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Albor de diciembre

Querida alma de diciembre. Por fin el invierno


cesa un poco. Y descongelados mis dedos no piensan
en otra cosa que escribirte una carta. Si, otra
carta del centenar que escribiré.
Pero eso es lo único que se puede hacer cuando el
temor sella mi voz. Cuando falló como poeta y no
encuentro palabras para describirte.
La otra vez, por ejemplo, tu dormías y yo
despistado intenté cubrir con una cobija. La luz
entraba desde la vieja ventana y te cubrió de una
extraña luz de día. De día fuerte y cálido no de
esos fulgurantes y pálidos. Tu rostro caía en el
sueño de los jardines templados por el sol. No sé
dónde estabas en ese momento pero nos llevaste a
los dos. Tu dormida y yo despierto. Tu viva en el
sueño y yo muerto de miedo. Así llevados de la
mano por no se que hada o demonio. Mire a través
de ti un jardín de césped uniforme en el que
crecían las plantas y las rosas por igual,
paseaban los animales nocturnos y vespertinos, y
el viento acuñaba las monedas niqueladas de mi
memoria. Pagando con un olvidó, mis días negros. A
cambio se posaban en mi recuerdos de pajarillos
visitantes y miradas de ternuras inquietantes.
Ahí donde la respiración, innecesaria, se detiene.
Pues no hay tiempo que matar. Vivir en tu sueño
pues ese es mi lugar.
Aún no despiertes. Te dije. Y me quedé ahí abajo
sin respirar.
Un recuerdo de jardín, regalo del alba, que pelea
contra el olvido de la calle teñida en gris. Así
me sentía yo, entre la ventana de tu sueños y la
vigilia que hay en mi. El difícil equilibrio entre
despertar y dormir. ¿Pero, para que despertar? Si
por fin se está bien así dormido.

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