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Título original: Idéologies, conflits et pouvoir
Traducción: José M ejía
Diseño de la colección: Pedro Tanagra R.

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Primera edición en castellano: 1983

© Presses Universitaires de France


© P R E M I A editora de libros, s.a. para la edición en lengua
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RE SE R VA D O S TODOS LOS D ER EC H O S

IS B N 968— 434— 285— 3

Premió editora de libros, S. A.


Tlahuapan, Puebla.
(Apartado Postal 12-672
03020 México, D. F .).

Impreso y hecho en México


Printed and made in México
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I N T R O D U C C I O N

E n el curso de los años cincuentas, numerosos observadores


creyeron descubrir una tendencia a largo plazo, conducente hacia
“ el fin de las ideologías” , a la retracción de las oposiciones sim­
bólicas en los campos de la organización social y la vida política.l
Tras dos siglos de controversias teóricas, la humanidad debería
alcanzar una etapa de apaciguamiento, en la cual las reflexiones
técnicas y científicas reemplazarían los interminables debates acer­
ca de los fines y los valores de la actividad social. Se propusieron,
en apoyo de esta tesis, numerosos argumentos en apariencia con­
vincentes: se suponía que el acceso de todas las naciones a los
mismos problemas — el desarrollo industrial y tecnológico— y a
las mismas finalidades — el crecimiento económico y la superación
del nivel de vida— traería como consecuencia la formación de un
consenso general acerca de los objetivos a seguir y por ende, la
lim itación de las discusiones a la sola selección de los medios y
que, en las nuevas sociedades, caracterizadas, en primer término,
por objetivos de producción y repartición de bienes, la atención
común debería desviarse de las inagotables divergencias e imagi­
naciones concernientes a la vida política, hacia soluciones técnicas
capaces de asegurar el mejor impulso de la economía. Como prueba
de la decadencia de las ideologías políticas se invocaba, a un tiem ­
po, la indiferencia de los electores hacia los debates de la oratoria,
la delincación del lenguaje efusivo, tan frecuente en el siglo ante­
rior, la institucionalización de los procedimientos para resolver los
conflictos sociales, la eficacia creciente y la extensión de las tecno-
estructuras, la transformación de los sindicatos en grupos de pre­
sión, la evolución de los partidos otrora revolucionarios hacia posi­
ciones reformistas.2 De acuerdo con este análisis, los debates de
ideas acerca de los fines de la acción política, habrían correspon­
dido a la etapa inicial de la sociedad industrial, a ese periodo de
mutación histórica en que los objetivos no estaban todavía acla­
rados, se producían las violencias de la acumulación primitiva de
capital y las clases sociales no habían logrado todavía negociar sus
oposiciones. Los debates teóricos, según esto, serían un signo de
arcaísmo social y un síntoma de subdesarrollo.
Pocas hipótesis políticas han sido desmentidas, como ésta, de
manera tán rápida como brutal. Como por una singular ironía, los

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años que prosiguieron a los de la mitad del ligio, *<■ cu rae tem aron
por una profusión de los conflictos ideológicos en ihoersns partes
del mundo. Así, en los Estados Unidos, los debates de idean, tradi­
cionalmente reservados a revistas altamente especializadas, se
trasladaron a la plaza pública o fueron el tema de con versaciones
familiares. La política exterior, que se suponía indiferente a la ma­
yoría de los ciudadanos, provocó, durante la guerra de Vi el Nam,
una proliferación de manifestaciones y disensiones colectivas. Y
todavía más, tos objetivos del crecimiento industrial, supuesta­
mente indiscutibles y adecuados, precisamente, para suprimir las
oposiciones ideológicas, fueron cuestionados con violencia y deter­
minaron pronunciamientos variados y contradictorios. Uno de hs
aspectos más notables de estos movimientos fue, sin duda, su ca­
rácter colectivo. Los debates no fueron acaparados por los especia­
listas sino efectuados en la plaza pública, como lo ilustra la práctica
estudiantil del sit in o asamblea general, que recuerda de alguna
manera la exaltación verbal de los clubes parisienses de 1793 y
1848.3 L o mismo en Francia que en Alemania o en Japón, en el
mismo momento en que observadores atentos se preguntaban
acerca de la despolitización y, en particular, la “ desideologización”
de la ciudadanía, estallaban crisis universitarias que generaban a
manera de inflaciones verbales y en cuyo seno todos los participan­
tes debían, en primer lugar, expresar y expresarse, escuchar las
opiniones convergen tes o divergentes, reviviendo, espontáneamente,
los foros discursivos que se suponían arcaicos.
Las guerras, sean civiles o internacionales, han venido a recor­
dar, como si fuese necesario, que estos conflictos se desarrollan
forzosamente dentro de otro conflicto de discurso, y que el desa­
rrollo de las pugnas provoca una intensificación de las expresiones
y propagandas tendientes tanto a legitimar la acción como a sos­
tener la moral de los ejércitos. E l conflicto árabe-israelí, que pro­
voca un incremento en las tomas de posición dentro de cada nación
del mundo, revela que al mundializarse las relaciones se mundia-
lizan, a su vez, los enfrentamientos simbólicos y los debates se
producen a nivel planetario. La ampliación de los medios materia­
les y el incremento de tos medios masivos de comunicación provo­
can no precisamente la deflacción de las violencias verbales, sino
el aumento planetario de estas violencias simbólicas.
E l ejemplo más palpable de lo que podría llamarse el resurgi­
miento moderno del discurso político lo constituye, sin duda, el
desarrollo de la revolución cultural china (1966-1968), desarrollo
tanto más esclarecedor cuanto que, al mismo tiempo que procla­
maba su fidelidad tota! al análisis marxista, se realizaba mediante
una inversión del esquema tradicional de dicho análisis. Mientras
los comentadores marxistas han disminuido la importancia histó­
rica de los sistemas de pensamiento, en función del desarrollo ex­
clusivo de las fuerzas productivas y la infraestructura económica,
los dirigentes chinos proclamaron, precisamente, su intención de
realizar, primeramente, una transformación de los significantes

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políticos y efectuar la nueva revolución a través de la transforma­
ción de los hábitos mentales. Mientras que en la economía no se
dio ninguna crisis de importancia y casi no se podía descubrir un
conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las rela­
ciones sociales de producción, lo que podía hacer esperar una para­
lización del poder simbólico, los dirigentes insistieron en la urgencia
de provocar una revolución en la ideología y mediante la ideología,
incitaron a las masas a apoderarse de los instrumentos de expre­
sión, comprometieron a cada ciudadano a que tomase la palabra y
proclamaron oficialmente el campo de las funciones del discurso
como la mayor de las instituciones políticas. Y, en efecto, a partir
de este momento, el gesto simbólico, la manifestación, la repetición
de fórmulas concernientes a la “ línea apropiada” , la lectura y el
comentario de un mismo texto, se transformaron, de simples actos
políticos, en elementos necesarios y esenciales para realizar la re­
volución.
Así pues, ningún cambio fundamental ha venido a confirmar,
desde hace más de un cuarto de siglo, aquella expectativa de una
desaparición de las ideologías. Desaparecieron algunas “ ilusiones”
(el culto a la personalidad de Stalin, el nazismo), cristalizaron
nuevas representaciones políticas, pero tales fenómenos de sustitu­
ción son los mismos que el historiador descubre para todo periodo
de transformación. L o que se confirma con toda certeza es la per­
manencia de la producción ideológica, a pesar de sus negaciones no
menos permanentes. Acontece como si la vida política no pudiese
desarrollarse sin racionalizaciones, sin que sus objetivos se comen­
ten y justifiquen, sin que los poderes políticos dejen de ser el objeto
de un discurso de legitimación. En otras palabras, la vida política
se desenvuelve permanentemente en ambos planos: 'el de las accio­
nes y el del discurso. La producción ideológica no cesa de acom­
pañar la totalidad de tareas, tentativas y decisiones.
Pero queda por entender la relación entre las prácticas políticas
v estas producciones ideológicas, entre la producción o la transfor­
mación de las relaciones sociales y estos discursos de legitimación.
La abundancia misma de esta producción provoca el riesgo de que
se la tome con escepticismo e induce a que se la considere como un
fenómeno banal y permanente, coextensivo a la vida socialA
Quisiéramos restituir aquí a la lucha ideológica y a las ideo-
logias políticas, todo su carácter especifico, retomando lo que nos
parece esencial de esta producción discursiva: su relación compleja
y permanente con los conflictos que Conmueven a la sociedad en
sus diferentes niveles. Nos proponemos analizar cómo puede la vio­
lencia simbólica trasponer un conflicto social y contribuir a su
conformación, cómo puede movilizar las energías y participar di­
rectamente en el desarrollo de las oposiciones, de qué manera inter­
viene para que los diferentes agentes sociales se interioricen el con­
flicto. Quisiéramos mostrar cómo la producción ideológica se puede
dar el lujo de disfrazar, desplazar o desviar los conflictos o la po­
tencialidad de los mismos, cómo puede incluso acrecentarlos o ate-

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nuarlos al articular una disputa imaginaria cu las potencialidades
efectivas. La ideología se revelará, de tal manera, como un instru­
mento permanente de los poderes y como el espacio simbólico en
el cual éstos se legitiman o impugnan, se refureznn o debilitan
incesantemente.
Las grandes ideologías modernas, el liberalismo y el socialismo,
han ocultado precisamente esta relación esencial entre los conflictos
y la producción ideológica.
La hipótesis de la decadencia de las ideologías políticas, sos­
pechosas de fanatismo y violencia irracional, no es una idea nueva
sino más bien la reformulación de una utopia, que se inscribe en
la tradición occidental desde el siglo de las Luces. Desde sus oríge­
nes, el pensamiento liberal ha sido una empresa crítica con relación
a las creencias tenidas por sectarias, una lucha para lograr el ocaso
de las alienaciones religiosas y el advenimiento de una práctica
por fin racional, que tome en consideración únicamente las ense­
ñanzas de los hechos y la razón. Desde John Loche hasta Alexis de
Tocqueville, se expresa una constante desconfianza respecto a los
fanatismos fundados en la religión, el militarismo o la demagogia,
y la certidumbre de poder enfrentar a estas ilusiones la moderación
de la racionalidad. A l respetar teóricamente el derecho de cada
quien a la ensoñación política y al partido de su preferencia, el
sistema pluralista proclama, en la práctica, la neutralidad de las
leyes con respecto a las posiciones partidistas y reduce las adhesio­
nes entusiastas a la suma de las opiniones individuales. E l Estado
no es, o no debe ser, el manipulador de una ortodoxia sino, por el
contrario, el árbitro entre las opciones, ese sistema gracias al cual
las proposiciones antagónicas pueden dialogar y superar la irreali­
dad de sus oposiciones. E l pensamiento liberal y el sistema político
pluralista tienden a menospreciar así las doctrinas, a mantener la
duda acerca de su validez y a reducir las teorías a opiniones. En
esta perspectiva, las expresiones políticas sistemáticas no se consi­
deran en relación significativa con los conflictos sociales, sino como
producciones sospechosas de movimientos o ideológicos extremistas.
Desde su origen, la crítica socialista se erigió sobre este mismo
entusiasmo racionalista. L o que los primeros socialistas reprocharon
a los liberales fue precisamente no llegar hasta el final en su de­
nuncia, no extender la desmitificación que éstos, en oposición al
antiguo régimen, pretendían aplicar a la vida política, hasta la dis­
tribución de los bienes v la desigualdad de las condiciones? Los
saintsimonianps acusaron a’ los liberales de refrenar la critica con
propósitos de dominación y reconstruir una nueva ideología defen­
siva en orovecho de las clases poseedoras. Para Saint Simón, el
conocimiento científico del devenir social, la toma de conciencia
de las necesidades y de las posibilidades del “ sistema industrial”
debía, por primera vez en la historia del mundo, provocar la erra­
dicación de los falsos saberes y el advenimiento de una vida social
liberada por fin tanto de la mentira como de la violencia política.
La creación de una verdadera ciencia de la sociedad debía poner

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fin a las ilusiones de la ideología y, según su expresión, a la “ pala­
brería” política.5 E n el momento en que la sociedad alcanza, por
medio del conocimiento, la edad adulta, rechaza las fantasías de la
imaginación y las reemplaza, en sus organizaciones, con el conoci­
miento científico. Eso es lo que Proudhon entiende por ciencia
social, ciencia que sería a la vez teórica y práctica, conocimiento ra­
cional de las leyes socio-económicas e instrumento para instaurar
el soda lis m o_científico. Y en la misma forma, para Marx, toda la
historia délas superestructuras políticas estaña en relación con las
estructurasjdesiguales, con el conflicto permanente entre las clases
rivales, ya sea que la clase dominante oculte la arbitrariedad de
su explotación en un discurso de legitimación, ya que las clases do­
minadas sufran esta ocultación encubriéndose a sí mismas su situa-
ciórTde inferioridad. Sólo una clase consciente, prosiguiendo fines
realmente universales, estaría en capacidad de escapar a la aliena­
ción de la ideología política. En 1852, en el momento en que analiza
la revolución francesa de 1848, Marx opone a las revoluciones bur­
guesas, alimentadas con sueños y fantasmas, la práctica de la revo­
lución proletaria, que eliminaría por necesidad el recurrir a las ilu­
siones. Los jacobinos, revolucionarios burgueses, debían elaborar
una fraseología exaltante porque tenían que ocultarse a sí mismos
y a las clases sometidas la particularidad de su proyecto, los lími-\
tes de sus intereses de clase. Los revolucionarios proletarios, que
no persiguen, por el contrario, ningún objetivo de clase, sino la-
emancipación de todos, no pueden actuar sino con lucidez y proce­
der, si hay necesidad, a la crítica racional de su propia acción.6 El
advenimiento al poder del proletariado industrial, la instauración.¡
de una comunidad socialista de trabajo, señalaran la liquidación de
las ilusiones en una sociedad vuelta transparente para si misma y|
liberada de conflictos. E l fin de la explotación material, la destruc­
ción de las clases, suprimirían las razones que fundaban a la ve^
los conflictos y las mistificaciones políticas.
Así, desde el comienzo del siglo X I X , en el momento en que
estaba formulado sistemáticamente el problema del discurso polí­
tico. se hallaban planteadas también las condiciones históricas de
su desconocimiento. A l defender la pluralidad de las expresiones y,
según sus principios, los “ derechos imprescriptibles” de la persona
individual, los pensadores liberales tildaron de inmediato al socia­
lismo y al comunismo como abstracciones irracionales. Por su parte,
los intelectuales socialistas les opusieron el socialismo científico, que
proponían como una ciencia y ya no más como una ideología, acu­
sando a la fraseología burguesa de ocultar con exclusividad la vio­
lencia de los intereses de clase.
De esta manera, la ideología política se vuelve objeto de un
doble desconocimiento, general y particular. E l desconocimiento
general atañe al propio fenómeno ideológico, que se tiene la ten­
dencia de reducir a un fenómeno aberrante que el porvenir, con el
triunfo de la razón, se encargará de eliminar. Se ignora así esa di-
tnensión esencial de toda sociedad política que constituyen la cons-

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titución yJarenovación de un imaginario colectivo, por medio del
cual la comunidad designa su identidad, sus aspiraciones y las
grandes líneas de su organización. La extrema diversidad de estas
expresiones no podría ocultar ese fenómeno universal de la crea­
ción, a cargo de cada sociedad organizada, de cierta representación
de sí misma, la renovación de un imaginario social por cuyo medio
el grupo dicta sus órdenes, designa sus fines, convoca a la realiza­
ción de los actos justos y condena las desviaciones. Es que, en
efecto, toda acción social, ya sea de cooperación o de conflicto, se
realiza dentro de una estructura de sentido, dentro de un inter­
cambio de significaciones que hacen posible la acción común o la
riv a lid a d La vida social y, particularmente, la política, suponen
entonces, permanentemente, la producción de significaciones, la
convocación y la legitimación de los objetivos, la magnificación de
los valores aue se proponen a la acción común. La ideología política
( liberalismo. socialismo, comunismo, anarquismo y las múltiples
formas particulares que la historia no termina de crear) no hacen
sino proseguir ese fenómeno constante, decisivo dentro de la exis­
tencia y la producción de las sociedades.
E l desconocimiento particular de que hablábamos atañe a la
significación de los conflictos ideológicos, que no cesa de ser negada
o deformada. Una ideología revolucionaria percibe con claridad a
qué fuerza se opone y presenta lo más adecuadamente las vincula­
ciones entre los conflictos sociales y las violencias simbólicas, pero
no puede ni analizar los nuevos conflictos que ella misma provoca
dentro del movimiento social que la sostiene, ni evitar que lo que
aspira precisamente a transformar se deforme en imágenes. D e esta
manera, la verdadera inserción de la polémica ideológica en la po­
lémica social permanece oscura, ya sea negada por el pensamiento
dominante o caricaturizada por el pensamiento crítico. Sin embar­
go, como lo veremos, este vinculo social entre la producción ideo­
lógica .y el desarrollo de los conflictos sociales, es el que había
presentido e interrogado el pensamiento político clásico.
Por otro lado, la articulación entre la producción del discurso
político y el desarrollo de los conflictos, se mantiene oscurecida
por una tradición intelectualista que tiende a aislar al primero de
sus condiciones sociales de producción.
La tradición intelectualista de Occidente conduce, en primer
lugar, a ver esencialmente en los sistemas de pensamiento político
sistemas de ideas, cuya sistematicidad se destaca v cuyos conteni­
dos y lógica inmanente son los que se interrogan con exclusividad.
Según esto, el hitlerismo será interrogado como un conjunto de
temas, como una doctrina cuya ausencia de validez teórica será
criticada. D e tal manera. eLasunto primordial del papel de los
mensaíes en la acción, la cuestión de las funciones ocupadas por
este discurso en la sociedad alemana de los años treintas, no puede
obtener respuesta. Es que el papel o la influencia de un mensaje en
' una situación histórica no se puede pensar aisladamente, haciendo
abstracción de los agentes que lo expresan, de los medios simbólicos

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y técnicos que éstos utilizan, de la frecuencia de las emisiones, de i
la organización de la propaganda, del contexto cultural, social yl
económico, de las actitudes y la receptividad de los auditores. El\
error intelectualista que consiste aquí en aislar el discurso de todas
sus condiciones de producción y de recepción sería, en otras cien­
cias, sorprendente, tal el caso de un economista que soñara con
teorizar la actividad económica no considerando más que las mer­
cancías producidas, sin tomar en cuenta ni las condiciones de pro­
ducción, ni los medios de circulación, ni el consumo y, todavía
menos, la unidad de todo este proceso. Pero como_toda producción
social, la de los bienes de significación, esencialmente implicados
en los procesos de la vida colectiva, supone condiciones particulares
de emisión y reproducción. Tal producción prosigue un trabajo yan
acumulado, se lleva a cabo por agentes, ellos también situados enf
una posición social particular y dentro de relaciones específicas.l
Los significantes emitidos son difundidos por aparatos que los po­
nen en circulación, los respetan o los transforman, los adaptan, los
retranscriben, les imponen su sello conforme su naturaleza institu­
cional y las actitudes de los agentes de la transmisión. Y de manera
semejante, los mensajes se reciben en forma particular por los re­
ceptores, de acuerdo con su cultura y su situación de clase, ya los
toleren o los rechacen conforme las múltiples posibilidades de las
posiciones y las coyunturas sociales. Todo el proceso de producción,
de circulación y de consumo de estos bienes, debe comprenderse
teniendo también en consideración las aspiraciones, las necesidades,
¡as reacciones de estos consumidores, implicados ellos mismos en
este proceso en tanto que reproductores o productores en grados
diversos. Será necesario, entonces, terminar por reconocer toda la
extensión de este proceso, considerando las tensiones que se pueden
inscribir en él y las inversiones inadvertidas que se pueden producir
en estas relaciones.
La tradición racionalista tiende a privilegiar, en segundo lugar,
Ihh aspectos intelectuales de estas_ prácticas, como si fuesen nece-
mi riamente'los más eficaces en la acción, lo cual la experiencia no
verifica. La historia de las ideas ,se demora sobre los sistemas más
elaborados y satisfactorios para el espíritu, pero nada indica, a
liriori, una relación entre el grado de racionalismo y el de eficacia.
No es imposible que, en una situación histórica concreta y para un
uriipo particular, la eficacia de un tipo de discurso sea precisamente
proporcional a su simplismo. N o podemos, en este dominio, privile­
giar solamente los criterios de coherencia y lógica intelectual. De
la misma manera, la historia intelectual de las ideas tiende a aislar
las expresiones más elaboradas, a no retener más que las obras
de los mejores teóricos y a rechazar al nivel de la anécdota las
initlliptes manipulaciones operadas constantemente por los hombres
de estado o los propagandistas. Ahora bien, en la realidad cotidiana
de In vida política, en la toma de decisiones y en el trabajo de
persuasión destinado a hacer que se acepten estas últimas, son se-
i.nimiamente las múltipes manipulaciones las que importan y parti-

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pipan directamente en la acción. En tanto que sistema intelectual
"estructurado, la ideología no ofrece más que el marco abstracto que
I importa precisamente transformar, adaptar, para responder a las
1 exigencias del momento. E l verdadero hablante político no es el
agente dócil de una repetición, sino aquél que sabe reproducir las
formas y transformarlas según las situaciones, y es esta manipula­
ción adaptada del verbo la que le permitirá la mejor persuasión.
Así mismo, será erróneo disociar, en una situación concreta, la
elaboración sistemátca y los discursos múltiples que toman de ésta
los elementos, los transforman, se inspiran en ellos más o menos
libremente y cuya profusión forma la totalidad de esta logosfera
que rodea al ciudadano y le comunica explicaciones e incitaciones.
N o ese x a c t amente la ideología la que debe considerarse como la
fuente de donación de significaciones, sino la totalidad indefinida
de estos discursos en sus particularidades y contradicciones. Así,
la producción abstracta y la práctica de propaganda, no se pueden
separar como dos fenómenos perfectamente distintos, definiendo la
primera por la teorización y la segunda por el empleo de técnicas.
Si se trata, en efecto, de dos prácticas relativamente autónomas, es
con mucho su interrelación la que será importante y eficaz: la teoría
es ineficaz si no se difunde e, inversamente, la propaganda no es
eficaz sino en la medida en que propaga mensajes adaptados e
inteligibles.
~ E l prejuicio intelectualista conduce en fin a privilegiar, en el
aparato discursivo de una sociedad, los escritos y, dentro de las
formas modernas, el libro. La ilusión en este punto es particular­
mente tenaz ya que, en efecto, la escritura logra una riqueza de
significaciones que no puede esperar alcanzar ningún otro medio.
Pero estos escritos pueden no ser sino elementos menores, objetos,
ellos mismos, de manipulaciones cotidianas. Los intercambios ver­
bales. las promesas oratorias, las alocuciones y las homilías pueden
importar más, como lo muestran las sociedades sin escritura, que
la misma amplitud de los medios audiovisuales en las sociedades
modernas. Además, las significaciones no solamente se presentan a
los ciudadanos por medio de los escritos y los discursos, sino tam­
bién mediante las imágenes, los carteles, las caricaturas y las his­
torietas gráficas. La maiestad del palacio aclama la grandeza y el
esplendor del príncipe, lo mismo que su aislamiento y su poder;
el templo republicano de la Asamblea nacional, cara a cara a los
diputados, expresa la normalidad del debato y la sabiduría de las
conciliaciones. La estatua proclama la grandeza del héroe y el res­
peto que se le debe: la dimensión de la tribuna, la preeminencia
del líder. Ta^to la ciudad antigua como la moderna están ¡tenas de
' signos. llamados, evidencias políticas, y cada revolución da paso a
una actividad febril para alterar estos signos, demoler las estatuas
i que se han vuelto escandalosas, cambiar los nombres de las calles
'cuando no de las ciudades. Y así también el gesto, la marcha, el
saludo y hasta la postura del cuerpo, la insignia, la indumentaria
y hasta un detalle de la misma, constituyen a la vez un signo de

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adhesión y, para los demás, una convocación de significaciones po­
líticas. Lejos de limitarse al secreto de lo escrito, los significantes
políticos están omnipresentes en el marco de la vida cotidiana, re­
cordados ostensiblemente por la insignia o simbolizados en cada
hogar por la fotografía, evocados discretamente por el emblema o
la bandera. ^
Conviene ensanchar considerablemente, entonces, la noción de
ideología, designando por ésta no un sistema intelectual particular
y aislado de su contexto socio-histórico, sino el conjunto de los dis­
cursos políticos de una sociedad, es decir el conjunto de las posicio­
nes teóricas que se organizan en una formación histórica concreta
en un determinado momento de su historia y que esbozan la tota­
lidad de las posibilidades y su finitudfi A l considerar el sistema de
estas posiciones conflictivas, se podrá investigar cómo la competen­
cia o la disputa en el seno de este campo discursivo pueden articu­
larse con los conflictos políticos y sociales o hacerse más autónomos
de éstos. Y también conviene examinar cómo se difunden estos
mensajes, en qué medida los reciben e interiorizan las institucio­
nes y las clases sociales. Se podrá entonces interrogarse, en este
nivel, acerca de las empresas, las resistencias y las razones de la
persuasión política, así como de sus fracasos eventuales.
Podemos tomar como punto de partida esa evidencia histórica
de que los conflictos sociales o políticos no cesan de transponerse
en conflictos ideológicos, de formularse en el campo de las posicio­
nes simbólicas. Un análisis sumario procura diferenciar estos niveles
y establecer una relación de sucesión entre el conflicto social, polí­
tico e ideológico, como si los conflictos simbólicos no hiciesen sino
e\ presar las oposiciones determinantes que los antecederían. Contra
este esquema reductor, nos será necesario esclarecer esta dialéctica
del conflicto social y el ideológico, analizar la implicación del dis-
r tirso en la acción, al mismo tiempo que su distanciamiento con
telución a los actos concretos. E l problema específico de la dialéc­
tica de la ideología y la acción, se plantea precisamente en razón
de la distancia posible o la discordancia entre una y otra: com o'
vamos a demostrar con ejemplos históricos, no hay correspondencia
obligada entre la intensidad de un conflicto social y la intensidad
de su producción ideológica. Algunos conflictos excepcionalmente
violentos y decisivos para la existencia del grupo en consideración,
no dan necesariamenet lugar a una correspondiente inflación dis-
, ursina. La pregunta que surge es entonces la del trabajo de con-
i eptualización, sus condiciones y consecuencias psicológicas y co-
leetivas dentro de la dinámica del conflicto: ¿en qué participan la-
piodacción ideológica, la creación de justificaciones y racionaliza- j
i'íiincíi en la estructuración de los individuos, en la movilización de
Imi energías, en el estrechamiento de las vínculos sociales? Paral
upnivechar las consecuencias de este trabajo será útil distinguir
(>ni te imaginario social e ideología pol'tica. entendiendo^ portel pri-
Kir-ffi el conjunto de las evidencias implícitas, lasfnórmas y los
r«0lores que aseguran la ^renovación de las relaciones sociales. A l

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racionalizar y transformar el imaginario, al crear modelos diferentes
de legitimación, el ideólogo induce una serie de consecuencias y
prácticas simbólicas cuyo inventario procuraremos hacer.
Este análisis del trabajo ideológico y sus consecuencias_ nos
conducirá directamente al examen de las relaciones entre la ideo­
logía y el ejercicio del poder político, puesto que, en efecto, la pro­
ducción ideológica tiende a movilizar la energía social y por ello a
provocar un aumento de poder. E n oposición a la tradición liberal,
que tiende a disociar radicalmente la producción ideológica y el
ejercicio del poder político, al confundir éste con la gestión racional
de los intereses, nuestro trabajo nos llevará a restaurar la noción de
poder ideológico, con objeto de investigar en qué medida y por qué
razones los poderes políticos se apoderan de aquel poder y lo utili­
zan La producción ideológica y la manipulación de bienes de signi­
ficación comportan, aún en este nivel, consecuencias complejas cuyo
inventario intentaremos apoyándonos en ejemplos históricos. La
detección de la influencia ideológica ejercida por los poderes, nos
debe permitir la contribución al análisis de la opresión política, al
ayudarnos a comprender las condiciones del ejercicio de esta úl­
tima. Esta investigación debería contribuir al replanteamiento de
la noción de consenso político, que se confunde demasiado a me­
nudo con la de dominación política, en razón de la negligencia de
que son objeto sus condiciones de producción. En determinadas
situaciones, el poder ideológico asegura el mantenimiento del poder
de represión, mediante la ocultación del conflicto potencial entre
gobernantes y gobernados: en este caso, la conservación del poder
político no es posible sino gracias a la detentación del poder ideo­
lógico.
Este análisis de la ideología y de la política supone que se dis­
tinguen claramente las situaciones en que se ejercen estos efectos
contradictorios. Distinguiremos, entonces, tres de ellas, ideal-típi­
cas: la rebelión, la ortodoxia y el pluralismo ideológico.

16
CAPITULO I LOS IMAGINARIOS SOCIALES

Max Weber definió con exactitud la acción social como una


actividad en la cual los agentes se proponen un sentido, con re­
lación al cual regulan sus comportamientos recíprocos.1 En efecto,
ni llevarse a cabo esta actividad, supone que cada comportamiento
individual está integrado en una continuidad, que las conductas
no coordinan y responden conforme reglas interiorizadas, de acuer­
do con expectativas recíprocas. En otros términos, una práctica
social, reuniendo de manera ordenada los comportamientos indivi­
duales con vistas a fines comunes, supone una compleja estructura
de designación, de integración significante, de valores, un código
colectivo interiorizado. Ninguna práctica social es reductible a sus
solos elementos físicos y materiales; implica, de manera esencial y
constitutiva, ejercerse dentro de una red de sentidos que sobrepasan
In segmentación de los gestos, los individuos y los instantes. Ade­
más, toda sociedad crea un conjunto coordinado de representa­
ciones, un imaginario a través del cual se reproduce v Que iden­
tifica consigo mismo al grupo, distribuye las identidades y los
impeles, expresa las necesidades colectivas y los fines a realizar.
Tanto las sociedades modernas como las sociedades sin escritura,
prorlucen estos imaginarios sociales, estos sistemas de representa-
c irtn a través de los cuales se autodesignan, fi jan simbólicamente
«tm normas y sus valores.
Hay que insistir, en provecho de un análisis de las ideologías,
en esta inmanencia esencial del sentido en la práctica, pues todo
Análisis de los hechos de significación sufre la tentación de romper
<'*tn relación, disociar el sentido y la acción, erigir los sistemas de
n presentación en objetos culturales, en fenómenos sociales o en
superestructuras distintas de la actividad.'Todas estas distinciones
punen en peligro de ocultación la unidad primordial que es la
pmetica como dialéctica, es decir como actividad en la cual las
significaciones están implicadas y le son constitutivas. Y a sea que
»i* eríja el imaginario social en simple lenguaje librado a sus pro-
pmri leyes, o en instancia epifenomenal o, por el contrario, en fuer-
*’i de dominación impuesta a los sujetos alienados, se desconoce
*«ln dimensión previa que es la inmanencia de las significaciones
* l»i práctica social y la necesidad, para efectuar una actividad

17

.a rt
común, del establecimiento y la interiorización de una estructura
de sentido.
Estas consideraciones generales plantean el problema del des­
acuerdo posible entre las significaciones y las prácticas, y el de sus
consecuencias. Si es cierto que la acción común postula una cohe­
rencia entre las significaciones normativas, ¿puede haber un des­
acuerdo entre las interpretaciones y con qué consecuencias? Y si
es cierto que para realizarse, las normas deben aparecer, de alguna
manera, como deseables, y articularse con los deseos individuales
y colectivos, ¿cuáles serán las consecuencias de un distanciamiento
entre las normas y los afectos? y ¿cómo se manifestará esta sepa­
ración y este desinvestimiento?
Estas preguntas rebasan el solo problema de las ideologías po­
líticas y se plantean en toda formación histórica, cualquiera que
sea su aparato simbólico. Así también, el rodeo mediante el exa­
men de los conflictos de las sociedades tradicionales y las socie­
dades religiosas, puede facilitar aquí nuestra comprensión de los
conflictos ideológicos y sus consecuencias. E l problema, en efecto,
debe plantearse en toda su generalidad: ¿Cómo se articulan estos
sistemas simbólicos con los conflictos sociales? Así podremos enfa­
tizar mejor la generalidad del fenómeno y señalar la originalidad
relativa de las formas modernas de estos conflictos.

I. E L M IT O

Se puede admitir provisionalmente que en la sociedad sin es­


critura se realiza la mayor adecuación de todas las prácticas socia­
les al sistema de significación. El mito no es exactamente una
creencia y todavía menos un acto de fe, antes bien la experiencia
cotidiana, lo imaginario vivido, el modo de relación de los hombres
consigo mismos, el mundo y el prójimo .2
El relato mítico aporta la red de significaciones por medio de
la cual se explica y se concibe el orden del mundo en su totalidad;
gracias al relato de los orígenes, el mundo físico encuentra su razón
de ser y sus cometidos; mediante los avatares de los héroes se
explica la distribución de las cosas y de los seres. Según la expre­
sión de Marcel Griaule, el mito es ese discurso universal “ donde
todo, hasta el desorden, está comprendido” . A l mismo tiempo que
los relatos, las estructuras simbólicas establecen ordenadamente
un sistema de pensamiento (el y ing y el y ang; el padre y los hijos;
lo puro y lo impuro; el oro, la plata y el bronce), una reíd de inter­
pretación que nos permitirá, por proyección, reinterpretar y orde­
nar todos los fenómenos. Los relatos introducen un sistema pro-
yectivo estructurado que hará posible, de acuerdo con esquemas
constantes de intelección, la reconstrucción e interpretación de
todo fenómeno.
Confrontado con la organización social donde se formula, el
mito se revela como un sistema de representación estructurado

18
adecuadamente a las distribuciones y prácticas sociales. Según la
expresión lapidaria de Durkheim, “ los dioses no son más que la
expresión simbólica de la sociedad” .3 Las grandes distribuciones
de los individuos en sexos, generaciones, grupos de linaje, se sim­
bolizan en los relatos mediante las relaciones complementarias
entre los héroes míticos. Las identidades parciales se constituyen
]>or identificación con los diferentes momentos del relato. La lógica
social, en su totalidad, se encuentra transpuesta idealmente en la
lógica del mito. Las diferentes prácticas se explican y hallan su
sentido mediante la referencia al discurso mítico, ya sea que pro­
vengan de la parte que se halla lo más cerca posible de lo sagrado,
o bien de la parte reconocida como profana e impura de la vida
cotidiana. E l relato menciona implícitamente los fines esenciales
de la vida colectiva y sitúa la finalidad suprema precisamente en
Ih realización del mito, en la fidelidad a los modelos y la presen­
tación renovada de su sentido colectivo mediante el rito y la cere­
monia. El rito justifica, al mismo tiempo, los ciclos de la vida
colectiva, los diferentes momentos de la vitalidad común con sus
fases de latencia y regeneración. La fiesta del retomo a los orígenes
expresa el momento supremo de la adecuación de lo vivido a las
significaciones. En ella se somete a prueba el sentido universal
cuya repetición asegura, mágicamente, la regeneración social.4
De ser así — si el mito era vivido tan adecuadamente y si estos
grupos tradicionales realizaban acabalidad esta definición— , esta­
ríamos ante el ejemplo de sociedades totalmente reconciliadas con­
sigo mismas, sin tensiones ni represiones, en las cuales las signifi­
caciones serían a la vez omnipresentes, coherentes y plenamente
deseables, constituyendo las antípodas de las que funcionan con
ideología y están divididas de sí mismas, atravesadas por esperan-
xns contradictorias, en conflicto con sus propios ideales; y tampoco
(endrían nada que aprender de las modernas, antes bien les ofre-
• crían la denuncia de su contraste.
Es seguro que ni la religión ni las ideologías políticas podrán
efectuar esta inmanencia, esta presencia constante del sentido en
I ikIoh los momentos de la vida: el nacimiento, la crianza, el adve­
nimiento a las diferentes edades, la sexualidad, la muerte, trans­
poniéndose directamente en experiencias significativas. Y de la
minina manera, la experiencia mítica toma en cuenta los deseos,
le»i provee una forma dramática y preeminente, identifica sú satis-
Incción o su frustración como señal de lo divino, hace de la reali­
zación del sentido, del cumplimiento del rito, el modo supremo
iU> realización del ser y sus deseos.5 La religión y la ideología se
>«forzarán por alcanzar, sin lograrlo, esta adecuación de la expe­
liendo vivida a las significaciones. Y a veremos que la ideología'1 '
moderna se propone como ideal reconstituir dicha unidad, esa ple^j
nllmi vivida de la significación.
IVro tal inmanencia del sentido a la experiencia en el marco
iM mito, debe ser reconsiderada. La descripción de la sociedad
li adicional como “ bella totalidad ética” da a entender que esta

19
I
sociedad no encubre ni división ni tensión y que el aparato simbó­
lico, el mito, no hace más que consolidar un acuerdo infalible.
Ahora bien, la antropología moderna, más atenta a los desequili­
brios y los conflictos que a la sola coherencia de las formas apa­
rentes, ha replanteado totalmente esta unidad y demostrado que
esta bella totalidad ética implicaba, en realidad, sus fallas, sus
coerciones y su modos particulares de contradicción.
Esta unidad simbólica que señala a las distintas edades, a los
dos sexos y a las diversas funciones su lugar en la coherencia
significativa, indica simultáneamente sus diferencias y su jerarquía.
Desde las primeras lineas, el mito del Génesis señala claramente
la anterioridad del hombre con relación a la mujer, la prioridad
jerárquica del principio masculino sobre el femenino, el vínculo
I esencial de la sexualidad y las fuerzas demoniacas susceptibles de
perturbar el orden del universo. En los mismos símbolos se enuncia
simultáneamente la unión esencial de la pareja, esa dualidad que
funda toda la historia de las sociedades, y la distinción jerárquica
que importa mantener entre los sexos. El hombre y la mujer son
idénticos en su subordinación a la voluntad divina, complementa­
rios en la renovación de la ^jda, pero distintos y desiguales en
perfección. Asi, el mito que unifica, une diferenciando, expresa
las diferencias de valores y funda las relaciones de autoridad entre
ambos sexos. La estructura fundamental de la distinción entre
lo masculino y lo femenino en numerosos mitos africanos, asocia
a los hombres con el orden y a las mujeres con lo asocial. A los
1 primeros les corresponde el espacio habitado, la autoridad y las
relaciones con los espíritus; a las últimas la maleza circundante,
los grupos subordinados y las prácticas de hechicería.6
Así mismo los relatos míticos señalan a las diferentes genera­
ciones, como a las diversas funciones sociales, su lugar dentro de
una jerarquía; proveen el modelo de las relaciones de autoridad
que conviene respetar para asegurar el cumplimiento del sentido.
'' Las distinciones que se hacen entre las diferentes edades, los ntos
del cambio de unas a otras que conllevan obligatoriamente, homo-
geinizan a los individuos en su generación y los someten, al mismo
tiempo, a una escala de dignidad. La iniciación señala la separa­
ción entre aquéllos que pueden aspirar a un rango y aquéllos otros
que no pueden hacerlo, prohibiendo a unos y otros la transgresión
de las distinciones. Todos ellos están calificados, por medio de los
relatos míticos, según una escala de dignidad o de pureza. Así la
caza o la realización de los ritos se clasifican en el pináculo de las
prácticas nobles, desdeñándose la preparación de los alimentos y
la hechicería, tenidas como prácticas poco valiosas o impuras. Las
funciones se encuentran así restituidas a su “ verdadero” lugar,
1 conforme un orden de dignidad y de poder que van a colocar, por
ejemplo, a los ancestros masculinos en la cima de la jerarquía,
luego, en su rango respectivo, a cada generación, de acuerdo con
una gradación descendente. A l corresponder a una organización
social precisa, cada grupo mítico consolida esta jerarquía, al mismo

20

i f a II -
(icnipo que integra las diferentes partes del cuerpo social, divide
uniendo, lo jerarquiza todo al volverlo complementario, y puede
así participar directa y eficazmente en el mantenimiento de la
vida colectiva.
N o basta pues hacer del mito el sentido vivido de un grupo,
el sistema de representación que hace inmediatamente significativa
n la práctica, también es necesario señalar las funciones particu­
lares que llena en tanto que instancia particular. Es que, si la
adecuación de lo sagrado y de lo profano es, en efecto, extrema
en la experiencia mítica, no es, sin embargo, uniforme. L a misma
repetición de las fiestas y los ritos, en que se practican las signi­
ficaciones con el máximo de intensidad, indica lo suficiente la dife­
renciación entre los momentos altamente signficativos y los que
catán más alejados de lo sagrarlo. Si bien la separación total de
lo sagrado y lo profano es imposible, sin embargo se esquematiza
en estas distinciones de tiempos, en las diferencias entre la ritua-
1i/ación y la práctica profana, en la asignación de los lugares sa­
grados y los cotidianos. Es que el sentido debe ser proferido, debe
ser reactualizado, de lo contrario correría el peligro de desvanecerse
V la vida colectiva estaría amenazada de perder, junto con su
dignificación, su coherencia. Pero, sobre todo, el sentido debe ser
recordado porque las complementaciones y las diferenciaciones no
están aseguradas rigurosamente; los conflictos que conciernen a la
repartición desigual de los derechos, los prestigios y los poderes,
pueden resurgir, y se contienen de manera potencial en la arbitra­
riedad cultural de las reparticiones. Importa pues renovar las
significaciones y es por cierto esto lo que los mitos llevan a cabo,
Minio con las fiestas y las recitaciones. L o que se recuerda no es
«ólo el sentido global de la experiencia común, sino el esquema
«Ir legitimación que asigna los poderes y las subordinaciones, los
derechos a la preeminencia y los deberes fie obediencia. El relato
mítico no es sólo la estructura totalizante del sentido colectivo
niño, señaladamente, un instrumento de regulación social, el código
n la vez funcional y coercitivo que impone el mantenimiento del
«interna de estratificación.? Estas dos funciones no son incompa­
tibles, antes bien es una característica del sistema mítico asegurar ,
Himultáneamente la donación del sentido totalizante, la explicación
del mundo de las cosas y de los hombres, y la imposición obliga­
toria del sistema de jerarouías y poderes.
Las distinciones entre los sexos y las generaciones indican por
otro lado lo suficiente que el manejo de las significaciones, el acceso
0 los misterios y los secretos, no son repartidos por igual entre
todos los miembros de la colectividad. En numerosas sociedades
«ío escritura, algunas categorías no tienen acceso a ciertos miste-
1i«s v en todas los niños deben ser iniciados en la cultura de los
ididlos. Así, los conocimientos míticos constituyen un bien tras­
mitido entre los miembros del erupo, enseñando a los niños, im-
Mumdo al recalcitrante, acaparado por los especialistas del manejo
■Imhólico. El saber mítico, conocido en forma desigual por los

21
diferentes miembros, constituye, en cierta medida, un bien escaso,
cuya adquisición especializada favorecerá el acceso a una posición
privilegiada. Una nueva jerarquía surge aquí, según el criterio de
la competencia en el manejo y la recreación oral del relato: la
mayoría del grupo, no especializada en este dominio, dispondrá
de un saber general, limitándose a las grandes líneas del relato,
que le bastarán para comprender el orden social en su significación
global. Por el contrario, quienes detentan la competencia mítica,
los adultos masculinos o, más particularmente los hombres de
mayor edad, tendrán a su cargo conservar y transmitir este saber,
encontrando en esta apropiación de los bienes simbólicos, la fuente
de un estatuto social privilegiado, o el medio para alcanzar otros
bienes sociales.
Como los rituales que los expresan, los relatos míticos no deben
ser considerados entonces como sistemas rigurosamente inmóviles,
como el “ mapa simbólico” , según la expresión de Malinowski, que
reproduce la estructura de una sociedad sin conflictos y sin his­
toria. Sin duda el mito corresponde lo más cerca a todas las ar­
ticulaciones y a todas las prácticas sociales. En este sentido, la
experiencia mítica no podría ser confundida ni con la experiencia
religiosa, ni con la ideológica, pero el mito no es del todo ese calcado
significativo inmanente a toda práctica, es también la estructura
simbólica eficaz que asegura funciones permanentes de testimonio,
legitimación y regulación para el mantenimiento y la reproducción
social, constituyendo una de las fuerzas reguladoras de la vida
colectiva, uno de los elementos del sistema de control de la socie­
dad en su conjunto. Mediante la explicación y la magnificación
que opera del modelo social, el mito participa en la orientación de
las conductas, en la canalización de las energías tanto como en la
represión simbólica de las desviaciones. Así, el consenso de que
pueden dar prueba estas sociedades, no debe ser considerado como
el simple resultado del funcionamiento no conflictual del sistema
social, ya que se obtiene, en buena medida, por la inducción per­
manente de las mismas regulaciones.
La propia repetición de los ritos, la reactualización de las sig­
nificaciones, hacen aparecer esa urgencia de imponer las normas
contra los riesgos de decaimiento. Hay que recordar el sentido
porque no está recreado de manera natural y porque se necesita,
por su medio, asegurar la reproducción del sistema de desigualdad.
El mito responde dinámicamente a una amenaza latente de
descomposición, de violencia, de desviación. Se puede adoptar, a
este respecto, la proposición de Rene Girard, según la cual el mito
sería, no la expresión del equilibrio social, sino, todo lo contrario,
la respuesta dinámica a las divisiones, a las violencias potenciales,
la tentativa de superar en una lógica simbólica la negación práctica
inscrita en la actividad social.8
El discurso mítico va a constituir, entonces, un elemento esen­
cial del control social y se puede prever que esta transformación
interesará, en primer lugar, en la estrategia de los grupos rivales.

22
( ’omo lo muestra Edmund Leach con el ejemplo de los Kachin en
la alta Birmania, el discurso mítico no recubre sin tensiones la
integralidad de las prácticas y la totalidad de los grupos.9 M ás
acá del sentido aclamado, aparecen las tensiones, las rivalidades
entre los subgrupos y los usos diferenciales del discurso común a
cargo de los sectores rivales. Una nueva dimensión se deriva de
lodo esto: el trabajo de transformación, la reinvención del mito
para adaptarlo aJas.exigencias particulares o, podría decirse, par­
tidistas. Un grupo que se encuentra en situación de inferioridad
y se esfuerza en progresar en la jerarquía de los prestigios y los
poderes, manipula el mito, suprime la parte del relato que expli­
caba su inferioridad y la reemplaza por otra que legitima su supe­
rioridad: opone al discurso oficial su contra-mito. Así, en esa so­
ciedad Kachin en que E. Leach descubre subsistemas inestables,
Musceptibles de propender hacia dos modelos sociales opuestos, las
rivalidades se expresan mediante el rechazo del mito impuesto y
la corrección de sus genealogías. Los partidarios del sistema jerár­
quico reafirman el mito tradicional para asegurar su superioridad,
mientras que sus oponentes transforman la genealogía para negar
«u situación plebeya. Las comunidades impugnantes oponen al mito
dominante un contra-mito, que se podría llamar “ dominado” y
que participa, como un instrumento y un desafío simbólico, en su
««fuerzo de transgresión.
Este ejemplo de los Kachin es eminentemente instructivo para
nuestro tema y procura las bases de una reflexión sobre las ideolo­
gías. E. Leach recuerda, en efecto, que un mito es susceptible de
varias versiones y que son posibles múltiples manipulaciones en el
interior de un mismo esquema genealógico. A partir de aquí y
precisamente a causa del carácter decisivo de las significaciones
míticas a título de control y legitimación, los subgrupos rivales se
apoderan de la versión que legitima su superioridad y la utilizan
mmo un arma simbólica contra sus rivales.
La conclusión de E. Leach sale pues al encuentro radical de la
interpretación funcionalista del mito. En efecto, en el caso de los
Kachin, las polémicas en torno a las diferentes versiones del mito
ronducen, no a simples justas simbólicas, sino a la extinción de
ciertos clanes y por ende a la desorganización de la totalidad
«acial. Desde entonces, concluye E. Leach, si el mito es un “ len­
guaje de signos mediante los cuales lo hombres expresan sus de-
u'chos y sus estatutos... es un lenguaje para discutir, no un coro
mnionioso. Si el rito es en ocasiones un mecanismo de integración,
»c |mede adelantar que también constituye, muy a menudo, un
"leninismo de desintegración” .10
Vemos ahora todo lo que pueden aportar a una reflexión sobre
la# ideologías políticas las investigaciones antropológicas sobre los
mil oh. Estos trabajos tocan las dimensiones fundamentales de todo
Mprirnto simbólico concerniente aL conjunto de la vida social. R e­
vellín en qué grado^ participan directamente en la práctica dichos
«límalos, como una de sus condiciones de posibilidad:*-Tos mismos

23
no se sobreponen a una actividad ya ordenada de suyo: innovan
las significaciones para innovar las estructuras, participan en el
proceso de rejuvenecimiento de la sociedad contra las amenazas
permanentes de desintegración, pero, al hacerlo, colaboran en la
renovación de un orden determinado, de cierta jerarquía y, por
ende, de cierta disposición de los dominados: el mito responde a
una violencia potencial imponiendo y legitimando su propia vio­
lencia.
Toda manipulación del aparato simbólico global es pues deci­
siva en la renovación o la transformación de las relaciones sociales
y este trabajo de re-escritura simbólica puede volverse, por sí
mismo, un campo estratégico y táctico en el conflicto entre los
grupos rivales.

II. LA R E L IG IO N

Cuando la religión reemplaza al mito, cumple lo esencial de


las funciones que cumplía este último, pero dentro de otros límites
y con otras modalidades.
Como el mito, la religión se propone dar la explicación última
del orden del mundo, rendir cuentas de la existencia social y de
sus razones de ser. Tiene, como el mito, vocación de totalizar las
experiencias y esbozar las significaciones de los vínculos del hom­
bre con el mundo, Dios y el prójimo. Dicta la norma y el sentido
de la misma, distingue, en un discurso coherente y dicotómico,
las acciones justas de las injustas. Los Diez Mandamientos, “ es­
critos por la mano de Dios” , enuncian los principios reguladores
de toda la actividad de Israel. Así mismo, y como lo efectuaba el
mito, la religión indica lo deseable, ordena los actos individuales
para la realización de los deseos justos, exalta las formas
de la realización He uno mismo. El amor a Dios es propuesto como ■
la forma más elevada del deseo, al final de una jerarquía com­
patible de deseos y placeres individuales. 'v
La exteriorización de lo divino que caracteriza a la religión en
relación al mito, señala una nueva vinculación de práctica con
unidad de sentido. En tanto que el mito extiende sobre todas las
prácticas y todos los miembros del grupo la omnipresencia de sus
significaciones, la representación de lo divino en una fuerza par­
ticular, en un ser trascendente, confirma la separación, entre laa.
prácticas, de lo sagrado y lo profano. Se separa y particulariza la i
fuente fundamental del sentido y, simultáneamente, se constituye >
una casta particular, encargada de conservar las significaciones*
comunes y recordarles, de inculcarles a todos las verdades que.
aseguran la vida, incluyendo a los niños y, eventualmente, a los
recalcitrantes. Como Max Weber pone de manifiesto, el paso de la
sociedad mítica a la religiosa se caracteriza por una apropiación
particular de los bienes de significación por los sacerdotes y en con­
secuencia, por una manipulación especializada de dichos bienes,

24
mino del poder que les es inherente.il Sociedades divididas en cas-
I « h o en clases, en que la apropiación j i e significaciones totalizantes
»<• convierte en una especialidadsuperior, sucede# a la integración
orgánica de los individuos que profesaban el mito:~~
La religión, pues, no expresa yáH e manera uniforme^ todos los
valores y no es j a el sentido inmediato _de todas las prácticas.
I Ina sociedad esencialmente religiosa, como el sistema hindú de
i'natas, se propone ordenar a todos los grupos de acuerdo con la
distancia que los separa de lo sagrado, desde la suprema de los
lirahamanes, hasta las no-castas intocables, identificadas como
ln# más alejadas de lo divino, en la jerarquía de lo impuro.12 Las
riel ividades sociales en su conjunto no están ya encargadas, a un
mismo título, del sentido supremo: sin entrar necesariamente en
conflicto con la práctica religiosa, otras prácticas se especializan
i>n la producción de los bienes materiales o en la gestión política de
Ins relaciones sociales. T al es lo que erige esa vasta tripartición
indo europea que une y separa en una jerarquía conjunta la prác-
lirn religiosa, la actividad política y el trabajo de producción
material: los sacerdotes, los príncipes y los campesinos y artesanos.
K1 discurso religioso no recubre ya con igualdad al conjunto de las
(lignificaciones: los políticos, los jefes militares, administran la
ciudad: los artesanos, campesinos, comerciantes, tienen su propio
lenguaje, diferenciado del discurso religioso. Toda una parte jie la
vida sociaUmplica un proceso de secularización. E l discurso, reli­
gioso se proclama, como^el sentido_eminente de la vida colectiva,
pero los príncipes, los propietarios, los artesanos, no encuentran
m;'is en él las respuestas a sus prácticas. Otros saberes se han cons-
I i l uido: el derecho, los conocimientos técnicos, que son los modos
de organización práctica de estas nuevas prácticas.
A partir de entonces surgen nuevos campos de conflicto. La
religión, como el mito, dicta las razones de las separaciones socia­
les y explica la desigualdad de los grupos: legitima así el poder,
"el ungimiento del Señor” . Pero, lo que no sucede en una teocracia,
en que se confunden las funciones de sacerdote y de príncipe, el
peder político, la casta de los nobles, se diferencia del poder reli­
gioso. En adelante, se yuxtaponen dos poderes que van a rivalizar:
ln religión no es_ya tan solo él sentido universal, sino un poder
particular que asegura cierta clase dé" dominio de las conductas y
aspiraciones. Rivalidad compleja ésta, como” lo müestrá'en particu­
lar el fin de la Edad Media, ya que si el poder “ espiritual” tiene
romo instrumentos los bienes de significación universales, detenta
i ambién bienes materiales y autoridades de orden político; y si el
poder “ temporal” posee como medios de realización las fuerzas mi­
litares, detenta también bienes simbólicos y de prestigio que utili­
za rú cada vez con mayor empeño, además de los materiales. Las
identidades sociales no se constituyen ya necesariamente con relá"- "f
* ión a las.creencias religiosas, como lo deseaban los sacerdotes,
aino en relación al linaje, a la ciudad y, más tarde,_a la nación. w
T a l como el mito podía ser objeto de una manipulación por

25
parte de los grupos adversos a los clanes dominantes, los bienes
religiosos van a ser el objeto de múltiples versiones e impugnacio­
nes, en función de las luchas individuales y sociales. Las diferentes
sectas y los líderes religiosos en el seno del clero, se van a esforzar
por alcanzar la detentación del discurso ortodoxo, mediante un
trabajo de invalidación de las sectas rivales. Los poderes políticos
van a intentar, ya sea apoderarse del poder espiritual y acumular
así ambos poderes (Enrique V I I I ) , o bien conformarse al discurso
religioso que prevalece, para afianzar mejor su autoridad (Cons­
tantino, Enrique I V ). Dentro de esta segunda posibilidad, el prín­
cipe clarividente hace gala de poder espiritual y creencias popu­
lares, modifica su conducta y utiliza el campo de las significaciones
establecidas para alcanzar el poder político ( “ París bien vale una
misa” ) . Los movimientos de oposición van a contraponer al discurso
oficial su reinterpretación, que constituye eventualmente la “ ver­
dadera” religión, los principios “ fundamentales” adversos a la re­
ligión de los sacerdotes y a encontrar en este campo la expresión
teórica de su rebelión, en una formación histórica en que el dis­
curso religioso es el sitio de expresión de los significantes uni­
versales.
/ Es que el contenido del discurso teológico concierne directa o
Indirectamente a todas las formas de vida social, aun cuando estos
/lazos puedan pasar inadvertidos para los actores en presencia. El
conflicto teológico va, entonces, a totalizar y conformar el conjunto
de tensiones que atañen a la colectividad en sus diferentes niveles.
Cuando San Agustín polemiza (de 392 a 420) contra el donatismo,
interrogándose acerca del dogma de la gracia, responde una pre­
gunta propia de la religión que será replanteada a lo largo de toda
la historia del Cristianismo. Empero, esboza, al mismo tiempo, una
respuesta a la cuestión política de la relación entre el Imperio
romano y la Iglesia cristiana en Africa romana. Todas las tensiones
propias de estas provincias encuentran en este debate religioso un
modo de expresión. La oposición de las dos iglesias, en la cual se
enfrentan concretamente dos jerarquías y dos instituciones, halla
su expresión en la querella sobre los sacramentos y el derecho a
administrarlos. De esta manera, el conflicto aumenta otra pugna
cultural, que opone un área lingüística completamente latinizada
a un área social que no lo está por completo. Pero se sitúa también
en las líneas de fractura que amenazan la unidad del Imperio, ya
que el donatismo es propio de la Iglesia de Africa y participa en
la resistencia de estas provincias a la empresa política de Roma.
La creación intelectual de Agustín responde bien a este conflicto,
proponiendo un modo de compromiso en que la ciudad de Dios
sería compatible con la ciudad romana.13 Y todavía más, el con­
flicto religioso se inscribe en el conflicto social que opone la aris­
tocracia terrateniente romanizada, los funcionarios romanos y los
administradores de los grandes dominios eclesiásticos, a los peque­
ños propietarios y los “ circunceliones” desprovistos de tierras.
Existe una lucha de clases subyacente a la polémica, que se mani-

26
(insta en las rebeliones donatistas contra el poder romano y en la
••■rio de represiones decididas por los emperadores. Todavía es
|inNÍble agregar que el conflicto económico, propio de un modo de
|ir«iducción esclavista, tal como toma forma en la economía roma­
na, encuentra su expresión en el conflicto religioso, puesto que,
on efecto, se oponen a esta contienda, de manera indirecta. los
(propietarios de esclavos y las poblaciones dominadas.
En provecho de un análisis de los conflictos ideológicos, se
(Hiede hacer ver hasta qué grado suprema el debatejeligioso posee
«¡Unificaciones múltiplesT^iendo apto para totalizar Jodas las sig­
nificaciones implícitas en una sociedad. T a l debate estíTsobrema­
nera sobredeterminado por los diferentes sistemas sociales (cultu­
róles, políticos, económicos), como se ve concretamente en la
intervención directa de los diferentes grupos sociales: intervención
del emperador, de los ejércitos, de las jerarquías eclesiásticas, de
lim propietarios de tierras y de los obreros agrícolas indígenas. Se
Imnen, pues, en juego, en el conflicto religioso, todos los intereses,
en su diversidad y sus contradicciones.
Pero hay que hacer notar con énfasis que estas observaciones,
hechas hoy día por el historiador, no sustraen nada a la especifi­
cidad del conflicto ideológico en sus circunstancias históricas
precisas. La^ guerra de las religiones no es una máscara para los
mitores, que se definirían aparte de sus creencias: los donatistas
luchan por la defensa de su Iglesia y la práctica de sus sacra­
mentos, Augustín lo hace por la defensa del cristianismo, la rebe­
llón de los circunceliones se reprime como un sisma, los donatistas
responsables de violencia no son condenados jamás como culpa­
bles de delitos de derecho común sino como heréticos.14 Los con-
flictos ideológicos tienen pues múltiples significaciones que los
desbordan infinitamente, pero a pesar de esto no c nstituyen una
nmple formlTd<rcontenidos que les serían exteriores: son a la vez
■■limbolización, desplazamiento,'cristalización, jescena crucial en que
loman las decisiones que conciernen a la vida de todos.

111. LA ID E O L O G IA P O L IT IC A

Esta evocación de los mitos y las religiones no conduce en


minio alguno a confundirlos con las ideologías políticas y todavía
monos a hacer de estas últimas simplemente las religiones del
mundo moderno. Lo que _es explícito en la religión: la relación con
I líos y la búsquedá~de la salvación en él más allá, no encuentra
ningún lugar en la ideología política moderna; lo que era implícito
mi aquélla — cierta concepción" de la justa" organización social—
■Inviene lo explícito y el solo contenido de la última. También y
i iialosquiera oue sean los acentos místicos de ciertos discursos ideo­
lógicos, será del todo imposible confundir el discurso de la ideolo­
gía política con las doctrinas y las meditaciones religiosas. Por el
mutrario, este recuento nos permitirá subrayar en qué grado las

27
funciones sociales esenciales que llenaban otrora los mitos y las re­
ligiones, deben estar a cargo de estos nuevos aparatos simbólicos,
de acuerdo con nuevas modalidades y para responder a exigencias
universales. Así, las ideologías políticas se nos revelarán en toda
su gravedad, en toda su importancia social, más allá de su apa­
riencia frecuente de gratuidad. Pero, al comparar el mito, la reli­
gión y la ideología política, se revela desde el principio que la
desaparición de garantías supra-terrestres, levanta los obstáculos
a la emergencia de los conflictos y hace de la última no ya un
campo accesible en forma secundaria a tales conflictos, sino más
bien el lugar simbólico en que éstos tienen lugar.
Una ideología política se propone señalar a grandes rasgos el
! sentido verdadero de los actos colectivos, trazar el modelo de la
sociedad legítima y de su organización, indicar simultáneamente
a los detentores legítimos de la autoridad, los fines que la comuni­
dad debe proponerse y los medios para alcanzarlos. La ideología
política provee una explicación^sintética en que toma sentido el
hecho particular, en qué los acontecimientos se coordinan en una
unidad plenamente significativa. El liberalismo,- éTsocialismo, los
nacionalismos y todas las formas particulares de ideología, aspiran
nada menos que a dictar los principios-,esenciales, las evidencias
irrefutables a partir dé las cuales” asumen sentido y justificación
los actos particulares. Esta vasta empresa es ciertamente la que
realizaban, según sus propias modalidades, los mitos y las reli­
giones, que señalaban las acciones justas, los poderes legítimos y
las identidades sociales. La ideología toma a su cargo esta función
social general y unlversalizante de dar sentido a la acción y, en
primer término, a los proyectos y las empresas políticas. Pero, con
ello, la ambición ide lógica abre un nuevo campo de conflicto
en relación con los límites de su jurisdicción. La religión esbozaba
una* solución a este problema por medio de la distinción entre lo
sagrado y lo profano: al especializarse en la manipulación de los
bienes de salvación, las autoridades religiosas reconocían a las
autoridades políticas y civiles el derecho de legislar en su dominio
propio. Sin duda las luchas de influencia entre lo temporal y lo
espiritual no terminan de surcar la historia de las iglesias, pero
la naturaleza misma del dogma prohíbe al poder político y eco­
nómico decidir acerca de la ortodoxia religiosa, de la misma ma­
nera que el sacerdote no pretende inmiscuirse en las técnicas del
artesano. Estas fronteras son imp sibles de fijar para la ideología
p olítica. Esta procláma las significaciones englobantes, pero l o hace
precisamente en un muridoen quelas-méktples'prácticas sociales
j rehúsan su jurisdicción: las actividades científicas, técnicas, pro­
d u ctiva s, tienden incesantemente a crear sus propias instancias
de legitimación y sus propias normas de actividad. A partir de ahí,
el conflicto entre el político y el no-político no va a cesar de re­
nacer, en forma mucho más aguda que el conflicto entre el religioso
y el no religioso. Puesto que nada separa sin ambigüedad lo que

38
«tañe y lo que no atañe al político, nada define claramente lo
que puede escapar al control de la ideología política.
D e la misma manera, la reflexión sobre el absoluto, sobre lo
meta-social, al exigir una extrema especialización, distinguía con
suficiente claridad a los especialistas, sacerdotes y teólogos, de los
no especialistas. Cada movimiento mesiánico o sectario venía a
impugnar esta apropiación de los bienes de salvación, pero las je ­
rarquías religiosas terminaban por recuperar sus instancias de
control contra las reivindicaciones de los no iniciados. Los ideólo- "",
gos carecen de ese privilegio de poder afirmarse como los deten- i
tadores exclusivos de un saber en parte esotérico. Así, la sustitución i
de la religión por la ideología política, en tanto que aparato sim- J
bólico integrador, ha iniciado un conflicto permanente que concier- /
no al derecho de producción de los bienes de significación. y
Las sociedades políticas modernas instauran jurisdicciones en
nx tremo complejas, sistemas promocionales diversos y móviles, pero
tn historia nos enseña con abundantes ejemplos, que sólo la in­
tervención de la fuerza militar ha resuelto provisionalmente este
conflicto en numerosas situaciones. El mismo no puede sino man­
tenerse a perpetuidad y constituir, cabalmente, una de las dinámi­
cas de los sistemas politicos.
En la ideología política se plantea como problema la misma
ambición de retotalizar la experiencia social y reconstruir una ver­
dad política, ya que se trata de producir una verdad viva, vedán­
dose empero al mismo tiempo la referencia a lo absoluto. La
ideología política se dice totalizante pero no puede descartar l a
c nciencia d é la arbitrariedad histórica. Esto se echa de ver, por
ejemplo, en la reconstrucción audaz que realiza de la temporalidad.
Cada ideología construye un sistema temporal donde el pasado
y el futuro se coordinan, proveyendo una plenitud de significa­
ción a la acción presente. Así, la ideología liberal se complace en
subrayar la riqueza de las tradiciones, los esfuerzos de los ante­
pasados que es conveniente proseguir, pero también la insuficien­
cia de sus realizaciones: el discurso sobre las tradiciones permite
la apropiación del pasado, en tanto el discurso sobre sus insuficien­
cias permite presentar la empresa del presente como superior en
ssonda a todo lo anterior. Los esquemas evolucionistas, que clasi­
fican las civilizaciones en una escala progresiva, desde las socieda­
des “primitivas” hasta las “ civilizadas” , desde las “ subdesarro­
lladas” hasta las “ industrializadas” , desde las “ tradicionales” hasta
las “ históricas” , convienen a esta ideología del progreso, que aplica
II presente una significación superlativa. Cualesquiera que sean
I ns avatares del momento, la organización social actual es situada
m la cima de una escala de perfecciones. Por oposición, la ideo-
I Ogía revolucionaria construye un esquema de invalidación del pa-
do, que subraya todo lo que es necesario destruir en éste: la
R justicia, la opresión, la explotación. Lejos de constituir una ple­
nitud emocionante o enternecedora. que haría falta proseguir, me­
jorándola, el pasado es la historia de las violencias y de las injus-

29
ticias, cuyas víctimas han sido las clases oprimida#. A parí.ir de
este momento, no se trata ya con exactitud de la inisuui historia,
interpretada de manera diversa, sino de dos historia# cuyos mo­
mentos escogidos, los episodios considerados como importantes, no
son los mismos: la ideología reformista sobreestima ios i lisiantes
de construcción económica, las “ revoluciones industriales” , las lu­
chas nacionales en que las clases sociales alcanzan su rt’im u ilia-
ción; la ideología revolucionaria repudia estos momculus ipie cali­
fica de ilusorios y magnifica los periodos de conflicto, (Inmute los
cuales las fuerzas oprimidas han emprendido una iiccii'm de resis­
tencia o de subversión contra el orden establecido, boa discursos
contrarios efectúan un trabajo de producción do sentido sobre el
pasado, operando por selección y reconstrucción, produciendo hé­
roes distintos y apelando a significaciones diferente#,
Y así mismo la ideología da sentido ni presente, no relacio­
nándolo ya con los orígenes, o inscribiéndolo en le voluntad de
Dios, sino situándolo en un tiempo significativo y en miu inten­
cionalidad colectiva. El presente no es la acumulación absurda de
empresas individuales: desborda significacinncs uinlliple# ipic pro­
vienen a la vez de su posición en el sentido histórico y de lim metas
que persigue. Para el ideólogo de la Restauración, ni «iguii-nto día
de la Revolución de 1789, el presente es eso frágil reí orno a la
prudencia luego de los años criminales, actualidad que reanuda el
sentido de las “ verdaderas” doctrinas y permanece nincimzado
por los demonios de la filosofía. Para el ideólogo soviólica del pe­
riodo estalinista, el presente es la realización de la glonoNn Revo­
lución de Octubre, durante la cual fue iiislaurinlii, pin primera
vez en la historia del mundo, el poder de In <Iiih « olaeia Además,
el presente extrae su sentido de los fines eolia livn# une se persi­
guen y que integran los fragmentos del tiempo .......m nmliimidad
significativa. L o que para el analista ceoiumnnt puede ski sólo una
constatación de hechos: la inversión, 1n planificación, <1 aumento
del producto nacional, se vuelve en el lengua |c del ideólogo.en un
fin relevante, digno de ser proseguido y que provee « loa netos
individuales una justificación suficiente.
Se sabe que estas relaciones significo! ivas con «I panado y el
futuro no son, de ninguna manera, itcik ioiicn de iiildci (nales
ávidos de consolidar la coherencia de los signifii iK iniien la# perio­
dos revolucionarios, durante los ruuloN Iiim .... . rebeldes
destruyen los símbolos del pasado, dcrrilmiidn Iim cuín luna del dic­
tador depuesto, indican de sobro que este tinbnln d. Iniiiiifnnim-
ción del sentido es una acción coiiipriniinluln indlcnlineiile uní la
práctica social.^En el momento en que #e hunde nmi «quemón, os
i importante expresar simbólicamente la nueva inlminn <<m el pa­
usado, se trata de concebir este pasudo nmifdinlo de olía manera,
de estigmatizarlo con un nuevo leuguaie v, «o pnilíiidni, de des­
truir los símbolos que se han vuelto intideinldea He tinto de re­
escribir la historia para expresar el nuevo pnsaenta, d< i amblar el

30
nombre de las cosas para crear un nuevo sentido y, por ese medio,
un nuevo curso de las cosas.
Así, la ideología debe responder a las preguntas que la religión
permitía eludir. L a visión religiosa podía contentarse con destacar
algunos momentos simbólicos del tiempo (la Creación, la venida
de Cristo a la tierra, el Juicio Final) y abandonar a la contingen­
cia histórica lo cotidiano; la visión ideológica debe operar un vasto
Irabajo de creación para integrar la. diversidad en una unidad y
renovar la interpretación de lo cotidiano. Y como esta construcción
oatá unida a la experiencia de cada cultura y de cada clase social, el
campo está abierto, para cada grupo social y para cada movimiento
político, a la reinvención conflictual del tiempo. Este debate que
parece concernir al pasado se dirige en realidad al presente y al
futuro: se trata de legitimar la acción presente en función de_ un
futuro que se propone como deseable. Ahí donde la religión podía
aportar una respuesta evasiva o referir el drama del futuro a la
ñola salvación individual, la ideología debe responder con precisión,
incluso antes que pueda ser anticipado algún criterio, puesto que
■a trata de_decidir lo que todavíajno es. Las ideologías osan'plan­
tear la pregunta del futuro colectivo, pero no pueden proponer,
para responderla, ningún criterio absoluto. Así, el conflicto se ins-
rrihe en el propio campo de su objeto, no de manera coyuntural,
niño esencial.
Con respecto a la acción y sus fines legítimos, la ideología sé­
llala los valores y decide su jerarquía. Renueva la empresa de va­
loración diferencial que realizaba, según su propia lógica, la religión,
ipie indicaha los grados de pureza o de perfección, la jerarquía de
la» pecados y las santificaciones. En esta perspectiva, no es sor­
prendente encontrar puntos de contacto entre las alternativas
riendas por las religiones (la via del mal y la del bien) y las
dicotomías de las aserciones políticas (la línea negra y la línea
rojn), puesto que se trata, en ambos casos, de discursos prácticos
que se conforman a las exigencias de la pareja legitimación/inva-
lulAción. Pero la religión tenía a su alcance el fundar los valores
«obre un principio "tanto menos invulnerable cuanto que no se
I mede verificar. Privada de esta garantía absoluta, la ideología va
m hallarse, entonces, en la obligación, de reinventar los argumentos
ni'msnrios para establecer los valores, sin poder fundarsejsobre uña
un (oridad inalienable. Además, la religión podía eludir la violencia
did debate acerca de los valores, magnificando los espirituales y la
Imsipicdn de la salvación individual, ofreciendo a cada quien el
ie íugio riel diálogo con lo divino. La ideología carece de este re-
<urmi v dehe proponer valores sociales que conciernan a la acción
mini'in. c incitar a cada uno a que actúe de manera concreta dentro
de ln colectividad, aun cuando sus objetivos corran el"peligro de
invehir n cada instante su relatividad.
I.» ideología política renueva la empresa mítica y religiosa de
U idi’iilificación de los individuos. Llamando a un grupo particular
(mi pnrlido, una clase, una nación) a realizar una acción pariicu-

31
lar, señala las fronteras del grupo y debe crear para éste los ins­
trumentos de sublimación. Para que la acción se posibilite, será
necesario que el lenguaje participe en el mantenimiento de las
lealtades individuales hacia la colectividad y que sustente, para
lograrlo, el juego de las identificaciones del ego con el grupo. La
ideología podrá pues, con relación a este punto, restaurar una
violencia simbólica no menos radical que la de ciertas religiones,
siendo el enemigo que se opone a los intereses y valores riel grupo
legítimo, no menos condenable que el infiel. N o obstante, las re­
ligiones podían esconder las contenciones a la violencia social y
algunas de ellas exaltaban los valores puramente espirituales y
hasta alentaban algún desapego con respecto a las empresas de
este mundo (el budismo, el taoísmo, el jansenismo). La ideología
política le cierra el paso a estas evasiones; puede, también, rehusar
al enemigo ideológico lo que la religión acordaba frecuentemente
al enemigo religioso: la posibilidad de conversión y de hacerse
perdonar las faltas. Nada excluye, con tal óptica, que el ideólogo
político renueve, reforzándolo, el fanatismo que los racionalistas
pensaron que no debían atribuir más que a la religión.
En fin, la ideología política renueva la función tradicional de
los mitos y las religiones, la de asegurar el consenso social, cons­
truyendo un modelo, un paradigma de lo social que señala, justi­
ficándolas, las posiciones sociales. Debe repararse con atención en
que, a ejemplo de los mitos, la ideología erige, en efecto, una ima­
gen de las distribuciones sociales, de las igualdades y desigual­
dades, y proporciona un verdadero saber en lo que concierne al
sistema social. La concepción superficial, que no atribuye a las
ideologías más que efectos de ocultación, induce el riesgo de hacer
olvidar todo el contenido de explicación y designación explícito
que comporta un sistema coherente de representaciones políticas.
Si bien los ideólogos de la Restauración pueden con mucho disimu­
lar, de manera consciente o inconsciente, las nuevas relaciones
sociales que se instauran en esta fase de acumulación del capital,
no por eso dejan de trazar, con la mayor claridad, un cuadro ge­
neral de la sociedad restaurada, en que el rey retoma sus poderes
bajo las exigencias de una constitución, delega una parte de su
autoridad en sus ministros y valida toda la jerarquía de las auto­
ridades regionales y locales. Esta totalización ideal que realiza la
ideología no es de ningún modo una pura imaginería sin límites
ni contenidos: se trata de una totalización explícita que nombra
las grandes distribuciones sociales y afirma brutalmente su necesi­
dad. El discurso feudal admite que todos los hombres son iguales,
pero agrega que no se trata sino de una igualdad ante Dios y ante
la muerte. Con respecto a la organización social, afirma y repite
que la sociedad está y debe estar dividida en tres castas: la no­
bleza, el clero y el tercer estado, y busca, no oscurecer, sino más
bien reconsiderar este sistema de desigualdad. liberalismo clá­
sico no persigue negar la distribución social entre poseedores y
desposeídos: explica abundantemente que la libertad no está ase-

32
gurada contra las usurpaciones del despotismo, sino en la medida
en que sean respetados los derechos del individuo, en primer
término los que le permiten disponer de su propiedad. T a l como
la define este liberalismo, la persona no es sólo física y moral:
se constituye como tal en cuanto detentadora de bienes y, por
ende, garante de su propia libertad y la de los otros propietarios.15
Incluso Hitler, cuando escribe en M ein Kam pf que la sociedad
nlemana de 1924 está dividida en tres categorías que designa como
la élite, las clases medias y la escoria, define muy claramente las
grandes líneas de la nueva sociedad fascista, en la cual un pequeño
grupo dirigente deberá acaparar los poderes y prestigios, dominar
y sostener al conjunto de las clases medias y reprimir toda opo­
sición de los grupos calificados de inferiores.16 Los ideólogos erigen
nfií una visión global, cuyos desarrollos y aplicaciones permitirán
emplazar cada estatuto y cada rol en ese todo considerado cohe­
rente. Las grandes líneas de la ideología feudal se van a aplicar a
cada papel social, el del hombre, la mujer, el sacerdote, el noble
V el “ humilde” campesino, por la vía de la extensión y la repeti­
ción: cada uno se ve situado, identificado con una posesión que
vn a definir todo el juego de sus derechos y deberes. En su dis­
curso unificante, la ideología arregla y sintetiza, separa coorde-
nnndo, designa cada parte y la identifica pero, simultáneamente,
I» pone en relación recíproca y desigual con las otras. Su especifi­
cidad en este punto reside en el doble movimiento que define su
propia lógica, que es una lógica de relaciones: cada parte está
iluda inmediatamente con relación a un conjunto, a una estruc­
tura que justifica la existencia lo mismo que las obligaciones.
Una discusión crucial en este vasto fresco totalizante que
construye la ideología política, es la constituida por la desig­
nación y la legitimación de los detentadores de la autoridad. Toda
ideología instaura una imagen del poder, de su naturaleza y Tas
tundiciones de su ejercicio. A este respecto, debemos proceder
provisionalmente al contrario de esta definición de la ideología
que no retiene más que sus efectos o ocultación o enmascara­
miento. Sin duda, la legitimación se consigue mediante un proceso
pare ¡ni de selección de datos, pero, lo específico de una ideología
pul ilion es construir un doble razonamiento de invalidación y
vnl i dación de los sistemas de poder. E l discurso demuestra el
■-unidor ilegítimo o inferior de todas las otras posibilidades his-
lóríciiH o, al menos, la inadecuación de todo otro modelo para la
munición presente. Al hacer esto, debe designar y proveer las
interpretaciones necesarias para la condena de las otras formas
tic pudor. Y así mismo, cualquiera que sea el énfasis al cual se
» polo, d discurso de legitimación debe nombrar a los detentado-
ion lepil irnos de los diferentes poderes e indicar las condiciones
do mi lorlulamiento y autoridad. La ideología revolucionaria de-
nlHini crin precisión a los detentadores del poder enemigo, explica
i luínmonlc los daños y las razones de su ilegitimidad. Algunas
Mi ínulas, cristalizadas con firmeza ( “ usurpador” , “ gobierno fan-

33
toche” ) asocian con energía la designación, descripción e ilegiti­
mación del poder enemigo. La ideología revolucionaria expresa,
por otra parte, con suficiente claridad, lo que debe ser la nueva
autoridad política y cómo se debe reclutar. Lenin en ¿Qué hacer?
expone claramente las condiciones de enrolamiento en el partido
comunista clandestino, y cómo los militantes profesionales deben
asumir las nuevas funciones de dirección del movimiento político.
Enuncia, al mismo tiempo, que este partido de intelectuales re­
volucionarios deberá arrancar el poder, en el futuro de la revo­
lución social, a las antiguas clases dominantes y detentarlo de
manera provisional. El discurso señala con toda la claridad de­
seable, en estas expresiones, a los nuevos poderes y le permite
al grupo revolucionario designarse a sí mismo como su verdadero
poseedor. Mao Tse Tung lo repite en múltiples fórmulas que de­
signan sintéticamente la autoridad y sus razones legítimas: “ El
Partido Comunista chino constituye el núcleo dirigente del pueblo
chino por entero. Sin tal núcleo, la causa del socialismo no sabría
triunfar” ,17
Acerca del corolario de la autoridad, o sea la obediencia, el
discurso político es menos explícito: utilizará otras palabras que
van a designar, no la sumisión, sino las conductas conformes de
manera legítima con las órdenes de las autoridades: “ disciplina” ,
“ unidad” , “ confianza” . Pero si estas fórmulas legitimantes evo­
can las reglas de la obediencia de manera indirecta, no la velan
del todo, y la exaltación del jefe es al mismo tiempo un llamado
explícito a conformarse a sus órdenes. El término “ confianza” ,
al evocar, con muchos matices, la competencia y el perfecto des­
interés de los dirigentes, el despojo razonable que los ciudadanos
pueden aceptar de su independencia, será particularmente signi­
ficativo de este llamado a la obediencia. “ Hay que tener confianza
en el partido” , recuerda el dirigente político.18
Hay que enfatizar, entonces, la distancia que separa, a este
respecto, este discurso directo y como brutal, de los discursos
religiosos, que no ofrecían de la lógica social más que un modelo
discreto e implícito. La ideología enuncia casi abiertamente lo
que la religión evocaba mediante el rodeo de su meditación. Aun
en esto, la ideología admite, mucho más directamente que las re­
ligiones, los conflictos que provocan los debates — también estos
últimos sin garantía absoluta, sin que puedan evitar aquéllos y
no teniendo otra solución, cuando los medios de conciliación des­
aparecen, que recurrir a la fuerza.

