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Alina Bronsky

CUANDO TU VIDA
ES UN LIBRO

Traducción del alemán de


Begoña Llovet

Las Tres Edades


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Cuando la señora Meier nos dijo que íbamos a asistir a


una lectura, todo el mundo empezó a protestar. Yo me
puse a dibujar varias tes mayúsculas y minúsculas en mi
cuaderno. Me importaba un comino que hubiera lectura
o no. La verdad es que había garabateado en el jueves la
palabra LEZTURA. Franz apoyó la cabeza en el pupitre y
se puso a roncar. Solo Petrowna alzó la voz:
—¡Callaos ya, imbéciles! ¿Es que preferís matemáti-
cas?
Petrowna siempre conseguía confundir a todo el mun-
do con una frase y que, por unos instantes, se hiciese el
silencio.
La señora Meier dijo que dejáramos nuestras cosas en
el aula. Ella se encargaría de cerrarla, así que no teníamos
que preocuparnos por nuestros objetos de valor. Pero la
verdadera razón era que quería que después de la lectu-
ra toda la clase regresara con ella dócilmente a la escuela
para recoger las mochilas. De otro modo, la mitad siem-
pre se esfuma a mitad de camino. Todos teníamos muy
claras sus intenciones, precisamente por eso casi todos
cogieron sus mochilas. La señora Meier hizo como si no

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se diera cuenta. No es más que una profesora jovencita en
prácticas y nos tiene miedo.
Espero que no le salieran canas debajo de sus mechas
rubias durante nuestro viaje en autobús. Cuando bajamos,
Petrowna me gorroneó dos euros y se compró una chocola-
tina en la máquina. Pero me dio la mitad. Por fin habíamos
llegado a nuestro destino y estábamos en una biblioteca.
—¡Una biblioteca! —dijeron todos al unísono en tono
quejumbroso—. ¡Uf! ¿Qué pintamos aquí? ¿Es que vamos
a leer libros?
—Cerrad el pico —bramó Petrowna—. ¿Adónde pen-
sabais que íbamos? ¿A un depósito de cadáveres?
En realidad sus palabras no tenían lógica alguna, pero
de nuevo todos parecían confundidos y la pequeña profe-
sora Meier miraba agradecida a Petrowna.
Petrowna es mi mejor amiga desde primaria. Nos sen-
tamos juntas desde el primer día de clase. En el primer re-
creo de nuestras vidas nos pegamos. Justo por esos niños
como Petrowna es por lo que mi madre prefería enviarme
a una escuela privada, pero mi padre le dijo que nunca
era demasiado pronto para conocer la vida normal. El se-
gundo día de clase volví a casa con un moratón y con un
mechón de pelo entre los dedos: se lo había arrancado a
Petrowna en una pelea. Mi madre llamó inmediatamente
por teléfono a la tutora, a la directora del colegio y a la
psicóloga y profetizó que las niñas como Petrowna ter-
minarían haciendo la calle con trece años. Al tercer día
de clase dejamos de pegarnos y, desde entonces, somos
inseparables. El cuarto día Petrowna me explicó lo que
había querido decir mi madre con eso de «hacer la calle».
Ahora las dos tenemos catorce años. Petrowna fue de-
legada de clase durante dos cursos y a menudo me deja

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copiar. Pero por desgracia tiene prohibida la entrada a mi
casa desde primero.
En la biblioteca olía a viejo y a polvo. Nada más entrar
empecé a estornudar. Por desgracia no llevaba encima el
espray nasal.
—Espero no morirme aquí —le dije a Petrowna, a lo
que ella contestó:
—No sería una gran pérdida.
Así es como hablamos entre nosotras, pero no lo dice
en serio.
La señora Meier le estaba dando la mano a otra mujer
también bajita y de aspecto gris con reflejos violetas en el
pelo. Era la bibliotecaria. En la pared había un cartel en
el que ponía algo sobre la Semana del Libro.
Nos dirigimos como un rebaño de ovejas a una sala la-
teral con sillas en filas. Todos se acomodaron en los asien-
tos de plástico y pusieron los pies en el respaldo de delan-
te. Algunos empezaron a tirarse cojines y libros de cuentos.
Nadie se enteró de que la lectura ya había comenzado
ni de que la bibliotecaria estaba ahí delante hablando de
algo. La señora Meier dirigió una mirada suplicante a Pe-
trowna.
—¡Cerrad todos el pico de una vez! —vociferó Petrowna.
Entonces nos dimos cuenta de que había alguien más.
La autora.
Era una mujer bastante alta y delgada. Estaba sentada
detrás de una mesita que resultaba demasiado pequeña
para sus largas piernas y parecía muy triste. El pelo, gra-
siento y teñido de negro, le caía sobre los ojos. Así que casi
no se le veía la cara. Junto a ella había una pila de libros.
La señora Meier y la bibliotecaria empezaron a aplau-
dir como si estuviéramos jugando en la guardería. Ense-

