ataque histérico, pero debemos anticipar qué
para la explicación de los fenómenos histéricos consideramos imprescindible aceptar una
disociación, una escisión del contenido de la consciencia.
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4) El problema del origen del contenido mnemónico de un ataque histérico coincide con el
de las condiciones que determinan si una vivencia particular (una representación, una
intención, etc.) ha de ser incorporada a la segunda consciencia, en lugar de ingresar a la
consciencia normal. De estas condiciones determinantes hemos hallado dos con certeza en
los casos de histeria. Si el histérico quiere olvidar intencionalmente una vivencia o si trata
de repudiar, inhibir y suprimir violentamente una intención, una representación, estos
actos psíquicos ingresan consiguientemente en el estado segundo de consciencia, desde
éste producen sus efectos permanentes y el recuerdo de los mismos retornan como ataque
histérico. (Histeria de las monjas, de las mujeres abstinentes, de los niños bien educados,
de las personas con inclinación al arte, al teatro, etc.) Ingresan asimismo al estado segundo
de consciencia todas aquellas impresiones que han sido recibidas en el curso de estados
psíquicos extraordinarios (conmociones afectivas, estados de éxtasis, autohipnosis). Cabe
agregar que estas dos condiciones determinantes a menudo se combinan entre sí por
vínculos internos y qué, además de ellas, pueden existir aún otras.
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En lo que antecede hubimos de aceptar, como un hecho de observación que los recuerdos
subyacentes a los fenómenos histéricos no se encuentran en la memoria accesible al
paciente, mientras que pueden ser evocados con alucinatoria vivacidad en el estado de
hipnosis. También hemos señalado que una serie de tales recuerdos se refieren a sucesos
ocurridos en condiciones particulares, como la cataplexia provocada por sustos, estados
crepusculares, la autohipnosis y otros semejantes, cuyos contenidos se sustraen a la
vinculación asociativa con la consciencia normal. Por tanto, hasta ahora nos fue imposible
considerar las condiciones patógenas de los fenómenos histéricos sin apoyarnos en cierta
hipótesis, tendiente a caracterizar la disposición histérica, una hipótesis según la cual la
histeria implica una propensión a la disociación temporaria del contenido de la
consciencia y a la separación de complejos ideacionales particulares, que no se hallan
asociativamente conectados. Así, buscamos la esencia de la disposición histérica en la
circunstancia de que tales estados surgen en ella espontáneamente (por causas internas), o
bien son fácilmente provocados por influencias exteriores, siendo complementariamente
variable la participación relativa de cada factor.
James Strachey le ha dado el siguiente sentido: «De idéntica manera, en el caso del soñar y de la
vigilia - modelo de dos estados psíquicos distintos - no tendemos a establecer asociaciones entre
ellos, sino sólo dentro de ellos». (N. del T.).
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convertiríase así en un trauma, aunque por sí misma no fuese susceptible de ejercer tal
acción. Además, la impresión misma también podría producir dicho efecto. En su forma
plenamente desarrollada, estos estados hipnoideos, asociables entre sí, representan la
condition séconde, etc., que tan bien conocemos a través de los casos clínicos. Siempre
existirían, empero, rudimentos de tal disposición, que podrían ser desarrollados por
traumas apropiados, aun en personas no predispuestas. La vida sexual se presta
particularmente para formar el contenido [de tales traumas18], debido al profundo
contraste en que se encuentra con el resto de la personalidad y a la imposibilidad de
abreaccionar sus contenidos ideacionales. Se comprenderá que nuestra terapia consista en
anular los efectos de las representaciones no abreaccionadas, ya sea haciendo revivir el
trauma en el estado somnambúlico, para luego abreaccionarlo y corregirlo, ya sea
llevándolo a la consciencia normal en el estado de hipnosis ligera.
18 Estas palabras entre corchetes han sido incluidas por los recopiladores de la edición alemana. (N.
del T.).
19 No se incluye el caso de Breuer «fraulein Anna O.».
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trabajosamente y en voz muy baja. A veces tartamudea, presa de una afasia espasmódica.
Sus dedos, entrelazados, muestran una constante agitación. Frecuentes contracciones, a
manera de «tics», recorren los músculos de su cara y cuello, algunos de los cuales,
especialmente el esternocleidomastoideo, resaltan plásticamente. Con frecuencia se
interrumpe al hablar para producir un singular sonido inarticulado20. Su conversación es
perfectamente coherente y testimonio de una cultura y una inteligencia nada comunes. De
este modo me resulta tanto más extraño ver que cada dos minutos se interrumpe de
repente, contrae su rostro en una expresión de horror y repugnancia, extiende una mano
hacia mí con los dedos abiertos y crispados y exclama con voz cambiada y llena de
espanto: «¡Estése quieto! ¡No me hable! ¡No me toque!» se halla, probablemente, bajo la
impresión de una terrorífica alucinación periódica y rechaza con tales exclamaciones la
intervención de toda persona extraña21. Este fenómeno cesa luego tan repentinamente
como surgió, y la enferma continúa la interrumpida conversación sin aludir para nada a
aquél, ni tampoco excusar o aclarar su conducta, por lo cual es de sospechar que no se ha
dado cuenta de la interrupción22.
20 Este sonido se componía de varios tiempos. Colegas míos aficionados a la caza, que tuvieron
ocasión de oírlo, compararon sus últimas modulaciones con el canto del gallo silvestre.
21 Las palabras de la enferma constituían, en efecto una fórmula protectora, cuya explicación
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23Al despertar de la hipnosis miraba un instante en torno suyo, como desorientada; fijaba luego sus
ojos en mi, pareciendo entonces recobrarse; se ponía los lentes, que se había quitado antes de caer
en el sueño hipnótico, y se mostraba después animada y completamente dueña de si. Aunque en el
curso del tratamiento, que el primer año duro siete semanas y ocho el segundo, hablamos de toda
clase de cuestiones, y aunque durante todo este tiempo celebramos dos sesiones diarias de
hipnotismo, nunca me dirigió pregunta ni observación alguna sobre la hipnosis, pareciendo ignorar
en lo posible, durante el estado de vigilia, el hecho de que yo la hipnotizaba.
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Luego, de cuando a los siete años vi a una hermana mía muerta y metida en el ataúd;
después, de cuando mi hermano, teniendo yo ocho años, me asustaba disfrazándose de
fantasma con una sábana blanca, y por último, de cuando, a los nueve años, entré a ver el
cadáver de mí tía y, hallándome ante él, se le abrió de repente la boca.» Esta serie de
motivos traumáticos, que la paciente me comunica en respuesta a mi pregunta de por qué
era tan asustadiza, debía de hallarse ya constituida y organizada en su memoria, pues en
caso contrario no le hubiera sido posible buscar y reunir, en un espacio tan breve como el
que medió entre mi pregunta y su contestación, los recuerdos de sucesos pertenecientes a
épocas tan diversas de su infancia. Al finalizar cada uno de los fragmentos de su relato
experimenta contracciones generales y muestra una expresión de espanto. Después del
último abre con violencia la boca y respira como angustiada. Las palabras
correspondientes a la parte temerosa de su relato surgen trabajosa y anhelantemente de
sus labios. Por fin vuelve a serenarse su fisonomía. Preguntada, confirma que durante su
narración veía plásticamente ante sí, con sus colores correspondientes, las escenas que iba
refiriendo.
En general, piensa con gran frecuencia en dichas escenas y durante los últimos días las ha
rememorado especialmente. Cada vez que piensa en ellas las ve surgir ante sí con todo el
vivo relieve de la realidad. Ahora comprendo por qué me habla con tanta frecuencia de
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9 de mayo, por la tarde.- Ha dormido bien, sin que haya sido necesario renovar la sugestión;
pero por la mañana ha tenido dolores de estómago, que ya se le iniciaron ayer en el jardín,
donde permaneció demasiado tiempo con sus hijas. Accede, sin dificultad, a limitar a dos
horas y media la permanencia de aquéllas a su lado. Pocos días antes se había reprochado
tenerlas muy abandonadas. Hoy la encuentro algo excitada; muestra la frente contraída,
produce el singular chasquido antes descrito y se interrumpe, con frecuencia, al hablar.
Durante el masaje me cuenta que la institutriz de sus hijas ha traído consigo un atlas de
historia de la civilización, en el que había estampas -unos indios disfrazados de animales-
que la han asustado mucho. «¡Imagínese que de repente adquieran vida!...» (Espanto.) En
la hipnosis le pregunto por qué la han asustado tanto aquellas estampas, siendo así que ya
no le dan miedo los animales, y me contesta que la han recordado visiones que tuvo
cuando la muerte de su hermano (teniendo ella diecinueve años). Sobre este recuerdo
volveré más adelante.
Durante esta sesión de hipnotismo hago, además, desaparecer, por medio de pases, el
dolor de estómago, y digo a la paciente que después de la comida esperará que se le
vuelva a iniciar pero que no será así.
En estado de vigilia, la había interrogado ya sobre el estado del «tic». Su respuesta fue: «No sé.
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10 de mayo, por la mañana.- Hoy ha tomado, por vez primera, un baño de salvado, en lugar
del baño caliente habitual. La encuentro con expresión malhumorada y contraída,
envueltas las manos en un chal y quejándose de frío y dolores. A mis preguntas, responde
que los dolores se los ha producido la incomodidad del baño en el que se ha bañado,
demasiado corto.
Durante el masaje comienza de nuevo a reprocharse su indiscreción del día anterior con
respecto al doctor Breuer; la tranquilizo con la piadosa mentira de que sabía todo lo
26Un simbolismo especial debió de hallarse enlazado aquí, sin duda a la imagen del sapo; pero,
desgraciadamente, no me ocupé de investigarlo.
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Al volver por la tarde la encuentro muy contenta. Riendo, me cuenta haberse asustado de
un perrito que le ha ladrado en el jardín. Sin embargo, observo en ella cierta excitación
interna, que sólo desaparece después de preguntarme si me ha desagradado una
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observación que me hizo el día anterior durante el masaje y negarlo yo. Hoy, después de
un intervalo de sólo catorce días, ha vuelto a presentársele el período. Le prometo
conseguir su regularización por medio de la sugestión hipnótica, y fijo en la hipnosis un
intervalo de veintiocho días27. Además le pregunto si recuerda lo último que hubo de
relatarme y si no tiene idea de que ayer nos quedara algún punto por aclarar. Pero, como
era lo correcto, comienza por referirse a la frase «¡No me toque!», de la que tratamos en la
sesión matinal de hipnosis. Tengo, pues, que retrotraerla al tema del día anterior, en el
cual la había interrogado sobre el origen de su tartamudeo periódico, recibiendo por toda
contestación un rotundo «No lo sé»28. Por esta razón le había encargado que recordase
dicho extremo hasta la hipnosis de hoy, en la cual me da, sin reflexión previa ninguna,
pero muy excitada y con interrupciones espasmódicas del habla, la respuesta siguiente:
«Cuando una vez se desbocaron los caballos del coche en que iban mis hijas, y cuando otra
vez iba yo en coche con ellas por el bosque, y cayó un rayo en un árbol delante de los
caballos, y los caballos se espantaron, y yo pensé: Ahora tienes que procurar no hacer
ruido ninguno, pues si gritas, los caballos se asustarán más y el cochero no podrá
retenerlos. Entonces empezó el tartamudeo.» Este deshilvanado relato la ha excitado
extraordinariamente. Luego me dice que el tartamudeo se inició a raíz del primero de los
sucesos referidos, pero desapareció a poco, retornando después del segundo, análogo,
para hacerse ya crónico.
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De este mismo suceso me había hablado ya esta mañana, y como prueba le pregunto en
qué otras ocasiones la había asido alguien con violencia. Para mí mayor satisfacción y
sorpresa reflexiona esta vez largo rato y pregunta luego, insegura: «¿Mí hija pequeña?»,
siéndole ya imposible recordar los otros dos sucesos análogos que por la mañana me había
referido. Así, pues, mí prohibición y el sugerido desvanecimiento de tales recuerdos han
obrado eficazmente. 3°- Hallándose junto al lecho de su hermano una tía suya, que había
acudido con el empeño de convertirle al catolicismo, asomó de repente su pálido rostro
por encima de un biombo. Observando haber llegado aquí a la raíz de su constante temor
a las sorpresas, le pregunto cuáles otras ha experimentado, obteniendo la siguiente serie: 1ª
Un amigo, que pasaba temporadas en su casa, solía entrar furtivamente en las habitaciones
y asustar a los que en ellas estaban. 2ª Después de la muerte de su madre enfermó de algún
cuidado, y le fue prescrita una cura de aguas en determinado balneario. Hallándose en
éste, una loca, hospedada en su mismo hotel, se equivocó varias noches de habitación y
entró en la suya, llegando hasta la misma cama. 3ª En su viaje desde Abazia a Viena, un
desconocido abrió cuatro veces la portezuela de su coche, quedándose mirándola
fijamente cada una de ellas durante un gran rato. La singular conducta de aquel individuo
acabó por asustarla tanto, que llamó al revisor.
Como final, borro todos aquellos recuerdos, despierto a la paciente y le aseguro que
aquella noche dormirá bien, suprimiendo por hoy la sugestión correspondiente en la
hipnosis. De la mejoría de su estado general testimonia su observación de que hoy no ha
dedicado un solo momento a la lectura. Ella, qué, llevada antes por su interior
intranquilidad, tenía siempre que estar haciendo algo, vive ahora en un feliz ensueño.
11 de mayo, por la mañana.- Hoy es el día señalado por el doctor N. para reconocer a la hija
mayor de la paciente, que se ha quejado de trastornos de la menstruación. Encuentro a mí
enferma algo intranquila; pero su excitación se manifiesta ahora por signos somáticos más
débiles que antes. De vez en vez exclama: «Tengo miedo; tanto miedo, que me parece que
voy a morirme.» Le pregunto si es acaso el doctor N. quien le inspira temor, y me
responde que tiene miedo, pero no sabe a qué ni a quién. Hipnotizada luego, antes de la
visita del doctor N., me confiesa que tiene miedo de haberme ofendido con una
observación que me hizo ayer durante el masaje, observación que ahora le parece
descortés.
También le tiene miedo a todo lo nuevo, y, por tanto, al nuevo médico. Logro
tranquilizarla, y luego, despierta ya, se conduce muy bien en la visita del doctor N. Tan
sólo dos veces da alguna muestra de sobresalto, pero no tartamudea ni chasca la lengua.
Terminada la visita, vuelvo a hipnotizarla para hacer desaparecer un posible resto de
excitación. Está muy satisfecha de su conducta y pone grandes esperanzas en su curación.
Por mí parte, aprovecho estas manifestaciones para demostrarle que no hay por qué
asustarse de lo nuevo, que también puede ser bueno30. Por la tarde la encuentro muy
30Ulteriormente se demostró que todas estas sugestiones de carácter «instructivo» fallaban por
completo en esta paciente.
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31En esta ocasión extremé demasiado mi energía. Año y medio después, hallándose ya la paciente
en un relativo buen estado de salud, se me quejó de que no le era posible recordar sino muy
borrosamente ciertos acontecimientos muy importantes de su vida. Veía en ello una prueba de que
iba perdiendo la memoria, y yo me guardé muy bien de darle la explicación real de aquella
particular amnesia. El éxito total de la terapia en este punto concreto dependió también,
indudablemente, de haber dejado que la enferma me relatase este recuerdo con todo detalle (mucho
más ampliamente de lo que aparece en las notas), mientras que, en general, me contestaba con una
simple mención de los sucesos.
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sus manifestaciones al terminar de contarme una primera historia -la de que los enfermos
eran amarrados a sillas-, y observo ahora que tales interrupciones son contraproducentes,
y que lo mejor es escuchar hasta el final las manifestaciones de la enferma sobre cada
punto concreto. La dejo, pues, agotar ahora el tema y borro las nuevas imágenes
terroríficas, apelando a su buen juicio actual, y argumentando que debe prestar a mis
palabras mayor crédito que a las temerosas historias relatadas por una estúpida criada.
Observando que tartamudea un poco, le pregunto nuevamente de qué procede aquel
defecto. Silencio. «¿No lo sabe usted?» «No.» «¿Por qué?» (Con violencia y enfado.) «¿Por
qué? Porque no bebo.» En esta manifestación creo ver un resultado de mis sugestiones;
pero a seguida expresa el deseo de ser despertada, y yo accedo a ello32.
Hipnosis.- Ha tenido sueños horribles. Las patas y los respaldos de las sillas se convertían
en serpientes; un monstruo con pico de buitre se arrojaba sobre ella y la devoraba; otras
fieras la perseguían, etc. Luego pasa a relatar otros delirios zoológicos, distinguiéndolos de
los anteriores con la advertencia: «Esto es verdad» (y no un sueño). Así, cuenta que una
vez (hace ya tiempo) fue a coger del suelo un vellón de lana, y cuando llegaba casi a
tocarlo vio que echaba a correr, pues era una rata blanca; otra vez, yendo de paseo, vio
acercarse a ella, saltando, un repugnante sapo... Observo, pues, que mí prohibición general
ha sido totalmente inútil y que habré de desvanecer por separado cada una de estas
impresiones temerosas33. En el curso del diálogo llego a preguntarle por qué ha tenido
también dolores de estómago, y cuál es el origen de los mismos. Por lo que había
observado, estos dolores se le presentaban siempre que tenía un ataque de zoopsia. De
mala gana me responde que no sabe nada de lo que le pregunto, y le doy de plazo hasta
32 Hasta el día siguiente no llegué a una clara comprensión de esta escena. La áspera naturaleza de
la enferma, que, tanto en la hipnosis como en la vigilia, se rebelaba contra toda coerción la había
llevado a encolerizarse contra el hecho de haber dado yo por terminado su relato antes de tiempo,
interrumpiéndola con mi sugestión final. Esto prueba -y muchas otras observaciones ulteriores lo
confirman- que la paciente vigilaba críticamente mi labor en su conciencia hipnótica.
Probablemente me quería hacer el reproche de que perturbaba aquel día su relato, como en días
anteriores había perturbado su narración de los horrores de los manicomios; pero no se atrevió a
manifestarlo directamente, sino que reanudó el tema interrumpido ocultando los motivos que la
hacían volver sobre él. Al día siguiente, una observación crítica de la enferma me hizo darme
cuenta del error cometido al interrumpirla.
33 Desgraciadamente no me ocupé, en este caso, de investigar la significación de la zoopsia,
distinguiendo lo que la zoofobia tenía de horror primario, tal y como la presentan muchos
neurópatas, desde la infancia, y lo que en ella había de simbolismo.
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mañana para recordarlo. Entonces, francamente malhumorada ya, me dice que no debo
estar siempre preguntándole de dónde procede esto o aquello, sino dejarla relatarme lo
que desee.
Accedo a ello, y sin otros preliminares, me dice: «Cuando se lo llevaron fuera, aún no
podía yo creer que estuviera muerto.» (Me habla, pues, nuevamente, de su marido, y de
este modo reconozco la causa de su mal humor en el hecho de haber sufrido bajo los
efectos de los restos retenidos en esta historia.) Después odió durante tres años a su hija
menor, pues se decía que si el embarazo y el parto no se lo hubiesen impedido, hubiera
podido cuidar mejor a su esposo y quizá salvarle. Al quedarse viuda no tuvo, además,
sino disgustos y contrariedades. La familia de su marido, que se había opuesto al
casamiento, y a la que luego irritaba la felicidad de que gozaban, pretendió que le había
envenenado; hasta tal extremo, que ella estuvo a punto de pedir se iniciase una
investigación judicial para dejar patente su inocencia. Por medio de un odioso testaferro, le
plantearon luego toda clase de litigios. Este abyecto individuo disponía de agentes, que
actuaban contra ella, y publicaba en los periódicos locales artículos difamantes, enviándole
luego los recortes. De esta época procede su misantropía y su odio a las personas nuevas
para ella. Después de las palabras apaciguantes que enlazo a su relato, se manifiesta más
tranquila.
Hipnosis.- Anoche ha descubierto de repente por qué los animales pequeños crecen ante su
vista hasta adquirir proporciones gigantescas. La primera vez que vio algo semejante fue
en una obra teatral, en la que salía un inmenso lagarto. Este recuerdo la había atormentado
durante todo el día anterior34. El retorno del chasquido procede de que ayer tuvo dolores
de vientre, y se esforzó en no revelarlos, sollozando; del verdadero origen del mismo, tal y
como me lo relató en una sesión anterior, no sabe ya nada. Recuerda que ayer le encargué
que averiguase el origen de sus dolores de estómago, pero no le ha sido posible, y solicita
mi ayuda. Le pregunto si alguna vez se ha forzado a comer después de haber
experimentado una impresión intensa. Mi suposición resulta exacta. Al morir su marido
34La imagen mnémica visual del gigantesco lagarto no adquirió seguramente una tal categoría sino
por coincidencia temporal con un intenso afecto que embargaba a la sujeto durante la referida
representación teatral. Pero como yo he confesado antes, en la terapia de esta enferma me contenté,
frecuentemente, con manifestaciones muy superficiales. Este punto concreto recuerda, por otro
lado, la macropsia histérica. La paciente era astigmática y muy miope, y sus alucinaciones podían
ser provocadas muchas veces por la imprecisión de sus percepciones visuales.
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perdió durante mucho tiempo el apetito, y sólo el deber de vivir para sus hijas la hacía
sustentarse. Por entonces comenzó a padecer dolores de estómago. Con algunos pases
sobre el epigastrio los hago desaparecer, y la paciente me habla luego espontáneamente de
aquello que la ha excitado. «Le he dicho a usted que durante algún tiempo no quise a mi
hija menor; debo añadirle ahora que nadie pudo advertir en mi conducta una tal falta de
cariño. He hecho por ella todo lo necesario. Todavía hoy me reprocho querer más a la
mayor.»
14 de mayo.- Está bien y contenta. Ha dormido hasta las siete y media, y sólo se queja de
leves dolores en la mano, la cabeza y la cara. La conversación, en la que la enferma se
desahoga, dando libre curso a sus preocupaciones, va adquiriendo cada día más
importancia. Hoy no tiene casi nada terrorífico que contarme. Se queja de dolor e
insensibilidad en la pierna derecha, y cuenta que en 1871, convaleciente apenas de una
enfermedad intestinal, tuvo que cuidar a su hermano, enfermo, presentándose entonces
los dolores de vientre que aún la aquejan a veces, y provocan, alguna, una parálisis de la
pierna derecha. En la hipnosis le pregunto si le será posible volver ya a entrar en contacto
con las gentes o si predomina todavía en ella el miedo a las personas extrañas. Me
responde que aún le es muy desagradable sentir a alguien cerca de ella, y con este motivo
me relata nuevos casos en los que la brusca aparición de una persona le ha producido
desagradable sorpresa. Yendo de paseo con sus hijas por las cercanías de Ruegen
surgieron repentinamente de detrás de unos arbustos dos individuos de aspecto
sospechoso, y las insultaron. Otra tarde, en Abazia, le salió de pronto al paso un mendigo
y se arrodilló ante ella. Luego resultó ser un loco inofensivo. Por último, me relata una
nocturna tentativa de robo, de la que fue objeto en su finca aislada en medio del campo;
suceso que la asustó sobre manera. Sin embargo, se observa fácilmente que su miedo a la
gente procede, sobre todo, de las persecuciones de que fue víctima después de la muerte
de su marido35.
Por la tarde.- La encuentro muy serena en apariencia, pero me recibe exclamando: «Me
muero de miedo. No puede usted figurarse el miedo que tengo. Me odio a mí misma.»
Luego me entero de que el doctor Breuer ha estado a visitarla, sobresaltándose ella al verle
entrar. Como el doctor advirtiese el efecto que su aparición causaba, le ha dicho la
paciente: «Esta es la última vez que me asusto», pues la apenaba, por mí, no haber podido
reprimir aquel resto de su anterior pusilaminidad. En general, he tenido ocasión de
observar durante estos últimos días cuán dura es para consigo misma y cuán dispuesta se
halla siempre a reprocharse como graves faltas los más nimios descuidos, tales como el de
que no estén en su sitio habitual los paños necesarios para el masaje o el periódico que leo
mientras duerme. Una vez derivada la capa primera y más superficial de reminiscencias
atormentadoras, aparece su personalidad moralmente hipersensible y afectada de una
tendencia a disminuirse.
35Por entonces me inclinaba a aceptar, para todos los síntomas de una histeria, un origen psíquico.
Hoy adscribiría un carácter neurótico a la tendencia a la angustia de esta paciente. que vivía en una
total abstinencia sexual (neurosis de angustia).
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15 de mayo.- Ha dormido hasta las ocho y media, pero por la mañana se ha sentido
intranquila. «Tic», castañeteo y dificultad para hablar. «Me muero de miedo.» Interrogada,
me cuenta que la pensión en la que se hospedan sus hijas se halla en un cuarto piso y que
ayer solicitó que las dejaran también utilizar el ascensor para bajar; petición de la que
ahora se arrepiente, pues el ascensor no es de confianza, según le ha manifestado el mismo
dueño de la pensión. En un accidente de ascensor murió en Roma la condesa de Sch... Pero
yo conozco la pensión de que se trata, y me parece inverosímil que el mismo dueño, que
menciona en sus anuncios el ascensor como una de las comodidades de su casa, prevenga
después a sus huéspedes contra él. Opino, pues, que se trata de una confusión de la
memoria, producida por la angustia. Se lo comunico así, y logro sin dificultad que ella
misma se ría de la inverosimilitud de sus temores. Esto mismo me confirma en mí
sospecha de que la causa de su angustia era muy otra, y me propongo interrogar luego
sobre la materia a su conciencia hipnótica.
Durante el masaje, que emprendo hoy de nuevo, después de varios días de interrupción,
me relata sucesivamente varias historias sin conexión alguna entre si, pero que pueden ser
verdad, hablándome así de un sapo que encontró en una bodega; de una mujer excéntrica,
que cuidaba a un hijo idiota con un singular procedimiento, y de otra mujer, que padecía
de melancolía y fue encerrada en un manicomio. De este modo revela las reminiscencias
que atraviesan su pensamiento cuando se apodera de ella el malestar. Después de haberse
desahogado con estos relatos se serena y me habla de la vida que hace en su finca y de las
relaciones que mantiene con personas notables de Alemania y Rusia, resultándome difícil
conciliar este aspecto social de su personalidad con la idea de una mujer tan intensamente
nerviosa. En la hipnosis le pregunto por qué estaba esta mañana tan intranquila, y en lugar
de repetirme sus temores con respecto al ascensor, me dice haber temido que se le
presentara de nuevo el período, obligándola a una nueva interrupción del masaje36. A
continuación hago que me relate la historia de sus dolores de piernas.
36El proceso había sido, pues, el siguiente: Al despertar por la mañana se encontró angustiada, y
para explicarse su estado de ánimo, echó mano de la primera representación temerosa que halló en
su imaginación. La tarde anterior había tenido con la institutriz de sus hijas una conversación, en la
que se trató del ascensor de la pensión donde se hospedaban. Cuidadosa siempre del bien de sus
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hijas, preguntó si la mayor, que a causa de una enfermedad de los ovarios y de dolores en la pierna
derecha no podía andar mucho, utilizaba también el ascensor para bajar del piso, una confusión de
recuerdos le permitió entonces enlazar la angustia, de la cual tenía perfecta conciencia, a la idea del
ascensor. Su conciencia no le ofrecía al principio el verdadero motivo de su angustia, el cual no
surgió sino más tarde, pero sin la menor vacilación, cuando en la hipnosis la interrogué sobre él. Es
éste el mismo proceso estudiado por Bernheim y otros hombres de ciencia posteriores en sujetos
que después de la hipnosis llevaban a cabo actos cuya ejecución les había sido encomendada
durante ella. Así, Bernheim sugirió una vez a un enfermo que después de despertar del sueño
hipnótico se llevase a la boca los dedos pulgares de ambas manos. El enfermo ejecutó este acto en el
momento prescrito, y lo explicó diciendo que el día anterior, en el curso de un ataque epileptiforme,
se había mordido la lengua, doliéndole ahora la herida. Una muchacha a la que se había sugerido
una tentativa de asesinato en la persona de un empleado judicial y totalmente extraño a ella, la
llevó a cabo, y al ser detenida e interrogada sobre los móviles de su acto criminal, inventó la historia
de que había sido ofendida por aquel individuo e intentado vengarse de él. El sujeto parece sentir
una necesidad de enlazar por medio de un nexo casual aquellos fenómenos psíquicos de que tiene
conciencia con otros elementos conscientes; y en aquellos casos en los que la verdadera causa se
sustrae a la percepción de la conciencia, intenta establecer una distinta conexión, a la que lucio -
presta completa fe no obstante ser falsa. Naturalmente, una disociación preexistente del contenido
de la conciencia favorece mucho tales «falsas conexiones». El caso de «falsa conexión» arriba citado
merece ser detenidamente considerado, por ser, desde diversos puntos de vista, típico y ejemplar.
Lo es en primer lugar por lo que respecta a la conducta de la paciente, la cual me dio aún,
repetidamente, en el curso del tratamiento, ocasión de deshacer, por medio de la sugestión
hipnótica, tales falsas conexiones y destruir sus efectos. Relataré aquí detalladamente un caso de
este género, que arroja viva luz sobre el hecho psicológico correspondiente. Había propuesto a mi
paciente sustituir el baño templado habitual por un baño de asiento frío, prometiéndose que le
sentaría mejor. La enferma obedecía sin la menor resistencia todas las prescripciones facultativas,
pero las seguía con manifiesta desconfianza pues, como ya indicamos, ningún tratamiento médico
le había proporcionado gran alivio. Mi proposición del baño frío no fue tan autoritaria que le
impidiera expresarme su desconfianza: «Siempre que he tomado un baño frío he estado luego
melancólica durante todo el día. Pero si usted quiere, probaré otra vez, no vaya usted a decir que no
hago lo que me dice.» Ante estas objeciones, renuncié aparentemente a mi propuesta pero en la
hipnosis siguiente le sugerí que me hablase como si ahora fuese idea suya, de los baños críos,
diciéndome que había reflexionado y quería probar, etcétera.
Así sucedió, en efecto, al día siguiente, en el cual la enferma me expuso todos los argumentos que
en favor del baño frío había yo antes aducido, cediendo yo a sus deseos sin mostrar entusiasmo
ninguno. Pero al día siguiente al baño la encontré, en efecto, profundamente malhumorada. «¿Por
que está usted hoy así?» «Ya lo sabía yo. Siempre que tomo un baño frío me pasa lo mismo.» «Pues
usted misma me pidió permiso para tomarlo. Ahora ya sabemos que le sienta mal y volveremos a
los baños templados.» En la hipnosis le pregunto luego: «¿Ha sido verdaderamente el baño frío lo
que le ha puesto a usted de tan mal humor?» «Nada de eso. El baño frío no tiene nada que ver con
mi estado de ánimo. Lo que pasa es que he leído esta mañana en el periódico que en Santo
Domingo ha estallado una revolución, y como siempre que en dicha isla hay disturbios corren
peligro los blancos, temo por un hermano mio allí residente, que ya nos ha producido grandes
preocupaciones.» Con esto quedó definitivamente zanjado entre nosotros el asunto, y la enferma
siguió tomando el baño frío durante varias semanas, sin volver a atribuirle efectos desagradables.
Se me concederá sin dificultad que este ejemplo es también típico por lo que respecta a la conducta
de muchos neurópatas ante la terapia prescrita por el médico. Cualquiera que sea la causa que un
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día determinado haga surgir cierto síntoma, el enfermo se inclina siempre a derivar dicho síntoma
de la última prescripción o influencia médica. De las dos condiciones necesarias para el
establecimiento de tales falsas conexiones, una de ellas la desconfianza nos parece existir siempre y
la otra, la disociación de la conciencia, es sustituida por el hecho de que la mayoría de los
neurópatas no tiene, en parte, conocimiento de la verdadera causa (o por lo menos de la causa
ocasional) de su padecimiento, y en parte rehúye intencionadamente dicho conocimiento por serle
desagradable recordar lo que de culpa personal haya en su dolencia. Pudiera opinarse que las
condiciones psíquicas señaladas en los neurópatas, distintas de los histéricos -la ignorancia o el
desconocimiento voluntario-, habían de ser más favorables para el establecimiento de una falsa
conexión que la existencia previa de una disociación de la conciencia, la cual sustrae, sin embargo, a
la conciencia material propia para la relación causal. Pero esta disociación sólo raras veces es
completa. Casi siempre llegan hasta la conciencia ordinaria fragmentos del complejo subconsciente
de representaciones, y precisamente estos fragmentos son los que dan ocasión a tales
perturbaciones. Por lo corriente, es la sensación general enlazada al complejo angustia, tristeza, etc.
la que se hace sentir conscientemente, como en el ejemplo relatado, y el sujeto se ve llevado por una
especie de «coerción asociativa» a enlazarla con un complejo de representaciones dado en su
conciencia. Otras observaciones realizadas por mi no hace mucho en distinto sector me han
probado el poderío de una tal «coerción asociativa». Durante varias semanas hube de abandonar mi
lecho habitual y acostarme en otro más duro, en el cual soñé quizá más o con mayor vivacidad que
de costumbre, o por lo menos me fue imposible dormir con la profundidad normal. Resultó, así,
que en el cuarto de hora siguiente al despertar tenía presentes todos los sueños de la noche y los
ponía por escrito para intentar su interpretación, consiguiendo, entre otras cosas, referir los sueños
de esta temporada, en su totalidad, a dos factores: 1° A la necesidad de elaborar aquellas
representaciones de las cuales sólo fugitivamente me había ocupado durante el día sin agotarlas. 2°
A la imposición de enlazar entre si los elementos dados en el mismo estado de conciencia. Lo
insensato y contradictorio de los sueños dependía de la libre actividad del último de estos dos
factores.