Gracias a estos aspectos, la ideología política constituye, de


las tres grandes modalidades del imaginario social, la más favo­
rable para la expresión y la intensificación de los conflictos. En
las tres modalidades, se pone en juego el mismo asunto: el sen­
tido común, universal, que transmitirá las representaciones colec­
tivas que conciernen a las finalidades y las acciones legítimas.
Es indudable que la rivalidad social se puede expresar a través de

34
la manipulación He los mitos y, así mismo, como E. Leach lo re­
cuerda, conducir de esta manera a la desintegración del grupo;
pero la unidad del mito y la inmanencia de sentido que se realiza
por su mediación, favorecen tanto como es posible la repetición
y el mantenimiento del consenso. Con respecto a las violencias
abiertas y potenciales, el mito tiende a funcionar como una con­
tra-violencia simbólica. Y , en menor medida, también las religio­
nes abrían caminos para evitar el conflicto, mediante la desvia­
ción de las agresiones y la canalización de las potencialidades de
rebelión. M itos y religiones, al producir la justificación de la tras­
cendencia, inhibían la agresión contra las normas definidas como
inaccesibles.
Las ideologías modernas se han constituido con justeza en un
movimiento de desmitificación opuesto a las religiones puesto que,
en efecto, las primeras se proponen enunciar sin rodeos, sin re­
ferencias a lo trascendental, las acciones justas y los actos legí­
timos. La ideología enuncia con crudeza lo justo y lo injusto. La
lucha para definir lo legítimo y denunciar las opresiones, está de
esta manera empeñada, teóricamente, sin máscaras y, en reali­
dad, con otras nuevas. Mediante este develamiento se abre un
conflicto entre las fuerzas sociales, una amenaza permanente
contra los poderes establecidos, que van a apoderarse de esta arma
para conjurar así lo que las amenaza. La ideología procura per­
manentemente un campo de batalla a la conquista de la influen­
cia, a la agresión y a la defensa de los poderes, al mantenimiento
de los controles y a la rebelión en su contra.
Los filósofos racionalistas creyeron que el abandono de las
identificaciones religiosas, al conllevar el despojamiento de las ata­
duras apasionadas a lo irracional, introduciría en las relaciones
sociales una mayor paz. Pero la experiencia muestra con creces
que los valores políticos trasmitidos por las ideologías están tan
investidos afectivamente como los religiosos. Es que el verbo ideo­
lógico no presenta al sujeto una gama de posibilidades entre las
cuales habría que escoger, sino una' verdad moral a la cual seria
indigno y degradante sustraerse. El verbo provoca, interpela al
ego concebido como un ente responsable, al que le concierne ín-
I ¡mámente la verdad de las apelaciones.19 A diferencia del re­
ligioso, el discurso político se dirige a un sujeto explícitamente
«K ’ializado, para incitarlo a precisar sus compromisos en las em­
presas mundanas, pero, como el llamado religioso, erige al sujeto
individual en sujeto kantiano, en agente autónomo portador en sí
mismo de la verdad transmitida y responsable de su defensa. El
su ieto es convocado a realizar una acción mundana pero en tanto
“ sima y conciencia” , ser autónomo que será, a la vez depositario
de la verdad y culpable si se sustrae a ella. El discurso se dirige
individualmente a cada uno, con el propósito de provocar la ad­
hesión “ sincera” , en la misma medida^en Que procurará provocar
el iuego de las identificaciones y culpabilidades. Así, el carácter
apasionado de los llamamientos políticos no es un aspecto secun-

35

II 7. <:• 7' 7 7 v o .. !■ f f f T f F T r -r 7- —i
ti /, o Or. r. r>r-, n a o, r h ft
dario que se podría suprimir sin contradicción. Si bien existen
grados en este apasionamiento, la dicotomía afectiva que atra­
viesa a toda ideología es con mucho irreductible: la legitimación
es, simultáneamente, llamado a la vinculación, a la confianza, a
la admiración, a la identificación; la invalidación es a la vez lla­
mado a la desconfianza, al desprecio, al odio. Toda la energía de
las pasiones se puede investir en el conflicto ideológico y comuni­
carle la violencia más radical.

36
C A P IT U L O I I : H IS T O R IA DE L A P R O B L E M A T IC A

Toda reflexión sobre las ideologías lleva al extremo la para­


doja de las ciencias humanas que consiste en que los actores so­
ciales pretenden constituirse a la vez en sujetos y objetos del
conocimiento. Si es posible superar, relativamente, esta paradoja,
con el estudio de los comportamientos cuantificables, el proble­
ma permanece grave desde el momento en que se pertenden inter­
pretar las ideologías y, por ende, la propia. Si se entiende por
ideología ese sistema de pensamientos, creencias y normas que
participan constantemente en la regulación social y que se repro­
ducen por cada uno de nosotros, en buena medida de manera
inconsciente, se puede proponer que este sistema de significación
es, con mucho, el objeto más difícil de interpretar. Es ciertamente
en este dominio donde se dan más comúnmente las reconstruccio­
nes proyectivas y nadie podría escapar radicalmente a la influen­
cia de la ideología política que ha recibido de su tiempo, su clase
social y sus experiencias históricas particulares.
El rodeo histórico del problema nos puede ayudar a superar,
en parte, este obstáculo. Este rodeo nos recordará, mediante gran
número de situaciones ejemplares, cómo cierta coyuntura histó­
rica y cultural hacen posible, no sólo ciertas estructuras ideoló­
gicas, sino también cierta conciencia del problema. Debemos, por
cho medio, estar preparados para volver a interpretar nuestra pro­
pia situación histórica y en consecuencia, la relatividad histórica
de nuestra propia conciencia del problema. Deberá recordarnos
también, aunque sea a grandes rasgos, la riqueza singular de las
reflexiones que ha acumulado sobre este tema la filosofía social,
que nc ha cesado de hallar bajo diferentes formas estas pregun­
tas. Esta evocación nos enseñará, así mismo qué continuidad y qué
rupturas aportan aquí las ciencias sociales modernas.
No pretenderemos reconstruir una historia completa del co­
nocimiento de las ideologías, sino tan solo puntuar ese recorrido,
destacando las rupturas significativas.

I. C O N S ID E R A C IO N E S H IS T O R IC A S

El primer momento en que haya sido formulada con claridad

37

» + í ' ■* * T T T in
esta interrogación sobre el discurso político, nos lo ofrece la ciudad
ateniense. Es que, en efecto, el advenimiento de la democracia erige
a todos los “ hombres libres” (que no son ni esclavos, ni metecos, ni
mercenarios) en ciudadanos iguales delante la ley, encargados del
derecho de deliberar acerca del destino de la ciudad. La Asam­
blea no es ya el lugar mítico en que se efectúan los ritos y se
pronuncian los discursos impuestos, sino el lugar en que se enfren­
tan las rivalidades, en que se responden los discursos antagónicos
que conducen a tomas de decisión. Y en efecto, la paz o la guerra
se deciden en ella, los jefes de partido se distinguen y conquistan
su estatuto mediante la elocuencia, alcanzando el poder mediante
la seducción del verbo.! Los ciudadanos libres viven en un universo
de debates, de conflictos simbólicos, de reversión de las actitudes,
gracias a la seducción del verbo, de donde provienen decisiones y
prácticas concretas.
Platón encuentra en esta democracia de la persuasión la fina­
lidad de la sociedad erigida sobre el mito y, ansioso de restaurar
una sociedad rigurosamente jerarquizada, descubre qué funciones
sociales asegura el mito en la sociedad homérica. Así, el de los
orígenes, al hacer creer a los hombres que habían salido de la
misma madre, la tierra,2 les provocaba la ilusión de que todos
eran hermanos y favorecía así la integración y la concordia so­
cial. El mito es una ilusión, una mentira, empero necesaria para
la vida de la ciudad.
Inspirándose en las enseñanzas de los sofistas, Aristóteles
inaugura en su Retórica una reflexión que estará presente, desde
entonces, en toda interrogación sobre el discurso político: ¿cómo
persuadir y cómo combatir los argumentos adversos? En el domi­
nio político, es decir el de las preguntas que están sujetas a de­
liberación, el orador moviliza cierto número de te'cnicas lógicas,
literarias o psicológicas, que obtienen efectos particulares de per­
suasión. Aristóteles se pone a hacer el inventario de estas técnicas
persuasivas, buscando descubrir el cómo de la acción política del
discurso.3
Notemos que lo que se none en juego en estas reflexiones es
ciertamente el problema del control simbólico y del poder social.
Platón pone en evidencia la función y el control de los compor­
tamientos por medio de los temas míticos. Aristóteles orienta
toda su reflexión hacia la per uasión por medio del discurso. Pero
ni uno ni otro pueden, en el límite de la ciudad, imaginar que
un poder exterior a los ciudadanos, el poder del Estado, pueda
controlar los gobiernos a través del dominio de los aparatos ideo­
lógicos. Es Maquiavelo quien va a replantear en estos términos el
problema.
A l analizar los conflictos entre los principados, y los métodos
por medio de los cuales un príncipe conquista y conserva el po­
der, Maquiavelo se sitúa en la perspectiva adecuada para descu­
brir qué uso puede hacer el actor público con las creencias y los
sistemas de influencia simbólica. Renovando, a propósito de la

33
religión, el análisis político que Platón aplicaba al mito, Maquia­
velo va a mostrar qué funciones cumplen las religiones y qué uso
puede darles el príncipe en los conflictos políticos. La religión
puede constituir “ el sostén más necesario de la sociedad civil” ,
es “ conveniente” para conservar Ja adhesión de las gentes de bien,
para “ reconfortar” al pueblo y condenar a los oponentes y par­
ticularmente eficaz para elevar y mantener el valor de los solda­
dos en la guerra. A este propósito, Maquiavelo agrega un análisis
de las relaciones entre los poderes político y simbólico, para en­
señar a las autoridades civiles las posibilidades prácticas que ofre­
ce una manipulación perspicaz de los bienes simbólicos. Tomando
numerosos ejemplos de la historia romana, muestra cómo los jefes
civiles y militares supieron “ servirse” de la religión para favorecer
sus empresas, conducir a las tropas al combate o contener las
sediciones. Los jefes políticos persiguen sus propios objetivos y
utilizan los sistemas religiosos de integración tácticamente: esta
ideología puede ser un instrumento de gobierno siempre que eí
príncipe la utilice con inteligencia y “ virtud” . El conocimiento
de la política puede hacer de la religión un instrumento del po­
der. Pero también el príncipe posee su prestigio, provoca temo­
res e ilusiones y puede de tal manera valerse de la ideología de
Estado que mantiene ya que, en efecto, las creencias y los temo­
res concernientes al poder político pueden suplir, si hay necesi­
dad, a las creencias relativas a los dioses. La ideología seglar
puede reemplazar a las ideologías religiosas y desempeñar las mis­
mas funciones.
E l pensamiento de los siglos X V I I y X V I I I es rico en fecun­
das indicaciones acerca de estos asuntos: el conflicto de la razón
y la fe, hace ver la importancia de la lucha ideológica y de sus
consecuencias. N o obstante, la confusión entre la razón, la cien­
cia y la verdad impulsa a no ver sino quimeras en los creyentes
de la religión y a fundar, como lo hemos visto, el ensueño de una
extinción de las ideologías en un saber incontestable. Es recién
en el momento en que los filósofos escapan a esta dicotomía tran­
quilizadora, que se abren nuevas perspectivas, que la ciencia po­
lítica del siglo X I X va a retomar. Pascal nota con amargura
cuánto pueden estar remodeladas e impuestas las ideas de jus­
ticia y legitimación por parte de los poderes dominantes, en fun­
ción de sus intereses.4 J.J. Rousseau se pregunta sobre lo que
podría ser el rebasamiento de las ideologías en la “ voluntad ge­
neral” , voluntad que no sería ya el resultado de un influjo polí­
tico o simbólico, sino la actualización directa del poder colectivo.
En el periodo que se extiende desde la segunda mitad del si-
K'lo X V I I I hasta los primeros años del X IX , se transforman ra­
dicalmente estas problemáticas cuando la episteme de las futuras
riendas sociales se organiza y reinteipreta el conjunto de los fe-
niuncnos humanos en una perspectiva histórica. La transformación
que afecta al conjunto de los conocimientos acerca del hombre,
tu hace también con la conciencia de los sistemas simbólicos.5

39

1h I •
Es preciso vincular esta nueva conciencia a la propia expe­
riencia de las revoluciones que, en un siglo, trastornan las con­
diciones sociales y políticas del Occidente y la América del Norte.
Y a se trate de la revolución inglesa, americana o francesa, los
contemporáneos pueden constatar que las luchas políticas son a
la vez luchas de ideas y que la intensidad de los enfrentamientos
da lugar a un recrudecimiento de sus correspondientes contiendas
simbólicas. Así mismo, tomaron conciencia del hecho de que el
surgimiento del conflicto político no será alcanzado sino mediante
la emergencia de un nuevo consenso, a través del triunfo de un
nuevo sistema de creencias políticas. En la época que sucede de
inmediato a la revolución de 1688, John Locke justifica su crea­
ción gracias a la urgencia de proveer a la vida política una teoría
que evitará la prosecución de la violencia: el fracaso de la res­
puesta religiosa deja sin norma ni legitimación los vínculos socia­
les y libera de esa manera todas las fuerzas internas de la des-
trucción.6 La nueva sociedad debe asi encontrar sus condiciones
en un nuevo lenguaje, legitimando los nuevos poderes. Los testi­
gos de estas revoluciones podían constatar, al mismo tiempo, en
qué grado, lejos de limitarse a una esfera particular, las trans­
formaciones políticas se daban a la par de profundas transforma­
ciones en todos los niveles de la sociedad civil, cuánto se inser­
taban así mismo estas transformaciones en una trama a largo
plazo, de la cual no daban cuenta los solos acontecimientos polí­
ticos. Hegel, Tocqueville, A. Comte, se proponen reinterpretar las
transformaciones políticas en el conjunto del devenir histórico,
seguros de encontrar allí la razón de ser de los acontecimientos,
inteligibles sólo de esta manera. Simultáneamente, la perspectiva
histórica que adoptan estos pensadores, los hace reconsiderar los
sistemas de creencias y abandonar la crítica racionalista del siglo
de las Luces. La religión y los sistemas de creencias políticas no
son más artificios manejados por los príncipes o los sacerdotes
cínicos, sino dimensiones históricas de las que hay que dar cuen­
ta y cuya explicación es preciso investigar.
Se ve, por este breve recuento, cómo el pensamiento socialis­
ta de la primera mitad del siglo X I X se inscribe en esta misma
problemática histórica, pero transformándola radicalmente, para
situar en el centro de la teoría de las ideologías políticas, el con­
flicto entre las clases sociales.
La obra de Saint-Simon señala un momento esencial en esta
proliferación de proposiciones, ya que aporta a la vez una amplia
teorización sobre lo histórico de las “ ideas comunes” y una res­
puesta intrépida sobre la ideología propia de la clase “ industrial” .
Hacia 1820, este pensador desarrolla la hipótesis de la historici­
dad y la funcionalidad de las creencias, de su adecuación necesa­
ria a la especificidad de la “ organización social” en la cual se im­
ponen aquéllas. 7 El “ sistema feudal” realiza su equilibrio gracias
al mantenimiento de la religión cristiana, que estaría en corres­
pondencia simbólica con la estructura autoritaria del feudalismo;

40
el ''sistema industrial” no llegará a su plena realización más que
|mii lu creación y la difusión de una filosofía “ positiva” . Además,
Inw ideas comunes no son impuestas arbitrariamente por un po­
día espiritual: responden de manera adecuada a la práctica den-
liu de una sociedad particular. Una sociedad orientada por ente-
m Inicia la producción de las riquezas, prodigará necesariamente
mui concepción industrial y societaria de la vida comunal. Lo que
In obra de Saint-Simon aporta al movimiento socialista en este
iMiuto, es la aproximación estrecha entre la formación de las ideas
loinuiies y la práctica de las clases sociales. Saint-Simon señala
un la sociedad de la Restauración, un antagonismo radical entre
In ideología de la nobleza, política, guerrera, dominadora, y la de
ion industriales, pacífica, positiva y orientada por entero a la pro-
ditedón.8
A partir de este momento y por mucho que la palabra “ ideo-
|ngl/i" no sea utilizada por Saint-Simon, puede decirse que se
mu ib la querella ideológica, la imputación a los adversarios políti-
i na de un modo ilusorio de pensamiento que depende de su posi­
ción de clase, lo que constituye a la vez un argumento polémico
V un instrumento de análisis. Se realiza en este debate la reinter-
|in<tación política del término, originalmente formado en un con­
tenió neutro,9 reinterpretación que responde a la necesidad de
forjar un término capaz de designar las teorías y doctrinas adver-
" oii. en conexión con los intereses de las clases dominantes.
A partir de entonces se formula, durante la década de los
I or ¡locientos) cuarentas, la hipótesis central de la sociología de
Inh ideologías: la relación de determinación entre el grupo social
y su expresión ideológica, ilustrada inmediatamente por la incom-
iwlibílidad de las ideologías burguesa y obrera. Toda ía obra de
l'rnudhon, entre 1840 y 1868, explica y teoriza esta oposición,
mtcrrogándbse sobre el origen de las “ ideas” de clase y su papel
histórico. Para que una clase social acceda a la “ capacidad polí-
lii ii” y pueda imponer a la totalidad social su proyecto, se reque­
rirán dos condiciones: que alcance la conciencia de sí misma, es
#Jim-ir de su lugar en la sociedad y de los papeles que cumple y
Hiic afirme, luego, una teoría política, una “ idea” conforme con
In conciencia que tiene de sí misma y que contenga un pro-
victo global de reorganización social. Proudhon cree factible afir­
mar, en 1865, que las “ clases obreras han adquirido conciencia,
ilc sí mismas” y “ poseen una idea que corresponde a la con­
tienda que tienen de sí, que contrasta totalmente con la idea
burguesa” .10 Estos análisis inauguran con una gran precisión el
debate que no cesará de dividir, desde entonces, a los movimien-
Ihk socialistas, con relación a este tema: saber si la ideología
IHYu'lica de la clase obrera es, y no debe ser, sino la expresión
sintética de su conciencia de clase, o si la misma debe ser sistema-
I irsilii por un partido y aportada “ desde el exterior” a la clase. El
si sil ¡sis proudhoniano se inscribe claramente en una perspectiva
1nbrurista” de la génesis de las ideologías y realiza una crítica de

41
Es preciso vincular esta nueva conciencia a la propia expe­
riencia de las revoluciones que, en un siglo, trastornan las con­
diciones sociales y políticas del Occidente y la América del Norte.
Y a se trate de la revolución inglesa, americana o francesa, los
contemporáneos pueden constatar que las luchas políticas son a
la vez luchas de ideas y que la intensidad de los enfrentamientos
da lugar a un recrudecimiento de sus correspondientes contiendas
simbólicas. Así mismo, tomaron conciencia del hecho de que el
surgimiento del conflicto político no será alcanzado sino mediante
la emergencia de un nuevo consenso, a través del triunfo de un
nuevo sistema de creencias políticas. En la época que sucede de
inmediato a la revolución de 1688, John Locke justifica su crea­
ción gracias a la urgencia de proveer a la vida política una teoría
que evitará la prosecución de la violencia: el fracaso de la res­
puesta religiosa deja sin norma ni legitimación los vínculos socia­
les y libera de esa manera todas las fuerzas internas de la des-
trucción.6 La nueva sociedad debe así encontrar sus condiciones
en un nuevo lenguaje, legitimando los nuevos poderes. Los testi­
gos de estas revoluciones podían constatar, al mismo tiempo, en
qué grado, lejos de limitarse a una esfera particular, las trans­
formaciones políticas se daban a la par de profundas transforma­
ciones en todos los niveles de la sociedad civil, cuánto se inser­
taban así mismo estas transformaciones en una trama a largo
plazo, de la cual no daban cuenta los solos acontecimientos polí­
ticos. Hegel, Tocqueville, A. Comte, se proponen reinterpretar las
transformaciones políticas en el conjunto del devenir histórico,
seguros de encontrar allí la razón de ser de los acontecimientos,
inteligibles sólo de esta manera. Simultáneamente, la perspectiva
histórica que adoptan estos pensadores, los hace reconsiderar los
sistemas de creencias y abandonar la crítica racionalista del siglo
de las Luces. La religión y los sistemas de creencias políticas no
son más artificios manejados por los príncipes o los sacerdotes
cínicos, sino dimensiones históricas de las que hay que dar cuen­
ta y cuya explicación es preciso investigar.
Se ve, por este breve recuento, cómo el pensamiento socialis­
ta de la primera mitad del siglo X I X se inscribe en esta misma
problemática histórica, pero transformándola radicalmente, para
situar en el centro de la teoría de las ideologías políticas, el con­
flicto entre las clases sociales.
La obra de Saint-Simon señala un momento esencial en esta
proliferación de proposiciones, ya que aporta a la vez una amplia
teorización sobre lo histórico de las “ ideas comunes” y una res­
puesta intrépida sobre la ideología propia de la clase “ industrial” .
Hacia 1820, este pensador desarrolla la hipótesis de la historici­
dad y la funcionalidad de las creencias, de su adecuación necesa­
ria a la especificidad de )a “ organización social” en la cual se im­
ponen aquéllas.7 El “ sistema feudal” realiza su equilibrio gracias
al mantenimiento de la religión cristiana, que estaría en corres­
pondencia simbólica con la estructura autoritaria del feudalismo;

40
»l 'Vintenia industrial” no llegará a su plena realización más que
|«>i la creación y la difusión de una filosofía “ positiva” . Además,
lita jileas comunes no son impuestas arbitrariamente por un po-
ilur espiritual: responden de manera adecuada a la práctica den-
ln> de una sociedad particular. Una sociedad orientada por ente­
lo hacia la producción de las riquezas, prodigará necesariamente
una concepción industrial y societaria de la vida comunal. L o que
k ohra de Saint-Simon aporta al movimiento socialista en este
limito, es Ja aproximación estrecha entre la formación de las ¡deas
«* maníes y la práctica de las clases sociales. Saint-Simon señala
i'ii lu sociedad de la Restauración, un antagonismo radical entre
lo ideología de la nobleza, política, guerrera, dominadora, y la de
Ihm industriales, pacífica, positiva y orientada por entero a la pro-
dmvión.8
A partir de este momento y por mucho que la palabra “ ideo­
logía" no sea utilizada por Saint-Simon, puede decirse que se
Iniriii la querella ideológica, la imputación a los adversarios políti-
i un do. un modo ilusorio de pensamiento que depende de su posi-
ritlu de clase, lo que constituye a la vez un argumento polémico
y un instrumento de análisis. Se realiza en este debate la reinter-
I m i ación política del término, originalmente formado en un con-
Iculo neutro,9 reinterpretación que responde a la necesidad de
lurjnr un término capaz de designar las teorías y doctrinas adver­
tían, en conexión con los intereses de las clases dominantes.
A partir de entonces se formula, durante la década de los
( tic hocientos) cuarentas, la hipótesis central de la sociología de
lit*1 ideologías: la relación de determinación entre el grupo social
v hu expresión ideológica, ilustrada inmediatamente por la incom­
patibilidad de las ideologías burguesa y obrera. Toda la obra de .
l'ioudhon, entre 1840 y 1868, explica y teoriza esta oposición,
mlitrrogándose sobre el origen de las “ ideas” de clase y su papel
luntórico. Para que una clase social acceda a la “ capacidad poli-
tira" y pueda imponer a la totalidad social su proyecto, se reque-
nrrtri dos condiciones: que alcance la conciencia de sí misma, es
decir de su lugar en la sociedad y de los papeles que cumple y
que afirme, luego, una teoría política, una “ idea” conforme con
la conciencia que tiene de sí misma y que contenga un pro-i
yerto global de reorganización social. Proudhon cree factible afir-;
mar, en 1865, que las “ clases obreras han adquirido conciencia]
il<> ai mismas” y “ poseen una idea que corresponde a la con­
ciencia que tienen de sí, que contrasta totalmente con la idea
Imrguesa’ MO Estos análisis inauguran con una gran precisión el
debate que no cesará de dividir, desde entonces, a ios movimien-
fn« socialistas, con relación a este tema: saber si la ideología
IM’iirl.ica de la clase obrera es, y no debe ser, sino la expresión
•miélica de su conciencia de clase, o si la misma debe ser sistema-
t linda por un partido y aportada “ desde el exterior” a la clase. El
im iii I í h íh proudhoníano se inscribe claramente en una perspectiva
'obrerista” de la génesis de las ideologías y realiza una critica de

41
toda apropiación de los bienes ideológicos por las organizaciones
o los intelectuales especializados.il
A partir de este momento, se hallan planteadas las grandes
líneas del problema, que van a reformular Marx, Max W eber y
Durkheim, en tres direcciones que pueden considerarse comple­
mentaras: Marx insiste sobre el origen y la determinación de las
ideologías, M. Weber sobre sus funciones históricas y Durkheim
sobre sus correlaciones con las estructuras sociales.
Para Marx, el análisis de las ideologías es mucho más que un
dominio privilegiado del materialismo histórico. Constituye la ver­
dadera introducción al conocimiento científico de las formaciones
sociales. La crítica de las ideologías — al demostrar que éstas no
forman ni un universo autónomo, ni la fuerza motriz del devenir
histórico y que no son, esencialmente, sino el lenguaje de la “ exis­
tencia social” — sirve de inmediato de introducción a la exposi­
ción general del materialismo histórico. Es con este ejemplo que
se ilustra el principio general, el “ hilo conductor” del análisis, que
opera una distinción de método entre los niveles de la estructura
social y formula la hipótesis de una determinación de las instan­
cias superestructurales por las infraestructuras. Además, la crí­
tica de las ideologías, en una situación concreta, permitirá formu­
lar un diagnóstico general acerca del estado de una sociedad y
sus contradicciones. En efecto, si la ideología de una clase es cier­
tamente una de sus producciones, es también un producto carac­
terístico que puede servir para revelárnosla. Frente a situaciones
históricas como la Revolución de 1848, Marx se ve conducido de
manera normal a analizar, en primer término, las imágenes, los
fantasmas, los sueños de los diferentes actores sociales. Mucho
más que desmontar pacientemente las contradicciones económi­
cas y seguir, por la vía deductiva, la emergencia de los sistepias
intelectuales, Marx se dedica a reconstruir y analizar lo imagina­
rio colectivo y a utilizar las ideologías como síntomas privilegia­
dos de las contradicciones sociales.
El principio de la determinación de las superestructuras ideo­
lógicas por las infraestructuras define un método de aproximación
que funda, como lo destacará K. Mannheim, el espíritu de un
análisis sociológico de las ideologías. Marx no se encierra, en La
Ideología Alemana, en el dogma de la causalidad económica, sino
plantea el principio, mucho más fecundo, del análisis socio-histó­
rico de los sistemas intelectuales. Dicho principio enuncia que las
ideologías no son inteligibles en sí mismas, que ningún análisis
de su contenido, por sutil que sea, puede dar a conocer la verdad
y las leyes que las constituyen: esta verdad no nuede aparecer
sino a través de su puesta en relación con las condiciones sociales
.de producción. Marx emplea en estas páginas expresiones apa­
rentemente imprecisas para designar el objeto al cual las ideolo­
gías deberán ser referidas: no habla explícitamente de infraes­
tructuras económicas, sino utiliza expresiones que privilegian el
dinamismo productivo, “ el proceso vital” ,12 es decir, la actividad

42
rmimwiiMi > 1* * « * i

inlul de la producción y reproducción mediante la cual una so-


<imlutl renueva sus condiciones de existencia. Es que, en efecto,
ii « «o trata de eliminar el problema de las ideologías reduciéndo­
la» n "reflejos” sin consecuencias históricas, sino, tras haber plan-
I iludo un principio de teoría y método, de reinterpretar los siste-
h iu intelectuales dentro de las prácticas sociales e interrogarse
m un ii de su contribución a la renovación de la vida colectiva.
14» dicotomía de lo “ real” y lo “ consciente” , de las estructu-'”
mi mimó micas y del sistema de representaciones, no es evidente- i
nuMiln un método, porque, en la práctica de la producción, las re­
lio m'litaciones son inmanentes y rigurosamente necesarias a la
luluUca. En las primeras páginas del Capital, Marx demuestra
.... creces que la simple práctica de intercambios supone la inte-
ilim/ación de un sistema complejo de representaciones, que per­
mití a los productores y sus compradores comportarse en la forma
MN|ii«>rída. A partir de este nivel se ejerce, a través de las nece-
«lilniliis de la producción, toda una actividad de la imaginación
i|nti regula el comportamiento de los cambistas. A l utilizar la
....nuda, los productores deben percibir el oro como un símbolo,
l>«ii mirlo como la representación universal de los productos. El
mu no se presenta bajo su forma sensible, es “ imaginado” sola­
mente por los cambistas y este fantasma colectivo libera la prác-
11, n de las imposiciones del trueque: las mercancías son despo-
lmiau de sus cuerpos naturales en provecho de una idealidad que
funciona dentro de un sistema de signos.13 Sería falaz reducir este
•mlj’ina coordinado de representaciones a una pura ilusión o un
i'liifenómeno. Lo imaginario d e jo s productores y el sistema de sig­
nan no reflejámuña actividad material, participan^en esta activi-
ilnii como umTparte constitutivsTy la definen cómo práctica, es
ili'i ir como acción significativa para Jos individuos. A sí mismo,
iMifn ilusión por medio de la cual los productores fetichizan la mer-
i iim ia y ven en sus productos seres que se intercambian entre
«ti, cuta presente de manera funcional en la producción mercantil. ^
Aii, cuando M arx evoca “ el espíritu del capitalismo” , no es para-1
ii'd mirlo a una superestructura ideal que vendría a superponer-
no n una práctica autosuficiente, sino para mostrar fehaciente­
mente que estos modos de pensar e imaginar, estas estructuras
inlolectuales, permiten la coordinación de las prácticas. Por mu-
i hn que estas significaciones vividas por los actores sociales pue-
ili n ser denunciadas por la crítica, agrega, esta denuncia no basta
imrit que desaparezcan: las mismas no serán reemplazadas por
nlriiH sino tras la desaparición de las prácticas propias del modo
ili> producción capitalista.
El problema de las ideologías políticas es abordado directa-
immte en las obras históricas en que M arx aplica su teoría de
Un ideologías a la explicación de las revoluciones. Realiza, enton­
an, un cambio de imputación, no contradictorio: no se trata ya
*li' privilegiar la dinámica de las contradicciones económicas en la
liu'im de clases, sino de considerar a estas clases en conflicto y las

43
formas de conciencia política de estos agentes colectivos de la his­
toria. En este nivel, la regla más general es referir la ideología
a los intereses de la clase en cuestión y los conflictos ideológicos
a las contradicciones de dichos intereses. Cuando la aristocracia
terrateniente exalta la grandeza de la monarquía, no hace sino
revestir con un lenguaje excelso su voluntad de conservar un sis-
tmea en el cual detenta el papel privilegiado.14 Cuando la bur­
guesía industrial teoriza los beneficios de la monarquía parlamen­
taria, aspira a promover un régimen en que podrá asegurar su
poder y defender los intereses del comercio y la industria.
Se plantea de nuevo la cuestión de saber cómo comprender
este modelo de explicación y si conviene no ver en la ideología
más que una redundancia de las relaciones sociales de producción.
Ahora bien, la respuesta de Marx no es ambigua: la ideología
política no es la simple repetición de un estado de hecTio, es tam­
bién un instrumento eficaz cuyas funciones son específicas y pue-
9en_ser estudiadas con claridad. En el transcurso de la- Revolu­
ción de 1789, el discurso jacobino desempeña, de esta manera,
dos funciones precisas. Permite a la clase burguesa ascendente
exaltar su tarea, movilizar las energías para la consecución de sus
objetivos: mediante la palabra, los Jacobinos pudieron dar un
sentido relevante a su acción y proseguirla hasta su término. Y
por otra parte, esta hinchazón verbal, esta “ resurrección de los
muertos” ,15 tuvo como efecto directo ocultar a los ojos de los
actores el sentido prosaico de su acción, permitiéndoles, así, fan­
tasear de manera eficaz. En este sentido, la ideología produjo el
efecto de cegar a los actores, de sustraer la situación en la cual
éstos eran, no obstante, los agentes. En 1848 la ideología frater-
nalista oculta a los ojos de todos la realidad de la lucha de clases:
mediante esta “ abstracción bondadosa” los realistas se transfor­
maron en republicanos, todas las clases olvidaron sus querellas y
hasta los mismos proletarios se dejaron arrastrar hacia esta “ gene-
¡ rosa embriaguez” .16 Una ideología puede, pues, desempeñar múl-
\tiples funciones: el mismo discurso puede esconder a sus actores
'una realidad (el sentido objetivo de su acción), hácer posible una
Itarea (la revolución y la toma del poder) e ilusionar a las clases
¿dominadas. Pero esta contradicción de las funciones no aparece
sino después del desplome de la exaltación y ante los ojos de la
posteridad: de inmediato, la ideología es vivida, interiorizada, es
el sentido puesto a prueba, la intencionalidad de la acción. Lo pro­
pio de la ilusión ideológica es que se vive con un destacado ca­
rácter de verdad.
Estas no constituyen observaciones aisladas y exteriores a la
teoría marxista: las mismas se articulan sin contradicción con la
teoría fundamental de las instancias, siempre que las articulacio-
pnes se retomen en su totalidad. Más exactamente, no se puede
[plantear con validez el problema de la funcionalidad de las ideo-
i logias, sino después de haber reconstruido la totalidad social y
Lsus estructuras esenciales: es en esta totalidad donde las funcio-

44
ni n alienantes o revolucionarias de la ideología pueden situarse,
■i «aprender que una ilusión pueda cegar al proletariado o que,
iimy por el contrario, una idea pueda convertirse en “ una fuerza
mu¿erial al prender en las masas” .
Los análisis concretos de Marx van, no obstante, todavía más
ln)os en el sentido de la crítica del materialismo. Para la ideo-
liigm jacobina, cualquiera que sea su ilusión, ésta no cesa de ins-
• l íbirse en un desarrollo histórico necesario, al cual no viene sino
m proporcionar un nuevo impulso. Pero, en otras Coyunturas ¿no
pudría la ideología constituir una fuente de conductas colectivas
mi contradicción incluso directa con los intereses objetivos de la
inopia clase? Si así fuese, el análisis en términos de desarrollo de
liiH fuerzas productivas y de la lucha de clases se confesaría no
*ílo insuficiente sino equívoco, revelándose la necesidad de recu-
nir a otras formas de explicación.
Marx, en efecto, ha dado numerosos ejemplos de esas situacio-
muh que se podrían llamar ideológicas en cuanto a que las “ tra­
diciones” , los “ mitos” , las “ ideas fijas” orientan, en tales casos,
* las clases, sin consideración de sus intereses y su situación en el
proceso de la producción. E l ejemplo más claro lo constituye la
«lección a la presidencia de la República francesa de Luis Bona-
ini ríe en diciembre de 1851, gracias al voto de los campesinos.
K m el marco de un determinismo económico, este voto masivo
i.'Multaría ininteligible. Marx había demostrado anteriormente que
ln r íase campesina estaba tan amenazada, desposeída y explotada
por la expansión del capitalismo como la clase obrera. Con todo,
l « M campesinos parcelarios votaron por Luis Bonaparte, cuyo ob­
le! ivo era defender los intereses de la burguesía industrial y por
iu lanto combatir los del campesinado. Falta explicar, entonces,
rrtmo las opciones ideológicas pudieron, en esta circunstancia,
mi estar determinadas de ninguna manera por la situación eco­
nómica.
A este respecto, Marx propone dos niveles de explicación, que
riuiilucen, ambos, a asuntos esenciales de la ciencia de las ideolo-
)(lns. En primer lugar, descarta las explicaciones económicas de
limp iración positivista, en provecho de una comprgiisión de las ac-
I I I mies existenciales y culturales de los campesinos. N o se trata
vii en tal caso”d e describir una situación económica dentro de un
«Interna, sino de comprender las actitudes de los campesinos en
iiii vida cotodiana. Las condiciones de la vida rural aíslan a las
inmunidades entre sí, a manera de unidades autónomas, más en
i mil acto con la naturaleza que con la sociedad.17 Aunque objeti­
vo mente dependientes de la vida nacional, los campesinos parce-
Imi iiih viven subjetivamente en la soledad lugareña. Es a partir
iln «Mía situación existencial que se deben comprender las necesi-
ilmli'H y deseos del campesinado. A l sentirse amenazado por las
luiir/.ns adversas, en el aislamiento de su parcela, el campesino
ilini'n ser defendido por una fuerza que no puede serle sino exte­
rn i Se representa la autoridad como un poder absoluto, trascen-

45
dente, que ejercería sobre él una protección y, contra los demás,
una defensa autoritaria. Los campesinos parcelarios no sueñan
con actuar en tanto que clase autónoma, sino ser el objeto de una
protección paternalista.18 Estas primeras observaciones podrían
constituir una introducción a un estudio en términos de incons­
ciente colectivo, a un ahondamiento psicoanalítico acerca del sim­
bolismo del deseo, la introyección de las imágenes paternales y
su realización en el nivel de la ideología política.
El segundo nivel de explicación no es menos fecundo para las
investigaciones modernas. Queda por explicar por qué los campe­
sinos, aislados unos de otros, escogieron, desde antes de diciembre
de 1851, a Luis Bonaparte, mientras era indudable que otros
candidatos hubieran podido responder de manera más adecuada
a sus intereses. N o se puede encontrar explicación ni en las estruc­
turas económicas, ni en las condiciones de la vida cotidiana, acerca
de ésto. Esta elección debe ser referida al contenido de la memo­
ria colectiva de los campesinos y al mito napoleónico, esa “ idea
fija ” del campesinado. Más de treinta años después de la caída
del imperio, los campesinos conservaban el recuerdo prestigioso de
una época de gloria en que ellos mismos parecían conquistar el
mundo y podían identificarse con el iefe supremo. Sin duda, no
existe ninguna relación objetiva entre Napoleón I y su sobrino, Dejo,
precisamente, el poder de l a j maginación consiste en asociar lo ln -
asociable y en confundir mágicamente lo distinto. De esta manera,
la política de los campesinos, decisiva para ¿I porvenir político
de Francia, no tiene ningún fundamento económico. Encuentra
su explicación tan sólo al nivel imaginario y, por otra parte, en un
imaginario cuyo contenido está perfectamente desrealizado. En
tal situación, como escribe Marx, el mito se vuelve realidad, “ la
leyenda se realiza” ,19 lo subjetivo, como por arte de magia, de­
viene objetivo. El sueño, puramente ilusorio, transforma a la
historia.
Tras este recuento, es inútil demostrar extensamente en qué
medida se pueden aproximar a los de Marx los métodos de Max
Weber acerca de estos problemas. Sólo mediante una doble cari­
catura, que hace de Marx el teórico de un causalismo económico
y de Weber un sociólogo intelectualista, se pueden contraponer
contradictoriamente sus análisis concretos. El problema que abor­
dan ambos es el de las correlaciones entre los hechos ideológicos
y los económicos y el de la diversidad de sus interrelaciones.
N o obstante, el aporte de W eber en este diálogo es tanto más
importante, cuanto que Marx, a instancias de su preocupación
central, se vio obligado a descuidar el problema de las mediaciones.
Marx carga el énfasis en las ocultaciones ideológicas, en la posible
separación entre los intereses y los fantasmas de una clase, pero
no se propone precisar de qué manera puede interiorizarse una
ideología y conformar la estructura de la acción. Ahora bien, si se
quiere analizar el fenómeno ideológico en todos sus aspectos, in­
cluyendo sus aprendizajes, inculcaciones, adhesiones, difusiones y

46
<onsecuencias prácticas, conviene investigar cómo y mediante cuá­
les mediaciones institucionales y psicosociológicas, puede la ideo­
logía modificar los comportamientos y, por este medio, las estruc­
turas soCio-económicas.
La invitación weberiana a reinterpretar la actividad social en
tanto que actividad a la cual el agente, o los agentes* comunican
nn sentido subjetivo, abre ciertamente la vía a la intelección com­
prensiva de las conductas ideológicas.20 En efecto, los comporta­
mientos ideológicos son en esencia portadores de significaciones
individuales y colectivas y no se pueden aprehender integralmente
más que vinculándolas también a las motivaciones de los agentes,
it las interpretaciones proyectivas, a las evidencias emocionales, a
las esperanzas que los rodean. La empresa resulta tanto más ne­
cesaria, cuanto que las acciones ideológicas no se desprenden en
esencia de las actividades “ determinadas de manera racional como
finalidad” (Zw eckrational), que serían fácilmente interpretadas
mtelectualmente, sino más bien de las actividades “ determinadas
de manera racional como valor” (wertrational) que requieren, en
In medida de lo posible, una comprensión empática.21 Esta invi­
tación weberiana a la “ comprensión” es tanto más fecunda en
tanto que estos discursos ideológicos tienen como finalidad, pre-
i ¡Mámente, esconder las verdaderas intenciones y motivaciones,
enmascarar las opciones y los intereses, tornar particularmente
impenetrables las conductas ideológicas adversas. La importancia
acordada por Weber al método comprensivo como complemento
eficaz del método explicativo se justifica en el caso de las ideolo-
g íns, puesto que importa no sólo reinterpretar los puntos de vista
y las experiencias culturales de los individuos, sino también es-
nipar a nuestras propias proyecciones y a las comodidades que
leu son inherentes. Efectivamente, una experiencia ideológica no'
im alcanzada sino en tanto que podamos, en la medida de nuestras
pinubilidades, reconstituirla y revivirla en cuanto a sus relaciones
if ortivas, experimentadas por los individuos. —
Estos proyectos de investigación encuentran una brillante ilus-
i ración en los estudios de sociología religiosa y, en particular, en
t u ética protestante y el espíritu del capitalismo. Sin duda, no
* » trata aquí de una ideología política, sino religiosa, el calvinismo.
No obstante, el método escogido se puede transponer extensa­
mente al análisis de las ideologías políticas, en sus diferentes as­
ílelos. Se trata, con relación a un caso histórico concreto y para
mui ideología particular (el calvinismo en Europa occidental en
In segunda mitad del siglo X V I ) , de reconstruir la experiencia
imi’licular y los discursos de esos espíritus fervorosos, comprender
InM valores a los que estaban ligados, las significaciones que le
ilnlian a su vida y a sus actos, reconstruir, decimos, comprendién-
ilnln, el sistema de las actitudes morales y las prácticas implicadas,
Inngo de reproducir las relaciones entre este sistema de conductas
y el establecimiento de un espíritu adecuado a cierto régimen
* miómico. M. Weber hace surgir un conjunto de mediaciones que

47

■’ > * >r f ? f ? f t r s ' •1


CHAI

unen el sentido calvinista y el ethos, éste y las prácticas individua­


les y sociales, estas prácticas y las estructuras económicas.
El objeto de M. Weber en este ensayo no es descubrir una
nueva “ causa” del desarrollo del capitalismo y, todavía menos,
reducir una evolución socio-económica a una causalidad ideológica,
sino demostrar cómo una estructura teórica (e l calvinismo) podía
favorecer la organización de un sistema de actitudes, de prácticas
significativas (el ethos) y como este último era propicio a la
acumulación primitiva del capital. La investigación de estas me­
diaciones revela la existencia de estructuras homólogas entre la
ética protestante y el espíritu del capitalismo. La jerarquía de
valores que construyó el calvinismo, la relación que estableció
entre el hombre y su trabajo, el modelo de las relaciones con
el prójimo, la distancia formal que traza entre las conciencias,
la disolución que introduce en las comunidades, se reencuentran
homólogamente estructuradas en el espíritu del capitalismo. E l
estilo de vida, de pensamiento y de acción que suscita el calvinis- .
mo, induce un estilo de vida propicio a las nuevas exigencias eco­
nómicas. Así se puede comprender cómo una ideología perfecta­
mente desprovista de relaciones conscientes con las preocupaciones I
de la producción material, pudiese crear las motivaciones favora- ]
bles para un nuevo orden de conductas y modificar objetivamente
las estucturas de la economía. La intelección de estos lazos de
consecución exige que uno se demore en una comprensión de los
contenidos explícitos, de sentidos propuestos y conductas signifi­
cativas, enseguida que uno se afane en reconstruir la cadena es- .
pecífica de las consecuencias y en retomar estos encadenamientos
a través de mediaciones complejas. En el término de estas media­
ciones se encuentran reanudados los elementos que no tenían, en
apariencia, ninguna relación: el dogma de la predestinación y la
acumulación primitiva del capital. E l sistema simbólico da lugar "a
consecuencias totalmente imprevistas para sus creadores.
Si las relaciones primordiales, las de determinación por Marx
y las de consecución por M. Weber, se encuentran puestas en evi­
dencia de esta manera, le corresponde a Durkheim plantear en
términos de fenómenos sociales la problemática, reinterpretar el
fenómeno ideológico en tanto que instancia de un sistema social.
Siguiendo sus principios tantas veces repetidos, concernientes a la
originalidad del sistema social en relación a las conciencias indivi­
duales y, en cierta medida, a las estructuras económicas, Durk­
heim invita a considerar los tipos de “ conciencia colectiva” en sus
estructuras y en sus relaciones con la organización general del sis­
tema social. Este principio general conlleva una serie de conse­
cuencias prácticas, como se nuede verificar con el análisis de los
tipos de conciencia moral, tal como los expone la División del
trabajo social, obra que muestra las grandes líneas de una socio­
logía de las conciencias colectivas.
La cuestión que plantea directamente la División del trabajo
social, es saber cómo es posible explicar la organización de un tipo

48
de conciencia colectiva y, por ejemplo, las estructuras de la soli­
daridad mecánica y de la solidaridad orgánica.22 La respuesta que
se propone concierne al establecimiento de relaciones de homología
estructural entre la homogeneidad social y la solidaridad mecánica,
por una parte, y entre la división del trabajo y la solidaridad
orgánica, por la otra. La explicación no se refiere ni a un pasado
que sería dado como aclaración del presente, ni siquiera al desa­
rrollo de las fuerzas productivas, si bien esta dimensión interviene
como un momento de la misma. Las formas de la conciencia colec­
tiva son puestas en relación directa con la ley de distribución da
los grupos sociales y con las relaciones que esta distribución les
impone tanto a éstos como a los individuos. El mismo modelo de
explicación será aplicado a las Formas elementales de la vida reli­
giosa. La atención aportada al carácter factual de las formas de
conciencia conduce, por otro lado, a mostrar de inmediato su impli­
cación en las prácticas institucionales y en las instituciones. Así,
buscando un criterio privilegiado que permita poner en evidencia
la originalidad de un tipo de conciencia colectiva, Durkheim cita
en primer lugar las reglas del derecho y muestra que la concepción
de éste y la jurisprudencia se conforman, en una sociedad dada,
con las exigencias de la conciencia correspondiente.23 Se puede
traducir esta indicación diciendo que una ideología no es sólo un
sistema de ideas y sentimientos, sino que está necesariamente ma­
nifiesta e inculcada en y por una red de instituciones y aparatos.
Este modelo descriptivo y explicativo esboza lo que podría ser
una lectura estructuralista de las ideologías. Durkheim suspende
aquí toda explicación historicista, distingue la explicación socioló­
gica de la histórica, tal como la había distanciado de las reduccio­
nes psicologizantes. De la misma manera, no pretende que se
pueda captar fácilmente un proceso genético, desde los tipos de
distribución del trabajo hasta las estructuras de conciencia. Evoca
sobre todo la existencia de una relación de homología formal entre
los tipos de división del trabajo y los tipos de solidaridad. Es a
través de estas homologías que la forma de solidaridad puede
corresponder a la forma de división y desempeñar en ella un papel
funcional. La explicación de un sistema ideológico no debería bus-"
carse, de acuerdo con estas indicaciones, ni en el pasado cultural,
ni en la organización económica en sentido estricto, sino en las
distribuciones sociales esenciales y por medio del develamiento de
las relaciones de simbolización entre las estructuras sociales y la
estructura ideológica.
Estas tres grandes problemáticas: investigación de las determi­
naciones (M a rx), de las correlaciones (Durkheim ), de las fun­
ciones y las eficacias (W eb er), han delimitado por completo el
campo de investigación de una ciencia de las ideologías. Se podrían
restituir, de la misma manera, las creaciones ulteriores en las dife­
rentes zonas del campo: Mannheim cerca de Marx y Weber,
Georges Sorel más cerca de Weber que de Marx. La complemen-
tareidad fecunda de estas problemáticas se pone de manifiesto por

49
el hecho de que las investigaciones más importantes rebasan las
querellas de escuela: Pareto repudia el análisis de Marx, pero
aporta nuevos elementos a la crítica marxista de la ocultación
ideológica; Gramsci y Lukacs se callan el aporte de Weber, pero
lo utilizan ampliamente. Tampoco dejan de ser sorprendentes
ciertas convergencias singulares entre la rehabilitación de la ideo­
logía en el pensamiento revolucionario de Lenin y Mao Tse Tung
y la importancia que le acordaba una sociología “ idealista” como
la de Augusto Comte.
Es en este movimiento complejo donde se inscribe en sus ini­
cios la sociología de las ideologías, en particular la obra de Karl
Mannheim. No obstante, como lo destacaron bien sus fundadores,
el proyecto de estudiar las ideologías por sí mismas y de interro­
gar sus lugares y sus funciones en la vida social, señalaba una
ruptura decisiva en esta problemática. Por primera vez en la his­
toria de la conciencia, las ideologías políticas dejaban de ser el
objeto de consideraciones dispersas, para pasar a serlo de una
investigación sistemática, susceptible de explorar las relaciones
múltiples en que aquéllas se inscriben. En efecto, la hipótesis que
Karl Mannheim pone en el centro de sus investigaciones es la de
una implicación esencial, una solidaridad situacional (Seinsgebun-
denheit) entre todos los elementos de una civilización y, en par­
ticular de la ideología, con la forma peculiar de la sociedad en
que se inscriben. El objeto de una sociología de las ideologías sería,
pues, investigar todas sus relaciones, con la ambición de contribuir,
tanto a la conciencia crítica de los conocimintos, como a un análisis
de la “ falsa conciencia política” .
Pero es bastante notorio que esta intención de fundar cientí­
ficamente una sociología de las ideologías, trae consigo una dul­
cificación del término y una negligencia de la dimensión conflictual
de las ideologías políticas. La estorbosa distinción entre ideología
y utopía, adjudica a esta última la expresión de las rebeldías y no
atribuye a la primera más que una función dé repetición simbólica
del orden social. Atribuyendo así con exekísividad a la utopía la
función de expresar las aspiraciones que rompen con el orden so­
cial, Mannheim se ahorra el análisis de lo que producé precisamente
la ambigüedad y la eficacia de una ideología, es decir su distinción
respecto a la “ realidad” y su inserción dinámica en el juego de los
controles, las represiones y los conflictos. Testimonia también este
empobrecimiento del término, la imprecisión de las definiciones
que conducen a confundir la ideología con la mentalidad, la filo ­
sofía o la “ visión del mundo” de una época. En la imprecis:ón de
este campo, ya no son visibles las disyuntivas y las rupturas no
Dueden ser el objeto de una observación pertinente. Por otra parte,
la “ correlación” o la “ correspondencia” entre la situación social
y la ideología se vuelve incierta, por no haber interrogado las ten­
siones y las contradicciones, que permiten pensar las funciones
complejas de los sistemas ideológicos. La incertidumbre de la defi­
nición, estaba ya presente en las indicaciones de Marx, pero sus

50
análisis no cesan de insertar los conflictos ideológicos en las luchas
de clases, abriendo así el camino a la interpretación general de las
ideologías en términos de conflicto. Por un deslizamiento que no
deja de tener significación política, el cuidado de sustraer la refle­
xión a la polémica partidista, condujo a reducir el análisis de las
ideologías a una descripción positivista.
N o es sorprendente que las indicaciones más pertinentes acerca
de los conflictos ideológicos, hayan sido formuladas en el seno de
las experiencias políticas, por parte de los teóricos revolucionarios,
conscientes de la importancia de los mensajes movilizadores en
los movimientos sociales. Así, Georges Sorel, empeñado en la de­
fensa del sindicalismo revolucionario, percibe bien que la ideología
política requiere un análisis particular que no podría confundirse
con ningún sistema intelectual. Inspirándose en indicaciones de
Bergson, muestra que los mensajes políticos eficaces no son del
orden especulativo, que provienen de la inteligencia intuitiva y
sintética, cristalizan en imágenes más que en sistemas y extraen
su eficacia del vínculo directo con los deseos de los actores.24
Mediante lo que Sorel llama el “ mito social” , un grupo, una clase
oprimida y revolucionaria, enuncia un proyecto irrefutable, una
convicción que le permite escapar al poder ideológico de las clases
adversas. G. Sorel esboza aquí el análisis de un movimiento social,
conjunto de tareas colectivas y significativas, dialéctica concreta
de prácticas y significaciones. El mito, afirma, es “ la expresión de
las convicciones en un lenguaje de movimiento” , cristalización
de imágenes en que se invisten los deseos y las certidumbres en
un pensamiento-acción, inaccesible a la refutación. El mito parti­
cipa en la acción del grupo, facilita su oposición a las fuerzas
dominantes y provee el espacio simbólico de convergencia del que
el movimiento tiene necesidad. G. Sorel incita así a pensar, no
en la ideología de una sociedad, sino en el lenguaje de un movi­
miento, en tanto lenguaje específico, que se crea en la acción o,
según sus términos, “ durante el movimiento creador” ,35
El problema práctico que se les va a plantear a los revolucio­
narios marxistas será precisamente saber cómo podría ser produ­
cido este lenguaje del movimiento y mantenido en un proceso
revolucionario, hasta más allá de la revolución socialista. Las
preguntas no se plantean ya en este caso sólo en el nivel teórico,
sino en la práctica política y en el seno de la dialéctica concreta
de la acción y la teorización. Lenin, Gramsci, Mao Tse Tung,
pero también Franz Fanón, el Che Guevara... no han cesado de
interrogarse sobre el contenido de las ideologías en sus relaciones
con las contradicciones sociales y las empresas políticas revolu­
cionarias. ¿Quiénes pueden ser los creadores de la teoría revolu­
cionaria? (Kautsky) ¿Cuál debe ser el papel de un partido revo­
lucionario en la difusión del mensaje revolucionario? (Lenin)
¿Cuál es el papel específico de los intelectuales? (Gramsci) ¿Cómo
debe reinterpretarse la teoría marxista en función de las nuevas
experiencias sociales? (Trotsky, Mao Tse Tung). Simultáneamen-

51
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te, y desde los conflictos internos de la I Internacional, los revo­


lucionarios no marxistas, o poco preocupados de la ortodoxia (Ba-
kounine, F. Dómela Nieuwenhuis, F. Pelloutier), no han cesado
de replantear estas preguntas en una perspectiva crítica: ¿Cómo
podría una ideología formulada en un conflicto, ser utilizada en
un régimen de opresión política? ¿No será la producción especia­
lizada de la ideología uno de los elementos favorables a la instau­
ración de una sociedad represiva?
Si bien estas cuestiones son esenciales para una teoría de las
ideologías, las respuestas que se les dan en estos términos, per­
manecen necesariamente implicadas en los constreñimientos de la
acción política. La originalidad de las ciencias sociales en este do­
minio, se echa de ver con claridad en la postergación de que son
objeto estas mismas preguntas, en cuanto a su sentido e implica­
ciones. Todas Jas nociones empleadas: ideología, praxis, intelec­
tuales, crean ellas mismas problemas y deben ser también interroga­
das. Antes que aportar respuestas, las ciencian sociales introducen
nuevas preguntas atinentes al texto, a la lectura y recepción de
los mensajes, al análisis experimental de los efectos de sentido...
¿Qué es exactamente un mensaje y cómo se constituyen en él las
significaciones? ¿Cómo se producen en un texto los efectos de
sentido? ¿Cómo se recibe un mensaje y cómo puede modificar las
actitudes y los comportamientos? ¿Existe y de qué manera una
recepción inconsciente? ¿Cómo funciona el lenguaje en una insti­
tución y cómo se desarrolla en ésta un conflicto? ¿Cómo se articula
el discurso con las acciones? Los teóricos políticos no pueden
aportar a todas estas preguntas más que respuestas generales,
cuando no intuitivas. Los nuevos métodos de investigación y, en
particular, los análisis de contenido y la sociolingüística, la psico­
logía social, el psicoanálisis, introducen en esto una verdadera
ruptura en el orden del saber y están capacitados para aportar a
las viejas preguntas nuevas respuestas.

II. LO S A N A L IS IS D E C O N T E N ID O
Y LA S O C IO L IN G Ü IS T IC A

Uno de los mayores obstáculos para el tratamiento científico


de las ideologías, consiste en la indeterminación de los métodos de
lectura de los materiales simbólicos. A falta de un método explícito,
susceptible de romper las intuiciones provectivas, la interpreta­
ción estaba determinada en buena medida por la ideología del
lector, inclinado a percibir el material a través de la retícula de
sus propias certidumbres.26
En los estudios tradicionales no se elabora, por otro lado, nin­
guna regla consciente en cuanto a la selección de los textos, de
manera que el intérprete está siempre tentado de elegir los pasajes
que ilustran su interpretación y descuidar los que la amenazan
con contradecirla. Esta doble indeterminación en los métodos, au-

52
toriza todas las ilbertades de la mala fe política y los diversos
lectores partidistas bien pueden hacer de Marx el teórico de la
emancipación de clases dominadas, como el ideólogo del Estado
totalitario, de Bakunin un creador del anarquismo, lo mismo que
un agente del conservadurismo.
El aporte esencial de los diversos métodos de análisis de con­
tenido, recae sobre este punto metodológico fundamental. Su apli­
cación constituye una ruptura epistemológica con relación a las
intuiciones proyectivas, quebranta las ilusiones de la transparencia
y compele a dudar de las lecturas directas. Por otra parte, la
urgencia de definir un Conjunto preciso de material, un corpus
simbólico, prohíbe la incoherencia de la selección y conduce a
interrogarse sobre los criterios de la misma. Con las correcciones
indispensables, estos procedimientos se pueden aplicar tanto al
material aparentemente poco sistemático que difunden los mass
media, como a las teorías más elaboradas. Se trata, en ambos casos,
de poner en evidencia las categorías esenciales del pensamiento,
los esquemas perceptivos, las estructuras que ordenan el discurso,
definen las condiciones intelectuales de su reproducción. Se trata
de poner en relieve, no ya por intuición, sino mediante una obser­
vación metódica, las estructuras permanentes que engendran las
repeticiones y designan, en un cuerpo definido, la invariante de las
relaciones. Para retomar la expresión de los lingüistas, que de­
signan como “ modelo de competencia’’ al conjunto de reglas que
permiten engendrar las frases que se reconocen conformes, se
puede atribuir a los análisis del contenido la función de extraer
este modelo básico, es decir el conjunto de las reglas y las estruc­
turas intelectuales que permiten producir un discurso política­
mente homogéneo.21
Y . así mismo, las investigaciones de la lingüística y la socio-
lingüística, han abierto nuevas perspectivas, tanto sobre los siste­
mas simbólicos, como sobre su utilización práctica, ofreciendo en
particular la posibilidad de analizar la organización fundamental
de las unidades de significación,28 y su modo de inserción en las
conductas. 2»

III. L A P S IC O L O G IA S O C IA L

Las investigaciones de psicología social, al estudiar las actitu­


des políticas, no han dejado de hallarse en presencia de las acti­
tudes ideológicas, poniendo en evidencia, por ejemplo, la afinidad
entre un tipo de carácter y una ideología particular.30 Las conse­
cuencias de las actitudes ideológicas en la percepción o la inad­
vertencia de las informaciones,31 los cambios de actitudes que
suceden a los cambios de experiencias.32
De la misma manera, sin concernir directamente al campo
ideológico, los trabajos sobre la socialización y los aprendizajes
no dejan de encontrarse con este problema, ya que la aculturación

53
X i ___ ;__k.

implica también la transmisión de las estructuras ideológicas. Los


análisis relativos al proceso de aculturación, la transmisión de las
prohibiciones y las coerciones, aclaran singularmente los procesos
de interiorización de las ideologías y los efectos que provocan en
la adaptación de los individuos. Estos análisis sugieren, en par­
ticular, cual podría ser el papel social de la ideología en el apren­
dizaje de las inviolabilidades y sus consecuencias en la actitud
de los niños, más tarde adultos, frente a la autoridad.
Las investigaciones sobre las diferentes formas de propaganda,
la recepción diferencial de los mensajes de conformidad con los
receptores, las resistencias, influencias y el papel que desempeñan
las repeticiones en la difusión, sugieren otras tantas hipótesis sobre
la inculcación ideológica y sus efectos. Todas las experiencias
realizadas para poner en evidencia la transformación de las acti­
tudes bajo la acción de la propaganda, confirman el papel efectivo
de las estructuras y de los contenidos ideológicos sobre el compor­
tamiento de los individuos y de los grupos.
Las experiencias relacionadas con la constitución de las nor­
mas en el seno de un grupo, sobre el funcionamiento de las mismas,
sobre las formas de control que son su consecuencia, esclarecen el
problema general de las funciones de la ideología y el pasaje de la
conformidad intelectual (ortodoxia) a la conformidad de los com­
portamientos (ortopraxia).33 La ideología tiende a constituirse,
dentro del grupo, en “ sistema de empresa” , garantizando su cohe­
sión y su estabilidad; a confundirse con una estructura de poder
que se atribuye la detentación de los bienes simbólicos y se pro­
yecta en órganos de represión. Las investigaciones realizadas sobre
la transformación de los mesianismos en ortodoxia, sobre la in­
fluencia ejercida por el sistema simbólico, sobre la organización del
conformismo, sobre la rigidez cognoscitiva, permiten esclarecer,
mediante procedimientos expenriierttales, las transformaciones ra­
dicales de las ideologías y su utilización por parte de los poderes.

