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principados, porque su destino es tal que le estuvieron sujetos María y Jesús; más que las

virtudes, ya que con María y Jesús obró la encarnación y redención; más que los tronos,
porque su mano, su brazo su cuerpo, su corazón, todo su ser entero era el trono de Dios;
acudamos, en suma, a José, que es más que los abrasados serafines, los que pudieron
aprender de él el modo de amar a Dios. Estos pensamientos son recogidos de muchos
autores, y el sabio Cartagena los autoriza diciendo así: José fue mayor que los mismos
espíritus angélicos. Y aun podríamos decir como san Pablo: José les es superior en tanto,
cuanto es la diferencia que media entre ser ángel y ser padre de Dios. Por esto mismo, sin
duda, el Crisóstomo nos lo presenta como el gobernador de Jesús; san Buenaventura quiere
que veamos en él al hombre de la gran virtud; Cartagena nos exhorta a considerarlo como
la benéfica nube que nos ocultó sabiamente por algún tiempo los divinos rayos del sol de
justicia y Gerson nos dice que José es nuestro patrón, y que sus súplicas en nuestro favor
ejercen una especie de imperio para con Jesucristo. José, pues, revestido de tanta autoridad,
es el que vive ocultamente en su casa de Nazaret.

3. José con los dones del Espíritu Santo.

Los sagrados dones de temor de Dios, de piedad y ciencia, de fortaleza y consejo, de


entendimiento y sabiduría, el Espíritu Santo los comunicó a José con toda la amplitud de su
parte, así como con toda la abundancia de que él era capaz en el instante primero de su
santificación. José recibió los dones y con sus operaciones obró con la perfección que
llevaba consigo el ser esposo de María y padre de Jesús, pudiéndose decir con toda verdad
que era el místico templo que guardaba en el tabernáculo de su corazón a María y a Jesús,
teniendo siempre encendidas las místicas lámparas de los dones del Espíritu Santo,
verificándose de un modo especial en los años que vivió en Nazaret. Esos divinos dones,
que después de María los poseyó José con toda su plenitud, superaron a todos los de los
santos, siendo él mismo superado únicamente por su virginal esposa. Por esto podemos
afirmar que José fue el varón singular por su elección, el único por su obrar perfectísimo, el
más privilegiado por la gloria que le reportara su vocación y, según la expresión de Isolano:
Fue altísimo en perfección, como de José divino.

I. El don del temor de Dios es el último entre los dones, es el menos glorioso y es el
principio de la verdadera sabiduría. En el señor San José consistía ese don del Espíritu
Santo en un temor amoroso de no agradar a Dios cuanto él deseaba, y por esto quería
separarse de su esposa, ya Madre de Dios, y lo habría verificado si el ángel de luz no le
hubiese quitado el exceso de temor fundado y alimentado en su humildad, diciéndole las
palabras tan absolutas: No temas. Dichosos los mortales que asientan en su corazón el
principio de la verdadera sabiduría, temiendo a Dios, de modo que ya no le ofendan por el
pecado, y más dichosos aquellos que, libres del pecado, comienzan a temer que no lo
agradan tal vez como desean.

II. El don de piedad es el segundo del Espíritu Santo, es el primero en toda su perfección, es
la piedad para con Dios y es la que nos comunica una singular veneración para las cosas
santas. Tan pronto como el ángel aseguró a José que era voluntad del Altísimo que no se
separara de la Madre de Dios y de Dios mismo, considerado como Hijo suyo, cuando en
fuerza de este don los recibió con sumo agrado y los veneró con sumo afecto; y bien
podemos decir, sin temor de equivocarnos, que José veneró más a Jesús y a María que
todos los santos juntos, como consecuencia de la perfectísima manera con que poseía el don
de piedad. Isolano habla de José poseyendo ese don conforme a la majestad de Dios: José
consagraba a Dios todas sus obras con tanto mayor afecto, cuanto su dignidad y majestad
sobrepasaba la de los reyes de la tierra.