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guida todos nos pusimos a aplaudir. Estuvimos así duran-
te un minuto, luego dos, luego cinco. Se podía conseguir
mucho con cosas muy sencillas. Las mejillas de la biblio-
tecaria se sonrojaron, la señora Meier gesticulaba con las
manos como una directora de orquesta. Pero seguíamos
aplaudiendo imperturbables. Petrowna estaba distraída
porque justo en ese momento se había puesto a leer un
mensaje en su Samsung.
Dejé de aplaudir cuando las palmas de las manos em-
pezaron a dolerme. A los demás les debió de pasar lo mis-
mo, en algún momento lo dejaron y tuvieron que masa-
jearse los dedos.
La autora dijo que se llamaba Leah Eriksson, que había
escrito cinco libros y que iba a empezar a leer. Después
podríamos hacerle preguntas. Así que se puso a leer. Ha-
blaba muy bajito y algunos gritaron: «¡No se oye nada!».
Otros se pusieron a cuchichear y dos chicas aprovecharon
para cepillarse el pelo. Petrowna miraba con el ceño frun-
cido el árbol que asomaba por la ventana.
Yo era la única que estaba escuchando.
Y no me lo podía creer.
Lo que la tal Leah Eriksson estaba bisbiseando trataba
de mí.
De mi familia.
De mi vida.
De mis pensamientos.
Los nombres eran diferentes y había un par de detalles
sin importancia que no coincidían. Pero el resto se refería
a mí.
Y encima nadie se daba cuenta. Porque nadie estaba
escuchando. Creo que ni siquiera la señora Meier presta-
ba atención. Simplemente se conformaba con que guar-

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dásemos silencio y estaba sumida en sus pensamientos. A
lo mejor estaba contando los años que le quedaban para
jubilarse. Le di un codazo a Petrowna, pero no lo enten-
dió y me lo devolvió.
—¿Lo estás escuchando? —le pregunté, pero siguió
mirando el árbol como si no hubiera nada más interesan-
te en el mundo.
Me fastidió que los demás se pusieran a hablar cada
vez más alto. No podía entender casi nada. Deseaba que
Leah dejase de leer. Y al mismo tiempo tenía miedo, como
si fuese a dejar de respirar cuando ella parase. Busqué en
el bolsillo algunas monedas que me habían sobrado. Qué
tonta había sido al darle los dos euros a Petrowna. Mis
dedos se toparon con un billete enrollado de veinte euros.
No tenía ni idea de cuánto costaban los libros.
—¿Tenéis preguntas?
Leah Eriksson nos miraba a través de sus mechones de
pelo.
Levanté la mano, pero otros fueron más rápidos.
—¿Por qué se dedica a esto?
—¿Cuánto gana?
—¿Qué va a hacer esta tarde?
Leah Eriksson pestañeaba confundida.
Chasqueé los dedos y luego alcé mucho la voz para
que me oyese a pesar del ruido que hacían los demás.
—¿ME PUEDO COMPRAR EL LIBRO AHORA MIS-
MO?
Todos volvieron la cabeza hacia mí. Incluso Petrowna.
Sobre todo Petrowna. Aunque ella también se había pues-
to a leer un libro cuando nadie la miraba. Hizo como si
nada, pero yo sí me di cuenta.
—¿Qué pasa? —dije—. Suena muy emocionante.