IV. E L A P O R T E D E L P S IC O A N A L IS IS

La contribución del psicoanálisis a la ciencia de las ideologías,


se sitúa sobre otro plano, no menos esencial. Las investigaciones
psicosociológicas revelan perfectamente bien que la ideología fun­
ciona como un sistema de control en el seno del grupo y permite
una institucionalización de los poderes. Pero, queda por analizar,
en el nivel del individuo particular, las razones de su adhesión,
el significado psíquico de su fidelidad y sus repulsiones. Uno de
los aspectos más visibles de los conflictos ideológicos es. en efecto,
la violencia personal de las adhesiones y el grado de implicación
de los interlocutores. Esta violencia afectiva puede explicarse, en
alguna medida, por la importancia de las alternativas sociales,
pero tal explicación permanece insuficiente en tanto no se muestre
cómo el individuo puede introyectarse los mensajes ideológicos y

54
volverlos una parte importante de sí mismo. La pasión de que
está cargado el discurso ideológico, nos remite, necesariamente, a
la pasión del portador de la expresión.
El aporte de los trabajos psicoanalíticos es en este respecto
incisivo. Los mismos revelan la profundidad de las interrelaciones
entre la expresión ideológica y la psiquis de los individuos, la im­
portancia y la amplitud de las significaciones simbólicas para las
diferentes instancias psicológicas. En efecto, lo que muestra el
análisis ejemplar del carisma (Psicología colectiva y análisis del
y o) es esa inmanencia de la cultura en el interior de la persona­
lidad, esa movilización de las pulsiones fundamentales mediante
la ideología del jefe paternal, ese estrecho vínculo que se establece
entre los mensajes culturales y el individuo en tanto que ser
consciente,'inconsciente y corporal, esa identidad de los dinamis­
mos que le permiten al individuo reencontrarse consigo mismo,
o una parte de sí, en las imágenes aportadas por la cultura y la
vida política. La ideología carismática no es un elemento acce­
sorio, que el sujeto podría utilizar como un instrumento, en fun­
ción de sus beneficios inmediatos, y del que podría deshacerse a
voluntad: por su medio, cada individuo está vinculado al jefe por
lazos libidinales, implicado personalmente en el juego de los in­
vestimientos del deseo. Por medio de la identificación, el sujeto
particular se conforma a sí mismo psicológicamente, encuentra en
la imagen exterior un centro de polarización afectiva y la condi­
ción de su sublimación. Esta interrelación profunda es posible
gracias a que la ideología responde, en efecto, a las necesidades
fundamentales, se estructura de conformidad con esta dinámica
para modelar los deseos y actualizarlos.
Freud establece el arraigo de la ideología al nivel de las pul­
siones instintivas, como respuesta a un conflicto inconsciente, a
un deseo insatisfecho: el proceso de idealización que la caracteriza
responde a una insatisfacción de las pulsiones y al rechazo que la
provoca. La energía libidinal que no puede encontrar satisfacción,
se inviste en una sublimación que descarta los peligros que puede
correr el yo en el conflicto pulsional.34 La política sería, entonces,
ese espacio excepcional en que los conflictos individuales podrían
encontrar su respuesta en una simbología colectiva, donde los con­
flictos inconscientes y los simbólicos podrían darse encuentro y
confundirse.
A partir ríe estas indicaciones generales, quedaría por analizar
de qué manera se integran las dimensiones generales del dina­
mismo ideológico, el conflicto psíquico, la identificación, la idea­
lización, la sustitución de los fines, de distinto modo en las diversas
ideologías. Quedaría por mostrar cómo estas ideologías diversas
proponen combinaciones arquetípicas, dispositivos pulsionales di­
versos, e implican a los individuos en los modos diferenciados
en que se ramifican dentro de lo colectivo los flujos libidinales.
Este recurso, aparentemente ecléctico, a muchos métodos de
las ciencias sociales, se vuelve necesario por la naturaleza del ob-

55
jeto en consideración. Si una situación ideológica es de manera
señalada un fenómeno social que atañe a la sociología política, es
también ese espacio en que se producen investimientos afectivos
violentos y también, por lo tanto, asunto de la investigación psico-
analítica. Tan atenta como pueda ser, una aproximación positivista
que se cuide de apartar toda referencia a la psicología, dejarán sin
comprensión el carácter pasional que, no obstante, es esencial en
estas situaciones. A la inversa, una aproximación psicosociológica
que permitiese analizar experimentalmente los tipos de relaciones
ideológicas y su transformación, no podría esclarecer el conjunto
de una situación concreta cuyas determinaciones económicas, cul­
turales y políticas son siempre particulares. Y todavía más, si los
análisis del contenido y los análisis lingüísticos encuentran las con­
diciones de su rigor en la puesta entre paréntesis de las condiciones
históricas de producción del discurso, tal puesta entre paréntesis
no puede ser más que provisional desde el momento en que se
pretende reinterpretar la totalidad de la situación en la cual el
verbo no es más que la dimensión significante. El discurso ideo­
lógico tiene que referirse a otra cosa distinta de sí mismo y no
revela, por sí solo su verdad. Discurso polémico, el discurso polí­
tico es aportado por un hablante, y plantea el problema de la
enunciación como rasgo característico del contenido. La forma y
el contenido imponen la interrogación acerca de los sujetos indi­
viduales o colectivos que enuncian y reciben ese discurso (¿quién
habla?, ¿a quién?, ¿.por qué?, ¿,con qué fin?). Así mismo, la forma
particular del discurso, sú repetición como su contenido ideativo,
imponen la pregunta acerca de sus condiciones de producción y
reproducción. Los conflictos de poder, dé autoridad, de intereses,
que tales condiciones no dejan de constituir, remiten a toda una
situación concreta, que es importante restituir, para comprender
el discurso de manera adecuada, oponiendo eventualmente los
conflictos “ réales” a los proclamados y midiendo por este medio
el margen de ocultación de la ideología que se considera.

56
C A P IT U L O I I I : ID E O L O G IA S , A P A R A T O S ,
IN S T IT U C IO N E S

En los primeros años del siglo X IX , Saint-Simon formulaba la


hipótesis de que los enfrentamientos ideológicos tenían como ori­
gen y explicación general la rivalidad política y económica de las
clases sociales. Percibía así, en 1820, a través del conflicto que
oponía a las doctrinas conservadoras el proyecto de una nueva
revolución, otro conflicto: el que enfrentaba a las clases dirigentes
y poseedoras, la clase denominada por él “ de los industriales” .
Por general que resulte, este esquema plantea bien el problema
que abordamos aquí, el de los conflictos ideológicos en su relación
con las formas de organización social consideradas en su totalidad.
La respuesta de Saint-Simon esboza la distinción entre las formas
simbólicas y las grandes distribuciones sociales, entre el registro
de lo simbólico y el de las prácticas de la sociedad. Formula la
hipótesis de una relación significativa entre la lucha de las ideo­
logías políticas y la lucha de clases.
N o menos que Marx, Saint-Simon era consciente de que se
trataba en esto de una hipótesis de conjunto, poco susceptible
de agotar la complejidad de las relaciones. Esta complejidad ha
descansado, desde principios del siglo X I X , sobre dos puntos esen­
ciales: el desarrollo y la importanica alcanzada por la información
y los medios de comunicación en primer lugar, y luego por las
instituciones en tanto productoras y reproductoras de discursos
socio-políticos. El esquema de Saint-Simon postula una reproduc­
ción de la ideología de clase como si los temas, los modelos fuesen
renovados espontáneamente sin la mediación de vectores y agentes
de esta reproducción evocada por el término “ conciencia de clase” ,
que conlleva el peligro de ocultar lo que. precisamente, trata de
explicar: la producción y la renovación de las actitudes y de las
interpretaciones propias de determinada clase social. La extensión
de los medios de comunicación masiva, la instalación de los apara­
tos de propaganda v los conflictos que provienen de su detención,
prohíben hoy día descuidar este Papel El análisis de las relaciones
entre la esfera ideológica V las distribuciones, aueda muy incom­
pleto si no se especifica por medio de aué vectores y qué aparatos
institucionales son trasmitidos y transformados los mensajes, me­
diante cuáles medios masivos son conocidas y difundidas las pro­
ducciones simbólicas. Si estos contenidos tienen consecuencias, es

57
porque son reproducidos por propagandistas convencidos, propa­
gados dentro de grupos particulares, aptos para recibirlos como la
palabra de la verdad, vehiculados en redes de comunicación in­
formales o fuertemente estructuradas, que no dejan de agregar
nuevas significaciones a los contenidos ideales. Los receptores
acogen los mensajes conforme su cultura y actitudes, en esa si­
tuación concreta en que los medios de comunicación se los pro­
ponen o se los imponen. Interrogarse sobre las funciones y los
efectos de las ideologias haciendo abstracción de esta situación
social de reproducción y de transmisión, conduce a construir la
ilusión de un diálogo de conciencia a conciencia, que es precisa­
mente uno de los aspectos de la imaginería ideológica según la
cual el portador de la verdad, profeta o jefe de Estado, viene a
hablarle al fiel o al ciudadano en el secreto de su inteligencia.
A qu í nos propondremos, pues, analizar no sólo las relaciones
entre esfera simbólica y clase social, sino más bien entre esfera
simbólica, aparatos ideológicos y clase social.
El esquema de Saint-Simon da a entender, por otra parte, que
la clase social es el único referente de la ideología y, simultánea­
mente, que los conflictos de clase bastan para dar cuenta de los
conflictos ideológicos. Esta hipótesis, verificable en ciertas situa­
ciones, puede no corresponder a la verdad en otras y nada indica,
a priori, que solamente las clases sociales generen las ideologías
constituidas. Una institución, un partido, un movimiento político
complejo, pueden también constituir un sitio de emergencia de
un nuevo sistema de ideología. La cuestión del origen social del
conflicto ideológico debe pues permaneecr abierta: la respuesta
de Saint-Simon deberá tomarse como una de las posibles, válida
para una situación histórica concreta. Las posibilidades de despla­
zamiento, transposición e inversión entre los tres niveles (campo
simbólico, aparatos de difusióií7'clases e instituciones sociales)
ofrecen a los ideólogos muqnas más combinaciones de lo que
suponían los primeros analistas.

I. E L C A M P O D E LAS P O S IC IO N E S ID E O L O G IC A S
En cada formación histórica y durante cada uno de los periodos
que la forman, se constituye un conjunto de posiciones ideológi­
cas rivales que conforman un campo integral (antiguos-modernos,
realistas - republican os, conservadores -moderados - revolucionarios).
Las ideologías particulares que integran este campo no cesan de
oponerse, pero deben, no obstante, situarse recíprocamente, defi­
nirse contra las posiciones rivales. De esta manera forman un sis­
tema, un campo, cualquiera que sea la voluntad de sus creadores
de escaparse de él.
Existe, sí, autonomía relativa en este campo simbólico, desde
el momento en que se producen obras, libelos, discusiones de
círculos o de 3alones en que se enfrentan ideas, proyectos, sin que
los mismos tengan aplicaciones prácticas inmediatas. El siglo

58
X V I I I en Europa señala muy claramente esta autonomización; es
entonces que filósofos, literatos, gentes de cultura, discuten, es­
criben, oponen entre sí sus concepciones concernientes al Estado,
al derecho, al mejor gobierno, independientemente de las ortodo­
xias religiosa v política. Todos ellos rechazan explícitamente plegar
sus análisis a las órdenes terminantes de la Iglesia. En cuanto
al poder político, débil productor de nuevas legitimaciones, no
tiene ya los medios para apropiarse de este campo de significa­
ciones en que se encuentra, sin embargo, cuestionado. Desde este
periodo, con múltiples incertidumbres, se afirma el campo en su
autonomía relativa con relación a las instancias gubernamentales
como a las económicas, en las sociedades de democracia pluralista.
Esta autonomización se vuelve mucho más notoria en una cul­
tura que, por razones técnicas y políticas, tiende a transformar en
espectáculos las oposiciones, a oponer a los sustentanes de tesis
diversas en una escena teatral. La teatralización de los debates en
la radio o la televisión, al objetivar las posiciones sobre una es­
cena, ilustra bien esta autonomía al mismo tiempo que habitúa
al elector-espectador a contemplar el referido espacio simbólico
de posiciones. El espectador es colocado en la situación de percibir
estas oposiciones de tesis y estas contiendas verbales como una
zona de relativa autonomía, donde los actores especializados de­
signan todo el horizonte de sus posiciones posibles. Por otro lado,
la práctica renovada de las elecciones sitúa a dicho ciudadano
delante de lo que se llama justamente un “ abanico” de partidos,
que corresponden teóricamente a toda la “ gama” de las ideologías
en el momento de los escrutinios. Las reglas jurídicas de la libertad
de prensa oficializan esta situación de autonomía relativa. Esta
última es, en última instancia, inexistente en un régimen totali­
tario, en que el poder central es el único detentador del derecho
de emitir los bienes simbólicos, pero la energía desplegada por el
Estado para dominar esta producción, muestra lo suficiente que
la misma subsiste como una amenaza permanente.
La noción de campo, que retomamos de los trabajos de K u rt
Lewíñ, resulta^esclarecedora para reinterpretar el conjunto de las
ideologías contradictorias de una época, en tanto comprometidas
con las relaciones específicas de manera tal que cada expresión se
encuentra situada en un espacio simbólico. En esta totalidad del
campo, cada expresión extrae su verdadera significación de sus
relaciones de distancia y afinidad con otras expresiones, se define
por su situación en tales relaciones internas. Estas últimas son o
de conflicto o de proximidad, y toda posición asumida se lleva a
cabo por invalidación de las posiciones rivales y la legitimación
de las idénticas.
La expresión topográfica del campo mediante imágenes espa­
ciales (extrema derecha, derecha, centro, izquierda, extrema iz­
quierda; derechistas e izquierdistas; partidos de avanzada y posi­
ciones de retaguardia) es adecuada para denotar metafóricamente
ese juego de conflictos y de posiciones. Es, en efecto, en términos

59
de proximidad y de distancia, de atracción y repulsión, afinidad
e incomunicabilidad, que se expresan lo más cómodamente estas
relaciones de separación y oposición. El lenguaje político dice fa­
miliarmente que algunas “ posiciones” están lo bastante próximas
para confundirse y demasiado alejadas para conciliarse. Una de
las tareas permanentes de los hablantes será, ya sea trazar de nuevo
las fronteras si buscan diferenciarse, ya alterarlas si procuran nue­
vas alianzas. Los intelectuales “ sin ataduras” ,1 independientes de
los partidos, serán los mejor ubicados para equilibrar estas topo­
grafías, para inventar cruzamientos y entrecruzamientos entre las
posiciones asumidas, para proponer síntesis en que las antiguas
fronteras parecerán disueltas. La topografía de las posiciones es
permanente, pero no cesa de cuestionarse.
Mucho más que un espacio caracterizado por una topografía
inmóvil, el sub-sistema ideológico se revela como un vasto proceso
de intercambios conflictuales, en que no cesan de producirse -e
intercambiarse mensajes persuasivos. Los diversos partidarios si­
mulan no tomar en cuenta nada de los mensajes emitidos por sus
rivales, pero en raelidad no dejan de responder a esos discursos
como si se tratase de amenazas o provocaciones. Cada foco emisor
debe “ restablecer la verdad” después de cada intervención del ad­
versario, emitir un flujo de discurso destinado a responder y re­
cordar la ilegitimidad del enemigo simbólico. Como todo campo
compuesto, el sistema de producción ideológica tiene efectos de
totalidad sobre sus partes y éstas no pueden escaparse de ello sin
correr el riesgo de desaparecer de la escena.
Los hablantes en presencia no dejan de presentarse como los
portadores de la voz de las clases o de los electores, como los puros
ecos de causas que los sobrepasan. Se manifiestan, en este sentido,
como comprometidos en una lucha por el solo poder político y dan
a entender que sus intervenciones no son sino medios accesorios
para la instauración de un poder acorde con los valores verdade­
ros. Todo ocurre como sí las rivalidades simbólicas no tuviesen en
sí mismas consistencia! y no hiciesen sino reflejar los conflictos
trascendentes. Sin embargo, este campo conflictual posee también,
en su autonomía, su propia lógica y se persiguen en él finalidades
inmediatas: las ganancias del poder simbólico.
Como el cultural,2 el campo ideológico es un lugar de compe­
tencia cotidiana entre agentes rivales que aspiran a la acumulación
de bienes escasos. La producción de los bienes simbólicos procura,
en primer término, la audiencia, la escucha: se trata de ser enten­
dido, de establecer una relación exacta con un púhlico, para con­
firmar o ampliar una comunicación precedente. A l mismo tiempo,
y sin que estos propósitos sean separables, se trata, para el locutor,
de confirmar su existencia, de dar una idea favorable de sí mismo
v una imagen negativa de su rival, y atraer a los que lo apoyan.
El asunto consiste en aprehender los medios de influencia, al­
canzar la conservación de las adhesiones y, eventualmente, crear
otras nuevas: el agente procura acrecentar su crédito por medio

60
de la frecuencia y la calidad de sus intervenciones, acumular pres­
tigio en el interior del campo. Nada asegura que estos propósitos
serán realizados, pero la lógica del campo es tal, que el abandono
de esta producción continuada significará, a más o menos largo
plazo, la desaparición política del agente individual o colectivo.
Como todo espacio de competencia, éste posee sus reglas y
procedimientos. Las leyes escritas, el derecho de respuesta, la
prohibición de lesionar el honor, fijan las reglas del juego y per­
miten los recursos contra las ilegitimidades. L eyes no escritas,
mucho más_compIejas y obligatorias, señalan los buenos usos y las
lícéñcíaT audaces!" Estas reglas sutiles dependerán también del
publico al que se dirigen. El respeto del ethos del auditorio es uno
de los medios favorecidos para lograr receptores. Procedimientos
múltiples, empleados en el curso de intercambios conflictuales, se
ordenan sobre eies constantes como lo son la devaluación del ad­
versario, la legitimación de sí y la exaltación de las finalidades
propuestas. La sátira, la demostración de las contradicciones, la
denuncia de afrentas que se tienen como vergonzantes, la injuria,
participarán en la empresa de ilegitimación. La referencia a los
éxitos alcanzados por el hablante, la repetición de sus créditos, la
producción de asociaciones verbales lisonjeras, procurarán la con­
tinuidad de la empresa de la propia legitimación. La dramatización
de 'a situación, la insistencia sobre las insuficiencias del presente,
servirán para exaltar las tareas propuestas. En este dominio, si las
técnicas se vuelven rutinarias y son empleadas corrientemente, el
talento del competidor se manifestará mediante la invención de
procedimientos nuevos, que procuren sorpresa, para suscitar pro­
visionalmente un crecimiento del auditorio.
Para cada locutor individual o colectivo, el campo de pro­
ducción es simultáneamente un conjunto de posiciones diferencia­
das, que corresponden al sistema global de las significaciones.
Expresar una proposición es "tomar partido” en el dominio sim­
bólico, situarse en el espectro de los posibles y definir los afines
y los adversarios. La expresión es situación en la gama simbólica.
L a identidad ideológica se consigue mediante la designación del
lugar, a través de la diferenciación o identificación con respecto a
otros locutores. Así, una de las manipulaciones más eficaces con­
siste en renegar, en el momento oportuno, de la posición ocupada
con íinlenondnd, presentándose como árbitro entre dos partidos
e incluso como el líder “ más allá de los partidos” . Cuando no
conduce d (ritióse, csin alteración audaz d° la posición simbólica
puede iiivntulni ln posición anterior v procurar al líder nueva voz
y recursos renovados
En síntesis, los locutores deben lojinifeslnr su existencia en
este campo de posí* Iones luontíestiindo su uresencin de manera
permanente v, i ' uum ousenunlo dlfeioneirtndnsiwlo bis demás posi­
ciones. I a lev del iso d io iliu to de ln dileii io ui lis npliciible sin
ambigüedad a i sil as m in lii topos de pimlin i liin Dundo ol Instante
en que un locutor io Ik i I P h c «|0-csm*c tepnlumieplr los mismas
tesis que un partido afín, estaría condenado a integrarse a este
último o desaparecer. En las alianzas, es importante manejar con
■arte las fórmulas comunes, introduciendo signos o alusiones que
indiquen lo bastante que la identidad del grupo no va a desapa­
recer en beneficio del aliado. Esta ley de la distinción recae con
todo el rigor sobre los grupos marginales y de audiencia escasa.
Todo grupo nuevo no puede constituirse más que condenando to­
das las ideologías, todas las posiciones anteriores: únicamente bajo
esta condición'puede surgir y persistir en el campo simbólico. Es
por ello que la producción ideológica no cesa de suscitar clubes,
sectas, grupúsculos, cuya tarea inicial consiste en criticar todas las
posiciones anteriores como su primera condición de existencia. La
riqueza de los resultados críticos condiciona aquí la emergencia
de una nueva plaza en el sub-sistema.
El campo de posiciones está, por otra parte, jerarquizado, y
por ello es posible la promoción. Donde se nota con mayor claridad
este carácter promocional es en el seno de esos microsistemas que
constituyen los partidos. En efecto, cada partido es el portador
de su propio campo de producción con sus lugares, sus jerarquías
y sus posibilidades de promoción. Esta última se lleva a cabo, a
lo largo de todas las instancias, desde la célula local hasta el Co­
mité central, pasando por todos los escalones regionales y fede­
rales, mediante la manipulación y la producción, por encima de
cualquier otra cosa, de bienes ideológicos adecuados. El candidato
a la promoción debe adquirir un “ capital ideológico” , es decir los
medios intelectuales y lingüísticos capaces de producir los bienes
requeridos. Su promoción dependerá de la intensidad y la opor­
tunidad de sus logros simbólicos, ya sea durante su presencia .en
reuniones y manifestaciones, de su encarnizamiento en los con­
flictos contra los rivales, de su arte de la conciliación en el mo­
mento oportuno. La acumulación de “ réditos” simbólicos (audien­
cia, prestigio, apoyo) es xtremo y un accidente, un
fracaso aparentemente disminuir brutalmente el
crédito acumulado. La i guajera continúa siendo, ú
pesar de ello, uno de los instrumentos decisivos de la promoción
en tales casos, en particular en los niveles más elevados de la
jerarquía. Y también en los grupúsculos sin aparato burocrático,
el éxito teórico constituye el instrumento esencial para la afir­
mación del candidato a la influencia.
No es por azar o de manera secundaria, entonces, que el cam­
po ideológico constituye un campo de conflictos. Aún antes de
constituir una escena para las contiendas políticas o sociales, la
renovación y la vitalidad están aseguradas en él a través de
la ejercitación de la competencia simbólica. Para existir y hacerse
reconocer, cada locutor debe afirmarse contra los otros mediante
la producción de una diferencia. La conquista y la conservación
de un estatuto ideológico suponen la afirmación defensiva y agre­
siva de la propia posición, la renovación de las prestaciones com­
bativas contra los rivales, contra los otros candidatos al poder.

62
La violencia simbólica en sus múltiples formas — refutación, ame­
naza, indignación, rechazo de comprensión a las “ razones” , insi­
nuaciones, insultos— es pues inherente al campo ideológico. Pero
el carácter puramente lenguajero de la misma le pertenece de
manera esencial. E l campo es una especie de liza en que la vio­
lencia no tiene, con frecuencia, consecuencias prácticas y puede,
ya sea revestir una gratitud, ya servir de estímulo o de sustituto
a una violencia real, con todas las ambigüedades inherentes a esta
relación.
De igual modo, la liza ideológica es ese espacio en que se
ejerce el poder bajo la forma particular de lo simbólico. En el in­
tercambio ideológico, de lo que se trata es de convencer, persua­
dir, hacer que se admitan las razones propias. El locutor debe
hacerse reconocer como el detentor del discurso justo y arrastrar
la adhesión. Ahora bien, el discurso n'cae justamente sobre el
oponente, sobre el porvenir, sobre los te.nas en los cuales se en­
cuentra motivo de deliberación. A diferencia de los debates que
conciernen a los datos de hecho, en que la adhesión puede fun­
darse sobre la experiencia, en ideología esta adhesión requiere
el reconocimiento de los locutores legítimos, mediante la reafir­
mación de la confianza en su autoridad. En el conflicto de las
ideologías se desarrolla así una lucha permanente por la con­
quista de la confianza, la adhesión que tiene como límite el mo­
nopolio de los partidarios. T al tentativa no podría, en el solo
campo ideológico, llegar a su término: afronta, permanentemente,
la insubordinación, si no la oposición, porque la conquista del mo­
nopolio no puede darse sin la sumisión de los competidores.
Más allá incluso de la apropiación del campo ideológico por
fuerzas institucionales constituidas, el mismo se presta, entonces,
a ofrecer a todo conflicto y a toda lucha por el poder un espacio
de expresión o de simulación, pero, a la vez, lo que es propio de
los conflictos ideológicos, o sea los intereses particulares que los
determinan, inducen al riesgo permanente de la deformación o ter­
giversación de tales conflictos, desde el momento mismo en que
éstos encuentran allí su modo de expresión.

II. LOS A P A R A T O S D E D IF U S IO N ID E O L O G IC A

Una de las ilusiones a que dan lugar los conflictos ideológicos,


consiste en disfrazar tanto los aparatos de difusión, como la efi­
cacia que tienen éstos en la renovación de la empresa política.
Se invita al receptor a creer que adhiere mensajes trasmitidos por
pura convicción, sin que los aparatos y disnositivos hayan mani­
pulado su asentimiento. Los productores de los mensajes no cesan
de reforzar esta ilusión, puesto que su interés es aparacer como
los puros detentadores del lenguaje de la verdad. Sin embargo,
el mensaje ideológico no posee un poder de persuasión en sí mis­
mo: durante el tiempo que permanece sin difusión y sin apoyo,

63
su insignificancia social es, con seguridad, total. E l mensaje no
influye si no es transmitido, si no se lo difunde por medios de
comunicación cuya naturaleza, frecuencia e intensidad serán so­
bredeterminantes en cuanto a la extensión o la limitación de los
efectos.
La desconfianza de los bolcheviques de la libertad de prensa,
y la de Lenin en relación a la noción de conciencia de clase, pue­
den ser referidas, así mismo, a esta acertada intuición: por in­
tensa que sea la ideología revolucionaria en una clase oprimida,
no puede producir sus efectos sino a través de la mediación de un
aparato social institucionalizado y un dispositivo constante de
propaganda. Empero, a partir de este momento, los conflictos
ideológicos se multiplican en conflictos entre los aparatos y en
otros más en el interior de cada uno de éstos.
Los aparatos ideológicos reproducen y ponen en circulación
los bienes de significación múltiple que son los bienes de signi­
ficación ideológica. Los soportes de estas significaciones son, en
primer término, los escritos y las palabras en todas sus formas,
pero también los gestos, las expresiones plásticas, las imágenes, los
símbolos materiales. Todo producto cultural puede servir de apo­
yo a la emisión de mensajes políticos, ya sean éstos distintos o se
confundan con otros mensajes (artísticos, religiosos, filosóficos).
Estos mensajes comunican a un mismo tiempo informaciones or­
ganizadas, interpretaciones de la experiencia colectiva, esquemas
perceptivos, incitaciones a determinados modos de comportamien­
to y también modelos de personalidad, de dominio legítimo de
pulsiones primitivas y de su elaboración. Explícitamente, los men­
sajes trasmiten contenidos significativos, e implícitamente, mode­
los de comportamiento legítimo. Proponen a la vez modelos de
pasiones violentas, de identificación y de repulsa, sentimientos
cuya cualidad e intensidad no pueden separarse de los contenidos
intelectuales. /
Una lucha dispersa y no confesada compromete todos los
aparatos ideológicos en un mismo esfuerzo por alcanzar los audi­
torios y provocar el consumo de estos bienes de significación ideo­
lógica. Esta lucha no puede expresarse directamente, pero se
traduce mediante una serie de empresas significativas: llamamien­
tos, publicidad, exhortaciones moralizantes, colectas de fondos.
Los productores y reproductores, implicados en una empresa a
la vez teórica y económica, se esfuerzan por acrecentar el consu­
mo y la demanda de sus bienes, por arrancar al mayor número
posible de receptores de su indiferencia y apatía. La utilización,
mediante los aparatos de propaganda, de los métodos elaborados
por la publicidad (estudios de mercado, selección de los mensa­
jes, experimentación en la recepción. . .) participan en este es­
fuerzo ambiguo en que se trata a la vez de promover ideas, formar
parte de una empresa política y así mismo acrecentar el poder
del aparato.
El menos aparente de los conflictos opone los aparatos entre

64

Tt - "
sí, sobre el terreno de la conquista de audiencias y adhesiones.
En un régimen político donde el aparato de Estado controla el
conjunto de los dispositivos de reproducción, esta lucha está teó­
ricamente anulada. Por el controrio, en los regímenes pluralistas
asume proporciones masivas, hasta constituir uno de los mayores
conflictos de la vida política.
p El conflicto entre los aparatos comporta sus propios efectos,
i favorece el mantenimiento del pluralismo ideológico y a la vez un
[ proceso de desideologización permanente.
- Para testimoniar su existencia, para mantener el vínculo en­
tre los adherentes y reclutar otros nuevos, cada organización po­
lítica, cada partido, debe intervenir en el mercado de los bienes
de significación, subvencionar periódicos, semanarios o, en su de­
fecto, revistas o un boletín interior para un club o un grupúsculo.
La publicación de un periódico constituye el signo indispensable
de su existencia: es posible que la Adacción de este órgano in­
formativo, es decir la producción de un discurso autónomo, ab­
sorba lo principal de su actividad. Así, la organización jurídica
del campo de reproducción, que autoriza a toda asociación y a
toda persona a producir y difundir sus mensajes, favorece la mul­
tiplicación de diarios, revistas, boletines, libelos y todos los me­
dios escritos y orales de manifestación. En todo momento y en
particular durante las etapas de intensificación de los conflictos
sociales, surgen mensajes efímeros y contradictorios. La estruc­
tura específica del campo de reproducción en el régimen plura­
lista, tiende a la multiplicación y a la “ efemerización” de las sis­
tematizaciones.
Esta pluralización descansa en la intervención de los aparatos
que, encargados indirectamente de las ideologías políticas, deben
sin embargo intervenir en la escena y tomar posición en ella.
Para asegurar su funcionamiento y mantener sus apoyos, los sindi­
catos, las organizaciones profesionales, las iglesias, deben producir
llamados conformes con sus objetivos. A pesar de la imparciali­
dad proclamada, el Estado y sus aparatos no dejan de interve­
nir en la atmósfera de difusión mediante la aplicación de regla­
mentaciones y la selección que hacen de los diferentes medios de
difusión cultural a los cuales acuerdan subvenciones.
Así, los conflictos entre los aparatos participan en la frag­
mentación de las ideologías y en el mantenimiento de su diver­
sidad. Pero, inversamente, la comercialización de los productos
culturales y la competencia, mantienen una desaprensión perma­
nente con respecto a las adhesiones ideológicas.
Los campos de difusión propios de las sociedades capitalistas
se caracterizan por el hecho de la apropiación privada de los gran­
des periódicos informativos y las cadenas de radiodifusión. Esta
propiedad, regida necesariamente por la preocupación del prove­
cho y la supervivencia de la empresa comercial, determina conse­
cuencias esenciales para todo el campo. La necesidad imperiosa
de conservar un público, de extenderse en el seno de la competen-

65
cia, obliga al periódico informativo a complacer a todos sus lec­
tores y le prescribe eliminar los mensajes demasiado sistemáticos,
que lo harían ser abandonado por una parte de su público. Para
mantener su venta, el periódico debe promover formulaciones de
término medio, susceptibles de convenir a los lectores de diferen­
tes partidos, proveer fragmentos contradictorios que podrán in­
teresar a diferentes categorías de lectores, o incluso abrir sus
columnas a los portavoces de partidos opuestos. Además, la nece­
sidad de retener a los consumidores conduce al periódico a mul­
tiplicar las informaciones proveyéndoles una forma breve y tajan­
te y a aumentar así mismo los elementos de lectura relativos a
las diversiones y placeres. La industria de la información favo­
rece así la imposición de una visión antisistemática, anti-ideoló-
gica del universo político, intensamente determinado por la ac­
tualidad y las personalidades. Esta visión, poco ideologizada en
apariencia, implica sin embargo su lógica, porque la propiedad de
los medios de reproducción de las informaciones conduce por ne­
cesidad a la emisión de una visión globalizante, donde tal pro­
piedad no será nunca cuestionada. Estos grandes mediadores de
significantes políticos difunden sin cesar, en realidad, una ideolo­
gía poco sistemática, de acuerdo con la estructura de la propie­
dad, incitando a conformarse con el orden establecido y considerar
la política como un espectáculo poco serio. La competencia co­
mercial entre los aparatos que se quieren no partidistas contribuye
así indirectamente a la resistencia de una parte de los ciudadanos
a los llamados de los ideólogos.
A estos conflictos entre aparatos deben agregarse los que tie­
nen lugar en el propio seno de estos últimos, que no se producen
sin que conlleven su especificidad y consecuencias particulares.
Cada aparato crea roles, funciones diversificadas, una jerarquía
de poder y prestigio. La originalidad de esta institución consiste
en que reúne aspectos administrativos y económicos (un periodis­
ta de partido recibe un/salario) relacionado incesantemente con
aspectos de significación (tal periodista es considerado como al­
guien que escribe únicamente de conformidad con sus conviccio­
nes). A grandes rasgos, se pueden distinguir en un aparato ideo­
lógico a los creadores (líderes de partidos y sindicatos), a los
intelectuales partidistas (escritores, críticos), a los reproductores
y comentadores (periodistas, empleados de los sindicatos) v a
los militantes y simpatizantes. Pero ya que se trata a la vez de
bienes significativos y de consumo, los actores no podrían acep­
tar como tales estas delimitaciones y cada estatuto resulta rico
en posibilidades diversas. Así, los líderes de partido están inves­
tidos de una confianza que los autoriza a producir mensajes, pero
mientras dura el control efectivo que les otorga a sus prestaciones
las diferentes instancias del partido, se cuidan más de adecuarse
a los programas impuestos que a producir nuevos mensajes. Por
el contrario, el periodista de partido que está considerado como
un reproductor de la ideología de un comité central, puede con-

66
siderarse como un verdadero productor y ser estimado como tal
en la medida en que comparta la ideología del partido hasta tal
punto, que no tenga necesidad de recibir sus órdenes. La distin­
ción entre el productor y el reproductor es cuestionable y a partir
de ésto la jerarquía, el derecho a la creación, la obediencia ideo­
lógica, amenazan con plantearse de nuevo con cada problema. La
cuestión de autoridad bajo la forma del derecho de producir debe
recibir una respuesta particular ya que en este dominio no se
puede llevar a cabo la distinción entre profesionales y no-profe­
sionales.
Una solución práctica a este peligroso problema, consiste en
la constitución de una ortodoxia, que convierte a los dirigentes
en los únicos detentadores del prestigio ideológico y del derecho
a la emisión de mensajes. En este caso se pueden distinguir sin
ambigüedad a los productores y los reproductores, sin que la “ vi­
gilancia ideológica” cese de ejercerse con relación a toda veleidad
de independencia. El aparato reproduce las relaciones de pasantía
con su disciplina específica y la subordinación las conciencias.
La convergencia de los intereses individuales en el mantenimiento
del aparato y las amenazas provenientes del exterior, pueden, en
ausencia de esta solución, mantener un control difuso de los con­
flictos eventuales, empero, en ambas soluciones, es notorio que
el interés propio de la institución tiende a sobreponerse a la es­
pecificidad de las significaciones ideológicas.
En efecto, a medida que se constituye un aparato de difusión,
a medida que los intereses que éste satisface se extienden, es
previsible que tienda a transformarse en productor de una nueva
ideología, de conformidad con la defensa y alcance de su poder.

III. C O N F L IC T O S I N S T I T U C I O N A L E S . L U C H A D E
CLASES

Estamos ahora más capacitados para responder a esta pre­


gunta: /.cuáles son las organizaciones o instituciones implicadas
en la liza ideológica y cuyos conflictos estructuran y mantienen
la lucha de las ideologías? Sabemos, en razón de la especificidad
y de las formas particulares del conflicto de las ideologías, que los
conflictos políticos o sociales no encontrarán allí una expresión
fiel, sino una elaboración y una deformación, una transposi­
ción inventiva e incluso una ocultación. Al insistir en la impor­
tancia y la especificidad de los aparatos de difusión, evidencia­
mos que estos últimos intervienen en los conflictos ideológicos
con sus propios obietivos y sus propios conflictos, e introducen
sus prooios matices en los primeros. Falta saber si estas luchas,
por artificiales que resulten en ciertas circunstancias, implican y
trasponen dinámicas, relaciones de fuerzas, conflictos políticos o
sociales, cuya relación debemos estudiar aquí. La cuestión no es
diferente de la que se puede plantear al conflicto religioso: saber

67
cuáles implicaciones y cuáles conflictos se significan de manera
indirecta en el debate, pero es de esperar que en la lucha ideoló-
fica, las implicaciones sean a la vez más complejas y formaliza­
das de manera más directa.
Investigando qué formas organizacionales o institucionales de
la vida social están implicadas por necesidad en el conflicto ideo­
lógico — en qué participan la producción y las rupturas simbóli­
cas en el funcionamiento y la perpetuación de aquél— , es como
encontraremos los elementos de respuesta. Estos serán, en primer
lugar, las instituciones sociales y el sistema político, pero, más
allá, las grandes divisiones de la sociedad, las clases y sus luchas,
tampoco dejan de estructurar los conflictos ideológicos de acuer­
do con una modalidad dinámica que será necesario precisar.
La limitación del análisis a las clases y sus ideologías, hace
renacer la ilusión de un diálogo directo entre la clase, la concien­
cia de clase y su expresión ideológica, como si una entidad real,
la clase espontánea, encontrase en el discurso de sus represen­
tantes una simple emanación de sí misma. Ahora bien, esta “ con­
ciencia de clase” , de la misma manera que “ la opinión pública” ,
no es una unidad constituida: en todo momento, las instituciones
y en primer lugar los partidos, prosiguen su empresa de organi­
zación de las representaciones, de colecta de los asentimientos,
dividiéndose y repartiéndose las adhesiones dentro de las clases
o, en el caso de los partidos de masas, más allá de los límites de
clase. Paradójicamente puede decirse que la opinión “ no existe” ,3
está constantemente trabajada, modelada, repartida por esta gi­
gantesca empresa de inculcación dirigida permanentemente por
todos los órganos de difusión.
Hace falta, entonces, invertir la problemática: no ver en la
institución una simple reproducción ideal de una voluntad gene­
ral sino, por el contrario, un espacio de producción de un tipo de
discurso político y, de señalada manera, de indoctrinamiento. En
efecto, toda institución (un ejército, una iglesia, un sistema judi­
cial, un partido politito, un sindicato) es un lugar de discurso, y
no puede llevar a cabo-áus fines sino organizando una estructura
de sentido. Para que la adaptación de las prácticas a las finalida­
des (preparar la guerra, propagar la fe, seleccionar las sanciones,
persuadir) se realice, es preciso, por fuerza, que las metas sean
proclamadas y conocidas y que los medios tengan relaciones in­
teligibles con los fines. En la medida en que los propósitos son
eminentemente culturales e impugnables (¿qué guerra prepara?,
¿qué sancionar y cómo?), es urgente que las elecciones sean he­
chas y aceptadas como incontestables. Además, la realización
de los fines impone una división de las tareas y un reclutamiento
de las personas adecuadas para llevarlas adelante y sobre todo,
una prevalencia de los estatutos, de donde provengan la compe­
tencia y la impugnación. Es pues, absolutamente necesario, para
la sobrevivencia de la institución, que ésta proclame y se explique
a si misma sus fines: es indispensable que se erija un sistema de

68
I sentido paralelamente a otro sistema de tareas y que sean expli-
’ cadas tanto las finalidades como la racionalidad de las distribu­
ciones. El discurso también debe procurar que cada uno acepte
| las finalidades, de suerte que el lugar que ocupa dentro del apa­
rato le resulte tolerable. Esta dimensión es esencial, porque el
buen funcionamiento de la institución está subordinado a que los
i diferentes miembros realicen sus tareas con eficacia. La regla no
debe simplemente ser proclamada, sino interiorizada, aceptada,
aplicada en la actividad cotidiana. La eficacia de un ejército de-
| pende de la “ moral” de las tropas, del coraje individual; la vita­
lidad de la iglesia depende del “ fervor” de los fieles; el buen cum­
plimiento de las tareas judiciales, de la honestidad y la “ conciencia”
de los magistrados. Así, la institución produce un discurso que
reclama a cada uno de sus miembros interiorizarse sus tareas, no
como una simple obligación instrumental, sino como un ideal
con el cual ée debe identificar. E l soldado está llamado a comba­
tir por la patria, el fiel a hacer del amor de Dios su propia sal­
vación, el magistrado a realizar la justicia. Ninguno de estos
llamamientos es vano o ilusorio: participa de to d A la práctica
institucional, que debe reproducir significaciones legitnhantes, sus­
ceptibles de reemplazar la regla obligatoria por el amor a la norma.
Este sentido, generado por la institución o recibido de una
1 autoridad ideológica superior, consustancial al funcionamiento de
la primera, comporta con mucho todas las ambigüedades funda­
mentales de la ideología. El mismo explica las finalidades de la
acción y realiza a la vez una legitimación de la propia institución:
las discusiones en el seno de las instancias dirigentes, se dan en
el sentido de una búsqueda de la mejor legitimación posible y
de una mejor adaptación significativa de los medios a los fines.
El llamado moral que se le lanza a cada uno para que lleve a
cabo sus tareas lo mejor que pueda y se adecúe a los ideales co­
lectivos, confunde en un mismo discurso la convocación al amor
y la obediencia. El soldado debe comprender el sentido de la gue­
rra, respetar a sus superiores y obedecer sus órdenes hasta la
muerte (pero, ¿son órdenes, puesto que no son sino la mediación
del amor a la patria?), el devoto debe comprender la verdadera
fe y seguir las prescripciones del sacerdote (pero, ¿son obliga­
ciones, ya que no hacen sino posible su salvación?). En todo el
discurso de la institución está promovida implícitamente la cues­
tión de la autoridad, pero sustraída de inmediato: la institución
se subordina a sus miembros y, en el seno de la jerarquía, los di­
rigentes toman las decisiones y comunican sus órdenes a los su­
bordinados, pero, precisamente, el discurso de idealización oculta
la relación de obediencia en la del amor y la razón. El subordi­
nado no debe sufrir, debe amar a sus superiores y, a través de
ellos, a la ley, que es indiscutible y beneficiosa para todos. La
institución establece simultáneamente la sumisión y la alegría de
la sumisión .4 A l subordinado que se rebela se le responderá, en­
tonces, que daña los ideales y se desvaloriza a sí mismo, al sol-

69

r ifr a ^ B H ^ g v v w v 9 v A rv. ______ L'V'" ... ' ’ i i l l


dado desalentado que traiciona, al infiel que comete herejía y
sucumbe en el pecado. Si el insubordinado habla del poder opre­
sivo, le será respondido en término de traición. El discurso fun­
ciona, permanentemente, como un código de regulación, moviliza­
ción y represión de las desviaciones.
Todas las grandes instituciones sociales (la policía, el ejército,
el sistema judicial, la educación, los sindicatos, las instituciones
médicas) son, pues, a pesar de las apariencias eventualmente con­
tradictorias, partes actuantes en los conflictos ideológicos y su
discreción aparente no hace sino participar en Uis ilusiones de la
ideologia. L a tensión permanente que opone en su seno a las di­
ferentes categorías jerarquizadas, el control que ejercen las nor­
mas sobre los ejecutantes, deben encontrar una justificación y una
legitimación en el nivel de significación más general. Las organi­
zaciones económicas pueden dispensarse de esta legitimación en
la medida en que no requieren la adhesión personal de los ejecu­
tantes y pueden ser indiferentes a las opiniones de los mismos.
Las demás instituciones, por el contrario, en la medida en que
requieren la interiorización individual de las normas y los con­
troles para llevar a cabo su tarea, deben encontrar una respuesta
a esta necesidad en el plano de las ideologías políticas.
Por otro lado, el funcionamiento de la institución exige que
sea respondida la cuestión de sus finalidades (¿a quién punir,
por qué y con qué fin?). Esta pregunta, que no puede recibir
respuesta definitiva, promueve necesariamente un debate que
arriesga con replantear hasta la existencia misma de la institu­
ción. Este conflicto fundamental que concierne a la renovación
o las transformaciones de todos los aspectos institucionales, so-
bredetermina pues el conflicto ideológico, ya que la respuesta
que se enuncia debe excluir todas las otras posibilidades. Una de
las contestaciones^ consistirá precisamente en no suscitar el pro­
blema directamente, dejando que el orden establecido la imponga,
por medio del statu quo.
Finalmente, los conflictos se inscriben necesariamente en las
relaciones de las instituciones entre sí, ya sea con respecto a su
audiencia, al estatuto recíproco de sus miembros, a su financia-
miento estatal o a sus objetivos en competencia. En ciertas si­
tuaciones ejemplares (la ideología leninista legitimando en 1920
la lucha de los aparatos gubernamentales contra los sindicatos
obreros), este conflicto entre las instituciones y los intereses que
les conciernen es con mucho el principal y constituye la dinámica
real del conflicto ideológico: la ideología responde directamente
al mismo, transponiéndolo para ocultarlo. Pero el conflicto entre
las instituciones es, de hecho, permanente, y exige una respuesta
perenne, explícita o implícitamente.
Los conflictos entre los partidos constituyen, con toda segu­
ridad, la parte más visible de la conflictividad ideológica en los
regímenes de democracia pluralista. A fin de intervenir eficaz­
mente en la búsqueda del poder, cada partido debe producir una

70
ideología particular para justificar su programa de acción. Antes
de enfatizar este aspecto, hay que recordar, sin embargo, la im­
portancia de una ideología global en la cual los partidos, a título
diverso, van a ocupar un sitio: la ideología política. Esta última
antecede las ideologías particulares en el mismo sentido en tjue
un sistema colectivo de representación define idealmente las ins­
tancias gubernamentales, las funciones, los papeles y los estatutos
de las diferentes instalaciones políticas. Así el jefe del ejecutivo,
ya lo sea por derecho divino o elección política, ocupa una situa­
ción investida de significaciones relevantes, esperanzas y atribu­
ciones colectivas. El príncipe, representante de Ja voluntad divina,
ocupa el centro de una constelación sagrada y encarna provisio­
nalmente esta plenitud de sentido que desborda infinitamente su
persona. E l ¡efe democrático no está menos sobreinvestido de un
sentido previo, puesto que es y debe ser el “ representante” de
la nación. Esta ideología de la representación ocupa el centro de
todas las proyecciones de sentido en el sistema democrático, ya
se trate de los procedimientos electorales, de las funciones loca­
les, regionales o legislativas: el diputado “ representa” « sus elec­
tores, encarna sus voluntades, debe ser a la vez él m úVo y esta
voluntad común, realidad personal y símbolo viviente. La Asam­
blea es ese sitio altamente simbólico, sobrecargado de sentido y
de esperanza donde, conforme la ideología republicana, los dipu­
tados constituyen la encarnación en acto de toda la nación y de
sus diversas demandas. Esta cristalización de símbolos se concen­
tra en el jefe del Estado, cuya legitimidad será fundada en la
adecuación de su persona a los deseos de la mayoría, expresados
mediante los votos individuales. De la misma manera, la red de
significaciones que abarca, controla las decisiones y los compor­
tamientos de los responsables políticos, debe ser renovada perió­
dicamente en este sistema, a fin de que se confirme esa relación
entre electores y elegidos.
Esta ideología de lo político, cuya crítica más vigorosa fue rea­
lizada por Proudhon, no puede referirse a un conflicto determi­
nado. Responde, según la crítica de este pensador a ese conflicto
multiforme que opone lo político y lo económico, los partidos y
los productores, inherente a la sociedad política burguesa. El
coniunto de los partidos mantiene esta ideología a través de sus
conflictos, al erigirse todos ellos en representantes de los verda­
deros intereses de la colectividad.
En esta ideología común, las luchas ideológicas están organi­
zadas, con mucho, por las que tienen lugar entre los partidos.
Conviene señalar bien, para analizar esta relación, la profundidad
de la implicación entre la producción ideológica y la reproduc­
ción del partido. En cierta forma, el partido es una institución en
estado puro, en cuanto implica, como el ejército o el sistema ju­
dicial, una mezcla de significaciones y de técnicas. El partido no es
sólo una institución sino, más aún, una institución voluntaria que
no descansa (al menos en teoría) más que en las opciones de sus

71
miembros y el apoyo que le den éstos a las tesis defendidas por sus
líderes. El partido no es una organización de producción, no crea
ningún bien material, no es productor sino de sentido, emisor de
mensajes persuasivos, que se constituyen solamente para cum­
plir esta finalidad. Es pues en su funcionamiento donde se va a
notar mejor esta producción de significaciones como producción
necesaria de bienes simbólicos estructuralmente determinados.
El partido se organiza (y dice organizarse) en tom o a una
doctrina, un programa de acción que se da como una recopilación
de explicaciones exactas que conciernen a los mejores medios ten­
dientes a los mejores fines. Y a sea que haga alusión a un Padre
fundador prestigioso (Lenin, de Gaulle), ya que tenga el cuidado
de publicar en cada uno de sus congresos textos que se toman
por fundamentales, produce o reproduce una doctrina sintética,
un verbo explicativo, una palabra de verdad. Este discurso pro­
vee una explicación global de la situación, de las fuerzas políticas
en presencia y de los objetivos que importa realizar. Erige un
cuadro visible y explicativo que va a permitirle a sus miembros
definirse, sin situarse con relación a las fuerzas adversas y sacar
de ahí sus interpretaciones.
Tal discurso se lleva a cabo según el esquema de la legitima-
ción/invalidación y constituye al partido en el centro de la legi­
timidad. Mediante el discurso, el partido se erige en sujeto, en
verdadero juez único capaz de discernir y recordar los propósitos
razonables en oposición a las pretensiones sospechosas o malé­
volas de los partidos contrarios. A l hacer esto, el partido se auto-
legitima y, simultáneamente, los líderes, llevados a la cima de la
jerarquía, cumplen esta legitimación personalmente “ tomando la
palabra” en el curso de las reuniones frente a públicos suscepti­
bles de ser persuadidos. De hecho, en la medida de la extensión
del partido, W ideología común se vuelve el vínculo de las discu­
siones internas, donde la mejor intervención teórica servirá de
instrumento de confirmación o de promoción en las instancias di­
rigentes. La ideología no es jamás un dogma puro, debe adaptar­
se y dar lugar a tensiones permanentes en el seno de las diri­
gencias.
Por otra parte, el partido es productor incesante de mensajes,
de llamamientos, ya que su existencia está subordinada, en pri­
mer lugar, a la confirmación de las adhesiones, al concurso de
las cuotas de los miembros, al logro de nuevas inscripciones. N o
cesa de emitir juicios, interpretaciones, mensajes intencionalmente
persuasivos en los que debe aparecer a la vez como el detentor
de la palabra justa y como el mejor defensor de los intereses de
sus miembros y de la mayoría de los ciudadanos. Debe crear aná­
lisis que, al mismo tiempo, lo legitimen, legitimen a sus afiliados
como los militantes justos de una casa justa y persuadan a los
vacilantes, convenciéndolos de aportar su sostén. Por esta razón,
todo partido apela espontáneamente, conforme a sus medios, a

72
todas las técnicas de la propaganda: mítines, libelos, carteles, re­
uniones, manifestaciones.
Como toda institución, pero más explícitamente que ninguna
otra, el partido político crea, pues, un código de valores, ya que
sus legitimaciones se harán en nombre de los objetivos y los fines
propuestos como los más deseables. El partido tiende a inculcar
estos valores a través de sus mensajes y define implícitamente, con
su código de la palabra justa, un código de la conducta justa. A
partir de estas estructuras de sentido se constitu * e una jerarquía
de conductas, desde la ejemplar (inflexible, dura), hasta la des­
preciable del enemigo, pasando por múltiples grados de indeci­
sión y apatía. Se crea en el seno de la institución un código moral,
que sitúa simbólicamente al lado de los líderes a los “ militantes”
ejemplares y relega una estimación mesurada para los adherentes
“ poco confiables” . Todas estas jerarquías trasmiten a cada miem­
bro modelps de identificación y funcionan como instrumentos de
inculcación de los comportamientos correctos. E l militante “ des­
interesado” , capaz de poner en práctica los ideales del grupo por
encima de su comodidad personal, se señalará dentro de un par­
tido combativo, como el detentor de un estatuto prestigioso.
En fin, el partido debe crear el discurso convincente, apto
para comprometer al miembro en una relación de identificación con
los líderes. Desde el instante en que ya no es un grupúsculo ideal­
mente confundido en la defensa de sus ideales, se produce una
división de tareas que designan los líderes, los administrativos,
los militantes, los miembros y los simpatizantes. Se introducen
entonces relaciones de poder y reglas de promoción, proponiendo,
en lo que respecta a los líderes y la táctica, opciones que deben
ser discutidas. Es necesario, pues, que el discurso mantenga la
confianza de los adherentes, que estos últimos se conformen a las
reglas y obedezcan por pura convicción a sus líderes, por puro
apego a las causas justas. Se debe producir un discurso que uni­
fique la conformidad y el entusiasmo, un discurso por el cual la
obediencia tendrá lugar sin resentimiento, en que se conciliarán
idealmente y sin contradicción el deseo del militante, su satis­
facción y su obediencia activa. N o se trata sólo de convencer,
sino de hacerlo dándose a querer, obteniendo el máximo de con­
formidad activa y captando el máximo de flujo libidinal.
Por diferentes razones, la lucha ideológica le es esencial al
partido en su empeño por la conquista del poder, como en el ejer­
cicio del mismo. La producción del discurso agresivo sirve en la
competencia electoral para consolidar a los fieles, obtener nuevos
miembros, inhibir las seducciones del adversario. El sostenimiento
de la lucha simbólica, en el ejercicio del poder impugnado, prosi­
gue la defensa del partido y participa en su influencia sobre las
instituciones.
La confusión entre la lucha de los partidos y la lucha ideo­
lógica, no obstante, es una ilusión en parte mantenida por los
propios partidos, que tienen interés en apropiarse del campo ideo-

73
lógico y presentarse como los verdaderos detentadores y produc­
tores de la palabra y de la verdad. En los regímenes pluralistas, el
partido político finge detentar el discurso justo, pero lo conforma,
en realidad, a partir de elementos múltiples y el combate que li­
bra conduce a implicaciones distintas de las que proclama: en
particular a sus propios intereses de partido.
Luego de estas consideraciones, será notorio que el tema de
los primeros socialistas, al hacer del conflicto ideológico el dupli­
cado fiel de la sola lucha de clases sociales, no puede mantenerse
sin crítica. Es necesario recordar que ni Proudon ni Marx afir­
man la existencia de ideologías coherentes y compartidas por
todos los miembros de las clases. Estos estaban lejos de pensar,
así fuese en la víspera de 1848, que el conflicto de las clases so­
cio-económicas era el único determinante de las luchas ideológicas,
testigos como eran de la diversidad de sectas, de escuelas en las
clases burguesa y obrera. Ambos situaron el entrelazamiento del
conflicto socio-económico y de la lucha ideológica en un proceso
histórico cuya radicalización esperaban.5 Ambos estimaban que
el conflicto estructural que opone, en el seno del modo de pro­
ducción capitalista, a los propietarios y los desposeídos, debía
duplicarse necesariamente en una oposición radical en el nivel
ideológico. N o obstante pensaban que esta clarificación de las po­
siciones estaba lejos de realizarse y que le tocaba precisamente
a los teóricos de la clase obrera participar en la tarea de clari­
ficación ( “ concientización” ), mediante la destrucción militante de
las ilusiones. Marx agregaba que la experiencia revolucionaria se­
ría también una experencia de clarificación: la revolución prole­
taria seria ese momento extremo de conciencia política en el cual
el conflicto socio-económico estructural encontraría su actualiza­
ción en la lucha de clases, al provocar éstas, con su avance y sus
fracasos, la f clarificación decisiva de la lucha ideológica.
De tal modo, el crecimiento del. conflicto de las clases en la
lucha de las ideas no podría erigirse en principio exhaustivo: se
trata de un proceso complejo,, de una tendencia que no se realiza
jamás plenamente.
Las múltiples investigaciones realizadas desde entonces nos
aportan, no respuestas definitivas, sino elementos para retomar
el problema sobre bases menos doctrinarias. Estas investigaciones
replantean las nociones mismas de “ clases” , “ conciencia de clase” ,
“ ideología de clase” , pero no atentan contra el principio general
de una sobredeterminación de los conflictos ideológicos por los
conflictos clasistas.
Las investigaciones empíricas muestran la inexistencia previ­
sible de una perfecta unanimidad en las respuestas, ya se trate
de la conciencia de pertenecer a una clase o de la representación
global de las distribuciones sociales. Aún en el seno de la clase
obrera, que manifiesta menos heterogeneidad en las representacio­
nes políticas que las clases medias, las encuestas revelan múltiples
matices, de conformidad con las ramas industriales y los niveles

74
de remuneración.6 Estas múltiples divergencias muestran lo sufi­
ciente el carácter simplificador de la expresión “ conciencia de
clase”, que postula a la vez la inexistencia de un grupo homogéneo
de contornos bien definidos y la posibilidad para esta entidad de
alcanzar una conciencia unificada, como si se tratase de un sujeto
individual.
Pero, a la inversa, las encuestas empíricas llevadas a cabo en
los países europeos, ya se trate de sondeos en la opinión o bien
tengan un carácter más exigente, revelan también que la disper­
sión de las opiniones no es fortuita y que, por ejemplo, en el seno
de la clase obrera se expresa con mayor frecuencia la conciencia de
la división de la sociedad en. dos fuerzas rivales. Y también así,
en las clases medias superiores y en las llamadas superiores, se
descubren con la mayor frecuencia representaciones unificadas de
los intereses generales y una actitud de escepticismo en cuanto
a los conflictos de clase. Pero, aún aquí, las encuestas revelan
múltiples divergencias, tahto en la selección de las informaciones
tenidas como importantes, como en la apreciación de estas últi­
mas. Por lo demás, no se podría hablar de una “ ideología de clase”
en el sentido de una doctrina rigurosamente sistematizada y co­
mún a todos los miembros de una clase dada, definida conforme
a los criterios socio-económicos.
La distinción entre imaginario social e ideología política es en
este punto esclarecedora. Podemos decir que la pertenencia a una
misma clase socio-económica y su cultura, la participación en una
misma experiencia de las condiciones de existencia, induce una
amplia identidad del imaginario. Si no hay ideología de clase en
el sentido estricto del término, es decir una completa adhesión a
un mismo sistema de representaciones políticas, existe y con mu­
cho, de manera más profunda, una participación en un sistema
común de orientaciones expresivas y afectivas, que permite una
comunicación y un cierto tipo de socialidad en el interior de una
clase. Es aquí donde el ideólogo político encuentra la materia y
las dificultades de su empresa: se tratará para él de encontrar y
expresar las formas de legitimación de este ethos, superando me­
diante el verbo la relativa diversidad que éste comporta y su ausen­
cia de totalización teórica.
La relación efectiva entre los conflictos de clase y la lucha
ideológica se encuentra, por otra parte, modificada, inhibida tanto
por la evolución de los propios conflictos de clase como por el
acaparamiento institucional de que es objeto. Fuerzas contrarias
tienden a impedir o promover esta adecuación. El desarrollo de
los medios masivos de comunicación, la industrialización de la
cultura, la extensión del consumo material, y también, en el nivel
político, los sistemas electorales bipolarizantes, que no pueden
superponerse adecuadamente a las fronteras de clase, todas estas
dimensiones de la vida cotidiana y política en las sociedades occi­
dentales, favorecen la masificación de las opiniones y su organiza­
ción, independiente de la pertenencia a categorías y clases. Pero,
al contrario, la renovación permanente de los conflictos sociales,
las huelgas y la atención que provocan, crean condiciones siempre
renacientes para el sostenimiento y la renovación de representacio­
nes precisas de la pertenencia y los objetivos de clase. Es en este
juego de contradicciones donde intervienen los partidos y los sin­
dicatos para dar a las luchas y a los imaginarios una forma cohe­
rente. Sin embargo, esta misma intervención es ambigua, puesto
que al proponerse expresar las aspiraciones no dejan de reconstruir,
a títulos diversos, una ideología de institución. La clase no es ya
solamente el agente creador sino lo que se pone en juego en una
lucha entre los partidos y los diferentes aparatos ideológicos.
Así, la geografía de los conflictos sociales que subtiende los
ideológicos, es compleja en el más alto grado. Hasta los propios
conflictos sociales están compartimentados y, por ejemplo, una
lucha en el seno de una burocracia puede reproducir el modelo
de una lucha de clases entre ejecutantes y dirigentes. La ideología
política es precisamente este lenguaje tergiversado, articulado con
esos conflictos superpuestos para dominarlos y, eventualmente,
sustraerlos.
Esta complejidad de los conflictos y su articulación con el dis­
curso ideológico, encuentra una ilustración elocuente en el caso
de las ideologías de Estado. Las proclamaciones reiteradas acerca
de la excelencia del régimen, responden a la serie de tensiones
entre los aparatos de Estado y las clases sociales no favorecidas
por aquél; las mismas disipan en palabras una lucha difusa entre
la clase gobernante, poseedora de poderes y prestigio, y las clases
gobernadas. Una lucha directa puede librarse entre la clase go­
bernante y los intelectuales, lucha que se entrelaza con la búsque­
da del control de las expresiones de la clase dominada. La inflación
jdeológiga puede también articularse con los conflictos institucio­
nales entre poder civil, poder militar y empresa policiaca, conflictos
menos aparentes al nivel del discurso y, a veces, determinantes.
Los estudios particulares imponen, pues, una pluralización de
consideraciones y una tipología de las situaciones: una situación
revolucionaria no podrá ser confundida con una situación de orto­
doxia, ya que en la primera la ideología se estructura muy próxima
a la lucha de clases, mientras en la última lo hace en la cercanía
del ejercicio represivo del poder.

