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Cragnolini - La Fiebre ASPO
Cragnolini - La Fiebre ASPO
Maristella Svampa
Mónica Cragnolini
Silvia Ribeiro
Marina Aizen
María Pía López
Esteban Rodríguez Alzueta
Rafael Spregelburd
Ariel Petruccelli
Federico Mare
Lala Pasquinelli
Bárbara Bilbao
Candelaria Botto
Fernando Menéndez
Alejandro Kaufman
Lucas Méndez
Giorgio Agamben
Título original: La Fiebre.
Autorxs: Maristella Svampa, Mónica Cragnolini, Silvia Ribeiro, Marina
Aizen, María Pía López, Esteban Rodríguez Alzueta, Rafael Spregelburd,
Ariel Petruccelli, Federico Mare, Lala Pasquinelli, Bárbara Bilbao,
Candelaria Botto, Fernando Menéndez, Alejandro Kaufman,
Lucas Méndez y Giorgio Agamben.
260 páginas | 13 x 19 cm
1.a edición: abril 2020
pabloamadeo.editor@gmail.com
@pabloamadeo.editor
pablo.amadeo.editor
METAFÍSICA MANUFACTURERA - ZOONOSIS - SUPERHUMANIZACIÓN
APROPIACIÓN DE LA NATURALEZA - GANADERÍA INTENSIVA
PRODUCCIÓN CÁRNICA
Mónica B. Cragnolini*
Ontología de guerra
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ra o insania de un Hitler y adláteres, sino el punto cúlmine
de un proyecto totalizante a nivel metafísico, ético-político y
económico. Para Rosenzweig, que falleció en 1929, las gran-
des ideas totalizantes no sólo cierran el pensamiento, sino
que permiten despreciar el valor de la temporalidad y de la
muerte (justamente, la filosofía ha sido la gran negadora de
la muerte y del devenir). Es en nombre de ideas totalizantes
que la vida humana se considera ínfima: a Rosenzweig le ha-
bía espantando la Gran Guerra, el modo en que los elementos
tecnocientíficos, que se suponía debían servir al progreso de
la humanidad, se ponían al servicio de la muerte.
De alguna manera, el existente humano se ha coloca-
do en relación a la así llamada naturaleza en términos de
una «ontología de guerra»: la idea moderna de «saber es
poder» implicó el dominio de la tierra toda como objeto dis-
ponible, como recurso. El planeta es esa gran «estación de
servicio» que caracteriza Heidegger: arrancamos a la tierra
sus productos, los transformamos, los transportamos, los
acumulamos, y los tenemos allí disponibles para nuestras
necesidades. Esto supone un modelo de guerra con respec-
to a lo viviente, ya que lo así llamado «propio» de lo humano
consiste precisamente en ese proceso de apropiación de la
naturaleza, en esa «manufacturación» (manus facere, hacer
con las manos) de todo lo que es, convirtiéndolo en material
utilizable y reciclable. Heidegger mostró cómo ya Aristóte-
les piensa diversas cuestiones a partir de la observación
de lo que hacemos con nuestras manos, en relación a los
Lo «sorpresivo» de la pandemia
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cierta esperanza para calmar la ansiedad con respecto
al futuro. La medicina utiliza a menudo este lenguaje, y
por eso se habla de guerra contra las enfermedades, y se
piensa al cuerpo humano como un soldado que enfrenta
una batalla, con unas armas (sistema inmunológico) que
deben reforzarse, y con un capitán o general al mando (el
cerebro) que debe sostener un buen ánimo para que la
moral esté alta y se pueda vencer la batalla. Más allá de
todos los aspectos filosóficos presentes en estos modelos
nosográficos, me gustaría referirme a un elemento que se
halla en la raíz de dicho modelo, y que tiene que ver con el
modo en que pensamos nuestra relación con el resto de
lo que es en la comunidad de los vivientes. Por eso reto-
mo el sintagma «ontología de guerra», para caracterizar
la forma en que nos relacionamos con lo que se considera
«naturaleza», guerra que se ensaña contra los animales,
y contra modos de existencia humana que se consideran
animalizados. Esta ontología de guerra muestra un nuevo
aspecto en la lucha contra las zoonosis.