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Franz hizo como si tuviera entre las manos un libro in-
visible y lo estuviese leyendo con cara de pirado. Todos
empezaron a carcajearse. Pero la que estaba más perpleja
era Leah Eriksson.
—Yo no vendo libros —contestó.
—¿Y eso? ¿Quién los vende entonces?
—Las librerías.
—Pero usted tiene ahí uno.
—Es mi ejemplar —respondió mientras lo agarraba con
determinación, como si yo le quisiera robar el libro y no
comprárselo—. Lo necesito para mí.
—¡Le doy dinero por ese ejemplar!
Leah se levantó para dejar bien claro que la lectu-
ra había concluido y la conversación también. Todos lo
entendieron de inmediato. Una mitad de la clase quitó
de enmedio a la bibliotecaria del pelo violeta y atascó la
puerta de salida. La otra mitad intentó abrir la ventana
para salir trepando. La señora Meier corría de un grupo a
otro gesticulando y cubierta de sudor.
Aproveché el momento para acercarme a la autora,
que estaba guardando sus libros en una cartera. Me saca-
ba dos cabezas. Miré desde abajo a través de su pelo para
verle la cara.
—Hola —le dije.
—Hola —contestó dando un respingo.
—Ha leído usted muy bien —le dije mintiendo.
—Gracias. —Ella sabía perfectamente que estaba min-
tiendo.
—Como le he dicho antes, me encantaría comprarme
el libro.
—Pues hazlo.
—Tengo veinte euros en el bolsillo.

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—Cuesta 14,95.
Saqué triunfante el billete de veinte euros, lo desenro-
llé y se lo puse a Leah Eriksson encima de la mesa.
—¿Tiene cambio?
—Ya te he dicho que no vendo libros. Los escribo.
—¿Es que ahora me voy a tener que ir a una librería?
Se apartó su grasiento flequillo a un lado y clavó en mí
un par de ojos azules como el acero.
—Me da igual —dijo.
Me pareció un poco impertinente de su parte. Al fin y
al cabo escribía libros para ganarse la vida, así que no le
podía dar igual.
—Debería alegrarse de que alguien quiera leer sus cho-
rradas.
El par de ojos desapareció de nuevo tras el flequillo.
Cerró de golpe su cartera y se dirigió hacia la puerta, que
ya estaba desatascada. Mi billete de veinte euros se había
quedado encima de la mesa, abandonado como una lata
aplastada por la rueda de un coche.
—¡Oiga! ¡Usted, autora! ¡Leah!
La muy idiota ni siquiera volvió la cabeza.

En el autobús me senté junto a Petrowna y me puse a


romper en mil pedazos el folleto de la Semana del Libro
que había cogido a la salida. Dos tercios de la clase se
habían esfumado tras la lectura, como era de esperar.
La señora Meier contemplaba con aire de resignación al
mísero grupo restante que se había repartido por todo
el autobús. Y en lugar de estarnos agradecida por regre-
sar con ella a la escuela, tenía una expresión malhumo-
rada.

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—¿Has escuchado lo que ha leído? —le pregunté a Pe-
trowna—. ¿Has entendido de lo que iba?
—A medias. Algo de un divorcio.
—No solo eso. Trataba de una chica.
—Una pasada —dijo Petrowna, bostezando.
—No, escucha. A la chica le pasaba lo mismo que a mí.
A la chica del libro.
—Pues vaya.
Si seguía bostezando así, se le iba a desencajar la man-
díbula.
—En serio, Petrowna. Decía las mismas cosas que siem-
pre digo yo.
—Todo el mundo dice las mismas chorradas que tú.
Tenía la sensación de que no me quería comprender.
—¡Qué nombre tan raro! Leah Eriksson —dije, cam-
biando de tema.
—Seguro que es un seudónimo.
—¿Un qué?
—Seguro que su nombre verdadero es Pepita Pedo-
rra. El otro nombre se lo ha inventado la editorial. Lo ha-
cen siempre, adornan todo para que a la gente le parezca
una autora guay y compre sus libros en vez de reírse de
ella.
Desde luego aquella mujer no tenía nada de guay. Y sin
embargo, tampoco me apetecía reírme de ella.
La señora Meier venía hacia nosotras tambaleándose
por el pasillo del autobús.
—Quería preguntarte si te ha gustado, Kim —dijo a la
vez que me echaba una mirada simpática del tipo si-te-
esfuerzas-un poco-te-pongo-un-seis.
—¿Por qué me lo pregunta precisamente a mí? —con-
testé desconfiada. ¿Adónde quería llegar?

