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Estación Sur, Bahía Blanca

El acontecimiento no es lo que sucede ( );


Está en lo que sucede, el puro expresado que nos hace señas y nos espera
G. Deleuze

Un poco ingenuamente pensaba en aquel entonces que el tren, a poco de ir ganando el


sur, dejaría atrás el calor insoportable de aquellos últimos días de la primavera
bonaerense. Sin embargo junto a nosotros transportaba también una temperatura
asfixiante y pegajosa que iba depositando a lo largo de los 600 kilómetros de llanura
pampeana, de antiguo territorio tehuelche, de casitas bajas regadas en los flancos de las
vías, de montes de álamos en la lejanía escondiendo alguna obra secreta justo en medio
de la nada.

Era 1973 y faltaban unos meses para que cambiara todo ferozmente a la muerte de
Perón en julio del año siguiente. El siglo pasado.

Viajábamos cortando la panza de la provincia de Buenos Aires, casi en línea recta


hacia Bahía Blanca, acompañando a un amigo que integraba la selección juvenil de
básquet que iba a disputar el campeonato sudamericano. Éramos un grupo de chicos y
chicas en los años del colegio secundario con tres días por delante, fuera de la tutela
parental. No los recuerdo a todos. Pasaron tantos años. Pero sí, estaba ella.

Habíamos llegado a la estación Constitución con cierta idea de transgresión y


aventura. Los andenes se desplegaban amenazantes hacia el sur como los dientes de un
rastrillo dispuesto a borrar todas las pruebas de un exterminio. En el última de las
dársenas esperaba una formación larga y somnolienta mientras la máquina de gasoil
maniobraba lentamente ¿Me habré detenido un momento ese día para recordar mi
primera impresión de la estación y los trenes, cuando tenía cuatro o cinco años? ¿Las
negrísimas locomotoras con las que aún sueño, resoplando nubes de vapor blanco que se
diluían hacia lo alto de los arcos de hierro de un cielo cóncavo y traslúcido con sus
dioses de overol azul desteñido? ¿El olor penetrante de aceite y grasa? ¿Las enormes
grúas de agua como brazos gigantescos que quisieran atrapar algún viajante de segunda
clase desprevenido? No. Estoy seguro de que nada me distraía de ese momento.

Los asientos del tren -serían los más baratos disponibles- eran largos y nos albergaba a
todos, enfrentados de a cuatro. Un poco en diagonal (con ella) en una disposición no
calculada pero absolutamente beneficiosa para mí, se dio al ceder las ventanillas a las
chicas. Quedando yo del lado del pasillo, podía verla fingiendo mirar el paisaje. El sol
entraba a chorros por las ventanillas y rebotaba en las chapas de fórmica del interior del
vagón y el barnizado lustroso de los asientos de madera. Y encendido por la juventud, el
calor agobiante y los cabeceos del tren sobre todos nosotros, un intenso arco voltaico.
Aun así ella brillaba sobre todo lo demás.

La había conocido unos años atrás recibiendo en ese instante en el barrido de una
mirada de doliente hermosura, un relámpago de intuición corporal. Desde esa época, sin
que medie ningún desengaño, se instaló entre nosotros una distancia amistosa que
casualidades ordinarias mantuvieron activa. Por entonces me imaginaba en un fatal
recorrido cometario. Preso de unas fuerzas que me superaban, tenía el punto de partida
de un recorrido elíptico (y de elipsis) que se trazaba lentamente hasta un punto de
hipotético retorno de realización imprecisa en el tiempo. El círculo polar del
enamoramiento tenía una versión en el trópico de capricornio. Pero con una variación
infranqueable. Para el punto figurado de intersección definitiva en nuestras vidas, la
velocidad de ese recorrido estaba exclusivamente en mí. El círculo podría cerrarse. Pero
¿cuándo? Eso mismo no lo sabía yo, pensaba, mientras fumaba un cigarrillo y estiraba
las piernas mirando por la claraboya circular de las puertas en los estribos del tren. El
humo velaba un poco los periódicos vientres de los cables que colgaban paralelos a las
vías, pero la reverberación de su delicada risa llegaba hasta ese rincón y disolvía
sobrenaturalmente el machacar acompasado de las ruedas sobre el riel.

