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Era 1973 y faltaban unos meses para que cambiara todo ferozmente a la muerte de
Perón en julio del año siguiente. El siglo pasado.
Los asientos del tren -serían los más baratos disponibles- eran largos y nos albergaba a
todos, enfrentados de a cuatro. Un poco en diagonal (con ella) en una disposición no
calculada pero absolutamente beneficiosa para mí, se dio al ceder las ventanillas a las
chicas. Quedando yo del lado del pasillo, podía verla fingiendo mirar el paisaje. El sol
entraba a chorros por las ventanillas y rebotaba en las chapas de fórmica del interior del
vagón y el barnizado lustroso de los asientos de madera. Y encendido por la juventud, el
calor agobiante y los cabeceos del tren sobre todos nosotros, un intenso arco voltaico.
Aun así ella brillaba sobre todo lo demás.
La había conocido unos años atrás recibiendo en ese instante en el barrido de una
mirada de doliente hermosura, un relámpago de intuición corporal. Desde esa época, sin
que medie ningún desengaño, se instaló entre nosotros una distancia amistosa que
casualidades ordinarias mantuvieron activa. Por entonces me imaginaba en un fatal
recorrido cometario. Preso de unas fuerzas que me superaban, tenía el punto de partida
de un recorrido elíptico (y de elipsis) que se trazaba lentamente hasta un punto de
hipotético retorno de realización imprecisa en el tiempo. El círculo polar del
enamoramiento tenía una versión en el trópico de capricornio. Pero con una variación
infranqueable. Para el punto figurado de intersección definitiva en nuestras vidas, la
velocidad de ese recorrido estaba exclusivamente en mí. El círculo podría cerrarse. Pero
¿cuándo? Eso mismo no lo sabía yo, pensaba, mientras fumaba un cigarrillo y estiraba
las piernas mirando por la claraboya circular de las puertas en los estribos del tren. El
humo velaba un poco los periódicos vientres de los cables que colgaban paralelos a las
vías, pero la reverberación de su delicada risa llegaba hasta ese rincón y disolvía
sobrenaturalmente el machacar acompasado de las ruedas sobre el riel.
Luego, nuestras charlas grupales matizadas con chistes y bromas no dejaban de eludir
a la escasez de nuestros recursos. La cercanía de la llegada imponía planes básicos de
supervivencia, la organización cuidadosa de toda la movida, la socialización y el
método. Y en el avance de esas charlas, veía claramente correspondencias, alineaciones
evidentes para una película que tenía reservada para mí un amable papel secundario que
naturalmente ya estaba acostumbrado a encarnar. Una manada armónica compartiendo
una travesía sin dudas formadora.
Aún hubo un momento, cuando el cansancio ganó y el calor apretaba a medida que el
sol iba subiendo en la tarde temprana. El sopor cayó sobre todo el grupo como una
imperceptible red sometiendo una a una sus capturas. Algunas cabezas cayeron sobre el
hombro vecino, otras hacia atrás sobre el respaldo. Ella se reclinó sobre el marco de la
ventanilla con la palma de la mano ciñendo ese rostro de belleza aristocrática y al
mismo tiempo de fragilidad desarmante, que daban ganas de protegerla contra todas las
amenazas del imperialismo asesino, que ya tenía yo de enemigo implacable. Entonces,
mientras el sueño rendía, un cambio sutil en el aire se abrió hacia otro campo muy
distinto del que se extendía fuera de los vagones completamente indiferentes a la
extrañeza repentina de ese intervalo, indiferentes las dos extensiones del cielo y la tierra
que hacían flamear en la ventanilla una heráldica verde y celeste que conciliara lo
sagrado y lo sensual. Fue un momento singular en el que yo era el único librado del
sueño por el hechizo de la contemplación desvergonzada, una suspensión del tiempo,
una concesión misteriosa para apropiarme del instante único que no hizo más que grabar
para siempre la revelación de que cualquier rasgo humano era en ella algo de belleza
impar. En el epítome del movimiento, la detención más intensa. Luego, de repente el
portal extraordinario se cierra, el murmullo del pasaje recobra su espesor amortiguado,
las luces restablecen los volúmenes y distancias de las cosas, las risas, el sol salvaje, el
tren.
Los partidos fueron festejo uno tras otro, el termómetro llegó a cuarenta y un grados,
los recuerdos de Bahía Blanca son todos nocturnos, el regreso fue contando las monedas
y yo, intuyendo una condición traslúcida, me enamoraba sin esperanzas y para siempre.
Dicen que las estaciones están construidas para dos propósitos: partir y regresar. Entre
esas dos palabras el viaje verdadero, el que es algo más que un simple desplazamiento
en las lógicas del tiempo y del espacio. Ahí mismo un vórtice, un pliegue, siguen
entramándose sin sonido y sin furia como una revelación que presiente eso nuevo en el
mundo, que antes no estaba. Guardo esa fe. Anduvo conmigo todos estos años. El viaje
de un cometa se puede predecir y para cerrar el círculo, deberá cumplir
indefectiblemente toda su trayectoria.
Secreto y silencio
Extático