III. La ciencia, que es el tercer don del Espíritu Santo, es propio de José, aunque las
Escrituras no nos hablen de él como si fuera un doctor. Convenimos que no fue un doctor
de la ley, ni un rabino que hubiese escrito comentarios sobre ella, ni del número de aquellos
ancianos que sentados en la puerta de la ciudad administraban justicia, con todo, es
necesario concederle el don de ciencia en el grado más perfecto después del que tuvo la
santísima Virgen. Por esta causa afirmaba Isolano que José poseyó excelentemente la
ciencia de Dios. Tenía, pues, el santo, el don de ciencia en el mayor grado, concediéndole
con largueza lo que se niega a los sabios del mundo. Además, José como israelita iba todos
los sábados a la sinagoga y al volver de ella confería con María y con Jesús todo lo que
había oído en ella, lo que hizo exclamar a Isolano todo lleno de admiración que el don de
ciencia residía en José del modo más excelente, después del que fue concedido a la
santísima Virgen. Seamos devotos de José y, en nuestra devoción, pidámosle que nos
alcance una parte de los tres dones: del temor de Dios, principio de la celestial sabiduría;
del don de piedad, que nos haga amar a Dios, como padre tierno y amoroso, y del don de
ciencia, que comunicándonos el conocimiento de la ley y de los consejos evangélicos, nos
facilite obrar bien.

IV. El don de fortaleza lo poseyó el señor San José en sumo grado, siendo sólo inferior a la
fortaleza de María y superando a los de los mártires. José siendo no más que hombre,
defendió victoriosamente al Salvador del mundo contra los ataques del poder de reyes
soberbios y deseosos de darle la muerte y, lo que es más, lo conservó perfectamente contra
las asechanzas del diablo, cuyo poder, dice el santo Job, supera al de los hombres. José se
venció a sí mismo, siendo el virgen privilegiado, según la expresión de san Jerónimo,
contrariando su juicio a la voz del ángel, abandonando su patria y sus bienes a media noche
para huir a un país extranjero, salvando en él al Salvador del mundo, sin espantarse por los
trabajos, ni temer los peligros, ni haber hecho caso de las más arduas dificultades. Veamos
la sentencia con la que explica Isolano la fortaleza de José: En todo combate, dice,
resplandeció la fortaleza de José, pues era el varón fuerte y lo era por amor de Cristo. No
en uno que otro combate, sino en todos; no en esta o en aquella circunstancia, sino en todas;
no en ciertos tiempos, sino en toda ocasión y con la perfección que Cristo se merecía; por
esto, afirmaba él mismo: José superó todas las dificultades y apareció victorioso delante de
Dios, de los ángeles y de los hombres. Hasta este grado puede predicarse la fortaleza de
José.

V. El don de consejo brilló en José como el sol en el firmamento, porque así lo hacían
necesario las operaciones propias consigo mismo, las que hacía con relación a su esposa y
las que dirigía para Jesús por él mismo, porque José debía obrar como esposo de María y
como padre de Jesús en todos sus actos interiores y exteriores y por medio de la luz que nos
guía en lo que hemos de hacer, aumentada en gran manera con el don de consejo, José lo
distinguía todo y sus operaciones eran como divinas. Por esta razón no dudó Isolano en
asegurar que José poseyó el consejo en el más alto grado después de la santísima Virgen.
Otra razón que nos lo demuestra, es ser José como el consejero de su esposa, pues, como
dice san Pablo: El esposo es la cabeza de su mujer, para que ella no se gobierne según su
consejo. Ahora sí que el destino de José aparece sobre todo otro destino, porque de hecho
fue llamado a tan alto cargo que María seguía a José; no queremos decir que en estas
ocasiones tuviese José el don de consejo superior al de María, pero sí que en estos casos el
ángel purificaba su entendimiento para que pudiese recibir directamente la orden de Dios.
La otra razón que demuestra a José teniendo el don de consejo en el más alto grado después
de la santísima Virgen, es el cuidado que tenía de Jesús, cuidado directo e inmediato en
muchas ocasiones; e Isolano hace trescientos cincuenta años que lo sacaba como una
verdadera consecuencia afirmando que José lo poseía el primero después de María: Dios
adornó a José de una manera especialísima con el don de consejo, el primero después de
la santísima Virgen. ¿Cuántas veces la conducta de José admiraría a los ángeles mismos?
¿cuántas veces vio el diablo todas sus trazas fallidas? ¿cuántas veces diría el Eterno a los
habitantes de la gloria: He allí el justo padre de mi Hijo amado en quien he puesto todas
mis complacencias? No lo admiremos nosotros como no lo admiró el gran Isolano
considerándolo como una consecuencia del corazón de José todo lleno de la fe, todo
ilustrado de luces del cielo, todo purgado de las tinieblas de la tierra.