76
C A P IT U L O IV : LA ID E O L O G IA C O N T R A E L PO D E R

Toda clasificación que considere las ideologías solamente como


sistemas de significaciones, es necesariamente falaz, pues una mis­
ma ideología puede ser utilizada, como es sabido, con fines con­
tradictorios, al precio de ligeros retoques. K. Mannheim incluye
el liberalismo entre las utopías> es decir, según su vocabulario,
entre las visiones del mundo que rompen con el orden establecido
y apelan a su destrucción liberadora. 1 Ahora bien, si el liberalismo,
en ciertas circunstancias y ciertos campos ideológicos, ha podido
constituir, efectivamente, un modelo inmanente a la lucha contra
el despotismo monárquico, también ha podido, en otras, garantizar
o servir de máscara a empresas de dominación. El dominio político
colonial pudo encontrar en el discurso liberal una de sus legitima­
ciones. A partir de entonces, la distinción entre ideología y utopía,
tal como la formula Mannheim, es de poca eficacia porque, según
las situaciones concretas, esta última se convierte en la primera y
viceversa. El error que hay que evitar es, precisamente, clasificar
estos sistemas de pensamiento considerando tan sólo sus conteni­
dos manifiestos y, en cierta forma, las opiniones sostenidas por
sus defensores. Ahora bien, no se puede clasificar un discurso de
acuerdo con sus pretensiones explícitas, pues, por definición, el
mismo oculta toda una parte de su verdadera significación histó­
rica. Conviene instituir entonces una tipología crítica, que clasi­
fique las ideologías no según sus afirmaciones, sino su inserción y
función dentro de las situaciones históricas concretas.
Tratándose de discursos políticos que conciernen a las rela­
ciones sociales y la organización de los poderes, el criterio esencial
de distinción en esta perspectiva, no puede ser sino la relación
efectiva con el poder político y los vínculos con la dominación.
Esquematizando al extremo — como lo exige una tipología— se
puede plantear que el discurso ideológico se inscribe ya sea en una
empresa de impugnación y de oposición a los poderes establecidos,
ya en úna de gestión y dominación de las relaciones sociales. En
caso extremo, y para jalonar este vasto espacio donde se encuen­
tran todas las situaciones ambiguas, pueden considerarse dos tipos
de situación: las creaciones ideológicas que se inscriben en la re­
belión contra el poder y, el caso contrario, las manipulaciones dis-

77

I h .»
cursivas que lo hacen dentro de las empresas de dominación polí­
tica y los conflictos propios a los poderes establecidos.
Por rebelión ideológica entenderemos el conjunto de las prác­
ticas simbólicas que se constituyen directa o indirectamente en
oposición al poder establecido. La crítica radical, la práctica revo­
lucionaria, se sitúan en el proceso de división social, con vistas a
Idestruir los vínculos políticos del orden existente. En este caso
1— y es éste el aspecto que consideramos como criterio decisivo—
el campo ideológico se instaura en el conflicto contra los poderes
) de tumo.
; Por ortodoxia ideológica entenderemos la situación inversa, ca­
racterizada por la apropiación del poder simbólico y el derecho
a la producción ideológica, por una autoridad constituida. Mien­
tras que en la rebelión la producción del sentido escapa a los
poderes en tumo y tiende a desarrollarse dentro de las clases do­
minadas, en la .ortodoxia pertenece a las autoridades políticas y
tiende a concentrarse en el seno de las clases dominantes: el campo
ideológico se conforma de acuerdo con el poder.
Se ve que estas dos situaciones, extremas e ideal-típicas, no
agotan el campo de lo posible: los campos ideológicos integrados
en que múltiples corrientes, unas conformes al orden establecido,
otras más o menos opuestas, entran en competencia dentro de un
sistema legalizado, quedan sin consideración. Estos últimos, pro­
pios de las democracias parlamentarias, tienen su dinámica propia,
que no podría reducirse a ninguno de los dos tipo mencionados.
A l considerar estas situaciones, no se trata tanto de retomar
los discursos, como su proceso de producción, el tipo de creación
discursiva que se produce durante un conflicto, los centros en que
tienen lugar estas creaciones y su modo de participación en la
vida política.
Los casos d£ movimientos ideológicos rebeldes son demasiado
numerosos, como para que su lista resulte de alguna utilidad. En­
tre muchos otros e jemplos, se pueden citar, en la historia moderna,
la crítica liberal de los siglos X V I I y X V I I I , el movimiento de
creatividad socialista de 1820 a 1848, la Comuna de París en 1871,
el bolchevismo hasta 1917, la experiencia de Yenán en China, la
“ primavera de Praga” en 1968. En todos ellos, el conflicto contra
el poder establecido y el orden social impuesto, se realiza dentro
de una productividad excepcional de significaciones, de llama­
mientos, dentro de una oleada de denuncias — aoarentemente re­
petitivas— del orden existente, y de evocaciones fervientes de las
soluciones propuestas. En ciertos momentos característicos (los
clubes parisienses de 1848, el movimiento estudiantil de M ayo de
1968 en Francia, la Revolución Cultural china!, la producción y
el consumo de los intercambios simbólicos parecen constituir un
propósito suficiente, y se transforman en una gran fiesta del
lenguaje.
En estas situaciones históricas, la importancia decisiva de la
creación ideológica, consiste en su inserción dentro de lo posible;

78

n n * H > m w g P im i m
en que tal creación se propone, consciente o inconscientemente,
revelar las potencialidades sociales y ponerlas en actividad. La
crítica, la denuncia de las injusticias, el recuerdo de los ideales
tradicionales y su traición por las clases dirigentes, develan un
campo prohibido, un no-dicho por la ideología oficial. A l hacer
esto, el nuevo discurso designa una potencialidad todavía confusa,
la de los descontentos, y sobre todo, la existencia de los portadores
de este descontento. Si la crítica saint-simoniana reviste un peso
histórico en la víspera de la revolución de 1830, es porque los
nuevos análisis propuestos y las reuniones en que se aclaman los
nuevos mensajes dentro de una atmósfera apasionada, están ins­
critos dentro de una potencialidad difusa: la de la oposición de
las clases dominadas al conjunto del sistema económico establecido.
La crítica se articula con lo posible — con un conflicto latente—
y va a participar en su desarrollo.
Pero si la palabra posee en estos casos tanta importancia, es,
con mucho, porque no se trata sino de una potencialidad. Frente
a innumerables obstáculos sociales, ^económicos, políticos y cultu­
rales que el orden establecido erige, las clases dominadas no cons­
tituyen sino fuerzas dispersas, objetiva y subjetivamente divididas.
La palabra es entonces “ el arma” privilegiada, el gran medio que
tienen las clases desposeídas de arrancarse simbólicamente de la
pasividad y remediar la disposición de los otros instrumentos de
afirmación.
En este pasaje de lo potencial a lo actual se plantean, simultá­
neamente, todas las cuestionee que conciernen a la explicación del
presente — la designación de las potencias enemigas, la identidad
de los agentes portadores del porvenir— provocando un aumento
considerable de problemas y respuestas posibles. Dentro de esta
dinámica del conflicto político en gestación, es importante precisar,
en particular, los límites y la identidad de las clases sublevadas.
Ahora bien, aún en vísperas de 1917, en la Rusia dominada por el
aparato político-militar del zarismo, la frontera entre la clase do­
minante y la dominada permanece relativamente fluida y, para
señalar los límites de la última, así la de los verdaderos agentes
de su liberación, se lleva a cabo una enorme producción ideológica.
En el movimiento socialista anterior a 1848 se encuentran, a la
vez, fracciones dominadas de la clase dominante, miembros de
la clase media, artesanos y obreros: el problema de la identidad
de la clase revolucionaria no deja de plantearse.
La proliferación de las expresiones rebeldes en este movimien­
to, las construcciones consideradas utópicas, los múltiples llamados
a la organización de los dominados, los proyectos de reformas, no
son exactamente la expresión de la lucha de clases, sino más bien
el elemento indispensable para la formación de esta lucha, la
condición para la producción del conflicto. La clase revolucionaria
se autoproduce al designarse, designando a sus enemigos y confi­
riéndose un proyecto político coherente.
En esta situación incierta, en que las potencialidades existen

79
en grados diversos, en que las sectas proliferan e intentan dirigir
un movimiento que se sustrae a todos, en que el descontento au­
menta al expresarse, el movimiento histórico se realiza en la
palabra y por la palabra; se moviliza por medio de la expresión y
no puede existir sino gracias a esta producción simbólica. En esta
fase, no sostenida por la rutinización de las instituciones, etapa en
que el discurso no está acaparado por las autoridades, en que el
moviminto no puede ser afirmado sino mediante la proliferación
de los signos, lo simbólico se vuelve la mediación privilegiada de
las relaciones y, de alguna manera, el elemento esencial de los usos.
Decir, escuchar, reunirse, manifestar, producir gestos simbólicos,
constituyen las actividades esenciales: el campo simbólico se pri­
vilegia socialmente.
Un tipo particular de producción corresponde a este periodo de
efervescencia simbólica. E l término de ideología, con lo que com­
porta de racionalización y esquematización, conviene mal para
designar este movimiento de búsqueda e invención permanentes.
Es el tiempo de la creatividad política, el tiempo de lo imaginario
político en su espontaneidad.
El primer aspecto que es importante subrayar en esta produc­
ción de sentido, es su intensidad pasionaL excepcional. De Saint-
Simon a Fourier, de Proudhon al joven Marx, una misma intensi­
dad afectiva es proseguida, un mismo entusiasmo, que no podría
compararse con las producciones de la ortodoxia. Todo sucede
como si los deseos, refrenados por la rutina del orden establecido,
encontrasen su liberación en el seno del movimiento revolucionario.
Durante las jomadas obreras de ese tiempo, la pasión por expre­
sarse encuentra su tensión entre la cólera y la esperanza, entre el
temor y el entusiasmo. El relato que se hace de los sufrimientos
permanentes, expresa la rabia de sufrir pasivamente las injusticias
de todos los órdenes, el temor de no poder apartar los males
resultantes del desorden económico. La evocación de las solucio­
nes, la certidumbre proclamada de que estos males están ligados
al orden social y pueden, en consecuencia, evitarse, llevan al ex­
tremo la pasión social y la alternancia entre el decaimiento y la
confianza. La satisfacción de denunciar las causas del infortunio
y, en particular, de transgredir las prohibiciones erigidas por la
ideología dominante, vienen a sumarse, en este clima pulsional.
Toda la pasión del Primer Alegato de Proudhon sobre la propiedad,
se alimenta de agredir este gran tabú de la ideología burguesa, la
sacrosanta propiedad, y de destruir su mitología. Si estas agresio­
nes son proferidas por una pasión verdadera y no constituyen
comedias ritualizadas, es porque sus locutores, obreros o técnicos,
tienen la certidumbre de decir una verdad, de describir la vida y
las experiencias de los oprimidos, de inscribirse en una potencia­
lidad histórica y, por ende, ocupar un sitio en el advenimiento
de una nueva historia. Poseen la certidumbre de participar en un
campo de expresión colectiva y de la audiencia que esto les ase­
gura. Como lo afirman Proudhon, M arx o Blanqui, para ellos no

80
se trata de fundar un nuevo saber sino, ante todo, de participar
en el movimiento histórico y expresar mejor su sentido.
Así mismo, las preocupaciones dominantes en este periodo de
movimiento, furor y esperanza, no podrían ser el rigor científico y
la meticulosidad intelectual, no a causa de una debilidad que la
nueva ortodoxia vendría a corregir, sino en razón del dinamismo
del movimiento. La utopía ocupa un sitio, necesario en este periodo
de invención del porvenir, donde la imaginación política se libera
y los hombres dominados se encuentran en situación de soñar el
futuro, tan sólo con buscar una nueva denuncia de su presente
en este imaginario. R. Owen y Fourier no son excepciones dentro
de la creatividad socialista. Estos tratadistas no hacen sino llevar
al extremo una tendencia general que impregna todo el movimien­
to: los que poseen un carácter utópico — en el sentido de que la
representación de un porvenir de satisfacción no deja de estar pre­
sente en todas las prácticas simbólicas— son todas las expresiones
y el propio movimiento social. Los acentos mesiánicos encuentran,
así mismo, su lugar, y no sorprenden a los participantes: el mo­
vimiento de rebelión constituye una representación catastrófica
del presente, a la cual se opone la espera de un futuro de liberación.
Esta tensión, que caracteriza a la sensibilidad mesiánica, entre la
percepción de un presente catastrófico y la espera apasionada del
futuro, vuelve a encontrarse en todo movimiento revolucionario,
cualquiera que sea el agente que designe como liberador.
El movimiento social se realiza aparte de toda ideología codi­
ficada. La representación política se encuentra como privada de
objeto y en la obligación de inventar la sociedad del futuro. La
imaginación, que se encontraba contenida en las formas de las ins­
tituciones establecidas, se libera, pero no tiene todavía ningún
modelo que imitar y encuentra su dinamismo en un conjunto de
certidumbres apasionadas, ligadas a los sufrimientos soportados
y al deseo de escaparse de ellos, pero puede propagarse con tanto
mayor facilidad e intensidad, cuanto que responde a la dinámica
de la rebelión sin ceñirse todavía a los límites de su realización.
La imaginación política se basa, entonces, en los deseos, en los
motivos de la acción, en tanto que comentario apasionado de
las esperanzas colectivas. La imaginación comenta, al modo pro­
piamente poético, el grito de la rebelión.
En este pensamiento imaginario se manifiesta el totalismo pro­
pio del pensamiento ideológico, pero de un modo específico. La
rebelión que se alza contra el orden establecido, tiende a exigir
un arreglo general de lo existente y, por ende, a erigir una repre­
sentación unificante y totalizadora del orden impuesto. La crea­
ción de mitos, bajo su doble forma de negativos y positivos, res­
ponde a tal exigencia de globalización. El mito negativo (el tirano,
la competencia, el dinero) provee no sólo el poco afectivo de agre­
sión, sino una explicación generalizante, ya que el mal que se le
imputa es resentido como omnipresente en toda la actividad. A
través del mito negativo, lo que se señala, con mucho, es el con-

81

h iiim
U ü

junto de las relaciones sociopolíticas. Y así mismo, el mito positivo


(la asociación, la concordia, el socialismo) reúne en una red tota­
lizante de significaciones lo esencial de las aspiraciones del movi­
miento. Este mito exaltante responde adecuadamente al movi­
miento transgresivo de la rebelión, en tanto que su intensidad
afectiva hace eco a la violencia apasionada, pero también en tanto
que su carácter sintético corresponde a la ambición totalizadora
de la práctica rebelde. Su aparente irracionalidad da respuesta a
las exigencias específicas de la crítica en acción.2
Esta creación imaginativa en movimiento, se da sin reglas de
producción normativas. Lo que diferencia al extremo el campo
imaginario rebelde del ortodoxo es, en efecto, la falta de código
obligatorio, la ausencia de uniformidad impuesta. De 1820 a 1848,
se forman y suceden múltiples escuelas en el movimiento socialista,
se publican innumerables obras, libelos, panfletos, que proponen
soluciones distintas todos ellos, si bien responden a una misma
inspiración general. La producción no obedece a una programación
global; al contrario, acumula con toda libertad proyectos y pro­
gramas. Cualesquiera que sean las pretensiones de fijar el movi­
miento dentro de una forma propiamente ideológica, éstas fracasan
al transformar al primero en institución. La dinámica de producción
prosigue, más allá de toda autoridad. A l mismo tiempo, las pala­
bras, las fórmulas, no se fijan en dogmas: los libros no se consti­
tuyen en biblias, las expresiones importan menos que las signifi­
caciones vividas: las acciones simbólicas y, todavía mejor, los fines
por alcanzar, importan mucho más que los preceptos. Los procesos
de razonamientos quedan abiertos y como subordinados a la diná­
mica del movimiento.
Es en razón de esta proliferación y de esta espontaneidad de
producción de sentido, que se va a abrir una nueva lucha en este
movimiento, tendiente a la organización y control de su dinámica.
En el nivel del sentido, tal control va a realizarse transformando
la producción espontánea, para lograr la sistematización de la
ideología.

I. LA SOCIEDAD REBELDE

Este discurso proliferante y rebelde a la disciplina, expresa


una socialidad particular, a la vez que contribuye a mantenerla. La
rebelión no corresponde sólo a una transformación de las actitudes
hacia las autoridades políticas; implica la creación de nuevas re-
laciones entre los agentes que la producen. Por su medio, los
miembros de las clases dominadas se liberan de las divisiones e
identidades fragmentarias a que los empujaba el régimen impuesto
y se despojan de las definiciones que les atribuía el modo de pro­
ducción (compañeros, obreros). En el curso de la rebelión, los
agentes destruyen simbólicamente el viejo ordenamiento social,
quebrantan sus fronteras rutinarias, se desembarazan del grupo al
f

82

i* H *M U
que pertenecen, para construir, simbólicamente, otro, de adhesión
( “ nosotros, productores” ). Los rebeldes niegan su particularidad
categorial para instituir un grupo o un seudo-grupo altamente
significativo ( “ la clase obrera” ), cuya existencia y vitalidad es­
tarán aseguradas por la frecuencia de los intercambios simbólicos.
Este grupo en formación se instituye, al mismo tiempo, sin con­
siderar las rivalidades internas: creado contra el enemigo y basado
en la designación de una nueva identidad colectiva, no se opone a
las tensiones ligadas a la repartición de los bienes materiales o de
poder entre sus componentes. El movimiento rebelde conduce a
una sociedad “ en armonía” ,3 perfectamente alejada de la contrac­
tual, atravesada de desconfianzas reciprocas. Esta sociedad com­
prensiva reúne, o más bien atrae, a seres definidos como idénticos,
dentro de una misma intencionalidad práctica.
Estas relaciones vivas e inciertas producen un lenguaje social
intimamente ligado al clima de sublimación entusiasta y comba­
tivo del movimiento. A sí como las relaciones, al escapar de las
distancias conflictuales, se despliegan en un clima intensamente
afectivo, los llamamientos "se cargan con emociones de carácter
fusional (solidaridad, unidad); así como las nuevas relaciones
crean una identidad colectiva incierta, los llamados reiteran las
imágenes y los signos de la nueva identidad.
Este movimiento, que no tiene fuerza económica ni institu­
cional y que, sin embargo, prosigue una potencialidad conflictual
efectiva, produce una verdadera demanda de sentido, una necesi­
dad de significaciones políticas. Produce sus propios intelectuales
“ orgánicos” ,4 engendra papeles que van a ser ocupados por éstos.
Empero, durante el tiempo que el movimiento conserva su vitali­
dad, crea sus portavoces angostándoles continuamente su preten­
sión de agotar la significación. El intelectual orgánico participa
intelectiva y afectivamente en la dinámica del movimiento: formu­
la, mejor que cualquier otro, las reivindicaciones de su clase e
inventa las fórmulas adecuadas a los impulsos emocionales. Pero,
si llama a la acción, esta invocación no recibe ni el eco ni la
eficacia que esperaba. La época del profeta es ese tiempo mesiánico
en que el intelectual de la rebelión teoriza el movimiento, llama a
la unificación de los esfuerzos, a la instauración de la sociedad
futura, sin ver el cumplimiento de sus sueños. Fourier, Enfantin,
asumen este papel conscientemente, pero el movimiento social le
atribuye al primero este estatuto, faltando al mismo tiempo a su
reivindicaión. Después de su muerte, se hace de Saint-Simon el
Mesías del futuro, aquél que había tenido la visión profética de la
revolución social y había vislumbrado sus formas. En realidad,
la escuela saint-simoniana, más preocupada por participar en las
empresas del presente, que por respetar la letra de los escritos del
pasado, reinterpreta las obras de Saint-Simon con toda libertad.
En la vida cotidiana del movimiento, estos intelectuales care­
cen, de hecho, del peso que la posteridad estará tentada de acor­
darles. En el momento en que escriben sus libros, compiten con

83
publicaciones múltiples, periódicos y revistas en las cuales se ex­
presan artesanos, obreros, representantes más directos de la clase
de la que los primeros se transforman en portavoces. Los intelec­
tuales teóricos tienen una audiencia privilegiada, pero sus rivali­
dades no agotan para nada la riqueza del campo imaginario. Las
revistas y los periódicos obreros expresan más directamente, dentro
de la rapidez que implica su producción y consumo, la movilidad
y la vida intelectual del movimiento. A l publicar las cartas, los
análisis, 'os poemas de sus corresponsales, los periódicos obreros,
redactados por líderes obreros, constituyen la forma más adecuada
del movimiento en su actualidad, la verdadera palabra viva de
éste, con sus certidumbres e interrogaciones. Se citan en ellos las
diferentes escuelas, consideradas como sectas fecundas, pero falaz­
mente doctrinarias: los periódicos obreros se defienden, precisa­
mente, de someterse a las doctrinas impuestas: quieren ser la
expresión de las diferentes proposiciones y abren sus columnas a
proyectos no compatibles.
Importa subrayar, además, que esta socialidad propia del mo­
vimiento rebelde, se realiza dentro de una intensidad excepcional
de intercambios verbales. Los textos escritos, con el estilo contro­
lado que exige la escritura, no nos libran de la totalidad de los
vínculos creados cotidianamente en las reuniones y discusiones
espontáneas. La frecuencia de los intercambios verbales en las
calles, los cafés, los lugares de trabajo, que describen con abun­
dancia los reportes de policía, ponen de manifiesto una intensa
implicación de sus actores. Mientras que la lectura puede dejarle
al receptor una impresión relativamente ajena, el intercambio ver­
bal, al comprometer de manera personal en la expresión, el debate
y la recepción directa, implica a cada uno de los participantes en
las nuevas formas de lenguaje e integra los grupos primarios en
un mismo modo de pensamiento. El movimiento de rebelión se
gesta en profundidad a través de estos múltiples intercambios
verbales, donde cada quien puede hacerse actor y locutor, aprender
el lenguaie común y lograr la capacidad de reproducirlo. Esta
importancia de la cultura oral tiene consecuencias inmediatas en
el modo de difusión del pensamiento rebelde. La discusión y la
capacidad de convicción, que no terminan de generarse hasta en
las mínimas reuniones, forman espontáneamente portadores de sen­
tido que sabrán propagar las significaciones en otros sitios. Las
reuniones convierten sin esfuerzo a los vacilantes y los transforman
en otros tantos emisarios de esta nueva cultura hablada. La policía
de Estado, que vigila tpdas las reuniones y tiene la propensión
a prohibirlas, no se equivoca al suponer la importancia de esta
difusión oral. Pero, mientras que la policía puede prohibir sin difi­
cultad la venta de periódicos subversivos, no le es tan fácil impedir
todo encuentro, todo intercambio verbal. Ahora bien, es en este
nivel donde se transmite un imaginario vivo, tanto más eficaz e
irreductible, cuanto que empeña a cada uno de conformidad con
sus propios recursos culturales y le permite la afirmación personal.

84
La misma ausencia de institución, el carácter oral y espontáneo
de la difusión, al sustraer estos medios del control de la policía,
refuerza la resistencia del movimiento y le procura lo que se podría
llamar una fuerza oculta. El carácter inasible e invisible de la
resistencia protege su existencia.

II. E L EGO E N LA R E B E L IO N

L a intensidad afectiva de las expresiones del movimiento de


rebelión, nos recuerdan la necesidad de considerar también el modo
de inserción del individuo en dicho movimiento, para comprender
la significación y las consecuencias del mismo.
La explicación histórica, que analiza regresivamente las razones
objetivas del conflicto (la autonomía progresiva de los futuros
insurgentes con respecto a Inglaterra, el ahondamiento de la dis­
tancia entre las clases sociales que prepara la Revolución de 1848),
esboza las condiciones del mismo y el estado de las fuerzas en
presencia. Pero estas condiciones objetivas no dan cuenta, en su
totalidad, de esos contenidos imaginarios rebeldes ni, por lo tanto,
del movimiento discursivo que acompaña al movimiento histórico.
La rebeldía se desenvuelve en un clima intelectual y afectivo ex­
cepcional, que también hay que comprender a través del modo
particular de inserción de los individuos en esta práctica social.
Ahora bien, la relación que se establece en este respecto entre to­
dos, y la de cada uno con el movimiento, es completamente dis­
tinta de las relaciones usuales y utilitarias que impone el régimen
establecido.
Si se puede hablar de una “ embriaguez” y una liberación colec­
tivas, de un placer en la producción de los significantes, es que,
en efecto, se presiente que el sujeto individual se encuentra im­
plicado en una práctica en que sus afectos, sus placeres y dis­
gustos están en juego, dirigidos por el contexto social. Y así tam­
bién, la energía desplegada por la resistencia colectiva ante la
represión de los aparatos institucionales, hace pensar mucho en las
energías individuales que se invisten en la rebelión. Todo sucede
como si el movimiento hubiese procurado a los rebeldes modelos
de realización que éstos hubiesen investido e interiorizado en
alto grado.
Es que, desde los orígenes del movimiento, el discurso acerca
del sufrimiento, que describe los males inveterados y señala a los
responsables de los mismos, se sitúa más allá de la simple tensión
entre la frustración y la posibilidad de evitar el dolor. Esta ten­
sión podría no conducir más a buscar, en las condiciones concretas,
los medios para evitar lo peor, por medio de la habilidad y la
prudencia. La verdadera rebelión introduce una experiencia radi­
calmente distinta, que corresponde a una reorganización total de
la personalidad, de su concepción del mundo y de sus relaciones
con la situación propia. En razón misma de la extensión de las

85
empresas ideológicas anteriores, el movimiento de rebelión que­
branta todós los viejos vínculos simbólicos y afecta su coherencia.
La rebelión se sitúa imaginariamente fuera del sistema, fuera de
sus propias adhesiones anteriores, se hace, simbólicamente, otra,
al mismo tiempo que crea una representación distinta de Jas rela­
ciones sociales y las realizaciones del individuo. Y, todavía aquí,
el discurso, la expresión de esta rebelión, su formalización y expli­
cación, señalan un momento esencial, que va a aportar una con­
tinuidad, una plenitud de sentido a lo que podría no ser sino
provisorio. Al mismo tiempo, el tránsito de las actitudes de rebe­
lión a 'a expresión de lo rebelde, va a realizar una movilización
de la energía, una reorientación de los afectos, una colecta de las
significaciones adyacentes, que va a multiplicar el poder de las re­
vueltas provisorias. Gracias al discurso, la rebelión adquiere una
sobre-significación, una plenitud de sentido en que podrán inves­
tirse todas las dimensiones de la personalidad.
La concepción rebelde proyecta sobre las condiciones vividas,
sobre la experiencia cotidiana, una totalidad de significación. A
las dudas y a las confusiones, el discurso denunciador opone la
claridad de una interpretación sintética, en que se quebrantan
todas las significaciones que legitimaban el orden vieio y de donde
emerge una red universal de sentido que se extiende a todos los
actores sociales y a todos los elementos de la experiencia. Mediante
el discurso nuevo, el hombre rebelde retoma la palabra, se vuelve
el centro y el autor de su interpretación del mundo, se sitúa en la
posición de sujeto creador, se confiere la posibilidad de reinventar
las cosas, se empeña en una tarea indefinida de volver a significar
el mundo.
Que las ocasiones de/ver realizada la destrucción de las fuerzas
persecutorias sean escasas, no constituyó un obstáculo absoluto a
la empresa exaltante oe destrucción imaginaria. A l contrario, la
violencia simbólica, la reiteración de las agresiones verbales con­
tra el enemigo, puede compensar los sentimientos de debilidad y
servir, por de pronto, de alivio a las humillaciones experimentadas.
La violencia simbólica puede, incluso, más o menos conscientemen­
te, sobrecompensar las dudas sobre la posibilidad de realizar los
fines proclamados, introducirse como mecanismo de defensa contra
las inquietudes y los riesgos de depresión. El abate Meslier no
tiene necesidad de creer en el próximo levantamiento contra los
nobles y los monjes para redactar hasta -1 final su Testamento,
antes bien, esta redacción lo ayuda a soportar la opresión.5
En este sentido, la rebelión no es sólo un momento negativo,
como podría sugerirlo un modelo dialéctico hegeliano. No es ni
el tiempo y ni siquiera el trabaio de lo negativo, ni solamente
oposición a los valores positivos, sino instauración de una nueva
plenitud en el nivel mismo del individuo que se rebela. Por medio
de la subversión que opera de los valores, el rebelde se designa
a la vez como el poseedor de la razón, como el perseguido que
encarna la justicia y enuncia el verdadero orden valorativo. El

86
sentido del discurso rebelde consiste en realizar a la vez la negación
de las formas establecidas y la promesa de la liberación y, por
lo tanto, producir en la dinámica del sujeto la negación del some­
timiento y la reorganización positiva de las interpretaciones y
afectos. Esta positividad moviliza fuerzas inconscientes, cuya acti­
vación hará más dinámica la rebelión, así como más significativa
para cada quien. Necesariamente, se juegan, en esta inversión
positiva de los valores, la relación inconsciente con la ley y toda la
ambigüedad del sujeto con respecto a sus objetos de amor y odio.
El orden establecido señala los límites de lo posible y lo imposible,
levantándose como un obstáculo ante los deseos del sujeto. El dis­
curso rebelde propone realizar simbólicamente la transgresión de
la ley, quebrantar dentro de uno mismo las prohibiciones del orden
y reencontrar el movimiento del propio deseo. Por su medio, cada
quien se ve convocado al doble placer de transgredir la ley perse­
guidora y dar libre curso a sus deseos. A l mismo tiempo, la legiti­
mación afecta hasta la culpabilidad inconsciente con relación al
orden paternal: al proyectar la falta sobre el perseguidor, participa
en el rompimiento de las inhibiciones, permite la manifestación y
la polarización de la agresividad al exaltar la dignidad del sujeto.
Así, el imaginario rebelde erige al individuo en sujeto, pero sin
duda en un sentido totalmente distinto que la ideología ortodoxa.
Mientras que ésta le va a imponer un papel y a obligarlo a que lo
asuma como suyo, el llamado rebelde lo insta a afirmarse a sí
mismo y a partir de esta diferencia. El rebelde se arranca de su
subyugamiento, reniega de las leyes que lo formaron, retoma ese
diálogo de Sócrates frente a éstas,6 pero para invertir las conclu­
siones, definiéndose como el portador de la verdadera ley. El re­
belde revive la lucha universal que sostiene cada uno con la ley,
pero para quebrantar la dependencia y definir a cada quien como
padre de sí mismo. Mediante esta experiencia esencial que, a tra­
vés de la problemática edipiana, concierne a toda la situación del
sujeto en su experiencia cotid.iana y a todas sus relaciones con lo
social, el ego se conciba fundamentalmente consigo mismo y se
autoriza a juzgar al mundo por cuenta.propia. En este sentido, la
utopía no es ni un juego ni un discurso impotente, sino el lugar
simbólico en que puede hablar el sujeto, construyéndose y afir­
mándose, distanciado del mundo de sus padres.
La rebelión tiene lugar contra el mundo, para conseguir su
liberación. No es la experiencia solipsista que haría sobre sí misma
la conciencia, sino el descubrimiento y la creación de una nueva
relación con el mundo, de una nueva apertura al universo social.
El fracaso de la ideología dominante, en su empeño de conseguir
la solidaridad, lleva a los individuos a la indiferencia y la des­
confianza con relación a su entorno humano. La ideología domi­
nante no llega jamás a drenar los flujos afectivos, o los reduce a
sectores compartimentados. Quebrantando estas prohibiciones e
inventando nuevos valores, el discurso rebelde vuelve a movilizar
los afectos, recrea el investimiento libidinal sobre los actores y sus

87
objetivos colectivos. Reconstituye metas a alcanzar, ideales para
amar, realiza una resacralización del mundo, luego del desencanto;
así le Dermite al ego restablecer las relaciones positivas con aquél,
las relaciones vivas a través de las cuales las energías libidinales
encuentran objetos deseables. Puede que la situación objetiva sea
poco modificada por esta experiencia transformadora, pero el dis­
curso transforma radicalmente la relación del sujeto con el mundo
mediante la modificación del vínculo imaginario con las condicio­
nes de existencia; lo que era indiferente y tolerable se vuelve in-
| tolerable, los dominados se convierten en los agentes de la libera­
ción y el sujeto, por vacilante y amargado que pudiese ser, deviene
portador de la verdad y agente de la historia.
La exaltación de la sociedad rebelde que hemos descrito, se
esclarece también desde este punto de vista. Si existe, en razón
de la rebelión proclamada, emergencia de una sociedad particular,
ésto sucede también en razón de la exaltación del propio sujeto,
que aporta sus propios investimientos a la relación. En los mo-
1 mentos de extremo entusiasmo verbal puede hablarse de “ libera­
ción colectiva” , en el sentido de que los desfogues individuales se
adecúan en una reciprocidad excepcional y permiten a cada quien
expresarse intensamente, sin sufrir el obstáculo del control habi­
tual. Mis proyecciones son recibidas y aprobadas por el prójimo en
una relación de perfecto entendimiento y mi mensaje me es vuelto
a remitir por miles de voces. El otro recibe mis significaciones y
yo las suyas, sin ninguna reserva. Así, gracias a esta experiencia,
me sitúo más allá de mí, soy yo mismo y estoy fuera de mi, im­
pulsado por el movimiento y empeñado más allá de mis limites,
olvidado de mi diferencia y mis amarguras. Mediante la exaltación
discursiva que tiene lugar en el consumo colectivo de las significa­
ciones, conozco la experiencia casi mística de trascender mis lími­
tes; así me dispongo, gracias a esta situación, a participar en
acciones cuyo cumplimiento no podría aceptar aisladamente, y
estoy dispuesto a aportar a 'a colectividad la renuncia de lo que
considero, habitualmente, como parte de mis intereses.

III. LA C R E A T I V I D A D ID E O L O G IC A DURANTE
EL C O N F L IC TO

Es en este clima social, dentro de esta intensidad de las impli­


caciones personales, donde la más intensa creatividad ideológica
tiene lugar. Sin embargo, la exigencia de sistematización, propia
de la creación ideológica, no debe ser referida, en primer término,
a la intensidad del descontento, sino a la propia dinámica del
conflicto.
La apertura de un conflicto tiene como consecuencia inmediata
provocar la organización de grupos rivales. Para los obreros de
1825 que participan en una huelga, el hecho fie actuar en común
les impone un mínimo de organización, la atenuación de las opo-

88
siciones interpersonales, la realización de una “ coalición” . La in­
troducción de un fin común atenúa las divergencias menores, sitúa
a los individuos en un nuevo estado de interdependencia: el con­
flicto constituye al grupo en su unidad provisoria.7 Antes que éste
tenga lugar, las expresiones pueden quedar dispersas y conservar
un carácter esencialmente individual; durante su transcurso, un
discurso común se vuelve necesario, en el momento en que el grupo
se cohesiona hacia sus objetivos, como un elemento indisociable
de la acción común. Durante los siglos X V II y X V I I I , la oposición
a la monarquía corresponde más a un estado de espíritu que a
una ideologia constituida, pero durante la Revolución, en el mo­
mento en que los Jacobinos deben hacer frente a los conflictos
sucesivos, son empujados a buscar colectivamente el discurso co-
* mún que va a legitimar y a hacer posible su acción. La necesidad
de sentido, que puede ser considerada como una constante de la
vida política, toma a este respecto una urgencia dramática y orienta
hacia la unificación de las significaciones. La acción colectiva no
puede ser perseguida sino en la medida en que el grupo pueda
producir sus propias normas y obtenga el respeto de sus miembros.
Es esencial que sus objetivos sean expresados y la reafirmación
de los mismos participa directamente en la cohesión y moviliza­
ción de las energías. Es esencial que se formule un discurso común,
porque va a constituir el vínculo de las comunicaciones en una
situación en que se multiplican los intercambios entre los partici­
pantes. A l mismo tiempo, la urgencia de la acción impone un dis­
curso claro que simplifique las explicaciones y permita a cada quien
dominar la situación simbólicamente. Impone al grupo designarse
y hacerse presente en el campo de las representaciones comunes.
Es importante hacer notar que la creación ideológica no es, a
este respecto, el comentario justificador de un conflicto (aunque
posteriormente pueda ser utilizada en este sentido) sino una de
las formas en que el conflicto se manifiesta, que está comprome­
tida con el desenvolvimiento de la acción. El gaullismo se consti­
tuye en la práctica de la resistencia al nazismo, el maoismo lo
hace en los conflictos sucesivos contra sus oponentes. Es que la
práctica conflictual es generadora de estructuración interna, a la
vez que de reorganización perceptiva y afectiva; de estructuración
tanto de comportamiento como de significaciones. El conflicto con­
lleva una discriminación precisa entre las partes que se enfrentan:
las fronteras indecisas entre las clases van a dar paso, gracias a
aquél, a una diferenciación que obliga a cada uno a escoger su
campo. Cuanto más se define el conflicto, tanto más tienden los
grupos comprometidos a construir una separación simbólica brutal
entre los adversarios, a producir una sobrevaloración del grupo al
que se pertenece y una representación devaluadora del grupo ad­
verso. La creación de una imagen exaltante del yo colectivo forma
parte de las necesidades de la empresa, asj como la imagen des­
favorable del enemigo puede hacer decrecer la falta de resolución.
Este proceso de categorización, que opone dentro de un esquema

-■-i i i i vrr. rr r
simplificador a los amigos y a los enemigos, participa en el proceso
de competencia, asegurando a la vez la cohesión del grupo, el man­
tenimiento de la distancia entre los grupos que se enfrentan.
La producción discursiva debe cubrir, en particular, tres domi­
nios de significación: importa que se designe el sujeto d é l a acción,
que se dé a los miembros una identidad colectiva y que se cargue
de valores y afectos positivos al grupo al que se pertenece. Los
actores deben designarse como los portadores de un proyecto justo,
de los más altos valores que es posible esperar: mediante la pala­
bra, los actores deben ser trascendidos por su propio sentido, de­
signados como la encamación viva de lo deseable. Simultáneamente,
la acción no es posible sino cuando los adversarios son designados
conforme a una lógica de dicotomización que es propia del conflicto;
importa constituir una representación del enemigo, coherente y des­
valorizante, que participa, por reciprocidad, en la exaltación de sí.
En fin, la prosecución del conflicto acarrea la explicitación de
los propósitos y la legitimación de los fines inmediatos, por medio
de una representación global de la sociedad justa. Mientras que
los descontentos no pueden dar lugar sino a evocaciones no siste­
máticas de las soluciones, el discurso de la acción está llevado a
legitimar la empresa mediante la evocación empática de la socie­
dad que se quiere instaurar. En oposición a la utopía, que se de­
mora en inventar los detalles de la ciudad ideal y se complace en
minucias, el discurso práctico no evoca sino los principios de la
ciudad futura, pero hace de éstos evidencias reguladoras, que po­
drán inspirar una empresa de fundación.
Una radicalización del sentido tiene lugar en todo este proceso
inherente al conflicto. A los juicios matizados y lastimeros, sucede
un discurso violento, que caracteriza esquemáticamente a los ene­
migos y a los objetivos. Es que la radicalización de la palahra no
hace más que corroborar la radicalizada ya realizada por la acción
conflictual. El conflicto provoca una clarificación que sucede a la
incertidumbre de los vínculos sociales, siempre complejos. Opera
un análisis práctico de las relaciones, que convierte en relaciones
de fuerza. A este análisis radicaj;corresponde un lenguaje radical,
que forma parte él mismo de este proceso de clarificación esque­
matizante.
.Se impone, en este caso, para las clases dominadas, la inven­
ción de un lenguaje radical. Para las dominantes, el desarrollo del
conflicto implica una reactivación de los viejos temas, un retomo
eventual a Jas formas doctrinarias que la experiencia adquirida
tiene por válidas. Por lo contrario, la invención se impone para
la clase rebelde, que no puede justificar su acción sino median­
te la de-construcción de la ideología dominante, oponiéndole un
contra-discurso cargado de valores y arrojando hacia la ilegitimi­
dad al pensamiento viejo. La violencia de la rebelión, al hacer que
se perciban en las fuerzas dirigentes las instancias opresivas, al
cambiar ríe rumbo a los flujos afectivos inclinándolos sólo al grupo
al que se pertenece, al trastocar los esquemas de legitimación,

90
engendra el acto de la ruptura y la palabra negadora en un mo­
vimiento a la vez práctico y simbólico. Cuando los comuneros
parisinos de 1871 inventan el modelo de una sociedad política des­
centralizada y comunal, elaboran formas que no anunciaba para
nada el pensamiento oficial. Cuando los marinos de Cronstadt,
en 1921, inventan el proyecto de una “ tercera revolución” , crean
un nuevo campo de representaciones, en ruptura con el pensa­
miento bolchevique.
Estas consideraciones permiten responder a la cuestión tradi­
cional, a saber, cuál es el verdadero agente de creación de las
estructuras significativas. Las respuestas tienden, ya sea a erigir
una colectividad, una clase, en sujeto creador, como si un con­
junto de individuos pudiesen fundir su pluralidad en una concien­
cia común, o a privilegiar un creador genial, como si un individuo
pudiese inventar e imponer su sentido a una colectividad.8 Estas
respuestas parciales ocultan la dinámica fundamental de la crea­
tividad, que no se sitúa exactamente ni es un grupo, ni en algunos
creadores particulares, sino en el desarrollo del conflicto que po-
siciona las clases, empeña a los individuos, acarrea la producción
de un discurso práctico que expresa y hace posible el desenvol­
vimiento de las oposiciones. El conflicto no es simplemente pro­
ductor de ideas, sino de esos sistemas particulares de imaginarios
sociales que son las ideologías políticas; al efectuarse, se produce
la división social en campos opuestos, así como una representa­
ción dicotómica de las relaciones sociales (nosotros y nuestros
enemigos) y la radicalización de las mismas, que se traduce en
la radicalización del verbo. La reestructuración de los grupos
empeñados en la lucha, la unidad nueva del grupo y simultánea­
mente la producción de un verbo diferenciador que corresponde
a la originalidad del mismo, son sus consecuencias. En la lucha
se genera un discurso de acción, altamente cargado de valores,
que mezcla a la denuncia de las fechorías del enemigo la exalta­
ción de los fines propuestos. Este discurso, que magnifica las ta­
reas colectivas, designa simultáneamente las acciones justas y
denuncia, en medio de su entusiasmo, los comportamientos que
no están de conformidad con las normas propuestas. A l lado de
la acción, el discurso mezcla la incitación y la adversidad, se hace
agente incitativo y agente de control, adaptándose así inextrica­
blemente a las exigencias colectivas de la práctica. Las llamadas
lanzadas, las significaciones vividas, son a la vez exteriorizadas
c interiorizadas en este movimiento de producción, mediante la
dinámica del conflicto: exteriorizadas en el slogan, en el canto,
en el discurso, e interiorizadas por los actores como su sentido
y su verdad.
Esta dinámica social de la creación se verifica brutalmente en
los conflictos militares, en los que se estructuran simultáneamen­
te los grupos y sus discursos y en el curso de los cuales se radi­
caliza un imaginario colectivo fuertemente dícotómico: la conde­
na del enemigo se da a la par que la exaltación de la nación, los

91
objetivos se vuelven objeto de una relevancia indiscutida; la heo-
rización de los actos participa así en las exigencias de la acción
como en la utilización de las energías individuales.

IV. L A L U C H A ID E O L O G IC A E N E L M O V I M I E N T O
D E R E B E L IO N

El carácter extremista de estas situaciones denota, a la vez,


su debilidad. En efecto, la historia prolifera en ejemplos de hun­
dimientos singulares que suceden a periodos de exaltación colec­
tiva: aunque el movimiento parecía irresistible y la mayoría de
la población participaba, en apariencia, en él sin ninguna reserva,
súbitamente decae y no deja ninguna huella visible. En 1792-
1793 el jacobinismo parece sacudir de entusiasmo a las fuerzas
activas de la población, sin embargo, a partir del refluio del ro-
bespierrismo, toda la actividad que se desplega en aquél, desapa­
rece, sin encontrar porvenir. Marx describe bien este fenómeno
tan particular porque atraviesa las revoluciones y gracias al cual
las frases de exaltación ceden violentamente el paso a las de re-
signación.9 Sin duda, se trata de una situación extrema, que se
presenta súbitamente en el curso de los procesos revolucionarios,
pero que revela, de manera profunda, el carácter de los movi­
mientos de rebelión, su ambigüedad esencial, constituida de fuer­
za como de debilidad.
No es éste el lugar para evocar las razones económicas y so­
ciales de la fragilidad del movimiento, ni los efectos de la acción
represiva que el poder en tumo desencadena. Pero es pertinente
analizar las debilidades que atañen al imaginario social, a su si­
tuación como a sus contradicciones propias. Este aspecto es esen­
cial en la historia de las ideologías^-porque sobre este fondo de
contradicciones y potencialidades propias se van a desarrollar
las nuevas luchas ideológicas, concernientes a la organización del
movimiento y a la toma del poder en el seno del mismo.
Lo que procura su fascinación al imaginario rebelde, el reba-
samiento que logra de lo real y su tensión hacia el futuro, señala
también su debilidad. Mientras más radical, más se ve en la ne­
cesidad de inventar el futuro y de enfrentarse con la vacuidad
del modelo. Si el movimiento no hace más que repetir una histo­
ria ya sucedida en otra parte (un movimiento de independencia
anticolonialista, por ejemplo), el imaginario se nutre de imágenes
precisas y las palabras-vehículos (nación, liberación) se cargan
de una precisión bastante clara. Pero un movimiento nuevo, si­
tuado en una dinámica histórica específica (el socialismo en 1840,
el bolchevismo en 1910), no encuentra eiemnlo a seguir y se
da sin programa definido: debe inscribirse en la ausencia, en lo
fantasmático del futuro, e inventarse a sí mismo. Desde ese mo­
mento, se multiplican las proposiciones, los sueños, las solucio­
nes, las recetas, las utopías que inventan los individuos y los gru-

92
pos para fijar el porvenir y responder a las aspiraciones rebeldes.
No hay, no puede haber unanimidad en el proyecto, sino invención
de futuros diferentes, creación de un campo imaginario no ho­
mogéneo. Además, la competencia que se instauró! de inmediato
entre las expresiones, las escuelas, las sectas y los líderes, no va
a cesar de fragmentar el campo y, de esta manera, de participar
en su vitalidad y debilidad prácticas. De 1800 a 1917, durante
más de un siglo, la rebelión socialista da lugar a una extraordina­
ria profusión de proposiciones.
Por otro lado, la intensidad de los investimientos personales
que se producen en estos casos no puede dejar de acrecentar la
dosis de irracionalidad de muchas actitudes e interpretaciones.
La distancia entre la realidad y el proyecto, el vacío entre el su­
frimiento experimentado y la esperanza de salvación, abren la
puerta a cierta patología de lo imaginario.10
L a parte de utopía que, no obstante, es funcional y motriz
dentro del movimiento, está señalada por una clausura intelec­
tual, por un distanciamiento con relación al realismo de las po­
sibilidades, aún cuando se sitúa dentro de una potencialidad
social. El gran utopista no evita el autismo y todo el movimiento
queda marcado con este fenómeno. Así mismo, la situación psi­
cológica en que se encuentra el rebelde, perseguido y salvador,
último que debería ser el primero, la certidumbre que posee de
tener razón contra el mundo, no puede dejar de provocarle ten­
dencias paranoicas o megalómanas. El clima psicológico rebelde,
en tanto que libera de los controles superyoicos y le da libre
curso a las pulsiones primarias, comporta, en cierta manera, una
dimensión que podríamos llamar psicótica, de la misma manera
que la represión anterior posee una dimensión neurótica. No es
sorprendente constatar que el movimiento atrae a menudo a per­
sonalidades que tienen fuertes tendencias psicóticas y, comple­
mentariamente, las individualidades de este tipo realizan la eco­
nomía de una psicosis individual en esta clase de movimientos.
Hay que agregar aún que en razón misma de la implicación excep­
cional del ego en la rebelión, se van a manifestar ampliamente
las transferencias y las sustituciones afectivas: el clima psicoló­
gico del movimiento ofrece demasiadas facilidades a la terapia de
los conflictos personales, como para que no sea empleada esta po­
sibilidad. Así mismo, moviliza provisionalmente energías lábiles,
aptas para fijarse en otros objetivos, a partir del momento en que
las satisfacciones se vuelven inciertas.
La ocultación que se imputa, con razón, a las ideologías, se le
debe atribuir también, por esta razón, al movimiento rebelde. Sin
duda es éste, en buena medida, un movimiento de develamiento,
de desmitificación: el propósito intelectual del rebelde es decir lo
no dicho, mostrar los sufrimientos que la ideología impuesta ocul­
ta. La misma utopía, mediante el rodeo que lleva a cabo, denun­
cia las miserias del presente. Pero el entusiasmo denunciador
simplifica, a su tumo y de su propia manera, el edificio social y,

93

1 i í 5 t- ■-
en su propuesta práctica, provee olvidos útiles a la acción. No
deja de sobreponer a la ambigüedad de los intereses la imagen
de un conflicto simple entre las fuerzas benéficas y las maléficas,
de ocultar los obstáculos y los retrasos que podrían desalentar.
De alguna manera, superpone un conflicto irreal al conflicto
real.IX
Estas debilidades van a ser reencontradas en los propios gru­
pos, de acuerdo con una dialéctica que es la de la práctica como
la del discurso: los movimientos se proclaman y se realizan en
un campo dividido, tanto como esta fragmentación apasionada
mantiene la división de aquéllos. Dialéctica tanto más importante
cuanto, por definición, el movimiento no tiene instituciones ruti­
narias que paliarían la fragilidad social: no posee sino debilidades
y provisionalidad. Por oposición a la red de instituciones consti­
tuidas, el movimiento es una dinámica que se hace mediante las
palabras, que se unifica al tenor de los mensajes. Aún si la adhe­
sión potencial está situada claramente en una clase social, esta
última, al rebelarse, no cuenta con los aparatos que los poderes
concentran, y es mediante la cohesión de las significaciones, más
que de cualquier otra forma, como puede existir en tanto que fuer­
za política. Así las palabras, la unidad de sentido y de adhesio­
nes, van a cobrar una importancia históricamente decisiva.
A partir de este momento se libra otro conflicto, cuya espe­
cificidad hay que señalar: el de la ideología en el seno del mo­
vimiento, que concierne a la organización de proyectos y de la
práctica, pero que constituye también, desde sus orígenes, una
lucha por el poder, a través de la modalidad de la disputa ideo­
lógica. En efecto, el movimiento va a inducir a la vez un proceso
intelectual de producción de ideología, un proceso de emergencia
de líderes teóricos y un nuevo conflicto entre los ideólogos que
se disputan la conquista del poder simbólico.
Sabemos que la producción de la ideología en tanto que dis­
curso simplificador y operacional, se inscribe en la dinámica de
las rebeliones, para responder a los problemas que éstas plantean.
La experiencia realizada por los grupos de presión, muestra bien
que un grupo social colocado en una situación de conflicto, tiende
a construir y a interiorizar una representación más tajante, más
radical de su entomo.12 La creación de una categorización, es
decir de una división precisa del mundo conforme términos fá­
cilmente inteligibles, es un elemento esencial de este proceso. En
su conflicto, el grupo tiende a producir palabras unificadoras que
designan a los actores en presencia y agotan sus características.
Las diferencias individuales de los enemigos se confunden y la
palabra acusadora reemplaza a las representaciones matizadas.
El discurso se radicaliza, se simplifica y constituve esquemas
eminentemente prácticos. El trabajo de producción de las ideolo­
gías se inscribe en este movimiento mediante al reasunción de
elementos de los imaginarios rebeldes y su reorganización en una
estructura simplificadora, dogmática y propicia a la acción. El com-

94
bate del ideólogo en el seno del movimiento, se hace en nombre
de esta radicalización operativa: éste reprochará, de buena, la
ineficacia y el utopismo de sus competidores.
En el curso de estos conflictos simbólicos, se constituye esa
dinámica particularmente activa, gracias a la cual emergen líde­
res, portadores del sentido colectivo, que van a presentarse como
los detentores de la nueva verdad, como los símbolos del sentido
justo. El movimiento pone de manifiesto un centro de debates y
conflictos simbólicos del que debe emerger un discurso común,
asegurando la cohesión de los esfuerzos; induce así a los más aptos
a apoderarse de los medios intelectuales para ocupar el estatuto
del líder. La emergencia no se hará, pues, espontáneamente, ni
sin lucha: la elección recaerá en aquél que manifieste hacia su
conquista el mayor encarnizamiento y posea las cualidades reque­
ridas para conservarla; aquél que conforme mejor su discurso y
su producción de signos con la dinámica de radicalización propia
del grupo. Es sabido que, en una situación de conflicto, son las
posiciones más radicales las que atraen la adhesión y que la com­
petencia por la conquista del estatuto de líder asume la forma
de la competencia entre los discursos más categóricos y afirma­
tivos. Así, va a emerger aquél que sepa darle una forma militar
al conflicto, disponiendo a los agentes en fuerzas combatientes,
presentando como potencias maléficas a los enemigos y a sí mismo
como empeñado en una lucha sin cuartel. El que aporte demasia­
dos matices, o no ose condenar con suficiente arrebato a sus com­
petidores, resultará vencido en esta contienda. Es el más agresivo
el que alcanzará el éxito, por razones tanto de dinámica social, ya
que el movimiento tiende espontáneamente hacia la radicalización,
como psicológicas, ya que el triunfo le será accesible al que pueda
agredir a sus competidores sin sentir culpabilidad. Cierto sadis­
mo no carece, a este propósito, de eficacia. T a l fenómeno no cons­
tituye una dimensión ajena, que proveería una clave para expli­
car la emergencia del líder, sino que está integrada en un campo
dinámico, a la vez social, simbólico y psicológico. Empeñada en
una situación de violencia, la dinámica del movimiento impulsa
a una radicalización combativa. El discurso se conforma a esta
violencia y la lleva a la esquematización operatoria. Aquél que
sepa producir d más tajante de los discursos y que no vacile en
entrar en disputa con sus competidores para destruir su autori­
dad, accederá, pues, a la dirección del movimiento.
Desde el instante en que el líder ha conquistado este estatuto
de portador privilegiado del sentido, propende a manifestarse
como la encarnación del verbo y, gracias a una inversión corriente,
el movimiento cuya formación ha vivido, asume su propio nom­
bre (el leninismo y ya no el bolchevismo). A partir de este mo­
mento, tiende a producirse cierta mutación, rica en condiciones
históricas, que esboza simbólicamente el tránsito hacia la insti­
tución. En efecto, esta transición de lo imaginario a lo ideoló­
gico y de la diversidad utópica a la encamación en el líder, se

&5
logra también mediante una reducción de la diversidad de las
proposiciones. Además, esta propuesta del líder al derecho a la
creación, la encamación del sentido colectivo en un portador efec­
tivo y simbólico, esboza una reversión de la rebelión en sumisión,
ya que una nueva autoridad se constituye desde entonces por
intermedio del debate ideológico. Una singular ambigüedad y,
eventualmente, una tensión entre la dinámica espontánea del mo­
vimiento y la reaparición de una relación de sometimiento, se per­
fila desde ese momento. El riesgo de inversión se inscribe aquí
en el corazón mismo de la rebelión. Engels.lo localizaba en la for­
mación de un nuevo culto a la personalidad, habiendo sido él, sin
embargo, uno de sus principales animadores. 13
La conquista de la dirección del movimiento, está también im­
plicada en estas luchas simbólicas en su interior. La cuestión se
plantea desde el instante en que el movimiento proyecta darse
una organización duradera, así sea sólamente la de propaganda:
junto con este simulacro de institución, surge la cuestión del po­
der. Es necesario saber quién va a tener y quién va a carecer del
derecho de expresarse, quién tendrá que organizarse y quién va
a intervenir de manera privilegiada para resolver los conflictos.
La conquista de este poder no puede obtenerse más que al­
canzando la del poder simbólico. En el periodo en que las insti­
tuciones todavía no existen, en que se trata de construirlas, el
candidato a la autoridad no puede contar sino con la producción
de significaciones y su recepción favorable. Debe producir un dis­
curso que logre no sólo la credibilidad sino la confianza de los
auditores, su fidelidad y el reconocimiento del locutor en tanto
que el mejor intérprete de la situación y el más eficaz entre los di­
rigentes. Aún aquí, el trabajo de producción a partir de los ima­
ginarios, va a constituirse y servir de mediación a la colecta de
esta confianza. La conquista de la influencia se hace, en particu­
lar, mediante la producción de un discurso caracterizado por su
consistencia: las experiencias límites muestran bien que, en la
rivalidad de las proposiciones, se impone la lógica más coherente
y más fiel a sus propios principios. El líder susceptible de producir
la interpretación y el programa más coherente y que manifieste
la mayor constancia en la repetición, tiene la mayor oportunidad
de imponerse.14 Se trata aquí de alcanzar la influencia a través del
dominio de la información v manifestarse como el detentor de la
mayor verdad. Para lograrlo, conviene proveer informaciones lo
más estables y poco numerosas: ahora bien, la ideologización per­
mite, precisamente, escapar a la confusión de los imaginarios y
procurar informaciones constantes, subordinadas a una retícula
de interpretación unánime. Toda ideología, gracias a su aptitud
esencial para integrarlo todo, le permite a su detentor proveer el
máximo de informaciones, de respuestas, aún en el caso de que le
sean poco conocidos los detalles de la situación. Para el candidato
al poder, el hecho psicológico de contar con una confianza en sí
mismo que no conoce flaqueza, no deja de favorecer su avance en

96
el orden del prestigio y la autoridad. Esta seguridad en su propia
persona y en la pertinencia de su doctrina, le permitirá también
proveer la interpretación de los acontecimientos con presteza, pro*
ducir el máximo de respuestas e informaciones. Ahora bien, esta
posibilidad de dominar la información, esta aptitud a proveer rápi­
damente las respuestas y, por ende, manifestar su competencia, no
dejan de acrecentar la influencia del competidor sobre el grupo.15
E l ejemplo de M arx y su conquista de la influencia hasta el
fracaso de la I Internacional, puede ilustramos a este respecto.
Todas estas consideraciones sobre la consistencia ideológica, la
estabilidad de las informaciones que se aportan y su amplitud,
se aplican claramente a esta situación, tanto más esclarecedora,
cuanto se sitúa en el periodo en que el movimiento de la rebelión
estaba desprovisto de organizaciones coactivas.
Necesariamente, se ponen de manifiesto algunas operaciones
simbólicas estratégicas en el interior de este conflicto tan particu­
lar y, a medias conscientemente, cierto arte de la polémica. Se
trata de conciliar las reglas de la conformidad y del distingo,
afirmando sin reserva la participación en el movimiento “ real” y,
simultáneamente, crear los instrumentos simbólicos de la distin­
ción para señalar su diferencia y por ende su existencia política
en oposición a los adversarios. Se trata, a la vez, de formar parte
del movimiento y de crear una esfera de influencia y de audiencia
particular en él. Para lograrlo, es preciso forjar una lengua con
doble efecto que legitime al locutor y acuse simultáneamente al
competidor. El discurso ideológico se presta a esta operación, en
cuanto propone la competencia del locutor para resumir la verdad
y puede demostrar la incapacidad del adversario para realizar el
mismo resultado. En este sentido, dicho discurso puede imponer
la regla del todo o nada, el adversario debe someterse por com­
pleto a la lógica propuesta o confesar su desacuerdo sobre “ los
principios” . Es importante, en particular, rehusar toda concesión
simbólica. Conviene constituir respuestas totalizantes y tales que,
al ser aceptadas por el adversario, lo hagan reconocer la victoria
del locutor. El más competente erige una lógica de la inclusión-
exclusión, de tal suerte que, para evitar la última, el adversario
deberá reconocer la nueva autoridad. En los años que preceden a
1917, Lenin se destaca en el manejo de esta estrategia. En ¿Qué
hacer? demuestra su fidelidad total a la ideología dominante del
movimiento, se presenta como el mejor táctico para realizar sus
objetivos y, a la vez, se diferencia radicalmente de sus competi­
dores, a los que les ordena someterse o excluirse. Con una audacia
extrema, maneja la regla de la conformidad y la diferencia, dife­
renciándose él a su vez y corriendo el peligro del fracaso. La con­
quista de la autoridad sobre sus competidores, provendrá, final­
mente, de esta desviación de la ideología.
Incluso cuando el movimiento carece de institución y de poder,
la lucha ideológica imita los conflictos del poder y la obediencia,
de la inclusión y la exclusión, de la ortodoxia y la desviación.

97
C A P IT U L O V. LA ID E O L O G IA A L S E R V IC IO D E L
PODER

En lo que se refiere a transformar los proyectos en realidad


y los sueños en reglas de acción, el acto de institucionalización
determina una ruptura radical en el campo ideológico, realizada
idealmente por la Revolución, en la que el movimiento social,
luego de destruir la antigua opresión, se debe dotar de una cons­
titución nueva. Toda la estructura de la temporalidad se transfor­
ma en algunas semanas: lo que se situaba en un porvenir incierto
se actualiza de golpe y se vmclula ya con el pasado. Los poderes
odiosos, cuyas sanciones se temían y cuya destrucción se esperaba
con vehemencia, no son ya sino residuos irrisorios. Todo el len­
guaje de la rebelión, que señalaba la malevolencia del poder esta­
blecido, pierde actualidad y amenaza con convertirse, a los pocos
días, en un recuerdo. La tonalidad afectiva del movimiento, que
se alimentaba con sus obstáculos, pierde las condiciones de su
renovación. Todas las voces del pasado disipan su connotación
especial y tienen que volver a inventarse.
A l mismo tiempo, se plantean de súbito los problemas de la
organización social, de la instauración de un nuevo sistema polí­
tico y de la designación de los nuevos poderes. A partir de este
momento, la destrucción del Antiguo Régimen determina el ini­
cio de una intensificación en la lucha de las clases y de todas las
fuerzas sociales, para aproximarse al poder y conformar la nueva
organización, de acuerdo con sus aspiraciones. Julio de 1789, fe­
brero de 1848, octubre de 1917, señalan el comienzo de una lucha
social intensa, aun más violenta que el corto periodo de destruc­
ción del antiguo régimen. A l desaparecer la unidad, provocada
anteriormente por la presencia de un enemigo común y renacer la
competencia por la conquista del poder, la solidaridad se destru­
ye, a medida que los programas se vuelven más precisos y los
compromisos se ponen de manifiesto. Esta lucha por imponer un
nuevo régimen es, a la vez, una fase excepcional de conflicto ideo­
lógico, por todas las razones que hemos expuesto anteriormente.
Se trata de crear nuevas instituciones, o sea realizar significacio­
nes, inventar prácticas admisibles, comprensibles para todos y que
señalen las condiciones ideales para la realización concreta de las
aspiraciones. Y así mismo, de concentrar la opinión, debilitar las
fuerzas del pasado y convencer a los vacilantes. Y todavía más:

98
de producir el discurso de legitimación y justificación contra las
pretensiones y las agresiones de las fuerzas contrarias. Cada fuer­
za social, cada pretendiente a la adquisición de un papel político,
debe establecerse con firmeza en el nuevo campo ideológico, du­
rante todo este periodo, caracterizado por la rapidez, la novedad
y la intensidad de los conflictos discursivos.
Es también éste el instante en que los contenidos significa­
tivos se modifican, en que aparecen otros procesos de razonamien­
to, que no se pueden inferir lógicamente de las expresiones an­
teriores. El jacobinismo produjo una red de sentidos y valoraciones
tajantes que no es posible hallar bajo la misma forma en el pen­
samiento de las Luces. En 1917-18, Lenin y los bolcheviques lan­
zan llamados al reforzamiento del Estado, que contrastan fron­
talmente con lo que el primero había escrito en E l estado y la
revolución, en 1917. Todas estas alteraciones, estas creaciones, no
están ligadas únicamente a la coyuntura, ni siquiera a los debates
ideológicos del momento, sino, con mucho, a la reorientación fun­
damental del campo, que aspira desde entonces a la conquista del
poder, la creación de nuevas instituciones y la instauración de
nuevas prácticas.
Es conveniente reparar con atención en la hondura de esta
reorientación que conduce, esquemáticamente, del movimiento de
rebelión a la creación de instituciones y a su puesta en marcha.
Reorientación eventualmente dramática y violenta, que puede lle­
var del entusiasmo revolucionario a la instauración de una nueva
ortodoxia. Tal violencia es proporcional a la mutación que enfren­
ta en el momento del cambio la sociedad en su conjunto.
La inversión de los contenidos tiene lugar en el nivel conscien­
te, puesto que se trata, como se repite en tales casos, no ya de
destruir, sino de fundar la nueva sociedad, erigir la Constitución y
entregar el poder a las fuerzas revolucionarias. El movimiento so­
cial se encuentra en una situación opuesta a la que había deter­
minado su formación; no sólo las potencias que se había propues­
to destruir han desaparecido, sino que está llamado a efectuar
una violenta tarea de institucionalización y de repartición de los
bienes sociales. A l consenso rebelde, que se levantaba contra un
obstáculo, debe suceder otro, de apoyo en favor del orden nuevo.
A la socialidad rebelde, vivida en identificación con las fuerzas
mesiánicas, debe suceder una socialidad organizada que corres­
ponda a una repartición de tareas y papeles en el interior de una
nueva codificación de las costumbres. El sistema simbólico, que
servía sobre todo de instrumento de reunión y comunicación debe
convertirse desde entonces, sin perder sus funciones, en un medio
de poder, instrumento simbólico para legitimar y fortalecer la
nueva distribución de dicho poder y los demás bienes sociales.
Una de las tareas de la ideología política consistirá en quitar­
le a esta situación el carácter dramático y proclamar la perfecta
adecuación de las nuevas instituciones con las intenciones de la
rebelión. Como quiera que se dé dicha continuidad, los actores

99
nueva sistematización debe fijar los límites y las prohibiciones y
sociales se encuentran frente a una tarea histórica nueva y deben enunciar la norma, es decir, legitimar el recurso a la fuerza contra
pr0ducir el discurso que corresponde a dicha tarca. los comportamientos desviaciomstas. Mientras que el movimiento
A l concentrarse en un porvenir preciso — la destrucción del ré­ de rebelión se realizaba dentro de la negación de las normas, el
gimen aborrecido— y en otro incierto — la sociedad ideal , el nuevo poder, por igualitario que se declare en sus propósitos , debe
movimiento de rebelión estaba capacitado para dar lA re curso a resolver el problema de la adjudicación de bienes y papeles y defi­
las más exigentes y diversas esperanzas. La vida institucional en­ nir los aportes individuales estableciéndoles límites. Mientras el
gendrada por la revolución demanda, por el c° ntrari°, de>cisiones movimiento rebelde se prolongaba mediante un trabajo de decodi­
precisas que obligan a escoger entre las diferentes . posibilidades. ficación de las normas, la nueva tarea de los ideólogos consiste
El conflicto aumenta por el hecho de que la intensificación de la en la creación de un nuevo código.
lucha de clases y de partidos, unida a la crisis revolucionaria, La El acento va a cargar, en particular, sobre los fines y los va­
favorecido la inflación de propuestas y proyectos rivales y susci­ lores. La insistencia en los primeros permite dotar de una expli­
t ado una intensa creatividad del imaginario político. Ahora bien, cación legítimamente a los papeles parciales y presentar los po­
la empresa de fundación política que impone la situación, no pue­ deres como simples funciones, que tienden hacia la realización de
de llevarse a cabo más que mediante la reducción de estos ima­ los objetivos comunes, a través de un discurso idealizante que po­
ginarios múltiples, el empobrecimiento de las esperanzas y el triun­ sibilita fijar las tareas de cada uno y dar a sus obligaciones una
fo de una nueva regulación ideológica, conforme con el significación de trascendencia universal. Los límites y las prohi­
régimen social y los intereses de la nueva clase goLaraante.. El biciones serán transformados en condiciones prácticas para la rea­
drama es tanto más grave cuanto que el movimiento de reLalión. lización de lo racional. L a apelación a los valores va a desempeñar
al unificar provisionalmente las fuerzas sociales y las f racciones 1a doble función de incitación y prohibición, ocultando esta úl­
de clase, había permitido la tolerancia recíproca de . las imagina- tima: los ideales, magnificados con vehemencia , permitirán que
rios, en tanto que la instauración de las nuevas insritoclap ca y el las energías confluyan hacia su realización, desvalorizando implí­
reconocimiento de los nuevos poderes, exigen una disciplina muy citamente los comportamientos inconformes por medio del mismo
particular. Dicho drama será tanto más considerable en la me­ discurso.
dida en que las transformaciones hayan sido más profundas y las La profundidad de esta mutación puede ser precisada, final­
nuevas fuerzas dominantes se encuentren más alejadas social­ mente, en el nivel de las motivaciones y su inserción en la prác­
ment e de las clases que ejercían la dominación untoriOT. tica social. Propomendose la creación de nuevas dinámicas, los
A sí, es importante, para las fuerzas sociales o el partido aspi­ nuevos ideólogos deben orientar las aspiraciones rebeldes, que se
rante a la dirección política, redefinir la totalidad de la organiza­ nutrían con la presencia de obstaculos, hacia el investirniento de
ción social y, por ende, constituir un sistema intelectual organi­ las nuevas relaciones políticas y su respeto en la acción. El discurso
zado para oponerse a los desbordamientos simbólicos. Mientras debe facilitar la interiorización de las nuevas normas, recuperar
que todo el movimiento de la rebelión se rcaHca contra las nor­ las energías desplegadas en el curso del proceso revolucionario,
mas políticas impuestas y sus modelos de legitimación, ahora urge para fijarlas en la nueva constitución. Mientras más profundas
constituir otras normas, otros modos de contro1 político y un sis­ son las transformaciones anortadas, más urgente. resulta trans­
tema de significaciones que comporte prohibiciones y buntoa En formar las motivaciones, a fin de adaptarlas a las nuevas relacio­
el momento de construir el nuevo sistema, de revolucionar o re­ nes sociales: es importante imponer un nuevo sistema de respeto
f ormar las instituciones sociales, es preciso lograr que cada indi­ o, podra decirse, otro " sistema de reverencia” .1
viduo y cada categoría admitan los nuevos papeles o retomen a En otros términos: las nuevas fuerzas dirigentes se esfuerzan
los anteriores. H a y que obtener el asentimiento para .la repartición por hacer que se admita una orthopraxis y no pueden conquistar
desigual de tareas y bienes, la división del trabala social y . la ni conservar el poder si no es estableciendo un código de los com­
aproximación desigual al poder. El nuevo discurso de legitimación portamientos correctos y logrando un resultado favorable al ob­
debe construir un modelo regulador y discriminada para justifi­ tener su aplicación. Es imperioso aue se reestablezcan formas de
car la posición y los límites de los diferentes papeles, y lo llav a a control social. Las “ conquistas de la revolución” no pueden ase­
cabo justificando a la vez las exclusiones y las “ funciones , den­ gurarse más que mediante la aceptación práctica de estas nuevas
t ro de una concepción unitaria y cerrada. La violencia de las acu" reglas de la actividad social. Hay que enfatizar que esta inversión
saciones servirá para demarcar las prohibiciones y erigir en tom o histórica. mediante la cual la práctica de la instauración política
de cada rol los límites que no pueden excederse. L a exaltación sucede a la de destrucción, no es reductible, de ninguna manera,
de los objetivos y las tareas va a servir para dotar de sentido.. a a un simple retorno al orden, conforme un modelo homestático de
est os papeles, transformándoles en funciones acordes con la prac­ recuperación del equilibrio. Esto último no se cumple sino en el
tica social. De cualquier manera que se resuelva el problema, la

101
100

a t t iiu n n r m » . --------— .............


caso de un fracaso del movimiento de rebelión. Cuando, por el
contrario, este último encuentra alguna forma de realización y
cierta continuidad entre las demandas anteriores y las nuevas ins­
tituciones, las nuevas fuerzas dirigentes están en la posibilidad de
imponer esa nueva orthopraxia, cuya conformidad con las aspira­
ciones del movimiento deben demostrar. Empero, este movimiento
social no ha definido en detalle el nuevo sistema, ni resuelto sus
divergencias fundamentales en cuanto a la diversidad de las ca­
tegorías y las fracciones de clase que se reúnen en la acción revo­
lucionaria. Así, al competir por la conquista del poder, las nuevas
fuerzas dirigentes deben crear a la vez un nuevo código de conduc­
tas legítimas, movilizar el máximo de energía, hacer comprender
y actuar y, simultáneamente, refutar las pretensiones contrarias,
inhibir los sueños utópicos del pasado, proveer alguna forma sus-
titutiva de las decepciones que acompañan al triunfo de la acción
revolucionaria. En esa situación, históricamente decisiva, le corres­
ponde por entero a la ideología política desempeñar esas funcio­
nes múltiples, legitimando las nuevas instituciones mediante la
legitimación de la rebelión, justificando a los nuevos dirigentes
al tiempo de ocultar su poder de dominación, estableciendo las
relaciones simbólicas de identificación entre gobernados y gober­
nantes, haciendo que cada uno acepte su situación y sus límites
dentro de la vida colectiva. Tales prácticas de conformidad no se
pueden obtener sino mediante el enunciado de nuevos principios
de acción, a través de la proclamación de la doctrina justa, en
una palabra, mediante la tentativa de creación de una nueva or­
todoxia.
Esta inversión histórica que evocamos aquí, esta transición de
la desobediencia civil a la nueva conformidad, no es, con seguri­
dad, sino una de las dimensiones de las revoluciones, un tipo ideal
de transmisión que se verifica más o menos según el alcance de
la mutación. Una revolución limitada al sistema político puede
conservar intocables las normas de la vida económica y no hacer
otra cosa más que confirmarlas. Por otra parte, ciertas formas de
legitimación, e incluso de control social, pudieron constituirse
desde antes de la destrucción del régimen impuesto y facilitar así
la transición hacia las nuevas instituciones. Cuando el movimiento
rebelde está organizado parcialmente en un partido que comporta
sus jefes y sus ejecutantes, se constituyen de antemano los esque­
mas de legitimación, los símbolos y las prohibiciones tendientes a
su aplicación en la totalidad social. Esta modalidad de transición,
que reemplaza la legitimidad derrocada con otra ya formalizada,
se pone de manifiesto con el advenimiento al poder político de los
“ jefes” de la resistencia. En este caso, la acción rebelde ha cons­
tituido con anterioridad una ideología, designado las autoridades
legítimas, repartido los prestigios, investido a los jefes con un cré­
dito simbólico que éstos utilizarán para consolidar su nuevo po­
der. Queda pendiente, sin embargo, la tarea de destruir los vesti­
gios de las antiguas adhesiones, convencer a los vacilantes e, im-

102

__ __ __ ■*
plícitamente, mantener la lealtad adquirida, poniendo todo esto
en acción en el seno de las nuevas instituciones. Se trata de pro­
seguir una ortopraxia dinámica y transformarla en institucional:
importará, de manera urgente, proclamar la perfecta continuidad
de una a ia otra e inventar un lenguaje convincente, capaz de di­
simular la inversión de la situación.
Estas notaciones, referentes a la producción de la ortodoxia en
el seno de la revolución de los partidos de vocación revolucionaria,
nos llevan a replantear la noción usual de ortodoxia ideológica.
Vemos, en primer lugar, que un sistema ideológico unificado y
ampliamente interiorizado, no es un simple lenguaje impuesto a
las conciencias dóciles: es, por completo, un campo de producción
que responde a conflictos y demandas, a objetivos de conquista
y a una estrategia. Pero aún así, el campo ideológico no será inte­
ligible más que relacionado con los conflictos sociales y las dife­
rentes estrategias de las fuerzas en presencia. Pero, sobre todo,
estos análisis deben conducimos a quebrantar la ilusión común
según la cual una situación de ortodoxia ideológica es sinónima
de un estado de cosas impuesto, cuando no despótico. De acuerdo
con esta interpretación, que no se da sin recordar las fórmulas
del anarquismo libertario, toda ortodoxia, toda conformidad con
los dogmas, se inscribiría en una relación social de alienación o de
servidumbre.. Tal interpretación hace desaparecer ingenuamente
el propio vínculo ideológico, en lo que éste posee precisamen­
te de específico, en cuanto provoca la adhesión a las normas y hace
que éstas se amen y aprueben y, por lo tanto, subviertan la situa­
ción de sometimiento. A sí también, como veremos, no hay una
relación constante entre el rigor ortodoxo y el ejercicio de la bru­
talidad represiva. Esta última es una ilusión (ella misma ideo­
lógica) de la que es preciso desprenderse.
Definimos una situación de ortodoxia ideológica conforme a
cuatro variables esenciales que conciernen sucesivamente al poder
de producción, los aparatos de reproducción, la situación de los
receptores y el contenido de los mensajes. Decimos que el campo
es ortodoxal cuando una autoridad individual o colectiva se apro­
pia del derecho a la emisión de bienes simbólicos. Este primer
punto opone frontalmente este campo al movimiento de rebelión,
que se caracterizaba precisamente por su conflicto contra las
autoridades instituidas: dentro de tal movimiento, ninguna auto­
ridad podía acaparar el derecho a la emisión de mensajes políticos.
En segundo término, el campo ortodoxal se caracteriza por la
presencia y el funcionamiento de aparatos ideológicos de inculca­
ción, que aseguran la continuidad de la difusión v su conformidad
— situación opuesta al movimiento de rebelión, desprovista, en su
espontaneidad, de aparatos institucionales. En tercer lugar, el
campo ortodoxo disocia v une productores y receptores, situando
a estos últimos dentro de un contexto de signos y símbolos que
los afectan forzosamente. Mientras que en el campo rebelde cada
quien propendía a convertirse en emisor de mensajes no progra­

103
mados, el receptor está llamado aquí a recibir los mensajes, su­
friéndolos o repitiéndolos. Finalmente, todos los contenidos tende­
rán a testimoniar, a glorificar las normas y a los jefes, en tanto que
en lenguaje rebelde aspiraba a la denuncia del orden establecido.
Se ve que esta definición convoca inmediatamente un tipología
secundaria. En efecto, aproxima situaciones que se deben distin­
guir rigurosamente, desde el punto de vista de los modos de re­
lación política que se establecen entre gobernantes y gobernados.
En su tipología, Mannheim introdujo una grave confusión al in­
ducir a que se identifiquen en un mismo tipo situaciones despóti­
cas de opresión y otras de unanimidad social, en que los discursos
no se imponen a poblaciones pasivas, sino se comparten plena­
mente por todos los actores sociales. El ejemplo de la religión
cristiana que propone este tratadista es de pertinencia escasa, ya
que se sabe demasiado bien que una misma religión puede ser libe­
radora en ciertas circunstancias y, en otras, un instrumento de
represión.2
La quinta variable que introducimos en ésto, se refiere al modo
de apoyo dado por la población a los mensajes transmitidos (y,
por ende, a las autoridades que los emiten) nos permite evitar
estas confusiones, diferenciando por completo las situaciones ya
sea de oposición o de entusiasmo popular, de las de opresión
ideológica. Por modo de apoyo entendemos no sólo los comporta­
mientos manifiestos de aprobación (los votos) sino las actitudse, in­
teriorizaciones, identificaciones, que van desde la aprobación entu­
siasta hasta la docilidad impotente. Nos proponemos distinguir,
según este criterio del apoyo, tres modalidades del campo orto­
doxa!; la ortodoxia “ apoyada” , la “ consentida” y la “ terrorista” .