En otra paciente, Cecilia M., de la cual llegué a adquirir un conocimiento más profundo que de
ninguna otra de las aquí mencionadas, he podido comprobar que el estado de ánimo
correspondiente a un suceso y el contenido del mismo pueden entrar regularmente en una distinta
relación con la conciencia primaria. Esta enferma me ha proporcionado las pruebas más numerosas
y convincentes de la existencia del mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos que aquí
postulamos; pero, desgraciadamente, nos es imposible comunicar, por motivos particulares, su
historial clínico. Cecilia M. se hallaba últimamente en un singular estado histérico, que seguramente
no constituye un caso único, aunque no tengo noticia de que haya sido observado nunca estado que
podríamos calificar de «psicosis histérica de extinción». La paciente había sufrido numerosos
traumas psíquicos y padecido, durante muchos años, una histeria crónica con muy diversas
manifestaciones. Los motivos de todos estos estados le eran desconocidos; su memoria, espléndida
en general, mostraba singulares lagunas, y ella misma se lamentaba de que su vida se le aparecía
como fragmentada. Un día surgió de repente en ella una antigua reminiscencia, con toda la
plasticidad y toda la intensidad de una sensación nueva, y a partir de este momento vivió de nuevo,
durante cerca de tres años, todos los traumas de su vida entre ellos, algunos que creía olvidados
desde mucho tiempo atrás, y otros jamás recordados-, padeciendo terriblemente a través de este
período, en el que volvieron a presentársele todos los síntomas que había sufrido en tiempos
anteriores. Esta «extinción de antiguas deudas» comprendía un período de treinta y tres años y
permitió descubrir la determinación, a veces muy complicada, de todos sus estados. Sólo se lograba
procurarle algún alivio dándole ocasión de desahogar verbalmente, en la hipnosis, con las
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Comenzando como ayer, narra después una larga serie de sucesos penosos y debilitantes,
al tiempo de los cuales padeció dichos dolores, y cuyos efectos hubieron de intensificarlos,
hasta producirle una parálisis y anestesia de ambas piernas. Análogamente sucede con los
dolores en los brazos, que comenzaron simultáneamente a los que dice sentir en la nuca
una vez que se hallaba asistiendo a un enfermo. Sobre los dolores en la nuca me dice que
sucedieron a singulares estados de intranquilidad y mal humor, y consisten en una
sensación de «presión helada» en la nuca, rigidez y frío doloroso en las extremidades,
incapacidad de hablar y postración. Suelen durarle de seis a doce horas. Mis tentativas de
reducir este complejo de síntomas a una reminiscencia fallan por completo, siendo
contestadas negativamente las preguntas, a dicho fin encaminadas, sobre si su hermano, al
que asistió en ocasión de hallarse delirando, la cogió alguna vez por la nuca. En definitiva,
no sabe de dónde provienen tales ataques37. Por la tarde la encuentro muy contenta y
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dando muestras de un excelente humor. Lo del ascensor -me dice- no era como antes me lo
había contado.
Luego me dirige una serie de preguntas, en las que no hay nada patológico. Ha tenido
fuertes dolores en la cara, en la mano, por la parte del pulgar y en la pierna. Cuando había
estado sentada mucho tiempo o mirando fijamente algún punto sentía rigidez y dolor en
los ojos. El intento de levantar algún objeto pesado le producía dolores en los brazos. El
reconocimiento de la pierna derecha revela sensibilidad relativamente buena del muslo,
intensa anestesia de la rodilla para abajo y menor en la región de los riñones. En la
hipnosis me dice que de cuando en cuando tiene aún representaciones angustiosas, tales
como las de que sus hijas pueden enfermar y morir prematuramente, o que a su hermano,
ahora en viaje de novios, puede ocurrirle algún accidente o morírsele su mujer, pues todos
los hermanos han tenido la desgracia de enviudar pronto. Se ve que abriga aún otros
temores, pero no logro hacérselos revelar. Le reprocho aquella necesidad que siente de
angustiarse, aunque no exista motivo alguno para ello, y me promete no hacerlo más
«porque yo se lo pido». Siguen otras sugestiones relativas a los dolores que sufre, etc.
16 de mayo.- Ha dormido bien. Se queja aún de dolores en la cara, brazos y piernas; pero
está contenta y de buen humor. Faradización de la pierna anestésica.
Por la tarde.- La encuentro muy sobresaltada. «Me alegro mucho de que venga usted. Estoy
muy asustada.» Muestra todas las señales de espanto, «tic» y tartamudez. Antes de la
hipnosis, le hago relatarme lo que le ha sucedido, y extendiendo hacia mí sus manos
crispadas, en una magnífica personificación del terror, me dice: «Estando en el jardín, una
rata monstruosa ha saltado de repente por encima de mi mano, desapareciendo luego. Por
todas partes surgían y desaparecían ratas y ratones. (Ilusión producida quizá por los
juegos de sombras.) En los árboles había también muchos ratones. ¿No oye usted piafar a
los caballos en el circo? Ahí al lado se queja un señor. Debe de tener dolores, de resultas de
la operación. ¿Estoy quizá en Ruegen? Allí tenía una estufa parecida.» Perdida en la
multitud de pensamientos que por su imaginación cruzaban, se esforzaba en fijar, en
medio de su confusión, el presente. No sabe contestar a mis preguntas sobre cosas
actuales; por ejemplo, a la de si sus hijas habían estado con ella.
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Hipnosis. -«¿De qué se ha asustado usted?» Me repite la historia de los ratones, dando
nuevas muestras de espanto, y agrega que luego, al subir la escalera había en ella un
animal repugnante, que desapareció, al acercarse, ante su paso. Le declaro que todo
aquello son alucinaciones y le reprocho su miedo a los ratones, indicándole que es propio
de los alcohólicos (que le inspira gran repugnancia). Luego le cuento la leyenda del obispo
Hatto38, que ella conoce ya, a pesar de lo cual la oye dando muestras de espanto. «¿Cómo
se le ha ocurrido a usted hablarme del circo?» Dice que oye perfectamente cómo piafan los
caballos en el establo, enredándose las patas en los ramajes, cosa que puede hacerlos caer y
herirse gravemente. Cuando esto pasaba, solía Juan ir al establo a desatarlos. Le discuto la
proximidad del establo y niego que haya podido oír quejarse al vecino. Luego le pregunto
si sabe dónde está. Ahora lo sabe; pero antes creía estar en Ruegen. ¿Cómo ha podido creer
tal cosa? Antes han hablado de que en el jardín había un sitio muy oscuro, y esto le ha
hecho recordar la terraza de Ruegen, desprovista en absoluto de sombra.
«¿Qué recuerdos penosos tiene usted de su estancia en Ruegen?» Padeció allí terribles
dolores en brazos y piernas; se perdió entre la niebla en varias excursiones; fue dos veces
perseguida por un toro, etc. «¿Cómo ha tenido usted hoy este ataque?» Ha escrito muchas
cartas. Se ha pasado tres horas escribiendo, y esto le ha cargado la cabeza. Puedo, por
tanto, suponer que la fatiga ha provocado el ataque de delirio, cuyo contenido ha quedado
determinado por reminiscencias surgidas al estímulo de ciertas analogías de lugar, tales
como la parte soleada del jardín, etc. Repito los consejos de costumbre y la dejo
adormecida.
17 de mayo.- Ha dormido muy bien. En el baño de salvado prescrito para hoy ha gritado
varias veces, pues las partículas de salvado se le antojaban gusanos. Esto lo sé por la
enfermera, pues ella rehuye contármelo. Se muestra satisfecha y alegre, pero se interrumpe
frecuentemente con gritos inarticulados y gestos de espanto, tartamudeando más que en
los últimos días. Ha soñado que andaba sobre un suelo plagado de sanguijuelas. Durante
la noche anterior había tenido también horribles sueños, en los que se veía obligada a
amortajar varios cadáveres y a colocarlos en sus ataúdes. Pero no podía decidirse nunca a
cerrar la tapa de los mismos. (Seguramente, una reminiscencia de la muerte de su marido.)
Cuenta luego que en su vida le han sucedido numerosas aventuras con animales, la más
terrible, una vez que encontró un murciélago en su tocador, y tuvo que salir del cuarto a
medio vestir. Su hermano le regaló por aquella ocasión un imperdible que figuraba un
murciélago para curarla de su miedo, pero no pudo ponérselo jamás.
Hipnosis.- Su miedo a los gusanos procede de una vez que le regalaron una almohadilla
para clavar alfileres, y al ir a utilizarla vio salir de ella multitud de pequeños gusanos,
nacidos de la humedad del salvado que la rellenaba. (¿Alucinación? Quizá realidad.) Le
pido me cuente más historias de animales. Una vez que iba de paseo con su marido por un
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parque vieron que el camino que conducía al estanque se hallaba cubierto de sapos, y
tuvieron que dar la vuelta. Ha tenido épocas en las que no se atrevía a dar la mano a
nadie, de miedo a que al hacerlo se convirtiese en un animal repugnante, caso que ya
había sucedido muchas veces. Intento libertarla de su miedo a los animales, nombrándole
gran cantidad de ellos uno por uno, y preguntándole cada vez si aquél le daba miedo.
Unas veces me contesta negativamente, y otras, «No debo asustarme»39. Le pregunto por
qué ha tartamudeado y mostrado tanto sobresalto ayer y hoy. «Eso lo hago siempre que
tengo miedo»40. «¿Y por qué tenía usted ayer tanto miedo?» Estando en el jardín ha
pensado en muchas cosas que la preocupan. Entre ellas, en cómo podría evitar una posible
recaída cuando yo diera por terminado el tratamiento. Le repito las tres razones que tiene
para hallarse más esperanzada y que ya le he indicado en la vigilia: 1.ª Que está ya mejor y
tiene una mayor resistencia. 2ª Que se acostumbrará a hablar tranquilamente a una
persona que se halle a su lado. 3ª Que una porción de cosas que ahora la preocupan le
serán luego indiferentes. Además, la ha preocupado no haberme dado ayer las gracias por
mí última visita y el pensamiento de que, habiendo empeorado en estos días, acabará por
hacerme perder la paciencia. Asimismo le ha impresionado mucho oír cómo uno de los
médicos de la casa preguntaba a un señor en el jardín si se encontraba ya con valor para
operarse. La mujer del interrogado se hallaba presente, y debió de pensar, como ella, que
aquella tarde podía ser la última del pobre enfermo. Después de este relato parece
desvanecerse su malestar41. Por la tarde se muestra muy serena y satisfecha. La hipnosis
no revela nada importante. Me dedico al tratamiento de los dolores musculares y a
restablecer la sensibilidad de la pierna derecha, cosa que logro fácilmente en la hipnosis.
Pero al despertar vuelve la anestesia, aunque algo menor. Antes de dar por terminada mí
visita me expresa su asombro por no haber tenido desde hace muchos días los dolores de
la nuca, que surgían antes siempre que el tiempo amenazaba tormenta.
18 de mayo.- Esta noche ha dormido como hacía muchos años que no lo conseguía; pero
desde la hora del baño se queja de frío en la nuca, tirantez y dolores en la cara manos y
pies. Su rostro aparece contraído y crispadas sus manos. La hipnosis no revela ningún
contenido psíquico de este estado, que consigo luego aliviar, despierta ya la paciente, por
es, que en la solución hipnótica de un delirio histérico reciente invierte el enfermo el orden
cronológico de los acontecimientos, narrando primero las impresiones y asociaciones más recientes
y de menos importancia, y no llegando sino al final a la impresión primaria, probablemente la de
mayor importancia causal.
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medio del masaje42. Espero que el precedente extracto de la crónica de las tres primeras
semanas de tratamiento bastará para ofrecer al lector un cuadro evidente del estado de la
enferma, de la naturaleza de mi labor terapéutica y de sus resultados. Completaré ahora el
historial clínico.
Siete meses después recibió noticias suyas el doctor Breuer. Su mejoría se había mantenido
a través de varios meses, pero había acabado por sucumbir a una nueva conmoción
psíquica. Su hija mayor, que ya durante su primera estancia en Viena había imitado a la
madre, presentando calambres en la nuca y leves estados histéricos, padecía
principalmente de dolores al andar, provocados por una retroflexío-uten, y por indicación
mía había ido a consultar al doctor N., uno de nuestros más reputados ginecólogos, el cual
corrigió, por medio del masaje, la retroflexión indicada, librando a la enferma de sus
molestias por algunos meses. Pero hallándose ya la familia en su residencia, volvieron
aquéllas a presentarse, y la madre se dirigió a un ginecólogo de la cercana ciudad
42 Así, pues, su asombro del día anterior por no haber tenido «calambres en la nuca» hacía mucho
tiempo era una anticipación de dicho próximo estado, que ya se preparaba y era advertido por lo
inconsciente. Esta forma singular de la anticipación era, en la otra enferma a que antes nos
referimos -Cecilia M-, algo habitual y corriente. Siempre que, sintiéndose bien, me decía: «Hace ya
muchas noches que no me da miedo de las brujas» o «Estoy contentísima de que no me hayan
vuelto a doler los ojos», podía estar seguro de que a la noche siguiente no podría la enfermera
apartarse de su lado, para tranquilizar en lo posible su horrible miedo a las brujas, o de que el
próximo estado comenzaría con el temido dolor. Se transparentaba, pues aquello que ya estaba
preparado en lo inconsciente, y la conciencia «oficial» (según la calificación de Charcot), exenta de
toda sospecha, elaboraba la representación surgida como una rápida ocurrencia, convirtiéndola en
una expresión de contento, inmediatamente contradicha por la realidad. Esta enferma, persona de
gran inteligencia, a la que debo gran ayuda en la comprensión de los síntomas histéricos, me llamó
por sí misma la atención sobre el hecho de que tales casos podían dar motivo a las conocidas
supersticiones que pretenden no debe uno nunca vanagloriarse de su felicidad ni tampoco hablar
de lo que teme. En realidad, sólo sabemos encarecer nuestra felicidad cuando ya nos acecha el
infortunio, y expresamos la sospecha en forma de vanagloria, porque en este caso emerge el
contenido de la reminiscencia antes que la sensación correspondiente, o sea porque en la conciencia
existe un contraste satisfactorio.
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universitaria, el cual prescribió a la muchacha una terapia combinada, local y general, que
le provocó una grave enfermedad nerviosa. Probablemente no fue esto sino la primera
manifestación de la disposición patológica de la muchacha, la cual tenía entonces diecisiete
años; disposición que se evidenció un año después en una modificación de su carácter. La
madre, que había puesto a su hija en manos de los médicos con su habitual mezcla de
obediencia y desconfianza, se hizo objeto de los más duros reproches al comprobar el mal
resultado del tratamiento, y por un camino mental que yo no había sospechado llegó a la
conclusión de que el doctor N. y yo éramos responsables de la enfermedad de la
muchacha por haber calificado como leve su grave dolencia. En esta creencia anuló, por
medio de una enérgica volición, los efectos de mí tratamiento y cayó enseguida en los
mismos estados de los que yo la había libertado. Un excelente médico de su región y el
doctor Breuer, con el que comunicaba por escrito, consiguieron convencerla de nuestra
inocencia; pero la animosidad surgida en esta época contra mí perduró en ella, a pesar de
todo, en calidad de resto histérico, y declaró que le era imposible volver a ponerse en mis
manos.
Tartamudeaba y castañeteaba la lengua con gran frecuencia, se retorcía las manos como si
estuviese encolerizada, y cuando le pregunté si veía muchos animales, me respondió tan
sólo: «¡Oh, calle usted!» En la primera tentativa de hipnotizarla cerró enérgicamente los
puños y gritó: «No quiero inyecciones de antipirina. Prefiero que no se me quite el dolor.
No quiero ver al doctor R.; me es muy antipático.» Se hallaba, pues, dominada por la
reminiscencia de una hipnosis en el sanatorio en que últimamente había residido, y se
tranquilizó en cuanto la transferí a su situación presente. Al principio mismo del
tratamiento realicé un descubrimiento muy instructivo. Preguntada la paciente desde
cuándo había vuelto a tartamudear, me respondió que desde un susto que había recibido
aquel invierno, hallándose en D. Un camarero de la fonda en que habitaba se había
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Una tarde que paseaba presa de gran excitación por los pasillos de la fonda, halló abierta
la habitación de la camarera que le servía y quiso entrar para sentarse allí un momento. La
camarera intentó evitarlo, pero ella no hizo caso, y al entrar vio junto a la pared un bulto
oscuro, que luego resultó ser un hombre. Lo que movió a la enferma a hacerme un relato
inexacto de esta pequeña aventura fue, sin duda, un matiz erótico. Pero de este modo me
reveló que los relatos hechos por los enfermos en la hipnosis carecían, cuando eran
incompletos, de todo efecto curativo, y a partir de este día me fui habituando a ver en el
rostro de los pacientes cuándo me silenciaban una parte esencial de su confesión. La labor
que ahora había de llevar a cabo con esta enferma era la de anular, por medio de la
sugestión hipnótica, las impresiones desagradables que había recibido durante el
tratamiento de su hija y durante su propia estancia en el sanatorio alemán. Se hallaba
colmada de ira contra el médico de dicho establecimiento que la había obligado, en la
hipnosis, a deletrear la palabra «sapo», y me hizo prometerle que jamás le haría
pronunciar tal palabra. En este punto me permití utilizar la sugestión un poco en broma,
único abuso de la hipnosis, bien inocente por cierto, de que he de acusarme con esta
paciente, asegurándole que su estancia en X quedaría en adelante tan alejada de su
memoria, que ni siquiera recordaría bien el nombre de dicha localidad, dudando, cada vez
que quisiera pronunciarlo, entre Valle..., Monte..., Bosque..., y otros comienzos análogos.
Así sucedió, en efecto, y pronto fue su vacilación al pronunciar tal nombre la única
perturbación que se podía observar en el habla de la paciente hasta que, obedeciendo a
una observación del doctor Breuer, la liberté de esta forzada paramnesia.
Mayor tiempo que con los restos de estos sucesos tuve que luchar con los estados que la
enferma describía diciendo sentir una «tempestad en el cerebro». La primera vez que la vi
en tal estado yacía sobre un diván con el rostro contraído, el cuerpo en constante
inquietud, apretándose la frente entre las manos y repitiendo perdidamente el nombre de
«Emmy», que era el suyo y el de su hija mayor. En la hipnosis explicó que aquel estado
constituía la repetición de los muchos ataques de desesperación que solían acometerla
durante la enfermedad de su hija, después de largas horas de meditar en vano cómo sería
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posible remediar el fracaso del tratamiento. Cuando entonces comenzaba a sentir que sus
ideas se embrollaban, se habituó a repetir en alta voz el nombre de su hija, sirviéndose de
él como un punto de apoyo para recobrar la lucidez, pues por aquellos días, en los que el
estado de su hija le imponía nuevos deberes y sentía que la nerviosidad volvía a
dominarla, se había propuesto que lo que se refiriera a aquella hija debía ser respetado con
su confusión mental, aunque todo lo demás sucumbiese a ella. Al cabo de algunas
semanas quedaron también dominadas estas reminiscencias y la paciente recobró la salud;
pero, a instancias mías, permaneció aún algún tiempo en observación. Próximo ya el día
señalado para su partida de Viena, sucedió algo que relataré detalladamente, por arrojar
viva luz sobre el carácter de la enferma y sobre la génesis de sus estados.
Un día que fui a visitarla a la hora del almuerzo la sorprendí en el momento en que
arrojaba al jardín -donde lo recogieron los hijos del portero- un objeto envuelto en papeles.
Interrogada, confesó que era el postre lo que así tiraba todos los días. Este descubrimiento
me llevó a inspeccionar los demás restos de su almuerzo, comprobando que se lo había
dejado casi todo. Preguntada por qué comía tan poco, me respondió que no acostumbraba
a comer más y que le haría daño, pues era lo mismo que su difunto padre, el cual se
mantuvo siempre extremadamente sobrio. Al enterarme luego de lo que bebía, me
contestó que sólo toleraba líquidos de cierta consistencia, tales como la leche, el café, el
cacao, etcétera, y que siempre que bebía agua natural o mineral se le estropeaba el
estómago. Todo esto presentaba el sello inconfundible de una elección nerviosa. Efectué
un análisis de orina y la encontré muy concentrada. Consideré, pues, conveniente
aconsejarle que bebiese más agua y me propuse aumentar también su alimentación. No se
hallaba excesivamente delgada, pero de todos modos me pareció deseable algo de
sobrealimentación. Pero cuando en mí visita siguiente le prescribí un agua mineral alcalina
y le prohibí que arrojase al Jardín el postre, se excito visiblemente y me dijo: «Lo haré
porque usted me lo manda, pero desde ahora le aseguro que me sentará mal, pues es
contrario a mí naturaleza, y ya a mí padre le pasaba lo mismo.» En la hipnosis le pregunté
luego por qué no podía comer más ni beber agua, contestándome ella, de muy mal humor,
que lo ignoraba.
Al día siguiente me comunicó la enfermera que la paciente había comido bien, sin dejarse
nada, y bebido un vaso entero de agua alcalina. Pero, al entrar a verla, la encontré tendida
en el diván, profundamente malhumorada y quejándose de dolor de estómago: «¿No se lo
dije a usted? Ya hemos perdido todo lo que tanto trabajo nos ha costado conseguir. Me he
estropeado el estómago, como siempre que bebo agua o tomo más alimento que de
costumbre. Ahora tendré que estar a dieta seis u ocho días, hasta poder volver a tolerar la
comida.» Le aseguré que no tendría que ponerse a dieta, pues era imposible que un poco
más de alimentación y un vaso de agua alcalina le estropeasen el estómago. Los dolores
eran una consecuencia del miedo con el que había comido y bebido. Pero esta explicación
mía no debió de causarle impresión alguna, pues cuando, después, quise dormirla, fracasó
la hipnosis por primera vez, y en la colérica mirada que me dirigió reconocí que se hallaba
en rebelión completa contra mí y que la situación era harto grave. Renunciando a la
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hipnosis, le anuncié que le daba veinticuatro horas para reflexionar y convencerse de que
sus dolores de estómago no provenían sino de su miedo.
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EPICRISIS
Sin una previa y detallada fijación del valor y el significado de la palabra «histeria», no es
fácil decidir si un caso patológico puede situarse bajo dicho concepto o incluirse entre las
demás neurosis (no puramente neurasténicas). Por otra parte, tampoco en el sector de las
neurosis mixtas corrientes se ha llevado aún a cabo una labor ordenadora de
diferenciación y delimitación. De este modo, si para diagnosticar la histeria propiamente
dicha acostumbramos, hasta ahora, guiarnos por la analogía del caso de que se trate con
los casos típicos conocidos de tal enfermedad, es indudable que el de Emmy de N. debe
ser diagnosticado de histeria. La frecuencia de los delirios y de las alucinaciones, en medio
de una absoluta normalidad de la función anímica; la transformación de su personalidad y
de la memoria durante el somnambulismo artificial, la anestesia de la extremidad
dolorosa, ciertos datos de la anamnesia, etc., no dejan lugar a dudas sobre la naturaleza
histérica de la enfermedad o, por lo menos, de la enferma. Si, a pesar de todo esto, puede
ofrecernos alguna duda tal diagnóstico, ello depende de determinado carácter de este caso,
que nos da pretexto para desarrollar una observación de orden general. Según ya hemos
expuesto en el primer capítulo del presente trabajo, consideramos los síntomas histéricos
como efectos y restos de excitaciones que han actuado en calidad de traumas sobre el
sistema nervioso. Cuando la excitación primitiva queda derivada por reacción o mediante
una elaboración intelectual, no subsisten tales restos. Así, pues, habremos ya de tener en
cuenta cantidades, aunque no mensurables, y describiremos el proceso diciendo que una
magnitud de excitación afluyente al sistema nervioso queda transformada en síntomas
permanentes, en aquella medida, proporcional a su montaje, en la que no ha sido utilizada
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para la acción exterior. Ahora bien: en la histeria estamos acostumbrados a comprobar que
una parte importante de la «magnitud de la excitación» del trauma se transforma en
síntomas puramente somáticos. Esta peculiaridad de la histeria es lo que ha constituido
durante mucho tiempo un obstáculo para considerarla como una afección psíquica.
Algunas de las fobias podían contarse, sin embargo, entre las primarias, comunes a todos
los hombres y especialmente a los neurópatas. Así, ante todo la zoofobia (miedo a las
serpientes, a los sapos y a todas aquellas sabandijas que reconocen por soberano a
Mefistófeles), el miedo a las tormentas, etc. Pero también estas fobias fueron intensificadas
por sucesos traumáticos. Así, el miedo a los sapos, por la impresión de la sujeto, siendo
niña, el día que su hermano le arrojó un sapo muerto, lo que le produjo un ataque de
contracciones histéricas; el miedo a las tormentas, por el sobresalto ya descrito, que dio
lugar al vicio de castañetear la lengua, y el miedo a la niebla, por sus paseos en Ruegen. De
todos modos, el miedo primario y, por decirlo así, instintivo desempeña, considerado
como estigma psíquico, el papel principal en este grupo. Las demás fobias, más especiales,
aparecen también determinadas por sucesos particulares. El miedo a un sobresalto súbito e
inesperado es consecuencia de la tremenda impresión recibida al ver morir
repentinamente a su marido fulminado por un ataque al corazón. El miedo a las personas
extrañas, y en general a todo el mundo, demuestra ser un residuo de la época en la que se
vio perseguida por la familia de su marido y creía descubrir en cada desconocido un
agente de sus perseguidores o pensaba que todo el que a ella se aproximaba conocía las
infamias que verbalmente o por escrito se difundían sobre ella. El miedo a los manicomios
y a sus infortunados huéspedes se relaciona con toda una serie de tristes sucesos acaecidos
en su círculo familiar y con los relatos qué, siendo niña escuchó de labios de una estúpida
criada. Esta última fobia se apoya, además, por un lado, en el horror instintivo primario
del hombre sano al demente y, por otro, en su preocupación, común a todo nervioso, de
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Menos aún que las fobias, pueden ser consideradas las abulias de nuestros enfermos como
estigmas psíquicos consiguientes a una disminución general de la capacidad funcional. El
análisis hipnótico del caso demuestra más bien que las abulias se hallan condicionadas por
un doble mecanismo físico, simple en el fondo. La abulia puede ser de dos clases. Puede
ser, sencillamente, una consecuencia de la fobia, y así sucede cuando la fobia se enlaza a
un acto propio (salir de casa, buscar la sociedad de los demás, etc.) en lugar de a una
expectación (que alguien pueda introducirse subrepticiamente en el cuarto, etc.), siendo
entonces la angustia enlazada con el resultado del acto la causa de la coerción de la
voluntad. Sería equivocado presentar esta clase de abulias al lado de sus fobias
correspondientes como síntomas especiales; pero ha de tenerse en cuenta, sin embargo,
que tales fobias pueden existir, cuando no son demasiado intensas, sin conducir a la
abulia. La otra clase de abulias se halla basada en la existencia de asociaciones no
desenlazadas y saturadas de afecto, que se oponen a la constitución de otras nuevas, sobre
todo a las de carácter penoso. La anorexia de nuestra enferma nos ofrece el mejor ejemplo
de una tal abulia. Si come tan poco, es porque no halla gusto ninguno en la comida, y esto
último depende, a su vez, de que el acto de comer se halla enlazado en ella, desde mucho
tiempo atrás, con recuerdos repugnantes, cuyo montante de afecto no ha experimentado
disminución alguna. Naturalmente, es imposible comer con repugnancia y placer al
mismo tiempo. La repugnancia concomitante a la comida desde muy antiguo no ha
disminuido porque la sujeto tenía que reprimirla todas las veces, en lugar de libertarse de
ella por medio de la reacción. Cuando niña, el miedo al castigo la forzaba a comer con
repugnancia la comida fría, y en años posteriores, el temor a disgustar a sus hermanos le
impidió exteriorizar los afectos que la dominaban mientras comía con ellos.
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El estado psíquico de Emmy de N. puede caracterizarse haciendo resaltar dos extremos: 1º.
Perduran en ella, sin haber experimentado derivación alguna, los efectos penosos de
diversos sucesos traumáticos; así, la tristeza, el dolor (desde la muerte de su marido), la
cólera (desde las persecuciones de que fue objeto por parte de la familia del muerto), la
repugnancia (desde las comidas que se vio forzada a ingerir), el miedo (desde los
múltiples acontecimientos terroríficos de que fue protagonista o testigo), etc. 2º. Existe en
ella una intensa actividad mnémica, que tan pronto espontáneamente como a
consecuencia de estímulos del presente (por ejemplo, en el caso de la noticia de haber
estallado la revolución de Santo Domingo) atrae a la conciencia actual, trozo por trozo, los
traumas, con todos sus efectos concomitantes. Mí terapia se enlazó a la marcha de dicha
actividad mnémica e intentó solucionar y derivar, día por día, lo que en cada uno de ellos
surgía a la superficie hasta que la provisión asequible de recuerdos patógenos pareció
quedar agotada. A estos dos caracteres psíquicos, propios, a mi juicio, de todos los
paroxismos histéricos, podríamos enlazar varias observaciones, que aplazaremos hasta
haber dedicado alguna atención al mecanismo de los síntomas somáticos.
No es posible aceptar para todos los síntomas somáticos la misma génesis. Por el contrario,
incluso en el caso de Emmy de N., poco instructivo desde este punto de vista, nos muestra
que los síntomas somáticos de una histeria surgen de muy diversos modos. A mí juicio,
una parte de los dolores de la sujeto se hallaba orgánicamente determinada por aquellos
leves trastornos (reumáticos) musculares, a los que ya nos referimos antes; trastornos más
dolorosos para los nerviosos que para los normales. En cambio, otra parte de sus dolores
era, muy probablemente, un símbolo mnémico de las épocas de excitación en las que hubo
de asistir a enfermos de su familia, épocas que tanto lugar habían ocupado en la vida de la
paciente. Estos últimos dolores pudieron tener también alguna vez, primitivamente, una
justificación orgánica, pero después fueron objeto de una elaboración que los adaptó a los
fines de la neurosis. Estas afirmaciones sobre los dolores de Emmy de N. se apoyan en
observaciones realizadas en otros casos, que más adelante expondré, pues su propio caso
no llegó a proporcionarme aclaración suficiente con respecto a este punto concreto. (50)
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rostro, etc. De todos modos, esta expresión de los estados de ánimo era más viva y menos
retenida de lo que la mímica habitual de la sujeto, su educación y su raza hacían esperar.
En efecto, fuera de los estados histéricos, la paciente era muy mesurada y sobria en la
expresión de sus emociones. Otra parte de sus síntomas motores se hallaba, según ella, en
conexión directa con sus dolores. Si agitaba incesantemente sus dedos (1888) o se retorcía
las manos (1889), era para retenerse de gritar, motivación que recuerda uno de los
principios establecidos por Darwin para el esclarecimiento de los movimientos expresivos;
esto es, el principio de la «derivación de las excitaciones», por medio del cual explica, por
ejemplo, el agitar la cola de los perros. La sustitución de los gritos por otras inervaciones
motoras en los casos de estímulos dolorosos es algo que todos conocemos. Aquel que se
propone mantener inmóvil la boca y la cabeza durante la intervención del dentista y evita
también separar las manos de los brazos del sillón, acaba siempre por mover los pies.
Suponemos, además, que el factor que da al suceso un carácter traumático y fija el ruido
producido por la sujeto, en calidad de síntoma somático evocador de toda la escena, es el
espanto que le causó comprobar qué, contra toda su voluntad, acababa por producirlo.
Llego incluso a creer que el carácter mismo de este «tic», consistente en varios sonidos
espasmódicamente emitidos y separados por ligeras pausas, revela huella del proceso al
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que debe su origen. Parece haberse desarrollado una lucha entre el propósito y la
representación contrastante -la «voluntad contraria»-, lucha que ha dado al «tic» su
carácter peculiar y limitado la representación contrastante a desusados caminos de
inervación de los músculos vocales. Un suceso de análoga naturaleza dejó tras de sí la
inhibición espasmódica del habla, la singular tartamudez, con la diferencia de que el
recuerdo no eligió aquí, para símbolo del suceso, el resultado de la inervación final, o sea,
el grito sino el proceso mismo de inervación, esto es, el intento de una inhibición
convulsiva de los órganos vocales. Ambos síntomas, el castañeteo y la tartamudez, afines
por su génesis, entraron, además, en mutua asociación, y su repetición en una ocasión
análoga a las de su origen los convirtió en síntomas permanentes. Una vez llegados a esta
categoría, encontraron distinto empleo. Nacidos en un intento estado de sobresalto, se
unieron desde este punto (conforme al mecanismo de la histeria monosintomática, del que
más adelante trataremos) a todos los estados de este género, incluso a aquellos que no
podían dar ocasión a la objetivación de una representación contrastante.
Acabaron, pues, por hallarse enlazados a tantos traumas y por tener tan amplia razón de
reproducirse en la memoria, que llegaron a interrumpir constantemente el habla, sin
estímulo ninguno que a ello los llevase, a manera de un «tic» falto de todo sentido. Pero el
análisis hipnótico pudo demostrar que aquel aparente «tic» poseía un preciso significado,
y si el método de Breuer no consiguió, en este caso, hacer desaparecer de una vez y por
completo ambos síntomas, ello fue debido a que la catarsis sólo recayó sobre los tres
traumas principales, sin extenderse a los secundariamente asociados44. La repetición del
44El lector experimentará, quizá, la impresión de que concedo excesiva importancia a los detalles de
los síntomas y me pierdo en una innecesaria labor de interpretación. Pero he visto muy bien que la
determinación de los síntomas histéricos llega realmente a sus más sutiles matices y que nunca se
peca por exceso atribuyendo a los mismos un sentido. Un ejemplo justificará por completo mi
conducta en este sentido. Hace meses asistía yo a una muchacha de dieciocho años, en cuya
complicada neurosis correspondía a la histeria buena parte. Lo primero que supe de ella fue que
sufría accesos de desesperación de dos distintos géneros. En los primeros sentía tirantez y picazón
extraordinarias en la parte interior de la cara desde las mejillas hasta la boca. En los segundos
estiraba convulsivamente los dedos de los pies y los agitaba sin descanso. Al principio no me sentía
inclinado a adscribir significación alguna a estos detalles, en los cuales hubieran visto otros
observadores anteriores a mi una prueba de la excitación de centros corticales en el ataque histérico.
