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Escuché tantas ese día pero ninguna se me quedó prendida como la de ella: una
señora viuda, vestida de negro, con la voz aguda y una mirada dulce y sincera.
Y todo fue porque pronunció una frase. Se la había dicho a su doctora, años
atrás, en ese mismo consultorio, y la repitió delante de mí cuando empezó a
contarme lo que había vivido: "Doctora, póngame la inyección porque yo sé que
me van a violar".
Cuando terminé de hablar me dolía la garganta, tenía los ojos encharcados y los
cachetes encendidos. Pedí disculpas por no poder contenerme frente a los
demás, pero la historia me sobrepasaba.
Si fuera una novela nadie me lo creería, me dijo el escritor. Era inverosímil que
a un solo personaje le sucedieran tantas tragedias en la vida. Tenía razón.
Pero ella no era un personaje de novela con malísima suerte. Era una
salvadoreña que había conocido, que me había contado lo que había vivido, o
más bien sobrevivido. Su testimonio, a parches, era de lo más real -y duro- que
había escuchado. Aunque costara creerlo, era posible: toda la violencia, el dolor
y la injusticia sí podían concentrarse -de las maneras más cabronas- en una
misma mujer. Y al mismo tiempo, lo que más me había impresionado, cuando la
conocí, había sido su tenaz sentido de lucha.
¿Vas a contarlo? El escritor me animó a escribir la historia, y dijo otra frase que
apunté en mi cuaderno de notas: Solo hay que hacer una novela cuando la
historia que tienes no se puede contar de otra manera.
Si quería contar su historia completa tendría que buscar de nuevo a esa mujer.
No sabía dónde vivía, no tenía su teléfono, ni siquiera había apuntado su
apellido. Y si la encontraba: ¿me revelaría sus recuerdos claroscuros para que
yo los compartiera con todos los demás?
Le dije que podía viajar hasta Guatemala – donde vive – para hacer la entrevista
pero ella prefirió que nos encontráramos en San Salvador. Tenía que ir por esos
días a un chequeo médico, así que sería mejor que nos viéramos allí, en el
hospital San Rafael. Pasé dos días completos con ella. Nos encontrábamos a
las 8 de la mañana, parábamos a mediodía para almorzar pupusas en la calle de
enfrente, para ir al laboratorio, al baño, por un cafecito, o para su consulta
médica.