I. L A O R T O D O X IA “ A P O Y A D A ”

Las numerosas situaciones históricas en que una población,


un partido o una nación, comulga en un mismo discurso y apoya
a sus representantes más o menos sin reservas, ilustran lo que
entendemos por ortodoxia apoyada. Napoleón junto a los campe­
sinos franceses, Lenin en su partido luego de las jomadas de
Octubre, Nasser con la mayoría de la población egipcia en 1960,
Mao Tse Tung al lado de los Guardias Rojos, nos proporcionan
ejemplos suficientes y contrastantes para que podamos destacar
los rasgos comunes a estas situaciones.
Cabe hablar de ortodoxia a este respecto puesto que, efecti­
vamente, se constituye un poder que reúne en sí a los poderes
político y simbólico. Cualesquiera que sean los disfraces del len­
guaje y por muy benevolente que se describa a la autoridad, los
detentadores del poder son de hecho los emisores privilegiados de
significaciones y, simultáneamente, los depositarios legítimos de
la fuerza. Pero cualquiera que sea su poder, reciben el apoyo más
amplio de la población que los rodea, el cual se manifiesta exte-

104
nórmente mediante signos espontáneos y, más profundamente,
mediante la interiorización de los mensajes y su reproducción no
obligada. El hecho de que los ejemplos señalados puedan carac­
terizarse todos ellos por un líder, no proviene del azar ya que, en
efecto, en estas situaciones, es por entero en un poder persona­
lizado donde se concentran los investimientos simbólicos. Este líder
no es sólo un jefe sino más bien una cristalización de símbolos,
la encamación viviente de la revolución realizada, el salvador de la
nación, la idea viva cuyo sentido se ama y aprueba con vehemen­
cia. El término “ consenso” , así sea a la vez intelectual, afectivo y
práctico, se queda corto para denotar este máximo de concordancia
que se realiza en ese momento entre gobernantes y gobernados
en el seno de la población en cuestión. Si bien existe la enuncia­
ción de reglas y normas, éstas no son vividas como obligatorias,
sino como las maneras justas y felices de la realización colectiva.
Por muy exigentes que le parezcan a un observador extraño, no
son represivas, ya que aseguran la conciliación de la plenitud del
sentido y la acción concreta, constituyendo el medio para la rea­
lización del Bien.
Estas situaciones históricas no se producen sin realizar un
ideal de vida comunitaria y no es indiferente precisar que, en
realidad, se aúnan a la utopia de la conciliación social mediante
la identidad de las voluntades. El sueño de Rousseau, la concilia­
ción en una voluntad general, a la vez interiorizada y superior a
cada uno de los ciudadanos, la unidad de las pasiones dirigidas
hacia el bien común y el compromiso total de los ciudadanos en
la ciudad, encuentra aquí una forma de realización ideal.3
La distinción entre los creadores y los receptores de mensajes
no se aplica, o no debe aplicarse en esta profunda concordancia
de las actitudes, o bien debe ser reconsiderada por completo. Si
bien se ha constituido un poder político, la intensidad del apoyo
popular repite la situación rebelde, en la cual los líderes eran to­
mados como los símbolos del movimiento, y no como los detenta­
dores de una fuerza opresiva. Para que estas situaciones se rea­
licen y mantengan, tampoco se hace necesario disponer de potentes
aparatos de propaganda y difusión. Sin lugar a dudas, el líder es
el foco simbólico que constituye el centro de las referencias y el
lugar del investimiento de las representaciones, pero, más que un
manipulador, es el depositario de las proyecciones y los entusias­
mos. Napoleón Bonaparte. en 1799, no tiene necesidad de propa­
gandistas numerosos para hacer recaer sobre sí el fervor popular:
su presencia tranquilizadora y gloriosa, tras un largo periodo de
dificultades v sufrimientos, responde demasiado bien a las espe­
ranzas difusas como para que sean necesarios aparatos de condi­
cionamiento ideológico. Al final, como pasa en el movimiento es­
pontáneo de la rebelión, la identidad de las interpretaciones emerge
del “ pueblo” , es decir de la situación en la que la colectividad ae
encuentra empeñada, y cada quien se hace creador de la ideología
común, de la que el poder se va a constituir en depositario.

105
t

En razón de la concordancia de los anhelos, la difusión se


realiza, entonces, sin aparato especializado, a través de los canales
no políticos de la inculcación cultural. Las iglesias, las escuelas,
las organizaciones de recreo, no importa qué clase de lugar de
reunión, se convierten en los centros de expresión y repetición
de significaciones colectivas. El sacerdote, el alcalde del condado,
se erigen por un momento en los portavoces del sentido político,
sin que esta prédica modifique su rol dentro de la comunidad.
La actividad privilegiada en ese momento, es menos la práctica ,
institucionalizada que la reunión como fin en sí, puesto que se ,
trata, no de defender un mensaje, sino de vivirlo, testimoniarlo,
compartirlo en una fiesta espontánea del sentido. Se trata de re­
petir en común la verdad dichosa y multiplicar por este medio los
signos visibles, de inscribir la buena nueva sobre todas las cosas [
de la ciudad, de multiplicar, ayer las banderas, las estatuas o j
los árboles alegóricos, hoy las fotografías o las insignias. Las cosas
se bautizan de nuevo, las calles y los monumentos, con esponta­
neidad, el decorado de la ciudad se transforma para inscribir en
ella, inagotable, la palabra salvadora.
Pero ¿se trata ciertamente de una ideología? Si uno decide
reservar este término a las elaboraciones intelectuales complejas,
deberá dudar en reconocer a los mensajes que son difundidos en
estos casos, todos los caracteres de la ideología política. Tal si­
tuación conjuga, en efecto, en la más fuerte unanimidad, una gran
simplicidad de contenidos: los llamamientos revisten fácilmente
la modalidad esquemática de slogans; las voces de mando estereo- *
tipadas, las dicotomías más simples, se utilizan voluntariamente.
La magnificación del héroe no recurre a una elaboración refinada:
los más pomposos y tradicionales de los estereotipos (grande,
salvador, heroico) bastan para designar lo principal. E l héroe,
sin más elaboración, es identificado con el bien, la verdad, la
perfección. Es que, en este lenguaje particular, los análisis impor­
tan menos que las emociones, las legitimaciones menos que los
testimonios de lealtad. Los valores y las expresiones de adhesión
política constituyen lo esencial de los discursos y las construccio- „
nes del intelectual casi no tienen peso en este intercambio entu­
siasta de mensajes simples. El refinamiento intelectual, en tanto
que impone la calma para la reflexión y conlleva la posibilidad de
la crítica, casi no conviene a esta unanimidad vivida, que no
puede realizarse sino mediante la exclusión de la ambigüedad y
las diferencias. Unicamente por la simplicidad de las fórmulas,
por la repetición de las imágenes y por la potencia afectiva de
las aclamaciones, es como se puede mantener la unanimidad y ex­
tenderla hacia todas las capas sociales.
Es en este entusiasmo colectivo donde se pueden reunir los
elementos para erigir los nuevos mitos y, eventualmente, las con­
diciones de un nuevo culto. En esta exaltación, en que el jefe es
menos honrado en sus particularidades que aprehendido como sím-

106

-. •* » ^ * B
bolo prestigioso del propio grupo, la fiesta del testimonio exalta
la vida colectiva y la gloria de cada quien, convirtiéndose en fin
de sí misma, como modo de intensificación de tal vida en común.4
En el discurso fervoroso en pro del héroe, en el culto espontáneo
a su personalidad, el grupo confirma su gloria y la intensidad de
sus relaciones internas: inventa una nueva forma de lo sagrado
por medio de la cual se reconforta; erige los héroes, los santos que
ilustran su propia gloria.
Es en este campo de ortodoxia marcadamente espontánea, don­
de las gratificaciones simbólicas son más acentuadas. En tanto
miembro de un grupo y reconocido como tal, el sujeto particular
se ve investido de inmediato con los valores que el grupo le ad­
judica: la gloria común lo designa como dotado, gracias a su
simple identidad, de esa misma grandeza. Esta unanimidad del
sentido lo sitúa, por otro lado, en un universo sin amenazas ni
diferencias, con tal que, como única condición, se conforme a los
gestos fáciles de la adhesión. Y en tanto que la participación en
el movimiento de rebelión exigía el despliegue de una agresividad
intensa y suscitaba, eventualmente, conflictos internos unidos a
sentimientos de culpa, la presencia dentro de la ortodoxia com­
partida aligera todo sentimiento de falta y no incita sino a la
participación en los valores de confianza, comunión y amor. Estos
valores no son inalcanzables ni se predican en un lenguaje oscuro:
se viven de manera inmediata en los gestos de la colectividad y
son simbolizados en los signos próximos. La libido individual no
se ejerce sobre potencias lejanas, sino sobre los flujos que están
más presentes y manifiestos en la festividad común.
Las gratificaciones de la ortodoxia apoyada se experimentan,
en particular, en el modo de participación en el poder social. E l
sujeto se inscribe en una relación de participación activa dentro
de la vida colectiva, incitado a experimentar su relación con lo
social según la modalidad d e la identificación fusional: el grupo
protege al individuo y, cargándose de todos los valores positivos,
reviste los caracteres fantasmáticos de una potencia absoluta y
tutelar. La sensación exaltante de identificación con el grupo se
adecúa a la proyección de los fantasmas paternales. A la manera
de la madre, el poder colectivo asume la forma ambigua de la
protección y el amor exigente; a la manera del padre, el poder
del líder se interioriza en la modalidad idealizada de la identifi­
cación con éste. En ambos casos, cualquiera sea la intricación
original de estos modelos, el sujeto se ve movilizado en los dife­
rentes niveles de su personalidad. La potencia emocional del
campo ideológico permite la reactivación de procesos primarios,
la emoción del retorno a la protección infantil, el control de la
angustia mediante las sensaciones de particíoación, la proyección
del sadismo sobre los chivos expiatorios, el renacimiento de los
lazos homosexuales. La exaltación de las reglas normativas satis­
face, simultáneamente, las exigencias del super-ego y logra así
resolver el conflicto entre éste y el ello. T a l conciliación de las

107
pulsiones y las instancias reviste un carácter de elevada coheren­
cia, que proporciona al ego los medios .de su adaptación práctica
al mundo social y refuerza sus instrumentos de defensa. Así, el
modo de participación excepcionalmente intensa que se logra en
este campo entusiasta, es experimentado de manera bastante pla­
centera, llevando al extremo el júbilo individual que puede conse­
guirse a través de la ideología, disfrute complejo, formado a la vez
de exaltación narcisista, idealización de uno mismo y libre proyec­
ción de la libido y su carácter anal. Cuando los jóvenes guardias
rojos colocan sobre sus vestimentas la efigie del gran líder y
cuando se complacen en intercambiarlas entre sí, a la vez que vi­
ven la sensación gloriosa de identificarse con el jefe supremo, se
presentan ante los demás y ante sí mismos como la encarnación
de los ideales trascendentes y su conducta se ubica dentro de las
proyecciones libidinales no amenazadoras. Cuando porto la insig­
nia del ideal ¿no soy a la vez yo mismo y la encarnación viva de
ese ideal absoluto?
Este entusiasmo dentro de la conformidad no es sino el más
visible de los aspectos en esta modalidad de la ideología vivida.
Desde el punto de vista de sus consecuencias prácticas, tal adhe­
sión colectiva toma con mucho la forma de una ortodoxia que con­
lleva consecuencias importantes. Se trata, ciertamente, de una
ortodoxia en cuanto controla los comportamientos, por muy admi­
tidos que estén por la población, dado que tal admisión no puede
ser absoluta. Toda conducta opuesta a las adhesiones declaradas
va a hacerse sospechosa de inmediato para todos, amenazadora
para la euforia unánime y, por ende, será reprimida con deci­
sión: la mínima desviación va a ser interpretada como una agresión
a los valores del grupo y experimentada como intolerable. La re­
presión será tanto más eficaz, en la medida en que pueda ejercerse
sin aparato particular y renovarse al nivel de los grupos primarios.
Es entonces dentro de esta situación cuando puede llevarse a
cabo la movilización más poderosa de los individuos y las fuerzas
sociales por medio de la ideología política. En efecto, se da un
acrecentamiento de las energías, que se liberan en el marco de
una disciplina capaz de asegurar su eficacia. El máximo de cohe­
rencia, el máximo de aceptación de los objetivos se cumple v, por
ende, la canalización controlada de las energías liberadas. Los
efectos de todo esto se pueden observar en las guerras de libera­
ción y las guerras populares, en que la claridad de los objetivos,
la aceptación general de los propósitos colectivos, provoca no un
entusiasmo meramente verbal, sino una disciplina perfecta, la re­
presión multiforme de las vacilaciones, una multiplicación de las
iniciativas, la creación de imágenes heroicas y de comportamientos
que se conforman a estas últimas. El establecimiento del campo
ortodóxico y ortopráctico puede, en tales situaciones, suplir con
creces la falta de medios materiales de combate. Y así mismo, la
aplicación de este fervor a las tareas materiales podrá determinar
una fuerza de producción de una eficacia excepcional, mediante la

108
cual las tareas se efectuarán con diligencia, el número de las horas
de trabajo aumentará, las órdenes no serán discutidas y los obje­
tivos elegidos serán apoyados por todos.
Este incremento del nivel de la energía individual y su inver­
sión en los objetivos comunes, son aspectos constantes en la
dinámica de este campo. Se trata de una canalización de las ener­
gías en un sentido único, pero también, a la vez, de un acrecen­
tamiento de la energía individual invertida en el grupo, en detri­
mento de las inversiones en los intereses privados. La importancia
acordada a la “ pureza" de las costumbres (en el jacobinismo), al
combate contra el egoísmo (en el maoísmo), a la grandeza del
héroe desinteresado, tiene lugar en esta suma de las energías indi­
viduales a las prácticas de la colectividad: con mayor claridad
aún, la condena del placer sexual, en tanto que exterior al control
social, indica no sólo la ambición totalitaria del campo, sino la
presión que éste ejerce para atraer hacia sí todas las inversiones
incontroladas de los individuos y la captación que aspira a lograr
de todas las energías.
La distinción entre las organizaciones alejadas de la ideología
política (empresas de producción) y las instituciones reguladas por
las creencias, desaparece en estas situaciones, al recibir todas las
prácticas sociales un sentido unitario y coherente. Las humildes ta­
reas de ejecución pueden ser relevadas y tenidas coom idénticas
a las de decisión. Todos los comportamientos, dentro de las or­
ganizaciones o las instituciones, estarán animados de una signifi­
cación similar. El funcionamiento de las instituciones perderá,
tanto como sea posible, su carácter técnico, para revestir otro
ideal. Las jerarquías y las desigualdades serán aprobadas en nom­
bre de la convergencia de los ideales. El funcionamiento político
y la toma de decisiones estarán unidos y, simultáneamente, ase­
gurados por la ideología. Hasta la promoción de las personas en
la escala de las jerarquías va a efectuarse conforme a criterios
ideológicos, consiguiendo los más conformes y activistas, sobre­
pasar a los más tibios.
Llegamos aquí al momento en que el poder político constituye,
en la medida de lo posible, un poder por medio de las significacio­
nes, toda vez que ha acumulado el máximo de consentimiento y,
por ende, de poderío. En efecto, el poder reconocido como legítimo
no lo es ahora a título de una simple delegación eleccionaria y
menos aún en nombre de la división social del trabajo, sino que
se le identifica como la palabra de la verdad, la realización de los
objetivos justos, el símbolo viviente de la voluntad común. E l po­
der establecido detenta así el máximo de influencia simbólica, el
máximo de posibilidades para intervenir por medio del manejo de
las significaciones: por ejemplo, la condena ciue realiza de una
tendencia calificada como sectaria (la facción, la fracción, el anti­
partido) da lugar a la modificación inmediata de la posición social
de esta última.
El poder detenta el máximo de fuerza no sólo porque no en-

100
cuentra oposición, sino sobre todo porque consigue elevar excep­
cionalmente el nivel de la energía social. Estas dos circunstancias
ponen a su alcance medios muy particulares, sin que encuentre,
finalmente, ningún obstáculo a su ejercicio. La energía social, mul­
tiplicada, se invierte por entero en él, procurándole medios excep­
cionales de acción sobre los miembros de la sociedad o sobre los
enemigos del exterior. El alcance de estas posibilidades no puede
conservarse más que durante el tiempo que se mantiene esta co­
herencia ortodoxal y la identificación de los valores colectivos con
su encarnación en el poder. La ruptura de esta última acarrearía
a la vez la disminución de la autoridad y la desmovilización de
las energías.
El carácter inestable de este campo ideológico no podrá, pues,
sorprender. Recordemos tan sólo que tal campo privilegia la iden­
tidad de los miembros del grupo, al identificar a todos éstos con
los jefes políticos. Por mucho que esta identificación pueda ser
vivida, por ejemplo, en una guerra, a partir del instante en que
disminuye la movilización, las desigualdades ocultas, la distribu­
ción inequitativa de los bienes materiales, culturales o políticos,
no dejarán de presentarse, amenazando la verosimilitud de la orto­
doxia. Por otro lado, el propio fervor de las adhesiones pone en
peligro la coherencia del campo, ya sea porque la amenace la riva­
lidad en las promesas ideológicas (la Revolución Cultural china),
ya porque el propio poder sea sobrepasado por los mensajes a los
que dice adherir (la sublevación de Cronstadt), ya porque surjan
violencias destructoras de la unanimidad (el Terror en 1793).
El retomo a una situación menos ferviente y la mengua de las
pasiones, conducen a la situación más común que proponemos
llamar “ ortodoxia consentida” .

II. L A O R T O D O X IA “ C O N S E N T ID A ”

Diferenciamos este campo ideológico atendiendo, sobre todo,


al tipo de adhesión que se concede a los mensajes: mientras que
la ortodoxia precedente recibe el apoyo creador de una clase o de
una nación y se constituye a partir de un conflicto o una victoria,
entenderemos por ortodoxia consentida las situaciones históricas
más duraderas, en que el sistema ideológico está ampliamente ins­
titucionalizado, rutinizado, en que los mensajes son admitidos,
considerados como evidentes por una amplia mayoría de la pobla­
ción involucrada, sin que provoquen ni los desencadenamientos
del fervor ni los furores de la impugnación. A los líderes carismá-
ticos que polarizaban las pasiones, van a suceder aquí funciones
políticas despersonalizadas, que la ideología considera como respe­
tables. Si la Rusia soviética de 1917-1920 podía ofrecemos el
ejemplo de una ortodoxia apoyada, la de N . Khrouschtchev podría
ilustrar lo que entendemos por campo ortodoxal consentido. La
China de los años 1950-1957 estaría en la misma situación, de

110
acuerdo con las denuncias formuladas por M ao Tse Tung al co­
mienzo de la Revolución cultural. Pero los partidos políticos
occidentales, estructurados con firmeza, al afirmarse como los
detentadores de la interpretación y de las soluciones justas, nos
proporcionan otros tantos ejemplos del mismo modelo. En efecto,
cualquiera que sea la rutina de la producción, encontramos en
ellos los rasgos esenciales de una ortodoxia, la unidad en los men­
sajes y la prohibición de los discursos de impugnación, la homo­
geneidad de un sistema simbólico aceptado.
Este modelo no es de ningún modo el calco insípido de la
ortodoxia descrita con anterioridad. El debilitamiento del apoyo
y los peligros que provoca, para las fuerzas dominantes, la sus­
pensión de la fidelidad a1 régimen, el renacimiento de las divisio­
nes y conflictos, provocan la instauración de aparatos de difusión
e inculcación, tendientes a reactivar las adhesiones y los someti­
mientos de manera permanente, la prosecución de un esfuerzo
institucional intenso para evitar el hundimiento del sistema sim­
bólico. De manera que esta situación, en apariencia normal, en la
que se señalan los riesgos de despolitización y “ desideologización”
es, simultáneamente, aquélla en que surge en toda su intensidad
conflictual un trabajo de producción, inculcación y socialización
de la ideología.
La instauración de nuevos aparatos ideológicos, de ministerios
de la Propaganda y de la Cultura en los regímenes políticos uni­
tarios (El A git-Prop de la Rusia posterior a 1917) ilustra con
claridad este tránsito desde el campo apoyado espontáneamente
hasta la organización consciente de un sistema institucional de
inculcación y control, encargado de la difusión y la reproducción
de los mensajes pertinentes. Esta instauración, históricamente
circunscrita, no hace sino ejemplificar el fenómeno, mucho más
general, del derecho de producir la ideología oficial y del deber
de imponerla que se le otorga a las instituciones. T a l trabajo de
reproducción se confia, en un Estado ideológicamente unitario, a
las instituciones especializadas, a la vez que se delega a las gran­
des instituciones formativas (la escuela, el ejército, la fam ilia).
Conservando sus funciones específicas, estas últimas se convierten,
a la vez, en aparatos ideológicos del Estado, de acuerdo con un
modelo social similar al de la práctica de las religiones institucio­
nalizadas con firmeza.5 Ta l como la Iglesia cristiana o el Islam
tenían sus sacerdotes y sus fieles, sus centros de inculcación y
represión, la institucionalización ideológica crea un cuerpo insti­
tucionalizado de funcionarios encargados de la reproducción y del
control de los mensajes, instala procedimientos de inculcación y
prevé otros de sanción. Socialmente, este último campo “ norma­
lizado” se opone totalmente al aue llamamos apoyado, en el cual
las adhesiones se dirigían espontáneamente hacia ios detentadores
simbólicos del poder social. Y se aleja aún más del dinamismo de
la rebelión, en que no intervenía ninguna institución reguladora
ni obligatoria. La oposición entre estos tres tipos ideales está se-

111
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órganos y los aparatos del campo instituido, el ideólogo ocupa un
lugar preciso, un status reconocido, poro está sujeto también a
una serie de normas rigurosas cuya ejecución garantiza la conser­
vación de sus privilegios sociales.
Es que la institucionalización del campo ideológico señala el
desplazamiento radical de las relaciones con el poder: mientras
que el movimiento de rebelión se constituye contra el poder esta­
blecido y en el campo apoyado la fuerza social viene a consolidar
este poder, en el campo consentido (o, eventualmente, “ tolerado” ),
el poder político se apodera, sin ambigüedad, de los medios insti­
tucionalizados del influjo ideológico. En esta situación unitaria las
autoridades políticas son también las autoridades ideológicas y van
a asegurarse en forma permanente de la conformidad de los men­
sajes a su poder y a sus objetivos propuestos a la población. La
ideología no será ya, entonces, el lugar simbólico del enfrenta­
miento de las clases sociales, sino, por el contrario, el gran ins­
trumento de cohesión de las voluntades bajo la autoridad de los
poderes en turno. Así, una burocracia política instaurará otra
burocracia ideológica, encargada de producir los discursos perti­
nentes e inventar incesantemente los medios para renovar el apoyo
popular contra las amenazas de división permanentes. Los men­
sajes difundidos, estando vinculados en forma directa con los
gobernantes, trasmiten a la vez sin ambigüedad los llamamientos
del poder, las exhortaciones, las órdenes y las amenazas latentes.
Señalan así las reglas prácticas de los actos, el código al que con­
viene adaptarse, bajo pena de castigo. Por el hecho de que estos
mensajes se aceptan e interiorizan bajo la forma de evidencias
palpables y todo discurso crítico desaparece, la ideología se mezcla
con el código general de la acción común, se confunde con el sobre­
código político, con el sistema de signos e imperativos que guía
de cerca y de lejos los comportamientos sociales.
T al reversión implica una profunda transformación en el con­
tenido de los mensajes: a la profusión de la invención y la audacia
del movimiento rebelde, esta ortodoxia hace suceder una unidad
repetitiva. El poder, en efecto, debe contener la discusión, no to­
lerándola más que en aspectos menores. E l acento será puesto
sobre los grandes principios, convertidos en grandes evidencias (la
nación, las conquistas de la revolución), sobre la excelencia in­
discutible de los fines supraordenados (la industrialización, el
mejoramiento del nivel de vida), sobre la superioridad absoluta

112
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miliii» A inútil di' i iili.nrnii vmt n proilticirMii, til mismo tiempo,
n-nílli|ili« lipnH lll- iliM'tiiMd lim eloviiilnnmnl.e subios, que «ti doiUi-
tilín n i IiiiiiiiiiI i ni lu |ii’i fi'i-|n tiníiUiil y ln racionalidad do los mcn-
unto*. lu* i Ih i'ivt'tiiiHpiuiMiiH, para conciliar los principios generales
con Iiin iinp(*ra|iv<>H del momento, y simples slogans llamados a
renoval' la presencia de los partidarios. Un desplazamiento, cual­
quiera que sea su nivel de sofisticación, va a producirse en el
contenido de los ideales propuestos: el trabajo de legitimación,
que en el movimiento rebelde apuntaba sobre un modelo social
lejano, se desplaza a partir de este momento desde las significa­
ciones hasta sus depositarios políticos. De la misma manera, el
jefe prestigioso, portador de la razón pero detentor sin ambigüe­
dades de la autoridad, reemplaza al héroe carismático que provo­
caba el entusiasmo confraternal.
Entre las numerosas consecuencias de la instauración de un
poder ortodoxo y no cuestionado, hay que enfatizar sobre todo las
que se refieren al modo en que se ejerce el poder político, pues es
por entero en este nivel donde se sitúan los efectos esenciales del
monopolio ideológico. En este campo social, el poder central acumu­
la al mismo tiempo la autoridad política y la simbólica, reforzán­
dose por medio de la conjunción de estos dos modos de influencia.
T al centralización hace posible una intervención en todos los niveles
de la actividad social, particularmente en el de las producciones
culturales más peligrosas para las autoridades en turno. Detentador
de la palabra de la verdad, el poder puede imponer sus directrices
a los productores intelectuales, incluidos los científicos, desviando
de esta manera el peligro considerable que para un campo unifi­
cado constituyen los intelectuales. Se instituye así en estas áreas
una oscilación permanente entre las etapas de un liberalismo re­
lativo y otras de mayor “ vigilancia ideológica” , no sólo porque los
creadores amenazan constantemente con asumir libertades en rela­
ción a la ortodoxia, sino también porque su docilidad no garantiza
por completo su Perfecta conformidad. N o obstante, el poder puede
pasar por alto la exigencia de manifestaciones constantes de
apoyo: basta con que no se cuestione el principio de la lealtad,
que la conformidad absoluta sea afirmada, para que se le deje a
las iniciativas algún margen. Se exigirá, así, una perfecta confor­
midad de las producciones culturales, pero, con respecto a las em­
presas sociales o económicas, se contentará con una lealtad de
principios.
La detentación del monopolio ideológico implica, de manera
permanente, un efecto de prohibición sobre toda expresión dife­
rencial, susceptible de debilitar el consenso o la apariencia del
mismo. Este efecto negativo es tanto más importante cuanto, en
tal sistema, la impugnación abierta quebrantaría no sólo la unifor-

113
midad, sino las modalidades de adhesión y sumisión. La impugna­
ción conlleva el peligro de develar las diferencias y desigualdades
que la ortodoxia procura precisamente ocultar; al difundirse, podría
hacer renacer la lucha de clases, que alteraría los intereses esta­
blecidos. El efecto de inhibición atenta así mismo contra todas las
minorías oprimidas, a las que es necesario acallar tanto más cuan­
tas más sean las razones que posean para rebelarse. El monopolio
de la interpretación despoja del derecho a la palabra a los múl­
tiples grupos que mantienen la tentación permanente de expresar
su descontento y proponer para sus problemas soluciones diferen­
tes. L a ortodoxia, en este trabajo de consolidación, debe monopo­
lizar una forma de persuasión particular, ligada a su coherencia:
comunicar a todos (en primer término a los niños) un programa
claro, con imágenes legibles e imponentes, que abarquen el pasado,
el presente y el porvenir, así como la sabiduría absoluta de los
gobernantes. Se invita al individuo a identificarse con el grupo,
empero, como compensación a la sumisión, le será otorgada la
seguridad, dado que las conductas conformes no dejarán de mere­
cer la aprobación. Además, en razón de la confusión que se esta­
blece entre el discurso oficial y el grupo en su conjunto, se da a
entender que toda insubordinación verbal significaría la insurrec­
ción contra el grupo protector: toda crítica podría interpretarse
como una traición. El individuo se encuentra colocado en esa
situación psicológica del “ doble vínculo” ,6 que impulsa firmemente
hacia la docilidad.
Paradójicamente, esta ortodoxia puede conducir a cierto fin
de la ideología, no en cuanto a que ésta deje de ser reverenciable,
sino en cuanto a que pierda su especificidad y su papel. La apro­
piación, por parte de los gobernantes y un cuerpo especializado, de
la producción ideológica, despoja a los grupos particulares del
derecho a la expresión y los acorrala poco a poco en la pasividad
de la recepción: la ideología se convierte en asunto del gobierno,
los grupos primarios no reciben sino sus consecuencias prácticas
(el sobrecódigo y las modificaciones) y tienden a desinteresarse
por los contenidos. Por otro lado, la ideología decae en el sentido
de que la lealtad política no recae ya sobre los ideales transmi­
tidos sino, concretamente, sobre las autoridades en turno y, final­
mente, sobre las reglas y los controles cuyo código expresivo no
es ya sino un signo artificial. Los ideales se convierten en signos
y la fidelidad a estos últimos no expresa más que el respeto a la
solidaridad colectiva. Para terminar, la ideología muere en cuanto
el poder central, al acaparar todos los medios de manipulación
de los bienes simbólicos, está en capacidad de plantear los pro­
blemas que afronta conforme las formas empíricas que estos últi­
mos van presentando, sin ninguna referencia a los contenidos de
la ideología. El poder, reforzado por el aporte de la logocracia,
puede, desde ese instante, manipular las aseveraciones de acuerdo
con las necesidades del momento e impulsar una política tanto más
“ realista” cuanto que se asegura de movilizar los aparatos de

114
persuasión para afirmar que las decisiones tomadas eran conformes
con los objetivos finales de la colectividad.

III. LA O R T O D O X IA “ T E R R O R IS T A ”

Es necesario adjudicar un tipo ideal específico, dentro de esta


tipología, al campo terrorista, por dos razones importantes. En
principio, la situación de violencia práctica y simbólica que va a
llevar a cabo el terrorismo no puede confundirse con la simple
situación común de la ortodoxia tolerada, ni siquiera con las situa­
ciones de imposición. En efecto, el trabajo de inculcación es una
forma constante del trabajo ideológico y, dentro del campo del
consentimiento, tiene lugar una tarea de imposición permanente,
como la que se lleva a cabo sobre los niños. El consentimiento
varía de acuerdo con las clases sociales y la ortodoxia dominante
realiza un trabajo permanente de educación, de condicionamiento,
que se dirige, en particular, a las clases dominadas, cuya lealtad
política no se adquiere jamás en definitiva. Pero esta relación
común de imposición no basta de ningún modo para caracterizar
la situación de terror ideológico, que no aspira sólo a obtener la
conformidad, sino ejerce sobre los dominados una violencia sin
límites. En segundo lugar, conviene consagrar un tipo específico a
la situación terrorista porque el terror intelectual es ciertamente
un fenómeno particular, no reductible a la violencia social ligada
a los conflictos de intereses y, por ende, susceptible de esclarecer
el propio fenómeno ideológico. Para que el terrorismo ideológico
sea posible, hace falta que las relaciones atinentes a la ideología
conlleven alguna potencialidad al ejercicio de la violencia y al
tránsito de la violencia simbólica a la física. Por ello, el terror
ideológico no se produce sin aportar algún esclarecimiento sobre
el problema de la ideología en su conjunto.
Llamamos aquí terrorista a todo acto de violencia física que
tenga como cometido intimidar y como causa motivaciones ideo­
lógicas. La violencia no está justificada o legitimada exactamente
por las significaciones ideológicas, sino al servicio del proyecto, al
imponer la ideología, en su movimiento de realización, el recurso
a no importa cuál medio. El fin, el sentido, impone el recurso a
diferentes procedimientos y, en la medida en que el discurso ideo­
lógico es vivido como discurso de la verdad, la violencia no es
sino el medio de afirmar la verdad política. En las situaciones
que evocamos aquí, que se refieren menos a prácticas parciales
que a sistemas sociales organizados de la ortodoxia terrorista a
la manera del hitlerismo o el stalmismo, es notorio que una defi­
nición instrumental de Ja ideología se vuelve caduca y que el sis­
tema político, pretendidamente racional, se vuelve contra sus
propios defensores. El terror ideológico-político no es ya un medio
utilizado lúcidamente por un grupo dominante para mantener su
superioridad amenazada; escapa incluso a la lógica de la domina-

115
ción para destruir a sus propios partidarios. Todo sucede como si
la ideología terrorista hiciera surgir una lógica de autodestrucción
que los actores se vuelven incapaces de controlar.
Ahora bien, las anotaciones que anteceden acerca de las orto­
doxias apoyada y consentida, pueden permitirnos denotar en qué
constituye d terror ideológico una situación particular y en qué,
no obstante, impulsa al extremo las tendencias inherentes a la
ideología.
La relación entre los creadores y los receptores de sentido, in­
vierte las que son propias del movimiento de rebelión: no son ya
los dominados los que inventan su lenguaje, sino el o los líderes
quienes se convierten en los depositarios únicos del lenguaje verda­
dero, que imponen a los receptores. Este movimiento lleva al ex­
tremo la desposesión realizada en la ortodoxia, que ha llevado a
confiar a las autoridades el derecho exclusivo de definición de la
verdad. De la misma manera, la lucha por la apropiación exclusiva
de tal derecho se logra mediante la eliminación de los rivales y la
ipstauración de una dictadura ideológica personal. A l mismo tiem­
po, como ya lo hemos visto, las luchas entre los aspirantes al
poder personal conducen al riesgo de favorecer a los más violentos,
los menos accesibles a la concesión, los más próximos a la paranoia,
sublimada en la lógica de la ideología. Entre los que ambicionan
a dirigir la N S D A P entre 1920 y 1930, el más creador no es
Hitler, pero sí el más convencido y el más resuelto a subordinar
los medios a la realización de los objetivos.
En oposición al movimiento rebelde que, en su dinámica pro­
funda, no tiene necesidad de apoyos institucionales, los aparatos
de propaganda aportan, en este campo terroiista, los órganos esen­
ciales de inculcación. Pero el sistema terrorista puede retomar to­
das las instituciones erigidas por las ortodoxias y que, en cierta
forma, están ya construidas, para difundir los mensajes de confor­
midad. Hitler conquista el derecho a la exclusividad de la pro­
ducción en un partido que se define como el detentador de la
verdad única. Somete a las instituciones ideológicas (el ejército,
las escuelas, las organizaciones deportivas, las Iglesias) y las man­
tiene dentro de sus funciones especificas, utilizando sus canales
de influencia para trasmitir la ideología impuesta.
El lenguaje de esta ideología puede ser el más carente de in­
formaciones y argumentaciones, ya que en efecto no se trata de
convencer por medio del razonamiento, sino sólo de mantener la
obediencia. La violencia de las afirmaciones y la intensidad de las
emociones reemplazan al desarrollo de los argumentos. El testi­
monio, la tautología, el término en sí mismo inefable (la nación,
la pureza de raza) bastan para constituir los mensajes y legitimar
las decisiones. Por otro lado, esta ideología de Estado, si bien
antípoda del movimiento rebelde, puede reconstituir formas de
pensamiento mítico y extraer de esta confusión un elemento de
persuasión. Pero, en tanto que la rebelión proyectaba imágenes
dinámicas, aptas para suscitar y exaltar la tarea de la destrucción,

116
el discurso, en este caso, erige mitos de mero enunciado (el sol, la
nación, el jefe omnisciente), propicios a la sumisión.
Este lenguaje lleva al extremo la oposición entre los valores y
los no-valores, entre los grupos legítimos y los ilegítimos. Utiliza,
para invalidar, asociaciones y amalgamas de las más arbitrarias.
En efecto, no se trata ya de explicar, sino tan sólo de señalar a
los enemigos, de ahondar la distancia entre los cómplices de la
represión y sus víctimas. El enemigo deja de existir en tanto que
grupo humano, vivo y sufriente, para volverse un fantasma nega­
tivo, una cosa, un objeto para la destrucción.7 El discurso repudia
todo análisis que concierna a la dinámica del conflicto, para re­
emplazarlo por una modalidad de afirmaciones compulsivas, ten­
dientes a reificar al enemigo. N o obstante, este pensamiento te­
rrorista, adaptado al ejercicio de la violencia, no hace sino llevar
a su término el trabajo de invalidación del contrario que realiza
toda ideología: la práctica terrorista puede retomar algunas fórmu­
las de ideologías más moderadas y dar la idea de que se conforma
a las mismas.
Las consecuencias del terrorismo ideológico son lo suficiente­
mente previsibles para que los hombres de la política lo hayan
utilizado con todo conocimiento de causa. Antes de la toma del
poder, Hitler escribía lúcidamente que la eliminación de todo pen­
samiento crítico y la reiteración de algunos mensajes simples y
movilizadores tendrían como efecto acrecentar la disciplina y llevar
al colmo la devoción de los dominados para sus jefes.8 Esta última
es, efectivamente, movihzable, pues esta ideología ofrece mucho
más que una identificación con la ley: la exaltante identificación
en la sumisión a una fuerza dispuesta a afrontar la violencia. El
llamado hace de cada quien un ser más allá de sí mismo, arran­
cado a la mediocridad de lo cotidiano, que rebasa, mediante la
complicidad con el déspota, el miedo inculcado. El miembro del
grupo legitimado es apelado de una manera oscura a identificarse
con el agente de la violencia y cuando la persecución se cierne
sobre el sujeto fanatizado, la frontera entre la identificación con
el héroe y la interiorización del perseguidor se confunde.
La reducción que impone el terror acrecienta al extremo la in­
dependencia del poder político con relación a las demandas y el
apoyo de ]a población. El poder central, en esta situación, posee
toda la posibilidad de tomar decisiones y escoger sus objetivos, ya
que está seguro de poder empujar la opinión al apoyo de sus deci­
siones. A partir de entonces, la separación entre las apariencias
y la realidad se vuelve considerable, ya que las primeras muestran
que el poder está apoyado por un gran entusiasmo popular, mien­
tras que en la realidad la población ignora aquéllo que apoya y
desconoce que el consenso no es sino el producto de un sistema de
control. Es esta, pues, la situación en que puede desarrollarse lo
que debe ser llamada la criminalidad gubernamental, es decir la
práctica de destrucción y asesinato organizado por el poder central
contra las poblaciones vencidas en el transcurso de una guerra, o

117
las minorías víctimas del terror (judíos en la Alemania nazi;
kulaks, “ nocivos” , trotskistas en la Rusia stalinista).
La ideología terrorista lleva hasta un nivel inanalizable para
los cánones del pensamiento racionalista, la pérdida del sentido
de la realidad para la colectividad. Estando el poder de interpretar
y de persuadir sujeto con exclusividad a un poder político sin
control, la ideología viene a reconstruir una subrealidad por com­
pleto carente de lógica, al servicio exclusivo del poder central. Los
procesos de Moscú, de 1935 a 1939, en que los jueces podían impu­
tar a los inocentes crímenes completamente imaginarios, en que las
propias víctimas participan a menudo en la lógica fantasmática
del discurso, ilustran al extremo, de manera palpable, hasta qué
grado puede llevarse la práctica colectiva demencial en una ortodo­
xia de terror. Hay una verdadera muerte de la ideología en el senti­
do de que los valores proclamados, los discursos de legitimación,
no tienen ya ninguna articulación real con las prácticas sociales.
Pero si se da esta muerte de las significaciones originales, la
lógica de la ideología queda presente en la práctica del terror.
Sería erróneo pensar que el terror político no encuentra más ex­
plicación que en términos de organización policiaca y de poder
arbitrario. La ideología desempeña en él su papel, a la vez que
su manejo posibilita la criminalidad de los gobernantes.
La ideología toma parte en la realización del terrorismo, cuya
justificación esboza simbólicamente. En sí misma, la ideología
política contiene elementos mortíferos, gracias a la oposición que
opera entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo justo y lo injusto. La
ilegitimidad es con mucho aquéllo que conviene controlar, com­
batir y excluir. La ideología terrorista impulsa hasta el extremo
esta dimensión y señala con la ilegitimidad lo que hay que destruir,
extrayendo todas las consecuencias de la violencia simbólica. A
partir de entonces, la política terrorista duplica la lógica mortífera
de la ideología: lo ilegítimo no es ya sólo lo inferior que hay que
controlar, sino el mal que hay que destruir para que advenga la
sociedad legítima. Esta destrucción del mal simboliza, a un mismo
tiempo, la legitimidad del poder, que utiliza todos los medios para
asegurar la realización de las pretensiones ideales.
Para el mantenimiento de esta situación es indispensable el
control ideológico de los aparatos y, particularmente, de los órga­
nos de ejecución, que no pueden cumplir su tarea sino conser­
vando los secretos de tal control. Una situación de terror auto-
mantenida se constituye de esta manera: la prosecución de la
criminalidad suscita resistencias potenciales indefinidas, que im­
ponen el recurso a un acrecentamiento de la vigilancia ideológica
y multiplican la complicidad interesada en el mantenimiento del
aprisionamiento discursivo.
La destrucción de esta lógica mortífera puede no provenir sino
del exterior: la derrota militar (la caída del nazismo en 1945)
o la muerte del personaje central (el fallecimiento de Stalin
en 1953).

118
m h m m m

C A P IT U L O V L E L P L U R A L IS M O ID E O L O G IC O

Tras el hundimiento de los regímenes autocráticos en los siglos


X V I I I y X I X , las sociedades occidentales presentan (no sin inte­
rrupciones) esa extrema particularidad de ofrecer a los conflictos
ideológicos un escenario permanente, jurídicamente protegido. T a ­
les regímenes comportan, como una de las condiciones de su fun­
cionamiento, el enfrentamiento de proyectos divergentes, la expre­
sión continuamente conflictual de las significaciones políticas. En
el régimen de partidos rivales, la crítica a las decisiones del go­
bierno y a la organización de la sociedad, es una actividad perma­
nente, institucionalizada en alto grado. Sin duda, esta “ libertad
de expresión” posee siempre límites, en razón de la ambigüedad de
los significantes. Los partidos mayoritarios acusan a las expre­
siones radicales de transgredir las reglas democráticas y preparar
la violencia. Los partidos minoritarios, con toda razón, señalan
a las potencias económicas y políticas como obstáculos a su au­
diencia. Pero los procesos a que dan lugar se desenvuelven dentro
de la problemática social de la libertad de expresión, ya que los
argumentos para la defensa de los acusados se extraen de los pro­
pios principios del pluralismo.
En las sociedades de desigualdad, tales enfrentamientos sim­
bólicos comportan a la vez sus divisiones de clases y categorías,
sus contrastes económicos, culturales y de poder, sus controles y
modos de represión, como todos los conflictos económicos vincula­
dos al modo de producción capitalista. Tanto las apologías como
las denuncias de estos sistemas sociopolíticos, tienden lo más a
menudo a separar estas dos dimensiones ya sea que se magnifique
a estas democracias calificándolas de liberales (“ el mundo libre” ),
ya que se las condene, tildándolas de capitalistas (“ el mundo ca­
pitalista” ). Ahora bien, es importante llamar la atención precisa­
mente sobre la relación de estas dos dimensiones y las conse­
cuencias de su simultaneidad, ya que el desarrollo de las violencias
simbólicas no termina de participar en las prácticas sociales e,
inversamente, los conflictos socio-económicos no van a cesar de
transponerse y distorsionarse en el escenario de los conflictos de
expresión. Esta combinación crea una situación original, cuyos
rasgos específicos convendría notar.
La originalidad de estas situaciones históricas tiende a esca-

119
pársele a los propios actores, en razón del alejamiento en el tiempo
de los combates por la “ libertad de prensa” y más aún, debido a
la cotidianeidad de las discusiones. El régimen de asambleas y
partidos tiende a banalizar, a ritualizar los enfrentamientos sim­
bólicos. En comparación con los sistemas ortodoxos, donde cada
palabra de oposición es objeto de represión, o cada potencialidad
desviacionista provoca un control preventivo, los regímenes de
libertad de expresión se revelan en su plena originalidad en cuanto
a que la diferencia y la critica no son en ellos sospechosas, sino,
por lo contrario, constituyen una parte integrante del funciona­
miento politico. Los regímenes de bipartidismo o multipartidismo
suponen la existencia de una oposición, a la que las elecciones
han demostrado que era numéricamente más débil. Cualquiera
que sea el grado de “ despolitización” de gran número de ciuda­
danos, estos enfrentamientos ideológicos no constituyen meros
fenómenos ilusorios de una “ democracia formal” , sino una dimen­
sión esencial de estos sistemas políticos.
La cotidianeidad y la legalidad de los enfrentamientos no de­
jan de renovar una verdadera ideología política, que es precisa­
mente la del pluralismo. El desarrollo de los conflictos simbólicos
tiene como supuesto el reconocimiento del derecho a la oposición
y a la diferencia, que no deja de renovarse. Hasta el más crítico
de los partidos exige ser escuchado y se ve él mismo obligado a
aceptar la crítica y la contradicción. De esta manera, la práctica
del pluralismo tiende a mantener una concepción general de la
vida política que acepta como legítima la expresión de las críticas
y las contradicciones: la tolerancia, que constituía un arma ideo­
lógica importante en el combate contra la ortodoxia religiosa, se
erige en norma legitima en estos sistemas y tiende a constituirse,
implícita o explicitamente, en la ideología dominante. Con tal
práctica, las expresiones políticas no van a tener, ni la misma
función ni las mismas consecuencias: es asi como la crítica radical
que, en la ortodoxia, vulnera de golpe toda la organización política
y provoca una represión inmediata, pierde considerablemente su
fuerza en estos sistemas abiertos, donde toda crítica es escuchada
y contrarrestada. Los mismos contenidos de significación (por
ejemplo, los mismos escritos) no tienen ni las mismas consecuen­
cias, ni las mismas funciones, según se propaguen en los medios
de difusión ortodoxos o pluralistas. Los mismos significantes difie­
ren con relación a sus significados en estos diferentes sistemas.
La cuestión que se va a plantear es, entonces si esta institu-
cionalización de las opiniones, al acarrear una banalización de los
conflictos, no provocará una merma de su importancia, una flexi­
bilidad permanente de los principios y de ahi cierto “ fin de las
ideologías” . Es por cierto en el seno de estos sistemas donde se
plantea y debe recibir respuesta semejante pregunta. Notemos, sin
embargo, antes de entrar en detalle con respecto a las dimensiones
de este campo plural, que estos regímenes de enfrentamientos abier­
tos son así mismo aquéllos en que los fenómenos ideológicos se

120

• t t l K ■ I •
caracteres particulares a los significantes políticos. La competencia
entre los partidos y entre los medios de información obliga a todos
los productores a la invención permanente de medios para retener
la atención. Todos procuran combatir la indiferencia, impedir que
el lector escoja otro periódico y, para lograrlo, deben crear inno­
vaciones oportunas. Así también, toda tentativa para introducirse
en el mercado impone el aporte de una novedad, una diferencia
que sea susceptible de crear un nuevo público. En el mercado sim­
bólico, como en el de los bienes materiales, se da la rentabilidad
de la pequeña diferencia y la obligación de inventar. De esta for­
ma, el campo plural está animado por una dinámica opuesta a la
del campo ortodoxo: el éxito no está ligado en este caso a la de­
mostración de la fidelidad sino, por el contrario, a la invención de
desviaciones y audacias calculadas. Toda diferenciación exitosa se
recompensa con la creación de un auditorio.
En la misma forma, la ley de la competencia en el campo de
la persuasión impone a los partidos y a todas las organizaciones
políticas, la ampliación del número de sus publicaciones, tanto
como de los problemas abordados. A todo partido le preocupa
producir el máximo de interpretaciones y demostrar su aptitud
para resolver todos los problemas que puedan plantearse. El sis­
tema plural favorece, de este modo, el incremento cuantitativo de
las informaciones, al esforzarse cada centro político por acrecentar
su auditorio e intervenir en el mayor número posible de fenómenos
colectivos. Obliga también a cada centro a producir diariamente
sus interpretaciones, sus respuestas a los ataques, a combatir en
forma permanente las iniciativas de los competidores. De esta
manera se produce un flujo excepcional de informaciones orien­
tadas, una sobreproducción continua de significantes políticos y
parapolíticos.
Ta l intensidad en la producción demanda la movilización de
todos los instrumentos de la polémica y 'a invención de nuevos
medios de persuasión. El carácter pacifico de todos estos enfrenta­
mientos no dispensa de ningún modo recurrir a las formulacio­
nes más violentas para designar lo que se rechaza. L a extrema
violencia de las resoluciones debe hacer sentir la profundidad de
la indignación y la legitimidad del locutor. Asi mismo, el apremio
de combatir al adversario impulsa a movilizar todos los recursos
de la burla, de la sátira y del humor agresivo. Una de las habili­
dades del orador puede consistir en alternar la indignación y la
burla, la primera para señalar los maleficios del oponente, la última
para poner de manifiesto su incompetencia.
Todos estos medios y procedimientos son particularmente di­
námicos y se dan en relación con la actualidad. La ley de la
competencia acelera el anacronismo de las propuestas. La intensi­
dad de las violencias simbólicas hace que cada argumento pierda
validez rápidamente, agobiado como se encuentra con las sátiras
de los adversarios. Asi mismo, la obligación de responder diaria­
mente a los ataques y de proveer una interpretación de los acon­

123
tecimientos, obliga a renovar los temas en función de la actualidad.
El campo Concurrencia! favorece de esta manera el cambio de las
afirmaciones, o por lo menos la reformulación original de los prin­
cipios y, por ende, una cierta flexibilidad en los marcos interpre­
tativos. En tanto que el campo ortodoxo tiende a volver rígidos
los principios y a ocultar las desviaciones, el plural está animado
de una. dinámica corrosiva en lo que respecta a los principios y
favorece directamente su revisión o su reinvención.
Los contenidos manifiestos tienden, pues, en este régimen a
privilegiar la actualidad, a apegarse a los aspectos concretos de los
problemas, mucho más que a las respuestas dogmáticas. Los locu­
tores están obligados a dar pruebas constantes de su aptitud en
el dominio de los acontecimientos y no pueden refugiarse en la
recitación de su creencia. La irrisión que acecha toda expresión,
la crítica que denuncia la irrealidad, obligan a los locutores a
formular proposiciones concretas y realizables. El pluralismo favo­
rece de este modo una relativa adecuación del discurso a los con­
flictos sociales. Empero, simultáneamente, la multiplicación de las
violencias verbales, el apremio de movilizar no importa cuál ar­
gumento para obtener una adhesión provisional, la gratuidad de
los ataques o las defensas, determinan una amplia desvinculación
del conjunto de signos con la realidad de las prácticas sociales. La
sobreproducción de significaciones provoca su devaluación, al mis­
mo tiempo que el escepticismo de una gran parte de la población.

II. A R E A S D E D IF U S IO N

Es propio de toda ortodoxia inscribirse en un espacio social


rigurosamente definido, donde a los creadores, difusores y recep­
tores, se les adjudican papeles constantes, y donde el grupo, refe­
rido por un mismo discurso, se define con claridad. Una ortodoxia
de Estado se renueva y difunde en el interior de las fronteras de
este último: la policía ideológica vigila para que las significaciones
críticas no se introduzcan en su red ocupada. Por el contrario, las
instalaciones de difusión del sistema plural están relativamente
abiertas, constituyen un área compleia, de fronteras inestables.
Cualesquiera que sean los esfuerzos de los líderes partidistas y
de los militantes para rechazar las significaciones hostiles, se en­
cuentran en la obligación total de escucharlas y darles respuesta.
Su esfuerzo se dirige a fijar las fronteras de su influencia y a des­
viar de sus partidarios otras influencias ajenas, empero, la super­
producción de informaciones y del desarrollo permanente de los
enfrentamientos simbólicos, dan lugar a que todos los ciudadanos
estén informados de las iniciativas de los adversarios. Los produc­
tores de significaciones están por ello obligados a responder y por
lo tanto, paradójicamente, a hacer conocer a sus partidarios las
propuestas de sus contendientes. Por otro lado, la libertad de ex­
presión conduce a los diferentes grupos sociales a recibir simul-

124
vuelven tan discernibles como posibles. En tanto que las orto­
doxias se presentan como verdad irrefutable y obstaculizan la con­
ciencia de su relatividad histórica, los regímenes pluralistas tienden
a evidenciar todas las posiciones como provisionales y refutables.
Es en estos regímenes donde las diferentes ideologías se oponen
y por lo tanto se cuestionan, haciéndose objeto de crítica, de
denuncia como de análisis. Como lo nota K. Mannheim,l en los
periodos de pluralismo, cuando se inicia la polémica entre las sig­
nificaciones políticas, se opera un trabajo de análisis de estos con­
flictos y se desarrolla una conciencia de la arbitrariedad histórica,
esencial a todo sistema ideológico. La ciencia de las ideologías va
a ocupar su lugar en estas situaciones. Incluso si se formula a este
propósito el tema de un fin de la ideología, queda por examinar
si tal temática no constituye, en parte, una modalidad de expre­
sión de la ideología dominante de los regímenes pluralistas.

I. L O S C O N T E N ID O S M A N IF IE S T O S
E N E L R E G IM E N P L U R A L

La realización del principio de la libertad de expresión, implica


la aparición, en una misma sociedad, de múltiples sistemas de
significantes políticos o, en otras palabras, de múltiples “ razones” .
El régimen plural engendra esa situación muy particular de per­
manente contradicción entre las razones que, a la vez, determina
constantemente persuasiones conflictuales y coloca la producción
y el consumo de bienes simbólicos en el marco de un mercado en
que los productores van a esforzarse por acrecentar su audiencia,
por maximizar sus ganancias en auditorio, en tanto que nuevos
competidores no cesan de aparecer en la escena y de procurar la
afluencia cotidiana de la clientela. De esta manera, el mercado de
los significantes políticos está animado por una ley general de
diversificación permanente, de tal suerte que los contenidos mani­
fiestos no cesan de diferenciarse y multiplicarse. El hecho de que
la creación esté formalmente garantizada contra la represión y
que cada ciudadano pueda intervenir teóricamente en el campo
de la expresión, alienta una tendencia permanente a la multipli­
cación indefinida de las interpretaciones.
Esta ley tendencial hacia la diversificación de los contenidos
se encuentra no obstante frenada por tres especificaciones: los
límites de clase, el sistema político y las imposiciones económicas.
Durante el siglo X IX la lucha por la libertad de prensa coin­
cide, a grandes rasgos, con la lucha de las clases dominadas para
obtener el derecho a la expresión. De aquí que el caso menos
ambiguo sea el de los periódicos obreros, cuyos contenidos están
en relación directa con la experiencia de todos los días para esta
clase, que es de explotación y dominación. La prensa francesa de
los años 18 4 0 , correspondía sin ambigüedad a las grandes divisio
nes de la sociedad: la burguesía industrial, la burguesía media, la

121
clase obrera, el campesinado. Estos amplios compartimientos no
desaparecen en el siglo X X , pero el incremento de la producción
simbólica en el marco del mercado libre ha replanteado esa ade­
cuación de cada división de clase con su contenido manifiesto: la
competencia entre los expositores tiene también lugar en el seno
mismo de cada clase, favoreciendo la aparición de expresiones vincu­
ladas a grupos particulares, corporaciones, sindicatos rivales. Por
otra parte, la búsqueda de una ampliación de la audiencia da lugar
a la aparición de contenidos que están más vinculados con las
clases culturales que con las económicas. De esta manera, a las
fronteras de clase suceden fronteras de públicos o de cuasi-grupos
(edades, sexos), portadoras de imaginarios políticos diferenciados.
Así, son las múltiples diferenciaciones sociales (sexuales, económi­
cas, culturales, regionales) las que tienden a reaparecer bajo plu­
ralidad de expresiones, en este tipo de régimen en que los produc­
tores no cesan de buscar público.
De igual forma, la producción de contenidos se encuentra sobre­
determinada por la estructura del sistema político y las reglas
electorales. Empeñados en la lucha por el poder, los partidos deben
adaptar su estrategia a las normas del sistema y por ende producir
llamamientos adecuados a la normación de los conflictos. De esta
manera la elección de presidente de la República a través del su­
fragio universal impone una estructura dual de conflictos parti­
distas y de ahí una estructuración de los significantes políticos en
dos campos. Este bipartidismo no agota de ningún modo la proli­
feración de significantes pero se impone con necesidad, sobre todo
en periodos electorales, como una estructura directriz. Obligados
a participar en las formas del sistema político, los partidos man­
tienen a la vez la dicotomía de las expresiones y su pluralidad, a
fin de preservar su existencia.
Las consecuencias del modo de producción capitalista sobre
los contenidos manifiestos son legibles con mayor claridad. La
autonomía relativa de la economía con relación a las instancias
políticas nosibilita una intensa producción de significantes que
no dependen del poder del Estado (publicaciones técnicas y orga­
nizativas, publicidad). Tal autonomía determina la presencia, en
todos los centros sociales, de significaciones aparentemente neutras
o distanciadas de la ideología oficial. Así mismo. !a presencia del
capitalismo en los medios de información, al obligar a los propie­
tarios de los periódicos a mntabilizar sus capitales, los impele a
producir significantes lo suficientemente neutrales, para llegar al
mavor número de lectores. El funcionamiento del pluralismo ideo­
lógico en un régimen capitalista conduce así a la emisión masiva
de mensaies distanciados de los dogmas políticos, pero no obstante
moderados en su manera de presentarse y destinados a no disgus­
tar a ningún grupo de lectores. La distanciación aparente induce
de hecho un amplio conformismo y da lugar a la producción de
contenidos en armonía con la ideología dominante.
Todas estas determinaciones y esta clase de conflictos imponen

122
táneamente muchos sistemas de interpretación, a través de canales
como la radio y la televisión. El auditor recibe, en lo individual,
varios llamamientos contradictorios. Por ello las áreas de difusión,
lejos de separarse rigurosamente, se encabalgan, se contradicen
hasta dentro de cada recinto de familia. El resultado de esta situa­
ción es que las fronteras entre las influencias se vuelven permea­
bles: durante cada elección y cada acontecimiento político, se asiste
a desplazamientos de filiación, a cambios en las actitudes de algu­
nos de los actores sociales.
Esta permeabilidad relativa de las áreas de difusión constituye
uno de los fundamentos vividos de la ideología de la libertad, ya
que, en efecto, el elector es jurídicamente libre de aportar su
apoyo a un partido tras otro. Esta libertad de selección no permite
descuido y dirige la estrategia de la persuasión: puesto que los
electores pueden descuidarse o ser seducidos por un instante, su
convencimiento resulta importante, así como el trabajo permanente
para el logro de su confianza. Empero, esta libertad de elección
comporta su parte ilusoria, ya que el mercado de los bienes simbó­
licos, como se sabe, está dominado en alto grado, organizado por
los aparatos de regulación de la opinión que son los medios de
comunicación masiva, los partidos y las instituciones del Estado.
El concepto de aparato ideológico, que no puede asumir el
mismo sentido que tiene dentro de un régimen ortodoxal, se debe
precisar aquí. El rigor de la organización en un régimen ortodoxo
conduce a una eficacia de la movilización que el régimen plural
no puede alcanzar, pero también a una esclerosis reiterativa que
está excluida en el pluralismo de los intercambios. El carácter
mecánico y represivo que los aparatos ideológicos del primero pue­
de asumir, no puede efectuarse en un sistema que institucionaliza
la crítica agresiva. Los grandes aparatos de información que cons­
tituyen los diarios, las revistas, los medios de comunicación audio­
visual, son por cierto organizaciones industriales que compelen u
obligan a sus miembros a cierto tipo de producción y que, me­
diante su fuerza económica y material, dominan el mercado de los
bienes de significación. Estos aparatos compiten desigualmente en
el mercado. Pero si bien son los manipuladores de la opinión, son,
así mismo, los que están más dispuestos a activar esta última para
conservar su audiencia y no pueden, so riesgo de fracasar, resistir
a las demandas de manera mecánica. Así mismo, los aparatos de
los partidos, que ocupan un lugar permanente en el campo simbó­
lico, no cesan de reproducir las legitimaciones y las condenas que
aseguran la audiencia, pero están obligados a adaptar sus mensa­
jes, con más o menos retraso, a la movilidad de las situaciones. El
carácter mecánico de los aparatos ideológicos se manifiesta más
en las instituciones de Estado (la escuela, el ejército, el organismo
judicial, las instituciones sociales del Estado), en razón misma de
su aparente neutralidad de “ servicios públicos” . Estas enormes
burocracias verticales, defendidas con ardor por todos los intereses
individuales que satisfacen, generan un discurso proliferante de

125
autolegitimación; más directamente que los partidos, pero no sin
eficacia, explican los intereses “ generales” , los de la Nación y del
Estado, que se encuentran extrañamente de acuerdo con la super­
vivencia y la amplitud de tales burocracias estatales.
De esta manera las áreas de difusión, de creación y recepción,
que son relativamente estables y están estructuradas en el régimen
ortodoxo, ofrecen, en el régimen plural, la máxima complejidad,
permeabilidad y entrecruzamientos. Sin lugar a dudas, el mercado
está dominado por estos grandes aparatos y la opinión pública
organizada y dividida por estas máquinas de producción de signi­
ficaciones. Empero, precisamente, estos aparatos no alcanzan ja­
más a controlar totalmente la circulación de los significantes: no
sólo oponen y limitan recíprocamente sus áreas de influencia, sino
que la propia extensión de estas últimas provoca resistencias y la
aparición de contra-ideologías.
La industrialización del periodismo lleva a la prensa escrita a
la forma de apropiación propia del capitalismo, favoreciendo el re-
forzamiento de los diarios de información y la disminución de su
número. Pero esta conquista del mercado provoca múltiples reac­
ciones, provenientes de los partidos o de los grupos ajenos a éstos,
ansiosos de mantener y crear sus propios órganos de expresión y
comunicación. Así mismo los partidos, por muy amplia que sea
su influencia, no pueden impedir el surgimiento de expresiones di­
ferentes, que escapan a su control. A l imponer a cada uno una
diferencia para que se afirme, el dinamismo del sistema plural
acosa las fronteras del partido con múltiples amenazas de escisión
y de fuga de miembros. La totalidad de los partidos no llega
jamás a recubrir el conjunto de las expresiones y renovaciones: en
este régimen, las ideologías constituidas no pueden controlar ni
imponerse a la totalidad de los imaginarios. Todavía más, cual­
quiera que sea la complicidad de los diarios informativos y de los
partidos masivos con los aparatos de Estado, ésta no basta para
impedir las agresiones contra la presión estatal y el aparecimiento
de la impugnación en el seno de sus burocracias.
El fracaso de los aparatos para contener dentro de sus límites
y controlar las expresiones, se revela de manera notoria en la apa­
rición de nuevas áreas, que transgreden las antiguas fronteras.
Mientras que los partidos se esfuerzan por señalar las filiaciones
e impedir la inestabilidad de lo que se designa, los nuevos imagi­
narios y las nuevas significaciones políticas retoman sin demora la
empresa de la identificación con base en nuevos criterios. De esta
manera, la representación relevante de determinada edad o sexo
atenta contra las divisiones impuestas y unifica simbólicamente
lo que las ideologías anteriores separaban. Los nuevos significantes
retoman en esto la iniciativa creadora que consiste en identificar,
por encima de las diferencias: la ideología crea un discurso que
envuelve a individuos y a medios sociales distintos. En el nivel
simbólico como en el práctico, se constituyen acciones comunes de
nuevos grupos, “ pseudo-grupos” , mujeres, jóvenes, que trascienden

126
las antiguas fronteras y ponen en dificultades a los sistemas de
influencia. Estos dos casos ilustran con claridad la fragilidad de los
limites simbólicos en el régimen plural: toda renovación importante
en este dominio cuestiona las fronteras y las audiencias,' y aspira
a transgredir los tipos de filiación.
Este régimen, esencialmente móvil y complejo, determinado
por los conflictos cotidianos, ofrece a los intelectuales carreras y
modos de realización diferenciados en alto grado. El periodista de
partido encuentra en su docilidad a la institución partidista una
seguridad cercana a aquélla que asegura la ortodoxia. El defensor
de las instituciones, halla su lugar, que le señala el funcionamiento
institucional. En su movimiento de invención permanente, este
régimen pluralista, de construcción y destrucción de significacio­
nes, privilegia la audacia intelectual, la transgresión de lo incul­
cado. A l introducir una diferencia en el modo de pensar, el inte­
lectual transgresor, cuestionando los dogmas y las identidades,
suscita la atención, no sólo por el placer de la transgresión que
difunde, sino porque participa de manera ejemplar en este movi­
miento crítico de interrogación e invención, que está inscrito en la
dinámica del régimen, atravesado por contradicciones y renova­
ciones.

III. L A S C O N S E C U E N C IA S P O L IT IC A S Y S O C IA L E S

L a intensidad de las polémicas, el trabajo permanente de irri­


sión y desarticulación, inducen un escepticismo con respecto a la
seriedad e importancia de las significaciones políticas. Amenaza­
das por el rigor de la crítica de los ideólogos revolucionarios, los
conservadores no dejan de ironizar acerca de los dogmas y las “ re­
ligiones seculares” . Los primeros, al querer “ desmitificar” el dis­
curso establecido, participan, sin quererlo, en la desvalorización
del conjunto significativo. Así, los movimientos opuestos se ponen,
implícitamente, de acuerdo en concluir que las palabras importan
poco y que sólo cuentan las decisiones y las transformaciones
económicas.
Sin embargo, este mismo economicismo es una ilusión: el plu­
ralismo de las expresiones se articula de manera necesaria con los
conflictos, y el funcionamiento del sistema político posee conse­
cuencias indefinidas en la vida cultural y en las relaciones sociales,
de tal manera que su mantenimiento o su desaparición provocan
transformaciones en todos los niveles de la práctica social.
El escepticismo con respecto a los debates descuida el hecho
elemental de que toda la organización del sistema de partidos
depende de aquéllos: existe, en efecto, una relación necesaria
entre el pluralismo legal de las ideologías y el de la política. Desde
el momento en que el sistema jurídico asegura la libre producción
de significantes políticos, conlleva el derecho a su libre circulación
y el de reunión de los adherentes de las mismas creencias. Todo

127

** *
el combate dirigido contra la libertad de expresión en múltiples
sociedades de los siglos X I X y X X , revela la importancia de lo
que se pone en juego políticamente y el hecho de que la legalidad
del pluralismo ideológico transforma todas las condiciones de fun­
cionamiento del sistema político.
Por otra parte, la constancia de las polémicas y la necesidad
de conquistar participantes para obtener réditos de poder, colo­
can a cada partido en una situación muy particular, que no puede
compararse punto por punto con la del partido único. Mientras
que este último no tiene que temer sino la rebelión masiva y ex­
cepcional de la población en caso de fracaso patente o exceso de
represión el partido implicado en la dinámica permanente de las
luchas ideológicas, está obligado a controlar cotidianamente la
producción de sus significantes en función de la complejidad de las
demandas. Debe, a la vez, proclamar su permanencia y adaptar
a la variedad de las circunstancias sus tomas de decisión, proveer
a sus militantes una imagen coherente de sí mismo y no obstante
modificar sus proposiciones con el fin de atraer nuevas adhesiones.
En razón de las innovaciones que se escapan a su influjo, el par­
tido se ve obligado a una “ vigilancia ideológica” muy particular,
que no consiste en recordar los grandes principios para ahogar las
desviaciones sino, por el contrario, en inventar nuevas modalidades
de conciliación entre el discurso antiguo y las demandas recientes.
Este itpo de trabajo es llevado al extremo en los partidos de
masa en el curso de los periodos electorales, cuando es esencial
ampliar las alianzas y persuadir a los electores flotantes.
De la misma manera, el desarrollo legal de las polémicas afecta
el funcionamiento y hasta la naturaleza del poder político central.
El pluralismo define oficialmente el poder como impugnable, ya
sea en sus decisiones particulares, a cargo de las oposiciones mo­
deradas, ya en su globalidad por parte de las radicales. El mismo
hecho de las elecciones libres señala que el poder es provisional
y que toda una parte de la población lo desaprueba. Esta impug­
nación esencial le prescribe al poder identificarse con la totalidad
de los electores, con la nación, cualquiera que sea su esfuerzo para
convencer a la ciudadanía de su conformidad con los intereses de
todos. Apoyado tan sólo por una mayoría provisional, el poder está
designado, particularizado, vinculado a un partido y a una solu-
sión de intereses particulares. El sistema plural prohibe al poder
central obtener el consentimiento general y por ende ese exceso
de fuerza que el poder ortodoxo puede extraer de la unanimidad de
sus apoyantes. Aquél hace del poder político un poder criticado,
ridiculizado y poco amado. Esta diferencia entre los sistemas uni­
tarios y los plurales es absolutamente fundamental y modifica por
completo la relación de los gobernantes y los gobernados: el poder
impugnado se encuentra frente a un trabajo de desautorización
permanente; no puede, cualquiera que sea su esfuerzo, reconstituir
el entusiasmo mesiánico o carismático, no se puede presentar como
la fuerza salvadora, monopolizadora de las energías sociales.