Ignoramos, ciertamente, dónde se hallan los centros de tales parestesias, pero sabemos que estas
últimas inician la epilepsia parcial y constituyen la epilepsia sensorial de Charcot. La agitación de
los dedos de los pies quedó por fin explicada del modo siguiente. Cuando mi confianza con la
enferma se hizo mayor, le pregunte un día cuáles eran los pensamientos que surgían en ella durante
sus accesos invitándola a que me los comunicase sin reparos, pues seguramente podía darme una
explicación de aquellos fenómenos. La enferma se ruborizó intensamente y, sin necesidad de
recurrir a la hipnosis, me dio las explicaciones que siguen, cuya realidad me fue confirmada por la
institutriz que venia acompañándola. La muchacha había padecido, a partir de la presentación de
los menstruos y durante varios años, accesos de cephalea adolescentium que le impedían toda
ocupación prolongada, retrasando así su educación intelectual. Libertada, por fin, de este obstáculo,
la muchacha, ambiciosa y algo ingenua, decidió trabajar con intensidad para alcanzar a sus
hermanas y antiguas compañeras. Con este propósito realizó excesivos esfuerzos que acabaron en
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nombre «Emmy» en los accesos de confusión mental qué, según las normas de los ataques
histéricos, reproducen los frecuentes estados de perplejidad de la paciente durante el
tratamiento al que su hija estuvo sometida, se hallaba enlazada, por medio de un
complicado encadenamiento de ideas, al contenido del acceso y correspondía quizá a una
fórmula protectora usada por la enferma contra el mismo. Esta exclamación hubiera sido
también, probablemente, susceptible, dado un más amplio aprovechamiento de su
significación, de convertirse en un «tic», como ya lo había llegado a ser la complicada
fórmula protectora: «No me toque usted», etc.; pero la terapia hipnótica detuvo, en ambos
casos, el ulterior desarrollo de estos síntomas. La exclamación «¡Emmy!», recientemente
surgida cuando me llamó la atención, se hallaba aún limitada a su lugar de origen; esto es,
al acceso de confusión mental.
Cualquiera que sea la génesis de estos síntomas motores -el castañeteo, por objetivación de
una representación contrastante, la tartamudez, por simple conversión de la excitación
violentas crisis de desesperación al darse cuenta de que había confiado demasiado en sus fuerzas.
Naturalmente, también se comparaba, en lo físico, con otras muchachas, sintiéndose desgraciada
cuando se descubría alguna interioridad corporal Atormentada por su marcado prognatismo, tuvo
la singular idea de corregirlo ejercitándose todos los días largos ratos en estirar el labio superior
hasta cubrir por completo los dientes que sobresalían. La inutilidad de este pueril esfuerzo le
produjo un acceso de desesperación y, a partir de este momento, la tirantez y la picazón de las
mejillas pasaron a constituir el contenido de una de las dos clases de ataques que padecía. No
menos transparente era la determinación de los otros ataques en los que aparecía el síntoma motor,
consistente en la expresión y agitación de los dedos de los pies. Los familiares de la sujeto me
habían dicho que el primero de estos ataques se desarrolló a la vuelta de una excursión por la
montaña, y lo achacaban, naturalmente, a un exceso de fatiga. Pero la muchacha me relato lo
siguiente: Entre las hermanas era costumbre antigua burlarse unas de otras por el excesivo tamaño
de sus pies. Nuestra paciente, a quien atormentaba este defecto de estética, intentaba siempre usar
el calzado más pequeño posible, pero su padre se oponía a ello, anteponiendo la higiene a la
estética.
Contrariada la muchacha por esta imposición paterna, pensaba constantemente en ella y adquirió la
costumbre de estar moviendo siempre los dedos de los pies dentro del calzado, como se hace
cuando se quiere comprobar si el mismo está grande, o demostrar a alguien que aún podría usarse
uno más chico, etc. Durante la excursión, que no le produjo fatiga ninguna, surgió la broma
habitual entre las hermanas sobre el tamaño de sus pies, y una de ellas le dijo: «¡Hoy si que te has
puesto unas botas que te están grandes!» La muchacha probó a mover los dedos dentro de ellas,
pues también tenía la idea de que podía llevar un calzado mucho menor, y, a partir de este
momento, no cesó en todo el día de pensar en su desgraciado defecto. Luego, al volver a casa, sufrió
un ataque en el que por primera vez extendió y agito convulsivamente los dedos de los pies, como
símbolo mnémico de toda la serie de pensamientos desagradables que habían ocupado su
imaginación. Hemos de observar que se trataba de ataques y no de síntomas duraderos.
Añadiremos, además, que, después de esta confesión, cesaron los ataques de la primera clase
continuando, en cambio, los de la segunda, o sea aquellos en los que la paciente agitaba sus pies.
No debió, pues, de ser completa su confesión sobre este punto. Mucho después he sabido que la
ingenua muchacha se preocupaba tanto de su estética porque quería agradar a un joven primo
suyo.
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Al siguiente día hablamos de un tema sin relación alguna con las catacumbas, cuando de
súbito se interrumpió, exclamando: «¡La cripta y el columbarium, doctor!» «¡Ah! Esas son
las palabras que ayer no podía usted encontrar. ¿Cuándo las ha recordado usted?» «Esta
tarde, en el jardín, poco antes de subir.» Con estas últimas palabras me indicaba que se
había atenido estrictamente al momento marcado, pues solía permanecer en el jardín hasta
las seis. Así, pues, tampoco en el somnambulismo disponía de todo su conocimiento,
existiendo aún para ella una conciencia actual y otra potencial. Con frecuencia sucedía
también que al preguntarle yo, en el somnambulismo, de dónde procedía determinado
fenómeno arrugaba el entrecejo y contestaba tímidamente: «No lo sé.» En estos casos
acostumbraba yo decirle: «Reflexione usted un poco y en seguida lo sabrá», como así
sucedía, en efecto, pues al cabo de algunos instantes de reflexión me proporcionaba casi
siempre la respuesta pedida. Cuando esta inmediata reflexión no tenía resultado, daba a la
paciente el plazo de un día para recordar lo buscado, obteniendo siempre la información
deseada. La sujeto, que en la vida corriente evitaba con todo escrúpulo faltar a la verdad,
no mentía tampoco nunca en la hipnosis: únicamente le sucedía a veces dar informaciones
incompletas, silenciando una parte de las mismas, hasta que yo la forzaba a completarlas
en una segunda sesión. En general. era la repugnancia que el tema le inspiraba lo que
sellaba sus labios en estas ocasiones. No obstante estas restricciones, su conducta en el
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45De esta interesante antítesis entre la más amplia obediencia hipnótica en todo lo que se refiere a
los síntomas patológicos y la tenaz persistencia de estos últimos, debida a su más profunda
cimentación y a su inaccesibilidad al análisis, hemos hallado ulteriormente, en otro caso, un
interesantísimo ejemplo. Habiendo sometido a tratamiento a una muchacha muy viva e inteligente,
que desde hacia año y medio padecía trastornos de la deambulación, llevábamos cinco meses sin
obtener resultado positivo ninguno. La paciente presentaba analgesia y zonas dolorosas en las
piernas, temblor rápido de las manos y andaba encorvada, con pasos pequeños y torpes, vacilando,
como si padeciese alguna lesión del cerebro, y cayendo al suelo con frecuencia. Su estado de ánimo
era singularmente sereno y alegre. Una de nuestras autoridades médicas de entonces se había
dejado inducir a error por este complejo de síntoma, y había diagnosticado una esclerosis múltiple;
pero otro facultativo se pronunció por la histeria, en favor de la cual abogaba, al principio de la
enfermedad la complejidad del cuadro patológico (dolores, desvanecimientos, amaurosis), y dirigió
la paciente a mi consulta. Sin resultado alguno, no obstante ser la enferma un excelente sujeto
hipnótico, intenté mejorar su estado por medio de sugestión, el tratamiento local de las piernas
durante la hipnosis, etc. Un día, al verla entrar vacilantemente en mi gabinete de consulta, del brazo
de su padre y apoyándose en un paraguas, cuya punta aparecía ya muy gastada, tuve un acceso de
impaciencia, y, una vez hipnotizada, la interpelé impetuosamente: «Esto no puede seguir así.
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Durante estos análisis sucedía regularmente que la enferma rompía a hablar, dando
muestras de violenta excitación, sobre temas cuyo afecto no había hallado hasta entonces
exutorio distinto de la expresión de las emociones. No me es posible indicar cuánta parte
del resultado terapéutico siempre obtenido correspondía a esta supresión por sugestión in
statu nascendi, y cuánta a la supresión del afecto por medio de la reacción, pues dejé actuar
conjuntamente ambos factores. Así, pues, no podemos aducir este caso como prueba de la
eficacia terapéutica del método catártico. Sin embargo, hemos de manifestar que sólo
Mañana por la mañana se le romperá el paraguas y tendrá usted que andar hasta su casa sin su
auxilio, del cual prescindirá ya siempre en adelante.» No se cómo pudo ocurrírseme la tontería de
dirigir tal sugestión a un paraguas, y en seguida me avergoncé de ella, sin sospechar que la misma
paciente se encargaría de salvarme en la opinión de su padre, colega mio de Facultad, el cual me
dijo al siguiente día: «¿Sabe usted lo que ha hecho mi hija esta mañana? Íbamos dando un paseo, y
de pronto se ha puesto a cantar alegremente, llevando el compás con el paraguas sobre las losas,
con tanta fuerza, que ha terminado por romperlo.» La enferma no tenias, naturalmente, la menor
sospecha de que en aquella forma había procurado, con gran ingenio, un completo éxito a una
sugestión desatinada. Cuando comprobé que el tratamiento hipnótico, con sus mandatos,
enseñanzas y sugestiones, no aliviaba en modo alguno a la paciente, recurrí al análisis psíquico y la
invité a comunicarme los estados de ánimo que habían precedido a la aparición de la enfermedad.
Me relató entonces (en la hipnosis, pero sin excitación alguna) que, poco antes de enfermar ella,
había muerto un joven pariente suyo, al que se hallaba prometida. Pero como esta comunicación no
modificó en nada su estado, al llegar la sesión de hipnosis siguiente le exprese mi convicción de que
la muerte de su primo no tenía relación alguna con su enfermedad, debiendo haber sucedido
alguna otra cosa que no me había comunicado. Ante estas palabras mías, inició la enferma una
distinta confesión, pero se interrumpió enseguida, y su padre, que se hallaba sentado a sus
espaldas, comenzó a sollozar amargamente. Como es natural, no quise continuar profundizando en
la psiquis de la enferma, a la cual no he vuelto a ver desde aquel día.
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Las consecuencias que preceden no agotan el tema de la etiología de este caso de histeria.
Pienso ahora que debió de existir algún factor más, que habría provocado la explosión de
la enfermedad en un momento dado, puesto que las circunstancias etiológicamente
eficaces venían existiendo desde mucho tiempo antes sin haber tenido tal consecuencia.
Me parece asimismo singular qué en todas las confesiones íntimas que la paciente hubo de
hacerme faltara por completo el elemento sexual, más propio, sin embargo, que ningún
otro para dar ocasión a traumas. Como las excitaciones de este género no podían haberse
desvanecido así sin dejar residuo ninguno, he de suponer que los relatos que oí de labios
de la sujeto constituían una edítío ad usum delphini de la historia de su vida. La paciente era,
en actos y palabras, de una absoluta castidad, sin fingimiento alguno al parecer, pero
también sin gazmoñería. Pero sí pienso en la reserva con que me relató en la hipnosis la
pequeña aventura de la camarera del hotel, llego a sospechar que la sujeto, mujer de
intensas sensaciones, no había logrado vencer sus necesidades sexuales sin duros
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Antes de dar por terminado el historial clínico de Emmy de N. añadiré una nueva
observación. El doctor Breuer y yo, que conocimos y tratamos a la sujeto durante mucho
tiempo, sonreíamos siempre que se nos ocurría comparar su personalidad con la
descripción de la psiquis histérica, integrada desde tiempos muy pretéritos en los libros
sobre la materia y defendida por los médicos. Si el caso de Cecilia M. nos había
demostrado la compatibilidad de la histeria más grave con amplias y originalísimas dotes
intelectuales -hecho que se nos muestra, además, evidente en las biografías de las mujeres
famosas en la Historia o la literatura-, el de Emmy de N. nos proporcionó un ejemplo de
que la histeria no excluye un intachable desarrollo del carácter y una plena conciencia en el
gobierno y orientación de la propia vida. Nuestra paciente era una mujer de extraordinaria
valía, en la que Breuer y yo hubimos de admirar una gran rectitud moral con respecto a la
concepción de sus deberes, una inteligencia y una energía nada vulgares en su sexo, una
extensa cultura y un elevado amor a la verdad, unido todo ello a una sincera modestia
interior y a un distinguido trato señorial. Aplicar a una mujer así el calificativo de
«degenerada» supondría deformar hasta lo irreconocible la significación de tal palabra.
Habremos pues, de diferenciar con todo cuidado entre sí los conceptos «disposición» y
«degeneración», si no queremos vernos obligados a reconocer que la Humanidad debe
gran parte de sus conquistas a los esfuerzos de individuos «degenerados».
Confieso también que me es imposible hallar en el historial de esta paciente el menor rasgo
de «disminución funcional psíquica», de la que P. Janet hace depender la génesis de la
histeria. La disposición histérica consistiría, según este autor, en una angostura anormal
del campo de la conciencia (resultante de la degeneración hereditaria), que da ocasión a la
negligencia de series enteras de percepciones y, ulteriormente, a la disposición del yo y a
la organización de personalidades secundarias. De este modo, lo que queda del yo,
después de la sustracción de los grupos psíquicos históricamente organizados, habría de
poseer una menor capacidad funcional que el yo normal, y en realidad, según Janet, este
yo de los histéricos presenta estigmas psíquicos, se halla condenado al monoideísmo y es
incapaz de las más corrientes voliciones de la vida. A mí juicio, ha elevado aquí Janet,
erróneamente, estados resultantes de la modificación histérica de la conciencia a la
categoría de condiciones primarias de la histeria. Este tema merece ser objeto de una más
amplia discusión, que desarrollaremos en otro lugar. Por lo pronto, haremos constar que
en Emmy de N. no pudimos observar el menor indicio de una disminución de la
capacidad funcional. Durante el período de mayor gravedad conservó capacidad
suficiente para atender a su participación en la dirección de una gran empresa industrial,
no perder de vista ni un solo instante la educación de sus hijas y continuar su
correspondencia con personas de cultivado espíritu; esto es, para cumplir todos sus
deberes, hasta el punto de que nadie sospechaba su enfermedad. Podría preverse que todo
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A fines de 1892, un colega y amigo mío envió a mí consulta a una joven paciente, a la cual
tenía en tratamiento a consecuencia de una rinitis supurada crónica. La causa de la
tenacidad de su padecimiento era, como más tarde se demostró, una caries del etmoides.
En los últimos días se había quejado la enferma de nuevos síntomas, que mi colega, muy
perito en la materia, no podía atribuir ya a la afección local. Habiendo perdido por
completo el olfato se veía perseguida la paciente, casi de continuo, por una o dos
sensaciones olfativas totalmente subjetivas, que se le hacían en extremo penosas. Además
de esto, se sentía deprimida y fatigada, sufría pesadez de cabeza, había perdido el apetito
y no se encontraba capaz de desarrollar actividad ninguna. Era esta enferma de
nacionalidad inglesa y ejercía las funciones de institutriz en el domicilio del director de
una fábrica enclavada en un arrabal de Viena. De constitución delicada y pigmentación
muy pobre, gozaba de salud normal, fuera de la indicada afección a la nariz. Padecía
depresión y fatiga, se veía atormentada por sensaciones olfativas de carácter subjetivo, y
presentaba, como síntoma histérico, una clara analgesia general, conservando, sin
embargo, una plena sensibilidad al tacto. Tampoco presentaba disminución ninguna del
campo visual. El interior de la nariz se demostró totalmente analgésico y sin reflejos,
aunque sensible al tacto. La capacidad de percibir sensaciones olfativas aparecía por
completo anulada, tanto con respecto a los estímulos específicos como a los de cualquier
otro género (amoníaco, ácido acético).
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Esta hipótesis quedó en seguida confirmada. A mí pregunta de cuál era el olor que la
perseguía con más frecuencia, contestó que «como a harina quemada». Hube, pues, de
suponer que este olor a harina quemada había sido realmente el que había reinado en la
ocasión del suceso traumáticamente eficaz. La elección de sensaciones olfativas para
símbolos mnémicos de traumas es, ciertamente, muy desusada, pero en este caso podía
explicarse por la circunstancia de que la afección nasal de la sujeto la llevaba a conceder
especial atención a todo lo relacionado con la nariz y sus percepciones. Sobre la vida
particular de la paciente solo sabía que las niñas cuyo cuidado le estaba encomendado
habían perdido, hacía varios años, a su madre, después de breve y aguda enfermedad. Así,
pues, decidí tomar el olor a «harina quemada» como punto de partida del análisis.
Relataré la historia de este análisis tal y como hubiera debido desarrollarse en
circunstancias favorables. En realidad, aquello que debió resultar de una sola sesión nos
ocupó varias, dado que la paciente no podía acudir a mi casa más que a la hora de
consulta, durante la cual no podía dedicarle sino poco tiempo; de este modo, y no
pudiendo abandonar la sujeto todos los días sus obligaciones, para recorrer el largo
camino que la separaba de mí domicilio, resultó que uno solo de nuestros diálogos
analíticos sobre un extremo concreto necesitado de esclarecimiento, se extendía, a veces, a
través de más de una semana, quedando interrumpido en el punto al que había llegado al
final de una sesión, para ser reanudado en la siguiente. Miss Lucy R. no caía en estado de
somnambulismo al intentar con ella la hipnosis. Así, pues, renuncié al somnambulismo y
lleve a cabo todo el análisis hallándose la paciente en un estado qué, en general, se
diferenciaba quizá muy poco del normal. Llegado a este punto, creo deber explicarme más
detalladamente que hasta aquí sobre la técnica de mi procedimiento. Cuando, en 1889,
visité las clínicas de Nancy, oí decir al doctor Liébault, gran maestro en la hipnosis: «Si
dispusiésemos del medio de sumir en el estado de somnambulismo a todos los sujetos, la
terapia hipnótica sería la más poderosa de todas.» En la clínica de Bernheim parecía casi
existir tal arte y ser posible aprenderlo en su director. Pero en cuanto quise ejercerlo con
mis propios enfermos, observé qué, por lo menos para mis fuerzas, existían en este campo
estrechos límites, y que cuando a las dos o tres tentativas de hipnotizar a un paciente no
llegaba a conseguirlo, podía ya renunciar en absoluto a utilizar con él dicho método
terapéutico. Asimismo, el tanto por ciento de sujetos hipnotizables permaneció en mi
práctica médica muy por bajo del nivel indicado por Bernheim.
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de hipnosis, pues tales tentativas despertaban en toda una serie de casos la resistencia del
enfermo, disminuyendo aquélla su confianza en mí, que tan precisa me era para mi labor
psíquica, mucho más importante. Por otro lado, me fatigaba ya oír, en los casos de
hipnosis poco profunda, que a mi mandato «Va usted a dormir. Duerma usted»,
contestaba el sujeto: «No me duermo, doctor», y tener entonces que entrar en un distingo
demasiado sutil, replicando: «No me refiero al sueño corriente, sino a la hipnosis. Fíjese
bien. Está usted hipnotizado. No puede usted abrir los ojos, etcétera. Además, no necesito
que duerma», etc. De todos modos, estoy convencido de que muchos de mis colegas en la
psicoterapia saben eludir con mayor habilidad que yo estas dificultades, y podrán, por
tanto, emplear otros procedimientos. Más, por mi parte, opino que si tenemos la seguridad
de que el empleo de una palabra nos ha de poner en un aprieto, haremos bien en eludir
dicha palabra y sus consecuencias. Así, pues, en aquellos casos en los que de la primera
tentativa no resultaba el estado de somnambulismo o un grado de hipnosis con
modificaciones somáticas manifiestas, abandonaba aparentemente el hipnotismo, exigía
tan sólo la «concentración», y como medio para conseguirla, ordenaba al paciente que se
tendiese en un diván y cerrase los ojos. Con este procedimiento creo haber conseguido
alcanzar el más profundo grado de hipnosis posible en tales casos.
Pero al renunciar al somnambulismo, renuncié quizá también a una condición previa, sin
la cual parecía inutilizable el procedimiento catártico, fundado en la circunstancia de que
en el estado de ampliación de la conciencia disponían los enfermos de ciertos recuerdos y
reconocían ciertas conexiones, inexistentes, al parecer, en su estado normal de conciencia.
Así, pues, faltando la ampliación de la memoria, dependiente del estado de
somnambulismo, tenía que faltar también la posibilidad de establecer una determinación
causal, que el enfermo no podía comunicar al médico por serle desconocida, pues los
recuerdos patógenos son precisamente «los que faltan en la memoria del paciente en su
estado psíquico habitual, o sólo se hallan contenidos en ella muy sumariamente». De esta
nueva dificultad me salvó mi recuerdo de haber visto llevar a cabo al mismo Bernheim la
demostración de que las reminiscencias del somnambulismo sólo aparentemente se
hallaban olvidadas en el estado de vigilia, y podían ser despertadas en éste mediante una
ligera intervención del hipnotizador. Así, un día sugirió a una sonámbula la alucinación
negativa de que él, Bernheim, no se hallaba presente, y luego trató de hacerse advertir por
la sujeto, utilizando para ello toda clase de medios, incluso la agresión, sin que le fuera
posible conseguirlo. Acto seguido la despertó y le preguntó qué era lo que le había hecho
mientras ella le creía ausente, respondiendo la enferma, con expresión de asombro, que no
recordaba absolutamente nada. Pero Bernheim no se satisfizo con esta declaración
negativa; aseguró a la sujeto que iba a recordarlo todo en seguida, y colocando una mano
sobre su frente, como para ayudarla a concentrar sus pensamientos, consiguió que relatase
todo aquello que en el estado de somnambulismo parecía no haber advertido ni saber en el
de vigilia.
Así, pues, tomé por modelo este singular e instructivo experimento y decidí adoptar como
punto de partida la hipótesis de qué mi paciente sabía todo lo que había podido poseer
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una importancia patógena, tratándose tan sólo de obligarla a comunicarlo. De este modo,
cuando llegábamos a un punto en el que a mis preguntas: «¿Desde cuándo padece usted
este síntoma?», o «¿De dónde procede?», contestaba la sujeto: «No lo sé», adopté el
procedimiento de colocar una mano sobre la frente de la enferma, o tomar su cabeza entre
mis dos manos, y decirle: «La presión de mi mano despertará en usted el recuerdo
buscado. En el momento en que las aparte de su cabeza verá usted algo o surgirá en usted
una idea. Reténgalo usted bien, porque será lo que buscamos. Bien; ahora dígame lo que
ha visto o se le ha ocurrido.» Las primeras veces que empleé este procedimiento (no fue
con miss Lucy R.) quedé yo mismo sorprendido de comprobar que me proporcionaba,
realmente, lo buscado, y debo hacer constar que desde entonces no me ha fallado casi
nunca, mostrándome siempre el camino que debía seguir mi investigación y haciéndome
posible llevar a término todo análisis de este género sin necesidad de recurrir al
somnambulismo. Poco a poco llegué a adquirir una tal seguridad, que cuando un paciente
me manifestaba no haber visto nada ni habérsele ocurrido cosa alguna, le afirmaba
rotundamente que no era posible. Seguramente habían tenido conocimiento de lo buscado,
pero lo habían rechazado, no reconociéndolo como tal. Repetiríamos el procedimiento
cuantas veces quisiesen y verían cómo siempre se les ocurriría la misma cosa. Los hechos
me dieron siempre la razón. Lo que sucedía en estos casos es que los enfermos no habían
aprendido aún a dejar en reposo su facultad crítica y habían rechazado el recuerdo
emergente a la ocurrencia, considerándolos inaprovechables y creyendo se trataba de
elementos extraños al tema tratado; pero en cuanto llegaban a comunicarlos, revelaban ser
lo que se buscaba. Algunas veces, cuando la comunicación tenía efecto a la tercera o cuarta
tentativa, manifestaba el sujeto que aquello se le había ya ocurrido la primera vez, pero
que no había querido decirlo. Este procedimiento de ampliar la conciencia supuestamente
restringida resultaba harto penoso y, desde luego, mucho más que la investigación en el
estado de somnambulismo, pero me hacía independiente de dicho estado y me permitía
penetrar un tanto en los motivos de los que depende muchas veces el «olvido» de
recuerdos. Puedo afirmar que este «olvido» es, con frecuencia, voluntario, pero que nunca
se consigue sino aparentemente.
Más singular aún que este hecho me ha parecido el de que cifras y fechas aparentemente
olvidadas hace mucho tiempo pueden también ser despertadas de nuevo por medio de un
procedimiento análogo, demostrándose así una insospechada fidelidad de la memoria. La
limitación del campo en el que ha de llevarse a cabo la elección, tratándose de cifras y
fechas, nos permite apoyarnos en el conocido principio de la teoría de la afasia, de que el
conocimiento es, como función de la memoria, menos importante que el recordar
espontáneamente. Así, pues, al paciente que no puede recordar en qué año, mes y día se
desarrolló determinado suceso, le vamos diciendo sucesivamente los años de que puede
tratarse, los nombres de los doce meses del año y las treinta y una cifras de los días del
mes, asegurándole que al llegar la cifra verdadera se abrirán sus ojos automáticamente o
sentirán que se trata de lo buscado. En la mayoría de los casos se deciden realmente los
pacientes por una fecha determinada, y con gran frecuencia se ha podido comprobar, por
notas tomadas en la época correspondiente, que la fecha de referencia había sido
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acertadamente reconocida. Otras veces, y con otros enfermos, la conexión de los hechos
recordados demostró que la fecha hallada por el procedimiento descrito era,
indiscutiblemente, la buscada. El paciente recordaba, por ejemplo, que la tal fecha
correspondía al cumpleaños de su padre, y agregaba luego: «Claro, y precisamente porque
ese día era el cumpleaños de mi padre esperaba yo que sucediese tal y tal cosa (el suceso
sobre el que recaía en aquellos momentos el análisis).»
No puedo aquí sino rozar este tema. La conclusión que de todo esto deduje fue que los
sucesos importantes, desde el punto de vista patógeno, con todas sus circunstancias
accesorias, son fielmente conservados por la memoria, aún en aquellos casos en los que
parecen olvidados y carece el enfermo de la facultad de recordarlos46. Después de esta
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larga pero indispensable digresión, volvemos al historial de miss Lucy R. Las tentativas de
hipnotizarla no llegaban a provocar en ella el estado de somnambulismo, sino un simple
estado de influjo más o menos ligero, en el que permanecía tranquilamente echada sobre
un diván, con los ojos cerrados, expresión algo rígida e inmovilidad casi completa.
Preguntada si sabía en qué ocasión advirtió por vez primera el olor a harina quemada,
respondió: «¡Ya lo creo! Fue, aproximadamente, hace dos meses, dos días antes de mi
cumpleaños. Me hallaba con las dos niñas de las que soy institutriz en su cuarto de estudio
y jugábamos a hacer una comidita en un hornillo preparado al efecto, cuando me
entregaron una carta que el cartero acababa de traer. Por el sello y la letra del sobre
reconocí que la carta era de mi madre, residente en Glasgow, y me dispuse a abrirla y
leerla. Pero las niñas me la arrebataron, gritando que seguramente era una felicitación por
mi cumpleaños y que me la reservarían para ése día.
Mientras jugaban así, dando vueltas en derredor mío, se difundió por la habitación un
fuerte olor a harina quemada. Las niñas habían abandonado su cocinita, y una pasta de
harina, que estaba al fuego, había comenzado a achicharrarse. Desde entonces me persigue
este olor sin dejarme un solo instante y haciéndose más intenso cuando estoy excitada.»
«¿.Ve usted ahora claramente ante sí esa escena que me acaba de contar?» «Con toda
claridad, tal y como se desarrolló.» «¿Y cómo explica usted que la impresionase tanto?»
«Me impresionó el cariño que las niñas me demostraban en aquella ocasión.» «¿No se
mostraban siempre así con usted?» «Sí; pero precisamente en aquel momento en que
pero siéndome preciso hallar todavía un factor ocasional que hubiera provocado el recuerdo en el
momento preciso, tuve la feliz idea de orientar la continuación del análisis en el sentido que sigue:
«¿Recuerda usted con precisión por qué calle pasaba cuando sintió el vértigo?» «Si; por la calle
principal. Aún veo ante mí sus viejas casas.» «¿Y dónde había vivido su amiga?» «Precisamente en
esta calle. Acababa de pasar por delante de su casa cuando, dos más allá, me dio el ataque.»
«Entonces lo sucedido fue que al pasar por delante de la casa en la que su amiga había vivido
recordó usted su muerte, y el contraste de que antes me habló entre esta desgracia y sus alegres
proyectos, contraste en el que no quería usted pensar, volvió a sobrecogerla.» Sospechando que
quizá existiese aún algún otro factor que hubiese despertado o robustecido en la muchacha, hasta
entonces normal, la disposición histérica, y que tal factor podía ser muy bien la periódica
indisposición femenina, no quise darme todavía por satisfecho y continué mi interrogatorio:
«¿Recuerda usted por que días tuvo usted en aquel mes el período?» «¿También tengo que saber
eso? No puedo decirle sino que por aquella época no se me presentaba el período más que muy
raras veces y con gran irregularidad. El año que cumplí los diecisiete sólo se me presentó una vez.»
«Entonces vamos a ir recorriendo las fechas hasta encontrar la verdadera.» Así lo hicimos,
decidiéndose la paciente por un mes determinado y vacilando entre dos días inmediatos a uno de
fiesta fija. «¿Coincide acaso alguno de esos días con el fijado para el baile?» «El baile se celebró
precisamente el día de fiesta. Y ahora recuerdo que me hizo impresión la circunstancia de que mi
único período de aquel año coincidiese con la fecha del baile, el primero a que me invitaban.» Con
estos datos pudimos ya reconstruir fácilmente lo sucedido y penetrar en el mecanismo del ataque
histérico de referencia. La obtención de este resultado fue, ciertamente, harto trabajosa, habiendo
sido necesaria una total confianza en mi técnica y varias felices iniciativas en la orientación del
análisis para despertar en una paciente incrédula y tratada en estado de vigilia los detalles
expuestos de un suceso olvidado y acaecido veintiún años antes.
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recibía carta de mi madre...» «No comprendo por qué la carta de su madre y el cariño de
las niñas habían de formar un contraste, como parece usted indicar con sus palabras.» «Es
que tenía intención de volverme a Inglaterra con mi madre, y me costaba trabajo
abandonar a las niñas, a las que quiero mucho.» «¿Por qué pensaba usted irse con su
madre? ¿Es que vive sola y la había llamado a su lado? ¿O estaba enferma por entonces y
esperaba usted noticias suyas?» «No; está delicada, pero no precisamente enferma, vive
con otra señora.» «Entonces, ¿por qué pensaba usted dejar a las niñas?» «Porque mi
posición en la casa era un tanto difícil. El ama de llaves, la cocinera y la institutriz francesa,
suponiendo que yo trataba de salirme de mi puesto, tramaron en contra mía una pequeña
conjura, yendo a contar al abuelo de las niñas toda clase de chismes en perjuicio mío, y
cuando, por mi parte, acudí a él y al padre de mis educandas en queja contra tales
maquinaciones, no encontré en ellos el apoyo que esperaba. Viendo esto, presenté mi
dimisión al padre, el cual me rogó afectuosamente que reflexionara sobre tal extremo un
par de semanas y le comunicara entonces mi resolución definitiva. En estas vacilaciones,
pero casi decidida a abandonar la casa, me hallaba cuando sucedió la escena relatada.
Después he resuelto quedarme.» «Y aparte de su cariño a las niñas, ¿no había algo más
que la retuviese a su lado?» «Sí; su madre era pariente lejana de la mía, y en su lecho de
muerte me hizo prometerle que velaría por sus hijas, no separándome jamás de su lado y
sustituyéndola cerca de ellas. Al despedirme de la casa habría, pues, faltado a mi
promesa.»
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47Es ésta la mejor descripción que puede hacerse de aquel estado en el que sabemos e ignoramos
simultáneamente algo, estado sólo comprensible para aquellos que han pasado por él.
Personalmente poseo un singularísimo recuerdo de este género, que conservo con extraordinaria
claridad. Cuando me esfuerzo en recordar lo que entonces pasó en mí, no logro, sin embargo,
grandes resultados. Sé que en dicha ocasión vi algo que no se adaptaba en absoluto a lo que yo
esperaba, y aquella percepción, que debía haberme movido a desistir de determinado propósito, no
me hizo modificarlo en modo alguno. No tuve conciencia alguna de la contradicción existente, ni
tampoco advertí el efecto contrapuesto del que, indudablemente, dependía que dicha percepción no
tuviese efecto psíquico alguno. Así pues, padecí en tales momentos aquella ceguera que tanto nos
asombra comprobar en las madres con respecto a sus hijas, en los maridos con respecto a sus
mujeres y en los soberanos con respecto a sus favoritos.
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sentimientos. Si algo me resulta penoso, era que se tratase de la persona que me tiene a su
servicio, en cuya casa vivo y con respecto a la cual no me siento con tan plena
independencia como ante cualquier otra. Y siendo yo una muchacha pobre y él un hombre
rico y de familia distinguida, todo el mundo se reiría de mí si sospechase algo.»
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Esta había sido, pues, la segunda escena más profundamente situada, que había actuado
en calidad de trauma y dejado tras de sí un símbolo mnémico. Más ¿de dónde procedía la
eficacia traumática de esta escena? Para dilucidar esta cuestión pregunté a la paciente:
«¿Cuál de las dos escenas se desarrolló antes: la que me acaba de relatar o aquella otra del
olor a harina quemada?» «La que ahora le he contado precedió a la otra cerca de dos
meses.» «Pero si las violentas palabras del padre no se dirigían a usted, ¿por qué la
impresionaron tanto?» «De todos modos, no estaba bien que tratase así a un anciano, que
además era un buen amigo y un invitado. Todo esto se puede decir cortésmente.» «Así,
pues, le hirió a usted la grosera forma en que procedió el padre de sus educandas y se
avergonzó usted por él, o pensó, quizá, que si por una tal minucia atropellaba de tal modo
a un antiguo amigo e invitado, ¿qué no haría con ella si fuese su mujer?» «No; eso no.»
«Pero, de todos modos, ¿lo que la impresionó a usted fue la violencia del padre?» «Sí;
siempre le molestaba que besasen a sus hijas.» Llegados a este punto, surge en la paciente,
bajo la presión de mí mano, el recuerdo de una escena más anterior aún, que constituyó el
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Cuando dos días después de este último análisis volvió miss Lucy a visitarme, tuve que
preguntarle si le había sucedido algo muy satisfactorio, pues la encontré por completo
transformada. Su cabeza, antes melancólicamente inclinada, se erguía ahora con toda
firmeza, y una alegre sonrisa iluminaba su rostro. Por un momento pensé haberme
equivocado en mis juicios, y supuse que el amor de miss Lucy había hallado, por fin,
correspondencia. Pero la interesada misma disipó en seguida mis sospechas. «No ha
sucedido nada extraordinario. Es que usted no me ha visto sino enferma y deprimida, y
desconoce mi verdadero carácter, que siempre fue alegre y animado. Ayer, al despertar,
comprobé, que había desaparecido la opresión que en éstos últimos tiempos me
atormentaba, y desde entonces me encuentro muy bien.» «¿Y qué piensa usted ahora de su
situación en la casa donde ejerce sus funciones educadoras?» «Me doy clara cuenta de que
seguirá siendo siempre la que ahora ocupo, pero esta idea no me hace ya desdichada.»
