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Historias de migrantes: Catalina

Una experiencia traumática, una historia de resiliencia. La periodista Catalina


Lobo-Guerrero nos muestra en este libro una de las caras más amargas de la
migración en la voz de una mujer salvadoreña, VIH positivo, que sobrevivió al
secuestro, al abuso y al miedo en su camino hacia los Estados Unidos. Aunque
carga el trauma de las violencias que sufrió en ese viaje, y también de otras más
estructurales (el machismo, la pobreza y la discriminación por ser seropositivo)
en ella también habitan, con mucha fuerza, la valentía y la esperanza.

Una historia que nadie más puede contar


“Toda la violencia, el dolor y la injusticia sí podían concentrarse – de las maneras
más cabronas – en una misma mujer. Y al mismo tiempo, lo que más me había
impresionado, cuando la conocí, era su tenaz sentido de lucha. ”

No recuerdo el día exacto en que me enteré de esta historia y ella decidió


quedarse conmigo, como un huésped incómodo. Pero fue una tarde calurosa de
mayo de 2017, en San Salvador. Sucedió dentro de un consultorio del hospital
público San Rafael, donde pasé casi todo el día hablando con una doctora y
varios de sus pacientes.

Escuché tantas ese día pero ninguna se me quedó prendida como la de ella: una
señora viuda, vestida de negro, con la voz aguda y una mirada dulce y sincera.
Y todo fue porque pronunció una frase. Se la había dicho a su doctora, años
atrás, en ese mismo consultorio, y la repitió delante de mí cuando empezó a
contarme lo que había vivido: "Doctora, póngame la inyección porque yo sé que
me van a violar".

Esas 12 palabras bastaron para que me quedara pensando y repensando en lo


que le había sucedido a esa mujer en El Salvador para que estuviera dispuesta
a correr el riesgo de atravesar medio continente y llegar a Estados Unidos, como
tantos migrantes que hacen el viaje, buscando una mejor vida. Sabía que la
podían violar, sabía que la podían desaparecer, sabía que que quizás no
llegaría… ¿por qué se iba?

Solo me contó fragmentos que yo repetiría unos meses después, en Barcelona,


España, en pleno invierno, en un salón de clases, ante el escritor Antonio Muñoz
Molina, que había ido a provocar y a incitar a un grupo de estudiantes del máster
en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra: ¿Qué puedes contar, que
nadie más puede contar? Quería demostrarnos que cada uno de nosotros
albergaba una historia, propia o ajena, que podía ser el origen de un cuento o
una gran novela. La literatura que solo se alimenta de la literatura es pobre. Se
necesita la experiencia.

No recuerdo quién contó la primera historia, solo sé que yo me tardé en contar


la mía que no era mía, sino de ella. Me tembló la voz y las manos cuando repetí
su frase y el resto de los fragmentos que fui recordando al hablar.
Quizás dije que sus palabras habían sido una premonición, porque había sido
secuestrada en la frontera por unos coyotes que la vendieron a una red de trata
de mujeres. Cuando logró escaparse, estaba tan enferma de todo lo que le
habían hecho, que olía a "animal muerto" y había tenido que arrastrarse por el
desierto de Arizona, porque casi no podía caminar.

Después de llegar finalmente a Los Angeles – y pasar un tiempo en el hospital –


había conseguido trabajo en un restaurante. Allí había conocido a un
guatemalteco, a quien nunca le importó que ella fuera VIH positivo. Se habían
enamorado y se habían ido a vivir juntos. El “sueño americano”, a pesar de todo
lo que había sufrido, aún era posible. Hasta que un día, ambos cayeron en una
redada de ICE y fueron deportados en un vuelo directo a Guatemala.

Al poco tiempo de haber regresado a Centroamérica, sin trabajo y sin ahorros,


se enteró de que estaba embarazada. Sucedió casi al mismo tiempo en que su
marido había conseguido un empleo como conductor de camión. El bebé casi se
muere en el parto, pero sobrevivió. Meses después, la tractomula de su esposo
se fue por un barranco y nunca encontraron su cuerpo.

Cuando terminé de hablar me dolía la garganta, tenía los ojos encharcados y los
cachetes encendidos. Pedí disculpas por no poder contenerme frente a los
demás, pero la historia me sobrepasaba.

Si fuera una novela nadie me lo creería, me dijo el escritor. Era inverosímil que
a un solo personaje le sucedieran tantas tragedias en la vida. Tenía razón.

Pero ella no era un personaje de novela con malísima suerte. Era una
salvadoreña que había conocido, que me había contado lo que había vivido, o
más bien sobrevivido. Su testimonio, a parches, era de lo más real -y duro- que
había escuchado. Aunque costara creerlo, era posible: toda la violencia, el dolor
y la injusticia sí podían concentrarse -de las maneras más cabronas- en una
misma mujer. Y al mismo tiempo, lo que más me había impresionado, cuando la
conocí, había sido su tenaz sentido de lucha.

¿Vas a contarlo? El escritor me animó a escribir la historia, y dijo otra frase que
apunté en mi cuaderno de notas: Solo hay que hacer una novela cuando la
historia que tienes no se puede contar de otra manera.

La única manera en que yo podía contarla era como periodista. No quería


rellenar todos los huecos con mi imaginación, ni obviar algunos hechos en
función de un relato menos tétrico. Su vida tenía momentos muy oscuros, pero
quizás en medio de ellos podrían aparecer vetas luminosas que yo desconocía,
porque la realidad también está llena de matices contradictorios.

Si quería contar su historia completa tendría que buscar de nuevo a esa mujer.
No sabía dónde vivía, no tenía su teléfono, ni siquiera había apuntado su
apellido. Y si la encontraba: ¿me revelaría sus recuerdos claroscuros para que
yo los compartiera con todos los demás?

Ilustración por Gia Castello


Sobre esta entrevista
La entrevista sucedió el 20 y 21 de mayo de 2019.

A través de la doctora, logré contactarme nuevamente con la protagonista de


esta historia por Whatsapp. Le envié un mensaje breve diciéndole quién era, que
no sabía si se acordaba de mí como yo de ella, pero que quería volver a
entrevistarla y que me contara lo que había vivido. Ella aceptó, con la condición
de que no dijera su nombre verdadero.

Le dije que podía viajar hasta Guatemala – donde vive – para hacer la entrevista
pero ella prefirió que nos encontráramos en San Salvador. Tenía que ir por esos
días a un chequeo médico, así que sería mejor que nos viéramos allí, en el
hospital San Rafael. Pasé dos días completos con ella. Nos encontrábamos a
las 8 de la mañana, parábamos a mediodía para almorzar pupusas en la calle de
enfrente, para ir al laboratorio, al baño, por un cafecito, o para su consulta
médica.

La mayoría del tiempo estuvimos en el consultorio, que la doctora nos prestó


para que estuviéramos más cómodas y habláramos sin el ruido que había en la
cafetería y con la privacidad necesaria que exige el recuento de una experiencia
traumática. Toda la entrevista – que dura varias horas y tuvo varias pausas – fue
grabada con mi teléfono, con su previa autorización.

“Cuando la busqué de nuevo y le pregunté si estaría dispuesta a contarme la


historia completa de su vida me dijo que sí, que quería hacerlo para que a otras
no les pase lo mismo. Se refería, por supuesto, a su viaje como mujer, como
migrante centroamericana. Solo me pidió que no usara su nombre verdadero”,
cuenta la periodista Catalina Lobo-Guerrero.

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