Está en la página 1de 2

Capítulo 5 No hay marcha atrás: entonces, hacia delante

Antes una pequeña historia.


Te prometí que te iba a contar la historia de cómo mi hermano logró superar los
ataques de pánico, y aquí está. Yo ni siquiera sabía que los había padecido, me lo
contó mi madre cuando empecé a sufrir mi propia odisea con el miedo aterrador. El
relato sobre mi hermano fue la segunda luz que alumbró mi particular viacrucis. La
tercera, un simple vídeo en Internet, resultó la definitiva.

La historia de mi hermano se inicia, como otras muchas, con la crisis, y la necesidad


de buscar empleo surja de donde surja. Había pasado varios años trabajando en
Madrid, en una multinacional. Allí encajaba bastante bien, y se encontraba
razonablemente cómodo, pero echaba de menos su tierra. De forma que a la
primera ocasión se trasladó cerca de su familia. La empresa, que en tiempos había
sido pública, y aún conservaba algunos ribetes de su estadio inicial, concedía a los
trabajadores que se iban un periodo de gracia, unos cinco años aproximadamente,
para volver si se arrepentían y durante ese periodo surgía un puesto adecuado para
ellos.

Estalló la crisis. Mi hermano ya estaba en casa, pero el nuevo trabajo implicaba sus
más y sus menos. Entre los menos, un compañero inaguantable que se empeñaba
en hacerle la vida imposible, a falta de algo mejor a que dedicar su tiempo. El caso
es que acabó también dimitiendo de esta plaza.

En mala hora. Estalló la crisis, y las esperanzas de encontrar otro trabajo de forma
fácil y rápida se fueron al traste, al igual que caían muchas empresas. Puesto en el
brete, mi hermano empezó a considerar la posibilidad de regresar a Madrid. No le
hacía mucha gracia la gran ciudad, con su estilo acelerado de vida y sus
aglomeraciones, pero lo cierto es que había estado muy considerado en el puesto
y sus jefes y compañeros lo apreciaban mucho. En cuanto insinuó que podría
‘reinsertarse’, varios de esos colegas apuntaron a un puesto que iba a quedar
vacante próximamente y que, le decían, le vendría como anillo al dedo.

Decidido pues a no seguir en el paro mucho tiempo, agarró las maletas, alquiló un
pisito en el extrarradio de la metrópoli, que era lo que podía permitirse, y volvió al
redil de las grandes empresas. Resignado con su suerte de tener que vivir lejos de
casa.
Activar el monólogo interior
El cuerpo, sin embargo, no estaba tan conforme. Él había oído el monólogo interior
de mi hermano y sabía que, pese a todas las ventajas aparentes, aquel arreglo en
el fondo no le convencía del todo. De modo que, ¿adivina qué? Decidió echarle una
mano. O forzar un poco la suerte, por decirlo de otro modo. Si mi hermano
necesitaba un empujoncito para regresar “donde el corazón te lleva”, el cuerpo iba
a dárselo. Y a lo grande. He aquí que sobreviene el ataque. Sin más ni más, a los
pocos días de retornar al trabajo, mi hermano tiene un ataque de asfixia bestial. Le
parece que se ahoga, y hasta teme estar sufriendo un infarto. Acude al médico, que
le receta los consabidos ansiolíticos y benzodiazepinas. Vamos, pastillitas a gogó.

Sabes que no es nada físico: la vía mental


Mi hermano oye atónito en la consulta que en realidad no le pasa nada físico. En un
primer momento se trae consigo las pastillas cuando vuelve a su tierra a pasar unos
días de descanso después de las crisis. Teme no poder regresar al trabajo. Pero
luego reflexiona: si todo es mental, entonces no tiene sentido la medicación. Y como
un jabato, decide afrontar los ataques por sus medios.
Y vence. Tras dos o tres intentonas, se ve libre de los ataques para siempre jamás.
Con las pastillas guardaditas en el cajón, y sin usar. Luchando en el medio de un
avión que lo llevaba de regreso a Madrid contra la sensación de que se estaba
asfixiando y que pronto no tendría aire para respirar y estaría muerto.

También podría gustarte