«Entonces, ¿podrá usted vivir ya en paz con el restante personal de la casa?» «Creo que
todo lo que por este lado me atormentó fue debido únicamente a una exagerada
susceptibilidad mía.» «Pero ¿sigue usted amando al padre de las niñas?» «Desde luego.
Sigo queriéndole, pero sin atormentarme. En su fuero interno puede uno pensar y sentir lo
que quiera.» Un reconocimiento de la nariz demostró que la sensibilidad y los reflejos
habían retornado casi por completo. La paciente distinguía ya los diversos olores, aunque
con cierta inseguridad y sólo cuando eran intensos. De todos modos, esta anosmia había
de atribuirse, en gran parte, a la afección nasal de la sujeto. El tratamiento de esta enferma
se había extendido a través de nueve meses. Cuatro después la volví a encontrar,
casualmente, en una estación veraniega. Se sentía muy bien y no había vuelto a
experimentar trastorno alguno.
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EPICRISIS.
El caso patológico que precede no carece de interés, a pesar de tratarse de una historia
leve, con muy pocos síntomas. Por el contrario, me parece muy instructivo que también
una neurosis tan simple necesite tantas premisas psíquicas, y un examen más detenido de
su historial clínico me inclina incluso a considerarlo como modelo de un tipo de la histeria;
esto es, de aquella forma de histeria que una persona sin tara hereditaria alguna de este
género puede adquirir por la acción de sucesos apropiados para ello. Entiéndase bien que
no hablo de una histeria independiente de toda disposición, pues lo más probable es que
no exista tal histeria; pero de este género de disposición sólo hablamos cuando el sujeto
muestra ya hallarse histérico, sin que antes se haya revelado en él indicio ninguno de
disposición. La disposición neurópata, tal y como generalmente se entiende es algo
distinto y aparece determinada antes de la explosión de la enfermedad por la medida de
las taras hereditarias del sujeto o por la suma de sus anormalidades psíquicas
individuales. De ninguno de estos dos factores presentaba miss Lucy R. el menor indicio, y
de este modo podemos considerar su histeria como adquirida, sin que ésto suponga más
que la capacidad -probablemente muy extendida- de adquirir la histeria, capacidad cuyas
características ignoramos aún casi por completo. En tales casos, lo esencial es la naturaleza
del trauma y, desde luego, también la reacción del sujeto contra el mismo. Condición
indispensable para la adquisición de la histeria es que entre el yo y una representación a él
afluyente surja una relación de incompatibilidad. En otro lugar espero demostrar cuán
diversas perturbaciones neuróticas surgen de los distintos medios que el yo pone en
práctica para librarse de tal incompatibilidad. La forma histérica de defensa -para la cual
es necesaria una especial capacidad- consiste en la conversión de la excitación en una
inervación somática, consiguiéndose así que la representación insoportable quede
expulsada de la conciencia del yo, la cual acoge, en su lugar, la reminiscencia somática
nacida por conversión -en nuestro caso, las sensaciones olfativas de carácter subjetivo- y
padece bajo el dominio del afecto, enlazado con mayor o menor claridad a tales
reminiscencias. La situación así creada no puede experimentar ya modificación alguna,
dado que la contradicción que hubiera exigido la derivación del afecto ha sido suprimida
por medio de la represión y la conversión. De este modo, el mecanismo que crea la histeria
constituye, por un lado, un acto de vacilación moral y, por otro, un dispositivo protector
puesto al alcance del yo. Hay muchos casos en los que hemos de reconocer que la defensa
contra el incremento de excitación por medio de la producción de una histeria fue, en su
momento, la más apropiada; pero, naturalmente, llegamos con mayor frecuencia a la
conclusión de que una mayor medida de valor moral hubiera sido ventajosa para el
individuo.
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3) CATALINA
En las vacaciones de 189... emprendí una excursión por la montaña, con el propósito de
olvidar durante algún tiempo la Medicina, y especialmente las neurosis, propósito que casi
había conseguido un día que dejé el camino real para subir a una cima, famosa tanto por el
panorama que dominaba como por la hostería en ella enclavada. Repuesto de la penosa
ascensión por un apetitoso refrigerio, me hallaba sumido en la contemplación de la
encantadora lejanía, cuando a mi espalda resonó la pregunta: «El señor es médico,
¿verdad?», que al principio no creí fuera dirigida a mí: tan olvidado de mí mismo estaba.
Mí interlocutora era una muchacha de diecisiete o dieciocho años, la misma que antes me
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había servido el almuerzo, por cierto con un marcado gesto de mal humor, y a la que la
hostelera había interpelado varias veces con el nombre de Catalina. Por su aspecto y su
traje no debía de ser una criada, sino una hija o una pariente de la hostelera.
Arrancado así de mi contemplación, contesté: -Sí, soy médico. ¿Cómo lo sabe usted?
De este modo me veía obligado a penetrar de nuevo en los dominios de la neurosis, pues
apenas cabía suponer otro padecimiento en aquella robusta muchacha de rostro
malhumorado. Interesándome el hecho de que las neurosis florecieran también a dos mil
metros de altura, comencé a interrogarla, desarrollándose entre nosotros el siguiente
diálogo, que transcribo sin modificar la peculiar manera de expresarse de mí interlocutora:
-Me cuesta trabajo respirar. No siempre. Pero a veces parece que me voy a ahogar.
-Me dan de repente. Primero siento un peso en los ojos y en la frente. Me zumba la cabeza
y me dan unos mareos que parece que me voy a caer. Luego se me aprieta el pecho de
manera que casi no puedo respirar.
-¿Y no siente usted nada en la garganta? -Se me aprieta como si me fuera a ahogar. -Y en la
cabeza, ¿nota usted algo más de lo que me ha dicho?
-Creo siempre que voy a morir. Y eso que de ordinario soy valiente. No me gusta bajar a la
cueva de la casa, que está muy oscura, ni andar sola por la montaña. Pero cuando me da
eso no me encuentro a gusto en ningún lado y se me figura que detrás de mí hay alguien
que me va a agarrar de repente.
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Así, pues, lo que la sujeto padecía eran, en efecto, ataques de angustia, que se iniciaban
con los signos del aura histérica, o, mejor dicho, ataques de histeria con la angustia como
contenido. Pero ¿no contendrían también algo más?
-¿Piensa usted algo (lo mismo siempre), o ve algo cuando le dan esos ataques?
-Sí; veo siempre una cara muy horrorosa que me mira con ojos terribles. Esto es lo que más
miedo me da. Este detalle ofrecía, quizá, el camino para llegar rápidamente al nódulo de la
cuestión. -¿Y reconoce usted esa cara? Quiero decir qué si es una cara que ha visto usted
realmente alguna vez.
-No.
-Hace dos años, cuando estaba aún con mi tía en la otra montaña. Hace año y medio nos
trasladamos aquí, pero me siguen dando los ahogos. Era, pues, necesario emprender un
análisis en toda regla. No atreviéndome a trasplantar la hipnosis a aquellas alturas, pensé
que quizá fuera posible llevar a cabo el análisis en un diálogo corriente. Se trataba de
adivinar con acierto. La angustia se me había revelado muchas veces, tratándose de sujetos
femeninos jóvenes, como una consecuencia de horror que acomete a un espíritu virginal
cuando surge por vez primera ante sus ojos el mundo de la sexualidad48. Con esta idea dije
a la muchacha: -Puesto que usted no lo sabe, voy a decirle de dónde creo yo que provienen
sus ataques. Hace dos años, poco antes de comenzar a padecerlos, debió usted de ver u oír
algo que la avergonzó mucho, algo que prefería usted no haber visto.
-¡Sí, por cierto! Sorprendí a mi tío con una muchacha: con mi prima Francisca.
48 Quiero exponer aquí el caso que me reveló por primera vez esta relación casual. Tenía en
tratamiento, a consecuencia de una complicada neurosis, a una señora joven, la cual se resistía a
reconocer, como es habitual en estas enfermas, que el origen de su dolencia radicaba en su vida
conyugal, objetando que ya de soltera padecía ataques de angustia y desvanecimientos, no obstante
lo cual mantuve yo mi punto de vista. Cuando ya teníamos confianza, me dijo de repente un día:
«Va usted a saber ahora cuál es el origen de los ataques de angustia que de soltera me daban. Por
entonces dormía yo en una habitación inmediata a la alcoba de mis padres, los cuales dejaban la
puerta abierta y una lamparilla encendida sobre la mesa. De este modo vi algunas noches que mi
padre se pasaba a la cama de mi madre, y escuché luego ruidos que me excitaron mucho. Desde
entonces comenzaron a darme los ataques.»
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-A un médico se le puede decir todo. Mí tío, el marido de esta tía mía a quien acaba usted
de ver, tenía entonces con ella una posada en X. Ahora están separados, y por culpa mía,
pues por mí se descubrieron sus relaciones con Francisca.
-Voy a decírselo. Hace dos años llegaron un día a la posada dos excursionistas y pidieron
de comer. La tía no estaba en casa, y ni mi tío ni Francisca, que era la que cocinaba,
aparecían por ninguna parte. Después de recorrer en su busca toda la casa con mi primo
Luisito, un niño aún, éste exclamó: «A lo mejor está la Francisca con papá», y ambos nos
echamos a reír, sin pensar nada malo. Pero al llegar ante el cuarto del tío vimos que tenía
echada la llave, cosa que ya me pareció singular. Entonces mi primo me dijo: «En el pasillo
hay una ventana por la que se puede ver lo que pasa en el cuarto.» Fuimos al pasillo, pero
el pequeño no quiso asomarse, diciendo que le daba miedo. Yo le dije entonces: «Eres un
tonto. A mí no me da miedo», y miré por la ventana, sin figurarme aún nada malo. La
habitación estaba muy oscura; pero, sin embargo, pude ver a Francisca tumbada en la
cama y a mi tío sobre ella.
-¿Y luego?
-En seguida me aparté de la ventana y tuve que apoyarme en la pared, que me dio un
ahogo como los que desde entonces vengo padeciendo, se me cerraron los osos y empezó a
zumbarme y latirme la cabeza como si fuera a rompérseme.
-¿Le dijo usted algo a su tía aquel día mismo? -No; no le dije nada.
-¿Por qué se asustó usted tanto al ver a su tío con Francisca? ¿Comprendió usted lo que
estaba pasando, o se formó alguna idea de ello?
-¡Oh, no! Por entonces no comprendí nada. No tenía más que dieciséis años, y ni me
imaginaba siquiera tales cosas. No sé, realmente, de qué me asusté.
-Si usted pudiera ahora recordar todo lo que en aquellos momentos sucedió en usted,
cómo le dio el primer ataque y qué pensó durante él, quedaría curada de sus ahogos.
-¡Ojalá pudiera! Pero me asusté tanto, que lo he olvidado todo. (Traduciendo esto al
lenguaje de nuestra «comunicación preliminar», diremos que el afecto crea por sí mismo el
«estado hipnoide», cuyos productos quedan excluidos del comercio asociativo con la
conciencia del yo.)
-Dígame usted: la cara que ve cuando le da el ahogo, ¿es quizá la de Francisca, tal y como
la vio al sorprenderla?
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-No. Al tío no pude verle bien la cara por entonces, pues la habitación estaba muy oscura.
Además, me figuro que no tendría en aquel momento una expresión tan horrorosa.
-Tiene usted razón. (Aquí parecía cerrarse de repente el camino por el que habíamos
orientado el análisis. Pero, pensando que una continuación del relato iniciado podía
ofrecerme alguna nueva salida, continué mi interrogatorio.) -¿Qué pasó después?
-Mi tío y Francisca debieron de oír algún ruido en el corredor, pues salieron en seguida. Yo
seguí sintiéndome mal y no podía dejar de pensar en lo que había visto. Dos días después
fue domingo y hubo mucho que hacer. Trabajé sin descanso mañana y tarde, y el lunes
volvió a darme el ahogo, vomité y tuve que meterme en la cama. Tres días estuve así,
vomitando a cada momento.
-Sí, debí de sentir asco -me responde con expresión meditativa-. Pero ¿.de qué? -Quizá
viera usted desnuda alguna parte del cuerpo de los que estaban en el cuarto.
-No. Había poca luz para poder ver algo. Además estaban vestidos. Por más que hago no
puedo recordar qué es lo que me dio asco. Tampoco yo podía saberlo. Pero la invité a
continuar relatándome lo que se le ocurriese, con la seguridad de que se le ocurriría
precisamente lo que me era preciso para el esclarecimiento del caso. Me relata, pues, que
como su tía notase en ella algo extraño y sospechase algún misterio, la interrogó tan
repetidamente, que hubo de comunicarle su descubrimiento. A consecuencia de ello se
desarrollaron entre los cónyuges violentas escenas, en las cuales oyeron los niños cosas
que más les hubiera valido continuar ignorando, hasta que la tía decidió trasladarse, con
sus hijos y Catalina, a la casa que ahora ocupaban, dejando a su marido con Francisca, la
cual comenzaba a presentar señales de hallarse embarazada. Al llegar aquí, abandona la
muchacha, con gran sorpresa mía, el hilo de su relato y pasa a contarme dos series de
historias que se extienden hasta dos y tres años antes del suceso traumático. La primera
serie contiene escenas en las que el tío persiguió con fines sexuales a mi interlocutora,
cuando ésta tenía apenas catorce años. Así, un día de invierno bajaron juntos al valle y
pernoctaron en una posada. El tío permaneció en el comedor hasta muy tarde, bebiendo y
jugando a las cartas.
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sintió entrar. Luego se quedó dormida, pero de repente se despertó y «sintió su cuerpo
junto a ella». Asustada se levantó y le reprochó aquella extraña conducta: «¿Qué hace
usted, tío? ¿Por qué no se queda usted en su cama?» El tío intentó convencerla: «¡Calla,
tonta ! No sabes tú lo bueno que es eso.» «No quiero nada de usted, ni bueno ni malo. Ni
siquiera puede una dormir tranquila.» En esta actitud se mantuvo cerca de la puerta,
dispuesta a huir de la habitación, hasta que, cansado el tío, dejó de solicitarla y se quedó
dormido. Entonces se echó ella en la cama vacía y durmió, sin más sobresaltos, hasta la
mañana. De la forma en la que rechazó los ataques de su tío parecía deducirse que no
había reconocido claramente el carácter sexual de los mismos. Interrogada sobre este
extremo, manifestó, en efecto, que hasta mucho después no había comprendido las
verdaderas intenciones de su tío. De momento, se había resistido únicamente porque le
resultaba desagradable ver interrumpido su sueño y «porque le parecía que aquello no
estaba bien». Transcribo minuciosamente estos detalles porque poseen considerable
importancia para la comprensión del caso. A continuación me contó Catalina otros sucesos
de épocas posteriores, entre ellos una nueva agresión sexual de que la hizo objeto su tío un
día que se hallaba borracho. A mi pregunta de si en estas ocasiones notó algo semejante a
los ahogos que ahora la aquejan, responde con gran seguridad que siempre sintió el peso
en los osos y la opresión que acompañan a sus ataques actuales, pero nunca tan
intensamente como cuando sorprendió a su tío con Francisca. Terminada esta serie de
recuerdos, comienza en seguida a relatarme otra en la que trata de aquellas ocasiones en
las cuales advirtió algo entre Francisca y su tío. Una vez que toda la familia durmió en un
pajar se despertó ella al sentir un ruido y vio cómo su tío se separaba bruscamente de
Francisca. Otra vez, en la posada de N., dormía ella con su tío en una alcoba y Francisca en
otra inmediata. A medianoche se despertó y vio junto a la puerta de comunicación entre
ambas una figura blanca que se disponía a descorrer el pestillo. «¿Es usted, tío? ¿Qué hace
usted ahí, en la puerta?» «Cállate, estoy buscando una cosa.» «La puerta que da al pasillo
es la otra.» «Tienes razón, me he equivocado», etcétera.
Al llegar aquí le pregunto si todo esto no despertó en ella alguna sospecha. «No; por
entonces no sospeché nada. Me chocaban aquellas cosas, pero no pasaba de ahí.» «¿Sintió
usted también miedo en estas ocasiones?» Cree que sí, pero no puede afirmarlo con tanta
seguridad como antes. Agotadas estas dos series de reminiscencias, guarda silencio la
muchacha. Durante su relato ha ido experimentando una curiosa transformación. En su
rostro, antes entristecido y doliente, se pinta ahora una expresión llena de vida. Sus ojos
han recobrado el brillo juvenil y se muestra animada y alegre. Entre tanto he llegado yo a
la comprensión de su caso. Los sucesos que últimamente me ha relatado, con un desorden
aparente, aclaran por completo su conducta en la escena del descubrimiento. Cuando ésta
tuvo efecto llevaba la sujeto en sí dos series de impresiones, que se habían grabado en su
memoria, sin que hubiera llegado a comprenderlas ni pudiera utilizarlas para deducir
conclusión alguna. A la vista de la pareja sorprendida en la realización del coito, se
estableció en el acto el enlace de la nueva impresión con tales dos series de reminiscencias,
comenzando en seguida a comprenderlas y simultáneamente a defenderse contra ellas. A
esto siguió un corto período de incubación, apareciendo luego los síntomas de la
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-Bien. Entonces, dígame usted exactamente... Ahora es usted ya una mujer y lo sabe todo.
-Dígame entonces exactamente qué parte del cuerpo de su tío fue la que sintió usted junto
al suyo.
La sujeto no da a esa pregunta una respuesta precisa. Sonríe confusa y como convicta; esto
es, como quien se ve obligada a reconocer que se ha llegado al nódulo real de la cuestión y
no hay ya que volver a hablar de ella. Puede, sin dificultad, suponerse cuál fue la
sensación de contacto que advirtió en la escena nocturna con su tío, sensación que muy
luego aprendió a interpretar. Su expresión parece decirme también que se da cuenta de
que yo he adivinado exactamente, pero evita ya continuar profundizando en aquel tema.
De todos modos, he de agradecer a la sujeto la facilidad con que se dejó interrogar sobre
cosas tan escabrosas, conducta opuesta a la observada por las honestas damas de mi
consulta ciudadana, para las cuales omnía naturalia turpía sunt. Con esto quedaría aclarado
el caso. Resta únicamente explicar el origen de la alucinación que retornaba en todos los
ataques de la sujeto, haciéndola ver una horrible cabeza, que le inspiraba miedo. Así, pues,
la interrogué sobre este extremo, y como si nuestro diálogo hubiese ampliado su
comprensión, me contestó en seguida.
-Ahora ya lo sé. La cabeza que veo es la de mi tío, pero no tal y como la vi cuando los
sucesos que le he contado. Cuando, después de sorprenderle con Francisca, comenzaron
en casa los disgustos, mi tío me tomó un odio terrible. Decía que todo lo que pasaba era
por culpa mía y que si no hubiera sido yo tan charlatana no hubiera pedido su mujer el
divorcio. Cuando me veía se pintaba en su rostro una feroz expresión de cólera y echaba
tras de mí, dispuesto a maltratarme. Yo huía a todo correr y procuraba no encontrarme
con él, pero siempre tenía miedo de que me cogiese por sorpresa. La cara que ahora veo,
siempre que me da el ahogo, es la de mí tío en aquellos días, contraída por la cólera. Estas
palabras me recordaron que el primer síntoma de la histeria, o sea, los vómitos,
desapareció a poco, subsistiendo el ataque de angustia con un nuevo contenido. Tratábase,
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pues, de una histeria derivada por reacción (Abreagiert) en gran parte, circunstancia
debida al hecho de haber comunicado poco después la sujeto a su tía el suceso traumático.
-¿Le contó usted también a su tía las demás escenas con su marido? -Por entonces, no, pero
si después, cuando ya se había planteado la separación. Mi tía dijo entonces: «Todo eso
hay que tenerlo en cuenta, pues si en el pleito de divorcio pone alguna dificultad lo
contaremos ante los tribunales.» No puede tampoco extrañarnos que el símbolo mnémico
procediese, precisamente de esta época ulterior, durante la cual se sucedieron de continuo
en la casa las escenas violentas, retrayéndose del estado de Catalina el interés de la tía,
absorbido totalmente por sus querellas domésticas, pues por tales circunstancias fue ésta
una época de acumulación y retención para la paciente. Aunque nada he vuelto a saber de
Catalina, espero que su conversación conmigo, en la que desahogó su espíritu tan
tempranamente herido en su sensibilidad sexual, hubo de hacerle algún bien.
EPICRISIS
No tendría nada que objetar a aquellos que en este historial patológico viesen, más que el
análisis de un caso de histeria, la solución del mismo por una afortunada adivinación. La
enferma aceptó como verosímil todo lo que yo interpolé en su relato, pero no se hallaba en
estado de reconocer haberlo vivido realmente. Para ello hubiera sido necesaria, a mi juicio,
la hipnosis. Si aceptamos la exactitud de mi interpretación e intentamos reducir este caso
al esquema de una histeria adquirida tal y como se nos ha presentado en el de miss Lucy
R., podremos considerar las dos series de sucesos eróticos como factores traumáticos, y la
escena del descubrimiento de la pareja, como un factor auxiliar. Base de esta equiparación
serían las circunstancias de que en dichas series quedó creado un contenido de conciencia,
el cual, hallándose excluido de la actividad mental del yo, permaneció conservado sin
modificación alguna, mientras que en la escena del descubrimiento hubo una nueva
impresión, que impuso la conexión asociativa de dicho grupo aislado con el yo. Al lado de
esta analogía existen variantes que han de tenerse asimismo en cuenta. La causa del
aislamiento no es, como en el caso de miss Lucy, la voluntad del yo, sino su ignorancia,
que le impide toda elaboración de las experiencias sexuales. Desde este punto de vista
puede considerarse típico el caso de Catalina. En el análisis de toda histeria basada en
traumas histéricos comprobamos que impresiones de la época presexual, cuyo efecto sobre
la niña ha sido nulo, adquieren más tarde, como recuerdos, poder traumático, cuando la
sujeto, adolescente o ya mujer, llega a la comprensión de la vida sexual.
La disociación de grupos psíquicos es, por decirlo así, un proceso normal en el desarrollo
de los adolescentes, y no puede parecer extraño que su ulterior incorporación al yo
constituya una ocasión, frecuentemente aprovechada, de perturbaciones psíquicas. Quiero,
además, expresar aquí mis dudas de que la disociación de la conciencia, por ignorancia,
sea realmente distinta de la producida por repulsa consciente, pues es muy probable que
los adolescentes posean conocimientos sexuales muchos más precisos de lo que en general
se cree, e incluso de lo que ellos mismos suponen. Otras de las variantes que presenta el
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mecanismo psíquico de este caso consiste en que la escena del descubrimiento, que hemos
calificado de «auxiliar», puede serlo también de «traumática», pues actúa por su propio
contenido y no tan sólo por despertar el recuerdo de sucesos traumáticos anteriores.
Reúne, de este modo, los caracteres del factor «auxiliar» y los del «traumático». Pero en
esta coincidencia no veo motivo ninguno para abandonar una diferenciación de concepto,
a la que en otros casos corresponde también una separación temporal. Otra peculiaridad
del caso de Catalina, peculiaridad que, por otra parte, ya nos era conocida, es que la
conversión, o sea, la creación de los fenómenos histéricos, no se desarrolla inmediatamente
después del trauma, sino después de un intervalo de incubación. Charcot daba a este
intervalo el nombre de «época de elaboración psíquica». La angustia que Catalina padecía
en sus ataques era de orden histérico, esto es, constituía una reproducción de aquella que
la oprimía con ocasión de cada uno de los traumas sexuales. Omito explicar también aquí
el proceso, regularmente comprobado por mí en un gran número de casos, de que la
sospecha de relaciones sexuales hace surgir en sujetos virginales un afecto angustioso.
En el otoño de 1892, un colega y amigo mío me pidió reconociese a una señorita que desde
hacía más de dos años venía padeciendo dolores en las piernas y dificultad para andar. A
su demanda añadía qué, en su opinión, se trataba de un caso de histeria, aunque no
presentaba ninguno de los signos habituales de la neurosis. Conocía algo a la familia de la
enferma y sabía que los últimos años habían traído para ella más desdichas que
felicidades. Primero, había fallecido el padre de la enferma; luego, tuvo su madre que
someterse a una grave operación de la vista, y, poco después, una hermana suya, casada,
que acababa de tener un hijo, sucumbía a una antigua enfermedad del corazón. En todas
estas enfermedades y desgracias había tomado la sujeto parte activísima, no sólo
afectivamente, sino prestando a sus familiares la más abnegada asistencia. Mí primera
confrontación con la señorita de R., que tendría por entonces unos veinticuatro años, no
me hizo penetrar mucho más allá en la comprensión de su caso. Parecía inteligente y
psíquicamente normal, y llevaba su enfermedad, que la apartaba del trato social y de los
placeres propios de su edad, con extraordinaria conformidad, haciéndome pensar en la
belle índífférence de los histéricos. Andaba inclinada hacia adelante, aunque sin precisar
apoyo ninguno ni presentar tampoco su paso carácter patológico u otra cualquiera
singularidad visible. Sin embargo, se quejaba de grandes dolores al andar y de qué, tanto
este movimiento como simplemente el permanecer en pie, le producían pronta e intensa
fatiga, viéndose así obligada a guardar reposo, durante el cual, si bien perduraba el dolor,
era bastante mitigado. Este dolor era de naturaleza muy indeterminada, mereciendo más
bien el nombre de cansancio doloroso. Como foco de sus dolores indicaba una zona
bastante extensa y mal delimitada, situada en la cara anterior del muslo derecho.
De esta zona era de donde partía con más frecuencia el dolor y donde se hacía más
intenso, advirtiéndose en ella una mayor sensibilidad de la piel y de los músculos a la
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presión y al pellizco, mientras que los pinchazos con una aguja eran recibidos más bien
con indiferencia. Esta hiperalgesia de la piel y de los músculos no se limitaba a la zona
indicada, sino que se extendía a toda la superficie de las piernas. Los músculos aparecían
quizá más dolorosos que la piel, pero tanto los primeros como la segunda alcanzaban en
los muslos su mayor grado de hiperalgesia. Siendo suficientemente elevada la energía
motora de las piernas, presentando los reflejos una intensidad media, y no existiendo
síntoma ninguno de otro género, no podía diagnosticarse afección alguna orgánica de
carácter grave. La sujeto venía padeciendo las molestias referidas desde hacía un par de
años, durante los cuales se habían ido desarrollando las mismas poco a poco, siendo muy
variable su intensidad. No era fácil establecer en este caso un diagnóstico determinado;
pero, no obstante, decidí adherirme al de mí colega por dos diferentes razones: en primer
término, me parecía singular la impresión general de los datos que la sujeto, muy
inteligente, sin embargo, me suministraba sobre el carácter de sus dolores. Un enfermo
que padece dolores orgánicos los describirá, si no es, además, nervioso, con toda precisión
y claridad, detallando si son o no lancinantes, con qué intervalos se presentan, a qué zona
de su cuerpo afectan y cuáles son, a su juicio, las influencias que los provocan. El
neurasténico49 que describe sus dolores nos da, en cambio, la impresión de hallarse
entregado a una difícil labor intelectual, superior a sus fuerzas. Su rostro se contrae como
bajo el dominio de un afecto penoso; su voz se hace aguda, busca trabajosamente las
expresiones y rechaza todos los calificativos que el médico le propone para sus dolores,
aunque luego se demuestren rigurosamente exactos. Se ve claramente qué, en su opinión,
es el lenguaje demasiado pobre para dar expresión a sus sensaciones, las cuales son algo
único, jamás experimentado por nadie, siendo imposible agotar su descripción. De este
modo, el neurasténico no se fatiga jamás de añadir nuevos detalles y cuando se ve
obligado a terminar su relato, lo hace con la impresión de que no ha logrado hacerse
comprender del médico. Todo esto proviene de que sus dolores han acaparado por
completo su atención. Isabel de R. observaba, en lo que a esto se refiere, la conducta
opuesta, y dado que, sin embargo, concedía a sus dolores importancia bastante, habíamos
de deducir que su atención se hallaba retenida por algo distinto de lo cual no eran los
dolores sino un fenómeno concomitante; esto es, probablemente por pensamientos y
sensaciones con dichos dolores enlazados.
Pero existía un segundo factor mucho más importante para la determinación de los
dolores de la sujeto. Cuando estimulamos en un enfermo orgánico o en un neurasténico
una zona dolorosa, vemos pintarse una expresión de desagrado o dolor físico en la
fisonomía del paciente, el cual se contrae bruscamente, elude el contacto o se defiende
contra él. En cambio, cuando se oprimía o se pellizcaba la piel o la musculatura
hiperalgésica de las piernas de Isabel de R., mostraba la paciente una singular expresión,
más bien de placer que de dolor, gritaba como quien experimenta un voluptuoso
cosquilleo, se ruborizaba intensamente, cerraba los osos y doblaba su torso hacia atrás.
todo ello sin exageración, pero suficientemente marcado para hacerse pensar que la
enfermedad de la sujeto era una histeria y que el estímulo había tocado una zona histérica.
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Esta expresión de la paciente no podía corresponder en modo alguno al dolor qué, según
ella, le producía la presión ejercida sobre los músculos o la piel, sino más probablemente al
contenido de los pensamientos que se ocultaban detrás de tales dolores, pensamientos que
eran despertados en la enferma por el estímulo de las zonas de su cuerpo en ellos
asociados. En casos indiscutibles de histeria habíamos observado ya repetidas veces
expresiones análogamente significativas, concomitantes al estímulo de zonas
hiperalgésicas. Los demás gestos de la sujeto constituían claramente leves signos de un
ataque histérico.
Conseguimos así una ligera mejoría, y entre tanto fue preparando mi colega el terreno
para iniciar el tratamiento psíquico, de manera que cuando, al cabo de un mes, me decidí a
proponérselo a la paciente, dándole algunos datos sobre su método y eficacia, encontré
rápida comprensión y sólo muy leve resistencia. Pero la labor que a partir de este
momento emprendí resultó una de las más penosas que se me han planteado, y la
dificultad de dar cuenta exacta y sintética de ella no desmerece en nada de las que por
entonces hube de vencer. Durante mucho tiempo me fue imposible hallar la conexión
entre el historial patológico y la enfermedad, la cual tenía que haber sido provocada y
determinada, sin embargo, por la serie de sucesos integrados en el mismo. La primera
pregunta que nos dirigimos al emprender un tal tratamiento catártico es la de si el sujeto
conoce el origen y el motivo de su enfermedad. En caso afirmativo no es precisa una
técnica especial para conseguir de él la reproducción de su historial patológico. El interés
que le demostramos, la comprensión que le hacemos suponer y las esperanzas de curación
que le damos, deciden al enfermo a entregarnos su secreto. En el caso de Isabel de R. me
pareció desde un principio que la sujeto sabía las razones de su enfermedad y qué de este
modo lo que encerraba en su conciencia era un secreto y no un cuerpo extraño.
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El vacío que la muerte del padre dejó en aquella familia, compuesta de cuatro mujeres; el
aislamiento social en que quedaron al cesar con la desgracia multitud de relaciones
prometedoras de serenas alegrías y la agravación del enfermizo estado de la madre, todas
estas circunstancias entristecieron el ánimo de nuestra paciente, pero al mismo tiempo
despertaron en ella el deseo de que los suyos hallaran pronto una sustitución de la
felicidad perdida y la hicieron concentrar en su madre todo su cariño y todos sus
cuidados. Al terminar el año de luto se casó la hermana mayor con un hombre muy
inteligente y activo, que ocupaba ya una elevada posición y parecía destinado, por sus
grandes dotes intelectuales, a un brillante porvenir, pero que ya en sus primeros contactos
con la familia mostró una susceptibilidad patológica y una tenacidad egoísta en la defensa
de sus menores caprichos, siendo el primero qué en aquel círculo familiar se atrevió a
prescindir de las consideraciones de que se rodeaba a la madre. Esto era ya más de lo que
Isabel podía resistir y se sintió llamada a combatir con su cuñado siempre que éste le
ofrecía ocasión para ello, mientras que las demás hermanas y la madre no daban
importancia a los arrebatos de su irritable temperamento. Para la sujeto constituyó un
amargo desengaño ver que la reconstrucción de la antigua felicidad de la familia recibía
aquel golpe, y no podía perdonar a su hermana casada la neutralidad absoluta que se
esforzaba en conservar.
De este modo se había fijado en la memoria de Isabel toda una serie de escenas a las que se
enlazaban reproches no expresados en parte contra su cuñado. El más grave de ellos era el
de haberse trasladado, por conveniencias personales, con su mujer e hijas, a una lejana
ciudad de Austria, contribuyendo así a aumentar la soledad de la madre. En esta ocasión
vio claramente Isabel su impotencia para procurar a la madre una sustitución de su
antigua felicidad familiar y la imposibilidad de realizar el plan que había formado al morir
su padre. El casamiento de la segunda hermana pareció más prometedor para el porvenir
de la familia, pues este segundo cuñado, aunque menos dotado intelectualmente que el
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Pero precisamente en este tiempo fue cuando sintió la sujeto por vez primera dolores en
las piernas y dificultad para andar. Los dolores, que habían ido inclinándose débilmente,
presentaron por vez primera gran intensidad después de un baño caliente que tomó en la
casa de baños de la pequeña estación termal donde se hallaba veraneando. Habiendo
hecho días antes una excursión algo fatigosa, la familia atribuyó a esta circunstancia los
dolores de Isabel, opinando que ésta se había cansado con exceso, primero, y enfriado,
después. A partir de este momento fue Isabel la enferma de la familia. Los médicos le
aconsejaron que aprovechara el resto del verano para una cura de aguas en el balneario de
Gastein, y se trasladó a él acompañada por su madre. Pero ya en estos días había surgido
un nuevo motivo de preocupación. La segunda hermana se hallaba encinta y su estado no
era nada satisfactorio: tanto, que Isabel vaciló mucho antes de decidirse a emprender el
viaje a Gastein. Cuando apenas llevaban dos semanas en este balneario, fueron reclamadas
con urgencia al lado de la enferma, que había empeorado de repente.