VI. El don de entendimiento supera el don de ciencia, porque con éste sólo se escribe sin
error, al paso que con aquel se penetra en lo más recóndito de las cosas espirituales. El don
de entendimiento no sólo quita del corazón las tinieblas, sino que asentándose en él
establece de un modo especialísimo la pureza. Y siendo José, según san Jerónimo, el primer
virgen después de María, esto mismo nos hace concluir con Isolano: Que tuvo después de la
santísima Virgen el don de entendimiento en el más alto grado. Por otra parte, según el
testimonio de Isaías, el espíritu de entendimiento reposó sobre Jesús y Jesús reposa sobre
José, o mejor diremos, en sus manos, en sus brazos, en su pecho y aun sobre sus hombros.
Y ¿cómo podría no tener el don de entendimiento en el más alto grado, el que estaba
siempre a la vista de María y de Jesús?

VII. El don de sabiduría es el séptimo, y José lo tuvo también en el mayor grado posible. El
don de sabiduría es el don de los dones, es el que no sólo entiende lo divino, sino que gusta
lo que ha entendido, es el don que habita singularmente en los corazones inmaculados, don
que acompaña a la humildad más profunda, don que toma posesión de los mansos, don que
hizo enriquecer y gustar a José la excelencia y dignidad de María y, aun mucho más, la
divinidad de Jesús, sus infinitos arcanos y sus eternas leyes. En conclusión, diremos con
Isolano: Que el don de sabiduría de José fue el más semejante al de María.

4. Divinas conversaciones de José.

No perdamos el tiempo diciendo que las conversaciones de José fueron prudentísimas como
de Patriarca de la antigua Ley, piadosas como de un justo del nuevo Testamento, o
angélicas como de un apóstol, pues podemos afirmar sin rodeos que las de los años en los
que vivió en Nazaret fueron en cierto modo divinas, superando a las de todos los mortales
que han sido y serán imperfectas, como afirma Isolano: Divinas, superiores a las de todos
los mortales que han existido, existen y existirán, desde el principio del mundo hasta su fin.
Si bien consideramos la sentencia, hallaremos que no podía ser de otro modo, porque vivió
con Jesús y María y la claridad divina unía a los tres. Contemplemos a José y veremos que,
en fuerza de su dignidad y vocación, desempeñaba la persona del Eterno y del Espíritu
Santo y que platicaba, regía, gobernaba, tenía en su casa y en su misma habitación a Jesús y
a María. Tan cierto es que sus conversaciones eran divinas. Por otra parte, como esposo de
María y padre de Jesús, platicaba con ellos con tanta mayor frecuencia cuanto más divino
se hacía, y a esta medida eran las conversaciones más íntimas, más repetidas, más
familiares, más amorosas, más consoladoras. Sí, los ángeles y los más encumbrados
serafines pudieron aprender de José la manera respetuosa, ardiente y humilde de conversar

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