Las zoonosis, como su nombre lo indica, remiten a aque-
llas enfermedades que se trasmiten desde animales a hu-
manos. Muchas de ellas se vinculan con el consumo de car-
ne animal (triquinosis, brucelosis, diversas enfermedades
parasitarias). En el siglo XX, tuvimos el síndrome de la vaca
loca (encefalopatía espongiforme bovina), de origen prióni-
co, que se trasmitió al humano, y que evidenció aspectos
de la alimentación de aquellos animales que los carnívoros
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sequías, inundaciones, etc. El tema es que sí lo sabemos,
y lo sabemos muy bien, pero la capacidad de negación del
existente humano es muy amplia. Sabemos que contamina-
mos la atmósfera con nuestros medios de transporte, con la
crianza intensiva de animales, con el fracking; sabemos que
estamos devastando todo lo que queda de verde en la tierra,
a los efectos de la producción. Pero «seguimos forzando»
al planeta, considerado como esa inmensa estación de ser-
vicio de la imagen heideggeriana. Cuando se niega esto (y
sus consecuencias en la vida y la economía de los países),
se enfrenta lo que pasa no en términos de responsabilidad
colectiva, sino en términos individuales.
Al enfrentar el virus predominantemente en términos
de «responsabilidad individual» (las medidas de aisla-
miento, la forma de estornudar, el lavado de manos), se
pone el acento en las acciones de cada ciudadano, y por
ello se persigue (y también con tonos guerreros) a los que
no cumplen las normativas. Más allá de que esas nor-
mativas permiten un ordenamiento de lo social mientras
se generan los mecanismos sanitarios para enfrentar el
avance de la pandemia, hay que tener en cuenta la cues-
tión colectiva: ¿qué aspectos de la organización de nuestra
vida a nivel de lo colectivo, de los sistemas sanitarios, de la
economía, de los modos de vincularnos con la naturaleza,
es necesario volver a pensar? Cuando pase la pandemia:
¿volveremos sin más, sin culpa, a esa forma de vida que
está íntimamente vinculada con lo que nos está aconte-
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“vale la pena producir un patógeno que podría matar a mil
millones de personas” (Big Farms Make Big Flu), porque se
prioriza la ganancia por encima de cualquier otra cuestión.
Y no son pocos los informes de virólogos señalando los
peligros de la producción cárnica intensiva en esta gene-
ración de pandemias. Producción que está vinculada tam-
bién con la desigualdad distributiva: es un pequeño por-
centaje de la humanidad el que se alimenta de la carne de
los animales de producción intensiva.
Derrida ha llamado «guerra santa contra el animal» a
la violencia constitutiva del proyecto tecnocientífico en el
proceso de humanización. Entendámonos: «humanizar-
se» ha significado «dejar de ser animal» para buena parte
del pensamiento occidental, y ese proceso se ha encarado
como «guerra» contra la animalidad. El adjetivo «santa», en
la expresión derridiana, alude al hecho de que ninguna de
las tres religiones monoteístas ha tenido en cuenta, en su
regla de oro, al animal, como otro que debe ser respetado.
Nietzsche, en La genealogía de la moral, llamó a este pro-
ceso «odio contra lo animal». Nuestra vinculación con los
animales que son traídos a la existencia solamente para ser
consumidos, que viven una vida determinada en tiempo y
espacio por nuestras supuestas necesidades, no puede ser
pensada sino en estos términos de odio y guerra, enmasca-
rados tras la idea de «necesidades de alimentación».
Humanos en cuarentena: la guerra no la iniciaron los
virus. La guerra la iniciamos nosotros, cuando nos mon-
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