Luego, nuestras charlas grupales matizadas con chistes y bromas no dejaban de eludir
a la escasez de nuestros recursos. La cercanía de la llegada imponía planes básicos de
supervivencia, la organización cuidadosa de toda la movida, la socialización y el
método. Y en el avance de esas charlas, veía claramente correspondencias, alineaciones
evidentes para una película que tenía reservada para mí un amable papel secundario que
naturalmente ya estaba acostumbrado a encarnar. Una manada armónica compartiendo
una travesía sin dudas formadora.

Aún hubo un momento, cuando el cansancio ganó y el calor apretaba a medida que el
sol iba subiendo en la tarde temprana. El sopor cayó sobre todo el grupo como una
imperceptible red sometiendo una a una sus capturas. Algunas cabezas cayeron sobre el
hombro vecino, otras hacia atrás sobre el respaldo. Ella se reclinó sobre el marco de la
ventanilla con la palma de la mano ciñendo ese rostro de belleza aristocrática y al
mismo tiempo de fragilidad desarmante, que daban ganas de protegerla contra todas las
amenazas del imperialismo asesino, que ya tenía yo de enemigo implacable. Entonces,
mientras el sueño rendía, un cambio sutil en el aire se abrió hacia otro campo muy
distinto del que se extendía fuera de los vagones completamente indiferentes a la
extrañeza repentina de ese intervalo, indiferentes las dos extensiones del cielo y la tierra
que hacían flamear en la ventanilla una heráldica verde y celeste que conciliara lo
sagrado y lo sensual. Fue un momento singular en el que yo era el único librado del
sueño por el hechizo de la contemplación desvergonzada, una suspensión del tiempo,
una concesión misteriosa para apropiarme del instante único que no hizo más que grabar
para siempre la revelación de que cualquier rasgo humano era en ella algo de belleza
impar. En el epítome del movimiento, la detención más intensa. Luego, de repente el
portal extraordinario se cierra, el murmullo del pasaje recobra su espesor amortiguado,
las luces restablecen los volúmenes y distancias de las cosas, las risas, el sol salvaje, el
tren.

Así llegamos a la ciudad un poco convulsionada por el evento deportivo, de manera


que por una capacidad limitada de la hotelería quedamos separados los varones y
mujeres. Antes de los partidos estábamos juntos todo el día y arreglábamos la comida
grupalmente. Recuerdo una pizzería, un puente colgante de mozzarella que su boca
acortaba con una sensualidad insoportable. Recuerdo la que fue para muchos de los
varones, nuestra primera borrachera. Las risas en la plaza donde nos juntábamos,
hicieron para mí más tolerable la realidad que tenía que enfrentar a partir de entonces.
No sucedería jamás. Recuerdo un episodio extraño de aquélla noche. En medio de las
risas y el alboroto por la cerveza, apareció cruzando la plaza un viejito de barba y
delantal gris igual a los de un portero de escuela, apoyado en una rama larga y bastante
recta a modo de bastón, seguido por unos perros que iban olfateando los alrededores.
Con las cabezas bajas, toda la particular tropa avanzó muy lentamente y en absoluto
silencio dividiéndonos en dos. Abríamos el camino y nos callábamos a su paso en algún
tipo de reverencia espontánea. Sin decir tampoco nosotros ni una palabra sobre cortejo
que marchó ante nuestros ojos, aún tardamos unos minutos para volver a nuestra charla
ya bastante después de que se perdiesen en silencio tal como habían venido. Salud a la
distancia por aquéllos días y aquél viejo que nos santificó a todos.

Los partidos fueron festejo uno tras otro, el termómetro llegó a cuarenta y un grados,
los recuerdos de Bahía Blanca son todos nocturnos, el regreso fue contando las monedas
y yo, intuyendo una condición traslúcida, me enamoraba sin esperanzas y para siempre.

Dicen que las estaciones están construidas para dos propósitos: partir y regresar. Entre
esas dos palabras el viaje verdadero, el que es algo más que un simple desplazamiento
en las lógicas del tiempo y del espacio. Ahí mismo un vórtice, un pliegue, siguen
entramándose sin sonido y sin furia como una revelación que presiente eso nuevo en el
mundo, que antes no estaba. Guardo esa fe. Anduvo conmigo todos estos años. El viaje
de un cometa se puede predecir y para cerrar el círculo, deberá cumplir
indefectiblemente toda su trayectoria.

Secreto y silencio

Fragmentos de un discurso amoroso

Extático

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