128
Esta situación de impugnación obliga al poder político a res­
ponder a las críticas constantemente y a ser su propio productor
de los bienes simbólicos de su autolegitimación. Pero, al contrario
del poder espiritual hegemónico, que puede descansar sobre la
amplitud de un aparato ideológico estable, el poder impugnado
debe afrontar los ataques y reafirmar constantemente una legiti­
midad sometida a cuestionamiento. A la manera de un estado
mayor de partido, debe restaurar la confianza, combatir a sus agre­
sores en el terreno simbólico, conquistar o reconquistar su poder
para influir. En esta situación, por muy profunda que sea la indi­
ferencia de los ciudadanos a las querellas de los partidos, el pro­
blema de la legitimidad se plantea y debe recibir respuesta perió­
dicamente. Por muy rituabzada que esté la ceremonia de las
elecciones, aporta una respuesta provisional al debate permanente
y decisivo que se refiere al derecho a la autoridad.
Por otro lado, el pluralismo de los significantes políticos tiene
repercusiones directas hasta en el ejercicio mismo del poder, que
debe hacer frente a la proclamación de las resistencias. La liber*
tad de expresión y organización permiten no tan sólo a los parti­
dos, sino a todas las fuerzas sociales (sindicatos obreros y patro­
nales, instituciones, Iglesias) expresar sus demandas y proclamar
adversión a toda iniciativa contraria a sus intereses. En el sistema
social de dominación y desigualdad, los grupos de intereses distin­
tos intervienen para manifestar sus demandas y expresar su ame­
naza en lo que concierne al poder provisionalmente dominante. A
partir de ésto, el poder político se encuentra enmpeñado en un
tipo particular de práctica en que aumenta la actividad de nego­
ciación entre fuerzas opuestas. A diferencia del poder unitario,
que puede consagrarse a las tareas de incitac'ón y programación,
y pasar por alto una movilización permanente de la aprobación, el
poder plural se encuentra frente a presiones y demandas, amena­
zas y llamamientos a los que debe proveer las decisiones más efi­
caces. Esta situación define la práctica del poder como la negocia­
ción permanente en los desacuerdos, la investigación activa de las
soluciones de compromiso, la invención de los equilibrios provisio­
nales en el seno de las relaciones de fuerza. Los análisis modernos
de lo político en términos sitemáticos,2 muestran palpablemente
esta naturaleza del poder de régimen plural ya que, en efecto, la
estructura del sistema, de los partidos, sindicatos y grupos de pre­
sión, permite a estos últimos reunirse y conformar sus demandas
(in-put) expresarlas bajo la forma de proposiciones y amenazas,
imponer así al gobierno la toma de decisiones (out-put) aten­
diendo las demandas contradictorias. Esta situación prohibe al
gobierno ser plenamente conservador, de la misma manera que
excluye una práctica revolucionaria, siendo favorable a la tenden­
cia reformista, por lo menos durante los periodos de paz.
El pluralismo no es tan sólo la condición para la expresión de
los intereses y su enfrentamiento pacífico, sino también para la
manifestación de las divisiones sociales, en primer término, la de

129

• r ►» • it I »r ii t- i i i i i r
clases. La resistencia de las ortodoxias del siglo X IX recaía sobre
este punto y aspiraba a impedir que las desigualdades sociales, al
parecer en toda su amplitud, fueran a poner en peligro los intereses
de las clases dominantes. La represión de los libelos favorables a
la emancipación del pueblo correspondía a la intuición atinada
de que en un régimen represivo, una sola expresión desviadora
provocaría la cristalización de las oposiciones. Por el contrario, el
régimen plural rasga el velo que cubre la desigualdad de las clases
sociales y permite a los diferentes sindicatos o partidos proclamar
su vocación de defender una de ellas en contra de las demás. Así,
el pluralismo vuelve a la vez más legibles tanto la lucha de clases
como las diferencias en la adquisición de los bienes materiales,
culturales y de poder.
Los conflictos sociales se ponen de manifiesto y la actualidad
política va a alimentarse en gran parte, en tiempos de paz, con el
desarrollo de las luchas sociales, en particular las que se producen
entre patronos y obreros. En contraste total con los regímenes
ortodoxa les. que borran las diferencias y proclaman la perfecta
identidad de los intereses, el pluralismo conduce al enunciado de
todos los conflictos y transforma la vida política en la historia
de esos conflictos internos; asegura un máximo de adecuación
entre las oposiciones de clase y las luchas ideológicas. Simultánea­
mente, esta adecuación no puede ser alcanzada plenamente, debido
tanto a la oscuridad de las fronteras de clase, como a la ideologi-
zación de los debates. Ninguna clase social alcanza asi una homo­
geneidad suficiente para hallar una expresión única y adecuada.
Dentro de una misma clase, con diversidad de intereses y cultura,
el pluralismo favorece la competencia entre expresiones próximas,
aunque lo suficientemente diferenciadas como para que no se las
confunda. Por otro lado, la práctica política que obliga a los ideó­
logos a interpretar el conflicto y a proclamar su sentido, a trans­
poner este conflicto en el lenguaje relevante de la legitimidad,
vuelve necesariamente incierta la definición del “ verdadero” con­
flicto y del “ irreal” .3 El trabajo de ideologización forma parte de
la interpretación, así como de la traducción política de numerosos
conflictos. A partir de aqui y paradójicamente, si el régimen plural
evidencia las clases y sus conflictos, y no cesa de complicar las
interpretaciones, pese a las tentativas de los partidos, ansiosos de
obtener un auditorio de clase. Es que esta misma multiplicación
de las proclamaciones combativas vela un proceso de compromiso
polémico entre las clases: el desarrollo de las prácticas pluralistas
pone en acción procedimientos de negociación multiforme entre las
clases y categorías, es propicio a la revalidación de equilibrios
provisionales, incesantemente cuestionados. De esta manera, el
pluralismo favorece el compromiso y, reciprocamente, sólo puede
durar en una sociedad en que las relaciones de clase no se reducen
a la práctica represiva de la que está en el poder.
Por añadidura, la lucha de clases está comprometida por la
proliferación de los conflictos, que no dependen directamente de

130

¿a
ella. Es que la ley de fragmentación, que se manifiesta en el cam­
po ideológico, tiene consecuencias directas en los grupos sociales,
que propenden también a fragmentarse y constituirse sobre bases
no partidistas. La sociedad sufre de esta manera un doble movi­
miento de unificación y fragmentación: los partidos se esfuerzan
por unificar las adhesiones, pero, inversamente, los grupos locales,
los cuasi-grupos se reorganizan y amenazan la influencia de aqué­
llos. Los sindicatos y los partidos concentran sus esfuerzos en los
periodos electorales en los que obtienen el máximo de audiencia;
en los periodos politicamente tranquilos, los grupos “ primarios”
retoman su importancia y disputan a los partidos su influencia.
E l pluralismo hace posible el sistema de partidos, a la vez que no
deja de limitar sus poderes. Apoya y legitima la desviación política.
Crea una ideología de esta última como modelo positivo de con­
ducta. N o deja de ofrecer a los líderes desviacionistas la posibi­
lidad de conjuntar sus adhesiones, crear una secta y abandonar
los partidos, acusados de sucumbir en la rutina burocrática.
Nuestro balance de las consecuencias del pluralismo quedaría
incompleto si se dejase en silencio la amplitud de sus repercusiones
en el orden cultural. El derecho a la diferencia y a la oposición
se manifiesta continuamente en este plan y le imprime un estilo
muy particular a toda la cultura. En tanto que el éxito artístico
se define en el régimen ortodoxo por medio de la mejor concreti-
zación de los cánones impuestos, en el régimen plural lo hace
mediante la mejor diferenciación con relación a las formas ante­
riores. Toda la historia de la pintura o de la música desde el co­
mienzo del siglo X IX , puede escribirse en términos de rebelión o
insolencia con respecto a las formas adoptadas de momento, siendo
el gran pintor aquél que se diferencia, que desestructura lo adqui­
rido y sabe construir otra percepción y otra relación con el mundo.
El individualismo no basta para dar cuenta de esta creación por
medio de la diferencia: el espíritu del pluralismo no incita sola­
mente a cada uno a ser él mismo, sino sobre todo a serlo a través
de la diferencia. A esta dimensión debe también relacionarse esa
singular diversificación de las ciencias humanas y la invención que
no cesa de manifestar en su seno: el espíritu de creación y dife­
renciación impulsa tanto la multiplicación de las investigaciones
como su originalidad. La cultura por entero (el arte, las religiones,
la filosofía) es la que sufre esta búsqueda de la ruptura, de la
diferencia, que comunica a la historia de las formas su carácter
inventivo, transformador y como jadeante.
El pluralismo ideológico tiene también repercusiones en el nivel
más cotidiano de las relaciones interindividuales y colectivas. Hay
que extraer, en efecto, todas las consecuencias de un principio que
erigen en regla de la vida común el conflicto y que penetra todos
los niveles de la vida colectiva. Mientras que el régimen ortodoxo
oculta las divisiones y las rivalidades potenciales, el pluralista las
aprueba e incita a cada grupo, a cada cdasi-grupo y a cada indi­
viduo a explicitar sus demandas, aceptando el conflicto como la

131
\
condición de su inserción social positiva. Mientras que la ortodoxia
proclama la “ normalidad” del consenso, el régimen concurrencial
proclama la del disentimiento y los enfrentamientos. Así los valores
de fraternidad, concordia y armonía social, que pueden ser propa­
gados en el régimen ortodoxo, no se pueden realizar en el régimen
plural, a no ser en las instituciones y los grupos particulares que
rivalizan con otros. Esto último induce un clima social particular
en que la agresividad, bajo sus múltiples formas, crítica, sátira,
indignación, violencia verbal, desempeña un papel funcional omni­
presente. De esta manera, la socialidad del régimen plural contiene,
como una de sus dimensiones constantes, una agresividad mutli-
forme, que se expresa, en particular, bajo la forma de la violencia
simbólica. Este clima no deja de perturbar la firmeza del apego
individual a los objetivos sociales y alienta una actitud irónica a
propósito de los fines proclamados oficialmente. Los valores colec­
tivos, en consecuencia, están investidos pobremente; los investi­
mientos, por el contrario, atañen a lo parcial, los partidos, las
sectas, los grupos primarios y, más aún, la vida privada. El plu­
ralismo provoca una erosión de los ideales colectivos, un impulso
de los investimientos hacia la vida local o privada, provocando de
esta manera un proceso de escepticismo con respecto a las ideo­
logías constituidas.

IV. P L U R A L IS M O Y D E S ID E O L O G IZ A C IO N

El pluralismo suscita una actividad constante de crítica, de


“ desmitificación” , y crea así el sentimiento o la ilusión de una
muerte de las ideologías. Desde el comienzo del siglo X IX , los
observadores, impactados por el hundimiento de los ideales político-
religiosos, tuvieron la sensación de entrar en un periodo “ crítico”
y, para algunos, provisional, señalado, peligrosamente, por el fin
de los dogmas. Los saint-simonianos construyeron toda una filo­
sofía de la historia a partir de esta experiencia, interpretando este
fin de las ideologías como una crisis provisional, situada entre dos
periodos orgánicos: el mundo feudal, cuyo hundimiento constata­
ban, y la sociedad orgánica o industrial, cuyo porvenir aclamaban.
N o podían comprender que ellos mismos participaban en un sis­
tema que provocaba una erosión permanente de los dogmas y reac­
ciones desesperadas para escapar de la misma.
La consecuencia del pluralismo es la institución de un sistema
intelectual de desacralización de los dogmas. Gracias al liberalismo
intelectual que instaura, opone a toda expresión sistemática el
esceoticismo de la tolerancia. El solo hecho de que una expresión
particular se formule en un campo de competencia, erige a su alre­
dedor una red de defensas, de desconfianza, que le impiden desa­
rrollar todos sus efectos de persuasión. Se da así un trabajo de
desacralización permanente, de “ desencanto del mundo” , según la
justa expresión de Max Weber. Proviniendo necesariamente de un

132
sitio particular y aspirando a modificar la relación entre los intere­
ses y el poder, toda expresión ideológica provoca una denuncia
tanto más vigorosa cuanto que lo que se pone en juego sea más
importante. Toda adhesión entusiasta es agredida y puesta en
ridículo de inmediato. El entusiasmo político, la virtud, que cons­
tituían el clima oficial de la ortodoxia, son transformados en objetos
de mofa e inhibidos a partir de ese momento.
Esta dinámica del pluralismo tiende a favorecer la adaptación
flexible de los significantes políticos, más bien que su rigidez.
Entre los elementos fijos y los flexibles que pueden distinguirse
en un conjunto político,4 el pluralismo tiende a privilegiar los
últimos como resultado evidente. Las exigencias de la polémica le
imponen a cada participante responder a cada ataque en particu­
lar, adaptando sus respuestas a la especificidad de los atacantes.
Ningún partido puede contentarse con repetir los mismos princi­
pios; de acuerdo con las reglas de la competencia, debe apoderarse
de las armas del adversario para volverlas en su contra, afrontar
los contenidos agresivos para subvertirlos. Por otra parte, el ca­
rácter cotidiano de estas luchas, el esfuerzo de cada grupo para
utilizar en su provecho cada variación y cada información, hace
depender estrechamente el conflicto simbólico del suceder del pre­
sente. En tanto que el poder ideológico en situación de ortodoxia
puede distanciarse con relación a la actualidad e incluso negarle
importancia, el campo plural favorece la movilidad de los discursos
tanto como la rapidez de los cambios en las expectaciones colec­
tivas. En esta sociedad actualizada, los productores de sentido
deben manifestarse cotidianamente en la escena de los debates e
inventar nuevos modos de respuesta a la novedad y la imprevisión
de los acontecimientos, hacer la prueba de su aptitud al responder
a las dificultades imprevistas y encarar sin vacilación y dominar
lo fortuito. Esta situación particular prohíbe refugiarse en la in­
movilidad de las repeticiones.
Esta regla de la mengua del dogmatismo se aplica, en primer
lugar, a los grandes partidos, los cuales no pueden mantener su
audiencia sino diversificando su producción y adaptando sus men­
sajes a las demandas de su electorado integrado. La estrategia de
colecta de miembros los obliga a reconocer un contenido en toda
demanda, con el cual deben coincidir y, en cierta medida, adap­
tarse. Su forma de responder no puede ser producto de la deduc­
ción, verificando si la demanda es aceptable o condenable; por lo
contrario, deben proceder empíricamente, a partir de una acepta­
ción de principio, para mostrar enseguida la forma en que debe
transformarse dicha demanda para recibir satisfacción. La ideología
tiende menos a magnificar la excelencia de su causa que a legiti­
mar las demandas de sus sostenedores y buscar en esta operación
las justificaciones de su legitimidad.
En la relación permanente que se establece entre la estrategia
política y la inscrita en el dogma, la preeminencia de la primera
resulta evidente. La estrategia política utiliza el discurso como una

133
de las armas tendientes a realizar los objetivos, y a partir del
momento en que estos últimos se transforman, dicho discurso se
modifica con desenvoltura. Se asiste, en este caso, a cierto “ fin”
de la ideología, comparable al que notamos en la ortodoxia tolerada:
los productores de significantes están impelidos a manipular los
contenidos y subordinarlos a las fluctuaciones de la acción.
Pero esta flexibilidad de los contenidos y esta presteza a do­
blegarlos, no tienen de ninguna manera como resultado la desapa­
rición de los significantes, ni del trabajo para adaptarlas. La
flexibilidad que puede demostrar un partido en la manipulación
de los bienes simbólicos, no llega nunca hasta descuidar algunos
principios generales que lo legitiman, tanto menos cuanto que ob­
tiene su apoyo de grupos sociales o de electores que tienen intereses
y culturas que no puede dejar de lado sin desaparecer. Incluso
el partido de masas, empeñado en la conquista del electorado flo­
tante, debe respetar su propia imagen, magnificar su tradición,
asegurar a sus líderes cierta continuidad simbólica. Y de la misma
manera, como lo hemos visto, esa tendencia a las conciliaciones
del partido de masas, provoca empresas sectarias, de las cuales
deben defenderse los dirigentes, reafirmando su continuidad doc-
trinal.
Lejos de acarrear la desaparición de los significantes políticos,
el sistema plural provoca, pues, su proliferación y diversificación.
Un régimen ortodoxo, donde se prohiben los discursos desviacio-
nistas, puede economizarse la producción intensiva de los signifi­
cantes. La liberación de los conflictos simbólicos impone, por lo
contrario, una producción elevada a todos los agentes de tales con­
flictos. El partido se vuelve un centro de producción intensa en
tanto que los dirigentes deben mantener su lugar y su prestigio
gracias a una producción regular de signos legitimantes, enfrentar
de manera incesante la diversidad de las tendencias y crear el
discurso requerido para la cohesión de la mayoría. E l partido debe
confortar a sus miembros durante la cotidianidad de la lucha, tran­
quilizar a los vacilantes e intentar la seducción de nuevos miem­
bros. Ninguna interrupción es posible, ya que los ataques de los
adversarios no se detienen. Lejos de asistir a una muerte de los sig­
nificantes políticos, se asiste a una sobreproducción y como un
derroche de los mismos. Los grupos locales, sectas, partidos, ins­
tituciones, no dejan de emitir mensajes, ninguno de los cuales
obtiene la audiencia esperada. Esta producción intensa no se puede
medir en términos de funcionalidad y las energías empleadas no
pueden considerarse seriamente en relación rigurosa con su utili­
dad. La producción de significantes políticos se vuelve una produc­
ción de la abundancia, s;endo demasiado extensos y diversos los
intereses como las satisfacciones que toman parte, como para que
se manifieste en ellos una perfecta funcionalidad.
Lejos de llevar a la desaparición de las ideologías, el régimen
plural conduce más bien a su extrema democratización, en el sen­
tido de que el poder simbólico, otrora concentrado en las manos

134
de las clases dominantes, tiende a estallar entre las manos de
múltiples fuerzas rivales, ávidas de apoderárselo. En esta situación,
el trabajo de ideologización, de formación de significantes, no se
termina jamás y debe llevarse a cabo dentro de la precipitación
propia de la lucha política cotidiana. Tal trabajo va a obedecer
incluso al ritmo temporal de los periodos electorales, calmándose
en los periodos intermedios e intensificándose a medida que las
elecciones se aproximan. La rapidez extrema y la complejidad in­
agotable que desalientan toda observación con pretensión exhaus­
tiva, hacen pensar en la inutilidad de esta fiebre, sin entender
que la misma es consubstancial a la vida política.

V. E L S O B R E C O D IG O D E L C A P IT A L IS M O P L U R A L IS T A

El examen exclusivo de las ideologías y sus enfrentamientos,


permitiría pensar que la vida social se reduce a los conflictos,
como si no hubiese diferencia de naturaleza entre el desarrollo de
las campañas electorales y la guerra civil. Una de las funciones
de las ideologías políticas es precisamente dramatizar las luchas
simbólicas, proveerlas de un lenguaje de guerra para obtener mejor
las adhesiones y sumisiones necesarias a la estrategia de los par­
tidos. A los líderes políticos les preocupa dar a los electores la
ilusión de que están empeñados en un combate épico y sin compo­
nendas, demostrar que los miembros de la clase política que com­
piten con ellos no tienen ningún interés en común, y que las
divisiones de los electores en familias políticas corresponden a dis­
tancias insuperables. Todos los partidos políticos participan en
este juego, en calidad de actores del drama.
De hecho, el desarrollo mismo del conflicto, el cumplimiento
de los papeles adquiridos por los diferentes actores políticos, su­
pone el respeto de las reglas comunes, escritas y no escritas (reglas
del régimen electoral, formas rituales de la violencia simbólica,
arte de la transgresión limitada de las reglas). El conflicto político
supone todavía cierta compatibilidad de los objetivos con la cultura
común y, como hemos visto, la existencia de un campo de posi­
bilidades que las expresiones políticas conforman y renuevan.
Pero nos debemos preguntar si, al lado de estas compatibilida­
des aparentes, los conflictos no participan en un sistema englobante
del que los actores no pueden tomar conciencia plena, preocupados
como están de afirmar su originalidad y sus diferencias. Cabe pre­
guntarse si el desarrollo de la competencia ideológica no oculta un
acuerdo más de fondo, la participación en un mismo inconsciente
político, en una lógica oculta o, podría decirse, en un sobrecódigo.5
Retomamos esta expresión, no en lo que sugiere de regulación ar­
moniosa, pues, al contrario, esta lógica se da en relación con las
contradicciones y relaciones de fuerza, sino más bien en cuanto a
que incita a investigar, al lado de la expresión verbal, un sistema
englobante, de transformación modificadle. N o se tratará ya aqui

135
de reinterpretar las ideas, representaciones y creencias, sino de
hacer aparecer, frente a todas las declaraciones de los actores, el
sistema de lógica social en que se sitúan los competidores y que
éstos no pueden sobrepasar en la fase histórica en que están
situados.
La ambición de Marx era descubrí.', más allá de todas las peri­
pecias políticas, la continuidad de esta lógica, que encontraba di­
rectamente relacionada con los modos sociales de producción. En
este sentido, cada gran modo de producción, el despotismo oriental,
el feudalismo,el capitalismo, comportarían como una de sus dimen­
siones necesarias, un sistema lógico constante, implícitamente pre­
sente en cada práctica social. Y, en efecto, la perspectiva de los
tiempos nos permite enterarnos, a través de historias tan largas
como las del régimen de castas en la India o del Imperio bizantino,
de la constancia de esquemas lógicos subyacentes a los aconteci­
mientos y sus modificaciones. El esquema social de la jerarquía
ejemplificada por la dualidad de lo puro y lo impuro recorre todas
las prácticas religiosas, políticas y económicas del sistema de cas-
tas.6 La combinación del poder imperial y del religioso atraviesa
toda la historia del Imperio bizantino, sobredeterminando los tipos
de conflicto y su modo de solución.V
Podemos hacer el intento de responder a esta ambición en lo
que se refiere a la sociedad capitalista en esta segunda mitad del
siglo X X , pero agregando dos correcciones esenciales. En principio,
el sobrecódigo de estos sistemas sociales no podrá compararse, de
ningún modo, término a término, con el de las sociedades tradicio­
nales, ya que el primero integra necesariamente la dimensión
temporal: en el nivel consciente, el gran sueño del “ progreso” y
los enfrentamientos entre los devotos de la religión tradicional
y los defensores de las Luces, determinaron esa vasta transición
desde un código intemporal hasta un sistema que integra el tiempo
y, cada vez con mayor claridad, la dimensión de su propio cambio.
Lo que hay que descubrir en este nivel es una combinatoria mo­
derna que corresponda a una sociedad histórica que vive su pre­
sente y hace que su proyecto de futuro forme parte de aquél. La
segunda corrección nos parece desprenderse de todos los análisis
que preceden, que han puesto en evidencia las funciones de los
significantes políticos en las integraciones y los conflictos sociales.
Al analizar el capitalismo competitivo de la primera mitad del
siglo X IX , Marx podía pensar, continuando la tradición de la
escuela saintsimoniana, que las relaciones sociales de producción
eran las determinantes de todo el edificio social y que la sola
clave de comprensión de las mismas era el régimen de propiedad.
En esta perspectiva, o por lo menos con estas fórmulas lapidarias,
podía agregar que el verdadero centro de génesis del sobrecódigo
se encontraba en la infraestructura económica y que la política no
constituía sino su máscara. Las transformaciones de' capitalismo
desde los años 1850, caracterizadas a la vez por las integraciones
socioeconómicas verticales y horizontales (crecimiento de las em-

136
presas y los monopolios), por la extensión de los controles del estado
sobre la economía y, en fin, por la participación formal de todos
los ciudadanos en los conflictos simbólicos, obligan a modificar
profundamente el modelo de Marx. El economismo que contiene
este último no corresponde ya a las sociedades y a las prácticas
en que la actividad productiva no es más el factor que determina
mecánicamente toda la vida social, sino una de estas prácticas,
controlada ella misma parcialmente por los aparatos burocráticos
del Estado y planificada por alternativas políticas.
A partir de ésto, el sobrecódigo del capitalismo contemporáneo
o, si se prefiere, su sobre-ideología, nos parece caracterizada por
la combinatoria inestable de dos lógicas esenciales, una socio­
económica y otra política. Ambas están a la vez articuladas y en
tensión, formando así un sobrecódigo dinámico en contradicción
permanente. La lógica económica actual tiende a sustituir la ideo­
logía productivista por la del consumo, mientras que la ideología
política dominante, es decir el pluralismo, la completa, compensa
y ofrece simultáneamente su alternativa y la ilusión de esta última.
En el sobrecódigo, la primera mitad del siglo X I X ha deter­
minado la interrupción del campo de la producción material y de
sus problemas. Esta transformación de contenido no ha hecho sino
confirmarse desde esa época y, hoy en día, toda ideología se sitúa
de alguna manera en esta problemática, aunque de una manera
profundamente renovada, desde mediados del presente siglo. Con­
tamos, en efecto, con la suficiente perspectiva temporal para damos
cuenta que hoy, más allá del conflicto que oponía las clases do­
minantes a las dominadas, los actores sociales participan en un
mismo modelo, en una misma racionalidad que privilegia la pro­
ducción, el trabajo y el progreso material. Más allá de las polémi­
cas, liberales, republicanos y socialistas participaban inconsciente­
mente en esta lógica productivista y coincidían en ridiculizar a
los nostálgicos del antiguo régimen. La burguesía industrial, las
clases medias y el proletariado se oponían hasta llegar a la guerra
civil, para apoderarse de la dirección del movimiento social, y
reorganizar las relaciones sociales de acuerdo con sus intereses,
pero no cuestionaban este tipo de racionalidad, vivido en la evi­
dencia, según el cual el progreso es posible y se alcanza mediante
la ampliación de las fuerzas productivas.
El desarrollo masivo del consumo desde la segunda guerra mun­
dial, sin subvertir por completo el antiguo código, ha desplazado
no obstante de manera considerable la lógica económica acentuando
sus finalidades: expansión, elevación del nivel de vida, placer del
consumo. Mucho más que en el siglo X IX , el consumo se convierte
en la finalidad de la producción y se propone como fin universal.
Las reglas del buen consumir reemplazan a las del buen trabajar,
como estas últimas habían sustituido las del honor feudal y los
éxtasis de la religión. Este código consumidor se vuelve la finalidad
proclamada de las empresas industriales al mismo tiempo que la
motivación inducida por todo el aparato publicitario.

137
Ahora bien, la ideología consumista tiene múltiples relaciones
con la ideología pluralista y constituye, con ésta, una estructura
dinámica y en transformación. En el nivel del lenguaje, esta corres­
pondencia tiene lugar en cuanto a que una misma “ libertad” , un
mismo “ individualismo” , se proclaman en el dominio del consumo
y en el político: el consumidor-ciudadano es invitado a escoger
tanto sus bienes de consumo como sus representantes políticos.
Se mantiene una misma separación que divide a los consumidores
y a los electores; a unos y otros se les reconoce el mismo derecho a
la individualidad y a la diferencia. Empero, más allá de esta vi­
vencia de la privatización, la ideología consumista y el pluralismo
afirman las mismas ilusiones y poseen los mismos desconocimien­
tos: la ideología consumista, al hacer de cada uno un ciudadano
alimentado, borra las diferencias y las luchas de clase. Comple­
mentariamente, el pluralismo confiere a todos una misma dignidad
de electores y no deja de ocultar la división en clases antagónicas.
Mediante estos dos polos del sobrecódigo, se halla oculta la profun­
didad de los conflictos socio-económicos, al mismo tiempo que
dispersa en una multiplicidad de conflictos más o menos artificia­
les. Estas dos dimensiones tienen, en lo fundamental, idénticos
efectos: la ideología consumista refuerza la sumisión mediante la
sola búsqueda de las ventajas privadas y la pluralista obstaculiza
la peligrosa unificación de las oposiciones. Sin límites aparentes,
la ideología del pluralismo tiene como tales la prohibición bien
específica de la destrucción del pluralismo.
Pero estas dos dimensiones deben ser distinguidas con claridad
y constituyen, al final, una posibilidad de alternativa. La ideología
política funciona como condición de producción de las significa­
ciones colectivas, lo que la ideología consumista no podría garan­
tizar. El solo proyecto de consumo tiende a vaciar de todo conte­
nido significativo las relaciones, los intercambios sociales y a los
propios individuos. Tiende a transformar en valor de cambio todo
lo que le toca, todos los seres se vuelven instrumentos u obstáculos
del consumo. En oposición a ésto, la ideología política constituye
el lugar de la revitalización de lo significativo, el lugar de salvación
de las significaciones sociales que ni las costumbres ni la religión
pueden ya asegurar. Mientras que la ideología consumista interroga
los poderes y amenaza su influjo mediante la indiferencia, el plu­
ralismo enuncia su legitimación y la revalidación permanente de
las autoridades.
Así, a grandes rasgos, los partidos políticos mayoritarios se van
a ubicar en este mapa complejo y a proveer una respuesta original
sin descuidar ninguna de esas dimensiones. Tradicionalmente, los
partidos de “ derecha” esgrimen el liberalismo para proteger la
independencia de los jefes de industria, mientras que los de “ iz­
quierda” esperan del reforzamiento de lo político una mejor distri­
bución de los bienes. Esquemáticamente, se podría decir que la
derecha tiende a liberar la economía de la tutela de la política y
que la izquierda tiende a liberar la política de la tutela económica.

138
á á B ffll

Empero, en la constelación moderna, ningún gran partido puede


abandonar estos esquemas, obligado como está a demostrar que es
capaz de satisfacer a la vez las demandas del consumo, de la
libertad y de la significación.

VI. L A P A T O L O G IA S O C IA L E N E L P L U R A L IS M O

Esta combinación particular de una ideología predominante­


mente consumista y del pluralismo, crea numerosas situaciones de
contradicción y acarrea un malestar, un “ desencanto” difuso.
La ideología consumista inculca a cada uno la obligación de
adquirir y consumir bastante más allá de toda posible designación
del nivel de necesidad. Como se ha demostrado a menudo, el desa­
rrollo de las producciones no deja de crear nuevas necesidades y
persuadir a los consumidores de la urgencia de satisfacerlas. In ­
cluso en ausencia de una publicidad excepcionalmente persuasiva,
la presencia de objetos seductores y susceptibles de ser comprados,
induce a cada quien a identificarse como consumidor y a valori­
zarse por medio del consumo. El valor de uso de la mercancía,
medio de satisfacción de la necesidad fisiológica, se encuentra am­
pliamente integrado y sobrepasado por un valor social que hace
del consumo una obligación relevante.8 E l código del consumo crea
una verdadera ortodoxia o, más exactamente, una ortopraxia, una
regla general y compulsora de conducta bajo la forma de la obli­
gación interiorizada de adquirir, consumir, exhibir el placer de
consumir. La presencia de una ideología inculcada es bastante
notoria en todo esto: valores, normas, todo un sistema de creencias
y representaciones, se impone incesantemente a todos, inhibiendo
otras cuestiones y otros modos de vida. Este código del consumo,
al movilizar las fuerzas y los afectos, al rechazar en la humillación
de la inferioridad a los que se vuelven “ modestos” , los “ económica­
mente débiles” , ejerce una provocación permanente y una especie
de terror sutil cuyas víctimas son todas las clases desfavorecidas.
La ortodoxia consumista comporta una eficacia más digna de-con­
sideración que las antiguas ideologías del trabajo: no debe teorizar
ni polemizar: se impone mediante la seducción que implica su
ausencia de sublimidad. Y en la misma medida en que resulta
provocadora, multiplica las frustraciones, promete sin conceder,
impele los deseos a un rebasamiento perpetuo.
Este código omnipresente se dirige a cada uno aisladamente
y a cada hogar en la intimidad de su consumo privado. N o refi­
riéndose, aparentemente, más que al placer individual, funciona
como agente de separación de los individuos consumidores. De
hecho, actúa como inductor de una rivalidad entre todos y las
diferentes categorías sociales. Ninguna de estas últimas puede
darse por satisfecha en la escala de recursos, amenazada como está
de verse reatrapada en el escalón inferior y determinada a buscar
la equivalencia en el superior. Así, la ideología del consumo gene-

139

I!
ralizado asegura una movilización permanente de los consumidores
y simultáneamente su división en un clima de rivalidad y envidia.
Los deseos no de jan de cristalizarse y refrenarse en esta intensidad
de cambios y rivalidades, ni los valores de modificarse, acarreando
una insatisfacción permanente.
Corresponde entonces a los ideólogos políticos retomar la tarea
de volver a significar y reunir lo que el régimen de producción y
consumo no deja de negar. Pero, precisamente, el pluralismo, por
definición, erige un campo de discurso, jamás reconciliado consigo
mismo, institucionaliza la disensión y, mejor aún, valoriza la crí­
tica y el conflicto simbólico. La violencia simbólica es, en este nivel,
funcional, ya que los agentes individuales y colectivos no pueden
encontrar lugar allí sino mediante la crítica y la formulación más
extremada, para hacerse reconocer. Al mismo tiempo, las reglas
de la actualización prohíben el recurso a la secularidad de las
ortodoxias, llevando las posiciones y las expresiones a una modi­
ficación permanente.
A partir de esto, el individuo corre el riesgo de reencontrar en
el nivel de lo político las mismas disonancias y las mismas fuentes
de angustia que en el económico. Las tensiones experimentadas
en el trabajo y el consumo se vuelve a encontrar en el nivel de las
significaciones políticas, en que no se opera ningún resultado global
en la confluencia de las distintas intencionalidades. En el trabajo,
el individuo se encuentra frente a un sistema en que se hace visible
la desigualdad social; en el consumo, frente a un sistema de frus­
traciones reiteradas; en la política, frente a una diversidad de
respuestas contradictorias y una ausencia de construcción del fu­
turo. La seguridad mediante la proposición de un futuro, que toda
ortodoxia puede aportar, no podría realizarse en un sistema en
que las alternativas están precisamente cuestionadas y el porvenir
es aparentemente abierto.
Tal sistema no podría estar investido, entonces, con firmeza ya
que, por el contrario, no deja de desalentar la fijación de los de­
seos. Puede facilitar la circulación de los flujos de producción, pero
no podría provocar flujos emocionales y enérgicos, ya que no se
provee ninguna instancia durable a la fijación de los deseos colec­
tivos. Los modelos culturales que podrían compensar, por su cohe­
rencia y estabilidad, la fluidez de las normas político-económicas,
resienten ellos mismos los contra-golpes y son el objeto de una <
crítica y una revisión incesantes. Este sistema social induce una
crisis de identidad particularmente sensible en las clases medias,
que no tienen ni la comodidad de los privilegiados, ni el apoyo
de la solidaridad popular. A cada uno se le hará la exhortativa
para que encuentre en el repliegue sobre sí mismo la solución, con
el consiguiente reforzamiento de sus defensas narcisistas; sin em­
bargo, si el yo es propuesto en efecto como lo absoluto y el fin
último de las acciones, esta proposición se realiza a la vez en la
futilidad del yo y en la ausencia de su significación con respecto
a los otros. Se invita al individuo a encontrar su solución en su

140
narcisismo eventualmente esquizoide,9 pero sólo como refugio ante
su depresión, cuando no a su angustia.
Esta sociedad dividida, que se encuentra, desde este punto de
vista, en oposición a las ortodoxias y su aptitud para canalizar los
deseos colectivos, no puede generar la movilización de las energías
sobre los objetivos que propone. Está afectada de cierta fragilidad
y una tentación permanente de encontrar la solución a sus contra­
dicciones en una ortodoxia apremiante. Pero, de manera aparente­
mente contradictoria, esta patología que afecta a los individuos
participa también en la resistencia del sistema y en su flexibilidad
para adaptarse. Si la movilización social está excluida, la de los
consumidores se realiza con creces, asegurando a las actividades
de producción un sostenimiento eficaz. A través de las moviliza­
ciones privadas se logra cierta movilización colectiva. Así mismo,
la dispersión de los investimientos afectivos y su desestructuración
no dejan de hacer posibles nuevos reclutamientos y facilitar la m o­
vilidad de las tentativas. Finalmente, la enfermedad generalizada
que daña a los individuos y las colectividades, los incita a reac­
ciones favorables al mantenimiento del sistema: el malestar reite­
rado impulsa a los individuos a refugiarse dentro de los límites de
su actividad privada y a los grupos primarios al estrechamiento
de sus vínculos. El nuevo malestar de la civilización aumenta los
comportamientos defensivos, desvía los investimientos políticos y,
al hacerlo, asegura una amplia dimisión de los ciudadanos y el
abandono de sus controles en provecho de los poderes económicos
y del Estado. La conservación de los poderes está favorecida, no
por el apoyo del entusiasmo, sino por el mantenimiento del
descontento.

141
C A P IT U L O V I I : V E R D A D Y D IS T O R S IO N

La detección de la articulación constante entre los conflictos


sociopoliticos y la producción de ideologías, debe permitirnos res­
ponder a los problemas de la “ verdad” y la ilusión ideológicas. Se
sabe hasta qué punto se formulan a este propósito los juicios lapi­
darios más contradictorios, ya sea transformando en evidencia y
hasta en ciencia una ideología política, o por el contrario, transfor­
mándola en “ falsa conciencia” , en una representación alterada de
la realidad. Todos estos juicios toman ingenuamente como criterio
la verdad científica, considerada como perfecta e intangible, de tal
manera que ese criterio no podrá aplicarse al discurso vivo, social
y polémico que constituye la ideología política.
Ahora bien, existe ciertamente una verdad de las ideologías,
con tal que se repare en que éstas no tienen la misma pertinencia
durante los diferentes momentos de su historia, y con tal que esa
“ verdad” sea definida en su particularidad de verdad conflictual.
Para que una ideología pueda constituir el discurso vivo de
una práctica, es necesario que se adecúe, de alguna manera, a los
elementos de la experiencia, de la cual construye una totalización
a la vez que una corrección. La simple afirmación identificadora
mediante la cual se designa un grupo social, un partido, sirve para
nombrar adecuadamente una colectividad y, simultáneamente, bo­
rra las diferencias y las divergencias. El margen de distorsión se
inscribe en una práctica de sobrepasamiento de estas divergencias,
a partir de las relaciones comunes. En la misma forma, lejos de ser
una simple ilusión, la ideología proclama en sus grandes líneas la
situación del grupo y las amenazas que lo rodean. Evoca la estra­
tegia del gTupo y los objetivos que responden a sus intereses y al
hacerlo, los constituye. La verdad de una ideología se puede señalar
en estas tres dimensiones, en cuanto designa al grupo, traduce su
situación y expresa sus objetivos. Sin embargo, en todas ellas
se vuelve a encontrar el carácter práctico de la ideología y la re­
construcción dinámica que realiza de las identidades, situaciones,
estrategias. j
Ilustremos esta teoría de la “ verdad conflictual” con tres ejem­
plos diferenciados en alto grado: Bossuet, John Locke y K. Marx.

142
I. B O S S U E T Y J. L O C K E

La oposición, tan profunda, entre las ideologías políticas de


Bossuet y Locke, nos permite recalcar hasta qué punto una verdad
está contenida en sus construcciones y cómo difieren sus distorsio­
nes. De autores contemporáneos,1 considerados en 1690 como los
pensadores casi oficiales del régimen establecido, los separa una
extrema distancia, que nos permitirá verificar nuestras hipótesis.
Bossuet construye el modelo de un orden social unitario en
grado sumo, religioso y centrado sobre la legitimidad del príncipe.
“ El gobierno monárquico es el mejor” ,2 el más fuerte, el más
duradero, el más apto para asegurar la estabilidad del Estado en
medio de las pasiones incesantes que amenazan con provocar la
confusión. L a unión entre los hombres se establece mediante la
sola autoridad del gobierno: el poder real es, así mismo, divino
por esencia y su autoridad absoluta.3 N o hay, no debe existir po­
der (“ fuerza coactiva” ) susceptible de oponerse al mandato legí­
timo. El carácter absoluto de la soberanía real es la garantía de la
paz pública y de la unidad del Estado. Lo que no significa que
este poder sea ilimitado y menos aún arbitrario: el príncipe legí­
timo se somete a las leyes generales de la religión y del reino, que
ejercen y deben ejercer sobre él su “ potencia directiva” . Una de
las condiciones esenciales de la paz pública radicará, entonces,
en las cualidades personales del príncipe: su piedad, su bondad, su
habilidad para hacerse amar como para hacerse temer.
Y a que el principio de la soberanía no podría residir en el
pueblo, el derecho a la insurrección no puede ser legítimo. La
desobediencia civil no puede justificarse más que en el caso de
falta contra las leyes divinas por parte del príncipe y la misma
no puede asumir sino una forma pasiva, a ejemplo de los már­
tires, que remiten a la sola voluntad de Dios el cuidado de recor­
dar al rey el respeto por la justicia. Todo príncipe que autorizase
a un “ montón de vasallos” a defenderse contra el poder legítimo,
alentaría una anarquía permanente.4
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, que son un aspec­
to esencial de la vida pública, deben ser, entonces, complementa­
rias, puesto que los fines últimos son de esencia religiosa: la
salvación de todos, la realización del amor de Dios y de la cari­
dad. Servir al Estado no es sino otra manera de servir a Dios.5
L o espiritual y lo temporal deben estar unidos profundamente,
sin confundirse: el rey debe respetar las decisiones eclesiásticas,
así como aportar el apoyo de su fuerza para luchar contra la im­
piedad y, si hiciese falta, contra “ las falsas religiones” .
En tal edificio de la legitimidad real, órdenes y particulares
están menos legitimados en su rango, que incitados a realizar los
valores de la salvación. Por poderosos que sean, los nobles no
deben olvidar para nada que todos los hombres son iguales bajo
la mirada de Dios. Los ricos, si bien pueden considerar como le­
gítima la propiedad de sus bienes, deben así mismo dar pruebas

143
de que no son admitidos en la Iglesia más que bajo la condición
de servir a los pobres. Y si bien estos últimos están sometidos,
en el mundo, a los primeros, ante la Iglesia, de la que son los
verdaderos hijos, ocupan el primer lugar.6
Los valores supremos a los que apela Bossuet son, pues, reli­
giosos y si el modelo social legitimado no es teocrático, son los
valores espirituales los que se sitúan, no obstante, como finalidad
de la acción: los vínculos de amor y de sumisión en el amor son
los que deben unir al vasallo a su rey y al fiel a su sacerdote.
Son vínculos de amor y de comprensión los que deben obligar
al rico hacia el pobre, constituyendo el logro de la salvación el
fin último, mediante la fe en la Providencia y la confianza en la
Iglesia.
La respuesta de Locke es tan vigorosamente opuesta a este
discurso católico, que podría tomarse como la negación, palabra
por palabra, de las proposiciones de Bossuet. La profundidad de
la oposición nos permitirá investigar cuál de estas explicaciones
es la más pertinente para dar cuenta de lo que trata.
A la visión unitaria del obispo de Meaux, Locke opone una
concepción radicalmente pluralista, en la cual elementos distin­
tos establecen relaciones de contrato que son fundadoras del or­
den social. El principio aristotélico de la separación de poderes
se vuelve una regla esencial del sistema político, que garantiza
a cada individuo la protección contra el ejercicio despótico del
poder. Las relaciones entre el poder constituyente, legislativo y eje­
cutivo, como las relaciones entre estos poderes y los individuos,
deben ser explicitadas y definidas, con el fin de que se asegure,
mediante la distinción de funciones, el respeto a las libertades
y los derechos.
Es que, en efecto, la legitimidad no radica de ningún modo en
un derecho divino, ni en la divinidad del príncipe, lo que postu­
laría que el hombre ha nacido esclavo, incapaz de escoger a sus
gobernantes y subyugado al despotismo del poder absoluto:? tal
concepción, que rebaja al hombre al rango del esclavo, es indig­
na de una nación integrada por hombres dignos. La distinción
entre “ el estado de naturaleza” y “ la sociedad política” es fun­
damental, ya que permite comprender que los hombres son de­
tentadores de derechos y deberes naturales, aún antes del esta­
blecimiento del contrato político. “ El estado de naturaleza está
regido por un derecho de naturaleza” ,8 mediante el cual todos
los hombres son “ perfectamente libres” ,0 iguales e independien­
tes. Este estado no es en absoluto el de la guerra de todos con­
tra todos, sino, por el contrario, aquél en el que cada uno respeta
las reglas racionales de la vida en común. La sociedad política
no es aportada de ningún modo a los hombres por un poder divi­
no, paternal o real: nace de una convención particular “ por me­
dio de la cual todos se obligan conjunta y mutuamente a formar
una sociedad única y a constituir un solo cuerpo político’ MO La
legitimidad no proviene de lo divino: procede del hombre en tan-

144
to ser racional detentador de derechos naturales: no desciende de
lo sagrado sino emana de los propios hombres y de las conven­
ciones que realizan. La legitimidad procede de los hombres, de su
racionalidad y sus derechos naturales, del pacto que acuerdan
para formar la sociedad política.
El príncipe no podría, pues, situarse por encima de las leyes,
y la concepción de la monarquía absoluta no es más que el ves­
tigio de los regímenes tiránicos y la justificación servil del some­
timiento. El ejecutivo no es más que uno de los mecanismos de la
sociedad política: no puede actuar sino dentro del cuadro defini­
do por la ley, aún si la urgencia de la situación impone recono­
cerle cierta independencia con respecto al orden legislativo. En
esta perspectiva, la resistencia popular a las empresas de los po­
deres es rigurosamente natural y necesaria. Y a que la legitimidad
proviene de la ley natural y del pacto social, puesto que los dife­
rentes poderes no son más que depositarios para cumplir fun­
ciones, se desprende de ello que el pueblo tiene el derecho de opo­
nerse a los poderes desde el instante en que éstos se opongan a la
misión que se les encomendó.U Desde el instante en que los po­
deres, legislativo o ejecutivo, entren en conflicto contra los dere­
chos naturales, contra las libertades o las propiedades del pueblo,
los ciudadanos están dispensados de obedecer y deben asegurar
la defensa de sus derechos utilizando todos los medios para eli­
minar a los antiguos poderes e instaurar otros nuevos.
Este derecho natural de resistencia al poder, aspira a defen­
der a la vez la libertad de las personas y la libre detentación de
los bienes. En efecto, es en el estado de naturaleza donde Locke
sitúa la apropiación de los bienes, que resulta, en particular, del
trabajo individual: la propiedad es, pues, un derecho de natura­
leza, anterior a la convención que funda la sociedad política.
Mientras que Bossuet, sin impugnar la legitimidad de la propie­
dad privada, la subordina a una crítica religiosa y la rodea de sos­
pecha fundamental, de acuerdo con el espíritu del Evangelio,
Locke, por el contrario, hace de ella un derecho esencial y una
garantía contra las tiranías. Es que el hombre libre se define por
la libre posesión de su vida y la libre detentación de sus bienes:
el hombre libre es detentador a la vez de su derecho político y de
sus bienes.12 Si los hombres “ entran en sociedad” , es porque quie­
ren a la vez salvaguardar su seguridad y “ salvaguardar su pro-
piedad” .13
Los valores supremos a los que invita Locke no son, pues, ni el
amor al príncipe ni la salvación eterna. Los fines esenciales que pro­
pone conciernen a la vida política y a las actividades económicas y
pueden resumirse en los conceptos de “ libertad” y libre disfruté.
La libertad política va a expresarse en el derecho natural de re­
sistencia contra el despotismo y, aún más, en el ejercicio perma­
nente de los derechos de control sobre los poderes. En el orden
económico, “ el gran fin que los hombres persiguen... es disfru­
tar apaciblemente y sin peligro de su propiedad” ,34 ya provenga

145
ésta del trabajo inmediato, del salario, de una posesión de bienes
raíces o industriales. El trabajo, que es la condición de la activi­
dad útil, es ciertamente un valor moral esencial; a título de pro­
longación de la propia persona, establece su derecho al disfrute.
Estos dos modelos de sociedad que construyen en la misma
época Bossuet y Locke, se oponen así antitéticamente. A la ima­
gen unitaria de una sociedad perfectamente integrada, Locke
opone la de una sociedad diversificada en funciones distintas.
A la imagen de un orden jerarquizado a partir de un centro ab­
soluto, detentador de la legitimidad suprema, opone un orden
recorrido por relaciones complejas, relaciones contractuales entre
los particulares, entre los propietarios y los asalariados, entre los
ciudadanos y los diferentes poderes. A los vínculos de amor y
comunión espiritual, opone relaciones políticas de contrato y con­
trol, vínculos económicos de intercambio y de trabajo.
Ahora bien, estos modelos poseen, ambos, su verdad, que no
se comprende más que a través de los conflictos a los cuales dan
respuesta. Uno y otro responden, contradictoria y respectivamen­
te, a las tensiones de la sociedad francesa bajo la monarquía ab­
soluta y a las tareas de la burguesía inglesa en la época que pro­
sigue a la revolución de 1688.
E l discurso de Bossuet lleva a cabo la descripción, significante,
de una situación de hecho o la de la concentración de los poderes
políticos en las manos de Luis X IV . Duplica, en estructura de
sentido, un edificio político en que el rey constituye, en efecto,
el centro de decisión y la fuente eminente de las atribuciones
del poder; el cual encuentra en la Iglesia oficial un apoyo deci­
sivo, al mismo tiempo que un modelo. En este sistema política de
la segunda mitad del siglo X V I I , los vínculos entre la Iglesia y
el Estado son particularmente estrechos y condicionan la estabi­
lidad de la sociedad en su totalidad: Bossuet sitúa en el corazón
de su teorización esta articulación decisiva entre el Estado mo­
nárquico y la jerarquía eclesiástica, entre lo temporal y lo espiri­
tual, entre la centralización estatal y la religiosa, que constituye,
efectivamente, un aspecto importante de la totalidad social. Locke,
todo lo contrario, reproduce la estructura pluralista de la monar­
quía parlamentaria, tal como se encontraba organizada en la In ­
glaterra de 1690 y que se caracterizaba, en particular, por la li­
mitación impuesta al poder real por el legislativo. Su teorización
de la legitimidad ascendente simboliza fielmente esta nueva
relación, en la que el rey se ve atribuir cierto número de “ pre­
rrogativas” de las que puede hacer uso, pero no transgredir. A l
mismo tiempo, todo el contenido significativo difiere. Bossuet
describe esencialmente la estructura política, la necesidad del go­
bierno, el ejercicio de la autoridad legítima. Locke toma como
punto de partida el ejercicio de los derechos naturales, el trabajo,
la apropiación privada; subordina las funciones políticas a los
intereses de la sociedad civil. A partir de ahí el asunto de la pro­
piedad se vuelve central y debe ser el objeto primordial de la

146
legitimación: el signo de la presencia de Dios sobre la tierra ya
no es el rey, sino la apropiación privada, que representa, en el
derecho, la delegación de la voluntad divina. Dios ha obligado
a los hombres a producir y a trabajar y, por este medio, los ha
habilitado para apoderarse de los frutos de su trabajo como de su
comercio: “ Dando la orden de dominar las cosas, Dios habilita
. al hombre a apropiárselas” .15 La distinción entre los propietarios y
los desposeídos, proviene, pues, de la teorización, aún si el des­
arrollo de este tema es relativamente corto; la legitimación de la
i . propiedad y la desigualdad en la posesión de los bienes materia­
les incluye la legitimación de la no-propiedad y del salario. Locke
explica con toda claridad que el trabajo aportado por el asala­
riado pertenece al propietario y que los frutos del mismo le corres­
ponden con legitimidad: “ La hierba que ha comido mi caballo,
la turba que ha extraído mi servidor, se vuelven mi propiedad,
sin el acuerdo ni la cesión de nadie” .16 E l producto del trabajo
aportado por el asalariado se vuelve, con plena legitimidad, al
detentador del capital. Existe, ciertamente, relación de homolo­
gía entre el discurso de Locke y esa sociedad inglesa del siglo
X V I I , en que tiende a cristalizar la oposición entre los propieta­
rios rentistas del suelo, comerciantes y capitalistas industriales,
por una parte, y asalariados por la otra.
Así también, Bossuet y Locke sitúan, en el centro de su teori­
zación, dos prácticas perfectamente opuestas. El primero des­
cribe precisamente el ejercicio del poder político y la actividad
pastoral: refiere el buen uso del poder y las reglas de la obe­
diencia civil, analiza con minuciosidad las buenas y malas formas
de la piedad. Las conductas importantes y ejemplares son las re­
laciones con el príncipe y con Dios. Locke, por el contrario, toma
como modelo la actividad del trabajo, de gestión y de disfrute de
los bienes; en este sentido, el límite que le impone a este disfrute,
evitar el “ desperdicio” .IV indica bien claramente el espíritu dentro
del que debe actuar el hombre correcto: cuidar su propiedad sin
ostentación ni gastos suntuarios, perseguir su acrecentamiento
para bien propio y de los suyos. E l hombre ejemplar no es el prin­
cipe ni el sacerdote, sino “ el hombre de industria y de razón” , el
que sabe hacer fructificar su propiedad sin perjuicio de los otros
propietarios, constituyendo su antípoda el hombre “ pendenciero
y enredoso” ,18 que viene a perturbar la buena marcha del trabajo
y los negocios.
De estos dos ejemplos contrastantes se desprende una con­
clusión provisional, relativa a “ la verdad” de una idelogia. Ninguno
de estos discursos posee para nada la arbitrariedad que se atri­
buye sin razón a las grandes construcciones de la filosofía política.
Las intenciones personales de Bossuet y Locke tiene poco peso,
en comparación a la que enlaza el verbo con la organización social
que le sirve de modelo. Consciente o inconscientemente, el gran
ideólogo traduce en el verbo magnificante de la legitimación, una
organización socio-política en la cual participa. Hay algo que habla

147

1 J
en el discurso ideológico y ese algo está bien estructurado en otra
parte, en el nivel consistente y determinante de la organización
social. E l creador está como atravesado por esta relación entre la
estructura concreta y la simbólica, no es más que un mediador
genial, capaz de operar esa traducción de las relaciones objetivas
en una estructura de sentido. Existe aquí lo que podemos llamar
una verdad de la ideología, si entendemos como discurso verdadero
el que puede simbolizar un sistema de relaciones concretas con
cierto grado de aproximación.
A l mismo tiempo, estas verdades, exaltadas y parciales, respon­
den polémicamente a los conflictos temporales. Bossuet combate
simbólicamente, como lo ha hecho en la práctica, las religiones
protestantes y las disensiones en el seno de la catolicidad. Su
magnificación del poder real se inscribe en una estrategia de
aplastamiento de las divergencias religiosas, mediante la interven­
ción del poder central. Bossuet combate simultáneamente todas
las tentativas de insubordinación con respecto a la monarquía,
tanto al nivel de los príncipes como en el de la burguesía.
Por el contrario, toda la argumentación de Locke acerca del
fundamento de la autoridad, tiende a minar el poder absoluto y
a proveer a la joven revolución los instrumentos eficaces de la legi­
timación, a dotar a la nueva clase dirigente de un discurso común
que asegure su cohesión, a proporcionarle, así mismo, los instru­
mentos simbólicos contra las clases dominadas.
La ideología política posee esa especificidad de no ser ni un
discurso verdadero ni falso, en el sentido científico del término,
sino de fundar, en una misma lógica, la verdad y la ocultación
polémica, las intuiciones vivas y las distorsiones. Es precisamente
tal especificidad la que hace del discurso ideológico una fuerza
simbólica históricamente creadora.
Se puede verificar esta dinámica en la obra de Marx, con tal
que se distinga con claridad el análisis con vocación científica del
Capital, que no es objeto de nuestra interrogación actual, de las
indicaciones que se proponen acerca de la sociedad comunista fu­
tura, únicas que se cuestionan aquí.

II. LA IM A G E N D E LA S O C IE D A D C O M U N IS T A
E N LA OBRA D E M A R X

En tanto que los modelos construidos por Marx para explicar


el funcionamiento y las contradicciones del modo de producción
capitalista, alcanzan una extrema coherencia lógica, las indica­
ciones que se refieren a la sociedad futura, socialista o comunista,
son escasas y fragmentarias. La explicación más frecuente que
dan los comentadores atribuye esta discreción a la prudencia de
un espíritu alerta, poco deseoso de confundirse con los construc­
tores de utopías y de usurpar el sitio de la creatividad de las
generaciones futuras.19 Sin embargo, esta justificación contradice

148
el carácter perfectamente aseverativo de las indicaciones propues­
tas. Las tesis que se refieren a la eliminación de la propiedad pri­
vada, la instauración de un “ plan concertado” , la dictadura del
proletariado, la distinción entre la fase instauradora y la comu­
nista, el advenimiento de la sociedad sin clases, están formuladas
decididamente como conclusiones objetivas de una ciencia consti­
tuida. En efecto, la revolución no es para Marx una aventura sin
antecedentes: prolonga las contradicciones del sistema social que
contienen la potencialidad del sistema futuro; cuando la clase re­
volucionaria se subleva, encuentra el contenido de su acción dentro
de su propia situación: el teórico revolucionario puede entonces
discernir las formas esenciales de esa acción y el modelo social
que la praxis tiende a instaurar. Esta evocación sistemática de la
sociedad futura es, por otro lado, necesaria para clarificar la em­
presa revolucionaria y favorecer su desenvolvimiento.
Ahora bien, la lectura de las páginas de Marx consagradas a
estos problemas en La ideología alemana, el Manifiesto del partido
comunista, La guerra civil en Francia, E l capital, la Critica de los
programas de Gotha y de E rfurt, revela dos direcciones de pensa­
miento: una que pone el acento sobre la necesidad de una centra­
lización económica; la otra que privilegia, por el con trario, la liber­
tad y la autonomía de los grupos productores. Lejos de que esta
divergencia corresponda a una vacilación propia del pensamiento
de Marx, nos parece que un análisis estructural, al poner en rela­
ción las formas de práctica social en los años 1830-1880 con los
análisis de Marx, puede explicar este problema a través de las
contradicciones propias de los movimientos revolucionarios de esa
época.
Las escasas líneas que anuncian en el Manifiesto del partido
comunista las medidas a tomar para asegurar la realización de la
revolución social, son muy características de la primera orienta­
ción. Las diferentes medidas propuestas aspiran a “ centralizar
todos los instrumentos de producción en manos del Estado” . Para
lograrlo, el crédito será monopolizado por “ una Banca nacional,
cuyo capital pertenecerá al Estado, y gozará de un monopolio ex­
clusivo” . Los medios de transporte estarán concentrados “ en manos
del Estado” y esta instancia suprema se encargará de multiplicar
las “ manufacturas nacionales” , luego de una planificación global.
Por otro lado, esta nueva organización económica será realizada
mediante la creación de “armas industriales” , en el seno de las
cuales el trabajo será obligatorio y ordenado racionalmente.20
Tales indicaciones expresan una concepción muy coherente de
la sociedad industrial y su organización. El objetivo propuesto es
operar una racionalización de la actividad social para sobrepasar
los conflictos y alcanzar un desarrollo masivo de la producción. En
tal perspectiva, es importante que la gestión de los bienes se sus­
traiga a la arbitrariedad de las instancias inferiores y se confíe a
una autoridad estatal, que procure por el bien de todos. Dicha
centralización unitaria permitiría una extrema integración social

149
y la ampliación de la disciplina de la sociedad. Haría posible la
organización de la actividad de acuerdo con un modelo que no
deja de evocar la organización militar. En esta concepción, la ra­
cionalidad se sitúa en el Estado y se confía implícitamente a sus
agentes.
A tal concepción unitaria, racionalista y estatal, se opone fron­
talmente la segunda visión de la sociedad comunista, que se expresa
en múltiples textos y sobre todo en la obra que escribió Marx a
propósito de la Comuna de París, La guerra civil en Francia.
Mientras que en la primera concepción, la solución de las contra­
dicciones se busca de inmediato al confiar los poderes a una ins­
tancia superior y centralizadora, Marx hace aquí la apología de un
sistema social descentralizado en sumo grado, en el que los poderes
esenciales quedan en manos de las unidades sociales naturales que
constituyen las comunas. Es en estas unidades autónomas donde
se realizaría el “ gobierno de los productores por sí mismos” y
donde sus libertades serían garantizadas. Lejos de que los instru­
mentos de producción sean entregados a una instancia estatal,
Marx aprueba, pues, la entrega de los mismos, junto con los servi­
cios públicos, a las colectividades locales. Hace la apología de las
“ asociaciones cooperativas” tal como habían sido concebidas por
Buchez y Proudbon, en que la propiedad de los medios de pro­
ducción no se confía de ninguna manera al Estado, sino más bien
a los propios productores bajo una forma indivisa. El problema
no es ya sólo destruir los privilegios económicos de los “ apropia-
dores” , sino evitar, a la vez, que se constituya otro poder alienante
que sería un nuevo Estado centralizado y opresivo.21
Es en este punto, efectivamente, donde se revela toda la dis­
tancia que separa los textos que se pueden calificar de estatales y
estos otros que lo pueden ser de comunalistas. Resolver las anti­
nomias sociales es sobre todo, en los primeros, erigir instancias
autoritarias y racionales, que fiiarán los planes de la producción
colectiva. En los segundos, por el contrario, lo esencial es destruir
la maquinaria estatal e impedir que se constituyan nuevos órga­
nos de opresión. A partir de este hecho, se preconiza una serie de
medidas que tienen como finalidad impedir el retomo a úna “ super-
centralización” burocrática. El carácter incesantemente revocable
de los conceios municipales va a asegurar la permanencia del con­
trol popular. La elección de todos los funcionarios impedirá de ma­
nera radical la subordinación de las funciones públicas al poder
gubernamental. Así también, los establecimientos escolares debe­
rán liberarse de toda injerencia del Estado. Se trata pues de dos
modelos opuestos de sociedades y de dos modalidades de la legi­
timidad: en la primera, la sociedad comunista es, antes que nada,
una sociedad económicamente racional, en la cual esta racionalidad
se logra por absorción de las diferencias, encarnándose en las ins­
tancias superiores, para imponerse a la totalidad social. E l lugar
eminente de la legitimidad se colocaría en la instancia central,
delegándose en las instancias secundarias. En la segunda concep-

150
ción, la sociedad comunista es sobre todo una sociedad liberada
de las instancias represivas, en donde la libertad está garantizada
por la autonomía de las comunas y de los centros de producción,
en donde los equilibrios socio-económicos deban emanar, perma­
nentemente, de los acuerdos realizados entre las asociaciones co­
operativas. La legitimidad reside en los propios productores y se
manifiesta en el control de todas las actividades públicas. L a pri­
mera concepción no se da sin evocar el modelo centralista de la
monarquía según Bossuet, mientras que la segunda conserva la
forma de legitimidad ascendente de que Locke nos proporciona
el ejemplo.
La yuxtaposición de dos proyectos políticos tan alejados, en
una obra que manifiesta tanta unidad en el campo del análisis
económico, no podría ser producto de una mera indecisión inte­
lectual. Tal parece como si el creador adhiriese dos visiones políti­
cas de manera alternativa, sin poder sobrepasar la contradicción
ni tomar plena conciencia de ella.
Siguiendo lqs hipótesis que hemos propuesto con anterioridad,
se puede suponer que se expresan en la obra de Marx dos proyec­
tos efectivamente distintos, que corresponden a dos movimientos
sociales que colindan sin oponerse, durante los años 1850 y que
corresponden, en realidad, a estructuras socio-económicas diferen­
tes, como a capas sociales aliadas y rivales.
1 / El proyecto de una racionalización general de la economía
a partir de una centralización estatal había encontrado ya una
amplia expresión en los movimientos intelectuales y políticos ante­
riores a 1840. En 1820, Saint-Simon, en su obra E l organizador,
enunciaba el proyecto de una planificación industrial a nivel na-
cional.22 Aseveraba con virulencia la necesidad de destruir el anti­
guo sistema político, que no era, ante sus ojos, más que el vestigio
del sistema feudal y militar. Incitaba a los “ productores” a reu­
nirse en instancias de debate y de decisión, donde serían discuti­
dos, no proyectos políticos guerreros, sino solamente los grandes
proyectos económicos destinados a satisfacer las necesidades mate­
riales y morales de la población y, en primer lugar, de las clases
más numerosas y las más pobres. Convocaba a una asociación de
productores, destinada a reemplazar las viejas formas del Estado
político: instigaba, conforme la fórmula de la ideología alemana, a
una organización de los productores dentro de un “ plan de con­
junto” ^ La idea central de este proyecto era transformar radi­
calmente la estructura política, ya fuese feudal o liberal, para re­
emplazarla por una nueva forma de existencia social, orientada
por completo hacia la conauista de la naturaleza y la satisfacción
de las demandas y necesidades de todos. En este sentido, Saint-
Simon incitaba a íos sabios, los industriales y los artistas, a unirse
en una comunidad de trabajo, a organizarse en “ ejércitos indus­
triales” entusiastas, llamados a realizar las grandes tareas desti­
nadas a unificar las naciones. Bajo formas muv diversas, este gran
proyecto de una racionalización socialista de la vida económica se

151
reencontraba, en 1840, en las escuelas rivales en las obras de los
teóricos al estilo de Etienne Cabet, Louis Blanc, Constantin
Pecqueur.
Esta representación no era un simple ensueño, sino correspon­
día a una profunda mutación social, perfectamente percibida por
los espíritus más perspicaces, y a la emergencia de nuevas formas
de regulación social bajo el influjo del sistema capitalista. Al per­
cibir el desarrollo capitalista de la racionalización, los saint-simo-
nianos lo transponen a un nivel nacional, extendiendo así las nue­
vas estructuras de la empresa industrial al plan colectivo. Como
lo dice Saint-Simon, los industriales deben dejar de obedecer a las
clases militares y burguesas, deben administrar la nación como una
vasta empresa industrial y aplicar a la cuestión pública el saber
que ponen en práctica en su trabajo. Tal transformación implica,
en primer lugar, el replanteamiento de la propiedad privada puesto
que, en esta gestión unitaria de la producción, las decisiones indi­
viduales deben subordinarse a las generales. La escuela saint-simo-
niana y los comunistas de los años 1840 asocian desde entonces
estrechamente la destrucción del sistema de la propiedad privada
y la instauración de una planificación económica. Sin proponer la
fórmula, teorizan lo que se llamará posteriormente el “ socialismo
de Estado” . Conscientes de la emergencia de nuevas técnicas de
gestión, de la amplitud de las manufacturas y de las fábricas,
de la desaparición de las empresas dispersas, apelan a la exten­
sión de estos modelos objetivos y a su aplicación a la totalidad
social.24
Los defensores de esta nueva ideología no se reclutan tampoco,
necesariamente, en los medios populares, si bien encuentran allí su
apoyo; sus mejores propagandistas provienen de las clases burgue­
sas o de fracciones dominadas por estas últimas. Desde los años
1830 se nota en las escuelas socialistas francesas un número ele­
vado de estudiantes jóvenes que se rebelan contra los privilegios
de la gran propiedad, deseosos de convencer a las masas obreras de
la excelencia de su proyecto. Ingenieros, politécnicos de la escuela
saint-simoniana, en rebeldía contra el autoritarismo político y la
injusticia social, construyen una representación racional de la ac­
tividad económica, regida por el saber científico, del que serán los
primeros artesanos.25 Cuando, a finales del año 1843, Marx reúne
lo que considera el movimiento revolucionario, repite esa avanzada
de los jóvenes burgueses alzados contra las incoherencias del régi­
men y ávidos de aportar al movimiento social la teorización que le
falta. Es de esta posición particular de donde proviene, en primer
término, nos parece, esa teorización con carácter tecnocrático que
encontramos en las últimas páginas del Manifiesto del partido
comunista.
2 / En La guerra civil en Francia Marx se vuelve el defensor
de una ideología cuyos orígenes sociales son totalmente diferentes
y cuyo modelo le es aportado por una práctica insurreccional de
resistencia a los poderes establecidos. N o se trata ya de situarse

152
en el punto de vista de los dirigentes y prever la unificación de la
actividad económica bajo una autoridad racional, sino de justificar
una práctica de oposición que se manifiesta mediante la destruc­
ción de los poderes del Estado.
El modelo homólogo de esta teorización no podría situarse en
una estructura oficial establecida, ya que se trata, por lo contrario,
de destruir las formas establecidas y no de reformarlas. Es en una
serie de prácticas autónomas propias de la clase obrera donde
Marx encuentra su modelo y la materia de su interpretación. D i­
chas prácticas no son simples luchas obreras como huelgas y coali­
ciones que, si bien manifiestan una oposición al poder de los
empresarios, no determinan, por sí mismas, un proyecto político.
Marx señalará, con razón, que estas prácticas podrían no cuestio­
nar el modo de producción capitalista. En oposición a ello, es tes­
tigo de una serie de manifestaciones autónomas mediante las
cuales los artesanos, maestros obreros y compañeros, se asocian ya
sea en organizaciones de resistencia, ya en asociaciones de produc­
ción, y crean entre sí vínculos comunitarios que rompían totalmente
con los modelos capitalistas. Si antes y durante la Revolución de
1848, había estado poco informado del desarrollo de estas asocia­
ciones obreras, en 1871 tuvo plena conciencia de ellas y teoriza
entonces este movimiento, tomándolo como modelo de la sociedad
futura. Es a la vez en estas organizaciones autónomas de la clase
obrera y en estas prácticas revolucionarias efectivas, que conviene
buscar, nos parece, el referente histórico de esta segunda concep­
ción de Marx.
Los practicantes de este modelo social son, en este caso, miem­
bros de las clases populares: esas asociaciones de producción, esas
organizaciones mutualistas, esas cooperativas, son erigidas espon­
táneamente por los trabajadores manuales de las grandes ciudades.
El origen social de estos participantes múltiples está claramente
circunscrito: no se sitúa ni en la clase burguesa y superior, ni en
los medios rurales, que constituían, todavía en esa época, la ma­
yoría de la población de la Europa continental, sino en la clase
obrera de las grandes ciudades. Los intelectuales podían intervenir
en el curso de este vasto movimiento, en calidad de símbolos o
portavoces (Ph. Buchez, Proudhon), pero no hacen sino aportar
elementos de teorización a prácticas de las que no son ellos los ins­
tigadores. Ahora bien, de los tipos de relación entre estas prácticas
espontáneas y la teorización, provienen precisamente nuevas difi­
cultades: como lo hace ver perfectamente Marx, esta clase social
no es ni homogénea económicamente, ni está unificada cultural ni
ideológicamente. Los salarios están muy diferenciados según las
ramas industriales y las calificaciones; las instituciones autónomas
son múltiples y a menudo rivales; las creencias, las escuelas, di­
versas y opuestas. Pero además, estos obreros socialistas, que
fundan asociaciones de producción que, durante la Comuna de
París, van a construir una sociedad con estructura comunal y fe­
deral, no provienen, en su mayoría, del proletariado de las fábricas.