Fue éste un terrible viaje, en el que a los dolores de Isabel se mezclaron los más tristes
temores, desgraciadamente confirmados luego, pues al llegar al punto de destino hallaron
que la muerte se les había adelantado. La hermana había sucumbido a una enfermedad del
corazón, agravada por el embarazo. El triste suceso hizo surgir en la familia la idea de que
la enfermedad cardiaca constituía una herencia legada por el padre, y recordó a todos que
la muerta había padecido de niña un ataque de corea con ligeros trastornos del corazón,
llevándolos esto a reprocharse y a reprochar al médico haber consentido el matrimonio, y
al infortunado viudo, haber puesto en peligro la salud de la enferma con dos embarazos
consecutivos, sin intervalo casi. A partir de esta época no pudo Isabel apartar de su
pensamiento la triste impresión de que una vez que, por raro azar, reunía un matrimonio
todas las condiciones necesarias para ser feliz, hubiera tenido su felicidad un tal fin.
Además veía nuevamente destruido todo lo que para su madre había ansiado. El viudo, al
que nada lograba consolar se retrajo de la familia de su mujer, cuyo contacto avivaba su
dolor, circunstancia que aprovechó su propia familia, de la cual se había alejado durante
su feliz matrimonio, para atraerle de nuevo. De todos modos hubiera sido imposible
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mantener la anterior cohesión familiar, pues el viudo no podía continuar viviendo con la
madre, a causa de la presencia de Isabel, soltera todavía. Pero sí hubiera podido confiarles
su hijo, y al negarse a ello les dio por vez primera ocasión para acusarle de dureza. Por
último -y no fue esto lo menos doloroso-, tuvo Isabel oscura noticia de un disgusto entre
sus dos cuñados, disgusto cuyos motivos no podía sino sospechar. Parecía que el viudo
había planteado exigencias de carácter económico, que el otro cuñado juzgaba
inadmisibles e incluso calificaba duramente.
Esta era, pues, la historia de los padecimientos de nuestro sujeto, muchacha ambiciosa y
necesitada de cariño. Descontenta de su destino, amargada por el fracaso de todos sus
pequeños planes para reconstruir el brillo de su hogar, separada por la muerte, la distancia
o la indiferencia de las personas queridas y sin inclinación a buscar un refugio en el amor
de un hombre, hacía ya año y medio que vivía alejada de todo trato social y dedicada al
cuidado de su madre y de sus propios sufrimientos cuando yo la conocí. Si olvidamos
otros dolores humanos más considerables y nos transferimos a la vida anímica de nuestra
juvenil paciente, no podremos menos de compadecerla. Ahora bien: desde el punto de
vista científico hemos de preguntarnos cuál era el interés médico del historial antes
transcrito, cuáles las relaciones del mismo con la dolorosa dificultad de andar de la
paciente y qué probabilidades de llegar al esclarecimiento y curación del caso nos ofrecía
el conocimiento de los traumas psíquicos referidos. La confesión de la paciente fue en un
principio para el médico un desengaño. Nos encontramos, en efecto, ante un historial
integrado por vulgares conmociones anímicas, que no explicaban por qué la sujeto había
de haber enfermado de histeria, ni por qué ésta había tomado precisamente la forma de
abasia dolorosa. Dejaba, pues, en completa oscuridad, tanto la motivación como la
determinación del caso de histeria correspondiente. Podía únicamente admitirse que la
enferma había establecido una asociación entre sus dolorosas impresiones anímicas y los
dolores físicos que casualmente había sufrido en la misma época, y empleaba a partir de
este momento en su vida mnémica la sensación somática como símbolo de la psíquica.
Pero de todos modos quedaban en la oscuridad el motivo que la paciente había podido
tener para tal sustitución y el momento en que la misma tuvo efecto. Claro es que se
trataba de problemas que los médicos no se habían planteado nunca, antes, pues lo
habitual era considerar como explicación suficiente la de que la enferma era una histérica
por constitución, y podía desarrollar síntomas histéricos bajo la influencia de excitaciones
de un orden cualquiera.
Si la confesión de la paciente nos aportaba escasa utilidad para el esclarecimiento del caso,
menos aún podía auxiliarnos en su curación. No veíamos qué beneficio podía resultar para
la enferma de relatar también a un extraño, que sólo había de consagrarle un mediano
interés, la historia de sus penas durante los últimos años, historia bien conocida por todos
sus familiares, y, en efecto, su confesión no produjo ningún resultado curativo visible.
Durante este primer período del tratamiento no dejó la enferma de repetirme con marcada
complacencia: «Sigo mal. Tengo los mismos dolores que antes»; acompañando estas
palabras con una mirada de burla y recordándome así los juicios de su padre sobre su
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carácter atrevido y a veces malicioso. Pero había de reconocer que en esta ocasión no eran
del todo injustificadas sus burlas. Si en este punto hubiese abandonado el tratamiento
psíquico de la enferma, el caso de Isabel de R. hubiera carecido de toda significación para
la teoría de la histeria. Pero lejos de esto, continué mi análisis, animado por la firme
convicción de que en capas más profundas de la conciencia habíamos de hallar las
circunstancias que habían presidido la motivación y la determinación del síntoma
histérico.
Esta primera alusión de la sujeto a una persona extraña a su familia me facilitaba el acceso
a un nuevo compartimiento de su vida anímica, cuyo contenido fui sacando a luz poco a
poco. Tratábase ya de algo más secreto, pues, fuera de una amiga común, nadie conocía de
sus labios sus relaciones con el referido joven, hijo de una familia a la que trataban desde
muy antiguo por residir en un lugar muy cercano a la finca que habitaron antes de
trasladarse a Viena, ni tampoco las esperanzas que en tales relaciones había fundado. Este
joven, tempranamente huérfano, había tomado gran afecto al padre de Isabel, erigiéndole
en guía y consejero suyo, afecto que después fue extendiéndose a la parte femenina de la
familia. Numerosos recuerdos de lecturas comunes, de conversaciones íntimas y de ciertas
manifestaciones del joven, que le habían sido luego repetidas, fueron llevándola a la
convicción de que la comprendía y la amaba y de que el matrimonio con él no le
impondría aquellos sacrificios que de una tal decisión temía. Desgraciadamente, era el
joven muy poco mayor que ella y se hallaba aún por aquella época muy lejos de poseer la
independencia necesaria para tomar estado, pero Isabel había decidido esperarle.
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momento en que sus sentimientos con respecto al joven alcanzaron su máxima intensidad.
Sin embargo, tampoco aquella tarde hubo explicación alguna entre ellos. Ante las
repetidas instancias de toda su familia, e incluso de su mismo padre, había accedido Isabel
a abandonar en aquella ocasión su puesto de enfermera para asistir a una reunión en la
que esperaba encontrar al joven. Luego quiso retirarse temprano, pero le rogaron que
permaneciese algún tiempo, y ella se dejó convencer al prometerle el joven que la
acompañaría después hasta su casa. Durante este trayecto sintió con mayor intensidad que
nunca su amorosa inclinación; pero al llegar a su casa, radiante de felicidad, encontró peor
a su padre, y se dirigió los más duros reproches por haber dedicado tan largo rato a su
propio placer. Fue ésta la última vez que abandonó a su padre toda una tarde, y sólo muy
raras veces vio ya a su enamorado. Después de la muerte del padre, pareció aquél
mantenerse alejado, por respeto al dolor de Isabel. Luego, la vida le condujo por otros
caminos, y nuestra heroína hubo de ir acostumbrándose poco a poco a la idea de que el
interés que por ella sentía había sido borrado por otros sentimientos. Este fracaso de su
primer amor le dolía aún siempre que acudía a su pensamiento. En estas circunstancias y
en la escena antes relatada habíamos, pues, de buscar la motivación de los primeros
dolores histéricos. El contraste entre la felicidad que la embargaba al llegar a su casa y el
estado en que encontró a su padre dieron origen a un conflicto, o sea, a un caso de
incompatibilidad. El resultado de este conflicto fue que la representación erótica quedó
expulsada de la asociación, y al afecto concomitante, utilizado para intensificar o renovar
un dolor psíquico dado simultáneamente (o con escasa anterioridad). Tratábase, pues, del
mecanismo de una conversión encaminada a la defensa.
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aparecido realmente sin causa psíquica ninguna, constituyendo tan sólo una leve afección
reumática, y pude aún comprobar que este padecimiento orgánico, modelo de la ulterior
imitación histérica, había de situarse en una época anterior al día en que su enamorado la
acompañó hasta casa. Por la naturaleza del caso no era imposible que dichos dolores, dado
su carácter orgánico, hubieran perdurado con intensidad muy mitigada y sin que la sujeto
les prestase atención durante algún tiempo. La oscuridad resultante de indicarnos el
análisis la existencia de la conversión de una magnitud de excitación psíquica en dolor
psíquico en una época en la que tal dolor no era seguramente advertido ni recordado,
plantea un problema que esperamos resolver mediante ulteriores reflexiones y otros
distintos ejemplos50.
Este dolor, así despertado, perduraba mientras la enferma se hallaba dominada por el
recuerdo de referencia, alcanzaba su intensidad máxima al disponerse a expresar la parte
esencial y decisiva de su confesión y desaparecía en las últimas palabras de la misma. Poco
a poco aprendí servirme del dolor en esta forma provocado como de una brújula. Cuando
la paciente enmudecía, pero manifestaba seguir sintiendo dolores, podía tener la
seguridad de que no me lo había dicho todo, y la instaba a continuar su confesión hasta
que el dolor desaparecía. Sólo entonces despertaba un nuevo recuerdo. La mejoría, tanto
psíquica como somática, acusada por la paciente durante este período de «derivación por
reacción» fue tan considerable, qué, según hube de decirle, y no completamente en broma,
cada una de nuestras sesiones hacía desaparecer una cantidad de motivos de dolor, y
cuando los hubiéramos recorrido todos, quedaría totalmente curada. Pronto llegó, en
efecto, a pasar libre de dolores la mayor parte del tiempo y se dejó decidir a andar mucho
y a hacer cesar el aislamiento en el que hasta entonces vivía. En el curso ulterior de análisis
hube de guiarme tan pronto por las alternativas espontáneas de su estado como de mí
propio juicio, cuando suponía insuficientemente agotado aún un fragmento de su historial.
50No me es posible negar, pero tampoco demostrar, que los dolores de la sujeto, localizados
principalmente en los muslos, fueran de naturaleza neurasténica.
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En primer lugar, comprobé que todas las alternativas del estado de la sujeto se
demostraban provocadas asociativamente por un suceso del mismo día. Una vez había
oído hablar de una enfermedad que le había recordado la de su padre; otra, había recibido
la visita del hijo de su difunta hermana, y el parecido del niño con su madre había
despertado en ella el dolor de su pérdida; otra, por fin, había recibido de su hermana
casada una carta que transparentaba la influencia del cuñado, tan escaso en
consideraciones para con el resto de la familia, y despertaba un nuevo dolor, que hacía
precisa la comunicación de una escena de familia aún no relatada en el análisis. Dado que
nunca comunicaba dos veces el mismo motivo de dolor, no parecía injustificada nuestra
esperanza de agotarlos y con este fin no puse obstáculo ninguno a que la sujeto realizase
actos apropiados para despertar nuevos recuerdos aún no llegados a la superficie. Así, le
permití visitar la tumba de su hermana y asistir a una reunión a la que también iba a ir su
antiguo enamorado. En el curso de este período se me fue revelando la génesis de una
histeria que podía calificarse de monosintomática. Hallé, en efecto, que durante la hipnosis
se presentaba el dolor en la pierna derecha cuando se trataba de recuerdos de la asistencia
prestada al padre en su enfermedad, de sus relaciones con el joven o de otra cualquier
circunstancia perteneciente al primer período de la época patógena, y en la izquierda, en
cuanto surgía un recuerdo referente a la hermana muerta, a los cuñados o, en general, a
una impresión correspondiente a la segunda mitad de la historia de sus padecimientos.
Sorprendido por esta constante particularidad de la localización de los dolores, le hice
objeto de una detenida investigación y pude observar que cada nuevo motivo psíquico de
sensaciones dolorosas se había ido a enlazar con un lugar distinto de la zona dolorosa de
la pierna. El lugar primitivamente doloroso del muslo derecho se refería a la asistencia
prestada al padre, y a partir de él había ido creciendo, por oposición y a consecuencia de
nuevos traumas, el área atacada por el dolor. Así, pues, no podía hablarse, en rigor, de un
único síntoma somático enlazado con múltiples complejos mnémicos de orden psíquico,
sino de una multiplicidad de síntomas análogos, qué, superficialmente considerados,
parecían fundidos en uno solo. A lo que no llegué fue a delimitar la zona dolorosa
correspondiente a cada uno de los motivos psíquicos, pues la atención de la paciente
aparecía apartada de tales relaciones.
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Entre las escenas que hicieron dolorosa la deambulación resaltaba la de un largo paseo que
la sujeto había dado con varias otras personas durante su estancia en la pequeña estación
veraniega ya mencionada, escena cuyos detalles fue recordando con gran vacilación y
dejando gran parte sin aclarar. Su estado de ánimo era aquel día particularmente
sentimental, y cuando la invitaron a pasear, se agregó muy gustosa a quienes la invitaban,
personas todas de su amistad y agrado. Hacía un día hermosísimo, pero no demasiado
caluroso. La madre permaneció en casa, la hermana mayor había partido ya para su
residencia habitual, y la menor se sentía algo enferma; pero su marido, que al principio se
resistía a salir, por no dejarla sola, acabó por acompañar a Isabel. Esta escena parecía
hallarse en íntima relación con la primera aparición de los dolores, pues la sujeto
recordaba que regresó muy fatigada y con fuertes dolores. Lo que no podía precisar era si
ya antes de emprender el paseo sentía algún dolor, aunque, según le advertí yo, lo más
probable era que, en caso afirmativo, no se hubiese decidido a darse tan larga caminata. A
mí pregunta sobre cuál podía ser, a su juicio, la causa que había provocado los dolores en
aquella ocasión, obtuve la respuesta, no del todo transparente, de que el contraste entre su
aislamiento y la felicidad conyugal de su segunda hermana, evidenciada constantemente
ante sus ojos por la conducta de su cuñado, le había sido extraordinariamente doloroso.
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acostaba. Sólo cuando al recibir la noticia de haber enfermado la hermana hubo de salir
por la tarde de Gastein y pasó la noche tumbada en los asientos del vagón, atormentada
simultáneamente por los más oscuros temores y por intensos dolores físicos, fue cuando se
estableció el enlace del dolor con la posición yaciente, hasta el punto de que durante algún
tiempo sentía más dolores estando acostada que sentada o andando.
De este modo había crecido primeramente, por oposición, el área dolorosa, ocupando cada
nuevo trauma de eficacia patógena una nueva región de las piernas, y en segundo lugar,
cada una de las escenas impresionantes había dejado tras de sí una huella, estableciendo
una «carga» permanente y cada vez mayor de las diversas funciones de las piernas, o sea,
una conexión de estas funciones con las sensaciones dolorosas. Más, a parte de esto, era
innegable que en el desarrollo de la astasia-abasia había intervenido aún un tercer
mecanismo. Observando que la enferma cerraba el relato de toda una serie de sucesos con
el lamento de haber sentido dolorosamente durante ella «lo sola que estaba» (stehen
significa en alemán tanto «estar» como «estar en pie»), y que no se cansaba de repetir, al
comunicar otra serie, referente a sus fracasadas tentativas de reconstruir la antigua
felicidad familiar, que lo más doloroso para ella había sido el sentimiento de su
«impotencia» y la sensación de que «no lograba avanzar un solo paso» en sus propósitos,
no podíamos menos de conceder a sus reflexiones una intervención en el desarrollo de la
abasia y suponer que había buscado directamente una expresión simbólica de sus
pensamientos dolorosos, hallándola en la intensificación de sus padecimientos. Ya en
nuestra «comunicación preliminar» hemos afirmado que un tal simbolismo puede dar
origen a síntomas somáticos de la histeria, y en la epicrisis de este caso expondremos
algunos ejemplos que así lo demuestran, sin dejar lugar ninguno a dudas. En el caso de
Isabel de R. no aparecía en primer término el mecanismo psíquico del simbolismo; pero
aunque no podía decirse que hubiera creado la abasia, sí habíamos de afirmar que dicha
perturbación preexistente había experimentado por tal camino una importantísima
intensificación. De este modo, en el estado en que yo la encontré, no constituía tan sólo
dicha abasia una parálisis asociativa psíquica de las funciones, sino también una parálisis
funcional simbólica.
Antes de continuar la historia de mí paciente quiero decir aún algunas palabras sobre su
conducta durante este segundo período de tratamiento. En todo este análisis me serví del
procedimiento de evocar en la enferma imágenes y ocurrencias, imponiendo mis manos
sobre su frente; o sea, de un método imposible de utilizar si no se cuenta con la completa
colaboración y la atención voluntaria del sujeto. La paciente se condujo a maravilla en este
sentido durante algunos períodos, en los cuales resultaba sorprendente la prontitud con
que surgían, cronológicamente ordenadas, las escenas correspondientes a un tema
determinado. Parecía como si leyese en un libro de estampas cuyas páginas fueran
pasando ante sus ojos. Otras veces parecían existir obstáculos cuya naturaleza no
sospechaba yo siquiera por entonces. Al ejercer presión sobre su frente, afirmaba en estos
casos que no se le ocurriría nada, sin que la repetición de la maniobra produjese mejores
resultados. Las primeras veces que tropecé con esta dificultad me dejé llevar por ella a
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interrumpir mi labor, pensando que el día era desfavorable. Pero ciertas observaciones me
hicieron variar de conducta. Primeramente comprobé que tales fracasos del método no
tenían efecto sino cuando había encontrado a Isabel alegre y exenta de dolores, nunca
cuando se hallaba en un mal día, y en segundo lugar, que muchas veces, cuando declaraba
no ver ni recordar nada, lo hacía después de una larga pausa, durante la cual su expresión
meditativa me revelaba que en su interior se estaba desarrollando un proceso psíquico.
Así, pues, me decidí a admitir que el método no fallaba nunca, y que Isabel evocaba
siempre, bajo la presión de mis manos, un recuerdo o una imagen pero que en no todas las
ocasiones se hallaba dispuesta a comunicármelos, tratando, por el contrario, de reprimir
nuevamente lo evocado. Esta conducta negativa podía atribuirse a dos motivos; esto es, a
que la sujeto ejercía sobre la ocurrencia una crítica indebida, encontrándola carente de
toda significación e importancia o sin relación alguna con la pregunta correspondiente, o a
que se trataba de algo que le era desagradable comunicar. De este modo, procedí como si
me hallara totalmente convencido de la seguridad de mí técnica, y cuando la paciente
afirmaba que nada se le ocurriría, le aseguraba que ello no era posible. La ocurrencia no
podía haber faltado; ahora bien: o ella no había concentrado suficientemente su atención, y
entonces tendríamos que repetir el experimento, o había juzgado que la ocurrencia no
tenía relación con el tema tratado. En este último caso debía tener en cuenta que estaba
obligada a conservar una absoluta objetividad y a comunicarme todo aquello que surgiera
en su imaginación, tuviese o no relación, a su juicio, con el tema planteado. Además, yo
sabía perfectamente que se le había ocurrido algo, pero que me lo ocultaba, debiendo tener
presente que mientras que ocultase algo no se vería nunca libre de sus dolores.
Por este medio conseguí que el método no fallase realmente nunca, viendo así confirmada
mi hipótesis y extrayendo de este análisis una absoluta confianza en mí técnica. Muchas
veces sucedía que no habiéndome comunicado la paciente ocurrencia ninguna hasta
después de imponer por tercera vez mis manos sobre su frente, añadía: «Esto mismo se lo
hubiera podido decir ya la primera vez.» «¿Y por qué no me lo dijo usted?» «Porque creía
que no tenía nada que ver con lo que me preguntaba», «Porque me figuré que podía
callarlo, pero luego ha vuelto a ocurrírseme las otras dos veces.» Durante esta penosa labor
comencé a atribuir a la resistencia que la enferma mostraba en la reproducción de sus
recuerdos una más profunda significación y anotar cuidadosamente todas las ocasiones en
las que dicha resistencia se presentaba. En este punto comenzó el tercer período de nuestro
tratamiento. La enferma se sentía mejor, más aliviada psíquicamente y más capaz de
rendimiento, pero los dolores reaparecían de cuando en cuando con toda su antigua
intensidad. Este imperfecto resultado terapéutico correspondía a la imperfección del
análisis. No habíamos logrado aún averiguar, en efecto, en qué momento y forma habían
nacido los dolores. Durante la reproducción de diversas escenas en el segundo período del
tratamiento, y ante la observación de la resistencia opuesta en ciertas ocasiones por la
enferma, había surgido en mí determinada sospecha, pero quizá no me hubiese atrevido a
orientar en su sentido la marcha ulterior del análisis si una circunstancia puramente casual
no me hubiera decidido a ello. Estando un día en plena sesión de tratamiento con la
paciente, se oyeron pasos en la habitación contigua y una voz de agradable timbre que
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parecía preguntar algo; levantase en el acto Isabel, rogándome que pusiésemos fin a
nuestra labor, pues oía a su cuñado que venía a buscarla. Simultáneamente advertí en su
expresión que sus dolores, hasta aquel momento dormidos, volvían de súbito a
atormentarla. Esta escena acrecentó mis sospechas y me impulsó a no demorar por más
tiempo la explicación que suponía decisiva.
Con este propósito interrogué a Isabel sobre las circunstancias y las causas de la primera
aparición de sus dolores. Como respuesta, se orientaron sus pensamientos hacia su
estancia en el balneario, del que partió luego para Gastein, y surgieron de nuevo algunas
escenas de las que ya antes habíamos tratado, aunque no con tanta minuciosidad. Así,
volvió a describirme su estado de ánimo en aquella época, su agotamiento después de la
delicada operación quirúrgica practicada a su madre y sus dudas sobre la posibilidad de
llegar a ser feliz y a realizar algo útil en la vida permaneciendo soltera y sin apoyo
ninguno. Hasta estos momentos se había creído suficientemente fuerte para poder
prescindir del auxilio de un hombre, pero de repente se sintió dominada por la conciencia
de su femenina debilidad y por un anhelo de cariño en el que, según sus propias palabras,
comenzó a fundirse su rígida naturaleza. En tal estado de ánimo, el feliz matrimonio de su
segunda hermana hizo en Isabel profunda impresión al ver la ternura con que el marido
cuidaba de su mujer, cómo una rápida mirada les bastaba para entenderse y cuán grande
era su recíproca confianza. Resultaba, desde luego, sensible que el segundo embarazo
hubiera seguido con tan poco intervalo al primero, y la hermana sabía que a ello se debía
su enfermedad, pero la aceptaba gustosa por venir de su marido. Cuando Isabel invitó a
su cuñado a acompañarla al paseo con el cual hubieron de relacionarse tan íntimamente
sus dolores, no quería aquél acceder al principio a ello, prefiriendo quedarse
acompañando a su mujer; pero ésta le hizo cambiar de propósito para complacer a su
hermana. Isabel paseó, pues, durante toda la tarde con su cuñado, y tan de acuerdo se
sintió con él en los diversos temas de su diálogo, que experimentó con mayor intensidad
que nunca el deseo de hallar para sí un hombre que se le pareciese. Días después fue
cuando subió a la colina que había constituido el paseo favorito del feliz matrimonio, y
sentada en un banco de piedra se perdió en el ensueño de haber hallado una felicidad
conyugal semejante a la de su hermana y ser amada por un hombre tan grato a su corazón
como su cuñado. Al levantarse sintió dolores en las piernas, que desaparecieron a poco;
pero aquella misma tarde, después del baño, surgieron de nuevo, y ya definitivamente.
Habiendo tratado de investigar qué pensamientos ocuparon su imaginación mientras se
bañaba, no pude obtener sino que la proximidad de la casa de baños al departamento
ocupado por sus hermanas durante su estancia en el balneario le había llevado a
recordarlas.
El problema se iba resolviendo claramente ante mis ojos. La enferma, sumida en gratos y
al par dolorosos recuerdos, continuaba la reproducción de sus reminiscencias, sin parecer
darse cuenta de la conclusión que las mismas iban imponiendo. Sucesivamente fueron
emergiendo de nuevo los días pasados en Gastein, las preocupaciones que fueron
despertando las cartas de su hermana, la noticia de que su enfermedad llegaba a inspirar
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serios temores, la angustiosa espera hasta la salida del tren, el viaje, la temerosa
incertidumbre y la noche de insomnio, momentos todos acompañados de un
acrecentamiento de sus dolores. Preguntada si durante el viaje había imaginado la triste
posibilidad que luego halló confirmada, me respondió que se había esforzado en eludir tal
idea, pero que su madre temió desde un principio lo peor. A continuación rememoró su
llegada a Viena, la impresión que les causó la actitud de los parientes que acudieron a
recibirlas, el corto viaje desde Viena a la pequeña localidad donde se hallaba por entonces
el matrimonio, la llegada ya atardecido, la rápida y angustiada marcha a través del jardín
hasta la puerta de la casa y la tétrica oscuridad que en ella reinaba. Llegadas, por fin, a la
habitación de la hermana y ante su lecho, comprobaron la triste realidad, y en este
momento, que imponía a Isabel la terrible certidumbre de que su hermana había muerto
sin tener el consuelo de su compañía ni recibir sus últimos cuidados; en este mismo
momento cruzó por su imaginación, como un rayo a través de la tempestuosa oscuridad,
un pensamiento de distinta naturaleza: «Ahora ya está él libre y puede hacerme su mujer.»
Todo quedaba así aclarado y ricamente recompensada la penosa tarea del analítico. Ante
mis ojos tomaban ahora cuerpo con toda precisión las ideas de la «defensa» contra una
representación intolerable de la génesis de síntomas histéricos por conversión de la
excitación psíquica en fenómenos somáticos y de la formación de un grupo psíquico
separado por aquella misma volición que impone la defensa. Tal era, exactamente, lo que
en este caso había sucedido. La muchacha había hecho merced a su cuñado de una tierna
inclinación, contra cuyo acceso a la conciencia se rebelaba todo su ser moral. Para lograr
ahorrarse la dolorosa certidumbre de amar al marido de su hermana creó en su lugar un
sufrimiento físico, naciendo sus dolores como resultado de una conversión de lo psíquico
en somático, en aquellos momentos en los que dicha certidumbre amenazaba imponérsele
(en el paseo con su cuñado, en la ensoñación sobre la colina, en el baño y ante el lecho
mortuorio de su hermana). Al acudir a mí consulta había llevado ya a cabo totalmente la
separación del grupo de representaciones correspondientes a dicho amor, de su psiquismo
consciente, pues en caso contrario no hubiese aceptado someterse al tratamiento analítico.
La resistencia que opuso repetidas veces a la reproducción de escenas de eficacia
traumática correspondía realmente a la energía con la cual había sido expulsada de la
asociación la representación intolerable.
Más, para el terapeuta se inició aquí un difícil período. El efecto de la nueva acogida de la
representación reprimida fue terrible para la pobre joven. Al resumir yo la situación
diciendo secamente: «Resulta, pues, que desde mucho tiempo atrás se hallaba usted
enamorada de su cuñado», protestó indignada, sintiendo en el mismo instante
violentísimos dolores y haciendo un último y desesperado esfuerzo para rechazar tal
explicación de su caso. Aquello no podía ser verdad; si en algún momento hubiera
abrigado tan perversos sentimientos, no se lo perdonaría jamás. No era difícil demostrarle
que sus propias palabras no permitían interpretación ninguna distinta, pero aún pasaron
muchos días antes que llegaran a hacer impresión en su ánimo mis consoladoras
alegaciones de que nadie es responsable de sus sentimientos y que su conducta y la
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Esta «derivación por reacción» hizo gran bien a la paciente. Pero aún cabía favorecerla
más, ocupándose de sus circunstancias actuales. Con este propósito tuve una entrevista
con su madre, mujer comprensiva y de fina sensibilidad, si bien un tanto deprimida por
sus desgracias familiares. Por ella supe que la acusación de indelicadeza en asuntos
económicos, de la cual había hecho objeto al viudo su otro yerno, y que tan dolorosa había
sido para Isabel, carecía de todo fundamento, y a ruego mío quedó en dar a su hija las
explicaciones que sobre este punto habían de serle gratas y provechosas, facilitándole en lo
sucesivo ocasiones en las que desahogar lo que sobre su ánimo pesaba, tal y como yo la
había acostumbrado a hacerlo. Pasé luego a averiguar qué posibilidades de realización
podían ofrecerse al deseo, ya consciente, de Isabel. Pero aquí tropezamos con
circunstancias menos favorables. La madre dijo que desde mucho tiempo atrás había
sospechado la inclinación de Isabel hacia su cuñado, aunque no imaginaba que dicha
inclinación había surgido ya en vida de su otra hija. Todo aquel que los viera juntos -cosa
que ahora sólo raras veces sucedía- tenía que observar en Isabel el deseo de agradar al
viudo. Pero ni la madre ni los demás consejeros de la familia se sentían muy inclinados a
concertar tal matrimonio. La salud del viudo, nunca muy robusta, había quedado aún más
quebrantada por sus desgracias, y tampoco era seguro que se hubiese ya repuesto
psíquicamente de la misma tanto como para aceptar sin repugnancia la idea de un nuevo
matrimonio. Quizá fuera esta misma la razón que le mantenía retraído de ellas. Dada esta
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conducta por ambas partes, tenía que fracasar necesariamente la solución deseada por
Isabel.
Al día siguiente comuniqué a mi enferma todo lo que su madre me había dicho, y tuve la
satisfacción de ver que el esclarecimiento de la conducta de su cuñado en la cuestión ya
detallada le hacía mucho bien, suponiéndola además con energías suficientes para
conllevar sin trastornos la incertidumbre de su porvenir. El verano, ya muy adelantado,
nos imponía dar fin al tratamiento. Isabel se sentía de nuevo mejor y no había vuelto a
quejarse de dolores desde que habíamos erigido en tema del análisis las causas que lo
habían provocado. Ambos teníamos la sensación de haber llegado al término de nuestra
labor, sin más reserva, por mí parte, que la de no parecerme aún muy completa la
«derivación por reacción» de la ternura retenida. De todos modos consideraba curada a
Isabel y le indiqué, sin protesta ya por su parte, qué, una vez iniciada la solución de su
caso, ella sola se iría abriendo camino y afirmándose. Poco después salió de Viena, con su
madre, hacia una estación veraniega, en la cual las esperaba ya la hermana mayor. Poco
queda ya por decir sobre el curso de la enfermedad de Isabel de R. Algunas semanas
después de nuestra despedida recibí una desesperada carta de la madre. Al primer intento
de tratar con su hija sobre sus íntimos asuntos se había rebelado Isabel violentamente,
experimentando de nuevo intensos dolores en las piernas, ardiendo de indignación contra
mí por haber publicado su secreto y negándose a toda explicación. Así, pues, la cura había
fracasado por completo. ¿Qué debían hacer? La enferma no quería ni siquiera oír mí
nombre. Nada de esto me sorprendió, pues era de esperar que al dejar de pesar sobre ella
mí influencia, intentaría la sujeto rechazar la intervención de su madre y retornar a su
impenetrabilidad. Por tanto, dejé incontestada la carta, con cierta seguridad de que todo se
arreglaría, dando mi labor analítica el fruto deseado. Dos meses después, de retorno ya a
Viena, el mismo colega que dirigió a la paciente a mí consulta me trajo la noticia de que se
halla muy bien, observaba una conducta totalmente normal y sólo muy de tarde en tarde
sentía aún ciertos dolores.
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EPICRISIS.
Sobre esta naturaleza actuaron luego dolorosas conmociones anímicas, y antes de nada la
influencia debilitante de una prolongada asistencia al padre enfermo. El hecho
comprobado de que la asistencia a un enfermo desempeña un importantísimo papel en la
prehistoria de las afecciones histéricas no tiene nada de singular. Gran parte de los factores
que pueden actuar en tal sentido salta en seguida a la vista. Así, la perturbación del
equilibrio físico por la interrupción del reposo, la negligencia de los habituales cuidados
personales y los efectos de una constante preocupación sobre las funciones vegetativas.
Pero el factor esencial es, a mí juicio, muy otro. La persona cuyo pensamiento se halla
absorbido durante meses enteros por los mil y un cuidados que impone la asistencia a un
enfermo se habitúa, en primer lugar, a reprimir todas las manifestaciones de su propia
emoción, y en segundo, aparta su atención de todas sus impresiones personales, pues le
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faltan tiempo y energías para atender a ellas. De este modo almacena el enfermero una
multitud de impresiones susceptibles de afecto apenas claramente percibidas y, desde
luego, no debilitadas mediante la «derivación por reacción» creándose así el material de
una histeria de retención. Si el enfermo sana, queda todo este material desvalorizado; pero
si muere, sobreviene un período de tristeza y luto, durante el cual sólo aquello que se
relaciona con el desaparecido posee un valor para el superviviente. Entonces llega la hora
de las impresiones retenidas, que esperan una derivación, y después de un intervalo de
agotamiento surge la histeria, cuya semilla quedó sembrada durante la época de asistencia
al enfermo.
51Para mi mayor sorpresa he podido comprobar en una ocasión que esta «derivación por reacción»
a posteriori puede conducir también -después de impresiones distintas de las surgidas en la
asistencia a un enfermo- al contenido de una enigmática neurosis. Tratábase de una bella muchacha
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Pero volvamos a Isabel de R. Su primer síntoma histérico, constituido por un intenso dolor
en una zona determinada del muslo derecho, surgió durante la enfermedad de su padre.