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—Te he estado observando. Estabas escuchando muy
atenta.
—¿Y qué otra cosa tenía que hacer?
—Nunca he visto a un alumno con la expresión que
tenías tú durante la lectura.
Automáticamente me sujeté la barbilla y me toqué la
nariz y las mejillas. Todo parecía estar en su sitio.
—¿Y a usted qué le ha parecido? —pregunté. Atacar es,
como todo el mundo sabe, la mejor defensa.
—Creo que está bien para los jóvenes. Bastante cercano
a la vida real.
Mi corazón comenzó a latir de forma sospechosa.
—Pero no es una obra de arte —añadió la señora Meier—.
¿Lees mucho?
Tendría que haber mentido, tal vez me hubiera puesto
una nota más alta. Pero le dije la verdad.
—No leo nada.

A la salida del colegio, Petrowna me propuso ir al parque.


Era su nuevo entretenimiento: ir al parque y sentarse de-
bajo de un árbol. Como somos amigas, la acompaño siem-
pre. Mientras Petrowna mira las musarañas y de vez en
cuando garabatea algo en la palma de su mano, yo hago
los deberes. Es decir, copio lo que Petrowna ya ha hecho
durante el recreo.
Pero ese día no teníamos nada que hacer porque ha-
bíamos estado en la lectura. Primero la señora Meier nos
había amenazado con una tarea relacionada con el libro.
Pero después incluso a ella le pareció injusto endilgarnos
algo justo a los pocos que la habíamos acompañado de
vuelta al colegio. Yo era de la misma opinión.

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—De todas maneras reflexionad un poco sobre el texto
—nos dijo la señora Meier al despedirse—. Nos ocupare-
mos del tema en detalle. Cuenta para la nota de lengua.
—Mieeerdaaa —exclamó Franz, y los otros cuatro que
había aparte de nosotras le dieron la razón—. Pero ¿qué es
lo que ha contado esa tía? ¿Es que alguien la estaba escu-
chando?
—Bueno, a lo mejor hasta tenéis que leeros el libro —dijo
la señora Meier con cierto retintín mientras me lanzaba una
mirada. Miré hacia otro lado.
—¿Y cuál era el título del libro? ¿Cómo se llamaba la
tía que lo ha escrito? —refunfuñó Franz.
—Manual de estupidez para avanzados —gruñó Pe-
trowna mientras me agarraba del brazo.
Un poco más tarde estábamos sentadas bajo un casta-
ño con el trasero empapado porque la hierba estaba hú-
meda y nos habíamos dado cuenta demasiado tarde. Pero
nos daba mucha pereza levantarnos. Petrowna había co-
gido del suelo una hoja y seguía con la uña el dibujo de
las nervaduras. Yo me estaba comiendo el sándwich del
recreo. Excepcionalmente mi madre me había preparado
uno, porque en los últimos tiempos casi siempre se olvi-
daba de hacerlo. Pan integral con queso y lechuga. Me
comí todo lo del centro y le di los bordes a Petrowna. Ella
nunca llevaba merienda, ni siquiera en primero.
—Creo que tengo que leer ese libro —le dije.
—¿Cuál? —Petrowna ya se había olvidado. Estaba ob-
servando la copa del árbol—. ¿Sabes que este castaño pue-
de tener más de cien años? Ya existía cuando nuestros
padres aún no habían nacido.
Su talante romántico me resultaba inquietante. Para
traerla de vuelta al tema le enseñé el folleto. En él figura-

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ban los nombres de los autores que habían leído algo en
la Semana del Libro, y también los títulos de sus libros y
sus fotos.
—Mira qué pinta tiene aquí la Leah esa —dije—. En
persona es completamente diferente.
—Tal vez se lavó la cabeza para hacerse las fotos.
—¿Y sabes cómo se llama su libro, Petrowna?
—No me des la brasa todo el tiempo con lo mismo.
—Falso. Se llama Cosas que nunca sabrás. ¿Qué quiere
decir con ese título?
—Ni idea. Tal vez el título pega con el libro.
En realidad, tenía pensado mirar en casa si me lo po-
día descargar gratis. Después de lo borde que había sido
Leah conmigo, no tenía ganas de gastarme el dinero en
su libro. Seguro que se quedaba por lo menos con la mi-
tad, si no con todo, y eso me fastidiaba. Con esa pasta me
podía comprar varios kebabs. Pero ya no aguantaba más.
—¿Sabes dónde hay una librería por aquí cerca? —le
pregunté a Petrowna.
—Pasas delante de una todos los días. Junto al Star-
bucks —dijo.

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