153
La mayor parte son obreros artesanos, “ maestros-obreros” y, even­
tualmente, dirigentes de pequeñas empresas. El proudhonismo que
Marx condena en el nivel teórico, pero del que aprueba las mani­
festaciones concretas en la insurrección de la Comuna, encuentra
precisamente sus orígenes y su modelo en la práctica espontánea
de los maestros-obreros, alzados contra la desposesión capitalista
y capaces de dirigir por sí mismos las organizaciones obreras que
fundan.26 Para Marx, que esperaba del proletariado, concebido
como clase homogénea y agrupada masivamente en las grandes
empresas, la acción revolucionaria, surge aquí una nueva dificul­
tad, cuando se encuentra frente a obreros del artesanado o a arte­
sanos independientes. En buena medida, el fracaso de la I Inter­
nacional se va a deber a este malentendido esencial.
Reinterpretada de esta manera, la creación de Marx aparece
como una empresa genial para integrar y sobrepasar una contra­
dicción social ya inscrita en el movimiento socialista de la primera
mitad del siglo X IX . Al participar, por sus orígenes sociales y su
actividad intelectual, en este medio de intelectuales que viven al
margen de la clase burguesa en rivalidad con ella, Marx percibe
en los conflictos de la sociedad capitalista la emergencia de una
nueva racionalidad, cuyo teórico se propone ser. Esta última ope­
raría mediante el reforzamiento de los poderes económicos del Es­
tado, remitiendo las decisiones a una ciencia soberana, única capaz
de dirigir armoniosamente la sociedad revolucionaria.27 Pero esta
teoría centralista debía despertar la desconfianza de los proud-
honianos y de los obreros anarquistas, prestos a sospechar detrás
de esta ideología estatal, el anuncio de un acaparamiento del nue­
vo poder por la clase burguesa: es esto lo que expresará con gran
lucidez Bakounin, que analizará tal aspecto del pensamiento de
Marx como la legitimación de una nueva burocracia ilustrada.
Sin embargo, en 1871, fiel a su intención de retomar la verda­
dera práctica de la clase obrera, Marx abandona este primer es­
quema, proclamando que los comunalistas aportan el verdadero
modelo revolucionario, “ por fin alcanzado” ,28 que se decide, en
primer lugar, a través de la eliminación del Estado.
Tenemos razones suficientes para afirmar que cierta lucha de
clases atraviesa simbólicamente la obra de Marx. En el Manifiesto
del partido comunista, llega a expresarse la posición de los teóricos
socialistas determinados con rigor por su clase social de origen,
aspirando a aportar su saber al movimiento, pero también a apode­
rarse de los nuevos poderes político-económicos. En La guerra civil
en Francia, se expresa la práctica autónoma e insurreccional de las
clases populares, conducidas por sus elementos más cultivados, que
pertenecen en su mayoría, a los sectores del artesanado y de las
pequeñas empresas.
Si estas indicaciones son exactas, permiten comprender mejor
el sentido de la creación de Marx, en tanto que respuesta histórica
a la complejidad de los conflictos. La crítica del capitalismo, la

154
afirmación reiterada de la permanencia de las contradicciones ex­
presa, esquemáticamente, ese conflicto social que recorre, en efecto,
toda la historia del capitalismo europeo, en la cual se oponen el
capital y el trabajo. El esquema crítico se inscribe en la lucha de
los dominados contra las clases dominantes, que había tomado
forma en Inglaterra y Francia desde antes que Marx enfrentase su
teorización. Pero, simultáneamente, este análisis se hace mensaje
de acción, forjado en el conflicto para sobrepasarlo mediante la
esquematización que realiza y la respuesta que propone. E l análisis
se hace práctica o inductor de una práctica, gracias a la vez a su
adecuación a los conflictos de su tiempo y a la exigencia de rebasa-
miento que implica. La insistencia puesta sobre el análisis del
sistema capitalista, tiene para Marx un alcance inmediatamente
práctico, en cuanto recrea el consenso en el nivel en que puede
establecerse: la denuncia de la explotación económica. La rebelión
contra el orden capitalista constituye, en efecto, el denominador
común a todos estos movimientos, ya provengan de las clases me­
dias o populares. Pero, para sobrepasar las divergencias internas
propias de tales movimientos, y para asegurar la cohesión de la
práctica revolucionaria, es necesaria una nueva teoría política, al
mismo tiempo que un partido llamado a disminuir los riesgos de
fracaso. El esfuerzo de M arx se sitúa no sólo en el movimiento de
rebelión contra la explotación capitalista, sino en los conflictos en
el seno de este movimiento para asegurar la unidad. N o obstante,
no puede lograr esto último sino ocultando ciertos aspectos del
movimiento y proponiendo una respuesta que disimula su parti­
cularidad.
Estas dos dimensiones de la ideología política: ser a la vez
teoría y práctica, ciencia y mensaje, están presentes, según formas
muy variables, en toda síntesis ideológica, como se puede ver en
los tres casos que escogimos.
Los tres ejemplos contienen una verdad en cuanto están rela­
cionados congruentemente con la organización social que les provee
su contenido y su ley estructural. El discurso de Bossuet se adecúa
ampliamente a las estructuras políticas de la Francia del siglo
X V I I , a la organización jerárquica de la Iglesia galicana, a las
relaciones complementarias que se establecen entre los poderes
temporal y espiritual. Locke, así mismo, expresa en el nivel teórico
un orden político de hecho, el de la monarquía parlamentaria in­
glesa de los años 1690. La correlación es particularmente estrecha
en lo que se refiere a la distribución de los poderes: Bossuet de­
talla con minuciosidad cuáles pueden ser los poderes respectivos
del rey y de los obispos, qué protección debe acordar el primero
a la religión verdadera. Toda la empresa de Locke recae sobre este
problema de la repartición de los poderes entre las diferentes ins­
tancias políticas, como entre la política y los particulares, erigiendo
una expresión fiel de la nueva organización de los derechos in­
dividuales.

155
III. L A S D IS T O R S IO N E S

Es por ello que las ideologías no son de ningún modo equiva­


lentes desde el punto de vista de su verdad. Si todas revisten una
verdad histórica, la amplitud de su campo de lucidez se mide a
través de la amplitud de los conflictos que develan. La construc­
ción de Bossuet se limita a simbolizar el orden político monárquico,
que se ha vuelto frágil en el momento en que aquél hace su apo­
logía y lo considera como universal. En las antípodas de esta
ideología de lo instituido, Marx expresa esos vastos movimientos
que, bajo formas múltiples, resisten, en los años 1850, a la influen­
cia del sistema socio-económico. Así, las distorsiones, que son
propias de todas las ideologías, no pueden parangonarse. Bossuet
esclarece, pertinentemente, la lógica social del poder absoluto, pero
no introduce en su modelo ni los conflictos en el seno del aparato
monárquico, ni las tensiones en el seno de la Iglesia, ni siquiera
las prácticas sociales que aseguran al edificio político sus condi­
ciones de existencia. Marx no introduce en el suyo ni el ascenso
de las clases medias, ni las oposiciones de clase que se manifiestan
en el movimiento revolucionario, pero construye un modelo de in­
terpretación que permite analizar todos los conflictos e incita a
este análisis.
Por otro lado, esta verdad, por completo histórica, toma un
carácter de evidencia vivida, ya que los locutores expresan bien
lo que experimentan y las grandes líneas de una situación social
en la que toman parte.
El punto de partida del discurso ideológico no es la constata­
ción de una verdad intemporal, sino la experiencia concreta que
hace el locutor, experiencia organizada que le provee la materia
de su teorización. EJ genio del gran ideólogo consiste en este caso
en encontrar, a través de sus análisis y de sus énfasis, ese denomi­
nador común que es la experiencia común y adecuarse a las iden­
tificaciones y a las proyecciones a través de las cuales se designan
y conciben los miembros de una comunidad. El tema de que se
trata es el grupo, el nosotros, que es el sujeto de la experiencia.
Este discurso, tanto como las afirmaciones fragmentarias del ima­
ginario del grupo, podrían reescribirse empleando el Y o colectivo
(pensamos, queremos q u e ...) En oposición al discurso científico,
que es de distanciación del objeto con respecto al sujeto, el ideo­
lógico es un discurso de sujeto, que se designa implícitamente,
cualquiera que sea el objeto que aborde.
Las dos dimensiones que separa la ciencia, verdad y normativi-
dad, se reúnen de esta manera. El discurso ideológico es un discur­
so de verdad en la medida en que es expresivo de una experiencia
colectiva y en que los receptores reconocen en él su propia situa­
ción y se identifican a sí mismos. Empero, simultáneamente, este
discurso de verdad está propuesto según la modalidad del deber-
ser, o mejor aún, del deber-vivir, ya que designa el bien vivir y la
línea justa. Verdad comprometida, la ideología es, al mismo tiempo,

156

■T J T " " " " f - • ' t i ' T "


verdad comprometiente, que llama a la adhesión, convoca a la
acción, presionando al receptor a hacer de sí mismo el agente de
la línea justa. La ideología política es precisamente ese discurso
original, ese discurso socialmente vivo y eficaz que sobrepasa la
distancia del conocimiento y de la moral y aspira así a dar al
grupo los medios de su acción y de su reconciliación con su ser.
Es por eso que la ideología política aporta respuestas que el
conocimiento objetivo y científico es incapaz de preveer. Una prue­
ba extrema de esto último es el caso de las advertencias y las
premoniciones que ciertos ideólogos políticos han sido capaces de
formular mucho antes de la aparición de un fenómeno histórico. Se
sabe, por eiemplo, en qué grado el reisgo de transformación del
socialismo de Estado en régimen totalitario había sido ya riguro­
samente analizado en el seno de la I I Internacional, mucho antes
de la aparición del stalinismo. Rosa Luxemburgo, Pannekoek, ha­
bían demostrado hasta qué punto la supresión de los derechos de
la clase obrera abría la vía a una dictadura burocrática, bajo la
cobertura de una ideología revolucionaria. Este análisis había sido
formulado ya en el seno de la I Internacional por Bakounin, como
había sido anunciado también antes por Proudnon y sus discípulos.
Tal continuidad y tal lucidez, nos indican lo suficiente en qué
medida los grandes ideólogos están en la capacidad de trascender
los límites de su tiempo y las limitaciones de la ciencia histórica.

157
C A P IT U L O V I I I : E F IC A C IA D E LO S IM B O L IC O

Los análisis que preceden revelan dos modalidades extremas de


la inserción de las ideologías en los conflictos, ya sea que una de
las últimas tienda a guiar y profundizar a uno de los primeros o,
por lo contrario, que se proponga impedir su surgimiento. Más
a menudo, una ideología sirve a la vez para orientar las oposi­
ciones y mantener la integración, para propagar el conflicto con
objeto de obtener dicha integración, o proclamar la gravedad del
peligro con objeto de evitar los riesgos de la división.
Conviene plantear estos problemas en términos de efectos y de
eficacia, por contraposición a la teoría funcionalista y a las con­
cepciones que disminuyen la importancia del discurso político. Un
funcionalismo que investiga tan sólo las razones de ser de las ideo­
logías y su contribución al funcionamiento social, deja escapar ese
carácter esencial de algunas de ellas, que consiste precisamente
en la oposición a dicho funcionamiento. Una ideología revolucio­
naria se constituye ciertamente “ en función” de una situación de
dominación, pero no tiene nada de funcional con respecto al sis­
tema social establecido y su particularidad consistirá en volverse
irrecuperable para las diferentes instancias del orden social exis­
tente. Tal ideología no es una crítica útil a lo instituido, sino un
elemento diferente, no integrable, a partir del cual lo instituido
será conducido al fracaso y, eventualmente, destruido. N o asegura
el mejor funcionamiento de las estructuras, sino que hace fracasar
las funciones y tiende a destruir lo establecido.
La distinción entre la función y el efecto se verifica en la prác­
tica social, en la medida en que un discurso puede ser funcional
para una clase y serlo menos, o nada, para otra. En las sociedades
dualistas, como las coloniales, la ideología dominante, al exaltar la
cultura y la ciencia del grupo dominante, resulta bastante funcio­
nal para la minoría colonizadora y el sistema impuesto por ésta,
pero de ninguna manera para la mayoría dominada, de la que
tiende solamente a reforzar la sumisión. En todo campo social
heterogéneo y de dominación, la ideología dominante participa en
el funcionamiento del poder, pero ejerce un efecto coercitivo sobre
las clases dominadas. La consideración exclusiva de las funciones
nos llevaría a ignorar esta dimensión esencial y tornaría incom-

158
prensible la resistencia a la dominación ideológica y a las innova­
ciones diferenciales que le están ligadas.
Así mismo, la distinción entre la función y los efectos se hace
necesaria en el análisis de los conflictos ideológicos, debido a que
una emisión y una recepción pueden tener efectos y consecuencias
no deseadas y, eventualmente, opuestas a las que se habían pro­
puesto. La violencia simbólica, por ejemplo, siendo bastante fun­
cional para el grupo que la provoca, puede suscitar reacciones
negativas en los grupos rivales y determinar la fractura del grupo
provocador.
La recusación del funcionalismo en el análisis de las ideologías
es importante, en la medida en que el sub-sistema ideológico es
precisamente el generador de esta ilusión de funcionalismo. La
ideología dominante construye la imagen de una sociedad integra­
da, de una totalidad equilibrada, de la que aquélla constituye el
comentario razonable. Ahora bien, se sabe que ninguna sociedad
global alcanza ese término feliz en que todos los elementos estarían
motivados y participarían en la vida colectiva en el mismo grado.
La ideología dominante oculta precisamente las oposiciones, opre­
siones, resistencias potenciales, el inacabamiento de la totalidad.
Responde a esa falta proponiendo la imagen de la totalidad ra­
cional. Interfiere el drama de la desigualdad y la dominación me­
diante la racionalidad del discurso.
El análisis de los efectos de sentido y de los medios de esta
eficacia, nos permitirá escapar a esta ilusión, no para llevarnos a
hacer del campo simbólico la causa de la práctica, sino para ver
en él una de las variables de la acción, relativamente independiente,
susceptible de intervenir en el cambio social. El sub-sistema ideo­
lógico no es necesariamente una variable dependiente. Puede, en
ciertas condiciones que intentaremos precisar, erigirse en la ins­
tancia reguladora.

I. L A IN T E G R A C IO N ID E O L O G IC A

E l ejercicio de la censura, "la vigilancia ideológica” , el control


y la represión de las expresiones por parte de los gobiernos auto­
ritarios, advierten lo suficiente la importancia del discurso político
en el dominio de los conflictos y en el mantenimiento de la
sumisión.
Es que la imposición de creencias comunes va a intervenir al
nivel de la orientación individual, en el de las relaciones dentro
de los grupos y, simultáneamente, en el de las relaciones gene­
rales con el poder político.
En el nivel individual, el sub-sistema ideológico tiende a colocar
a cada uno en una relación de interiorización y reproducción de
lo instituido. El "hacer creer” pone de manifiesto la significación
de lo dado, moldea la representación que los representantes de
una organización social se forman de ella. Los individuos son con-

159
vocados a no conformarse con un sentido impuesto, sino a repro­
ducir interiormente el sentido recibido y devolverlo bajo la forma
de conductas significativas. La potencia de la integración ideoló­
gica tiende, en principio, a esa circularidad controlada en que el
sujeto se halla comprometido en la evidencia del sentido, en ese
juego de espejo en que la organización proclama su significación
y determina su repetición en el discurso individual. Mientras que
la educación científica prepara al individuo para romper con lo
impuesto, para dudar de lo adquirido, la educación ideológica lo
compromete en una circularidad de evidencias prácticas, en que su
propio discurso no deja de remitirlo adecuadamente al discurso
común y a los hábitos cotidianos. La eficacia de este círculo estará
pues subordinada al doble reforzamiento de las evidencias trans­
mitidas y de las interiorizaciones individuales. A medida que los
mensajes son más homogéneos, disminuyen las dudas y las ex­
presiones desviadoras, revistiendo aquéllos un carácter de norma­
lidad ante los ojos de los participantes. Para el individuo, este
discurso común no está interiorizado como un modo de pensamien­
to, sino como una certidumbre que le pertenece en propiedad y
cuya verdad está llamado a realizar. En la medida en que se reúnen
las condiciones generales que conciernen por una parte a la cohe­
sión de los mansajes y, por otra, a la interiorización bajo la forma
de la creencia, la potencialidad de integración social por medio de
la palabra es casi ilimitada: cada expresión viene a reforzar las
adhesiones y cada adhesión oportuna consolida la conformidad con
las prácticas.
El trabajo de persuasión ideológica persigue aquí el bloqueo
del conflicto hasta en la intimidad del sujeto, al reducir en él
toda veleidad de desviación. Las simplificaciones, las amalgamas
analogistas características de las ideologías, su aptitud para cosi-
ficar las relaciones, no constituyen un obtáculo ante la eficacia
de las estructuras cognitivas comunes. Al contrario, el carácter
simple y aseverativo de los esquemas que se transmiten, autoriza,
en grado sumo, a una clarificación de las interpretaciones, permi­
te al sujeto sobrepasar la dificultad de la duda para proyectar
sobre lo diverso la unidad tranquilizadora del sentido. Así, la
rigidez de los principios sobre los cuales se edifica la visión ideo­
lógica, lejos de volverse un obstáculo para el papel social del dis­
curso, lo multiplica. Esta simplicidad le permite al individuo re­
basar la dificultad de la disonancia, lo autoriza a pensar por
cuenta propia y le provee la sensación feliz de dominar simbóli­
camente la realidad.
Los esquemas ideológicos implican esa seducción particular
que consiste en liberarse de la ambigüedad. Esta ambiciosa sim­
plicidad es además sumamente comunicable, ya que esquematiza
y clarifica: la extrema eficacia de la ideología en este respecto
proviene de su propiedad de poder dirigirse a todos y poder así
mismo ser interiorizada por todos en lo esencial. Mientras que
las ciencias separan, la ideología unifica, no en tanto que cada

160
quien pretenda ser tan experto como el especialista en la mani­
pulación de los mensajes, sino porque, habiendo hecho adhesión
de los principios generales, puede dejar la resolución de los deta­
lles en las manos de aquél. La ideología funciona de esta manera
como un medio para instaurar un acuerdo colectivo acerca de las
significaciones globales, y no como un poder que aspire a obtener
este acuerdo acallando las conciencias. Todo lo contrario, la ideo­
logía interiorizada produce conciencias hablantes, sujetos que
encontrando en el sentido adquirido los medios del dominio simbó­
lico, experimentan su vivencia ideológica a título de verdad perso­
nal. La ideología produce el acuerdo de los individuos en el
terreno simbólico, la concordancia viva entre conciencias que
juzgan, conciliadas con su propio discurso.
La ideología viene a responder de inmediato a la necesidad
individual de identidad, procurándole a cada quien una identifi­
cación positiva — eventualmente exaltada— de sí misino.l Tien­
de, por anticipado, a evitarle al sujeto las crisis de identidad,
prefabricando un modelo en el cual las dificultades vendrán a
recibir una respuesta y una solución. Prepara al individuo no sólo
para recibir esta respuesta, sino para asumirla, retomarla por
cuenta propia, como garantía personal y modo de defensa. M e­
diante el discurso interiorizado, mediante la reproducción de las
significaciones, el sujeto se ve impelido a reafirmar su propia iden­
tidad, a afirmar su situación y sus valores en el mismo momento
en que confirma su inserción y su participación en el grupo. Esta
identidad positiva y gratificante, que procura la ideología política,
me sitúa en la unidad de las interrelaciones sociales, me provee a la
vez mi identidad tranquilizadora y mi ego social. La ideología
funciona de este modo como medio de inculcación de la identidad
social, dentro de la red de relaciones prácticas; procura simultá­
neamente la identidad individual y la identidad definitiva den­
tro de un conjunto de relaciones significativas, resolviendo el
problema de la primera mediante la interiorización activa de la
última. Funciona así como medio de integración de los egos en
la práctica de las relaciones sociales al dar a la vez una signifi­
cación positiva al individuo, una significación legítima a las re­
laciones sociales y establecer vínculos dinámicos de interioridad
entre una y otra. El sujeto está llamado a definirse permanente­
mente, a reconocerse en la imagen gratificante que se le propo­
ne y de ahí a consolidar esta imagen en el ejercicio de sus rela­
ciones significativas con el prójimo.
Por otro lado, los bienes simbólicos uniformes, en cuanto
constituyen un lenguaje colectivo, son un medio inmediato de
comunicación entre los miembros del grupo. La ideología es un
lenguaje, y como todo sistema idiomático, un medio de comuni­
cación entre todos aquéllos que manejan el mismo código. Aporta
a los individuos, a quienes todo podría oponerlos en otros planos,
los instrumentos comunes de la comunicación y el intercambio.
Es, en sí misma, un espacio de encuentro y sociabilidad. Sus ca-

161
racteres propios van a inducir un tipo particular de cambio, que
tiene por función mantener: al pronunciar el discurso verdadero,
al difundir las palabras indiscutibles, cargadas de significación
positiva, funda el acuerdo de los individuos acerca de los pun­
tos inconmovibles e indiscutibles. Define aquéllo en que los es­
píritus se ponen de acuerdo, señala qué es perjudicial impugnar
y codifica las relaciones de manera eficaz, evitando los enfrenta­
mientos. A l pretender suministrar la verdad de las totalidades,
procura a los miembros del grupo, por otra parte, las grandes
líneas de lo acordado y una condición “ profunda” de los enten­
dimientos. En caso de conflicto secundario, el recurso al discurso
generalizador podrá servir de medio para restaurar la integración,
recordando a cada uno la comunidad de las adhesiones funda­
mentales.
En el nivel del intercambio de significaciones el discurso po­
lítico es, pues, por sí mismo, inductor de una socialidad original,
que no puede confundirse con las formas de socialidad ligadas
a la comunidad de costumbres o con las del trabajo compartido.
Engendra la comunicación entre sujetos que han encontrado las
condiciones de su identidad en esta red de sentido y que por ello
van a implicarse directamente en los intercambios: mientras
más encuentra el individuo las condiciones de su conciliación
consigo mismo dentro de su creencia, más sensible será a las
amenazas eventuales que acechan a lo simbólico y deseará revi­
vir su acuerdo con el sentido común. En estas relaciones de inter­
cambio se va a producir el encuentro de personas que se definen
a través de esta adhesión valorizante y que se reconoce recípro­
camente en esta adhesión: una complicidad esencial se establece
en este intercambio de reconocimiento: cada uno es identifica­
do como portador de la verdad común y, por ende, protegido y
respetado. De esta forma, la ideología común hace más que pro­
poner un código uniforme a las conciencias diferentes: más que
reunir a sujetos portadores de una misma visión política, reúne
sujetos que se reconocen como dignos en tanto portadores de la
causa justa.2 Este acuerdo de sentido inducirá, entonces, una
satisfacción particular, y su exaltación tomará los caracteres de
una fiesta colectiva.
Por otro lado, este “ hacer creer” que persigue el trabajo de
persuasión, se duplica con el hacer amar, que aspira a ligar a las
instituciones la afectividad y el inconsciente. Los mensajes po­
líticos no tienen sólo como objeto construir un modelo social in­
teligible sino, a la vez, enunciar valores dignos de ser amados y
buscados; afirman qué es beneficioso amar, enunciando en qué
consiste el bien y el mal. El discurso ideológico es perfectamente
explícito en cuanto a esto y proclama aquéllo que es en sí mis­
mo e indiscutiblemente digno de ser amado, así como denuncia
el mal social y la torpeza que conduce hacia él. Al designar como
valor supremo la libertad del ciudadano y como medio para ase­
gurarla el respeto de los derechos y de las propiedades. Locke

162
no es menos explícito que Bossuet, que designaba como objeto
de amor a Dios, el príncipe y la fidelidad. Estos valores proclama­
dos no tienen nada de la imprecisión de un moralismo verbal:
señalan objetos sociales susceptibles de ser alcanzados por con­
ductas concretas e investidos por intensos sentimientos de apego.
La reproducción del discurso político funciona así como re­
cordatorio incesante de los valores y tiende a asegurar el man­
tenimiento del respeto que se les debe. Y , como estos valores
inculcados designan objetos sociales, es la práctica social, las re­
laciones sociales, lo que estos mensajes procuran hacer mar. A
la vez, tenderán a organizar los sentimientos de cada quien, a
provocar el investimiento afectivo de lo social y, por ese medio,
a regular los comportamientos sociales mediante la homogenei­
dad y la intensidad de los afectos. Esta dimensión del campo
ideológico va a revestir un carácter esencial, porque va a parti­
cipar en una modalidad muy particular de la práctica política,
rica en consecuencias: la intensidad de las adhesiones y las for­
mas más eficaces de la movilización colectiva, alcanzadas por
su medio.
Los análisis de Freud revelan que las ideologías políticas, fe­
nómenos eminentemente colectivos y en apariencia alejados de
la estructura psíquica individual, están, por el contrario, en re­
lación esencial con éstas y son susceptibles de responder a las
pulsiones y aportarles una respuesta.3 Proveyendo a las esferas
inconscientes polos de investimiento y repulsión, la ideología po­
lítica resuelve el conflicto psíquico imponiendo su modo particu­
lar. Permite al sujeto hacer suyo el discurso colectivo y empeñarse
afectivamente en el juego de las introyecciones y las proyecciones
de la colectividad. El individuo introyecta con intensidad el ver­
bo, no sólo porque encuentra en éste los medios de su habilitación
intelectual y, como hemos visto, los instrumentos de la domina­
ción simbólica del mundo, sino también porque puede comulgar
dinámicamente con las significaciones colectivas, porque proyecta
sus propios odios en las injurias contra el enemigo y su libido so­
bre el grupo propio. Con razón, el sujeto va a tener en esta expe­
riencia un vivo sentimiento de libetrad y, más aún, de sobreexita-
ción, de exaltación de sí mismo, ya que se aferra y maldice por
cuenta propia. Esta dinámica de la introyección y la participación
emocional se confirma en los procesos de idealización y sublima­
ción que Freud descubre en la cultura y que van a permitir la
introyección de los controles represivos. Uno de los talentos del
ideólogo, como del jefe de Estado, consiste en transponer la ba­
nalidad de lo cotidiano a la altura del drama, en sustituir la
ambigüedad de lo real por la nobleza de la tragedia en que se
dan cita los héroes. Todo este proceso de idealización es eminen­
temente introyectable, incluso en este nivel, ya que se conforma
al proceso de identificación idealizante: al asimilar el modelo pro­
puesto me magnifico yo mismo; mi jefe prestigioso me ofrece la
posibilidad de amar en él mi propio ideal y de reconciliarme con-

163
migo mismo dentro de una modalidad heróica.4 Empero, aunque
este ideal define mi regla de conducta y norma mis afectos, se
muda así mismo en la instancia superyóica e introduce el control
inconsciente. El ideal que va a funcionar en el nivel colectivo
como instancia represiva, va a duplicarse en el sujeto bajo la
forma de guía, a la vez inculcada y espontánea.
Estas anotaciones con carácter psicoanalítico nos permiten com­
prender de qué manera funciona la conformación de los afectos
políticos mediante el verbo como elemento decisivo de la inte­
gración de las pulsiones individuales y, a su través, de la inte­
gración controlada de las conductas. Lejos de ser una simple
poetización gratuita de lo cotidiano, la belleza del discurso es un
proceso, un trabajo mediante el cual los productores estructuran
los afectos colectivos y logran, con mayor o menor éxito, crear el
consenso mediante el control de los flujos de la afectividad. No
se trata solamente de fijar un código de valores sino de la rea­
lización de una actividad permanente de apropiación de los inves­
timientos con vista a los objetos sociales, de transferir las pul­
siones en sus diferentes componentes hacia los usos colectivos.
La constancia de estos mensajes forma parte de la inculca­
ción de las motivaciones adecuadas. En un medio ideológicamente
homogéneo, la difusión de los modelos afectivos constituye una
pedagogía permanente de los intereses “ superiores” : hace amar
los ideales del grupo pero tiende, con mayor profundidad, a in­
ducir un sistema de motivación a partir del cual el individuo,
buscando los valores impuestos, se conducirá a partir de sus “ ne­
cesidades” propias. Un medio privilegiado de esta construcción
de las motivaciones reside en la inculcación de identificaciones
gratificantes a partir de las cuales los sujetos, no obedeciendo
sino a sí mismos, se adecuarán a los modelos impuestos. La adhe­
sión a la ideología justa hace de mi yo el símbolo de los valores,
la encarnación del modelo justo que todos deben reconocer y
amar en mí. T a l coherencia de la motivación no deja de ser man­
tenida tanto positiva como negativamente. En este último senti­
do, el debilitamiento de mi adhesión pone en peligro mi concilia­
ción conmigo mismo y me amenaza, ya que arruina el equilibrio
magnificante de mis afectos: me expone simbólicamente frente al
prójimo en tanto prefigura ese retiro de su amor y la protección
que me procura. Positivamente, las motivaciones políticas no dejan
de ser sostenidas mediante la afirmación del carácter deseable
de los objetivos propuestos. La exaltación de los fines, el mante­
nimiento del prestigio de los líderes, la santificación de las enti­
dades, me confirman en mis emociones, tanto como me procuran
la legitimación de mí mismo. El círculo del amor y de la amenaza
velada que pende sobre cada quien, asegura que las motivaciones
van a estar motivadas en forma permanente.
Este ajustamiento de motivaciones, esta conformación de las
proyecciones, participan eficazmente en el mantenimiento y la
intensificación de los intercambios sociales. Así como el acuerdo

164
acerca de las significaciones induce una comunicación, el que tie ­
ne lugar acerca de los afectos facilita la sociabilidad. La identidad
de las polarizaciones garantiza un entendimiento infra-lingüístico,
gracias a la harmonización preestablecida de las reacciones; me
asegura la respuesta del prójimo y me evita prevenirme contra la
agresión de las diferencias; crea ese clima particular de confianza
que se establece en las relaciones entre sujetos protegidos recí­
procamente contra la imprevisibilidad de las respuestas. M ás aún,
la identidad de los afectos asegura el reconocimiento entre los
sujetos portadores de valores: la coriformidad de las reacciones
emocionales del prójimo me confirma no sólo en mis preferencias,
sino en mi integridad afectiva, asegurándome la validez de mis
emociones y por ende mi dignidad. El otro me remite la buena
imagen de mí mismo, tal como yo le reconozco su valor eminen­
te. Juntos, somos portadores, no sólo de la razón, sino de pasiones
justas y felices. Los momentos excepcionales de exaltación colec­
tiva ilustran las posibilidades de esta sociabilidad, a través de
este compartir los afectos: el grito común, el canto colectivo,
en que el sentido importa menos que la comunión afectiva, ilus­
tra esta situación feliz de participación fusional. La identidad de
los afectos no posee menos eficacia en el desarrollo de las rela­
ciones cotidianas al minimizar las agresiones, al mantener los
vínculos de solidaridad, al retener en cada quien las potenciali­
dades de dirigir hacia el grupo las pulsiones destructivas. Y ,
conforme a la experiencia secular, esta socialidad a través de la
afectividad colectiva, estará tanto más asegurada en tanto las
pulsiones agresivas serán canalizadas hacia objetos exteriores.
Se puede, pues, atribuir al discurso político una verdadera
función de terapia social en cuanto puede, efectivamente, dismi­
nuir las tensiones y las potencialidades de destrucción en el seno
del grupo.5 A l imponer el acoplamiento de la afectividad indivi­
dual a la colectiva, este discurso tiende a proporcionar la segu­
ridad al sujeto, a facilitarle el acuerdo implícito y a guiar los
logros individuales en las relaciones. El discurso le procura a cada
uno seguridad mediante la legitimación y la exaltación de sí, ga­
rantizando al sujeto el encuentro del buen objeto en su propio
grupo, que es fuente de seguridad y confirmación. Proporciona
la inserción dócil del ego en el grupo, al convertir este último
en objeto de amor. La metáfora tradicional, que hace del dis­
curso una fuente de Vida, expresa esta intuición penetrante, se­
gún la cual las emociones encuentran en la magia del verbo una
condición.para su coherencia y, de esta manera, el artificio apa­
rente de las palabras induce la realidad de la sociabilidad.
A l hacer creer y al hacer amar, el trabajo de persuasión par­
ticipa en el “ hacer actuar”. Mientras que la ciencia hace pensar
sin hacer amar, mientras que el arte conmueve sin racionalizar,
el discurso ideológico logra integrar estas tres vías de la influen­
cia y procura la seguridad que proviene del acuerdo que logran
entre si.

165
A l conjuntar estos tipos de influencia, el sistema simbólico
toma parte no sólo en la orientación de los actos, sino en la su­
blimación de las energías colectivas. La emisión y la recepción de
los mensajes adecuados, participa no sólo en la inculcación de
las adhesiones y la obtención de la obediencia, sino en la intensi­
ficación de la energía social. La magnificación de los fines tiende
a reunir las voluntades individuales en un proyecto de acción,
en una voluntad colectiva que no puede existir sino proclamada.
Se trata de transformar las prácticas dispersas en prácticas orien­
tadas, haciendo de esta manera la economía de las desviaciones
y aumentando la plusvalía de las energías. La exaltación, el in­
terés acrecentado, provocan el incremento de las energías hacia
las realizaciones colectivas, al mismo tiempo que la conformidad
de los fines asegura una mayor confluencia, una mejor coopera­
ción de las energías. Por este medio, y en la medida en que los
mensajes están fuertemente interiorizados, la ideología es, con
mucho, una de las fuerzas productivas, que participa, en todos
los niveles de la sociedad, en la producción, tanto de los bienes
económicos como de los del poder.
La imposición de un sentido común puede, pues, constituir,
para el poder político, un instrumento decisivo de su manteni­
miento y su ejercicio. La conformidad subjetiva del gobernado con
el gobernante, al conseguir la adhesión a las decisiones mediante
la modalidad de la adhesión a las finalidades, disipa las reticen­
cias vinculadas a la sumisión y repara la alianza práctica entre
los detentadores y los desposeídos del poder. Y a porque la ideolo­
gía haya aumentado la atracción carismática del jefe, ya porque
haya obtenido la cohesión gracias a los fines, asegura a los go­
bernantes el apoyo y facilita la ejecución de las órdenes emitidas.
Más aún, la adopción por todos de las mismas finalidades, trans­
forma a cada uno en cómplice de la ley y del ejercicio de la vio­
lencia legal. Para los depositarios individuales de la justa ley,
perfectamente convencidos de la santidad de los objetivos o de
su conformidad con el interés universal, la oposición a las órdenes
reviste el carácter de un desatino, de un peligro, cuando no de
un sacrilegio. La oposición provoca la irritación, la indignación,
eventualmente el furor. La aprobación fervorosa de los gobernan­
tes y de los fines propuestos, puede transformar a cada quien en
cómplice de la represión, al someter a cada uno a la prueba del
apoyo de la ley y del acto de la justicia.
La interiorización de la ley transforma de esta manera a cada
individuo y cada grupo parcial en sustentador del poder, en par­
tidario activo, movilizado con intensidad. La función de la ideolo­
gía no es solamente asegurar el orden sino, sobre todo, la vitalidad
de ese orden, la intensidad de los intercambios adecuados, la mo­
vilización de las energías. De esta forma, el poder de la ideología,
convocado y utilizado con razón por todo poder político, consiste
en transformar radicalmente la propia naturaleza del poder, en
borrar o sustraer de este último la potencia coercitiva, transmu-

166
tando la relación de sometimiento en vínculo de alianza, en el
seno de una acción comprendida, aprobada y efectuada. El dis­
curso común tiende a reestablecer las comunicaciones dinámicas
entre dominadores y dominados, a hacer presentes e influyentes a
los dirigentes, a integrar a unos y otros en una misma red de
sentido y finalidades, o en la ilusión de los mismos. La propia
distinción entre dominadores y dominados, la significación de es­
tos términos, desaparece en la alianza de todos y la copresencia de
todos en la identidad simbólica de las prácticas.

II. LA E F IC A C IA D E LA V IO L E N C IA S IM B O L IC A

Donde se manifiesta sin ambigüedad la eficacia del discurso


agresivo es en el seno de las ortodoxias. Gracias a que la confor­
midad hace creer, amar y actuar, porque participa en el control
unitario de todas las instancias sociales: la expresión diferencial
constituye una agresión generalizada contra el conjunto del sis­
tema establecido. Gracias a que el sistema ideológico ha cons­
truido una subjetividad trascendente, presente en todos-los gru­
pos y en todas las relaciones: la mínima expresión heterodoxa
viene efectivamente a perturbar el conjunto de las significaciones,
las adhesiones y las prácticas. Las fórmulas empleadas por los
detentadores del poder para justificar la represión contra las doc­
trinas “ peligrosas” , “ enemigas de la sociedad” , “ hostiles al géne­
ro humano” , expresan bien esa intuición, de acuerdo con la cual
la expresión que se desvía agrede la totalidad del sistema, tal
como lo concibe la ideología ortodoxa, que se extiende, en efecto,
a la totalidad del orden establecido. En esta situación límite, la
crítica, aún parcial, agrede al conjunto de la lógica impuesta:
cuestionando, por ejemplo, el prestigio de un apatato de Estado,
convoca a un reajuste de toda la compleja escala del prestigio y,
de contragolpe, alcanza al propio corazón del poder establecido.
Las expresiones que llamaremos imaginarias para diferenciarlas
de las que sistematiza la ideología política, realizan un verdadero
trabajo social en el cual los locutores, a partir de sufrimientos e
insatisfacciones difusas, producen, mediante la palabra, un desin­
vestimiento, un abandono colectivo con relación a las integraciones
anteriores. Estas expresiones provocan un cambio en las actitudes
y las orientaciones, en el nivel de la creencia y el afecto. El mismo
hecho de la expresión crítica y su difusión, ejerce una influencia
directa sobre estas actitudes; en efecto, como ya lo hemos visto,
la adhesión al orden establecido se obtiene, en parte, mediante la
apropiación de los afectos positivos, mediante la fijación objetual
hacia los detentadores del poder y sus símbolos. Este aferramiento,
inductor de confianzas y apoyo, es renovado por una serie de ex­
presiones rituales y de formas exteriores, por el conjunto codificado
de los gestos y las etiquetas. El cambio en la expresión, la intro­
ducción del verbo burlón o cínico, hace vacilar este edificio e m-

167
fluye negativamente el vínculo libidinal con la autoridad. El censor
percibe perfectamente que el amor forma parte de la sumisión al
poder y que la represión de las agresiones simbólicas sería ejercida
por los propios miembros de la colectividad si su unión con el poder
se produjese sin reservas. A l intervenir para detener la difusión
procura suplir esa falta de control espontáneo, pensando que la
tolerancia al contra-discurso perjudica inexorablemente las atadu­
ras inculcadas. Este decaimiento afectivo se presenta, en particu­
lar, en la relación carismática, en la cual la adhesión depende de
la identificación con los detentadores del poder: la simple iro­
nía, la chanza, la caricatura, ejercen en este caso un verdadero
estrago, ya que la difusión de la burla lastima la ilusión de la iden­
tificación y torna imposible la lealtad entusiasta. De igual manera,
los escándalos públicos que dañan a los poderosos, cristalizan en
imágenes repulsivas (robo, malversación, engaño) que desarticulan
el conjunto de las asociaciones valorizantes sobre las que podían
polarizarse las transferencias positivas.
La ironía que se formula contra las prácticas impuestas o con­
tra los detentadores del poder, ejerce una acción disolvente, en
cuanto rompe la relación de identificación y confianza, el vínculo
de identidad simbólica anteriormente constituido. Su repetición
introduce una relación de distanciamiento, de la ojetivación que
buscaba cubrir, precisamente, la ideología adecuada. Por su sola
expresión, la ironía lacera la adecuación entre los valores y los
detentadores de la autoridad, ya sea que se insinúe que estos úl­
timos son ineptos para realizar los primeros, ya que se opongan,
así sea por juego, otras finalidades distintas a los valores procla­
mados. T al disociación viene a inhibir la satisfacción que cada
quien podía experimentar en su adhesión conformista y las emo­
ciones que conlleva esta última. Desde que “ el sagrado amor a la
Patria” es objeto de bromas, los valores que experimenta el héroe
patriota y las gratificaciones que le procura su conformidad, se
cuestionan directamente y la espontaneidad de su investimiento
disminuye.
L a eficacia del discurso crítico es proporcional a la interioriza­
ción ideológica precedente y a las funciones que desempeña esta
última en la conformación de los individuos. Cuanto más intensas
han sido las adhesiones, más investidas las identificaciones y más
aceptadas las filiaciones, la emisión de un discurso diferencial
agrede tanto más la imagen de sí y el modo de investimiento afec­
tivo anterior. Lo que la formulación crítica viene a proponer es,
con mucho, una nueva representación de sí mismo y del nosotros.
así como un distanciamiento del sistema de filiación. El peligro
que constituyen estos desplazamientos para la integración im­
puesta se revela como decisivo, cuando esta integración acumula,
ocultándola, una cantidad considerable de insatisfacciones poten­
ciales. El hundimiento súbito de ciertos campos ideológicos fuer­
temente constituidos (el culto de Napoleón en la Francia de 1814,
el de Stalin en la Rusia y las democracias populares europeas de

158
1953) pueden vincularse perfectamente a esta tensión, en la cual
el discurso crítico viene a develar una infinidad de presiones y
dolores que la antigua inculcación procuraba reprimir. En estas
situaciones típicas, la formulación de criticas, incluso matizadas,
viene a transformar la totalidad de las representaciones políticas
y sus modos de investimiento, liberando una energía social de la
que los poseedores del poder desconfiaban con razón, suprime bru­
talmente la captación de la afectividad que entra, a partir de este
momento, en una fase de dejadez y, más tarde, de retroacción
agresiva.
Más allá de estas situaciones extremas, todo discurso crítico,
comprometiendo necesariamente el conjunto de las representaciones
y la afectividad colectiva, corroe la coherencia que procuraban
mantener las significaciones impuestas. Discurso de la diferencia
anteriormente reprimida, acarrea la afirmación de esa diferencia
social junto con otra interpretación de la situación; comporta, en
sí mismo, la conciencia del fracaso del sistema impuesto, de su
imperfección, de su incapacidad para satisfacer al locutor; expre­
sión de descontento, transmite un llamado a este último, a la
solidaridad en la toma de conciencia de la insatisfacción, y evoca
necesariamente las actitudes de desconfianza, de alejamiento y
luego de oposición a la irracionalidad establecida. Se inscribe,
efectivamente, en una empresa espontánea de concientización de los
dominados, hasta llevarlos a encarar su opresión y a oponerse a ella.
Es aquí donde interviene la sistematización ideológica, con las
múltiples consecuencias que procura al debilitar la integración
social. La empresa de distanciación que el imaginario espontáneo
ha esbozado ya, va a ser proseguida por esta sistematización,
aportándole sin embargo una potencia y una eficacia política par­
ticulares. Una explicación coherente de la situación de opresión
va a proseguir a la diversidad de las críticas; una teorización de
la rebelión, a la multiplicidad de los descontentos; aportándole a
aquélla los medios intelectuales y afectivos por partida doble.
La ideología crítica elabora una contra-coherencia, un sistema
global, susceptible no sólo de responder a la demanda presente
en el imaginario crítico, sino de dar cuenta del sistema anterior al
analizarlo. Para desarticular la ideología impuesta y el régimen
social que legitima, la ideología hace más que oponer un contra­
discurso: constituye una estructura de sentido en que la imposi­
ción pierde su carácter de absoluto y se convierte en objeto de una
explicación desvaloriza dora. Así, en el movimiento socialista de
los años 1840, la deconstrucción de la ideología liberal se opera
mediante la elaboración de una explicación sintética, que da cuenta
de la desigualdad económica y de la propia ideología liberal como
discurso de justificación del capitalismo. A los gritos de rebelión
contra la miseria, Eugéne Buret, Proudhon, Marx, hacen suceder
una teorización englobadora que absorbe el dominio del discurso
del régimen impuesto.
Mientras que la ideología conservadora se esforzaba por negar

169
las diferencias, por proclamar la identidad y ejercía así una in­
fluencia reductora de las diferenciaciones, la ideología crítica, pro­
poniendo un discurso diferencial, emprende la legitimación de esta
“ diferencia” .6 Invita al receptor a colocarse en la separación, en
el exterior, en un más allá teórico en que lo “ real” y su discurso
de legitimación aparecerán en una relación de exterioridad. Cuando
Marx, en los Manuscritos de 1844, hace el inventario de las alie­
naciones sufridas por el obrero en el mundo de la producción ca­
pitalista, busca teorizar no solamente la opresión, sino una relación
de exclusión y de diferencia cuya víctima es ese obrero. Se trata de
teorizar la exterioridad, de situar al explotado afuera para vulnerar
la complicidad, legitimar la diferenciación y, por este medio, crear
el proyecto revolucionario. Toda ideología crítica renueva esta
empresa en que el dominio intelectual sobre lo impuesto va a legi­
timar la distanciación invalidante y a justificar la acción crítica.
La contra-ideología, que radicaliza la agresión contra el orden
establecido, constituye una nueva distribución de la afectividad,
mediante la creación de un nuevo sistema de valores. Ridiculizando
los valores nobles y exaltando los del trabajo y la producción,
Saint-Simon elabora una nueva estructura de la afectividad a tra­
vés de la cual las actitudes y los comportamientos podrán ser re­
orientados. N o se trata ya sólo de impugnar las antiguas coorde­
nadas de evaluación, sino de construir una nueva coherenica de las
proyecciones agresivas y del deseo, a través del cual se organizan
los afectos rebeldes. Esta nueva organización es susceptible de
recoger los descontentos y de transformar la insatisfacción difusa
y la resignación en crítica activa y altamente movilizadora. La
nueva red afectiva da forma al potencial y permite a las aspiracio­
nes latentes manifestarse en un sistema expresivo. La ideología
retoma aquí el trabajo realizado por las utopías, pero dándole un
dinamismo que éstas no podían alcanzar: al racionalizar la inva­
lidación y crear una alternativa política, el ideólogo crea la espe­
ranza realista de un modo social diferente.7 Esta recreación de la
esperanza mediante la concepción de un modelo social en que las
aspiraciones del grupo encontrarían su realización, constituye un
momento esencial de este cambio en la dirección de la afectividad
y su canalización en el exterior del sistema impuesto. Mediante la
esperanza realista en un mundo mejor el ideólogo incita a despre­
ciar la situación presente y la mediocridad de sus promesas, para
tornarse hacia el porvenir seductor de una sociedad capaz de dis­
minuir el dolor y de acrecentar la suma de los disfrutes. En esta
forma, el ideólogo retoma el potencial afectivo contenido en la
utopía, pero denuncia en esta última la falta de afán por las tareas
concretas. Para sobrepasar este sentimiento de impotencia, debe
darle a su proyecto, a través de la racionalización, el poder de
seducción propio de lo posible. Nada es vano en este trabajo: la
representación reiterada de lo posible que se desea, sustrae al edi­
ficio impuesto, con los investimientos que necesita, las energías
que participan en su reproducción.

170
Y así como la ideología conformista reproduce imágenes que
son modelo de cierto tipo de personalidad (el que ocupa una si­
tuación social importante, el obrero honrado), los mensajes dife­
renciales producen otras tantas, movilizadoras en un nuevo tipo de
personalidad (el militante, el obrero revolucionario). L a ideología
oficial impone a las clases dominadas modelos de identificación y
resignación propicios a la aceptación del orden recibido; la ideolo­
gía crítica, por el contrario, produce imágenes de autonomía, pro­
picias a la constitución de la resistencia ante la opresión. En la
misma proporción en que se difunden, estos mensajes intelectuales
y afectivos moldean personalidades rebeldes, inaccesibles a la an­
tigua persuasión. L o que la sistematización ideológica tiende a
producir en este nivel, no son actitudes provisionales y vacilantes,
sino individuos intelectual y afectivamente seguros de sí mismos,
inaccesibles a las viejas explicaciones, a las intimidaciones y las
seducciones del discurso anterior, porque están seguros de su in­
terpretación y de la racionalidad que posee su indignación. Aun
cuando su fachada permanece, el orden se debilita con estas deser­
ciones internas y con la nueva socialización de los individuos per­
fectamente seguros de su legítimo derecho.
El extremo peligro que comporta la difusión de mensajes críti­
cos para el orden impuesto, es acarrear la aparición de esos rebel­
des y la formación de “ redes” o de “ clases ideológicas” de resis­
tencia. En efecto, la crítica implica la aparición de personalidades
rebeldes resueltas con determinación, aunque, simultáneamente,
funciona como creadora de estratificación en el seno de las rela­
ciones sociales y, por ello, como agente de la constitución de nue­
vos grupos sociales, como “ discurso coaligador de hombres” , de
acuerdo con la expresión de Gramsci.
El discurso crítico se erige sobre el rechazo, la condena, la ne­
gación. El locutor se hace diferente mediante la creación de una
ruptura entre lo que legitima y lo que condena, autodefiniéndose
con esta negación. La ideología señala diferencias precisas entre
los sostenedores del poder ilegítimo y los inocentes. Su empresa
de condenación y legitimación se dirige a grupos opuestos, aún si
sus consideraciones acerca de la frontera entre los mismos perma­
necen vacilantes. Toda su crítica aporta separaciones simbólicas y
toda su empresa de descalificación del adversario induce una bi­
partición en el seno de la cual las fuerzas peligrosas y las legítimas
se reparten. Por otro lado, el discurso simple, eminentemente trans­
misible y reproductible en sus temas generales, no se propone
como discurso individual, sino como discurso que es o debe ser
común a todo el grupo legitimado.
Hay, pues, en este discurso particular elementos propicios para
favorecer la constitución de nuevas relaciones sociales y el estable­
cimiento de fronteras frente a las otras fuerzas que se consideran
como rivales. Este discurso se construye sobre la disyunción de lo
legitimo y lo ilegitimo y, simultáneamente, sobre la oposición de
la inclusión exclusión, reuniendo a todos los receptores en una

171
sola entidad: un nosotros legitimado. E l liberal excluye de su re­
conocimiento a las clases nobles dominantes y legitima el conjunto
indeterminado de todos aquellos a quienes el autoritarismo feudal
oprimía; el socialista excluye de la suya a la clase capitalista y
designa como similares a todas las víctimas de la explotación. El
discurso construye una vasta identidad colectiva en la cual podrán
reconocerse todas las víctimas de la dominación. Además, ese nos­
otros, constituido en el lenguaje, se erige simbólicamente en sujeto
eminente del derecho, se toma como depositario de la verdad y de
la razón política. A través del verbo propuesto, los individuos no
sólo se. agrupan simbólicamente en una identidad combatiente, sino
manifiestan su dignidad esencial, en tanto depositarios de los va­
lores verdaderos. En fin, al contrario del discurso conformista, que
se empeña en la resignación frente a lo establecido, el discurso
crítico restaura a los receptores en su autonomía diferencial y los
incita a expresar su identidad y aspiraciones. A través de todas
estas dimensiones, la producción ideológica va a participar en la
creación de las unidades sociales, en la reunión de las energías que
se oponen al régimen impuesto. Esta influencia directa de la ideo­
logía crítica se constata sin ambigüedad en la creación de los
partidos revolucionarios, pero se la verifica también en el proceso
de unificación de las clases políticas y de las naciones en combate.
La ideología crítica se revela allí, de esta manera, como una de
las grandes fuerzas impulsoras del cambio social.
Entre las razones de esta acción de la ideología en la práctica
política, dos dimensiones particulares nos parecen importantes: el
efecto de universalización y el de ocultación.

III. EL E FE C TO DE U N IV E R S A L ID A D

Lo que diferencia la ideología política en tanto que institución,


de toda otra institución particular, es su potencialidad indefinida
de hacerse presente en todas las actividades, individuales o colec­
tivas. A diferencia de cada institución, que regula un sector finito
de prácticas sociales, la institución ideológica puede erigirse en
norma de todas las prácticas y aparecer en todos los sectores de
la vida social. En relación con el individuo, lo puede acompañar
y guiar en cada uno de sus logros. Además, puede intervenir in­
tensa e íntimamente en cada uno de estos niveles para apropiárse­
los y regularlos, realizando esa función unificadora que Gramsci
evocaba con la metáfora del “ cimiento político” .
En el nivel del sujeto particular, hemos podido verificar que
es susceptible, no sólo de proveer las categorizaciones, las coorde­
nadas de interpretación, sino de organizar las proyecciones e iden­
tificaciones, de procurar un objeto a las pulsiones inconscientes.
Mediante la socialización política, el sujeto va a hallar una res­
puesta a lo que espera y a sus conflictos un modo de resolución:
mientras que la “ civilización” y las obligaciones objetivas imponen

172
limitaciones múltiples al deseo individual, la ideología puede pro­
porcionarle satisfacciones sustitutivas y resolver dinámicamente la
tensión de las frustraciones. El apremio que ejerce la normatividad
social sobre la libido, no es de ningún modo un obstáculo a la in­
tensidad de las fijaciones objetuales, ya que, por el contrario, la
intensidad de determinado modo de rechazo, se va a acoplar a la
descarga de los afectos por los valores colectivos. La ideologia in­
terviene en la organización del yo como agente de estructuración,
proveyendo polos de identificación y reduciendo eventualmente las
tensiones y las dificultades ligadas a las crisis de identidad. Puede
actuar como reductora de angustia, proporcionándole al sujeto
una imagen valorizante de sí mismo, gracias a la coherencia sim­
bólica entre la adhesión y el valor absoluto del discurso. Mediante
la adhesión ferviente, el sujeto se idealiza a sí mismo, se procura
una superioridad absoluta y relevante en el momento mismo en
que afirma la superioridad de su causa.8
Podemos seguir a este respecto a Wilhelm Reich cuando su­
giere que la institución ideológica participa en la estructuración del
inconsciente individual, proveyéndole modelos de identificación y
de rechazo, vías de fijación y de prohibición. El dispositivo ideo­
lógico erige una estructura dinámica de la afectividad, una codi­
ficación de las proyecciones y las represiones, inductora de polari­
zaciones indíviduales.9 A partir de este momento, el isomorfismo
de las estructuras inconscientes y de las simbólicas asegura el “ in-
ierto” de la economía lihidinal en la economía del dispositivo ideo­
lógico: el individuo proyecta sus afectos sobre los polos propuestos
por la ideología, al mismo tiempo que ésta no cesa de reproducir
sus llamados y de captar su libido.
Esta inmersión de la libido individual en el dispositivo ideo­
lógico se verifica precisamente en el caso de la sexualidad, donde
se puede ver, en efecto, la intervención normativa de la ideología
política: el jacobinismo, el mao'smo, ilustran bien esta posibilidad,
para la ideología, de orientar los impulsos libidinales y por ende
la vida amorosa de los individuos, cambiando de dirección a los
comportamientos tenidos como individualistas para apoderarse
mejor de las energías libidinales en provecho de las conductas so­
ciales adecuadas. Estos ejemplos no dejan lugar a dudas acerca
de la profundidad del nivel de intervención del discurso político
en toda la economía de la personalidad.
Empero, al integrar al sujeto dinámicamente dentro de lo so­
cial, la ideología política interviene también en la vida de todos
los grupos constituidos y puede participar en todas sus actividades;
provee a todos los miembros una representación homogeneizante
y tipificante de los demás, permite identificar al otro y percibirlo,
en cuanto se adhiere al mismo discurso, como semejante; propor­
ciona a todo el mundo, con anticipación a las experiencias particu­
lares, los dispositivos evaluadores homogéneos, los márgenes de
previsión recíprocos que facilitarán la renovación del intercambio;
sobrepasa por anticipado la vacilación y la agresividad vinculadas

173
a la percepción de las oposiciones, al comunicar un código colectivo
de las interacciones. A l proporcionar las mismas actitudes, las
mismas convicciones y los mismos objetos de interés, la ideología
va a introducirse como un elemento que facilita la vitalidad social.
La euforia, el entusiasmo, la intensidad de los intercambios, son
proporcionados en buena medida por la identidad del código sim­
bólico y sostenidos por la idealización individual y colectiva.
El punto esencial que es importante subrayar aquí, es que esta
eficacia del verbo no se limita a las relaciones políticas, sino que
puede alcanzar también, con grados de intensidad variable, la pro­
pia actividad económica. El esquema tradicional, liberal o socia­
lista, al separar el campo económico del ideológico, para hacer del
primero la causa estructural del segundo, se revela como total­
mente insuficiente en este punto. La distinción ingenua entre lo
material y lo espiritual, que no está superada por esos dualismos,
impide concebir esa posibilidad dinámica de la ideología política
que es precisamente proporcionar a todo comportamiento una sig­
nificación universal y pretender, por ese medio, su control.
Las experiencias históricas revelan que una ideología naciona­
lista, por ejemplo, al llamar a una mayor disciplina en el trabajo,
a un esfuerzo acrecentado en las prácticas productivas, puede in­
fluir considerablemente sobre la eficacia de la actividad y el nivel
de productividad. En efecto, desde el momento en que la produc­
ción no depende exclusivamente de factores técnicos, ni de la
naturaleza de los instrumentos, sino de las actitudes frente al tra­
bajo, ya sean positivas (emulación, adhesión), o negativas (resis­
tencia, sentimiento de alienación), estas últimas son susceptibles
de ser motivadas y modificadas directamente por los mensajes
políticos. Así también, la ideología actuará sobre las actitudes de
los productores frente a su remuneración, ya para incitar a que se
la considere normal, como para proclamarla insuficiente, influyendo
de esta manera en los comportamientos dentro de la empresa y,
finalmente, en la repartición de la plusvalía entre los salarios y las
inversiones. Las experiencias históricas del comunismo durante la
guerra en la U RSS y, todavía mejor, de la Revolución cultural
china, revelan la insuficiencia de todos los esquemas tradicionales,
que reducen a una constante las actitudes en el trabajo y las rei­
vindicaciones obreras, ignorando la importancia del consenso o el
disenso en la dinámica productiva. Nada impide, como lo muestran
las expresiones obreras ulteriores de la Revolución cultural china,
que los obreros proclamen su deseo de no ver aumentado el salario
y hostilidad a que se introduzcan en la repartición de los bienes
los “ estímulos materiales” . Así mismo, la ideología política puede
influir en los modos de consumo, ya sea que procure que los modos
de repartición sean aceptables, ya que haga tolerables las priva­
ciones o, por el contrario, que participe en las incitaciones hacia un
consumo más pleno. En fin, desde el momento en que pueden
darse alternativas generosas que implican una planificación a largo
plazo comprometiendo a gran número de agentes, el sistema de

174
representaciones políticas interviene necesariamente en la decisión,
puesto que se pone en juego una amplia representación del futuro
social que resulta, necesariamente, refutable. De esta manera, po­
demos decir que todo el sistema económico es permeable a las
intervenciones diferenciales de la ideología política, ya se trate de
una economía capitalista, en la cual las ideologías sindicales y de
consumo participan en el impulso o el refrenamiento de la activi­
dad, ya de una economía planificada, en que las elecciones y re­
gulaciones dependen, en parte, de las adhesiones y los conflictos
que provoque el proyecto.
Si el sub-sistema simbólico posee esta propiedad de poder ha­
cerse presente en las actividades aparentemente más alejadas de
la idealidad del discurso, como la sexualidad, la producción, la coti­
dianidad, podemos generalizar estas observaciones y llevarlas a la
totalidad del sistema social. Considerando provisionalmente una
sociedad como un sistema dinámico de elementos en relación, cui­
dando sus recursos, situada en un entorno, prosiguiendo objetivos
y administrado por instancias más o menos integradas, es posible
demostrar que todos esos elementos y todas esas relaciones pueden
recibir el impacto del subsistema ideológico. Como hemos visto,
todos los grupos que componen esta sociedad y cada uno de los
individuos que los integran, pueden ser alcanzados por los mensa­
jes y modificados palpablemente en lo más cotidiano de su eco­
nomía. Los recursos y, en particular, las potencias energéticas que
constituyen los grupos y los individuos, pueden ser más o menos
movilizados y desmovilizados por los mensajes. Si los constreñi­
mientos externos alrededor escapan, por definición, al influjo del sis­
tema, las ideologías admitidas determinarán formas diversas de su
interpretación y, de esta manera, podrá transformarlos en su recep­
ción, que se efectúa dinámicamente. Los objetivos del sistema serán,
con seguridad, definidos y escogidos en relación con los proyectos
de la sociedad. En fin, la gestión del sistema, que no deja de definir
el cometido de sus componentes, de seleccionar los medios de su
realización, de reorientar los flujos energéticos, debe tomar en
cuenta a la vez las adhesionefe y las actitudes y esforzarse por
regu arlas.
La ideología política posee, pues, la singular propiedad de
hacerse omnipresente en la actividad social, no como un discurso
superficial o como una mera apariencia, sino más bien como un
lenguaje totalizador, un sobrecódigo susceptible de intervenir en
todos los niveles y todas las acciones, de acuerdo con modalidades
diferenciadas. A partir de esto, puede constituir un lenguaje con­
creto de integración universal, la cohesión universal que asegura
la inaccesible totalización concreta a través de la totalización
simbólica. La ideología será, pues, un instrumento privilegiado del
poder político, en tanto poder que afronta la totalidad, a la vez
que, eventualmente, el instrumento privilegiado de la reducción
de las diferencias.

175
Esta propiedad singular implica cierto número de consecuencias
particulares: la totalización práctica mediante el verbo no cesará
de ser altamente variable, en cuanto a intensidad y eficacia.
Podrá sustituir a otras prácticas efectivas y disimular su debilidad,
así como subvertir el orden de las instituciones modeladoras.
Cuando decimos que un campo ideológico constituye, poten­
cialmente, el instrumento de la totalización, sobreentendemos que
esta potencialidad se realiza más o menos, con mayor o menor
eficacia y una intensidad variable. Se pueden distinguir como dos
tipos extremos las fases de entusiasmo ideológico en que los com­
portamientos son regulados al máximo y los de desinterés, en que
salen a luz otras regulaciones, locales o económicas. Empero, es
esta amenaza permanente de desinterés e inercia la que acosa
precisamente a la producción continuada, a un esfuerzo perma­
nente de parte de los productores, para contener la desorganización
y proseguir la empresa.
Por otro lado, esta propiedad de la ideología de introducir lo
universal y la totalización, hacen de ella el medio privilegiado de
las substituciones. Mediante la totalización persuasiva que lleva a
cabo, puede servir para reemplazar los fracasos y las contradic­
ciones y suplir las influencias desfallecientes. Veremos, de esta
manera, que la inflación verbal se intensifica, para superar y com­
pensar una decadencia objetiva y, en esta forma, colmarla. En el
momento en que el grupo está particularmente amenazado de derro­
ta o desintegración, la inflación del discurso relevante vendrá a
apuntalar las solidaridades debilitadas. A sí también, la clase do­
minante será llevada a forjar y reiterar tanto más un discurso
apaciguador sobre la comunidad de los intereses, cuanto más se
debilite la integración de la economía. En casos extremos, el poder
simbólico totalitario va a producir un discurso sincrético, que fun­
ciona como sustituto de las totalizaciones sociales afectadas.
Esto significa también que el sub-sistema ideológico cuestiona
toda generalidad acerca de la jerarquía de las instancias en los
modelos sociales. A la tesis marxista de la prioridad de la infra­
estructura, se puede oponer la de una variabilidad de las priorida­
des, de conformidad con los sistemas sociales, los grupos o las
coyunturas. Nada autoriza, en efecto, a sostener que la instancia
económica sea siempre y en todo lugar la determinante: no es
imposible, como lo subraya Marx en una nota del Capital, que
ciertos sistemas sociales, más religiosos que económicos, Hayan
estado estructurados y organizados, en última instancia, conforme
modelos ideológicos. Tampoco es imposible que los periodos de
exaltación política, los de revolución e institucionalización, por
ejemplo, hayan estado dominados más por el sistema de represen­
taciones políticas, que por la repetición de las prácticas producti­
vas. La ideología nos invita a reemplazar una teoría de la jerarquía
constante .de las instancias, por otra de la movilidad de esta
jerarquía.