El análisis nos reveló claramente el mecanismo de este síntoma. Era un momento en el que
el círculo de representaciones correspondientes a sus deberes filiales entró en conflicto con
el contenido de sus deseos eróticos. La sujeto se decidió por los primeros, reprochándose
duramente haberlos abandonado por algunas horas, y se creó, al obrar así, el dolor
histérico. Conforme a la teoría de la conversión de la histeria, describiríamos el proceso
diciendo que la sujeto expulsó de su conciencia la representación erótica y transformó su
magnitud de afecto en sensaciones somáticas dolorosas. Lo que no sabemos a punto fijo es
si este primer conflicto surgió en el ánimo de la paciente una sola vez o, como creemos
más probable, en ocasiones repetidas. Años después volvió a encontrarse ante un conflicto
análogo -aunque de mayor importancia moral y más claramente revelado por el análisis-,
conflicto que produjo la intensificación de los mismos dolores y su extensión más allá de la
zona primitiva.
de diecinueve años, Matilde H., enferma primero de una parálisis incompleta de las piernas y a la
que sometí al método analítico por presentar una modificación de carácter, apareciendo deprimida
hasta haber perdido todo deseo de vivir, violenta y agresiva para con su madre e irritable en
extremo. El cuadro sintomático de esta paciente excluía toda posibilidad de diagnosticar una
melancolía común. Hallándola muy accesible al sonambulismo, aproveché esta circunstancia para
imponerle mandatos y sugestiones que oía sumida en profundo sueño hipnótico y acompañaba con
abundantes lágrimas, pero que no mejoraban en nada su estado. Un día comenzó a hablar con gran
vivacidad en la hipnosis y me comunicó que la causa de su depresión era el rompimiento de su
proyectado matrimonio, rompimiento acaecido varios meses atrás. El trato con su prometido le
había ido revelando poco a poco a circunstancias que, tanto su madre como ella, consideraban harto
desfavorables, pero que, por otra parte, eran tan grandes las ventajas materiales de la proyectada
unión matrimonial que se les hacía difícil decidirse a renunciar a ella. De este modo anduvieron
vacilando durante mucho tiempo, y la joven cayó en un completo estado de indecisión y apatía,
hasta que la madre tomó sobre sí el pronunciar el «no» definitivo. Poco después sufrió la sujeto
como se despertase de un sueño y comenzó a darle vueltas en su pensamiento a la decisión
materna, pensando de continuo el pro y el contra, sin que hubiese llegado todavía a una solución.
Vivía pues, aún en aquella época, de dudas, y su estado de ánimo .pensamientos eran los que en
ella debieron ser. Su irritabilidad contra la madre se hallaba fundada también en las circunstancias
de entonces, y junto a esta actividad mental su vida actual le parecía ficticia y como soñada.
Después de esta sesión no volví a conseguir hacer hablar a la paciente sobre tales extremos, y cada
vez que lo intentaba durante la hipnosis rompía a llorar, sin contestar palabra, hasta que un día,
aproximadamente al año justo del comienzo de sus relaciones, desapareció por completo la
depresión, circunstancia que se me atribuyó como un gran éxito de la terapia hipnótica.
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Tratábase otra vez de un círculo de representaciones de carácter erótico, que había entrado
en conflicto con todas sus representaciones morales, pues la inclinación amorosa recaía
sobre su cuñado, y tanto en vida de su hermana como después de su muerte, no podía
serle grato el pensamiento de desear precisamente el amor de aquel hombre. De este
conflicto, que constituye el nódulo del caso, nos da el análisis amplia noticia. La
inclinación de la sujeto hacia su cuñado, latente desde sus primeras entrevistas, se
desarrolló luego favorecida por el agotamiento físico resultante de la asistencia que hubo
Isabel de prestar a su madre en su enfermedad a la vista y por el agotamiento moral
consiguiente a sus repetidos desengaños. Por esta época comenzó también a fundirse la
interior dureza de Isabel hasta llevarla a confesarse que necesitaba el amor de un hombre.
Durante su estancia en el balneario, donde la familia pasó reunida parte del verano y se
halló la sujeto en trato constante con su cuñado, llegaron sus amorosos deseos, y
simultáneamente sus dolores, a su máximo desarrollo. Con referencia a este mismo
período, testimonia el análisis de un particular estado psíquico de la enferma, que,
agregado a la inclinación amorosa y a los dolores, nos parece facilitar una explicación del
proceso conforme a los principios de la teoría de la conversión.
Pero ¿cómo podía suceder que un grupo de representaciones tan intensamente acentuado
se mantuviera en un tal aislamiento, cuando en general el papel que una representación
desempeña en la asociación crece paralelamente a su magnitud afectiva? Podremos dar
respuesta a esta interrogación teniendo en cuenta dos hechos perfectamente comprobados
en el análisis: 1º. Que los dolores histéricos surgieron simultáneamente a la constitución
del grupo psíquico separado. 2°-. Que la enferma opuso extraordinaria resistencia a la
tentativa de establecer la asociación entre el grupo psíquico separado y el contenido
restante de la conciencia y experimentó un intensísimo dolor psíquico cuando tal
asociación quedó llevada a efecto. Nuestra concepción de la histeria enlaza estos dos
momentos al hecho de la disociación de la conciencia, afirmando que el primero integra su
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motivo, y el segundo, su mecanismo. El motivo fue la defensa del yo contra dicho grupo
de representaciones, incompatible con él, y el mecanismo de la conversión, por el cual, en
lugar de los sufrimientos anímicos que la sujeto se había ahorrado, aparecieron dolores
físicos, iniciándose así una transformación cuyo resultado positivo fue que la paciente
eludió un insoportable estado psíquico, si bien a costa de una anomalía psíquica, la
disociación de la conciencia, y de un padecimiento físico, los dolores que constituyeron el
punto de partida de una astasia-abasia.
He afirmado antes que Isabel de R. tenía conciencia en algunas ocasiones, aunque sólo
muy fugitivamente, de su amor hacia su cuñado. Uno de tales momentos fue, por ejemplo,
cuando ante el lecho mortuorio de su hermana atravesó por su imaginación la idea de que
su cuñado podía ya hacerla su mujer. Estos momentos presentan considerable importancia
para la concepción de toda la neurosis de la sujeto. Creo, en efecto, que para diagnosticar
un caso de «histeria de defensa» (Abwehrysteríe) es necesario que haya existido, por lo
menos, uno. La conciencia no sabe con anticipación cuándo surgirá una representación
intolerable, y esta representación, que luego es reprimida con todas sus ramificaciones y
forma así un grupo psíquico separado, tiene que haber existido antes en el pensamiento
consciente, pues si no, no hubiese surgido el conflicto que trajo consigo su exclusión. Así,
pues, son precisamente tales momentos los que hemos de considerar como «traumáticos».
En ellos tiene efecto la conversión, de la cual resulta la disociación de la conciencia y el
síntoma histérico. En el caso de Isabel de R. fueron varios los momentos de esta índole (el
paseo, la meditación matinal, el baño, la llegada ante el lecho mortuorio de la hermana), e
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Pasamos ahora a tratar de un extremo que ya apuntamos antes como una las dificultades
opuestas a la comprensión de este estado patológico. Fundándose en el análisis supuse
que había tenido efecto una primera conversión cuando al hallarse la sujeto dedicada a
asistir a su padre, entraron en conflicto sus deberes filiales con sus deberes eróticos, y
admití que este proceso había constituido el modelo de aquel otro que se desarrolló en el
pequeño balneario alpino y produjo la explosión de la enfermedad. Pero de los relatos de
la enferma resultó que durante la enfermedad de su padre y en la época inmediatamente
posterior, o sea durante aquel espacio de tiempo que calificamos de «primer período». no
había padecido dolores en las piernas ni experimentado dificultad alguna de la
deambulación. Sólo poco antes de la muerte del padre se había visto obligada a guardar
cama algunos días, a causa de fuertes dolores en los pies, pero es muy dudoso que este
ataque correspondiera ya a la histeria. El análisis no nos descubrió relación causal alguna
entre estos primeros dolores y una impresión psíquica cualquiera. Lo más probable es que
se tratara de simples dolores musculares de naturaleza reumática. Pero, aún queriendo
admitir que este primer ataque de dolores fuera el resultado de una conversión histérica
consiguiente a la repulsa de sus pensamientos eróticos de entonces, siempre quedaría el
hecho de que los dolores desaparecieron a los pocos días, de manera que la enferma se
habría conducido en la realidad muy diferentemente a como parecía mostrar en el análisis.
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En una ocasión me sucedió que durante el tratamiento analítico de una paciente histérica
presentó ésta un nuevo síntoma, circunstancia que me ofreció la oportunidad de
emprender la supresión de un síntoma ya desde el día siguiente a su aparición. Incluiré
aquí la historia de esta enferma en sus rasgos esenciales; historia bastante sencilla, pero no
por eso menos interesante: La señorita Rosalía H., de veintitrés años, que desde algunos
atrás venía estudiando canto con el fin de dedicarse a este arte, se quejaba de que su voz,
muy bella, por cierto, no le obedecía en determinados tonos, sintiendo entonces una
especie de opresión en la garganta. Por este motivo, no le había permitido aún su maestro
salir a escena. Dado que sólo los tonos medios presentaban tal imperfección, no podía ésta
atribuirse a un defecto del órgano vocal. Unas veces todo iba bien y el maestro se mostraba
satisfecho y esperanzado; pero en seguida, a la menor excitación de la sujeto, e incluso sin
causa ninguna aparente, surgía la opresión, impidiendo la libre emisión de la voz. No era
difícil reconocer en esta perturbadora sensación una conversión histérica. Lo que no pude
comprobar es si realmente se producía una contractura de las cuerdas vocales52. En el
análisis hipnótico me reveló las circunstancias personales que siguen, y con ellas, las
causas de sus padecimientos: Huérfana desde muy niña, fue recogida por una tía suya,
cargada de hijos, y entró de este modo a formar parte de un hogar nada dichoso. El marido
de su tía, hombre de personalidad claramente patológica, trataba con rudeza y grosería a
su mujer y a sus hijos, y perseguía con fines sexuales a todas las criadas que en la casa
entraban, intemperancia que se iba haciendo cada vez más repugnante conforme los niños
eran mayores. Al morir la tía, se constituyó Rosalía en protectora de los infelices niños,
tomó con todo empeño su defensa contra el padre y afrontó valerosamente todos los
conflictos que esta actitud suya hizo surgir, teniendo que reprimir de continuo y con gran
esfuerzo sus impulsos de manifestar a su tío todo el odio y el desprecio que le inspiraba.
Por esta época comenzó ya a sentir opresión en la garganta. Todas las veces que se veía
obligada a reprimirse para no dar a su tío una merecida respuesta o para permanecer
serena ante una indigna acusación, experimentaba un fuerte cosquilleo en la garganta,
opresión y afonía; esto es, todas aquellas sensaciones localizadas en la glotis y la laringe,
que luego la perturbaban al cantar. En esta situación, no es extraño que buscase una
posibilidad de hacerse independiente para salir de aquella casa. Un honrado profesor de
canto se encargó desinteresadamente de ella, después de asegurarle que poseía
condiciones para este arte; pero la circunstancia de haber acudido repetidas veces a dar
52He observado otro caso en el que una contractura de los maseteros hacía imposible a una cantante
el ejercicio de su arte. La sujeto se había visto impulsada a dedicarse a la escena por penosos
sucesos de orden familiar. Una vez que ensayaba en Roma, hallándose muy excitada, experimentó
de repente la sensación de no poder cerrar la boca al terminar de emitir una nota, y cayó
desvanecida al suelo. El médico a quien mandaron llamar la cerró violentamente la boca, pero a
partir de este momento quedó imposibilitada la sujeto de separar las mandíbulas arriba del ancho
de un dedo, y tuvo que renunciar a la profesión recientemente elegida. Cuando, varios años
después, acudió a mi consulta habían desaparecido, sin duda largo tiempo ha, las causas de aquella
excitación, pues un breve masaje durante una ligera hipnosis bastó para devolver a sus mandíbulas
su juego natural. Ulteriormente ha vuelto la sujeto dedicarse al canto.
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clase sintiendo aún la opresión de garganta provocada por una reciente escena con el tío,
estableció un enlace entre el canto y la parestesia histérica, enlace iniciado ya por la
sensación orgánica propia del cantar. El aparato del cual debía disponer libremente la
sujeto al cantar aparecía perturbado por restos de inervaciones, después de las penosas
escenas domésticas en las que Rosalía se había visto obligada a reprimir su excitación.
Posteriormente había abandonado el hogar de su tío, trasladándose a una ciudad
extranjera, con el fin de permanecer lejos de su familia, pero esta decisión no le había
procurado alivio ninguno. Fuera del reseñado síntoma histérico, no presentaba la bella y
comprensiva muchacha otro ninguno.
Resultó, por tanto, que mientras yo me esforzaba en anular las huellas de antiguas
impresiones, esta violenta situación de la sujeto con sus huéspedes hacía surgir otras, que
acabaron por perturbar mi tratamiento e interrumpieron prematuramente la cura. Un día
acudió la paciente a mí consulta presentando un nuevo síntoma surgido apenas
veinticuatro horas antes. Se quejaba de un desagradable cosquilleo en las puntas de los
dedos, que la atacaba, desde el día anterior, cada dos horas, obligándola a hacer rápidos
movimientos con las manos. No había yo presenciado ninguno de esos ataques, pues si no,
hubiera adivinado su causa sólo con ver dichos movimientos; pero emprendí en el acto el
análisis hipnótico encaminado a descubrir los fundamentos del nuevo síntoma (o, en
realidad, del pequeño ataque histérico). Dado que su existencia era aún tan corta, esperaba
conseguir rápidamente su aclaración y solución. Para mí sorpresa, reprodujo la paciente -
sin vacilación ninguna y en orden cronológico toda una serie de escenas, procedentes las
primeras de su infancia, que tenían como elemento común el de haber sufrido sin protestar
ni defenderse una injusticia, habiendo podido sentir en ellas, por tanto, el hormigueo en
los dedos, como traducción física del impulso de defensa. Por ejemplo, una vez que en el
colegio tuvo que extender la mano ante el profesor para recibir un palmetazo. Pero, en
general, se trataba de sucesos nimios a los que podía negarse categoría para intervenir en
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la etiología de un síntoma histérico. No así, en cambio, a una escena que añadió después,
procedente de sus primeros años de adolescencia. Su perverso tío, que padecía de reuma,
le había mandado darle unas friegas en la espalda, sin que ella se atraviese a negarse; pero
de repente se revolvió en la cama, arrojando la colcha, e intentó atraerla a sí.
Rosalía echó a correr y se encerró en su cuarto. Se veía que no recordaba con gusto tal
suceso, y no quiso tampoco manifestar si al arrojar su tío, de repente, la colcha le había
mostrado alguna desnudez. El hormigueo que ahora sentía en los dedos podía explicarse
por el impulso experimentado y reprimido en aquella ocasión de castigar de obra a su tío,
o simplemente por el hecho de haber estado dándole friegas cuando la agredió. Sólo
después de relatarme esta escena comenzó a hablarme de la que hubo de desarrollarse el
día anterior y a continuación de la cual había aparecido el hormigueo en los dedos, como
símbolo mnémico. Su otro tío, aquel con el cual vivía ahora, le había pedido que le cantase
algo. Rosalía se sentó al piano, creyendo ausente a su tía; pero, de repente, la sintió venir, y
con rápido movimiento cerró la tapa del instrumento y alejo de sí el libro de música. No es
difícil adivinar qué recuerdo surgió en ella y cuál fue el pensamiento que en aquel instante
reprimió; seguramente la indignada protesta contra la injusta sospecha que la hubiera
impulsado a abandonar aquella casa, si el tratamiento no le obligase a permanecer en
Viena donde no tenía otro sitio en el cual hospedarse. Durante la reproducción de esta
escena en el análisis, repitió el movimiento de los dedos, y pude observar que era como el
de quien rechaza de sí -real o figuradamente- un objeto o una imputación.
La sujeto afirmaba con toda seguridad que aquel síntoma no se le había presentado jamás
antes, ni siquiera con ocasión de la escena primeramente relatada. Habíamos, pues, de
admitir que el suceso del día anterior había despertado el recuerdo de otros análogos,
constituyéndose luego un símbolo mnémico, valedero para todo este grupo de recuerdos.
La conversión había recaído, pues, tanto sobre el afecto reciente como sobre el recordado.
Reflexionando detenidamente sobre este proceso, nos vemos obligados a reconocer que no
constituye una excepción, sino la regla general en la génesis de los síntomas histéricos. Al
investigar la determinación de tales estados, he encontrado, casi siempre, un grupo de
motivos traumáticos análogos y no un solo motivo aislado (Cf. el historial de Emmy de
N.), siéndome posible comprobar, en algunos de estos casos, que el síntoma
correspondiente había surgido después del primer trauma, desapareciendo a poco, hasta
que otro trauma ulterior lo hizo emerger de nuevo, estabilizándolo. Entre esta aparición
temporal y la conservación latente después de los primeros motivos, no existe, en realidad,
ninguna diferencia esencial, y en una gran mayoría de casos resultó que los primeros
traumas no dejaron tras de si ningún síntoma, mientras que un trauma ulterior del mismo
género hubo de provocar un síntoma, para cuya génesis era, sin embargo, imprescindible
la colaboración de los motivos anteriores, y cuya solución exigía tener en cuenta todos los
existentes. Traduciendo el lenguaje de la teoría de la conversión este hecho innegable de la
suma de los traumas y de la latencia inicial de los síntomas, diremos que la conversión
puede recaer tanto sobre el afecto reciente como sobre el recordado, y esta hipótesis
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Es un hecho probado que los individuos sanos soportan en gran medida la perduración de
su conciencia de representaciones cargadas de afecto no derivado. La afirmación que antes
he defendido se limita a aproximar la conducta de los histéricos a la de los sanos. Todo
depende de un factor cuantitativo, esto es, del prado de tensión afectiva que una
organización puede soportar. También el histérico puede mantener sin derivar cierto
montante de afecto; pero si este montante crece en ocasiones análogas a las que lo hicieron
surgir, hasta superar la medida que el individuo es capaz de soportar, queda dado el
impulso para la conversión. No es, por tanto, ninguna arriesgada hipótesis, sino casi un
postulado el que la formación de síntomas histéricos puede tener también efecto sobre la
base de afectos recordados. Me he ocupado, hasta aquí, del motivo y del mecanismo de
este caso de histeria. Quédame por aclarar la determinación del síntoma histérico. En
efecto, ¿por qué fueron los dolores en las piernas los que precisamente se arrogaron la
representación del dolor psíquico? Las circunstancias del caso indican que este dolor
somático no fue creado por la neurosis, sino simplemente utilizado, intensificado y
conservado por ella. He de hacer constar que en la inmensa mayoría de los casos de
dolores histéricos por mí examinados sucedía algo análogo, habiendo existido siempre, al
principio, un dolor real de naturaleza orgánica.
Los dolores más comunes y extendidos son precisamente los que con mayor frecuencia
aparecen llamados a desempeñar un papel en la histeria, sobre todo los periostales y
neurálgicos correspondientes a las enfermedades de la boca, los de cabeza y los
reumáticos. El primer ataque de dolores en las piernas padecido por Isabel de R. aun
durante la enfermedad de su padre, fue, así, a mi juicio, de carácter orgánico, pues al
buscarle una causa psíquica no obtuvo resultado ninguno, y confieso sinceramente que me
inclino mucho a dar a mí método de provocar la emergencia de recuerdos ocultos un valor
de diagnóstico diferencial, siempre, claro está, que se practique con acierto. Este dolor,
originalmente reumático (o espinal neurasténico), se convirtió, para la enferma, en símbolo
mnémico de sus dolorosas excitaciones psíquicas, a mí ver, por más de una razón. En
primer lugar y principalmente, porque existía con simultaneidad a la excitación de la
conciencia, y después, porque se hallaba o podía hallarse enlazado en muy diversas
formas al contenido de representaciones dado en aquella época. Por otro lado, también
podía ser simplemente una lejana consecuencia de la falta de ejercicio y la irregularidad en
la alimentación durante la asistencia de la sujeto a su padre. La enferma no veía claro en
esta cuestión, y a mí juicio, lo más probable es que sintiera el dolor en momentos
importantes de su asistencia al enfermo; por ejemplo, al saltar de la cama en una fría noche
de invierno y acudir presurosa junto a su padre. Pero la orientación que la conversión
hubo de tomar quedó decidida por otra distinta forma de conexión asociativa; esto es, por
la circunstancia de que durante un largo período de tiempo entró cotidianamente en
contacto una de las doloridas piernas de la sujeto con las hinchadas piernas de su padre,
mientras le cambiaba los vendajes. La zona de la pierna derecha sobre la que recaía este
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contacto constituyó, a partir de tal momento, el foco y el punto de partida de los dolores;
esto es, una zona histerógena artificial, cuya génesis se nos revela claramente en este caso.
No hay motivo ninguno para extrañar o considerar artificial esta múltiple conexión
asociativa entre el dolor físico y el afecto psíquico. En aquellos casos en los que no existe
una tan múltiple conexión, tampoco se forma síntoma histérico ninguno ni encuentra la
conversión camino por el que desarrollarse, y puedo asegurar que el caso de Isabel de R.
era muy sencillo por lo que respecta a la determinación. En páginas anteriores hemos
descrito ya cómo se desarrolló la astasia-abasia de nuestra enferma, tomando como base
estos dolores y después que la conversión encontró abierto ante ella determinado camino.
Pero afirmamos también que la enferma había creado o intensificado, por simbolismo, su
perturbación funcional, que había hallado en la abasia-astasia una expresión somática de
su impotencia para modificar las circunstancias y que sus manifestaciones de «no lograr
avanzar un paso en sus propósitos» o «carecer de todo apoyo» constituían el puente que
conducía a este nuevo acto de la conversión, y queremos apoyar ahora estas afirmaciones
con otros ejemplos. La conversión basada en la simultaneidad, dada, además, una
conexión asociativa, es la que exige una menor medida de disposición histérica.
En tiempos anteriores -la neuralgia venía presentándose desde quince años atrás- se
atribuyó el dolor a una enfermedad dentaria, y la sujeto sufrió en un solo día siete
extracciones, algunas de las cuales fueron harto imperfectas, pues dejaron subsistente
parte de las raíces. Tampoco esta cruenta operación dio el menor resultado. La neuralgia
duraba en esta época meses enteros. También durante el tiempo de mi tratamiento llamaba
la sujeto, cada vez que sentía la neuralgia, al dentista, el cual hallaba siempre alguna raíz
enferma y comenzaba su trabajo, sin llegar, en general, a terminarlo, pues en cuanto
cesaba la neuralgia, cesaba la enferma de acudir a él. En los intervalos no sentía más dolor
de muelas. Un día, en pleno y violento ataque de neuralgia, hipnoticé a la sujeto y le
prohibí volver a tener tales dolores desapareciendo estos en el acto. Por entonces comencé
yo a dudar de la autenticidad de tal neuralgia. Aproximadamente un año después de este
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No cabe duda de que se trataba aquí de un símbolo. La sujeto había sentido como si
realmente la abofeteasen. Ahora bien: hemos de preguntarnos cómo la sensación de
«recibir una bofetada» puede llegar a exteriorizarse en una neuralgia limitada a las ramas
segunda y tercera del trigémino y que se intensificaba al abrir la boca y al mascar (en
cambio, al hablar, no). Al día siguiente volvió la neuralgia, para desaparecer esta vez
después de la reproducción de otra escena, cuyo contenido era una nueva ofensa recibida
por la sujeto. Esto se repitió durante nueve días, pareciendo resultar así que, a través de
años enteros, ofensas verbales recibidas por la sujeto habían provocado, por simbolismo,
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nuevos ataques de esta neuralgia facial. Por fin conseguimos penetrar hasta el primer
ataque de neuralgia (quince años atrás). Aquí no encontramos ya un simbolismo, sino una
conversión por simultaneidad. Se trataba de un espectáculo doloroso, a cuya vista surgió
en la sujeto un reproche que la impulsó a reprimir otra serie de pensamientos. Era, pues,
un caso de conflicto y defensa. La génesis de la neuralgia en este momento no resultaba
explicable sino admitiendo que por entonces padecía nuestra enferma un ligero dolor de
muelas o de la cara, cosa nada inverosímil, pues se hallaba en los meses iniciales de su
primer embarazo.
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de origen orgánico, tenían en esta paciente un origen psíquico o, por lo menos, admitían
una interpretación psíquica. Cierta serie de sucesos aparecía acompañada en ella de la
sensación de una herida en el corazón («Aquello me hirió en el corazón»). El clásico dolor
de cabeza de la histeria («dolor de clavo») había de interpretarse en ella como procedente
de un problema mental («No sé qué tengo en la cabeza»), y desaparecía en cuanto llegaba
a la solución. Paralelamente a la sensación del aura histérica en la garganta, se desarrollaba
el pensamiento de «Eso tengo que tragármelo», cuando tal sensación surgía al recibir la
sujeto la ofensa. Existía, pues, toda una serie de sensaciones y representaciones paralelas,
en las cuales unas veces la sensación había despertado, como interpretación suya, la
representación, y otras era la representación la que había creado, por simbolización, la
sensación. Por último, había ocasiones en las que no podía decidirse cuál de los dos
elementos había sido el primario.
53En estados de profunda modificación psíquica surge también una orientación del lenguaje hacia
la expresión artificial en imágenes sensoriales y sensaciones. Cecilia M. pasó por un período en el
que cada uno de sus pensamientos se transformaba en una alucinación, cuya solución precisaba,
con frecuencia de gran sutileza. Un día se me quejó de que la perseguía una alucinación, en la cual
veía a sus dos médicos -Breuer y yo- colgados de sendos árboles del jardín. Esta alucinación
desapareció una vez descubierto en el análisis su origen. El día anterior había rechazado Breuer su
pretensión de que le recetara determinado medicamento. La sujeto puso luego en mí sus esperanzas
de conseguir tal deseo, pero yo me mostré también contrario a él, y entonces, encolerizada con
nosotros, pensó: «Son tal para cual. El uno es el pendant del otro».
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a) A la de la pág. 43 hay que agregar: Algunos años más tarde, su neurosis se transformó
en una demencia precoz. (Caso de P. Janet.)
b) La historia clínica de Emmy continúa con el siguiente apéndice de 1924: Bien sé que
ningún analista leerá hoy esta historia clínica sin cierta sonrisa conmiserativa. Recuérdese,
empero, que éste fue el primer caso en el cual apliqué sin restricciones el método catártico.
De ahí que me incline por dejar a la exposición su forma original, por no adelantar
ninguna de las críticas que hoy sería tan fácil hacerle, por renunciar a todo intento de
colmar a posteriori las abundantes lagunas. Sólo dos cosas quiero agregarle: mi
reconocimiento, ulteriormente adquirido, de la etiología actual de la enfermedad y
algunas noticias sobre su curso posterior. Cuando pasé, como ya he narrado, algunos días
como invitado en su casa de campo, tuvimos por comensal a un hombre que yo no conocía
y que a todas luces se esforzaba por caerle bien a la dueña de la casa. Después de su
partida, ésta me preguntó si dicha persona me había gustado, agregando como al
descuido: «Imagínese que ese hombre se quiere casar conmigo.» En conexión con otras
manifestaciones que no había sabido valorar en su momento, hube de convencerme de que
ella anhelaba entonces contraer un segundo matrimonio, pero que la existencia de sus dos
hijas, herederas de la fortuna paterna, le representaba un obstáculo para la realización de
sus propósitos. Varios años después me encontré en un congreso científico con un
renombrado médico oriundo de la misma región que la señora Emmy. Al preguntarle yo si
la conocía y si sabía algo de su vida me respondió que si: y que él mismo había sometido a
un tratamiento hipnótico. Con él, así como con muchos otros médicos, había llegado a la
misma situación que conmigo. Había acudido a él en sus estados más lastimosos, había
respondido con extraordinario éxito al tratamiento hipnótico, pero sólo para enemistarse
entonces con el médico, abandonándolo y reactivando la enfermedad en toda su
magnitud. Tratábase de un inconfundible «impulso de repetición». Sólo al cabo de cinco
lustros volví a tener noticias de la señora Emmy. Su hija mayor, la misma a la cual yo
había formulado otrora un pronóstico tan desfavorable, se dirigió a mí solicitándome un
certificado sobre el estado mental de su madre, con motivo de haber sido paciente mía.
Proponíase actuar judicialmente contra ella, describiéndola como una tirana cruel y poco
escrupulosa. La madre había repudiado a ambas hijas y se negaba a asistirlas en su
estrechez material. En cuanto a la firmante de la carta, se había doctorado y estaba casada.
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este caso he realizado, pues la misma no es tan diferente para la comprensión como, por
ejemplo, el hecho de haber trasladado de una montaña a otra el lugar del sucedido.
I. Por mí parte puedo decir que mantengo en sus extremos esenciales las afirmaciones de
nuestra «comunicación preliminar». He de hacer constar, sin embargo, que en los años
transcurridos desde aquella fecha -años de constante labor sobre los problemas allí
tratados- se me han impuesto nuevos puntos de vista, los cuales han traído consigo una
distinta agrupación del material de hechos que por entonces nos era conocido. Sería
injusto echar sobre Breuer parte de la responsabilidad correspondiente a este último
desarrollo de las ideas que, en colaboración, expusimos en el indicado trabajo. Así, pues,
cúmpleme hablar ahora en mí solo nombre. Al intentar aplicar a una amplia serie de
pacientes el método iniciado por Breuer de curación de síntomas histéricos por
investigación psíquica y derivación por reacción en la hipnosis, tropecé con dos
dificultades, y mis esfuerzos para vencerlas me llevaron a una modificación de la técnica y
de mí primitiva concepción de la materia. En primer lugar, no todas las personas que
mostraban indudables síntomas histéricos, y en las que regía muy verosímilmente el
mismo mecanismo psíquico, resultaban hipnotizables. En segundo, tenía que adoptar una
actitud definida con respecto a la cuestión de qué es lo que caracteriza esencialmente la
histeria y en qué se diferencia ésta de otras neurosis.
Más adelante detallaré cómo llegué a dominar la primera dificultad y qué es lo que
aprendí en esta labor. Por el momento quiero exponer cuál fue mí conducta en la práctica
profesional con respecto al segundo problema. Es muy difícil ver acertadamente un caso
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De este modo, y partiendo del método de Breuer, llegué a ocuparme de la etiología y del
mecanismo de las neurosis en general. Por fortuna obtuve, en un plazo relativamente
breve, resultados utilizables. En primer lugar hube de reconocer que dentro de la medida
en que podía hablarse de una motivación mediante la cual se adquirieran las neurosis,
habíamos de buscar la etiología en factores sexuales, y a esto se agregó luego el
descubrimiento de que factores sexuales diferentes daban origen a diferentes
enfermedades neuróticas. Por tanto, dentro de lo que esta relación permitía, podíamos
atrevernos a utilizar la etiología para diferenciar las neurosis, estableciendo una precisa
distinción de los cuadros patológicos de estas enfermedades. Si las características
etiológicas coincidían constantemente con las clínicas, quedaría plenamente justificada
nuestra conducta. Por este procedimiento hallé que a la neurastenia correspondía, en
realidad, un cuadro patológico muy monótono, en el cual, como mostraban los análisis, no
intervenía «mecanismo psíquico» alguno. De la neurastenia se diferenciaba en gran
manera la neurosis obsesiva, con respecto a la cual se descubría un complicado
mecanismo, una etiología análoga a la histérica y una amplia posibilidad de curación por
medio de la psicoterapia. Por otro lado, me parecía necesario separar de la neurastenia un
complejo de síntomas neuróticos, que dependía de una etiología muy diferente, e incluso,
en el fondo, contraria, mientras que los síntomas de este complejo aparecían
estrechamente unidos por un carácter común, ya reconocido por E. Hecker54. Son, en
efecto, síntomas o equivalentes y rudimentos de manifestaciones de angustia, razón por la
cual he dado a este complejo, separable de la neurastenia, el nombre de neurosis de
angustia, afirmando que nace por acumulación de estados de tensión física de origen
sexual. Esta neurosis no tiene tampoco todavía un mecanismo psíquico, pero actúa
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Después de haber fijado así los sencillos cuadros patológicos de la neurastenia, la neurosis
de angustia y la neurosis obsesiva, me dediqué a concretar la concepción de aquellos
corrientes casos de neurosis que comprendemos bajo el diagnóstico general de la histeria.
Me parecía equivocado aplicar, como era uso habitual, el nombre de histeria a toda
neurosis que presentara en su complejo de síntomas algún rasgo histérico, y aunque no
extrañaba esta costumbre, por ser la histeria la más antigua y mejor conocida de las
neurosis, me era preciso reconocer que había llegado a ser abusiva, habiendo acumulado
injustificadamente a la histeria multitud de rasgos de perversión y degeneración. Siempre
que en un complicado caso de degeneración psíquica se descubría un rasgo histérico, se
daba a la totalidad el nombre de «histeria», pudiendo así resultar reunido bajo esta
etiqueta lo más heterogéneo y contradictorio. Para huir de la inexactitud que este
diagnóstico suponía, habíamos de separar lo que correspondiera al sector neurótico, y
conociendo ya, aisladas, la neurastenia, la neurosis de angustia, etc., no debíamos
prescindir de ellas cuando las encontrásemos como elementos de alguna combinación.
Así, pues, la concepción más justa parecía ser la siguiente: las neurosis más frecuentes son,
en su gran mayoría, «mixtas». No son tampoco raras las formas puras de neurastenia y
neurosis de angustia, sobre todo en personas jóvenes. En cambio, es difícil hallar formas
puras de histeria y de neurosis obsesiva, pues estas dos neurosis aparecen combinadas,
por lo general, con la de angustia. Esta frecuencia de las neurosis mixtas se debe a que sus
factores etiológicos se mezclan con gran facilidad, casualmente unas veces, y otras a
consecuencia de relaciones causales entre los procesos, de los que nacen los factores
etiológicos de las neurosis. De estas circunstancias, fácilmente demostrables en cada caso,
resulta, con respecto a la histeria, lo que sigue: 1º. No es posible considerarla aisladamente,
separándola del conjunto de las neurosis sexuales. 2º. En realidad, no representa sino un
solo aspecto del complicado caso neurótico. 3º. Sólo en los casos límites llega a presentarse
como una neurosis aislada, y puede ser tratada como tal. En toda una serie de casos
podemos, pues, decir: A POTIORI FIT DENOMINATIO.
Examinaremos ahora, desde este punto de vista, los historiales clínicos antes detallados,
con el fin de comprobar si confirman o no nuestra concepción de la falta de independencia
clínica de la histeria. Ana O., la paciente de Breuer, parece contradecir nuestro juicio y
padecer una histeria pura. Pero este caso, que tan importante ha sido para el conocimiento
de la histeria, no fue examinado por su observador desde el punto de vista de la neurosis
sexual, y, por tanto, no puede sernos de ninguna utilidad para nuestros fines actuales. Al
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El caso de miss Lucy R. es, quizá, el que con mayor justificación podemos considerar como
un caso límite de histeria pura. Constituye una histeria breve, de curso episódico y
etiología innegablemente sexual, tal y como correspondería a una neurosis de angustia.
Trátase, en efecto de una mujer ya en los linderos de la madurez y soltera aún, cuya,
inclinación amorosa despierta con rapidez excesiva, impulsada por una mala
interpretación. Por defecto del análisis o por otras causas no encontré aquí indicio ninguno
de neurosis de angustia. El caso de Catalina puede considerarse como el prototipo de
aquello que hemos denominado «angustia virginal», consistente en una combinación de
neurosis de angustia e histeria. La primera crea los síntomas, y la segunda los repite y
labora con ellos. Por otra parte, se trata de un caso típico de las frecuentes neurosis
juveniles calificadas de «histeria». El caso de Isabel de R. tampoco fue investigado desde el
punto de vista de las neurosis sexuales. Mí sospecha de que se hallaba basado en una
neurastenia espinal no llegó a tener confirmación. Pero he de añadir que desde esta fecha
aún se me han presentado menos casos de histeria pura, y que sí pude reunir como tales
los cuatro que anteceden y prescindir en su solución de toda referencia a las neurosis
sexuales, ello se debió tan sólo a tratarse de casos anteriores a la época en la que comencé a
investigar intencionada y penetrantemente la subestructura neurótica sexual. Y si en lugar
de cuatro casos no he comunicado doce o más, cuyo análisis confirma en todos sus puntos
nuestra teoría del mecanismo de los fenómenos histéricos, ha sido por forzarme a
silenciarlos la circunstancia de que el análisis los revela como neurosis sexuales, aunque
ningún médico les hubiera negado el «nombre» de histeria. Pero la explicación de estas
neurosis sexuales sobrepasa los límites que nos hemos impuesto en el presente trabajo.
Todo esto no quiere decir que yo niegue la histeria como afección neurótica independiente,
considerándola tan sólo como manifestación psíquica de la neurosis de angustia,
adscribiéndole únicamente síntomas «ideógenos», y transcribiendo los síntomas somáticos
(puntos histerógenos, anestesias) a las neurosis de angustia. Nada de eso. A mí juicio,
puede tratarse aisladamente de la histeria libre de toda mezcla desde todos los puntos de
vista, salvo desde el terapéutico, pues en la terapia se persigue un fin práctico: la supresión
del estado patológico en su totalidad, y si la histeria aparece casi siempre como
componente de una neurosis mixta, nos encontraremos en situación parecida a la que nos
plantea una infección mixta, en la cual la salvación del enfermo no puede conseguirse
combatiendo uno solo de los agentes de la enfermedad. Por tanto, es de gran importancia
para mí separar la parte de la histeria en los cuadros patológicos de las neurosis mixtas de
la correspondiente a la neurastenia, la neurosis de angustia, etc., pues una vez realizada
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esta separación, me resulta ya posible dar expresión concreta y precisa al valor terapéutico
del método catártico. Puedo, en efecto, arriesgar la afirmación de que en principio es
susceptible de suprimir cualquier síntoma histérico, siendo, en cambio, impotente contra
los fenómenos de la neurastenia, y no actuando sino muy raras veces y por largos rodeos
sobre las consecuencias psíquicas de la neurosis de angustia. De este modo su eficacia
terapéutica dependerá en cada caso de que el componente histérico del cuadro patológico
ocupe en él o no un lugar más importante, desde el punto de vista práctico, que los otros
componentes neuróticos.
No es ésta la única limitación de la eficacia del método catártico. Existe aún otra, de la que
ya tratamos en nuestra «comunicación preliminar». El método catártico no actúa, en
efecto, sobre las condiciones causales de la histeria, y, por tanto, no puede evitar que
surjan nuevos síntomas en el lugar de los suprimidos. En consecuencia, podemos atribuir
a nuestro método terapéutico un lugar sobresaliente dentro del cuadro de la terapia de las
neurosis, pero limitando estrictamente su alcance a este sector. No siéndome posible
desarrollar aquí la exposición de una «terapia de las neurosis» tal y como sería necesaria
para la práctica médica, agregaré únicamente a lo ya dicho algunas observaciones
aclaratorias:
1ª. No puedo afirmar haber logrado, en todos y cada uno de los casos tratados por el
método catártico, la supresión de los síntomas histéricos correspondientes. Pero sí creo
que tales resultados negativos han obedecido siempre a circunstancias personales del
paciente y no deficiencias del método. A mí juicio, puede prescindirse de estos casos en la
valoración del mismo, análogamente a como el cirujano que inicia una nueva técnica
prescinde para enjuiciarla de los casos de muerte durante la narcosis o por hemorragia
interna, infección casual, etc. Cuando más adelante nos ocupemos de las dificultades e
inconvenientes de nuestro procedimiento, volveremos a tratar de los resultados negativos
de este orden.
2ª. El método catártico no pierde su valor por el hecho de ser un método sintomático y no
causal, pues una terapia causal no es, en realidad, más que profiláctica: suspende los
efectos del mal, pero no suprime necesariamente los productos ya existentes del mismo,
haciéndose precisa una segunda acción que lleve a cabo esta última labor. Esta segunda
acción es ejercida insuperablemente en la histeria por el método catártico.
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histeria, y ha de satisfacerse con suprimir la enfermedad que tal constitución puede hacer
surgir con el auxilio de circunstancias exteriores. De este modo se dará por contento si
logra devolver al enfermo su capacidad funcional. Por otro lado, puede considerar con
cierta tranquilidad el futuro por lo que respecta a la posibilidad de una recaída. Sabe, en
efecto, que el carácter principal de la etiología de las neurosis es la sobredeterminación de
su génesis; o sea, que para dar nacimiento a una de estas afecciones es necesario que
concurran varios factores, y, por tanto, puede abrigar la esperanza de que tal coincidencia
tarde mucho en producirse, aunque algunos de los factores etiológicos hayan conservado
toda su eficacia. Podría objetarse que en tales casos, ya resueltos, de histeria van
desapareciendo de todos modos por sí solos los síntomas residuales. Pero lo cierto es que
tal curación espontánea no es casi nunca rápida ni completa; caracteres que puede darle la
intervención terapéutica. La interrogación de si la terapia catártica cura tan sólo aquello
que hubiera desaparecido por curación espontánea o también algo más que nunca se
hubiese resuelto espontáneamente, habremos de dejarla por ahora sin respuesta.
4ª. En los casos de histeria aguda, esto es, en el período de más intensa producción de
síntomas histéricos y de dominio consecutivo del yo por los productos patológicos
(psicosis histérica), el método catártico no consigue modificar visiblemente el estado del
sujeto. El neurólogo se encuentra entonces en una situación análoga a la del internista ante
una infección aguda. Los factores etiológicos han actuado con máxima intensidad en una
época pretérita, cerrada ya a toda acción terapéutica, y se hacen ahora manifiestos,
después del período de incubación. No hay ya posibilidad de interrumpir la dolencia, y el
médico tiene que limitarse a esperar que la misma termine su curso, creando mientras
tanto las circunstancias más favorables al paciente. Si durante tal período agudo
suprimimos los productos patológicos, esto es, los síntomas histéricos recién surgidos,
veremos aparecer en seguida otros en sustitución suya. La desalentadora impresión de
realizar una labor tan vana como la de las Danaides, el constante y penoso esfuerzo de
todos los momentos y el descontento de los familiares del enfermo hacen dificilísima al
médico, en estos casos agudos, la aplicación del método catártico. Pero contra estas
dificultades ha de tenerse en cuenta que también en tales casos puede ejercer una benéfica
influencia la continuada supresión de los productos patológicos, auxiliando al yo del
enfermo en su defensa y preservándole, quizá, de caer en la psicosis o en la demencia
definitiva. Esta actuación del método catártico en los casos de histeria aguda, e incluso su
capacidad de restringir visiblemente la producción de nuevos síntomas patológicos, se nos
muestran con claridad suficiente en el historial clínico de Ana O., la paciente en la que
Breuer aprendió a ejercer por vez primera tal procedimiento psicoterápico.
5ª. En los casos de histeria crónica con producción mesurada, pero continua, de síntomas
histéricos, se nos hace sentir más que nunca la falta de una terapia de eficacia causal; pero
también aprendemos a estimar más que nunca el valor del método catártico como terapia
sintomática. Nos hallamos en estos casos ante una perturbación dependiente de una
etiología de actuación crónica y continua. Todo depende de robustecer la capacidad de
resistencia del sistema nervioso del enfermo, teniendo en cuenta que la existencia de un
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síntoma histérico significa para este sistema nervioso una debilitación de su resistencia, y
representa un factor favorable a la histeria. Como por el mecanismo de la histeria
monosintomática podemos deducir, los nuevos síntomas histéricos se forman con máxima
facilidad, apoyándose en los ya existentes y tomándolos por modelo. El camino seguido
por un síntoma en su emergencia permanece abierto para otros y el grupo psíquico
separado se convierte en núcleo de cristalización, sin cuya existencia nada hubiera
cristalizado. Suprimir los síntomas existentes y las modificaciones psíquicas, dadas en su
base, equivale a devolver por completo al enfermo toda su capacidad de resistencia, con la
cual podrá vencer la acción de su padecimiento. Una larga y constante vigilancia y un
periódico chímney sweepíng puede hacer mucho bien a estos enfermos.
6ª. Hemos afirmado que no todos los síntomas histéricos son psicógenos, y luego, que
todos pueden ser suprimidos por un procedimiento psicoterápico. Esto parece
contradecirse. La solución está en que una parte de estos síntomas no psicógenos
constituye un signo de enfermedad, pero no puede considerarse como un padecimiento
por sí misma (por ejemplo, los estigmas), resultando así carente de toda importancia
práctica su subsistencia ulterior a la solución terapéutica del caso. Otros de estos síntomas
parecen ser arrastrados por los psicógenos en una forma indirecta, siendo así de suponer
que dependen también indirectamente de una causa psíquica. Pasamos ahora a tratar de
las dificultades e inconvenientes de nuestro procedimiento terapéutico, tema del cual ya
hemos expuesto mucho en los historiales clínicos detallados y en las observaciones sobre
la técnica del método. Nos limitaremos, pues, aquí a una simple enumeración. El
procedimiento es muy penoso para el médico y le exige gran cantidad de su tiempo,
aparte de una intensa afición a las cuestiones psicológicas y cierto interés personal hacia el
enfermo. No creo que me fuera posible adentrarme en la investigación del mecanismo de
la histeria de un sujeto que me pareciera vulgar o repulsivo, y cuyo trato no consiguiera
despertar en mí alguna simpatía; en cambio, para el tratamiento de un tabético o un
reumático no son necesarios tales requisitos personales.
Por parte del enfermo son precisas también determinadas condiciones. El método resulta
inaplicable a sujetos cuyo nivel intelectual no alcanza cierto grado, y toda inferioridad
mental lo dificulta grandemente. Es, además, necesario un pleno consentimiento del
enfermo y toda su atención; pero, sobre todo, su confianza en el médico, pues el análisis
conduce siempre a los procesos psíquicos más íntimos y secretos. Gran parte de los
enfermos a los que se podría aplicar tal tratamiento se sustraen al médico en cuanto
sospechan el sentido en el que va a orientarse la investigación. Estos enfermos no han
cesado de ver en el médico a un extraño. En aquellos otros que se deciden a poner en el
médico toda su confianza, con plena voluntad y sin exigencia ninguna por parte del
mismo, no puede evitarse que su relación personal con él ocupe debidamente por algún
tiempo un primer término, pareciendo incluso que una tal influencia del médico es
condición indispensable para la solución del problema. Esta circunstancia no tiene relación
alguna con el hecho de que el sujeto sea o no hipnotizable. Ahora bien: la imparcialidad
nos exige hacer constar que estos inconvenientes, aunque inseparables de nuestro
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procedimiento, no pueden serle atribuidos, pues resulta evidente que tiene su base en las
condiciones previas de las neurosis que se trata de curar, y habrán de presentarse en toda
actividad médica que exija una estrecha relación con el enfermo y tienda a una
modificación de su estado psíquico. No obstante haber hecho en algunos casos muy
amplio uso de la hipnosis, nunca he tenido que atribuir a este medio terapéutico daño ni
peligro alguno. Si alguna vez no ha sido provechosa mí intervención médica, ello se ha
debido a causas distintas y más hondas.
Revisando mí labor terapéutica de estos últimos años, a partir del momento en que la
confianza de mí maestro y amigo el doctor Breuer me permitió aplicar el método catártico,
encuentro muchos más resultados positivos que negativos, habiendo conseguido en
numerosas ocasiones más de lo que con ningún otro medio terapéutico hubiera alcanzado.
He de confirmar, pues, lo que ya dijimos en nuestra «comunicación preliminar»: el método
catártico constituye un importantísimo progreso. He de añadir aún otra ventaja del
empleo de este procedimiento. El mejor medio de llegar a la inteligencia de un caso grave
de neurosis complicada con más o menos mezcla de histeria, es también, para mí, su
análisis por el método de Breuer. En primer lugar, conseguimos así hacer desaparecer todo
aquello que muestra un mecanismo histérico, y en segundo, logramos interpretar los
demás fenómenos y descubrir su etiología, adquiriendo con ello puntos de apoyo para la
aplicación de la terapia correspondiente. Cuando pienso en la diferencia existente entre los
juicios que sobre un caso de neurosis formo antes y después del análisis me inclino a
considerar indispensable tal análisis para el conocimiento de todo caso de neurosis.
Además, me he acostumbrado a enlazar la aplicación de la psicoterapia catártica con una
cura de reposo, que en caso necesario puede intensificarse hasta el extremo de la cura de
Weir-Mitchell. Este procedimiento combinado tiene la doble ventaja de evitar, por una
parte, la intervención perturbadora de nuevas impresiones durante el tratamiento
psicoterapéutico, excluyendo, por otra, el hastío de la cura de reposo, que da ocasión a los
enfermos para ensoñaciones nada favorables. Podría suponerse que la labor psíquica, a
veces muy considerable, impuesta al enfermo durante una cura catártica, y la excitación
consiguiente a la reproducción de sucesos traumáticos, han de actuar en sentido contrario
al de la cura de reposo de Weir-Mitchell e impedir su éxito. Pero en realidad sucede todo
lo contrario, pues por medio de la combinación de la terapia de Breuer con la de Weir-
Mitchell se consigue toda la mejora física que esperamos de esta última y un resultado
psíquico más amplio del que jamás se obtiene por medio de la sola cura de reposo sin
tratamiento psicoterápico simultáneo.
II. Dijimos antes que en nuestras tentativas de aplicar en amplia escala el método de
Breuer tropezamos con la dificultad de que gran número de enfermos no resultaban
hipnotizables, a pesar de haber sido diagnosticada de histeria su dolencia y ser favorables
todos los indicios a la existencia del mecanismo psíquico por nosotros descrito. Siéndonos
precisa la hipnosis para lograr la ampliación de la memoria, con objeto de hallar los
recuerdos patógenos no existentes en la conciencia ordinaria, teníamos, pues, que
renunciar a estos enfermos o intentar conseguir tal ampliación por otros caminos. La razón
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de que unos sujetos fueran hipnotizables y otros no me era tan desconocida, como, en
general, a todo el mundo, y de este modo no me era factible emprender un camino causal
para salvar esta dificultad. Observé únicamente que en algunos enfermos era aún más
considerable el obstáculo, pues se negaban incluso a la sola tentativa de hipnotizarlos. Se
me ocurrió entonces que ambos casos podían ser idénticos, significando ambos una
voluntad contraria a la hipnosis. Así, no serán hipnotizables aquellos sujetos que abrigaran
recelos contra la hipnosis, se negasen o no abiertamente a toda tentativa de este orden.
Pero en la hora presente no sé aún si debo o no sostener esta hipótesis.
Tratábase, pues, de eludir la hipnosis y descubrir, sin embargo, los recuerdos patógenos.
He aquí cómo llegué a este resultado: Cuando, al acudir a mí por vez primera los
pacientes, les preguntaba si recordaban el motivo inicial del síntoma correspondiente,
alegaban unos ignorarlo por completo, y comunicaban otros algo que les parecía un
oscuro recuerdo, imposible de precisar y desarrollar. Si, ciñéndonos entonces a la conducta
de Bernheim en la evocación de recuerdos correspondientes al somnambulismo y
aparentemente olvidados, los apremiaba yo, asegurándoles que no podían menos de
saberlo y recordarlo, emergía en unos alguna ocurrencia y ampliaban otros el recuerdo
primeramente evocado. Llegado a este punto, extremaba yo mi insistencia, hacía tenderse
a los enfermos sobre un diván y les aconsejaba que cerrasen los ojos para lograr mayor
«concentración»; circunstancias que daban al procedimiento cierta analogía con el
hipnotismo, obteniendo realmente el resultado de qué, sin recurrir para nada a la hipnosis,
producían los pacientes nuevos y más lejanos recuerdos, enlazados con el tema de que
tratábamos. Estas observaciones me hicieron suponer que había de ser posible conseguir
por el simple apremio la emergencia de las series de representaciones patógenas
seguramente dadas, y como este apremio constituía por mí parte un esfuerzo, hube de
pensar que se trataba de vencer una resistencia del sujeto. De este modo concreté mis
descubrimientos en la teoría de que por medio de mí labor psíquica había de vencer una
fuerza psíquica opuesta en el paciente a la percatación consciente (recuerdo) de las
representaciones patógenas. Esta energía psíquica debía de ser la misma que había
contribuido a la génesis de los síntomas histéricos, impidiendo por entonces la percatación
consciente de la representación patógena. Surgía aquí la interrogación de cuál podría ser
esta fuerza y a qué motivos obedecía. Varios análisis, en los que se me ofrecieron ejemplos
de representaciones patógenas olvidadas y rechazadas de la conciencia, me facilitaron la
respuesta, descubriéndome un carácter común a este orden de representaciones. Todas
ellas eran de naturaleza penosa, muy apropiadas para despertar afectos displacientes, tales
como la vergüenza, el remordimiento, el dolor psíquico o el sentimiento de la propia
indignidad; representaciones, en fin, que todos preferimos eludir y olvidar lo antes
posible. De todo esto nacía como espontáneamente el pensamiento de la defensa.
Sostienen, en general, los psicólogos que la acogida de una representación nueva (acogida
en el sentido de creencia o de reconocimiento de su realidad) depende de la naturaleza y
orientación de las representaciones ya reunidas en el yo, y han creado diferentes
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Veamos primero el apremio. Con la simple afirmación «No tiene usted más remedio que
saberlo. Reflexione un poco y se le ocurrirá», se adelanta muy poco. A las pocas frases, y
por intensa que sea su «concentración», pierde el hilo el paciente. Pero no debemos olvidar
que se trata aquí siempre de una comparación cuantitativa de la lucha entre motivos
diferentemente enérgicos e intensos. El apremio ejercido por el médico no integra energía
suficiente para vencer la «resistencia a la asociación» en una histeria grave. Hemos tenido,
pues, que buscar otros medios más eficaces. En primer lugar nos servimos de un pequeño
artificio técnico. Comunicamos al enfermo que vamos a ejercer una ligera presión sobre su
frente; le aseguramos que durante ella surgirá ante su visión interior una imagen, o en su
pensamiento una ocurrencia, y le comprometemos a darnos cuenta de ellas, cualesquiera
que sean. No deberá detenerlas, pensando que no tienen relación con lo buscado, o, por
serles desagradable, comunicarlas. Si nos obedece y prescinde de toda crítica y toda
retención, hallaremos infaliblemente lo buscado. Dicho esto, aplicamos la mano a la frente
del enfermo durante un par de segundos y, retirándola luego, le preguntamos con
entonación serena, como si estuviéramos seguros del resultado: «¿Que ha visto usted o
qué se le ha ocurrido?» Este procedimiento me ha descubierto muchas cosas,
conduciéndome siempre al fin deseado. Sé, naturalmente, que podía sustituir la presión
55 Primera aparición del concepto «Censura», en este mismo volumen. (Nota de J. N.).
56 «La neuropsicosis de defensa», en este mismo volumen. (Nota de J. N.)
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sobre la frente del enfermo por otra señal cualquiera, pero la he elegido por ser la que
resulta más cómoda y sugestiva. Para explicar la eficacia de este artificio podría decir que
equivalía a una «hipnosis momentáneamente intensificada», pero el mecanismo de la
hipnosis tiene tanto de enigmático, que prefiero no referirme a él en una tentativa de
aclaración. Diré, pues, más bien, que la ventaja de este procedimiento consiste en disociar
la atención del enfermo de sus asuntos y reflexiones conscientes, análogamente a como
sucede fijando la vista en una bola de vidrio, etcétera. Pero la teoría que deducimos del
hecho de surgir siempre bajo la presión de nuestra mano los elementos buscados es la que
sigue: la representación patógena, supuestamente olvidada, se halla siempre preparada
«en lugar cercano», y puede ser encontrada por medio de una asociación asequible, trátase
tan sólo de superar cierto obstáculo. Este obstáculo parece ser la voluntad misma del
sujeto, y muchos de éstos aprenden a prescindir de tal voluntad y a mantenerse en una
observación totalmente objetiva ante los procesos psíquicos que en ellos se desarrollan.
En todo análisis algo complicado laboramos repetidamente, o mejor aún, de continuo, con
ayuda de este procedimiento (de la presión sobre la frente), el cual nos muestra, unas
veces, el camino por el que hemos de continuar, a través de recuerdos conocidos desde el
punto en el que se interrumpen las referencias despiertas del enfermo; nos llama, otras, la
atención sobre conexiones olvidadas; provoca y ordena recuerdos que se hallaban
sustraídos a la asociación desde muchos años atrás, pero que aún pueden ser reconocidos
como tales, y hace emerger, en fin, como supremo rendimiento de la reproducción,
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Hace algún tiempo me fue confiada la labor de libertar de sus ataques de angustia a una
señora ya entrada en años, cuyo carácter no era apropiado para el tratamiento psíquico.
Desde la menopausia, había caído en una exagerada devoción y me recibía siempre, como
si fuese el demonio, armada de un pequeño crucifijo de marfil que ocultaba en su mano
derecha. Sus ataques de angustia, de naturaleza histérica, venían atormentándola desde su
juventud, y provenían a su juicio, del uso de un preparado de yodo que le recetaron contra
una ligera inflamación del tiroides. Naturalmente, rechacé yo este supuesto origen e
intenté sustituirlo por otro, más de acuerdo con mis opiniones sobre la etiología de los
síntomas neuróticos. A mí primera pregunta en busca de una impresión de su juventud,
que se hallase en relación causal con los ataques de angustia, surgió, bajo la presión de mí
mano, el recuerdo de la lectura de uno de aquellos libros llamados de devoción, en el cual
se integraba una mención de los procesos sexuales. Este pasaje hizo a la sujeto un efecto
contrario al que el autor se proponía. Rompió a llorar y arrojó el libro lejos de sí. Esto
sucedió antes del primer ataque de angustia. Una nueva presión sobre la frente de la
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Otra vez se trataba de una señora joven, muy feliz en su matrimonio, que ya en sus
primeros años juveniles aparecía todas las mañanas tendida sin movimiento en su lecho,
presa de un estado de estupor, rígida, con la boca abierta y la lengua fuera, ataques que
habían comenzado a repetirle, aunque no con tanta intensidad, cuando acudió a mí. No
siéndome posible hipnotizarla con la profundidad deseable, emprendí el análisis en estado
de concentración, y al ejercer por vez primera la presión sobre su frente, le aseguré que iba
a ver algo directamente relacionado con las causas de aquellos estados de su infancia. La
sujeto se condujo tranquila y obedientemente, viendo de nuevo la casa en que había
transcurrido su niñez, su alcoba, la situación de su cama, la figura de su abuela, que por
entonces vivía con ellos, y la de una de sus institutrices a la que había querido mucho.
Luego se sucedieron varias pequeñas escenas sin importancia, que se desarrollaron en
aquellos lugares y entre aquellas personas, terminando la evocación con la despedida de la
institutriz, que abandonó la casa para contraer matrimonio. Ninguna de estas
reminiscencias parecía poderme ser de alguna utilidad, pues no me era posible
relacionarlas con la etiología de los ataques. Sin embargo, integraban diversas
circunstancias, por las que revelaban pertenecer a la época en que dichos ataques
comenzaron. Pero antes de poder reanudar el análisis en busca de más amplios datos, tuve
ocasión de hablar con un colega, que había sido el médico de cabecera de los padres de la
sujeto, asistiéndola cuando comenzó a padecer los ataques referidos. Era entonces nuestra
paciente todavía una niña, pero de robusto y adelantado desarrollo. Al visitarla, hubo de
observar mí colega el exagerado cariño que demostraba a su institutriz, y concibiendo una
determinada sospecha, aconsejó a la abuela que vigilara las relaciones entre ambas. Al
poco tiempo le dio cuenta la señora de que la institutriz acudía muchas noches al lecho de
su educanda, la cual, siempre que esto ocurría, aparecía a la mañana con el ataque. No
dudaron, pues, en alejar, sin ruido, a la corruptora. A los niños, e incluso a la madre, se les
hizo creer que la institutriz abandonaba la casa para contraer matrimonio. La terapia
consistió en comunicar a la paciente esta aclaración, cesando, por lo pronto, los ataques.
En ocasiones, los datos que obtenemos por el procedimiento de la presión sobre la frente
del sujeto surgen en forma y circunstancias tan singulares, que nos inclinamos
nuevamente a la hipótesis de una inteligencia inconsciente. Así, recuerdo de una señora,
atormentada desde muchos años atrás por representaciones obsesivas y fobias, qué, al
interrogarla yo sobre el origen de sus padecimientos, me señaló como época del mismo sus
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años infantiles, pero sin que supiera precisar las causas que en ellos produjeron tales
resultados patológicos. Era esta señora muy sincera e inteligente, y no oponía al análisis
sino muy ligera resistencia. (Añadiré aquí que el mecanismo psíquico de las
representaciones obsesivas presenta gran afinidad con el de los síntomas histéricos,
empleándose para ambos en el análisis la misma técnica.) Al preguntar a esta señora si,
bajo la presión de mí mano, había visto algo o evocado algún recuerdo, me respondió que
ninguna de las dos cosas, pero que, en cambio, se le había ocurrido una palabra. «¿Una
sola palabra?» «Si, y, además, me parece una tontería.» «Dígala, de todos modos.»
«Porteros.» «¿Nada más?» «Nada más.» Volviendo a ejercer presión sobre la frente de la
enferma, obtuve otra palabra aislada: «Camisa.» Me encontraba, pues, ante una nueva
forma de responder al interrogatorio analítico, y repitiendo varias veces la presión sobre la
frente, reuní una serie de palabras sin coherencia aparente: «Portero-camisa-cama-ciudad-
carro.» Luego pregunté qué significaba todo aquello y la paciente, después de un
momento de reflexión, me contestó como sigue: «Todas esas palabras tienen que referirse a
un suceso que ahora recuerdo. Teniendo yo diez años y doce mi hermana mayor, sufrió
ésta, por la noche, un ataque de locura furiosa, y hubo que atarla y llevarla en un carro a la
ciudad. Me acuerdo que fue el portero quien la sujetó y la acompañó luego al manicomio.»
Así, recuerdo con agrado un análisis en el que mi confianza en los resultados de mi técnica
fue duramente puesta a prueba, al principio, para quedar luego espléndidamente
justificada: una señora joven, muy inteligente y aparentemente feliz, me consultó sobre un
tenaz dolor que sentía en el bajo vientre y que ninguna terapia había logrado mitigar.
Diagnostiqué una leve afección orgánica y ordené un tratamiento local. Al cabo de varios
meses volvió la sujeto a mi consulta, manifestándome que el dolor había desaparecido bajo
los efectos del tratamiento prescrito, sin atormentarla de nuevo durante mucho tiempo,
pero que ahora había surgido otra vez, y ésta con carácter nervioso. Reconocía este
carácter en el hecho de no sentirlo como antes, al realizar algún movimiento, sino sólo a
ciertas horas -por ejemplo, al despertar- y bajo los efectos de determinadas excitaciones.
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Este diagnóstico, establecido por la propia enferma, era rigurosamente exacto. Tratábase,
pues, de encontrar la causa de tal dolor, para lo cual se imponía el análisis psíquico.
Hallándose en estado de concentración y bajo la presión de mí mano, al preguntarle yo si
se le ocurría algo o veía alguna cosa, se decidió por esto último y comenzó a describirme
sus imágenes visuales.
Veía algo como el sol con sus rayos, imagen que, naturalmente, supuse fuese un fosfeno
producido por la presión de mi mano sobre sus ojos. Esperé, pues, que a continuación
vendría algo más aprovechable para nuestros fines analíticos, pero la enferma prosiguió:
«Veo estrellas de una singular luz azulada, como de luna; puntos luminosos, resplandores,
etcétera.» Me disponía, por tanto, a contar este experimento entre los fracasados y a salir
del paso en forma que la sujeto no advirtiese el fracaso, cuando una de las imágenes que
iba describiendo me hizo rectificar. Veía ahora una gran cruz negra, inclinada hacia un
lado, circunscrita por un halo de la misma luz lunar que había iluminado las imágenes
anteriores y coronada por una llama. Esto no podía ser ya un fosfeno. Luego, y siempre
acompañadas del mismo resplandor, fueron surgiendo otras muchas imágenes: signos
extraños, semejantes a los de la escritura del sánscrito; figuras triangulares y un gran
triángulo bajo ellas; otra vez la cruz... Sospechando que esta última imagen pudiera tener
una significación alegórica, pregunté sobre ello a la sujeto. «Probablemente es una alusión
a mis dolores.» A esto objeté yo que la cruz era, más corrientemente, un símbolo de una
pesadumbre moral, e inquirí si en este caso se escondía algo semejante detrás de sus
padecimientos físicos; pero la enferma no supo darme respuesta alguna y continuó
atendiendo a sus imágenes visuales: un sol de dorados rayos, que interpretó como símbolo
de Dios; la fuerza original, un monstruoso lagarto, un montón de serpientes; otra vez el
sol, pero menos brillante y con rayos de plata, e interpuesta entre él y su propia persona,
una reja que le oculta su centro.
Seguro de que todas estas imágenes eran alegorías, pregunté a la sujeto cuál era la
significación de la última imagen, obteniendo sin vacilación ni reflexión algunas la
siguiente respuesta: «El sol es la perfección, el ideal, y la reja son mis defectos y
debilidades, que se interponen entre el ideal y yo.» «Pero ¿es que está usted descontenta
consigo misma y se reprocha algo?» «¡Ya lo creo!» «¿Desde cuándo?» «Desde que formo
parte de una sociedad teosófica y leo los escritos que publica. De todos modos, nunca he
tenido gran opinión de mí.» «¿Qué es lo que le ha impresionado más en estos últimos
tiempos?» «Una traducción del sánscrito, que la sociedad está publicando ahora por
entregas.» Momentos después me hallaba al corriente de sus luchas espirituales y oía el
relato de un pequeño suceso que le dio motivo para hacerse objeto de un reproche y con
ocasión del cual aparecieron por vez primera, como consecuencia de una conversión de
excitación, sus dolores, antes orgánicos. Las imágenes que al principio supuse fosfenos
eran símbolos de pensamientos ocultistas y quizá emblemas de las cubiertas de los libros
ocultistas leídos por la sujeto. He alabado tan calurosamente los resultados del
procedimiento auxiliar de ejercer presión sobre la frente del sujeto y he descuidado tan por
completo, mientras tanto, la cuestión de la defensa o la resistencia, que seguramente habré
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dado al lector la impresión de que por medio de aquel pequeño artificio no es posible
vencer todos los obstáculos psíquicos que se oponen a una cura catártica. Pero tal creencia
constituiría un grave error. En la terapia no existe jamás tan gran facilidad, y toda
modificación de importancia en cualquier terreno, exige una considerable labor. La
presión sobre la frente del enfermo no es sino una habilidad para sorprender al yo,
eludiendo así, por breve tiempo, su defensa. Pero en todos los casos algo importantes
reflexiona en seguida el yo y desarrolla de nuevo toda su resistencia.
Indicaremos las diversas formas en las que esta resistencia se exterioriza. En primer lugar,
la presión fracasa a la primera o segunda tentativa, y el sujeto exclama, decepcionado:
«Creía que se me iba a ocurrir algo, pero nada se ha presentado.» El paciente toma ya, así,
una actitud determinada, pero esta circunstancia no debe contarse aún entre los
obstáculos. Nos limitamos a decirle: «No importa, la segunda vez surgirá algo.» Y así
sucede, en efecto. Es singular cuán en absoluto olvidan, con frecuencia, los enfermos -
incluso los más dóciles e inteligentes- el compromiso solemnemente contraído al comenzar
el tratamiento. Han prometido decir todo lo que se les ocurriera al poner nuestra mano
sobre su frente, aunque les pareciera inoportuno o les fuera desagradable comunicarlo;
esto es, sin ejercer sobre ello selección ni crítica alguna. Pero jamás cumplen esta promesa,
que parece superior a sus fuerzas. La labor analítica queda constantemente interrumpida
por sus afirmaciones de que otra vez vuelve a no ocurrírseles nada, afirmaciones a las que
el médico no debe dar crédito ninguno, suponiendo siempre que el paciente silencia algo,
por parecerle nimio o serle desagradable comunicarlo. Manifestándolo así al enfermo,
renovará entonces la presión hasta obtener un resultado. En tales casos, suele el sujeto
añadir: «Esto se lo hubiera podido decir ya la primera vez.» «¿Y por qué no me lo dijo?»
«Porque suponía que no tenía relación alguna con el tema que tratábamos. Sólo al ver que
volvía a surgir una y otra vez es cuando me he decidido a decírselo» o «Porque creí que no
era lo que buscábamos y esperaba poder evitarme el desagrado que me produce hablar de
ello. Pero cuando me di cuenta de que no había medio de alejarlo de mi pensamiento,
resolví decírselo». De este modo delata el enfermo, a posteriori, los motivos de una
resistencia que al principio no quería reconocer, pero que no puede por menos de oponer a
la investigación psíquica.
Es singular detrás de qué evasivas se oculta muchas veces esta resistencia: «Hoy estoy
distraído. Me perturba el tictac del reloj o el piano que suena en la habitación de al lado.»