176
IV . L A O C U L T A C IO N E F IC A Z

Debido a su carácter de conclusión y sistematización, toda ideo­


logía política implica distorsiones, esquematización, aumento y
ocultación de ciertas relaciones o experiencias sociales, como uno
de sus rasgos esenciales. Marx atribuye a esta ocultación efectos
contradictorios, según se trate de una ideología conservadora o re­
volucionaria. En el caso de la primera, la ocultación ejercería un
efecto de alguna manera hipnagógico, apartando de un análisis
crítico de su propia situación a los agentes. A la manera de una
religión, la ideología construye un universo imaginario, que desvía
y adormece las conciencias en la pasividad. El análisis que esboza
Marx del jacobinismo revela, por el contrario, una eficacia posi­
tiva en una situación revolucionaria en que la ocultación participa
dinámicamente en la práctica.10 De acuerdo con este ejemplo, los
revolucionarios franceses habrían creado mitos de sí mismos y ocul­
taciones que los volverían incapaces de analizar su propia acción.
Esta simbología ilusoria les habría provisto de los instrumentos
afectivos de exaltación, de automagnificación, permitiéndoles llevar
su empresa hasta el final. Velándoles la mediocridad y la limita­
ción de su tarea, esta ilusión les habría procurado la inconsciencia
que requerían, de manera indispensable. Así, la ocultación, lejos
de ser una dimensión simplemente negativa, podría, en ciertas
circunstancias, poseer efectos liberadores y responder dinámica­
mente a las exigencias funcionales de determinada situación. Lo
propio de una verdadera teoría político-revolucionaria sería, preci­
samente, sobrepasar toda ocultación, lo que sólo podría llevar a
cabo una clase universal, portadora en sí misma de todos los in­
tereses de la sociedad.
Esta desaparición de la ocultación no será, para Marx, sino un
término límite, ya que no será alcanzado sino en el curso de un
largo proceso de acción revolucionaria, durante el cual el conjunto
de la clase universal, confrontado, en la acción, con sus propias
ilusiones v consecuencias, logrará, a través de un proceso de crítica,
de práctica de la teoría y de teorización de la práctica, rebasar
toda ocultación. Marx no presenta esta situación sino como un
modelo ideal y, cuando Georges Sorel analiza los llamamientos re­
volucionarios, reconociéndoles una parte de mito, puede, con razón,
ajustar su concepción con las indicaciones de aquél.
Es que él trabajo de sistematización y esquematización que no
deja de operar el ideólogo es, en efecto, un trabajo de distorsión
con respecto a la multiplicidad de lo heterogéneo. El proceso de
ideologización se logra mediante aumento y simplificación, y pro­
duce necesariamente una visión que deforma la realidad. Es sabido
que esta ideologización no está unida a una simple debilidad inte­
lectual que disiparía un aumento de la atención, sino a la dinámica
de los conflictos sociales y a las características de las clases crea­
doras de este lenguaje. Como lo hace notar con claridad Marx,
todo grupo particular, toda clase que aspira a defender su existen-

177
cia e intereses, produce un saber parcial, ligado a su propia par­
ticularidad. Y en la misma forma, la intencionalidad práctica del
discurso, impone la necesidad de proclamar sus fines, que se legi­
timen las alternativas escogidas y se nieguen otras posibles. Por
estas dos razones esenciales, el discurso ideológico es objeto tanto
de conocimiento como de desconocimiento y es precisamente esta
ambigüedad la que lo toma eficaz. Simplificando la situación y
sustrayéndole sus múltiples contradicciones, el esquema comuni­
cado permite una visión global, favorable a la empresa política.
A l ocultar las dificultades o la validez eventual de los enemigos,
despeia los obstáculos que provocaría un pensamiento crítico. La
modalidad ideológica de pensamiento tiende, de esta manera, por
motivos eminentemente dinámicos, a bloquear el proceso indefinido
del pensamiento, a fijar en un sistema deductivo el descubrimiento
inagotable de las dialécticas sociales. Si se puede caracterizar el
movimiento de la investigación intelectual como una dialéctica
permanente entre preguntas renovadas y su verificación, entre la
razón constituyente y la razón constituida, la ideología debe dete­
ner esta inquisición incesante y construir una estructura con sus
afirmaciones. La ideología señala el periodo de la sistematización
y la detención de la lucidez dialéctica.
La ocultación atañe a objetos bien precisos, cuyo conocimiento
exacto implicaría peligro para los hablantes. E l solo discurso de
legitimación, al mismo tiempo que racionaliza el poder establecido,
oculta el drama inherente a todo poder, que es su arbitrariedad
histórica. Lo que importa precisamente transformar es su esencia
discutible, tomándola en una validez que hará que la pregunta
/.qué te ha hecho rey? se silencie. Las múltiples construcciones de
legitimación que rodean a los poderes sucesivos pueden ser consi­
deradas como otras tantas construcciones ocultadoras, que aspiran
a velar eficazmente la arbitrariedad del poder. La ocultación se
dirige de esta manera a la arbitrariedad de la selección del personal
gubernamental, cuyas razones justificadoras importa inventar (el
derecho divino, la eficacia, las elecciones). Se dirige también, sobre
todo en los periodos críticos, a las consecuencias objetivas de las
decisiones gubernamentales, cuyos aspectos negativos es importante
ocultar. Atañe asi mismo a la distancia social que separa a los
gobernantes de los gobernados, a la desigualdad del poder y sus
ventajas sociales, cuyo escamoteo será decisivo para obtener el
consentimiento de los últimos: un lenguaje, religioso o democrá­
tico, debe necesariamente identificar a unos y otros y ocultar las
diferencias para que los dominados puedan, por ejemplo, concebir
como sus propios representantes a quienes los gobiernan.
Y así también, una clase dominante oculta su dominación al
presentarse como el agente ejecutivo de los fines colectivos, como
el delegado funcional de los intereses generales: Puesto que el
capital industrial es la condición del trabajo y del bienestar de
todos, sus propietarios no son los detentadores de un poder de
explotación y no podrían poseer, en ninguna parte, trabajadores

178
explotados. T a l discurso dominante puede, en apariencia, conce­
derle un lugar a las clases dominadas, pero la racionalización que
lleva a cabo de la posición de estas últimas, logra ocultar sus ca­
racteres específicos, así como su experiencia particular. A l concen­
trar la cultura sobre sus propios rasgos y gestos, la literatura de
la clase dominante participa inconscientemente en la exclusión
de los dominados. Toda cultura puede, de esta manera, destruir
simbólicamente la realidad de los grupos excluidos por el poder,
sin dejar de denominarlos.
Todo este trabajo de ocultación, ligado a las posiciones del
poder de clase, es inductor de un doble efecto de movilización y
desmovilización. El simple hecho de concentrar la atención colec­
tiva sobre determinados temas, sobre la sabiduría de un poder y
las clases dominantes, moviliza las representaciones en su provecho
y participa en su reforzamiento. La ideología conformista fija los
intereses sobre los dirigentes y no cesa de presentarlos como los
verdaderos agentes de lo político. Trabaja así en la condensación
de las representaciones y la transferencia de las atracciones sobre
los elementos legitimados. Inversamente, tornando simbólicamente
irreales a las clases dominadas u ocultando su subordinación, las
devalúa y les evita una autoestimación, colabora con su apatía,
colocándolas en una situación de anestesiamiento frente al poder
prestigioso. La ocultación toma parte, así también, en forma sin­
gularmente eficaz, en la reducción de las diferencias y la inhibición
de las veleidades de oposición. El discurso empático acerca de la
igualdad de todos, acerca de la unidad del cuerpo social, puede
servir, por su propia exaltación, para inhibir las expresiones dife­
renciales y, por este medio, descomponer los grupos particulares y
su cultura. A l ocultar las particularidades, 'a ideología rehúsa la
palabra a los grupos parciales y, al excluir su acceso al discurso,
los obliga a expresarse en un lenguaje impuesto y toma parte en
su destrucción. En el momento mismo en que la inflación del dis­
curso parece reflejar la unanimidad de los entusiasmos, el silencio
puede ejercer una acción de represión e incluso de destrucción.
Podemos esbozar aquí toda una tipología de las ideologías, de
acuerdo con el criterio del impacto de sustracción o de ocultación
que provocan. Mientras que una ideología dominante tiende a ocul­
tar las distancias sociales y a confundir a los actores en una unidad
proclamada, la ideología crítica, que se formula rechazando el dis­
curso unificante, revela la diferencia y, por su sola presencia, sitúa
en una posición de defensa o de conflicto a los actores sociales.
Las aspiraciones insatisfechas, los fracasos, las contradicciones,
todo un campo social que escapa al control de lo impuesto, surge
en el ámbito de la conciencia social por medio del discurso diferen­
cial. La dosis de utopía que pueden transmitir las nuevas expre­
siones no constituye un obstáculo a la intensidad de este devela-
miento. Al contrario, el sesgo utópico puede servir de instrumento
intelectual para la denuncia de las opresiones. Pintando la imagen
de la ciudad ideal, Fourier levanta el catálogo abrumador de las

179
injusticias y las opresiones en la sociedad de la restauración. Este
margen utópico seguirá desempeñando el mismo papel de explo­
ración crítica en la ideología revolucionaria. El trabajo de devela-
miento posee efectos contrarios al de ocultación: la designación de
las diferencias restituye a los grupos oprimidos una forma de pala­
bra y, de esta manera, una primera forma de existencia. Los resul­
tados de tal acción no tienen una relación necesaria con la lucidez
de los análisis efectuados: aún aquí la ilusión puede ser creado­
ra de historia.
En primer lugar, este efecto de ocultación no es un fenómeno
intelectual, que convendría referir a los límites exclusivos del
conocimiento, sino más bien parte de un proceso dinámico en el
juego de los conflictos sociales.
En una situación de dominación en que la clase dirigente debe
contener la oposición siempre posible de los dominados, la cons­
trucción y )a imposición de un discurso reductor, suprime la dis­
tancia social y niega la situación de violencia, participando en el
mantenimiento del sistema de desigualdad. Como lo señala Marx,
una clase particular que impone sus intereses privados al conjunto
de la comunidad, debe crear un discurso aue legitime sus privile­
gios. La situación de desigualdad hace útil la difusión de un dis­
curso totalizante, que articula las diferentes fuerzas sociales en
una estructura racional, haciendo desaparecer simbólicamente las
contradicciones internas.
En una situación de rebelión, por el contrario, la empresa de
develamiento, de designación de la opresión y de sus agentes, par­
ticipa en el conflicto y en su dinámica, mediante la interpretación
nueva que propone y la invalidación que lleva a cabo del adversa­
rio. La concentración de la violencia simbólica en los enemigos,
hace desaparecer los conflictos potenciales entre los agentes del
movimiento rebelde, oculta los límites de las posibilidades efec­
tivas y permite la cohesión de los agentes históricos. La ocultación,
en este caso, no es impuesta por una clase interesada en su mante­
nimiento, sino realizada más bien por el propio movimiento social,
cuya autolegitimación se logra, así mismo, gracias al recurso de
la auto-ilusión. La iustificación exaltante de sí, que moviliza las
energías y asegura el apoyo a los dirigentes del movimiento, rebasa
las dificultades intemas y las vacilaciones, levanta los obstáculos
eventuales y, disimulándolos, contribuye a su superación.
Pero es en las situaciones de terror político donde el proceso
de ocultación toma toda su amplitud, integrándose al eiercicio y
la renovación de la violencia. En tales situaciones, la clase política
en el poder no puede conservar su prestigio sino utilizando todos
los medios que posee, incluvendo dentro de este arsenal la utili­
zación plena de los medios de control del poder simbólico. El
recurso a estos procedimientos será tanto más urgente cuanto más
considerable sea el esfuerzo pedido a la población, es decir, cuanto
mayor sea la suma de los sufrimientos. Una vez reducidas a la
nada las posibilidades de expresión de las resistencias eventuales,

18Ú
queda todavía un gran temor de que la población se retracte en la
indiferencia y el capital de apoyo se debilite. El acrecentamiento
de los esfuerzos y los fracasos refuerza esta posibilidad de ver a
la población refugiarse en la inercia y oponer una resistencia pasiva
a los llamados de los gobemantes.il
En tal situación, la ocultación es una condición del sosteni­
miento del sistema de la violencia establecida. En razón misma de
los sufrimientos padecidos y del peligro decisivo que constituye su
expresión en el seno de la conciencia común, es indispensable que
se oculten sistemáticamente o se transmuten en un discurso fan-
tasmático. En razón misma de los fracasos experimentados por los
gobernantes en sus empresas, importa que la crítica sea imposible
y que tales fracasos se presenten como logros. La extensión de la
arbitrariedad política y de las catástrofes que conlleva, convierte
en una obligación simétrica la inversión de lo real en lo fantasmal.
La ocultación debe ser, entonces, considerada como un aspecto
inmanente de la política terrorista y, con mayor amplitud, como
uno de los aspectos vinculados a todo sistema político empeñado
en un proceso de extrema violencia intema. La ocultación no es
ya sólo el instrumento del poder dominante, sino la respuesta ne­
cesaria a la amenaza permanente que ejerce contra este poder la
expresión, así sea limitada, de los sufrimientos padecidos. La pre­
sencia de una considerable resistencia potencial, nacida de las solas
experiencias cotidianas de las víctimas del régimen de opresión,
impone que todas estas experiencias sean ocultadas y no puedan,
en ningún caso, poseer el derecho a la expresión. Puesto que este
contra-discurso es posible y recibiría la adhesión inmediata de
todas las víctimas del régimen, es indispensable que nada de él se
libere y sean suprimidas todas las posibilidades de toma de con­
ciencia crítica.
La ocultación constituye, entonces, en buena medida, una res­
puesta dinámica y eficaz a una situación de contradicción extrema.
Se inscribe en la violencia, responde a la situación de opresión al
mismo tiempo que permite su ejercicio: se adecúa a la violencia y
participa eficazmente en su reproducción. Como lo muestra el
periodo del fascismo hitleriano, la ocultación ideológica puede par­
ticipar directamente en el mantenimiento de la destrucción y en
la aplicación de los procesos de muerte. En tales periodos, se ma­
nifiesta como una contrafuerza eficaz que detiene la potencialidad
de oposición, asegurando y reforzando las empresas del crimen
gubernamental.

181
C O N C L U S I O N

E L P O R V E N IR D E LAS ID E O L O G IA S

Tras haber intentado recensar las dimensiones sincrónic ay


diacrónica de los fenómenos ideológicos, debemos finalizar inten­
tando la reflexión sobre su posible porvenir. A partir de lo que
podemos prever del futuro de las sociedades actuales y sus con­
flictos, /.qué podemos prever de las ideologías del mañana? Es en
estos términos de cambios v conflictos en que se plantea la
cuestión, ya nue. como lo hemos hecho notar reiteradamente, las
formaciones ideológicas se construyen y destruyen, directamente
implicadas con las mutaciones, con los conflictos que preparan,
favorecen o inhiben. Hemos mostrado lo suficiente que la produc­
ción y la circulación de signifi antes políticos está constantemente
implicada en la vida sociopolítica, lo que indica que estas pro­
ducciones, cualquiera que sea su porvenir, en modo alguno van a
terminar.
Los grandes socialistas del siglo X I X expusieron con claridad
las condiciones de una verdadera muerte de las ideologías. Marx
formula la doble hipótesis de una erradicación de las ilusiones gra­
cias al desarrollo de la acción revolucionaria del proletariado y,
por otra parte, del fin de las ideologías en la sociedad socialista,
convertida en una comunidad transparente de trabajo. Expone, en
El 18 Brumario de Luis-Napoleón Bonaparte, cómo una clase do­
minada, comprometida con una práctica revolucionaria, es condu­
cida, por sus fracasos y nuevos intentos, a realizar una crítica de
sus propias ilusiones y a deshacerse progresivamente, por ese
medio, de sus propias ideologías. Es efectivamente en estas fases
de “ movimiento” y rebeldía, cuando se opera la destrucción de las
máscaras y aparecen, a través del conflicto, las grandes líneas de
relación de fuerza en el seno del sistema social.! Marx evidencia
perfectamente esa relación entre la rebelión y la desideologización,
ese efecto de clarificación y de revelación que, en efecto, lleva a
cabo la rebelión de las clases dominadas. Hay que agregar, no
obstante, que la ampliación de la rebelión en movimiento social de
revolución no se puede dar, como lo verifican las grandes r e®lu-
ciones del siglo X IX , sino mediante la coordinación de las subleva­
ciones en un proyecto común y, por ende, mediante la invención y
difusión de un lenguaie lo suficientemente flexible para integrar las
tendencias diversas, pero suficientemente coherente para asegurar

182
la convergencia de las prácticas. La cuestión de la creación de una
ideo logia política nueva se plantea precisamente en el seno mismo
del movimiento.
La segunda hipótesis, la desaparición de las ideologías en una
sociedad comunista, es particularmente escjarecedora para nuestra
reflexión y sugiere, mediante el rodeo de la utopía, las verdaderas
razones de la persistencia de las ideologías. En efecto, la sociedad
comunista sería una sociedad sin ideología en razón de su recon­
ciliación esencial, de la desaparición de los conflictos, clases e
incluso fronteras. La igualdad económica que sería realizada me­
diante la repartición comunista de los bienes de producción haría
desaparecer los conflictos, así como los intereses de clase y, por
ende, las causas estructurales de las distorsiones. H ay que recordar
que el comunismo señalaría así mismo el fin de la política, la
desaparición del Estado y, por lo mismo, de hasta la mínima ex­
presión de explotación política. Y, conforme el gran sueño de los
primeros socialistas, Marx indica incluso que el fin de las ideo­
logías nacionalistas estaría realizado en un universo de naciones
reconciliadas, ya que, en efecto, las guerras entre naciones provo­
can necesariamente las mentiras nacionales.
Hay que tomar, nos parece, esta utopía revolucionaría literal­
mente y considerarla como una fecunda experiencia mental. El fin
de las ideologías no puede ocurrir en efecto sino en un mundo
reconciliado, en una sociedad sin clases, sin explotación y sin
dominación política, en un universo comunitario y transparente en
que no podrían surgir ni distorsión ni intereses particulares. Como
lo sugiere Marx al ligar directamente la ideología a los intereses
de clase, desde el momento en que existe una categoría, una clase
o una nación, empeñada en un conflicto por la defensa o la exten­
sión de sus intereses, o simplemente por el mantenimiento de su
existencia, hay que prever que los representantes del grupo for­
jarán un lenguaje justificador y motivador que se difundirá dentro
de los límites de dicho grupo, formando parte de su estrategia.
Prever el porvenir de las ideologías en este último cuarto del
siglo X X nos lleva, entonces, a interrogarnos acerca de los grandes
conflictos actuales y de mañana, acerca de las mutaciones a largo
plazo y de las vastas aglomeraciones sociales, económicas, cultu­
rales o políticas tal como podemos imaginarlas a grandes rasgos
y sin pretender formular otra cosa más que hipótesis prudentes.
Desde este punto de vista, nos parece que deben ser consideradas
cuatro grandes líneas de evolución: la prosecución de la industria­
lización, la ampliación de las instituciones socio-políticas, el re­
forzamiento de las naciones-Estados y, finalmente, la mundializa-
ción de los conflictos. Mostraremos que estos cuatro procesos son
todos ellos favorables al mantenimiento y aún al reforzamiento de
las sistematizaciones ideológicas. Podemos también intentar ima­
ginarnos qué tipos de ideología serán producidos, al menos en sus
líneas generales, qué clase social será el centro de su emergencia
y finalmente cuáles son las contra-ideologías que se le opondrán.

183
Recordemos no obstante, antes de esbozar esta reflexión, dos
nuevas dimensiones de las sociedades industriales de las que Marx
no podía dar cuenta y que aumentan considerablemente la impor­
tancia del hecho ideológico. La integración económica y social,
ligada al desarrollo industrial, ha multiplicado las comunicaciones
y dado a la información y al control de la misma una importancia
estratégica, que los hombres del siglo X I X no podían concebir. El
propio hecho de la multiplicación de las informaciones y su papel
permanente en la dirección y el control de las prácticas sociales,
la detentación del derecho a la manipulación de las mismas, el
control de los aparatos de propaganda, confiere al poder simbólico
una fuerza política (de ruptura, de regulación o de represión) de
límites sin cesar rebasados. En segundo lugar, el desarrollo de los
medios masivos de comunicación ha transformado cualitativa y
cuantitativamente las posibilidades del control de las prácticas por
medio del discurso. Las técnicas modernas de comunicación permi­
ten al hablante político estar al lado de cualquiera, en el seno de
cada familia, en cualquier instante, asegurando ue esta manera un
contacto directo entre el emisor ideológico y los comportamientos
cotidianos. Esta intensidad de la orientación se realiza de maneras
muy diversas como lo hemos visto, de acuerdo con las condiciones
sociales y políticas, pero constituye una potencialidad permanente
de las sociedades modernas. El esquema esbozado en La ideología
alemana, de la ideología como simple resultante de los procesos
económicas, no puede ser ya sostenida en nuestras sociedades,
donde la producción y la circulación de significantes están impli­
cadas permanentemente en todas las prácticas sociales y partici­
pan diariamente en su control.

I. L A P R O S E C U C IO N D E LA I N D U S T R I A L I Z A C I O N :
El productiuismo

A menos que una nueva guerra internacional provoque una


interrupción en el proceso de industrialización, se puede prever
que el inmenso esfuerzo llevado a cabo en este sentido, limitado
anteriormente a las naciones occidentales, proseguirá extendién­
dose sobre todos los lugares del globo. N o se trata aquí sino de
señalar esa gigantesca mutación que, comenzada desde hace más
de dos siglos en Europa, continúa su expansión desde entonces,
conduciendo a la civilización industrial a poblaciones de cultura
rural. Las grandes revoluciones que determinaron el curso de la
historia (1688, 1789, 1917, 1940-50 en China, se ubican, por di­
ferentes vías, dentro de este inmenso proceso y han acelerado su
desarrollo. No obstante, las formas recientes de industrialización
ponen de manifiesto nuevos caracteres que ponen el énfasis en la
ampliación y el reforzamiento de las organizaciones, y que es pre­
visible que van a perseverar. La aceleración de la industrializa­
ción no se manifiesta ya sólo mediante el crecimiento del instru-

184
mental, los capitales y la fuerza de trabajo, sino también y sobre
todo por la eficacia de la organización económica, su ampliación,
su racionalización y la integración del comportamiento de sus
múltiples agentes. Esta última es una imposición del desarrollo
tecnológico y científico, que exige recurrir a un personal que ad­
hiera los objetivos de la empresa, impuesta también por el in­
eluctable desarrollo de la planificación a largo plazo, que exige
concierto, cohesión en las decisiones y continuidad en las ejecu­
ciones. A las múltiples firmas rivales del siglo X IX , sometidas a
la ley del mercado, suceden vastos conglomerados que integran
y protegen a sus miembros y exigen de ellos una nueva sumisión.
Bajo formas diversas, la extensión de estas nuevas modalidades
se logra hoy en el nivel mundial y se puede prever que las mismas
proseguirán en tanto continúe probándose su eficacia.
La continuación de esta nueva forma de industrialización man­
tendrá las violencias anteriores y creará otras nuevas. La empresa
de desposesión de las masas rurales, la destrucción de su cultura
tradicional y de su red local de solidaridad no dejarán de seguir.
Esta violencia multiforme que Marx describe para las poblaciones
rurales en la Europa de los siglos X V I al X I X , continúa actual­
mente en Africa y en Asia, multiplicando las tensiones, las dificul­
tades y las frustraciones. Así mismo, se repite allí esa rebelión
contra la desigualdad cuya génesis describe M arx en el capita­
lismo del siglo X I X : desde el momento en que los campesinos son
arrancados de sus comunidades tradicionales y transformados en
fuerza de trabajo industrial, constituyen una clase consciente de
sus posibilidades y particularmente lúcida acerca de la explota­
ción de que es victima. Esta situación de conflicto, como sabemos,
es la más propicia a la emergencia de ideologías defensivas y
combativas, a la aparición de dirigentes tribunicios que se encar­
gan de unificar las reivindicaciones en una interpretación coheren­
te y en una estrategia ofensiva.
A esta situación explosiva, propicia en sumo grado al surgi­
miento de expresiones ideológicas, la nueva industria agrega otra
dimensión, que refuerza esta necesidad social de significantes cohe­
rentes. La organización moderna tiene necesidad de una legitima­
ción de la que las pequeñas empresas de otra época podían dis­
pensarse. La actual debe lograr que sus fines sean interiorizados
por un número crecido de individuos, conseguir que los agentes,
de los cuales espera una participación mucho más intensa que an­
taño, los admitan. A medida que su influencia sobre las acciones se
extiende, no puede funcionar sin magnificar dichos fines, sin procu­
rar la reconciliación de los agent es con los esfuerzos que les impone.
Se ve cuáles serán los centros de creación de una ideología
susceptible de impugnar esta situación defnitivamente, los sitios
de trabaio determinados Por la lucha socio-económica de las cla­
ses. La clase obrera, situada no sólo en el papel de clase dominada,
sino con una dominación vivida y legible, constituye, en primera
instancia, el sitio de sublevación y de oposición a las ideologías

185
r'

impuestas por las clases dominantes. Pero la industria moderna,


vuelta una organización económico-social, ofrece a los técnicos,
a los expertos, a los candidatos a la dirección económica, nuevas
posibilidades de afirmación y de promoción. La racionalidad in­
dustrial procura a las nuevas clases posibilidades, no ya de explo­
tación material, sino de promoción eminente en el orden del pres­
tigio y del poder.
Intentemos imaginar la ideología que podría responder ade­
cuadamente al desarrollo de esta industrialización y a los con­
flictos a que da lugar. La que se adecúa mejor a esta práctica
es por entero la que renueva la significación del trabajo cotidia­
no, de la producción. A l exaltar los productos del trabajo, la con­
quista racional de la naturaleza, el aporte de las ciencias y la
técnica, la ideología productivista restituyendo al trabajo y al tra­
bajador su dignidad, asegura la función esencial de reconciliar
a la conciencia social consigo misma. Esta ideología se apega, en
buena medida, a la conciencia social, ya que uniforma el tiempo,
como lo dispone la continuidad del trabajo industrial, pone énfasis
en el sentido de la actividad prioritaria en una fase de industria­
lización, muestra una comunidad de intereses ahí donde lo que se
da efectivamente, es una comunidad de esfuerzos.
Las ocultaciones determinadas por estas ideologías corren el
peligro de ser tanto más profundas, cuanto que serán utilizadas
por las clases económicamente gobernantes. La racionalidad apa­
rente de la ideología industrialista hace de ello un instrumento ex­
celente de persuasión en manos de los dirigentes industriales,
burguesías nacionales, jefes de empresas, tecnócratas que pueden
presentarse como los servidores discretos y eficaces de intereses
universales. Se puede prever que, con esta artimaña, nuevas clases
dirigentes se van a apoderar de las reivindicaciones populares y
se legitimarán gracias a su eficacia (real y Jo proclamada) en el
desarrollo industrial. La ideología productivista puede, en efecto,
hacer tolerables los esfuerzos de los dominados, ocultar su explo­
tación bajo la apariencia de la racionalidad, transformar en em­
presa gloriosa la disciplina de las energías. Puede crear en torno
de la clase económicamente dominante un halo de gloria en que
se disipe la dominación.
La represión simbólica que lleva a cabo la ideología produc­
tivista ha alcanzado — y continuará haciéndolo— en primer lugar,
a todo lo que proviene de la cultura del pasado. Como se puede
ver actualmnete en los países en vías de desarrollo, la magnifi­
cación de los objetivos industriales sirve para invalidar las cultu­
ras tradicionales, para rechazarlas identificándolas con lo “ primi­
tivo” , con el arcaísmo irrisorio. De la misma manera, las culturas
religiosas son arrojadas dentro de lo “ irracional” . Socialmente, la
ideología productivista hace del dirigente industrial, del tecnó-
crata confeso, un héroe de los Tiempos Modernos y rechaza con
un desprecio idéntico, represivo en alguna medida, al notable lo­
cal, al clérigo, al artesano, al pequeño productor, al letrado.

186
Podemos quizás discernir cuáles son las contra-ideologías que
se oponen y van a oponerse a esta deología represiva de la pro­
ducción por la producción. Los múltiples movimientos que han
aparecido en los países industriales mucho antes de la “ crisis de
la energía” ( 1 9 7 4 ) y que pueden referirse a una nueva ideolo­
gía consumista, nos indican lo suficiente cuáles formas pueden
revestir estos movimientos de resistencia. En efecto, la continua­
ción de la industrialización conduce, por su propio éxito, a contra­
dicciones que la ideología productivista se vuelve impotente para
ocultar. La racionalización industrial, la mecanización, la concen­
tración de las decisiones despojan a la mayoría de los trabajadores
del control de su trabajo, imponen tareas múltiples cuya rela­
ción con los objetivos tiende a volverse inalcanzable. Imponen
la extorsión de una fuerza de trabajo cada vez más calificada,
cada vez más consciente de los fracasos producidos por la super-
¡ndustrialización. A l mismo tiempo, los éxitos logrados, la eleva­
ción del nivel de vida y todas las ventajas materiales obtenidas,
hacen más difícil que se tolere la distancia que se experimenta
entre los placeres del ocio y las frustraciones del trabajo. Lo que
en otro tiempo era percibido como un valor eminente, el trabajo
individual y colectivo, se vacía de la plenitud de su significación.
En cierto nivel, la relación entre la producción y el consumo se
invierte: de simple consecuencia, el consumo se convierte en el
fin y tiende a imponer su control sobre la producción.
Se puede hablar de una ideología consumisfa en el sentido
de que el consumo individual se convierte en la finalidad central
de los agentes, pero todavía más por el hecho de que este consumo
se vuelve el objeto de una reflexión colectiva, que se erige en ins­
tancia de control de la producción. La ruptura tiene lugar desde
el momento en qie “ la expansión” , “ el desarrollo industrial” , no
son ya consid erad>s como valores evidentes y surgen presiones,
rebeliones, movimientos sociales que tienden a contrarrestar las
decisiones de los dirigentes industriales. Los conflictos que con­
ciernen a lo arduo de las tareas, la mejoría de las condiciones de
vida o la limitación de la jornada de trabajo, las luchas contra la
destrucción ecológica, forman parte de ese vasto movimiento que
retoma las antiguas reivindicaciones, pero las unifica en un obje­
tivo moderno. Toda la reconsideración de las relaciones entre la
sociedad industrial y la naturaleza, que también lo son de las que
cada uno establece con el mundo natural, anuncia una transfor­
mación mediante la cual se esboza un esfuerzo colectivo para
ret cnar el control de la producción y someterla al orden.
Una tentativa tan audaz no puede desarrollarse sino en lo s
países más ricos y dentro de las clases que han alcanzado cierto
nivel de consumo. El hecho de que la denuncia de la ideología
industrial se formule en primer lugar en los países consumidores
y entre los elementos más jóvenes de las clases privilegiadas, no
debilita su alcance y puede anunciar su crecimiento. La fuerza
de este movimiento dependerá de la movilización que consiga de

187
las diversas energías y la recepción de un eco favorable en clases
y grupos diferentes: los jóvenes, más sensibles que sus mayores a
la alienación del trabajo; las mujeres, más sensibles que los hom­
bres a las obligaciones industriales; los expertos, economistas y
tecnócratas, en situación de calcular los riesgos de un porvenir no
controlado. Este movimiento de múltiples ramifimaciones puede
aportar su apoyo, incluso provisionalmente, a toda esperanza au­
ténticamente revolucionaria, proponiendo objetivos coherentes y
el control del devenir social.

II. E L C R E C IM IE N T O D E LA S IN S T IT U C IO N E S
C O L E C T I V A S : La ideología de la participación

La segunda dimensión de la historia a largo plazo que pode­


mos señalar radica en la ampliación continua de las instituciones
y las burocracias. Esta evolución, mucho menos visible que la in­
dustrialización, continúa no obstante de manera ininterrumpida
desde hace casi dos siglos y todo permite pensar que proseguirá
en las décadas por venir.
Ta l evolución señala el tránsito de las integraciones locales a
los sistemas ampliados a nivel regional o nacional. La integración
tradicional se situaba en los límites de las familias, los linajes,
las comunidades aldeanas, bajo las cuales se entretejían los frá­
giles vínculos de las feudalidades o las monarquías. A tal siste­
ma, de fuerte integración en los grupos primarios y débil en el
nivel global, suceden sistemas sociales de integración universal en
que todas las comunidades y todos los individuos son susceptibles
de ser movilizados y controlados por las instancias superiores.
Familias y comunidades se encuentran desposeídas tanto de su
autonomía como de su control sobre sus miembros, en provecho
de vastas instituciones ligadas o no a los aparatos de Estado. E l
carácter estatal de instituciones colectivas tales como la enseñan­
za, los seguros, la redistribución del ingreso, los regímenes de se­
guridad social y lo fiscal, y los debates que este vínculo con el
Estado engendra, no deben ocultar el fenómeno, mucho más gene­
ral y determinante, que consiste en el proceso de ampliación de
estas instituciones, a la vez protectoras y disciplinantes, materna­
les y burocráticas. El carácter estatal o no estatal de tales insti­
tuciones no es sino un aspecto de ese proceso a largo-plazo, que
persiste bajo modelos políticos diferentes. Tampoco cabe confun­
dir esta evolución con el solo fenómeno de la industrialización,
aún si esta última está fuertemente vinculada al primero: una
vez erigidas las instituciones, van a obedecer a su propia lógica,
a ofrecer a los individuos y sus categorías distintas vías de acción
particular. Así, la historia de las instituciones no se confunde con
la historia económica y no es sorprendente que en ciertas situa­
ciones, la integración socio-política anteceda a la instauración
de las organizaciones de la economía.

188
Esta gigantesca transformación, mediante la cual son destrui­
das las antiguas solidaridades, arrancados los individuos a su in­
serción y valores, constreñidos a ubicarse dentro de una vasta
red protectora pero anónima, crea también condiciones que son
favorables para la creación y difusión de las ideologías. La des­
integración de las solidaridades anteriores produce una situación
de vacío social, de anomia, eminentemente patógena para las co­
lectividades y los individuos, como se puede constatar, en una
especie de estado puro, en las naciones en desarrollo.
En esa situación en que los antiguos cuadros se desintegran
sin que las instituciones hayan terminado de instaurar su influjo,
los individuos quedan a merced, tanto de una débil orientación
de las significaciones como de sus contradicciones. El individuo
es víctima de requerimientos contradictorios y lejanos que no de­
jan de amenazar su identidad y hasta su equilibrio psicológico.
Este vacío social es no solamente angustioso sino patógeno y de
tal especie que las respuestas significativas serán fácilmente acep­
tadas, porque responden a una ansiedad.
Las nuevas integraciones que van a sobrevenir no pueden ser
implantadas sin construir y hacer que los nuevos valores y las nue­
vas normas sean admitidos, y, por ende, sin que se elabore un
nuevo lenguaje justificador. La institución, lo hemos visto, no
puede existir sin la creación de un discurso de legitimación apto
para hacer aceptables los comportamientos a que los participantes
se adaptan. En todos los centros sociales en que deben normarse
las conductas, en que deben crearse nuevas motivaciones, el dis­
curso toma parte en la ampliación de las instituciones de integra­
ción y en su funcionamiento. El discurso propiamente político,
que concierne a los objetivos generales de las mutaciones en curso,
responderá eficazmente a esta situac’ón, proveyéndola de un sen­
tido, integrado a las diversas instituciones. De esta forma, las
modificaciones parciales, la extensión de un programa de enseñan­
za o la aplicación de un nuevo control fiscal, encontrarán su legi­
timación, su razón de ser, en la causa justa del “ desarrollo” , de la
“ modernización” o de la “ autenticidad” . Este discurso es tanto
más urgente en tanto las nuevas instituciones creen nuevos cons­
treñimientos, que es preciso ocultar. La institución obliga a sus
miembros y a sus subordinados a una disciplina, ejerce sobre
ellos una violencia que la legitimación, en la esfera de su racio­
nalización, viene a negar.
Las ideologías adaptadas a esta ampliación de las institucio­
nes normativas, podrán revestir formas o disfraces diversos, te­
niendo como denominador común aspirar a la conformidad movi-
lizadora de los subordinados. Las instituciones, tanto como el
sisteme de integración social que las engloba, exigen no la doci­
lidad pasiva, sino la participación activa pero no obstante orien­
tada de todos. Cualquiera sea la forma que revista, esta ideología
de la participación activa y “ responsable” , debe conciliar el lla­
mado a las energías individuales y colectivas, con su orientación

189
estrechamente normativa y su extorsión. El cont ruido inmediato
de estas ideologías se refiere a los objetivos de los iiislilticioiicH,
que se proponen como evidentes (enseñar, curar, sancionar . .)
y no deja de ilustrarse con imágenes positivas, fácilmente ¡iiferio-
rizables. De esta manera, las imágenes plenamente positivas del t re­
bajador, del militante, del soldado-ciudadano conm las de! sabio
desinteresado o del juez celoso de sus deberes, vienen en su mo­
mento a normar las conductas y guiarlas hacia el buen funcio­
namiento de las diferentes instituciones.
Es notorio que los agentes de creación de estas ideologías ins­
titucionales no serán exactamente las clases sociales sino, en pri­
mer término, los círculos dirigentes de las mismas instituciones.
La dicotomía de los marxólogos, entre las clases económicamente
I dominantes y las económicamente dominadas, tiene que ser reem­
plazada aquí por la de ios círculos institucionalmente dirigentes
y el conjunto de los subordinados. Todos los dirigentes de las
grandes instituciones están implicados en la emisión de mensajes
I adecuados a su posición, de la misma manera que sus subordi­
nados más próximos esperan de aquéllos dicha producción. Es
posible que los dirigentes políticos se conciben, de una manera
totalitaria, con los círculos dirigentes de las diferentes institucio­
nes, a partir de un partido único. El partido es, en efecto, una
institución que genera, más que cualquiera otra, la conformidad
movilizadora y que puede constituir el paradigma integral de to­
das las otras. La realización de esta unificación a través de las
burocracias dirigentes, creadoras de un discurso movilizador y do­
minante, constituye uno de los posibles modelos para el porvenir.
Esta ideología participacionista, que vuelve a definir al indi-
I viduo mediante el papel social y su adhesión intima a lo insti­
tuido, invalida baio todas sus formas a la ideología individualista,
i Confirma la invalidación de los valores religiosos que atañen la
I búsqueda de la salvación, pero también, de manera directa e in­
sidiosa, la idealización de la diferencia en cuanto criterio de in­
dividualidad respetable. El ideal no es ya el perfeccionamiento de
sí mismo y la afirmación de la originalidad, sino la conformidad
de la conducta a las exigencias institucionales o, mejor aún la fu­
sión sublimada y entusiasta entre las orientaciones personales y las
espectativas sociales. De acuerdo con el grado de su poder coerci­
tivo, la ideología participacionista deja al individuo un margen
I controlado de fantasía personal, o persigue compulsivamente toda
diferencia. Invalida de esta manera cierta relación con la ley que
el liberalismo había construido conforme al modelo de una defen­
sa de los derechos individuales: la institución no promete a las
individualidades distintas una protección abstracta, apela a cada
uno a que interiorice los objetivos concretos y asegura a todos
una protección en la medida en que participan en el “ cuerpo”
social. La ley deja de ser el principio sagrario para dar lugar a
I objetivos cuyo medio de realización es cada esfuerzo individual.
Simultáneamente, esta ideología de la participación activa en las

190
1
instituciones, invalida la ideología “ radical” , que encomiaba la
desconfianza en relación con los dirigentes. En la medida en que
ya no se pone el acento en la distancia entre dirigentes y dirigi­
dos, sino en la identidad de los objetivos y los esfuerzos, los di­
rigentes no aparecen ya como los detentadores de un poder de
coerción sino como individuos capacitados. La ideología del con­
trol permanente que ejercen los ciudadanos sobre los responsa­
bles, pierde entonces su credibilidad, cede el sitio al respeto por
las capacidades o, mejor aún, a la confianza hacia los símbolos de
la causa común. La desconfianza liberal en relación al poder insti­
tuido, es reemplazada por la confianza hacia las encamaciones
simbólicas. En la línea de esta evolución y dentro de un contexto
perfectamente moderno, se pueden renovar esos vínculos de amor
y confianza que las sociedades religiosas ponían en acción.
Esta nueva positividad, que tiende a convertir a cada ciuda­
dano en un “ hombre de la institución” , se enfrenta ya a nuevas
negaciones, a contra-ideologías de origen diferente, pero que coin­
ciden en su oposición ante el sometimiento a las instituciones. En
los países capitalistas, la oposición al disciplinamiento burocrá­
tico se esboza de acuerdo con estratificaciones de clase y se mantie­
ne mediante las vinculaciones íntimas entre la clase económica­
mente dominante y la clase institucionalmente dominante: en la
medida en que las clases dominadas conciben a las instituciones
como aparatos que están en las manos de las clases privilegiadas,
se constituyen en fuerza que se opone a su influjo. Sin embargo,
esta resistencia es necesariamente ambigua, puesto que las clases
dominadas, amenazadas por las instituciones y los aparatos en la
medida en que estos últimos renuevan el sistema de desigualdad,
están también compelidas a demandar su protección de un aumen­
to de la reglamentación. La posición de los grandes sindicatos,
instituciones de impugnación y acuerdo, corresponde a esta situa­
ción: en tanto que representantes de las clases dominadas, cons­
tituyen una fuerza de impugnación, pero no pueden realizar sus
objetivos sino ubicándose dentro de las instituciones y, más aún,
recreando sus formas organizacionales y burocráticas. En los paí­
ses unificados ideológicamente, la oposición a las instituciones re­
viste otras formas, larvadas o brutales, al no permitir la unidad
de los controles, lo cual no deja otra alternativa más que el retiro.
o la rebelión.
Sin embargo, es preciso contar con nuevas formas de resisten­
cia, que son provocadas por el carácter totalitario de las institu­
ciones. Estas no organizan solamente las formas colectivas de la
vida social, sino las de existencia individual y finalmente inciden
en los cuerpos de los individuos y en todos sus comportamientos.
Mientras que el desarrollo industrial no exige consumir más que
la fuerza de trabajo y puede dejar a cada uno la libre disposición,
de su cuerpo, la institución, productora incesante de signos, que
funciona dentro del juego de estos últimos, impone también a
cada cuerpo la conformidad con el código de las conductas y la

191
reproducción de los significantes adecuados. La institución llega
hasta la dominación de los cuerpos, impone sus posturas y sus
uniformes, se apodera de la educación corporal y encarcela o mu­
tila a los que se oponen a su reglamentación.
De esta manera, las resistencias que conciernen a la vida se­
xual y procuran el respeto a la vida amorosa de cada persona,
señalan un sitio decisivo para la resistencia ante las constriccio­
nes burocráticas. Imponen un límite a su influencia y fijan una
frontera, más allá de la cual la captación de las energías ya no
puede tener lugar. Ahora bien, el movimiento de expansión de las
instituciones alcanza precisamente a la energía individual y a su
utilización integral. Las resistencias que se refieren a la vida sexual
prohíben a las instituciones legitimar todo su totalitarismo. Así
mismo, los esfuerzos para limitar el influjo de las instituciones psi­
quiátricas y carcelarias, para defender las diversas formas de crea­
tividad, se inscriben en este mismo movimiento de respuesta y re­
sistencia a la amplitud de los influjos instituidos.
A la extensión avasalladora de las instituciones sociales van
a responder, por otra parte, los movimientos que tienden no sólo
a resistir el influyo institucional, sino a retomar el control de estas
instituciones. La reivindicación difusa de la autogestión, es decir
de la organización del grupo por sí mismo y de la reconquista de
su actividad, constituye la respuesta directa a la heteronomía
impuesta por el disciplinamiento burocrático. Este movimiento
retoma espontáneamente la reactivación de la larga tradición del
socialismo anarco-sindicalista, que no era solamente una lucha
contraía miseria sino contra las opresiones modernas de las ins­
tituciones y los aparatos de conformación social.

III. E L R E F O R Z A M I E N T O D E LO S E S T A D O S - N A C IO N E S :
El nacionalismo

La inmensa distancia entre el proyecto de sociedad de los pri­


meros socialistas y las realidades actuales, se manifiesta brutal­
mente en lo que concierne a su proyecto intemacionalista. En su
visión audaz, la instauración de las relaciones socialistas debía
llevar a la desaparición de los Estados y, simultáneamente, a la
de las fronteras nacionales. Y , en efecto, en un universo en que
los conflictos económicos hubiesen desaparecido, los Estados y b u s
ejércitos no tendrían ya razón de ser, los intercambios pacíficos
se desarrollarían en el nivel mundial y sin rivalidades nacionales.
Los siglos X I X y X X han destruido de tal manera este sueño,
que la casi totalidad de los partidos políticos lo ha olvidado. No
sólo las guerras han puesto de manifiesto la desaparición de la
ideología intemacionalista sino, lo que es más grave, el desarrollo
de los conflictos y de los compromisos de clase ha llevado a la
clase obrera a luchar en el cuadro de su nación y a ocupar un
lugar en la vida política nacional. A l proletariado esencialmente

192
universal por sus solas condiciones objetivas con que soñó Marx,
han sucedido las clases obreras nacionales, que comparten las glo­
rias y pesares de sus patrias. A l devenir en el lugar común de
casi todos los movimientos políticos contemporáneos, el nacio­
nalismo deja de ser objeto de críticas y de tomas de conciencia.
Por el contrario, nos parece esencial hacer notar la potencia
y la permanencia de ese vasto proceso mundial por medio del cual
las sociedades actuales no dejan de organizarse en Estados-nacio­
nes, reactivando y renovando sus ideologías nacionales. Se trata
en esto de una evolución cuya continuidad estamos obligados a
predecir. Es que, en efecto, este reforzamiento de los vínculos
entre el Estado y la nación, la constitución de actores nacionales
operando como tales en la escena política mundial, son profun­
dos procesos ligados a transformaciones inmanentes de cada socie­
dad moderna. Las dos dimensiones de industrialización e insti-
tucionalización que acabamos de distinguir, convergen para reforzar
las integraciones estatales y nacionales: la industrialización, que
tenía lugar antaño en polos dispersos y apartados de toda inter­
vención estatal, se lleva hoy en día a cabo a escala nacional y
bajo la supervisión en aumento de los Estados. La ideología pro-
ductivista se puede conciliar fácilmente con el nacionalismo, o
confundirse con éste, ya que en el llamado al esfuerzo de produc­
ción difícilmente se toma como fin la satisfacción de las necesi­
dades de la humanidad. Se invita a los hombres a producir de
acuerdo con el interés general, vale decir, implícitamente, nacio­
nal. Así mismo, este vasto proceso de expansión de las institu­
ciones y burocracias tiene lugar en el marco nacional y todo el
financiamiento que supone no puede llevarse a término sino den­
tro de este último. A través de todos estos canales, los Estados
y sus aparatos, cuya destrucción anunciaba Lernn en E l Estado
y la Revolución, han acrecentado por todas partes su poder y
eficacia, sin que se pueda prever con seriedad su desaparición.
Es que la definición que le daban los primeros socialistas y que
hacía del Estado una fuerza de coerción en manos de la clase
poseedora, no conviene ya exactamente a los aparatos que aseguran
también las funciones económicas. A l Estado constriñente que se
proyectaba destruir, han sucedido los Estados múltiples que cada
clase y cada partido proyecta, no demoler, sino guiar de acuerdo
con su proyecto político.
Ahora bien, este mantenimiento y este reforzamiento de los
Estados nacionales no tiene lugar sin conflictos ni sin que se pro­
duzcan nuevas tensiones. Esta nacionalización de las sociedades
participa a largo niazo en la disolución de las integraciones locales,
impone a los individuos y a las colectividades valores e intereses
diferentes de los de las antiguas comunidades. Pero determina
también nuevas obligaciones materiales, ya que este vasto aparato
no podría subsistir sino extrayendo sus recursos de la actividad
productiva. Mientras más acrecienta el Estado su poder económico
y se vuelve el dirigente central de la vida productiva, más retoma

193
la tarea cuyos encargados anteriores fracasaron y corre el peligro
de enfrentarse a un conflicto entre productores y consumidores.
Desde ese momento este riesgo es permeable a una nueva lucha
de clases entre el conjunto de los productores-consumidores y el de
los aparatos del Estado; y es tanto más considerable en la medida
en que el Estado central exija de sus subordinados mucho más de
lo que exigia el príncipe feudal, incluso mucho más que la clase
poseedora, que no extorsionaba sino la fuerza de trabajo: el Estado
demanda a la vez bienes materiales bajo la forma de impuestos,
tiempo bajo la forma de servicio civil o militar y, eventualmen­
te, la vida. El Estado-nación de los Tiempos Modernos se en­
cuentra en esa situación paradójica de exigir el máximo de renun­
ciamiento de parte de la población y, simultáneamente, tener que
obtener su apoyo. En este Estado, en que las decisiones políticas
conciernen a toda la población, en que este inmenso aparato no
puede sostenerse si no es encontrando comportamientos aceptados
en todas las escalas; la obligación de persuadir de la plena legi­
timidad de los aparatos es tan permanente como decisiva. Mientras
más activo, es decir exigente, es el Estado, más importa que el
ciudadano posea el sentimiento de estar unido a él.
Por otro lado, la diversidad de los.aparatos y la complejidad
de sus mecanismos, provocan una nueva opacidad social. El gran
Estado conlleva el peligro de reemplazar la opacidad capitalista,
que atañia sobre todo a los mecanismos de la economia y la ex­
plotación, por otra opacidad que atañe a sus propios aparatos,
decisiones y funcionamiento. El ciudadano, movilizado en todas
las formas de su vida, se encuentra frente a una maquinaria aplas­
tante, de la cual no puede escaparse y que implica el riesgo de ser
experimentada como una fuerza perseguidora. La opacidad debe
velarse, ser reemplazada por una actitud general de confianza,
gracias a la cual cada uno aceptará, con resignación, e incluso con
entusiasmo, los daños del sistema.
El poder politico, más que en cualquier otro régimen, debe
producir en este Estado-nación un discurso de autolegitimación
que sea capaz de englobar todos los miembros de la colectividad
nacional. En la misma medida en que este poder está enormemente
más extendido y es más profundo que los anteriores, en la medida
en que se dirige a una población que tiene que unificar, está obli­
gado a crear un discurso de legitimación y unificación susceptible
de ser recibido por la totalidad de la población. El recurso al
discurso se impone tanto más cuanto que el Estado debe rivalizar
con los antiguos poderes locales o intermediarios, que constituyen
un obstáculo para la integración nacional. Debe, o bien absorberlos
bajo su influencia, o conquistar su lealtad. La creación y difusión
de un discurso motivador servirán para reducir o apoderarse de
las viejas redes de influencia y para generar un excedente de poder
susceptible, como aquéllas, de apropiación. A l obtener la moviliza­
ción entusiasta de los ciudadanos, el Estado suscita las energías
y las canaliza hacia sus objetivos, creando de esta manera un

194
excedente de energía, a la vez que el acrecentamiento de su poder.
La ideología que le conviene bien a esta situación dinámica es
el nacionalismo y no hay razón para pensar que la misma, forjada
durante el siglo X IX , esté próxima a la desaparición. Su vitalidad
y reactivación se inscriben estrechamente en las condiciones de
existencia de las sociedades modernas, que no dejan, en efecto,
de reproducir y actuar dentro de su forma nacional. En diversos
grados de intensidad, el nacionalismo no deja de ser mantenido
desde el momento en que se instituye el Estado bajo su forma
actual. Y esto ocurre en la misma proporción en que no tiene
necesidad de teorizarse y que está contenido directamente en el
lenguaje común, que designa en una misma totalidad significante
el suelo nacional, sus habitantes, su cultura y su historia. Esta per­
sistencia del nacionalismo tiene lugar en los países integrados polí­
ticamente, en forma incesante, en todos los niveles de la educación,
la cultura y los medios masivos. En los países recientemente libe­
rados de la colonización, la construcción nacional atraviesa necesa­
riamente por la constitución de un campo ideológico nacionalista
y de actividades conscientemente llevadas al establecimiento de
la identidad nacional.
Además, el nacionalismo no es objeto de ninguna denuncia
violenta ni organizada: por el contrario, está implicado de manera
común a todos los movimientos y los partidos que, directa o in­
directamente, se presentan como los verdaderos defensores de los
intereses nacionales. Sin embargo, va a ser utilizado en forma par­
ticular por la clase gobernante, desde el momento en que ésta
buscará reforzar su influencia sobre la totalidad de la población.
Una burguesía detentadora de los aparatos de Estado, que aspire
al mismo tiempo a la perpetuación de su poder político y a la di­
rección del desarrollo económico, será la más llevada a exaltar
un nacionalismo capaz de generar la acción. En tanto que es un
discurso común, que oculta las diferencias en una unanimidad
activa, el nacionalismo permite, en efecto, disfrazar las desigual­
dades, tolerar las injusticias y reducir los conflictos de clase. Puede
servir para justificar la represión de los conflictos sociales, al inva­
lidarlos en nombre de lo intocable.
Los nacionalismos implican los ideales del liberalismo y del
socialismo, los cuales, en su ambición original, no concebían su
realización sino en el nivel universal. No obstante, estos valores no
son totalmente suprimidos, ya porque aparezcan en la resistencia
a la centralización estatal, ya porque resurjan baio una nueva
forma. El nacionalismo participa en la reducción de las especifici­
dades locales y regionales: es utilizado comúnmente por el poder
central para justificar su influencia sobre las comunidades, las
provincias y las regiones. En su resistencia contra el influjo del
poder centralizador, estas últimas religan los elementos de contra­
ideología. constituyendo polos de identificación que fragmentan y
limitan la ideología nacional. Por otra parte, nuevas representa­
ciones intemacionalistas vuelven a aparecer en los medios sociales

195
que reciben el impacto directo del rebasamiento de las íronteras.
A este respecto, se establece una convergencia paradójica entre los
dirigentes industriales, financieros y comerciales, que están empe­
ñados en una práctica económica transnacional, los intelectuales
ansiosos de comprender los mecanismos internacionales y los gru­
pos políticos revolucionarios, deseosos de crear un movimiento que
se sustraiga a los fraccionamientos nacionales. Así también, la fre­
cuencia en los desplazamientos y hasta la extensión del turismo
internacional, multiplican las conductas favorables a la interiori­
zación de las representaciones extra-nacionalistas. Sin embargo,
estas representaciones no pueden constituir una ideología propia­
mente mundial que, para existir, debe recibir un contenido y defi­
nirse a partir de los conflictos internacionales.

IV . LA M U N D IA L IZ A C IO N D E LOS
C O N F L I C T O S ID E O L O G IC O S

Es importante destacar, con un énfasis más vivo que el que


se le da generalmente, la mundialización de los conflictos ideoló­
gicos y las consecuencias de este fenómeno. Esta nueva dimensión
fue inaugurada por la Revolución de Octubre de 1917 y las tenta­
tivas de los países occidentales de refrenar su desarrollo. Por pri­
mera vez en la historia moderna, los ejércitos se enfrentaron no
sólo para defender una causa nacional, sino en nombre de un
proyecto político que concernía a la organización general de la so­
ciedad. La guerra de 1940 se inscribió en esta nueva configuración
y constituyó a la vez una guerra nacional y una guerra ideológica.
Desde mediados del siglo es por completo el conjunto de todas
las naciones el que está empeñado en un sistema complejo y cam­
biante de posiciones ideológicas internacionales (capitalista, so­
cialista; pro-americano, pro-soviético; pro-chino, no alineado?, etc.).
La extensión de los medios de comunicación de masas al nivel
mundial crea una situación de hecho que engendra amenazas y
posibilidades tales que cada gobierno es conducido a definirse con
relación a ella y a tomar posición dentro de la misma. Ante el
riesgo de introducción de mensajes que puedan competir con los
suyos, los Estados detentadores del monopolio ideológico se ven
obligados a reafirmar su posición y denunciar los mensajes subver­
sivos. A l mismo tiempo, el establecimiento y la evolución de las
redes de alianza internacional, los obligan a expresar sus acuerdos
y desacuerdos al nivel del sistema simbólico de las posiciones
mundiales. El desenvolvimiento de las sesiones de la O NU ejem­
plifica esta situación, a la manera de una escena simbólica en que
cada Estado debe comparecer y proclamar sus vínculos de alianza
y fidelidad.
A pesar de todas las distorsiones y las ocultaciones que tienen
lugar en tal escenario, la gama de las posiciones, con sus divisiones
y proximidades, responde a una situación nueva, de integración

196
conflictual entre las economías y las políticas. Entre los Estados
más poderosos y los dominados se establecen nuevas relaciones que
suceden a los silenciosos vínculos de colonización. Mientras que los
Imperios coloniales de antaño imponían su poder y su razón a po­
blaciones a las que privaban de expresión política, la situación de
independencia, real o formal, hace de cada Estado un hablante
institucionalmente detentador del derecho de expresión. La nueva
situación que sucede al hundimiento de los Imperios coloniales,
multiplica a la vez el número de los Estados independientes y el
de los hablantes legítimos. Proporciona así mismo a los conflictos
simbólicos mundiales una importancia cotidiana que no habían
tenido jamás.
Ahora bien, esta situación de integración conflictual y de des­
igualdad es generadora, en grado superlativo, de discursos ideoló­
gicos, con todos los caracteres que les conocemos. Como en todo
conflicto, la rivalidad entre las grandes potencias provoca discursos
de agresión y legitimación. Los aparatos de Estado esperan de sus
representantes que construyan las significaciones más invalidantes
para el enemigo y las más exaltantes para ellos (la libertad, la
patria del socialismo, la revolución mundial.. . ). La expresión re­
novada de las posiciones simbólicas simula las posiciones militares,
designa la eventualidad de las guerras al mismo tiempo que ali­
menta la docilidad necesaria para su ejecución. El discurso de las
grandes potencias participa en su política ofensiva y defensiva de
expansión y control. La estrategia de las alianzas, de los acerca­
mientos y alejamientos, pasa también por la producción de signifi­
caciones, que explican y legitiman estos cambios.
Podría pensarse que la construcción de ideologías políticas im­
porta sobre todo en un sistema en que los hablantes están com­
prometidos en relaciones de desigualdad a la vez que poseen la
autorización para expresarse. Efectivamente, es en esta situación
donde el recurso a lo simbólico es posible y eficaz, recurso impor­
tante, en primer término, para los elementos desfavorecidos. Así,
en el mundo del siglo X X , en que las riquezas no dejan de con­
centrarse en las manos de una minoría y la pobreza relativa se
extiende sobre el resto de la población, se conjuntan todos los
elementos esenciales para que las luchas ideológicas prosigan y,
a no dudarlo, se refuercen según las coyunturas.
Suponer por un instante que puedan cesar los conflictos ideoló­
gicos de esta escena mundial, en provecho de tranquilas negocia­
ciones, proviene, pues, de una utopía piadosa. Agredidos por sus
rivales, los Estados dominantes deben imponer su razón y utilizar
todos los medios para reforzar su dominación en el conflicto. Las
ambigüedades de la competencia y de la complicidad no dismi­
nuyen la importancia de las legitimaciones, sino por lo contrario,
tal vez importe simular fidelidad a los principios para encubrir el
empirismo de las decisiones. Menos afectos a las sistematizaciones
ideológicas, los Estados multipartidistas se ven obligados a asumir­
las impulsados por la dialéctica del conflicto. Por otro lado, esta

197
producción se encuentra como acosada por la intervención efectiva
o potencial de hablantes no legitimados al nivel de los Estados y
que pueden, no obstante, gracias a las comunicaciones de masas,
intervenir en el campo ideológico mundial. Así, los grupos de opo­
sición despojados de voz en el interior de su propia nación, las
organizaciones guerrilleras, los núcleos revolucionarios, utilizando
la aprehensión de rehenes o el terrorismo político, se sustraen al
control de los representantes oficiales y ogliban a los hablantes a
tomar posición con respecto a su causa. Mediante su intervención
se combaten parcialmente las ocultaciones mantenidas por los
poderes en turno, al mismo tiempo que se revelan las violencias
políticas. El terrorismo político, esencialmente ideológico en cuanto
se da como simple medio tendiente a un proyecto político, confirma
la imposición del campo ideológico mundial a la vez que aspira a
modificarlo.
A esta situación de hecho, debe corresponder una ideología
más o menos sistematizada. El mantenimiento de las relaciones
internacionales entre Estados militarmente capaces de destruirse
mutuamente, no puede asegurarse sino por la mediación de repre­
sentaciones adecuadas, que excluyan el recurso inmediato a la vio­
lencia. El término coexistencia pacífica ilustra este sistema precario
de representaciones pero, cuando fue propuesto en 1955, no hizo
sino confirmar todo un conjunto de representaciones correspondien­
tes. El hecho de que esta ideología con sus valores particulares
(paz, mantenimiento de las relaciones de fuerza existentes) sea
poco declarada explícitamente, no debe hacemos ignorar que la
misma es necesariamente más practicada que proclamada. Los di­
rigentes de los grandes Estados deben, en efecto, legitimar la
dominación que ejercen sobre las potencias subordinadas y por
ende afirmar la superioridad del modelo social que encaman. La
práctica pacífica de los intercambios comerciales, el reconocimiento
de hecho de la legitimidad de Estados rivales, deben compensarse
mediante el mantenimiento de un lenguaje denunciador que justi­
fique la preparación para la guerra al mismo tiempo que las domi­
naciones internas.
Esta ideología mundialista encuentra sus autores, no en el nivel
de los partidos políticos, sino en las clases políticas en el poder.
Sin duda, tal ideología puede recibir cierto apoyo difuso de las
clases dominadas y una amplia complicidad de las clases interesa­
das cultural y materialmente en la práctica de las relaciones trans­
nacionales. Pero los verdaderos manipuladores de estos bienes
ideológicos son los detentadores de los poderes de Estado y, en
casos extremos, los regímenes de poder personal, los propios jefes
de Estado. Las ocultaciones que pueden ser ejercidas son dema­
siado decisivas para que los gobernantes puedan dispensarse de
recurrir a ellas: la manipulación de los bienes de significación en
este nivel permite dar a los representantes de los Estados una
dimensión internacional, acrecentar su legitimación y más aún, dis­
culpar las represiones que ejercen sobre las clases o los Estados

198
dominados. Si bien escasamente proclamada y poco sostenida, la
ideología mundialista tiende a devenir la gran ideología de los
Tiempos Modernos, con todo su cortejo de verdad e ilusión, de
práctica y de ocultación.
Las contra-ideologías podrán revestir, frente a tal sistema, dos
formas opuestas, ya sea que recusen la forma de dominación de
las super-potencias, los Estados no alineados y, más directamente,
los dirigentes chinos, están en situación de percibir en la ideología
de la coexistencia pacífica la máscara de dominaciones efectivas.
Esta forma de impugnación se inscribe en las relaciones de Estado
a Estado y recibe de esta manera un poderoso apoyo institucional.
La segunda forma de contra-ideología, que procura, por el con­
trario, subvertir todo este campo simbólico mediante una denuncia
de todas las opresiones estatales que disfraza, corre el peligro de
no recibir sino débiles apoyos y tímidas formulaciones. Sus expre­
siones se pueden encontrar ya sea en la tradición anarquista, más
consciente que cualquiera otra de los nexos entre el Estado y la
represión y, sobre bases nuevas, en las anticipaciones audaces de
los sabios y los ensayistas conscientes de las contradicciones del
sistema mundial actual. Se trata, entonces, no ya de aspirar a un
desplazamiento de la dominación en provecho de otro Estado, sino
más bien de hacer un balance crítico de los males y las desigual­
dades engendradas por la opresión al nivel mundial, de poner de
manifiesto la infinita distancia entre estas realidades y los dis­
cursos de los ideólogos mundialistas dominantes, a fin de esbozar
las grandes líneas de una nueva sociedad planetaria. Estas em­
presas son necesariamente minoritarias, perseguidas por las orto­
doxias de Estado, con una dimensión fuertemente utópica, pero
retoman y retomarán, en su momento, la tarea de reinventar el
porvenir y reconstruir la esperanza.

V. LA P L U R A L ID A D D E LAS P O S IB IL ID A D E S

La complejidad del mundo moderno y la riqueza de las dimen­


siones ideológicas que le corresponde, excluyen la emergencia de
una ideología única que se difunda sin deformación a través del
mundo actual. El sueño de los primeros socialistas y de Trotsky,
de ver una misma ideología conquistar el mundo y llegar a unifi­
carlo en la reconciliación universal, parece no poder cumplirse en
un porvenir previsible.
La multiplicidad de las posibilidades proviene no sólo de la
diversidad de las culturas, de las situaciones sociales y económicas,
sino de la amplitud misma de los contenidos ideológicos a consti­
tuirse. Las cuatro dimensiones que hemos evocado (productivismo,
participacionismo, nacionalismo, mundialismo) no se presentan
como términos opuestos, sino como orientaciones que cada movi­
miento político debe reconsiderar, volver a definir v a interpretar.
Cada término debe ser reelaborado y ubicado dentro de un con-

199
junto coherente. El nacionalismo no puede tener los mismos acen­
tos en una nación nueva que en un antiguo imperio, ni puede
combinarse de forma idéntica a como lo haría el proyecto de in­
dustrialización.
La elección entre estas combinaciones depende, en buena me­
dida, de la dinámica y la estrategia del movimiento. De esta ma­
nera, una clase poco numerosa y tradicionalmente dominante, que
aspire a conservar su poder y dirigir el desarrollo económico, en­
cuentra en la combinación del productivismo y el nacionalismo
el apoyo ideológico más favorable para el ejercicio de su autoridad.
A l exaltar los resultados económicos de su gestión se declara como
la protectora racional de los intereses de todos y la equivalente
de la competencia y la eficacia. A l exaltar la grandeza nacional y
el prestigio del pasado, se procura las armas simbólicas para re­
primir toda oposición, señalándola como perjudicial a la causa de
la nación. El rigor ideológico permitirá ocultar los sufrimientos
impuestos por la dominación económica y los privilegios de la clase
dirigente. Las tradiciones religiosas podrán ser reactivadas en la
medida en que sus llamamientos sean favorables al mantenimiento
de las relaciones de autoridad.
Una clase media que se apodera de los aparatos de Estado
luego de la derrota de los imperios coloniales, poco cuidadosa de
introducir las transformaciones sociales que amenazarían su nuevo
poder, en guardia con respecto a los movimientos populares, puede
hallar en la reinvención del nacionalismo cultural el lenguaje pro­
picio a su estrategia. Presentándose como la guardiana de la
identidad cultural, de la autenticidad, una burguesía administra­
tiva se declara como la encamación de los valores propios a todos
los ciudadanos del país, al mismo tiempo que arroja a lo profano las
reivindicaciones demasiado inmediatas. En una palabra, afirma la
identidad de los intereses, sin tener que demostrarla.
Una burocracia Autoritaria, cuyos dirigentes detentan el mono­
polio ideológico, será llevada, por el contrario, a exaltarse directa­
mente bajo la forma del Estado o la del partido. La prohibición de
las expresiones desviacionistas conducirá a cada categoría y cada
miembro de los aparatos a encontrar sus modos de defensa y de
promoción en el seno del partido, a buscar en la exaltación de la
institución, la legitimación necesaria para la defensa de sus intere­
ses. Cuando la fe se ve confirmada por los actos, la exaltación
de la institución puede ir a la par con la de sus resultados en el
orden económico e internacional. Esta legitimación del partido en
el poder y, a su través, de la burocracia política imperante, podrá
servir de instrumento adecuado para justificar la represión de los
movimientos de oposición y para disfrazar la apropiación de bienes
y de poder.
Todo movimiento de rebelión debe realizar la refutación de
estas apologías, denunciar la alteración de los valores sustentados,
la represión que ejercen las instituciones, la utilización partidista
de los valores nacionales. Esta crítica debe ser efectuada mediante

200
el develamiento de las fuerzas, la designación de las clases y los
partidos detentadores de la dominación material y simbólica. N o
puede lograrse sino aminorando la importancia del desarrollo in­
dustrial a largo plazo y los valores nacionales, designando ante
todo nuevas identidades sociales y sus necesidades inmediatas (el
campesinado y su miseria, la clase obrera y su explotación). La
rebelión cuestiona las instituciones y esboza el proyecto de otra
repartición de bienes, poderes y prestigios, el proyecto de otra so­
ciedad. Lo que serán esos rebeldes y el imaginario institucional
que les corresponda no puede preverse rigurosamente: las grandes
líneas no pueden sino ser sugeridas, ya que es en este sector donde
reside la mayor creatividad ideológica y donde interviene lo for­
tuito de los acontecimientos, las culturas locales y las individuali­
dades creadoras.
Es previsible que se van a producir combinaciones altamente
sutiles y aparentemente contradictorias (socialismo liberal... so­
cialismo nacional.. . ) tanto como oposiciones provisorias (¿experto
o rojo?) y conciliaciones edénicas (experto y rojo), en toda esta
complejidad de las vías posibles. Pero, contrariamente al mito de
la difusión sin obstáculos de una misma ideología, hay que prever
así mismo que los campos ideológicos no dejarán, como ha sucedido
antes, de edificarse y derrumbarse, de nacer y morir. N o hay, en
efecto, un fin de las ideologías, sino miles de ellos y otros tantos
renacimientos. Una ideología puede morir de su propio éxito y
comenzar a ser olvidada en el momento en que parece recibir la
aprobación unánime. Puede morir lentamente de desinterés general
y de la mengua del fervor que provocaba; puede desaparecer total­
mente en tanto que sus palabras permanecen y no son ya más que
el pretexto para represiones policiacas; morir de muerte violenta
con la derrota de las armas o bajo los golpes de la rebelión. La
historia de las ideologías no será menos compleja que la propia
historia, con la complejidad suplementaria que le aportan los ima­
ginarios a las ambigüedades de la historia.

VI. H A C IA U N R E N A C I M I E N T O D E L A S
U T O P IA S P O S I T I V A S

El cuadro de un futuro eventual que acabamos de pintar nos


permite también mostrar el papel que desempeñan las utopías
positivas. Es que, en efecto, las ideologías políticas de este último
cuarto del siglo X X , parecen situarse todas ellas más acá de los
problemas que ambicionan resolver. La ideología productivista res­
ponde bien a las necesidades crecientes del consumo, pero se des­
truye a sí misma en el absurdo de una expansión indefinida para
una humanidad en expansión demográfica así mismo indefinida.
Es incapaz de responder al problema esencial de la relación de los
hombres con la naturaleza y la sobrevivencia de la especie en con­
diciones soportables de existencia. La ideología participacionista

201
responde bien a las necesidades sociales de integración en las
organizaciones e instituciones, pero no lo hace frente al problema
permanente del adiestramiento y la conciliación entre las reivindi­
caciones de libertad y las obligaciones de la burocracia. Puede
mudarse en simple propaganda y servir de justificación a la ins­
tauración parcial o general del totalitarismo. La ideología naciona­
lista responde bien a las necesidades de identificación y se adecúa
a las líneas predominantes de las economías actuales, pero no lo
hace con la dinámica del mundo moderno, que no deja de multi­
plicar los nexos internacionales. Mucho peor, los nacionalismos
constituyen el mayor obstáculo para el establecimiento de las re­
laciones pacíficas y para el freno de los gastos militares. En fin,
las tímidas ideologías intemacionalistas no procuran resolver los
problemas de las desigualdades mundiales sino más bien mantener
el statu quo de los Estados-naciones.
La inadecuación de las ideologías modernas a los verdaderos
problemas, será menos sorprendente si uno recuerda que los ma­
nipuladores de los bienes ideológicos son hoy en día sobre todo
los Estados, las burocracias y los jefes de partido, más que los
movimientos de rebelión y sus portavoces individuales. Si en los
siglos X V I I I y X IX , los grandes ideólogos fueron pensadores y
filósofos rebeldes, en el X X son reemplazados por hombres de
Estado comprometidos dentro de los límites de su práctica y en
situación adecuada para manipular las significaciones a fin de pre­
servar su poder.
Las utopías vuelven a cobrar su importancia histórica en el
momento en que las colectividades se encuentran frente a contra­
dicciones patentes, que las ideologías oficiales son incapaces de
resolver, mientras que, en e9e mismo momento, es posible concebir
otras soluciones distintas. Esta situación se renueva hoy en día.
Más allá de las ideologías partidistas, ciertos espíritus pueden
tomar la medida de las contradicciones creadas por la desigualdad
de la distribución mundial de bienes, por la incapacidad de los
gobernantes para dominar la explosión demográfica, por la ampli­
tud de las obligaciones impuestas por el Estado, por la determina­
ción de las grandes potencias en proseguir los preparativos para
próximas masa'cres. En mútiples lugares, dentro de las clases domi­
nadas, entre las clases jóvenes como entre los especialistas de las
ciencias sociales, se desarrolla una nueva conciencia que toma en
cuenta estas nuevas situaciones y busca darles respuesta. Se crea
así, más allá de las ideologías oficiales y el poder en turno, una
nueva conciencia internacional sin institución apremiante y que
no puede encontrar sus expresiones más que dentro de las inven­
ciones utópicas. Esta necesidad de utopías no emerge sólo de las
frustraciones y la inquietud frente al porvenir, sino también del
presentimiento de que los remedios, las soluciones son factibles,
aún si su realización no puede ser impuesta en forma directa. El
deseo de utopía es tanto más vivo cuanto que la inmensidad de
posibilidades tecnológicas y el número indefinido de poderes de per-

202
suasión propician el pensamiento de que se pueden inventar solu­
ciones “ racionales” para combatir el mal mundial y lograr que las
mismas sean admitidas. A l mismo tiempo se percibe claramente
que estos proyectos liberadores se enfrentan a demasiadas barreras,
a demasiadas ideologías petrificadas y a demasiados intereses de
clases y naciones, para que puedan hoy en día recibir un comienzo
de aplicación. En esta situación, la utopía libera la imaginación de
objeciones primarias relativas a las realizaciones y puede afrontar
los verdaderos problemas que conciernen a los fines y los valores.
El utopista moderno se encuentra frente a una tarea mucho
más vasta que la que se proponían Platón o Tomás Moro, en la
medida misma en que el campo de lo deliberable se ha ensanchado
infinitamente. N o se trata sólo de imaginar una redistribución de
bienes dentro de una pequeña ciudad, sino en el nivel del mundo
en su totalidad. El utopista moderno debe trazar el proyecto de
una nueva relación del hombre con la naturaleza, que lo es de sim­
biosis y no de dominación; debe reinterpretar el equilibrio entre
la masa de los seres humanos y las posibilidades naturales; debe,
luego de tantas experiencias históricas totalitarias, reinventar mo­
delos institucionales no opresivos, reinventar lo político. Debe in­
cluso, como lo han hecho los grandes utopistas, reinterpretar las
relaciones sociales al nivel mundial y proponer una imagen del
hombre más allá de los límites de las naciones. La amplitud de esta
tarea no podría ser llenada actualmente por ninguna de las ideo­
logías actuales. La nueva rebelión pasa hoy en día por la fase del
discurso utópico.
Será tarea de los futuros ideólogos retomar el sentido de los
mensajes utópicos y procurar su realización, renovando de esta
manera el inmenso proyecto de los movimientos ideológicos: trans­
formar el deseo, el proyecto, el sueño, en realidad viva.

203
4uoy, •
IN D IC E

Introducción ........................................................................... 7
Capítulo I: Los imaginarios s o c ia le s .........................’ ......... 17
Capítulo I I : Historia de la problemática ............................ 37
Capítulo I I I : Ideologías, paratos, instituciones ................. 57
Capítulo IV : La ideología contra el poder ................... 77
Capítulo V: La ideología al servicio del poder ................. 98
Capítulo V I: El pluralismo ideológico ............................... 119
Capítulo V I I : Verdad y d is to rs ió n ..................................... 142
Capítulo V I I I : Eficacia de lo simbólico ............................ 158
Conclusión: El porvenir de las ideologías .......................... 182
Notas ...................................................................................... 204
Elementos bibliográficos ................................ 209

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