A estas aseveraciones he aprendido ya a contestar: «Nada de eso. Ha tropezado usted
ahora con algo que no le es grato decir y quiere eludirlo.» Cuanto más larga es la pausa
entre la presión de mi mano y las manifestaciones del enfermo, mayor es mi desconfianza
y más las probabilidades de que el sujeto este dedicado a arreglar a su gusto la ocurrencia
emergida, mutilándola al comunicarla. Las manifestaciones más importantes aparecen a
veces -como princesas disfrazadas de mendigas acompañadas de la siguiente superflua
observación: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero no tiene nada que ver con lo que
tratamos. Se lo diré a usted, sólo porque lo quiere saber todo.» Después de esta
introducción surge casi siempre la solución que veníamos buscando desde mucho tiempo
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atrás. De este modo, extremo mí atención siempre que un enfermo comienza a hablarme
despreciativamente de alguna ocurrencia. El hecho de que las representaciones patógenas
parezcan, al resurgir, tan exentas de importancia, es signo de que han sido antes
victoriosamente rechazadas. De él podemos deducir en qué consistió el proceso de la
repulsa: consistió en hacer de la representación enérgica una representación débil,
despojándola de su afecto.
Así, pues, reconocemos el recuerdo patógeno, entre otras cosas, por el hecho de que el
enfermo lo considera nimio, y, sin embargo, da muestras de resistencia al reproducirlo.
Hay también casos en los que el enfermo intenta todavía negar su autenticidad: «Ahora se
me ha ocurrido algo, pero seguramente me lo ha sugerido usted.» Una forma
especialmente hábil de esta negación consiste en decir: «Ahora se me ha ocurrido algo,
pero me parece que no se trata de un recuerdo, sino de una pura invención mía en este
momento.» En todos estos casos me muestro inquebrantable, rechazo tales distingos y
explico al enfermo que no son sino formas y pretextos de la resistencia contra la
reproducción de un recuerdo que hemos de acabar por reconocer como auténtico. En el
retorno de imágenes se hace más fácil nuestra labor que cuando se trata de
representaciones. Los histéricos, sujetos visuales en su mayor parte, oponen menos
dificultades que los pacientes afectos de representaciones obsesivas a la labor del analítico.
Una vez emergida la imagen, declara el enfermo mismo verla fragmentarse y desvanecerse
conforme avanza en su descripción. El paciente la va gastando y extinguiendo al ir
traduciéndola en palabras. Así, pues, la misma imagen mnémica nos marca el sentido en el
que hemos de proseguir nuestra investigación. «Considere usted de nuevo la imagen. ¿Ha
desaparecido ya?» «En conjunto, sí, pero aún veo tal o cual detalle.» «Entonces es que aún
conserva algún significado. Surgirá todavía algo nuevo o se le ocurrirá algo relacionado
con ese detalle subsistente.» Terminada la labor, queda libre el campo visual y podemos
provocar otra imagen. Sin embargo, hay veces que una tal imagen permanece tenazmente
presente a la visión interior del sujeto, y entonces he de suponer que aún le queda por
decir algo muy importante sobre el tema correspondiente. En cuanto así lo hace,
desaparece la imagen.
Para el progreso del análisis es, naturalmente, de extrema importancia que el médico
conserve su autoridad sobre el enfermo, pues si no, dependerá de lo que éste quiera o no
comunicarle. Es, por tanto, consolador oír que el procedimiento de la presión no falla, en
realidad, nunca, salvo en un único caso, del que luego trataré, adelantando, por ahora, que
depende de un motivo especial de resistencia. También sucede, a veces, que empleamos el
procedimiento en circunstancias en las que no puede extraer nada a la luz (por ejemplo,
continuando la investigación de la etiología de un síntoma cuando ya ha quedado
agotada, o investigando la genealogía psíquica de un síndrome somático). En estos casos
afirma también el enfermo que nada se le ocurre, y esta vez con razón. Por tanto, es
imprescindible no perder de vista ni un momento, durante el análisis, el rostro del
paciente, y de este modo aprendemos, sin grandes dificultades, a distinguir la serenidad
espiritual propia de la verdadera falta de reminiscencias, de la tensión y el afecto que
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Así, pues, tampoco la labor con el procedimiento auxiliar de la presión deja de ser
trabajosa. Se obtiene únicamente la ventaja de que, por los resultados de este
procedimiento, averiguamos en qué dirección hemos de investigar. En muchos casos basta
con esto; lo esencial es adivinar el secreto y confrontar con él al sujeto, el cual tiene
entonces que hacer cesar su resistencia. En otros casos es preciso algo más; la resistencia
del sujeto se exterioriza en la incoherencia de los elementos mnémicos emergentes, que no
surgen sino incompletos y borrosos. Cuando en un período ya avanzado del análisis
volvemos la vista a los anteriores, nos asombra comprobar cuán fragmentarias fueron las
ocurrencias y las imágenes que arrancamos al sujeto por medio de la presión. Faltaba en
ellas, precisamente, lo esencial, la relación con la persona o con el tema, y esta falta hacía
incomprensible la imagen. He aquí un par de ejemplos de la acción de una tal censura,
ejercida sobre el recuerdo patógeno en su primera emergencia. El enfermo ve un torso
femenino, cuyas vestiduras se entreabren como por un descuido; pero sólo en un
momento muy posterior del análisis llega a completar este torso con una cabeza, que
delata ya a una persona y una relación determinadas. O relata una reminiscencia de su
infancia, referente a dos niños -cuyas figuras se le muestran borrosas e irreconocibles- que
fueron acusados de cierto vicio, y precisa luego de un largo espacio de tiempo y de
grandes progresos del análisis para volver a ver esta reminiscencia y reconocerse a sí
mismo en uno de los niños.
¿De qué medios disponemos para vencer esta resistencia continuada? De muy pocos; esto
es, de aquellos qué, en general, puede emplear un hombre para ejercer una influencia
psíquica sobre otro. Ante todo, hemos de decirnos que la resistencia psíquica, y más
cuando se halla constituida desde mucho tiempo atrás, no puede ser suprimida sino muy
lenta y paulatinamente. Es preciso esperar con paciencia. Después ha de contarse con el
interés intelectual que, una vez iniciada la labor, despierta su curso en el enfermo.
Instruyéndole y comunicándole detalles del maravilloso mundo de los procesos psíquicos,
en el cual hemos logrado penetrar precisamente por medio de tales análisis, logramos
convertirle en colaborador nuestro y le llevamos a observarse a sí mismo con el interés
objetivo del investigador, rechazando así la resistencia basada en fundamentos afectivos.
Por último -y ésta es nuestra más poderosa palanca-, después de haber acertado los
motivos de su resistencia, tenemos que intentar desvalorizar tales motivos o, a veces,
sustituirlos por otros más importantes. En este punto cesa la posibilidad de concretar en
fórmulas la actividad psicoterápica. Actuamos lo mejor que nos es posible: como
aclaradores, cuando una ignorancia ha engendrado un temor; como maestros, como
representantes de una concepción universal más libre o más reflexiva, y como confesores,
que con la perduración de su interés y de su respeto después de la confesión, ofrecen al
enfermo algo equivalente a una absolución. Intentamos, en fin, hacer al paciente todo el
bien que permite la influencia de nuestra propia personalidad y la medida de la simpatía
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III. EN el capítulo que precede hemos expuesto con toda claridad las dificultades de
nuestra técnica. Ahora bien: habiendo agrupado en él todas las que nos han suscitado los
casos más complicados, debemos también hacer constar que en muchos otros no es tan
penosa nuestra labor. De todos modos, se habrá preguntado el lector si en lugar de
emprender la penosa y larga labor que representa la lucha contra la resistencia, no sería
mejor poner más empeño en conseguir la hipnosis o limitar la aplicación del método
catártico a aquellos enfermos susceptibles de un profundo sueño hipnótico. A esta última
proposición habría que contestar que entonces quedaría para mí muy limitado el número
de enfermos, pues mis condiciones de hipnotizador no son nada brillantes. A la primera
opondría mi sospecha de que el logro de la hipnosis no ahorra considerablemente la
resistencia. Mi experiencia sobre este extremo es singularmente limitada, razón por la cual
no puedo convertir tal sospecha en una afirmación; pero sí puedo decir que cuando he
llevado a cabo una cura catártica, utilizando la hipnosis en lugar de la concentración, no he
comprobado simplificación alguna de mi labor.
Hace poco he dado fin a tal tratamiento, en cuyo curso logré la curación de una parálisis
histérica de las piernas. La paciente entraba durante el análisis en un estado psíquico muy
diferente del de vigilia, y caracterizado desde el punto de vista somático, por el hecho de
serle imposible abrir los ojos o levantarse antes que yo le ordenase despertar. Y, sin
embargo, en ningún caso he tenido que luchar contra una mayor resistencia. Por mi parte,
no di valor alguno a aquellas manifestaciones somáticas, que al final de los diez meses, a
través de los cuales se prolongó el tratamiento, resultaban ya casi imperceptibles. El estado
en que entraba esta paciente durante nuestra labor no influyó para nada en la facultad de
recordar lo inconsciente ni en la peculiarísima relación personal del enfermo con el
médico, propia de toda cura catártica. En el historial de Emmy de N. hemos descrito un
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Me parece tan importante esta distinción, que ella me decide a mantener la existencia de la
histeria hipnoide, a pesar de no haber encontrado en mi práctica médica un solo caso puro
de esta clase. Cuantos casos he investigado han resultado ser de histeria de defensa. No
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quiere esto decir que no haya tropezado nunca con síntomas nacidos, evidentemente, en
estados aislados de conciencia y que por tal razón habían de quedar excluidos del yo. Esta
circunstancia se ha dado también en algunos de los casos por mi examinados; pero
siempre que se me ha presentado he podido comprobar que el estado denominado
hipnoide debía su aislamiento al hecho de basarse en un grupo psíquico previamente
disociado por la defensa. No puedo, en fin, reprimir la sospecha de que la histeria
hipnoide y la defensa coinciden en alguna raíz, siendo la defensa el elemento primario.
Pero nada puedo afirmar con seguridad sobre este extremo. Igualmente inseguro es, por el
momento, mi juicio sobre la «histeria de retención», en el cual tampoco tropezaría la labor
terapéutica con resistencia alguna. Una vez se me presentó un caso57 que me pareció típico
de la histeria de retención, haciéndome esperar un éxito terapéutico pronto y sencillo. La
labor catártica se desarrolló, en efecto, sin dificultad ninguna, pero también sin el menor
resultado positivo. Así, pues, sospecho nuevamente, aunque con todas las reservas
impuestas por mi imperfecto conocimiento de la cuestión, que también en el fondo de la
histeria de retención hay algo de defensa, que ha dado carácter histérico a todo el proceso.
Observaciones ulteriores decidirán si con esta tendencia a la extensión del concepto de la
defensa a toda la histeria corremos peligro de caer en error.
He tratado hasta aquí de la técnica y las dificultades del método catártico, y quisiera
agregar ahora algunas indicaciones de cómo con esta técnica se lleva a cabo un análisis. Es
éste un tema para mí muy interesante; pero claro es que no puedo esperar que despierte
igual interés en los que no han realizado ninguno de tales análisis. Nuevamente hablaré de
la técnica, pero esta vez trataré de aquellas dificultades intrínsecas de las que no puede
hacerse responsable al enfermo, dificultades que en parte habrán de ser las mismas en los
casos de histeria hipnoide o de retención que en los de histeria de defensa, tomados aquí
por modelo. Al iniciar esta última parte de mi exposición lo hago con la esperanza de que
las singularidades psíquicas que aquí vamos a revelar puedan tener algún día cierto valor
como materia prima para una dinámica de las representaciones. La primera y más intensa
impresión que tal análisis nos causa es, sin duda alguna, la de comprobar que el material
psíquico patógeno que aparentemente ha sido olvidado, no hallándose a disposición del
yo ni desempeñando papel alguno en la memoria ni en la asociación, se encuentra, sin
embargo, dispuesto y en perfecto orden. No se trata sino de suprimir las resistencias que
cierran el camino hasta él. Logrado esto, se hace consciente, como cualquier otro complejo
de representaciones. Cada una de las representaciones patógenas tiene con las demás y
con otras no patógenas, con frecuencia recordadas, enlaces diversos, que se establecieron a
su tiempo y que quedaron conservados en la memoria. El material psíquico patógeno
parece pertenecer a una inteligencia equivalente a la del yo normal. A veces, esta
apariencia de una segunda personalidad llega casi a imponérsenos como una realidad
innegable.
57 Parece referirse al caso de Rosalía H., ver pág. 129 de este volumen. (Nota de J. N.).
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que nos muestra el material psíquico después de lograda la solución del caso. De todos
modos, como mejor podemos describir la experiencia lograda en estos análisis es
colocándonos en el punto de vista que, una vez llegados al fin de nuestra labor,
adoptamos para revisarla. La cuestión no es casi nunca tan sencilla como se ha
representado para determinados casos; por ejemplo, para el de un síntoma histérico
nacido en un único gran trauma. En la inmensa mayoría de los casos no nos encontramos
ante un único síntoma, sino ante cierto número de ellos, en parte independientes unos de
otros y en parte enlazados entre sí. No esperaremos, pues, hallar un único recuerdo
traumático, y como nódulo del mismo una sola representación patógena, sino, por el
contrario, series enteras de traumas parciales y concatenaciones de procesos mentales
patógenos. La histeria traumática monosintomática representa un organismo elemental,
un ser monocelular, comparada con la complicada estructura de las graves neurosis
histéricas corrientes.
El material psíquico de estas últimas histerias se nos presenta como un producto de varias
dimensiones y, por lo menos de una triple estratificación. Espero poder demostrar en
seguida estas afirmaciones. Existe, primero, un nódulo, compuesto por los recuerdos (de
sucesos o de procesos mentales) en los que ha culminado el factor traumático o hallado la
idea patógena su más puro desarrollo. En derrededor de este nódulo se acumula un
distinto material mnémico, con frecuencia extraordinariamente amplio, a través del cual
hemos de penetrar en el análisis, siguiendo, como indicamos antes, tres órdenes diferentes.
Primeramente se nos impone la existencia de una ordenación cronológica lineal dentro de
cada tema. Como ejemplo, citaré la correspondiente al análisis de Ana 0., llevado a cabo
por Breuer. El tema era aquí el de «quedarse sorda» o «no oír», diferenciado conforme a
siete distintas condiciones, cada una de las cuales encabezaba un grupo de diez a cien
recuerdos cronológicamente ordenados. Parecía estar revisando un archivo, mantenido en
el más minucioso orden. También en el análisis de mi paciente Emmy de N., y, en general,
en todo análisis de este orden, aparecen tales «inventarios de recuerdos», que surgen
siempre en un orden cronológico tan infaliblemente seguro como la serie de los días de la
semana o de los nombres de los meses en el pensamiento del hombre psíquicamente
normal y dificultan la labor analítica por su particularidad de invertir en la reproducción
el orden de su nacimiento; el suceso más próximo y reciente del inventario emerge
primero como «cubierta» del mismo, y el final queda formado por aquella impresión con
la cual comenzó realmente la serie.
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Esta estratificación concéntrica del material psíquico-patógeno es, como más tarde
veremos, la que presta al curso de nuestros análisis rasgos característicos. Hemos de
mencionar todavía una tercera clase de ordenación, que es la esencial y aquella sobre la
cual resulta más difícil hablar en términos generales. Es ésta la ordenación conforme al
contenido ideológico, el enlace por medio de los hilos lógicos que llegan hasta el nódulo;
enlace al que en cada caso puede corresponder un camino especial, irregular y con
múltiples cambios de dirección. Esta ordenación posee un carácter dinámico, en
contraposición del morfológico de las otras dos estratificaciones antes mencionadas. En un
esquema espacial habrían de representarse estas últimas por líneas rectas o curvas, y, en
cambio la representación del enlace lógico formaría una línea quebrada de complicadísimo
trazado, que yendo y viniendo desde la periferia a las capas más profundas y desde éstas a
la periferia, fuera, sin embargo, aproximándose cada vez más al nódulo, tocando antes en
todas las estaciones. Sería, pues, una línea en zigzag, análoga a la que trazamos sobre el
tablero de ajedrez en la solución de los problemas denominados «saltos de caballo». O más
exactamente aún: el enlace lógico constituiría un sistema de líneas convergentes y
presentaría focos en los que irían a reunirse dos o más hilos, que a partir de ellos
continuarían unidos, desembocando en el nódulo varios hilos independientes unos de
otros o unidos por caminos laterales. Resulta así el hecho singular de que cada síntoma
aparece con gran frecuencia múltiplemente determinado o sobredeterminado. Esta
tentativa de esquematizar la organización del material psíquico-patógeno quedará
completada introduciendo en ella una nueva complicación. Puede en efecto, suceder que
el material patógeno presente más de un nódulo; por ejemplo, cuando nos vemos en el
caso de analizar un segundo acceso histérico que poseyendo su etiología propia se halla,
sin embargo, enlazado a un primer ataque de histeria aguda dominado años atrás. No es
difícil imaginar qué estratos y procesos mentales han de agregarse en estos casos para
establecer un enlace entre los dos nódulos patógenos.
A este cuadro de la organización del material patógeno añadiremos aún otra observación.
Hemos dicho que este material se comporta como un cuerpo extraño y que la terapia
equivaldría a la extracción de un tal cuerpo extraño de los tejidos vivos. Ahora podemos
ya ver cuál es el defecto de esta comparación. Un cuerpo extraño no entra en conexión
ninguna con las capas de tejidos que lo rodean, aunque los modifica y les impone una
inflamación reactiva. En cambio nuestro grupo psíquico-patógeno no se deja extraer
limpiamente del yo. Sus capas exteriores pasan a constituir partes del yo normal, y en
realidad, pertenecen a este último tanto como a la organización patógena. El límite entre
ambos se sitúa en el análisis convencionalmente, tan pronto en un lugar como en otro,
habiendo puntos en los que resulta imposible de precisar. Las capas interiores se
separarán del yo cada vez más, sin que se haga visible el límite de lo patógeno. La
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organización patógena no se conduce, pues, realmente como un cuerpo extraño, sino más
bien como un infiltrado. El agente infiltrante sería en esta comparación la resistencia. La
terapia no consiste tampoco en extirpar algo -operación que aún no puede realizar la
psicoterapia-, sino en fundir la resistencia y abrir así a la circulación el camino hacia un
sector que hasta entonces le estaba vedado. (Me sirvo aquí de una serie de comparaciones
incompatibles entre sí y que no presentan sino una limitada analogía con el tema tratado.
Pero dándome perfecta cuenta de ello, estoy muy lejos de engañarme sobre su valor.
Ahora bien: mi intención es más que la de presentar claramente, desde diversos puntos de
vista, una cuestión nueva, nunca expuesta hasta ahora, y por este motivo me habré de
permitir la libertad de continuar en páginas posteriores tales comparaciones, a posar de su
reconocida imperfección.)
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algún tiempo deberemos entonces dejarle evocar sus recuerdos sin influir sobre él. No
podrá, ciertamente, descubrir así enlaces importantes, y los elementos que vaya
reproduciendo parecerán muchas veces incoherentes, pero nos proporcionarán el material
al que más tarde dará coherencia el descubrimiento de la conexión lógica.
Pero cuando consideramos críticamente la exposición que sin gran trabajo ni considerable
resistencia hemos obtenido del enfermo, descubrimos siempre en ella lagunas y defectos.
En unos puntos aparece visiblemente interrumpido el curso lógico y disimulada la
solución de continuidad con un remiendo cualquiera; en otros, tropezamos con un motivo
que no hubiera sido tal para un hombre normal. El enfermo no quiere reconocer estas
lagunas cuando le llamamos la atención sobre ellas. Pero el médico obrará con acierto
buscando detrás de estos puntos débiles el acceso a los estratos más profundos y
esperando hallar aquí precisamente los hilos del enlace lógico. Así, pues, decimos al
enfermo: «Se equivoca usted, eso no puede tener relación ninguna con lo demás de su
relato. Tenemos que tropezar con algo distinto que va a ocurrírsele a usted ahora bajo la
presión de mi mano.» Podemos, en efecto, exigir a los procesos mentales de un histérico,
aunque se extienda hasta lo inconsciente, iguales concatenación lógica y motivación
suficiente que a los de un hombre normal. La neurosis carece de poder bastante para
debilitar estas relaciones. Si las concatenaciones de ideas del neurótico, y especialmente
del histérico, nos dan una impresión diferente, y si en estos casos parece imposible
explicar, por condiciones únicamente psicológicas, la relación de las intensidades de las
diversas representaciones, ello no es sino una apariencia, debida, como ya indicamos, a la
existencia de motivos inconscientes ocultos.
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Así, pues, siempre que tropezamos con una solución de continuidad en la coherencia o
una motivación insuficiente, habremos de suponer existentes tales motivos.
Naturalmente, hemos de mantenernos libres, durante esta labor, del prejuicio teórico de
que nos las habemos con cerebros anormales de degenerados y desequilibrados, a los que
fuese propia, como estigma, la libertad de infringir las leyes psicológicas generales de la
asociación de ideas, pudiendo crecer en ellas extraordinariamente y sin motivo de
intensidad de una representación cualquiera y permanecer otra inextinguible sin razón
psicológica que lo justifique. La experiencia muestra que en la histeria sucede todo lo
contrario: una vez descubiertos y tomados en cuenta los motivos -que muchas veces han
permanecido inconscientes-, no presenta la asociación de ideas histéricas nada enigmático
ni contrario a las reglas. De este modo, o sea, descubriendo las lagunas de la primera
exposición del enfermo, disimuladas a veces por «falsos enlaces», nos apoderamos de una
parte del hilo lógico en la periferia, y desde ella nos vamos abriendo luego camino hacia el
interior. Sin embargo, sólo muy raras veces conseguimos penetrar hasta los estratos más
profundos guiados por el mismo hilo lógico. La mayor parte de las veces queda
interrumpido en el camino, no proporcionándonos ya el procedimiento de la presión
resultado ninguno, o proporcionándonos resultados que rehuyen toda aclaración y
continuación. En estos casos aprendemos pronto a no incurrir en error y a descubrir en la
fisonomía del enfermo si realmente hemos llegado a agotar el tema, si nos hallamos ante
un caso que no precisa de aclaración psíquica, o si se trata de una extraordinaria
resistencia que nos impone un alto en nuestra labor.
Tratándose de esto último, y cuando no logramos vencer en breve plazo tal resistencia,
podemos pensar que hemos perseguido el hilo hasta un estrato por ahora impenetrable.
Deberemos, pues, abandonarlo y seguir otro, que podrá igualmente no llevarnos sino
hasta el mismo estrato, y una vez que hemos perseguido todos los hilos conducentes a él,
hallando así el punto de convergencia, del que no pudimos pasar siguiendo un hilo
aislado, podemos disponernos a atacar de nuevo la resistencia. No es difícil darse cuenta
de lo complicada que puede llegar a ser tal labor. Penetramos, venciendo constantes
resistencias, en los estratos interiores; adquirimos conocimiento de los temas acumulados
en estos estratos y de los hilos que los atraviesan; probamos hasta dónde podemos
penetrar con los medios de los que por el momento disponemos y los datos adquiridos;
nos procuramos, por medio del procedimiento de la presión, las primeras noticias del
contenido de las capas inmediatas; abandonamos y recogemos los hilos lógicos, los
perseguimos hasta los puntos de convergencia, volvemos constantemente atrás y
entramos, persiguiendo los «inventarios de recuerdos», en caminos laterales, que afluyen
luego a los directos. Por último, avanzamos así hasta un punto en el que podemos
abandonar la labor por capas sucesivas y penetrar por un camino principal directo hasta el
nódulo de la organización patógena. Con esto queda ganada la batalla, pero no terminada.
Tenemos aún que perseguir los hilos restantes y agotar el material. Mas el enfermo nos
auxilia ya enérgicamente, habiendo quedado ya rota, por lo general, su resistencia.
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Cuando entre los fines del análisis figura el de suprimir un síntoma susceptible de
intensificación o retorno (dolores, vómitos, contracturas, etc.), observamos durante la labor
analítica el interesantísimo fenómeno de la intervención de dicho síntoma. Este aparece de
nuevo o se intensifica cada vez que entramos en aquella región de la organización
patógena que contiene su etiología y acompaña así la labor analítica con oscilaciones
características muy instructivas para el médico. La intensidad del síntoma (por ejemplo, de
las náuseas) va creciendo conforme vamos penetrando más profundamente en los
recuerdos patógenos correspondientes, alcanza su grado máximo inmediatamente antes
de dar el enfermo expresión verbal a dichos recuerdos y disminuye luego de repente o
desaparece por algún tiempo. Cuando el enfermo dilata mucho la expresión verbal de los
recuerdos patógenos, oponiendo una enérgica resistencia, se hace intolerable la tensión de
la sensación -en nuestro caso de las náuseas-, y si no logramos forzarle por fin a la
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reproducción verbal deseada, aparecerán incoerciblemente los vómitos. Recibimos así una
impresión plástica de que el «vómito» sustituye a una acción psíquica, como lo afirma la
teoría de la conversión.
Esta oscilación de la intensidad del síntoma histérico se repite cada vez que tocamos en la
labor analítica una nueva reminiscencia patógena por lo que al mismo respecta. Si, por el
contrario, nos vemos obligados a abandonar por algún tiempo el hilo al que dicho síntoma
se enlaza, retorna éste a la oscuridad para volver a emerger en un ulterior período del
análisis. Estas alternativas duran hasta que el síntoma queda totalmente derivado por el
descubrimiento de todo el material patógeno correspondiente. En un sentido estricto se
conduce aquí el síntoma histérico exactamente como la imagen mnémica o la idea
reproducida que hacemos emerger con la presión de nuestra mano sobre la frente del
sujeto. En ambos casos la derivación es exigida por el mismo retorno obsesivo en la
memoria del enfermo. La diferencia está tan sólo en la emergencia aparentemente
espontánea de los síntomas histéricos, mientras que, en cambio, recordamos haber
provocado las escenas y ocurrencias. Pero la serie ininterrumpida de restos mnémicos no
modificados de sucesos y actos mentales saturados de efectos, siempre nos lleva hasta los
síntomas histéricos, sus símbolos mnémicos.
También el estado general del enfermo durante tal análisis merece especial atención. Al
principio pasa por un período en el cual no ejerce sobre él influencia alguna el tratamiento,
dominando aún los factores primitivamente eficaces; pero después llega un momento en
que el análisis absorbe el interés del enfermo, y desde entonces su estado general va
dependiendo cada vez más del estado de la labor. Siempre que conseguimos un nuevo
esclarecimiento y damos un paso importante en el análisis, siente el enfermo alivio, algo
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Por lo general, se hace la labor al principio tanto más oscura y difícil cuanto más
hondamente penetramos en el producto psíquico estratificado antes descrito. Pero una vez
llegados al nódulo, se hace la luz, y no es ya de temer ninguna agravación en el estado
general del enfermo. Sin embargo, no hemos de esperar el premio de nuestros esfuerzos, o
sea, la cesación de los síntomas patológicos, hasta haber llevado a cabo el análisis completo
de todos los síntomas. Es más: cuando cada uno de éstos se halla enlazado a los restantes
por múltiples conexiones, ni siquiera obtenemos resultados positivos parciales que nos
animen en nuestra labor. A causa de las múltiples conexiones causales existentes, cada una
de las presentaciones patógenas aún no derivadas actúa como motivo de todas las
creaciones de la neurosis, y sólo con las últimas palabras del análisis desaparece todo el
cuadro patológico, siguiendo una conducta análoga a la de cada una de las reminiscencias
aisladamente reproducidas. Una vez descubierto por la labor analítica e introducido en el
yo un recuerdo o un enlace patógeno, sustraídos antes a la conciencia del yo, observamos
que la personalidad psíquica así ampliada manifiesta su enriquecimiento en diversas
formas. Con especial frecuencia sucede que el enfermo, después de haberle impuesto
nosotros, a fuerza de penoso trabajo, cierto conocimiento, alega haber sabido siempre
aquello, habiéndonoslo podido comunicar desde un principio. Los mas penetrantes
reconocen luego que se trata de una ilusión y se acusan de ingratitud.
Aparte de esto, la actitud del yo con respecto a la nueva adquisición depende del estrato
del análisis del que la misma proceda. Aquello que pertenece a los estratos más exteriores
es reconocido sin dificultad, pues continuaba siendo propiedad del yo, y sólo su enlace
con los estratos más profundos del material patógeno constituían para aquél una novedad.
Lo perteneciente a estos estratos más profundos acaba también siendo reconocido por el
enfermo, pero sólo después de largas reflexiones y vacilaciones. Naturalmente, le es más
difícil negar las imágenes mnémicas visuales que las huellas mnémicas de simples
procesos mentales. Muchas veces dice al principio: «Es posible que haya pensado eso, pero
no puedo recordar cuándo», y sólo después de haberse familiarizado con nuestra hipótesis
llega a reconocerla como cierta, recordando y demostrando, por medio de múltiples
conexiones secundarias, haber tenido, realmente, tales pensamientos. Por mi parte, sigo en
el análisis el principio de hacer indispensable la valoración de una reminiscencia emergida
de su reconocimiento o repulsa por parte del enfermo. No me cansaré de repetir que
estamos forzados a aceptar todo aquello que extraemos a luz con nuestros medios. Si entre
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ello hubiera algo ilegítimo o inexacto, la coherencia posterior nos enseñaría a separarlo.
Dicho sea de paso, apenas si he tenido alguna vez que rechazar una reminiscencia
provisionalmente admitida. Todo lo emergido se ha demostrado luego exacto, a pesar de
la engañosa apariencia de una contradicción.
Pero es posible aún un tercer caso, que también supone un obstáculo ya no intrínseco, sino
tan sólo exterior. Este caso se presenta cuando queda perturbada la relación del enfermo
con el médico, y constituye el obstáculo más grave que puede oponerse a nuestra labor.
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Desgraciadamente, hemos de contar con él en todo análisis algo serio. He indicado ya qué
importante papel corresponde a la persona del médico en la creación de motivos
encaminados al vencimiento de la resistencia. En no pocos casos, especialmente tratándose
de sujetos femeninos y de la aclaración de procesos mentales eróticos, la colaboración del
paciente se convierte en un sacrificio personal, que ha de ser compensado con un
subrogado cualquiera de carácter sentimental. El interés terapéutico y la paciente
amabilidad del médico bastan como tal subrogado. Cuando esta relación entre el enfermo
y el médico sufre alguna perturbación, desaparecen también las buenas disposiciones del
enfermo, y al intentar el médico investigar la idea patógena de turno, se interpone en el
enfermo la conciencia de sus diferencias con el médico. Por lo que sé, aparece este
obstáculo en tres casos principales:
2º Cuando la enferma es presa del temor de quedar ligada con exceso a la persona del
médico, perder su independencia con respecto a él o incluso llegar a depender de él
sexualmente. Este caso es más grave, por hallarse menos individualmente condicionado.
El motivo de este obstáculo se encuentra contenido en la naturaleza de la labor
terapéutica. La enferma tiene entonces un nuevo motivo de resistencia, la cual se
manifiesta ya, no sólo con ocasión de un determinado recuerdo, sino en toda tentativa de
tratamiento. Por lo general, se queja la enferma de dolor de cabeza cuando queremos
emplear el procedimiento de la presión. Su nuevo motivo de resistencia permanece para
ella inconsciente casi siempre, y se exterioriza por medio de un nuevo síntoma histérico. El
dolor de cabeza significa su repugnancia a dejarse influir.
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enferma el contenido del deseo, sin el recuerdo de los detalles accesorios que podían
situarlo en el pasado, y el deseo así surgido fue enlazado, por la asociación forzosa,
dominante en la conciencia, con mi persona, de la cual se ocupaba el pensamiento de la
enferma en otro sentido totalmente distinto. Esta falsa conexión despertó el mismo afecto
que en su día hizo rechazar a la enferma el deseo ¡lícito. Una vez conocido este proceso,
puede ya el médico atribuir toda referencia a su persona a tal transferencia por falsa
conexión. Pero los enfermos sucumben siempre al engaño.
Sólo sabiendo vencer las resistencias emergentes en estos tres casos nos es posible llevar a
término un análisis. Conseguimos tal victoria tratando este síntoma, recientemente
producido, en la misma forma que los antiguos. Primeramente se nos plantea la labor de
hacer consciente en la enferma el «obstáculo». Con una de mis pacientes, en la que de
pronto comenzó a no obtener resultado alguno el procedimiento de la presión, teniendo ya
motivos para sospechar la existencia de una idea inconsciente de las indicadas en el caso
2°-, procedí la primera vez por sorpresa. Le dije que, indudablemente, había surgido un
obstáculo contrario a la continuación del tratamiento, pero que el procedimiento de la
presión poseía, al menos, el poder de hacerla ver cuál era dicho obstáculo. A seguidas,
puse en práctica tal procedimiento y la enferma exclamó: «¡Qué disparate! Le veo a usted
sentado en esta butaca.» Esta frase me bastó para encontrar la explicación deseada. En otra
enferma no solía revelarse así el «obstáculo», respondiendo directamente a la presión de
mi mano sobre su frente, pero se me descubría en cuanto lograba situar a la paciente en el
momento en que dicho obstáculo había surgido cosa que jamás nos niega el procedimiento
de la presión. Con el hallazgo del obstáculo quedaba salvada la primera dificultad, pero
aún subsistía otra más considerable: la de hacer comunicar a la sujeto, cuando
aparentemente se trataba de relaciones personales, en qué ocasión la tercera persona
coincidía con la del médico.
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Por mi parte, opino todo lo contrario. No puedo detallar aquí las indicaciones precisas del
método terapéutico cuya descripción antecede. Para ello habría de entrar en el tema, más
amplio e importante, de la terapia de las neurosis en general. Muchas veces he comparado
la psicoterapia catártica con una intervención quirúrgica y calificado mis curas de
operaciones psicoterápicas persiguiendo sus analogías con la apertura de una cavidad
llena de pus, el raspado de un hueso cariado, etc. Tal analogía encuentra su justificación
no tanto en la separación de lo enfermo como en el establecimiento de mejores condiciones
de curación para el curso del proceso. Repetidamente he oído expresar a mis enfermos,
cuando les prometía ayuda o alivio por medio de la cura catártica, la objeción siguiente:
«Usted mismo me ha dicho que mi padecimiento depende probablemente de mi destino y
circunstancias personales. ¿Cómo, no pudiendo usted cambiar nada de ello, va a
curarme?» A esta objeción he podido contestar: «No dudo que para el Destino sería más
fácil que para mí curarla, pero ya se convencerá usted de que adelantamos mucho si
conseguimos transformar su miseria histérica en un infortunio corriente. Contra este
último podrá usted defenderse mejor con un sistema nervioso nuevamente sano.»
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